San Agustín

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AGUSTÍN DE HIPONA
ÍNDICE:
1. TEXTO______________________________________2.
2. ESTRUCTURA Y RESÚMENES____________________ 4.
3. CONCEPTOS Y NOCIONES ______________________6.
- Escepticismo académico y certeza de la propia existencia__6.
- Amor a la existencia y amor al conocimiento____________7.
4. TEMAS Y TEORÍAS ___________________________9.
- El hombre como imagen de Dios_____________________ 9.
- Sabiduría e iluminación __________________________ 11.
5. CONTEXTUALIZACIÓN_______________________ 13.
- Vida y obra: “Ciudad de Dios” _____________________ 14.
- Influencias __________________________________ 15.
- Época o Corriente: El cristianismo _________________ 16.
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TEXTO DE AGUSTÍN DE HIPONA
Ciudad de Dios, libro XI, Capítulos 26 y 27 (trad. S. Santamarta del Río y
M. Fuertes Lanero, Madrid, B.A.C., 1988, pp. 732-737).
CAPITULO XXVI: IMAGEN DE LA SOBERANA TRINIDAD, QUE EN CIERTO
MODO SE ENCUENTRA AUN EN LA NATURALEZA DEL HOMBRE TODAVIA
NO FELIZ
“1. También nosotros reconocemos una imagen de Dios en nosotros. No es igual, más aún,
muy distante; tampoco es coeterna, y, en resumen, no de la misma sustancia de Dios. A pesar
de todo, es tan alta, que nada hay más cercano por naturaleza entre las cosas creadas por
Dios; imagen de Dios, esto es, de aquella suprema Trinidad, pero que debe ser aún
perfeccionada por la reforma para acercársele en lo posible por la semejanza. Porque en
realidad existimos, y conocemos que existimos, y amamos el ser así y conocerlo. En estas
tres cosas no nos perturba ninguna falsedad disfrazada de verdad.
Cierto que no percibimos con ningún sentido del cuerpo estas cosas como las que están
fuera: los colores con la vista, los sonidos con el oído, los olores con el olfato, los sabores con
el gusto, las cosas duras y blandas con el tacto. De estas cosas sensibles tenemos también
imágenes muy semejantes a ellas, aunque no corpóreas, considerándolas con el
pensamiento, reteniéndolas en la memoria, y siendo excitados por su medio a la apetencia de
las mismas; pero sin la engañosa imaginación de representaciones imaginarias, estamos
completamente ciertos de que existimos, de que conocemos nuestra existencia y la amamos.
2. Y en estas verdades no hay temor alguno a los argumentos de los académicos, que
preguntan: ¿Y si te si engañas? Si me engaño, existo; pues quien no existe no puede tampoco
engañarse; y por esto, si me engaño, existo. Entonces, puesto que si me engaño existo,
¿cómo me puedo engañar sobre la existencia, siendo tan cierto que existo si me engaño? Por
consiguiente, como sería yo quien se engañase, aunque se engañase, sin duda en el conocer
que me conozco, no me engañaré. Pues conozco que existo, conozco también esto mismo,
que me conozco. Y al amar estas dos cosas, añado a las cosas que conozco como tercer
elemento, el mismo amor, que no es de menor importancia.
Pues no me engaño de que me amo, ya que no me engaño en las cosas que amo; aunque
ellas fueran falsas, sería verdad que amo las cosas falsas. ¿Por qué iba a ser justamente
reprendido e impedido de amar las cosas falsas, si fuera falso que las amaba? Ahora bien,
siendo ellas verdaderas y ciertas, ¿quién puede dudar que el amor de las mismas, al ser
amadas, es verdadero y cierto? Tan verdad es que no hay nadie que no quiera existir, como
no existe nadie que no quiera ser feliz. ¿Y cómo puede querer ser feliz si no fuera nada?”
C A P I T U L O XXVII: ESENCIA, CIENCIA Y AMOR DE UNA Y OTRA
¿Por qué temen morir y prefieren vivir en ese infortunio antes que terminarlo con la muerte,
sino porque tan claro aparece que la naturaleza rehúye la no-existencia? Por eso, cuando
saben que están próximos a la muerte, ansían como un gran beneficio que se les conceda la
gracia de prolongar un poco más esa miseria y se les retrase la muerte. Bien claramente,
pues, dan a indicar con qué gratitud aceptarían incluso esa inmortalidad en que no tuviera fin
su indigencia.
¿Pues qué? Todos los animales, aun los irracionales, que no tienen la facultad de pensar,
desde los monstruosos dragones hasta los diminutos gusanillos, ¿no manifiestan que quieren
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vivir y por esto huyen de la muerte con todos los esfuerzos que pueden? ¿Y qué decir también
de los árboles y de los arbustos? No teniendo sentido para evitar con movimientos exteriores
su ruina, ¿no vemos cómo para lanzar al aire los extremos de sus renuevos, hunden
profundamente sus raíces en la tierra para extraer el alimento y conservar así en cierto modo
su existencia? Finalmente, los mismos cuerpos que no sólo carecen de sentido, sino hasta de
toda vida vegetal, se lanzan a la altura o descienden al profundo o se quedan como en medio,
para conservar su existencia en el modo que pueden según su naturaleza.
4. Ahora bien, cuánto se ama el conocer y cómo le repugna a la naturaleza humana el
ser engañada, puede colegirse de que cualquiera prefiere estar sufriendo con la mente
sana a estar alegre en la locura. Esta fuerte y admirable tendencia no se encuentra, fuera del
hombre, en ningún animal, aunque algunos de ellos tengan un sentido de la vista mucho más
agudo que nosotros para contemplar esta luz; pero no pueden llegar a aquella luz incorpórea,
que esclarece en cierto modo nuestra mente para poder juzgar rectamente de todo esto. No
obstante, aunque no tengan una ciencia propiamente, tienen los sentidos de los
irracionales cierta semejanza de ciencia.
Las demás cosas corporales se han llamado sensibles, no precisamente porque
sienten, sino porque son sentidas. Así, en los arbustos existe algo semejante a los sentidos en
cuanto se alimentan y se reproducen. Sin embargo, éstos y otros seres corporales tienen sus
causas latentes en la naturaleza. En cuanto a sus formas, con las que por su estructura
contribuyen al embellecimiento de este mundo, las presentan a nuestros sentidos para ser
percibidas de suerte que parece como si quisieran hacerse conocer para compensar el
conocimiento que ellos no tienen.
Nosotros llegamos a conocer esto por el sentido del cuerpo, pero no podemos juzgar de
ello con este sentido. Tenemos otro sentido del hombre interior mucho más excelente que
ése, por el que percibimos lo justo y lo injusto: lo justo, por su hermosura inteligible; lo injusto,
por la privación de esa hermosura. Para poner en práctica este sentido, no presta ayuda
alguna ni la agudeza de la pupila, ni los orificios de las orejas, ni las fosas nasales, ni la
bóveda del paladar, ni tacto alguno corpóreo. En ese sentido estoy cierto de que existo y de
que conozco, y en ese sentido amo esto, y estoy cierto de que lo amo”.
