Untitled - La cebra

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C olección
L it ter a mer ic a na
D ir ec tor es
Mig uel Valderrama
Cristóbal Thayer
C omité editor ia l
Alejandra Castillo
Oscar Ariel Cabezas
Luis García
Ana Asprea
Claudio Martyniuk
Ángel Octavio Álvarez Solís
La república de la melancolía
Política y subjetividad en el barroco
ÍNDICE
Álvarez Solís, Ángel Octavio.
La república de la melancolía. Política y subjetividad en el barroco.
- 1a ed. - Adrogué : Ediciones La Cebra, 2015.
352 p. ; 21,5x14 cm.
ISBN 978-987-3621-14-7
AGRADECIMIENTOS11
1. Filosofía. I. Título
CDD 190
© Ángel Octavio Álvarez Solís
© de esta edición: Ediciones La Cebra
[email protected]
www.edicioneslacebra.com.ar
Imagen de tapa: Cesare Ripa, Ragione di Stato
Corrección: Ana Asprea y Cristóbal Thayer
Esta primera edición de 800 ejemplares de La república de la melancolía
se terminó de imprimir en el mes de mayo de 2015 en Encuadernación
Latinoamérica, Zeballos 885, Avellaneda
Queda hecho el depósito que dispone la ley 11.723
INTRODUCCIÓN 15
I. EL BARROCO Y SU REPRESENTACIÓN El modo hispánico de la Modernidad
El Imperio de la alegoría
Discurso, finitud y escepticismo católico
23
23
35
46
II. LA GENEALOGÍA DEL SUJETO El modelo antropológico hispánico
Estrategias de melancolía e ingenio Enfermedades del alma Enfermedades cortesanas La agudeza del pensamiento
55
55
68
76
77
86
III. EL ETHOS DE LA CONTRARREFORMA
Poder pastoral y disciplinamiento social La modernidad de la Compañía de Jesús Las tecnologías del poder pastoral
Políticas de la imagen barroca
97
97
105
117
129
IV. EL GOBIERNO PURO
La razón de Estado ¿Lenguaje político o categoría metahistórica?
La génesis semántica: el arte del Estado
La invención conceptual: el arte de gobernar
Maquiavelo para confesores
Normatividad sin fuerza
Fuerza sin violencia
147
148
155
165
175
183
189
V. EL GOBIERNO DE SÍ
El problema general del gobierno
El gobierno de las conductas
La subjetivización del honor
La aristocratización de la vida La medievalización del caballero
El gobierno de los cuerpos
Narrativas de masculinidad
El gobierno de las pasiones El neoestoicismo como moral imperial 207
208
214
217
223
228
234
239
245
257
VI. EL GOBIERNO DE LOS OTROS
La génesis de la razón gubernamental
Instrumentos y funciones de la razón gubernamental
La fundación del gobierno
La conservación gubernamental
La ampliación gobernante
271
272
281
286
295
313
EPÍLOGO321
El ethos barroco de la modernidad: un ensayo de definición
José Luis Villacañas Berlanga
FUENTES329
BIBLIOGRAFÍA 337
A mis abuelos Irene y Francisco
Agradecimientos
La escritura de este libro está tejida por una deuda doble. Por
un lado, la publicación de este ensayo responde a una deuda
de más de cuatro años: la investigación fue presentada para
obtener la Maestría en Filosofía Política, investigación que
tuvo la fortuna de ser premiada por la Asociación Filosófica
de México en el año 2010. Por otro lado, la publicación del
ensayo estuvo motivada por los incentivos de amigos y colegas que me animaron para que el manuscrito tuviese un
lugar impreso. Esta deuda me comprometió a no modificar
la investigación ni las tesis principales, pero sí a modificar la
escritura y el tono del texto. Durante la investigación y la re-escritura del texto tuve la fortuna de contar con el apoyo valioso
de profesores, amigos, colegas e instituciones que hicieron
de este trabajo una empresa lúdica. En particular, destaco a
tres instituciones involucradas directamente con la redacción
del ensayo: el Posgrado en Humanidades, Línea de Filosofía
Moral y Política, de la Universidad Autónoma Metropolitana,
Unidad Iztapalapa (México), el Departamento de Metafísica
y Corrientes Actuales de la Filosofía, Ética y Filosofía Política
la Universidad de Sevilla (España) y la Biblioteca “Saavedra
Fajardo” de Pensamiento Político Hispano de la Universidad
de Murcia (España). Asimismo, agradezco al Consejo Nacional
de Ciencia y Tecnología (CONACYT) y a la Asociación
Universitaria Iberoamericana de Posgrado (AUIP) con sede
11
en la ciudad de Salamanca, España, por financiar parte de mis
estudios de posgrado y mis estancias de investigación.
Desde que fue planeada esta investigación, la escritura involucró a muchas personas de varios lugares geográficos. En
primer lugar, agradezco la amistad y el apoyo recibido por
parte de Gustavo Leyva Martínez, Jorge Velázquez Delgado,
Jesús Rodríguez Zepeda y, de manera especial, María Pía
Lara Zavala, quien fungió como directora de tesis. En este
tono, agradezco a Néstor García Canclini y Ambrosio Velasco
Gómez, quienes con sus comentarios críticos ayudaron a la
mejora del manuscrito. Durante mi estancia en la ciudad de
Sevilla, conté con el apoyo institucional de José María Sevilla
Fernández, Director del Centro de Investigaciones sobre Vico,
y del profesor Pablo Badillo O´Farrel. En Murcia, los profesores José Luis Villacañas Berlanga, Antonio Rivera García y
Alfonso Galindo Hérvas fueron, más que motivo de alegrías
intelectuales, el pretexto para comenzar una amistad que se ha
ido fortaleciendo con los años. En particular, quiero agradecer
a José Luis Villacañas, quien amablemente ha sido una fuente
constante de inspiración intelectual y moral, y a quien debo el
gesto caballeroso de la escritura del epílogo de este libro.
Andrea Escobar, Marisela López. A mi entrañable amigo y colega, Carlos Hernández, con quien he compartido muchas de
mis alegrías. A mi madre por su apoyo transfronterizo y a mi
padre por su cariño terrenal. A mis hermanos, Karen y Paco,
quienes son la fuente de mis angustias y alegrías perennes. A
mis tíos y primos que siempre me motivaron. A mis abuelos,
Francisco e Irene, de quienes aprendí el valor de la alegría y
con quienes tengo una deuda eterna y a quienes jamás podré
regresarles el cariño que me brindaron. Finalmente, agradezco
a Píal, compañera de viaje en el camino de los sueños y a quien
debo la gracia de la felicidad.
Las ciudades siempre son un pretexto para producir un
afecto personal, por esta razón, no puedo dejar de nombrar
a los amigos que, con motivo de la investigación académica,
posibilitaron una amistad de larga duración: Carolina Bruna,
Julio Tapia, Daneo Flores, Ana Díaz Serrano, José Luis Egío,
Emma Martin, David Soto Carrasco, Beatriz Gracia, Mariela
Coronel, Lucia Rodríguez, Luis Miguel Caro Barrios, Oscar
Ariel Cabezas, Elixa Ansa-Goicochea, Alberto Moreiras, Sergio
Villalobos-Ruminott.
Por último, ofrezco este ensayo a todos los amigos y familiares que me acompañaron en esta empresa. A Jesús y Bere,
quienes además de ser unos de los grandes promotores de la
cultura cinematográfica en México, me brindaron el entrañable honor de sus amistad. A mis amigos siempre presentes:
Alejandra Ramírez, Uriel Rodríguez, Héctor Fabián, Eduardo
Sarmiento, Alejandro Nava, José Lomán, Hermes Rafael,
12
13
Introducción.
Las desventuras de la subjetividad barroca
En 1621, el desconocido polígrafo inglés Robert Burton escribió en su libro The Anatomy of Melancholy “si es que hay un
infierno en la tierra, este debe estar en el corazón del hombre
melancólico”. En efecto, la melancolía es uno de los conceptos
clave para entender el caótico siglo XVII, uno de los stimmung
primarios con los cuales suele identificarse la edad barroca. El
ensayo que tiene el lector en manos indaga el problema de la
intersección entre política y subjetividad durante el Barroco
a la luz de esta constelación cultural tan extraña como fascinante: la melancolía. Por tal motivo cabe preguntarse si existe
un periodo histórico —distinto del Barroco— en el que el sol
negro de la melancolía brille con mayor esplendor cultural o si el
momento romántico de la modernidad es uno de los órdenes
culminantes del humor negro. Lo paradójico es que el ethos romántico resulta incomprensible sin el momento barroco de la
modernidad, pero la modernidad no puede constituirse de manera romántica sin plantear su disolución barroca definitiva.
Históricamente, el Barroco es la época del príncipe melancólico de Hamlet, la emergencia de la subjetividad en los Ensayos
de Montaigne, el rechazo antropológico de El Misántropo de
Molière, la locura quijotesca como paradigma de la normalidad en Cervantes, la textura onírica de la realidad en La vida
es sueño de Calderón de la Barca, entre otras signaturas de la
modernidad. Simultáneamente, el Barroco es la época de la
15
La república de la melancolía
Introducción
constitución imperial de la modernidad: momento de esplendor material, simbólico y político de las monarquías europeas.
La república de la melancolía. Política y subjetividad en el Barroco es
un análisis filosófico en el cual los discursos epistemológicos y
las configuraciones políticas están articulados por medio del
problema de la melancolía, el humor negro, la atra bilis, la noche oscura del alma moderna.
un provincialismo etnocéntrico de los estudios culturales acerca del barroco. A su vez, el ensayo insiste en la importancia de
la filosofía barroca en las configuraciones del lenguaje político
de la modernidad. Si cada sociedad posee un lenguaje con una
visión del mundo y esta visión está compuesta de horizontes
políticos de comprensión, entonces existe una visión del mundo estrictamente barroca. Una visión del mundo —ya lo afirmó
Dilthey— se articula mediante narrativas teológicas, literarias,
científicas, filosóficas y políticas que atraviesan la estela de la
historicidad del lenguaje. En este caso, el análisis del lenguaje
político de la literatura de la razón de Estado implica necesariamente el análisis conceptual de las principales formaciones
discursivas de la sociedad en la que emergió: el mundo mediterráneo del XVI y XVII. Por derivación metodológica, la presente investigación es un estudio de la filosofía política de la razón
de Estado (política) y, al mismo tiempo, una investigación más
amplia acerca de los discursos, las prácticas y los sujetos que
produjo la sociedad barroca (subjetividad).
Este ensayo invierte precisamente en la recepción del dispositivo de la melancolía en la monarquía española, especialmente
en las implicaciones políticas, epistemológicas y culturales de
esta aproximación desdichada y pesimista a la realidad. En la
península ibérica, las configuraciones políticas, las estructuras
narrativas y el imaginario social se nutrieron de este mood particular con el fin de promocionar una modernidad desdichada,
una modernidad que no reconoce símbolos del progreso ni
evolución moral de la humanidad. Por consiguiente, escribir
acerca de la república de la melancolía implica mostrar el tipo
de estructuración política que adquirió España durante el siglo
XVII: la forma anómala del ethos barroco de la modernidad.
El título que orienta este libro anticipa, si mi intento no falla,
lo que el lector puede esperar: un análisis de la intersección entre
las formas de subjetivación barroca y el lenguaje político con el
cual se configuró la monarquía española durante el siglo XVII.
Sin embargo, el lector también encontrará una reconstrucción
argumental de la filosofía política barroca y un estudio de la
literatura política de la razón de Estado. El motivo explícito de
esta estrategia de exposición consiste en develar el aspecto hispánico de la modernidad occidental para así mostrar los aportes políticos y culturales del barroco imperial. Asimismo, uno
de los supuestos tácitos de esta investigación es que cualquier
época histórica cuenta con una visión artificial para observar el
mundo, un régimen de visibilidad que selecciona lo políticamente relevante de lo accesorio o lo inusual. Este interés por
lo político corre en sintonía con la implosión académica que
despertó el barroco en los últimos diez años —principalmente
en el espacio iberoamericano y norteamericano. Por tal razón,
este ensayo restringe históricamente el fenómeno del barroco
para evitar una interpretación deliberadamente anacrónica o
16
Las razones que llevaron a realizar este estudio son diversas. La primera razón por considerar es la necesidad teórica de
fundamentar culturalmente los principios y los conceptos de la
filosofía política barroca. Actualmente, el debate sobre el problema del Barroco alcanzó discusiones insospechadas. Desde
los estudios históricos que limitan el tema del barroco a unas
coordenadas espacio-temporales restringidas hasta versiones
filosóficas que destacan que toda cultura contiene un momento
barroco de cierre operativo y apertura funcional. No obstante
¿cuál es la historia de la recepción del barroco histórico? ¿No
existe un uso ideológico del término para identificar barroco e
hispanidad? ¿El estudio del barroco es un síntoma de la posmodernidad o una oclusión de la fragmentación incesante de la
temporalidad ilustrada?
El Barroco es un signo de las dificultades con la Ilustración.
Por un lado, a partir de la publicación del Trauerspiel de Walter
Benjamin, el Barroco comenzó a visualizarse de una manera
poco convencional. Ya no sería más un simple estilo artístico,
un periodo breve de la historia cultural europea o una forma de
expresar la decadencia simbólica que experimentan las cultu17
La república de la melancolía
Introducción
ras en una determinada fase de su desarrollo; por el contrario,
Benjamin alertó acerca de la forma alegórica en que irrumpe la
modernidad: la primera disolución conceptual de la modernidad. El objeto es así una de las primeras ruinas discursivas que
una historia a contra-pelo debe reconstruir sin más. El Barroco
representa la primera crisis simbólica y material de la modernidad. Por otro lado, el Barroco como objeto de estudio resurgió
en un periodo en el que algunos teóricos de la modernidad
argumentaron que esta última entró en una fase terminal: la
posmodernidad. El interés por el barroco, repito, es un síntoma
de que la modernidad incurre en otra de sus “crisis sistémicas”
para regenerarse con total legitimidad histórica. Lo anterior se
explica porque, independientemente de las posiciones filosóficas, historiográficas o políticas respecto del problema de la
posmodernidad, lo que es indudable es que gracias a esta discusión el tema del Barroco volvió a formar parte de los debates
académicos más serios y rigurosos.
tradición latinoamericana. Por consiguiente, para un sector
hegemónico de la crítica literaria, la literatura latinoamericana
constituye un sello de la diferencia, un impulso híbrido, la otredad objetivada en escritura fantasmal: una conquista narrativa
por conciliar lo inconciliable. Sin embargo, el problema del
barroco latinoamericano no adquiere todavía claridad conceptual suficiente ni mucho menos una elucidación filosófica
convincente. Paradójicamente, en México será el lugar donde
se inauguró la discusión del Barroco como la primera modernidad de la América Latina —un país en el que el triunfo liberal
fue históricamente contundente. En este país, el análisis del
Barroco reabrió el espacio para la discusión de cómo penetró
y cómo se articuló la modernidad en tierras americanas bajo
el horizonte de la racionalidad imperial. Las investigaciones
de Bolívar Echeverría, Mauricio Beuchot, Samuel Arriarán,
Ambrosio Velasco y Néstor García Canclini son un ejemplo de
esta contribución acerca de la discusión sobre el problema de la
modernidad iberoamericana. Sin embargo, la discusión sobre
el origen histórico del Barroco en general, y el problema de
la filosofía política barroca en particular, no es un tema que
preocupe mucho a la academia mexicana. Advertido este déficit, este libro intenta aportar de manera modesta un punto de
vista histórico y filosófico acerca de la relación entre política y
subjetividad barrocas.
La recepción actual del barroco tiene una historia peculiar.
En Italia, por ejemplo, Omar Calabrese argumentó que la forma actual en la que se comporta la cultura de masas constituye
un claro diagnóstico de que vivimos en una época neo-barroca.
En Francia, en cambio, la agenda del Barroco fue ampliamente
discutida por Christine Buci-Gluksman, Jacques Lacan y Gilles
Deleuze, quienes consideran que el núcleo fuerte del barroco
consiste en la prolongada estetización de la vida que produce,
estableciendo con ello, un nuevo paradigma del deseo y del
afecto. Para estos autores, la razón adquirió y adquiere su
forma barroca cuando se sitúa en los límites de lo pensable, en
la frontera que distingue lo real y lo imaginario como el otro
lado de la razón. En Latinoamérica el panorama es aún más
alentador. La mayoría de la literatura latinoamericana del siglo XX —del boom al crack— es vista por algunos especialistas
como una literatura barroca, neo-barroca e incluso postbarroca. Desde los escritores del boom como Alejo Carpentier, Jorge
Luis Borges, Carlos Fuentes o Gabriel García Márquez, hasta
escritores y escrituras más recientes como las de José Lezama
Lima, Ricardo Piglia o Roberto Bolaño son interpretados como
un constante diálogo rupturista con la textura barroca de la
18
La metodología instrumentada para este propósito consiste
en un análisis histórico que persigue una finalidad filosófica
o, si se prefiere, una investigación filosófica sensible al trabajo
del historiador: la historia filosófica de los conceptos políticos.
Sin embargo, aunque este es un trabajo de historia de los conceptos, ello no implica que sea un trabajo de historiador. Por el
contrario, este ensayo defiende un tipo de holismo metodológico acotado, ya que parte de tres disciplinas complementarias
entre sí: la filosofía política, la historia conceptual y los estudios
culturales. Asimismo, esta investigación está restringida al barroco imperial o, mejor dicho, acotado al ámbito de incidencia
de la política de los Austrias. Esto se debe no solo a razones metodológicas o delimitaciones historiográficas, sino a la especial
tesitura melancólica que adquirió la filosofía política española
19
La república de la melancolía
Introducción
durante el periodo Barroco. Según mi perspectiva, el Barroco
español constituye el culmen de la producción simbólica de la
primera modernidad: alegoría, orden monárquico y estructura
confesional como una modalidad de la razón política occidental. Por lo anterior, este ensayo elucida las formas filosóficas,
religiosas, políticas y estéticas que adquirió el discurso barroco
para explicitar el lado hispánico de la primera modernidad.
La hipótesis de este ensayo es que la filosofía política de
la razón de Estado constituyó la primera teología-política de
la modernidad y, con ello, uno de los elementos que posibilitaron el surgimiento de los Estado-Nación. Si la literatura
política de la razón de Estado es un producto discursivo de
la Contrarreforma —un efecto del cisma religioso originado
por la Reforma Protestante—, entonces los países abiertamente
católicos son los que mejor desarrollan este tipo de discurso
político. Bajo este contexto teológico cabe preguntarse ¿en qué
consistió el aporte conceptual de la literatura de la razón de
Estado? ¿Dónde radicó la novedad o la continuidad histórica
respecto de otras formas de conceptualización política? ¿Cuál
es la supuesta originalidad de la teología política barroca acerca del devenir del mundo moderno?
Una acotación metodológica más. Esta selección espacio-temporal incluye un elemento de exclusión historiográfica:
el problema del barroco inglés, francés, alemán y, especialmente, el problema del barroco americano no son objeto de tematización explícita, ya que conduciría a fines que este trabajo no
se propuso realizar. Una de las razones de esta exclusión es la
naturaleza inestable del objeto de investigación. Por ejemplo, el
barroco americano es radicalmente opuesto al barroco español:
mientras el primero tiene como supuesto práctico un proyecto
político emancipador, el segundo tiene como sustento teórico
un proyecto político conservador. El barroco de indias justificó
política y discursivamente las revoluciones independentistas
americanas. En cambio, el barroco español estructuró culturalmente una parte del dispositivo político de la teoría de la
hispanidad empleada por el pensamiento reaccionario finisecular y la empresa imperial del Franquismo. El barroco es un
concepto esencialmente impugnable.
La estructura de este trabajo está dividida en dos partes. La
primera parte La subjetividad en tiempos del barroco destaca la
conformación histórica de la subjetividad barroca para demostrar el horizonte melancólico de la política imperial española.
La segunda parte El espacio barroco de la política argumenta la
importancia del vocabulario de la razón de Estado y las prácticas de gubernamentalidad del sujeto barroco para precisar el
andamiaje conceptual de la cultura monárquica de los Austrias.
Por lo tanto, mi intención es realizar un análisis cultural de lo
político y un estudio político de la subjetividad barroca. En la
primera destacó el aspecto político de la subjetividad y en la
segunda la dimensión subjetiva de la política barroca para así
desmontar los dispositivos culturales que permiten entrelazar
ambos discursos.
20
Primera respuesta tentativa: con los discursos de la razón
de Estado se abandonó la literatura medieval de espejo de
príncipes y se transitó al moderno arte de gobernar. Interpretar
la política como el arte de gobernar implicó comprender a la
filosofía política de la razón de Estado como una teoría religiosa del poder político, un programa normativo para estructuras
políticas abiertamente confesionales y, sobre todo, una técnica
política para disciplinar las conductas de la población. Por ello,
inversamente a lo que argumentó Carl Schmitt, la modernidad
temprana es resultado de la teologización de los conceptos políticos secularizados. El análisis del origen teológico del poder
político permite comprender por qué para el periodo Barroco
es indispensable una correspondencia legítima entre el poder
político que emana de la autoridad religiosa y las formas religiosas que adquiere el poder político. Poder y religión son
así dos formas análogas de disciplinamiento social, dos experiencias discursivas de regulación del disenso. Ni el Foucault
biopolítico ni el Schmitt decisionista ayudaron con la solución
del enigma.
En suma, La republica de la melancolía. Política y subjetividad en
el Barroco rechaza el lugar común que afirma que la literatura
política de la razón de Estado fue exclusivamente una recopilación de manuales de recto gobierno o una continuación de la
tradición medieval de los espejos de príncipes. Por el contrario,
21
La república de la melancolía
la literatura de la razón de Estado constituyó una novedad
conceptual respecto de las formas de articular la política moderna: esta literatura constata una de las primeras experiencias de subjetivación de la política y de la politización de la
subjetividad. Por un lado, este ensayo ofrece razones de por
qué la razón de Estado fue uno de los lenguajes políticos que
contribuyó de manera sustantiva a conformar la racionalidad
política de la modernidad. Por otro lado, a partir de una lectura
genealógica de la tradición política absolutista y de la tradición moral jesuita, el ensayo demuestra por qué las prácticas
barrocas de gubernamentalidad configuran el aspecto hispánico
de la subjetividad pre-moderna. Por tal motivo, al analizar los
discursos, las prácticas y los sujetos que produjo la sociedad
barroca, este estudio no solo denota la diferencia hispánica como
un modo anómalo de subjetividad frente a los modos de subjetividad humanista, sino que justifica el aparente olvido ilustrado del mundo mediterráneo. En cierta medida, si explicar el
modo hispánico de la modernidad implica comprender el lado
oculto de la modernidad occidental, entonces tal comprensión
permite desmontar los dispositivos culturales con los que los
ilustrados construyeron la identidad moderna y afirmarse
como posibilidad histórica: la inestabilidad de la subjetividad.
Por último, la redacción de este texto me permitió una disposición anímica que ya un escritor barroquísimo como Baltasar
Gracián advirtió con anterioridad “convertir en placeres los
que habían de ser pesares”. No miento si confieso que, probablemente, espero la misma actitud del lector: encontrar en las
impericias de mi escritura barroca, el gozo de las incertidumbres históricas.
I. EL BARROCO Y SU REPRESENTACIÓN
Las alegorías son, en el reino del pensamiento,
aquello que son las ruinas en el reino de las cosas.
Walter Benjamin
El capítulo primero analiza la relación dependiente entre barroco y modernidad. Mi estrategia argumental y orden expositivo
es el siguiente. Primero, reconstruyo el debate filosófico e historiográfico que surgió recientemente en torno al concepto de
barroco. Especialmente, me interesa destacar el Barroco como
una época histórica con su propio espacio de experiencia y
horizonte de expectativa que permite clasificarlo como el modo
hispano de la modernidad occidental. En este sentido, entiendo al
barroco como una Weltanshaunng, como una visión alegórica
del mundo que se articula por medio de discursos filosóficos,
políticos, artísticos y religiosos. Segundo, señalo los tópicos
principales con los cuales se configura la visión barroca del
mundo y la forma en que se estructura la episteme hispana. Por
último, establezco la diferencia hispana en relación con las propiedades del discurso filosófico moderno. Habría que agregar
que esta estrategia argumentativa permite localizar el marco
de creencias y la modalidad discursiva que existe durante el
siglo XVII a modo de situar al Barroco en su propio horizonte
simbólico de emergencia.
El modo hispánico de la Modernidad
A principios del siglo XX, Max Weber argumentó que el único
modo de alcanzar objetividad en las ciencias históricas consiste en que el investigador tenga a la neutralidad valorativa como
22
23
La república de la melancolía
I. El barroco y su representación
punto de partida. Nada más ajeno a este ideal metodológico que
la historia y fundamentación del concepto de barroco. En efecto,
la cultura del Barroco es un ejemplo de cómo y porqué los debates historiográficos y filosóficos no se encuentran exentos de
estrategias de interpretación que tienen en su núcleo posiciones
estrictamente valorativas. El barroco es un concepto esencialmente impugnable. Sin embargo, aunque la tematización explícita
del barroco es antigua, los debates por su fundamentación historiográfica y legitimidad filosófica son aún recientes. La historiografía reciente postula que existen, por lo menos, dos formas
de acercarse al fenómeno de lo barroco, dos formas de instrumentar su fundamentación filosófica. La primera forma consiste
en asumir el Barroco como una noción transhistórica, como un
comportamiento al que están sujetos las culturas en proceso de
decadencia simbólica. La segunda radica en interpretarlo como
un fenómeno estrictamente histórico, como un época convulsa
de la historia cultural moderna —particularmente del siglo XVII
europeo y americano. El primer modelo enfatiza la dimensión
estética del barroco; la segunda el aspecto teológico político. En
este caso, mi hipótesis es que únicamente esta segunda forma
de lo barroco permite explicarlo satisfactoriamente.
permitió destacar los aspectos “formales” del arte barroco para
buscar una explicación genética de sus producciones estéticas.
Heinrich Wolfflin asumió que las condiciones históricas que
hicieron posible el arte barroco radican, básicamente, en factores religiosos tales como la renovación contrareformista de la
Iglesia Católica, la expansión de la Compañía de Jesús y, por
extensión, el fortalecimiento del papado. Es por este condicionamiento religioso que, según Wolfflin, el arte barroco es el arte
de la Contrarreforma. En consecuencia, con este primer modelo de interpretación el vínculo histórico entre Contrarreforma
católica y producción barroca se convirtió en lugar común. No
obstante, las investigaciones historiográficas posteriores se encargaron de distinguir Barroco de Contrarreforma y, por tanto,
de no reducir el fenómeno de “lo barroco a una cuestión exclusiva del arte religioso.
Lo primero que debe destacarse es que, al igual que como
ocurre con el debate historiográfico acerca del Renacimiento1,
el Barroco es un concepto de época tardío. Las primeras investigaciones historiográficas lo asociaron con prácticas artísticas
y literarias del mundo europeo. Generalmente, este tipo de estudios consideraron el barroco como un movimiento artístico
en contra del clasicismo. Por ello, no es extraño que el primer
intento por elucidar la noción de Barroco provenga del campo
de la estética y de la historia del arte.2 Este primer acercamiento
1. Probablemente, la primera formulación historiográfica acerca del Renacimiento Italiano se la debemos a Jacob Burckhardt en su célebre obra
Die Kultur der Renaissance in Italien de 1860. A partir de la recepción de esta
obra, se configura parte sustantiva del debate historiográfico acerca del Renacimiento como concepto de época. Para un análisis de las implicaciones
filosóficas del este debate historiográfico cfr. Velázquez (1998).
2. Las primeras definiciones del barroco como estilo artístico son resultado
de las investigaciones de la Escuela historiográfica alemana de principios
24
En cambio, una de las primeras interpretaciones del Barroco
como época histórica y no como el resultado de la aplicación
de técnicas artísticas y preceptos estéticos fue propuesta por
José Antonio Maravall: La Cultura del Barroco. Análisis de una
estructura histórica (1975). En su interpretación, Maravall estableció las condiciones sociales que posibilitaron la fundación,
el desarrollo y el debilitamiento de las producciones barrocas,
todas analizadas desde la perspectiva de la historia social de
las mentalidades.3 Maravall concluyó que el Barroco no es un
concepto morfológico o un estilo artístico, sino un concepto
de época capaz de determinar las producciones simbólicas de
una sociedad. Por lo tanto, el Barroco es la unidad cultural,
determinada geográfica y temporalmente durante el siglo XVII
europeo, capaz de generar una visión del mundo y una idea
antropológica específicas.
Sin importar la nacionalidad, Maravall advierte que lo común a todas las producciones barrocas es que participan de
del XX. Por ejemplo, destaca el texto seminal de Heinrich Wolfflin (Renaissance und Barock, 1888); Wilhelm Hausenstein (Vom Geist des Barock, 1920);
Werner Weisswach (Die Barock, CounterReformation Kunst, 1921); Alois Riegl
(Die Entstehung der Barockkunst in Rom, 1923), entre otros.
3. (Maravall, 1975: 29).
25
La república de la melancolía
I. El barroco y su representación
condiciones sociales similares, necesidades vitales análogas y,
sobre todo, los efectos de las relaciones de poder en las que se
encuentra inmersa la sociedad. De ahí que, la uniformidad de
las producciones simbólicas del siglo XVII es su pertenencia a
una episteme, lo cual no implica que el modo de organización
política de la sociedad barroca determine por completo la forma, el lugar y la función de las producciones materiales y simbólicas de cada región histórica.4 Por consiguiente, el Barroco
—en su sentido más general— conlleva la cultura política de la
sociedad europea del siglo XVII; sin embargo, esta politización
del barroco no implica entenderlo exclusivamente como absolutismo monárquico o política confesional. Incluso, las producciones
simbólicas y materiales, los discursos, las prácticas y los sujetos que produce la sociedad barroca transgreden los límites
de una lectura liberal de la época: aquella interpretación que
afirma que la peculiaridad de la sociedad barroca radica en sus
acentos como sociedad dirigida, masiva, urbana y, sobre todo,
conservadora.5
ron toda posible fuente hispánica. El prejuicio clasicista relegó
al Barroco en general, y a las manifestaciones hispánicas en
particular, como manifestaciones de mal gusto y atraso cultural.
Este supuesto no justificado, junto con el prejuicio de la superioridad moral de la reforma protestante en su afán de autoafirmación, se intensificó con la obra cumbre de Max Weber:
La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904), en la cual
modernidad, protestantismo y producción capitalista se tornaron,
prácticamente, en términos equivalentes. Entre el prejuicio clasicista y la eterna aspiración filosófica de la germanización de la
historia, el barroco se descartó como el aspecto hispánico de la
modernidad.6
Por lo anterior, lo destacable del barroco es el aspecto simbólico y desmesurado, marginal y decadente, contradictorio y
confesional de las producciones políticas, filosóficas y culturales de la península Ibérica que fortalecen una interpretación
alterna capaz de configurar el modo hispánico de la modernidad.
Este aspecto olvidado de lo moderno no solo fue eclipsado por
los grandes teóricos del clasicismo dieciochesco que —dado su
interés por legitimar su momento histórico como la principal
fuente de donde brota la modernidad occidental— suprimie4. El concepto Barroco se ha ampliado a tal grado que ya no se asocia directamente con el arte propagandístico de la Contrarreforma, sino con cualquier
manifestación cultural del XVII europeo —la cual incluye la posibilidad de
un barroco protestante, un barroco anglosajón y un barroco americano. José
Lezama Lima opuso a la reducción eurocéntrica de Weisbach y establece el
barroco americano como el “arte de la contra-conquista”.
5. Los límites de la historiografía de Maravall, antes que metodológicos,
son políticos. La obra de Maravall constituye el horizonte de comprensión
historiográfica del barroco hispano, por ello es menester deconstruir sus
presupuestos metodológicos, hermenéuticos y, sobre todo, filosófico-políticos de su interpretación para así evitar reducir el Barroco a un fenómeno de
“Estado” y localizarlo en un marco conceptual más amplio.
26
Lo relevante es que estos signos de “ocultación” —ocultación en sentido fenomenológico— y “marginación discursiva”
que permiten reinterpretar la modernidad occidental a la luz
del imaginario histórico hispánico son motor del aparato dis6. Como señaló Lucien Febvre (1983), la “germanización de la Historia”
se inventa junto con el debate historiográfico en torno a la reforma protestante. A partir de las investigaciones históricas de Leopold von Ranke,
Gustav Droysen, Wilhelm Dilthey, Ernest Troeltsch, Werner Sombart, Max
Weber y Alfred Weber, la reforma protestante se asumió como el horizonte
de comprensión del espíritu moderno, como una temporalidad hipotética a
la cual se le atribuye los signos modernos por excelencia: secularización del
poder político, individualismo, politeísmo de los valores y autonomía de
las esferas de conocimiento y acción. Incluso, el protestantismo como núcleo
de la modernidad tiene su primera justificación filosófica en la reflexión de
Hegel. Para el filósofo prusiano, la Edad Moderna comienza con la Reforma
debido a que, gracias al “espíritu germánico”, el occidental se encuentra determinado por sí mismo a ser libre: “estamos, por consiguiente, en el estadio
del espíritu que se sabe libre, queriendo lo verdadero, eterno y universal en
sí y por sí” (Hegel, 1997: 657). Sin embargo, desde una perspectiva menos
filosófica que evite el nacionalismo historiográfico, Alemania ingresa a la
modernidad ilustrada de manera tardía. Por lo tanto, es razonable argumentar que la Reforma es un fenómeno proto-moderno que, al mismo tiempo,
implica una visión excluyente del mundo mediterráneo dada su fundamentación geo-histórica. La tradición historiográfica que revirtió este efecto
negativo fue la primera generación de la Escuela de los Annales. La obra
paradigmática al respecto es la obra de Fernand Braudel, El Mediterráneo y el
mundo mediterráneo en la época de Felipe II. Con esta investigación monumental se demuestran los aportes civilizatorios de España, Italia y Portugal en la
constitución del espíritu moderno.
27
La república de la melancolía
I. El barroco y su representación
cursivo de la acumulación capitalista. Por ello, las producciones simbólicas del barroco operan como contra-discursos que
son capaces de generar resistencias políticas, contra-conductas
y discursos marginales que evitan identificar la modernidad
occidental con los procesos de homogenización de la mentalidad ilustrada. Estas propiedades sugieren comprender el
barroco hispánico y su lógica cultural como una “anomalía y
desviación de un horizonte de racionalización productiva” (De
la Flor, 2002: 15) y, por extensión, como una excepción a las
formas canónicas de visión ilustrada del mundo.
y simbólicos de la modernidad europea con sus antecedentes
barrocos:
En consecuencia, si el barroco imperial constituye uno de
los horizontes de interpretación de la paleomodernidad, se
requiere especificar que debido a este sustrato hispánico es
posible asociar contrarreforma, absolutismo monárquico y modernidad temprana. Esto significa que las características atribuidas
comúnmente al barroco imperial—catolicismo tridentino, monarquía civil, absolutismo pontificio, pedagogía jesuita— están
condicionados explicativamente si se comprende previamente
el proceso de hispanización, material y simbólica, que padeció
Europa a principios del siglo XVI. Al respecto de este siglo de
apertura moderna, Fernand Braudel demostró que el imperio
español en manos de Felipe II, y el mundo mediterráneo con
sus reglas de comercio y urbanidad, constituyen uno de los
cimientos políticos, económicos y culturales de la civilización
material europea. Por un lado, España y el Mediterráneo establecen las reglas, los componentes y las posibilidades comerciales del “primer capitalismo” desarrollado en Europa. Por el
otro, las producciones simbólicas mediterráneas transmitieron
su singular “modelo de vida” a todo Europa —desde la forma
de cultivar viñedos hasta los instrumentos culturales con los
cuales se construyó el Estado tales como el derecho de gentes, la diplomacia y la burocracia.7 Es más, Braudel intuyó la
importancia civilizatoria del barroco o segundo Renacimiento
en la configuración de occidente, y lamenta que no exista una
tradición historiográfica que articule los referentes materiales
7. (Braudel, 1994: 28).
28
Yo no he intentado exagerar su valor, su duración o
su eficacia y, sin embargo, el nimbo proyectado por
el Barroco llegó a ser, tal vez, más denso y más espeso, más sostenido que el del propio Renacimiento. El
Barroco fue obra de civilizaciones imperiales macizas,
como la de Roma o la de España. Pero, ¿cómo comprobarlo y, sobre todo, cómo seguir su expansión, su
tumultuosa vida exterior, sin poseer los mapas indispensables para ello y que no tenemos? Poseemos catálogos de museo, pero no atlas artísticos. Historias del
arte o de las letras, pero no historias de la civilización
(Braudel, 1989: II-244).
La sugerencia de Braudel fue tan pertinente que muchos
historiadores encontraron rápidamente la relación entre barroco e hispanidad. Por ejemplo, Helmut Hatzfeld radicalizó
la hipótesis del historiador francés y señaló que gracias a la
variable hispánica es que se puede inscribir al Barroco. Incluso
Hatzfeld precisó que las primeras producciones barrocas —las
italianas— son consecuencia de la influencia imperial española
en el mediterráneo.8 Asimismo, que el barroco europeo esté
altamente cargado de contenidos hispánicos no significa que
toda manifestación barroca sea española por derivación. Ni el
“genio español” como publicó Menéndez Pidal ni la “circunstancia ibérica” como prescribió Ortega y Gasset determinaron
las producciones materiales y simbólicas del siglo diecisiete;
en tal caso, el barroco español constituye el mejor de los exponentes europeos debido a la carga civilizatoria contenida en la
primera acumulación simbólica del capital imperial. Con tales
precisiones historiográficas, el barroco pierde su carácter ornamental o “exhuberancia decorativa” para convertirse en una
8. Bajo la recepción germánica del hispanismo, Helmut Hatzfeld argumentó que debido a la confluencia peninsular entre el Islam y el África, así como
la influencia del pensamiento moral (Séneca, Lucano, Prudencio) y su literatura religiosa (Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola), España
determinó la “misión europea” durante el siglo XVII. Cfr. Hatzfeld (1972).
29
La república de la melancolía
I. El barroco y su representación
mentalité, en una forma mentis o Weltanshaunng, que se objetiva
en figuras artísticas, credos religiosos, estructuras políticas y,
destacadamente, en representaciones conceptuales del mundo.
Por lo tanto, el barroco funciona como el sustrato simbólico de
la sociedad europea del siglo XVII que tiene como efecto no
deseado, el producto contradictorio de todas sus manifestaciones culturales: “la mente Barroca conoce formas irracionales y
exaltadas de creencias religiosas, políticas, físicas incluso, y la
cultura barroca, en cierta medida, se desenvuelve para apoyar
estos sentimientos” (Maravall, 1975: 44).
de Estado ni Barroco de Iglesia; por el contrario, Barroco como una
representación simbólica del mundo que se constituye, articula y
unifica por medio del arte, la religión, la política y la filosofía.
En contra de lo que sostuvo Maravall, si el espíritu religioso
es lo que anima las formas barrocas del siglo XVII, esta religiosidad no conforma directamente la estructura cultural del
barroco, ya que las prácticas de la sociedad barroca siguen una
lógica cultural autónoma que opera como una complexio oppositorum. El núcleo del barroco permite conjugar los elementos
más disímiles como individualismo y tradición, autoridad
inquisitiva y anhelo de libertad, mística y sensualidad, teología escolástica y superstición religiosa, consenso y conflicto,
geometría y capricho, contingencia y necesidad. Estas propiedades aparentemente antitéticas implican que si el suelo nutricio del imaginario imperial contiene elementos religiosos, de
esto no se sigue que el barroco sea una cuestión estrictamente
eclesiástica o, por el contrario, una extensión del complejo monárquico-señorial.9 Lo anterior permite afirmar que ni Barroco
9. El Barroco se produjo genéticamente debido a una extraña intersección
entre el poder político y el poder religioso, principalmente por la relación de
continuidad entre la monarquía imperial de los Austrias, el dominio de los
súbditos y las subversiones de la cultura popular; sin embargo, para los hombres del XVII no existe una distinción clara entre ambos tipos de poder. Por
tal motivo, Maravall afirmó que dada la imposible separación entre religión
y política, el Barroco es una cuestión de Iglesia y no de religión. El historiador valenciano sostuvo que el barroco es la prolongación del complejo monárquico hispano (Maravall, 1975: 47). El problema con esta interpretación
que conduce a un “Barroco de Estado”, el cual oculta el aspecto subversivo
de las construcciones barrocas, su “habilidad para reconstruir y pervertir los
intereses de clase” (De la Flor, 2002: 19). Mi posición hermenéutica es que el
problema del barroco es prioritariamente un problema político, pero no por
ello un fenómeno estrictamente estatal. Aunque la relación Iglesia-Estado es
30
Para argumentar en favor del barroco como una representación simbólica del mundo se requiere explicitar lo siguiente.
Primero, comprender lo que Fernando de la Flor denominó
como la paradoja Hispana. Esta paradoja consiste en advertir
que el siglo de oro español —el periodo de mayor productividad
estética peninsular— constituye simultáneamente el siglo de
la decadencia material del imperio. La decadencia de la monarquía de los Austrias —junto con la promoción de un talante
melancólico en sus figuras públicas— corresponde con el esplendor cultural español. Dos signos históricos ejemplifican
esta situación. Por un lado, en este momento histórico emergió la mayor expresión simbólica que ha producido la España
imperial: El Quijote. Por otro lado, en este tiempo ocurrió uno
de los peores desastres financieros, económicos, diplomáticos
y militares sufridos por la península: la derrota de la Armada
invencible. Ambos casos muestran la paradoja hispana, ya que
mientras el alma española se encontraba en su esplendor formal,
el cuerpo político estaba en pleno estado de descomposición.10
estrictamente política, es pertinente utilizar otra distinción para mostrar el
aspecto religioso del poder político y, a su vez, elucidar el aspecto político del
poder religioso. Esta distinción, que diluye la frontera entre lo religioso y lo
político, la encuentro en el concepto de poder pastoral. El barroco, más que
comienzo, es el final del poder pastoral occidental.
10. Probablemente, ninguna otra cultura experimentó en la modernidad
temprana esta tensión tan radical entre lo simbólico y lo material como la
cultura española del Siglo de Oro. Por tal razón, la combinación de energía
simbólica y depresión tecnológica provocó que la dimensión metafórica del
barroco se tornase en el motor de su riqueza formal y, al mismo tiempo,
motivo de su propio aniquilamiento material. El barroco no es un enigma
histórico o una anomalía discursiva, sino un posible efecto de los procesos
alternativos a la modernidad colonial. Para el caso estético, Américo Castro
señaló que la escritura de la “edad conflictiva” fue capaz de reinvertir el caos
axiológico por un arte igualmente caótico en el cual el derroche material y
simbólico justifica otra lógica económica y cultural cfr. Castro (1986). Para el
caso político, Bolívar Echeverría –en una lectura similar a la de Castro– confirmó que “la actualidad de lo barroco no está, sin duda, en la capacidad de
inspirar una alternativa radical de orden político a la modernidad capitalista
31
La república de la melancolía
I. El barroco y su representación
Segundo, explicar cómo opera la lógica cultural barroca para
precisar el funcionamiento de sus dispositivos simbólicos. Lo
anterior sugiere que a menor ensanchamiento del cuerpo político y territorial de la península ibérica, el espacio metafórico y
metafísico se expande surgiendo así, el “reino inmaterial de la
metáfora”, el “imperio de lo imaginario”, “la península metafísica”11: el absolutismo tropológico de la modernidad.
malo, aunque moderno, y no un enigma histórico de la civilización occidental.
El barroco es un concepto histórico en constante disputa
política. Tales combates por el barroco pretenden dar cuenta de
cómo y porqué surge la paradoja hispana y, sobre todo, cómo
resolverla. Por ejemplo, de acuerdo con Eugenio Trías, una explicación de la paradoja señala que la crisis secular que acompañó al imperio español degeneró en una superproducción del
discurso simbólico, una “hiperdimensionalización de la obra
de arte” que provocó una estetización del mundo. (Trías, 1994:
45). Este aspecto plurisecular, que puede entenderse como una
“anomalía discursiva”, es lo que permite configurar la diferencia hispánica como una desviación de la episteme clásica. Sin embargo, considero esta resolución como una interpretación débil
ya que, por un lado, la episteme clásica se conformó en oposición a los discursos simbólicos barrocos y renacentistas; por
otro lado, la secularización no implica una “anemia simbólica”,
puesto que la secularización —como demostró Blumenberg— es
un concepto que se transformó rápidamente en una metáfora
medular y fuente de legitimidad del mundo moderno.12 Por
ello, considero que la resolución de la paradoja hispana —el
surgimiento de la península metafísica— consiste en asumir que
el barroco es un fenómeno cultural de comportamiento anóque se debate actualmente en una crisis profunda; ella reside en cambio en
la fuerza con que manifiesta, en el plano profundo de la vida cultural, la
incongruencia de esta modernidad, la posibilidad y la urgencia de una modernidad alternativa” (Echeverría, 1998: 15). Por lo tanto, Américo Castro y
Bolivar Echeverría erraron hermenéuticamente en tanto que el barroco no es
anomalía ni desviación ni derroche anticapitalista: el barroco es acumulación originaria imperial.
11. De la Flor (1999).
12. Blumenberg (1991), (2000).
32
Por una parte, el supuesto que intenta responder cómo
una sociedad materialmente decadente puede producir sus
mejores y más sofisticados productos simbólicos, lo explica
parcialmente la estética hegeliana. Para Hegel, la negatividad
en su origen y la reconciliación que trae consigo lo trágico constituye la condición de posibilidad del discurso simbólico más
sofisticado. Si las producciones simbólicas más turbadoras e
intensas surgen —en su mayoría— en condiciones que son
trágicas tanto personal como colectivamente, se sigue que en
los periodos de conflicto político intenso y decadencia material surge la posibilidad de que un sujeto o una colectividad se
“apropie del espíritu” por medio de la re-producción de estos
símbolos. Hegelianamente, el reino de lo simbólico –la estética
o la teología– determina la realidad efectiva: modos de acceso
cognitivo, conductas morales, prácticas estéticas, criterios de
racionalidad y principios de verosimilitud que inciden directamente en la transformación de lo real. El imaginario de una
sociedad posibilita, paradójicamente, la “reconciliación con el
mundo”. La tragedia convertida en signo de racionalidad.13
Por otra parte, otra de las dificultades más recurrentes en
la discusión acerca del barroco radica en su demarcación espacio-temporal. Si es verdad el dictum hermenéutico que asevera
que toda cronología es por naturaleza arbitraria y, por esta
13. Hegel estableció que las producciones artísticas, como las filosóficas o
científicas, son una manifestación colectiva que representa parte del espíritu
del tiempo (Zeitgeist); sin embargo, el artista es el único que es capaz de revertir
el orden expresado por “lo real” al buscar el principio de reconciliación. “El
espíritu de la belleza artística es, por consecuencia, el espíritu limitado de un
pueblo”…y “en este entusiasmo que llena el espíritu del artista, no tenemos
más que el principio de reconciliación” (Hegel, 2004: §119-121). En sus Lecciones sobre Estética, Hegel argumentó que en la circunstancia trágica es donde el
artista desarrolla con mayor amplitud su genio y capacidad de innovación:
“Las obras artísticas más grandes han sido compuestas con motivo de una
circunstancia exterior…la inspiración del ingenio viene en seguida espontáneamente. El verdadero artista de espíritu vivo halla en esta vitalidad misma
mil ocasiones para desplegar su actividad o inspirarse: ocasiones sobre las
cuales otros pasan con indiferencia” (Hegel, 2003:105-106).
33
La república de la melancolía
I. El barroco y su representación
razón, que todo corte histórico exige su propia justificación;
entonces la ubicación del barroco depende en gran medida de
los presupuestos metodológicos, intereses normativos y fines
explicativos de la investigación realizada. En este sentido, esta
investigación se remite exclusivamente al espacio español –sin
olvidar, claro está, sus incidencias en el resto del continente
europeo, pero el elemento distintivo radica en la demarcación
temporal, más que en la espacial. El barroco imperial es la
temporalidad histórica de una civilización material. Para una
visión tradicional de la historia política, el periodo barroco
comprende el final del reinado de Felipe II hasta las dos primeras décadas del gobierno de Carlos II, es decir, un periodo
aproximado de cien años.14 En cambio, en esta investigación la
cronología cambia, ya que esta interpretación del Barroco no
solo se fundamenta en acontecimientos de índole político, económico o social, sino que otorga una importancia principal a las
producciones simbólicas del periodo tales como las narrativas
literarias y teológicas, los discursos filosóficos y jurídicos, las
prácticas cortesanas y populares, entre otras prácticas menos
hegemónicas. El criterio cronológico, por tanto, no es exclusivamente temporal. Si las producciones simbólicas barrocas
constituyen el material hermenéutico de esta investigación, la
justificación de la cronología del periodo no solo será política
sino, además, estética y filosófica. Por consiguiente, propongo
para fines explicativos que el periodo Barroco comience con un
acontecimiento estético político —la construcción del Palacio
del El Escorial— y concluya con una fecha simbólicamente
representativa: 1680. En este año, la decadencia simbólica de
la península es evidente, ya que a partir de este momento la
monarquía española se encuentra, literalmente, incapaz de
producir símbolos, metáforas y alegorías del mundo significativas para la memoria histórica. En 1680 emergieron algunas
producciones simbólicas que intentan defender la luz de la razón vaticinando el periodo ilustrado.
En suma, para reforzar la hipótesis acerca del aspecto hispánico de la modernidad temprana es necesario señalar las
condiciones simbólicas y materiales que hicieron posible el
imaginario peninsular y, además, justificar cómo se configuró
la visión barroca del mundo con el propósito de explicitar el
tipo de sujetos, prácticas y discursos que la sociedad barroca
produjo a partir de su propia lógica cultural. En las secciones restantes precisaré con mayor detalle este problema para
perfilar la intersección entre política y subjetividad producida
durante el barroco.
14. Específicamente de 1598 –muerte de Felipe II– a 1685, tiempo de decadencia material y crisis de legitimidad de la monarquía española.
34
El Imperio de la alegoría
En la época de constitución del esplendor barroco, lengua y
poder se comportan como las dos caras de la misma moneda.
El castellano, en tanto lingua imperii, se desplegó como el instrumento que permitió ejercer la dominación simbólica peninsular y, con ello, reforzar la maquinaria ideológica y material
del imperio.15 Los intelectuales del barroco, los productores de
metáforas, los obreros de la alegoría se encargaron de apresar y
aprehender en emblemas, metáforas y alegorías el espíritu de la
época logrando con esta actitud cognitiva una apretada síntesis
a su visión del mundo. Debido a lo anterior, el conjunto de
representaciones durante el barroco constituye todo un proceso de “ingeniería lírica” que permitió establecer algunas de las
condiciones simbólicas del diseño institucional de la corona
española. Es por esto que a partir del reinado de Felipe III, la
lengua imperial –si es que puede sustantivarse tal instrumento cognitivo– dejó de ser la “compañera del imperio” para
desempeñarse como “testigo” de la disolución imperial. Las
formaciones discursivas del barroco tardío se convirtieron en
cómplices de la desarticulación moral y material de la Corona
y, al mismo tiempo, en las únicas formas de resistencia de un
discurso pretendidamente hegemónico. En consecuencia, el
15. La importancia de la lengua castellana en la configuración imperial española destaca por ser “la lengua por excelencia en que se expresa el señorío
sobre las representaciones del mundo y el gobierno del imaginario” (De la
Flor, 2002: 25).
35
La república de la melancolía
I. El barroco y su representación
barroco favoreció el despliegue de las condiciones instituyentes que permitieron el surgimiento de varios contra-discursos
—el discurso místico, el escepticismo filosófico y el neoestoicismo– que obligaron a una reactivación política y moral de
la sociedad o discursos que, por el contrario, defendiesen el
desencanto paulatino del mundo como destino inexorable de
la humanidad. ¿En qué consistió, cómo ocurrió y qué provocó
este desánimo generalizado por las posibilidades del hombre
en el mundo?
Segunda acotación. Con el barroco comenzó la “fase biblioclástica” de la cultura española. Para el sujeto renacentista, dentro de su amplia gama de construcciones materiales e
imaginarias destacó su “ideal libresco” como la confianza casi
absoluta — en ocasiones obsesiva— por las posibilidades de la
cultura escrita. El ideal humanista permitió situar al ser humano
como centro de la creación y a Dios como un auctor que organizó el mundo como un meta-texto al que es posible encontrar
su sentido y significado. En este momento histórico se activó la
legibilidad del mundo (Blumenberg) e inauguró la época de la
prosa del mundo (Foucault) identificando mundo y texto, las
palabras con las cosas. Sin embargo, las producciones simbólicas del siglo XVII criticaron este ideal libresco separando las
palabras de las cosas.18
Primera acotación. Desde sus primeras formulaciones discursivas, el concepto de mundo moderno incluye como referente
algunos elementos en disputa o procesos de disolución histórica.16 Por ejemplo, el mundo moderno implicó necesariamente
la disolución del imaginario medieval, la deconstrucción de un
mundo ordenado teológicamente. Análogamente, así como la
idea moderna de mundo supone la fragmentación del mundo
medieval, la visión barroca del mundo trajo consigo la disolución del cosmos renacentista y la reformulación del humanismo cívico florentino. El barroco es la exaltación de un humanismo anómalo, cuya motivación principal consistió en la
caída del “ideal libresco” que definió al universo renacentista.
Esta revisión del mundo renacentista se debió, principalmente,
al optimismo antropológico que lo instituyó como un periodo
“feliz” de la historia cultural europea, en el cual se recuperó la
posibilidad de la acción humana respecto de la oclusión teológica medieval.17
16. Piénsese, por ejemplo, en la expresión francófona de la “Querelle de
ancien & moderns”, más tarde apropiada por la tradición “liberal” desde Benjamin Constant hasta Isaiah Berlin. El liberalismo es otra forma de disputa
por la modernidad en la que su fuerza narrativa radica en el rechazo de otras
tradiciones políticas.
Analizar la sociedad barroca implica analizar una sociedad
sumida en grandes tensiones sociales, políticas y económicas;
una sociedad concebida como un drama prolongado tanto para el
sistema cultural hegemónico —las élites políticas y los intelectuales orgánicos de la Corte— como para los heterodoxos del
discurso normalizador —los místicos, los sátiros y los herejes.
La conciencia social de la crisis de los hombres del XVII generó
una visión radicalmente pesimista del mundo que no resultó
extraño que consideraran a la melancolía como el clima natural
del ser humano. Independientemente de las múltiples causas
que explican la génesis histórica del pesimismo barroco, me
interesa destacar lo siguiente: una sociedad en crisis permanente tiene la obligación de replantear la imagen que tiene de
sí misma para poder proyectarse en otra imagen del mundo, ya
sea para restaurar alguna imagen del pasado o para proyectar
una imagen de expectativas futuras. La sociedad barroca es un
caso ejemplar de esto último. La representación que tiene de sí
17. De la amplia bibliografía que da cuenta del Renacimiento como una
época de optimismo antropológico destaca la obra paradigmática de Jacob
Burckhardt y las ya clásicas obras de Eugenio Garín (La revolución cultural del
Renacimiento); Johan Huizinga (El otoño de la Edad Media); Wilhelm Dilthey
(Hombre y mundo en el siglo XVI, XVII); Mijail Bajtin (La cultura popular en la
Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais); Francisco
Rico (El sueño del Humanismo. De Petrarca a Erasmo); Peter Burke (El Renacimiento), entre otros.
18. En este proceso de disolución del ideal humanista destaca la meta-ficción
quijotesca no solo por ser “la novela de novelas”, sino porque es el recurso
simbólico que mejor expresa el interés que tienen las producciones barrocas
por abrir paso al “otro lado de la razón”. Señaló Foucault: “Don Quijote
esboza lo negativo del mundo renacentista; la escritura ha dejado de ser la
prosa del mundo; las semejanzas y los signos han roto su viejo compromiso;
las similitudes engañan a la visión y al delirio” (Foucault, 1991: 54).
36
37
La república de la melancolía
I. El barroco y su representación
la sociedad barroca es una imagen de extrema marginalidad y
desolación, una imagen en la que el presente resulta insostenible, una imagen de sufrimiento y crisis. La sociedad barroca
asume y vive con el reconocimiento tácito de banalidad del
mal: “El Barroco parte de una conciencia del mal y el dolor, y
la expresa” (Maravall, 1975: 310). Por lo anterior, la conciencia
del mal que habita en el mundo y su imposible erradicación
condiciona a la época barroca como el espacio par excellence del
desencanto y el pesimismo antropológico: el siglo de oro de la
melancolía.
por lo efímero, una especie de “literatura de la caducidad”. Por
ambas razones, la materia del discurso barroco no solo consistió en instrumentos desarticuladores de cultura, sino que
buscó promover, responder y justificar la visión hispana del
mundo. Esta visión se alimentó de una tópica esencialmente
española: la locura del mundo y el mundo al revés, pero recuperó
una representación totalmente renacentista invirtiendo su significado humanista: la imagen del Theatrum mundi.
El fundamento epistemológico que justifica esta imagen de
desencanto y desilusión barroca es el stimmung melancólico en
su vertiente tanto interna como externa.19 La melancolía interna es la proveniente por la falta y la ausencia de un objeto que
perdió presencia. En cambio, la melancolía externa es el estado
de ánimo proveniente del desencanto del mundo. Si la melancolía es uno de los estados de ánimo más difundidos entre los
hombres del XVII, este mood generará algunos efectos, prácticas y comportamientos en la mayoría de las manifestaciones
culturales de la época. La política y el arte no son la excepción.
Por ejemplo, uno de los efectos del clima melancólico de la
época es la creciente determinación nihilista que acompaña a
la mayoría de los intelectuales del barroco –entiéndase por intelectuales a filósofos, pintores, poetas, políticos y dramaturgos.
Esta vocación nihilista se aprecia no solo en los contenidos de
las producciones artísticas, sino en la forma como operan los
mecanismos articuladores de cultura. Algunos de los productos simbólicos más representativos surgieron con la pretensión
explícita de anular los valores tradicionales reconocidos y, con
ello, desestimar las operaciones comunitarias de la vida cotidiana. Por un lado, esta propiedad formal de la producción simbólica barroca servirá para producir discursos de la desesperanza del mundo —discursos denominados en la época como vanas
cogitationes; por el otro, esta característica posibilitó un aprecio
19. En Francia, por ejemplo, La Rochefoucauld, La Bruyère o el mismo
Pascal comentaron que la melancolía exterior constituye el estado de ánimo
nostálgico que proviene de fuera debido a que el mundo proporciona los
insumos del desencanto.
38
El primer tópico —la locura del mundo —configura la visión barroca del mundo porque la sociedad peninsular empleó
parte importante de sus energías simbólicas en aceptar un
proceso acelerado de locura. La idea consistió, básicamente, en
asumir que la locura es el proceso “normal” mediante el cual
el mundo avanza. Esta idea, aunque vieja, tuvo mucho de novedad: si en el mundo medieval y renacentista la locura nunca
estuvo fuera de los horizontes de racionalidad, en el mundo barroco se tornó en un modo negativo de la razón. La locura para
el mundo barroco es un modo que atenta contra los procesos
de normalización de las conductas, ya que la sociedad barroca
demostró discursivamente que la distinción entre lo normal y lo
anormal es una distinción arbitraria.20 Las razones sociológicas
que apoyaron este tópico se apoyaron en la fragilidad del orden civil que provocó que los hombres del barroco percibieran
a sus semejantes en particular, y al mundo en general, como
sujetos en “delirio permanente”. El tópico barroco de la locura
del mundo es distinto de la tópica medieval porque no se trata
de recuperar la idea de que debajo de la estructura del mundo, existe un modo perenne y natural de caos e insania —tal y
como las expresó pictóricamente la stultitia navis del Bosco—;
en cambio, la tópica barroca intentó comprender la “actualidad” de la locura, de mostrarla como un elemento necesario
que viola el principio de razón suficiente. Para ejemplificar la
locura del mundo como lugar común basta recordar la práctica
de la bufonería. La burla como principio de razón insuficiente.
Esta práctica fue tan difundida que algunos historiadores la
consideraron como el remedio inmediato a la melancolía cor20. Foucault (1972).
39
La república de la melancolía
I. El barroco y su representación
tesana, la cual demuestra que todo elemento que compone a
una visión del mundo requiere de ciertas prácticas que la refuercen y la vuelvan parte de la dinámica social.21 Sin embargo,
el imaginario hispánico acerca de la locura debe mucho a las
reflexiones de Erasmo.
Por consiguiente, este desconcierto de lo humano es lo que
permite una ruptura ficticia de los estamentos de la sociedad
barroca. Esta ruptura introdujo la posibilidad de flexibilizar el
espacio cortesano —la posibilidad carnavalesca y narrativa de
que el Bufón se torne Rey—, tal y como lo expresó Jerónimo
de Mondragón en su obra Censura de la locura humana y excelencias de ella de 1598. Aun así, dejando de lado la cuestión del
“erasmismo español”, quisiera subrayar que la imagen de la
locura del mundo tiene implicaciones políticas, morales y pedagógicas que permiten obtener una visión unificada del mundo.
Por ejemplo, Francisco de Quevedo asumió narrativamente la
locura del mundo que él mismo presenció y parte de su obra
literaria está destinada a desmantelar, con base en estrategias
satíricas y neo-estoicas, los vanos intereses por restaurar el
orden y la normalidad en el mundo. En Lince de Italia escribió “los delirios del mundo que hoy parece estar furioso”. En
otro caso menos literario, el diplomático Diego de Saavedra
Fajardo admitió que la locura adquiere una dimensión más allá
de las fronteras nacionales, por lo cual es menester denunciar a
la brevedad las Locuras de Europa. Incluso, la figura literaria del
gracioso permite anticipar esta fascinación barroca por la locura.
En el teatro áureo, el gracioso sirvió para representar simbólicamente las locuras del mundo, pero más importante —en tanto personaje marginal y subversivo— para denunciar y transgredir
los anquilosados estamentos cortesanos y, con ello, sugerir la
posibilidad de invertir el orden social: “soy el que dice al revés
/ todas las cosas que habla” comenta un personaje en El mejor
alcalde, el Rey de Lope de Vega.
En España, la influencia de este humanista es tan amplia
que, como señaló Marcel Bataillon, no se puede comprender
la visión del mundo española sin la personalidad creativa de
Erasmo.22 El enfoque que proporcionó Erasmo acerca de la locura permite suspender momentáneamente las sinrazones del
mundo de la naturaleza e intercambiarlas por una mirada al
total desconcierto del mundo de los hombres.
Existen –afirmó Erasmo– dos clases de locura. Una es
la que las Furias vengadoras vomitan en los infiernos
cuando lanzan sus serpientes para encender en el
corazón de los mortales, ya el ardor de la guerra, ya
la insaciable sed de oro, ya los amores criminales o
vergonzosos, ya el parricidio, ya el incesto, ya el sacrilegio, ya cualquier otro designio depravado, o cuando, en fin, alumbran la conciencia del culpable con
la terrible antorcha del remordimiento. Pero hay otra
locura muy distinta que procede de mí, y que por todos es apetecida con la mayor ansiedad. Manifiéstase
ordinariamente por cierto alegre extravío de la razón,
que a un mismo tiempo libra al alma de angustiosos
cuidados y la sumerge en un mar de delicias”’ (Erasmo
de Rotterdam, Elogio de la locura, 1511: 125).
21. Maravall arguyó: “cuando el hombre barroco habla del ‘mundo loco’,
traduce en este tópico toda una serie de experiencias concretas” (Maravall,
1975: 313). Una de esas experiencias es la bufonería. El gusto por los bufones
representa un ejemplo de cómo atribuir en estos extraños personajes un testimonio cómico del disparate y desconcierto del mundo, permite la cohesión
social por medio de una lógica de inclusión de los contrarios.
22. Bataillon conjeturó: “Me parece verosímil que el Elogio de la Locura fuese
leído por hombres como Cervantes y Lope de Vega […] Bástenos constatar el
profundo parentesco entre la regocijante y variada historia de Don Quijote y
de Sancho y el elogio erasmiano de la regocijante y multiforme cordura que
cohabita con la locura en algunos stulti, insani o moriones” (Bataillon, 1982:
227-28).
40
El segundo tópico —el mundo al revés— es probablemente
un corolario del primero: un efecto del imaginario popular.
La dinámica social de la cultura popular barroca tiene la percepción de que todo lo que acontece en el mundo está desordenado, que no existe algo estable o que los acontecimientos
no tienen rumbo. Este tópico no estuvo exento de representaciones literarias; por ejemplo, Tirso de Molina en la República
al revés o Gracián en El Criticón. Sin embargo, afirmar que el
orden del mundo está tergiversado supone la existencia de un
orden racional previamente determinado. La posibilidad del
41
La república de la melancolía
I. El barroco y su representación
orden como experiencia originaria conminó a los hombres del
Barroco a reconocer que la exigencia de un orden justo y racional es una tarea que los seres humanos no pueden alcanzar
completamente. El orden está subvertido porque el mundo está
al revés. Si no existe un orden objetivo y necesario, se sigue que
ningún actor social representa una función natural que determine directamente este orden. Maravall interpretó este tópico
como una representación paradigmática de las sociedades conservadoras y, por esta cualidad, forma parte de una estrategia
de protesta social que únicamente fortalece el status quo.
sible dada la visión pesimista del ser humano que se tiene en
la época. La antropología barroca concibe al ser humano como
un ser dinámico, peligroso, modificable según las circunstancias. Sin embargo, debido a esta desconfianza antropológica,
el hombre barroco es capaz de producir una visión tragicómica del mundo, una visión que produce místicos y ermitaños,
sátiros y pícaros, pirronistas cristianos y escépticos radicales,
quietistas y casuistas, entre otras subjetividades excentricas. Lo
importante es que todas estas subjetividades —aparentemente
disímiles— no desmienten el desengaño del mundo y la peligrosidad de sus semejantes.
Contrario a esta interpretación, considero que la imagen del
mundo al revés no solo restablece la contingencia radical de
los asuntos humanos, sino que los conduce directamente a la
experiencia inexorable de la finitud. Esto se debe a que algunos
escritores del barroco radicalizaron esta imagen para postular
una imagen del mundo más compleja y sofisticada, un mundo
semejante a un laberinto. Que el mundo sea un laberinto implica que el ser humano necesita de una moral provisional e
instrumental —objetivada en máximas y preceptos— para que
pueda conducirse satisfactoriamente a la salida de laberinto. Es
más, si el mundo se percibe como un laberinto, sus habitantes
se comportan como peregrinos sin rumbo dirigido —personajes vagabundos como en la novela picaresca, en las literaturas
de viaje o en las narrativas de denuncia social como El laberinto
del mundo y paraíso del alma de Comenius. Las consecuencias
de aceptar este carácter peregrino del hombre conlleva, por lo
menos, dos formas de posicionarse ante la situación: una vía
contemplativa y una vía activa. En el primer caso, el mundo es
una temporalidad limitada, una posada o “una profana hostería
del hombre” donde sus huéspedes entran y salen reafirmando
así, la conciencia de finitud. En el segundo caso, el mundo es
un espacio problemático, un lugar idóneo para sacar provecho
de la dinámica social y aprender a desconfiar de los semejantes,
ya sea para engañar o para ser engañados. Por consiguiente,
para la subjetividad barroca el mundo cotidiano es la primera
fuente de instrucción pedagógica y constitución moral de la
personalidad, ya que anticipa a los hombres para conducirse en
la vida pública sin morir en el intento. Lo anterior es compren42
El último tópico determinante de la subjetividad barroca
está condensado en la alegoría del Theatrum Mundi. Como intuyó acertadamente Walter Benjamin, la alegoría constituye el
signo estético que mejor sintetiza la visión barroca del mundo.
Esta síntesis inclusiva permite conjugar constelación filosófica
y representación estética. La insistencia en el carácter alegórico
del barroco es una comprobación de que las formas de representación barroca tienden a teatralizar las acciones en el mundo
y, con ello, generar un ethos dramático.23 Suárez de Figueroa lo
expresó de la siguiente manera: “En este Teatro, tan ceñido de
contrarios, tan adornado de opuestos, ven recíprocamente los
mortales representar sus acciones” (Suárez de Figueroa, Varias
noticias, 1664: 19). No obstante, la alegoría del Theatrum Mundi
posee algunos elementos fundamentales que es menester
precisar.
En primer lugar, la alegoría del Theatrum Mundi supone que
el mundo es un escenario teatral. Si el mundo es un meta espacio donde existen actores y espectadores, el papel actuado por
cada individuo es transitorio y, en consecuencia, tiene la opción
de sufrir con el personaje —vivir con humor melancólico— o
gozar lo mayormente posible la breve estadía que significa el
mundo –utilizar el ingenio para sacar provecho del personaje.
En segundo lugar, la alegoría implica que el reparto del mundo
23. Destaca, por supuesto, el drama de Calderón de la Barca El “gran” teatro
del mundo (1655) que tanto elogió Walter Benjamin y los románticos alemanes del siglo XIX.
43
La república de la melancolía
I. El barroco y su representación
es transitorio. Si el reparto en la obra del mundo es cambiante
e irregular, ello implica que existe una contingencia radical del
mundo social —pero no del mundo cortesano estamental. En
el carnaval —tiempo de excepción— el actor que representa el
papel de rey puede desempeñar otro personaje —vagabundo o
bufón—, pero es una posibilidad dramática o ficticia. En cambio, en tiempos de normalidad, ningún actor social, por más
riqueza material o simbólica que tenga, puede trascender los
límites de la propia finitud. En tercer lugar, el papel del actor
no corresponde necesariamente con su identidad social. En el
gran escenario del mundo, el actor no tiene una identidad sino
múltiples identidades. La actuación en el mundo es siempre
“aparente”, “simulada y disimulada”, pero nunca sustantiva. La
identidad de cada individuo depende del papel que desempeñe
en cada campo de acción —la familia, la comunidad religiosa,
la Corte, las fiestas populares o el carnaval— y esta multiplicidad de identidades exige que se comporte según las circunstancias. Por consiguiente, a cada campo de acción corresponde
un comportamiento moral. Esto no conlleva un relativismo
moral, sino el retorno de la “moral acomodaticia” —como en la
Roma imperial— que prescriba cómo actuar según sea el caso
y no la regla. La casuística barroca es una cauisística imperial
cercana a la Roma de Marco Aurelio.
peración de la sensualidad carnal y el cuerpo. La subjetividad
barroca puede articular la ascética medieval y el goce corporal
renacentista generando con ello una ascética del goce, una maquinaria del deseo sublimado, una mística de la sensualidad
como se manifiesta en El éxtasis de Santa Teresa de Bermini.24
Los tres tópicos anteriores fortalecen el pesimismo de la subjetividad barroca. Este pesimismo radical muestra que una causa de mejora social es simultáneamente una falsa ilusión o una
vana cogitatio ya que, para la mentalidad barroca, el menosprecio
del mundo es una actitud auténticamente cristiana en la medida
que la pérdida de la materialidad o rechazo de las riquezas es
la condición de salvación. Este rechazo tácito a los goces de la
materialidad se debió a que los hombres barrocos compartieron
la idea de que nada es acumulable en este mundo, que todo lo
adquirido caduca y, por tanto, que cimentar el castillo interior
garantiza una mejor conducción en el mundo y la salvación del
alma perturbada. A pesar de ello, la subjetividad barroca no es
una renuncia ascética —como lo sugirió el Padre Nieremberg o
los místicos áureos— ni una aceptación estrictamente estoica de
la maldad del mundo; por el contrario, el barroco es una recu44
Asimismo, la subjetividad barroca no es una conciencia
exclusivamente trágica ni tampoco directamente cómica, más
bien es una conciencia que se determina con base en las circunstancias que enfrenta: una conciencia tragicómica, dualista y
engañosa. “El carácter de fiesta que el Barroco ofrece no elimina
el fondo de acritud y de melancolía, de pesimismo y desengaño, como nos demuestra la obra de un Calderón” (Maravall,
1975: 322). Lo anterior obliga a considerar la subjetividad barroca como una expresión de la contradicción, como un espacio de convivencia hostil de los opuestos, como un tiempo de
síntesis disyuntiva que representa la opción intermedia por la
tragedia y la comedia. Esta elección subversiva entre el llanto
de Heráclito o la risa de Demócrito25 permite que el conflicto y
24. Las formas religiosas del Barroco permiten postular una ascética del goce
gracias a que existe una regulación del placer por medio de la pragmática social. El goce es una excepción temporal en el cual la cronometración de las fiestas populares como el carnaval o la cuaresma determinan el espacio y tiempo
del placer ilimitado. Eugenio D`Ors detectó tempranamente las consecuencias
ascéticas y lúdicas de la desmesura carnavalesca y comentó al respecto: “El
carnaval, en el ordenamiento auténticamente católico del año, es casi tan litúrgico como la Cuaresma […] ¡Cuánta cordura, no solo práctica, sino teórica, en
la aceptación regular y predeterminada de esta excepción! Oportet haereses esse.
Conviene que haya herejes, y conviene también que las máscaras se diviertan
[…] Se trata de instituciones barrocas, gracias a las cuales la general disciplina
encuentra precisamente su viabilidad” (D ‘Ors, 2002: 31).
25. Un mote común de los escritores del Barroco en particular, y del humanismo en general, fue el Democritus ridens et Heraclitus flens, la opción
que tiene el ser humano por elegir entre la risa de Demócrito y el llanto de
Heráclito. La diferencia radica en que mientras Demócrito mira al futuro en
actitud de burla y encarna la locura crítica del sujeto barroco, Heráclito llora
mirando hacia el pasado y encarna la miseria hominis medieval. La popularidad de este tema clásico se aprecia en todas las artes, desde la pintura –el
famoso cuadro de Rubens realizado en Valladolid para el Duque de Lerma–
hasta varias narrativas literarias –la obra de Antonio López de Vega Heráclito
y Demócrito de nuestro siglo (1612).
45
La república de la melancolía
I. El barroco y su representación
la contradicción sean los pivotes cognitivos para que el mundo adquiera su propia conservación. Si el mundo en general
se constituye como el espacio de lucha de contrarios, como el
tiempo de discordia y conflicto, el mundo natural y civil sobredimensiona su contingencia. La filosofía natural barroca,
por ejemplo, demuestra la regularidad con la que se presentan
los fenómenos de la naturaleza para presentar un orden físico. En cambio, la filosofía política barroca encuentra regularidades en las conductas humanas para instaurar técnicas de
sí y prácticas de gubernamentalidad para construir un orden
social, en especial para conservarlo. Así, los principios de la
ciencia son a la naturaleza lo que las prácticas de gubernamentalidad al Estado. La ciencia y la política emergen en el siglo
XVII con la finalidad de armonizar los principios contrarios
que estructuran los fenómenos naturales, de reducir los grados
de intensidad del conflicto político, y de hacer del mundo un
lugar donde sea posible el “concierto de desconciertos” tal y
como lo expresó Gracián. Qué se entienda por armonía, orden o
concierto —término significativamente barroco— y cuál sea la
forma adecuada para conseguirlo es el punto que los escritores
del barroco ponen a discusión.26
del mundo. En contraste, el discurso filosófico barroco representa una excepción a esta forma cartesiana de comprender
el mundo: el predominio de lo imaginario, lo simbólico y el
equívoco constituyen los cimientos de la filosofía barroca. La
primera lección de la filosofía barroca radica en defender que
lo filosófico no solo se expresa y fundamenta a través de conceptos, silogismos e ideas claras y distintas sino, también, por
medio de recursos retóricos como la metáfora, la alegoría, el
emblema, los tropos y el exempla. La segunda lección establece
que el acercamiento a la realidad está mediado por signos y
construcciones lingüísticas, que el acceso a lo real está restringido por los límites de la visión simbólica del mundo. En consecuencia, la filosofía barroca al tener como objetivo los “usos
simbólicos de la razón” —mitad públicos, mitad ocultos— amplía los horizontes de racionalidad en el que tiene lugar el otro
lado de la razón, la apertura simbólica de la realidad y, por
consiguiente, la condición hermenéutica del ser humano.
Discurso, finitud y escepticismo católico
El discurso filosófico de la modernidad es un horizonte de
comprensión abierto que no estaría completo si no se especifica
la importancia de las formas barrocas en su construcción discursiva. En general, la filosofía moderna ilustrada se caracterizó por fundamentar el tránsito epistemológico de lo simbólico
a lo conceptual, de lo metafórico a lo literal, de lo sintético a lo
analítico, de las tendencias equívocas a la significación unívoca
26. Las estrategias para la restauración del orden político, social y natural
son variadas. Lope de Vega, por ejemplo, busca restaurar el orden perdido
a través del efecto dramático de sus comedias; Juan de Mariana por medio
de la síntesis que adquiere en su narrativa histórica; Baltasar Gracián con la
reflexión filosófica de su obra literaria y Eusebio Nieremberg, Santa Teresa
o Fray Luis de León por medio del éxtasis místico. El orden es subvertido
para, posteriormente, recuperarlo con mayor fuerza social.
46
Con el empleo de la razón simbólica, este tipo de discurso filosófico conjuga epistémicamente ficción y realidad, argumentación y retórica, silogismo y tópica, normatividad y
expresividad, filosofía y literatura. No se trata, entonces, de
un esfuerzo epistemológico por ficcionalizar la realidad o de
convertir la filosofía en un género literario. Por el contrario, el
discurso filosófico barroco sostiene que lo imaginario, lo simbólico y lo fantástico constituyen una parte medular de la condición humana e, incluso, de la fundamentación filosófica de
explicación de lo real. Es por esta razón que la filosofía barroca
no tiene como fundamento la búsqueda de lo verdadero, sino
de lo verosímil. El interés por lo verosímil da cuenta de por
qué las reflexiones filosóficas del Barroco son al mismo tiempo
grandes obras literarias. Hoy día, muy pocos negarían que los
Auto sacramentales de Calderón, los poemas de San Juan de
la Cruz, las disquisiciones metafísicas de Francisco Suárez, los
emblemas de Alciato o algunas obras literarias como El Criticón
de Gracián no poseen un alto contenido filosófico. La posmodernidad comparte con el barroco la valorización del tropo
como instrumento cognitivo y no solo como un ornamento
retórico del discurso.
47
La república de la melancolía
I. El barroco y su representación
La filosofía barroca es fundamentalmente escéptica. Si la
filosofía barroca no pretendió fundamentarse en la búsqueda
de lo verdadero, ello se debió a que el intelectual barroco siente
ajena la idea de que existe una “verdad última en el mundo”
y, por lo mismo, sus esfuerzos teóricos buscan desmantelar la
lógica de la explicación del mundo. Siguiendo a R. H. Popkin,
la “tercera fuerza” que acompañó al Barroco radica en su experiencia escéptica radical, experiencia transmitida tanto por la
filosofía como por las demás artes de la época —las Soledades
de Góngora, el Primero sueño de Sor Juana o el San Serapio de
Zurbarán. Lo que me interesa subrayar es que debido al escepticismo radical, la tendencia nihilista y la estrategia melancólica
del mundo barroco, esta filosofía se instauró como la primera
experiencia antifundacional de la modernidad. Sin embargo,
a diferencia de la “pérdida del fundamento” de algunos discursos filosóficos contemporáneos —el discurso posmoderno,
la deconstrucción o los estudios postcoloniales—, el discurso
filosófico barroco carece de fundamento porque asume que
todo lo que es parte del mundo es efímero, frágil y finito. Lo
anterior no significa que el mundo barroco no tenga un fundamento implícito, sino que su interés principal no radica en
justificar racionalmente un orden que asegure que las actitudes intencionales de la conciencia corresponden directamente
con el mundo. En cambio, el escepticismo barroco parte de un
fundamento débil, temporal y relativo que posibilita al filósofo
inferir que las “columnas” donde se cimienta el gran “edificio
de la razón” son estructuras poco sólidas. El barroco operó
epistemológicamente con las estructuras retóricas del pensamiento y no con la fuerza de la argumentación racional.
las pretensiones del escepticismo antiguo y postuló como filosóficamente razonable las virtudes de la duda metódica.27 Por
tal motivo, la figura que mejor representa esta actitud moderna
es la de René Descartes. En 1637, Descartes publicó su Discours
de la Méthode y, con ello, fundamentó al sujeto epistémico como
el tipo de sujeto preponderante en la modernidad europea. En
la España barroca, el cartesianismo no corrió con buena suerte.