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COMENTARIO DE TEXTO: AGUSTÍN DE HIPONA
ESTRUCTURA DEL TEXTO:
El texto se puede estructurar en cuatro partes:
1.
2.
3.
4.
FRAGMENTO 1: Cap. XXVI: “También nosotros […] y la amamos”.
FRAGMENTO 2: Cap. XXVI: “Y en estas verdades […] fuera nada?”.
FRAGMENTO 3: Cap. XXVII: “Tan agradable es […] su naturaleza”.
FRAGMENTO 4: Cap. XXVII: “ Ahora bien […] lo amo”
RESÚMENES
FRAGMENTO 1.
En este texto Agustín mantiene la tesis de que existe una imagen de Dios en nosotros,
salvando las diferencias entre ambos, puesto que nosotros somos parte de su creación, aunque
somos la creación más cercana y semejante a Él. Esta semejanza es la imagen de la Trinidad
divina en nosotros, de la que el autor deriva tres verdades incuestionables: que existimos, que
conocemos y que amamos (Tesis principal del texto completo).
Estas verdades no se captan a través de los sentidos del cuerpo, ni externos (vista, oído,
olfato, gusto y tacto) ni internos (imaginación y memoria), sino que intuimos con certeza esas
tres verdades: somos, conocemos y amamos.
FRAGMENTO 2
En este fragmento Agustín se propone rebatir los argumentos de los académicos
(escépticos) sobre la verdad de la tesis del fragmento anterior (existimos, conocemos y
amamos). No puedo engañarme sobre estas tres verdades porque si me engaño, entonces
existo (Tesis de fragmento 2). Y, además, según Agustín, conozco que existo, y amo tanto mi
existencia como el conocimiento de ésta.
Agustín mantiene que en el amor tampoco hay engaño, pues puede que sea falso aquello
que amo, pero no puedo engañarme respecto al hecho mismo de amar (tanto si lo que amo es
falso como si es cierto). Por ello, concluye el fragmento, todo el mundo quiere existir y,
además, también ser feliz, algo que carecería de sentido, si suponemos, como hacen los
académicos, que no existimos.
FRAGMENTO 3
En este fragmento, Agustín mantiene el principio de que todo ser desea mantenerse en la
existencia (Tesis del fragmento 3). Agustín opina que, incluso los humanos más desgraciados e
infelices desean seguir existiendo, aunque sea en las peores condiciones, y rehúyen la muerte,
la no-existencia.
Más adelante, Agustín incluye dentro de ese principio a cualquier ser, aunque no sea
humano, pues el autor observa que tanto animales irracionales, como seres inertes, pasando
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por los vegetales sin sentidos, todos, cada uno a su manera, muestran la constante tendencia a
conservar a toda costa su existencia.
FRAGMENTO 4
En este fragmento, Agustín mantiene que, además de existir, hay una tendencia al
conocimiento y al amor hacia éste. Esta tendencia, sin embargo, es exclusivamente humana,
aunque los animales posean la facultad de los sentidos, no tienen ciencia propiamente, aunque
se le asemeje a ella. Ellos no poseen la luz incorpórea que nos permite conocer.
Los cuerpos son llamados sensibles, no porque sientan, sino porque son sentidos. Llegamos
a percibir sus formas gracias a los sentidos del cuerpo. Pero la capacidad humana de juzgar lo
percibido, no se ejecuta a través de los sentidos corpóreos, sino gracias otro sentido interior,
que es más excelente y nos permite discernir lo justo de lo injusto. Es, precisamente, con este
sentido interior (Tesis del fragmento 4) con el que, según Agustín, captamos las tres verdades:
que existimos, conocemos y amamos (Tesis principal del texto completo).
CONCEPTOS Y NOCIONES
Escepticismo académico y certeza de la propia existencia:
Agustín de Hipona establece la certeza de la propia existencia frente a “los académicos”.
Aquí se está refiriendo a los escépticos, como un movimiento filosófico más o menos
dominante en el campo de la filosofía de la época. Pirrón de Elis (360-270 a.n.e) fue el fundador
de la primera escuela escéptica, su pensamiento fue recogido por la Academia Nueva y por
algunos pensadores independientes. Sképsis, es la palabra griega que da origen al movimiento
y significa una reflexión cuidadosa de lo que se observa. El escepticismo exige una posición
teórica respecto al conocimiento, según la cual no hay ningún saber seguro, y una actitud
práctica que consiste en no apegarse a ninguna opinión, y suspender el juicio, como el medio
para conseguir la ataraxia o la serenidad. Pensadores de la Nueva Academia, de raíz platónica,
destacan Arcesilao y Carneades (siglos II y III), según los cuales no podemos estar seguros del
conocimiento humano. Todo lo que creemos, por fundamental que parezca, siempre está
expuesto al error y a la duda, ningún argumento resulta definitivo, nuestras percepciones
tienen un valor relativo y sólo nos dan a conocer cosas aparentes, por tanto lo más razonable es
suspender el juicio.
La orientación neoplatónica (se verá en el contexto) de San Agustín la llevará a defender
que la verdad no ha de buscarse en el mundo exterior sino en el interior de uno mismo, en la
evidencia de sí mismo. Es así como puede superarse la duda de los escépticos de la Nueva
Academia. Es en la autoconciencia donde encontraremos un punto irrebatible. Que «Somos,
conocemos que somos, y amamos este ser y este conocer» establecer la certeza de la propia existencia,
y quien duda de esta verdad, es cierto que duda, y mientras duda es también cierto que vive y
que piensa. Por tanto es en la misma duda que existe una certeza que nos conduce a la verdad,
lo que es ya una muestra de cómo el alma puede elevarse por encima de sí misma hacia la
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verdad. «Si me engaño, existo», es una verdad necesaria, esto es, permanente o eterna, pero tal
necesidad no puede proceder del alma o del mundo, pues ambos son mudables y contingentes
y sólo Dios es la Verdad y todo hallazgo de este tipo de verdades sólo pueden explicarse por
iluminación divina.
Sólo las verdades eternas me permitirán juzgar sobre lo sensible y cambiable; y aunque
no es fácil comprender cómo concibe San Agustín esa iluminación divina, pensemos que se
inspira en Platón y en la Idea del Bien como el “sol” de lo inteligible; por esto el alma, una vez
iluminada concibe la verdad. Por tanto, no puedo engañarme respecto a mi propia existencia.
Entonces existo y el escepticismo académico queda refutado. Y además lo sé con certeza. Por
tanto conozco mi existencia (autoconciencia). Y no solo eso, sino que amo el existir y el
conocer. Existo, conozco y amo son tres verdades necesarias e indubitables, sobre las cuales no
cabe ni el error ni el engaño.
En su obra “Contra Académicos” es donde Agustín muestra con más precisión que tenemos
certezas, al menos de ciertos hechos. La idea clave está en que alcanzamos verdades eternas y
necesarias porque todo lo que se le presenta a la mente humana como inmediato es
indudablemente cierto (“sabemos que estamos vivos”, “sabemos que conocemos”, “sabemos
que pensamos”, “sabemos que amamos”, etc.), «Todas las mentes se conocen a sí mismas con
certidumbre absoluta», una vez iluminados.