La prohibición de la obra cartesiana en los medios hispanos no
bastó para evitar su influjo: se necesitó de un arsenal argumental que combatiese sus implicaciones filosóficas, teológicas y
políticas —por lo menos hasta 1663 con la inclusión de la obra
cartesiana en el Index romano—, pero ¿qué habría de combatirle la España barroca a un hombre educado en La Flèche, a un
hombre prudente que jamás desobedece la autoridad papal o
la autoridad política en turno?
En El discurso filosófico de la modernidad, Jürgen Habermas estableció al cogito cartesiano como el punto medular que divide
lo antiguo y lo moderno. Si la modernidad filosófica se inauguró
con el resurgimiento del escepticismo metódico, este sistema
doctrinal y actitud intelectual implicó una desestimación del
poder de la tradición y la autoridad. El escepticismo moderno
es distinto de la doctrina de Pirrón o Sexto Empírico porque no
asume la posibilidad de establecer la duda radical como una
forma de vida. En este sentido, el escepticismo moderno frenó
48
Para combatir el escepticismo cartesiano, los intelectuales ibéricos optaron por no rechazar por completo el espíritu
dudoso de la época y postularon una forma de escepticismo
acorde con la ortodoxia católica: el escepticismo católico. Los
intelectuales hispánicos nunca pretendieron —como escribió
Calderón de la Barca— “fundar en razón su razón”. Es más,
una actitud filosófica de ese tipo —aseguran los más ortodoxos— solo puede ser obra de ateos y hombres réprobos. Así,
la alternativa epistemológica que emplearon los barrocos fue
anteponer un discurso escéptico opuesto al cogito cartesiano.
Este proyecto epistemológico debe, por lo menos, cumplir dos
condiciones mínimas. Primero, no debe legitimar la acción profana del mundo, pues ello implica desacralizar el sentido providencial que gobierna el universo. Segundo, debe adecuarse
al régimen confesional y promover, fortalecer y desarrollar un
conocimiento de autoridad y tradición. Por consiguiente, si
con el apotegma cogito ergo sum se agruparon los entusiastas
portadores de la “nueva ciencia del mundo”, los intelectuales
27. Cabe insistir que para las escuelas filosóficas de la Antigüedad, en particular para la escuela escéptica —Sexto empírico, Plotino o Pirrón—, las doctrinas filosóficas se asumen como un modo de conducirse en la vida, como
una practica concreta de ejercicios espirituales. Cfr. Pierre Hadot, Ejercicios
espirituales y filosofía antigua (2002).
49
La república de la melancolía
I. El barroco y su representación
hispanos se agruparon bajo un lema que responde al signo
del desengaño, la angustia y melancolía que produce la “tristeza del orbe”. El lema que opusieron fue el poco conocido
Hominem te esse cogita —“Piensa que eres solo un hombre”
— del Toledano, Juan de Borja. Esta máxima emblemática es
relevante para la arqueología de la episteme moderna no solo
porque anticipa la fórmula cartesiana por más de cuatro décadas, sino por su marcado acento hispánico, el cual permite
destacar el aspecto alegórico de la episteme barroca.
ello la diferencia hispánica en la constitución de la subjetividad moderna. Ambas expresiones —tanto el cogito cartesiano
como el Hominem borjiano— representan dos formas distintas
de aprehender el mundo, dos miradas escépticas que apuntan
hacia objetos distintos. Por un lado, el lema borjiano —producto del Ethos de la Contrarreforma— es capaz de diluir o
subsumir al cogito cartesiano, ya que duda de la posibilidad de
la duda escéptica. Por otro lado, este lema es una máxima antifundacional —una máxima más cercana a De Docta ignorantia
del Nicolás de Cusa o a la disolución metafísica derivada del
Que nada se sabe de Francisco Sánchez— que limita las posibilidades del conocimiento humano. Por lo tanto, la modernidad
hispánica parte de la duda como su punto medular, pero este
tipo de duda no cumple una función estrictamente epistemológica. La duda es un existenciario. En España, la modernidad
no se inaugura con la hipostación de un sujeto epistémico, sino
con la postulación de un sujeto moral que reconoce su finitud:
un sujeto que a diferencia del metódico cartesiano sí conoce a
priori un elemento con certeza: sabe que lo producido por el
hombre es efímero y contingente, sin trascendencia alguna.
En efecto, el escepticismo católico tiene una de sus máximas
culminaciones conceptuales en la obra de Juan de Borja. En sus
Empresas Morales (1581), Borja justificó la experiencia escéptica
a la luz del cristianismo tridentino. Para simbolizar esta experiencia utilizó la alegoría de la calavera y, en una clara alusión
socrática, explicó lo siguiente:
No hay cosa más importante al hombre christiano, que
conocerse, porque si se conoce, no será sobervio, viendo
que es polvo, y ceniza, ni estimará en mucho, lo que ay
en el mundo, viendo, que muy presto lo ha de dexar.
Tener esto delante de los ojos, es el mayor remedio, que
puede haver, para no descuydarle, ni dexar de hazer, lo
que debe, y haziendolo asi, pasará la vida con quietud
[…] Phelippe, Rey de Macedonia, […] mando que cada
mañana, quando le despertasen, la primera cosa que le
dixesen fuese. Levantate Rey y acuerdate que eres hombre: cosa muy digna de traer siempre en la memoria, y
es lo que se dà a entender con esta última Empresa de
la muerte, con la Letra: HOMINEM TE ESSE COGITA.
Que quiere decir: Acuerdate, que eres hombre (Juan de
Borja, Empresas Morales, 1581: empresa 100).
Con la introducción del lema Hominem te esse cogita quedan patentes dos situaciones: primero que la estructura material del
mundo no es del todo cognoscible; segundo que es posible concebir diferentes referentes espaciotemporales —un meta-espacio (el vacuum) y un meta-tiempo (el infinitum). Así, debido a
sus implicaciones filosóficas, teológicas y científicas, el emblema de Borja se puede oponer al cogito cartesiano y mostrar con
50
El origen de este escepticismo católico consciente de la finitud humana radica en las propiedades de la subjetividad barroca. El sujeto barroco, además de tener como determinación
general un sttimung melancólico, vive con el signo del desengaño y la vanidad del mundo. En alusión al Eclesiastés, el sujeto
barroco asumió con nostalgia la tragedia de la finitud, la vanidad del artificio humano y la pérdida del sentido providencial
en el mundo. Si en el XVII la actitud filosófica más difundida
fue el escepticismo, en España este pensamiento sufre un proceso de catolización. Es por ello que los intelectuales hispánicos
no solo dudan de las capacidades cognitivas como Descartes,
sino que dudan que lo producido por el ser humano tenga
algún sentido más allá de lo directamente utilitario. La acumulación de bienes es una vanidad. Caducidad y contingencia
de lo humano constituyen, entonces, los elementos claves para
comprender la modernidad hispánica. En consecuencia, la renovación del escepticismo cristiano consistió básicamente en
una nueva glosa y resignificación del Eclesiastés, que fue leído
51
La república de la melancolía
I. El barroco y su representación
como uno de los mejores excercisia spirituali disponibles para
todo cristiano. Al respecto, en 1599 escribió Hernando de Soto:
“El que quisiere estampar en su corazón la imagen verdadera
de lo que viene a ser, lea y contemple el último capítulo del
Eclesiastés”. El Eclesiastés, por tanto, es la condición de posibilidad de la narratio philosophica durante el Barroco.
discurso criptofilosófico de Giordano Bruno se postuló la noción de universo infinito, con el escepticismo barroco la moral y
la política acentuaron su carácter contingente dado el origen
finito del ser humano. Así, la infinitud es a la ciencia natural
lo que la finitud es a la ciencia civil. La ontología negativa de
los escépticos barrocos volatizaron el concepto de finitud a tal
grado que exigieron conocer el mundo sub aespecie mortis. El
mundo barroco es un mundo en el que toda acción humana es
vestigio de la caducidad humana.
Por último, si la episteme hispana se justifica y representa
alegóricamente, la alegoría de la calavera es la que mejor representa la finitud humana y la que mejor sintetiza la actitud
escéptica católica. Como quedó ejemplificada con la empresa
100 de Juan de Borja, la metafísica de la calavera constituye la
máxima representación de la episteme barroca porque refuerza
la idea tridentina del pecado original y cumple la función de
representar la ruina histórica y la total catástrofe del proyecto
humano. La fuerza de esta imagen permite entender al sujeto de la finitud como un efecto directo del discurso filosófico
barroco dado que “la cantidad de sentido es exactamente proporcional a la presencia de la muerte y al poder de la ruina”
(Benjamin, 2006: 178). Además, el nihilismo proyectado por los
barrocos se debe en gran medida a la presencia de la imagen
de la muerte como imagen del vacío y la nada: para el sujeto
Barroco la muerte es lo mejor repartido del mundo y, por ende,
se requiere de una serie de estrategias que permitan afrontar
tal reparto democrático. Las estrategias para enfrentarse a la
metafísica de la calavera son varias —desde estrategias neoestoicas y epicúreas hasta escépticas y cínicas, pero el intelectual
hispánico optó por la estrategia escéptica que derivará en un
tamiz estoico porque en ella encuentra un lugar donde depositar sus creencias escépticas sin violentar las formas religiosas
ortodoxas. Pedro de Valencia lo consigna de la siguiente manera: “El que sienta conmigo que le falta la verdadera sabiduría,
que no la busque en esta filosofía humana”. De la Flor argumentó, que es por medio de esta estrategia escéptica por la cual
la epistemología barroca opera como una ontología negativa,
ya que los intelectuales hispanos interpretarán la posibilidad
del infinito como horror vacui y elogio de la nada o, en el caso
más extremo, como una “tarea inútil” para los que quieran
comprender los inalcanzables arcanos del cosmos. Si con el
52
53
II. LA GENEALOGÍA DEL SUJETO
Los tétricos ingleses, los franceses voltarios, pasan
los días y las noches entre el estudio ímprobo y las
peligrosas disputas de la política, y apenas después
de muchos meses de contrariedades acuerdan
una ley; los festivos españoles las pasan entre el
agradable ocio y las deliciosas funciones, y en un
instante se hallan con mil leyes acordadas sin
contrariedad de ninguno.
León del Arroyal
Algunos historiadores y sociólogos de la cultura afirman que
todo orden social es capaz de producir un tipo específico de
subjetividad. Por esta razón, en este capítulo explico el tipo
de sujeto que produce la sociedad barroca. Para conseguirlo
delíneo las características más sobresalientes del modelo antropológico hispano y lo antepongo al modelo del humanismo
cívico florentino. Posteriormente, analizo cómo y por qué la
melancolía y el ingenio representan dos elementos constitutivos de la subjetividad barroca. La conclusión de este capítulo
es que el pesimismo barroco tiene su fundamento en una concepción negativa de la naturaleza humana, que encuentra en el
ingenio y la melancolía dos estrategias para hacer sus efectos
reversibles.
El modelo antropológico hispánico
A partir del siglo XVII, la antropología tomó relevancia explícita en la fundamentación de lo político. Sin destacar las divergencias ideológicas, los escritores tanto de la tradición absolu55
La república de la melancolía
II. La genealogía del sujeto
tista como de la tradición liberal coinciden en que toda teoría
política supone, implícita o explícitamente, una visión del ser
humano necesaria para la legitimación política. El concepto de
naturaleza humana es el elemento que ostenta esta pugna entre
la necesidad o la contingencia de un elemento político coactivo
—el Estado— justificado por el comportamiento habitual de
los hombres. En el XVII, este concepto es sumamente importante, pues en términos generales el surgimiento de la teoría
política moderna depende, en última instancia, de la querella
antropológica.1 Con esta premisa básica no solo muestro que
la pugna de los modelos políticos consiste en una disputa por
instrumentar un modelo antropológico específico, sino en
aceptar que cualquier discurso político que emplee nociones
tales como naturaleza humana, ser humano, Hombre, humanidad
o condición humana está comprometido a justificar las implicaciones normativas que derivan de su modelo discursivo.2 Sin
embargo, en este ensayo no analizo el problema de si es posible
deducir por medio de un modelo antropológico un supuesto
orden normativo para la acción política; en cambio, defiendo la
necesidad de especificar las mediaciones simbólicas empleadas
en el modelo antropológico hispano para establecer criterios
de acción política.
1. La idea de que existe una relación directa entre la normatividad política
y los modelos antropológicos no constituye una novedad teórica. Sin embargo, esta relación ha sido tematizada de diversas formas por teóricos de lo
político “aparentemente” distintos entre sí. Las empresas teóricas de autores
como Wilhelm Dilthey, Bernard Groethuysen, Carl Schmitt, Leo Strauss, Arnold Gehlen, Michel Foucault, Giorgio Agamben, Roberto Esposito, entre
otros, constatan el hecho fundamental: que detrás de cualquier concepto de
índole político subyace siempre una concepción antropológica. Al respecto,
Alessandro Pandolfi comentó: “en cualquier forma en la que el saber sea
formulado, el discurso sobre la naturaleza humana es intrínsecamente político […] y del mismo modo no parece posible encuadrar la relación entre la
antropología y la política sin convocar a las máquinas semióticas que narran
la antropogénesis, recomenzando siempre de nuevo a definir qué es el Hombre” (Pandolfi, 2007: 13).
2. A diferencia de los planteamientos de Dilthey, Schmitt o Strauss, las
exigencias normativas a las que aquí me refiero no recaen en la concepción
antropológica que subyace al modelo político, sino en las estrategias discursivas empleadas por los discursos políticos. Los modelos antropológicos
cumplen, stricto sensu, una función estratégica, discursiva y argumental; por
lo tanto, tales modelos únicamente forman parte de un dispositivo conceptual que no necesariamente tiene sustento empírico u ontológico. Se trata,
pues, de evitar caer en una “ilusión trascendental” en la que se crea que el
modelo antropológico corresponde unívocamente con la realidad política.
56
La tesis por probar es que el modelo antropológico de la sociedad barroca legitima políticamente la estructura monárquico-estamental. Para conseguirlo es necesario tener precaución
y distinguir el orden de las ideas con el orden de las prácticas y
el orden del discurso con el orden de las instituciones, pues en
esta intersección es donde se produce la disposición vital de la
subjetividad barroca. Así, por medio de esta supuesta descripción empírica del comportamiento humano, se deduce y prescribe el lugar, el valor y la función de la práctica política. Esta
estrategia común a las formas políticas del Antiguo Régimen
no tiene como propósito dictaminar cómo debe ser el ser humano, sino plantearse reglas de acción y técnicas de sí para
ajustar el comportamiento humano al orden político vigente.
Esto es posible porque los modelos antropológicos operan en
función de un código binario, una distinción política que se
asume a priori. El código tiene el papel de definir lo humano
de lo no-humano y, por extensión, de sustraer la conflictividad
surgida de las relaciones humanas para formar amigos y enemigos.3 La norma antropológica se produce, entonces, por medio
de exclusiones, dicotomías y jerarquías claramente identificables por cada grupo social. La representación antropológica
que proyectó la sociedad barroca tiene fuertes componentes
teológicos que le permiten destacar los rasgos crueles, perversos y pecaminosos de la naturaleza humana. Sin embargo, a
diferencia de la perspectiva teológica luterana o calvinista, la
3. Este “código binario” explica porqué para Carl Schmitt la distinción
política fundamental es la distinción “amigo-enemigo”, pues como señaló:
“el dogma teológico fundamental del carácter pecaminoso del mundo y del
hombre obliga, al igual que la distinción entre amigo y enemigo, a clasificar
a los hombres, a «tomar distancia», y hace imposible el optimismo indiscriminado de un concepto del hombre igual para todos” (Schmitt, 1992: 93). En
este caso, analizo cómo la comunidad política barroca acentúa mejor este
carácter de “amigo-enemigo” con base en categorías teológicas e, incluso,
antropológicas.
57
La república de la melancolía
II. La genealogía del sujeto
perspectiva católica no afirmó categóricamente que el ser humano sea malo por naturaleza; por el contrario, este modelo
—de clara inspiración jesuita— definió al ser humano como un
ente problemático pero con posibilidad de salvación; corruptible
y perfectible; bondadoso, agresivo y altamente peligroso. Esta
variación es relevante, ya que si el ser humano es maleable, su
naturaleza puede ser corregible, regulada y educada. La antropología negativa proyectada por los seguidores de Loyola no
entiende al ser humano como un ente malvado, sino como un
ser débil, propenso al mal y dispuesto a la redención.4
y uno de los dialogantes más importantes con los luteranos,
señalo:
Resultado de lo anterior, la norma antropológica no produce efectos discursivos sin una figura concreta de negatividad.
En la sociedad barroca, por ejemplo, la figura de lo negativo
la encarna el hereje, el no-católico, el luterano, y en momentos de discusión teológica, lo que atenta contra los principios
tridentinos de la iglesia de Roma. Las figuras negativas hispanas, por consiguiente, son los protestantes, marranos, moros,
maquiavelianos, bodinistas, calvinistas, casuistas, ya que en
términos políticos representa el enemigo público (Hostis). Esta
distinción entre lo católico y lo no-católico es intercambiable por
la distinción entre lo humano y lo no humano, por lo que para
considerarse “humano” en este espacio se debían cumplir las
exigencias que los principios tridentinos exigían. Por tal motivo, la norma antropológica en el barroco se construyó a partir
de los principios teológico políticos del Concilio de Trento. Al
respecto, Gasparo Contarini, cardenal al servició de Carlos V
4. Las tres perspectivas teológicas más significativas de la modernidad —la
luterana, la calvinista y la jesuita— tienen en común un presupuesto antropológico idéntico: el ser humano es un homo pecaminosus. Las diferencias
comienzan en el momento de prescribir la forma correcta de la redención.
Teológicamente, la posibilidad de la redención no solo implica la necesidad
de expiación del pecado, sino que ilustra cómo la inclinación humana hacia
el mal justifica la necesidad de un elemento “que redima, vigile y advierta”
la conducta pecaminosa. Si se traduce esta valoración teológica al campo de
la política tenemos que las antropologías negativas constituyen una de las
premisas fundamentales que demuestran la necesidad del Estado como un
elemento coactivo capaz de frenar o contener la peligrosidad humana. Para
más detalles sobre la relación entre antropología negativa y teoría política
véase Schmitt (1999).
58
Si, por tanto, los fundamentos del edificio luterano son
verdaderos, nada debemos decir en su contra, debemos aceptarlos como verdaderos, como católicos. En
realidad, debemos aceptarlos como fundamentos de la
Cristiandad. (Cardenal Contarini, Lettera sulla predestinazione ,1537: 412).
Asimismo, la norma antropológica no solo fue resultado de
las reformas tridentinas, sino del rechazo a dos modelos antropológicos específicos: el modelo naturalista de Giordano
Bruno y el modelo neo-pagano de Nicolás Maquiavelo. Estos
modelos fueron rechazados porque rompen con la antropología, la física y la política medieval. Por un lado, la física de
Bruno representó una ruptura con la cosmología cerrada del
mundo natural al justificar teológicamente la infinitud del
universo. Para este filósofo natural, la antropología medieval
es deficiente porque no tiene una concepción matemática de
infinito, la cual implica que el análisis del macrocosmos conduce necesariamente al estudio del microcosmos. Este modelo
asume que el ser humano es un reflejo analógico del universo y
la medida de todas las cosas, ya que en este ente diminuto conviven las posibilidades del macrocosmos. Por consiguiente, el
modelo barroco criticó el “privilegio ontológico” representado
en el concepto de naturaleza bruniano debido a que operó como
una religión de la naturaleza en la que es posible una conciliación
entre el microcosmos y el macrocosmos. La antropología de
Bruno es una divinización al ser humano tal y como lo concibió
el mundo renacentista.5 Por otro lado, el modelo antropológico
5. Con la obra de Bruno se regresó a un viejo paradigma antropológico:
el Homo Mesura. Para Giordano Bruno, como para Protágoras en el siglo V
a.C. o Nicolás de Cusa en el XV d.C., el hombre constituye la “medida de
todas las cosas” porque del análisis del hombre (microcosmos) se comprende mejor el universo (macrocosmos). Esta definición antropológica implicó
colocar al ser humano como centro de la creación determinándolo como un
ente creador similar a como opera Dios con sus criaturas. De tal manera, que
el planteamiento de Bruno no solo fue considerado como herético y perjudicial para la dogmática católica, sino que representó una llamada de atención
59
La república de la melancolía
II. La genealogía del sujeto
maquiaveliano fue duramente criticado porque violentaba los
principios de la política cristiana. Para el filósofo civil —como
más tarde para Saavedra Fajardo o Baltasar Gracián—, el ser
humano se comporta de una manera egoísta, peligrosa y voluble. La animalidad humana es recluida en una concepción
pesimista que demanda una autoridad que pueda corregirla.
En el capítulo XVII de El Príncipe, Maquiavelo determinó:
esta hibridación que el modelo antropológico hispano es fundamentalmente anti-maquiavélico y anti-humanista.
En general se puede decir de los hombres lo siguiente:
son ingratos, volubles, simulan lo que no son y disimulan lo que son, huyen del peligro, están ávidos de
ganancia, y mientras les haces favores son todos tuyos, te ofrecen la sangre, los bienes, la vida, los hijos
cuando la necesidad está lejos; pero cuando se te viene
encima vuelve la cara (Il Principe, 1532: XVII).
En consecuencia, el modelo antropológico hispánico operó
como un contra-discurso y como una estrategia para evitar los
efectos no deseados del humanismo cívico florentino. La génesis de esta antropología reside en la resistencia a las formas
modernas del humanismo pagano, pero su fuerza conceptual
radica en su hibridez discursiva. Lo que combate del discurso
de Maquiavelo no es la imagen perversa e interesada del ser
humano, sino una de las implicaciones de esta concepción: la
autonomía de lo político. En cambio, para oponerse a la infinitud del universo propuesta por Bruno acentúa el carácter finito
del ser humano. Si con el modelo de Bruno el ser humano es
un demiurgo y con Maquiavelo un ente más parecido a una
bestia, los barrocos entienden al ser humano como una síntesis
exclusiva entre lo divino y lo animal, como un ángel caído que
se comporta de manera intempestiva aunque reflexiva. Es por
sobre el avance del neo-platonismo en la nueva concepción del mundo. En
uno de sus textos sobre Bruno, Frances Yates señaló que “Giordano Bruno
había esperado que incluso su versión extremosa de la filosofía ocultista
podría combinarse con una versión ostensiblemente católica de la Reforma,
solo para verse decepcionado de una manera aún más fatal en Roma […]
La muerte de Bruno en la hoguera era un símbolo de la reacción contra las
audaces aventuras espirituales del Renacimiento” (Yates, 1996: 379).
60
Cabe advertir que la intersección o quiasmo producido
por ambos discursos devino en una norma antropológica problematizante porque para poder combatir tales discursos los
intelectuales hispanos articularon su modelo en una forma de
“síntesis analógica” en la que, por un lado, se destacó el aspecto natural del discurso político y, por el otro, se subrayó el lado
político del discurso antropológico. Políticamente, los modelos antropológicos vivieron la tensión —no síntesis— entre la
forma organicista y la forma mecanicista para comprender al
Estado. Asimismo, la naturalización de la política condujo a
una tensión entre la providencia divina y el libre curso de las
naciones: la opción normativa entre lo natural y la arbitrariedad de lo artificial. Esta situación analógica es lo que permitió
comprender el orden político moderno como un efecto del
debate antropológico y, por extensión, como la promoción de
una ciencia del hombre iuxta propia principia. No es extraño, entonces, que en el siglo XVII la filosofía natural devenga en una
ciencia natural regulada a través de leyes y principios universales como en los principia natura de Newton, o que la teoría política transite del espejo de príncipes al arte de gobernar basada en
máximas que regulen la acción política como los principios de
la ratio status. Con esta nueva forma de aprehender el mundo
civil y el mundo natural es posible la construcción del modelo
antropológico barroco.6
6. Incluso, gracias a esta disputa antropológica, se fundamentó parcialmente el contractualismo moderno —Althusius, Locke, Hobbes, Rousseau
y Kant. Por esta razón, rechazo las interpretaciones que asumen a Hobbes
como el principal fundador de la filosofía política moderna. Si bien con el
Leviatán (1651) se inaugura la forma “mecanicista” de articular el discurso
filosófico-político y ocurre el tránsito de la monarquía como la forma más
natural del Estado hacia la idea de monarquía como el Estado artificial más
perfecto, ello no implica que el contenido de los planteamientos del filósofo
inglés no respondan a las exigencias de la tradición barroca. Probablemente,
Hobbes sea el último de los barrocos o el primero de los teólogos políticos
modernos. Respecto de los usos hermenéuticos de Hobbes, Leo Strauss
escribió: “Hobbes se me apareció como el creador de la filosofía política
moderna. Esto era un error: no Hobbes, sino Maquiavelo, merece este honor
61
La república de la melancolía
II. La genealogía del sujeto
Por una parte, el modelo antropológico barroco descansa
en una imagen pesimista del ser humano producto de la crisis
social y económica del siglo XVII. Esta imagen pesimista es lo
que permite defender a la filosofía política barroca como una
teoría política genuina y, al mismo tiempo, entender al sujeto
barroco como un sujeto que encierra en su núcleo múltiples
contradicciones. Las prácticas y los discursos de la sociedad
barroca no producen un sujeto homogéneo claramente determinable, antes bien muestran cómo en el mismo ser humano
pueden convivir los más disímiles y contradictorios valores.
El problema de la composición de la subjetividad barroca debe
situarse, entonces, en el marco de la constitución de múltiples
conflictos en una misma conciencia intencional. Rosario Villari
argumentó que “el aspecto peculiar de la conflictividad barroca no está tanto, en efecto, en la oposición entre los diversos
sujetos cuanto en la presencia de actitudes aparentemente incompatibles o evidentemente contradictorias en el seno de un
mismo sujeto” (Villari, 1984: 13). Por ello, gracias a este carácter
conflictivo de la subjetividad barroca, es posible identificar pesimismo antropológico con conciencia de crisis y prácticas de
decadencia cultural. Si para la sociedad europea del siglo XVII,
el pesimismo sobre el mundo y el ser humano es la actitud
mental más difundida, la sociedad hispana no es la excepción.
A diferencia de otras latitudes, el sujeto hispano asume el pesimismo antropológico de manera natural; busca compensarlo
por medio de la religión popular, la educación cortesana y la
habilidad técnica para salir avante en los laberintos de la pragmática social. De este modo, el sujeto barroco no reconoce una
actitud pesimista de manera pasiva ni una especie de nihilismo
del ocaso; por el contrario, saca provecho de la contradicción
constante que viven sus congéneres: vive con precaución y
siempre al acecho. Esta característica del comportamiento barroco fue conceptualizada en el lenguaje de la época como un
saber vivir con cautela, el cual produce una subjetividad entrenada en el ingenio como condición de la acción política.
[…] No consideré la posibilidad de que Maquiavelo aún practicase un tipo
de reserva que Hobbes no se dignaba a practicar: que la diferencia en el
grado en que son audibles las pretensiones de originalidad de Maquiavelo
y Hobbes no se daba en una diferencia en el grado de claridad, sino en el
grado de franqueza” (Strauss, 2006: 19-20).
62
Por otra parte, el sujeto barroco es un sujeto en lucha permanente. Los movimientos de oposición política, las revueltas
populares y las guerras de religión generaron una disposición
casi natural a la guerra y el conflicto político. Sin embargo, la
principal lucha con la que se encuentra el sujeto barroco es consigo mismo, con sus pasiones, deseos e intereses. Es debido a
este carácter bélico y de lucha constante consigo mismo y con
el mundo, que el sujeto barroco se asumió como un drama prolongado, como un ser agónico tal y como lo revelan las tragedias
de Shakespeare, Racine y Calderón. Los escritores de la época,
por ejemplo, tradujeron dramáticamente esta disposición vital.
Francisco de Quevedo sentenció lapidariamente “La vida del
hombre es guerra consigo mismo” y, en el mismo tenor, otro
contemporáneo dictaminó: “Síguese no ser otra cosa nuestra
vida que una continua y perpetua guerra, sin género de tregua
o paz” (Suárez de Figueroa, El Pasajero: 360).
La segunda guerra del sujeto barroco es con sus congéneres.
El sujeto barroco asumió que las relaciones con los prójimos
son básicamente relaciones conflictivas e interesadas, relaciones de pugna perenne. No es extraño, entonces, que la sociedad
hispana del XVII recupere el aforismo de Plauto, que sintetiza
cabalmente el clima social de la época: homo homini lupus. Este
principio antropológico, tan común en el Barroco y tan cercano
a la argumentación de Hobbes, muestra cómo el sujeto barroco
atribuye al ser humano propiedades malignas, corruptibles y
egoístas que lo obligan a desconfiar de sus semejantes.7 La utilidad de esta imagen negativa del ser humano sirvió a los escritores barrocos para dar continuidad al proyecto antropológico
7. La Historiografía moderna no dudó en atribuir la consigna a Hobbes;
sin embargo, en el mismo año de la publicación del Leviatán (1651), Baltasar
Gracián escribía en la primer parte de El Críticón algo muy similar: “Entre
los hombres, cada uno es lobo del otro” (El Criticón, I-148). El tópico fue tan
popular, que se puede afirmar que la mayoría de los escritores políticos de
la época lo emplearon para fundamentar sus prescripciones normativas o
bien, como un dato empírico que sirvió para desacreditar prácticas políticas
concretas.
63
La república de la melancolía
II. La genealogía del sujeto
de la contrarreforma y justificar la necesidad de instaurar un
modelo político fuerte que frene y limite la peligrosidad humana.8 En la empresa XLII, Saavedra Fajardo elogió “se arman de
artes unos contra otros y viven todos en perpetuas desconfianzas y recelos” (Diego Saavedra Fajardo, Empresas políticas, 1640:
518). Así, la estrategia barroca para modelar la antropología
humana es de sobra conocida: construir instituciones políticas
fuertes que adopten la forma de un Leviatán para que se pueda
delegar a un tercero el uso legítimo de la violencia.
española se encargó de promover una concepción negativa
del ser humano para emplearlo como un instrumenti regnii. La
finalidad consistió en legitimar formas de coacción punitiva y
construir marcos de la relación mando-obediencia para instituir una nueva forma de autoridad política. El Estado barroco
construyó una serie de tecnologías de poder con el propósito
de excitar las pasiones e intereses de la población de modo que
el ethos social justificase la estructura de poder monárquico. Sin
estas tecnologías de poder, la Corona no hubiese podido inseminar en la población su dispositivo simbólico de autoridad.10
El Estado barroco no es exclusivamente un Leviatán hobbesiano basado en un pacto de sujeción o un Estado total que frene la peligrosidad humana con base en un sistema de premios
y castigos. El estado barroco diseña dispositivos simbólicos de
autocontención para que se pueda potenciar políticamente una
pedagogía del miedo capaz de mostrar el aspecto correctivo
de la brutalidad. Esta pedagogía del miedo es un resultado de
la aplicación de los principios políticos de la Contrarreforma
y, por ello, requiere de instrumentos simbólicos que condicionen la “salvación de las almas” por medio de una economía de
la violencia. En el Ancien Régime, la valoración del castigo y la
tortura no se efectúa mediante criterios morales ni con la medición de los grados de crueldad o corrección del criminal; por el
contrario, el castigo se evalúa por la efectividad para conservar
el orden social y la unidad del cuerpo político. La tortura, el
suplicio y en general las manifestaciones de la crueldad, son
expresiones barrocas de un espectáculo público denominado
justicia.9 Por lo tanto, el aparato político-judicial de la Corona
8. Como se expuso líneas atrás, el modelo antropológico con el cual se fundamenta la filosofía política barroca es un modelo teológico-político y, como
tal, en él se asume al ser humano como un ser que tiende progresivamente
hacia el mal. La filosofía política barroca se fundamenta en un radical pesimismo antropológico y, en consecuencia, la actividad política se torna en
una actividad positiva, necesaria y fundamental para regular y controlar la
pecaminosidad y peligrosidad humana.
9. Foucault detectó acertadamente la dimensión estética del castigo y comenta:
“por parte de la justicia que lo impone, el suplicio debe ser resonante, y debe ser
comprobado por todos, en cierto modo como su triunfo. El mismo exceso de
las violencias infligidas es uno de los elementos de su gloria: el hecho de que el
64
Una de las tecnologías de poder más sobresalientes del periodo fue el arte político y la religiosidad popular, ya que estableció las condiciones suficientes para el surgimiento de una
estética de la crueldad. Las manifestaciones culturales del XVII,
así como las prácticas populares y cortesanas de la sociedad
hispana, no son más que el reflejo de este interés por destacar
el aspecto estético y político de la crueldad. Los espectáculos
de crueldad y las expresiones de lo macabro fueron uno de los
recursos lúdicos que empleó la cultura popular para resistir al
poder político y, paradójicamente, el elemento constante para
fundamentar la pedagogía del miedo. Los usos políticos del
miedo, por consiguiente, son los insumos que cohesionan socialmente la política barroca. El miedo —como brillantemente
estableció Hobbes— no solo es la pasión que impulsa el instinto de autoconservación, sino que constituye la pasión política
fundamental. El miedo es la pasión que permite la sujeción de
la población a una autoridad porque evita la guerra de todos
contra todos.
culpable gima y grite bajo los golpes, no es un accidente vergonzoso, es el ceremonial mismo de la justicia manifestándose en su fuerza” (Foucault, 2005: 40).
10. El dispositivo simbólico al que me refiero fue capaz de conjugar legitimidad política y autoridad religiosa debido al empleo de recursos simbólicos
como la pintura, la escultura, el teatro y las fiestas populares como el carnaval. Tómese en cuenta, por ejemplo, el impacto ideológico que tuvo la
pintura en la España del Siglo de Oro, en particular el contenido doctrinario
y el efecto simbólico de algunas obras como La religión socorrida por España
(1575) de Tiziano, el retablo El transparente (1671) de la Catedral de Toledo o
el siempre enigmático Triunfo de la Verdad (1621) de Rubens.
65
La república de la melancolía
II. La genealogía del sujeto
Nada sino el miedo puede justificar el arrebato de la
vida de lo otro. Y puesto que el miedo no puede hacerse manifiesto sino por una acción deshonrosa que
declara la conciencia de la propia debilidad, todos los
hombres en los cuales ha predominado la pasión de
la valentía o la magnanimidad se han abstenido de la
crueldad (ThomasHobbes, De Cive, 1640: 5-2).
lo anterior está representado en el Discurso sobre la confianza
pronunciado por Galileo de Castro en 1593. Este discurso antihumanista, en lugar de pronunciarse en favor de las virtudes
de la naturaleza humana y mostrar la utilidad pública de la
confianza en los semejantes, se torna en un documento de denuncia escéptica y crítica moral. La tesis de Galileo de Castro es
que la confianza ha traído únicamente consecuencias malignas
al mundo. En primer lugar, el autor analiza cómo la confianza
en los semejantes no solo es perjudicial para el individuo, sino
también para la comunidad política. En segundo lugar, Galileo
de Castro establece los grados de perjuicio que trae consigo
la confianza en un individuo. Por último, este planteamiento,
poco optimista y de tendencia nihilista, trató de persuadir lo
que un cronista como Barrionuevo denunció como lo propio
de la época: una sociedad donde sus involucrados viven constantemente en el engaño, engaño que deviene gracias a la falta
de capacidad que tienen los sujetos de establecer lazos comunitarios sin suponer los beneficios que ofrece la dinámica social. En sus Avisos, Barrionuevo anotó “en todas partes está la
malicia en su punto y todos tratan de engañarse unos a otros”
(Jerónimo de Barrionuevo, Avisos, 1654: I-38).
En este sentido, el miedo, lo macabro y la crueldad humana
no son atributos antropológicos, sino recursos de persuasión
política. La sociedad barroca fortaleció la pedagogía del miedo por medio de manifestaciones artísticas y religiosas, pero
el aparato de la corona logró que el miedo fuese un elemento
nuclear de la lógica simbólica del poder. Esta representación
artística del poder político permite inferir una máxima: poder
político sin representación simbólica no produce efectividad
histórica. Bajo estas consideraciones, resulta históricamente
comprensible porqué la crueldad forma parte de los principios
que constituyen lo público: la crueldad es un apoyo empírico
de que los seres humanos no se comportan como “ciudadanos
racionales del mundo” y, por tanto, que la violencia es parte
determinante de la naturaleza humana, la cual es menester
controlar, dirigir pero nunca suprimir.
Por último, la antropología barroca tiene su razón última
en una comprensión específica del mal. Los escritores del
Barroco comprenden que el mal no es algo que proviene de
fuera, sino del interior de quien lo denuncia. “Esos sentimientos de violencia y agresividad, tan característicos del mundo
barroco, es algo que deriva de una raíz que está debajo: una
naturaleza de mala condición que obliga a protegerse de ella
misma” (Maravall, 1975: 332). Sin embargo, el pensamiento político hispano destacó por la solución que ofreció al problema
del mal: si la raíz del mal proviene del interior, la limitación
proviene del exterior. Frente a la inmanencia de la malignidad
humana únicamente la trascendencia divina puede corregir o
transformar esta naturaleza desviada.11 Un ejemplo que ilustra
11. El problema del mal es un problema que preocupó mucho a los filósofos del siglo XVII, baste pensar en la teodicea de Leibniz, el mal físico en
66
Con los anteriores ejemplos no intento probar que el sujeto
barroco se concibió a sí mismo como un ente diminuto y solitario frente a la infinitud del universo. El sujeto barroco es simple
y llanamente un sujeto que busca a toda costa su propia conservación. Por esta razón, el principio conservativo que acompaña la
estructura argumentativa de la razón de Estado tiene su origen
en esta premisa antropológica: la búsqueda de conservación de
la vida. La antropología es tan importante para los escritores
políticos del XVII que puede afirmarse que todo el plexo de
relaciones teóricas de la filosofía política de la razón de Estado
Malebranche o el cartesiano “genio maligno”. Sin embargo, la constante en
todos estos filósofos es la necesidad de narrar el mal para mostrar su textura
humana. Al respecto, María Pía Lara argumentó sobre el papel que juegan
las narrativas en la constitución de las concepciones acerca del mal. Para la
autora, el mal se objetiva a partir de las narraciones en las que está inserto y,
por esta razón, sufre transformaciones históricas. Lara Zavala (2007).
67
La república de la melancolía
II. La genealogía del sujeto
tiene, en su núcleo argumental, la fundamentación antropológica del paradigma conservativo.
es fácil advertir porqué el barroco es, simultáneamente, el siglo
de oro del ingenio y la melancolía.12
En suma, atribuir al sujeto barroco la propiedad de ser un
ente en constante guerra consigo mismo y con sus semejantes
no es más que una forma de traducir analógicamente lo que
ocurría a escala estatal e internacional. Si la guerra constituye parte de la “normalidad política” e, incluso, el espacio en
donde encontrar prestigio social, se sigue que la guerra es el
instrumento idóneo para la conservación del individuo, así
como parte constitutiva de la identidad social.
Desde la Antigüedad clásica, la reflexión acerca de la melancolía preocupó a médicos, filósofos, teólogos y demás
enterados; sin embargo, a partir del siglo XVII, el tema de la
atrabilis pasó de ser un problema de textura médica para constituirse en un tópico de interés más amplio. Un dato relevante
que confirma lo anterior es que en este momento los textos
sobre la melancolía dejaron de escribirse en latín —exigencia
de la escritura médica medieval— para redactarse en lengua
vernácula. Algunos textos como el Traité de l`essence et guérison
de l`Amour ou mélancolie érotique (1610) de Jacques Ferrand, el
The Anatomy of Melancholy (1621) de Robert Burton o las emblemáticas representaciones de Albrecht Dürer –Melencholia
(1514) y Cessare Ripa Melancholicus (1603) son muestra de la
popularidad que adquirió el tema durante el Barroco. La sociedad hispana no fue la excepción a esta gran difusión del
tema e, incluso, es el lugar donde la melancolía no se asumió
como un tema marginal sino como el núcleo que encierra toda
manifestación cultural.13 Para la formulación hispánica de la
melancolía destacan dos textos: el Examen de ingenios para las
Ciencias (1575) de Huarte de San Juan y el Libro de la Melancolía
(1585) del médico Andaluz, Andrés Velásquez.
Estrategias de melancolía e ingenio
En esta sección explico por qué la melancolía y el ingenio constituyen la disposición vital más relevante para la subjetividad
barroca. La estrategia de argumentación consiste en diseccionar en dos niveles la constitución de esta subjetividad en relación con su modo de captar y sentir el mundo: la historia de las
emociones barrocas. Esta distinción analítica permite comprender cómo operó la mentalidad del siglo XVII. El primer modo
de acercamiento a la realidad es mediante un aparato conceptual que tiene como propósito la representación del mundo. El
segundo nivel está relacionado directamente con los deseos e
intereses que el agente considera relevantes: representación y
deseo. En este caso, el sujeto barroco capta la realidad mediante una facultad práctica que los filósofos del siglo XVI denominaron ingenio, facultad que determina el objeto de representación junto con el objeto de deseo. Sin embargo, debido a que
el objeto representado no siempre corresponde con el objeto
de deseo, y que la fantasía postula lo que el ingenio no puede
alcanzar, se produce una actitud valorativa frente al acontecer
del mundo: la melancolía. Estas dos actitudes intencionales —
ingenio y melancolía— se intensificaron a lo largo de este siglo
para representar un tipo de subjetividad escindida, por lo cual
A diferencia del spleen inglés o la tristesse francófona, la
melancholía hispana no es exclusivamente una enfermedad del
alma, sino una condición existencial. La postulación ontológica de una identidad imperial. En la España de la modernidad
temprana, el discurso médico fue adoptado con cierta cautela
dada las fuentes árabes, judías y gentiles de las que proviene.
En España, el conocimiento médico que no estuviese en con12. Cfr. Ernesto Grassi (2003); Emilio Hidalgo-Serna (2002); Roger Bartra
(1998); José Antonio Marina (1992).
13. En su estudio Las enfermedades del alma en la España del siglo de Oro, Roger
Bartra sugirió que “fue el largo siglo de oro español uno de los procesos culturales que más contribuyó a consolidar en Occidente el humor negro como una
de las fuerzas motrices de la sociedad y de la política” (Bartra, 2004:14), pero en
su análisis no se detiene en precisar los momentos políticos de la melancolía.
68
69
La república de la melancolía
II. La genealogía del sujeto
sonancia con la tradición galénica e hipocrática se consideraba
digno de sospecha y heterodoxia.14 Es por ello que, como probó
Marcel Bataillon, el problema de la melancolía —en su primera
recepción hispánica— se consideró como parte sustantiva de
la cuestión judía.15 Por consiguiente, la melancolía se entendió como una enfermedad que únicamente ataca a conversos
y migrantes, o a los que acusan alguna sensación de pérdida
como en El paraíso perdido de Milton. Posteriormente, el tema
de la bilis negra formó parte de las clases cultas y, solo tiempo después, adquirió una relevancia popular históricamente
significativa. La melancolía fue un tópico médico que pronto
adquirió una dimensión social y, por extensión, política. Lo
permanente de este tema es que, desde el planteamiento aristotélico inicial y la mediación árabe, la melancolía se asoció al
tema de la genialidad, la mística y la experiencia religiosa.
melancólicos tienden naturalmente a ser sujetos excepcionales.
Aristóteles inauguró la discusión del problema al preguntarse:
La primera formulación discursiva del tema de la melancolía estuvo asociada con prácticas artísticas y filosóficas. En el
Problema XXX atribuido a Aristóteles, se establece un lazo conceptual entre genialidad y melancolía, según el cual los sujetos
14. Si durante la Edad Media y parte del Renacimiento, la filosofía
aristotélica fue el fundamento de la filosofía política y Galeno de la teoría
médica —como núcleos discursivos de la escolástica tardía—, en el Barroco
se abandonó la autoridad de tales pensadores griegos para abrir paso a
nuevas formas de legitimación epistemológica. Médicamente, el concepto
que sirvió como instrumento mediador entre la tradición clásica y la
disolución del humanismo cristiano fue el concepto de melancolía. Los médicos españoles buscaron recuperar la pureza de los textos clásicos sin la
mediación árabe, y por esta des-arabización de las fuentes médicas, tales
médicos criticaron y asumieron las enseñanzas árabes en un comportamiento barroco de ocultamiento.
15. Durante el siglo XV y XVI se desarrolló la idea de que, para la comunidad judía, la nostalgia y la espera del mesías produce un efecto melancólico
capaz de determinar su comportamiento colectivo. Cfr. Bataillon (1952). Sin
embargo, como pudo apreciarlo Américo Castro, la melancolía judía fue un
elemento definitivo para la configuración de la individualidad en un sentido
moderno: “la persecución del hispano-judío no hubiera determinado por
sí sola la literatura evasiva y anhelante de los conversos…La literatura y
filosofía acentuaban el valor de la propia e individual intimidad, un valor
ignorado por la abstracta literatura ascética” (Castro, 1952: 161).
70
¿Porqué razón todos los seres humanos que han sido
excepcionales en la filosofía, en la ciencia del Estado,
la poesía o las artes son manifiestamente melancólicos,
a tal punto que algunos se ven afectados por los males
que provoca la bilis negra, como se cuenta de Hércules
en los relatos que se refieren a los héroes? (Aristóteles,
Problema XXX, I).
El texto de Aristóteles es entendido por la tradición médica y
filosófica como el discurso fundacional de la melancolía, ya
que no solo fue uno de los textos más influyentes a lo largo de
la historia de la civilización europea, sino uno de los que más
interpretaciones y aplicaciones ha tenido. En la Edad Media,
por ejemplo, el tema de la genialidad y la excepcionalidad del
melancólico fue un pretexto recurrente para elucidar la experiencia religiosa. Los intérpretes árabes, cristianos y judíos
emplearon el Problema XXX para justificar las prácticas religiosas e instrumentar los principios de cada doctrina moral. Juan
Casiano, uno de los fundadores de la vida monacal cristiana —
conocido por delimitar el listado de pecados capitales junto con
Evagrio— asoció el humor melancólico con el espíritu de acedia
que invade a los monjes en el desierto.16 La ascesis y el desierto
como metáfora del espíritu melancólico. Hildegard von Bingen
encuadró el problema de la melancolía en una cuestión de género, puesto que en su Causae et curae (1158) señaló que existen
dos tipos de melancolía, según el género. La primera lo constituye la melancolía masculina y su posesión implica la disolución
de las pasiones y la perdida del apetito sexual. Por el contrario,
el segundo tipo de melancolía, la melancolía femenina, afecta
exclusivamente a las mujeres: la produce una disminución de
las funciones sexuales, pero exalta las facultades cognitivas.17
16. Cfr. John Cassian, Of the spirit of Accidie. The foundations of the Cenobitic
Life and the Eight Capital Sins en Radden (2000).
17. Cfr. (Hidelgard von Bingen, Causae et curae, 1158).
71
La república de la melancolía
II. La genealogía del sujeto
En el Renacimiento, el tema vuelve a discutirse para distinguir entre bilis negra y cuestión corpórea, o melancolía y enfermedad del alma. Es por esta renovación conceptual, que en
la modernidad temprana —especialmente en Italia, España y
Portugal— la melancolía se tornó en el eje de la cultura y en el
Sttimung más difundido de una época. La melancolía abandonó el aire erótico y sexual que se le atribuyó en la Edad Media
para formar parte de una estrategia discursiva para comprender el mundo: una forma de captar el sentido contingente de
las acciones humanas. En Florencia, Marsilio Ficino volvió a la
tradición médica y se encargó de replantear el tema al caracterizar la constitución melancólica del artista. Para cumplir con
esta idea establece la distinción entre melancolía natural y melancolía adusta para recuperar la idea aristotélica de que existe una
conexión entre genio y melancolía. En De vita libri tres (1489),
Ficino argumentó:
humores y su tipología de los ingenios tienen como horizonte
de comprensión la tradición humoral galénica, ello no implica
que su obra no tenga rasgos de originalidad. Al igual que la
escolástica del Salamanca, la originalidad filosófica reside en
el comentario al texto canónico. En su obra, Huarte propone
la divulgación y sistematización exhaustiva de la tradición
medica clásica. La intención no es rechazar abiertamente las
tesis de Galeno, sino ajustar y elucidar los principios médicos
clásicos a los problemas del tiempo histórico: Huarte no es un
escolástico ni un exegeta de las obras médicas clásicas, por el
contrario, rechaza la lectura literal de los textos canónicos para
apostar por una lectura alegórica. La primera resignificación
que realiza Huarte al sistema galénico es reducir a tres los temperamentos y descarta el clima frío como una variante capaz de
determinar la personalidad. Según el médico de Alcalá, la existencia de tres tipos de temperamentos —colérico, flemático y
melancólico— corresponde unívocamente con los tres tipos de
humores que defiende la tradición aristotélico-galénica. Para
el lector poco atento, Huarte no es más que un comentador del
Problema XXX, pero en una lectura más cuidadosa, se aprecia
cómo el planteamiento muestra el tema de la creatividad y el
ingenio como una parte constitutiva del ser humano. De manera que, para evitar la censura, Huarte empleó la teoría médica
clásica y reformuló el orden jerárquico de la teoría humoral;
pero a diferencia de Aristóteles, no concibe la habilidad y el ingenio como parte exclusiva de un solo temperamento. Prueba
con astucia argumental que la intervención de las facultades
racionales del alma humana inciden en la constitución de habilidades creativas. El ingenio y la creatividad son así características universales, ya que no son propiedad exclusiva del
temperamento melancólico. Por lo tanto, Huarte concluye que
debido a su constitución fisiológica y ontológica, el ser humano
es el ser del ingenio dispuesto a anteponer la imaginación como
principal fuente creadora.
Nosotros hemos de mostrar cómo los favores de las
musas que atañen a los melancólicos o vienen desde un
comienzo o son hechas por el estudio, señalando cómo
la primera causa de ello es celestial, la segunda natural, y la tercera humana. Esto lo confirma Aristóteles
en su libro de Problemas, diciendo que todos aquellos
quienes han sido favorecidos en sus facultades se debe
a que han sido melancólicos. En esto él ha confirmado que la noción platónica expresada en su libro De
Scientia, que la mayoría de la gente inteligente es más
proclive a la excitabilidad y la locura, es cierta (Marsilio
Ficino, De vita libri tres: 91).
No obstante, el discurso hispano se encargó de criticar los presupuestos platónicos de la teoría ficiniana de la melancolía y,
por extensión, diluyó los fundamentos del discurso humanista
acerca del humor negro. Al respecto, quizá el texto hispánico
que mayor influencia tuvo en la Europa moderna fue el Examen
de Ingenios (1575) de Huarte de San Juan, texto discutido en las
cortes europeas y espacios de discusión crítica. En su primera
recepción, la obra de Huarte se consideró un texto más acerca de la ortodoxia católica y la teoría humoral. Lo que no se
notó en primera instancia es que a pesar de que la teoría de los
72
De manera que no hay en el hombre más que tres
diferencias de ingenio, porque no hay más de tres calidades de donde pueden nacer. Pero debajo de estas
tres diferencias universales se contienen otras muchas
73
La república de la melancolía
II. La genealogía del sujeto
particulares por razón de los grados de intensión que
puede tener el calor, la humedad y la sequedad […]
Cuántas diferencias nazcan de ingenio por la razón de
la intensión de cada una de estas tres cualidades no
se puede decir hasta que contemos todas las obras y
acciones del entendimiento, de la imaginativa y de la
memoria (Huarte de San Juan, Examen de Ingenios, 1575:
V, 106-107).
vidad, pero no descarta que los humores fundamenten otros
fenómenos psíquicos. La estrategia huartiana consiste en una
inversión explicativa: los humores no son causa, sino efecto del
temperamento melancólico. Así, la melancolía es una pasión
caliente que explica la asociación entre imaginación y carácter:
En consecuencia, si la genialidad no es parte exclusiva del temperamento melancólico, la dimensión creativa del ser humano se expande. Por un lado, Huarte duda elusivamente de la
conclusión del Problema XXX porque considera inconsecuente
que un humor nocivo como la melancolía pueda producir altos
grados de creatividad. Huarte fundamenta esta crítica en un
distanciamiento del lenguaje neo-platónico y recurre a la autoridad de Galeno para demeritar la autoridad de Aristóteles; sin
embargo, Huarte comenta que incluso si se aceptan las premisas del problema XXX, la conclusión no está justificada ya que
una de las premisas es falsa: el humor melancólico es contrario
a la creatividad. La genialidad no es asunto de atrabilis. Por
otro lado, Huarte replica la posición de Galeno y contesta que
no se puede reducir la creatividad a una cuestión del genio
colérico. La conclusión de Huarte es que ambos se equivocan:
Aristóteles por relacionar ingenio y melancolía, Galeno por
vincular ingenio y cólera. Por lo tanto, si la genialidad no es
cuestión ni de humor melancólico ni de temperamento colérico, se sigue que la genialidad del artista no es una cuestión
humoral.18
Como afirmé anteriormente, Huarte descartó el frío como
una cualidad que determina el ingenio. Esto se debe a que
Huarte rechaza que la tradición humoral explique la creati18. Cabe señalar que Huarte de San Juan no es un crítico radical de la tradición humoral clásica; por el contrario, establece una re-significación del
problema de la melancolía y la genialidad bajo las premisas de la tradición
médica griega. Lo que acepta de esta tradición son las explicaciones de las
facultades humanas como producto de la teoría de los humores; lo que rechaza es que un solo tipo de humor como la melancolía determine algunas
capacidades cognoscitivas como el ingenio.
74
[Los melancólicos] son de muy buena conversación y
afables, pero lujuriosos, soberbios, altivos, renegadores, astutos, doblados, injuriosos, y amigos de hacer
mal y vengativos. Esto se entiende cuando la melancolía se enciende; pero si se enfría, luego nacen en ellos
las virtudes contrarias: castidad, humildad, temor y
reverencia de Dios, caridad, misericordia y gran reconocimiento de sus pecados con suspiros y lágrimas.
Por la cual razón viven en una perpetua lucha y contienda, sin tener quietud y sosiego: unas vence en ellos
el vicio y otras la virtud. Pero, con todas estas faltas
son los más ingeniosos y hábiles para el ministerio de la
predicación para cuantas cosas de prudencia hay en el
mundo, porque tienen entendimiento para alcanzar la
verdad y grande imaginativa para saberla persuadir
(Examen de Ingenios, VIII: 460).
Por último, si para la tradición aristotélica la melancolía es
resultado de una extraña combustión entre frío y calor, para
el médico español la melancolía es un efecto del conflicto moral surgido entre la parte racional del alma y la parte irascible
de las actividades del entendimiento.19 De este modo, Huarte
recuperó parcialmente el legado de Ficino —asume que la melancolía es producida por una combustión de humores en la
que interviene el furor divino pero rechaza la posibilidad de
una conexión directa entre melancolía y genialidad. Huarte es
19. Como ejemplo histórico que confirma su hipótesis, Huarte establece la
conversión de Pablo de Tarso como producto de un conflicto moral labrado
en su interior, conflicto que se explica fisiológicamente por medio de una
transposición de humores cálidos a humores fríos. Señala Cristina Müller
“la caracterización psicológica y moral de San Pablo adquiere así un perfil
distinto: transgrede la regla común de la combinación entre cualidades primarias y facultades del alma, sintetizando la tendencia virtuosa y la viciosa
en el ámbito moral” (Müller, 2002: 68).
75
La república de la melancolía
II. La genealogía del sujeto
importante para el siglo XVII porque logra compatibilizar el
furor humanista con la misantropía barroca, el éxtasis melancólico con los goces del ingenio. En suma, el aporte de Examen
de ingenios es el rechazo a la conexión directa entre ingenio y
melancolía: el límite conceptual radica en su falta de precisión
semántica acerca de la melancolía, aunque precisa la noción de
ingenio.
el dolor se funde con el placer, una distención temporal en la
que los límites de la finitud gozan del instante de lo eterno.
Es por esta falsa conciencia de la experiencia melancólica que,
independientemente de la experiencia que representa el éxtasis
místico, esta última experiencia no debe confundirse con los
síntomas de la bilis negra.
Enfermedades del alma
Para la sociedad barroca, la relación entre melancolía y experiencia religiosa no es un problema menor. Tanto los místicos como los teólogos más ortodoxos consideran necesario
distinguir entre la experiencia religiosa genuina y cualquier
otra experiencia anímica como la melancolía. El riesgo de no
distinguir ambas experiencias radica en confundir el verdadero contacto con la divinidad con los engaños del demonio
simulado en la conciencia. Ningún místico puede padecer los
síntomas de la melancolía, pues la línea divisoria entre el delirium tremens ocasionado por la experiencia mística y el delirium
morbens en tanto efecto de la experiencia melancólica se torna borrosa. Teresa de Ávila alertó que el goce místico puede
expresarse únicamente mediante metáforas y, por ende, que
la acedía melancólica no constituye un camino adecuado para
conducir el alma humana al éxtasis místico. En Las moradas estipuló que, a diferencia del éxtasis místico, el humor negro “no
lleva camino ninguno; porque la melancolía no hace y fabrica
sus anteojos sino en la imaginación; estotro procede del alma
humana” (Teresa de Ávila, Las Moradas, 1577: 530). Por consiguiente, el discurso místico fue visto con sospecha debido a la
anticipación melancólica que insita en el que la padece.
El místico está limitado teológicamente para poseer los
síntomas físicos del humor negro, ya que puede ser diagnosticado con otras afecciones del alma humana como la tristitia,
la desidia o el tedium vitae, pero nunca estar bajo el influjo de la
demoníaca melancolía. La experiencia mística en tanto práctica
que transforma radicalmente la subjetividad tiene como condición de posibilidad la noche oscura del alma: un camino donde
76
San Juan de la Cruz advirtió que solo en la noche oscura
del alma puede “conocerse si es melancolía o otra imperfección
acerca del sentido o del espíritu” (San Juan de la Cruz, Subida
al monte Carmelo, 1591: VI). En cambio, Teresa de Ávila exigía
distinguir entre un estado de contemplación divino y un estado subjetivo de melancolía. La melancolía representa, más que
un recurso poético, una enfermedad del alma que es menester
curar ya que constituye el límite teológico y corporal de la experiencia mística. Este límite recuerda que la operación mística
consiste en asumir y, al mismo tiempo, rechazar el vértigo de la
existencia y la falta de sentido: solo quien mire a través de los
anteojos de la melancolía no encontrará en el mundo sentido
alguno. Paradójicamente, el místico se esfuerza por encontrar
el sentido del mundo por medio de la experiencia subjetiva del
absurdo o de la anulación del cuerpo. La biografía de Santa
Teresa, por ejemplo, es un caso de tránsito dramático entre la
experiencia melancólica del cuerpo a una vía erótica de conversión religiosa. El discurso místico no puede eludir el lenguaje
de la melancolía en su enunciación y el discurso de la melancolía no puede evitar la semántica del cuerpo. La melancolía es
así una corporalogía.20
En el Barroco, uno de los problemas con la melancolía radica en que existe un conflicto entre explicaciones teológicas y
20. Respecto de la literatura mística, Michel de Certeau escribió: “su literatura tiene, pues, todos los rasgos de aquello que combate y postula: es
la puesta en prueba, por el lenguaje, del paso ambiguo de presencia a la
ausencia; da testimonio de una lenta transformación de la escena religiosa en escena amorosa, o de una fe en una erótica […] Sin duda alguna sus
procedimientos son a veces contradictorios. Por eso los ‘verdaderos’ místicos son particularmente desconfiados y críticos ante todo lo que pasa por
‘presencia’. Defienden la inaccesibilidad con la cual se enfrentan”. (Michel de
Certeau, 2004: 15).
77
La república de la melancolía
II. La genealogía del sujeto
explicaciones médicas acerca de su origen y funcionamiento.
Quizá una de las explicaciones teológicas más representativas
acerca del origen de la bilis negra sean los Diálogos de Filosofía
natural y moral (1558) de Pedro de Mercado. En el sexto diálogo llamado “De la melancolía”, Pedro de Mercado analiza las
implicaciones de la bilis negra en voz de tres personajes. El primer personaje (Basilio) representa los conocimientos de la teología católica y las réplicas que” ofrece la tradición escolástica
al problema de la melancolía. El segundo personaje (Joanicio) es
un médico de tenencia arábiga que muestra cómo la bilis negra
puede tratarse como una cuestión humoral. Por último, el tercer personaje (Antonio) es un paciente: un portador del humor
negro sin saber la fuente de la cual procede la enfermedad. En
síntesis, la discusión gira en torno al problema de quién debe
definir y prescribir el tratamiento para la melancolía y, por
extensión, si la melancolía es un problema de origen físico o
si se trata de una desviación del alma. La respuesta de Pedro
de Mercado consiste en lo siguiente: por un lado, si la melancolía es una cuestión de conciencia o desviación del alma, el
teólogo tiene la respuesta; por el otro, si la melancolía es una
enfermedad corporal, el médico debe prescribir la cura. Ambos
establecen una definición del humor negro. El médico define la
melancolía como “una mudanza de la imaginación en su curso
natural a temor y tristeza, hecha por la tiniebla y oscuridad de
los espíritus claros en el cerebro” (Pedro de Mercado, Diálogos
de Filosofía natural y moral, 1558: 375); mientras el teólogo la
prescribe como una hazaña del demonio que impide a los afectados “el aprovechamiento del tiempo, como en persuadirles
del aborrecimiento de sí mismos, amonestándoles mil géneros
de desesperaciones, proponiéndoles medios para ejecutarlos,
sin dejarlos un solo momento” (Pedro de Mercado, Diálogos de
Filosofía natural y moral, 1558: 377). La conclusión de Pedro de
Mercado es que aunque no existe una explicación razonable
que permita asociar melancolía con posesión demoníaca, la
melancolía es necesariamente una enfermedad del alma y no un
problema corporal.
En el Libro de la melancolía (1581), Velásquez afirmó que su
intención es elucidar un tema “de tanta importancia para la
salud y el bien público” (Andrés Velásquez, Libro de la melancolía, 1585: 360) con lo que se muestra el aspecto político que
adquiere su planteamiento médico. La estrategia argumental es doble. Primero, aclara los malentendidos filosóficos
acerca del humor negro surgidos por transgredir el canon
galénico —errores como el de Huarte al inspirarse en fuentes
neo-platónicas. Segundo, distingue entre melancolía física y
posesión demoníaca. La pregunta fundamental que responde
Velásquez es si un ignorante puede comprender la alta cultura, específicamente justifica filosóficamente si un ignorante
impregnado de humor melancólico puede discurrir acerca de
los arcanos del cosmos o si es una acción maligna simulada
por Satán. Este problema está dirigido a resolver uno de los
núcleos discursivos del barroco: dirimir la disputa entre el
saber médico y el teológico traducida estamentalmente en la
separación entre cultura popular y élite intelectual. En este
sentido, la respuesta de Velásquez es el culmen de la reflexión
barroca acerca de la melancolía, ya que según la respuesta al
dilema —si la melancolía es un problema de origen intelectual o una enfermedad corporal— cambia sustantivamente la
forma de estipular el estatus ontológico del humor negro. Si
la melancolía es un humor que solo ataca a las figuras públicas, artistas y filósofos e, incluso, que puede padecer el más
rústico e iletrado de los campesinos. El quid de la cuestión es
responder si la melancolía es una enfermedad aristocrática y
excepcional y, por extensión, una enfermedad que el monarca
pueda padecer o si la melancolía es una enfermedad democrática capaz de traspasar cualquier estamento o condición
social. Sin importar la respuesta, el núcleo invisible es la configuración médica de la república de la melancolía.
En contraste con la visión teológica, una de las explicaciones médicas más sobresalientes fue la de Andrés Velásquez.
78
Respecto de este problema, previamente, la tipología de los
ingenios de Huarte permitió afirmar que un rústico es capaz
de hablar en lengua culta gracias al frenesí proporcionado por
el humor melancólico. Frente a esta teoría hegemónica, Andrés
Velásquez dedicó un capítulo a refutar las ideas del médico de
Alcalá para demostrar que un iletrado no es capaz de hablar en
79
La república de la melancolía
II. La genealogía del sujeto
lengua culta sin importar si está contagiado por la fiebre melancólica. La crítica de Velásquez a Huarte se sintetiza en tres
puntos. En primer lugar, el funcionamiento fisiológico del cerebro no curre tal y como lo postula Huarte. Velásquez reprocha
que a cada facultad del alma le asigne un lugar y una zona del
cerebro. Para Velásquez, las tres facultades del alma —la imaginativa, la racional y la memoria— son aplicaciones del entendimiento y no instrumentos cerebrales. Las facultades cerebrales
no se determinan topológicamente, sino funcionalmente. En
segundo lugar, las causas de la risa y su relación con el humor
melancólico no son directas. A diferencia de Huarte, quien
defiende que la causa de la risa es la imaginación, Velásquez
rechaza que la risa sea producto de alguna facultad anímica.
La razón es que la risa se expresa a través de un movimiento
muscular y la facultad imaginativa no es capaz de mover algún
músculo; por consiguiente, no existe la risa sin una disposición
corporal previa. Esta disposición corporal Velásquez la nombró fuerza vital, fuerza que se desarrolla mediante la combinación de dos tipos de energías: el gozo y la admiración. Cuando
se combinan ambas energías, el gozo —pasión del cerebro— y
la admiración —pasión del hipocondrio— producen una reacción psico-motriz en la que cuerpo y alma coinciden para
inyectar de espíritu los movimientos corpóreos. La risa es un
caso de interacción entre cerebro y corazón. En tercer lugar,
Velásquez desacredita la supuesta genialidad del sujeto melancólico. La melancolía no tiene relación directa con la genialidad
ni con cualidades excepcionales como predecir el futuro, hablar lenguas extrañas o discurrir filosóficamente. El argumento
es muy sencillo: dadas las propiedades físicas de la melancolía
resulta que su influjo impide el funcionamiento adecuado del
entendimiento. El humor negro daña directamente el cerebro
y, por lo tanto, las capacidades creativas se ven altamente reducidas. Con este argumento, Velásquez no solo demuestra la
inconsistencia de la tesis aristotélica, sino que justifica que los
casos excepcionales —el hecho de que un iletrado hable latín
culto— no son producto de alguna posesión demoníaca ni de
un influjo melancólico. La conclusión de El libro de la melancolía
es que un iletrado no puede discurrir filosóficamente debido a
que la melancolía no favorece el despliegue de este tipo de actividades intelectuales y, si no tiene un conocimiento previo de
la materia, difícilmente puede estar capacitado para entender
alguna problemática de índole filosófica. Velásquez convierte
el problema médico de la melancolía en un problema con un
contenido altamente político.
80
La respuesta política del Velásquez al problema de la melancolía está impulsada por una preferencia por el discurso
médico antes que el teológico. Si todas las almas —fisiológicamente hablando— se encuentran en igualdad de condiciones,
ninguna es más creativa que otra por simple instinto o naturaleza. El ejercicio constante de las facultades anímicas produce
mayor creatividad y genio. En consecuencia, la melancolía no
es un asunto exclusivo de la teología ni un privilegio de los
hombres de ingenio. Es más, si la melancolía no es asunto de
almas corrompidas o privilegios ontológicos, se sigue que se
trata de una cuestión que compete a todo ser humano: una determinación existencial.21 Lo indudable es que ya sea como precursor del ingenio (Huarte) o como un obstáculo para librar los
espinosos laberintos del alma humana (Velásquez), la estela de
la melancolía atraviesa la mayoría de las reflexiones filosóficas
y médicas del siglo XVII para convertirse en un problema ético
y político.
Enfermedades cortesanas
Probablemente, la formulación hispánica acerca de la melancolía sea la primera tematización política moderna que logra
establecer un vínculo directo entre la teoría de los humores y
el temperamento melancólico con el cuerpo político de una
república. En España, la teoría humoral clásica abandonó los
tratados de medicina y filosofía natural para ubicarse en la
literatura política, puesto que la sombra de la melancolía es
resultado del drama existencial que implica vivir con la idea
21. En Aprobación de ingenios y curación de hipocondríacos (1672), Thomas
Murillo y Velarde llegó a una conclusión similar: “Pruébase que ninguno
naturalmente sin haber estudiado latín, ni otras ciencias, las entienda y hable de ellas” citado en (Bartra, 2004: 71).
81
La república de la melancolía
II. La genealogía del sujeto
de la derrota política —la caída de la armada invencible o la
sintomatología de la decadencia imperial. Esta lectura política de la melancolía condujo a que algunos teóricos empleasen
metáforas médicas para ilustrar el declive del imperio español y, viceversa, utilizar conceptos políticos para rerefirse a
problemas médicos. El uso de estas metáforas ocasionó que
en España se reforzara una teoría organicista del Estado
en la que la finalidad sea, básicamente, la conservación del
cuerpo político. El conservar el cuerpo implica el control de las
enfermedades.
mulación y la disimulación, la mentira, el secreto y la tristeza
son asumidos como un peligro moral, ya que conducen necesariamente a la disolución de los más altos valores cristianos.
Este comportamiento anti-cortesano de las clases populares se
extendió a tal grado que Lope de Vega lo retrató en uno de
sus mejores dramas22 y Antonio de Guevara escribió un texto
en contra de los efectos inmorales de la corte: Menosprecio de
corte y alabanza de Aldea (1539). El espacio cortesano fue concebido como la principal fuente de la que emergen las peores
calamidades: el lugar específico donde se incuban las enfermedades del alma. Paradójicamente, la actitud en favor de la
Aldea produjo un cerco sanitario, el cual excluía y alertaba de
la peligrosidad de la política a todos los que buscasen ingresar a la Corte. Por salud mental e higiene moral, los auténticos
cristianos debían mantenerse alejados del espacio en el que se
definen los fines de la comunidad política. Antonio de Guevara
ofreció su testimonio:
Durante el Barroco, la melancolía fue la enfermedad cortesana por excelencia. La idea de que la melancolía afecta no
solo a los artistas y sujetos de gran genio, sino a los hombres
de Estado y figuras públicas forma parte de un dispositivo
político humoral de largo alcance. La atribución de la atrabilis
a Felipe II —monarca recluido en su nostálgico palacio de El
Escorial— o la popularidad que adquirió el tema de la melancolía del rey —simbolizado en el drama El melancólico de
Tirso de Molina— son un ejemplo que intenta mostrar porqué
la exposición prolongada en los asuntos públicos produce melancolía. Ya desde la Córdoba de Maimónides, los médicos y
consejeros reales dictaminaron que es necesario evitar que el
gobernante adquiera esta temerosa enfermedad del alma —
nada más perjudicial a la gobernabilidad de un reinado que
la tendencia melancólica, afirmaban los médicos andaluces. Si
la melancolía evita que el gobernante tenga control sobre sus
pasiones, entonces un gobernante afectado no puede tomar decisiones políticas acertadas, pues solo quien puede gobernarse
a sí mismo es capaz de gobernar a los otros. La melancolía se
torna así en la enfermedad privada que más afecta la salud
pública. Un rey enfermo del alma no está capacitado para encontrar los medios más adecuados para preservar la salud del
cuerpo político.
Lo interesante es que, en esta época, la Corte fue considerada como la principal fuente de melancolía y tristeza. La cultura
popular —representada por artesanos, hidalgos y aldeanos—
miró con desprecio los sentimientos desarrollados por la vida
cortesana. Algunos valores cortesanos como el engaño, la si82
Oh cuántas veces me tomaba gana de retirarme de la
Corte, de apartarme ya del mundo, de hacerme ermitaño o de meterme fraile cartujo; y esto no lo hacía yo
de virtuoso, sino de muy desesperado, porque el Rey
no me daba lo que yo quería y el privado me negaba
la puerta […] Finalmente digo y afirmo que muchas
veces me vi en la Corte tan aborrido y yo mismo de
22. En El príncipe melancólico, Lope de Vega simbolizó de manera teatral
cómo la melancolía interior es producto de la simulación y juego de espejos al que se encuentra sometido el que ingresa, ya sea por voluntad o
sin ella, a la Corte real. Con este drama quedó representado el problema
del tedio cortesano. En efecto, el tedio en la corte —producto de la política absolutista— influyó directamente en la teatralización de las relaciones
políticas y, sobre todo, en un desencanto por las posibilidades del espacio
público. Incluso, el tópico de la melancolía del rey tuvo tanta divulgación e
importancia que la mayoría de los grandes dramaturgos escribieron en referencia a ello —v.gr. El melancólico de Tirso de Molina o La vida es sueño de
Calderón de la Barca. Por tal razón, Walter Benjamin no dudó en escribir
en su Trauerspiel, la importancia negativa de la corte y, en consecuencia,
estableció al príncipe barroco como paradigma de hombre melancólico
(Benjamin, 2006: 355). El problema que no analizó Benjamin es la importancia política de la medicina barroca.
83
La república de la melancolía
II. La genealogía del sujeto
mí mismo tan desabrido que no osaba pedir la muerte, ni tomaba gusto en la vida (Antonio de Guevara,
Menosprecio de Corte y alabanza de Aldea, 1539: XIX-185).
Políticamente, los discursos de la melancolía son un sistema
de codificación simbólica del poder.23 Por un lado, el discurso
melancólico sirvió para dotar de sentido al sentimiento de finitud del sujeto barroco: la muerte no es un mal político. Por otro
lado, se instituyó como la expresión de un proceso de comunicación limítrofe. El discurso melancólico trató de comunicar
lo incomunicable y, por ende, operó como una expresión del
individualismo moderno al instituir el lado oscuro de la razón.24
La teoría humoral clásica, por consiguiente, sirvió para fundamentar filosóficamente los intereses del absolutismo monárquico en la medida que instauró un dispositivo emocional en el
que el miedo es la pasión política primaria. El argumento para
probar el impacto político de la melancolía fue el siguiente: si
la melancolía es una enfermedad corporal, el origen del mal
proviene del exterior y, por tanto, se demostró que antropológicamente no existe ningún atributo maligno en el ser humano. Si la melancolía se remite a una cuestión de conciencia,
el mal proviene del interior del ser humano y, por extensión,
se reafirma el principio tridentino que justifica la naturaleza
maligna y pecaminosa del alma humana. En consecuencia, el
discurso melancólico acompañó el proceso simbólico de configuración política durante el barroco, ya que la teología es el
instrumento de fundamentación más eficaz para preservar el
Por el contrario, la aldea significó el espacio para ejercer la libertad natural del hombre. Antes que Rousseau, Guevara justificó
a la ciudad como el espacio que impide el desarrollo de la virtud. En este espacio, el individuo se mantiene alejado de los vicios cortesanos y puede aspirar a la felicidad al cumplir el ideal
de vida estoica: únicamente en la aldea el ser humano puede
ser feliz porque se puede preparar para el buen morir. Así, el
antídoto del sujeto barroco para curar la enfermedad cortesana
fue por medio de la aldeanización de las costumbres. “Es privilegio de Aldea que todos los que allí moraren sientan menos los
trabajos y gocen mucho mejor las fiestas; lo cual no es así en la
Corte y gran república, (Menosprecio de Corte y alabanza de Aldea,
1539, VII: 87). Si la Corte representa en el imaginario colectivo
la puerta al infierno, la melancolía se asume como una enfermedad diabólica, el origen del vicio, el fundamento del mal
político. Por ello, es que el malestar en la cultura barroca es un
malestar de nobleza: un principio de decadencia añadido a la
clase política.
La experiencia cortesana, volcada fundamentalmente como
experiencia melancólica, requirió de un tratamiento político.
Una de las curas de esta enfermedad pública provenía de una
intensificación de las actitudes lúdicas del ser humano: el espíritu de carnaval. La solución no fue totalmente satisfactoria.
El espacio de aldea y, por extensión, el tiempo del carnaval,
no se incorporaron como remedio suficiente para tratar la melancolía de las figuras públicas. En el caso de los súbditos, la
cura devino posible gracias al carácter redentorio de las fiestas
populares. En cambio, para los consejeros y válidos de la corte, la melancolía pudo limitarse solo por medio de la sátira, la
difamación y la burla cortesana. La retórica fue quizás el único
remedio para la melancolía cortesana, pues no se buscó la salvación de la corte tanto como la salvación en la corte. La retórica
fue el instrumento de la lógica imperial y, al mismo tiempo, el
artificio contrahegemónico para resistir a su impacto.
84
23. En The Gendering of Melancholia. Feminism, Psychoanalysis, and the symbolics of Losss in Renaissance Literature, Juliana Schiesari mostró cómo la literatura del Renacimiento operó bajo rígidos códigos simbólicos que tienen
como efecto indirecto una exclusión antropológica del canon melancólico de
Occidente. “La superioridad del Homo melancholicus recae en la comprensión
privilegiada y en la marginalización excepcional o alienación que garantiza
su legitimidad cultural […] La función crítica de la conciencia moralizadora,
dual como es esta, se define simbólicamente en términos de su poder para
reducir un otro para controlar su diferencia” (Schiesari, 1992:10-11).
24. Roger Bartra señaló que para la modernidad “la oscuridad queda simbolizada por la idea de melancolía, una noción antigua que cristaliza como
una pieza clave de la cultura occidental moderna. No es fácil entender cómo
la melancolía, símbolo del desequilibrio y de la muerte, encontró un espacio
en la sociedad moderna”…Y se preguntó al respecto: “¿Por qué la expresión
amenazadora de la irracionalidad y del desorden mental logra alojarse en
el corazón de la cultura europea orientada por el racionalismo?” (Bartra,
2005:11).
85
La república de la melancolía
II. La genealogía del sujeto
orden de la comunidad política. La melancolía, por lo tanto,
ayudó a construir los cimientos para una modernidad desdichada,
una modernidad abiertamente escéptica y desencantada, que
forma parte de un ethos compartido intersubjetivamente: el
ethos del desencanto y el nihilismo de la inacción.
con las artes de gobernar. Asimismo, se diluyeron las fronteras
entre el pensamiento lógico y la escritura retórica, y se conjuntaron las operaciones de la fantasía con los datos del saber
sensible. El concepto de ingenio fue, entonces, la mediación
entre los pensamientos y los deseos, entre la razón teórica y la
razón práctica.
La agudeza del pensamiento
Los humanistas hispanos consideraron que el ingenio posee,
por lo menos, dos propiedades intrínsecas. La primera propiedad consiste en formar parte de la actividad teórica del entendimiento y, por consiguiente, opera como un instrumento que
conduce a la verdad. La segunda propiedad radica en ser una
actividad práctica que orienta y conduce el alma humana hacia
acciones con arreglo a fines, particularmente la propiedad del
entendimiento que sirve para producir lo bello, lo eficiente y lo
prudente. Debido a estas dos propiedades, el ingenio cumple
dos finalidades.
Al igual que cualquier otro concepto, la noción de ingenio (ingenium) mantiene una historicidad interna. En este sentido,
durante el tiempo prolongado que vivió la cultura humanista, este concepto tuvo su esplendor epistemológico. Para los
humanistas, el concepto de ingenio operó como la noción nuclear del discurso filosófico y, al mismo tiempo, sirvió como
concepto de combate que delimitó, epistemológicamente, lo
antiguo de lo moderno. Es tal el auge del concepto, que el filósofo napolitano Giambattista Vico —probablemente el último
de los humanistas europeos— afirmó sin más que el ingenio
constituye la “verdadera naturaleza humana”.25
En el Tesoro de la lengua Castellana (1611), Sebastián de
Covarrubias, el lexicógrafo imperial, definió el ingenio como la
“fuerza natural del entendimiento, investigadora de lo que por
razón y discurso se puede alcanzar en todo género de ciencias,
disciplinas, artes liberales y mecánicas, sutilezas, invenciones
y engaños”. Independientemente del sentido lexicográfico almacenado por Covarrubias, el ingenio tiene dos connotaciones
específicas durante el barroco. La primera connotación que
recibe es de índole filosófica. La segunda de carácter estrictamente retórico. Sin embargo, el ingenio es el concepto clave que
permitió articular epistemológicamente el discurso filosófico
con el discurso retórico, el saber médico con el poder político.
Gracias a esta combinación, fue posible vincular la rígida silogística aristotélica con la tópica ciceroniana, la teoría humoral
25. En De Antiquissima Italorum sapientia (1710), Vico se preguntó “¿por qué
el ingenio humano es la naturaleza del hombre, pues es propio del hombre
ver las proporciones de las cosas, qué es apto, qué es conveniente, hermoso
y feo, lo que les ha sido negado a los brutos?” (GiambattistaVico, De Antiquissima, 1710: IV-180).
86
Primera finalidad: el katechón filosófico. El ingenio se asoció directamente con el entendimiento tanto en su dimensión teórica (theoría) como en su dimensión práctica (praxis).
Filosóficamente, el ingenio es la fuerza motriz de la razón: universa vis mentis nostra.26 Segunda finalidad: el kairos retórico. El
ingenio abandonó el campo teórico y se trasladó al campo de la
estética y la moral. En oposición a la razón pura, el ingenio —en
su sentido práctico— permite pensar lo concreto como si fuese
un universal concreto. Esta concepción del ingenio, probablemente, inauguró la tradición epistemológica que otorga prio-
26. Para la filosofía moderna, el esplendor y decadencia de la noción de
ingenio ilustra la derrota discursiva del lenguaje humanista. Aunque el concepto de ingenio fue empleado por Descartes, Shaftesbury, Vico, Pascal y
Leibniz, Kant fue quien remitió el ingenio al ámbito exclusivo de la estética.
Para Kant, como para los ilustrados franceses y escoceses, el ingenio es considerado una categoría de segundo orden y, por extensión, una categoría estética que no contribuye con una fundamentación rigurosa del conocimiento
humano. La génesis del vocabulario imperial implicó una historia de los
lenguajes subalternos: saberes que perdieron la batalla semiológica debido
a que otros conceptos “más robustos y consistentes” lograron obtener una
hegemonía discursiva en las explicaciones últimas del mundo.
87
La república de la melancolía
II. La genealogía del sujeto
ridad normativa a la razón práctica sobre la razón teórica. La
teoría del ingenio es el cimiento de la filosofía práctica barroca.
tendimiento para evitar una distorsión del mundo. La razón
gobierna los sentidos gracias al pilotaje del ingenio.
En el Renacimiento, el debate acerca del ingenio es básicamente epistemológico. En el Barroco, la discusión giró en
torno a una definición estética del ingenio para así poder limitar su incidencia política. El primer problema por resolver
consistía en demostrar si el ingenio es una facultad natural o
un artificio humano. Para la tradición española, este problema
fue desarrollado inicialmente por la versión epistémica de Juan
Luis Vives. Para el valenciano, el análisis epistemológico del
entendimiento posibilita una comprensión asertiva del actuar
político. Si el alma humana es el origen de todo bien y de todo
mal, su conocimiento permite un mejor desarrollo de las artes
del gobernar: las operaciones del entendimiento garantizan un
mejor gobierno de sí. En el prefacio del Tratado del Alma (1538),
Vives advierte al Duque de Béjar que “mal podrá gobernar su
interior y sujetarse a obrar bien quien no se haya explorado a
sí mismo” (Juan Luis Vives, De anima et vita, 1538: I-9). Por esta
razón, si se conoce cómo opera el artífice de nuestras acciones
—la razón— se pueden prever los pensamientos, anticipar las
reacciones, y dominar los efectos de la acción política y la virtud moral. El ingenio es esclavo de las pasiones morales.
Como hombre del Renacimiento, Vives encuentra un lazo
directo entre ingenio, melancolía y creatividad. Por una parte,
localiza la función ingeniosa del entendimiento en una sección
del cerebro. Si las exhalaciones que llegan al cerebro son frías,
resultan pensamientos débiles y lánguidos; si las exhalaciones
de calor conducen al cerebro, resultan pensamientos prontos
y vigorosos. En consecuencia, los efluvios del corazón influyen en la conformación del pensamiento y las argucias de la
inteligencia. “Mas la función central reside en la cabeza. No
entenderá la mente, no experimentará ira, temor, tristeza o
vergüenza, sin que antes lleguen al cerebro aquellos efluvios
procedentes del corazón” (Vives, De anima, VI: 80).Por otra
parte, debido a la combustión entre exhalaciones calurosas y
humedad climática puede formarse un ingenio “agudo y sano”.
Lo importante es que no exista un exceso de afectos calurosos.
En el caso de que los afectos calurosos se excedan, es menester evitar que se combinen con el frío o la bilis negra, ya que
tal afección puede convertirse en síntoma para la melancolía.
“Auméntase la melancolía con la agitación de los pensamientos
o de los afectos cálidos, por lo cual conviene que esté mezclada
con otros humores” (De anima et vita, 1538: VI-80). Por lo tanto,
Vives repite la argumentación aristotélica que establece porqué
el ingenio es producto de la interacción entre humor, clima y
disposición natural. Lo novedoso son el tipo de explicaciones
que ofrece para ello. La bilis negra combinada con efluvios sutiles produce habilidad en la razón y prudencia en los juicios,
pero según el tipo de humor corresponde el tipo de ingenio de
cada individuo. “Lo admirable es que haya ingenios adecuados para todo”, concluyó Vives.
En el capítulo VI de su tratado, Vives ofreció la siguiente definición de ingenio: “poder o fuerza general de nuestro entendimiento se ha llamado ingenio, porque se expresa y manifiesta
por ministerio de sus instrumentos” (De anima et vita 1538:
VI-78). Con esta definición nomológica, el ingenio se tornó en
sinónimo de racionalidad. Un ingenio claro permite apreciar la
realidad y cualquier objeto externo en una dimensión objetiva.
En contraste, un ingenio confuso construirá la realidad como un
horizonte oscuro difícil de aprehender. En esta lectura, esencialmente epistemológica, el ingenio es el cristal que permite
aprehender la realidad y los datos de los sentidos los que la
la oscurecen. Por consiguiente, los sentidos deben ser controlados por el entendimiento. El ingenio es la función primaria
del entendimiento, ya que permite una concordancia directa
entre la experiencia sensible y la experiencia sintética del en88
Con base en lo anterior, se infiere que la teoría del ingenio
de Vives es insuficiente para dar cuenta de la forma en que el
ingenio opera como una mediación entre la razón práctica y la
razón teórica. Nuevamente, la obra de Huarte es un buen norte para estos fines explicativos. Huarte comienza su reflexión
acerca del ingenio donde Vives termina la suya, ya que postula su concepción del ser humano como un ser del ingenio.
89
La república de la melancolía
II. La genealogía del sujeto
Considerado como el “aristócrata del ingenio”27, Huarte de San
Juan publicó Examen de ingenios para las ciencias para demostrar
la naturaleza práctica del ingenio. Primero, critica la noción de
naturaleza (Physis) de Aristóteles para mostrar que el concepto de alma racional no explica ni el origen ni la diversidad de
ingenios. Segundo, adopta la noción humoral de naturaleza
para explicar por qué las facultades anímicas dependen del
temperamento corporal. Tercero, justifica el aspecto creativo
y heurístico del entendimiento humano como muestra de la
riqueza cognitiva de cada individualidad. Por último, enmarca el problema de la particularidad bajo una psicología de
la creatividad. Este aporte no es menor si se toma en cuenta
que gracias a ella se pudo vincular el territorio de la ciencia
con el dominio del arte, la prescripción estética con las teorías
científicas. Sin embargo, Huarte no solo se percató de que la
libertad creadora es el rasgo distintivo de lo humano, sino que
no puede existir ciencia, arte o saber en el que no intervenga el
ingenio. Bajo este modelo, si el ingenio es una capacidad exclusivamente humana que tiene como propiedad la invención
de conceptos, entonces el ser humano es el artífice de la construcción lingüística del mundo. Así como Dios es artífice del
mundo natural análogamente el ser humano es el productor
del mundo civil. Estas consideraciones implican que el ingenio
es la más alta capacidad a la que puede aspirar el hombre ya
que, antropológicamente, el ser humano es un homo ingeniosus.
La práctica del ingenio conlleva el ejercicio de la invención semántica: la imaginación como potencia creadora.
propiedad exclusiva del melancólico, la diversidad de disciplinas humanas exige una variedad de ingenios. Huarte propuso
un examen de los ingenios en correspondencia con algunos
tipos de saber como el arte militar, la pedagogía infantil y las
artes de gobierno. La finalidad de su argumentación es probar
que los tipos de saber no son virtuosos en sí mismos, sino que
dependen en gran medida de su perfeccionamiento y ejecución
cotidiana. Las habilidades del ingenio son las que permiten establecer que cada saber no es propiedad de un temperamento;
el saber está al alcance de cualquier ingenio. Por ello, lo que
no se hace por naturaleza que se obtenga mediante el ingenio:
natura facit habilem, ars veru facilem, usuque potentia.
Como escribí líneas atrás, Huarte se distinguió de la tradición renacentista porque descartó la existencia de un nexo
directo entre ingenio y melancolía. Si la genialidad ya no es
27. La apreciación de Huarte como el “aristócrata del ingenio” se debe a
Gregorio Marañón. En su breve biografía intelectual titulada “Juan de Dios
Huarte. Examen actual de un examen antiguo”, el profesor madrileño señaló: “Huarte no es un místico ni un hombre de acción. Es un aristócrata
del ingenio, refinado y casi decadente; lleno de preocupaciones intelectuales,
de objeciones morosas a sus propios pensamientos, de complacencia de sus
mismas dudas, de erudición finísima en la rebusca y hallazgo de autoridades” (Marañón, 1947: 113-14).
90
Frente a la naturaleza artificial del ingenio, Huarte preguntó
¿cuál es el temperamento que mejor permite el despliegue del
ingenio? Huarte responde –en consonancia con la teoría galénica– que el temperamento adecuado es la mezcla humoral
equilibrada. Sin embargo, lo importante para Huarte consiste
en especificar qué tipo de ingenio corresponde con cada tipo
de ciencia, particularmente con las ciencias más egregias como
la teología y el gobierno –la ciencia suprema de la teología gubernamental–, ya que “por no hacer hoy día esta diligencia,
han destruido la cristiana religión los que no tenían ingenio
para la teología, y echan a perder la salud de los hombres los
que son inhábiles para medicina, y la jurisprudencia no tiene
la perfección que pudiera por no saber a qué potencial racional
pertenece el uso y buena interpretación de las leyes (Examen de
ingenios para las ciencias, 1575: 62). Paradójicamente, la respuesta de Huarte es republicana. Para una sociedad organizada
estamentalmente como la sociedad barroca, la estratificación
de los ingenios no es ningún inconveniente, pero Huarte propone que el sujeto tiene la obligación de calcular sus fuerzas y
sus habilidades para inferir el tipo de ingenio que posee y, por
extensión, poder dedicarse a la ciencia que más le convenga sin
que ello implique perjudicar a la república.28
28. Huarte modifica la teoría de los humores para justificar los modelos de
subjetividad promovidos por la monarquía hispana. Por ejemplo, la figura
del templado —que Huarte localiza como efecto de la doctrina católica— representa la forma correcta de armonía entre los humores, incluso esta mezcla
91
La república de la melancolía
II. La genealogía del sujeto
Por esta razón, quizá el tipo de ingenio que más le interesa precisar a Huarte sea el ingenio del gobernante debido a que
de este último depende la conservación del cuerpo político:
“Como el oficio de Rey excede a todas las artes del mundo,
de la misma manera pide la mayor diferencia de ingenio que
naturaleza pueda hacer” (Examen de ingenios para las ciencias,
1535: XIV-287). El ingenio político es la suma armónica de las
tres facultades del alma—entendimiento, memoria e imaginación— y tiene como resultado un temperamento templado. En
el Antiguo Testamento, por ejemplo, la máxima figura de gobernante equilibrado con temperamento templado lo representa el
Rey Salomón, aunque la habilidad y sabiduría de este monarca
para gobernar proviene directamente de la intervención providencial de Dios. Con base en esta referencia bíblica, Huarte
prescribe que si la máxima virtud de un gobernante es la prudencia y la sabiduría, esta solo puede conseguirse mediante la
intervención de Dios. El problema viene porque con esta consideración Huarte reintroduce el problema de si un gobernante
nace o se hace. Si el gobernante nace con habilidades de gobierno ¿cómo dirigirlo virtuosamente?, si el gobernante se hace por
medio de enseñanzas ¿cómo educarlo prudentemente?
es el temperamento político por excelencia. Segundo, de los
nueve temperamentos posibles, únicamente un tipo de temperamento corresponde con el hombre prudente: el temperamento equilibrado. Tercero, un ingenio equilibrado —perfecto
lo nombró Huarte— es aquél en el que no existe el predominio
de una calidad sobre la otra. Las calidades primarias se combinan de tal manera que existe una proporción gradual entre
el temperamento sanguíneo, el colérico, el flemático y el melancólico. Esta combinación armónica produce el ingenio más
apto para el desarrollo completo de las facultades del alma: el
ingenio equilibrado. Este tipo de ingenio le provee al gobernante la memoria suficiente para recordar las cosas pasadas,
la cantidad suficiente de imaginación para prever los eventos
futuros, y la proporción necesaria del entendimiento para un
correcto discernimiento en los casos singulares. Cuarto, si un
gobernante con la suficiente imaginación, memoria y entendimiento tiene las propiedades de (i) anticiparse a los hechos que
están por venir, (ii) el sentido histórico para encontrar en él
exempla y notizia de acciones políticas precedentes y, (iii) un
particular modo de enfrentar los acontecimientos políticos inmediatos a modo de que la decisión adecuada se tome en el
momento adecuado (prudencia), se sigue que educar al ingenio para las artes del gobernar implica preparar al gobernante
para todas las ciencias y las artes sin predominio o menoscabo
de alguna de ellas.29 Por lo tanto, el ingenio que corresponde
con el oficio de monarca obliga a disponer de las aptitudes su-
Para responder satisfactoriamente a este planteamiento humanista es menester elucidar el funcionamiento del ingenio en
su forma política. Primero, Huarte señala que si la virtud máxima del gobernante es la prudencia, el temperamento prudente
humoral corresponde con el tipo de temperamento atribuido históricamente
al español. En Idea de un príncipe político-cristiano, Diego de Saavedra Fajardo anunció que “los españoles aman la religión y la justicia, son constantes
en los trabajos, profundos en los consejos y, así, tardos en la ejecución. Tan
altivos, que ni los desvanece la fortuna próspera ni los humilla la adversa”
y, por ello, es España “la que más obedece a la razón y depone con ella más
fácilmente sus afectos o pasiones” (Idea de un príncipe político-cristiano, 1640,
empresa LXXXI). En el mismo tono, Baltasar Gracián señaló: “Pues dime,
–pregunta Andrenio a Critilo– ¿qué concepto te has hecho de España? [...]
¿No te parece muy seca, y que de ahí les viene a los españoles aquella su sequedad de condición y melancólica gravedad? [...] ¿No te parece que es muy
montuosa y, aún por eso, poco fértil?”, a lo cual responde Critilo: “Así es,
pero muy sana y templada. Que, si fuera llana, los veranos fuera inhabitable”
(El Criticón, 1651-57: crisi novena).
92
29. En la literatura política de los espejos de príncipe, educar el príncipe de
manera cristiana implica educarlo bajo las utilidades que proporciona la
prudencia política. En este proceso formativo, el príncipe debe ser educado
en diversas artes y disciplinas tales como la teología, la estrategia militar,
la diplomacia, la filosofía, la economía y la astrología. Lo destacable en este
punto es que el predominio de una disciplina sobre otra pone en riesgo el
orden de la república. Un ejemplo literario que ilustra lo anterior es el caso
de Segismundo en La vida es sueño. En este drama calderoniano, el príncipe
Segismundo tiene como prioridad el conocimiento astrológico sobre las
demás artes de gobierno y, en consecuencia, pone en peligro su prestigio
político, su soberanía corporal y psicológica, el dominio sobre su reino y su
propia participación política en la Corte. Para más detalles de los tratados
sobre la educación del príncipe cristiano, véase Galino (1948).
93
La república de la melancolía
II. La genealogía del sujeto
ficientes para aprender cualquier tipo de disciplina —filosofía,
medicina, teología y leyes. “Porque puesto caso que todas estas
ciencias las podía fácilmente aprender, pero ninguna de ellas
hinche su capacidad. Solo el oficio de Rey le responde en proporción, y en solo regir y gobernar se ha de emplear”. (Examen
de ingenios, XIV: 299).
Domini.30 Finalmente, el ingenio faculta al monarca a producir
un arte del gobierno basado en la templanza, la prudencia y
el control de las pasiones. Sin este principo de gobierno de sí
resulta imposible el gobierno sobre los otros.
Por último, Huarte no responde a la pregunta sobre la naturaleza o artificialidad del gobernante: el buen monarca nace
o se hace. Por consiguiente, Huarte estipula tres condiciones
para que, en caso de que el gobernante disponga de ellas, se
fortalezcan las habilidades del monarca o, por el contrario, para
que el que no sea rey por naturaleza lo sea por ingenio. La primera condición es estética, la cual prescribe que el rey debe ser
hermoso y agraciado. Huarte argumenta que es necesario que se
muestre el linaje del príncipe, tanto física como gestualmente,
ya que la belleza corporal y la gracia en las maneras favorece la
capacidad de mando para persuadir a los súbditos y conducirlos a la obediencia. La segunda condición es moral, la cual obliga que el monarca sea “virtuoso y de buenas costumbres”, puesto
que la máxima moral del príncipe consiste en que, dado que el
soberano tiene la facultad para dictaminar leyes, él mismo tiene
que sujetarse a ellas. Es importante que el gobernante cumpla
con la normatividad por dos razones. Primero, porque justifica
moralmente el derecho al castigo. Segundo, porque legitima y
expande su campo de acción política. La tercera condición es
pedagógica. Esta condición asegura que el rey debe perfeccionar y desarrollar todas sus facultades humanas, ya que el alma
humana se compone de cuatro facultades básicas: la facultad
generativa (sexual-reproductiva), la facultad nutritiva (dietética), la facultad irascible (emocional) y, por último, la facultad
racional (entendimiento). Las cuatro facultades deben de estar
en armonía con la psique del gobernante para que pueda tomar
decisiones acertadamente. Finalmente, estas tres condiciones
no funcionan sin la intervención providencial de dios, ya que
la utilidad política de la teología es proporcional al grado de
devoción cristiana por parte del gobernarte: cor regis in manu
30. “El corazón del Rey en la mano del Señor” (Proverbios, XXI: 1).
94
95
III. EL ETHOS DE LA CONTRARREFORMA
La renuncia de la voluntad propia vale más que
resucitar a los muertos.
San Ignacio de Loyola
Poder pastoral y disciplinamiento social
El barroco es el primer quiasmo de la modernidad, pues supone el tránsito de la pastoral de las almas medieval hacia el
gobierno político de los hombres. Los índices históricos que
posibilitaron esta transición fueron la intensificación del poder
pastoral, el disciplinamiento de la sociedad feudal y la confesionalización de las estructuras políticas durante la Reforma.1
En el primer caso, los movimientos de contra-conducta objeti1. Política conceptual: en este ensayo evito utilizar el término contrarreforma
porque implica aceptar la interpretación de la historiografía tradicional. Este
modelo señaló que las reformas producidas al interior de la iglesia de Roma
fueron necesariamente movimientos anti-modernos, de reacción conservadora o simplemente de oposición política al avance protestante. Sin embargo, lo que ocurrió en Europa durante el siglo XV y XVI fueron varias reformas
que, a la luz de la historiografía ilustrada, permitieron la constitución de
las naciones europeas. Hace algunos años, Wolfgang Reinhard publicó un
articulo titulado de manera polémica “Contra-reforma como modernización” (Gegenreformation als Modernisierung, 1995), el cual desató un nuevo
debate historiográfico en torno al papel que desempeñó la Reforma católica
en la constitución de la modernidad occidental. Marc Forster, en cambio,
confirmó que “Reinhard trascendió el simple contraste entre Reforma y
Contrarreforma. Su tesis además revitalizo la nueva importancia que ahora
tiene el catolicismo alemán. Dejó de marginalizar como tradicional o bien
reaccionaria a la Iglesia católica y comenzó a confesionalizar a la institución
y a destacar la parte que le pertenece en el desarrollo que ahora muchos historiadores consideran esencial en el primer periodo moderno: el origen del
97
La república de la melancolía
III. El ethos de la contrarreforma
vados históricamente en las reformas católica y protestante no
implicaron la disolución del poder pastoral ni la transferencia
de los poderes pastorales de la iglesia a las formas políticas
del Estado moderno; por el contrario, lo que produjeron tales
movimientos fue la intensificación del pastorado religioso y
una fuerte administración política. La concentración del poder en un régimen de administración eclesiástico, jerárquico
y sin vasallaje. Debido a estas “insurrecciones de conducta”
—caracterizadas por ser momentos de oposición a prácticas
de gubernamentalidad—, el objetivo político fundamental
del barroco consistió en el control de las formas concretas del
pastorado y, por consiguiente, en una vigilancia constante de
la conducta de los fieles. Así, lo que ocurrió en el prolongado
siglo XVI fue el choque político entre dos formas de organización pastoral: la reforma protestante y la contrarreforma católica.
Cada estructura confesional u organización pastoral empleó
sus propias tácticas políticas y estrategias de combate que le
permitieron situarse como contra-discursos y contra-conductas cada una con respecto de la otra. Si la reforma católica es
el inverso político del protestantismo, esto se debió a que la
reforma católica tuvo una activa voluntad de cambio teológico
y político. El historiador Fernández Terricabras argumentó:
“las reformas protestante y católica son vistas en el contexto
de la confesionalización como tentativas gigantescas de cambiar y de uniformizar las creencias, los comportamientos, las
mentalidades de los hombres y mujeres de la Edad moderna
(Fernández Terricabras, 2007: 131).
tación de la mística y el ascetismo, las rebeliones campesinas
y los movimientos de oposición política, muestran cómo estas
regulaciones de la conducta son modificaciones de antiguos
discursos, prácticas e instituciones religiosas provenientes de
la Edad Media. El barroco es una forma de gubernamentalidad
en la medida que modernizó los comportamientos de la pastoral medieval. La pastoral de las almas gubernamentalizó las
prácticas políticas durante el barroco.
La confesionalización del pastorado explica porqué en el
ámbito católico se observó una fuerte intensificación de las
conductas de devoción, la primacía del sacramento sobre las
acciones cotidianas y la politización de las relaciones entre sacerdote y creyente. En cambio, en el espacio protestante ocurrió
un rechazo crítico a la santificación de las imágenes, el recurso
a la sola fidei y a la interpretación libre de las escrituras bíblicas.
La suma de estos elementos, aunado con la creciente rehabili-
En la España áurea, los procesos de gubernamentalización
del Estado fueron posibles debido a dos relaciones de poder
específicas. La primera está ubicada en la organización pastoral del poder político promovida por las reformas católicas. El
organizar pastoralmente el poder político significó concebir la
figura del monarca como un pastor y la figura de la población
como un rebaño dispuesto a ser conducido. Para este tipo de
poder, el monarca se asumió como pastor de hombres, por lo cual
un mal pastor implica necesariamente un mal gobernante. La
segunda ejercida durante el Antiguo Régimen radica en la intensificación de la dirección de las conciencias y la dirección de
las almas promovida por los decretos teológicos y morales del
Concilio de Trento. La conducción directa sobre la conciencia
de los individuos implicó un mayor control y un mejor conocimiento de las pasiones y los intereses que guían la conducta
intencional, por consiguiente, la administración y la vigilancia
política de tales conductas es necesaria para el Estado. El punto
es que ambas relaciones de poder conjugan los medios religiosos para proseguir los fines políticos y los medios políticos
para conseguir los fines religiosos. La frontera entre el poder
religioso y el poder político se desdibuja durante las reformas
religiosas.
En el segundo caso, la transición de la pastoral de almas al
gobierno político de los hombres fue posible debido al disciplinamiento paulatino de las sociedades del Antiguo Régimen,
particularmente de las formas de regulación de las conductas
de los países donde se estableció un catolicismo reformado. En
Estado moderno” (Forster, 2004: 14). Lo afirmo sin más: el estado moderno
es producto de la politización de la teología católica.
98
99
La república de la melancolía
III. El ethos de la contrarreforma
contra de la tesis sostenida por Oestreich2, la formación del
Estado moderno no fue causa, sino un efecto de la renovación
del catolicismo: sin el disciplinamiento de la sociedad, la confesionalización de los Estados-Nación modernos no es posible
ni como postulado normativo ni como hecho histórico. Por un
lado, el disciplinamiento de la sociedad logró efectuarse por
medio de la interacción entre los procesos internos de aceptación de la norma y de procesos externos de vigilancia de la
población —vigilancia, ya sea por la policía conformada por
algunos sectores poblacionales o por las instituciones encargadas de vigilar la conducta religiosa de los fieles. Debido a esta
exigencia de vigilancia, durante el siglo XVI surgieron varias
instituciones alternativas para guiar las conductas y para di-
rigir las conciencias: las cofradías y las órdenes religiosas que
permiten un mayor disciplinamiento social.3
2. A principios de la década de los setenta, y en oposición a las interpretaciones históricas de Max Weber, la historiografía alemana se encargó de
proponer nuevas teorías acerca del ascenso del Absolutismo y su importancia
en la constitución de los Estados-Nación modernos. En un artículo titulado
“Strukturprobleme des europäischen Absolutismus” —publicado en 1969—, Gerhard Oestreich formuló la noción de disciplina social para establecerla como
el principio orientador del absolutismo (Oestreich, 1969: 179-197). Si bien su
planteamiento es novedoso, considero que su conclusión no es del todo correcta dada su apresurada lectura liberal del absolutismo europeo. Según el
historiador alemán, el ascenso del Estado Absolutista es resultado causal de
los conflictos confesionales desencadenados por la Reforma, por consiguiente, los monarcas absolutos, al diluir las guerras de religión, dieron paso al
triunfo de la política sobre la teología: “estos hombres presionaron para una
desteologización de la vida política y del pensamiento político a fin de eliminar
los efectos y quizás incluso las causas del conflicto religioso y para restringir
la influencia política de los teólogos, quienes estaban siempre mezclando
ideología y poder” (Oestreich, 1982: 267). Sin embargo, como han mostrado
algunas investigaciones recientes, los monarcas absolutistas en sus decisiones
políticas concretas se enfrentaban a determinaciones normativas y poderes
fácticos que limitaban su poder político. Cfr. Kléber Monod (1999). Además
considero difícil poder disociar Absolutismo de propaganda confesional debido
a las preferencias abiertamente religiosas de los monarcas absolutos v.gr, el
catolicismo jesuita de Felipe II en España, el anglicanismo de Jacobo I en Inglaterra o el anticlericalismo de Enrique IV en Francia. Los monarcas absolutistas
podían ser todo menos absolutos dados los intereses confesionales a los que se
encontraban sometidos.
100
Siguiendo a Geofrey Parker,4 desde el horizonte político
del control de las conductas y la renovación pedagógica de
los fieles, la reforma protestante fue un “fracaso” comparado
con el “éxito” católico. La segunda generación de protestantes
no logró que la población interiorizara las prácticas luteranas
o calvinistas debido a su excesivo racionalismo y a la crítica,
en ocasiones lacerante, de las manifestaciones religiosas de la
cultura popular. Para la rigidez de la exégesis luterana, el texto
bíblico es el único elemento que debe determinar la conducta
cristiana; de esta manera, las manifestaciones populares que
no estuviesen en correspondencia con las Escrituras fueron
prohibidas: manifestaciones como el juego, el baile, los ritos
y santorales. Al rechazar las actitudes lúdicas de las creencias
religiosas, la doctrina luterana se fue convirtiendo paulatinamente en la propiedad de una élite cada vez más cerrada y
ajena a las demandas religiosas de la población.
En cambio, en los países de disciplinamiento católico, la
dirección de las conductas fue un “éxito”, ya que la mayoría
de la población subjetivó las prácticas de las reformas tridentinas sin que ello implicase una contradicción con el imaginario
popular. Los reformadores de Trento supieron articular los
principios teológicos más abstractos con las manifestaciones
cotidianas de la población. La religión popular fue instrumento de propaganda política. Para conseguirlo, los católicos
emplearon, básicamente, las siguientes estrategias. Primero,
regularon y santificaron las prácticas religiosas de la población
como el culto a las reliquias, la devoción hacia los santos y las
fiestas populares sin menospreciar su potencial devocional.
Segundo, la élite eclesiástica empleó todos los medios que disponía para promover la visión tridentina del mundo. Algunos
3. En la España de la Reforma, las instituciones más representativas son Los
niños de la doctrina cristiana, el Convento de las Carmelitas Descalzas (1562),
el Seminario Tridentino (1568) y, por supuesto, la prestigiosa Compañía de
Jesús con toda su red de colegios jesuitas (1553).
4. Parker, 2001: 221-250
101
La república de la melancolía
III. El ethos de la contrarreforma
cambios dentro de medios como la predicación, la pintura,
el teatro, el catecismo, la imprenta y los ejercicios pastorales.
Tercero, los reformadores católicos operaron por medio de una
“fe de dos pistas” (Parker, 2001: 224); es decir, simplificaron los
contenidos teológicos y los aplicaron según el público al que
iban dirigidos. La retórica religiosa al servicio de persuasión
de las clases subalternas. La renovación jesuita de la retórica
ayudó, entonces, a que la población tuviese un adoctrinamiento simple y sin grandes disquisiciones teológicas. El clero, por
el contrario, accedía y debatía, bajo el esquema de la disputatio,
las más intrincadas y complicadas discusiones teológicas.
lítico y en la construcción de la subjetividad moderna. La teología política opero como un principo de subjetivación moral.6
En consecuencia, la eficacia retórica da cuenta del “éxito”
católico y del “fracaso” protestante en términos de disciplinamiento social, pero estas valoraciones históricas no aplican en
la construcción de la confesionalización del Estado. La confesionalización depende del grado de disciplinamiento de una
sociedad, por ello existe una relación directamente proporcional entre confesionalización y disciplinamiento social. A mayor
disciplinamiento de la sociedad, mayor será la cohesión, la
estructura y la diferenciación confesional.
En el tercer caso, la confesionalización de las estructuras
políticas de los Estados permitió la conformación del gobierno
político de los hombres. Según la teoría de la formación confesional (Konfessionsbildung) de Ernest Zeeden, lo que ocurrió
durante el siglo XVI fue la proliferación y la emergencia de tres
bloques confesionales con una estructura similar: el luteranismo, el catolicismo y el calvinismo.5 La modernidad, entonces,
se inauguró con la confesionalización del espacio geopolítico y,
por extensión, con la división de los bloques político-religiosos
identificables. Con el advenimiento de estos bloques, los conflictos confesionales aumentaron la tensión política, ya que el
Estado absolutista no logró des-teologizar el conflicto político.
En cambio, el conflicto confesional disputado entre los católicos y los protestantes reintrodujo a la teología política en los
procesos de formación social, de institución del imaginario po5. Ernest Zeeden, Die Ensttehung der Konfessionen. Grundlagenn und Formen
der Konfessionsbildung im Zeiter der Glaubenskampfe, 1965.
102
La teologización de las estructuras políticas tiene una explicación sociológica con base en la formación de la conciencia
política del catolicismo: si la conformación de la estructura
confesional moderna no fue posible sin la intervención estatal
y sin el constante disciplinamiento de la sociedad, entonces los
procesos de disciplinamiento que originalmente pertenecieron
al clero pasaron a formar parte constitutiva de los proyectos políticos de los estados europeos. La Reforma no implicó —como
supuso la historiografía liberal— la estatalización de los regímenes confesionales, sino la confesionalización del Estado. Por
lo tanto, la centralización del poder, propiedad característica
de las monarquías absolutas, fue posible debido a la confesionalización continua de los gobiernos y al disciplinamiento de
la sociedad producto de la intensificación del poder pastoral.
Finalmente, la diferencia estructural entre la confesional católica y la confesional protestante se interpretó de diferentes
maneras.7 El catolicismo optó por aceptar los regímenes duales
donde existe una diferencia delimitada entre el poder secular
y la élite eclesiástica. Políticamente, la confesional católica permitió la separación jurídica entre el monarca y el pontífice en
6. Políticamente, “la Edad moderna no fue una época de des-teologización, sino más bien de enorme teologización en forma de confesionalización” (Po-Chia Hsia, 2007: 33). Por tal razón, Mark Lilla consideró que la
actual renovación de la teología política responde al debate inconcluso de
la Reforma católica y protestante e, incluso, que estas manifestaciones de
lo político siempre han estado presentes en el imaginario político europeo.
“La revuelta en contra de la teología política en Occidente fue directamente contra la tradición cristiana de pensamiento. Esta comienza, en el siglo
dieciséis y diecisiete, como una disputa loca que envuelve la fe particular
de algunos reinos en una pequeña esquina del globo […] La teología política no puede ser un evento ocasional de cada sociedad humana, pero sí es
una alternativa permanente a las mentes reflexivas, pues la teología política
busca desarrollar una explicación y justificación del ejercicio de la autoridad
política” (Lilla, 2007: 17-23).
7. En contra de la teoría de la confesionalización, algunos historiadores nombraron diferente este proceso histórico, ya sea como cristianización estatal
(Jean Delumeau), procesos de control social (Cruz y Perry), o como aculturación
(Isidoro Reguera).
103
La república de la melancolía
III. El ethos de la contrarreforma
oposición directa a la tradición medieval de los dos cuerpos del
rey. En cambio, el protestantismo logró que los pastores actuasen como “funcionarios de gobierno”, permitiendo con ello, el
surgimiento de la figura política del monarca absoluto.
la separación normativa entre el imperio y la iglesia. El derrumbe de la teología-política medieval se debió en gran medida
a la separación católica entre el poder pastoral ejercido terrenalmente y el despliegue teológico del poder político ejercido
políticamente, el cual implicó el advenimiento de las prácticas
religiosas novedosas con las cuales se derrumbó el edifico imperial medieval. 9
Asimismo, las diferencias entre las confesiones tienen una
explicación teológica y política. Por una parte, los gobernantes
de confesión católica cumplieron una función teológico-política doble: operaron como príncipes políticos y como pastores
de almas.8 Normativamente, los monarcas católicos debían
obedecer la autoridad papal y, al mismo tiempo, debían saber
gobernar la civitas hominis para salvaguardar la entrada de los
súbditos a la civitas dei. El monarca barroco debía cumplir políticamente como un buen gobernante y como un buen cristiano.
Si un gobernante se comporta cristianamente, la intervención
de la providencia garantiza que las decisiones políticas que
delibere conduzcan a una mayor prosperidad de la monarquía. La cláusula de este pacto radicó en que debía ejercer,
adecuadamente, el poder pastoral que le ha sido concedido,
sin violentar la autoridad papal y con la consecución del bien
común. Por otra parte, los gobernantes de confesión luterana
separaron parcialmente la política de la religión. Estos funcionarios obedecen al monarca nacional antes que a cualquier otra
autoridad eclesiástica, por ello, la supuesta autonomía política
defendida por los protestantes nunca estuvo alejada de los
compromisos confesionales y de los programas políticos de los
monarcas europeos.
En síntesis, si cada una de las reformas fortaleció sus propias fuentes de autoridad política y religiosa —permitiendo la
confesionalización de sus estructuras políticas—, entonces las
prácticas religiosas de la modernidad temprana son un efecto
político de la confesionalización. Sin embargo, el fenómeno político que irrumpió radicalmente en la conciencia medieval fue
8. En este caso, el modelo del príncipe cristiano se inspiró en la metáfora
política del cesaropapismo. Esta metáfora indica que en el príncipe católico
confluyen “dos almas en un solo cuerpo”. Por consiguiente, el príncipe cristiano tiene a su jurisdicción no solo el territorio y la población de su nación,
sino la salvación de su población en tanto fieles a la iglesia romana.
104
La modernidad de la Compañía de Jesús
En La vida de San Ignacio de Loyola contada por Pedro de
Ribadeneira, el historiador jesuita comentó la importancia
otorgada por Ignacio a la obediencia:
Siendo ya General de la Compañía dijo diversas veces,
que si el Papa le mandase que en el puerto de Ostia
(que es cerca de Roma) entrara en la primera barca que
hallase, y que sin mástil, sin gobernalle, sin vela, sin
remos, sin las otras cosas necesarias para la navegación y para su mantenimiento, atravesase la mar, que
lo haría y obedecería no solo con paz, más aún con
consentimiento y alegría de su ánima. Y como oyendo
esto un hombre principal se admirase, y le dijese: “¿Y
qué prudencia sería esa?” respondió el santo Padre:
“La prudencia, señor, no se ha de pedir tanto al que
obedece y ejecuta, cuanto al que manda y ordena”.
(Pedro de Ribadeneira, Historias de la Contrarreforma,
Madrid, BAC).
El ethos de la obediencia difundido por la Compañía de Jesús
mantiene una relación fuerte con la primera modernidad, ya
9. Con esta interpretación busco mostrar que la modernidad no consiste
en una ruptura radical con las visiones religiosas del mundo sino que se
trató de una intensificación del poder pastoral: una reformulación política del
orden religioso. Si bien la modernidad supone la pluralidad de valores y la
separación de las esferas de validez (Weber), las reformas —católica y protestante— son el primer intento moderno por articular los valores políticos
en una misma unidad religiosa. En este sentido, las teologías políticas son el
intento moderno por restaurar un supuesto orden político a partir de fragmentos religiosos.
105
La república de la melancolía
III. El ethos de la contrarreforma
que el tipo de subjetividad que produce la disciplina jesuita
es resultado del ethos de la contrarreforma. La razón de esta
afirmación esta motivada por el hecho de que, con la introducción de los Ejercicios espirituales, el catolicismo recuperó la
dimensión pragmática que tuvo en sus orígenes históricos en
relación con la filosofía practicada en la Antigüedad y las motivaciones originarias del cristianismo primitivo. La vuelta al
elemento práctico antes que doctrinal permitió la modernización del cristianismo sin por ello conceder las modificaciones
promovidas por la reforma protestante. La Compañía de Jesús
se distinguió de otras órdenes religiosas por su estructura vertical y, por extensión, algunos de los preceptos de la Compañía
tienen la finalidad de transformar radicalmente la subjetividad
con base en un respeto absoluto por la autoridad. Por tal razón,
los ejercicios espirituales desarrollados por Loyola son una renovación teológica de los ejercicios espirituales del estoicismo
imperial, puesto que el fin último consiste en diseminar un
dispositivo de autoridad moral. Si para los estoicos antiguos los
exercitium buscaban la autonomía del sujeto, para los seguidores de Loyola los Ejercicios ayudaron a restablecer un orden
jerárquico en el que se persiga la obediencia absoluta, la heteronomía radical.
enfrentó directamente el problema de la modernidad política.10
Con la implosión de este concilio se frenó el avance protestante pero, más importante aún, se ajustaron los principios de la
ortodoxia romana con el espíritu secular de la modernidad
temprana. La preceptiva tridentina fue así el ethos articulador
de la contrarreforma en un contexto político de modernidad
temprana. Sin embargo, junto con esta renovación eclesiástica,
se promovieron algunas formas de subjetividad moral por medio de la discusión teológica de las élites no oficiales y de los
cambios conductuales al margen de la autoridad eclesiástica.
La reforma eclesiástica promovida por la Compañía de
Jesús constituyó el momento moderno del catolicismo. La historiografía protestante de finales del siglo XIX tipificó este proceso como una contrarreforma, como un discurso de contención del avance luterano. La desventaja de esta interpretación,
más allá de estar localizada en las postrimerías del positivismo
decimonónico, reside en que parte de un supuesto no justificado: una contradicción a priori entre catolicismo y modernidad.
Recientemente, estas interpretaciones están siendo sustituidas
por investigaciones en las que la reforma católica es entendida
como un signo de modernidad, especialmente con la impronta
revitalizadora del Concilio de Trento (1545-1563). El elemento
compartido por estas investigaciones es que el concilio representó uno de los puntos más álgidos de la historia del catolicismo, ya que es por medio de sus decretos que la iglesia romana
Antes de morir, Michel Foucault estuvo interesado en las
prácticas de sí promovidas por la contrarreforma católica,
pues según sus apuntes de investigación, durante este periodo resurgió el problema de la conducción correcta del alma:
el gobierno de las pasiones y el control de los intereses. “Con
el siglo XVI entramos en la era de las conductas, la era de las
direcciones, la era de los gobiernos”.11 El problema de la insurrección de las conductas detectado por Foucault consistió
en una anomalía histórica: surgió en el momento que los movimientos no-confesionales intentaron renovar la institución
eclesiástica sin intervención del concilio. Uno de estos momentos restrictivos fue la inmersión de la Compañía de Jesús en el
ámbito político. Si el luteranismo trajo consigo un nuevo modo
de pensar la autoridad política, los teólogos y políticos católicos se afanaron por recuperar las implicaciones normativas
de la noción aristotélica de autoridad —noción que justifica la
pertinencia política de la legítima obediencia— para conservar el orden moral de la sociedad. Si la institución encargada
de recuperar el ethos de la obediencia fue la Compañía de Jesús,
esto fue motivado porque muchas de las prácticas políticas de
10. W. Bangert s.j. Storia della Compagnía de Gesú, Marietti, Génova, 1990.
L. Giard de Vaucelles, Les Jesuits á l´áge baroque 1540-1640, Jérôme Millon,
Grenoble, 1996. J. W. O’Malley, The Jesuits: Cultures, Sciences, and the Arts,
1540-1773, Toronto, Toronto University Press, 1999. Sabina Pavone, Los Jesuitas. Desde los orígenes hasta la supresión, Buenos Aires, Libros de la Araucaria,
2007. Ramón Kuri Camacho, La compañía de Jesús. Imágenes e ideas, México,
INAH-UAZ-BUAP, 1996.
11. M. Foucault, 2006: 268.
106
107
La república de la melancolía
III. El ethos de la contrarreforma
la Compañía contribuyeron a la formación de un sistema de
disciplinamiento de la subjetividad política. En consecuencia,
la Compañía de Jesús se distinguió de otras órdenes religiosas
por su estructura rigurosamente vertical. Los textos fundacionales como los Exercitium spirituale y las Constituciones de
la Compañia tienen la función explícita de justificar tres votos
obligatorios: pobreza, castidad y obediencia. Sin embargo, los
preceptos de la Compañía tienen como consecuencia indirecta
una transformación radical de la subjetividad. Por ejemplo,
con la renovación de la figura del guía espiritual se introduce
una forma de poder pastoral compatible con las formas políticas modernas y, por consiguiente, una nueva orientación de la
subjetividad en la que no existe contradicción entre catolicismo
y modernidad.
la práctica de hábitos y virtudes cristianas, entre ellas la más
importante fue la obediencia. Si la obediencia operó como la
condición de posibilidad del camino que conduce a la salvación del alma, los procesos de despersonalización y vigilancia
empleados por los miembros de la Compañía compromete no
solo a obedecer a los superiores en el oficio monacal, sino que
conducen a la salvación eterna mediante la obediencia terrena.
San Ignacio escribió al respecto:
Para el universo ignaciano, el guía espiritual actúa sobre los
subordinados con un poder benevolente, paternal y dirigido:
opera como un pastor de ovejas. El guía espiritual, antesala del
padre protector, elige la alimentación, la manera de vestir, el
horario de oración, los oficios y los deberes de cada miembro
de la comunidad y, de manera destacada, prescribe el proyecto
de vida de cada individuo. Omnes et sigulatum. La condición
previa para el ingreso a la Compañía, además de la aceptación
de los votos de castidad, pobreza y obediencia, radica en la
aceptación irrestricta de una serie de obligaciones monásticas,
la confirmación de la irrefutabilidad de los dogmas teológicos
y la confesión de los pecados a los superiores con el fin de establecer un pacto filial entre el superior y el subordinado: un
contrato de obediencia. La aceptación de la autoridad conlleva
implícitamente el correcto ejercicio del poder pastoral.12
En efecto, los programas normativos de la Compañía y la
instrumentación de los ejercicios ignacianos conformaron la
estructura política, moral y simbólica de la autoridad mediante
12. Julián Sauquillo confirmó el vínculo jesuita entre autoridad y poder
pastoral: “el Barroco español ha contribuido decisivamente a la configuración de un “poder pastoral” capital en la formación del poder moderno.
[...] La Compañía de Jesús ha tenido una importancia excepcional en la
conformación de este ‘poder pastoral’ polimorfo que rebasa los límites del
gobierno político del príncipe” (Sauquillo, 2006: 101-102).
108
La obediencia a los superiores es necesaria, no solo
porque el superior sea particularmente prudente, o
bueno, o posea cualquier otro don de Dios Nuestro
Señor, sino más aún porque lo representa y posee su
autoridad […] El que vive en la obediencia debe dejarse
conducir y dirigir por la divina providencia a través
del superior como si fuese un cadáver (perinde ad cadaver), el cual se deja llevar hacia cualquier lugar y
de cualquier modo, o como el bastón de un anciano
que le sirve donde quiera y como quiera él utilizarlo
(San Ignacio de Loyola, Constituciones de la Compañía
de Jesús ,1539: I, 4).
La normatividad promovida por la orden jesuita buscó institucionalizar la subjetividad religiosa como un acto que oscila
entre lo público y lo privado debido a que la relación con la
autoridad es esencialmente benevolente. Para conseguir este
pacto filial, el superior utiliza una serie de valores, actitudes
y deseos que se agrupan bajo un ethos comunitario donde la
obediencia constituye el núcleo axiológico. La obediencia, por
consiguiente, no es entendida como una aceptación obligatoria
de los mandatos del superior, sino como el reconocimiento de
que los fines supremos establecidos por el superior coinciden
con los fines particulares del subalterno. El contrato originario
pactado entre el superior y el subalterno está fundamentado
en un ethos de la obediencia, ya que este último descansa en la
propia estructura de la Compañía puesto que, por un lado, los
seguidores de Loyola predican la homogeneidad y la universalidad en todos los centros de enseñanza jesuita; por el otro, el
fundador de la Compañía señaló que debe predicarse según el
contexto: los principios, las máximas y los decretos deben “aco109
La república de la melancolía
III. El ethos de la contrarreforma
modarse” según el “tiempo, lugar y personas”. Por lo tanto, las
especificidades de la mentalidad jesuita producen un tipo de
comportamiento moderno en la medida en que la verticalidad
de la autoridad garantiza la reproducción social de la institución, reproducción que requiere la aprobación voluntaria sometida mediante hábitos, prácticas y deferencias. Esta forma
de subjetivación recibe el nombre de ejercicios espirituales.
documentó la finalidad estoica del sabio y su condición de posibilidad, la amistad:
La introducción de los Ejercicios espirituales de Ignacio de
Loyola representó para el mundo moderno la recuperación de
la dimensión vital del cristianismo, dimensión que vinculó el
cristianismo latino con las escuelas helénicas de la Antigüedad
tardía. De esta manera, el cristianismo tridentino rehabilitó la
moral cristiana como un proceso de transformación política
de la subjetividad análoga a la militancia condicionada por las
enseñanzas de Pablo de Tarso. La militancia política mantiene un eco paulino que fue recuperado asertivamente por los
fundadores de la Compañía.13 Frente a esta conciliación entre militancia política y subjetivación moral por medio de los
ejercicios espirituales, el historiador de las prácticas helénicas,
Pierre Hadot, argumentó lo siguiente: “en principio, el concepto
y el término exercitum spirituale está documentado desde mucho
antes de Ignacio de Loyola por el antiguo cristianismo latino,
que correspondía por lo demás a aquella askesis del cristianismo
griego”.14 Por esta razón, una de las fuentes de las que procede la
moral jesuita está fundamentada en una versión cristiana de la
filosofía antigua, en particular del estoicismo imperial de Marco
Aurelio, Epicteto y Séneca. El cristianismo latino es, en cierta
medida, una moral estoica con ideales ascéticos. La diferencia
entre el cristianismo postridentino y el estoicismo antiguo radica en que para el segundo los ejercicios espirituales tienen
el propósito moral de transformar al sujeto mediante una estrategia epistemológica: una askesis capaz de construir el ideal
de sabio estoico. En el ejercicio doxográfico, Diógenes Laercio
13. Cfr. Alain Badiou, San Pablo. La fundación del universalismo, Ánthropos,
Barcelona, 1999.
14. Hadot, 2002: 24-25.
110
Dicen los Estoicos que la amistad solo se da en los buenos, los sabios, puesto que un día y otro son iguales
a sí mismos. Y la amistad consiste en hacer comunes
las cosas de la vida, tratando a nuestros amigos como
a nosotros mismos. Opinan que el amigo ha de ser
elegido por sus propias cualidades y que es bueno
tener muchos amigos. Entre los malos, los no sabios,
no existe la amistad y ninguno de ellos tiene amigos.
(Diógenes Laercio, Vidas de filósofos, VII, 124).
En contraste, el estoicismo ignaciano tuvo el propósito de someter externamente a la voluntad humana de modo que las
pasiones estuviesen gobernadas por un sistema de disciplinamiento de la conciencia moral. La finalidad de estas prácticas,
más allá de la redención y piedad cristianas, reside en el examen de conciencia capaz de conducir a la expiación del pecado.
El que da los ejercicios no debe mover al que los recibe
más a pobreza ni a promesa que a sus contrarios, ni a un
estado o modo de vivir que a otro […] Al que se quiere
ayudar para se instruir y para llegar hasta cierto grado
de contentar a su ánima, se puede dar el examen particular, y después el examen general. (Ignacio de Loyola,
Exercitia Spiritualia, 1535, Anotaciones, 18, 2-4).
Por consiguiente, si para los estoicos los exercitium buscaban
la autonomía del sujeto, para los seguidores de Loyola los
Ejercicios ayudaron a restablecer un orden jerárquico en el que
se persiga la obediencia absoluta y la heteronomía radical con
base en el fortalecimiento del guía espiritual. Por consiguiente,
la persistencia cristiana por legitimar el valor de la obediencia
permitió que el guía espiritual ejerciese un poder benevolente y,
en consecuencia, un tutelaje moral el cual es menester cumplir
para así garantizar la completa transformación cristiana. Para
la modernidad temprana, el problema de la relación entre el
sujeto y la verdad es radicalmente distinto. Si en la Antigüedad
las prácticas de sí tienen el objetivo de conciliar la conciencia
111
La república de la melancolía
III. El ethos de la contrarreforma
del sujeto consigo mismo (el retorno de sí), para los jesuitas del
barroco las prácticas de sí tienen como meta principal la adecuación de los procesos de subjetivación estoica con una nueva
pastoral católica. La obediencia al guía espiritual es convertida
en un acto político y la práctica de los ejercicios espirituales en
un acontecimiento político.
estoicismo antiguo y el estoicismo católico no radicó tanto en
sus concepciones cosmológicas como en la forma y método que
debe seguir el sujeto para alcanzar la apatheia. Es decir, que más
por preocuparse si el universo tiende a un proceso involutivo
o fuera de los alcances humanos, la ortodoxia católica se preocupó porque el aspecto moral de la doctrina estoica no contradijese los preceptos de la moral cristiana. La ética católica es
compatible con el estoicismo antiguo única y exclusivamente
si el estoicismo es un efecto y no la causa de la virtud cristiana.
Más cautos que Loyola, algunos teólogos de la
Contrarreforma como Pedro de Ribadeneira, Justo Lipsio y
Francisco de Borja argumentaron que la filosofía estoica puede
conciliarse con el cristianismo si se combina con la sabiduría
de las Sagradas Escrituras y con algunas enseñanzas de la antigüedad tardía (cum divinis litteris conjucta), especialmente si se
utilizan los ejercicios estoicos para adquirir la tranquilidad del
ánimo (ad Tranquilliatem et Quietem) como los elementos auxiliares de la espiritualidad cristiana. Los ejercicios espirituales
estoicos son análogos a los ejercicios espirituales ignacianos
en la medida que transforman la subjetividad, aunque en diferente grado de trasnformación. Los primeros transforman la
conciencia y tranquilizan el ánimo. Los segundos modifican la
conducta y limpian el alma. Aun así, a pesar de las ventajas
cristianas que se pueden extraer del estoicismo imperial, existen algunas ideas estoicas que desde el horizonte postridentino
resultan directamente falsas y heréticas: el determinismo, el
fatalismo y el énfasis en la materialidad del ser humano. En
este sentido, no toda la filosofía estoica puede adecuarse a la
dogmática cristiana, pues el materialismo determinista defendido por la Stoa es capaz de negar la providencia y disminuir la
prioridad normativa del alma, lo cual indica una posible reinserción del cuerpo y la carne negativa para la pastoral cristiana.
La negación del materialismo estoico implicó la afirmación de
la espiritualidad cristiana. Sin embargo, la ortodoxia romana
se interesó por que las ideas estoicas no fuesen entendidas
fuera del canon reglamentado de interpretación bíblica. Si se
aceptó que la ética católica opera ocasionalmente como una
ética estoica, de ello no se sigue que no exista diferencia alguna
entre ambas formas de estoicismo. El estoicismo antiguo puede ser una forma de proto-cristianismo, pero el cristianismo
no supone un estoicismo renovado. La diferencia final entre el
112
Finalmente, la diferencia más representativa radicó, entonces, en que los ejercicios espirituales del estoicismo antiguo
son exclusivamente ejercicios de la razón, mientras que los
ejercicios espirituales del cristianismo postridentino son una
complementación entre ejercicios de la razón y técnicas de
oración (meditación) cristiana.15 Para los representantes de
la Stoa, el sabio (sophos) puede controlar las pasiones y obtener la imperturbabilidad del ánimo debido a que realiza un
análisis racional de los juicios y los deseos, así como de las
representaciones que el agente hace de ellos. En contraste, el
iusnaturalismo católico consideró que es posible conseguir la
imperturbabilidad del alma única y exclusivamente si Dios interviene mediante su gracia. Por consiguiente, el cristiano debe
ejercitar el entendimiento y aplicar las técnicas de oración para
buscar un contacto “directo” con dios. El contenido “estoico”
del catolicismo jesuita supone que no basta con la liberación
de las perturbaciones mentales ni la suspensión del juicio y
las representaciones para obtener la tranquilidad del ánimo;
por el contrario, la disciplina ignaciana exige una completa y
transparente expiación del pecado por medio de una purificación integral del alma.16 Por lo tanto, el estoicismo imperial
15. Véase, los Ejercicios Espirituales de Loyola, la Guía espiritual de Miguel
de Molinos, los Exercitorum Spirituale del Cardenal Cisneros y la Devotio
moderna de Gerardo Groote como ejemplos de las técnicas de sí cristianas.
Estos textos puede ser entendidos como meditaciones en el sentido estoico del
término salvo que con un filtro y vocabulario cristiano.
16. Según algunos neoestoicos como Lipsio y Charron, los estoicos antiguos
no distinguieron entre alma y ánimo sino que fundamentaron sus premisas
en la distinción entre anima y animus con un sentido totalmente distinto al
113
La república de la melancolía
III. El ethos de la contrarreforma
y el catolicismo ignaciano son compatibles si y solo si la idea
estoica acerca de la capacidad curativa del análisis filosófico
(el análisis filosófico como ejercicio que conduce a la virtud, la
apatheia y la ataraxia) es completada con las meditaciones y las
técnicas de oración provenientes de la tradición de la espiritualidad cristiana.
Foucault menospreció la ética jesuita porque la interpretó
con base en un prejuicio histórico difundido por la filosofía
francesa: la identificación de la educación jesuita con la segunda escolástica o con un aristotelismo modificado en su
esencia práctica por el cognitivismo tomista. El jesuitismo
como opositor de la modernidad, según la apreciación cartesiana corriente. Es más, Foucault se equivocó al reducir la
importancia de los ejercicios de Loyola en la constitución de
la subjetividad moderna, puesto que el tema de la conversión
de sí no constituye necesariamente el fundamento de la ética
cristiana. El error consistió en confundir la conversión de sí
con el ideal ascético de vida: no todo el cristianismo es ascético ni toda finalidad cristiana implica una transformación de
la subjetividad. A contra corriente de lo que pensó Foucault,
mi interpretación supone que la “renuncia de sí” no constituye
la condición primaria para construirse una identidad cristiana
ni el cristianismo postridentino puede ser reducido a ascetismo moral o misticismo especulativo. Por lo tanto, si a partir
del siglo XVI “el tema del retorno de sí fue sin duda un tema
recurrente en la cultura ‘moderna’”19 y la cultura moderna es
producto del quiasmo ocasionado por la pastoral católica y
protestante, entonces estos procesos de disciplinamiento social
son efectos de los nuevos procesos de subjetivación cristiana
producida por la reforma jesuita —antes que por la reforma
luterana, calvinista o anglicana— pues los procesos intensivos
de subjetivación moral fueron introducidos por los ejercicios
espirituales loyolenses. El cristiano postridentino tuvo como modelo de subjetivación el modelo de la conversión de sí, modelo
obtenido de los ejercicios espirituales redactados por Ignacio
de Loyola.
En consecuencia, el resurgimiento de las prácticas de sí
durante la Reforma tuvo una doble implicación: el advenimiento de ejercicios espirituales cristianos y el surgimiento del
neoestoicismo. El problema consistió en precisar si existe una
continuidad epistemológica entre los ejercicios espirituales del
estoicismo imperial y los ejercicios espirituales propuestos por
Loyola. Foucault escribió al respecto que no existe tal continuidad y, por el contrario, lo que existe es una ruptura problemática
del problema de la transformación de sí: “el tema del retorno
de sí fue mucho más un tema adverso que un tema efectivamente retomado e insertado en el pensamiento cristiano”.17 No
obstante, la lectura de Foucault es reduccionista y sesgada, ya
que está sumamente condicionada por la idealización de la ética antigua, especialmente por la interpretación pragmática de
la filosofía entendida como forma de vida y de su visión de la
política como una forma de resistencia al poder.18
cristiano. Siguiendo a Epicteto, Lipsio afirmó que una escuela filosófica debe
concebirse como una “cirugía de médico”, como una “medicina del alma”
(Justus Lipsio, De Constantia, 1.10), razón por la cual la filosofía es entendida como terapia, como una forma de vida. Por otra parte, esta distinción
poco problematizada entre alma y ánimo le permitió a Blaise Pascal criticar
no solo a los casuistas de corte jesuita, sino a considerar como enemigos de
doctrina a todos estos nuevos estoicos que no son capaces de advertir que la
fe religiosa obedece más a la voluntad que a la razón. La crítica de Pascal es
así la primera crítica a los neoestoicos, pues los considera una derivación de
la casuística jesuita. Para más detalles acerca de la crítica a la casuística por
parte de Pascal, véase las Cartas Provinciales.
17. Foucault, 2006: 245.
18. La idealización foucaultiana de la ética antigua proviene, entre otras
razones biográficas, del impacto que causó en el filósofo francés la recepción
de dos de sus amigos historiadores: el helenista Pierre Hadot y el romanista Paul Veyne. Para más detalles acerca de la filosofía política de Foucault
114
Por ejercicios espirituales se entiende todo modo de examinar la conciencia, de meditar, de contemplar, de orar
vocal y mental, y de otras espirituales operaciones […]
Porque así como el pasear, caminar y correr son ejercientendida como una experiencia estoica, véase José Luis Moreno Pestaña,
Foucault y la política, Madrid, Ediciones Tierra de Nadie, 2011.
19. Ídem.
115
La república de la melancolía
III. El ethos de la contrarreforma
cios corporales, por la mesma manera, todo modo de
preparar y disponer el ánima para quitar de sí todas las
afecciones desordenadas y, después de quitadas, para
buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de
su vida para la salud del ánima, se llaman ejercicios
espirituales. (Ignacio de Loyola, Exercitia Spiritualia,
1535, Anotaciones [1]-2).
cal del alma humana: la obediencia absoluta, la heteronomía
radical.
Con base en lo anterior, algún lector atento podría contra-argumentar que los Ejercicios Espirituales de Loyola están más
cercanos al modelo cartesiano de subjetividad o al modelo de
meditación desarrollado por Séneca, Marco Aurelio y Epicteto;
sin embargo, el examen de conciencia propuesto por Loyola
busca la transformación radical de la subjetividad: asume que
el sujeto disciplinado por los ejercicios puede lograr una conversión total de sí. Para el sujeto del cristianismo post-tridentino, la conversión implica más que un cambio de creencias:
constituye una ruptura epistémica fundamentada por una renovación moral. La conversión mediante examen de conciencia
prescribe, entonces, una transformación radical de la conducta
y un cambio en la forma de pensar: ordena que se produzca
una nueva subjetividad tal y como lo establece el hombre nuevo
paulino. Es más, los Ejercicios Espirituales redactados por el fundador de la orden jesuita señalan que la aplicación del examen
de conciencia tiene como condición de posibilidad la veracidad
de la narración y la disposición absoluta de la voluntad con el
fin de conseguir una absoluta transformación de sí. Esto significa
que el sujeto que se dispone a realizar los ejercicios “debe narrar fielmente la historia de tal contemplación o meditación”
(Anot. 2) aplicando “los actos del entendimiento discurriendo
y los de la voluntad afectando” (Anot. 3) para de este modo
“vencer a sí mismo y ordenar su vida, sin determinarse por
afección alguna que desordenada sea” (Anot. 21).
En suma, en el disciplinamiento de la conducta emerge la
textura política de la subjetivación jesuita y, por extensión, la
dimensión moderna de la conversión de sí. Loyola exige un
disciplinamiento mayor que cualquier doctrina estoica de la
antigüedad debido a que no se contenta con la consecución
de la tranquilidad del ánimo, sino con la transformación radi116
Las tecnologías del poder pastoral
Para la historia del cristianismo occidental, la confesión constituye una de las formas narrativas más importantes para que
los creyentes construyan una identidad personal. Durante la
Contrarreforma, la práctica sacramental de la confesión representó el método moral para la individuación de la conciencia.
Políticamente, la confesión fue el acontecimiento privilegiado
donde las acciones adquieren un significado trascendente del
que puede atribuirle el agente. A diferencia de algunas prácticas similares como el examen de conciencia del estoicismo antiguo o el psicoanálisis moderno, la confesión católica permitió
que el penitente, al confesar sus acciones pecaminosas hacia un
Otro, pueda descubrise a sí mismo.
La confesión es el lenguaje de alguien que no ha borrado su condición de sujeto; es el lenguaje del sujeto
en cuanto tal. No son sus sentimientos, ni sus anhelos
siquiera, ni aun sus esperanzas; son sencillamente sus
conatos de ser. Es un acto en el que el sujeto se revela a
sí mismo, por horror de su ser a medias y en confesión
(Zambrano, 1988: 16).
La producción de la subjetividad católica depende de la lógica
de la confesión. En este proceso de revelación de la identidad,
el penitente es identificado y asumido como un ente singular
(ens singularis) al interpretar sus acciones mediante los conceptos y las normas que establecen los confesores. La autoridad
confesional inaugura un campo de sentido fuera de la normatividad moral. La práctica confesional se configura como un
saber capaz de determinar el conocimiento “verdadero” sobre
la persona.
La confesión tiene el objetivo de que el penitente alcance el
dominio de sí y, con ello, el volver a un estado de gracia divina.
El modo de conseguirlo es por medio de un ejercicio de transformación de la subjetividad: el penitente debe examinar los
117
La república de la melancolía
III. El ethos de la contrarreforma
actos disolutos y los pensamientos perversos para relatarlos al
confesor y así llegar a la transparencia del alma. En la confesión, el penitente debe aspirar a la absoluta transparencia de
los pensamientos; no debe guardar secretos ni ocultaciones al
confesor. Se prohíbe mentir. Se prohíbe ocultar la verdad. Si el
penitente miente, la confesión no tiene sentido, pues la confesión constituye el momento inaugural para la develación de la
verdad y, por consiguiente, para la recuperación de un estado
de gracia donde el alma humana se rencuentra con Dios. La
confesión es la puesta en escena de la verdad católica.
las sugerencias morales y las prescripciones normativas del
catecismo tridentino, se hace frente al avance protestante y se
revitaliza el interes por la confesión. Durante el Barroco, los
manuales de confesores tienen un propósito didáctico: postular una tipología de los pecados y una serie de reglas morales encargadas de dirigir correctamente la dirección del alma
durante el procedimiento confesional. Todos estos discursos
conocidos como manual de confesores son textos doctrinarios,
prescriptivos y heteronormativos que prescriben la conducta
y la función del confesor dependiendo del tipo de pecados y el
género del penitente. Según sea el caso –el pecado, la persona
o el género– el sacerdote debe comportarse ya sea como “padre”, como “médico” o como “juez”. Esta flexibilidad sacerdotal, denunciada por los jansenistas como casuística, laxismo
o rigorismo acomodaticio, no solo se intensificó durante la
Contrarreforma, sino que constituyó el núcleo del ethos jesuita.
El problema con la confesión radica, entonces, en que es objeto
de una escisión radical entre la teoría y la práctica sacramental.
Por un lado, los fieles se resisten a una confesión obligatoria y
detallada de las faltas; por otro lado, los intelectuales eclesiásticos producen una cantidad excesiva de discursos normativos
sobre cómo debe ser la correcta contricción. La resistencia de
los fieles implicó no solo que el rigorismo de la pastoral confesional se combinase en la práctica con actitudes paternales del
confesor, sino que el discurso de la confesión lograse vincular
la amenaza con el consejo, el castigo con el perdón, la gracia
con la melancolía.
Un análisis fenomenológico sobre la práctica confesional
demuestra que, dado que la confesión tiene como fundamento
la narración que transmite el penitente sobre sí, tal narración
debe cumplir algunas exigencias normativas como la transparencia y la exhaustividad. Si no se cumplen estos requisitos,
la confesión no tiene validez alguna y tales condiciones solo
pueden explicarse si previamente se comprende cómo opera
la práctica de confesión. El modo de operar de la confesión
consiste, básicamente, en una interrogación minuciosa y en
una narración exhaustiva del penitente estableciéndose una
relación rigurosamente vertical. En la parte superior de esta
relación reside el sacerdote que opera como médico-juez. En la
parte inferior, se encuentra el penitente que toma la posición
de enfermo-acusado. El confesor tiene la autoridad moral, la
facultad jurídica y la capacidad cognoscitiva para absolver los
pecados y para restituir al pecador en un estado de gracia. El
penitente, por el contrario, tiene la capacidad de someter los
deseos perversos y las pulsiones a las normas del confesor. Así,
el perdón, teológicamente, funciona como una absolución moral o absolución de los pecados, pues constituye el núcleo funcional de la relación confesor-penitente y, sobre todo, la razón
de ser de la práctica de la confesión. Sin perdón, la confesión
como práctica sacramental carece de sentido teológico y moral.
En la Contrarreforma, la pastoral confesional se condensó
discursivamente en el Catecismo del Concilio de Trento, el cual
advierte “que los fieles en su mayoría no pasan ningún día con
más impaciencia que los que están destinados por la Iglesia a
la confesión” (Catéchisme du Concile de Trente, 1691: 630). Con
118
En el siglo XIV, el tomista Andrés de Escobar —siguiendo
las tesis del Aquinatense— sugería que el confesor debia ser
“dulce corrigiendo” (dulcis), “prudente instruyendo” (affabilis
et prudens), “amable castigando” (atque suavis), “discreto imponiendo la penitencia” (discretus), “dulce escuchando” (mitis)
y “benigno absolviendo” (pius atque benignens)20. Sin estas características, la confesión no tiene validez normativa ni teológica; por ello el “buen confesor” es el sacerdote que adopta
20. Citado en Thomas N. Tentler Sin and confession on the eve of the Reformation, 1977.
119
La república de la melancolía
III. El ethos de la contrarreforma
simbólicamente la figura del padre. Esta idea será retomada
y, al mismo tiempo reformulada, en la época post-tridentina
para articular el consejo de confesores y las prácticas concretas de
confesión. El primero en apartarse de la prescriptiva tomista y
construir un discurso nuevo sobre la confesión fue el capuchino español, Carlos de Borromeo. En un lenguaje abiertamente
paternal, Borromeo redujo la función de confesor al de juez,
médico y padre.
Tecnología jurídica: sacerdote-juez. La segunda función que puede
adoptar el sacerdote durante la confesión es de abogado-juez.
Efectivamente, en ocasiones es necesario que el confesor intervenga como un abogado independientemente de las preferencias y las valoraciones morales del acusado. En Instrucciones
para los catequistas de la Compañía de Jesús (1545), el jesuita y
apostol de indias Francisco Javier destacó la importancia que
tiene el confesar de acuerdo con las circunstancias, la persona
y el género, sobre todo cuando se trata de procesos confesionales en contextos de evangelización. Sin embargo, el confesor
reconoce que no es suficiente con el “comprender” cogntivamente las razones y los motivos que causaron las acciones del
penitente y acepta que, sin el convencimiento de ambas partes,
la absolución de los pecados no tiene sentido moral y teológico. Por esta razón, el confesor-abogado tiene por lo menos dos
opciones para identificar la absolución eficaz y convincente.
Primero, debe convencer al penitente de que sus pecados no
son la exepción a la norma. El confesor debe persuadir que el
caso no es excepcional, pues el confesor ha tratado con almas
más “torcidas y perversas” aminorando con ello el sentimiento de culpa del penitente. Segundo, el confesor debe partir
de un principio de reciprocidad. Tal principio establece que
únicamente en casos extremos el confesor tiene la obligación
de “confesar” sus propios pecados al penitente. Esta práctica
re-establece un espacio de confianza y de transparencia a través de un reconocimiento de la banalidad del pecado.
Tecnología moral: confesor-padre. La primera condición para
que la confesión pueda desarrollarse satisfactoriamente consiste en establecer un ambiente donde el confesor pueda asumir el
papel táctico de padre misericorde. En la Summa Confessionalis
(1582) del dominico San Antonio de Florencia, se recomienda
al confesor, antes de proceder con severidad y diligencia, actuar con empatía y benevolencia con el propósito de generar
un espacio donde sea posible la redención moral. “El confesor
siempre debe ayudar al penitente, suavizando, consolando,
prometiendo el perdón […] Que participe en la pena, si quiere
compartir la alegría” (Antonio de Florencia, Summa Confessionalis,
1582: 3– XVII). Análogamente, en La Vraye Guide des cures, vicaries et confesseaurs (1602), Pierre Milhard elucidó la importancia
de una actitud cariñosa y paternal que debe asumir el confesor:
Cuando alguien por sí mismo, o interrogado, dice sus
pecados, no hay que agravarle sus pecados ni reprenderle de modo que esto le haga callar, sino más bien
por compasión, mostrándole cara benigna, alentarle
a que, con audacia y confianza diga todo y con toda
sinceridad (Pierre Milhard, La Vraye Guide, 1602: 595).
En la España imperial, la idea del confesor como figura paternal
–idea que proviene de los manuales de confesión medievales–
tuvo gran difusión, en especial las narrativas construidas por la
cultura popular. La imagen de un padre amoroso y la imagen
de un pastor celoso de su rebaño nunca fue una idea extraña al
imaginario colectivo penínsular, puesto que en las sociedades
agrarias el cuidado del pastor es un cuidado paternal.
120
Tecnología teológica: sacerdote-médico. La tercera función que
puede adoptar el sacerdote es de médico del alma ya que, según Gerson, la práctica confesional es una forma de obstetricia espiritual. En un célebre manual de confesores medieval
(Manipulus curatorum, 1330), Guy de Montroder ya había previsto la finalidad “curativa” de la confesión y, por ende, la función de médico que corresponde al sacerdote: “El confesor es
como un médico espiritual que acoge a un enfermo del alma”
(Guy de Montroder, Manipulus curatorum, 1330: 155). El sacerdote en tanto médico del alma debe actuar de igual manera que
un médico del cuerpo: curar, prevenir y aconsejar.
121
La república de la melancolía
III. El ethos de la contrarreforma
La pastoral post-tridentina tuvo como objetivo hacer de la
confesión un proceso terapéutico de tranquilización del ánimo
más que una expiación radical del pecado. Aunque el sacerdote es médico y juez, los juicios del confesor deben guiarse
por el principio de prudencia y caridad y no por actitudes de
excesivo rigor o severidad moral. El confesor reconoce que
al tratarse de una relación estrictamente asimétrica, el vínculo que se establece con el penitente compromete a ambos
a cumplir una serie de preceptivas para el correcto funcionamiento de la práctica confesional. Por esta razón, la ética del
confesor lo obliga a cumplir con estos tres condicionamientos
políticos: (1) no infringir el secreto al que está obligado como
confesor, (2) debe ser un “confidente” que no infringa temor
–las virtudes que deben guiar su conducta son la caridad, la
compasión y la fidelidad hacia el penitente– y, por último,
(3) el confesor debe reconocer que él no es menos pecador
que el confidente. En sintonía, la ética del penitente supone
el cumplimiento de las tres condiciones básicas de la correcta constricción: (1) exhaustividad y transparencia total de
las acciones narradas durante el acto confesional, (2) el penitente debe dirigirse al sacerdote como un hijo que busca
comprensión sin negar las fallas cometidas, (3) el penitente
debe reconocerse como pecador y debe asumir que nadie está
exento ni libre de pecado, incluso el confesor. Finalmente, si
se cumplen ambos códigos de comportamiento confesional,
el objetivo redentor y tranquilizador de la confesión queda
asegurado. Los fieles reconocen el poder curativo de la confesión, pues Dios perdona cualquier falta y el sacramento borra
cualquier tipo de pecado. Respecto de la ética de la confesión,
Francisco de Sales, el reformador de la vida monástica señaló:
condenar (Francisco de Sales, 1616, Avertimento a confesores: 284).21
Cuando encontréis personas que, por enormes pecados, como son las brujerías, relaciones diabólicas,
bestialidades, matanzas y otras abominaciones semejantes están excesivamente asustadas y atormentadas
en su conciencia, debéis levantarlas y consolarlas por
todos los medios, asegurándoles la gran misericordia de Dios, que es infinitamente más grande para
perdonarle, que todos los pecados del mundo para
122
Los discursos en favor de los efectos positivos de la confesión
fue el instrumento que empleó la Iglesia católica para revitalizar
la práctica sacramental. Para los teólogos de la Contrarreforma,
el sacramento de la confesión era digno de elogio porque se
concebía como una vía segura para alcanzar la salvación y,
por ende, como el mejor recurso disponible para conseguir
el alivio de la conciencia cristiana atormentada. De forma
que la develación de la verdad y la paz interior fueron los efectos
subjetivos defendidos por el acto de confesión. Sin embargo,
aunque la normatividad de la confesión supone la búsqueda
de la tranquilidad del penitente, ello es posible si previamente
se ha inquietado al pecador. Las propiedades positivas de la
confesión como la afinación de la conciencia, el aumento de
la subjetividad y el incremento del sentido de responsabilidad
traen consigo consecuencias no deseables como la apertura al
sentimiento de culpa, las enfermedades de escrúpulo y, sobre
todo, el sometimiento de la voluntad particular a la figura del
sacerdote. La ética de la confesión implica un incremento de la
autoridad política del sacerdote. En consecuencia, la relación
vertical surgida entre el confesor y el penitente se acentuó al
grado de dotar un fundamento místico a la autoridad sacerdotal, ya que el sacerdote es la única figura legítima que puede
efectuar los sacramentos. La legitimidad del sacerdote proviene, entonces, de la autoridad moral y de la facultad jurídica
que le reviste el aura teológica de la redención sacramental.
Efectivamente, las formas teológicas sobre el gobierno de los
pensamientos, los deseos y las pasiones, así como la “pureza”
del alma del penitente, permitió que el sacerdote sea percibido
21. Este tipo de discursos sobre la confesión que señalan la absoluta misericordia de Dios y la nimiedad del pecado fue un recurso de persuasión
constante en la Iglesia post-tridentina. Por ejemplo, el carmelita Marc de
la Nativité en su célebre texto Traité de la componction señaló que “no hay
pecado, por enorme que sea que no pueda hallar su remedio en la sangre de
mi hijo. No hay hábito tan largo que no sea borrado por mi gracia, cuando el
pecador se arrepiente en verdad” (Marc de la Nativité de la Vierge, Traité de la
componction, 1696: Tours 61).
123
La república de la melancolía
III. El ethos de la contrarreforma
como la autoridad moral legítima capaz de guiar la conducta
humana por el camino de la salvación religiosa. Un ejemplo de
la autoridad moral del sacerdote radica en el discurso sobre
la sexualidad. Para la moral católica, el sacerdote detenta el
saber teológico y el poder político acerca de la moral sexual no
porque tenga amplia experiencia en el campo ni porque sea el
único sujeto que detente la verdad acerca de la sexualidad; por
el contrario, al igual que el médico, el sacerdote es la máxima
autoridad de la moral sexual porque no necesita “contagiarse” para conocer la causa y la cura de las enfermedades del
alma. El sacerdote conoce la esencia pecaminosa de la sexualidad
debido a los saberes teológicos adquiridos y, especialmente,
por la experiencia adquirida como practicante de la confesión.
Entonces, la tecnología pastoral del ethos de la contrarreforma
fue posible por el surgimiento de una scientia sexuales barroca.22
Esta sciencia fue diseminada mediante manuales para confesores, estudios teológicos sobre el comportamiento sexual, clasificaciones médicas sobre los pecados de la carne, el analisis
jurídico de las diversas formas de lujuria, narraciones sobre los
perjuicios de la concupiscencia y, en especial, en la construcción de una maquinaria semiótica encargada de significar a la
mujer como origen del mal carnal. Por tal razón, el Concilio de
Trento se encargó de igualar sacramentalmente a la confesión
con la Eucaristía. La penitencia es así la traducción pragmática
de la scientia sexualis barroca y tuvo como límite histórico algu-
nas prácticas de abusos del poder pastortal como la solicitación
en confesión (sollicitatio ad turpia).
22. La scientia sexualis es un tipo de saber que tiene como finalidad la producción del discurso verídico sobre el sexo, del poner en discurso lo relativo
al deseo, la carne y el cuerpo. “La pastoral cristiana ha inscrito como deber
fudamental llevar todo lo tocante al sexo al molino sin fin de la palabra”
(Foucault, 1991: 29); sin embargo, ello no ha impedido que dentro de la pastoral cristiana se produzca un ars erotica, una práctica de la sexualidad donde el sujeto se transforma a sí mismo mediante la manipulación de su propio
deseo: “Hubo en la confesión cristiana, pero sobre todo en la dirección y el
examen de conciencia, en la búsqueda de la unión espiritual y del amor de
Dios, toda una serie de procedimientos que se vinculan a un arte erótica: guía
por el maestro a lo largo de un camino de iniciación […] aumentos de los
efectos gracias al discurso que los acompaña; los fenómenos de posesión y
éxtasis, que tuvieron tanta frecuencia en el catolicismo de la Contrarreforma” (ibíd, 89).
124
La Solicitación en confesión se comprendió como una situación de excepción de las prácticas religiosas barrocas en las
que el poder pastoral excedió sus límites morales. En general,
la solicitación es entendida como la práctica de seducción al
penitente empleada por algunos sacerdotes en el acto de la
confesión; penitentes que, principalmente, son mujeres jóvenes. Esta práctica de incitación sexual por parte del confesor
constituyó el margen moral de las prácticas sacramentales y, al
mismo tiempo, el límite discursivo del poder pastoral. En una
documentada investigación, Adelina Mora Sarrión definió la
solicitación: “bajo la expresión solicitación en confesión o, más
propiamente, sollicitatio ad turpia se incluyen las palabras, actos
o gestos que, por parte del confesor, tienen como finalidad la
provocación, incitación o seducción del penitente, con la condición de que dichas acciones se realicen durante la confesión,
inmediatamente antes o después de ella, o bien, cuando se
finge estar confesando aunque de hecho no sea así” (Sarrión
Mora, 1994: 11).
A primera vista, lo que resulta relevante de esta definición
sociológica es que la práctica de la solicitación es doblemente
perniciosa. En primer lugar, la solicitación es una transgresión
al celibato eclesiástico y, por extensión, diluye la legitimidad
política y la autoridad moral de las órdenes ecclesiásticas. En
segundo lugar, la solicitación constituye un ejemplo de abuso
de poder por parte del “pastor” sobre su “rebaño”. Sin embargo, para las autoridades eclesiásticas encargadas de castigar y
documentar tales actos, lo alarmante del caso no radicaba en el
abuso de poder ejercido sobre un “inferior”, sino en la debilidad moral del sacerdote que no podía disciplinar sus pasiones
y sus instintos sexuales más humanos. El problema de la solicitación se asumió, entonces, como la pérdida de la autoridad
moral del sacerdote, como el fracaso del gobierno de sí, como
la imposibilidad del control de la pulsión carnal. Asimismo,
dado que la transgresión ocurre antes o durante la aplicación
de las funciones sacramentales, la gravedad de la falta aumenta. Esto genera que el elemento crucial de la “solicitación” sea
125
La república de la melancolía
III. El ethos de la contrarreforma
su conexión directa con el sacramento de la penitencia o con
el debilitameniento de la figura sacerdotal. El debilitamiento
de la autoridad moral del sacerdote es el comienzo de la crisis
teológica de la iglesia, por eso no importa si los medios que
emplea el sacerdote para atraer al penitente sean violentos o
persuasivos, ni mucho menos es importante si las condiciones
económicas o el género de la persona impiden el desarrollo
eficiente de la práctica de la confesión. Lo trágico de este tipo
de prácticas radica en el hecho de que el sacerdote aprovecha
las prácticas de confesión como el momento para entablar una
relación sexual como una excepción a la norma del celibato.