Si el texto comienza hablando del conocimiento de la verdad, y la verdad es proporcional al ser
(lo que implica que según nos acercamos al ser más verdad encontramos, también en la estricta
línea platónica), ahora podremos relacionarlo con la capacidad que el hombre desarrolla junto
al descubrimiento de la verdad para juzgar de todo ello (capacidad de juicio) respecto a la
justicia y el bien. Todos estos conceptos están relacionados a partir no sólo de la Razón
Superior que los descubre, sino porque encuentran su fundamento último en Dios, y el hombre
no podría concebirlos sino es con ayuda de la iluminación y el autotrascendimiento. Esto
expresa la necesidad que tiene la razón de la ayuda de Dios, como de hecho la tiene en sus
relaciones con la fe.
San Agustín se anticipa a Descartes con su afirmación «Si fallor, sum» (si me engaño existo) y
mucho se ha escrito sobre si esta tesis agustiniana es la misma o diferente al «Cogito, ergo
sum» (“Pienso, luego existo”) de Descartes. Ambas muestran una verdad indudable, en contra
de los argumentos escépticos. Pero difieren en que mientras San Agustín es sólo una verdad
más hacia su pretensión de conocer a Dios y al alma, desde un sentido místico de plenitud
donde se incluye la felicidad del hombre; Descartes sitúa la existencia del pensamiento,
como el fundamento del conocimiento humano de la realidad y de la ciencia, y será el
principio inicial para construir toda su filosofía. Para Agustín esta tesis es marginal, para el
filósofo francés es el elemento nuclear y central sobre el que se apoya y se levanta toda su
filosofía.
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Amor a la existencia y amor al conocimiento:
«Amar no es otra cosa que anhelar algo por sí mismo», es un movimiento del deseo hacia
algo que conocemos y que no tenemos; es la búsqueda de un bien que lleva al hombre a ser
feliz al conservar tal bien, y a su vez implica el temor a perderlo. Aunque los distintos tipos de
hombres difieren en lo que consideran por bueno, todos concuerdan en que desean ser felices
en una vida eterna que quedaría libre del temor, ya que no podrían serlo en una vida
amenazada por la muerte. Estas debieron ser razones decisivas de la conversión de San
Agustín al cristianismo. No encuentra la felicidad aquel que ama a este mundo (cupiditas) ya
que por ser exterior y estar separado de él siempre terminará perdiéndolo, sino que la felicidad
sólo puede hallarse en el amor a lo eterno (caritas), que ha de buscarse dentro de mí.
El amor a uno mismo se presenta como el principio por el que la voluntad se hace
autosuficiente y es capaz de ser libre de todas las ataduras externas (esta idea es una influencia
de las escuelas griegas en especial de platónicos y estoicos), por ello San Agustín espera de
Dios su ayuda en la respuesta a la pregunta ¿quién soy yo? Esta cuestión es ya planteada en el
texto cuando el hombre se descubre a sí mismo, donde encuentra las verdades expresadas en
su relación con Dios y cuya confirmación es el tema del texto.
El texto tiene un carácter de demostración, hay una intención en defender contra los
argumentos escépticos las verdades de las que se trata. Demostrar la verdad del amor a una
existencia eterna es lo que pretende con expresiones como: «el ser es por naturaleza atractivo», o
«la naturaleza rehúye con fuerza el no ser». Que todo cuanto existe tiende a permanecer y a
perpetuar su ser es evidente en toda la naturaleza, como su tendencia natural. En los seres
humanos es «sentir común», lo que todos sentimos, que cualquiera preferiría tener una vida
miserable y eterna a morir. Pero San Agustín identifica el ser con la existencia; existir como ser,
es un don recibido por Dios que por ello nuestra naturaleza, y la de todos, tiende a conservar y
respetar, pero que como tal sólo se obtiene de una manera plena en la eternidad, ser y existir se
hacen idénticos en lo Absoluto de Dios, que es eternidad.
Sabemos desde el principio del texto que San Agustín relaciona las tres verdades de las que
trata con las tres formas de la Trinidad (La Ciudad de Dios, capítulo XXIV, libro XI). La
Trinidad divina queda insinuada en la creación, a través de sus obras, y que ésta relación la
descubrimos cuando nos hacemos la triple pregunta: ¿Quién la ha hecho?, ¿A través de qué
medio? y ¿Por qué?
Para San Agustín la mera existencia de las cosas delata la existencia del Padre, que sería la
causa. Puesto que las causas de todas las cosas naturales están en Dios, cualquier forma de
existencia, al ser causada por Dios es buena y preferible a la nada; y esto es señalado en el texto
incluso en criaturas y seres pertenecientes a los últimos escalones de la jerarquía ontológica.
Porque nuestro «existir» es la imagen del Padre y nos une a Él, por eso amamos la existencia
como amamos al Padre. Es aquí cuando el amor a uno mismo se torna desprecio a uno mismo,
cuando el hombre se olvida de sí y deja de ser él, en un «tránsito» a la «esperanza» por una
existencia eterna, porque el deseo por el Bien Supremo que es el amor al Padre, no se posee en
la tierra, ni en la condición de la existencia terrenal.
El amor, como un acto de la voluntad, se desarrolla hacia la existencia y hacia el
conocimiento. Constata esta verdad el hecho que todos preferimos la razón, la cordura, a la
locura; en el texto se expresa: «cualquiera prefiere estar sufriendo con la mente sana a estar alegre en
la locura», lo que es una clara muestra del amor que siente el hombre por el conocimiento. La
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razón es una facultad exclusiva del hombre que nos permite descubrir la verdad, amor al
conocimiento es amor a la verdad, pero no a verdades transitorias o cambiables sino a la
verdad eterna. Esta posibilidad de conocimiento es una facultad que sólo la posee el hombre y
aunque el propio hombre tenga en común con otros seres y animales el conocimiento sensible,
el tipo de conocimiento al que nos referimos es, ahora, de un nivel superior pues se trata de
una propiedad del alma: «esta virtualidad tan maravillosa sólo la posee el hombre». San
Agustín se refiere al intelecto o razón superior, que es el más alto nivel del conocimiento y que
sólo se puede obtener con ayuda de la Gracia Divina. Pero una vez recibida, tal Gracia
(iluminación), delata la existencia del Hijo, como el medio por el que conocemos al padre, el
Verbo o la sabiduría del Padre. Es el segundo modo de la Trinidad cuya imagen hallamos en
nosotros, y al igual que el Hijo es el Verbo, Palabra o Logos de Dios, a través del cual Dios se
da a conocer en la tierra, así también nuestro conocimiento lo es de nuestro deseo de existencia
eterna que, como hemos visto, es nuestro vínculo con el Padre.