No importa el daño al penitente tanto como la violación de la
norma del celibato por parte del confesor. La preocupación por
evitar la solicitación es así un ejemplo de la incidencia protestante en el ámbito católico: la reforma protestante se encargó de
desmontar la legitimidad de los sacramentos romanos basados
en la imposibilidad moral de su realización. En respuesta, la
Iglesia católica trató de re-significar los sacramentos por medio
de las reformas tridentinas.
de las infracciones que requiere mayor severidad en su castigo,
condujo a que cualquiera que practicase o haya practicado una
solicitación se le considerara como “sospechoso de herejía”.
Por otro lado, si la solicitación accedió al grado de herejía, entonces el tribunal encargado de perseguir los actos de herejía
será quien vigile y castige tales prácticas. La solicitación fue
un delito tan grave que tales prácticas fueron perseguidas de
manera sigilosa por el Tribunal del Santo Oficio, pues el no
impedirlas reforzaba el rumor protestante acerca del uso perverso de los sacramentos católicos. Finalmente, la justificación
de la solicitación provenía de una discriminación histórica de
género: el supuesto origen femenino del pecado.
La solicitación no es la única práctica donde el sacerdote
experimentó la sexualidad y la excepción a la norma del celibato, pero sí la única práctica en la que se aprecia el abuso de
autoridad y la relación de poder que existe entre la experiencia
religiosa y las prácticas sacramentales. Poder político, ritual
sacramental y saber religioso confluyen de este modo en esta
oscura práctica barroca. Aunque la solicitación ocurrió antes
del las reformas tridentinas, el reforzamiento de los sacramentos fue lo que impulsó esta práctica anómala a la teología moral
católica. Las razones de este cambio estuvieron incentivadas
por lo siguiente. Por un lado, a partir de 1559, la vigilancia de
las autoridades ecclesiásticas para la correcta aplicación y funcionamiento de los sacramentos se incrementó notablemente,
fecha en la que ya se habían concluido las dos primeras etapas
del Concilio de Trento. El 8 de febrero de 1559, Pablo IV publicó la bula Cum sicut nuper donde condenó como pecado mortal
las prácticas de sedución al penitente, con lo cual tipificó la
solicitación como un delito altamente nocivo para la comunidad ecclesiástica. La aparición de la solicitación, en tanto una
126
Efectivamente, en el imaginario del sacerdote barroco, la
mujer constituye la raíz y el fundamento de los pecados de
la carne. Como demostraron algunas investigaciones sobre la
mujer y la teología, la misoginia cristiana se articuló discursivamente gracias a los procesos de significación de la mujer
como símbolo del temor, el mal y el desorden humanos. Frente
a la pedagogía misógina, el único espacio en el que el clérigo
mantuvo cierta “intimidad” con el sexo femenino fue el del
confesionario. Por esta razón, en el espacio solitario del confesionario y motivado por el discurso de los deseos, el sacerdote justificó como inevitable la incitación hacia la penitente.
El no-control de los deseos es el fracaso de la teología moral
católica. Así, dependiendo el tipo de deseo y el tipo de mujer, el clérigo establecía la forma de la solicitación. Durante la
contrarreforma, las solicitaciones más frecuentes fueron las
siguientes: solicitación por palabra, solicitación por coacción seductora, solicitación mixta y, por último, solcitación violenta. La
primera fue una forma de persuasión al penitente mediante
palabras con doble sentido para proteger al sacerdote de posibles acusaciones. La segunda es una forma de seducción al
penitente mediante caricias, besos y contacto visual. La tercera
fue una forma de seducción que involucra mensajes, caricias y,
en ocasiones, retribuciones económicas. La última forma de solicitación fueron casos extremos en los que el sacerdote obliga
al penitente a realizar el acto sexual de manera violenta tanto
física como psicológicamente.
127
La república de la melancolía
III. El ethos de la contrarreforma
Extrañamente, según los registros de archivo, la solicitación
por palabra fue la principal forma de incitar sexualmente al
penitente durante el barroco, la cual no estuvo exenta de otras
formas de seducción sexual. Sin embargo, no todos los sacerdotes buscaron incitar al penitente para consumar el acto sexual:
algunos sacerdotes encontraron placer sexual en otras prácticas
como el exhibicionismo, el onanismo y formas más extremas
como las prácticas sadomasoquistas. Las solicitaciones destacables en el archivo fueron en las que la mujer es quien incita la
solicitación. Debido a sus condiciones económicas precarias y
su alto nivel de ignorancia, la mujer de aldea fue quién más padeció los abusos del poder pastoral. Por ejemplo, el testimonio
del clérigo Gonzalo Martínez Yranzo y la aldeana Inés Tormón
ocurrido en 1580 sirve para probar este tipo de casos:
protestantes. Como explicó Weber, la reforma protestante fue
más que un problema religioso y menos que un asunto político: la reforma protestante significó la amenza política más
concreta para la disolución del orden imperial. El honor de la
élite imperial y el prestigio del clero no podía verse disminuido por las “falsas” acusaciones luteranas. La solicitación en la
España barroca fue considerada como uno de los tantos “mitos
luteranos” o bien como una de las ya abundantes “calumnias
protestantes”. Aceptar oficialmente tales prácticas suponía el
debilitamiento de la autoridad moral del clérigo y la pérdida de
significatividad de la penitencia. Por lo tanto, la persecución y
el ocultamiento de los casos de solicitación fue una de las principales motivaciones policiales del Santo Oficio, pues el aceptar la existencia de las prácticas de solicitación implicaba una
confirmación de la veracidad de las denuncias protestantes.
Acabada de confesar y habiéndola absuelto, estando
ésta hincada de rodillas a sus pies, le dixo a ésta que la
quería mucho y que andaba mucho por ella y questa le
diese su cuerpo, y le prometió que le daría calzas y capados y un escofión y otras cosas, y le asió del brazo a
ésta y le dixo que no la soltaría si primero no le mandaba su cuerpo, y que la amenazó a ésta y le dixo que la
deshonraría, diciendo que había tenido cuenta carnal
con él si no le mandaba su cuerpo (Archivo Diocesano
Conquense, 1580: Legajo 709, exp. 696, fol. 1).
El testimonio anterior es más que un ejemplo del abuso del poder pastoral, la forma policial de las políticas de la sexualidad
barroca. La razón de esto reside en que la mayoría de los comportamientos sexuales considerados anormales se tipificaron
como pecados contra natura. La homosexualidad, por ejemplo,
fue objeto de una vigilancia constante y de una persecución policial exhaustiva. Baste recordar la Quema de mariposas como
ejemplo de la intolerancia sexual de la España de los Austrias.
El hecho de que la persecusión por solicitación fuese tan
exhaustiva y tan condenable se debió a que la monarquía
imperial española fue la encargada de abanderar la contrarreforma. Por este motivo, la solicitación representaba un grave
peligro ya que con ella se podían hacer válidas las denuncias
128
En suma, la tecnología de poder que mejor ilustra el ethos
de la Contrarreforma y la configuración del poder pastoral
durante el Barroco es la confesión. Sin la confesión y su práctica limítrofe, la solicitación, los modos de subjetivación y las
prácticas de sí del sujeto barroco simplemente no se hubiesen
materializado políticamente. Sin embargo, con las prácticas de
confesión, se comenzó a observar el tránsito del poder pastoral a las prácticas de gubernamentalidad o, en su caso, son un
ejemplo histórico del tránsito del examen de conciencia medieval al gobierno político de las conciencias.
Políticas de la imagen barroca
Para las formas católicas de representación, el culto a las imágenes y la sacralización de algunos objetos constituye uno de
los recursos más recurrentes en los que se objetiva lo sagrado.
Durante la Edad Medía, la discusión sobre las imágenes giró en
torno al problema de la idolatría y la devoción. Algunos teólogos medievales consideraron que, visto de un modo positivo,
las imágenes constituyen un excelente medio de devoción pero
que un exceso de imágenes conduce a lo contrario: la idolatría. En contra de los teólogos negativos que denunciaron el
carácter idólatra de la devoción de imágenes, la ortodoxia ro129
La república de la melancolía
III. El ethos de la contrarreforma
mana optó por pronunciarse en favor del uso sacramental. La
solución inicial fue integrar al rito cristiano las imágenes de
modo que formaran parte de la coeremonialia. Tomás de Aquino
señaló que la integración de las imágenes en la coeremonialia
está justificada porque las imágenes tienen el mismo estatuto
epistemológico que un prototipo (objeto representado); es decir, que entre la crucifixión efectiva de cristo y cualquiera de
sus representaciones pictóricas, la diferencia entre ambas solo
puede determinarse por el grado de devoción que provocan. El
problema radica, entonces, en que ninguna representación religiosa puede recibir mayor devoción que una autoridad eclesiástica vigente o que ninguna reliquia consagrada por la Santa
Sede tiene mayor estatis que el párroco local. En caso contrario,
la devoción de imágenes es convertida en un acto de idolatría.23
Asimismo, la devoción de imágenes produjo nuevas creencias
religiosas. Por ejemplo, en la Alta Edad Media, los creyentes
que tuviesen devoción por la imagen de San Christopher tenían la convicción de que no podían morir de día. Esta creencia provocó que las imágenes del santo se multiplicaran en las
iglesias, calles, devocionarios privados y demás lugares donde
fuese posible rendirle culto. Otra creencia popular bastante
difundida decía que si se ponía la imagen de un santo en el
pórtico de las ciudades se aseguraba la protección del exterior
y la prosperidad al interior. Así, los santos de los pórticos se
convirtieron rápidamente en los santos patronos de la ciudad.
La lista de ejemplos resulta interminable pero, para el cristianismo medieval, el empleo de las imágenes formó parte de la
experiencia religiosa del común de la población y, al mismo
tiempo, tuvo lo que los sociólogos denominan como una cualidad para-sacramentaria.24
teológicos sirvieron para evaluar, rechazar o apropiarse el tema
de las imágenes en cada una de las confesiones religiosas. Para
el imaginario católico, las imágenes comenzaron a asociarse
con algunos males sociales y sirvieron, simultáneamente, como
vehículos para difundir el poder político y religioso de la iglesia romana. Las imágenes adquirieron una función pedagógica
de primer orden para operar como constructores de subjetividad. En cambio, la iglesia protestante denunció el uso católico
de las imágenes por considerarlo desmedido y anti-teológico,
por producir una forma de “superstición e idolatría”. Si con
el avance protestante una cantidad importante de arte religioso fue removido de las iglesias de los lugares públicos en el
norte de Europa, en la Europa mediterránea (España, Italia y
Portugal) el incremento de imágenes religiosas se asumió como
una consigna política. Debido a estas dos posturas antagónicas
—el uso desmedido y el rechazo de las imágenes— surgió un
intenso debate acerca de la legitimidad, el uso y el abuso de
las imágenes religiosas. El debate teológico-político acerca de
las imágenes constituye, probablemente, el principal punto de
separación entre la iglesia fiel a Roma y la iglesia reformada.
Con la reforma protestante, la política de las imágenes cambió drásticamente. El cisma religioso, los concilios y los debates
23. Tomas de Aquino, Summa Teologica, III, art. 1-4.
24. Por ejemplo, esto ocurre en la teoría clásica de la sociología de la religión: la teoría de los grupos religiosos de Georg Simmel, la sociología de las
formas religiosas de Max Weber y la tipología del hecho religioso de Émilie
Durkheim.
130
El primer país del norte de Europa que removió imágenes
y esculturas de las iglesias y espacios públicos fue Suiza. Este
combate por las imágenes se prolongó de 1520 hasta 1570 dada
la constante intervención de Calvino y otros reformadores.
Políticamente, la teología política de Calvino consistía en una
oposición irrestricta contra los ídolos romanos, en particular
con el vínculo político entre el empleo supersticioso de las
imágenes y la autoridad vertical del Papa.25 La anterior acción
es un ejemplo de porqué la mayoría de los países protestantes asumieron una actitud iconoclasta. En Suiza, Francia y los
Países Bajos muchos calvinistas emplearon su pluma para prolongar la guerra contra las imágenes. En Inglaterra, la mayoría
de los puritanos localizó su energía política e intelectual para
25. Para más detalles sobre la teología política calvinista véase Antonio
Rivera García, Republicanismo calvinista, Georg Olms und Verlag, Francfort,
1999. Para un estudio histórico sobre el iconoclasmo calvinista consúltese
la obra de P. Mc. Crew, Calvinist preaching and iconoclasm in the netherlands
1544-1569, Cambridge, Cambridge University Press, 1998.
131
La república de la melancolía
III. El ethos de la contrarreforma
desterrar las supersticiones que devienen directamente del
empleo de imágenes. Ya para finales del siglo XVI, la Alemania
luterana detuvo totalmente la producción de arte religioso.
Finalmente, los países abiertamente protestantes articularon
parte de su ataque al catolicismo romano con una crítica iconoclasta acerca de la ilegitimidad teológica del uso de imágenes.26
ta francés, se mantuvo en tensión constante frente a la tradición
estética oficial y a la libertad artística de los autores.
Para el mundo protestante, la iconoclastia surgió como una
necesidad histórica. La iconoclastia sirvió para promover un
tipo de devoción cristiana “más simple y racional” y, con ello,
disminuir los efectos supersticiosos de las creencias religiosas.
Lo interesante es que algunos detractores católicos argumentaron que la política iconoclasta de destrucción de imágenes puede leerse como una pérdida: el debilitamiento de un mundo de
símbolos capaz de generar la sustancia ética de la comunidad.
La premisa de este argumento sostiene que con la exclusión de
la simbólica religiosa, la doctrina protestante descartó la parte
emocional e imaginativa de las creencias religiosas para trasladar el problema de la religión al problema de los límites de la
mera razón. El imaginario católico buscó llenar el espacio vacío
dejado por la anemia simbólica protestante y fortaleció la producción de símbolos religiosos y la continua alegorización del
mundo. Por esta razón, la pintura de Rubens, Pacheco, Murillo,
Zurbarán, Alonso Cano, Anibal Caracci, entre otros, estuvo al
servicio político del proceso de recatolización del mundo. Sin
la pintura no hay contrarreforma. En general, la pintura barroca se encargó de configurar un nuevo código de interpretación
del mundo a través de una constante renovación iconográfica
de las figuras sagradas históricamente reconocidas por el catolicismo. La renovación barroca, marginal al discurso manieris-
26. Inicialmente, Lutero tomó una posición intermedia respecto del empleo de imágenes religiosas. Más aun, lo que el teólogo alemán buscó fue
construir una nueva iconografía cristiana capaz de sintetizar los principios
y dogmas fundamentales de la iglesia reformada. En tanto teólogo formado
por círculos católicos, Lutero aceptaba la importancia política y pedagógica
de las imágenes religiosas. Lo que no supo resolver fue cómo establecer un
paradigma estético nuevo, fundamentado en los principios de la dogmatica
protestante.
132
El debate moderno sobre el uso legítimo de las imágenes religiosas comenzó alrededor de 1521 en Wittenberg, Alemania,
en manos del teólogo protestante Andreas Bodenstein von
Karlsdat. Con su obra Von Abtuhung der Bylder (Sobre la supresión de imágenes, 1522), Karlsdat inició en Zurich una política
de supresión y destrucción de las imágenes religiosas. En esta
polémica intervino gran parte de las figuras nucleares del
protestantismo como Zwinglio, Calvino, Lutero, de ahí la importancia de reconstruir argumentalmente el debate. La propuesta teológica de Karlsdat, mejor conocida por su polémica
directa con Lutero, se caracterizó por la crítica rigurosa a la
legitimidad del empleo de imágenes religiosas, especialmente
destacó su rechazo tácito a toda forma de objetivación material de lo sagrado. Influenciado como otros reformadores por
la obra de Erasmo, Karlsdat concedió prioridad normativa al
texto bíblico sobre los textos de la tradición romana (los textos
de la Patrística y los decretos conciliares). Además, el teólogo
alemán se pronunció en favor de la salvación de alma y de la
oración individual por encima de las prácticas sacramentales.
En consecuencia, Karlsdat descartó cualquier forma de representación popular y negó el acercamiento sacramental al fenómeno de lo sagrado. El espíritu iconoclasta de Karlsdat miró
siempre con desprecio el uso social de las imágenes empleado
por la Iglesia católica y, tal desprecio, formó una maquinaria
iconoclasta que perduró hasta entrado el siglo XX.
Karlsdat se pronunció abiertamente en favor de la supresión de las imágenes de Cristo, de la virgen y, sobre todo, de
las imágenes de santos. Ya instalado en Wittenberg, y dada la
ausencia “forzosa” de Lutero, Karsldat y Zwinglio abanderaron los procesos de Reforma en Alemania haciendo énfasis en
las modificaciones de la vida monástica y las restricciones en
la veneración de los santos. Para ambos reformadores, la principal crítica al uso de las imágenes consistía en el efecto masi-
133
La república de la melancolía
III. El ethos de la contrarreforma
ficador y alienante de las creencias religiosas que las imágenes
religiosas producen.27
Sin embargo, Karlsdat reconoció que la práctica de veneración
de santos puede traducirse en idolatría, pues el creyente de
una imagen de santidad difícilmente considera que su fe está
dedicada a un objeto religioso de segundo orden. Es por esta
razón que el teólogo alemán realizó una operación de teología
invertida al desmantelar los argumentos católicos tradicionales en favor del empleo y la veneración de imágenes.
Sobre la supresión de imágenes sirvió para justificar teóricamente la actitud iconoclasta y anti-católica. El argumento
afirmaba que el culto excesivo de las imágenes deviene en
prácticas de superstición e idolatría. Ninguna imagen merece
el mismo honor que una figura religiosa: los rituales religiosos con empleos de imágenes y objetos que se asumen como
sagrados no son más que recursos para construir falsos ídolos, “becerros de oro” que pretenden representar lo inefable.
Karlsdat optó por la tradición de la teología negativa al señalar
que si se acepta que los santos son capaces de producir milagros, entonces la creencia en la intervención de Dios no tiene
sentido. La creencia en Dios debe ser una creencia racional que
necesariamente ha de traducirse en un comportamiento moral
igualmente racional.
Pero todas las imágenes, sean masculinas como San
Sebaldo, o femeninas como Santa Úrsula o Santa Otilia
o de cualquier tipo son prohibidas y no deberán ser
admitidas sin excepción dentro de las iglesias, tal y
como está escrito en Deuteronomio [4: 16], donde la
escritura llama a los veneradores de imágenes prostitutas y mujeres adúlteras al igual que las imágenes
sancionadas por hombres. Desde esto nosotros aprendemos el alto daño de la idolatría que se encuentra en
el corazón de aquellos que veneran y trabajan para ella
(Andreas Bodenstein von Karlsdat, Von Abtuhung der
Bylder, 1522, II-8).
Según los detractores protestantes, el principal problema del
catolicismo radicó en que la iglesia romana no distinguía entre la veneración de santos y el culto a las imágenes. Para el
católico barroco, las imágenes religiosas cumplen una función
pedagógica fundamental. La imagen de un santo opera como
un exempla: recuerda y promueve las virtudes de la santidad.
27. Ya para 1522 Karlsdat había establecido un decreto que exigía remover todas las imágenes de las iglesias alemanas dando paso, con ello, a la
iconofobia protestante.
134
Por un lado, Karlsdat rechazó la doctrina tomista del prototipo tal y como la justificó Tomás de Aquino y Juan de Damasco
en el siglo XIII. Aunque el prototipo es una representación simbólica, ello no implica que deba preferirse una imagen sobre
otra o aceptar que la imagen de un santo tiene poder religioso
independientemente de la figura concreta del santo. Aceptar
lo contrario implica contradecir los principios del Antiguo
Testamento. Por otro lado, Karlsdat consideró problemática la
noción católica de culto. De acuerdo con la tradición católica
medieval, existen diversas formas de veneración y estas se jerarquizan conforme a la importancia del objeto venerado. El
teólogo protestante recupera la dogmática medieval y recuerda que las imágenes ocupan un lugar relativamente bajo en la
escala de veneración en los grados de dulia o latria.28 Además,
en la práctica concreta de la veneración de imágenes no siempre se distingue entre las imágenes de reverencia, las reliquias
y los artículos eucarísticos. Finalmente, la crítica de Karlsdat
se resume en que las imágenes operan como el modelo de conocimiento bíblico de la religiosidad popular (Biblia pauperum)
y que, como se mostró desde la Edad Media, la Biblia de los
párvulos no necesariamente genera respeto por el dogma, por
las autoridades eclesiásticas o respeto por la historia sagrada
de la iglesia. La solución propuesta, entonces, radica en que la
verdadera conducta cristiana debe guiarse exclusivamente por
la palabra y no por la presunta imitación de comportamientos
28. Según la dogmática medieval, existe una tipología de la veneración
religiosa. La dulia es la encargada de delimitar el grado de veneración hacia
los santos. La latria, por su parte, se encarga de especificar la devoción exclusiva a Dios; mientras que la hiperdulia consiste en las formas de honorar a
la virgen. Para mayores referencias consultese la entrada de tales conceptos
en The Harpercollins Encyclopedia of Catholicism, Chicago, Harpercollins, 1995.
135
La república de la melancolía
III. El ethos de la contrarreforma
morales inferidos a partir de imágenes. Incluso, Karlsdat se
opuso a las formas concretas de la religiosidad popular porque
en ellas encontró la justificación de algunas prácticas de abuso
del poder pastoral. Según este teólogo, si se facilita a los fieles
la aprehensión del dogma cristiano mediante representaciones, el clérigo incrementa su dominio sobre el fiel al instituirse
como el único detentor del saber religioso y, en consecuencia,
se asume como el administrador legítimo de los sacramentos
debido a la ignorancia exegética de los creyentes.
la actitud genuinamente cristiana debe ser indiferente al empleo de las imágenes. El verdadero cristiano, señala el autor de
las 95 tesis, puede elegir libremente si venera o no imágenes.
Incluso, conforme avanza la reforma en Alemania, Lutero se
mostró cada vez más interesado en el tema del arte religioso,
ya que reconoció la importancia cognitiva y pedagógica del
uso de imágenes religiosas, de la articulación simbólica y el
potencial devocional que poseen las imágenes.
Debido a la reformulación hermenéutica de los protestantes, la diversidad de interpretaciones bíblicas aumentó en comparación con la exegética medieval. Para un erasmista como
Karlsdat era necesario que se atienda al Antiguo Testamento
como la ley básica de la conducta cristiana. En este sentido,
los protestantes interpretaron la ley mosaica que prohíbe la
construcción y la adoración de imágenes como un imperativo
exegético y jurídico. De manera análoga, el protestantismo más
radical acudió al Nuevo Testamento, particularmente las epístolas paulinas, para fundar un recurso teológico para que las
creencias religiosas se traduzcan en acciones con sentido moral
y no en anquilosadas instituciones rituales. Para Karlsdat, lo
común entre el Antiguo y Nuevo Testamento –objetivado en la
figura de Moisés y Pablo de Tarso– radicó en el rechazo tácito
a la adoración de imágenes, en el cumplimiento riguroso de la
ley mosaica.29
En cambio, la posición de Lutero fue más moderada, menos
intransigente y más sensata respecto del paisaje que se venía
dibujando con el cisma teológico. Con su regreso a Wittenberg
el 6 de marzo de 1522, Lutero ordenó la detención de la destrucción de imágenes prescrita por Karsldat y, con ello, surgió
un intenso debate entre ambos teólogos. En Contra los profetas
celestiales (1525), Lutero señaló su posición y demostró porqué
29. Cabe añadir que concebir a la tradición religiosa protestante como una
tradición iconoclasta es un error de interpretación histórica. La tradición
iconoclasta protestante tiene sus propias excepciones; por ejemplo, Melanchthon en 1521 señaló que la ley mosaica de las imágenes no aplica directamente al cristianismo reformado.
136
A pesar de los esfuerzos teóricos de un apasionado Lutero,
se necesitó de un mayor arsenal argumental para frenar la crítica de Karlsdat. Los tratados teológicos que buscaron directamente replicar el Von Abtuhung der Bylder fueron las empresas
del teólogo católico Johannes Eck y del ortodoxo Hieronymos
Emser. Hieronymus Emser (1478-1527), traductor del Nuevo
Testamento al alemán y conocido por su polémica contra el
agustinismo político de Lutero, fue el primero en replicar los argumentos de Karlsdat con su obra Das man der heyligen bilder in
der Kirchen nit abthon (Que uno no debe remover las imágenes de
santos de las iglesias en deshonor de ellas y que no son prohibidas
en la Escritura, 1522) escrita dos meses después de la aparición del texto de Karlsdat. Desde el prefacio de la obra, Emser
desacreditó la obra de su oponente al evaluarla como herética,
perjudicial y de poca relevancia para el dogma católico. Para
fundamentar la importancia cognitiva y doctrinal de las imágenes, Emser reconstruyó los argumentos a favor del uso de
las imágenes en el Antiguo y Nuevo testamento y señaló su
concordancia con la ley natural.
Según la ley natural interpretada por el derecho canónico
tridentino, las imágenes forman parte de las estructuras religiosas y de las formas de predicación del sacerdotium. El empleo de las imágenes no es ajeno a la tradición católica ya que,
desde “tiempos remotos” las imágenes operan como mediaciones que facilitan la devoción. Tanto paganos como judíos
y cristianos emplearon las imágenes y los símbolos religiosos
para distinguirse de otras confesiones y proyectar sus propias
concepciones religiosas. En el caso del judaísmo, si bien la
prohibición de imágenes está prescrita en el Éxodo, está documentado que el templo de Salomón se encontraba cubierto
137
La república de la melancolía
III. El ethos de la contrarreforma
totalmente por imágenes. Emser señaló que la ley mosaica no
debe interpretarse en un sentido literal, sino que es menester
indicar las condiciones de empleo de cualquier representación
simbólica de lo sagrado.
II, producir arte religioso es ayudar a que se propague el plan
providencial que tiene Dios sobre la Tierra.
Después de todo esto queda claro que producir y usar
imágenes en un sentido apropiado nunca se opone a la
Escritura o Dios. Pero si cada imagen fue prohibida o
bien se considera antes una abominación a Dios o un
desafío a la iglesia (como Karlsdat, en su tonta cabeza, fuerza a la Escritura a decir), entonces Dios por sí
mismo no debió haber dado las ordenes mencionadas
a Moisés y Salomón no haber revestido su templo y el
tabernáculo para ser mancillado. (Hyeronimus Emser,
Das man der heyligen bilder in der Kirchen nit abthon,
1522, 49).
Con esta línea argumental, Emser señaló que Karlsdat no interpretó adecuadamente la ley mosaica. El teólogo protestante
confunde culto con idolatría, pues no es lo mismo “prohibición
de imágenes” que prácticas de idolatría y superstición. En tal
caso, lo que se prohíbe no es la representación de lo sagrado
mediante imágenes, sino venerar a las imágenes más allá de
los límites de las creencias admitidas. Sin embargo, una vez
establecida la falta de consistencia del argumento de Karlsdat,
Emser estableció diez razones teológicas que justifican el empleo de imágenes, además de recuperar el valor epistemológico de las imágenes según el canon medieval.
Posteriormente, Emser añadió que el intento protestante por
remover las imágenes religiosas fue una vieja estrategia política –la iconoclasta bizantina– que busca destruir la hegemonía
simbólica del catolicismo. Por ello, detrás del debate teológico
sobre las imágenes se encuentra una contienda política delimitada: si se remueven las imágenes de las iglesias católicas, se
desarticula el ethos simbólico de la autoridad romana. Así, la
defensa del empleo legítimo de las imágenes religiosas no es
más que la defensa tradicional de la fe católica. El promover la
producción de imágenes asegura la intervención de Dios en los
asuntos de Estado ya que, como creyó fervientemente Felipe
138
Por último, la defensa católica de las imágenes se situó en el
horizonte trascendental que disputa la tradición en el sistema
teológico católico. Frente al énfasis protestante en la palabra,
los escritores católicos de la Contrarreforma optaron por recuperar la tradición filosófico-teológica y, con ello, mostrar cómo
la difusión y la proyección de las creencias religiosas requiere
necesariamente de un sustrato estético. Emser no sólo señala la
importancia de la regulación de las imágenes, sino que protege
a la tradición católica y a la jerarquía eclesiástica mediante la
vigilancia de las principales formas de representación y, evitar
con ello, las acusaciones de idolatría.
La obra e influjo Johannes Eck llegó hasta España y logró
colocarlo como uno de los polemistas más conservadores e inflexibles de la Contrarreforma. Su texto más polémico, De non
tollendis Christi et sanctorum imaginibus (Sobre el no remover las
imágenes de Cristo y los Santos, 1523), no es una respuesta directa
al planteamiento iconoclasta de Karlsdat sino, más bien, una
defensa general acerca de la posición católica sobre las imágenes. No sorprende la similitud argumental entre el planteamiento de Emser y el de Eck dada las referencias constantes
a la tradición y la insistencia en proferir argumentos de corte
escolástico en favor de las imágenes.
El punto de partida de Eck no es una revisión crítica de la
historia del cristianismo interpretada desde la historia de sus
representaciones simbólicas. Este teólogo ortodoxo se detiene
en el análisis exhaustivo de la ley mosaica y sus implicaciones políticas y teológicas. En la primera parte del análisis, Eck
argumentó que la prohibición mosaica de las imágenes no
tiene relevancia en el cuerpo doctrinal católico porque con la
Encarnación de Cristo, Dios se hizo visible a los seres humanos.
Esto quiere decir que con la emergencia histórica del cristianismo, las vías negativas para acceder a lo inefable adquieren
otra dimensión teológica: se dio un giro antropológico en las
formas de representación de Dios. El Dios-padre del Antiguo
Testamento se objetiva y adquiere plenitud con el advenimien139
La república de la melancolía
III. El ethos de la contrarreforma
to del Dios-hijo del Nuevo Testamento siempre visible a los
ojos humanos. Además, agregó Eck, con la venida de Cristo
no solo se justificó la representación material de Dios, sino que
Cristo se convirtió en la imagen sagrada predilecta. Por lo tanto, para el cristianismo más ortodoxo Dios no solo manifiesta
su dogma a través de las escrituras, sino que expresa su plan
providencial por medio de las imágenes sagradas que proyecta
hacia los seres humanos.30 Aún así, a pesar de las referencias
bíblicas, Eck reformuló el argumento en términos modernos y
reiteró la ventaja epistémica y pedagógica de las imágenes. Las
imágenes operan como memoria de santos: estimula y emula la
fe de la población.
En consecuencia, la actitud iconoclasta de algunos protestantes impulsó a los teólogos católicos más versados en
Sagradas Escrituras a desarrollar nuevas argumentaciones en
favor del empleo de imágenes religiosas, empleo que rápidamente se vio traducido en la construcción de la maquinaria arquitectónica barroca. Lo que hay que distinguir del problema
de las imágenes durante el Barroco consiste en que una cosa fue
el debate teológico sobre la legitimidad del uso de representaciones, y otra muy distinta la discusión estético-moral sobre el
contenido y forma que deben cumplir tales representaciones.
En España, el debate estético sobre la imagen religiosa se intensificó debido al interés monárquico por propagar la fe católica
a través de instrumentos de persuasión tan diversos como la
pintura, el sermón o la catequesis del laicado. En particular,
la Iglesia de la Contrarreforma optó por tomar una postura en
favor de las representaciones religiosas y articuló una teoría
retórica y teatral de la imagen religiosa.
En la segunda parte del tratado, Eck se encargó de revisar
y justificar cómo la destrucción de imágenes tiene que ver directamente con “la acción de Satanás en el mundo” y que se
transporta por medio de las obras y las acciones de los iconoclastas. Las obras iconoclastas, que el teólogo alemán localizó
históricamente en el iconoclasmo bizantino de Theofanes, son
un ataque contra las formas institucionales de la iglesia y, por
consiguiente, una resistencia al plan providencial trazado por
Dios. Si la Iglesia romana ha resistido históricamente todos estos ataques y ha salido victorioso de ellos, se debe a que Dios
ha intervenido en favor de las formas romanas de representación simbólica. Con la estructuración de argumentos providencialistas, Eck argumentó que los ataques iconoclastas de los
protestantes no son una novedad teórica ni un problema del
que la Iglesia romana tenga que ocuparse urgentemente, pues
como lo ha mostrado la historia del catolicismo, los ataques
iconoclastas perecen a lo largo del tiempo.31
30. Este argumento en defensa de las imágenes tiene su primera formulación en el debate sobre la Encarnación material de Cristo que postuló Juan de
Damasco en el siglo XII. Cfr. Juan de Damasco, Sobre las imágenes divinas. Tres
apologías en contra de aquellos que atacan las imágenes divinas.
31. En el optimismo teológico de Eck y en el reino simbólico gobernado
por la imaginaria católica, lo que no pudo prever el teólogo católico es que
la providencia abandonó los caminos romanos. En el debate y guerra por
las imágenes, el dogma católico históricamente pereció. “Eck no podría
imaginar que el tratado de Karlsdat fuera únicamente el comienzo de una
140
La opción católica y, por derivación, hispánica de la imagen
religiosa se objetivó en diversos manuales de composición y
algunos tratados de los preceptistas barrocos. Es por ello que
las primeras décadas del siglo XVII estuvieron marcadas por
una profunda e incluso violenta reivindicación de la imagen
religiosa. Un preceptista como Vicente Carducho argumentó
que las imágenes religiosas poseen la cualidad de pertenecer a
la nobleza moral y que, por consiguiente, el no difundir el arte
sacro es una inmoralidad. Análogamente, Francisco Pacheco,
uno de los más grandes pintores y preceptistas del Barroco
español, señalaó que se deben admitir las imágenes religiosas
en tanto “cosa de culto exterior” y que, por esta misma razón,
deben operar como instrumentos de veneración a Dios y a la
Iglesia Romana.
Siguiendo los presupuestos teológicos jesuitas, la pintura
barroca, como las demás actividades humanas, deben conducirse ad maiorem glioriam dei. Si la pintura no tiene como finalidad
ulterior la glorificación de Dios, los Santos y el prójimo, entonlarga guerra que actualmente podría decirse ha sido ganada por el enemigo”
(Scavizzi, 1998: 18).
141
La república de la melancolía
ces la pintura no tiene justificación moral. Las preocupaciones
teóricas de los preceptistas se ven reforzadas, en consecuencia, por la confirmación práctica del espectáculo barroco de
las imágenes. Como señaló Rosario Fraga, la imagen religiosa
barroca se caracterizó por su “serialidad” y por constituir una
visión sui generis del decoro. Por serialidad se entiende la posibilidad de persuadir al fiel a través de la repetición de imágenes
similares. Por ejemplo, para transmitir la creencia apostólica
de la iglesia romana, los pintores católicos produjeron diversas
obras donde el tema del apostolado se interpreta y reinterpreta
constantemente, donde a una representación “mayor” se le suman varias representaciones con afinidad temática: v.gr. “Los
apostolados” de El Greco, los “Apóstoles” de Ribera, la serie
de Santos y apóstoles en los retablos de El Escorial y algunas
esculturas de Sanchéz Cotán y Zurbarán que dan muestra de la
serialidad comunicativa de la imagen religiosa barroca.
En cuanto al decoro, la imagen religiosa barroca tiene la particularidad de justificar el decoro por medio de una máxima estética fundamental: eccitare la devozione. Durante el Barroco, la
idea de decoro operó como una prescripción estilística y moral
que exige que cada manifestación artística sea coherente con su
contexto de surgimiento, que cada imagen o figura se limite al
lugar y la ocasión que le corresponde según la historia sagrada
o profana. El preceptista Vicente Carducho explicó que el decoro consiste en “hablar cada uno el lenguaje de su tierra y de
su tiempo” (Carducho, Diálogos de la Pintura, 1633, I); es decir,
que para que una imagen religiosa sea decorosa en términos
estrictamente estéticos, se requiere que esta manifestación
pictórica cumpla los principios básicos de la idea aristotélica
de verosimilitud. Cabe añadir, que la noción barroca de decoro
tuvo fuertes influencias de los moralistas castellanos y de los
místicos del siglo XVI. La influencia de los moralistas se vio
traducida en las intenciones “decorosas y verosímiles” de la
iconografía del siglo XVII. Los temas que mejor muestran la
tendencia barroca por una iconografía que se ajuste al canon
del decoro son los siguientes:
142
III. El ethos de la contrarreforma
(a) El tema del martirio. Guido Reni, La Crucifixión de San
Pedro (1605); José de Ribera, El Martirio de San Bartolomé
(1639); Francisco de Zurbarán, San Hugo en el refectorio
(1655), etc.
(b) El tema tridentino de la “grandeza” de los sacramentos
y la importancia pedagógica del sermón. Agostino Carraci,
Ultima conversión de San Jerónimo; Povenichino, La conversión
de San Jerónimo; Carlos Sarceni, Sermón de San Raymundo.
(c) La representación de grandes personalidades religiosas junto con la historia de las órdenes seglares. Orazio
Borgiani, Retrato de San Carlos Borromeo (1611); Daniele
Crespi, El Retrato del milanés (1628).
Con la inclusión de estos temas en el nuevo canon iconográfico
(el tema del martirio, los sacramentos y la representación de
las órdenes) se logró reactivar con la pintura la idea medieval de que no existe salvación fuera de la iglesia. La influencia
de la mística, por su parte, se ejemplificó en la noción barroca
del espacio de adoración. Para los místicos hispánicos del XVI,
el espacio de adoración está basado en la concepción teológica
del espacio: un escenario del drama humano, el lugar que posibilita la distenti animi agustiniana. No se trata, entonces, de
un espacio topológico sino de un espacio que remite a lo que
Michel de Certeau llamó el espacio del Deseo. El espacio místico
es así el lugar donde el “deseo-de-Otro” se convierte en “deseo-de-Deseo”, el lugar donde el vacío del alma humana puede
llenarse por medio del éxtasis místico.
Frente a esta concepción mística del espacio, Loyola resultó
fundamental pues, a partir de su noción de la composición de
lugar, el espacio sagrado fue entendido como un espacio del
y para el cuerpo. Según el fundador de la Compañía de Jesús,
el espacio debe ser un lugar corpóreo y tangible que pueda
transgredirse por medio de la contemplatio. Estas ideas, aparentemente teológicas, tuvieron alta incidencia en la configuración
de las artes barrocas, especialmente en la preceptiva arquitectónica. La construcción de las iglesias, capillas, ermitas y oratorios debían cumplir las prescripciones que la literatura mística
143
La república de la melancolía
III. El ethos de la contrarreforma
y los decretos jesuitas exigían. Sin embargo, con este problema
estético surgió otro problema teológico detectado angustiosamente por San Juan de la Cruz: no basta con la construcción del
espacio arquitectónico sub aespecie aeternitates debido a que: “es
cosa notable ver algunos espirituales que todo se les va en componer oratorios, y acomodar lugares agradables a su condición
e inclinación, y del recogimiento interior, que es el que hace al
caso, hacen menos caudal, y tienen muy poco de él” (San Juan
de la Cruz, Comentarios a la Noche Oscura del alma, 22).
artística pudiese tener la aprobación eclesiástica: la teoría de la
imagen barroca debe ajustarse a los principios tridentinos en el
contenido y en la forma. Esta intervención de la teología en el
campo de la estética tuvo fuertes repercusiones en el modo de
concebir la función social del artista de la contrarreforma. Sin
embargo, el aspecto definitivo de la imagen barroca no radicó
en la preminencia de la persuasión retórica, sino en la importancia política de la teatralización de las pasiones según la visión
del Theatrum mundi. El sentido barroco de lo teatral cambió la
finalidad lúdica que tuvo durante el Renacimiento por una
forma de expresión donde los contenidos retóricos, alegóricos
y emocionales de la imagen religiosa adquieren una expresión
política. De este modo, la retórica política barroca únicamente
es útil si emplea las ficciones teatrales de propósitos religiosos
con una finalidad gubernamental; esto es, la construcción de
ficciones teológico-políticas que adoptaron formas teatrales,
por ejemplo, los autosacramentales.
No obstante, el Barroco artístico es la época de la producción
y la representación del espacio sagrado. Este tipo de espacio depende, entonces, de un espacio propicio para la contemplación
mística y la experiencia corporal, razón por la cual la justificación teórica es una explicación estética: la erótica de la imagen
religiosa. En el barroco, la imagen religiosa tuvo la finalidad de
excitar la devoción, de despertar la atención sensible y enternecer
la sensibilidad ante la representación corporal del sufrimiento de los santos y el evangelio. La imagen barroca es así una
máquina de experiencias sublimes. Por consiguiente, resulta
comprensible porqué las exigencias estéticas de la reforma católica permitieron un giro sensualista en las manifestaciones y
actividades humanas. Ignacio de Loyola argumentó en favor
de los sentidos como una fuente de conocimiento legítima. Los
Ejercicios espirituales son un manifiesto teológico-filosófico que
enaltece los sentidos y la percepción sensible como un modo
de acceso a la verdad divina. Esta tendencia “sensualista” fue
prevista por Maravall y otros estudiosos del barroco, para
quienes la cultura del barroco es básicamente una cultura de la
imagen sensible, una cultura del cuerpo y de la carne.
Como prescribió Johannes Eck, la Iglesia católica requirió
de un control y una vigilancia exhaustiva sobre el uso de las
imágenes religiosas para frenar el avance protestante y articular el ethos simbólico que siempre la caracterizó. Esta necesidad estuvo ampliamente debatida por los teólogos católicos y
quedó objetivada en el Decreto de las imágenes del Concilio de
Trento. En este decreto no se especificó el valor pedagógico y
moral de las imágenes, pues se dio por entendido, sino que se
establecieron las condiciones óptimas para que una expresión
144
Finalmente, la teatralización de las pasiones y el desarrollo
de una cultura sensualista de la imagen permitieron que las
producciones simbólicas del barroco tuviesen un fuerte contenido político y moral acorde con las exigencias del catolicismo
post-tridentino. A diferencia de la dogmática protestante, el
catolicismo barroco se sirvió de la tecnología confesional y del
empleo pedagógico de las imágenes para producir un imaginario de santidad y, a su vez, la articulación de un ethos de la obediencia basado en un complejo dispositivo de la autoridad. El
uso barroco de las tecnologías de poder trascendió los límites
de un estilo artístico para convertirse, de manera consistente,
en una maquinaria semiótica en la cual la función principal
consiste en la legitimación del poder político por medio de la
producción de significados teológicos compartidos.
145
IV. EL GOBIERNO PURO
El vivir hispánico ha consistido en un estar dentro
de sí, como el soberano por la gracia de Dios, cree
legítimo mantenerse en su trono.
Américo Castro
El debate en torno a la estructura conceptual de la razón de
Estado implica simultáneamente la discusión acerca del surgimiento del lenguaje de la política moderna. En este capítulo argumento por qué el discurso de la razón de Estado constituye
el principal acontecimiento discursivo que explica la relación
entre lo político y lo teológico en un sentido estrictamente moderno. Para reforzar mi argumento empleo la siguiente estrategia. Primero, señalo las diferencias epistemológicas y las implicaciones normativas que supone el concebir a la razón de Estado
como una categoría metahistórica. Si se asume la razón de
Estado como un concepto que trasciende su contexto de surgimiento, entonces se incurre en la falacia historicista: la validez
normativa del concepto se confunde con su origen conceptual.
Por esta razón, postulo a la razón de Estado como el concepto
nuclear de la teología política barroca. Segundo, describo la
recepción que tuvieron en España estas disputas conceptuales,
ya que en la España barroca la definición de la razón de Estado
estuvo condicionada por un fuerte espacio de antagonismo
político: desde los que defienden la autonomía de lo político
hasta los que prescriben que la política debe subordinarse a la
religión. Por último, señalo la función política y discursiva del
tacitismo, el antimaquiavelismo y la teología-política jesuita
para prescribir a la razón de Estado como una técnica política
y una práctica social que permite entender el surgimiento del
147
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
arte de gobernar moderno. El arte de gobernar no más que gobernar según la razón de Estado.
Razón de Estado es la máxima del obrar político, la ley
motora del Estado. La razón de Estado dice al político lo que tiene que hacer, a fin de mantener al Estado
sano y robusto. Y como el Estado es un organismo,
cuya fuerza no se mantiene plenamente más que si le
es posible desenvolverse y crecer, la razón de Estado
indica también los caminos y metas de este crecimiento (Meinecke, 1924: 3).
La razón de Estado ¿Lenguaje político o
categoría metahistórica?
La historicidad y la determinación espacio-temporal de los
conceptos posibilitan, filosóficamente, el establecimiento de
algunas de las principales líneas de interpretación sobre el supuesto origen, el desarrollo histórico y las implicaciones normativas del concepto razón de Estado. La historia conceptual de
la razón de Estado es la prueba de que los cambios conceptuales son la continuación de la política por medios discursivos.
Sin embargo, la historia política de la razón de Estado oculta
los supuestos teológicos no explicitados por los filósofos de la
soberanía absoluta. Para evitar la diseminación de lo teológico
en la investigación histórica es necesario desmontar las historiografías políticas del término y, por extensión, afianzar un
registro político, no teológico, del concepto razón de Estado.
Primer modelo: el modelo historicista (Maquiavelo como
precursor de la razón de Estado). Según la historia de las ideas,
el origen de la razón de Estado está situado con la filosofía
política de Maquiavelo. Aunque el secretario florentino nunca
empleó esta noción, algunos de sus planteamientos teóricos
anuncian el contenido de lo que posteriormente será nombrado como ragione di Stato. Este primer acercamiento, alimentado
principalmente por las investigaciones pioneras de Friedrich
Meinecke1 y Benedetto Croce2, sostiene que la razón de Estado
más que un concepto es un modo de proceder de la acción política y del obrar político, independiente de todo tiempo y lugar,
que busca como fin la conservación y prolongación del poder
político. En este sentido, lo que realizó Maquiavelo fue explicitar la forma más genuina con la que procede la acción política:
El riesgo del modelo historicista radica en que equipara la razón de Estado con la proliferación del maquiavelismo: la razón
de Estado como el legado político de los principios políticos
del secretario florentino. En particular, esta equivalencia entre
razón de Estado y maquiavelismo perfila que esta práctica política
permitió la secularización del poder político y, por extensión,
constituye la principal fórmula política que permitió la autonomía de la política en el mundo moderno. Por mi parte, considero que este modelo interpretativo es problemático pues, por
un lado, muestra uno de los principales “aportes” del pensamiento de Maquiavelo a la filosofía política moderna; pero, por
el otro, no posee una capacidad explicativa relevante para dar
cuenta de la relación y dependencia entre religión y política.
La interpretación de Meinecke como la de Croce adolecen de
lo que presumen: rigor historiográfico, ya que ambos utilizan
el concepto de manera anacrónica y desmedida. En el fondo,
nunca escaparon al hegelianismo de la posguerra.
Segundo modelo: el modelo jurídico (la razón de Estado
como fórmula política medieval). Algunos estudiosos del derecho medieval como Ganies Post establecieron la génesis de la
razón de Estado como un recurso jurídico-político previo a las
formulaciones teóricas de Nicolás Maquiavelo.3 En específico,
Post localizó los antecedentes de la razón de Estado en algunas
de las nociones medievales del ius publicum comprendido entre
el 1100 y el 1300 d.C. El jurista inglés documentó que algunas
nociones jurídicas medievales —surgidas de la renovación canonista del ius publicum romano— como ratio-publicae utilitatis
1. Friedrich Meinecke, Die Idee der Staatsräson in der neuren Geschichte, 1924.
2. Benedetto Croce, Storia dell` etá barocca in Italia. Pensiero –Poesia e letteratura– Vita morale, 1929.
148
3. Gaines Post, Studies in Medieval legal Though. Public law and the State
1100-1322,1964.
149
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
y ratio status abarcan a otras nociones como ratio gubernationis
e jurisdictionis, status republicae, ratio status regis y ratio status
regni, que contienen, en gran medida, el contenido medieval
de la moderna razón de Estado. Para Post, la razón de Estado es
una continuación medieval de la soberanía vicaria (autoridad)
en oposición a la teoría de la soberanía dividida de los dos
cuerpos del rey (autoridad y obediencia). La ratio status, en su
relación directa con el derecho y, sobre todo, con su aplicación
exclusiva en casos de excepción, muestra una de las vertientes
jurídicas que adopta la moderna razón de Estado: la violencia
fundacional del orden legal. Sin embargo, que exista una similitud terminológica entre la concepción medieval de la razón de
Estado (ratio status) y su versión moderna (ragion di Stato, razón
de Estado, raison d`État, reason of State, Staatsräson) no implica
que exista una afinidad política o teológica. El significante es
el mismo, pero el significado es totalmente diferente: la ratio
status cumple una función específica en el contexto jurídico
de la Baja Edad Media y, por tal razón, no se puede mostrar
una supuesta continuidad semántica sin que se incurra en una
suerte de nubosidad conceptual.4
consecuencia, no es más que uno de los momentos históricos
que racionaliza los fundamentos del poder político con base
en sus propios criterios de validez histórica. Bajo esta línea de
argumentación, uno de los errores del modelo jurídico de Post
radica en que no asume que la historia de la filosofía política
es una constante búsqueda por racionalizar el poder político y,
por consiguiente, una incesante develación del logos que subyace al orden civil. La búsqueda de este logos no es patrimonio
exclusivo de la razón de Estado, sino de toda reflexión filosófica que explique el origen y la naturaleza del poder político.
En sentido historiográfico, la ratio status es una ciencia
práctica desarrollada durante la Edad Media que reflexiona
sobre las condiciones del recto gobierno y, al mismo tiempo,
busca establecer los medios políticos y los principios jurídicos
que garantizan el orden civil cuando la comunidad política se
encuentra en peligro. Es más, aunque esta problemática permanece vigente en la modernidad temprana, los intereses políticos por los que fue creada la ratio status no responden a las
exigencias de los modernos Estado-nación. La ratio status, en
4. Como demostró Koselleck, los conceptos políticos son parte de un lenguaje que tiene su propia historicidad y determinaciones de temporalidad.
Querer encontrar algunas continuidades de contenido con base en afinidades semánticas —tal y como lo hace la historia de las ideas— supone
aceptar una “sustancia conceptual” que trasciende sus propios límites de
espacio y tiempo (anacronía). Así, aunque dos épocas empleen un mismo
concepto —un significante similar—, su significado será totalmente diferente a tal grado que se trata de prácticas políticas en ocasiones inconmensurables. Para más detalles de la aplicación de la BegriffGeshichte al campo de la
historia de los conceptos políticos, véase (Villacañas, 2003: 69-94).
150
Tercer modelo: el modelo constitucionalista (la vertiente
decisionista de la razón de Estado). En esta línea de interpretación ubico las investigaciones de Bartolomé Clavero5 y Carl
Schmitt.6 Para ambos juristas, la razón de Estado surge del conflicto de valores de la primera modernidad, conflicto inspirado
principalmente por la separación entre la moral y la política.
Estos juristas proponen que la razón de Estado no depende
directamente de las ideas políticas de Maquiavelo, sino de la
configuración constitucional de los Estados absolutistas. Este
modelo pretende despegarse del horizonte de comprensión
“maquiavélico” para definir la razón de Estado como el proceso
de legitimidad política que emplearon los Estados absolutistas
en su constitución y configuración nacional. La razón de Estado
es la neutralización del poder religioso en las antinomias del
poder político. Si la ratio status medieval tiene como referente
constitucional la soberanía del monarca-vicario —la facultad
jurídica para disponer de los medios idóneos para conservar
el poder político—, la razón de Estado moderna es la teoría política que establece los límites y los alcances constitucionales
del poder soberano: la reflexión jurídica que determina quién
detenta la soberanía según la decisión detrás de un “estado de
excepción”. La razón de Estado es así uno de los principales
instrumentos de “restauración política” con que cuenta el soberano una vez que ha declarado un estado de excepción.
5. Bartolomé Clavero, Razón de Estado, razón de individuo, razón de historia,
1991.
6. Carl Schmitt, Das Reichsgericht als Hüter der Verfassung, 1928.
151
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
El problema con este modelo es que, aunque historiográficamente débil, mantiene un alto potencial explicativo ya que es
uno de los modelos que tiene mayor fuerza argumental debido
al uso vulgar del término razón de Estado. El concepto razón de
Estado, fuera de su contexto político de emergencia, apela a la
concepción política que establece que el Estado puede y debe
emplear cualquier tipo de medio disponible para su conservación siempre y cuando garantice el orden civil. No resulta extraño, entonces, que tanto Schmitt como Agamben encuentren
en la razón de Estado, el medio político para prevenir, acotar
o intervenir en el estado de excepción en tanto situación límite
del acto político fundacional. Sin embargo, más allá de los excesos retóricos que emplea Agamben cuando escribe acerca del
estado de excepción como la “norma” política de Occidente, el
estado de excepción no es ni una forma ni una manifestación
ni una aplicación de la razón de Estado: la razón de Estado es
el control soberano de la excepción.
sobre la razón de Estado: la razón de Estado enarbolada por el
impío Maquiavelo. Por lo tanto, el tipo de racionalidad política
que se configura con los discursos de la razón de Estado va
más allá de la habilidad para conservar un territorio, ya que
se extiende al dominio de todo lo que contiene la respublica:
población, territorio, riquezas, costumbres, ideas y creencias.
La razón de Estado inaugura así el arte de gobernar entendido
como la técnica de la conservación, el control y el dominio sobre algún otro, sobre cualquier ente humano o no-humano que
pueda ser dominado.
Cuarto modelo: el modelo de interpretación genealógico (la
razón de Estado como el advenimiento del arte de gobernar).
Este modelo interpretativo considera que el discurso sobre
la razón de Estado es un efecto del planteamiento teórico de
Maquiavelo, un contra-discurso capaz de inaugurar una nueva forma de racionalización el poder político. Dentro de esta
interpretación destaco dos aproximaciones: Michel Foucault7
y Modesto Santos López.8 Ambos autores coinciden en que la
razón de Estado es un fenómeno estrictamente moderno, capaz de dotar de sus propias leyes al Estado-nación y que solo
fue posible una vez que la obra de Maquiavelo fue incorporada por la Contrarreforma. La lectura de Maquiavelo por la
Contrarreforma implicó, entre otros elementos, la distinción
entre la falsa y la diabólica razón de Estado de la verdadera y la cristiana razón de Estado. En consecuencia, la razón de Estado es un
discurso que busca descalificar un supuesto primer discurso
7. Michel Foucault, Sécurité, territoire, population. Cours au Collège de France,
1977-1978.
8. Modesto Santos, El arte de gobernar. Antología de textos filosóficos-políticos,
siglos XVI-XVII, 2008.
152
El arte de gobernar no fue solamente un dique simbólico o un
discurso de censura, antes bien se convirtió en un género político con sus propios conceptos, objetos y estrategias políticas.
Así, la literatura anti-maquiavélica que surge con el arte de gobernar incluye una gama de textos políticos, con pleno interés
pragmático-normativo, que buscan armonizar los principios
teológicos del catolicismo tridentino con las formas modernas
de conservación del poder político. Se acepta de Maquiavelo
que el fin último del Estado es la conservación; sin embargo,
conceden los medios que el florentino sugiere para su conservación: la impiedad religiosa. Según la perspectiva genealógica, la razón de Estado responde a un tipo de racionalidad
política que permite conservar el Estado desde su fundación
hasta su desarrollo cotidiano con el objetivo de instaurar un
régimen de gubernabilidad. La política, por consiguiente, tiene como propósito implícito el establecer el uso correcto de la
ratio gubernanti que, bien aplicada o bien informada, garantiza
la eficacia política sin violentar los principios de la ortodoxia
religiosa. El arte de gobernar implica gobernar según la razón
de Estado.
Las ventajas filosóficas e historiográficas de este modelo son
varias. Por un lado, establece una relación directa entre la razón de Estado y el problema de la legitimidad del gobierno sobre
los otros. Por otro lado, destaca el contexto anti-maquiavélico en el cual surgió esta literatura política. El papel reactivo,
contra-discursivo, de la razón de Estado constituye una de las
principales características con las cuales opera la nueva racionalidad política occidental. Los límites de este modelo residen
153
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
en su rigidez hermenéutica, pues no todos los discursos sobre
la razón de Estado son por derivación opuestos a las doctrinas
políticas de Maquiavelo y, viceversa, no toda la literatura antimaquiavélica se agota en los discursos de los tratadistas ni
en las problemáticas que sugiere el arte de gobernar. La razón
de Estado no puede reducirse al momento antimaquiavélico de la
Europa continental.
ideales” que sirven para explicar y establecer el grado de autonomía o heteronomía del discurso político barroco.
Quinto modelo: el modelo de interpretación funcionalista
(la razón de Estado como un programa político-normativo
dualista). Este modelo desarrollado principalmente por Michel
Senellart9 y Elena Cantarino10 ubica la génesis histórica de la
razón de Estado en el quiasmo o intersección entre el maquiavelismo y el antimaquiavelismo. Ninguno de estos investigadores niega la relación que existe entre el concepto de razón
de Estado y la literatura antimaquiavélica que le precede; sin
embargo, consideran que la razón de Estado supone una relación in-directa y dependiente. Aceptan que la razón de Estado
surge genéticamente en oposición a las consecuencias prácticas
del antimaquiavelismo, pero ello no implica que no exista una
razón de Estado maquiavélica. Ya sea como ficción discursiva o
como dispositivo conceptual inventado por los tratadistas peninsulares, la razón de Estado maquiavélica tuvo operatividad política en los derroteros de la historia europea. De tal suerte que
no se trata de una, sino de dos vertientes de la razón de Estado:
la razón de Estado maquiavélica y la razón de Estado antimaquiavélica. Esta distinción —que más que una distinción analítica es
estipulada como dos formas alternativas de entender la acción
política— permite comprender por qué algunos discursos de
la razón de Estado emplearon el lenguaje del florentino para
efectuar una fundamentación ética de la política y otros para
separar la moral de la política. La razón de Estado inaugura
el momento ético-político sin separación o conjunción. En este
sentido, maquiavelismo y antimaquiavelismo operan como “tipos
9. Michael Senellart, Les arts de gouverner. Du regimen médiéval au concept de
gouvernement, 1995.
10. Elena Cantarino, De la razón de Estado a la razón de individuo. Tratados
políticos-morales de Baltasar Gracián (1637-1647), 1996.
154
Según Elena Cantarino, la ventaja de entender de esta forma
la razón de Estado permite analizar el lugar y la función que
cumple la razón de Estado en la filosofía política barroca y así
presentarse como un discurso abiertamente anti-maquiavélico
que se sirve retóricamente del lenguaje político de Maquiavelo.
Otra ventaja del modelo funcionalista es que no descarta los
antecedentes medievales de la razón de Estado, pero no se sigue que se tenga que des-temporalizar un concepto que tiene
fecha y lugar de nacimiento históricamente acotados. La razón
de Estado se entiende, entonces, como un concepto político
que emerge gracias a determinadas prácticas sociales que se
encuentran delimitadas temporal y espacialmente: las coordenadas barrocas de la monarquía hispánica.
En suma, estos modelos en pugna permiten entrever, por lo
menos, una cuestión fundamental: las primeras formulaciones
semánticas de la razón de Estado son distintas de las primeras
conceptualizaciones teóricas de la teología política. Para mantener esta distinción, en lo que sigue analizaré el tránsito del
término al concepto político de razón de Estado con las implicaciones normativas e históricas que conlleva. La conclusión preliminar es que analizar este concepto implica estudiarlo como un
lenguaje político y no como una categoría metahistórica para
así identificar su horizonte de emergencia y las implicaciones
normativas que tiene como concepto político. Comprender la
razón de Estado como un lenguaje político incita a explicar las
condiciones de enunciación de este discurso en plena semántica barroca.
La génesis semántica: el arte del Estado
Previo a la primera conceptualización efectuada por Giovanni
Botero, el término razón de Estado fue utilizado como parte del
lenguaje de la diplomacia italiana. El republicanismo florentino
y el disciplinamiento de las cortes europeas como modelo normativo de conducta política. Según Maurizio Viroli, el empleo
155
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
de la expresión ragion di Stato representó una ruptura radical
con el lenguaje político clásico: favoreció el tránsito del lenguaje político de la philosophia civile de seño humanista hacia un
lenguaje político absolutista entendido como el arte dello stato.11
El lenguaje político de la philosophia civile estuvo apoyado en
una concepción de la política que la entiende como una técnica
para preservar la república valiéndose de los principios de la
justicia punitiva. En cambio, el arte dello Stato justifica la política
como el conocimiento de los medios adecuados para preservar
o aumentar un Estado, sin que estos medios tengan necesariamente que ajustarse a los principios de la justicia. El primero
convierte la política en un medio para conseguir la justicia; el
segundo, revierte la justicia en un medio de apropiación de
los fines políticos. Luego, el arte dello stato tiene como criterio
de justificación, el éxito político y, por tal motivo, representó
una ruptura radical con la filosofía clásica que considera que
la causa final de la política es la justicia. La razón de Estado
permitió el advenimiento de la tautología fundacional de la
modernidad: la causa eficiente de la política es el soberano y la
causa final es la conservación de la soberanía.
hacer uso de la virtud con los otros y no solo consigo mismo”
(Aristóteles, Ética Nicomáquea, 1129b). En contraste, el arte dello
stato rompe violentamente con esta tradición —recuperada
principalmente por el humanismo cívico florentino— y con la
idea medieval del bonum commune, lo cual no implica que esta
concepción nueva de la política se reduzca a ser exclusivamente
una tecnificación política sin una dimensión de justicia. Lo relevante es que esta visión de la política desplaza a la comunidad
como el centro de lo político y lo ubica —como lo pensó el
marrano Alonso de Castrillo— en el conflicto, la disociación y
el disenso. El arte dello stato recupera la dimensión pragmática
de la política con base en el carácter contingente de la acción
social. Al igual que la tipología aristotélica, la mirada política
derivada del arte dello stato distingue el momento de la praxis
del momento de la techné; por ello, más que una crítica al aristotelismo político, el arte dello stato implica la introducción de
un vocabulario político novedoso. El tránsito de la philosophia
civile al arte dello stato sugiere el advenimiento de una semántica política en la que el fundamento de lo político ya no radica
en lo civil o en relación con lo religioso, sino en lo estatal en
dirección con lo teológico.
El aristotelismo político afirma que la justicia es la máxima
virtud política, ya que permite la inclusión de la tercera persona. “La justicia parece la más excelente de las virtudes […]
Es la virtud en el más cabal sentido, porque es la práctica de
la virtud perfecta, y es perfecta, porque el que la posee puede
11. En From politics to Reason of State, Maurizio Viroli afirmó que existen
dos fases en el surgimiento del lenguaje de la política moderna. La primera
fase es previa a la introducción de la noción ratio status y lleva por nombre
el periodo de la ratio civilis societatis. En este periodo de aristotelismo político
destacan nociones como bien común y utilidad pública, las cuales suponen
la aceptación de los miembros de la comunidad a la autoridad política. En
contraste, la segunda fase es posterior al empleo del lenguaje de la razón de
Estado y, a juicio de Viroli, constituye una de las más significativas revoluciones ideológicas en Occidente. Con la introducción del marco conceptual
de la razón de Estado, el problema de los límites soberanos entre lo permitido moralmente y la autonomía estatal se acentuó aceleradamente. En
consecuencia, lo que demostró Viroli es que en ambas fases lo que subyace
es el tránsito del arte de la ciudad a formas políticas más complejas como el
arte dello stato. Cfr. Maurizio Viroli (1992).
156
En un señero ensayo, Manuel García Pelayo analizó las
razones históricas del arte dello stato y su vínculo con la institución política italiana denominada Signoria.12 Este concepto
constituye uno de los principales antecedentes de la razón de
Estado, ya que la Signoria favoreció la constitución jurídica y
política de los Estados absolutistas. Por un lado, la signoria es
un concepto que pretende dar cuenta de las transformaciones
estructurales de algunos principados del norte de Italia —particularmente del principal órgano de gobierno de la ciudad
de Florencia durante el Renacimiento. Por el otro, sirve para
designar los cambios de las relaciones mando-obediencia que
se observaron en el centro de la península itálica. Por ambas
razones, la signoria remplaza la idea medieval de la comunna,
pues supone una transformación en la relación de dominio
12. Cfr. García Pelayo (1962).
157
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
que existe entre señor (signore) y pueblo (populum), y adopta una
nueva forma de gobernar los territorios y la población.
despolitización del corporativismo medieval, el decisionismo
soberano no hubiese sido imposible.
Durante la Edad Media, la comuna —o conivato como la
designan algunos canonistas— consistió en una forma de
ordenación corporativa de la vida política que estableció un
vínculo orgánico entre los gobernantes y los gobernados. Los
gobernados son una extensión orgánica, fisiológica, muscular, del cuerpo soberano del gobernante. Tal vínculo sirvió de
principio normativo para justificar la legitimidad de la unidad
política construida por el monarca o por el papado. Sin embargo, como han demostrado algunas investigaciones historiográficas, la búsqueda de la unidad italiana se concibió más como
un anhelo político que como un proyecto histórico sustentable.
Normativamente, la comuna supone que el todo tiene prioridad
sobre la parte: la comunidad política por encima del individuo.
Esta prioridad normativa justifica a la concordia y a la paz como
los principios rectores que deben orientar la acción política.
En consecuencia, debido a que los súbditos no son capaces
de construir un espacio político compartido, requieren de un
poder unipersonal —el poder del príncipe— que concentre las
fuerzas antagónicas de lo social para crear la unidad política.
Asimismo, la transformación histórica de la comuna en signoria puede explicarse únicamente si se comprenden dos instituciones italianas en las que se concentró el poder político:
la Podestà y los Signories. Las dos instituciones —necesarias
para acelerar el proceso de racionalización del poder político— tuvieron lugar de emergencia en el cambio estructural de
las magistraturas italianas, especialmente en la transición de
las formas de dominio de la Podestà a formas más concretas
de poder como el capitano del popolo. Contrario a lo que pensó
Perry Anderson, el régimen de la Podestà inspiró la forma de
organización política de los Estados absolutistas, ya que funcionó políticamente como una dictadura comisarial; sin embargo, este modelo de decisionismo político romano no implica
que la razón de Estado sea un efecto directo de las prácticas
políticas efectuadas por los Podestà. En sentido estricto, la persona que representa la Podestà tiene como propósito político
garantizar la paz y la tranquilidad de la ciudad que lo contrató:
debe ser capaz de conseguir la pax et tranquilitas in Urbe tal y
como lo prescribieron los canonistas medievales. Por esta razón, el Podestà debe cumplir con una serie de requisitos para
garantizar la paz social y asegurar algunas condiciones que
garanticen su realización política. El Podestà debía ser extranjero para garantizar neutralidad en el cargo; ser varón entre
30 y 35 años de edad; ser casado o proveniente de la nobleza
para poseer alta rectitud moral y prestigio político; no puede
ser vasallo o señor de otra ciudad —esto implicaba contar con
su propio aparato judicial y consejería interna como iudices (juristas) y milites (soldados) ajenos a la ciudad—, no debe tener
lazos sanguíneos con sectores de la ciudad ni algún miembro
de su familia puede desarrollar actividades públicas.
Frente a la fragilidad política del súbdito, es antepuesta la
virtú creadora del príncipe. Maquiavelo reformuló esta idea medieval y señaló que el gobernante debe inseminar la fuerza unificadora tanto en tiempos de paz como en tiempos de guerra:
“solamente son buenas, solamente son seguras, solamente son
duraderas aquellas formas de defensa que dependen de ti mismo y de tu propia virtud” (Il principe, 1532: xxiv). La anterior
propiedad de la fuerza —condición recurrente del pensamiento político moderno— supone la aceptación colectiva de que al
no poderse organizar el Estado de manera natural como en el
organicismo medieval, se requiere la construcción artificial de
un orden que garantice la seguridad de la población. Este orden debe ser creado artificialmente con la condición de aceptar
la capacidad conciliadora de la voluntad soberana. Por lo tanto,
la transformación política de la comuna en signoria representó
el cambio de la estructura corporativa del poder político hacia una forma de dominación voluntarista y personal. Sin esta
158
Como se aprecia con las anteriores condiciones, no era fácil
acceder al cargo político de la Podestà; sin embargo, lo relevante
es la contribución de esta institución en el proceso moderno de
racionalización del poder político. Por un lado, la Podestà contribuyó en la depuración de la idea de magistratura moderna,
así como en las condiciones normativas que debe cumplir para
159
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
su justificación jurídica. Por otro lado, la Podestà —previo a las
formulaciones de Bodin— favoreció la institución de un poder
neutral que garantice la paz y el orden social, el cual debía ser,
simultáneamente, administrador e instrumento de justicia.
Por último, la Podestà constituyó una de las primeras personalizaciones modernas del poder soberano y, en consecuencia, el
abandono de las formas corporativas medievales para abrir el
espacio al Estado entendido como un artificio humano, como
una máquina que puede descomponerse, analizarse y reconstruirse antropológicamente. El surgimiento de la máquina antropológica barroca estuvo condicionado por el advenimiento
de la maquinaria soberana imperial.
instituciones potencializaron un arte dello stato en el que la organización política está concentrada en la virtu del soberano y no
en la potestad normativa de Dios. Por consiguiente, el poder
político derivado de la idea de signoria es un tipo de poder que,
a la mirada del presente, se presenta como un poder ilegítimo,
pero a la luz de la primera modernidad constituye la forma
política más auténtica: la soberanía absoluta. La signoria es un
poder que carece de legitimidad no solo porque no justifica
los procedimientos de acción política con base en la soberanía
popular, sino porque aniquila los fundamentos que justifican
el poder político: el populum. En consecuencia, el poder signorial
es un poder sin límites, un poder sin medida que es entendido
simple y llanamente como dominio de los otros.13 Incluso, si la
legitimidad del poder soberano no radica en las limitaciones
constitucionales (liberalismo) o en la fundamentación normativa establecida por la soberanía popular (republicanismo),
entonces la justificación política proviene de la decisión soberana, de la virtú del monarca para obrar como un artista del
Estado (fascismo). Por esta razón, detrás de la idea de Signoria
está oculto un supuesto proto-estatalista, status puro del poder,
entendido como una situación efectiva de dominio. De este
modo, la signoria interviene en el proceso de racionalización
del poder político al desarrollarse como una práctica política
que se ejerce mediante técnicas de dominio, mediante un cálculo razonado para dominar la conducta humana. El arte dello
stato es una psicología política de las emociones colectivas.
En contraste, el capitano del popolo constituyó una de las
primeras formas modernas de centralización burocrática del
poder político. La función principal consistió en dirigir y convocar a la milicia popular e introdujo un nuevo vocabulario
político. A partir del siglo XIII, la figura del capitano adquierió funciones judiciales y administrativas similares a las del
Podestà; sin embargo, la diferencia entre ambos radicó en que
el capitano pertenecía a la comunidad política internamente —
miembro de la comunidad por nacimiento— y el Podestà externamente —debía ser extranjero. Así, en su organización social,
los principados italianos conjugaron dos figuras jurídicas de
apariencia antagónica pero función similar: el podestà y el capitano. El problema fue que ninguna de las dos figuras cumplió
las expectativas para las que fueron dispuestas: ni el podestà ni
el capitano del popolo tuvieron la legitimidad política necesaria
para cumplir su misión histórica, la unidad política italiana.
La nostalgia de Maquiavelo lo comprueba: la misión se debilitó, en gran medida, por la alianza político y militar entre los
príncipes y los condottieros, y por la reducción de las funciones
políticas de ambos a cuestiones estrictamente administrativas.
La administración de la cosa pública impidió la concentración
del poder estatal.
A pesar del supuesto “fracaso histórico” del podestà y el
capitano, lo relevante es que ambas instituciones promovieron
un espacio autónomo y legítimo para la política. La política se
convirtió en administración pública en el sentido de que estas
160
13. García-Pelayo señaló que la noción de poder derivada de la idea de
signoria es la principal manifestación moderna del poder político. Esto significa que se torna en la actitud política “pura”, en el “poder por el poder”
(García-Pelayo, 1962: 13). Sin embargo, este concepto de poder como dominio –concepto que recorre desde los signories hasta Max Weber– es criticado
fuertemente por varios pensadores a lo largo del siglo XX. Hannah Arendt,
por ejemplo, argumentó que el poder no puede ser reducido a dominación
(Herschaft) ni a violencia (Gewalt). En cambio, el poder político –en sentido
positivo– es la capacidad que tienen los ciudadanos para actuar concertadamente tal y como se desarrolló en la polis griega o la civitas romana. El problema es que, durante el barroco, el poder es ejercicio delegado del monarca,
dominación sin hegemonía, aprobación sin afecto.
161
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
Por lo anterior, la primera formulación semántica del concepto razón de Estado aparece en este contexto intelectual y con
el respaldo de las disputas políticas por inseminar un nuevo
vocabulario político sincrónico con las dinámicas de los principados italianos. El interés pragmático de los diplomáticos y los
gobernantes italianos por encontrar no solo el logos de la política sino un lenguaje estrictamente político capaz de dar cuenta
de los asuntos de gobierno, permite comprender por qué de
una tipificación de la política como arte dello stato emergió el
concepto político de ragion di stato.
advirtió el diplomático de Florencia, el uso de la ragione di stati
no debe anteponerse a los principios de la religión cristiana,
pues corre el riesgo de que las decisiones políticas pierdan legitimidad por parte de la población: “no combatas jamás contra
la religión ni contra las cosas que parecen depender de Dios,
porque todo ello tiene demasiada fuerza en la mente de los
necios” (Guicciardini, Ricordi, 1530: I, 31). Con lo anterior queda contrastado cómo y por qué la expresión ragione degli stati
anuncia la necesidad pragmática de separar la política y la moral del territorio de la religión. Para separarlas, el gobernante
debe especificar los criterios de validez y principios de acción
política independientemente de otras esferas de conocimiento.
Estos criterios y principios pueden provenir únicamente de la
experiencia, ya que el ejercicio de la política depende de las
formas de la circunstancia y no de la normativa canonista. La
razón de Estado es la consecución de la máxima experiencia
política, el gesto fundacional de lo político.
Documentalmente, uno de los primeros usos políticos registrados discursivamente está ubicado en el Dialogo
del Reggimento di Firenze (1523) de Francesco Guicciardini
(1483-1540). El diplomático florentino —contemporáneo de
Maquiavelo y Savonarola— empleó la expresión ragione e uso
degli stati para designar el instrumento político que permite
dominar un territorio en caso de que no pueda efectuarse “la
pietà e la bontà” cristiana. En favor del humanismo cívico,
Guicciardini argumentó que la ragione degli stati ayuda a que
el Estado se configure como un artificio en el que el político se
comporta más como un artista que como un estadista, como el
técnico o ingeniero del orden civil. Esta concepción del Estado
como artificio —el Estado como creación estrictamente humana— exigía que los medios religiosos y morales que no sirvan
para construirlo o conservarlo deberían ser rechazados, ya que
para su conservación el Estado requiere estrategias que, a primera vista, resultan inmorales o violentas pero necesarias para
la conservación del orden. Por ello, Guicciardini no dudó en
afirmar que el estado administra una ética de la crueldad y una
economía de la violencia: “e neccesario che usi la crudeltà e la
poca concieza” de modo que la lógica autónoma de lo político
se despliegue mediante el ejercicio de la “ragione ed uso degli
stati”. (Guicciardini, Dialogo del Reggimento di Firenze, 1523: 317).
El contenido de la expresión empleada por Guicciardini justificó la alusión negativa que es atribuida a la razón de Estado;
acepción que la representa como un emblema de política inmoral que no necesita de otra legitimación más que la proveniente
de los medios y los intereses del Estado. Sin embargo, como
162
No pueden mantenerse los Estados obrando de
acuerdo con la conciencia; porque quien considera
su origen, ve que todos tienen su base en la violencia, prescindiendo de las repúblicas, y éstas solo en
su patria y no fuera de ella. De esta regla no exceptúo
a los emperadores, ni menos todavía a los clérigos,
la violencia de los cuales es doble, pues nos hacen
fuerza con las armas temporales y con las espirituales
(Francesco Guicciardini, Ricordi: II, 48).
No obstante, a pesar del interés de Guicciardini por delimitar
el espacio autónomo de la política, otros pensadores italianos y
españoles se encargaron de reintroducir la moral en el campo
de la política. Destaca, por ejemplo, el obispo Giovanni Della
Casa (1503-1556), quien formuló la primera noción semántica
de la razón de Estado. En su Orazione a Carlo V (1547), Della Casa
identificó como términos equivalentes la expresión ragione degli stati y ragion di stato; entiende esta última expresión en un
sentido peyorativo: la razón de Estado es mal de Estado. Por
esta propiedad, para Della Casa, existen dos tipos de razón de
Estado. El primer tipo de razón de Estado es el que emplean los
163
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
monarcas para gobernar sus imperios y, justo por esa misma
razón, se sirven de instrumentos políticos que violentan los
principios de la moral. El segundo tipo de razón de Estado se
refiere a la habilidad de algunos estadistas para entablar negociaciones o litigios; de ahí que a este segundo tipo le reconozca
como el arte de la prudencia civil. Por consiguiente, desde la primera formulación semántica, la razón de Estado está dividida
en dos tipos o, mejor dicho, está manifestada de dos diferentes
maneras. La propiedad dualista conminó a los tratadistas españoles a enarbolar una versión cristiana de la razón de Estado
en oposición a una versión diabólica y perversa, que posibilitase
dictaminar las reglas y las máximas de prudencia para el obrar
político cristiano. El problema surgió porque, en ocasiones, la
razón de Estado procede de manera poco cristiana e, incluso,
de manera inmoral y poco religiosa.
en un instrumento teológico para la instauración terrenal de la
civitas dei en tiempos en los que la aventura de la salvación es
imposible.
Et perché alcuni accecati nella avarizia e nella cupidità
loro affermano che Vostra Maestà non consentirà mai
di lasciar Piacenza, che disponga la ragion civile, consiosiachè la ragione degli Stati nol comporta, dico che
questa voce non è solamente poco cristiana, ma ella
è ancora poco umana (Giovanni Della Casa, Orazione a
Carlo V, 1547).
La atrocidad anti-cristiana en la que puede incurrir el uso de
la razón de Estado enciende la argumentación descalificadora
de Della Casa ya que, en tanto representante del catolicismo
romano, no es posible actuar políticamente en contra de los designios de dios. Debido a esta censura fundacional, se inauguró una abundante literatura política que pretendió cristianizar
el fundamento, la aplicación y la instrumentación de la razón
de Estado, puesto que en su origen tiene la intención expresa
de separar la religión de la política. Della Casa concluye que si
la razón de Estado estuvo encaminada inicialmente a operar
como un instrumento al servicio de Satanás —la ratio politica
che il nostro secolo anticristiano chiama la ratio status tal y como
lo afirmó Campanella—, entonces puede cambiar a un rumbo cristiano: un comportamiento político ajustado al sistema
axiológico católico. La razón de Estado puede ser convertida
164
La invención conceptual: el arte de gobernar
En 1596, ocurrió un fenómeno editorial que tuvo mucha relevancia para la historiografía política iberoamericana: la traducción de Della ragion di Stato de Giovanni Botero por Antonio de
Herrera, historiador oficial de la Corte de Felipe II y Cronista
Mayor de Indias. Este “pequeño tratado” compuesto de diez
libros inauguró un nuevo tipo de literatura política que, a mi
parecer, constituyó el principal antecedente de la tradición
política de la razón de Estado. A diferencia de la preocupación provinciana de la reflexión maquiavélica, Botero se situó
biográficamente en un marco geopolítico más amplio al pensar
Europa como una cristiandad fracturada. Botero destacó por
su habilidad diplomática y su aguda erudición histórica para
determinar con destreza el nudo problemático de las circunstancias políticas europeas. Por esta razón, el diplomático de
Piamonte participó en la mayoría de las cortes continentales;
sin embargo, su experiencia cortesana lo encaminó a producir
una reflexión jesuita de lo político.14 En efecto, el proyecto boteriano puede resumirse como el principal intento por modernizar la teología política católica, ya que armonizó la razón de
Estado de corte maquiavélico con los principios y dogmas del
catolicismo post-tridentino.
Por un lado, Botero es el primero en conceptualizar la razón
de Estado. La conceptualización implicó la determinación del
14. Según algunos datos biográficos, Botero estuvo inicialmente educado
por miembros de la Compañía de Jesús. Posteriormente, y debido a su supuesta “heterodoxia”, al pronunciarse en contra del dominio temporal de
las papas, Botero fue expulsado de la Orden en donde, dos meses después,
se encontrará con uno de los más grandes teologos tridentinos, Carlos Borromeo. La influencia del Cardenal Borromeo en Botero fue crucial, pues no
solo le permitió dotarle de un espacio de libertad y tiempo para escribir sus
obras políticas más importantes, sino que lo insitó a pensar lo político dentro
del horizonte de comprensión católico-contrareformista.
165
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
origen, el fundamento y la justificación de la razón de Estado
como práctica política legítima y, simultáneamente, como una
teoría de lo político que conlleva cierto grado de reflexividad
acerca del advenimiento de un tipo de racionalidad política distinta de las formas políticas precedentes. Por otro lado, Botero
no es original en el sentido de que únicamente elucidó una noción ampliamente utilizada en el lenguaje cortesano. Más que
cuestionarse sobre la naturaleza y el tipo de poder que ejercen
los monarcas cuando gobiernan, Botero advirtió los momentos
políticos en los que es necesario instrumentar una acción política que corresponde únicamente con los intereses del Estado.
Por lo tanto, Ragion di Stato no es exclusivamente un tratado
político de naturaleza teórica; por el contrario, el leitmotiv de
esta obra es el interés por acercar de manera pragmática a los
gobernantes católicos el ideal del monarca-vicario proveniente
del imaginario jesuita.
En la mirada boteriana, catolicismo y maquiavelismo son dos
modos opuestos de comprender la acción política: toda filosofía política que se anteponga a la normatividad que emana
de la iglesia de Roma debe considerarse como ilegítima o, en
su caso, como un sacrilegio político debido a que permite la
conservación del poder político. Si bien Maquiavelo dirigió la
razón de Estado en la acción política, la fundamentó en principios que destruyen los más altos valores cristianos: los límites
de la conciencia moral. “Machiavelli fonda la ragione di Stato nella
poca concienza” escribió Botero. Así, la primera conclusión es
que se puede obrar tiránicamente por razón de Estado u obrar
por razón de Estado según los mandatos que dicta la conciencia
cristiana. Botero empleó la noción conciencia (concienza) para
designar las acciones políticas que se ajustan al canon de la
moral cristiana. Actuar con concienza implica proceder cristianamente en el campo político y, como el obrar político no
puede separarse de la religión, resulta que toda acción o norma
política que no se justifique more christiano deviene en una norma inválida e irracional.
En el Prólogo dedicado al Príncipe de Salisburgo, Botero
señaló la ambigüedad semántica del término razón de Estado,
ya que está asociado con los nombres de Maquiavelo y Tácito,
además de recibir varios significados dependiendo del contexto
cortesano en el que esté empleado, ya sea en el lenguaje de las
cancillerías italianas o en el uso peyorativo que hace el vulgo
del término, la razón de Estado puede devenir en sinónimo de
violencia injustificada. Las imprecisiones del término motivan
a Botero a realizar una elucidación exhaustiva del concepto
para evitar los equívocos que tuvo este término en el lenguaje
político de la época. Por consiguiente, la conceptualización de
una noción política vaga, imprecisa y ambigua como la razón
de Estado constituye el principal motivo de la argumentación
boteriana.
Según el análisis preliminar de Botero, la razón de Estado
se anticipó en la ley de majestad (legge di maestà) empleada por
Tiberio y fundada de manera oculta en la escritura política de
Nicolás Maquiavelo. No obstante, lo que más le causó asombro
a Botero no es que la razón de Estado tenga un origen maquiavélico, sino que los principios del secretario florentino se hayan
convertido en la norma política de las cortes europeas y, sobre
todo, de las naciones que suelen autodenominarse católicas.
166
No puede decirse cosa más impía ni más irracional
que ésta, ya que quien sustrae a la conciencia su jurisdicción universal de todo lo que ocurre entre los hombres, tanto en las cosas públicas como en las privadas,
muestra que no tiene ni alma ni Dios. Hasta las bestias
tienen un instinto natural que las lleva hacia las cosas útiles alejándolas de las nocivas. (Giovanni Botero,
Ragion di Stato, 1589: Dedicatoria).
Por lo anterior, Botero sostuvo que la política no es una esfera
autónoma de la teología. La esfera de la moral es indisociable de
la política y, en caso de separar tales esferas como Maquiavelo,
la política pierde legitimidad y su campo de acción efectiva se
torna limitado. En contraste, la propuesta normativa de Botero
consiste en articular ragione di stato con concienza; identificar
razón de estado con razón de confesión. Este modelo normativo
redimensiona el vínculo entre religión y política, ya que la razón de Estado opera como un medio político para propagar un
fin moral: la religión cristiana. Por lo tanto, el tratado de Botero
167
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
puede leerse como un texto fundacional de la teología política
moderna que fundamenta la posibilidad concreta de un príncipe político cristiano en un Estado abiertamente confesional.
Si como afirman los tratadistas renacentistas “todo príncipe
gobierna según razón de Estado”, se sigue que un príncipe que
se jacte de ser cristiano debe orientarse políticamente mediante
un tipo de razón política cristiana. La razón de Estado es así
una economía política de la salvación y de la gracia, un instrumento
político que garantiza el monopolio legítimo de la violencia
simbólica ejercida por la religión. Sin teología no hay gobierno y es la razón de Estado la que permite construir este nexo
causal.
rritorios. En esta distinción subyace la novedad teórica de la
definición de Botero. En segundo lugar, la razón de Estado la
concibió como un saber teórico que busca incidir directamente
en la administración de la cosa pública. Esta actividad, que
en la tradición clásica recibe el nombre de techné, se estipula
como el verdadero arte de gobernar: supone el develamiento
del mundo civil y el conocimiento del modus operandi del poder
estatal. Por último, la definición de dominio está conducida de
tal modo que sirve de fundamento al paradigma conservativo
de la política moderna —el Estado como obra de arte—, pues
lo que se conserva, funda o amplía es el dominio y solo puede
detentarlo el aparato estatal en manos de un gobernante que
cuente con habilidades teóricas y prácticas.
Asimismo, Botero es un filósofo político moderno en el
estricto sentido de la palabra. Su orientación normativa está
encaminada a localizar el logos de la política en el interegnum
entre lo político y lo teológico. Es por ello que Botero no duda
de la existencia de una razón católica de Estado, en la que el arte
de gobernar es objetivado en una práctica confesional. Lo paradójico de este registro teórico es que la definición que ofreció
Botero se distingue por asumir una definición real de Estado
y una definición nominal de razón, logrando con esto una determinación funcionalista de la razón de Estado alejada de toda
connotación moral, religiosa y estética. Botero reconoce así que
su definición no puede estipularse de manera aristotélica —
según el género próximo y la diferencia específica—, ya que
una definición de este tipo no da cuenta de la modernidad de
esta nueva forma de racionalidad política: “El Estado es un
dominio establecido sobre los pueblos y la razón de Estado
es el conocimiento (notizia) de los medios aptos para fundar,
conservar y ampliar tal dominio” (Ragione di Stato, 1589: I, 7).
La diferencia entre Botero y los teóricos de la soberanía
moderna como Bodin, Althusius o Maquiavelo radica en, por
lo menos, tres puntos. En primer lugar, Botero entiende por
Estado el dominio sobre los pueblos (multitudine) y no sobre
el pueblo (populum), lo cual implica una relación vertical ejercida entre un gobernante y una población. El dominio de un
gobernante recae, entonces, sobre la población y no sobre un
territorio determinado: se gobiernan poblaciones más que te168
Durante el barroco, el objetivo del monarca radica en el
control sobre el pueblo (populum) entendido como un conjunto
amorfo de voluntades, como una multitud de súbditos (moltitudine di sudditi) sin dirección propia. Botero reafirma esta
formulación de la soberanía y argumenta que sin súbditos no
hay objeto que dominar, pues los súbditos se distinguen según
el estamento al que pertenecen en las sociedades cortesanas.
Los súbditos pueden ser de naturaleza estable, apacible o violenta, y están inclinados hacia determinadas actividades como
el comercio, la milicia o las artes de gobierno. Sin embargo,
no todos los súbditos están subordinados a la autoridad del
monarca: el trato y el lenguaje que reciben del soberano debe
ser diferenciado. A mayor cercanía estamental con el monarca,
mayor posibilidad de recibir las estelas del poder: regalismo en
sentido estricto. “Los súbditos, sin los cuales no puede haber
dominio […] son súbditos todos en una misma medida y con
la misma razón y forma de sujeción, o con diversa, como los
aragoneses y castellanos en España y borgoñones y bretones en
Francia” (Giovanni Botero, Ragione di Stato, I: 92).
Normativamente, el monarca barroco fundamentó su dominio en la visión estamental de lo social y en el acercamiento
pragmático a lo político. Si los sujetos se individualizan conforme el estamento al que pertenecen, se pueden determinar las
virtudes y las debilidades de cada grupo: se puede conducir a
los sujetos de forma que se ajusten a una sociedad de control.
169
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
La sujeción es principio de subjetividad política. Como señaló
Norbert Elias, la sociedad cortesana es una sociedad de control
porque la estructura profunda recae en el “arte de manipulación de los hombres” instrumentada por el monarca derivado
de las exigencias del trato social.15
necesariamente la razón de Estado; pero no es posible la conservación de cualquier aparato estatal sin que de manera tácita
o explícita se emplee una forma de razón de Estado.
El problema con lo anterior es que no basta con la manipulación antropológica para el recto gobierno. Para los humanistas florentinos, que conciben el Estado como una obra de arte,
la fundación de un Estado tiene prioridad normativa sobre su
conservación y ampliación. En contraste, Botero —como la mayoría de los tratadistas barrocos— asume que el arte de gobernar un Estado depende del grado de conservación del orden
civil. La conservación más que la fundación es el motivo del
dominio político. Por consiguiente, el príncipe boteriano se convierte en un artífice del Estado única y exclusivamente si puede
prescindir de la ampliación del Estado, pues para Botero los
Estados medianos son los que pueden gobernarse mejor. La
fundación del Estado no es un problema para los tratadistas
de la razón de estado porque no es necesario fundar lo que ha
sido heredado o conquistado. En cambio, la conservación es la
condición metapolítica del gobierno barroco, puesto que el arte
de fundar un Estado emplea una técnica y un saber distintos
del arte de ampliar dominios o el arte de conservar un Estado.
Según Botero, en el arte de fundar o ampliar Estados se
ocupan los medios políticos sin que esté implícito el ejercicio
de la razón de Estado; por el contrario, la conservación del
Estado depende necesariamente de la aplicación de la razón de
Estado. Las razones que señala el canciller son debatibles, pues
argumenta que se puede constatar históricamente que se pueden fundar Estados con el empleo de la violencia, los contratos,
los intercambios, las compras o las herencias que no requieren
15. Norbert Elias documentó que el arte de la manipulación de los hombres
dependía de “la observación cortesana de los hombres […] no de un gusto
por reflexiones teóricas, sino directamente de las necesidades de la existencia social y de las exigencias del trato social. La observación de los hombres
constituía la base de su manipulación, así como esta era el fundamento de
aquélla. La una debía acreditarse en la otra y ambas se fecundaban recíprocamente” (Elias, 1996: 145).
170
Sin duda que mayor obra es conservar porque las cosas
humanas, por su propia índole, ya vienen a menos o
ya crecen al modo de la luna, a quien están sujetas;
de dónde tenerlas firmes cuando han crecido, sostenerlas en tal forma que no disminuyan y caigan es
empresa de valor singular y casi sobre humano. En la
adquisición tiene gran papel la ocasión, el desorden
dentro del enemigo y la obra de otros, pero mantener
lo adquirido es fruto de una excelente virtud. Se adquiere
con la fuerza, se conserva con la sabiduría; la fuerza es
común a muchos, la sabiduría es de pocos (Giovanni
Botero, Ragione di Stato, I: 94).
La conservación del cuerpo político constituye el espacio de
experiencia de la fundamentación de lo político y, al mismo
tiempo, el horizonte de expectativa de la práctica política monárquica durante el barroco. La preeminencia normativa de la
conservación sobre la fundación y la ampliación establece las
condiciones elementales de la política barroca: la inseminación
del paradigma conservativo. El paradigma conservativo confirma
que el político debe ser capaz de preservar el orden civil y evitar sus posibles alteraciones de modo que se preserve la salud
pública y la paz social. En este sentido, la obra de Botero es la
primera justificación teórica del paradigma conservativo que
subyace en la idea moderna de la razón de Estado.
Al respecto de este modelo teórico, Gianfranco Borrelli
sugirió que la obra boteriana permite la articulación teórica
de la prudencia política con el arte práctico de la ciencia del
Estado.16 En su interpretación, Borrelli destacó la insistencia de
Botero en unificar la teoría y la praxis por medio de la prudencia política. La prudencia política opera como un ars práctica
—en sentido aristotélico— en la medida que conmina al desarrollo de la capacidad que tiene el gobernante para utilizar de
16. Cfr. Gianfranco Borrelli, Ragion di Stato. L'arte italiana della prudenza politica, 1996. 171
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
manera reflexiva los datos, los instrumentos y las normas que
posibilitan la acción política. Sin esta reflexividad y sin estos
instrumentos, no es posible actuar conforme a la circunstancia
(notizia). Conocer la circunstancia implica prever los efectos no
previstos de la acción política.
Por último, Ragione di Stato es un texto polémico que fungió como un contra-discurso: descalificar el discurso originario
sobre la razón de Estado —el discurso de Maquiavelo— y
postular una nueva forma de entender la política —alejada lo
suficiente de la literatura de espejo de príncipes y de los tratados
de ciencia política ilustrada—: la política como el arte de gobernar.
En consecuencia, la obra de Botero surgió para reformular de
manera católica la obra de Maquiavelo. Por un lado, acepta del
florentino que el fin último del Estado es su conservación; por
otro lado, rechaza los medios que Maquiavelo prescribe para
conservarlo. En cierto sentido, Botero rechazó los principios de
Maquiavelo no porque considerase que las máximas propuestas en Il Príncipe no estén articuladas con la moral católica, por
el contrario, Botero afirmó categóricamente que, en la práctica
política, las máximas del florentino no tienen eficacia. Por lo
anterior es importante preguntarse ¿por qué esta falta de operatividad de las tesis de Maquiavelo según Botero?
No obstante, a partir de su experiencia cortesana y restringida erudición histórica, Botero se percató de que no todo príncipe es capaz de instrumentar de manera prudente las artes
de gobierno. Frente a la falta de pericia gubernamental, Botero
prescribe lo imposible: develar los secretos del poder para hacer
del poder un secreto. Si actuar conforme a la razón de Estado
supone el develamiento de los arcanos del gobierno, entonces
es menester elucidar tales principios y máximas de modo que
cualquier gobernante pueda acceder a ellos y aplicarlos según
la circunstancia. Botero es un aristócrata que democratiza el
arcana imperi, por ello recupera —como los humanistas florentinos— las experiencias, los consejos y los comportamientos de
los gobernantes más prudentes de la historia política: historiae
magister politicorum. Sin embargo, a pesar de las resistencias de
los defensores del esoterismo político, los secretos del poder
quedan al descubierto una vez que se hacen explícitas las razones de su funcionamiento y las condiciones de su existencia.
Botero es un demócrata que aristocratiza los secretos del poder,
puesto que establece que la condición suprema de la acción
política es la experiencia histórica. Esta experiencia, notifica,
testifica, describe, prescribe y predice prácticas de gobierno
efectivas basadas en la comprensión de los códigos de conducta que revelan los móviles de la condición humana. La selección de la información de la experiencia histórica y la firmeza
de la voluntad política permiten, entonces, concentrar una
gama de conocimientos y técnicas de dominio en un instrumento específico: la razón de Estado. El control prudencial de
esta técnica política permite intervenir, modificar y conducir el
comportamiento humano para acceder a la conservación del
orden civil. Por lo tanto, el discurso de la razón de Estado es
principalmente un saber teórico que tiende a convertirse en un
poder efectivo sobre los súbditos siempre y cuando esté orientado por las máximas de la prudencia política.
172
Sin pretender una respuesta exhaustiva, diré que la falta
de eficacia de las máximas de Il Principe se debe a sus propias
características discursivas. Primero, la figura de “el príncipe”
que se postula en Il Principe sostiene una relación de exterioridad y trascendencia respecto de su principado. Esta exterioridad
es posible debido a que el príncipe recibe de “fuera”, ya sea
por herencia o por violencia, el principado. Así, lo que une al
príncipe con el principado es un lazo exterior a él. En consecuencia, el objetivo del gobernante consiste en aprender una
serie de reglas que permiten mantener, fortalecer y proteger su
relación con el principado, y no la relación que existe entre los
súbditos con el territorio. Segundo, la razón de Estado maquiavélica no tiene eficacia política porque no constituye un arte
de gobernar. Si el objetivo de la escritura política consiste en
dictar reglas para mantener el lazo entre principado y príncipe,
entonces el célebre texto del florentino deviene en una suerte
de tratado de habilidad principesca para conservar el principado. Por consiguiente, ser hábil para conservar un principado
no implica necesariamente el arte de saber gobernar. Gobierna
territorios, pero no súbditos. Tercero, la diferencia sustantiva
entre los tratadistas de la razón de Estado —con Botero al fren173
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
te— y los principios políticos de Maquiavelo radica en que el
segundo no puede establecer el arte de gobernar debido a que
concibe la noción gobierno de manera unívoca. Parafraseando
a Aristóteles, gobierno se dice de muchas maneras: se gobierna
una familia al igual que una casa, un convento, una provincia
e, incluso, se gobiernan las pasiones y los deseos. Botero descalifica la propuesta del Maquiavelo porque argumenta que el
gobierno que establece entre el príncipe y su principado es solo
una modalidad gubernatoria de entre tantas. Por lo tanto, el
modelo maquiavélico de gobierno es deficiente debido a que
descarta la pluralidad de las formas de gobierno y las prácticas
de gubernamentalización que conlleva. Si el gobernante no tiene control sobre estas prácticas, difícilmente podrá gobernar,
ya que el dominio de los súbditos depende del control de todas
las formas de gobierno posibles. Maquiavelo redujo la política
a una cuestión de Estado, a una relación de dominio entre príncipe y principado. En cambio, Botero la inserta como parte de
una problemática más amplia: el gobierno en todas sus dimensiones antropológicas, desde el individuo (el gobierno de sí)
hasta el gobierno de un ser supremo (el gobierno de las almas).
Es más, lo interesante de la crítica de Botero a Maquiavelo es
que no es nueva. Previamente, Tomasso Campanella recuperó
la multidimensionalidad de las artes de gobierno y mostró la
continuidad entre las formas de gubernamentalidad:
posible gobernar satisfactoriamente un Estado. Sin embargo,
a pesar de que puede existir continuidad entre las diversas
formas de gobierno, existe una forma suprema: el gobierno del
Estado, pues todas las demás prácticas de gobierno dependen
de este último. Por esta razón, Botero fue el primero en conceptualizar la relevancia del gobierno del Estado sin olvidar
las otras formas de gobierno: la razón de Estado es la técnica
política que permite el arte de saber dominar. Si el dominar
prudencialmente implica un correcto gobernar, entonces la originalidad de la obra boteriana radica en que define la razón de
Estado como la condición del arte de gobernar en tanto que no
es propiedad exclusiva de los gobernantes, sino de cualquiera
que pueda ejercer un domino sobre algún otro. El concepto de
Botero cumple una función normativa nuclear, ya que operó
como índice de realidad de las formas políticas de la monarquía imperial y, a su vez, fue un factor de cambio político en
los procesos de gubernamentalización del Estado. La razón de
Estado supone así un tipo de racionalidad política (ratio gubernanti) que permite conservar el Estado desde su fundación hasta su desarrollo cotidiano, la cual tiene como propósito ulterior
garantizar la eficacia política sin violentar los principios de la
ortodoxia religiosa. El arte de gobernar no es más que gobernar
según la razón de Estado.
No puede gobernar el mundo quien no sabe gobernar
un imperio, ni un imperio quien no sabe gobernar un
reino, ni un reino quien no sabe gobernar una provincia, ni una provincia quien no sabe gobernar una ciudad, ni una ciudad quien no sabe gobernar una aldea,
ni una aldea quien no sabe gobernar una familia, ni
una familia quien no sabe gobernar una casa, ni una
casa quien no sabe gobernarse a sí mismo, ni sabe gobernarse a sí mismo quien no es capaz de someter sus
pasiones a la razón, y no sabrá tampoco someterlas si
no se somete a Dios (Tomasso Campannella, Monarchia
di Spagna, 1593: IX-1).
Lo exhaustivo del argumento de Campanella puede reducirse de la siguiente manera: si no hay obediencia a Dios, no es
174
Maquiavelo para confesores
Con la traducción de Della ragion di Stato de Giovanni Botero,
se inauguró oficialmente la tratadística de la razón de Estado
en España y se tomó postura acerca de la función del maquiavelismo en la conservación de la monarquía ibérica. Sin embargo, el discurso sobre la razón de Estado es, en sentido estricto,
producto de las disputas teológicas y políticas europeas del
siglo XVI. La razón de Estado es el horizonte político ineluctable de la monarquía católica. Como lo atestiguó la historiografía tradicional, la nación que mejor representa el proyecto
moderno de la contrarreforma fue la apostólica España de los
Austrias. No resulta extraño, entonces, que la producción de
textos filosóficos y políticos en los que se especifica mejor la
175
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
problemática de la razón de Estado sea en los centros políticos
peninsulares o, en su defecto, en los territorios donde tuvo jurisdicción el imperio español.
la razón de Estado operó como el modo de producción textual que adoptaron los países de confesión católica —España,
Italia, Portugal y algunas provincias francesas— al convertir
la querella de la Reforma en un instrumento de configuración
política. Por tal razón no se equivocó García-Pelayo cuando
afirmó la identidad entre razón de Estado y razón de confesión; sin embargo, esta asimilación debe tomarse con cuidado,
pues equivale a aceptar una reducción teológica del problema
político. Con la debida precaución hermenéutica que exige el
problema, la razón de Estado es más que razón de confesión
por el hecho de favorecer la secularización del poder político,
pero no es necesariamente un momento de autonomía sin más.
En este sentido, lo que ocurrió con la razón de Estado es que
vivió la tensión entre religión y política; limitó en la pendiente
de dos mundos: el trono y el altar. La hipótesis que sostengo es
que este discurso permite mostrar cómo las disputas políticas
por configurar el Estado-nación moderno no implican la negación del aspecto confesional que adoptó el aparato monárquico
durante la modernidad temprana sino la constitución católica
de la formación estatal.
Para entender el contexto de surgimiento y las circunstancias ideológicas en las que emergió el discurso de la razón de
Estado en España, la posición política y la formación teológica
de Botero resulta pieza clave. Efectivamente, Botero estudió
filosofía y teología en uno de los más importantes colegios jesuitas de la época y gran parte de su vida diplomática estuvo
dedicada al servicio de la corte de Piamonte. Además, la situación geo-política italiana orilló a varios intelectuales a preferir
la vida cortesana desarrollada en los territorios de la monarquía hispana, interés que Botero compartió con pensadores de
la talla de Maquiavelo, Guicciardini, Campanella o Zucollo.
Esta preferencia por las cortes españolas se explica, en gran
medida, por el hecho de que durante el periodo más conflictivo
de la Contrarreforma, Italia obtuvo el beneficio de la pax hispánica. Este periodo de paz fue posible gracias a la intervención
de España en los reinos de Nápoles y Milán, intervención que
se logró satisfactoriamente a pesar de la fuerte resistencia de
Venecia y Roma. Estas razones históricas, junto con el fuerte
impulso teológico del Concilio de Trento, provocó que en sus
inicios la razón de Estado se asumiera como un discurso confesional, reactivo y contra-hegemónico con los modos habituales de
entender lo político en confesiones distintas a la católica.
Algunos estudiosos han sugerido que este proceso de hispanización del discurso italiano sobre la razón de Estado es
una pérdida del sentido secular y autónomo de la política,
una fractura del trend progresista que acompañó la modernización occidental, una primera reacción política.17 La razón
de Estado española es así una reacción a un supuesto primer
discurso italiano acerca de la razón de Estado, el cual se adoptó
a las formas de producción textual y significación semántica
del pensamiento católico post-tridentino. La tratadística de
17. En este ensayo, reacción debe tomarse en un sentido literal: una re-acción
o contra-discurso que critica y des-legitima un supuesto primer discurso y no
en el sentido ideológico de “reaccionario” o “ultramontano”.
176
La tensión secular del discurso de la razón de Estado tuvo
diversas consecuencias. La primera consiste en producir una
dicotomía que parece irresoluble para los tratadistas hispanos:
la distinción entre la buena razón de Estado y la mala razón de
Estado. Esta dualidad discursiva, herencia del pensamiento
aristotélico y de la influencia árabe, se acentuó más en el espacio político español que en cualquier otro lugar de Europa. No
obstante, aunque los tratadistas españoles son los que con mayor enfado separan ambos tipos, tal separación está formulada
inicialmente por algunos tratadistas italianos. Por ejemplo,
Ludovico Zuccollo, contemporáneo de Botero y admirador de
Felipe II, advirtió que si se distinguen dos tipos de razón de
Estado es porque supone la existencia de un núcleo común, el
cual posibilita reconocer cuándo se acerca y cuándo se aleja el
gobernante de la verdadera, justa y política razón de Estado.18
18. Ludovico Zuccollo (1621). Considerationi Politiche e Morali sopra cento
oracoli di Illustri Personaggi antichi: I, 2.
177
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
Para Zuccollo, uno de los principales problemas de la razón de Estado consiste en que las posibles significaciones que
adquiere limita su demarcación teórica: definir la razón de
Estado, distinguir las propiedades y las aplicaciones, requiere
de una capacidad analítica para separar, por lo menos de manera normativa, cuándo se trata de una comprensión correcta
de la razón de Estado y cuándo es incorrecta. En consecuencia,
surge in extenso el dilema que los tratadistas españoles trataron de resolver: existe una aplicación prudente de la razón de
Estado o existe una multiplicidad de formas con diferente instrumentación política. En la resolución de este dilema radica la
novedad conceptual y la diferencia política en el tratamiento
hispánico de la razón de Estado respecto de los coetáneos italianos. Inicialmente, en su comentario sobre Tácito, Scipione
Ammirato (1531-1601) distinguió varias aplicaciones de la razón de Estado, la cual según los tratadistas españoles, no le
permitió localizar el núcleo político de esta práctica política.
Ammirato estableció cuatro tipos de razón: razón natural, razón civil, razón de guerra y, por supuesto, razón de Estado.
Cada uno de estos tipos corresponde con un objeto limitado.
pánico es donde surgió la distinción primigenia: la diferencia
entre la verdadera y cristiana razón de Estado en oposición a la
falsa y pagana razón de Estado. Posteriormente, solo algunos
publicistas españoles optaron por tematizar la pluralidad de
formas que adquiere la razón de Estado. Destacan algunos tacitistas como Álamos de Barrientos o retóricos como Diego de
Saavedra Fajardo, para quienes la razón de Estado es la práctica política más sublime a la que puede aspirar el monarca.
Si un Estado no es más que dominio, o gobierno, o
reino, o imperio, o algún otro nombre que se le pueda dar a este, entonces razón de Estado no será mas
que, razón de dominio, de gobierno, de imperio, de
reino, o de algo más. Tácito llama a este fenómeno el
misterio del Imperium, o misterio de gobierno, nombrándolo con profunda certeza e intimidad, y también
las leyes secretas o los privilegios para la seguridad
del Imperium o gobierno; como él lo quiere es para descubrir la mala razón de Estado, cuando dice cuncta eius
dominationis flagitia (Scipione Ammirato, 1594, Discorsi
sopra Cornelio Tacito: XII, 240).
A pesar de la tipología propuesta por Ammirato y de los
esfuerzos teóricos de algunos tratadistas italianos como
Girolamo Frachetta19 o Antonio Palazzo20, en el espacio his19. L'idea del libro dei governi di Stato et di guerra, Venezia (1592).
Bajo este tenor, la razón de Estado española, que adoptó el
predicado de verdad y bondad en su definición, no solo buscó
anteponerse a la forma maquiavélica de la razón de Estado:
especificó en qué consiste el arte de gobernar según los preceptos de la política cristiana. A mi consideración, el primero en
explicitar esta dualidad originaria y fundar el modo hispánico
de la razón de Estado es el jesuita Pedro de Ribadeneira. En su
obra más importante argumentó:
Ninguno piense que yo desecho toda razón de Estado
(como si no hubiese ninguna), y las reglas de prudencia con que, después de Dios, se fundan, acrecientan,
gobiernan y conservan los Estados, ante todas las cosas
digo hay razón de Estado, y que todos los príncipes la
deben tener siempre delante los ojos, si quieren acertar
a conservar y gobernar sus Estados. Pero que esta razón
de Estado no es una sola, sino dos: una falsa y aparente,
otra sólida y verdadera; una engañosa y diabólica, otra
cierta y divina; una que del Estado hace religión, otra
que de la religión hace Estado (Pedro de Ribadeneira,
1595, Tratado de la religión y virtudes que debe tener el
príncipe cristiano para gobernar y conservar sus Estados,
contra lo que Nicolás Maquiavelo y Políticos deste tiempo
enseñan –epístola al lector).
Si el principal motivo que impulsó a los tratadistas españoles a
escribir sobre la razón de Estado radicó en la pretensión tridentina de re-catolizar el mundo político; y si la disolución política
del catolicismo implicó la pérdida del sentido universalista
que su imagen como Katolikos proyecta, entonces este proceso
de re-catolización del mundo asumió como mandato divino la
20. Del governo e della ragion vera di Stato, Napoli (1604).
178
179
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
propagación de la fe católica y la reconstrucción de la república
cristiana. En este sentido, la recepción española de la razón de
Estado surge en un contexto confesional que anticipa la fractura del ideal monárquico-universal y la aparición de los modernos Estado-Nación. Esta tensión entre la idea de una monarquía
universal y la tendencia por la soberanía nacional transformó la
visión medieval de la unión entre Imperium y Ecclesia por un
recurso aparentemente más modesto: la alianza entre el Estado
católico más poderoso y el papado Romano.21 Sin embargo,
la reconstrucción de la república cristiana dependió, en última
instancia, de la función política de la religión. En efecto, para
algunos escritores italianos como Maquiavelo, Gucciardini o
Torquato Acceto, la religión cristiana sirvió para conservar el
Estado siempre y cuando se entienda como un medio de persuasión moral: la religión cristiana es un instrumentii regni.
el principal objetivo que debe perseguir la política. “Porque
es verdad cierta e infalible que el Estado no se puede apartar
bien de la religión, ni conservarse sino conservando la misma
religión, como lo enseñan los mismos gentiles y mucho mejor
nuestros santos Padres, que fueron doctores y lumbreras de la
Iglesia Católica” (Pedro de Ribadeneira, 1595, Tratado de la religión…, epístola al lector).
La subordinación de la religión a la política será, por consiguiente, la primera atribución que imputarán los tratadistas
españoles a los defensores de la falsa y diabólica razón de
Estado. La crítica estará encaminada a desarticular esta pretensión fútil, pagana e inmoral. La razón de Estado se torna
así en ratio diaboli en el momento en que se instrumentaliza la
religión y se coloca por debajo de la política; cuando se olvida
que la providencia divina es la suma de toda autoridad política. Por consiguiente, el problema para los tratadistas españoles
no es exclusivamente un problema de legitimidad política, sino
de autoridad moral. El Estado puede emplear medios inmorales como la infamia, el engaño, el fraude o la violencia para
la conservación del cuerpo político; pero lo que no puede es
anteponerse a los intereses políticos que dictamina la religión
católica. Los tratadistas argumentan que la religión no debe
operar como un medio para conservar el Estado, por el contrario, la propagación y la conservación de la religión constituye
21. Al respecto de la hispanización de la política católica durante el siglo
XVI, Javier Peña Echeverría señaló: “La vieja unión del Imperio y la Iglesia
había de ser remplazada por la alianza entre el Estado católico más potente
(la monarquía española) y el Papado, que proporcionaría una legitimación
de la política imperialista de los Austria, la defensa de la fe como meta y
justificación de la política” (Echeverría, 1998: 23).
180
La modernidad del barroco imperial reside en que insemina
un nuevo vocabulario político con base en la católica razón de
Estado. Al respecto, Rafael del Águila comentó que el lenguaje
de la razón de Estado no necesariamente es opuesto al lenguaje
de la filosofía civil; por el contrario, ambos lenguajes pueden
convivir en una fase histórica —incluso pugnar entre ambos
para competir por la hegemonía discursiva. Esta conciliación
es un motivo recurrente de la filosofía política barroca. En el
XVII, la pugna entre maquiavelistas y anti-maquiavelistas es
una muestra de los intentos por conciliar o dividir el lenguaje
de la filosofía civil con el lenguaje de la filosofía del Estado. La
ciudad abandona su impacto civil al Estado. Particularmente,
los tratadistas españoles insisten en la pertinencia del paradigma clásico —la correspondencia entre justicia y razón—
respecto de las formas políticas modernas y moralizan así la
práctica política.
Desde Platón hasta Savonarola, la tradición política clásica
tiene como presupuesto básico la conexión entre virtud y felicidad, entre sabiduría y justicia. Según el planteamiento clásico,
si se quiere actuar con justicia basta con que se conozcan las
ventajas de lo justo para conseguir la felicidad. Sin importar la
forma de gobierno —monarquía, aristocracia o república mixta—, la justicia y el bien común constituyen el fundamento normativo del orden político. El paradigma clásico está expresado
cuando Platón afirma la identidad entre razón y ley o Cicerón
al identificar lo útil con lo honesto. En consecuencia, los tratadistas españoles tienen como núcleo de discusión la vigencia y
el anacronismo acerca de la herencia de los presupuestos clásicos de la política. Los maquiavelistas, ocultos bajo el ropaje de
Tácito, critican la pretensión de unir razón y justicia, y señalan
que no es posible generar un orden civil por medio de la sola
181
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
ratio. Acusarán a sus adversarios de “falta de experiencia política” y, al no distinguir lo bueno en política de lo bueno en moral,
de incurrir en el síndrome de Platón. En contraste, los anti-maquiavelistas, enaltecidos con el uso de la retórica cristiana,
afirman que el conflicto político no representa una necesidad,
sino un momento de superación de la constitución espontánea
del orden civil. Los defensores de esta postura identifican los
términos verdad, justicia y concordia como sinónimos y, sin darle importancia a los tipos de gobierno o a las circunstancias
históricas que los determinan, prescriben la máxima política
según la cual la mejor forma de gobierno es la que sigue los
mandatos de la razón.22 En esta última acepción aparecen,
oportunamente, las críticas de los tacitistas como una forma de
realismo político: los maquiavelistas recurrirán a la autoridad
de Tácito para demostrar que desde la Roma imperial no existe
una conexión directa entre política, moral y religión. El vínculo
entre justicia, concordia y bien común es artificial y no espontáneo. Esto genera un cambio en la estrategia política ya que si se
acepta la afirmación de los tacitistas, la paternidad de la razón
de Estado es atribuible al historiador romano por develar los
arcanos imperiales y no a las enseñanzas políticas del pagano
Maquiavelo.
go, el fenómeno del tacitismo no puede reducirse a simple corolario de las ideas del secretario florentino. El tacitismo es un
compañero de viaje del maquiavelismo, pero no un momento
de subordinación histórica. El momento tacitista de la Europa
moderna coincide con el momento mediterráneo del momento
maquiavélico.
La distinción entre maquiavelismo y anti-maquiavelismo constituye dos tipos ideales que permiten explicar la distinción española entre la buena y la mala razón de Estado. Por un lado, los
antimaquiavelistas atribuyeron a Maquiavelo la invención de
la mala razón de Estado por separar política y moral. La crítica
al florentino es lacerante y virulenta al grado de incluir su obra
en el Index de libros prohibidos. Por otro lado, para evitar la
acusación de herejía, los maquiavelistas utilizaron los escritos
de Tácito para defender la autonomía de la política. Por tal
motivo, el resurgimiento del tacitismo viene acompañado del
momento maquiavélico de la Europa mediterránea; sin embar22. Los antecedentes de esta postura se encuentran en el iusnaturalismo
medieval, principálmente en la tesis sostenida por Tomás de Aquino que
señala que del respeto a la ley se infiere el respeto por el “bien común”, y
de la afirmación de Marsilio de Padua que considera que es lo mismo el
“gobierno de la ley” que el “gobierno de la razón”.
182
En suma, la razón católica de Estado se opuso principalmente a las tesis sostenidas por los maquiavelistas, los tacitistas y los humanistas italianos: la utilidad y el éxito como el
criterio que determina lo político. La principal oposición radica
en la instrumentalización política de la religión cristiana y en la
exclusión de la divina providencia en los asuntos de Estado. La
teología política católica es así una lógica sacrificial basada en
la excepción soberana.
Normatividad sin fuerza
Algunos historiadores de las ideas han afirmado que
Maquiavelo comenzó a vivir después de muerto. Sin riesgo
a exagerar, esta afirmación es verdadera si se toma en cuenta
la recepción y la crítica de las ideas del secretario florentino
fuera de Italia. En España, ningún otro autor político tuvo tanta resonancia como Maquiavelo. Ya sea para criticarlo o para
defenderlo, su obra fue leída por teólogos, diplomáticos, publicistas, consejeros, artistas e, incluso, leído directamente por los
monarcas españoles. El interés que despertó su obra, aunado
a la disputa hermenéutica por comprender su intencionalidad
histórica, provocó que en España se leyera a Maquiavelo con
los límites interpretativos de la contrarreforma. El problema
está en que a los lectores y a los detractores españoles de
Maquiavelo poco les importó que este autor fuese considerado
“maestro de tiranos”, “autor pagano” o “discípulo de Satán”;
lo que interesó fue, realmente, en qué medida las enseñanzas
del florentino son eficaces para que un príncipe cristiano aumente y conserve su Estado. Si las enseñanzas de Maquiavelo
no son capaces de incrementar el poder del príncipe cristiano,
entonces tales esfuerzos son vacuas ensoñaciones.
183
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
Paradójicamente, gran parte de la riqueza teórica y la fuerza
argumental de la obra de Maquiavelo residió en la lectura de
sus detractores.23 La interpretación detractora es ambigua. Por
una parte, es una interpretación abierta y adecuada según las
circunstancias; por la otra, es virulenta, poco precisa e, incluso,
ad hominem. Según los detractores, la obra de Maquiavelo tiene
algunas consecuencias sumamente negativas: deja al descubierto las formas puras del poder y, con ello, permite que el
poder se cubra con cualquier ropaje retórico. Esta afirmación
orilló a los maquiavelistas a incurrir reiteradamente en la falacia de la afirmación de las consecuencias. La hipótesis de los
antimaquiavelistas consistió en asumir que defender la argumentación de Maquiavelo implicaría la disolución del Estado
cristiano. En primer lugar, la mayoría de estos detractores
aceptan la parte técnica de las enseñanzas del florentino, pero
la dirigen hacia fines católicos “legítimos” como la justicia, la
defensa de la fe o la preservación del poder monárquico. En
segundo lugar, ninguno valora positiva o negativamente los
medios políticos que se empleen siempre y cuando se persiga
un fin superior: el moral o el religioso. Por último, consideran
que la política debe ser un instrumento de preservación de
la religión católica y la moral cristiana. En consecuencia, los
antimaquiavelistas españoles intentan corregir las deficiencias del modelo maquiavélico. Por ejemplo, para Quevedo o
Ribadeneira, las enseñanzas del florentino no permiten reconocer la autoridad del príncipe ni conminan a legitimarlo.
Principe se comporta más como un tirano sin respaldo popular
que como un gobernante eficaz vinculado directamente con la
comunidad. El príncipe maquiavélico es un portador absoluto
del poder que está alejado del ethos de la comunidad política y,
por consiguiente, destruye los principios políticos que le otorgan legitimidad. No existe, desde el horizonte del barroco, un
republicanismo maquiavélico. Por ello, la preocupación de los
antimaquiavelistas no giró en torno al problema del engaño,
la simulación o la inmoralidad de los medios políticos, sino
en las capacidades retóricas que requiere un gobernante para
ser constructor de ilusiones. El argumento refutador de los antimaquiavelistas es, extrañamente, demasiado maquiavélico: si
un gobernante no tiene un interés genuino por los valores que
detenta la comunidad política, difícilmente puede motivar a
que los ciudadanos acepten su autoridad legítimamente, pues
desconoce las costumbres y las ilusiones del pueblo; ignora el
ethos de la comunidad que le permite encontrar los medios idóneos para la conservación de la autoridad política. Por lo tanto,
un gobernante cristiano debe ser capaz de producir las mejores
ilusiones cristianas, comprender las necesidades simbólicas y
materiales del pueblo educado cristianamente y, en consecuencia, construir el camino al reino de los cielos como un efecto
de la edificación terrena de la república cristiana. El auténtico
republicanismo es el republicanismo cristiano.
Para los defensores de la normatividad de la razón de
Estado, la verdadera debilidad del maquiavelismo radica en su
incapacidad para generar respeto por las instituciones políticas
y eclesiásticas.24 El tipo de gobernante que se prescribe en Il
23. “La lectura estratégica de Maquiavelo debe más a sus enemigos y adversarios que a él mismo. En efecto el ‘Maquiavelo estratega’ logra sus más
importantes desarrollos y su vinculación más potente con el poder político
gracias a la lectura anti maquiavélica de Maquiavelo” (Del Águila, 2000: 71).
24. Una precisión histórica: la interpretación española de Maquiavelo se basó
principalmente en la lectura de Il principe más que en los desconocidos Discorsi. El “Maquiavelo estratega” tuvo mayor recepción que el “Maquiavelo
republicano”. Para más detalles de esta recepción, cfr. Piugdomenech (1992).
184
Asimismo, los antimaquiavelistas comparten con el florentino la concepción estratégica de la política. Ambos sostienen
que la práctica concreta de la política conduce necesariamente
a una economía de la violencia, ya que el fin que persigue es justo.
Ya sea para reconstruir la república cristiana, la salvación de
las almas o la realización terrena del reino de Dios, los medios
están protegidos por el coto vedado de la justicia. Si el tirano
actúa conforme capricho y se sirve de la razón de interés, el gobernante cristiano actúa con dirección al bien común mediante
la razón cristiana de Estado. Por una parte, Maquiavelo denunció
del cristianismo postmedieval, el debilitamiento de la vida pública y de las virtudes heroicas necesarias para ejercer la vida
civil en la república. Este es el punto debatible para los antimaquiavelistas, ya que la mayoría fueron jesuitas y, al igual que
185
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
el fundador de la orden —Ignacio de Loyola—, se encargaron
de revitalizar las virtudes guerreras del cristianismo al individuarse como soldados de cristo. Según los jesuitas barrocos,
el catolicismo es una forma-de-vida política que tiene como
fundamento la pax et concordia, por esta razón debe conocer
los casos que ameritan el uso de las armas y los grilletes. Por
otra parte, la promoción de la violencia o la inmoralidad de los
consejos de Maquiavelo no son el punto de las críticas de los
jesuitas, sino la instrumentalización de la religión, la incapacidad para detectar el auténtico pathos de la autoridad política y
el desconocimiento del auténtico bien común.
didos por Aristóteles, Polibio o Cicerón pueden desarrollarse
e, incluso, adquirir su realización histórica plena en el marco
político del catolicismo romano posterior al Concilio de Trento.
Para Maquiavelo, el bien común implica la conservación de
la república y la virtud (virtú) incluye la capacidad del gobernante para sujetar los designios de la fortuna, para emplear
las circunstancias en su favor. En cambio, para el pensamiento
jesuita el bien común no está alejado de la restauración y conservación de la república cristiana. Sin embargo, la crítica jesuita a
Maquiavelo no radicó en la supuesta separación entre política
y moral, o en el criterio epistemológico que diseñó para evaluar las acciones políticas, sino en el hecho de que Maquiavelo
argumentó que la moral cristiana no es compatible con la vida
republicana. Al respecto, con el tino del liberal decimonónico,
Isaiah Berlin explicó que los valores republicanos propugnados
por Maquiavelo como la valentía, el vigor, la disciplina y la autonomía de la comunidad son de herencia pagana. En cambio,
los valores cristianos están fundamentados en la caridad, la
piedad, el desprecio por el mundo y la salvación del individuo,
antes que por una preocupación por las necesidades materiales
de la colectividad. Esta diferencia sustantiva produce un antagonismo de valores irresoluble: el catolicismo es incompatible
con el republicanismo cívico. A pesar de esta supuesta contradicción axiológica, el esfuerzo teórico de los antimaquiavelistas
está encaminado a la superación de la contradicción por medio
de una conciliación retórica del maquiavelismo con el catolicismo. Es más, consideran que la reconstrucción de la república
cristiana depende, en última instancia, de la recuperación de
los valores guerreros y heroicos del cristianismo primitivo. Así,
para los tratadistas españoles, los valores republicanos defen186
Los tratadistas españoles afirmaron que el empleo de la
razón de Estado maquiavélica sirve únicamente para incrementar el dominio del gobernante sin que el uso de este poder
tenga algún tipo de legitimidad moral. La razón católica de
Estado, por el contrario, es un instrumento político al servicio de algún fin legítimo como la justicia, la conservación del
orden o la defensa de la fe. El primer tipo de razón de Estado
identifica poder con dominio y poder con violencia. El segundo tipo, sin negar los atributos violentos del ejercicio del poder,
muestra que el poder debe ser capaz de construir instituciones
y representaciones simbólicas que justifiquen sus acciones e
incremente su campo de dominio. Por ello, la evaluación moral de la política no recae en la eficacia de los medios, sino en
la legitimidad de los fines. Los antimaquiavelistas coinciden
con los defensores de Maquiavelo en la necesidad política de
emplear medios crueles y violentos siempre y cuando el fin sea
fortalecer la república o expandir el dominio simbólico de la
autoridad política. Sin embargo, para no ser acusados de criptomaquiavelismo, algunos tratadistas insisten en la importancia
de subordinar cualquier medio político a un fin superior: la
religión. La razón católica de Estado es así el sustrato normativo de la política cristiana. No se trata de establecer reglas de
prudencia para conciliar justicia y bien común en tiempos de
excepcionalidad. Lo que les importa es producir un arte de
gobernar que sea capaz de conjugar normatividad, prudencia
y eficacia política en tiempos de regularidad jurídica. Por consiguiente, los antimaquiavelistas son divulgadores indirectos
del maquiavelismo: utilizan el lenguaje republicano de manera
retórica y pragmática para instrumentalizar la política en aras
de la conservación del catolicismo. Si los críticos españoles de
Maquiavelo se levantaron contra él por instrumentalizar la
religión católica, tales detractores le responden con el mismo
antídoto: maquiavelizaron la política antimaquiavélica. La intención explícita de este grupo de escritores consistió en instrumentalizar la política para mostrar las ventajas “religiosas” de
187
La república de la melancolía
la política. La reacción antimaquiavélica fue eminentemente
maquiavélica. La práctica imperial española conlleva una disolución del maquiavelismo y el antimaquiavelismo como dos
formas puras de la acción política.
Inicialmente, en el mundo ibérico, la primera interpretación
antimaquiavélica del maquiavelismo fue la obra del obispo lusitano, Jerónimo Osorio de Fonseca. La obra llevó por título
De Nobilitate Cristiana (1542). Según Osorio de Fonseca —conocido en su tiempo como el cicerón portugués—, Maquiavelo
se equivocó al atribuir al cristianismo una debilidad militar.
Históricamente, el catolicismo tiene un ethos nobiliario capaz
de articular los preceptos de la moral cristiana con las más sofisticadas técnicas militares, produciendo con ello, un arte cristiano de la guerra. Al igual que Erasmo, Osorio consideró que
el modelo de caballero cristiano es el modelo antropológico
que permite conjugar exitosamente las armas con las letras, el
saber con la fuerza, la excepción y la ley. Esta propiedad del
caballero cristiano es posible gracias a la superioridad natural
de las virtudes cristianas sobre los valores heroicos heredados
de la la civitas romana. No obstante, con lo que no fue reflexivo Osorio es con el subtexto implícito en la denuncia contra
Maquiavelo. La crítica contra Maquiavelo es maquiavélica, ya
que al indicar como superior las virtudes cristianas y al afirmar
su efectividad para incrementar el espacio de dominio, Osorio
aplicó una estrategia maquiavélica: destacó el aspecto técnico
del poder político. Por consiguiente, la primera crítica dirigida
a Maquiavelo se produce irreflexivamente en el marco de los
presupuestos de su filosofía política.25 De Nobilitate Cristiana
instituyó la primera lectura antimaquiavélica de Maquiavelo
y, al mismo tiempo, argumentó la importancia de una de las
vertientes por las cuales el maquiavelismo español adquirió
fuerza teórica e histórica. El maquiavelismo ibérico o es imperial o no es eficaz.
25. Cfr. Anglo, 2005: 156.
188
IV. El gobierno puro
Fuerza sin violencia
Como ocurrió con algunos tópicos hispánicos, la recepción
de Maquiavelo en España está encubierta por la leyenda negra. Generalmente, algunos investigadores de la influencia de
Maquiavelo en España dan por hecho que al ser prohibida su
obra en el Index en 1532, Maquiavelo no fue leído directamente
en la península o, en su defecto, fue leído mediante referencias
secundarias. Según los historiadores de la recepción maquiavélica, ya sea por la lectura a medias en las que solo se disponía
de versiones de segunda mano; por las lecturas panfletarias que
no estudiaron acuciosamente la obra; o por las lecturas sesgadas
por no formar parte de presupuestos republicanos carentes en
la tradición política española, las lecturas de Maquiavelo nunca fueron completas. Mi hipótesis es demostrar lo contrario:
ningún otro escritor político tuvo tanta influencia en la España
barroca como Maquiavelo. El interés por la obra del florentino y la disputa hermenéutica por comprender “la verdadera”
intención de sus escritos, provocó que en España se pudiese
pensar la política católica bajo el horizonte del maquiavelismo.
Documentalmente, no existe duda de que los intelectuales
españoles conocieron a Maquiavelo, pero conocerle no siempre implica la apropiación de sus ideas o la divulgación de sus
obras. Por eso es necesario distinguir dos formas en las que
la “recepción” de un autor es posible: a un autor se le puede
recibir a través de sus ideas o por medio de sus obras. Cuando la
recepción de un autor ocurre mediante sus obras —entiéndase
por obras a los objetos físicos como libros, impresos o manuscritos— se tiene la ventaja de que las ideas del autor pueden
objetivarse materialmente en los textos y ser consultados cada
vez que se requiera. En cambio, cuando la recepción de un autor ocurre mediante sus ideas, la difusión del autor se torna
más problemática y la información menos transparente, pero
su legado se torna en un problema perenne de la política de
la época. En el caso de la recepción española de Maquiavelo,
la recepción ocurrió mediante ideas y no por obras. Las obras
del florentino no tuvieron una amplia difusión editorial, pero
las ideas se convirtieron rápidamente en el núcleo del lenguaje
189
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
político de la época. Lo relevante es que la prohibición de las
obras de Maquiavelo incrementó exponencialmente el interés
por su lectura. La mejor manera de leerlo fue, entonces, por
medio de la crítica lacerante de sus detractores. La prohibición
de lectura fue una invitación flagrante a la transgresión.
emplear la voz del historiador latino para cristianizar la técnica
política y asumirlo como un maestro de la razón de Estado.
En España, la prohibición tardía de Maquiavelo tuvo muchas concesiones y debilidades. La obra se incluyó en el index
español y todas las obras que lo tuviesen como autor eran
censuradas; sin embargo, el index no prohibió la obra de otros
autores con ideas similares. Esta flexibilización permitió que
algunas obras de escritores antiguos fuesen “maquilladas cristianamente” y, por medio de estos escritores, se introdujeran
las tesis del florentino. El tacitismo fue el caso emblemático.26
La recuperación de Tácito como filtro del maquiavelismo tuvo
muchas ventajas que la divulgación directa de la obra del florentino no consiguió a pesar de compartir núcleos argumentales fuera de la ortodoxia católica. La distinción básica entre
maquiavelismo y tacitismo radicó en la importancia de la religión para la política. Ambos escritores tienen como horizonte
de comprensión la religión cívica romana, pero divergen en
la forma de entenderla. Maquiavelo no le otorgó importancia
al hecho de que el cristianismo favorece el control de las conductas humanas y, por esto, subordinó la religión de Cristo a
una forma superior de política donde alcance autonomía. El
espíritu anticlerical de Maquiavelo no le permitió advertir las
ventajas políticas de la teología política católica, incluso para
la conformación de un ethos republicano. En cambio, los tacitistas intentaron mostrar que la religión cristiana es necesaria
para la república aunque sea como instrumento de gobierno o
control de conductas. La estrategia de los tacitistas consistió en
26. Para la recepción romana de la obra de Maquiavelo se puede establecer
la siguiente cronología. De 1512 a 1527 se configura una relación de indiferencia y tolerancia con su obra. Este periodo coincide con la época de mayor
actividad por parte de Maquiavelo. De 1527 a su muerte, surge un interés
por conocer su obra y su vida. De 1532 a 1559 surge la época de la crítica
entendida como “aprobación”. Posterior a esta fecha, emerge la crítica virulenta a su obra y, con ello, el advenimiento del antimaquiavelismo como un
momento configurante de la política moderna.
190
La importancia de Tácito incrementó sustantivamente durante el siglo XVII. La importancia fue notoria en la mayoría de
las cortes europeas y su fama como maestro de política logró
trascender el espacio de discusión política para colocarlo como
un referente principal de la antigüedad latina. Jean Racine lo
consideró “el más grande pintor de la antigüedad” y, para el siglo XVIII, el célebre político y novelista francés, Chateubriand,
le otorgó “la gloria del amo del mundo”. El tacitismo tuvo vigencia en el momento maquiavélico de la política porque, en
el fondo, la recuperación del espíritu romano fue la regla que
arcó la pauta política de la Europa barroca. Lo romano es lo
imperial y lo imperial es la forma de vida de la teología política
católica.
Respecto de la difusión europea del tacitismo existen varias
hipótesis y puntos de reflexión acerca del origen y las causas de
su revitalización moderna. En España existen por lo menos tres
posibles vías por donde fue introducido el tacitismo. Primera
hipótesis, el tacitismo se consideró un momento de la política
ibérica que permitió disfrazar las enseñanzas de Maquiavelo
una vez que su obra fue incluida en el Index de libros prohibidos. Benedetto Croce es quien más difundió esta opción que
pronto logró convertirse en tópico de la historiografía política
clásica.27 Para el filósofo napolitano, el tacitismo operó como
un disfraz, como un dispositivo retórico que permitió encubrir
el maquiavelismo. Esta hipótesis es parcialmente verdadera,
pues no cabe duda de que el tacitismo del siglo XVII tenga
fuertes coincidencias con la forma que adoptó el maquiavelismo durante este siglo. Tanto el tacitismo como el maquiavelismo comparten una concepción estratégica de la política y del
ejercicio del poder; sin embargo, el tacitismo es un momento
autónomo de la política que difícilmente puede reducirse a ser
una manifestación exclusiva del influjo maquiavélico. “Aunque
Tacitismo y Maquiavelismo coincidan en algunos puntos fundamentales, no pueden confundirse” (Boncompte: 1951: 115).
27. Cfr. Benedetto Croce (1929), Storia dell` età barroca in Italia, Bari.
191
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
Segunda hipótesis: el tacitismo se entendió como un recurso teórico que ayudó a fortalecer el maquiavelismo y, con ello,
contribuyó a ampliar el espectro autónomo de la política con
base en una búsqueda constante de la especificidad de lo político. Este horizonte de interpretación lo desarrolló José Antonio
Maravall, quien afirmó que el tacitismo es un compañero de
viaje del maquiavelismo ya que sirvió para configurar el logos
político de la modernidad.28 El tacitismo significó el triunfo
de los métodos empíricos aplicados en el campo de las cosas
humanas porque recuperó la dimensión experiencial de la política. “El tacitismo vino a representar un eficaz instrumento de
modernización: a él se debe la aplicación, bajo un sentido nuevo, de la idea de experiencia en política; a él se debe el vigor y la
continuación de una tendencia de secularización; a él se debe la
visión primeriza de una ciencia política” (Maravall, 1984a: 98).
La interpretación de Maravall resulta sugerente, pero limitada debido sus propios presupuestos historiográficos —i.e. su
concepción ilustrada de la historia y su vinculación con la historia social de las mentalidades. Si bien el tacitismo contribuyó
fuertemente en el proceso de autonomización de la política,
su aporte no proviene exclusivamente de un método histórico
novedoso “altamente riguroso y empíricamente contrastable”,
sino de la capacidad argumental que tiene el tacitismo para
distinguir las razones de orden político de las razones de orden
moral. El tacitismo es un criterio de demarcación política y no
un manual de conductas de gobierno.
y en una tierra de tolerancia como la Ámsterdam del siglo
XVII. Añádase a este suceso, el hecho que desde 1599 la obra
de Tácito tuvo una gran recepción en tierra hispana debido a
la traducción que hace Benardino de Mendoza y Antonio de
Herrera, sumado al clima “propenso al tacitismo” que se vivió
en el periodo de los Austrias. En este tenor, la interpretación
historiográfica de Droelto logra dar cuenta de cómo se constituyó históricamente el tacitismo en algunas regiones europeas
—Italia y Países Bajos— pero no logra ofrecer una interpretación global de la recepción del historiador latino en Europa ni
una lectura filosófica del problema del tacitismo. Este límite
hermenéutico de Droelto se justifica por el hecho de que, dependiendo del país y el tipo de público al que se dirigió, los
usos de la recepción de Tácito sufrieron cambios notables. Es
decir, la interpretación de la obra de Tácito varía de acuerdo
con las particularidades de cada traductor y del contexto de
discusión política. En ocasiones, no será igual ni siquiera parecido el Tácito español al Tácito italiano o el Tácito flamenco. Esta
diferencia no se debe a un “problema de recepción”, sino al
contexto de enunciación y el tipo de lenguaje político con el
cual se confronte o incluya al tacitismo. El tacitismo fue subsidiario de un vocabulario político hegemónico y monárquico.
Así, más que un déficit metodológico, la interpretación de
Droelto se torna en una interpretación abierta y, por tanto, en
una interpretación heurística e inacabada que requiere de una
complementación historiográfica y una lectura estrictamente
filosófica. En resumen, las tres hipótesis precedentes sobre el
tacitismo anuncian cómo fue la recepción de Tácito en Europa,
pero basta mirar con detalle cómo se introdujeron y qué forma
adoptaron las ideas tacitistas en la península ibérica.
Tercera hipótesis: el tacitismo se interpretó como el principal modelo político alternativo al republicanismo cívico florentino. Antonio Droelto, quien más ha defendido esta interpretación, comentó que sin la recepción flamenca de Tácito y
sin la traducción de Lipsio difícilmente puede comprenderse
la recepción española de Tácito.29 El modelo tacitista, auténtico
modelo de historiografía política, podía resurgir únicamente
bajo el cobijo de un humanista tan ecléctico como Justo Lipsio
28. Cfr. José Antonio Maravall (1969), La corriente doctrinal del tacitismo político en España, Madrid.
29. Cfr. Antonio Droelto (1974). Il tacitismo nella storiografia groziana, Roma.
192
Según la perspectiva de los lenguajes políticos, Tácito fue
importante en un momento en el que la política se concibió
como una técnica del comportamiento, como un dispositivo para
regular las conductas. Leer con atención los escritos de Tácito
favorece la aprehensión de la auténtica naturaleza humana, perversa y cambiante, irascible y altamente peligrosa, argumentaron los tacitistas del barroco. Es más, este grupo heterogéneo
afirmó que si se conoce cómo proceden los seres humanos
193
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
cuando anteponen las pasiones y los intereses, se puede predecir con certeza los resultados, los móviles y los alcances de
las acciones humanas. Es por ello que los escritores políticos
del Barroco encontraron en las narraciones de Tácito, elucubraciones psicológicas perfectas y detalladas descripciones del
auténtico comportamiento humano vistas a la luz del sentido
común de la época. “Tácito es sencillamente la razón natural,
inquiriendo con aguda inteligencia en la realidad política”
(Maravall, 1944: 380). El ejemplo más destacado de la avanzada
tacitista fue la inseminación de una nueva concepción del tiempo histórico. Durante el periodo de hegemonía del humanismo
renacentista, la disciplina encargada de adivinar la fortuna que
corre los asuntos del Estado fue la astrología. Un gobernante
que omitiese las “segundas causas de los cielos” difícilmente
podía estar preparado para afrontar los acontecimientos que
están por llegar y, un político que no sea capaz de anticipar
eventos futuros, es necesariamente un mal político. La astrología operó, entonces, como la principal herramienta del político
renacentista, como el instrumento que le ayuda a dominar los
terribles designios de la fortuna. En el Barroco se produjo un
traslado epistémico en las formas de concebir el tiempo histórico. La astrología pierde su prestigio como norte de príncipes y
cede a la historia el papel protagónico como la gran servidora
del saber político: Historiae anquila philosophia. Así, con la transición de las formas políticas del Renacimiento al Barroco, la
Historia dejó de ser exclusivamente una herramienta para ejercitar la prudencia política para convertirse en una ciencia, con
reglas universales y criterios de demarcación, que posibilita la
regulación de los principios y los arcanos del arte de gobernar.
gobernar posee un conjunto de reglas propias y un campo de
dominio. Con este contexto epistemológico emergió el tacitismo como una forma de saber político. Efectivamente, para los
escritores del barroco, Tácito fue el gran revelador de las reglas
que dominan el oficio del recto gobierno. El tipo de historiografía política desarrollada por el historiador latino permitirá
considerar a algunos escritores barrocos la relevancia del pasado histórico como referente para anticiparse al futuro político.
Así, con la introducción del tacitismo en Europa, se dio una
suerte de historificación de la política y, por esta misma razón, la
recepción del tacitismo –más que un problema historiográfico–
se tornó en un problema de orden político.30 En este sentido, la
recuperación del tacitismo implicó una revolución política que
anunció los procesos novedosos y las categorías originarias
mediante los cuales la política paleo-moderna adquirió autonomía respecto de la moral medieval. El tacitismo es una signatura histórica que muestra cómo se transitó del saber cosmológico renacentista –un tipo de saber que asumió la naturalización
de la razón– hacia el saber médico barroco –saber que permitió
la racionalización del poder político. La obra de Tácito completó
los vacíos discursivos dejados por la estela del maquiavelismo.
La novedad conceptual del tacitismo reside, entonces, en que
la mayoría de los escritores barrocos encuentran en Tácito un
antecesor de Maquiavelo: el auténtico maestro de la prudencia
política y el máximo artesano del saber de gobierno.31
Los escritores del Barroco asumieron que, para que un gobernante pueda conservar el Estado, debe conocer y aplicar
algunas reglas políticas con pretensión de universalidad, pues
en esta época se considera que no existe mucha diferencia entre los distintos tipos de saberes y oficios. El arte de gobernar
no difiere del arte de navegar, del arte del comercio o del tipo
de saber que se emplea en el arte militar porque todos estos
para desarrollarse requieren de la instrumentación adecuada
de reglas. Al igual que el oficio del comerciante, el oficio de
194
La recepción de Tácito en Europa tiene una historia accidentada. A partir del siglo XV aparecieron distintas versiones
de los escritos de Tácito. Al parecer, la primera impresión de
sus obras localizada es la que hizo Juan y Vendelín en Venecia,
en 1468. La primera versión moderna de Tácito publica Los
Anales (desde el libro IX), la Germania y el Diálogo de los oradores —faltó por publicar los seis primeros libros de Los Anales y
30. Cfr. Murillo Ferrol, 1989: 122-141.
31. En un tono quizá exagerado, Gregorio Marañón consideró que “el
verdadero maquiavelismo se aprendió en Tácito antes que en Maquiavelo”
(Marañón 1969: 291); sin embargo, en ambos tipos ideales existen dos momentos configurantes del lenguaje político moderno, momentos independientes y, a su vez, paralelos que abogan por la autonomía de lo político.
195
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
La Agrícola. Justo Lipsio, erudito humanista y gran latinista, se
propuso traducir los textos restantes y depurar filológicamente
la primera versión hecha por Vendelín.32 Por esta empresa filológica, Lipsio se ganó merecidamente el título de “restaurador
de Tácito” y publicó bajo su tutela diez ediciones ilustradas
de la obra tacitista acercando la obra del historiador latino al
mundo moderno. Lo relevante es que en España las obras de
Tácito se transmiten por medio de la difusión y la edición de
Lipsio y, más interesante aún, los primeros receptores españoles no se preocuparon en exceso por el problema gramatical y
filológico que encierran los textos del historiador latino, sino
que su preocupación giró en torno al contenido político que los
subyace. El Tácito español es un Tácito político. Con la lectura
de su obra se buscó encontrar aforismos, consejos, comentarios
y sugerencias para conservar la monarquía y, con ello, conseguir un recto gobernar. La lectura española de Tácito es una
interpretación pragmática del historiador latino, ya que los
tratadistas entendieron que los arcanos del imperio romano
podrían instrumentarse en el imperio español. Por lo anterior,
la primera aplicación con fines políticos de la obra tacitista estuvo en suelo ibérico.33
Según Beatriz Antón, existen dos etapas en la recepción
española de Tácito.34 La primera etapa difundió la obra del
historiador latino mediante aforismos y comentarios indirectos
de otros escritores —Álamos de Barrientos, Juan Alfonso de
Lancina, entre otros. La segunda etapa se encargó de construir
discursos políticos en los que se emplean directamente sus
ideas —Antonio Pérez o Diego de Saavedra Fajardo. En tales
discursos, se citó ocasionalmente la fuente directa, razón suficiente para que se confunda con una forma de maquiavelismo
o con algún otro tipo de conocimiento considerado herético
como el marranismo republicano de Alonso de Castrillo o del
converso Francisco López Villalobos.
32. Justo Lipsio llamó romana a esta versión. En su interpretación, Lipsio
encontró en Séneca la “virtud de la sabiduría” y en Tácito la “representación
egregia de la prudencia”.
33. La primera edición de Tácito al español es tardía comparada con el resto
de Europa –la edición más temprana es la edición de Suegro publicada en
Amberes en 1613, la cual sigue de cerca la edición de Lipsio–, pero no por
ello es una edición con poca recepción y difusión editorial. Sin embargo,
debido a que se trata de una traducción incompleta, Felipe III mandó a traducir los seis libros restantes a Antonio de Herrera para completar la obra
principal del historiador latino. Esta edición fue catalogada en su tiempo por
los especialistas como poco manejable y con serios errores de transcripción,
motivo suficiente para desacreditar la traducción. Será hasta la traducción
de Baltasar Álamos de Barrientos en 1613 que se entró al periodo “maduro” de las traducciones de Tácito. Para más detalles del debate filológico en
torno a la traducción de Tácito y la recepción que se tuvo de este en el siglo
XVII, véase el excelente estudio de Beatriz Antón (1992).
196
Los motivos y las razones de la preferencia por Tácito en
la Europa Barroca fueron varias. En primer lugar, el tacitismo
fue aceptado fácilmente debido al alto grado de pesimismo
antropológico que denotan sus lecciones históricas y el agudo conocimiento que tiene de la naturaleza humana. Para los
barrocos, Tácito —no Maquiavelo— es el auténtico maestro de
políticos porque, hasta ese cosmos intelectual, nadie como el
historiador latino ha comprendido las raíces primigenias del
fuste torcido de hispanidad. En segundo lugar, el tacitismo se
parangonó como el auténtico modelo de historiografía política,
ya que fue capaz de oponerse al modelo republicano de Tito
Livio defendido por Maquiavelo. Tácito posibilitó una lectura
imperial de lo político en sintonía con la estructura de los estados absolutistas. Si las Décadas de la Historia Romana tienen
como finalidad pragmática la constitución de la civilidad republicana, Los Anales permiten comprender cómo opera la lógica
del poder y los aparentes misterios de gobierno que guardan
los emperadores romanos. Por esta razón, los grandes monarcas del Renacimiento y del Barroco leían con atención las enseñanzas del historiador latino. Felipe II tuvo a la mano esta obra
resguardada en su imperiosa biblioteca de El Escorial —como
recordó Gregorio Marañón en su biografía de Antonio Pérez—
“Felipe era gran lector de Tácito; y de los textos de este fácil
es extraer la misma filosofía que de los libros de Maquiavelo”
34. Cfr. Beatriz Antón (1992).
197
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
(Marañón, 1969: 44). El interés que despertó Tácito por Europa
fue más pragmático que teórico. Por ejemplo, se sabe con precisión que Perrot d’Ablancourt, en la dedicatoria que hace a
Richelieu en su traducción de Tácito, incitó al cardenal a leer la
obra del historiador latino para comprender la grandeza imperial de España y, por ende, el centro de su debilidad política. He
aquí la nota: “En este libro –Los Anales– se han engendrado toda
la política de España e Italia; en sus doctos libros se aprende el
arte de reinar, en ellos buscan consejo los príncipes de la casa
de Austria en los momentos graves”. En tercer lugar, Tácito fue
difundido a través de las obras de autores holandeses e italianos de reconocido espíritu tacitista como Justo Lipsio, Andrea
Alciato, Scipionne Ammirato y Trajano Boccalini. Para probar
la recepción tacistista, destaco tres casos paradigmáticos.
comportamiento político, un manual de gobierno que permite
una disciplinización de las conductas políticas de los gobernantes. “Hay que concluir que la obra de Alciato, con su estilo
sentencioso, conciso, con su apelación a resortes psicológicos
autónomos, venía a constituir una preparación adecuada para
el desarrollo de una línea de pensamiento que cultivará directamente el tacitismo” (Maravall, 1984: 82).
Primer caso. El jurista y latinista holandés Andrea Alciato,
célebre por su libro fundacional Emblemata (1584), ofreció una
investigación filológica, la cual denominó Annotiationes in
Tacitum. Lo relevante para el mundo hispánico es que Alciato no
solo se inspiró en Tácito para dotar de contenido su concepción
prudencial de la política, sino que le permitió establecer una
nueva forma de estructurar el discurso político: los emblemas.
Así, el espectro tacitista del método emblemático —método
apropiado rápidamente por los escritores españoles— radicó
en la relevancia política de las emociones y los mecanismos de
acción psicológica. Es decir, que sin la pulsión tacitista de que
es posible manipular el comportamiento humano para obtener fines pedagógicos y políticos, la literatura de emblemas no
tiene razón de ser. Si el tacitismo político abrió las puertas a la
psicología de las acciones, entonces la literatura emblemática
es un efecto político y discursivo de este particular modo de
concebir lo político. La política es convertida en pedagogía de
las emociones. Tácito configuró sustantivamente el orden discursivo de la política barroca porque recuperó la importancia
de los afectos políticos. Por lo tanto, el contenido de las ideas
políticas sustentadas en los Emblemas de Alciato tiene fuertes
paralelos con el tacitismo político: al igual que el historiador
latino, Alciato considera que la escritura de máximas políticas
y morales es un modo adecuado para construir una técnica del
198
Segundo caso. De las fuentes italianas por donde se introduce el tacitismo en España destacan dos autores importantes
para la política imperial. El primero es Scipione Ammirato que,
con su Discorsi sopra Cornelio Tacito (1594), mostró la necesidad
de anteponer lo conveniente a lo justo según una de las máximas
del historiador latino. La influencia de Ammirato se apreció
claramente en la obra del logroñés y fiel servidor de Felipe IV,
Fernando Alvia de Castro. En una de sus obras más logradas
—Verdadera razón de Estado (1616)—, Fernando Alvia de Castro
discutió el problema epistemológico de la razón de Estado —si
se trata de una ciencia universal o de un arte prudencial— y en
repetidas alusiones a Tácito, señaló lo siguiente:
Séneca también escribe que solo lo bueno es lo honesto; Tácito alababa a Helvidio Prisco de que, entre
otras virtudes que tenía, seguía la doctrina de aquellos
sabios que solo juzgaban por cosas buenas las honestas, y las malas por torpes… –y siguiendo las ideas de
Ammirato nos dice– Vuelvo a la materia de Estado y
su definición, a quien Escipión Ammirato dice poderse
llamar una obra contraria a la razón ordinaria por respecto del bien público (Fernando Alvia de Castro, 1616,
Verdadera razón de Estado: 136-137) .
El segundo tacitista italiano relevante para la política española
fue Trajano Boccalini —uno de los autores más leídos por la
aristocracia castellana, entre ellos Quevedo y Gracián. Boccalini
llevó las ideas tacitistas a su máxima expresión política. En varias de sus obras como Comentarii sopra Cornelio Tacito (1634)
o su difundida obra Ragguagli del Parnaso (1612), expresó al
tacitismo como una forma de pensar la política que permite la
racionalización del poder político mediante mecanismos emo199
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
cionales. Es más, el aprecio del diplomático italiano por la obra
de Tácito lo obligó a considerarlo “el padre de la prudencia
humana y verdadero inventor de la política moderna” (Traiano
Boccalini, 1634, Comentarii sopra Cornelio Tacito, XXXVI).
engalanarla, sino porque produjo en Tácito el más grande de los artífices creadores de hombre, si se exceptúa a
Shakespeare” (Menéndez Pelayo, El origen de la novela,
1940: 110).
Tercer caso. Tácito fue bien recibido en tierras ibéricas debido a su estilo peculiar para escribir historia. El estilo tacitista logra combinar contundencia con drama, persuasión retórica con
ideología imperial, imparcialidad descarnada con vehemencia
y laconismo. Tácito narra la historia con un estilo pasional e interesado opuesto al estilo racional de Tucídides o al tono moderado
de Tito Livio; logró establecer la norma para escribir la historia
durante el Barroco sine ira et studio. Este estilo, sentencioso y
vacilante, impactará a los escritores políticos más importantes
del periodo como Francisco de Quevedo, Saavedra Fajardo y
Baltasar Gracián. Su influencia durará hasta ya entrado el siglo
XIX. Marcelino Menéndez Pelayo, el hispanófilo reaccionario
reconocido por formar el canon de la historia intelectual hispana, argumentó acerca de la fascinación que provocó Tácito a
los escritores del Barroco.
Por consiguiente, el tacitismo se caracterizó por ser, más que
una doctrina política o una técnica historiográfica, una actitud
vital, una medicina del Estado. Una actitud que sirvió para enfrentar de un modo calculado los acontecimientos que depara
la fortuna. El modo para anticiparse a la fortuna será por medio
de una filosofía política concebida como técnica de control depurada, basada en la razón, que utiliza la historia como núcleo
normativo de fundamentación de la acción social.
Infiero yo que la historia clásica es grande, bella e interesante, no por lo que los retóricos dicen, sino por todo
lo contrario; no porque el historiador sea imparcial,
sino, al revés, por su parcialidad manifiesta; no porque le sean indiferentes las personas, sino al contrario,
porque se enamora de unas, y aborrece de muerte a
otras, comunicando, al que lee, este amor y este odio;
no porque la historia sea en sus manos la maestra de
la vida y el oráculo de los tiempos, sino porque es un
puñal y una tea vengadora; no porque abarque mucho y pese desinteresadamente la verdad, sino porque
abarca poco y descubre solo algunos aspectos de la
vida, encarnizándose en ellos con fruición artística; no
porque sirva de enseñanza a reyes, príncipes y capitanes de ejército, dándoles lecciones de policía, buen
gobierno y estrategia, sino porque ha creado figuras
tan ideales y serenas como las de la escultura antigua,
y otras tan animadas y complejas como las del drama
moderno; no porque “enseñe a vivir bien”, como dijo
Luis Cabrera, a pesar de los aforismos con que solían
200
Históricamente, el tacitismo adquirió mayor fuerza retórica en el tiempo de la decadencia de las monarquías europeas.
Es por ello que, en el caso castellano, el tactismo tuvo mayor
incidencia en el reinado de Felipe IV.35 Durante este periodo,
emergió una obra política estrictamente tacitista, y, por lo
mismo, polémica y sediciosa a grado tal de ser prohibida en
el index de 1612. Me refiero a la Doctrina política Civil escrita
en aforismos (1604) del clérigo toledano, Eugenio de Narbona.
Posteriormente, para 1621, esta obra vuelve a ser reincorporada al espacio público no sin antes ser corregida y suavizada en
algunas de sus tesis más polémicas. Inspirado en Las Políticas
de Lipsio, Eugenio de Narbona asumió la forma de argumentación del jurista flamenco —principalmente los argumentos
en favor de la autonomía de lo político y de la política como
arte de gobernar. Como tacitista cauteloso, Narbona apeló a
35. El tacitismo fue criticado duramente durante el reinado de Felipe II. Los
grandes tacitistas de la época como Baltasar Álamos de Barrientos o Antonio
Pérez, que de formar parte de la Corte de Felipe II se convirtieron prontamente en adversarios del rey, mostraron la impronta pragmática que encierra
la discusión en torno al tacitismo. Lo que queda claro es que detrás de las
denuncias contra el tacitismo se esconde una fuerte crítica a determinadas
acciones políticas del monarca. Este clima anti-tacitista fue cambiando paulatinamente debido a las propias exigencias de la práctica política imperial.
Ya para los tiempos del Cardenal Richelieu, en las acciones de Felipe III se
observó un marcado tinte tacitista que desembocará en una política de la
conservación imperial.
201
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
referencias directas de autoridades para dar sustento a sus afirmaciones y, en ocasiones, para encubrir las tesis de escritores
romanos prohibidos por el Santo Oficio. Esta acción tuvo el
propósito de mostrar que las ideas tacitistas son lugar común
en algunos de los pensadores romanos más importantes y, por
tal motivo, que no tendría que censurarse. Doctrina política civil
—vista en su conjunto— se entendió como una especie de summa de máximas de gobierno inscritas bajo el lenguaje de la ortodoxia y dirigidas principalmente a la orientación pragmática
del gobernante. El tacitismo fue, entonces, una operación discursiva de escritura entre líneas que sirvió para promover una
forma imperial de lo político más que de un gesto republicano.
Plutarco refiere de Lisandro, rey de los espartanos,
que, cuando un príncipe no puede conseguir su intento, con piel de león se ha de vestir la de zorra, símbolo
de la astucia. Plutarco. in Lisan. Basil. in prob. Arist.
pol. 5, cap. 10. (Doctrina política Civil escrita en aforismos: afor. 79).
Mucho importa al príncipe que no conozcan sus afectos. Disimular es el mayor arte que debe usar; ni de
verdad ni de mentira se dé por entendido con extraños
ni propios.
El emperador Tiberio, entre las virtudes de gran príncipe
con que se hallaba, ninguna decía estimaba tanto como el
disimular y saber encubrir lo que sentía. Tácito, 4. Annal.
(Eugenio de Narbona, 1604, Doctrina política Civil escrita
en aforismos: afor. 85).
Con la referencia anterior, queda patente que el grado de
realismo político de Narbona le permitió ofrecer una obra estrictamente política y, por ende, renunció a ofrecer un modelo
de comportamiento moral para el gobernante. El clérigo de
Toledo defiende a priori la diferencia radical que existe entre
las razones de orden político dirigidas básicamente a la acción
de gobierno y las razones de orden moral contenidas para el
actuar individual. Por ello, Narbona usó la noción de justicia
y verdad en un sentido estrictamente político y no en ropaje
moral. En este punto radicó el realismo político de la razón de
Estado.
Tratar con disimulación y doblez algunas cosas que
importan a la causa pública tal vez conviene respecto
de los tiempos y ocasiones; que si fraudes y engaños
destruyen repúblicas, con destreza se ha de vivir para
conservarlas.
202
Cabe señalar que otro aspecto destacable de la obra de
Narbona —común a otros tacitistas— es que, más que un tratado teórico, operó como una suerte de manual de gobierno
donde se explicitan las condiciones y cualidades que debe
poseer un consejero real (ministros). En las obras inspiradas
por Tácito desaparece el tono normativo, ya que contienen una
fuerte dosis de realismo político, y pasan a describir las formas
concretas que adquiere el poder político en su ejercicio cotidiano. El tacitismo operó como una etnografía de las prácticas
cortesanas. En este punto criptonormativo, el tacitismo funcionó
como un puente entre dos tipos de discurso político: los espejos
de príncipes renacentistas y los compendios del arte de gobernar
barrocos. El tacitismo es parte configurativa del fenómeno de
la estatalidad moderna porque concibe el Estado como una
institución impersonal más cercana al monstruo frío de origen
nietzcheano que a una propiedad exclusiva del legibus solutus.
Las lecciones aprendidas del historiador romano las emplean
los escritores barrocos para diferenciar que uno es el dominio
sobre el territorio y otro el dominio político de las conductas
humanas. Con la ampliación administrativa del dominio del
territorio hacia el dominio de las conductas, el tacitismo flexibilizó la perspectiva del arte de gobernar entendido como un
tipo de racionalidad estrictamente política. Por consiguiente, el
tacitismo político preparó el campo semántico para que la política moderna pueda producir sus propias categorías y modos
de justificación epistemológica. La reactivación del tacitismo
cambió la forma de entender el vínculo moderno entre la política y las emociones.