Nuestro conocimiento respecto del Bien y la Verdad que es deseado en un sentido absoluto y
eterno desarrolla el Amor, pues se trata de un único y mismo proceso mediante el cual
«conociendo amo y amando conozco». El que toda cosa realice la perfección (el bien) que le es
propia, lo que se identifica con su propio fin, delata la existencia del Espíritu Santo y el hombre
obtiene la felicidad en el Bien Supremo, y no en los placeres corporales. La ética cristiana es
una ética del amor, y es la voluntad la que conduce al hombre hacia Dios a través del amor,
como una fuerza que es la muestra del Espíritu Santo en nosotros. El amor a Dios se expresa
como amor a la Verdad y al Bien, pero ello no impide la existencia de hechos en donde las
acciones humanas se alejan de ese Bien, lo que nos enfrenta al problema del mal que tanto
preocupó desde el principio a San Agustín (desde su época de maniqueo anterior a su
conversión al cristianismo). Del mismo modo que la inteligencia conoce las ideas por
iluminación divina, así también percibe los principios que deben regir la voluntad libre del
individuo, y si esta voluntad libre se aparta de Dios, por apego a los sentidos, al cuerpo, a la
soberbia, Dios no es el responsable. El mal es alejamiento del bien y no depende de la
responsabilidad del Creador, sino del libre albedrío (líberum arbitrium) del hombre que vive
sin fe y sin ayuda de la Gracia.
TEMAS Y TEORÍAS
TEMA 1º. El hombre como imagen de Dios:
Dos conceptos dan la clave de los temas planteados en el texto, el Alma y Dios. Sus relaciones
muestran la metodología cristiana que se esfuerza en concebir la naturaleza divina por
analogía con la imagen que de Sí mismo ha dejado el creador en sus obras, y de modo especial
en el alma humana, según una concepción que se conoce como EJEMPLARISMO. Según éste,
toda la creación es un ejemplo del modelo divino, que existe a modo de Ideas eternas e
inmutables en la mente de Dios. Respecto al hombre, es el más próximo a Dios de entre todas
las criaturas. El texto comienza planteando precisamente esta cuestión: “en nosotros
hallamos”, introduce la referencia directa al conocimiento interior o a la interiorización como
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el camino de encontrar la imagen de Dios en nosotros mismos, porque la relación entre el
hombre y Dios habrá de buscarse en el interior de la conciencia. Pero “hallamos una imagen
de Dios” es ya una expresión que nos remite a la concepción del hombre como “imago Dei”,
lo que introduce el tema cristiano de la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios,
aunque también hay algo que nos diferencia.
La antropología de San Agustín concibe también al hombre en su relación con Dios, y por vía
negativa concibe al hombre como distinto de Dios, por esto afirma que esa imagen no es igual
a Dios, pues de ser idéntica a Dios romperíamos nuestras diferencias con Él, lo que sería
imposible: Dios no es una parte del hombre, sino éste una parte de su creación. San Agustín
abandona la idea pitagórica y platónica de que el cuerpo es prisión del alma, pues la idea de la
encarnación obligó a los cristianos a ensalzar el cuerpo como parte de la creación y a concebir
al hombre como unidad de cuerpo y alma. Pero al abordar la cuestión desde un punto de vista
filosófico adopta el dualismo platónico para quien hombre es un alma que se sirve de un
cuerpo: “el hombre es un alma racional que se sirve de un cuerpo mortal y terrestre”, donde el
auténtico yo es el alma. La gran diferencia entre Dios y su creación es que todo lo creado es
cambiante, a diferencia de Dios, el Creador, que es inmutable. Hay cosas, como el cuerpo
que cambian en el espacio y en el tiempo. El alma, por el contrario, solo cambia en el tiempo. El
alma se presenta así como una realidad intermedia entre lo inmutable y lo cambiante
(respectivamente Dios y los seres creados), como el nexo que nos vincula y nos comunica con
Dios, y nos aproxima a Él. Pero además es perfectible, como se dirá en el texto, puede
perfeccionarse, conforme se reforma, asemejándose más a Dios. San Agustín se declara incapaz
de resolver el problema del origen del alma; en un principio adoptó una postura traducionista,
según la cual las almas de los hijos provienen de las de los padres, al igual que el cuerpo (como
en el traducionismo de Tertuliano), pero más tarde dudó de ello debido a la firme defensa por
parte de San Jerónimo del creacionismo, según el cual el alma es creada por Dios en cada uno
de nosotros, rechaza la preexistencia del alma con anterioridad al cuerpo; o al menos la creó en
los “primeros padres”, pues el pecado original hace difícil admitir la creación del alma en cada
hombre. La cuestión queda sin resolver.
El texto hace referencia a cómo en nosotros hallamos una imagen de Dios mismo y en especial
de la Trinidad. Pues a pesar de las diferencias, la imagen de Dios permite aproximarnos a él
por vía positiva, al considerar al hombre ocupando una posición intermedia entre Dios y el
resto de criaturas, nos dispone en la situación más próxima a Dios de entre toda la creación
(hay que especificar cómo San Agustín habla de la existencia de los ángeles entre Dios y los
hombres, de los ángeles duda que sean corpóreos o incorpóreos pero afirma que son muy
semejantes al hombre mismo). La importante influencia del neoplatonismo de Plotino en San
Agustín respecto al escalonamiento de los seres, donde unos están más próximos y por ello
más semejantes al principio Supreno, mientras otros están más alejados (salvando las
diferencias entre el emanatismo de Plotino y el creacionismo de Agustín), permite hallar en el
interior del hombre un camino para conectarse con Dios. La imagen de la Trinidad de Dios está
en el interior de los hombres.
La teoría de la Trinidad de San Agustín, es una de las teorías más influyentes en la posteridad,
a su vez novedosa con respecto a la que desarrollaron los primeros Padres Griegos de la Iglesia
(Estos tendían a asimilar la Trinidad a la triada de las figuras neoplatónicas: el Uno, la
Inteligencia y el Alma del Mundo; así, cuando hablaban de Dios se referían, sobre todo al
Padre, como una forma de salvaguardar el monoteísmo, aunque utilizaban el termino
“homoiousios” de la misma sustancia cuando se referían al Hijo y al Espíritu Santo). Para
Agustín, tal y como fue acordado desde el I Concilio de Constantinopla las tres Personas están
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constituidas por una misma y sola Sustancia Divina desarrollada de tres modos (personas)
simultáneos e indivisibles, el Ser como Padre, de su ser engendra la inteligencia de sí misma
como el Hijo o el Verbo (la palabra de Dios en la tierra es Jesucristo), y de la relación de este
Ser con su Inteligencia se expresa el Espíritu Santo como Vida y como Amor a esta Vida.
Pero el texto plantea: ¿cuál es la imagen que de todo esto hallamos en el alma del hombre?