En la lectura ilustrada del tacitismo de Maravall, el historiador español comentó que con este último surgió un momento
de la política en el que se empezó a entrever algunos atisbos
de modernización y secularización del discurso político; sin em203
La república de la melancolía
IV. El gobierno puro
bargo, lo que se notó con los textos tacitistas es la tendencia
por encontrar una ciencia de la política. Una ciencia del gobierno
con sus propios criterios de validez y principios de acción que
permita especificar la auténtica esencia de lo político: el conflicto y las pasiones humanas. Lo relevante para la historia de la
subjetivación estatal radica en que, en el siglo XVII, el tacitismo
adquirió una fundamentación naturalista de corte médico. En
efecto, para los que asumieron la concepción naturalista de
la política, el gobernante debe fungir como médico del Estado.
Siguiendo la tradición hipocrática, los tacitistas —grandes médicos— emplearon el recurso de los aforismos para dar cuenta
de la naturaleza medicinal de la ciencia del Estado.
experiencia histórica y la pragmática política de la manera en
que la medicina busca remedios para los males del cuerpo. Sin
embargo, como Aristóteles escribió en la Poética (1227b), la historia no puede constituirse como ciencia, ya que no es posible
que exista una ciencia de lo particular. En una línea empirista
y con el desafio aristotélico de por medio, Álamos edificó una
ciencia del estado basada en el supuesto carácter universal de
la historia.
Por último, Baltasar Álamos de Barrientos fue, quizá, quien
mejor contribuyó en España con la empresa de conquista de
la autonomía de la política y de fundamentación médica de la
acción social. Este escritor, uno de los personajes más representativos de la tendencia médica del tacitismo, tituló su obra
más acabada Tácito español ilustrado con aforismos (1614). En esta
obra, Álamos explicó por qué la reflexión política, entendida
como sciencia del estado, debía operar como medicina del cuerpo
social y, por lo tanto, que los diagnósticos y las prescripciones del consejero deben cumplir su finalidad: la cura del mal
de Estado. Álamos apeló a la técnica de los aforismos porque
para los tacitistas los aforismos son a la política lo que las recetas son a la medicina: conserva la salud pública y preserva
el cuerpo político.36 Es más, Álamos se propuso como imperativo metodológico hacer de la política una ciencia rigurosa y,
para conseguirlo, fundamentó sus principios en argumentos y
normas, en máximas y exempla, extraídas directamente de la
36. Aunque no todos los tacitistas emplearon “aforismos” como herramienta discursiva –por ejemplo, los “comentarios” de Alfonso de Lancina o las
“sentencias” de Antonio Pérez–, ello no implica que el medio aforístico no
sea su principal recurso de argumentación. En la configuración del discurso tacitista se emplearon “aforismos” para imitar el estilo sentencioso de
Hipócrates y de Plutarco; aunque, por otra parte, las raíces de este recurso
estilístico y metodológico se puede rastrear en la sofística ateniense y en la
proximosis que retoma Tucídides de los hipocráticos para adaptarla como
figura retórica dentro del discurso histórico. La argumentación tacitista en el
núcleo discursivo del cual parten las teorías organicistas del Estado.
204
Ciencia es la del gobierno y el Estado, y su escuela
tienen, que es la experiencia particular y la lección de
las historias, que constituye lo universal. La cual cierto
serviría de poco, si della no se sacasen los principios
y reglas (Baltasar Álamos de Barrientos, Tácito español
ilustrado con aforismos, 1614: prólogo al lector).
Por lo anterior, aunque parezca una contradicción lógica,
Álamos argumentó que de la historia se pueden extraer principios universales, válidos para todo tiempo, lugar y circunstancia política debido a que la naturaleza humana es homogénea, unitaria y permanente. Para los médicos del Estado,
los historiadores que mejor develen las fuerzas perennes de la
naturaleza humana serán los que mejor uso político pueden
disponer, pues si de cualquier historiador de la antigüedad
se pueden extraer los cimientos para construir el edificio de la
ciencia del estado, entonces Tácito merece un lugar especial
ya que operó, historiográficamente, como el inventor de las
pasiones políticas. Tácito fue considerado el más grande médico y político de la antigüedad porque es quien desentrañó los
arcanos del gobierno y elucidó la complejidad política de la naturaleza humana. Con los escritos de Tácito, algunos políticos
del siglo XVII justificaron la conservación del Estado como el
máximo ideal al que puede aspirar el gobernante, por lo tanto,
si la política barroca es la técnica que prolonga el gobierno de
sí y el gobierno sobre los otros, Tácito es el mejor exponente al
des-cubrir los arcanos del arte gubernatoria.37
37. “Es impresionante el parecido entre dos momentos, el que en Roma
va de Séneca a Tácito y en España comprende a Quevedo y Gracián. Precisamente por esto senequismo y tacitismo son los dos principios vitales
205
La república de la melancolía
En el Barroco, justificar la historia como la ciencia auxiliar
de la política implicó producir un sistema de principios y reglas universales obtenidas a partir de la experiencia política
del pasado. Esto sugiere ir más allá de la literatura de espejo de
príncipes pues no basta con los consejos y las reglas prudenciales para instaurar una ciencia efectiva del gobierno basada
en la razón de Estado. Esta ciencia barroca de lo político, técnica
médica de gobierno, debe “destilar la historia para que nos
quede entre las manos la quinta esencia de la política” (Murillo
Ferrol, 1989: 122). Si la posibilidad de una ciencia del Estado es
aún en el tiempo barroco una aspiración débil, la proyección de
esta forma de concebir la historia y lo político permitirá que en
Europa se piensen las relaciones de mando y obediencia como
un sistema político fundamentado en la razón gubernamental.
En consecuencia, en el tacitismo radican las primeras versiones
barrocas de lo político y las formas modernas del dominio de la
medicina como discurso hegemónico.
de la ideología de nuestro Barroco. Séneca es a Quevedo lo que Tácito es a
Gracián” (Boncompte, 1951: 111).
206
V. EL GOBIERNO DE SÍ
El español lleva dentro de sí el “sustine et abstine”
[…] lleva en sí un particular estoicismo instintivo
y elemental; es un senequista innato […] Mucho
debe Séneca, acendrador de estoicismo, al hecho de
haber nacido en familia española.
Menéndez Pidal
Para la política barroca, la condición fundamental para gobernar una república es gobernar las pasiones y los deseos. La
política barroca es política de los afectos. El gobernante que
tiene control de sí puede detentar de manera legítima el arte de
gobernar una población. Por consiguiente, para gobernar a los
otros (el gobierno en su forma política) se requiere el gobierno
de sí (el gobierno en su forma moral). En este capítulo analizo
el problema general del gobierno, los discursos y las prácticas
barrocas que tienen como finalidad la consecución del gobierno de sí como horizonte de constitución del sujeto moral.
Durante el Barroco, la educación del monarca y la acción
de los súbditos está dirigida al control de las pasiones y el dominio de las conductas. En consecuencia, surgieron una serie
de prácticas que disciplinaron la conducta del individuo de
modo que pueda constituirse como un sujeto moral, capaz de
cumplir las expectativas del orden estamental: la ética barroca
es subjetivación estamental. Este proceso de disciplinamiento
atraviesa el cuerpo, los pensamientos, el comportamiento frente a los otros, la vestimenta cortesana y los deseos del alma.
La disciplina social es explicable únicamente bajo el horizonte
médico del problema del gobierno. Por ejemplo, el gobierno del
cuerpo incluye el estudio de las articulaciones disciplinarias, las
207
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
formas de autocontención y los procesos mediante los cuales
el sujeto establece una relación de dominio sobre el cuerpo.
Mi interés en este capítulo consiste, por lo tanto, en precisar
las aportaciones y variaciones barrocas del gobierno de sí a la
historia de la subjetividad moderna.
Por el momento, es pertinente mantener el aspecto lexicográfico y metafórico de la noción gobierno para, posteriormente, elucidar su significado como concepto político normativo.
El gobierno como metáfora significó originalmente “timón de
la nave”; con el término kubernao, los griegos designaron al
instrumento con el que se traza una ruta marítima —por ello,
kubernao es transferible por algunos filólogos como timón. La
polisemia de la palabra favoreció su empleo como metáfora y,
al mismo tiempo, su uso como verbo transitivo. Así, kubernao,
más que referirse al objeto con el que se conduce una embarcación —el timón—, remitía principalmente a la actividad de
conducir la nave. Posteriormente, kubernao se transmitió al léxico latino con la aparición del verbo gubernare y, por extensión,
sufrió adaptaciones semánticas según cada lengua romance:
governaglio, gouvernail, governer, gobernar. Por lo tanto, si en
el lenguaje marítimo gobernar significa el acto de dirigir una
embarcación con el timón, en lenguaje político esta metáfora
implica la actividad de conducir a los súbditos hacia el objetivo
del soberano. El piloto gobierna a la nave así como el soberano
gobierna a los súbditos.
El problema general del gobierno
El concepto de gobierno es un referente ineludible de la política
moderna; sin embargo, si se mira con detalle su historia conceptual se aprecian las transformaciones semánticas que transitan de una metáfora náutica a un concepto político. Como
cualquier concepto político, gobierno es un concepto polisémico, polémico y esencialmente impugnable. Tales propiedades
impiden establecer una definición real del concepto —definir la
esencia de la cosa—; en cambio, la historia del concepto permite analizarlo con un enfoque nominal: señalar cómo opera esta
noción en determinados discursos y configuraciones culturales. El enfoque nominalista sugiere argumentar la operatividad
discursiva del gobierno durante el Barroco para así precisar su
función como dispositivo de época.
Para precisar la función discursiva del concepto gobierno estipulo una distinción analítica entre el sentido lexicológico y el
sentido metafórico. El gobierno en sentido lexicológico destaca
la actividad administrativa y está localizado en cualquier entrada de diccionario especializado. Por ejemplo, el Diccionario de
la Real Academia de la Lengua Española define gobierno como
“la actividad o proceso de gobernar”. Esta definición conduce
irremediablemente a una tautología, pero devela el aspecto
procesal de la noción: la propiedad que tiene un individuo o
una institución de ejercer determinadas formas de gobernar. En
contraste, el gobierno en sentido metafórico alude al origen etimológico de la palabra. En su origen, gobierno remitía a la voz
griega kubernao que significa “manejar”, “guiar” o “pilotear la
nave” por medio de un timón. Se trató de un instrumento de
navegación empleado por los griegos del siglo VII. a.C. En este
contexto naval, kubernao puede traducirse por “pilotear” o, en
su caso, por “navegar”.
208
El problema político comienza en el momento que el piloto-soberano no pilotea exitosamente la nave. La falla en la intención de piloteo corre el riesgo de la “pérdida del rumbo de la
embarcación”, el “naufragio” o la “imposibilidad de salida”.
La política barroca tiene como motivo final impedir el “naufragio de la cosa pública”. Metafóricamente, el naufragio puede
evitarse por medio de una combinación de acciones de dirección: acciones sabias y prudentes, administración, mando, obediencia y decisión con el propósito de “llevar a buen puerto”
la fragilidad de la cosa pública. Desde su primera formulación
semántica, la noción gobierno es empleada entonces como parte
del lenguaje de la navegación y, a su vez, como una metáfora
política.
Históricamente, en el mundo romano esta noción adquirió una dimensión moral. La palabra gubernare, además de
su sentido náutico, remitía al “acto de dirigir” o “guiar espiritualmente”. Se pasa así del simple gubernare navem (pilotear
la nave) al especializado ars gubernandi (arte o técnica de ad209
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
quiere el que dirige la nave). Lo relevante es que, en el caso
del mundo romano, lo que se gobierna son los pensamientos,
las pasiones y los reflejos corpóreos para así formar parte de la
construcción de la subjetividad. Por ejemplo, a finales del siglo
III a. C., Plauto empleó la palabra gubernare como sinónimo de
“guiar espiritualmente” y Cicerón no dudó en advertir en sus
disquisiciones retóricas la posibilidad de la traslación del verbo gubernare por el verbo regulare. Esta traslación sirvió para
destacar la palabra como parte sustantiva de las prácticas de
los ejercicios espirituales realizadas por las escuelas romanas
en el periodo helénico. Esto explica por qué el problema del
gobierno —principalmente el gobierno de sí— constituyó el
impulso moral de la filosofía romana para dimensionar la filosofía como una de las artes de la existencia.1 En consecuencia,
durante el periodo helénico, la noción gobierno adquirió tres
dimensiones complementarias: (i) el gobierno como lenguaje
marítimo (pilotear la nave), (ii) el gobierno como metáfora política (conducir a los súbditos) y (iii) el gobierno como ejercicios
espirituales (control de las pasiones).
administra y determina la orientación del Estado. En su forma
moderna, el gobierno supone el control de la subjetividad afectiva de la política.
En la Edad Media, la noción gobierno tuvo, inevitablemente,
una connotación teológica: se indicó tanto del gobierno de las
almas como el gobierno de Dios sobre la tierra. Dios gobierna soberanamente los impulsos necesarios de la naturaleza.
Finalmente, para la modernidad temprana —siglos XVI y
XVII—, la noción gobierno se transformó en concepto político
normativo: adquirió una dimensión moral y política debido
al surgimiento de la forma-Estado. Con la transición del siglo
XVI al XVII, el concepto gobierno asume su máxima expresión
política, ya que en esta época el término comenzó a perfilarse
con dos significados políticos precisos, ya sea como la forma
que sostiene el régimen político o como el aparato político que
1. Pierre Hadot escribió “en las escuelas helenísticas y romanas de filosofía
es donde el fenómeno resulta más sencillo de observar. Los estoicos, por
ejemplo, lo proclaman de forma explícita: según ellos, la filosofía es “ejercicio”. En su opinión la filosofía no consiste en la mera enseñanza de teorías
abstractas o, aún menos, en la exégesis textual, sino en un arte de vivir en una
actitud concreta, en determinado estilo de vida capaz de comprometer por
entero la existencia” (Pierre Hadot, 2002: 25).
210
Michel Foucault destacó la relevancia ético-política del
problema del gobierno al localizar la relevancia epistemológica de esta noción en el espacio político de la episteme clásica.
Foucault argumentó que, a partir del siglo XVI, la problemática
moderna del gobierno irrumpió por medio de la producción
de una serie de tratados políticos, médicos, teológicos, morales
y económicos que tienen como núcleo argumental las artes de
gobernar. El arte de gobernar trasciende los espejos de príncipes medievales, pero no logró consolidarse como los tratados
de ciencia política que se desarrollan durante la Ilustración.
Las artes de gobernar son un saber olvidado con alta incidencia
en la política moderna. Es por ello que los tratados en los que
quedan objetivados los procesos del arte de gobernar son los
artefactos barrocos de gobierno: los manuales de técnica política y de ciencia de la cosa pública, los manuales de confesores
y los reglamentos de casuística, los ejercicios espirituales y las
prescripciones médicas, los lineamientos pedagógicos y otras
formaciones discursivas menos determinables.
Me parece que, en términos generales, el problema del
“gobierno” estalla en el siglo XVI, de manera simultánea, acerca de muchas cuestiones diferentes y múltiples aspectos. El problema, por ejemplo, del gobierno
de sí mismo. El retorno del estoicismo gira, en el siglo
XVI, alrededor de esta reactualización del problema:
cómo gobernarse a sí mismo. El problema, igualmente, del gobierno de las almas y las conductas, que fue,
claro está, todo el problema de la pastoral católica y
protestante. El problema del gobierno de los niños,
y aquí está la gran problemática de la pedagogía tal
como aparece y se desarrolla en el siglo XVI. Y, por
último, tal vez, el gobierno de los Estados por los príncipes (Foucault, 2006: 110).
En el siglo XVI, la existencia de formas de gobierno múltiples
implicó la emergencia de varias prácticas de gubernamentali211
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
dad. Más allá de la metáfora náutica, el problema del gobierno
durante el barroco incluye tres tipos de saberes vinculados entre sí: el saber médico, el saber moral y el saber político. Estos
tres saberes, que en el periodo helénico formaron parte de un
corpus unitario, durante el barroco se separan y corresponden
con dos finalidades distintas: el gobierno de los otros y el gobierno de sí. En el Barroco apareció un nuevo arte de gobernar
distinto del arte helénico de gobierno porque surgieron otras
formas de “pilotear” a los otros y de “pilotearse” a uno mismo
en el horizonte de la forma-Estado.
Para los modernos, el problema de la relación entre el sujeto
y la verdad es parcialmente distinto. Si en la Antigüedad las
prácticas de sí tienen como finalidad la conciliación con el Yo
(el retorno de sí), para los modernos las prácticas de sí tienen
como meta principal adecuar los procesos de subjetivación estoica con la pastoral católica y protestante. Por esta razón, no
resulta difícil entrever por qué en este periodo el resurgimiento
de las prácticas de sí está acompañado con el advenimiento de
ejercicios espirituales cristianos. No obstante, pocos estudiosos
aceptarían la existencia de una continuidad entre los ejercicios
espirituales antiguos y los ejercicios espirituales modernos.
Foucault acierta cuando afirma que para el cristianismo “el
tema del retorno de sí fue mucho más un tema adverso que un
tema efectivamente retomado e insertado en el pensamiento
cristiano” (Foucault, 2006: 245), pero se equivoca al sostener
que el tema de la conversión de sí no constituye el fundamento de la ética cristiana. En consecuencia, si es verdad que
a partir del siglo XVI “el tema del retorno de sí fue sin duda
un tema recurrente en la cultura «moderna»” (ídem) y que
la cultura moderna es producto del quiasmo ocasionado por
la pastoral católica y protestante, entonces estos procesos de
disciplinamiento social son efectos de estos nuevos procesos
de subjetivación cristiana. Los procesos de subjetivación serán
conocidos, nuevamente, como ejercicios espirituales. Durante
del Barroco, el cristiano tuvo como modelo de subjetivación
el modelo tridentino de la conversión de sí, y uno de los modelos más influyentes será, sin duda, los ejercicios espirituales
redactados por Ignacio de Loyola. En los Ejercicios Espirituales,
Loyola escribió:
Para demostrar las diferencias en el arte de gobernar antiguo y moderno es necesario precisar la finalidad política para la
cual fue establecido cada uno de estos dispositivos de conducta. En sus escritos sobre subjetivación antigua, Michel Foucault
advirtió la preeminencia de la moralizante inquietud de sí por
encima del epistémico conócete a ti mismo pronosticado por el
Oráculo de Delfos. En cambio, el estetizante cuidado de sí tiene
la capacidad de articular el telos de la práctica filosófica con las
artes de la existencia. Para los antiguos, el cuidado de sí (cura
sui), representado por algunas prácticas de sí y tecnologías del
yo, tiene dos formas constitutivas: la originaria inquietud de sí
(epimeleia heautou) y el precepto délfico del conócete a ti mismo
(gnothi seauton). El problema surge porque, según el análisis
foucaultiano, el socrático conócete a ti mismo es una variación de
la inquietud de sí, lo cual implica la aplicación concreta de una
regla más general: la regla que prescribe que debes ocuparte de ti
mismo, que es preciso que te cuides. Por el contrario, la inquietud
de sí trasciende el simple “prestar atención hacia uno mismo”
y exige el “poner la mirada y vigilancia sobre nuestra ánima”.
Como señaló Foucault, la inquietud de sí inauguró, genealógicamente, una de las primeras relaciones entre el sujeto y la
verdad y, por esto mismo, operó más como un desplazamiento
del sujeto respecto de sí que como un retorno de sí. La única
forma de precisar este retorno es mediante una conversión de sí.2
2. Foucault señaló que el modo en que puede detectarse la inquietud de sí es
mediante la advertencia y transformación supuesta en la conversión de sí: si
el sujeto logra transformar su subjetividad, entonces está en un proceso de
cuidado de sí. Foucault propuso dos formas de vigilancia sobre uno mismo,
212
Por ejercicios espirituales se entiende todo modo de examinar la conciencia, de meditar, de contemplar, de orar
vocal y mental, y de otras espirituales operaciones […]
Porque así como el pasear, caminar y correr son ejercidos formas de ocupación de sí: la “conversión de sí” y el “retorno de sí”. El
primero implica que el sujeto debe transformarse por completo; el segundo
que el sujeto requiere regresar a una forma que había perdido, regresar a
quien era –una suerte de estancia idílica.
213
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
cios corporales, por la mesma manera, todo modo de
preparar y disponer el ánima para quitar de sí todas las
afecciones desordenadas y, después de quitadas, para
buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de
su vida para la salud del ánima, se llaman ejercicios
espirituales (Ignacio de Loyola, Exercitia Spiritualia, 1535,
Anotaciones [1]-2).
política con base en un proceso de regulación social de las conductas. Genéticamente, el individuo es importante únicamente
en su relación con los otros y con la función que desempeña
como miembro de una comunidad política. La sociedad barroca no es la excepción. En cuanto sociedad tradicional, la
sociedad barroca determina el tipo de funciones sociales y
establece un sistema de atribuciones, deberes y privilegios
con cada uno de los miembros reconocidos de la comunidad.
Para reforzar el vínculo entre individuo y sociedad, la sociedad barroca –sociedad cortesana por excelencia– configura un
sistema de atribuciones y deberes que va acompañado de un
sistema de compensaciones: el individuo actúa en función del
grupo porque obtiene los beneficios de la pragmática social y
la ayuda en la integración del orden civil. Sociológicamente,
existen tres elementos que constituyen la estructura de estratificación social.3 Primero, los valores de integración y separación
de un grupo. Para las sociedades tradicionales, el honor permitió la atribución de funciones sociales y la determinación de las
posiciones de clase; esto es, el estatus social de cada individuo.
El honor cumplió, en consecuencia, una función reguladora
—una función homeostática según el lenguaje médico de la
época— y representó el “sistema de poder” de cada estamento
y las aspiraciones de cada miembro de la comunidad política.
Segundo, las funciones conservadoras que permiten la pervivencia del grupo.
Con base en lo anterior, se podrá contra-argumentar que los
Ejercicios Espirituales de Loyola están más cercanos al modelo
cartesiano de subjetividad o a la meditación como técnica de sí,
que al modelo romano desarrollado por Séneca, Marco Aurelio
y Epicteto. Sin embargo, el examen de conciencia propuesto
por Loyola busca la transformación radical de la subjetividad,
persigue que el sujeto que es sometido a tales disciplinamientos pueda lograr una conversión de sí. Para el cristiano post-tridentino, la conversión es más que un cambio de creencias; es
más que una ruptura epistémica: es la renovación antropológica del hombre nuevo de tono paulino. La conversión mediante
examen de conciencia prescribe una transformación radical de
la conducta y un cambio en la forma de pensar: ordena que
se produzca una nueva subjetividad. Es más, los Ejercicios
Espirituales redactados por el fundador de la orden jesuita, señalan que la aplicación del examen de conciencia tiene como
condición de posibilidad la veracidad de la narración y la disposición absoluta de la voluntad con el fin de conseguir una
transformación absoluta de sí. Esto significa que el sujeto que se
dispone a realizar los ejercicios “debe narrar fielmente la historia de tal contemplación o meditación” (Anot. 2) aplicando
“los actos del entendimiento discurriendo y los de la voluntad
afectando” (Anot. 3) para así “vencer a sí mismo y ordenar su
vida, sin detenerse por afección alguna que desordenada sea
presupuesto” (Anot. 21).
El gobierno de las conductas
Algunos estudios antropológicos y sociológicos de la sociedad
barroca han demostrado que la sociedad tradicional determina
a priori el lugar y la función de cada miembro de la comunidad
214
En Economía y sociedad, Max Weber argumentó que una sociedad de estamentos es aquella donde la “organización social
se rige de acuerdo al honor” (Weber, 1994: 65). Según este análisis, el estamento opera como una esfera de distribución de las
funciones sociales y, por esto mismo, configura las relaciones
de mando-obediencia entre los diversos estamentos. El honor
funciona como el principio constitutivo que permite trazar los
límites del rol social que debe tomar cada individuo y, al mismo tiempo, sirve de promotor de los valores que permiten la
conservación del grupo. Por último, el sistema de retribuciones
3. Estos tres elementos son análogos a los conceptos de “status”, “rol social” y “prestigio”. Cfr. (Weber 1994: 88).
215
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
compensatorias. Las sociedades pre-ilustradas ajustan la dinámica social de acuerdo con el canon del prestigio. Los niveles
de prestigio implican necesariamente niveles en la estratificación social. Así, el individuo obtiene reconocimiento jurídico
y político a partir de su pertenencia a determinado grupo y
no por los hallazgos de su individualidad. Es por esta razón
que la pérdida del honor para el sujeto barroco trae consigo
la muerte civil y, por consiguiente, pasa a formar parte de un
sistema de exclusiones sociales. Esto explica por qué el grado
de honor es directamente proporcional al lugar que permite el
orden civil: a mayor grado de honor, mayor será el prestigio
social y el reconocimiento político de cada individuo. Si la posición social de cada individuo está determinada a priori por el
tipo de estamento al que pertenece, el prestigio y la felicidad
de este depende, en última instancia, del incremento en sus
habilidades para conservar sus manifestaciones de honor. El
honor atiende la subjetividad barroca con base en el principio
político de la consecución del prestigio.
de los antiguos para formular una concepción más ligada a las
ideas cristianas” (García Hernán, 1992: 12).
Por lo anterior, cabe preguntarse en qué medida los recursos materiales y simbólicos de la sociedad barroca producen
efectos políticos en la forma de concebir las relaciones de
mando-obediencia. Si en la vestimenta, los gestos y el lenguaje corporal están ya implicados los códigos de la maquinaria
estamental, esto significa que los miembros de la sociedad barroca difícilmente cuestionan la artificialidad de las jerarquías
sociales ya que han sido naturalizadas o asumidas como parte
de la normalidad política. En cambio, la mayoría de los constructores de discurso justifican el orden estamental por medio
de argumentos genealógicos y principios de autoridad política.
Lo relevante de esta tendencia por naturalizar los estamentos
sociales radica en la idea política que le subyace: la lectura medieval que realizan los barrocos de la republica platónica o la
creencia pretérita en la división jerárquica y tripartita de los
estamentos como sustrato de la unidad política representada
por el monarca. “Los teóricos políticos del Siglo de Oro español concebirían la sociedad civil como una transposición del
orden celestial. Aceptada la desigualdad como componente
fundamental y natural de ese orden, se adaptaron las teorías
La subjetivización del honor
216
Por último, la sociedad barroca se fundamentó en un rígido régimen de estratificación social debido a que se instituyó
como una sociedad de estamentos configurada teológicamente. En España esta estratificación se conoció como sociedad de
las tres órdenes que, a diferencia del régimen de castas, la escala
social es dinámica y transferible. El honor, más que establecer
un criterio de distinción social, articuló el horizonte político
de la monarquía absoluta de tipo señorial. En consecuencia,
el honor representó una forma de vida que reguló y orientó la
contingencia de las acciones humana y, por extensión, destacó
su impacto discursivo al operar como el principal recurso semiótico para que el sujeto barroco adquiriese conciencia de sí y
de los otros. El honor es así el núcleo que vertebró los estamentos de la sociedad barroca: el dispositivo que produjo el afecto
originario de la monarquía imperial.
El honor es la práctica social que activó el marco de la maquinaria estamental. Si en un sistema estamental la normatividad
antropológica depende del lugar y la función que desarrolle
el individuo en la comunidad, el honor es la condición de posibilidad de los diversos procesos de subjetivización del ethos
comunitario. Para la sociedad barroca —una sociedad tradicional articulada estamentalmente— no es posible pensar el individuo fuera de los marcos establecidos por el ethos colectivo
ni siquiera como experimento mental tal y como lo prescribió
el contractualismo moderno. Si como comentó Corneille “la
personne et le rang ne se séparent jamais”, se sigue que el ser
individual es simultáneamente un ser social determinado por
el tipo de honor correspondiente con el estamento de pertenencia. El honor tuvo la característica de funcionar como principio
individuationis, como codificador simbólico del orden social.
Sin embargo, el honor tiene límites en la pragmática social, ya
que como escribió Lope de Vega si el honor constituye “el ser
217
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
que me dio el cielo en la honra”, también es quien elimina las
intermitencias del prestigio.
A diferencia del indeterminado adagio pindárico llega a
ser el que eres o el exuberante conócete a ti mismo socrático, la
subjetividad barroca optó por la forma soy quien soy de claro
cuño estamental. Sin embargo, la conciencia de nobleza no se
fundamentó en el orgullo de sí; por el contrario, su estructura simbólica dependió de la permanencia mediante acciones
honorables. En El caballero puntual (1614), Salas Barbadillo escribió “nobles son los que lo merecen por sus obligaciones” y,
análogamente, Juan Ruiz de Alarcón puso en voz de uno de
sus personajes, las fuentes de la nobleza caballeresca:
En Poder, honor y élites (1979), José Antonio Maravall señaló
que la codificación simbólica del honor dependía de tres elementos constitutivos: estamento, linaje y riqueza. En función
de estos tres estamentos cada individuo asimiló su propio rango social en la medida que logró interiorizar el código moral
que le establece cada estamento. Un noble o una dama, por
ejemplo, se esforzaba por cumplir, simular o disimular las conductas que les exigía su orden estamental para así constituirse
socialmente como sujetos de respeto. Esta subjetivación del honor dependió de dos elementos: la moral social y la disciplina.
Por un lado, el sujeto barroco adecuó su conducta al modelo
de comportamiento moral establecido por cada estamento. El
modelo de caballero cristiano, la dama egregia o el soldado ibérico, funcionó subjetivamente porque el sentido de pertenencia
estuvo determinado por el código moral de cada estamento y,
para conseguirlo, existieron una gran cantidad de “manuales”
de comportamiento en los que se perseguía la transformación
del sujeto junto con la interiorización de las prácticas de sí.4 Por
otro lado, estas prácticas de sí, aunque son individuales, solo
pueden realizarse inter pares en un contexto de laxitud moral
justificada. Cada práctica implicó que cada sujeto fuese un sujeto digno de honor, puesto que el honor es un efecto social
del cumplimiento moral del código estamental. Maravall detectó este insumo simbólico y definió el honor como “el premio
de responder, políticamente, a lo que se está obligado por lo
que socialmente se es, en la compleja ordenación estamental”
(Maravall, 1979: 33). Por esta razón, así como para el pietismo
kantiano la cuestión ética relevante no es la consecución de la
felicidad, sino la conciencia de ser un sujeto digno de ella, para
el laxismo barroco consistió en distinguirse como sujetos dignos de honor.
4. En el ámbito hispánico existió una cantidad abundante de “manuales
de comportamiento”; sin embargo, destacaron dos textos de origen italiano
que tuvieron alto impacto en la Europa cortesana: Il Cortegiano de Baltasar
Castiglione –en traducción de Juan Boscán en 1584– y la Institución de toda
vida del hombre noble (1577) de Alessandro Piccolommini.
218
Don Beltrán: Solo consiste en obrar, /como caballero,
el serlo. /Quién dio principio a las casas/ nobles? Los
ilustres hechos/ de sus primeros autores. /Sin mirar
sus nacimientos, /hazañas de hombres humildes/ honraron sus herederos. /Luego en obrar mal o bien/ Está
el ser malo o ser bueno. /Pues si honor puede ganar/
quien nació sin él, ¿no es cierto/ que, por el contrario,
puede, /con quien él nació, perdello? (Juan Ruiz de
Alarcón, La verdad sospechosa, 1630, II-xx).
El cumplimiento riguroso de la normatividad estamental
aseguró la cohesión social y el despliegue de la identidad
personal. La disciplina estamental y la moral caballeresca actuaron como espejo de virtud y nobleza en la medida que el
noble adquirió el monopolio del honor como encarnación de
la virtud moral. Si un noble es quien establece la forma-de-vida
conforme el honor, la riqueza, las armas o las letras son tan
solo un elemento que favorece pero no determina el grado de
honoricidad. Resulta, por lo tanto, que la importancia política
del noble es doble: el noble es quien mantiene el orden monárquico-señorial y es quien logra mediar las prácticas cortesanas
con las manifestaciones de la cultura popular.
El noble es apreciado por las clases subalternas como espejo
de virtud debido a que es quien tiene mayor vigilancia sobre
su conducta. La disciplinización de la conducta nobiliaria, junto
con la observación rigurosa de las acciones honoríficas, permitió que la clase noble se comprendiese a sí misma como paradigma de la caballerosidad y criterio de civilidad. Para la regulación
219
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
de las conductas, el noble asumió el honor como el dispositivo
simbólico que permite mediar los ideales de una sociedad tradicional con las prácticas subalternas de la población5. El honor
es así un conjunto plural de prácticas de sí que configuran los
dos principios autónomos de la moral barroca: (a) un principio
simulador del orden estamental y (b) un principio distribuidor
de reconocimiento de privilegios.
su honorabilidad y, por esto mismo, arriesga su vida con el
propósito de sustantivizar su identidad social. Por lo tanto, debido a la dimensión moral, estética y política, el duelo de honor
es una muestra de que para un noble es preferible la muerte
biológica antes que la exclusión social. La muerte civil se tornó
en lo que motiva y alerta a los nobles a realizar determinado
tipo de acciones valerosas, acciones que exigen un comportamiento teatral como producción efectiva de nobleza. El teatro
del mundo está orquestado bajo una máscara nobiliaria.
Una de las prácticas de sí en las que mejor se aprecia la
subjetivación del honor es el duelo entre iguales. En efecto,
el duelo fue una de las prácticas más comunes para codificar
simbólicamente al honor y representar el ideal caballeresco
de la sociedad barroca. Por medio de este tipo de prácticas, la
nobleza justificó su autoridad moral y mostró sus habilidades
militares y, sobre todo, legitimó los intereses políticos de su
estamento. Inicialmente, el duelo de honor operó como un poderoso vehículo simbólico para representar a la nobleza como
una clase privilegiada y de buenas maneras. Posteriormente, el
duelo constituyó un recurso político para restablecer las relaciones de mando-obediencia —especialmente como un recurso
para señalar quién detenta el derecho a la violencia privada. De
tal suerte que el duelo se concibió como una de las manifestaciones del honor en las que se armonizó el proyecto individual
de vida con una determinada práctica social, un “sentimiento de sí y un hecho social objetivo” (Pérez Cortés, 1996: 108).
Asimismo, si el honor es la institución primaria donde se objetivó el discurso de honor, con esta práctica se logró conjugar la
dimensión moral, política y estética del modelo antropológico
hispánico. La dimensión moral del duelo radicó en la idea de
que el noble tiene el deber moral de hacer velar y defender su
propio honor como caballero tanto en su persona como en su
cuerpo. La dimensión estética se instrumentó cuando el noble
intentó producir con su propia vida una obra de arte —el duelo
activó, externamente, una estética de la existencia basada en la
regulación de la violencia. La dimensión política mostró, que al
involucrar y arriesgar su vida, el caballero legitimó los valores
y los intereses de la clase nobiliaria. El caballero pone en riesgo
5. Cfr. Peristiany; Pitt-Rivers, 1993.
220
Cabe precisar que, para que se activase la práctica del duelo, se requería de dos dispositivos complementarios entre sí: la
ofensa y la mentira. Para un caballero está prohibido mentir y
ofender a un contrincante si no se ha mancillado previamente el honor —sea personal, familiar o nacional. De cualquier
forma, el insulto es un instrumento conservador que refuerza
el status quo, pues el insulto no está al alcance de todos. Los
grados y tipos de insulto dependen del estrato social al que
cada noble pertenece: el duelo de honor solo puede efectuarse
inter pares, entre caballeros que poseen espada y honor, palabra
y verdad. Por ejemplo, un hidalgo que retase a duelo a un noble tenía simplemente un castigo: la muerte. Por esta razón, la
ofensa en el Antiguo Régimen se tipificó de diversas maneras.
El italiano Camillo Baldi entendió esta tipificación de la ofensa
de la siguiente manera:
Todo impedimento que me es hecho de tal modo que
no obtengo lo que deseo, se llama ofensa, y esta es
por tanto hecha contra la voluntad de quien la sufre,
y puesto que el objeto de la voluntad es el bien, quien
me arrebata algún bien, me impide algo placentero o
justo, o una mezcla de todo ello (Camillo Baldi, Delle
considerationi & dubitationi sopra la materia delle mentite
& offese di parola, 1634: 95).
En tal caso, lo relevante de esta tipificación es que sin importar
los motivos, las razones o las causas de la acción deshonrosa,
este acto constituye una violación suprema a los códigos de
honor. Si para un caballero la justicia debe aplicarse según el
rango social, un insulto a un miembro distinto de su estamen221
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
to es a todas luces una injusticia. Esto implica que es legítimo
castigar al ofensor, ya que trascendió los límites de lo permitido socialmente. El ofensor no solo incrimina a la persona
como privado, sino que transgrede las reglas que garantizan
la conservación del orden civil: la violación del ordenamiento
público.
vales el vencedor alcanza la justicia mediante la aniquilación
del contrincante; en los modernos duelos de honor se enaltece
tanto al vencedor como al vencido. El triunfo en un duelo de
honor no es sobre el contrincante, sino sobre sí mismo, sobre
las propias pasiones, sobre la conducta, sobre la posibilidad de
construirse como un sujeto imperial.
Respecto de la mentira, la subjetivación del comportamiento caballeresco dependía de un rígido sistema de obligación de
transparencia. La obligación de veracidad fue una traducción
de la actitud nobiliaria que consistió en una vigilancia constante de las acciones privadas. Esta vigilancia obligó al noble
a cumplir con algunas virtudes con el propósito de producir
un discurso de veracidad acorde con las características de su
clase: las virtudes caballerescas operan más como derechos
nobiliarios que como virtudes morales. No obstante, cabe preguntarse qué tan factible fue adoptar oficialmente un discurso
de veracidad en una sociedad del disimulo y el desengaño. El
caballero valora la veracidad porque así muestra la superioridad moral de su estamento respecto de los demás. El caballero
considera que se miente por debilidad o por necesidad, pero la
mentira nunca será un acto auténticamente libre. El caballero
asume que el acto auténticamente libre es el que conduce a la
obligación de verdad: la prohibición de mentir.6 Por lo tanto,
la obligación de veracidad sugiere la prohibición de mentir,
ya que para el imaginario moral de un caballero, la afirmación
“usted miente” constituye una negación antropológica: supone
que el delatado “no es un hombre”.
Las prácticas de duelo son, en consecuencia, una forma de
disciplinamiento de la conducta ya que implica la subjetivación
del honor. Este último no es una cuestión que se gana o se hereda, sino que se restaura. En la restauración del honor radica la
fundamentación de duelo de honor. Si en las cofradías medie6. “En el código del honor, la palabra ocupa un lugar de privilegio al menos
en dos sentidos: para un caballero la palabra es símbolo de poder, y en labios
de otros puede ser reconocimiento, pero también difamación y deshonra. La
palabra preserva o destruye, dignifica o aniquila, manifiesta una vida noble
o infame; el aristócrata siempre supo, de manera instintiva, que el honor y la
palabra se salvan o se derrumban juntos” (Pérez Cortés, 1998: 97-98).
222
La aristocratización de la vida
En la España de los siglos de oro, los discursos acerca de la
nobleza y el honor tienen la intención de justificar el modelo
cortesano del caballero hispánico. Si la construcción discursiva
del honor permitió producir un tipo de subjetividad en la que
las normas y los valores aspiran a obtener el reconocimiento de
sí y el reconocimiento de los otros, entonces el ser un caballero
implicó identificarse como un auténtico español, católico y ferviente admirador de la Corona de los Austrias. Como testimonio histórico reproduzco el siguiente texto de Vicente Espinel
fechado en 1648:
La educación de los caballeros ha de ser como la de
los halcones […] Así, el caballero que se ha de criar
para imitar la grandeza de sus progenitores, aunque se
críe lleno de virtud y modestia, aquel recogimiento no
ha de ser encogimiento de ánimo, o, sino, como arriba
dije, ha de tener valor con humillada estimación sin
desvanecimiento, cortesía y circunspección en todos
sus actos, de suerte que no falte cosa para cabal señor;
que eso quiere decir “caballero”, compuesto de esta
voz: “cabal” y “hero” que en latín quiere decir señor.
Así que caballero es cabal hero, o cabal señor, que no le
falta cosa para serlo. Y digan otros lo que quisieren,
que la filosofía cristiana nos da lugar y licencia para
dar sentido que tenga olor de virtud (Vicente Espinel,
Marcos de Obregón, 1618: 43).
La hipótesis que defiendo es que el ethos caballeresco constituyó el paradigma de conducta en la España imperial debido a
que la actitud aristocrática es prioritariamente normativa respecto de la representación del monarca y del disciplinamien223
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
to de la población.7 Esto se debió a que, para las sociedades
tradicionales, la desigualdad social constituyó un dato irreversible de la estructura social. Aún y con los intentos teóricos
por denunciar la arbitrariedad de los privilegios, la aceptación
fáctica de la desigualdad fue un elemento determinante de la
sociedad barroca. En estas sociedades, la desigualdad natural
no es un problema ni político ni social, puesto que en un sistema donde reinan los privilegios y las regalías solo el individuo
superior sale avante del laberinto social. El mérito y el privilegio
son, por consiguiente, índice de realidad y factor de cambio
socio-político en la medida que impulsó a los nobles a comportarse de manera aristocrática con menosprecio de la cultura
popular.
rrecto de las letras y, ante todo, la fuerza física y moral para
destacar sobre sus semejantes.
La anterior idealización del privilegio llevó a una aceptación de facto de la desigualdad social que implicó una fundamentación de jure de algunas facultades especiales atribuidas a
una minoría selecta: el comportamiento cortesano. Si el pueblo
es incapaz de gobernarse a sí mismo, los nobles —la clase que
mostró tener la capacidad de autogobierno— tiene el derecho
de regular la conducta de los subordinados. Según el lenguaje
cortesano, el pueblo está constituido por “hombres del común”
que son inferiores a los nobles debido a la falta de vigilancia
sobre su conducta, la falta de examen sobre las consecuencias
de sus acciones y la imposibilidad de controlar sus pasiones.
Por ello, el caballero español es más que un sujeto con privilegios
políticos: un individuo capaz de tener control y dominio sobre
sus pasiones y, al mismo tiempo, un sujeto —que por linaje o
por herencia— detenta las virtudes guerreras, el empleo co-
Normativamente, la sangre y el linaje constituyeron el vehículo
mediante el cual se transmitieron las cualidades nobiliarias; sin
embargo, la nobleza requirió una continua ejercitación de las
virtudes cortesanas para constituirse como sujeto de nobleza.
El caballero español obtiene el privilegio y las ventajas de ser
reconocido como un sujeto digno de honor en la medida de
que “es de tanta estima y precio el honor, que no puede con oro
y plata rehacerse […] así que el honor es en tanta estima que va
al igual y parejo en opinión con la vida” (Camos de Requesens,
Microcosmía y gobierno universal del hombre christiano para todos
los estados, qualquiera de ellos, 1595: 177). Por el contrario, el ascenso de las órdenes militares implicó que la nobleza se fuera
separando de la actividad guerrera y que la distancia de las
armas con las letras y el linaje con la fuerza guerrera fuese cada
vez mayor. Esta desmilitarización se incentivó por causa de
una separación insistente entre nobleza de sangre y nobleza de privilegio. La nobleza de sangre se distinguió por ser la que deriva
directamente del linaje y se obtiene a partir del nacimiento:
7. Pierre Chaunu señaló respecto de la vida nobiliaria española que. “En
pensée, toute la societe espagnole est nobiliare et lá réside un des secrets de
satres faible plasticité” (Channu, 1966: 106). En consonancia, David García
Hernán consideró que “todas estas circunstancias nos llevan a pensar que
en la España de la Edad Moderna se daba una auténtica “aristocratización”
de la vida. Los comportamientos nobiliarios inundaban todas las mentes
con alguna ambición en su calidad de paradigma conductual a imitar. La
sociedad en general, en sus más hondas raíces mentales, era una sociedad
aristocrática” (García Hernán, 1992: 49).
224
Acá llamamos caballeros a los nobles principales hijosdalgo que tienen un estado y lugar eminente sobre
todo lo que es común y ciudadano, pero no tan alta que
iguale con el de los príncipes y grandes. Y ha venido en
tanta estima y valor este nombre, que los príncipes y
grandes se llaman, y precian llamarse caballeros, puesto que de rigor el vocablo caballero parece se deriva de
llamar el que es armado caballero por el rey, o quien
tuviese su poder para ello (Juan Benito de Guardiola,
Tratado de nobleza y de los títulos y ditados que oi dia tienen
los varones claros y grandes de España, 1591: 81).
Dichoso el bien nacido, el noble el grande, /que sin
virtud hereda la nobleza, /sin que del mar y tierra la
aspereza/ni los peligros de las armas ande.
No hay ley que a su grandeza se desmande, /con ser de
muertos padres su grandeza/ y más si le acompaña la
riqueza, /porque entonces no hay rey que tanto mande
225
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
(Lope de vega, El arrogante español o Caballero de milagro, 1621: II-166b).
una obligación y, en consecuencia, legitiman la normatividad
que emana de una cultura eminentemente aristocrática.
En contraste, la nobleza de privilegio es la facultad política que
otorga el monarca al individuo que ostenta poseer alto valor
gracias a la virtud personal y la conducción de sus acciones
hacia los fines del Estado.
En España, es menester indicarlo aquí, tuvo preeminencia la
nobleza de sangre sobre la nobleza de privilegio. Actitud histórica que se explica, en gran medida, por la importancia jurídica
y política que adquirieron las órdenes militares, así como por
las facultades limitadas del monarca. Si bien ocurrió que el Rey
está facultado para armar caballeros y otorgar títulos, ello no
implica que el monarca pudiese otorgar el rango nobiliario más
alto: la aristocracia. Esta consideración conduce a la tipología
nobiliaria que se instauró en la España del Antiguo Régimen:
la alta, la media y la baja nobleza.
De esta manera nací, /si es que la virtud se alaba; /que,
como en otros se acaba/ mi linaje empieza en mí; /porque son mejores hombres/ los que su linaje hacen/ que
aquellos que los deshacen/ adquiriendo viles nombres.
(Juan de Matos Fragoso, Lorenzo me llamo y carbonero de
Toledo, 1640: III-235).
La distinción entre nobleza de sangre y nobleza de privilegio
conduce al problema socrático de si es enseñable la virtud o si
se trata de una facultad innata y exclusiva de algunos seres humanos. En el caso de la nobleza de sangre es una transmisión
eminentemente biológica, una propiedad natural; por el contrario, la nobleza de privilegio es estrictamente una atribución política, una producción artificial. La tensión social producida por
la disputa de la génesis de nobleza produjo un enfrentamiento
entre dos grupos de nobles que, posteriormente, se asumirán
como formas de apropiación legítima del ethos caballeresco: el
cristiano viejo y el converso. El noble que tiene por linaje su
título nobiliario le sirve la simulación y la disimulación como
instrumentos retóricos para articular la identidad personal y
fabricar su prestigio social. Para este tipo de noble no es relevante la falta de virtudes o el exceso de vicios siempre y cuando
sea capaz de aparentar las atribuciones que detenta su título.
Este noble fundamenta su conducta en un parecer ser. Por el
contrario, el noble por privilegio justifica su conducta con un
para ser. El noble por mérito demuestra tener la capacidad moral y las cualidades nobiliarias suficientes para ser considerado
un caballero. Este tipo de sujeto no necesita de la simulación o
la disimulación para configurar el reconocimiento de sí; ejercitar las virtudes morales y habilidades políticas en público. Aun
así, lo común a ambas formas de nobleza es que producen un
tipo de subjetividad que interioriza al honor caballeresco como
226
En primer lugar, la alta Nobleza o aristocracia encarnó directamente a los valores de la desigualdad y el privilegio. Su
comportamiento debe emular las acciones honrosas de sus antepasados y asumirse como fiel representante de la tradición.
Este grupo aristocrático, de amplio poder económico e influencia política, constituyó el estamento con mayor prestigio y reconocimiento social debido a los fundamentos consanguíneos
de su nobleza. En segundo lugar, la nobleza media o caballería
gozaron de una alta estima social debido a la actividad guerrera que desempeñaron. Considerados como los representantes
más eximios de la cultura del honor, los caballeros articularon su calidad nobiliaria mediante la virtud, pero tuvieron la
desventaja de provenir del mérito y no de la sangre. En tercer
lugar, la baja nobleza o hidalguía constituyó el grupo más amplio del orden nobiliario. Aunque su estima social es poca y
su poder económico limitado, los hidalgos gozaron de algunos
privilegios políticos y jurídicos que les permitieron formar
parte de la nobleza española; no obstante, quizá la única diferencia sustantiva entre la hidalguía y el pueblo llano sea una
diferenciación jurídica: ambos grupos mantienen una situación
económica precaria, pero la proyección moral que hace el primer grupo de sí mismo es mayor que de la última.
227
La república de la melancolía
La medievalización del caballero
La estratificación social del orden estamental implicó una diferenciación funcional. Por ejemplo, la mayoría de los aristócratas ostentaban cargos públicos y poseían una cantidad considerable de tierras y propiedades. Sin embargo, lo importante no
radica en mostrar cuáles fueron las especificidades históricas
de cada estamento, sino demostrar cómo el sujeto barroco se
apropió discursivamente del ethos nobiliario en un imaginario
estamental. La hipótesis es que algunos nobles hispanos decidieron apropiarse de los valores nobiliarios provenientes de
la Edad Media para encontrar una continuidad histórica en la
forma de concebir las letras y las armas y, con ello, inventar una
tradición caballeresca. Si en la Edad Media un caballero tenía
la obligación moral de dedicarse exclusivamente al ejercicio de
las armas, con el advenimiento moderno de las órdenes militares la función guerrera del noble se debilitó a tal grado que la
caballerosidad se convirtió en un signo de distinción social.
Históricamente, la pérdida paulatina de la significación
social del caballero implicó una contradicción con el estatus
nobiliario. La caída de algunos privilegios jurídicos, la disminución del poder político y la falta de solvencia económica no
fue lo que perturbó, directamente, a la nobleza española. Por
el contrario, lo que afecto al noble español fue ver menguada
su estima social por tener que realizar oficios viles o mecánicos:
el noble afectado desempeñó labores mercantiles y recurrió a
oficios realizados con sus manos, lo cual significó el desdibujamiento del ideal nobiliario de vida. En consecuencia, para los
caballeros hispánicos el empleo de oficios viles constituyó más
que un deshonor social una prueba empírica de la enfermedad
que padece la monarquía. Esta enfermedad pública es conocida
como avaricia. La avaricia fue un problema de amplia repercusión social; incluso una de las condiciones para ingresar
a las órdenes militares —ya sea la de Alcántara, Santiago o
Calatrava— consistía en demostrar que no se había realizado
ningún trabajo manual ni ningún oficio vil o mecánico:
228
V. El gobierno de sí
Establecemos y mandamos, que no se pueda dar el
Hábito a ninguno que haya sido mercader, o cambiador, o haya tenido oficio vil, o mecánico, o sea hijo o
nieto de los que tenido lo uno o lo otro, aunque pruebe
ser hijosdalgo. Y declaramos que mercader se entiende
para este efecto aquel que hay tenido tienda de cualquier género de mercancía (Francisco Ruiz de Vergara
Álava, Regla y establecimientos nuevos de la Orden y
Cavallería del glorioso apóstol Santiago, 1772: 101).
La aristocracia española modifica estamentalmente la historia mediterránea de la acumulación originaria. A diferencia
del ahorro protestante, la nobleza española se caracterizó por
tener como rasgo distintivo el rechazo tácito a la ganancia y
el ahorro. Esta élite cultural, educada principalmente por la
Compañía de Jesús, concibió el ocio como una virtud. La ganancia fue un medio para un fin más elevado: la política o la
religión. Así, el mercader es comprendido en tierras ibéricas
con sospecha o desilusión, ya que la nobleza auténtica debe
de gozar los privilegios de la vida ociosa: el goce del trabajoso
ocio como gustó reproducir el oxímoron, Saavedra Fajardo. El
ocio, por consiguiente, constituyó la forma genuina del comportamiento ético y económico de un noble. La vida ética es
una economía del gasto y el derroche material. Sin embargo,
independientemente de la valoración anti-mercantilista del
trabajo y de la resistencia de la nobleza española a capitalizar
sus bienes y ganancias, lo que queda manifiesto es que las
prácticas comerciales del barroco español violentan los principios del ethos señorial. El ethos nobiliario es incompatible con el
ethos mercantil. Este comportamiento, “extravagante” para las
actuales formas de vida capitalista, ostenta que para los hombres del barroco no existe nobleza sin que la riqueza y el ocio
sea una de sus condiciones:
Es cosa conveniente a los nobles ser ricos, como dice
la ley de la Partida, porque la nobleza sin hacienda
es cosa muerta; y porque compelidos con la pobreza
viene muchas veces a hacer cosas viles, y ajenas de su
calidad […] la pobreza en los nobles es causa de que
sean desestimados […] aunque sean buenos y virtuo229
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
sos. (Bernabé Moreno de Vargas, Discursos de la nobleza
de España, 1636: folio 48r).
cia del giro cultural en la historiografía barroca. Por un lado,
la historiografía tradicional estuvo preocupada por denotar la
importancia política de la nobleza sin que las configuraciones
estéticas y simbólicas fuesen consideradas como propiedades
de primer orden. Por el otro, la historiografía cultural destacó
la importancia política y estética de la nobleza en la constitución del sujeto moderno. Por ejemplo, Pierre Bourdieu subrayó
la función de la distinción en la diferenciación de los agentes
sociales para mostrar que la sociedad cortesana tiene un sustrato estético antes que económico.8 En cambio, los historiadores del materialismo cultural señalaron por qué el cuerpo
constituye el espacio material donde se inseminan las formaciones culturales y las determinaciones simbólicas de cada
época. Particularmente, el análisis cultural explica este aspecto
olvidado de la nobleza en el Antiguo Régimen —la estética del
comportamiento— y justifica por qué la educación del caballero pasa irremediablemente por una modelación del cuerpo,
por una sujeción de la propia materialidad.9 Por consiguiente,
para interpretar la conducta nobiliaria es menester estudiar las
formas corporales de lo barroco, el cuerpo y el alma soberana,
el comportamiento y el alma de la vida nobiliaria.
No obstante, esta complementación entre nobleza y riqueza
generó muchos problemas para los nobles de la época. La
abundancia económica no es condición necesaria para ser un
noble, pero la nobleza implica necesariamente solidez económica. Esta disyuntiva provocó que muchos nobles optaran por
la simulación económica y algunos hacendados por la simulación
nobiliaria. La actitud simulatoria del estatus económico o de la
conducta nobiliaria fue el principal elemento de desconfianza
de los aristócratas hacia los hidalgos y los caballeros —actitud
acomodaticia que da cuenta que en el intrincado desarrollo de
la pragmática social las apariencias son el fundamento del tejido social. Los nobles de sangre sospecharon y miraron con recelo a los miembros de la nobleza por privilegio, ya que si algo
es digno de sospecha, es porque no existe total transparencia
en sus actos ni autenticidad en su comportamiento. Un testigo
ejemplar de la época, Francisco de Quevedo, logró detectar esta
tensión anticapitalista al recordar que “poderoso caballero es
Don Dinero” cuando faltan maneras para vivir nobiliariamente. Por lo tanto, si la nobleza es un fenómeno observable, una
cualidad social atribuida por los otros, la simulación de conductas nobiliarias constituye el nudo gordiano de los modos
de producción barroca: una mistificación del ethos mercantil.
El problema de la simulación de comportamientos deviene,
entonces, en la confección de una maquinaria semiótica en la
que se producen textos con signos y significados políticos para
conseguir este fin: la apariencia cortesana. Los intelectuales barrocos son los grandes productores de textos con una pulsión
normativa en la que se estimulan estrategias para (di)simular
conductas cortesanas. Estas estrategias discursivas producen
modelos de conducta, pliegues de la subjetividad, tal y como lo
atestigua el modelo del perfetto corteggiano de Pietro Andrea
Canonieri, el libertin érudit de Gabriel Naudé o el discreto de
Baltasar Gracián.
Para comprender la relevancia semiótica y normativa de estos textos heteronormativos es necesario precisar la importan230
En este sentido, la forma-de-vida noble exigía no solo ser
modelo de virtud, opulencia y generosidad, sino que debía
implicar un comportamiento de desprecio por la vida material. A mayor despilfarro, mayor calidad nobiliaria. La actitud
nobiliaria, por consiguiente, debe objetivarse en prácticas,
comportamientos y cualidades morales en las que el gasto y el
derroche sean una de sus motivaciones principales. En uno de
los diálogos más representativos de la época, Antonio López
de Vega escribió porqué el despilfarro constituye la condición
mínima de la opulencia cortesana:
Demócrito: La molesta providencia de la economía,
pocas veces se atreve a cansar a los patricios. Más fa8. Cfr. Pierre Bordieu, La distinction (1979); La noblesse d'État (1989).
9. Cfr. Karen Pinkus, Picturing Silence. Emblem, Language, Counter-Reformation Materiality (1996); Francis Barker, The Tremulous Private Body: Essays on
Subjection (1995).
231
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
miliar es del orden ecuestre. Propia es a los palacios la
desorden, pero creed que nunca la pena de los señores…Pues decidme ¿cuál de estos señores más ambiciosos habéis visto negarse a los festines, que pueda
por eso dejar de serle envidiada la abundancia que
todos gozan de deleites? Grande y valiente ha de ser
la congoja que pueda prevalecer contra el copioso ejército de sus gustos (Antonio López de Vega, Heráclito
y Demócrito de nuestro siglo. Diálogos morales sobre tres
materias, la nobleza, la riqueza y las letras, 1641: 19).
la expedición de un título; los condes y marqueses, recibir la
dignidad suprema (summa dignitae) del monarca; el monarca, verificar que su mandato divino lo condujese a la gloria del mundo. Asimismo, la actitud aristocrática de la nobleza española,
fortalecida por las prácticas de endogamia nobiliaria, implicó
un desprecio por el vulgo y, por extensión, transformó sus motivos cortesanos en un rechazo abierto a las manifestaciones
simbólicas provenientes de la cultura popular. El desprecio
aristocrático, aunado a las condiciones materiales y morales
que se requieren para ser considerado un noble, es lo que hizo
posible la edificación del gentilhombre, del noble caballero como
un espejo de virtud cristiana: el nuevo hombre español.10
Por lo anterior, es razonable precisar porqué la imagen del
caballero hispánico como un individuo superior, inteligente,
bien intencionado, con solvencia económica y apariencia física
embellecedora, puede construirse a partir de determinadas
configuraciones monárquicas que únicamente son explicables
por las configuraciones simbólicas del Barroco. La vida ética
de la razón imperial. Un ejemplo de este modo de construcción
simbólica radica en el comportamiento ceremonial al que varios
nobles someten las acciones, los deseos y las creencias. Este
comportamiento no consiste solo en una ritualización de los
gestos y las maneras, sino en el empleo de una red semántica
de signos externos que dan cuenta de la significación nobiliaria
como un dispositivo de autoridad. La vestimenta, el habla y la
conducta aristocrática, en general, constituyen el modo externo mediante el cual se construye semióticamente un caballero
hispánico. Estas significaciones sociales, de clara repercusión
política y reproducción estética, permiten que la sociedad barroca se conciba a sí misma como una sociedad de las distinciones.
Pese a la importancia social del caballero, la sociedad barroca encontró rápidamente límites al camino de las distinciones
y los privilegios. En 1586 —por citar un caso de muchos registrados— Felipe II se encargó de promulgar la “pragmática de
las cortesías” con el propósito de frenar el progresivo y desmesurado uso de las distinciones cortesanas. Tales distinciones
llegaron a constituirse, más que en un criterio para agrupar a
una clase o estamento, en la fuerza social que inspiró y desplegó el aparato simbólico de la monarquía señorial española. Los hidalgos aspiraron a obtener el hábito; los caballeros,
232
Por último, el modelo antropológico del noble es convertido
en sinónimo de buen español en la medida que instrumentó una
serie de actitudes, valores y comportamientos exclusivos del
ethos nobiliario. Si como dice el apotegma “nobleza obliga”,
todo sujeto que se considere miembro de este grupo privilegiado tiene la obligación consigo mismo y con los otros de
responder con sus actos a los valores de la vida nobiliaria. De
este modo, surge la ostentación del lujo como forma de vida,
como el lenguaje de la vida cortesana, como una forma de representación de la magnificencia del poder sea este político,
económico o social. Lujo y poder se tornan así en dos elementos que se complementan entre sí: no existe el lujo sin el poder
y, viceversa, no es posible mostrar el poder sin que el lujo intervenga en su representación simbólica. El lujo es la forma de
vida del capitalismo barroco.
Para los tratadistas de la época, el ethos caballeresco sintetizó el compendio de virtudes morales gracias a la articulación
simbólica que le precedió. Por una parte, ser noble implicó ac10. “El nuevo hombre español también poseía hábitos impecables y mostraba
un sentido de «gallardía, honor, veneración y adoración por su príncipe».
Un «hombre apasionado más allá del reproche» siempre dignificaba su
forma de vestir, y como portador de «virtudes heroicas, fervor religioso y
piedad» sabía siempre como arrepentirse. Virtudes como la «humildad, la
caridad y la capacidad de sufrimiento» eran características adicionales al
hombre cristiano ideal […] .Los moralistas habían auxiliado a promover estos
atributos fantásticos del hombre perfecto español” (Garza, 2002: 36).
233
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
tuar como un auténtico sujeto moral. Más allá del “deber por el
deber” de estirpe kantiana, el noble español es una subjetividad
escindida que gana por partida doble: por un lado, se asume
como un fiel cristiano; por el otro, representa la más egregia de
las actitudes aristocráticas. En este sentido, la educación del noble se torna en el eje simbólico de la columna estamental, pues
educar a un sujeto en el paradigma nobiliario implica transformarlo en un ferviente católico, español patriota, sujeto digno de
honor y, sobre todo, en un sujeto dueño de sí con obligación
hacia sí mismo y hacia los demás. Como advirtió Gracián: “El
hombre nace bárbaro; debe cultivarse para vencer a la bestia.
La cultura nos hace personas, y más cuanto mayor es la cultura” (Baltasar Gracián, Oráculo manual y arte de prudencia, 1647:
§87). Por otra parte, la formación intelectual de un noble no se
reduce al conjunto de disciplinas contenidas en el trivium y el
cuadrivium medieval, sino que tiene que educarse en el empleo
de las armas y los difíciles artes de la simulación y disimulación
de los comportamientos. La educación nobiliaria se tornó, por
consiguiente, en una paideia cortesana, en una transformación
política de la subjetividad en la que el sujeto debe adecuarse a
una norma que él se ha impuesto: el gobierno de sí.
performativa, la construcción de género depende más de los
dispositivos discursivos culturales que de algunas supuestas
determinaciones biológicas. Si el cuerpo “biológico” es lo que
determina al ser humano como especie, el cuerpo como “actor semiótico” es el principal elemento mediante el cual el ser
humano construye su subjetividad. Por tal motivo, el cuerpo
como objeto de investigación histórica es un actor semiótico: el
espacio material en donde se inscriben los procesos históricos
de configuración simbólica.
En suma, el comportarse de acuerdo con el rango social,
revestirlo de honor, ofrendar a los antepasados y proyectar la
vida personal como una obra de arte constituyó una de las principales prácticas de sí con las que se produce la subjetividad
barroca. El ethos caballeresco hispánico operó como una estética
de la existencia en la que se interceptan política y subjetividad.
La monarquía es a la política imperial lo que el honor es a la
subjetividad barroca: afecto primario. Esta condición política
de la subjetividad cortesana fue posible siempre y cuando el
sujeto barroco no transgreda los límites de la obligación de sí:
la política de la existencia aristocrática.
Como cualquier relación que el sujeto guarda consigo, el
cuerpo tiene una historicidad. La historicidad de los cuerpos socialmente significativos puede develarse a partir de los discursos y los proyectos simbólicos que ha sufrido el cuerpo en los
diferentes momentos históricos de elaboración. En este proceso de subjetivización histórica, los sujetos barrocos son capaces
de transformar el cuerpo de acuerdo con el orden simbólico
que han asumido para sí, o bien con el proyecto político que
les corresponde según el estamento o la clase social a la que
pertenecen. Si el cuerpo es capaz de producir significados políticos y comunicar un mensaje estamental, esto se debe a que
puede entenderse como un lenguaje. Entender al cuerpo como
lenguaje implica, por extensión, localizarlo como un producto
de la pragmática social en el que se objetivan los signos de la
semejanza y la diferencia.
El gobierno de los cuerpos
El rasgo más sobresaliente en el análisis del cuerpo como registro material de la historia es su vinculación inmediata con las
inscripciones de género. Sin embargo, como demostró la teoría
234
Respecto de la relación entre historia y cuerpo, existen múltiples modos de aproximarse al cuerpo como testimonio de las
determinaciones semióticas del sujeto a lo largo de su propia
historia. El cuerpo barroco no es la excepción. Para adentrase en
este oscuro laberinto semiótico, es necesario realizar un análisis semiológico del cuerpo barroco en tanto signo dispuesto a
la codificación simbólica de la monarquía imperial. Si el cuerpo
barroco es el lugar donde se inscriben las diferencias de género
y los procesos de simbolización psíquica, entonces el cuerpo
puede (de)codificarse hermenéuticamente para así establecerlo como un signo dispuesto a interpretación de la maquinaria
monárquica.
235
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
Históricamente, en las sociedades estamentales el cuerpo
fue el principal referente en donde se colocan las diferencias sociales, políticas y de género. El movimiento, el comportamiento y la (dis)posición del cuerpo representó el código estamental
que cada individuo articuló en los procesos de subjetivación
barroca. En tales procesos, los individuos transformaron la
subjetividad por medio de normas que se auto-impusieron sin
conocer el origen de esta normatividad: los rasgos sociales que
transmitía el imaginario monárquico. En el Barroco, el cuerpo estuvo acotado a una serie de prácticas y configuraciones
simbólicas que provienen del orden estamental de la sociedad:
dependía directamente del estamento el género de cada sujeto.
Un ejemplo paradigmático fue el comportamiento corporal de
los órdenes estamentales de la España áurea, los cuales constituyeron el principal criterio de demarcación simbólica entre
el rol social que asume cada individuo y el estamento al que
pertenecen. Por ende, cada estamento poseía su “modelo de
comportamiento” y cada sujeto sometía su cuerpo a un proceso
de disciplinización que le permitió identificarse con un grupo
y así poder separarse de los otros estamentos. El imaginario
monárquico transmitió esta disciplina por medio de una serie
de prácticas de sí: prácticas que dictaminaban lo que está permitido y lo que está prohibido realizar a los sujetos con sus cuerpos. En consecuencia, el cuerpo se modela, se transforma, se
inventa semióticamente a partir de una serie de prohibiciones,
normativas, insinuaciones y paradigmas de deseo. El cuerpo
barroco es un efecto de la maquinaria estamental de la Corona.
las principales determinaciones de género. Gobernar el cuerpo
implicó, por lo tanto, tener la capacidad de constituirse como
mujer u hombre según el modelo configurado por la sociedad
barroca.
Por una parte, si el cuerpo fue el encargado de notificar las
diferencias estamentales de la corona y los registros simbólicos
que constituyen al sujeto, entonces es menester indicar cuáles
fueron los tipos de prácticas de sí y los procesos de subjetivación que el sujeto barroco emprendió para constituirse como
sujeto. Por otra parte, la finalidad de la producción subjetiva
barroca fue crear modelos antropológicos definidos: hombres y
mujeres orientados a concebir sus cuerpos según las figuras del
varón perfecto y la dama egregia. Estas estrategias de subjetivación ostentan cómo los discursos y las prácticas de gubernamentalización del cuerpo produjeron en la sociedad barroca
236
Cabe precisar que gobernar el cuerpo no es lo mismo que
gobernar las pasiones o gobernar las creencias. El gobierno de
las pasiones remite a una práctica que el sujeto en general asume
para sí. En cambio, el gobierno del cuerpo distingue un proceso
de significación de género. El problema radicó en que para la
España barroca ambos discursos son co-dependientes: cuerpo
y comportamiento son idénticos, ya que tienen como punto de
partida la diferencia sexual. La evidencia de que los hombres
gobiernan su cuerpo de manera distinta como lo gobiernan las
mujeres está en cuestión en el momento de la subjetivación estamental. Por consiguiente, la construcción de la masculinidad
y la femineidad barrocas fue una pretensión, eminentemente,
política: el modo en que se produjo la diferencia normativa de
género es lo que posibilitó simbólicamente la estructura política y la configuración social de la monarquía española. Los
modelos de conducta corporal y las formas de sujeción ubican
el núcleo político de la subjetividad barroca.
En Occidente, la institución cultural del cuerpo no fue radicalmente variable; sin embargo, con la introducción del cristianismo la concepción del cuerpo se modificó sustancialmente.
A diferencia de la concepción jerárquica del pensamiento greco-latino, para el cristiano el cuerpo supuso una homologación
entre seres humanos: la mancha que trajo consigo el pecado
original provocó que todos los cuerpos —especialmente el
cuerpo femenino— registren las huellas de la semejanza en
oclusión de la diferencia. Teológicamente, para el cristiano no
existen diferencias entre seres humanos limitadas por el cuerpo, ya que todos los cuerpos son semejantes en tanto que son
registro de la mancilla de los primeros padres. Tanto hombre
como mujer tienen un componente físico que recuerda esta
falta primigenia: los hombres mediante la “manzana de Adán”
(prominentia laríngea) y las mujeres con la “menstruación”, signos de la institución teológica de la diferencia. Sin embargo,
estas ideas implicaron una revolución cultural en la forma de
237
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
concebir el cuerpo y, por extensión, conllevaron una serie de
disputas en torno al estatuto ontológico, teológico y político
del cuerpo. Las disputas incluyen los que prescriben el cuerpo
femenino como voluptuosidad hasta los actores que someten
su materialidad corpórea a un proceso de transformación
radical en el que la diferencia sexual debía ser suprimida: la
ascética de los padres del Desierto o la mística sensual de los
molinistas.
fue la nación moderna que asumió la función de recatolizar
el mundo, entonces su inteligentsia debía ser capaz de producir una “construcción textual” de los modelos antropológicos
pertinentes para el orden político tridentino. Tales modelos
visibilizaron el régimen estético del cuerpo barroco con base
en las prácticas sociales, los comportamientos colectivos y las
representaciones simbólicas de las clases subalternas. La cultura popular accedió a estos modelos mediante la pintura, el
teatro, la plástica y el sermón eclesiástico. La clase culta por
medio de la confrontación directa con los textos normativos
producidos por la élite eclesiástica. Esto se explica porque, en
tanto herederos de la escolástica tomista, los teólogos y moralistas barrocos produjeron discursos acerca de la relación que
el hombre y la mujer deben guardan con su cuerpo: relación de
dominio de sí. Lo sobresaliente fue que gracias al aparato institucional, discursivo, simbólico y punitivo de la corona española,
tales comportamientos corporales tuvieron efectividad política
y legitimidad jurídica. Esta efectividad se mostró discursivamente en un corpus textual en el que se inscribió la normatividad antropológica barroca. La antropología de los Habsburgo
resignificó la lógica inquisitorial al identificar la razón imperial
con el ethos cortesano.
Según la dogmática tomista, el varón es un colaborador de
Dios en la Tierra que debe continuar el proceso de creación
iniciada por el ser supremo. La mujer, por el contrario, es un
receptáculo de Dios, un ser inferior al hombre que por razones
teológicas y ontológicas continúa el proceso de procreación. El
varón es potencia que la mujer proyecta en acto. Esto significa
que ambos están en una secuencia ontológica con Dios, pero
con diferente escala valorativa. Paradójicamente, en el Barroco
se repitió esta imagen tomista del cuerpo que concibe al alma
como señora y el cuerpo como esclavo, imagen frecuente en los
textos bíblicos y la literatura ascética. Por ejemplo, Francisco
de Quevedo —en clara alusión a San Agustín— escribió en una
de sus epístolas dirigidas a Antonio de Mendoza el debate a
tomista que encierra el gobierno del cuerpo:
Confieso que naturalmente tenemos nacida con el
alma caridad de nuestro cuerpo; confieso que tenemos
a cargo su tutela; no niego que se le ha de perdonar.
Pero niego que se le ha de servir; porque sirve a muchos quien sirve al cuerpo; porque teme por él mucho
quien lo atribuye a él todo. Así pues, nos hemos de
gobernar, no como que debamos vivir por el cuerpo,
sino como que no podemos vivir sin él (Francisco de
Quevedo, Epistolario completo: epistola XIV).
La epístola de Quevedo es un testimonio del andamiaje político para inscribir el cuerpo en un régimen de sensibilidad
tomista. Esta inscripción demostró que, independientemente
de que los encargados de fabricar los modelos de varón perfecto y dama egregia fuesen los teólogos de la época, las gramáticas del cuerpo fueron una invención masculina. Si España
238
Narrativas de masculinidad
Según algunos estudiosos, si se analizan los diversos modelos
de masculinidad que existieron en la España Barroca, se pueden comprender las razones del declive económico y espiritual
del imperio. En el modelo de hombre de la sociedad barroca
radicó, entonces, la clave de comprensión de la decadencia
española. De modo que si la melancolía constituyó el sttimung
básico del sujeto barroco, para los intelectuales de la época la
causa de esta enfermedad procedía de la continua “pérdida de
virilidad” que sufrió el hombre español o, peor aún, del proceso de afeminamiento del ethos hispánico. Existen varios testimonios que conectaron afeminamiento y disolución social. Por
ejemplo, el franciscano Juan de Santa María, capellán de Felipe
III y confesor de la infanta María Cristina, advirtió al monarca
239
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
que la causa de la ruina del imperio subyace en la “corrupción
de las costumbres que los varones se regalan, y comportan
como mujeres” (Juan de Santa María, Tratado de república y política cristiana, 1615: 200). Misoginia barroca de estilo paródico.
Igualmente, en un tono más patético, el dominico Francisco de
León cuestionó la virilidad en un sermón pronunciado en 1635:
Según los teólogos más radicales, el hombre español registró los signos de la pérdida de su apasionada devoción religiosa; comenzó a gustar de actividades consideradas impías
y ociosas como el teatro o la poesía y, peor aún, disfrutó de la
tierra sin trabajar en ella. Esta descripción sociológica, que para
la época operó como el diagnóstico de una enfermedad pública, fue una clara muestra de las implicaciones del surgimiento
de la burguesía como clase social. Por consiguiente, el nuevo
discurso sobre la masculinidad funcionó como un discurso de
restauración, como un contra-discurso que antepuso al código
moral proveniente de los comportamientos cortesanos el código de otros países y espacios políticos. En este sentido, es
posible postular por lo menos dos modelos fuertes de masculinidad barroca: el caballero hispánico y el varón perfecto. El primer
modelo fue un modelo que recurrió a la tradición medieval del
caballero hispánico para recuperar los viejos valores, actitudes
y creencias con los cuales se edificó el viril temple español. El
segundo modelo sugirió una reforma antropológica, una modificación en la conducta de los hombres españoles a partir del
ethos cortesano desarrollado por los condottieri.
Aora no veo capitanes, ni soldados, ni dinero, ni ocupaciones honorosas en los de mayores obligaciones,
sino una perpetua ociosidad, gustos, entrentimientos,
comer y beber, vestir precioso, y costoso […] ¿Dónde
hay hombres en España? Lo que yo veo es mariones […] de hombres los veo convertirse en mugeres
(Francisco de León, Sermón predicado en la ciudad de
Sevilla,1635: 254-55).
Los estándares de masculinidad en el setecientos sufrieron
cambios que perturbaron la dogmática tradicional: en esta época se destacó que el modelo de hombre padeció un proceso de
“afeminamiento”, un debilitamiento y caída de la fuerza viril
debido a la apropiación de prácticas concebidas estrictamente
para mujeres.11 Sin embargo, lo que más preocupó a los teólogos y moralistas castellanos fue que el afeminamiento de las
conductas implicara el debilitamiento del poder militar de la
Corona y, en especial, que España perdiese su prestigio como
modelo de virtud cristiana. Si tales discursos se divulgaron fue
por medio de sermones eclesiásticos, hagiografías y tratados
de moral católica con los cuales se buscó recuperar el carácter
“tozudo” del viejo hombre español. Se trató, por lo tanto, de
crear un nuevo modelo de hombre que se apoyase en modelos precedentes —el modelo medieval y renacentista— con
el fin de producir de manera legítima una nueva narrativa de
masculinidad.
11. Los “arbitristas” –los moralistas encargados de denunciar a sus contemporáneos de “afeminados”– no entendían el “afeminamiento” como un
efecto de prácticas relacionadas precisamente con la “mujer” ni mucho menos con el “homosexual”. Como observó Michael Cohen, durante el barroco
el “afeminamiento” apunta más hacia el otro, hacia la diferencia antropológica,
que hacia un sujeto determinado por su género o preferencia sexual. Cfr.
Cohen (1996).
240
En primera instancia, el modelo del caballero hispánico fue
un modelo dirigido principalmente a hidalgos y hombres
del común. En este modelo se destacaron los valores rurales
del hombre de aldea, la visión del mundo rural y, a través
de una instrumentación discursiva por medio de sermones,
de comunicación oral y de representaciones teatrales, se asumieron como vigentes los valores de la asertividad sexual, la
procreación, el trabajo artesanal, la manutención económica de
la familia y, sobre todo, la protección de la sexualidad de los
miembros femeninos de la familia. Si un sujeto cumplía con tales requisitos no solo adquiría grados de honor en su sociedad
sino que, además, recuperaba su reputación como portador de
virilidad.12 En cambio, el varón perfecto fue un modelo de subje12. Para Federico Garza, el género —en especial las formas de construcción
de la masculinidad— constituyen el núcleo básico de la discusión barroca
en torno al cuerpo. Sin embargo, el historiador español señaló que en tal
análisis no deben omitirse categorías como la de homosexual y sodomita a
fin de comprender lo masculino con base en los márgenes conceptuales del
241
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
tividad dirigido principalmente a los cortesanos para civilizar
la conducta. Influenciado por la literatura de conducta italiana, el varón perfecto fue un dispositivo de masculinidad que
proyectó al máximo el aspecto viril que proporciona el manejo
de las armas, el conocimiento de las letras y la moderación de
la conducta. Según esta imagen, el varón adquiere el predicado perfecto única y exclusivamente si es virtuoso, moderado,
fuerte y capaz de tener control de sí mismo. Sin embargo, este
tipo de conducta fue criticado rápidamente por los sectores
más conservadores de la sociedad ya que, para gran parte del
clero y la población campesina, la vida cortesana representaba
el camino directo para obtener enfermedades de tipo femenino
como la melancolía o la infertilidad sexual.
la decadencia proviene por una cualidad moral negativa: la
holgazanería. Para estos pensadores, las distinciones sociales
no pueden basarse exclusivamente en categorías de género o
en criterios de clase; antes bien deben fundamentarse en cualidades morales que sean capaces de atribuirse a los miembros
de la sociedad incluido el príncipe. Los sátiros detallaron asertivamente cómo la falta de moderación o la imprudencia de un
noble es una actitud recurrente que puede imputársele a una
campesina, a una cortesana o a una reina.
Como anticipación de la catástrofe imperial, la España áurea justificó estos dos modelos con base en distinciones de clase, conceptos de género y cualidades morales de origen jesuita.
Por esta razón, las definiciones de masculinidad en la época
cumplieron una función eminentemente política: si el modelo
de comportamiento masculino debía ser la solución a la crisis
moral del imperio, ello implicaba que este modelo debía ser
emulado por la mayoría de los sectores de la sociedad. Quienes
optaron por la recuperación de la figura del caballero tuvieron
un fuerte aprecio por la cultura popular; los que prefirieron el
modelo del varón perfecto justificaron los valores cortesanos
como sustrato de los valores hispánicos. Pero, algunos moralistas señalaron críticamente por qué el problema de la decadencia imperial no fue un problema de clase o de estamento, sino
un problema que afectó a todos los sectores de la sociedad debido a una teleología divina del castigo —argumento repetido
ad nauseam por Pedro de Ribadeneyra en su Tratado de la tribulación. Los sátiros, por su parte, argumentaron que, en el fondo,
género. “Categorías tales como el Hombre español perfecto de principios de
la edad moderna, el sodomita o el versátil sodomita afeminado de Nueva
España coexistieron en un estado perpetuo de redefinición. Estos motivos
discursivos, lejos de ser una condición colonial generalizada, emergieron
como una práctica específica del régimen imperial español en su intento de
textualizar las “causas justas” de la dominación cultural” (Garza Carvajal,
2002: 23).