Pues que el hombre es un pensamiento que se conoce y se ama:
San Agustín distingue en el alma tres facultades o capacidades: la Memoria, la Inteligencia y
la Voluntad, las tres serán la expresión de Dios en nosotros, y entenderlas supone la
comprensión del propio Dios. La memoria nos muestra cómo todas las cosas del mundo,
incluídos nosotros mismos, no mantienen su identidad a través del tiempo, luego son
mudables (cambiables); nosotros mismos mantenemos gracias a la memoria cierta unidad y
permanencia respecto a la vida interior de la persona, gracias a ella, el hombre consigue tomar
conciencia de su propia intimidad y construir, a través del tiempo su identidad personal
posibilitando la vida interior y el camino de la introspección; como memoria el hombre se
descubre como un enigma insondable ante el gran abismo del mundo interior: «Soy un
enigma para mí mismo. Abismo grande es el hombre»; y en esta grandeza es el Ser de Dios
que se manifiesta ante la pequeñez del hombre. El Padre como 1ª persona de la Trinidad es el
Ser «Yo soy el que Soy», y la primera verdad de la que habla el texto es que «Somos». La
inteligencia nos descubre el conocimiento que este Ser y que yo soy, es por ello que conozco la
verdad en mí, como conocimiento de Dios en cuyas ideas hallamos la verdad. El alma es ante
todo un pensamiento, mente (mens), inteligencia que conoce y se expresa a través de la
palabra (Palabra, Verbo, Logos, notitia). La Palabra de Dios, la verdad, es expresada en el
Nuevo Testamento a través del verbo/palabra de Jesús, como Hijo y 2ª persona de la
Trinidad. La relación entre memoria e inteligencia, se unen a la voluntad, como acto de
querer, en el amor que se siente por lo uno y lo otro: «amando conozco y conociendo amo». No
olvidemos que el cristianismo es ante todo una religión de amor, el amor culmina la actividad
del alma que se inicia en el conocimiento de cuanto somos, tal amor se concibe como fuerza
ascendente que lleva al alma hasta Dios. Pero tal fuerza de la voluntad, expresada en el amor al
Ser de Dios y a su Palabra, se concibe como Espíritu Santo y 3ª persona trinitaria.
Según expresa el texto, el hombre es ante todo: “un pensamiento que se conoce y se ama” lo
que supone un testimonio vivo de la imagen del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en nuestra
alma. Podemos concluir este tema afirmando que lo más íntimo del pensamiento del hombre
es el secreto inagotable de Dios mismo, que el conocimiento del hombre y de Dios se iluminan
recíprocamente y expresan el proyecto de la filosofía agustiniana: conocer a Dios y a la propia
alma, a Dios a través del alma y al alma a través de Dios.
Un breve esquema nos puede ayudar a entender los paralelismos e identificaciones que encontramos en la
Trinidad en relación con nosotros y con las verdades que se establecen en el texto:
VERDADES
ÁMBITOS
FACULTADES
HUMANAS
SOMOS/EXISTMOS
SER/EXISTIR
CONOCEMOS
CONOCIMIENTO
MEMORIA
INTELIGENCIA
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TRINIDAD
DIVINA
PADRE
HIJO
(Jesucristo)
AMAMOS
AMOR
VOLUNTAD
ESPÍRITU
SANTO
TEMA 2º. Sabiduría e iluminación.
La filosofía de San Agustín de Hipona es una búsqueda interior hacia el conocimiento.
«Quiero conocer a Dios y al alma». Así responde Agustín a sus propios impulsos y
preocupaciones, coincidiendo con la dirección del pensamiento neoplatónico, porque el
hombre perfecciona su alma, conforme la aproxima a Dios, pero esto requiere que exista un
vínculo o camino que lleve desde el hombre hasta Dios, o dicho de otro modo, una conexión
del hombre y Dios que el hombre hallará en su propia alma, y en la huella que el creador ha
dejado en ella:
“no salgas fuera, vuélvete a ti mismo, la verdad habita en el hombre interior”.
El punto de partida para la búsqueda de la verdad, que desde muy joven San Agustín asoció a
la felicidad, no se halla en el exterior, en el conocimiento sensible, sino en la experiencia que
el hombre posee de su propia vida interior, en la intimidad de la conciencia.
Aunque sin llegar a elaborar una teoría del conocimiento, San Agustín distinguirá varios tipos
de conocimiento: el conocimiento sensible y el conocimiento racional, y éste a su vez podrá
ser inferior y superior. El conocimiento sensible es el grado más bajo de conocimiento y,
aunque realizado por el alma, los sentidos son sus instrumentos, este conocimiento sólo genera
en cada uno de nosotros opiniones, doxa, sometido a cambio y modificaciones ya que versa
sobre lo mudable (en clara dependencia con el platonismo); este conocimiento queda relegado
a cumplir un papel secundario. El verdadero objeto del conocimiento ha de ser lo inmutable,
donde reside la verdad, y ésta no puede ser ofrecida desde lo sensible.
San Agustín no tiene un desprecio absoluto de lo sensible por ser causa de error y opinión,
como haría Platón, sino por considerar a los sentidos incapaces de mostrarnos los primeros
principios y las primeras causas que sólo podrán adquirirse por las funciones superiores de la
razón. Pero ¿como se concibe en San Agustín ese conocimiento sensible?: los órganos
sensoriales y los sentidos afectan al cuerpo pero no al alma, pues al ser ésta superior al cuerpo
se habrá de suponer que lo inferior no puede influir sobre lo superior, por lo que el alma no
sufre acción alguna; no obstante, el alma no pasa inadvertida a las modificaciones del cuerpo
sino que inmediatamente construye una imagen semejante al objeto que afecta al cuerpo y a
esto es a lo que llamamos sensación (como se ve en el tema corresponde a una función inferior
de la razón). Las sensaciones informan sobre dos cosas: sobre los estados de nuestro cuerpo y
sobre los objetos que nos rodean, ambas informaciones poseen un carácter cambiable y
contingente, inestable, estas son las cualidades de todo lo creado de las cuales sólo
obtendremos un conocimiento imperfecto, frente al Creador que es inmutable y necesario y
objeto del verdadero conocimiento. Pero, tal y como hemos visto en el texto el hombre tiene la
capacidad de juzgar gracias a un “sentido del hombre interior mucho más excelente que ese, por el
que percibimos lo justo y lo injusto: lo justo, por su hermosura inteligible; lo injusto, por la privación de
la hermosura”. San Agustín vincula la capacidad de juzgar con su teoría de la iluminación (de la
que hablaremos en el siguiente tema) ¿Qué señala con ella?: que nuestro conocimiento
sensible, que se reduce al juicio recto, a la opinión verdadera, no tiene fundamento en lo
sensible, sino en nuestra interioridad, o en nuestra memoria, donde hay ciertas “nociones
impresas” por el mismo Dios, con las que comparamos las imágenes que nos formamos de las
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cosas dando lugar a juicios, cuya verdad dependerá de que la imagen de la cosa convenga a la
noción impresa. Dicho de otro modo: una razón interior que es el ojo del alma, nos permite
distinguir lo que es de lo que no es, las certezas de las que no son, con lo que refutamos la
duda de los escépticos.
Pero esta Razón Inferior será útil al hombre pues le proporciona un conocimiento del mundo
que es el objeto de la ciencia, al proporcionar conocimientos de lo universal y necesario de lo
que hay en la realidad temporal (como los conocimientos matemáticos). Este tipo de
conocimiento depende del alma, a raíz de su relación con el mundo se originan conocimientos
universales. En el texto se hace referencia a una facultad superior en el hombre, como “una
virtualidad maravillosa” que se identifica con el Intelecto o Razón Superior, cuya finalidad es
la sabiduría o conocimiento filosófico y que tiene por objeto el conocimiento de las Ideas y
de lo inteligible, que se descubren en el alma pero proceden de Dios. Veamos cómo:
Las ideas están en Dios como modelos o arquetipos de las realidades mutables y sensibles
procedentes de la creación, son formas principales o razones permanentes de las cosas, no
han sido formadas, son eternas e inmutables, y el alma humana las conoce por iluminación
divina (símil del sol en Platón), aquí aparece LA TEORÍA DEL ILUMINISMO, donde nuestra
mente intuiría inmediatamente las ideas en la mente de Dios alcanzando de este modo un
conocimiento de la verdad inmutable y eterna, cunando Dios otorga la Gracia de la
iluminación, que depende de su Voluntad. Aquí adopta San Agustín el principio de plenitud
neoplatónico según el cual el escalonamiento existente entre lo Uno y la materia, permite a la
parte superior del alma, el espíritu, estar en contacto directo con Dios, aunque su parte inferior
se encuentre en contacto con el cuerpo y con el mundo sensible, lo que explica que la
iluminación fuese algo perfectamente natural y acorde con la naturaleza humana.
El proceso de interiorización exige un repliegue sobre sí mismo, volverse hacia dentro, como
punto de partida de un proceso donde el hombre busca dentro de su propia alma aquellas
verdades que por sus características no pueden provenir de sí mismo, en este caso serían
cambiables e imperfectas. El hombre constata así su naturaleza mutable e imperfecta; pero a
pesar de ello, encuentra en sí mismo verdades inmutables y que, por tanto, posee caracteres
superiores a la propia naturaleza humana. La realidad inmutable y verdadera absolutamente
última se hallará en un segundo paso: el autotrascendimiento, que lleva al hombre hasta la
verdad absoluta, más allá de sí mismo, en una aproximación hacia Dios donde únicamente se
encontrarán este tipo de verdades.
Pero el impulso de autotrascendimiento no sólo tiene efectos importantes en el
conocimiento, los tiene sobretodo en la voluntad humana. Deberíamos hablar para ser precisos
de un único proceso que se despliega, tanto en el conocer como en el querer, la Inteligencia y la
Voluntad, de aquí que en San Agustín vayan tan íntimamente ligados conocer y amar, al igual
que fe y razón (amando conozco y conociendo amo). El conocimiento depende en última
instancia de la voluntad, porque primero el filósofo cree, hay en él un acto de buena voluntad
que le lleva a amar a Dios, y sólo allí encontramos la verdad suprema y la felicidad, desde el
alma pero en aquello que es más que ella y que está sobre ella como lo está el Dios mismo. Se
trata pues de que razón y la fe, conjuntas y solidariamente, tienen como misión el
esclarecimiento de la verdad, que no es otra que la cristiana. En un primer momento la razón
ayuda al hombre a alcanzar la fe (nadie puede creer si no sabe lo que debe creer); pero en
segundo lugar, la fe orienta e ilumina a la razón; por último la razón contribuirá al
esclarecimiento de los contenido de la fe, el filósofo cristiano debe dar razón de la propia fe,
pues la fe simple es para las masas. Para considerar a la razón como autónoma pero con un
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poder limitado habrán de pasar unos siglos, pues hasta el s. XIII, con Santo Tomás de Aquino
no se separarán definitivamente los dominios de la razón y de la fe.
Podríamos sintetizar que el proceso a la sabiduría, donde el sabio cristiano encuentra la
Verdad y en ella la felicidad, pasa por el siguiente proceso: interiorización,
autotrascendimiento e iluminación. Llegar hasta el final sólo depende de la Gracia divina, de la
Voluntad de Dios y no de la voluntad del hombre.
No hay en San Agustín preocupación alguna por demostrar la existencia de Dios recurriendo a
la realidad exterior o al universo. Hay ciertamente en sus obras referencias al orden del
universo como prueba de la grandeza de su creador y también referencias al usualmente
denominado argumento del consenso, el que apela al hecho de que una mayoría de los
hombres coinciden en aceptar la existencia de Dios. Su auténtica prueba es la que parte de las
Ideas, de sus caracteres de inmutabilidad y necesidad, que contrastan con lo mutable y lo
contingente de la naturaleza humana, y que remiten a una verdad inmutable, de aquí que el
atributo fundamental de Dios sea para él la inmutabilidad (noción que ejercerá una notable
influencia en San Anselmo). Implícito en todo esto subyace la idea de creación, ya que nada
puede darse el ser a sí mismo sino Dios creando de la nada: Dios contiene en sí los modelos
arquetípicos de todos los seres posibles, modelos eternos que son Ideas, y que forman parte del
propio Dios, son consustanciales a él. Dios crea todo de una vez y los seres futuros están en
forma de gérmenes (rationes seminales) que se desarrollarán en el tiempo según las leyes que
Dios mismo ha previsto.
CONTEXTUALIZACION
PRIMER MARCO DE REFERENCIA:
Vida y obras.
San Agustín nace en el 354 d. C. en Tagaste (Norte de África), donde realiza sus primeros
aprendizajes. De madre cristiana y de padre pagano, cuya posición económica le permitió
acceder a una buena educación. Estudió en varias ciudades próximas a su ciudad y se dedicó
inicialmente a la retórica y a la filosofía. La lectura de Cicerón, “Hortensio”, una obra perdida,
le despertó al estudio de la filosofía y la búsqueda de la verdad, que pronto asocia San Agustín
con la felicidad. Su vida y su obra, como si de un todo se tratase, respondían a esta búsqueda.
Podemos dividir su vida en tres etapas:
1º. Desde su nacimiento hasta su conversión: Su profesión fue la de maestro de retórica y al
principio consideró la Biblia por debajo del rigor filosófico. Esto le llevó a una etapa marcada
por su ingreso en una secta maniquea hacia el 373. El maniqueísmo1 era una doctrina que
pretendía solucionar el problema del mal haciendo referencia a dos principios: la luz (el Bien) y
1
El Maniqueísmo, fundado por Manes, o Mani, en el siglo III, tuvo su origen en Persia, y es una mezcla de elementos
persas y cristianos.
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la oscuridad (el Mal) en eterna lucha hasta que la oscuridad sea relegada al reino que le es
propio. A los 30 años se traslada a Roma, y más tarde a Milán, desengañado del maniqueísmo
por su falta de rigor científico, lo abandona pues carece de soluciones y buenas respuestas a
sus preguntas. En Milán, conoce a San Ambrosio que provoca en S. Agustín el encuentro de
soluciones a problemas no resueltos por los maniqueos, y a una nueva forma de interpretar la
Biblia que le satisface. Es en esta época, también, cuando que se acerca a la lectura de libros
platónicos y neoplatónicos, comparándolos con la doctrina cristiana. Estas experiencias
provocarán una profunda crisis que le llevarán a la conversión al cristianismo hacia el 386.