242
Para fundamentar los modelos de masculinidad, los productores de discurso establecieron tres tipos de narrativas. El
primer discurso estuvo dirigido exclusivamente a la aristocracia masculina (modelo de tradición). El segundo discurso
destacó la diferencia de comportamiento entre hombre y mujer
cuando ambos pertenecen a un mismo estamento (modelo de
género). El tercer discurso determinó el género y la clase con
base en una dictaminación de normas morales que modelaron
las conductas y disciplinaron la corporalidad (modelo cortesano). Estos tres modelos de masculinidad implicaron una
revolución cultural, pues la cura a las enfermedades públicas
del imperio, la melancolía o la decadencia, solo puede provenir
de una transformación orgánica, de una restitución de la salud
originaria del imperio.
El discurso del modelo de tradición encontró en el pasado
español y en las biografías de sus hombres más eximios, las
claves para recuperar y revigorizar a la aristocracia masculina.
Un ejemplo de este discurso lo representó la obra de Luisa de
Padilla, quien consideró que en los anales de la España medieval subyacen las fuentes primigenias de donde emerge la hombría española. En un desconocido tratado de 163713, la autora
sugirió que la figura de Don Iñigo López de Mendoza, mejor
conocido como el Marqués de Santillana, es el modelo de noble
al que debía ajustarse la aristocracia española. Según su interpretación, Luisa de Padilla defendió que la vida del marqués
es un testimonio de primer orden de cómo puede articularse
de manera armónica la virtud nobiliaria, la técnica militar y la
13. Luisa de Padilla, Nobleza virtuosa (1637), Zaragoza.
243
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
apasionada devoción religiosa. De modo que si existió algún
personaje en la historia medieval de España que merezca ser
nombrado como el caballero hispánico, sin duda alguna, sería el
heroico Marqués de Santillana.14
simulación cortesana. Este grupo respondió que la educación
de las maneras y la vigilancia de la conducta no implican necesariamente afeminamiento, sino una actitud aristocrática con
efectividad política y, quienes no llegasen a comprender esta
efectividad, no estarían hechos para ser nobles.15
Con esta idealización de la nobleza medieval española,
Luisa de Padilla logró reproducir el modelo renacentista del
humanista clásico y combinarlo con aquella tradición popular
medieval simbolizada en los libros de caballería. En contraste,
el discurso del modelo cortesano tuvo la finalidad de crear una
estética de la existencia y, a su vez, resignificó la estilización de
los comportamientos cortesanos. Como comenté líneas atrás,
esta “literatura de conducta” tiene su antecedente moderno en
la literatura cortesana italiana, especialmente en obras de gran
envergadura y resonancia hispana como Il Corteggiano (1528)
de Baltasar Castiglione y el Galateo de Giovanni della Casa. Si
este discurso italiano fundamentó el modelo cortesano que debía regir en la corte, los autores hispanos buscaron establecer
un tipo de conducta cortesana acorde con los derroteros de las
cortes españolas: El Cortesano (1561) de Luis de Milán, Relox de
Príncipes (1529) de Antonio de Guevara. La originalidad, ortodoxia y novedad dependía, entonces, de los grados de estetización adquirida según el modelo propuesto por Castiglione.
En España, la obra de Castiglione fue traducida seis años
después de su publicación por el humanista Juan Boscán e inició con ello una serie de polémicas en torno a la supuesta virilidad del modelo cortesano italiano. Los teólogos que estaban
en contra de esta literatura consideraron, que en la figura del
corteggiano, yacían actitudes femeninas que toman su máxima
expresión en la actitud servil que guardan los cortesanos en
relación con el Rey. Los cortesanos que defendieron el modelo
de Castiglione afirmaron que es un error suponer que la vida
cortesana sugiere actitudes femeninas; por el contrario, la virilidad encuentra su espacio de producción en los juegos de la
14. Es menester indicar que las fuentes que retomó Luisa de Padilla son las
biografías de Fernando del Pulgar compiladas en su célebre texto Claros varones de Castilla (1486) y la obra genealógica de Fernando Pérez de Guzmán,
Generaciones y semblanzas (1486).
244
En suma, la narrativa de masculinidad que se derivó de los
tres modelos tuvo la capacidad de conjugar las armas, las letras
y las artes. En el caso que el hombre no pudiese conjugarlas de
manera natural, entonces tendrá que hacerlo mediante la educación y el artificio cortesano. Sin importar de que se tratase de
una recuperación del comportamiento del caballero medieval,
la importación de las conductas nobiliarias de la corte italiana
o la explicitación de las diferencias conductuales que deben
guardan consigo hombres y mujeres de un mismo estamento,
todas estas formas disciplinarias tienen como finalidad construir simbólicamente el ethos caballeresco como base del gobierno de los cuerpos y, por extensión, el homologar el modelo del
varón perfecto como el auténtico modelo de hombre español.
El gobierno de las pasiones
El gobierno de las pasiones conduce inevitablemente a la filosofía estoica. Desde su origen griego, la doctrina de la Stoa es
considerada más una forma de vida que un sistema filosófico
especulativo. El carácter pragmático del estoicismo permitió
que esta filosofía —interpretada por algunos como una actitud
moral— esté presente a lo largo de la historia del pensamiento filosófico como una forma secundaria de código moral o,
en el peor de los casos, como una filosofía de segundo orden.
15. Elizabeth Rehfeldt argumentó que debido a la frágil proyección de
masculinidad del modelo cortesano, los moralistas españoles optaron por
difundir en mayor medida el modelo del caballero medieval. “In seeking to
diagnose the problemand prescribe the cure, older definitions of noble behavior confronted seventeenth-century circumstances, revealing a rupture
between the two. The most acute crisis of masculinity in Spain may have
been the inability of these authors to craft a systematic and coherent model
of noble manhood that could be realistically embodied by seventeenth-century men” (Lehfeldt, 2008: 475).
245
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
Por ejemplo, durante la Edad Media, los padres de la iglesia
encontraron en el estoicismo la doctrina pagana más cercana
a la moral cristiana y, por consiguiente, tales autores buscaron combinar la ética estoica con las enseñanzas del primer
cristianismo.16
to de la individualidad y de justificar la política a través de la
recuperación de la idea normativa de la república cristiana. Sin
embargo, no toda estrategia neoestoica puede reducirse a ser
parte del proceso tridentino por re-catolizar el mundo; por el
contrario, lo que buscan algunos neoestoicos es separarse de
la moral católica más ortodoxa y buscar una ética autónoma y
flexible a los nuevos tiempos. En ambos casos, ya sea como estrategia para reforzar el catolicismo ortodoxo o como impulso
por construir una ética autónoma, el neoestoicismo fue uno de
los tipos históricos que permitió la construcción del lenguaje
moral de la modernidad. Esto último debido a que el neoestoicismo no solo favoreció el vínculo entre moral, individualidad
y autonomía que la modernidad tomará como eje principal de
su proyecto emancipador, sino que además permitió mostrar
que entre el humanismo cívico y las configuraciones imperiales de la modernidad no existe contradicción alguna.17
El vínculo cristianismo-estoicismo fue posible debido a
que la ortodoxia romana consideró que la moral enseñada
por la Stoa no violentaba los principios de la dogmática cristiana, ya que demostró que las enseñanzas estoicas tienen un
antecedente semita. Sin embargo, el estoicismo fue perdiendo
prestigio con la rehabilitación del aristotelismo y será hasta ya
entrado el siglo XVI, junto con el advenimiento del humanismo
renacentista, que el estoicismo adquirió una fuerza aún mayor
que en el Medioevo.
Durante los últimos momentos del Renacimiento y primeros momentos del Barroco, el núcleo del debate moral se
centró en la problemática del gobierno, particularmente en el
problema del gobierno de las conductas, de las almas y de las
pasiones. Esta preocupación barroca por el gobierno de sí y el
gobierno de los otros implicó el resurgimiento del estoicismo
antiguo. En efecto, el neoestoicismo de los siglos XVI y XVII
permitió recuperar la dimensión individual y subjetiva de la
configuración política del mundo que desde el siglo XVI viene
reclamando. Es por ello que el neoestoicismo, nombre otorgado al movimiento ético-filosófico de finales del siglo XVI y
principios del XVII que pretendió recuperar las ideas estoicas
antiguas adaptándolas al pensamiento cristiano post-tridentino, tuvo un éxito pocas veces previsto. Esta variación o nueva
forma de estoicismo, que para algunos no es más que la cristianización de los escritos de Epicteto, Séneca, Marco Aurelio y
Cicerón, formó parte de un proyecto histórico más amplio que
consistió en fundamentar la moral a partir del descubrimien16. San Agustín advirtió cierta simpatía por la apatheia estoica; Pedro Abelardo en su Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano ofreció argumentos
en favor de algunas ideas provenientes del Enquiridión de Epicteto, y así
podemos encontrar diversos ejemplos positivos en varios teólogos y filósofos de la época.
246
El término neoestoicismo está enunciado por primera vez
en el célebre como polémico libro de Juan Calvino Institutio
Christianae Religionis (1536). El teólogo de Ginebra introdujo la
noción nuevos estoicos (novi Stoici) para referirse a los teólogos
y filósofos que interpretan cristianamente la idea estoica de la
imperturbabilidad del ánimo (apatheia) y, con ello, compatibilizarla con las “auténticas” virtudes cristianas. Según la dogmática
calvinista, los nuevos estoicos se equivocaron al creer que Dios
envía exámenes a los seres humanos para poner a prueba la
intensidad y devoción de su fe: Dios no exige a los cristianos
que den muestras visibles de pruebas de fe o que emulen el
comportamiento de figuras bíblicas como Job o Abraham,
17. Walter Mignolo demostró que el proceso civilizatorio desarrollado por
el humanismo cívico florentino operó simultáneamente como un proceso de
configuración imperial moderna. En este sentido, el descubrimiento del Atlántico y el advenimiento de las ciudades partió de un supuesto colonizador
no problematizado ni teórica ni históricamente por los historiadores del Renacimiento cfr. Mignolo (1995). Para más detalles acerca de la hermenéutica
imperial de algunas regiones de la historiografía española, véase Villacañas
(2008).
247
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
puesto que Dios es el único que sabe quién está destinado a la
salvación.18
vínculo entre libertad y gobierno de sí, constituyó un antecedente de la teoría de la autonomía moral.
Con base en lo anterior, se puede apreciar que Calvino se
enfrentó a una serie de personajes que poco a poco van adquiriendo mayor popularidad, solidez teológica y aceptación
eclesiástica y que, por esta misma razón, los novi Stoici son un
peligro para el núcleo argumental del cristianismo primitivo.
Sus defensores argumentaron que si en la Antigüedad este
tipo de filosofía moral gozó de gran popularidad y durante la
Edad Media no se prohibieron radicalmente sus escritos, esto
se debió a que, en el fondo, esta filosofía moral posee verdades
cristianas y, por consiguiente, elementos morales que puede
asumirlos un auténtico cristiano. El estoicismo figuró como
antecedente de la moral del cristianismo primitivo. No obstante, el riesgo que advirtió Calvino no tiene que ver con la
popularidad o aceptación del estoicismo antiguo, sino con la
posible contradicción que, al pretender cristianizar el estoicismo, se produzca lo contrario: una paganización de la dogmática
cristiana.
Desde el punto de vista político, el neoestoicismo partió del
supuesto pagano que afirma la fortuna gobierna los asuntos
humanos. Esto último no implicó negar que las acciones del
gobernante y las acciones del súbdito estén sujetas a la necesidad de un supuesto orden natural. Si para el estoicismo clásico
existe un orden natural que administra y determina el lugar
y la función de cada individuo en la polis, se sigue que existe un determinismo político en el cual no hay posibilidad de
transformación social. Sin embargo, el neoestoicismo no es un
sistema doctrinal que promueve la resignación y el desencanto del espacio público como en el estoicismo antiguo. Por el
contrario, el neoestoicismo promovió un sistema de creencias
y actitudes contingentes basado en un modelo de racionalidad
que es capaz de anteponerse a la irracionalidad proveniente de
las pasiones humanas y el desorden del mundo civil. El neoestoicismo se entendió como una ética de combate y una política
del conflicto que exige que el individuo sea capaz de controlar
sus pasiones, disciplinar el cuerpo y regular la conducta con
el propósito de conseguir el gobierno de sí y, por extensión, el
gobierno en su forma política: el gobierno de los otros. Por lo tanto, el gobierno de sí (la moral estoica) es condición necesaria
mas no suficiente para el gobierno de los otros (la política del
barroco), lo cual sugiere que el ser gobernarte es un atributo del
sujeto político por partida doble: se gobierna a los otros tanto
como se gobierna uno mismo.
Más allá de la interpretación negativa de Calvino, las características morales del neoestoicismo permitieron configurar
una parte importante de las formas políticas de la modernidad.
Desde un punto de vista moral, el neoestoicismo se constituyó como una técnica moral para disciplinar la conducta del
individuo y, por consiguiente, como uno de los principales
antecedentes de la teoría de la autonomía moral. La teoría de
la autonomía moral supone un sujeto entendido como agencia
y libertad en un marco de elección individual que requiere el
autocontrol de las pasiones.19 El neoestoicismo, al enfatizar el
18. J. Calvino, Institutio Christianae Religionis, 3.8.9. Existen varias traducciones recientes de la obra fundamental de Calvino: Jean, CALVINE, Institutio
Christianae Religionis (Latin edition), South Caroline. Nabu Press. 2010; Juan,
CALVINO, Institución de la religión cristiana (Obra completa), Madrid. Libros
Visor, 2003.
19. Según la ética estoica, el disciplinamiento de la conducta únicamente es
posible mediante la aplicación de ejercicios espirituales que buscan conciliar
los deseos y las creencias del agente con el plano adverso y contradictorio
del mundo. Para los estoicos antiguos, el mundo es el principal referente
248
Por un lado, en el caso de la política barroca se asumió el
supuesto de que si el príncipe no puede gobernarse a sí mismo
difícilmente puede gobernar a los súbditos, por consiguiente,
el neoestoicismo constituyó uno de los fundamentos morales
negativo que se antepone al libre curso del individuo. La disciplina de los
deseos es así un intento por adecuar los deseos del agente con las resistencias
que ofrece el mundo. Michel Foucault, en un registro totalmente moderno,
advirtió la pervivencia de formas estoicas de disciplinamiento y demostró
cómo estos procesos son simultáneamente procesos de subjetivación que
permitieron la construcción de la subjetividad y del cuidado de sí en la modernidad temprana. Cfr. Foucault (2006).
249
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
de los estados absolutistas.20 Por otro lado, los nuevos estoicos
no solo son los primeros en adaptar la antigua filosofía estoica
de manera que sea compatible teológica y políticamente con la
normatividad cristiana sino que, además, son los primeros en
asumir la herencia romana del catolicismo. La romanización del
cristianismo implicó la modificación del estoicismo antiguo a
modo de mostrar una continuidad entre la ética estoica y los
principios básicos del cristianismo primitivo. En consecuencia,
lo que se modificó del núcleo originario del sistema estoico son
las concepciones físicas y cosmológicas; lo que se recuperó son
algunos de sus presupuestos éticos y políticos.
toicismo fue el humanista flamenco Justo Lipsio. En efecto, el
impacto e influjo intelectual de Lipsio se debió a su actividad
filológica, particularmente por sus ediciones críticas de la obra
de Séneca y Tácito y su redescubrimiento del estoicismo romano. Incluso, podría afirmarse que así como Maquiavelo fue
más conocido por los escritos de sus detractores, la mayoría
de los escritores españoles conocieron la obra de algunos estoicos por los comentarios filológicos y la obra filosófico moral
de Lipsio. Es por esta razón que los especialistas en su obra
suelen dividirla en dos: (a) las obras de carácter filológico y
(b) las obras de contenido doctrinario. Las obras doctrinarias
como Manuductio ad Stoicam philosophiam (1604), Physiologia
stoicorum, Ethica y su celebrada De Constantia (1584), intentan
mostrar por qué la moral y la política cristiana deben tener
un fundamento de base estoica. Las premisas que soportan
su argumentación señalan que el estoicismo es una ética de la
resistencia y una filosofía política que asume al conflicto como
parte constitutiva de un orden natural. Si la época en la que
se vive es de crisis social y de fuerte intensidad del conflicto
político, y además se intuye que la realización política de la comunidad no es del todo posible, entonces el estoicismo opera
como una ética de la sobrevivencia y una técnica política que
permite regular la intensidad de los conflictos políticos. Así,
frente a la crisis y desorden de la sociedad barroca, la paz y
tranquilidad del ánimo que propone la ética estoica constituyó
el único recurso disponible para la desorientación individual.
Por ejemplo, en Manuductio ad Stoicoam philosophiam, Lipsio
argumentó en favor del estoicismo imperial como una filosofía mundana capaz de orientar la conducta humana de manera
razonable en tiempos de crisis social y política. Por ello no resulta difícil comprender por qué la reactivación del estoicismo
pudo darse en una época de escepticismo y desencanto como
el periodo Barroco. A la confianza antropológica del primer
humanismo —el de Erasmo o el de Pico della Mirandolla— en
el cual el ser humano es un efecto positivo de la conjunción
entre el microcosmos y el macrocosmos, Lipsio antepuso un
humanismo desencantado que tiene como fundamento la teoría
de la acción estoica y la visión del mundo que deriva de ella;
Durante el siglo XVI, los escritos estoicos circularon sin
grandes complicaciones en la península e incluso tuvo traductores y comentaristas insignes.21 Uno de los principales comentaristas que modificó las enseñanzas estoicas de la antigüedad
y, al mismo tiempo, reactivó el impulso ético-político del es20. Gerhard Oestreich argumentó sólidamente que el neo-estoicismo moderno fue capaz de otorgar la “base moral” a los Estados absolutistas. Esto
se debió a que la configuración política del Estado en el siglo XVII tuvo
como horizonte discursivo la relación entre el gobierno de sí y el gobierno
de los otros o, mejor aún, la continuidad argumental entre las virtudes y
legitimidad del príncipe con la disciplina y obediencia de los súbditos. De
ahí que Lipsio, en el prólogo a su obra De constantia, señalara que el fin de
la moral consistía en conseguir la obediencia de los súbditos. Al respecto,
Oestreich afirmó: “el neoestoicismo fue un importante y constructivo elemento del pensamiento político que circunda el siglo XVI. Su aportación
fue incrementar el poder y la eficacia del Estado por una aceptación del rol
central de la fuerza y la milicia. Al mismo tiempo, el neoestoicismo además
demanda la autodisciplina y la extensión de los deberes o de las reglas de
la educación moral de la armada, los oficiales, y del total de la población,
para una vida de trabajo, frugalidad, deberes y obediencia. El resultado fue
una general proliferación de la disciplina social en todas las esferas de la vida, y
su proliferación produjo un cambio en el ethos del individuo y de su propia percepción de sí. Este cambio jugó un rol crucial en el posterior desarrollo del
moderno industrialismo y de la democracia, los cuales presuponen una ética
del trabajo y el voluntarismo del individuo para tomar responsabilidades”
(Oestreich 1982: 7).
21. J. Lagreé (1994). Juste Lipse et la restauration du stoicisme. Étude et traduction des trautés stoiciens De la Constance, Manuel de philosophie stoicienne,
Physique des stoiciens, Paris, J. Vrin.
250
251
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
esto es, la creencia en que el mundo es un lugar hostil para los
seres humanos y que, por esta misma razón, el motivo de la
acción moral no es la felicidad sino el de reducir la infelicidad
al mínimo. El Barroco es así la primera disolución del mundo
moderno, la primera crisis de los cimientos morales, políticos y
cosmológicos de la modernidad humanista.
cismo con la dogmática católica modificó partes sustanciales
del sistema doctrinario de la Stoa.
Cabe añadir que una ventaja de la ética neoestoica para la
primera modernidad es su carácter flexible y acomodaticio respecto de las demás éticas de confesión religiosa. Aunque esta
ética puede leerse de manera laica ya que no requiere de ningún compromiso trascendente, su énfasis en la virtud y la prudencia incitó a que los tratadistas católicos la adoptaran como
“espejo de virtud cristiana”: la ética de la constancia inspirada
por la Stoa y promovida por Lipsio ayudó al cristiano a comprender y resistir los males del mundo. En consecuencia, algunos teólogos de la Contrarreforma señalaron que la filosofía estoica puede conciliarse con el cristianismo si se combina con la
sabiduría de las Sagradas Escrituras y con algunas enseñanzas
de la antigüedad (cum divinis litteris conjucta), especialmente si
se utilizan los ejercicios estoicos para adquirir la tranquilidad del
ánimo (ad Tranquilliatem et Quietem) como elementos auxiliares
de la espiritualidad cristiana. Los ejercicios espirituales estoicos son análogos a los ejercicios espirituales del cristianismo
post-tridentino. Aun así, a pesar de las ventajas cristianas que
se pueden extraer del neoestoicismo, existen algunas ideas
estoicas que desde la óptica cristiana son abiertamente falsas
y heréticas: el determinismo, el fatalismo o el énfasis en la materialidad del ser humano. En este sentido, Lipsio fue cauteloso
y señaló que no toda la filosofía estoica debe adecuarse a la
dogmática cristiana, rechazó por anticristianas algunas ideas
estoicas como el materialismo y el determinismo causal. Por lo
tanto, el problema fundamental que encontró el cristianismo
post-tridentino con el estoicismo imperial fue el materialismo
determinista capaz de negar la providencia y disminuir la prioridad normativa del alma y, por ende, la recuperación positiva
del cuerpo y la carne. Negar el materialismo estoico implicó,
entonces, afirmar la espiritualidad cristiana; conciliar el estoi-
252
Sin embargo, independientemente de la hermenéutica filológica de Lipsio, la ortodoxia romana se interesó por que sus
ideas no fuesen entendidas fuera del canon clásico de interpretación bíblica. Si se aceptó que la ética católica opera ocasionalmente como una ética estoica, de ello no se sigue que no
exista diferencia alguna entre ambas formas de estoicismo: la
diferencia sustantiva entre el estoicismo antiguo y el estoicismo católico no radicó tanto en sus concepciones cosmológicas
como en la forma o método que se debe seguir para alcanzar
la apatheia. Es decir, que más por preocuparse si el universo
tiende a un proceso involutivo o un mecanismo fuera de los
alcances humanos, la ortodoxia católica se preocupó por el
aspecto moral de la doctrina estoica: el control de las pasiones
productoras de concupiscencia.
La primera diferencia radicó en que para los representantes de la Stoa, el sabio (sophos) puede controlar sus pasiones y
obtener la imperturbabilidad del ánimo debido a que realiza
un análisis racional de los juicios y los deseos, así como de las
representaciones que hace de ellos. En contraste, los estoicos
cercanos al iusnaturalismo católico consideran que se puede
conseguir la imperturbabilidad única y exclusivamente si Dios
interviene mediante su gracia; por consiguiente, se debe ejercitar el entendimiento y aplicar técnicas de oración-meditación
para así buscar un contacto “directo” con Dios. Análogamente,
en lo que quiero insistir es que los ejercicios espirituales del
estoicismo antiguo son exclusivamente ejercicios de la razón,
mientras que los ejercicios espirituales del cristianismo post-tridentino —sobre todo a partir de los escritos de Loyola, la Guía
espiritual de Miguel de Molinos, los Exercitorum Spirituale del
Cardenal Cisneros y la Devotio moderna de Gerardo Groote—
son una complementación entre ejercicios de la razón y técnicas
de meditación católica. Esto último estuvo motivado por que el
estoicismo católico consideró que, para adquirir la salvación,
no basta con la liberación de las perturbaciones mentales ni
con la obtención de la tranquilidad del ánimo mediante una
suspensión del juicio y la representación mental; se requiere,
253
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
además, de una completa y transparente expiación del pecado
por medio de una purificación integral del alma.22 En este sentido, Lipsio aceptó la distinción de estoicismos y los combina:
por un lado, enfatizó la idea estoica imperial sobre la capacidad curativa del análisis filosófico; por el otro, asumió que el
análisis filosófico puede conducir a la virtud, la apatheia y la
ataraxia siempre y cuando sus ejercicios de la razón se complementen con meditaciones y técnicas de oración provenientes
de la espiritualidad cristiana.
señalar la cercanía del propio Lipsio con algunos cortesanos,
escritores y el monarca Felipe II (iii). No obstante, la recepción
española de Lipsio se comprende mejor a la luz de su influencia por el resto de Europa.24
La conjetura que me interesa sugerir es que difícilmente se
puede comprender la rehabilitación moderna del estoicismo si
previamente no se elucida el proceso de receptio de la obra de
Lipsio en España. Algunos especialistas como T. G. Corbett y
G. A. Davis afirmaron —no sin cierto sesgo de exageración—
que gracias a la obra de Lipsio, España se sumó a la vanguardia del pensamiento político y moral moderno.23 Esta última
afirmación es parcialmente verdadera, pero no está exenta de
algunas imprecisiones. Para matizar tal juicio, establezco las
siguientes precisiones. En primer lugar, se debe destacar cómo
fue la transmisión material de las ideas de Lipsio en España (i).
En segundo lugar, se requiere contrastar el contenido de estas
ideas con la de otros autores cercanos al criptomaquiavelismo
como el tacitismo o el maquiavelismo cristiano (ii). Por último,
Respecto de la recepción material (i), lo relevante es que
en 1604, Benardino de Mendoza, notable cortesano y descendiente directo del Marqués de Santillana, tradujo del latín el
Politicorum sive civiles doctrina libri sex. Posteriormente, en 1616,
Juan Bautista Mesa realizó la versión al castellano del libro De
Constantia. Estos dos sucesos editoriales no son un accidente
en la historia de la recepción del pensamiento flamenco; por
el contrario, con tales traducciones la obra lipsiana comenzó
a circular en los medios intelectuales hispanos determinando
la agenda de discusión y, por consiguiente, introdujo temas
y problemas que los intelectuales españoles asumirán como
propias.
22. Según algunos neoestoicos como Lipsio o Charron, los antiguos no distinguieron entre alma y ánimo, sino que fundamentaron sus premisas en la
distinción entre anima y animus con un sentido totalmente distinto al cristiano. Siguiendo a Epicteto, Lipsio en algunos pasajes de su obra afirmó que
una escuela filosófica debe concebirse como una “cirugía de médico”, como
una “medicina del alma” (Justus Lipsio, De Constantia, 1.10). Por otra parte,
esta distinción poco problematizada entre alma y animo le permitió a Blaise
Pascal criticar no solo a los casuistas de corte jesuita, sino a considerar como
enemigos de doctrina a todos estos nuevos estoicos que no son capaces de
advertir que la fe religiosa obedece más a la voluntad que a la razón. Así,
una primera crítica a los neoestoicos como una derivación de la casuística
jesuita está en las Cartas Provinciales de Pascal.
En cuanto a la evaluación de las ideas flamencas (ii), el camino para que la obra de Lipsio fuese aceptada sin dificultades
en la España censora del XVII no fue sencillo. En un primer
momento, Lipsio se asoció con el criptomaquiavelismo defendido por varios escritores y consejeros reales como Álamos de
Barrientos o Antonio Pérez, el cual destacaba la autonomía de
la política respecto de la religión utilizando a Tácito como recurso de legitimación. El tacitismo fue así un discurso político
por el cual se filtraron las ideas maquiavelianas con la finalidad
de encontrar un nicho de autonomía para la política real y que
las ideas del florentino fuesen divulgadas esotéricamente. Por
lo tanto, debido a la supuesta instrumentalización de la religión cristiana y su abierta preferencia por Tácito, Lipsio fue
visto con recelo por los intelectuales cercanos a la Corte. Pero
en 1591, ocurrió un acontecimiento que marcó la recepción de
Lipsio en tierras ibéricas: Lipsio hizo públicamente profesión
de fe católica y, por esto mismo, recibió el perdón político
de Felipe II, inició con ello el apoyo irrestricto por parte del
23. Corbett afirmó: “conviene leer las Políticas para comprender el pensamiento político español del siglo XVII, ya que Lipsio fue el más popular y
leído de los escritores políticos de la época entre los españoles” (Corbett,
1975: 139).
24. G.Tournoy & J. De Landtsheer, ed. (1999). Iustus Lipsius. Europae Lumen
et Columen, Proceedings of International Colloquium Leuven 17-19 September
1997, Leuven, Leuven University Press.
254
255
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
monarca. Así, con el apoyo y la aprobación por parte del rey
prudente, su obra comenzó a divulgarse y propagarse por los
diversos círculos de discusión llegando a una recepción insospechada. Incluso, no solo sus escritos políticos tuvieron gran
difusión como advierten algunos de sus estudiosos,25 sino que
serán los escritos neoestoicos los que serán mayormente apropiados por escritores españoles como Francisco de Quevedo y
Baltasar Gracián.26
la que tuvo, aunque sea de manera oculta, Nicolás Maquiavelo.
Sin embargo, esto no implica que la obra lipsiana dejase de ser
parte de una estrategia de divulgación del maquiavelismo, o
que sus escritos formen parte de una instrumentalización religiosa por parte de la retórica post-tridentina. Por lo tanto, la
recepción de Lipsio en España puede apreciarse por su demandada correspondencia, su recuperación del senequismo como
filosofía moral —que para la tradición hispánica se convertirá
posteriormente en la filosofía nacional—, la discusión de sus ideas
políticas por parte de los consejeros e intelectuales de la Corte
y, sobre todo, por su gran influjo en asuntos internacionales
tal y como lo atestiguan algunos diplomáticos de la época. Así,
más que Giovanni Botero o Hugo Grocio, Lipsio fue el intelectual de corte cosmopolita que mejor brindó consejo político a
los cortesanos y consejeros reales del Imperio. Conceptos políticos como prudencia civil, razón de Estado, estoicismo cristiano,
etc., son la muestra de su repercusión teórica y de la influencia
que tuvieron sus ideas en varios de los tratadistas del Barroco.
No obstante, una de las vías de acceso a Lipsio más interesante
y estimulante para la historia intelectual española radicó en la
lectura y apropiación de Francisco de Quevedo, con mucho el
neoestoico más importante del Barroco español.
Por consiguiente, la aceptación de Lipsio estuvo mediada
por su impronta diplomática y las traducciones tempranas
(iii). La profundidad de las ideas estoicas, su preferencia por
Séneca y la lectura cristiana de Epicteto, permiten que Lipsio
sea entendido como el pensador neoestoico más importante
para la España imperial. Lo interesante es que sus ideas no
solo penetraron en la península mediante la lectura directa de
sus obras, sino por la asidua y abundante correspondencia que
mantuvo con políticos, intelectuales y diplomáticos de la época.27 Además, en sus ideas existe una armonía discursiva entre
Tácito y Séneca, entre lo político y lo moral, entre lo legítimo y
lo legal. Para la España de la época, el único modo de que fuese
aceptado el tacitismo político y que el pensamiento de Séneca
se asumiera como parte del “espíritu nacional” fue a través de
una conjugación de citas de escritores latinos con referentes
bíblicos provenientes principalmente del Antiguo Testamento.
Lipsio realizó esta síntesis histórica.
La recepción del estoicismo en España provocó, en consecuencia, que el erasmismo moral que se defendía apasionadamente en las Cortes de Madrid o las Cortes de Sevilla se viera
soterrado por la concepción política y moral de Lipsio. La popularidad que alcanzaron sus ideas solo puede compararse con
25. Ettinghausen (1972), Otaola González (2004).
26. Joaquín Abellán afirmó: “El neoestoicismo vino como anillo al dedo
a unos españoles angustiados y deprimidos por la situación llevándoles a
refugiarse en la doctrina de la imperturbabilidad de ánimo. Así se explica
que el estoicismo se convirtiera en la filosofía por excelencia del Barroco y
no en una simple manifestación” (Abellán, 1979: 213).
27. Ramírez (1966).
256
El neoestoicismo como moral imperial
En la dedicatoria a La Doctrina Estoica (1699), Francisco de
Quevedo Villegas indicó a su receptor inmediato, Juan de
Herrera, que su discurso más que aprobación, requiere tolerancia. Dada esta afirmación inmediatamente se puede pensar
que se trata de una estrategia retórica por parte de Quevedo,
pero es mucho más que eso: se trata de la actitud que guardan
algunos escritores españoles al referirse al estoicismo antiguo.
Para estos últimos, los nombres de Marco Aurelio, Epicteto o
Séneca les servirán como motivo, pretexto y justificación para
fundamentar sus propias ideas neoestoicas. La recepción española del estoicismo incrementó la discusión sobre el problema
político y moral de las pasiones y, al mismo tiempo, las vistió
de ropaje cristiano. Quevedo, en un registro esotérico, afirmó:
257
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
Yo no me atrevo a referir sus palabras; yo no tengo
suficiencia de Estoico, mas tengo afición a los Estoicos:
hame asistido su doctrina por guía en las dudas, por
consuelo en los trabajos, por defensa en las persecuciones, que tanta parte han poseído de mi vida. Yo he tenido su doctrina por estudio continuo; no sé si ella ha
tenido en mí buen estudiante (Francisco de Quevedo,
Doctrina estoica, 1699, 447).
En primera instancia, le interesó recuperar algunas ideas estoicas e interpretarlas cristianamente, especialmente la concepción de virtud estoica que, según él, es compatible con la ética
católica, la cual retoma de la lectura de Lipsio. En segunda instancia, advirtió que otras ideas estoicas romanas como la ataraxia o el fatum provocan una nulificación de la fe cristiana por
lo que deben descartarse. Por último, señaló que el estoicismo
por sí posee diversas implicaciones cristianas pero, al mismo
tiempo, parte de un fundamento equivocado ¿cómo es posible
esta tensión de fundamento y cómo lo resuelve Quevedo?
Francisco de Quevedo escribió varias obras en prosa que podemos catalogar de neoestoicas.28 En general, con sus escritos
neoestoicos, Quevedo trató de conciliar el estoicismo romano
con la dogmática cristiana. Cada una de sus obras cumplió,
por consiguiente, una función específica que le sirve para tomar diferentes frentes. En la obra más general sobre el tema,
Doctrina Estoica, Quevedo demostró el origen y la descendencia cristiana del estoicismo. Para ello señaló que el estoicismo
como doctrina moral es más antiguo que el desarrollado por
la Stoa. Tanto su origen como el nombre preceden a la filosofía helénica y, por esto, el auténtico origen de la secta estoica
se localizó en el pensamiento semita, particularmente en el
Libro de Job. Así, a través de una justificación genética y de
una recopilación doxográfica de las opiniones que han tenido
los Padres de la Iglesia sobre el estoicismo, Quevedo trató de
conciliar el estoicismo romano con algunas prácticas cristianas.
Por lo tanto, si se acepta la argumentación de Quevedo —el
más sólido intento por articular cristianismo y estoicismo en
la península ibérica—, se comprende cómo se difunde y se
acepta en España el estoicismo como doctrina oficial. Si bien
Lipsio reintrodujo el estoicismo en Europa, en Quevedo está
la primera apropiación “nacional” y “enteramente católica” de
las ideas estoicas. Lo relevante en este caso es que Quevedo
concluyó lo que Lipsio inició tempranamente. Sin embargo, la
aproximación argumental de Quevedo no es sencilla.
28. Algunas obras quevedianas de corte estoico: Doctrina Estoica, Doctrina
moral, La cuna y la sepultura, Doctrina para morir, Defensa de Epicuro contra la
común opinión, Epicteto y Phocílides en español con consonantes, Política de Dios y
Govierno de Christo, entre otras. Para más detalles sobre la composición, estilo
y fecha de redacción de estas obras, véase Ettinghausen (1977).
258
La estrategia retórica de Quevedo consistió en exponer las
ideas más generales del estoicismo romano y las comparó con
algunos fragmentos del Libro de Job. En ambos casos utilizó
citas bíblicas y referencias directas de los autores estoicos para
lograr confundirlas con el empleo libre de la traducción.29
Por lo mismo, Quevedo buscó que el lenguaje del estoicismo
antiguo y el del cristianismo adquieran unidad semántica con
el propósito de demostrar que, en cuestión de contenido, no
existe diferencia entre los escritos de Epicteto y el Libro de Job.
Posteriormente, una vez establecido el supuesto origen semita
de la doctrina estoica y probada con ella su “nobleza cristiana”,
Quevedo argumentó este origen de manera cronológica.30 No
29. Por ejemplo, Quevedo traduce dioses por Dios o Fortuna por providencia.
En La cuna y la sepultura, Quevedo extrae citas del Enquiridión de Epicteto y
las compara con citas del libro de Job aplicando la estrategia de traducción
sincrónica. Al respecto de la libre traducción de Quevedo, Modesto Santos
y Andrea Herrán comentaron: “para Lipsio el Fatum estoico tiene perfecto
sentido dentro de la concepción cristiana al equipararlo a la Providencia divina, si bien matiza que la Providencia está en Dios y el Fatum en cambio en las
cosas” (Santos & Herrán, 1992: 27).
30. En un breve pero preciso análisis histórico, Quevedo señaló que si bien
Zenón de Elea no fue el inventor de la doctrina estoica, por lo menos si es
quien “vistió con gran ropaje” tales enseñanzas. Zenón logró articular filosóficamente la doctrina estoica al ser alumno de la Escuela Cínica y esta, a su
vez, obtuvo sus ideas en tierras cristianas: “Los cínicos […] que se llamaron
Estoicos, se precian de ser naturales de las tierras confines con Judea, de
donde se derivó la sabiduría a todas las naciones, por lo que no solo es posible, sino fácil, antes forzoso, el haber los cínicos y los estoicos visto los libros
sagrados, siendo mezclados por la habitación con los Hebreos” (Francisco
de Quevedo, Doctrina Estoica, 1699, Amberes, 1699, 23).
259
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
obstante, las ideas estoicas que no aprueben el baremo bíblico,
son modificadas o rechazadas por el autor: la modificación de
las ideas por medio de la escritura esotérica favoreció este vínculo entre ideas cristianas y su supuesta continuidad estoica.
Quevedo darán respuesta oportuna, ya que la idea senequista
del suicidio resulta inaceptable para la moral cristiana. Por una
parte, Lipsio defiende que el suicidio estoico es un falso problema ya que la auténtica actitud estoica es la resistencia vital;
por la otra, Quevedo señaló que tanto Séneca como Epicteto
valoran positivamente el suicidio debido a que parten de una
falsa concepción de alma. Quevedo afirmó:
La primera modificación que Quevedo realizó fue a la idea
estoica de no temor a la muerte. Quevedo está de acuerdo con el
estoicismo antiguo en que no se debe temer a la muerte, pero
lo que es indudable es que el temor a Dios es necesario para el
cristiano. He aquí la diferencia sustantiva entre ambos tipos
de estoicismo: mientras el estoicismo antiguo sostiene soporta
y renuncia —Epicteto dixit—, el estoicismo cristiano se basó en
un soporta y espera. El gran problema al que tiene que dar respuesta el estoicismo cristiano es al problema de la legitimidad
teológica del suicidio. Si en la Antigüedad el suicidio no es condenado como en el cristianismo, este último se entendió como
la culminación del ideal estoico de vida. Séneca, por ejemplo,
consideró que el suicidio es válido no solo como parte de la decisión que tiene cada individuo sobre su propia vida, sino que
es además obligatorio cuando la vida se torna en un obstáculo
para desarrollar la virtud.31 Frente a este problema, Lipsio y
31. Sobre el temor a la muerte comentó Séneca: “Dentro de vosotros he
colocado todo vuestro bien; vuestra felicidad consiste en no necesitar la felicidad. Pero sobrevienen muchas cosas tristes, horribles, duras de tolerar.
Como no podía sustraeros a ellas, he armado contra todas ellas vuestros
espíritus. Soportadlas con valentía. En esto podéis superar a Dios: Él está
más allá de los males, vosotros estáis por encima de ellos. Despreciad la
pobreza: nadie vive tan pobre como ha nacido. Despreciad el dolor: o él será
destruido o lo seréis vosotros. Despreciad la muerte: ella señala vuestro fin u
os transfiere a otra vida. Despreciad la fortuna: no le he dado ningún dardo
capaz de herir el alma. Ante todo he procurado que nadie os retenga contra vuestra voluntad: abierta está la salida. Si no queréis pelear, os es lícito
huir. Por eso, de todas las cosas que he querido que os sean necesarias no
hice ninguna más fácil que el morir. He colocado la vida en una pendiente:
es arrastrada. Prestad un poco de atención y veréis cuán corto y expedito
es el camino que conduce a la libertad” (Séneca Sobre la providencia, XI-6).
Respecto a las alusiones del suicidio como culminación de la virtud, véase
(Cartas a Lucilio, 12,70), (Sobre la ira, III-15). Para mayor información acerca
de la recepción de Séneca en la España Áurea, véase el estudio clásico de K.
A. Bluher (1983). Séneca en España. Investigaciones sobre la recepción de Séneca
en España desde el siglo XIII hasta el XVII, Madrid, Gredos.
260
No despreciaban la muerte (los estoicos), porque la
temen por último bien de la naturaleza; no la temían,
porque la juzgaban descanso y forzosa. He llegado
al escándalo de esta secta […] empero ni Sócrates, ni
Séneca, el uno bebiendo el veneno y el otro desangrándose en el baño, acreditaron la paradoja de poder el
sabio y deber darse la muerte […] ¿Cómo, ¡oh grande
Séneca! no conociste que es cobardía necia dejarse vencer del miedo de los trabajos; que es locura matarse
por no morir? (Francisco de Quevedo, Doctrina Estoica,
1699, Amberes, 1699, 23)
La explicación que dio cuenta del asombro de Quevedo radicó en lo siguiente: el suicidio para el estoicismo antiguo es un
efecto del fatalismo al que conducen sus ideas cosmológicas
y parte de su teoría de la acción. Si todo lo que acontece en el
mundo obedece a un orden natural, la provocación de la propia
muerte implica permitir el desenvolvimiento del orden natural
sin interrumpir su curso. Por el contrario, para el cristianismo
el suicidio es la mayor falta a Dios. El suicidio estoico es considerado un pecado “mortal” del cual no hay expiación o total
absolución. Por lo tanto, que Séneca considere lícito el suicidio
no es opinión estoica sino opinión de un Estoico acusó Quevedo.
La segunda modificación sustantiva de las ideas estoicas radicó en una re-interpretación de los términos ataraxia y apathia.
Según el autor de El Buscón, existe un error procedimental de
la antigua doctrina estoica en su paso injustificado que recorre
de la tranquilidad del ánimo (ataraxia) a la supresión de los
deseos (apathia). Si bien los antiguos estoicos obtienen la tranquilidad del ánimo mediante la supresión de la mayoría de las
pasiones y los deseos, ello no les asegura que tal control sea
261
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
contraproducente. Quevedo advierte constantemente que las
críticas hechas al estoicismo por parte de “los Peripatéticos” y
los “Santos Padres de la Iglesia” no son erróneas, ya que al tratar de suprimir los afectos, los estoicos proceden en contra de
su misma naturaleza. En este sentido, Quevedo explicó cómo
se produce el error estoico no sin antes señalar algunas consideraciones que deben ser tomadas en cuenta. Por una parte,
Quevedo indicó que los estoicos en tanto paganos viven en el
“error” involuntariamente. Por la otra, afirmó que después de
la lectura de Tomás de Aquino, la ataraxia estoica es condenada
por la Iglesia católica y que, por extensión, el aquel que la defienda merece ser acusado de herejía. Es por ello que Quevedo
es cauteloso a la hora de re-interpretar la doctrina estoica, lo
matiza con argumentaciones cristianas y lo deconstruye con
algunas afirmaciones estoicas. Por ejemplo, la frase “no sentir algunos afectos”, Quevedo la interpreta de manera que no
violente los principios de la dogmática católica, descompone
la frase y analiza cada uno de sus componentes. En su análisis
argumenta que por “sentir” los estoicos entienden el “dejarse
vencer por los afectos” y por “afectos” toda aquella “sensación
que perturba el alma”, de modo que los estoicos se equivocan
porque de la sensación de algunos afectos no solo proceden
los vicios sino, también algunas virtudes como la “clemencia,
piedad y conmiseración”. Por lo tanto, las afecciones del alma
no son buenas o malas por sí mismas, por el contrario, lo que
los seres humanos hacen con las afecciones es lo que provoca el vicio o la virtud: dejarse vencer por los afectos implica
producir vicios, en cambio, la virtud surge de potencializar los
afectos de manera católica.
seguir la tranquilidad del ánimo, el estoicismo cristiano no es más
que la aplicación de tales ejercicios espirituales, aunados a las
técnicas de oración cristiana más depuradas, con el propósito
de obtener la tranquilidad del alma. En consecuencia, la finalidad
de los ejercicios espirituales es la sujeción y el disciplinamiento
de la conducta del sujeto a modo de que obtenga el control
de sus pasiones, la regulación de las afecciones, el gobierno de
sí. Para obtener el gobierno de sí es menester perfeccionar los
ejercicios propuestos por la doctrina estoica junto con la verdad
que proporciona la espiritualidad cristiana.
No obstante, el problema de la aproximación estoica de
Quevedo consistió en que no se dispone de un criterio hermenéutico para reconocer si se trata de una simple re-interpretación en clave cristiana o se trata de una apropiación literal de
algunos de sus contenidos. En mi opinión, el estoicismo quevediano se entiende como la re-interpretación de los ejercicios
espirituales de origen estoico vistos a la luz de la espiritualidad
cristiana post-tridentina. Si la doctrina estoica consistió básicamente en la aplicación de ejercicios mentales que buscan con262
Uno de los textos quevedianos que mejor demuestra la
complementación entre estoicismo antiguo y espiritualidad
cristiana lo constituye La Cuna y la Sepultura de 1634. En este
texto, Quevedo expuso los fundamentos de la doctrina neoestoica, la aplicación de los ejercicios estoicos al caso cristiano
y, sobre todo, muestra la efectividad y necesidad de la espiritualidad cristiana para una completa transformación de sí.
Para fundamentar cristianamente el estoicismo, Quevedo se
sirvió de diversos temas de la tradición latina. Los temas de la
tradición estoica que son vinculados con el imaginario católico
son el tema de la brevedad de la vida, la idea del cuerpo como
cárcel del alma, los deseos como el origen de la perversión,
entre otros. El caso del tema de la brevedad de la vida es para
Quevedo y demás escritores estoicos del Barroco uno de los
principales recursos poéticos y morales con los cuales estructuran sus obras. Con esta idea, de clara resonancia senequista,
se pretendió mostrar que la principal función de la enseñanza
filosófica es aprender a morir, que la auténtica sabiduría humana consiste en una meditatio mortis. Así, la reflexión sobre
la fugacidad de la vida no tiene el propósito de atormentar el
alma humana, antes bien busca que se acepte la finitud y la
contingencia humana como datos irrenunciables de la condición humana, la convicción de que el miedo a la muerte no posee sentido alguno para el cristiano. Reformulando a Séneca,32
32. En su De brevitate vitae, Séneca conminó a tener conciencia de la finitud
y, por esto mismo, en un claro arrebato de reflexión estoica, exhortó a disfrutar de la fugacidad de la vida: “No tenemos poco tiempo –nos dice Séneca–,
sino que perdemos mucho. Bastante larga es la vida que se nos da y en ella
263
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
Quevedo interpretó en clave cristiana la brevitate vitae e infirió,
en un tono acorde con el pesimismo paulino, que el nacimiento
de cada ser humano está acompañado por la propia muerte:
en el paulino hombre nuevo.33 Por lo anterior, antes de que
el cristiano asuma la misión de transformarse a sí mismo, de
regular su cuerpo, vigilar sus afectos y modificar su conducta, debe interiorizar dos de los dogmas más importantes de
la moral cristiana. El primer dogma consiste en aceptar una
premisa antropológica: el ser humano es un ente esencialmente
perverso, pecador y malvado; pero por más pecador que este
sea, no debe dudar de la infinita misericordia de su creador. El
segundo dogma es una acción dirigida: abandonar el orgullo
y la presunción de sí asumiendo el hecho de que las buenas
obras no aseguran la salvación. Así, una vez asumidos estos
dos dogmas entendidos como restricciones teológicas, el sujeto
está capacitado “espiritualmente” para recibir la ayuda que
proporcionan los ejercicios estoicos de la Antigüedad, pero
¿cuál es la diferencia entre los ejercicios espirituales estoicos y
los ejercicios espirituales cristianos?
A la par empiezas a nacer y a morir, y no es en tu mano
detener las horas; y si fueras cuerdo, no lo habías de
desear; y si fueras bueno, no lo habías de temer. Antes
empiezas a morir que sepas qué cosa es la vida; y vives
sin gustar della, porque te anticipan las lágrimas a la
razón (Francisco de Quevedo y Villegas, La cuna y la
sepultura, Madrid, 1634, 76).
En consecuencia, si el fundamento de la espiritualidad cristiana recayó en la concepción neoestoica de la vida y la idea
cristiana del vivir para morir constituyó el principal motivo que
orienta las acciones de la subjetividad cristiana, entonces existe
un vínculo indisoluble entre cristianismo y estoicismo. De ahí
que Quevedo afirme que no tiene sentido lamentarse por la
muerte, ya que la conciencia de finitud y la tragedia que de ella
se deriva debe comprenderse bajo el contexto de la salvación
cristiana. El vivir para morir se comprende cristianamente si
se aprende a desprenderse de la vida, si la preparación para
la muerte se torna en una manera de vivir cristianamente en
el mundo. Desde la mirada cristiana, “la cuna empieza a ser
sepultura, y la sepultura, cuna a la postrera vida” (La cuna y la
sepultura, 66).
Respecto de la legitimidad de los ejercicios espirituales,
Quevedo estipuló que, al igual que los ejercicios propuestos
por Epicteto o Cicerón, los ejercicios cristianos poseen una
estructura, un método y una reglamentación que favorece el
cuidado del alma. Con el empleo de tales ejercicios se busca
que el cristiano obtenga el conocimiento de sí mismo y que,
por este medio, consiga la transformación de sí, convirtiéndose
se pueden llevar a cabo grandes cosas, si toda ella se empleara bien; pero si
se disipa en el lujo y en la negligencia, si no se gasta en nada bueno, cuando
por fin nos aprieta la última necesidad, nos damos cuenta de que se ha ido
una vida que ni siquiera habíamos entendido que estaba pasando. Así es:
no recibimos una vida corta, sino que somos nosotros los que la hacemos
breve” (Séneca, De brevitate vitae, I. 3).
264
En el intento de cristianización de los ejercicios estoicos,
Quevedo consideró que lo primero que debe realizarse es un
acto cognitivo que permita conocer para qué fue otorgado el
cuerpo y el alma. Cristianizando a Séneca, Quevedo afirmó que
si se mira con atención las enseñanzas estoicas y las cristianas,
se puede observar que la parte principal del ser humano es el
alma. En contraste, si para la tradición estoica el cuerpo opera
como un navío, para la tradición cristiana el cuerpo se reduce a
ser exclusivamente un instrumento de las afecciones del alma,
un transporte que debe servir al alma que lo gobierna. “El
cuerpo se te dio para navío desta navegación en que vas sujeto
a que el viento dé con él en el bajío de la muerte” (La cuna y la
sepultura, 73). Como puede verse, en esta parte Quevedo pone
el acento en la primera parte de la doctrina estoica —la disciplina de los juicios—, por tal razón se trata de tener y justificar los
juicios correctos sobre nosotros mismos, sobre las cosas y sobre
todo lo que acontece.
33. La actitud paulina de Quevedo impuls que algunos especialistas inscriban su obra en la temática del socratismo cristiano tan recurrente en el periodo
Barroco. Sobre esta aproximación, cfr. REY, Quevedo y la poesía moral española,
Madrid, Castalia, 1996.
265
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
El segundo momento de los ejercicios consiste en una conducción cristiana de los deseos. Para poder conducir los deseos
cristianamente es menester disciplinar el cuerpo y vigilar sus
apetencias. Si el cuerpo es un receptáculo del alma, el cuerpo
es el testimonio de los deseos y pasiones que el alma inscribe
en él. En consecuencia, como lo atestigua la psicología estoica,
las apetencias corporales y el deseo de realizarlas por completo
no solo producen insatisfacción, sino que desordenan las facultades anímicas. Quevedo recuperó la concepción cristiana del
alma como señora y del cuerpo como esclavo —concepciones
claves en la literatura ascética del Siglo de Oro— y propuso la
vigilancia del cuerpo como la primera condición para obtener
el gobierno de sí.
lidad humana y la contingencia del mundo implica reconocer
que los deseos y las acciones no son siempre realizables y, por
lo tanto, que la voluntad es la que debe ajustarse al devenir
del mundo y no a la inversa. Si la voluntad se ajusta al orden
dispuesto por Dios, ningún supuesto mal puede perturbar el
alma del creyente. De modo que el cristiano debe considerar en
todo momento que cualquier cosa que le aqueje o cause dolor,
visto desde una mirada sub aespecie aeternitates, se torna en un
bien, en una necesidad.
Aunque no se trató de un rechazo radical de la corporalidad, al menos recurre a la exigencia subjetiva de regular las
apetencias corporales y someterlas a los designios de la razón.
Si las apetencias del cuerpo deben controlarse con la dirección de la razón, entonces no solo el cuerpo sino el alma debe
ser vigilada y sometida para que se obtenga el gobierno de las
pasiones. Quevedo comentó respecto del uso del cuerpo: “trátale como al criado: susténtale y vístele y mándale, que sería
cosa fea que te mandase quien nació para servirte y que nació
confesando con lágrimas su servidumbre y, muerto, dirá en la
sepultura que por sí aun eso no merecía” (La cuna y la sepultura,
74). Quevedo aplicó la segunda regla de la ascesis estoica —la
disciplina de los deseos— y advirtió que si no se observa por
dónde se conducen los propios deseos, el cristiano corre el
riesgo de perderse a sí mismo. La vigilancia de las afecciones
del alma y la regulación de las apetencias del cuerpo permiten,
en consecuencia, sumarse como los dos pilares del autocontrol
estoico.
Por último, para concluir el ejercicio estoico es necesario
asumir directamente la idea estoica de la vida como préstamo,
de la vida como un constante peregrinar. El asumir esta idea implica aceptar que no todos los deseos, los juicios y las acciones
dependen de la razón humana; que no todo lo que acontece
o puede acontecer en el mundo se ajusta a la voluntad. Dios
interviene con la gracia. El asumir de manera estoica la fragi266
Si conocieres lo que es la vida y para qué te la prestan y
con qué condiciones, hallarás que no eres señor de un
momento y que todo te has de menester para dar buena cuenta de ti…Considera que, sin los venenos, las
mismas cosas saludables te traen muerte…En ninguna cosa tienes segura la salud, y es necedad buscarla,
pues no puede dejar de estar enfermo quien siempre
en su misma vida tiene mal de muerte (La cuna y la
sepultura, 77).
Bajo este contexto, Quevedo concluyó la reflexión estoica no
sin antes agregarle un matiz cristiano: “Estas cosas que no están en tu mano no las debías sentir y quejarte de ellas”. Esta
última afirmación significó, entre otras implicaciones, que la
disciplina estoica de las acciones vista a la luz del cristianismo
post-tridentino asumió la creencia de que el dolor proveniente
del mundo, el mal y la miseria no depende del ser humano.
El mal del mundo no es un atributo de los seres humanos o
una imposición de alguna deidad, por el contrario, el mal es
un efecto negativo de no seguir el curso natural de la razón;
motivo suficiente por el cual no habría porqué tener un ánimo
perturbado. Si se comprende que cada ser humano y cada acontecimiento posee un sentido y una continuidad natural como la
muerte o la tragedia, el ánimo no habría porque perturbarse ya
que la creencia en el orden natural de las cosas garantiza que
todo acontecimiento humano sea evaluado desde una perspectiva trascendente, racional y, por extensión, divina.
Finalmente, Quevedo logró cristianizar los ejercicios espirituales estoicos, ya que no solo revisó cristianamente la discipli267
La república de la melancolía
V. El gobierno de sí
na de los juicios, los deseos y la acción, sino que probó consistentemente que para obtener el conocimiento de sí, el sujeto debe
reconocer el mal que le provocan las pasiones desordenadas,
los juicios erróneos acerca de las cosas y, al mismo tiempo,
asumir para sí la conciencia de la propia finitud. El reconocer
que se nace para morir, y que la muerte terrenal es preparación
para la vida eterna, permite comprender porqué para el auténtico cristiano el cuerpo es el sepulcro del alma pues, así como el
amo gobierna el esclavo, el alma gobierna el alma. El auténtico
cristiano gobierna su cuerpo y gobierna su alma. Con esta interpretación contrareformista, Quevedo modificó los ejercicios
estoicos y los ajustó a las categorías de la espiritualidad cristiana. Si el cristianismo es compatible con el estoicismo, se debe
a que entre la askesis estoica y la ascesis cristiana no existe una
diferencia profunda o una aplicación distinta, sino una diferenciación en su fundamento. Por un lado, para la askesis estoica el
fundamento radica en la razón y en lo que sus representantes
entienden por ánima; por otro lado, la ascesis cristina adopta a
la razón y la oración como recursos de fundamentación, pero
rechaza el aspecto “subjetivista” del ánimo estoico por el sentido más “holista” del alma cristiana. Si el primero exige poner
atención a ti mismo, en promover el cuidado de sí (cura sui)34;
el segundo exhorta a cuidar del alma, a poner atención en tu
alma, puesto que, como afirmó Quevedo “en la vida tu negocio
es el logro de tu alma…tu cuidado es tu alma”.
cristiano de la voluntad de modo que las pasiones se ajusten a
un sistema de disciplinamiento externo. Mejor aún, si los exercitium helénicos buscaron la autonomía del sujeto, los ejercicios
barrocos ayudaron a restablecer un orden jerárquico donde se
legitime la obediencia absoluta, la heteronomía radical con
base en la creación de una identidad nacional. El estoicismo
católico será, por tanto, asumido como parte natural del talante
español al formar parte de la estrategia imperial que, además
de construir la base psicológica del reinado de los Habsburgo,
identificará al estoicismo con la moral de la hispanidad. El estoicismo será así el espectro de la hispanidad que recorre desde
la Córdoba de Séneca hasta el Madrid de Quevedo y, por consiguiente, uno de los antecedentes más sólidos de la mentalidad
hispánica. Esta identificación entre estoicismo e hispanidad se
naturalizará a tal grado de no concebir la una sin la otra o, en
tal caso, de considerar el estoicismo como un código moral de
origen español.
La recepción del estoicismo barroco se vio enriquecida
debido al diálogo, recepción y reinterpretación de los estoicos
latinos por parte de Lipsio y Quevedo. Esto último constituye un ejemplo de historia intelectual en donde la cristianización de las ideas permitió la construcción de nuevas formas
de discurso político y moral acorde con las exigencias de la
modernidad temprana. Si para el estoicismo antiguo los ejercicios espirituales tenían como finalidad la transformación del
sujeto mediante una askesis liberadora de las pasiones, para
el estoicismo barroco el propósito radicó en un sometimiento
34. Séneca interpeló a Lucilio diciéndole “dictamínate”… “pon atención de
sí”… “cuídate a ti mismo”. Cfr. Cartas a Lucilio, IX– 7.
268
269
VI. EL GOBIERNO DE LOS OTROS
El mérito de España ha consistido no solo en haber
cultivado lo excesivo y lo insensato, sino en haber
demostrado que el vértigo es el clima moral del
hombre.
E. Cioran
El último capítulo explora la siguiente hipótesis: el advenimiento de la razón gubernamental como la principal manifestación
de la racionalidad política barroca. La noción de razón gubernamental implica la comprensión del gobierno en una forma
exclusivamente política. Según esta interpretación, el gobierno
como forma política tiene una de sus máximas expresiones en
la literatura antimaquiavélica española, ya que este tipo de gubernamentalidad es distinta de las otras formas de gobierno
por el objeto, la estrategia y la finalidad política que persigue
en su instrumentación histórica. La finalidad de la razón gubernamental no consiste en la regulación de conductas ni en el
disciplinamiento de las almas ni en la dirección de la conciencia; por el contrario, la razón gubernamental tiene como objeto
de reflexión el dominio legítimo de la población. Asimismo, la
estrategia del gobierno como forma política radica en distanciarse de las demás prácticas de gubernamentalidad y posicionarse como la forma de gobierno suprema, como la forma que
contiene y unifica todas las formas posibles de gubernamentalidad. Por consiguiente, las prácticas de gubernamentalidad
(el gobierno de sí, el gobierno de los niños, el gobierno de la
familia, el gobierno de los pensamientos, el gobierno del cuerpo y el gobierno de las conductas) son reguladas y contenidas
271
La república de la melancolía
VI. El gobierno de los otros
por una forma primaria de gubernamentalidad: el gobierno en
su forma política.
ámbito artificial de la polis y demostró que el rey no gobierna
a los hombres y a las mujeres de la ciudad, sino que gobierna
a la ciudad entendida como un territorio limitado dispuesto
para su correcta dirección, como una extensión de dominio. Lo
importante, entonces, es que para un griego o un romano el
dominio del territorio es prioritario al uso de los elementos o
componentes que habitan tales territorios incluyendo la vida
de los habitantes.1
La génesis de la razón gubernamental
A partir del siglo XVI, la noción gobierno adquirió una dimensión política peculiar. El primer desarrollo conceptual de esta
noción está localizado en un campo semántico amplio: tiene la
función estructural de servir como concepto reflexivo que articula términos médicos, morales y pedagógicos como dirección,
régimen y disciplina. Sin importar si se utiliza en sentido moral
como “conducción de alguien” o en sentido médico como “imposición de régimen”, gobierno admite una dimensión política
debido a que concilia las estructuras internas y externas de la
subjetividad. El siglo XVI es, por extensión, el siglo de la intensificación de la razón gubernamental en tanto síntesis disyuntiva con la cual se constituyó la subjetividad política moderna.
Históricamente, para el pensamiento greco-romano, el
gobierno en su forma política procedió de manera indirecta.
Aunque se utilizó el significado de gobierno como pilotaje, para
el mundo griego afirmar que “el capitán gobierna la nave” no
implica que el capitán de la nave gobierne “soberanamente”
sobre los marineros. En tal caso, dado que los marineros no son
una extensión natural de la nave, el capitán gobierna únicamente la nave y no el contenido de la nave. Por esta razón, para
la semántica griega, el kubernetes —término traducido posteriormente al latín como gubernator— designa a la persona que
está encargada de la conducción de una nave, de un cuerpo
o de un vehículo capaz de componerse de varios elementos.
Hipócrates, por ejemplo, cuenta una anécdota y señala que “a
los médicos les sucede lo mismo que a los pilotos. Mientras estos timonean en tiempo calmo, si cometen un error, ese error no
es manifiesto” (Hipócrates, Tratados Médicos, 543b). Asimismo,
en el Gorgias, Platón compara la retórica con el arte de la navegación y señala que “la navegación es el arte que no solo salva
las vidas de los más grandes peligros, sino también los cuerpos
y los bienes, como la retórica” (Platón, Gorgias, 511d). Por consiguiente, Platón trasladó políticamente esta noción técnica al
272
Posteriormente, el gobierno en la Edad Media fue un poder
derivado. El gobierno de los hombres solo pudo concebirse
como una derivación del poder pastoral ejercido por las instituciones religiosas. El dominio político medieval adquirió legitimidad en la medida en que la pastoral de las almas admitió la
existencia de un órgano exterior que garantizó una economía
de la salvación. De tal suerte que algunas formas políticas de
la modernidad temprana incluye una secularización de las
prácticas medievales, ya que con estas prácticas comienza el
tránsito de la pastoral de las almas hacia el gobierno político
de los hombres. En general, el gobierno político de los hombres solo fue posible gracias a la concentración estatal ocurrida
durante el siglo XVI-XVII y la implosión de las conductas pastorales en el seno del cisma religioso producido por la reforma
católica y protestante. Por consiguiente, uno de los principales
problemas con el que se inauguró la modernidad hispánica
fue la determinación del gobierno en su forma política a partir
de la aparición del Estado como entidad política imperial. Sin
1. La excepción a la norma puede notarse en la esclavitud romana. En la
Roma Imperial, los dueños de los esclavos tienen poder de vida y poder de
muerte sobre el esclavo: “Apud omnes peraeque gentes animadverte possumus
dominis in servos vital necisque potestatem esse” (Gayo, I: § 52) , por lo cual ellos
tienen la potestad para castigarles, venderles o simplemente abandonarles;
no obstante, de aquí no se sigue que el dueño de algún esclavo tenga jurisdicción y control sobre la propiedades “mentales” de sus esclavos, sobre qué
deban pensar o cómo deban conducirse moralmente. A lo sumo, a lo que
puede acceder el pater familias es al tutelaje de sus miembros —esclavos,
hijos y esposa—, pero nunca un control absoluto. Como señaló el romanista
Eugéne Petit: “La potestad de dueño fue, en primer lugar, una especie de autoridad doméstica, que usaba con ciertos miramientos, y cuya moderación
tenía diferentes causas” (Petit, 2003: 79).
273
La república de la melancolía
VI. El gobierno de los otros
embargo, cabe preguntarse ¿cómo se determinó políticamente
el Estado y qué características debía tener esta peculiar forma
de gobierno?
gobierna al hijo, el varón a la mujer, el cuerpo al alma, el pastor
al rebaño, el maestro al alumno y, por el último, el rey gobierna
a los súbditos. La ruptura de la cadena de mando-obediencia
significa, prácticamente, una inversión del orden natural imposible de imaginar para el discurso barroco.2
Para responder a esta pregunta estipulo dos premisas básicas. En primer lugar, destaco que el gobierno en su forma política adquirió una de sus máximas expresiones en la literatura
antimaquiavélica del Barroco. En segundo lugar, señalo que
el gobierno de los otros se distingue de las otras formas de gobierno por su objeto, estrategia y finalidad. La conclusión de
este argumento es que el gobierno en su forma política implica
necesariamente el gobierno sobre los otros. Por un lado, respecto de la primera premisa considero que la literatura antimaquiavélica —más allá de las interpretaciones sesgadas que las
depositan fuera del canon de los textos políticos fundacionales
de la modernidad— no es una forma de literatura política panfletaria o un lugar común de la primera modernidad. Por el
contrario, mi tesis es que la literatura antimaquiavélica —particularmente la ibérica y lusitana— constituye un género político
de primer orden que debe ser analizado con base en su propia
lógica histórica y andamiaje conceptual. Es más, esta literatura
política, más que ser una serie de discursos marginales que
constituyen el otro lado de la racionalidad política oficial, representa la normalidad discursiva de la primera modernidad. La
novedad conceptual de la literatura antimaquiavélica radica en
la forma de comprender el vínculo entre subjetividad y política
que el humanismo cívico no logró consolidar. El fracaso del
humanismo cívico en el barroco logró una formación imperial
de la subjetividad estatal. Por otro lado, de la segunda premisa
insisto en que el gobierno de los otros no tiene como objeto
la regulación de las conductas (moral), la disciplinación de las
almas (teología) o la dirección de la conciencia (casuística); antes bien tiene como objeto el dominio legítimo de la población. Es
por ello que la finalidad del gobierno de los otros consiste en
legitimar los principios de la autoridad política con base en la
regulación de las otras formas de gobierno, así como de la aceptación simbólica y política de los súbditos. En una derivación
analógica, el gobierno de los otros incluye una dimensión política fuerte, ya que supone el dominio de un tercero: la madre
274
Asimismo, paralelamente al aceleramiento de las prácticas
de gubernamentalidad emergieron varios discursos teóricos
con la intención de precisar la correcta forma de gobierno de la
población: una ortopedia social. Los tratados sobre el gobierno
político responden a una serie de cuestiones fundacionales en
las que se precisó por qué es necesario el gobierno, cómo debe
gobernarse la población, porqué debe aceptar ser gobernada,
qué requiere el gobernante para gobernarse a sí mismo, cómo
hacer para ser el mejor gobernante posible, cómo debe ser la
relación entre gobernantes y gobernados y, sobre todo, cómo
gobernar a los otros. Sin embargo, para medir el impacto de tales
cuestiones es menester precisar adecuadamente el espacio de
experiencia y el horizonte de expectativa del gobierno en su
forma política.
Genealógicamente, si el gobierno en su forma política emergió con la implosión de conductas provocadas por el quiasmo
entre la reforma protestante y la contrarreforma católica, entonces lo que ocurrió con esta intersección es que se produjo
una intensificación del poder pastoral junto con el resurgimiento de formas de gubernamentalidad independientes del
discurso religioso. Es decir, con el advenimiento de la razón
gubernamental no solo surgieron dispositivos que incentivaron la autonomía del sujeto o discursos normativos con los
cuales prescribir la conducta cortesana; además aparecieron
disputas públicas en las que se establece quién detenta el poder
2. A partir del siglo XVII surgen algunos saberes (epistemes) que pretenden
articular teóricamente una determinada práctica de gubernamentalidad. A
cada forma de gobierno le pertenece una disciplina específica y un discurso:
al gobierno del maestro sobre el alumno corresponde el discurso pedagógico; al gobierno del varón sobre la familia, la economía; al gobierno de las
almas cristianas, la teología moral; al gobierno de los otros, la política, y así
sucesivamente con los demás campos de acción humana.
275
La república de la melancolía
VI. El gobierno de los otros
soberano en la tierra.3 Así, con la defensa jurídica de la autonomía de lo político y los discursos teológicos que muestran
su dependencia conceptual con la religión, el gobierno en su
forma política despertó uno de los debates sobre la querella
de la secularización. Este debate que se prolongó hasta finales
del XVIII, demuestra que con las formas políticas de la modernidad lo que ocurrió fue un desplazamiento de las funciones
administrativas del poder político. Entre el siglo XVI y XVII la
mayoría de los tratados políticos —por lo menos en el ámbito
hispánico— discutieron el problema de los límites, los alcances y las funciones de la soberanía política y de las técnicas de
buen gobierno. En los tratados, los autores se preguntan si es
lícito, legítimo o racional, el derecho que tiene el príncipe de
gobernar a la población; sin embargo, ¿qué tipo de discurso
justifica y enseña cómo debe gobernar el príncipe a sus súbditos bajo el marco jurídico de la soberanía política? ¿Qué tipo
de racionalidad es la que emplea el soberano en su función de
gobierno bajo las condiciones de la monarquía imperial?
de la razón gubernamental es la forma barroca de lo político en
tanto que conceptualiza el problema de la soberanía en términos de dominio de la población.4
Para responder a lo anterior debo precisar el tipo de racionalidad que ejerce el soberano cuando gobierna y detallar el
campo de incidencia legítima del horizonte soberano. Aun así,
el barroco supuso el surgimiento de un nuevo tipo de racionalidad política, una racionalidad exclusiva de gobierno que configura nuevas formas de entender lo político. La emergencia
La modalidad barroca de la soberanía es asimismo una
ruptura con la soberanía medieval, aunque ambas estén fundamentadas en una teología-política que inscribe su último
reducto jurídico en la teoría de los dos cuerpos del rey y en la
configuración cultural de la universalidad católica. En la Edad
Media, el modelo de gobierno se ejerció mediante el poder
pastoral. El pastor gobierna a su grey de la misma manera en
la que el monarca gobierna a sus súbditos. En ambos casos, la
condición para gobernar de manera legítima es inscribirse en
un régimen de salvación donde se establece un sistema ver-
3. El siglo XVI constituye el momento de la disputa soberana puesto que
se produce una intensa disputa teológico-política acerca del problema jurídico-político de la soberanía. Esta discusión política tuvo sus principales
espacios de discusión en la geografía mediterránea debido al resurgimiento
del debate acerca de la guerra justa. Antes que Bodin o Grocio, los juristas
españoles de la Escuela de Salamanca, de Toledo y Alcalá ya habían replanteado el problema del poder soberano bajo el marco de la expansión
imperial y el dominio transatlántico. Juristas y teólogos como Francisco
de Vitoria, Domingo de Soto, el Cardenal Cisneros, Fray Bartolomé de las
Casas, Juan Ginés de Sepúlveda, entre otros, contribuyeron ampliamente en
esta discusión. Incluso, como lo atestiguan las investigaciones inauguradas
por el hispanista inglés J. H. Elliot, este tipo de enfoque permite apreciar
en su dimensión histórica, las aportaciones del pensamiento americano a la
historia del pensamiento político, especialmente en la conformación de las
tradiciones republicanas novohispanas.
276
El concepto de razón gubernamental supone un giro conceptual novedoso respecto del vocabulario político humanista.
Políticamente, si la razón gubernamental es el tipo de racionalidad necesaria para el ejercicio de la soberanía política, entonces
el soberano es capaz de gobernar de manera efectiva, prudente
y legítima única y exclusivamente si conoce y aplica adecuadamente los principios y los medios que componen la razón
gubernamental. La razón gubernamental, por consiguiente, no
implica necesariamente el saber reinar, mandar, producir la ley
o ejercer el poder pastoralmente; por el contrario, esta racionalidad tiene una lógica propia que implica la revelación de los
arcana imperii: los instrumentos del gobierno soberano. La razón gubernamental se ejercita en tanto despliega la soberanía
encarnada en la potestad política del monarca barroco. La soberanía encarnada en el cuerpo imperial del monarca barroco.
4. Para fines del XVIII, François Guizot advirtió en su polémico libro Historie de la civilisation européenne (1828) la relación intrínseca entre soberanía
y razón gubernamental: “La realeza es algo cuidadosamente distinto de
la voluntad de un hombre, aunque se presente bajo esta forma. Ella es la
personificación de la soberanía de la ley, de una voluntad esencialmente
razonable, ilustrada, justa, imparcial, extraña y superior a todas las voluntades individuales y que, con este título, tiene derecho a gobernarlas. Esto
es lo que la realeza significa en el espíritu de los pueblos, y está es la razón
para su lealtad” (François-Pierre-Guillaume Guizot, Historie de la civilisation
européenne, 1828).
277
La república de la melancolía
VI. El gobierno de los otros
tical de mando-obediencia: obedecer al monarca garantiza la
salvación terrenal debido a que Dios dispuso al monarca como
un efecto de su soberanía terrestre. En cambio,5 el modelo de
gobierno de la primera modernidad cambió radicalmente debido a una inversión teológica del paradigma político: la artificialidad soberana.
función política (razón gubernamental), sino que muestran
porqué el artificio teórico es la textura “natural” de la esencia
soberana.6
El monarca barroco detenta el poder soberano mediatamente; permanece parcialmente el fundamento teológico de lo político, pero cambia la forma de ejercer la soberanía. El monarca
barroco gobierna a los súbditos, pero no de la manera en que
Dios gobierna a la naturaleza o el alma al cuerpo, sino que los
gobierna como una extensión política de su soberanía. La soberanía es causa eficiente y causa final del gobierno ejercido por
el monarca. Para este último, el ejercicio de la soberanía no radica exclusivamente en la aplicación del poder absoluto en los
casos de excepción ni en la normatividad inherente al detentar
el título de la legítima obediencia. En consecuencia, el soberano no solo es quién decide en el estado de excepción, sino
quien instituye quien debe administrar, dirigir y conservar la
cosa pública, una vez que la excepción ha concluido. Esta nueva forma de comprender la soberanía explica el advenimiento
de una serie de tratados que se enfocan en precisar las artes con
las que se deben gobernar las naciones y, a su vez, justifican las
funciones administrativas, directivas y conservativas del poder
soberano. No obstante, el ejercicio de la soberanía del monarca
incluye una paradoja especular: la artificialidad soberana interrumpe el curso natural de la potestad religiosa. Esto significa
que si el gobierno es un artificio humano con el cual se despliega la voluntad soberana, entonces no todo gobernante está
capacitado para gobernar de manera natural. Los tratados del
arte de gobernar suplen este déficit técnico mediante manuales de gobierno en los que se explicitan los venturosos arcanos
del poder político. En estos tratados no solo se muestra cómo
opera y cómo debería operar la razón cuando se emplea como
5. El vicario-gobernante es un efecto y no causa del sistema teocéntrico
medieval. Si dios es la causa sui, entonces todo poder derivado de dios es
necesariamente un efecto directo de su potestad. Cfr. Gilson (1998).
278
Históricamente, la razón gubernamental aparece en el siglo
XVI debido al corte epistemológico ocurrido por el surgimiento
de la ciencia natural moderna: el proceso de separación disciplinar entre dos objetos teóricos, el mundo natural y el mundo
civil. Por un lado, el discurso acerca del mundo natural adquiere autonomía respecto de los discursos que demuestran la regulación teleológica de Dios con la naturaleza (natura naturans)
con las forma en que la naturaleza se regula autopoiéticamente
(natura naturata). Con las obras artificiosamente barrocas de
Kepler, Copérnico, Galileo, Newton y Spinoza comienza una
nueva filosofía natural en la que se argumenta que la naturaleza posee sus propias leyes independientes de los designios divinos y, por esta razón, tales leyes requieren un tipo específico
de racionalidad: la mecánica. Por ello, la nueva ciencia más que
extraer los principios que constituyen y gobiernan el cosmos, le
interesa encontrar un tipo de racionalidad que fundamente el
mundo natural a modo de que sea cognoscible por el ser humano. Extraer los Principae naturae —como intentó Newton— es
mostrar que la naturaleza es independiente de dios y del hombre al grado de serle indiferente todo lo que esté fuera de ella.
Por otro lado, el mundo civil sufre una trasformación parecida.
El discurso referido al mundo civil adquiere autonomía respecto de la teología y la filosofía moral. Con las obras diseñadas
médicamente de Maquiavelo, Bodin y Althusius, —la secta de
los políticos para los tratadistas hispanos— comienza una fase
6. A partir de la Ilustración, la forma de concebir a la razón cambia sustantivamente. Kant afirmó que existen dos usos de la razón –uno uso teórico, el
otro práctico– y un solo problema: cómo vincularlos. Esta disección de la razón se explica porque Kant entiende a esta última en términos estrictamente
epistemológicos. No obstante, cuando se piensa la razón en relación con sistemas disciplinares, prácticas sociales y contextos semánticos, adquiere una
dimensión más amplia. Durante el siglo XVII, la dimensión “política” de
la razón es idéntica a la razón gubernamental. Por consiguiente, el análisis
de los límites y condiciones de posibilidad de este uso de la razón conduce
a una crítica de la razón gubernamental que por mucho extiende los límites y
posibilidades de este ensayo.
279
La república de la melancolía
del pensamiento político en la que precisa la domesticación o
comprensión del mundo civil, del monstruo frío o dios mortal
enarbolado como Estado. A partir de este momento, el Estado
no solo cuenta con sus propias leyes y opera bajo un tipo de
racionalidad limitada, sino que abre la posibilidad de construir
reflexiones teóricas que prescriben la naturaleza artificial —valga el oxímoron— del Estado para así encontrar su fundamento
y su finalidad antropológica. Por consiguiente, con el estudio
de las razones que permiten la edificación y el desarrollo del
Estado emerge un nuevo tipo de literatura política, una gramática capaz de producir un concepto nuevo de gobierno que
pronto se volverá parte del lenguaje común de la política: la
razón de Estado. La racionalidad con la que opera el aparato estatal —la razón gubernamental— tiene a la razón de Estado como
concepto nuclear. Sin razón de Estado no existe proyección
normativa de la razón gubernamental y, viceversa, la razón
gubernamental es la condición de emergencia de la razón de
Estado. Estado y gobierno son así dos elementos sinónimos en
el ejercicio barroco de la soberanía.
En conclusión, si el origen de la razón gubernamental supone la aparición de los objetos de los que se compone esta
racionalidad (Estado) y las tecnologías de poder con las que
se desarrolla (razón de Estado), entonces la determinación de
tales objetos y las justificación de sus respectivas tecnologías
implican el surgimiento de un campo semántico restringido. Si
el objeto de la física, la biología o la mecánica clásica lo constituye la naturaleza; el objeto de la ética, la política o la economía
están referidos en última instancia al Estado. Ambos inventos
teóricos —los principae naturae y la ratio status— constituyen,
por lo tanto, las dos vías donde se encuentran los fundamentos
epistémicos del mundo moderno. Por tal motivo, si la razón
gubernamental implica varios objetos teóricos y el principal
objeto político lo constituye el Estado, entonces el análisis político de la razón gubernamental sugiere las condiciones para
manipular el objeto Estado. En este punto radica el sustrato político, la finalidad discursiva y la fuente de normatividad de
los tratados sobre el arte de gobernar de finales del siglo XVI y
principios del XVII.