Conversión que se desarrolla en varios sentidos: religioso, al ingresar en la Iglesia católica;
moral, al repudiar a su segunda concubina, el matrimonio y adoptar una regla de vida
ascética; social, al renunciar a todas las aspiraciones y ambiciones políticas y abandonar su
cargo de profesor remunerado; filosófico, al liberarse del escepticismo académico y adherirse
al neoplatonismo (conoce ahora el Fedro y el Timeo de Platón y la Eneadas de Plotino); cultural
al abandonar la cultura literaria para dedicarse a la búsqueda de la sabiduría entendida como
cultura filosófica.
2º. Desde su conversión a la consagración episcopal: A los 32 años (386), retirado del mundo,
escribe sus Diálogos, Contra Académicos, como una refutación definitiva del escepticismo.
Otras obras profundizan en el conocimiento de Dios, desde donde se obtiene el camino de la
felicidad y un conocimiento adecuado del orden del mundo como obra de la creación cuyo
reflejo se encuentra también en el alma, así son De Beata Vita, De Ordine. Un año después es
bautizado, y tras la muerte de su madre, decide volver a África en el 388, instalándose en su
ciudad natal, donde fundará un monasterio en el que permanece hasta 391. Aquí terminará
obras como De vera religione. Su fama aumenta y en el 391 viaja a Hipona donde se ordena
sacerdote y funda otro monasterio, escribe De utilitate credendi. Su fecunda actividad
filosófica y religiosa de esta época, viene marcada por la lucha contra las diversas herejías
(donatistas, pelagianistas, etc.).
3º. Desde la consagración episcopal hasta su muerte: Será consagrado obispo hacia el 396. Fue
su época de madurez, escribe sus más importantes obras, de entre las cuales destacamos por
su alto interés: De doctrina christiana, programa de formación cristiana, De trinitate, donde
expone su doctrina teológica trinitaria que tanta repercusión tendrá en la posteridad; Las
Confesiones, autobiografía de las más grandes escritas en todos los tiempos, y por fin De
Civitate Dei (La Ciudad de Dios) escrita para defender a los cristianos de la acusación de ser
los responsables de la caída y saqueo de Roma por Alarico en el 410. Muere en el 430 mientras
los vándalos asedian la ciudad de Hipona quedando completamente destrozada.
LA CIUDAD DE DIOS.
En la «La Ciudad de Dios» (De Civitate Dei), está escrita poco a poco entre 412 y 427. S.
Agustín se plantea el sentido de la Historia Universal y el papel del Estado. Las reflexiones en
torno a la sociedad y a la política de San Agustín no son estrictamente filosóficas, aunque se
considera el primer pensador que se ocupa de analizar el sentido de la historia universal, sin
embargo lo hace desde una interpretación cristiana. La obra está escrita a raíz de la pérdida del
poder y caída de Roma en manos de los godos, paganos, (Alarico) y de la desmembración del
imperio romano. Los romanos habían culpado a los cristianos de tal desastre, argumentando el
abandono de los dioses tradicionales romanos a favor del cristianismo, convertida desde
Constantino I, a partir del 313 (edicto de Milán), en la religión tolerada en el imperio, y
convertida más tarde en religión oficial. Contra tal acusación San Agustín afirma que estas
invasiones han ocurrido desde los tiempos precristianos, e intenta explicar la historia como
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resultado de la lucha entre dos ciudades, la del Bien y la del Mal, la de Dios y la terrenal, de la
luz y de las tinieblas. San Agustín concibe la Historia como una historia de salvación donde
Dios se manifiesta mediante su Providencia.
Los pueblos temporales, se unen por el tiempo para conseguir bienes temporales necesarios
para la vida, el más alto de los cuales es la paz. Los cristianos viven en estas ciudades
temporales y colaboran en su orden. Pero hay una característica común por la que todos los
cristianos de distintos países, lenguas y épocas, se unen entre sí, y es el amor común al mismo
Dios. Un cierto maniqueísmo y dualismo distingue a los dos grandes grupos o categorías de
hombres: “los que se aman a sí mismos hasta el desprecio de Dios”, y “los que aman a Dios
hasta el desprecio de sí mismos”; los primeros constituyen la “ciudad terrena”, los segundos la
“ciudad de Dios”; ambas ciudades se encuentran mezcladas, pero serán separadas el día del
Juicio Final.
La construcción de la Ciudad de Dios es una gran obra, empezada con la creación y
continuada con el desarrollo de la historia. La historia está penetrada de un gran misterio, la
caridad divina que actúa para restaurar una creación desordenada por el pecado. Nuestra
razón ignora por qué unos se salvarán y otros no, es un secreto de Dios, pero éste no condena a
ningún hombre injustamente.
Ejerció gran influencia la separación de la Iglesia y el Estado, con la clara identificación
de que el Estado solo podía formar parte de la Ciudad de Dios estando sometido a la Iglesia en
todos los asuntos religiosos. Esta ha sido la doctrina de la Iglesia siempre y desde entonces.
San Agustín insiste en la imposibilidad de que el Estado realice auténticamente la justicia, a
menos que esté guiado por los principios morales del cristianismo. De este modo la teoría
agustiniana del Estado puede dar lugar a dos interpretaciones, bien como una fundamentación
teórica de la primacía de la Iglesia sobre el Estado (orientación que guía las relaciones entre
Iglesia y Estado en la Edad Media), bien como una minimización del papel del Estado, que
queda reducido al de mero organizador de la convivencia, de la paz y del bienestar temporal.
Finalmente vemos como la consideración agustiniana sobre la sociedad y la historia es
totalmente teocrática.
SEGUNDO MARCO DE REFERENCIA
La época: Las relaciones cristianismo y filosofía
El proceso que conduce desde la disolución del mundo antiguo, en la caída del Imperio
romano en el siglo V de nuestra era, hasta los comienzos de la Edad Media es un proceso largo
y complejo. Desde el hundimiento de la ciudad de Atenas en las guerras del Peloponeso, a la
aparición del imperio de Alejandro magno, y desde la fragmentación de éste que conducirá a
la hegemonía de Roma en el mundo helenístico, grandes territorios de la Europa actual y del
Mediterráneo. Los cuantiosos costes económicos por mantener el gran imperio romano
llevaron a desequilibrios económicos, además de las turbulencias políticas y el acoso de los
pueblos bárbaros en las fronteras, llevaron finalmente al colapso del Estado en el siglo V. En
todo este periodo, se va consolidando una situación en las personas que se sienten cada vez
más extraños a la vida política y al Estado (lejos del ideal de Platón y Aristóteles de
convivencia perfecta entre ambos), que les lleva a considerar la conservación de la persona y la
propia vida como único valor. Esta es la base de la aparición de las Escuelas Morales
(epicúreos, estoicos, cínicos, escépticos, neoplatónicos, gnósticos, etc.), y de diversas formas de
religiosidad que ponen al individuo como centro de su preocupación: se trata de las llamadas
religiones de salvación, donde incluimos al judaísmo y al cristianismo.
La mezcla de tradiciones, religiones e ideas, se conoce con el nombre de sincretismo. Esta
nueva realidad cultural desemboca en el desarrollo y asimilación de elementos extraños,
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provenientes de creencias orientales, dando lugar a un sincretismo religioso. Las diversas
manifestaciones del gnosticismo, el maniqueísmo, arrianismo, donatismo, pelagianismo, entre
las más significativas, son un exponente de esta característica, que tras su derrota fueron
clasificadas de herejías, ante la victoria de la ortodoxia católica.
El arraigo del cristianismo se produce lentamente a lo largo del Imperio. En un principio el
cristianismo fue perseguido por no aceptar la religión oficial del Imperio basada en el culto al
emperador. Desde Constantino (272-337), había dejado de ser una amenaza para el poder
político, dejando atrás las persecuciones y los mártires. A raíz del Edicto de Milán (313) será
tolerado, y en el 380 se convierte por voluntad del emperador Teodosio I en religión oficial del
Imperio. Cuando, tras la caída de Roma hacia el 410, se produzca la gran crisis del imperio de
occidente, el papado queda como el único poder que se mantiene frente a la invasión de los
llamados pueblos bárbaros.
El crecimiento del cristianismo provocó la suspicacia y hostilidad de los intelectuales y
escritores paganos que se lanzaron a su ataque. Los cristianos responden de dos maneras: unos
mostraron su hostilidad hacia la filosofía, considerándola enemiga de la fe (Tertuliano, 160 d.
C.), y otros en una actitud que sería cada vez más general, vieron a la filosofía como un arma
racional en defensa de la fe (Clemente de Alejandría 150 d. C.). Dos razones llevaron a los
primeros cristianos, los apologistas o primeros Padres, a utilizar argumentos filosóficos,
aunque no fuese su objetivo construir una filosofía: una razón externa como era la defensa
contra los ataques hostiles de la filosofía para rebatirla con sus propias armas, y otra razón
interna basada en que los cristianos más intelectuales sintieran el deseo de penetrar en la
medida de lo posible mediante la razón en las verdades de la revelación afirmadas mediante la
fe.
Con todo ello, los contactos del cristianismo con la filosofía griega no permitían esperar
posibilidades de síntesis. Dios en el pensamiento griego se consideraba como una inteligencia
ordenadora, como causa final o como razón cósmica, tal y como aparecen en Anaxágoras,
Aristóteles y los estoicos respectivamente. Los cristianos entenderán por Dios:
a)
un ser único y omnipotente, que crea el mundo desde la nada por obra de su libre
voluntad;
b) creador igualmente del hombre, cuya libertad es causa del pecado y del mal, la voluntad
libre del hombre debe procurar la salvación de su alma en la búsqueda del bien, pero esto no
es posible más que en dependencia de Dios, el hombre debe reconocer su impotencia
abandonando todo orgullo y soberbia y humillarse suplicando la ayuda divina.
c)
providente y preocupado de los asuntos humanos; un ser encarnado que adopta la
apariencia humana con todas sus consecuencias, pero también paternal; pues la propia
historia universal es entendida como historia de salvación. resulta imposible encontrar tal
visión de Dios en ningún filósofo griego.
También es difícil aceptar la noción griega de verdad, ya que los cristianos aceptan el origen
divino de la verdad, con lo que la verdad es absoluta y no admite variaciones, sin embargo, los
griegos apelan a la racionalidad y aceptan los límites del conocimiento. A pesar de estas
dificultades, los pensadores cristianos encuentran algunas coincidencias con el platonismo (y
con el neoplatonismo aunque también con algunas teorías estoicas).
La vida y la obra de S. Agustín se desarrollan en el contexto general que hemos tratado. Los
primeros Padres de la Iglesia (siglos II-III) se dedicaron principalmente a defenderse de los
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ataques paganos, escribieron en griego. Su labor es fundamentalmente apologética, de defensa
del cristianismo frente a los ataques del paganismo.
Los llamados autores eclesiásticos (a partir del siglo IV), están vinculados al cambio en las
relaciones Iglesia-Imperio. Su labor consistió fundamentalmente en construir los fundamentos
de la doctrina cristiana, por tanto se preocuparon principalmente de cuestiones teológicas.
Entre los latinos destacan S. Ambrosio de Milán, S. Jerónimo y S. Agustín.
El último de los Padres de la Iglesia fue Juan Damasceno que murió hacia el 749, y los más
grandes de ellos han sido Orígenes de entre los griegos y San Agustín de entre los latinos.
Influencias
S. Agustín inicialmente fue seguidor de Epicuro, luego se hizo maniqueo y finalmente se
convierte al cristianismo desde donde combate contra las herejías y la filosofía pagana. Es
ahora cuando está influenciado fundamentalmente por la filosofía de Platón y del
Neoplatonismo de Plotino. El neoplatonismo resultó ser la única corriente filosófica rigurosa
con que hubo de enfrentarse el cristianismo. Su fundador fue Plotino, insiste en la
trascendencia del Principio Supremo, lo UNO. El mundo sensible queda relacionado con éste
a través de una serie de realidades espirituales intermedias, cada vez más alejadas de aquel y
más imperfectas. Todo procede del Uno y vuelve finalmente a él. El surgir de lo plural a partir
de lo único se explica mediante el concepto de emanación. Lo Uno vive en completa tensión,
replegado sobre sí mismo y recogiendo con él a la realidad restante. Un doble movimiento de
despliegue y recogimiento es la consecuencia de esa procesión de toda realidad. Desde el punto
de vista del cristianismo, el pensamiento neoplatónico desempeñó una función muy
importante: la de contribuir a la afirmación de la Religión Revelada. Fue visto con simpatía por
los cristianos, y San Agustín le deberá grandes cosas.
Cuando San Agustín comienza la elaboración de su síntesis filosófica parte ya de una previa
adaptación de la filosofía al cristianismo realizada por los pensadores cristianos del siglo III,
fundamentalmente. Siempre mostró, de entre los griegos, su predilección por Platón, el
neoplatonismo y el estoicismo, siendo por el contrario, objeto de rechazo el epicureísmo, el
escepticismo y el aristotelismo. La magnitud, profundidad y la novedad de su obra le
convertirán en el pensador más relevante del cristianismo, ejerciendo una influencia continua.
La influencia de S. Agustín pervivirá a lo largo de toda la Edad Media hasta los siglos XII-XIV,
en lo que se denomina agustinismo medieval, representado sobretodo en la orden franciscana.
Las tesis más importantes influirán en S. Anselmo de Canterbury, S. Buenaventura, Duns
Escoto y Guillermo de Ockam, en Oxford. Sus temas son: la fe y la razón sirven y han de
colaborar para esclarecer la verdad cristiana, la dualidad antropológica entre cuerpo y alma, la
primacía de la voluntad sobre el entendimiento, la teoría de la iluminación para explicar el
conocimiento de las verdades eternas, las soluciones agustinianas al problema del tiempo, del
mal y de la Trinidad y el ejemplarismo. A partir del siglo XIII, la ortodoxia cristiana y su
predilección por el aristotelismo de Santo Tomás de Aquino, dejaron a San Agustín en un
segundo plano. En el siglo XVI, los grandes hombres de la Reforma, Lutero y Calvino,
volvieron a San Agustín conservando sólo aquella parte de su doctrina que trata de la relación
del alma con Dios y no de la parte que se refiere a la Iglesia, pues fue intención de la Reforma
disminuir su poder.
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