280
VI. El gobierno de los otros
Instrumentos y funciones de la razón gubernamental
Durante el Barroco, la razón gubernamental operó de dos maneras distintas pero complementarias entre sí. La primera forma: el fundamento teórico acerca del discurso sobre las artes
de gobernar, que adquirió su máxima expresión en la teoría
barroca de los intereses de los Estados. La segunda forma: la
regla de aplicación práctica de la razón de Estado. Esta instrumentación práctica prescribía cuándo se aplica correcta o
incorrectamente la razón de Estado. De las propiedades se desprende, entonces, que la razón gubernamental funcionó como
fundamento teórico y como práctica política con los cuales se
desarrolló el ejercicio barroco de la soberanía.
En primera instancia, la razón gubernamental como fundamento conlleva la invención de un objeto teórico. Si el surgimiento de la razón gubernamental implicó un nuevo marco
para razonar y calcular los asuntos políticos, esta racionalidad
trajo consigo modificaciones en las viejas formas de concebir
el poder político, la soberanía, el reino, los sistemas de mando-obediencia y las relaciones entre gobernantes y gobernados.
La razón gubernamental es una resignificación conceptual de
conceptos políticos pre-modernos. A su vez, esta racionalidad
permitió la producción de escritos, manuales, tratados y panfletos políticos en los que se explicita porqué es posible y cómo
debe ejercerse el arte de gobernar. Los discursos del arte de
gobernar —conocidos en la tradición historiográfica medieval
como espejos de príncipes— discuten el problema general en
torno al acto de gobernar. El gobierno en su forma política está
objetivado discursivamente en el arte de gobernar y tienen su
núcleo conceptual en la tratadística de la razón de Estado. Para
esta nueva literatura, el arte de gobernar es gobernar según
la razón de Estado, pero ¿en qué consiste la razón de Estado,
cuáles son sus implicaciones normativas e importancia para la
tradición política de Occidente?
Debido a que existen múltiples formas de gobernar y varias
prácticas de gubernamentalidad, existen diferentes manifestaciones de la razón de Estado. Sin embargo, lo común a todas
estas formas es una concepción orgánica y unitaria del Estado.
281
La república de la melancolía
VI. El gobierno de los otros
Para la mayoría de los tratadistas, el fundamento y la finalidad
de la razón gubernamental reside en la fundación, la conservación y la ampliación del Estado. Simultáneamente, estas tres
funciones de la razón gubernamental suponen el dominio de
las tres temporalidades humanamente posibles: pasado (fundación), presente (conservación) y futuro (ampliación). En
consecuencia, la razón gubernamental es administración del
tiempo histórico y establece dos propiedades al Estado: por un
lado, el Estado es una realidad empírica descrita como dato histórico contrastable; por el otro, el Estado es un ideal regulativo
con profundidad normativa. El Estado barroco es así objeto y
objetivo, imperio e imperativo, signo y significante. Incluso,
independiente de esta incursión metafórica, lo determinante
del vocabulario político barroco radica en que no entra en un
falso dilema: la elección entre el Caribdis del realismo político y el Escila del normativismo jurídico, pues este sistema de
creencias políticas identifica eficacia con normatividad gracias
a la inversión teológica del poder político y a la politización del
conocimiento teológico.
Estado con base en su realidad institucional.7 Por lo tanto, si
el Estado es lo que determina empíricamente la razón gubernamental y la razón de Estado lo que prescribe sus lineamientos de racionalidad política, entonces lo que posibilita que el
Estado pueda gobernarse según su propia lógica es la conjunción de estos dos elementos. La finalidad de la política barroca
es la transmisión de la idea de que gobernar racionalmente el
Estado es una necesidad antropológica porque existe como
realidad empírica y para que se geste como un ideal regulativo.
El Estado se gobierna porque existe y para que exista independientemente de las preferencias humanas o las prescripciones
divinas. El Estado barroco no es una maquina ni un organismo: constituye una experiencia antropológica de las artes de
gobierno. Ni domesticación ni sumisión. El Estado barroco es
hegemonía profunda.
La explicación de lo anterior indica que el Estado en tanto idea regulativa implica que la razón gubernamental debe
orientarse según el modelo de Estado propuesto por cada una
de las versiones de los tratadistas. Si cada escuela o cada autor
tiene su propio modelo, cada uno de ellos establecerá su propia
versión de la razón de Estado en la que se indiquen los medios
y las técnicas políticas necesarias para conservar al Estado. Por
esta condicionalidad normativa, el Estado es postulado como
un objetivo estratégico, como un proyecto a realizarse, como
una finalidad a perseguir. La razón de Estado es el medio para
conseguirlo. En cambio, el Estado como realidad empírica es
constatado con los efectos de su fuerza. Si el Estado es ilocalizable observacionalmente, por lo menos son identificables
las instituciones que lo posibilitan y las condiciones mínimas
que garantizan su existencia material. Las instituciones políticas (rey, magistrados, leyes, sistemas punitivos de justicia) y
las condiciones mínimas de existencia (territorio, población y
órganos de gobierno) determinan la naturaleza normativa del
282
En segunda instancia, la razón gubernamental como práctica política es una experiencia histórica determinada culturalmente por la política de los países europeos durante el siglo
XVI y XVII. Los teóricos de la razón de Estado cercanos al
ejercicio directo del poder político cayeron en la cuenta de que
no basta con una teoría de la conservación del Estado para gobernar de manera racional y efectiva el aparato estatal. Dado el
ineluctable abismo que existe entre la teoría y la práctica, algunos hombres de Estado se percataron de los límites de la teoría
de la razón de Estado y la complementaron con una modalidad
de la teoría de la soberanía. A través de una serie de consejos
políticos y máximas de gobierno, estos personajes de la vida
pública mostraron que la razón de Estado es básicamente una
práctica política que requiere más de acciones en concreto que
de definiciones exhaustivas o teorías normativas para la acción
política. La razón de Estado como práctica-teórica implicó una
7. El antinormativismo de Foucault le permitió identificar esta peculiaridad
del Estado barrroco. Las instituciones políticas ya no se definen en relación
con Dios, el cosmos o la Iglesia, sino con el Estado como ente autónomo.
Esta autonomía es posible gracias a que el Estado barroco actuó como un
“principio de inteligibilidad de lo real”, como un “esquema de inteligibilidad de todo un conjunto de instituciones ya establecidas, todo un conjunto
de realidades ya dadas” (Foucault, 2006, 329).
283
La república de la melancolía
VI. El gobierno de los otros
revolución pragmática y conceptual para comprender el poder político debido a que es una técnica de recto gobierno. Sin
embargo, el giro pragmático de la tratadística tiene una explicación histórica detallada ocasionada por una serie de acontecimientos que posibilitaron su aplicación: (i) la guerra de los
treinta años, (ii) el Tratado de Westfalia y (iii) la exigencia absolutista de situar los intereses del Estado al margen de la confesión religiosa (iii). El interés estatal, por ejemplo, demostró el
tránsito de la rivalidad entre príncipes y casas reales hacia una
competencia geopolítica entre estados. Asimismo, uno de los
resultados de Westaflia fue la instrumentación de la diplomacia como entidad eficaz para reducir la intensidad del conflicto
político. Por último, la razón de Estado sirvió como elemento
pacificador de las pugnas religiosas para mostrar cómo y por
qué la confesionalización del Estado garantizó su permanencia
histórica como orden jurídico concreto.
actualidad de las monarquías barrocas como proyectos políticos vigentes. El instrumento que mejor prueba cómo conservar
el poder político según la razón gubernamental fue, paradójicamente, la inclusión de estrategias de simulación-disimulación por parte de la población, el gobernante y los cortesanos.
El poder político se conserva mediante tácticas de simulación
y disimulación.
La razón gubernamental tuvo en su origen tres momentos
distintos: la fundación, la conservación y la ampliación del
poder político. Primero, la fundación del Estado barroco es
el momento en que el Estado emergió como entidad política
autónoma, distinta del régimen del príncipe y el territorio,
que posibilitó la creación de los modernos Estado-nación. El
momento fundacional es el momento de la autoridad política,
ya que es el momento de la constitución de una tradición con
fundamentación histórica. Por consiguiente, la fundación del
Estado implica la manipulación del tiempo pasado: la autoridad apela al pasado político como configuración memorial de
la legitimidad histórica. El principal elemento de fundación
lo constituyó el tránsito del interés de príncipe al interés de
Estado. El poder político se funda con la disección del interés
de Estado.
Segundo, la conservación del poder político consistió en el
desarrollo cotidiano del aparato estatal una vez que ha sido
instituido como entidad legítima. Por esta razón, el Estado barroco instrumentó objetos y estrategias que le permitieron la
conservación como entidad política autopoiética. La temporalidad inmersa en esta fase de la razón gubernamental está inscrita en el presente histórico de las naciones barrocas: ostenta la
284
Tercero, la ampliación del poder político es lo que permitió
que el Estado barroco se proyectase en el futuro como permanencia histórica. El Estado barroco necesito de la administración del futuro para demostrar que adquirió un proceso de
continuidad histórica que no solo está sustentado en la tradición o en la vigencia política, sino en la finalidad por la cual fue
establecido: incrementar su espectro de dominio político para
ser conservado y evitar ser subsumido por algún otro Estado.
Durante el barroco, el afirmar que el Estado puede ampliarse
no solo significa que puede incrementar su territorio o campo
de dominio, significa que puede establecerse para sí determinados fines que aseguren su permanencia en el futuro a pesar
de los derroteros a los que lo conduce la caprichosa fortuna.
El principal elemento que permitió la ampliación del poder
político fue la apelación a la experiencia histórica y el consejo
político.
En suma, los tres elementos anteriores se complementan
entre sí y son tres temporalidades constitutivas del Estado
barroco. Cada elemento tiene sus propios objetos, estrategias
y herramientas pero, vistos en conjunto, son los instrumentos
y las funciones con las que dispuso la razón gubernamental
en su ejercicio histórico. Gracias a la conjunción de estos elementos se conjeturó cómo fue posible genealógicamente el
surgimiento del Estado como entidad política autónoma y, al
mismo tiempo, demostró cómo operó la razón gubernamental
en su constitución moderna. Por ello, más que sus componentes primarios, los instrumentos para fundar, conservar y ampliar el Estado son necesariamente los modos en que operó el
gobierno en su forma política durante el barroco: el gobierno
de los otros.
285
La república de la melancolía
La fundación del gobierno
Con la aparición del término interés, el modelo de orden político establecido por la política clásica comenzó a fragmentarse.
El interés es la forma moderna de constatación del surgimiento
del aparato estatal como entidad autónoma sin vínculo directo
con la religión, la ética o las costumbres. Sin embargo, el término interés de Estado precede históricamente al concepto razón de
Estado. Si el lenguaje de la política moderna solo pudo emerger
con base en la aparición del este último concepto, el interés es
el preámbulo discursivo para fundamentar la racionalidad
política de la primera modernidad. Sin interés no hay Estado
y sin Estado no existe racionalidad estatal. Por tal motivo, los
tratadistas barrocos argumentaron que el interés de Estado es
una modalidad de la razón de estado; una forma operativa en
la cual se manifiesta la racionalidad gubernamental.
La historia conceptual del interés resulta imprescindible
para comprender el significado histórico de la política barroca.
En la Edad Media, el término interés estuvo asociado directamente con la noción de perjuicio; con una acción privada que
perjudica el orden social y merma el bien común. No es extraño, entonces, que la discusión sobre su significado provenga
de los debates acerca de la usura por parte de los canonistas
del siglo XIII. Posteriormente, en las repúblicas florentinas el
término comenzó a emplearse de forma positiva y restringida
políticamente. El concepto se empleó en las cancillerías florentinas y sirvió para oponerse a nociones más “mercantiles”
como ganancia, provecho o utilidad. Para conocedores del lenguaje diplomático como Maquiavelo o Guicciardini, el interés
tuvo una connotación despectiva ya que se asoció con la idea
de provecho personal. Es más, en varias de las cartas y oficios
de la diplomacia italiana existen referencias explícitas al interés como un término que expresa beneficio y remite al uso
personal de los recursos por parte de algunos funcionarios. Por
ejemplo, en los Ricordi, Guicciardini advirtió que el interés no
se reduce a beneficio propio y, en caso de obtener beneficio, tal
ventaja debe ser pública.
286
VI. El gobierno de los otros
Una de las mayores fortunas que pueden tener los
hombres consiste en tener ocasión de poder demostrar
que, aquellas cosas que hacen por interés propio, han
sido llevadas por causa del bien público (Francesco
Guicciardini, Ricordi, 1530: 130).
Con estas directrices, Guicciardini destacó la complejidad de
la naturaleza humana y postuló un principio moral instituido
un siglo más tarde por los ilustrados escoceses: la mayoría
de las acciones políticas encubre una motivación privada, el
interés privado es el sustrato del bien público. Además, esta
idea prescribió que los seres humanos no se comportan como
sujetos racionales orientados como ciudadanos del mundo; por
el contrario, la politicidad del ser humano encubre las pasiones
y los intereses como los elementos que orientan la conducta
humana.
Asimismo, Maquiavelo insistió en que si los seres humanos
actúan regularmente por el interés y el gobernante comparte
este rasgo antropológico, entonces el príncipe actúa necesariamente de manera interesada. Lo importante es que detrás
de los deseos y las creencias del príncipe pueden ocultarse beneficios directos para la comunidad política o, mejor aún, que
mediante el interés del príncipe es posible obtener el interés
común. El ejemplo recurrente de Maquiavelo de convergencia
entre el interés privado y el interés común lo constituyen las
acciones políticas de Fernando El Católico. Para Maquiavelo
en las “hazañas gloriosas” de este insigne monarca, se aprecia
en qué medida las intenciones personales producen efectos
positivos en la experiencia política. Por ello, la defensa apasionada de la fe católica del monarca español (interés privado)
trajo consigo beneficios para la república: la unidad política o
interés público.
Para la mayoría de los diplomáticos florentinos es aceptable
mostrar que el interés significa actuar en provecho de y no una
forma egoísta de actuar en beneficio propio. El interés del príncipe implicó actuar en provecho del bien común, por lo cual
remitió a la noción clásica de utilidad pública (utilitae publicae);
sin embargo, el transito del interés del príncipe al interés de
287
La república de la melancolía
VI. El gobierno de los otros
Estado es resultado de la coyunturas políticas experimentadas
por las monarquías europeas. Lorenzo Ornaghi justificó que el
interés fue un concepto guía (Leitbegriff)8 debido a que en algunas de las acciones de los monarcas las fronteras entre acciones
privadas y acciones públicas se tornó borrosa. Esto significó
que los príncipes mostraron empíricamente por qué actuar en
beneficio propio no implicaba una contradicción con lo más
conveniente para la cosa pública. Igualmente, los monarcas
debían mostrar que la finalidad de sus acciones consistía en
perseguir el interés del Estado. En La república Regia (1627),
Francesco Albergati dio cuenta de la modalidad estatal del interés al prescribir lo siguiente:
razón e interés sugiere asumir un criterio de racionalidad instrumental que destaca la parte técnica y, por extensión, olvida
la dimensión práctica de la acción política. Por consiguiente,
el término interés de Estado valora únicamente el aspecto técnico de la razón gubernamental y, por esto, conforma la parte
operativa de la razón de Estado. El interés subrayó el aspecto
técnico y pragmático del lenguaje político que inauguró la razón gubernamental.
Obrar luego por razones y en interés del Estado puede
ser consiguientemente entendido por causa de algo
perteneciente al Estado y en beneficio de aquél, de la
misma manera en que decimos que el padre se afana
por causa y en interés del hijo, y el médico por causa y
en interés del enfermo (Francesco Albergati, La república
Regia, 1627, II-XVII).
En un inicio, la expresión interés de Estado se distinguió del
término razón de Estado, pero con la traducción moderna del
término ratio reipublicae por el de utilidad de Estado ambos se
asumieron como término intercambiables salva veritate.9 Como
apoyo documental, basta recuperar la Orazione a Carlo V de
Giovanni della Casa, en la que se asimila la concepción clásica de la utilidad pública con la expresión ragione degli stati.
Botero, incluso, estableció que “la razón de Estado es poco más
que razón de interés”. Por un lado, para algunos tratadistas
afirmar que una acción procede conforme el interés del Estado
es lo mismo que afirmar que los estados actúan por razón de
Estado. Por otro lado, aceptar la identidad semántica entre
8. cfr. (Ornaghi, 2000: 49-73).
9. Durante el siglo XVI, con la traducción de Cicerón y Floro se identificó
a la razón de Estado con la noción de utilidad pública e interés de Estado dada
la popularidad que adquirió la primera expresión en la Italia renacentista.
Esta libre traducción no conseguía exclusivamente fines estilísticos antes
que políticos o teológicos.
288
El primer tratado que empleó el término interés en un sentido político y no solo en su aspecto técnico fue el Tractado de
la República (1521) del marrano Alonso de Castrillo. En este
texto publicado con privilegio Real, Castrillo opuso la noción
de interés al concepto de virtud para mostrar cómo, en sobradas
ocasiones, la república se orienta por medio de acciones justas
(virtud) y en otras por fines estrictamente políticos (interés). Si
el príncipe procede de manera cristiana, entonces actúa conforme a la virtud; si procede de manera política y administrativa,
actúa por interés.
Mas corrompido el mundo por diversos linajes de cubdicias ya en “nuestros tiempos” miramos destruida y
pervertida toda la orden de la nobleza y así sentimos
que la justicia y la fe y la paz y la virtud ya son esclavas
de la cubdicia, porque los que habrán de vivir de la
justicia ya viven del interés…y los caballeros que habían
de vivir de la virtud no tantas veces cabalgan sobre sus
caballos como sobre su provecho (Alonso de Castrillo,
Tractado de la República, 1521: XXV-196-97).
Castrillo lamentó el hecho de que el interés se difunda políticamente más que la virtud; lamentó que el interés gobierne a
la república, y que entre príncipes y nobleza lo que prevalezca
sea el provecho personal. Lo relevante aquí es que el interés
adquirió un sentido estrictamente político; esto es, un elemento técnico con el que proceden los hombres de Estado en sus
funciones primarias. La alternativa propuesta fue, por lo tanto,
orientarse según la virtud y el interés común para así guiarse
por el interés y los fines del Estado. Con este tono pesimista,
propio de un marrano para quien la política es separación, se
289
La república de la melancolía
VI. El gobierno de los otros
filtró el interés como una categoría básica de la política moderna y se olvidó el modo antiguo de la utilidad pública. El
interés estatal fue así un concepto político normativo en tanto
que orientó los debates acerca de la naturaleza mixta del bien
común y sustituyó la noción descriptiva de interés general.
Este cambio conceptual fue significativo para la historia de las
ideas políticas, pues ello supuso que los teóricos de la razón de
Estado lograron distinguir entre el interés del príncipe —concreto y particular— del interés de Estado —abstracto y universal—;
distinguieron entre la política y la administración pública;
distinguieron entre el momento de la praxis y el momento de
la techne política. Además, que el Estado tenga como atribuciones algunos “intereses” significa que es concebido como
persona jurídica, con marco explicativo autónomo y lógica de
comportamiento independiente de otras derivaciones sociales.
En consecuencia, el interés de Estado sirvió como pivote de
los sustratos de la cosa pública y, simultáneamente, ayudó a
conformar el interés común: el “estar-entre” (inter-esse) como
momento fundacional de la política. Finalmente, el interés
asimiló un contenido político cuando se remitió a lo público.
Para que esto sea posible es necesario construir previamente
una entidad política abstracta e impersonal, pero no por ella
“desinteresada” como el Estado, el monstruo frío del interés.
centro radica una violencia originaria que debilita la virtud y
justifica el orden legal. La ley es interesada y por eso puede ser
interrumpida.
El interés de estado respondió, entonces, al surgimiento del
Estado como una entidad política autónoma de los designios
del príncipe y portadora legítima de la propia soberanía.
El ejercicio de la soberanía incluyó la lógica del interés estatal. Esta prematura teoría del Estado permitió a los teóricos
del Barroco como Saavedra Fajardo y a algunos teóricos del
Absolutismo como Gabriel Naudé, enfatizar que la legitimidad
y la soberanía del Estado no proviene del derecho, sino de la lógica inmanente del interés propio. Los Estados, reclamó Naudé,
“no fundan su legitimación en el derecho, civil o natural, de
las personas, sino solamente sobre la consideración del bien
y de la utilidad pública, que a menudo pasa por encima de la
de los particulares” (Gabriel Naudé, Considérations politiques sur
les coups d`Éstat, 1639: 147). El “escándalo de la ley” —Schmitt
dixit— es paradójicamente un escándalo del interés, pues en su
Al igual que el concepto de razón de Estado, el interés tiene
dos modalidades antagónicas constitutivas. Por un lado, el interés del príncipe, el cual saca provecho personal y se torna —
como escribió Boccalini— en “tirano de tiranos”. Por otro lado,
el interés de Estado, el cual está encaminado a la consecución
del bien común y el aseguramiento del bienestar de la república o la monarquía.
290
Los teóricos del interés no están exentos del normativismo
papal ni del realismo jesuita: si el interés es lo que justifica los
fines que persigue el Estado, entonces este debe basarse necesariamente en el interés que les concierne a todos: el interés
público. Por lo tanto, si la razón de Estado tiene como uno de
sus propósitos la fundación del Estado, el interés de Estado
constituye una parte sustantiva de esta forma política la cual
favorece la ampliación del aparato estatal. El interés de Estado
es el momento de fundación del poder estatal. Las razones
que apoyan esta tesis son las siguientes. Primero, el interés
de Estado es una técnica política que justifica los fines que el
Estado se proponga realizar de manera autónoma. Segundo, el
interés es un instrumento político que permite la ampliación
del Estado inscrito bajo el paradigma de la racionalidad gubernamental. Tercero, el interés implica el monopolio del tiempo
histórico socialmente relevante: sin interés, los Estados no podrían ampliarse ni proyectarse hacia el futuro asegurando su
continuidad histórica. No obstante, las razones anteriores no
son suficientes para fundar el político con base en las siguientes consideraciones.
El primer intento por conceptualizar el interés de Estado y
precisar con ello los grados de racionalidad de esta modalidad
política ocurrió en espacio francés. De l’interest des Princes et
des Éstats de la chrestientè (1639) de Henri de Rohan es probablemente la primera teoría política de los intereses del Estado.
En esta obra, Rohan introduce el concepto de interés para destacar su importancia del léxico político moderno debido a que
291
La república de la melancolía
VI. El gobierno de los otros
constituye la “máxima de conducta” con la que se guían los
Estados. Al inicio comenta:
En el paisaje español, las adquisiciones conceptuales adquieren un tinte distinto. Para los teóricos peninsulares, el
interés de Estado debe remitirse, en última instancia, al interés
de religión. Esta afirmación no es un anacronismo medieval,
una excentricidad teórica ni una derivación secundaria de la
contrarreforma; por el contrario, para los tratadistas españoles
el interés de religión es la principal máxima de gobierno debido a que este subsistema social garantiza el control completo
de la población: gobierna las almas, los cuerpos y las acciones.
Algunos escritores españoles entenderán a la religión como un
medio político; los menos heterodoxos la asumirán como un
fin en sí mismo, pero ninguno de estos escritores descarta la
importancia suprema que guarda la religión respecto de la política. El actuar conforme el interés de religión tiene una ventaja
política: la religión no solo es el fundamento de las repúblicas y
los imperios —si Dios otorga el poder político también lo quita— sino que, cuando se emplea la religión con fines políticos
es quizá lo único que garantiza la conservación del Estado. El
interés de religión es prioritario al estatal debido a que opera
como sustrato normativo de la acción política. Un tratadista
de la época como Juán Blazquez Mayoralgo, tratadista importante para la historia intelectual americana –fue el primero en
plantearse el derecho de conquista en términos de razón de
Estado–, argumentó: “qué seguro camino de reinar, poner toda
el alma en conservar la religión. Qué dichoso acierto obligar
a Dios mirando por su honra. Pues sin él (como decía Platón)
ni la felicidad es firme, ni la corona temida (Juan Blázquez
Mayorazgo, Perfecta razón de Estado, 1642: IV-42). Asimismo,
Tomás Fernández Medrano insistió en el fundamento teológico que subyace a toda práctica política:
Los príncipes dirigen a los pueblos y el interés a los
príncipes. El conocimiento de este interés está tan por
encima de las acciones de los príncipes, como ellos
mismos están por encima de los pueblos. El príncipe se
puede equivocar, su consejo puede estar corrompido,
pero el interés es el único que no puede faltar jamás.
(Henri de Rohan, De l’interest des Princes et des Estats de
la chrestientè, 1639: I: 73).
El interés sirve como criterio objetivo para evaluar la acción política. Según este planteamiento, toda acción política que esté
en función del “interés estatal” se torna en una acción justa y
legítima, ya que trasciende la particularidad de las decisiones
del príncipe y la coloca como un elemento que permite la conservación del Estado. Incluso, el interés es lo que “hace vivir
o morir a los Estados”, pues representa el impulso autónomo
que el aparato político requiere para tomar decisiones que limitan la moral privada o la religión pública. Posteriormente,
en Inglaterra, Slingsby Bethel —el teórico del interés más importante para el espacio anglosajón– afirmó que es gracias al
interés que no solo se asegura “la prosperidad y la adversidad,
sino la vida y la muerte, de un Estado” (Slingsby Bethel, The
Interest of Princes and Status, 1680, I: 4). Si el interés permite conservar el Estado, el interés es una necesidad instrumentada y
administrada por el monarca; si un Estado no persigue el propio interés, entonces su disolución es inevitable. De tal suerte
que la razón es al ser humano lo que el interés es al Estado,
pues en ambos casos tales elementos operan como connatus de
conservación. El interés es potencia de Estado y el Estado, potencia soberana. Debido a estas razones, el soberano debe emplear
de forma correcta el interés, ya que ello garantiza la permanencia del sistema político. El interés en sentido normativo será,
por lo tanto, el interés que responda exclusivamente a los fines
de Estado, puesto que es el único tipo de interés que procede
de manera racional con pretensión de universalidad.
292
El primer acuerdo de los pueblos que dejaron la vida
bárbara y rústica, para recogerse a la compañía y
conversación humana, fue que tuviesen un lugar de
religión donde todos se juntasen. Y bien se ver ser ella
el principal fundamento de las Repúblicas, de la ejecución de las leyes, de la obediencia de los súbditos a
los Consejos y magistrados; del temor a los príncipes;
de la recíproca benevolencia entre ellos y de la justicia
293
La república de la melancolía
VI. El gobierno de los otros
para con todos (Tomás Fernández Medrano, República
mixta, 1602: I-65).
en interés católico de Estado. Basta recordar, como advirtió
Maquiavelo, que el interés católico de religión fue capaz de
construir uno de los imperios más extensos de Occidente: el
imperio hispánico. Y es en la “hazañas gloriosas” de Fernando
el Católico, el mejor ejemplo histórico disponible en el que el
interés del príncipe, el interés del Estado y el interés de la religión confluyen de manera directa.
No obstante, el actuar en favor del interés de religión no implica necesariamente que cada príncipe de la cristiandad —expresión de Rohan— debe sujetar su voluntad a los presupuestos
de la Iglesia, el Papa o lo que el Concilio cardenalicio ordene;
por el contrario, las decisiones del monarca son autónomas y
legítimas en tanto que parten de una fuente verdadera y justa:
las fuentes cristianas. La defensa de la confesión católica es,
por lo tanto, un efecto y no causa de esta fuente legítima de
poder. Además, actuar de acuerdo con el interés de religión
limita las posibles decisiones arbitrarias del príncipe y aproxima, en mayor medida, a los intereses concretos de los súbditos. Este procedimiento aparentemente “religioso” no merma
la soberanía del Estado ni violenta la autonomía del monarca,
puesto que el interés del príncipe corresponde con el interés
del Estado y este con el interés de la religión. En este sentido, la
política española aportó una novedad conceptual en la teoría
de los intereses del Estado. Para los teóricos clásicos del interés
como Rohan o Boccalini, el interés de Estado es irreductible
a alguna otra forma de interés, sea el interés del príncipe o el
interés de religión. En cambio, para los teóricos españoles la
única forma en la que el Estado conserva eficazmente el poder
político es mediante la exigencia normativa que tiene el príncipe de actuar conforme al interés del Estado en consonancia con
la religión: las acciones estatales deben estar orientadas por los
contenidos de la política cristiana. Esta teología política advierte que si el interés del príncipe —subjetivo y particular— está
fundamentado en motivos estrictamente religiosos y el interés
de Estado —objetivo y universal— está supeditado al interés
de religión, entonces el gobierno efectivo es el que logra conjuntar la autonomía estatal con la decisión soberana, la norma
constitucional y el orden concreto, la validez normativa y la
eficacia política.
En suma, así como la razón de Estado logra la plenitud conceptual en su manifestación católica, de igual manera el interés de Estado aumenta su eficacia política cuando se convierte
294
La conservación gubernamental
Desde tiempos de Platón, la simulación y la disimulación son
vistas con sospecha debido a que se le identifica como una
forma de mentira. En el Gorgias, Platón denunció la actitud de
Calicles no por defender el realismo político más descarnado
ni por su uso desmedido de la retórica, sino por la separación
radical que realiza entre verdad y política. Para la filosofía política clásica, la política no debe separarse de lo verdadero, lo
bueno y lo bello. Con el advenimiento de las formas políticas
modernas esta concepción clásica se rompe, y es durante el
periodo barroco donde el problema de la mentira política se
intensifica. El mundo barroco es evaluado como el mundo del
engaño y las apariencias, como el mundo donde el desconcierto es lo mejor repartido del mundo. En la cultura del Barroco,
los juegos de simulación y disimulación son expresión concreta de la desconfianza antropológica que viven sus agentes
y de la duda radical que establecen sobre la posibilidad de la
felicidad terrena. Los intelectuales de la época, los productores
de discurso, asumieron para sí y para sus congéneres que la
felicidad en este mundo de conflictos y desengaños constantes
es irrealizable pero, no por ello, algo desdeñable. Los escritores
del Barroco, en tal caso, ofrecieron técnicas de simulación y
disimulación que tengan la finalidad de reducir la (in)felicidad
al mínimo. Se trata de un acercamiento negativo a la felicidad
individual y colectiva.
En efecto, en un mundo gobernado por el conflicto y la inseguridad, la disimulación funcionó como un mecanismo de
protección frente a la hostilitas mundi, operó como un instrumento de navegación que permite conducir con provecho la
295
La república de la melancolía
VI. El gobierno de los otros
circunstancia que a cada uno le toca por vivir: Qui nescit fingere
nescit vivere (Quien no sabe fingir no sabe vivir) se afirmó en
el barroco. Solo bajo estos presupuestos se explica por qué en
un “mundo de las apariencias” puede emerger la mentira, el
engaño, la simulación y la disimulación como elementos que
no se oponen a la razón sino, por el contrario, como elementos
necesarios para la vida cotidiana y la acción política. El problema de la simulación y disimulación se torna, por consiguiente,
en el problema barroco por excelencia. Diversos personajes
del periodo se enfrentaron a este tema, ya sea para defenderlo,
atacarlo o asumirlo críticamente, pero ninguno de ellos niega
su importancia social. Es por ello que en el debate sobre la pertinencia y justificación de las técnicas simulatorias existieron
teóricos de la política como Maquiavelo y Botero, cortesanos
como Acetto o Castiglione, diplomáticos como Mazarino y
Saavedra Fajardo y clérigos como Gracián o Ribadeneyra; los
cuales se detuvieron en célebres disquisiciones acerca del papel
político, epistemológico y moral que desempeñaron este par
de conceptos. Sin embargo, ¿se trata de conceptos estrictamente políticos, de nociones de tesitura epistemológica o actitudes
de índole moral?
disimulación: se transitó de la disimulación entendida como
una virtud cortesana a la disimulación comprendida como un
artificio humano —particularmente como la prolongación de
un ethos de la cautela. Por otro lado, emergen muchas obras que
son testimonio de este cambio conceptual. En el ámbito italiano se abandonó el emblemático libro de Castiglione y surgió,
in extenso, una literatura que demostró el lado artificioso de la
disimulación. Obras como el Discorso intorno al comporre dei romanzi (1554) de Girardi Cinzio, el Tratatto della nobilitá (1603) de
Lorenzo Ducci, Della dissimulazione onesta (1641) de Torquato
Acetto, entre otros, son ejemplo de este viraje cortesano del
comportamiento. En Francia y España ocurrió la misma situación solo que de manera menos acelerada. En el lado francófono, se abandonó la popular Polyantehia de Joseph Lange y
se sustituyó por el Tratado sobre la corte (1647) de Etienne Du
Refuge. En el lado hispánico, la traducción de El Cortesano
de Juán Boscán, El Galateo español (1621) de Lucás Gracián
Dantisco y El estudioso Cortesano (1573) de Lorenzo Palmirano
comenzaron a perder lectores frente al advenimiento de los
tratados sobre simulación y las artes de prudencia. Bajo tal espectro discursivo mereció atención especial el Oráculo manual y
Arte de prudencia (1647) de Baltasar Gracián, así como sus obras
“menores”: El Héroe (1637), El Discreto (1646) y el Político (1640).
En el primer caso, la simulación y la disimulación pueden
ser entendidas de la siguiente manera: cuando un agente remite
a la disimulación se refiere a las técnicas que sirven para ocultar
un conocimiento, un comportamiento o un tipo de sentimiento
que se tiene previamente dado. En cambio, la simulación sirve
para aparentar algo que se carece, entiéndase por este algo un
sentimiento, una actitud o un tipo de conocimiento específico.
Si con la disimulación se oculta, con la simulación se aparenta.
No obstante, no todo lo que debe ocultarse o aparentarse ha
sido igual a lo largo del tiempo: como todos los conceptos empleados por las ciencias humanas, la simulación y la disimulación
tienen su propia historia. Esta historia conceptual tiene su origen primario en la Grecia del siglo V. a.C.; sin embargo, la serie
de significados históricos de estos términos no sufrió variaciones sustantivas hasta la modernidad temprana. Por un lado,
lo primero destacable es que en el tránsito del Renacimiento
al Barroco se produjo un cambio semántico en el concepto de
296
El momento paradigmático de la discusión política en torno
al tema del engaño, la mentira, la simulación y la disimulación radicó en el momento Maquiavélico. En términos de recepción de ideas, el “escándalo maquiavélico” no provenía de
los elogios al asesinato prudente o la defensa desmedida de la
violencia política: el escándalo que causó su obra se debió, en
gran parte, a la postulación que hizo el secretario florentino de
la simulación y disimulación como virtudes políticas con las
que debe contar el príncipe. En el célebre capítulo XVIII de Il
Principe, Maquiavelo comentó lo siguiente:
Jamás faltaron a un príncipe razones legítimas con las
que disfrazar la violación de sus promesas. Se podrá
dar de esto infinitos ejemplos…Pero es necesario saber
colorear bien esta naturaleza y ser un gran simulador y
297
La república de la melancolía
VI. El gobierno de los otros
disimulador: y los hombres son tan simples, que el que
engaña encontrará siempre quien se deje engañar…No
es, por tanto, necesario a un príncipe poseer todas las
cualidades anteriormente mencionadas, pero es muy
necesario que parezca tenerlas (Nicolás Maquiavelo, Il
Príncipe, 1532: 104-105).
protección del territorio—, entonces la oposición de la empresa maquiavélica es inevitable, pues su apología de la violencia
en asuntos de gobierno no es compatible con el control de la
población. Botero insistió en que en una relación política en
la que el interés del Estado debe corresponder con los deseos
de los súbditos —no la fuerza o la imposición doctrinal—, la
disimulación es necesaria como el instrumento que permite
conducir las conductas de los hombres y garantizar así un recto
gobierno. Si el príncipe es el único elemento político capaz de
mediar entre el frío interés estatal y la apasionada conducta
de la población, esta mediación únicamente es posible debido
a los artificios de las artes de la simulación y la disimulación.
El problema planteado por el texto de Maquiavelo no radicó,
por lo tanto, en su falta de precisión en torno al significado
de los conceptos que interesa elucidar, sino en su notable
preferencia por la simulación política. Para Maquiavelo, la disimulación consiste en la capacidad que tiene el príncipe de
“aparentar” virtudes que por sí mismo no posee. Sin embargo,
la simulación es más efectiva para el príncipe y menos beneficiosa para el pueblo porque inmediatamente remite a la legitimidad que tiene el príncipe de utilizar el engaño cuando la
situación lo amerite. En este sentido, se puede argumentar que,
en ambos casos, se trata de un tipo específico de engaño, pero
aun así existen diferencias sustantivas. En el primer caso —la
disimulación— se trató de un tipo de engaño que violenta más
a la verdad que a la moral. El segundo caso ocurrió a la inversa:
la simulación es un tipo de engaño que violenta más a la moral
que a la verdad.10
Por lo anterior, Maquiavelo fue criticado juiciosamente —tanto por los apologetas como por los detractores—,
ya que realizó un provocador elogio de la simulación y
descuidó el aspecto virtuoso de la disimulación política.
Independientemente si Maquiavelo interpretó idénticamente ambos conceptos o si solo destaca uno, el hecho relevante
es que sus primeros receptores consideran a la disimulación
como el artificio más importante con el que puede contar el
príncipe. Giovanni Botero argumentó que si el Estado tiene
como fundamento el dominio de la población —más que la
10. “He aquí los dos pecados capitales hacia los cuales va ir centrada la
polémica barroca sobre el doblez político: es de mayor valor para el príncipe
aparentar poseer todas las virtudes que ser virtuoso; el príncipe puede faltar
a la palabra dada si así lo juzga conveniente. El segundo implica engañar
abiertamente por razón de Estado, y por ello la escuela eticista española se
opone a él sin ambages (Fernández-Santamaría, 1980: 743).
298
Asimismo, los teóricos católicos de la razón de Estado fueron
defensores de las artes simulatorias: Giovanni Botero, Scipione
Ammirato, Petro Andrea Canonieri y Gabriele Zinano. Para
estos defensores de la iglesia, la simulación y la disimulación,
en tanto instrumentos políticos que permiten modelar las costumbres y conducir los afectos de la población, posibilitan la
conservación del Estado y la racionalización del poder político.
Sin la existencia de tales artificios, el arte de gobernar carecería
por completo de eficacia política. Zinano insistió, por ejemplo,
en el carácter artificial de la práctica política cortesana y afirmó
lo siguiente:
El hombre de estado no es más que un artífice; así es
motivo de usar varios instrumentos para dar establecimiento a sus grandes hechos como hacen todos los
otros artífices para dar cumplimiento a sus pequeños
trabajos (Gabriele Zinano, Della Ragione degli Stati libri
XII, 1626: 6).
En consecuencia, el artificio constituyó la principal guía del
monarca para gobernar a la población; artificio que debía
poner en práctica una vez que estuviese en el ejercicio de
gobierno. Pero no cualquier gobernante está capacitado para
administrar adecuadamente tales instrumentos. Leo Strauss
acusó a Maquiavelo de ser un falso consejero de príncipes, ya que
al elucidar públicamente las herramientas (dis)simulatorias
del gobernante, develó la fuente de poder al pueblo. El repu299
La república de la melancolía
VI. El gobierno de los otros
blicano Maquiavelo fue asimismo un demócrata que educó al
pueblo al evidenciar los arcanos del poder político. 11
cretario napolitano propuso un tipo de disimulación que no
solo favorezca a los poderosos, sino que ayude a la población a
protegerlos de ellos. En consecuencia, con la obra de Acetto la
disimulación dejó de ser propiedad exclusiva de los gobernantes para convertirse en una actividad de dominio público: una
práctica de sí en la que la virtud suprema radica en ocultarse
frente al poder de los poderosos. De modo que la disimulación
honesta cumplió tres requisitos: (i) defender y distinguir a la
disimulación del engaño y la mentira; (ii) mostrar la necesidad
de la disimulación para la vida y, por último, (iii) mostrar la
necesidad tanto teórica como práctica de disimular la disimulación.12 Estas características de la disimulación no solo ayudan
a reducir la tiranía de los poderosos y controlar el imperio de
las pasiones, sino que conduce a una frágil pero segura felicidad al evitar que se incurriese en la “tiranía de la verdad”.
Acetto señaló:
El problema con esta crítica a Maquiavelo radicó, principalmente, en que algunos tratadistas españoles como Diego
de Saavedra Fajardo o Pedro de Ribadeneira notaron en la
“develación” de las artes simulatorias una desventaja moral;
otros con menos compromisos con la ortodoxia como Baltasar
Gracián o Baltasar Álamos de Barrientos se encargaron, por el
contrario, de difundir los principios de la simulación política
enunciada por Maquiavelo. Incluso, la recuperación y discusión del tema de la simulación y la disimulación en el ámbito
de la monarquía hispana no pudo comprenderse sin el debate intelectual surgido en el resto de los países europeos, sin
la defensa o crítica que algunos autores italianos y franceses
realizaron sobre el tema.
En Italia, el tratado teórico en defensa de la disimulación
política con mayor repercusión en la monarquía hispánica fue
la obra de Torquato Acetto: Della dissimulazione onesta (1641).
En esta pequeña obra, Acetto no solo denunció la supuesta racionalidad del poder político y mostró porqué la busqueda de
la verdad no conduce necesariamente a la felicidad. Además,
Acetto señaló la necesidad política y moral de un tipo de disimulación que no se anteponga a la razón ni a los códigos de la
moral cristiana; una disimulación con fines morales, pero con
fundamento racional: la disimulación honesta.
Para argumentar lo anterior, Acetto explicó que el artificio
es la ínica herramienta práctica capaz de dominar las relaciones de poder, sean estas relaciones entre príncipe y súbditos o
relaciones entre cortesanos. Este aspecto artificial fue relevante
debido a las prácticas cortesanas desarrolladas por Acetto. Si
bien el cortesano italiano no perteneció a la nobleza napolitana, su labor como secretario al servicio de la familia Caraza
en la provincia italiana de Andrea lo orilló a tener relaciones
subordinadas donde el favor de los poderosos es escaso. Bajo
esta relación de absoluta dependencia y subalternidad, el se11. cfr. Leo Strauss (1978).
300
Ahora, suponiendo que se haya hecho lo posible por
conocer la verdad, conviene que por unos días el que
es miserable se olvide de sus desventuras y procure
vivir al menos con algunas imágenes de satisfacción,
de manera que no tenga siempre presente el objeto de
sus miserias. Si esto se usa bien, se trata de un engaño
que tiene honestidad, ya que es un olvido moderado
que sirve de descanso a los infelices; y aun cuando sea
escaso y peligroso consuelo, de todos modos no puede
prescindirse de ello para respirar de algún modo. Y
será como el sueño de las mentes agobiadas, teniendo
un poco cerrados los ojos del conocimiento de la pro-
12. Esta última consideración, de claro espíritu barroco, se refiere a la imposibilidad que se tenía en la época de distinguir entre verdad y apariencia,
entre vigilia y sueño, entre libertad interna y servidumbre externa. Como
dice Segismundo al final de La Vida es sueño: “¿Qué os admira? ¿Qué os
espanta,/ si fue mi maestro un sueño,/estoy temiendo en mis ansias/que he
de despertar y hallarme/otra vez en mi cerrada/prisión? Y cuando no sea,/el
soñarlo solo basta;/ pues así llegué a saber/que toda la dicha humana,/ en fin,
pasa como sueño. Cfr. Calderón de la Barca, Pedro (2001). La vida es sueño,
Madrid: Aguilar, pp. 1120-25.
301
La república de la melancolía
VI. El gobierno de los otros
pia fortuna, para mejor abrirlos después de un breve
reposo.13
embargo, la misma idea de la religión como espacio de ficción
o de la utilidad pública del engaño político es de suya antigua.
Aun así, la más virulenta reacción antimaquiavélica comienza
con los tratadistas hispanos, principalmente con los teólogos y
juristas promovidos por la Compañía de Jesús.
En Francia, entre los defensores continentales de la simulación
política tenemos al Cardenal Giulio Mazarino, mejor conocido
por su actividad como valido de Luis XIV y su política antihispana. En su Breviare des Politiciens (1684), Mazarino reivindica a la simulación como el principal arte de gobernar con
el que debe contar el monarca; además, en un tono parecido
al del filósofo Leo Strauss, Mazarino realiza una sutil crítica a
Maquiavelo por haber develado los arcanos del poder político:
“No trates de descubrir los secretos de los poderosos: si se divulgaran, se sospecharía de ti” afirma en su pequeño tratado.14
En este sentido, Mazarino se asume como un maquiavelista
descarnado que considera más importante la simulación que la
disimulación por los grados de engaño que esta contiene.
Además, Mazarino señala que en el intrincado juego cortesano, solo los que dominan a la perfección las técnicas de simulación pueden conservar su prestigio político y obtener el favor
de los poderosos. Por ello, Mazarino establece que es más importante “conocer a los demás” que “conocerse a sí mismo” y
que, en tal caso, es preferible que se analice la manera en cómo
nos damos a conocer a los otros a fin de llegar a un mejor manejo de nuestra propia conducta política. Lo relevante de estas
consideraciones, es que los tratadistas españoles se opondrán
fuertemente a la obra de Mazarino para que por medio de tales
críticas se realice una lectura del capítulo XVIII de Il Principe.
En general, el principal motivo que provocó la reacción católica a este capítulo de la obra del secretario florentino radica
en el empleo instrumental que hace Maquiavelo de la religión
y en su justificación política de la simulación de la conducta
cristiana. Para Maquiavelo está claro que un gobernante de
confesión cristiana puede simular virtudes o faltar a su palabra
siempre y cuando sus acciones favorezcan a la república; sin
13. Acetto, Torquatto (2005). La disimulación honesta, Buenos Aires: El cuenco de plata, Buenos Aires, pp. 123-24.
14. Mazarino, Giulio (2007). Breviario de Políticos, Barcelona: Random House Mondadori, pp. 78.
302
La estrategia jesuita de lectura se basa en lo siguiente. Primero
se hace una distinción analítica entre mentira y disimulación.
Segundo, se hace una crítica de la simulación política y se justifica de manera teológica las virtudes de la disimulación. Por
último, se propone una definición cristiana de la disimulación
o, como se conoce en la época, de la posibilidad y necesidad de
una especie de “disimulación honesta”. La primera distinción
entre mentira y disimulación se encuentra en el jesuita Pedro
de Ribadeneira. Siguiendo la estela agustiniana, Ribadeneira
considera que la política, la razón de Estado y la disimulación
son elementos positivos siempre y cuando se ajusten a los principios de la dogmática cristiana. Es por ello que el sacerdote
jesuita se pronuncia en favor de la disimulación honesta y en
contra de la simulación política. La primera es entendida como
un tipo de mentira referida a los actos y los comportamientos.
La segunda como un tipo de mentira referida a las palabras. Si
la mentira por palabras se denomina “simulación” y la mentira
por “obras y señas exteriores” recibe el nombre de “disimulación”, entonces la simulación es un problema exclusivamente
moral, no político. En cambio, la disimulación no es perniciosa
debido a la finalidad teológico-política que persigue:
El príncipe debe vivir con gran recato y secreto y disimulación, y armado de todas armas, para que los otros
príncipes y amigos fingidos no le puedan ofender;
pero que ha de ser de manera que no se haga discípulo
de Maquiavelo, ni por la prudencia de serpiente pierda la simplicidad cristiana y de paloma (Ribadeneira,
Pedro de (1868). Tratado de la religión y virtudes que debe
tener el príncipe cristiano, Madrid: Biblioteca de Autores
Españoles, pp. II-XLIV).
Anticipándose a las posibles críticas más ortodoxas, Ribadeneira
añade que ni el secreto de Estado ni la disimulación principes303
La república de la melancolía
VI. El gobierno de los otros
ca, ni mucho menos el faltar a la palabra u obrar de manera
engañosa es propiamente “mentira” si se ha tomado como un
medio político para conseguir un fin religioso. En sus propias
palabras, esta actitud responde a una regla prudencial, al “hacer las cosas con prudencia para bien de la república”. Bajo este
contexto vale la pena preguntarse si acaso las afirmaciones del
sacerdote jesuita ¿no son más bien una defensa oculta de simulación maquiavélica o, mejor dicho, una forma de disimulación
política través del lenguaje teológico?
moral cristiana. La disimulación, por el contario, es beneficiosa
a quien se sirve de ella porque lo conduce inevitablemente a
la idea de prudencia. Recuperando la idea clásica del “buen
gobernante” como phronimoi, Ribadeneira señala que sin la
prudencia, de origen divino y cristiano, ningún príncipe puede
gobernar satisfactoriamente:
En efecto, la argumentación de Ribadeneira parece tener
como supuesto un tipo de maquiavelismo oculto, un tipo de
reflexión maquiavélica construida con el lenguaje católico
de la época. Nuestro autor justifica la razón de ser de la disimulación mediante razones de tipo religioso, político y
pragmático considerando que una disimulación será válida
siempre y cuando existan motivos religiosos para hacerlo. Así,
mediante la aplicación del lenguaje de la teología moral y del
humanismo cristiano promulgado con los decretos tridentinos,
Ribadeneira justifica la utilización política de la disimulación
y su empleo en asuntos de religión. El concepto clave que le
permitirá realizarlo es el de “prudencia”. La prudencia, y en
ocasiones la noción de “justicia” y “honestidad”, le permitirá a
los teóricos españoles distinguir entre la disimulación con fines
legítimos y la disimulación con intenciones perversas. De este
modo Ribadeneira establece dos tipos de disimulación:
“Hay dos artes de simular y disimular: la una, de los
que sin causa ni provecho mienten y fingen que hay lo
que no hay, o que no hay lo que hay; la otra, la de los
que sin mal engaño y sin mentira dan a entender una
cosa por otra con prudencia cuando lo pide la necesidad o la utilidad” (Pedro de Ribadeneira, Tratado de
la religión y virtudes que debe tener el príncipe cristiano,
1595: II: XXIII).
Una vez hecha la distinción entre mentira y disimulación,
Ribadeneira realiza una fuerte crítica de la simulación política. La simulación es perniciosa porque su empleo conduce al
engaño y practicarla implica una violación de los códigos de la
304
“Platón dice que ninguno que no fuere prudente
podrá bien gobernar… y dos cosas son las más necesarias para un príncipe: que sea santo en su casa y
valeroso fuera; pero en lo uno y en lo otro prudente,
y por eso Salomón agradó tanto a Dios, porque no le
pidió honras ni riquezas, ni salud ni venganza de sus
enemigos, sino sabiduría y prudencia para gobernar el
reino…Esta prudencia debe ser verdadera prudencia,
y no aparente; cristiana y no política; virtud sólida y
no astucia engañosa” (Pedro de Ribadeneira, Tratado
de la religión y virtudes que debe tener el príncipe cristiano,
1595: II: XXIII).
Al mismo tiempo, los textos del sacerdote jesuita nos permiten
analizar la forma en que se da un giro “teológico” en el discurso de la disimulación, particularmente cómo se introduce la
“honestidad” como la dimensión ética de la disimulación. Su
especificidad radica, en consecuencia, en servir como criterio
moral que ayuda a distinguir entre formas aceptables de prudencia y formas no aceptables. De modo que el ejercicio cristiano de la “disimulación honesta” implica una sabia conjunción
entre prudencia y justicia, entre reflexividad y normatividad.
Si la prudencia favorece al gobernante cristiano a ser más justo
en sus actos y decisiones, la disimulación honesta le permite
desarrollar sus habilidades como príncipe prudente. Por ello,
Aristóteles, en vez de entender al “hombre prudente” como
phronimoi –tal y como lo hace su maestro Platón–, él decide
nombrarlo como volentikos, como el sujeto que es capaz de deliberar de manera correcta según las circunstancias. Finalmente,
para que la “honestidad” –un predicado totalmente moral– no
contradiga los principios utilitaristas en los que se basa la disimulación política, se requiere que se conciba a la disimulación
en un sentido más amplio: la disimulación antes que una nor305
La república de la melancolía
VI. El gobierno de los otros
ma universal o técnica política es una forma de contra-poder,
una actitud de resistencia frente a los poderosos. Es por esta
razón que tanto Acetto como Ribadeneira consideran que la
disimulación honesta no es una contradictio in adjecto o una petittio principi, ni mucho menos una inmoralidad de las artes de
gobernar. La disimulación honesta es la posibilidad que tiene
el disimulador de registrar su conducta a los principios de la
moral cristiana y, por consiguiente, la disimulación se torna en
algo positivo para quien la ejerce. Concluye Ribadeneira señalando que la “disimulación honesta” se entiende como el decoro
de las virtudes, espejo de virtud, refugio de los defectos o simple y
llanamente como arte de prudencia.15
la di/simulación produce un fuerte vínculo entre espacio y literatura política, vínculo que se inserta en una relación dinámica
entre la “Corte” como lugar donde se desarrolla lo político y la
conducta cortesana que debe seguir todo el que ingrese en ella.
Originalmente concebida como una técnica política, las
ideas acerca de la simulación y la disimulación se irán extendiendo desde el Renacimiento hasta el Barroco como una virtud epistémica inserta en diversas prácticas sociales. Debido a
su contexto de significación, el par conceptual “simulación-disimulación” adquiere una dimensión cortesana la cual es menester precisar. Durante el siglo XVI europeo, la di-simulación
está vinculada con la vida cortesana y la literatura política conocida como “espejo de príncipes”. Para el siglo siguiente las
cosas cambian. En gran parte del siglo XVII, ambos conceptos
se remiten al problema, más práctico que teórico, de la adulación y la prudencia política. Aun así, habría que hacer algunas
precisiones terminológicas. En la literatura de “espejos de príncipes” se establecen modelos ideales de “príncipe cristiano” y
reglas prácticas de gobierno. La relación predominante en este
tipo de literatura es la surgida entre el príncipe y sus cortesanos, y la del príncipe con su pueblo. Por su parte, la literatura
“cortesana” establece modelos de comportamiento cortesano
y conducta nobiliaria. La relación predominante en este tipo
de literatura es entre príncipe y corte o, en su defecto, entre
cortesanos. El problema que aquí me interesa destacar es cómo
15. Bajo este tenor, Diego Tatián afirmó que “la disimulación honesta es
el poder de los que no tienen poder, la herramienta de los justos: mísero el
mundo, si la disimulación no acudiera en ayuda de los míseros”. Cfr. Tatián,
Diego (2004). “La disimulación honesta” en El lado oscuro, Córdoba-Argentina: Ferreyra Editor, pp. 16.
306
En la educación cortesana, la disimulación juega un papel más importante que la simulación. En Il Corteggiano de
Castiglione, por ejemplo, la simulación es vista como un rasgo
antropológico, como una propiedad intrínseca a la naturaleza
humana: ningún ser humano es capaz de no fingir lo que es
realmente, ya sea para sobrevivir o para beneficios póstumos.
Lo que ocurre es que esta condición “natural” se acentúa en la
vida cortesana debido al carácter eminentemente político del
ser humano. La disimulación, por el contrario, es una construcción totalmente artificial, un artificio que produce el ser
humano para manipular su conducta. En el caso de la obra de
Castiglione –que está por demás aseverar su rasgo paradigmático durante el Renacimiento–, la disimulación es un término
que se relaciona directamente con el concepto de sprezzatura.
Para Castiglione como para los humanistas italianos, la disimulación es el modo mediante el cual se dice una cosa y se
entiende otra, es la forma artificial con la que el sujeto político
oculta sus actos y palabras:
No es todavía inconveniente que un hombre que se
sienta valer en una cosa, procure hábilmente la ocasión
de mostrarse en aquella, y al mismo tiempo esconder
las partes que son poco laudables, el todo empero con
algún advertido disimulo (Castigione, Baltasar (1993).
Il Corteggiano, 1528: II 40).
Al respecto, Peter Burke insistió en que la obra de Castiglione
es la que mejor representa el “paradigma cortesano” porque es
en ella donde se da la primera integración entre el lenguaje del
humanismo cívico y los comportamientos nobiliarios desarrollados en las cortes europeas. Con este cambio, el “cortesano”
deja de ser una figura accidental de las monarquías europeas
y pasa a convertirse en una profesión con su propia técnica de
comportamiento, lenguaje y procedimiento. Si la actividad cortesana es una profesión con su propio fin y procedimiento, esta
307
La república de la melancolía
VI. El gobierno de los otros
actividad requiere de determinadas herramientas teóricas e
instrumentales prácticos para su desarrollo. Tales instrumentos
son las artes de la simulación y la disimulación. No obstante,
con la moderna transición de las repúblicas a los principados,
el nuevo modelo de gobernante no requiere ya de la “disimulación de las maneras”, sino de actuar conforme al “interés
de Estado”. Un príncipe de tipo “maquiavélico” está menos
preocupado por sus modales y comportamientos públicos que
por su acentuado interés por ampliar, mantener y proteger a su
Estado.16 Este cambio de énfasis opaca, en cierta medida, la importancia de la disimulación en el comportamiento cortesano;
sin embargo, con todo y el declive de las formas cortesanas de
representación del mundo, existe un personaje que se encargará de revitalizar la dimensión cortesana, política y estética de la
disimulación: el enigmático escritor jesuita, Baltasar Gracián.
culmen en los escritos de Baltasar Gracián. En efecto, Gracián
es uno de los primeros teóricos de la razón de Estado que
abandona el modelo estatalista de reflexión política para situar
“lo político” en un espectro más amplio. Al ampliar el margen
donde se circunscribe lo político, Gracián es capaz de pensar la
política en términos de subjetividad individual.
La obra de Gracián parte de una incrementada desconfianza
en la vida cortesana como de un sutil pesimismo antropológico. Circunstancias que solo son posibles en el horizonte político-cultural del barroco europeo. En un periodo histórico como
el Barroco, donde todo lo que acontece son signos del desengaño y la fragilidad humana, surgen varias obras ético-políticas
que dan cuenta de la caída del esteticismo cortesano. Dicha crisis radicaliza las posibilidades del artificio y ridiculiza las necesidades de la corte no sin antes proponer formas concretas para
simular la conducta y ocultar la verdad. Como es de esperarse,
uno de los más efectivos artificios con los que cuenta el sujeto
barroco para su sobrevivencia radica en la disimulación, pero
¿cómo funciona la disimulación en los espacios hispánicos, qué
significados puede tener, bajo qué contexto discursivo surge?
En la España áurea el problema de la disimulación en sentido cortesano y de la disimulación de uno mismo adquiere su
16. Peter Burke considera que la obra de Castiglione fue de suma importancia en la primera etapa del Renacimiento “cuando se imponía domesticar
a una nobleza ruda y proclive a la guerra”, pero, pronto se vería traslapada
con la transición de repúblicas a principados donde se requería mayormente
de una relación estrictamente política. Cfr. Burke, Peter, (1998). Los avatares
de El Cortesano. Lecturas y lectores de un texto clave del espíritu renacentista, Barcelona: Gedisa, pp.144.
308
En varias de sus obras políticas, y sobre todo en su obra
magna El criticón, se comienza a delinear un tipo de reflexión
filosófica donde lo político atraviesa los pliegues de la propia
subjetividad, por las prácticas que el sujeto se impone para
transformarse a sí mismo. En este sentido, Gracían habla de
una “razón de Estado de ti mismo” donde las reglas y máximas
son aplicadas al incremento de la subjetividad, a la conservación del ser de cada uno. Bajo este paisaje intelectual se situa la
reflexión de Gracián acerca de la disimulación de uno mismo y
de los demás. Para el escritor aragonés, la “política” se concibe
como el “saber práctico del hombre”, como un “juego de verdad” donde el saber y el poder se entremezclan. En este caso,
la política aplicada a uno mismo, la “política de cada uno”
como la llama Gracián, es la que nos conduce al “arte de ser
personas”. El “arte de ser personas” consiste, por consiguiente,
en un código de conducta donde la prudencia, la astucia, la
discreción, la sabiduría, la simulación y disimulación son los
componentes que permiten al político y, a cualquier persona
en particular, gobernarse a sí mismo y gobernar a los otros,
evitar el engaño y detectar la mentira, ser rey por artificio más
que por naturaleza.
M. Pareja y Navarro ha dicho al respecto que las reglas de
conducta proporcionadas por el “arte de ser persona” le sirven
al político y hombre del común “para engrandecer su reino y
engrandecerse a sí mismo; para vencer y no ser vencido […]
para conocer a fondo las complicadas artes de gobernar a los
pueblos y los más recónditos sentiminetos del alma humana”.
Bajo tales supuestos vale la pena cuestionarse sobre la posibilidad fáctica y la legitimidad política de la “razón de estado
de individuo” a fin de comprender el papel que Gracián le
otorga a la disimulación en su sistema filosófico. En primer lu309
La república de la melancolía
VI. El gobierno de los otros
gar, para nuestro autor la “política” es la sabiduría que enseña
a vivir. Gracián afirmó en Oráculo Manual:
de Gracián con la tratadística de la razón de Estado. Sin dudar
de la existencia de dicha relación, considero pertinente señalar
que si bien Gracián no es un teórico de la política o un tratadista en sentido estricto, su obra puede considerarse como uno de
los primeros intentos modernos por concebir al individuo en
términos políticos más que epistemológicos. En otras palabras,
si Descartes abre la subjetividad moderna en términos epistemológicos, Gracían es el primero que pone en duda la posibilidad de concebir al sujeto bajo tales lineamientos. Para Gracían
el individuo o se construye como sujeto moral o simplemente
es un ente más del mundo.
Procure, el varón sabio tener algo de negociante, lo
que baste para no ser engañado […] ¿De qué sirve el
saber, si no es práctico? Y el saber vivir es hoy el verdadero saber. (Gracián, Baltasar (2003). Oráculo manual y
arte de prudencia, 1647, Madrid: aforismo 233).
Al mismo tiempo, este tipo de “saber vivir” se compone de dos
partes complementarias entre sí. La primera parte se refiere a la
relación entre gobernantes y gobernados, entre el príncipe y su
Estado. Su concepto clave es el de razón de Estado el cual enseña
en que consiste el arte de reinar a los pueblos. La segunda parte
del “saber vivir” radica en la relación política que el individuo
guarda consigo mismo. El concepto que emplea Gracían para
dar cuenta de la especificidad de este tipo de relación es el de
“razón de Estado de ti mismo” que, en otros contextos discursivos, entiende como “la razón especial de ser personas” o la
“política de cada uno”. En segundo lugar, si la razón de Estado
es la concepción política que establece reglas y máximas para
la conservación del poder político, es posible que existan reglas
de carácter similar que permitan al individuo conservarse a sí
mismo, reglas que le permitan adquirir, conservar y aumentar
su “ser persona”. Por último, la razón de estado de ti mismo
es el principal motivo que impulsa la obra gracianesca. Desde
su primer obra –El Héroe (1637)– hasta la redacción final de
El Criticón en 1657, Gracián insiste en que su proyecto teórico
radica en proporcionar un tipo de razón de Estado acorde con
las exigencias de la propia subjetividad, con aquello que nos
constituye como “personas”:
Aquí no encontrarás ni una política ni una economía,
sino una razón de estado de ti mismo, una brújula para
la excelencia, las pocas reglas de discreción para ser
ilustre”. (Baltasar Gracián, El Héroe, 1637; Epístola al
lector).
Algunos interpretes como Jose Antonio Maravall o Elena
Cantarino han insistido en la relación que guardan las obras
310
Esta última consideración explica porqué para Gracián la
“razón de estado de ti mismo” es el camino mediante el cual
el individuo se transforma en sujeto de sus propias acciones, el
momento donde el individuo establece una relación de dominio de sí con la finalidad de construir su propia subejtividad.
Para conseguir tal dominio, tal conocimiento de sí, el sujeto
debe ser capaz de ocultar los designios del entendimiento y
las inclinaciones de la voluntad. Conseguir ambas formas de
ocultamiento solo es posible si el sujeto conoce y emplea las
herramientas del artificio de manera correcta, particularmente
las herramientas referidas al arte del disimulo. “El más práctico saber consiste en disimular […] Es gran arte del regir el
disimular” afirma Gracián.3 En consecuencia, la disimulación o
“arte de ocultarse a sí mismo” es el medio más importante para
gobernar según la razón de Estado, sea esta estatal o individual. En el gobierno de los otros o en el gobierno de sí mismo,
la disimulación constituye la más preciada herramienta que se
requiere en el arte de gobernar.
Al igual que Acetto, Gracián otorga mayor prioridad normativa a la “disimulación” de la propia disimulación. Si las
estrategias de disimulación no logran ocultarse, tales empresas
se tornan en arte vano y peligroso. Así, nada más grande y
virtuoso que ocultar las mismas artes con las que nos disponemos en el mundo civil: “Afecto Tiberio el disimular, pero no
supo disimular el disimular. Consiste el mayor primor de un
arte desmentirlo, y el mayor artificio, en encubrirle con otro
mayor” (Baltasar Gracián, El Héroe, 1637, primor XVIII). Por
311
La república de la melancolía
VI. El gobierno de los otros
tanto, quien es capaz de disimular sus acciones y disimular
la “disimulación de sus acciones” es un sujeto que esta capacitado para vivir en el mundo sin ser engañado o violentado
por la pragmática social: se convierte en aquello que Gracián
entiende elocuentemente como “varón discreto” o “héroe deste mundo”. De tal suerte que la figura del “héroe” o el “discreto” –figura estrictamente barroca que se opone al modelo
del “cortesano” renacentista– está tipificada por un modelo
de conducta que busca conseguir el gobierno de sí mismo y el
gobierno de los otros a través de la prudencia y la galantería,
por medio del genio y el ingenio, con gran “señorío al hablar y
al actuar”. Por lo anterior, Gracián prescribe como regla básica
de discreción el conocimiento de sí: “comience por sí mismo el
discreto a saber, sabiéndose” pues “es efecto grande de la prudencia la reflexión sobre sí” (Baltasar Gracián, El Discreto, 1646,
realce XV). En este sentido hay que insistir que para Gracián
el “discreto” debe ser “diligente e inteligente”, debe ser capaz
de ajustar la sustancia a la circunstancia o, lo que es lo mismo,
de saber mostrarse y ocultarse a sí mismo para poder construir
una fuerte y verosímil imagen de sí.
tenderse, por tanto, como normas políticas para el individuo;
reglas que, además de preparar al individuo para el “saber
vivir”, lo auxilian en el “arte de vencer” a las pasiones, los intereses ajenos, los excesos de los poderosos y la tiranía de la
verdad. Frente al dúctil, vanidoso y voluble mundo humano,
Gracián nos proporciona todo un arsenal aforístico con fuertes
pretensiones prácticas, pues no hay que olvidar –concluye el
jesuita aragonés– que “milicia es la vida del hombre contra la
malicia del hombre” (Gracián, Baltasar (2003). Oráculo manual
y arte de prudencia, 1647, Madrid: aforismo 13).
“En las cosas se necesita la circunstancia y la sustancia,
pero lo primero que encontramos son las apariencias,
y no las esencias. Por el exterior se llega al conocimiento del interior: por el trato (la corteza) se obtiene la
capacidad (el fruto), e incluso a quien no conocemos
lo juzgamos por el porte…Una verdad fuerte, una razón valiente y una justicia poderosa se deslucen sin un
buen modo, y con él todo se mejora” (Baltasar Gracián,
El Discreto, 1646, realce XXII).
Como puede apreciarse, Gracián ofrece diversas salidas que
componen al “varón discreto” y no es ocasión pertinente discurrir aquí el supuesto “maquiavelismo oculto” de este catalogado “antimaquiavelista” aragonés. Lo que sí debemos tomar
en cuenta es la intención explícita de Gracián por construir un
andamiaje conceptual que le permite establecer una “razón de
estado de ti mismo” individual basado en la prudencia y las
artes de disimular. Las reglas del Oráculo manual pueden en312
El análisis histórico-semántico de los momentos políticos como de los momentos cortesanos de la problemática permite apreciar el significado “político y social”
que tienen los términos “simulación” y “disimulación”
durante el periodo Barroco y, por consiguiente, se
puede mostrar en qué medida la tratadística española
transformó el lenguaje cortesano y logró instituirlo
más allá del espacio de la Corte para configurarlo como
un lenguaje político estrictamente moderno. Por tanto,
el análisis comparativo de historia conceptual muestra las diferencias e implicaciones que tuvo el modelo
español de comportamiento político en relación con el
modelo francés y el modelo italiano para así mostrar el
lado hispánico de la subjetividad moderna.
La ampliación gobernante
La primera pregunta que intentaron responder los escritores
políticos del Barroco radicó en saber si es posible enseñar el
arte de gobernar y, como expliqué a lo largo de este ensayo,
la respuesta es afirmativa. Efectivamente, el arte de gobernar
puede ser en enseñado y, por lo tanto, puede ser transmitido y
aprehendido por los individuos. Para los escritores hispánicos,
las vías por donde se transmite el arte de gobernar serán dos:
la experiencia histórica y el consejo político.
Con el auge de la inducción baconiana, la física galileana y la
medicina pre-moderna, la noción de experiencia fue adquiriendo un matiz estrictamente político. La experiencia es de suma
313
La república de la melancolía
VI. El gobierno de los otros
importancia para la política barroca porque este concepto actua como el medio más eficaz para conocer los hechos políticos.
Es por ello que, en la España áurea, el concepto de experiencia
adquirirá, por lo menos, dos usos políticos. El primer uso que
adquiere es descriptivo y está condensado en la expresión “tener experiencia”. El segundo es un sentido normativo y está
localizado mediante la frase “atenerse a la experiencia”. Los
políticos del barroco emplearon el concepto de experiencia en
este último sentido, ya que la experiencia es convertida en un
referente normativo capaz de obligar a las acciones.
máximas de gobierno y tienen como finalidad, la capacitación
del gobernante para ejercer la prudencia y la justicia en las acciones de Estado.
En el Barroco, la frase “atenerse a la experiencia” significó
el “remitirse a lo particular”, “partir de lo dado”, “convertirse
en experto”. Por ello, Maquiavelo no equivocó al equiparar la
experiencia de las cosas con la veritta effetuale della cosa. El “atenerse a la experiencia” supone un tipo conocimiento referido
a lo particular, a lo contingente y lo específico. La ciencia, en
cambio, es conocimiento de las causas, conocimiento de lo universal y lo necesario. En consecuencia, la cuestión fundamental de la epistemología barroca consistió en saber si es posible
una ciencia de lo particular, una ciencia de la experiencia y lo
contingente o, como se decía en la época, una ciencia del gobierno. Desde Aristóteles es reconocido que del conocimiento
de lo particular no se puede construir ciencia alguna; por ello,
para salvar la distancia entre la experiencia política y la ciencia
natural, los escritores barrocos acudieron a las enseñanzas de
la historia.
Para los escritores canónicos del Barroco, la historia constituye la disciplina fundamental mediante la cual se fundamentan los principios de la política. Sin historia, la política se torna
en algo vacío y, por consiguiente, el político carece de orientación teórica para la acción política. Esta actitud positiva frente
a la historia tomó su máxima expresión en la tradición historiográfica del norte de príncipes, tradición de origen humanista
en el que se argumentó por qué es necesario que un príncipe
se oriente políticamente a partir de la experiencia particular
de gobierno y de la experiencia histórica de otros príncipes al
gobernar a su población. Los nortes de príncipes son textos de
carácter normativo en los que se instruye al príncipe mediante
314
A diferencia de la literatura de espejo de príncipes, los nortes de príncipes no solo son testimonio de las hazañas políticas
del pasado, sino que delimitan el campo de lo políticamente
posible por medio de la reflexión normativa de los casos históricos. Esta reflexión política adquirió un estatuto cientifico al
prodecer de manera inductiva. Si el saber histórico procede por
medio de la inducción, entonces a partir de cada caso histórico
es posible extraer leyes políticas y máximas de gobierno. Sin
embargo, tales inferencias no se realizan de manera mecánica
como en la ciencia natural; se requiere, en tal caso, de un control prudencial de los datos históricos con el propósito de que el
lector de los acontecimientos sea capaz de prescribir los casos
políticamente relevantes y definir las máximas que son más
convenientes para la situación política del presente.
Para los historiadores políticos y los consejeros reales no
existe duda de que la historia es experiencia política acumulada:
una fuente primigenia de donde emanan las reglas del juicio
político. Uno de los teóricos políticos barrocos más influyentes
como Furió Ceriol señaló que “las historias no son otra cosa
que un ayuntamiento de varias y diversas experiencias de todos los tiempos y de toda suerte de hombres” (Fadrique Furió
Ceriol, El consejo y Consejeros del Príncipe, 1559: Dedicatoria). De
manera que, si las artes de gobernar deben involucrar necesariamente las enseñanzas políticas de la historia, esta historiografía política debe poseer un estatuto científico razonable
y con una eficacia política comprobada históricamente. El
estatuto científico de la práctica histórica no reside en el conocimiento de las causas o en la pretensión del esclarecimiento
de las esencias de los acontecimientos, sino en la búsqueda de
un comportamiento general del gobierno: las reglas que subyacen
al ars gubernatoria y las máximas morales que lo representan
como un saber legítimo. Del conocimiento de las regularidades no existe certeza, pero sí, como pudo anticiparlo Baltasar
Álamos de Barrientos, una fructuosa probabilidad: “en ciencia de
contingentes las más veces se acertará y erráse en muy pocas”
315
La república de la melancolía
VI. El gobierno de los otros
(Álamos de Barrientos, Discurso político al rey Felipe III al comienzo de su reinado, 1598: 42).17 La historia, entonces, se concibió
como maestra de políticos porque con la enseñanza histórica se
objetiva la experiencia política pretérita la cual, a su vez, sirve
como criterio de conducta y principio de orientación para la
acción política. Además, si la prudencia constituye la máxima
expresión de la razón gubernamental y la condición necesaria
para que un gobernante domine el arte de gobernar, entonces
en el conocimiento de la historia radica el primer momento de
la educación del príncipe, ya que el saber histórico es el arte de
la prudencia política. En De la historia para entenderla y escribirla
(1611), el historiador real, Luis Cabrera de Córdoba estableció:
miento del pasado y el control del presente ayudan a predecir
el futuro. El manejo instrumental del pasado favorece el arte
de gobernar y garantiza la conservación del Estado, pues los
tacitistas consideran que al gobernante se le debe educar para
que tenga un control prudente del presente, un conocimiento
considerable del pasado y un parsimónico estado de alerta
frente al futuro.
Uno de los medios más importantes para alcanzar la
prudencia tan necesaria al príncipe en el arte de reinar;
es el conocimiento de las historias. Dan noticias de las
cosas hechas, por quien se ordenan las venideras, y así
para consultar son utilísimas (Luis Cabrera de Córdoba,
De la historia para entenderla y escribirla, 1611: 11).
La prioridad normativa de la historia queda explicada, en gran
medida, debido al tipo de argumentación del discurso político
barroco, así como a la revitalización que tuvo la historia política de la mano de algunos historiadores de la antigüedad como
Tácito, Plutarco, Tucídides, Polibio y Suetonio. No obstante, la
historia como ciencia y los alcances políticos que esta puede tener fueron ajenos para los publicistas del barroco. Al respecto,
existieron tres vertientes normativas de cómo debe entenderse
la historia como clave política.
La primera vertiene defendió a la historia como juego de
temporalidades. Esta forma provenía directamente de los
escritores tacitistas. Para algunos autores como Álamos de
Barrientos, Diego de Saavedra Fajardo o Antonio Pérez, la historia opera como un juego de temporalidades en el que el conoci17. Contrario a la tradición ilustrada de la formación de “leyes históricas”,
los escritos del barroco acudieron a la regularidad de los lugares comunes
de la política en la historia. Al respecto, Saavedra Fajardo, sus emblemas,
comentó “ninguna cosa nueva debajo del sol. Múdanse las personas no las
cenas, siempre son unas las costumbres y los estilos”.
316
Con este principio pueden muy bien leer todos que
hallarán en este jardín de la historia todas las hierbas,
raíces y flores que pueden servir para conservar su
salud y sanar la enfermedad en que cayeren algunos
miembros de esta monarquía…sin meterme en otras
mil alabanzas de la Historia por no derramarme tanto,
ni salir de este principio que tengo por el más necesario en la vida política…ningún camino hay más fácil
para la instrucción de la vida que el conocimiento de
las cosas y sucesos pasados y las historias (Antonio
Pérez, Suma de Preceptos justos, necesarios y provechosos,
1594: 42).
La segunda vertiente supone que la historia es un ejemplo.
Para algunos escritores como Pedro Fernández de Navarrete,
Lorenzo Ramírez de Prado o Andrés Mendo, la historia es un
testimonio de ejemplos en los cuales se pueden extraer lecciones morales y hazañas políticas. Sustentada en la tradición
humanista de los exempla, los escritores políticos en favor de
esta concepción apelaron a la historia para justificar un hecho
concreto, una decisión política o para legitimar una acción estatal. Estos consejeros fueron grandes humanistas al estilo de
un Pietro Andrea Canonieri o Erasmo de Rotterdam y favorecieron una versión instrumental del saber histórico.
Por último, la tercer vertiente estipuló a la historia como
norma. Para algunos historiadores del barroco, la historia
entendida como norma tiene la finalidad de proveer el conocimiento necesario para desarrollar el máximo de la prudencia
del gobernante. En el arte de gobernar, las lecciones del pasado
fundamentan la prudencia y permiten al gobernante aumentar
su propia experiencia política. Esto supone que el conocimien317
La república de la melancolía
VI. El gobierno de los otros
to del pasado posibilita el almacenamiento de la experiencia de
otros gobernantes y de otras naciones; de manera que este tipo
de conocimiento le evita al gobernante adquirir “experiencias
negativas” o experiencias políticas que solo el tiempo puede
preever. Por consiguiente, la historia es importante para el
gobernante porque puede experimentar situaciones políticas
extremas, situaciones de excepción y situaciones límite sin que
su Estado o su prestigio político esten involucrados. Gracias
a la historia y a la recreación que de ella hace su imaginación,
el gobernante puede comprender las rebeliones populares,
los golpes de Estado, las intrigas cortesanas, y saber cómo
proceder en un caso similar apoyándose en las acciones que
tomaron otros gobernantes. La mayoría de estos escritores políticos formaron parte de la estructura política de la Corona y
cumplieron funciones políticas como secretarios, ministros, válidos, privados y consejeros reales, lo cual les permitía incidir
directamente en las decisiones políticas en turno.
el consejo es la solución para adquirir la correcta ciencia del
gobierno.
Lo común a estas tres formas de concebir lo histórico es la
disposición instrumental y la importancia política que le otorgaron a la historia como una forma de saber político. Ya sea
como tiempo, como norma o como ejemplo, la experiencia histórica constituyó el eje principal con el cual se articuló el arte
de gobernar y, sin esta experiencia, el gobernante difícilmente
posee un principio de orientación moral y prevención política. La historia fue el horizonte de comprensión de la política
barroca al constituirse como la ciencia suprema de las artes de
gobierno. Por esta razón, es menester preguntarse cómo es que
puede aprenderse este tipo de conocimiento y bajo qué medios
se transmite y comunica. En la política barroca existieron diversas soluciones por las cuales el pasado puede ser aprehendido:
aprehensión directa (lectura de fuentes) y consideraciones
externas (consejos políticos). Algunos escritores argumentaron que la ciencia del gobierno solo puede aprenderse con el
ejercicio constante de la práctica política; otros, señalaron que
el consejo político es una condición necesaria pero no suficiente para desarrollar el arte de gobernar y, por último, algunos
consideraron que una sabia conjunción entre la experiencia y
318
Finalmente, si los consejos políticos son la fuente de donde
procede gran parte de la sabiduría política ¿de dónde proceden tales consejos? En general, los consejos políticos procedían
de los libros históricos, de la sabiduría real y de la experiencia
práctica de los consejeros políticos. Los primeros soportes parten de una situación coyuntural. Por ejemplo, algunos de los
textos políticos más leídos por los Hasburgo fueron las obras
de Tácito y Polibio, mediados por la interpretación de Lipsio
y Althusius. En cambio, la sabiduría real no poseía muchas
fuentes, ya que se acotaban a la suma preceptos y acciones políticas establecidas por Alfonso el Sabio, Fernando el Católico
y algunas máximas atribuidas a Carlos V. En contraste, el problema de los consejeros políticos no tuvo la misma difusión.
Por un lado, existieron personajes que se asumieron como los
detentadores legítimos del saber histórico: los consejeros reales más cercanos al monarca. Por otro lado, muchos de estos
consejeros fueron grandes teóricos de la política que extrajeron
el consejo político de textos clásicos, referencias bíblicas, anales
de gobierno y, sobre todo, de su propia imaginación histórica.
Sin embargo, el consejo político, al ser una noción subsidiaria
de la experiencia histórica, dejó prontamente de ser tematizado filosóficamente para constituirse como un elemento básico
de los comportamientos políticos. El olvido del consejo como
entidad normativa y la marginación como simple doxa de gobernante dan cuenta de la ruptura semántica que trajo consigo
las formas ilustradas del discurso político-normativo y, con
ello, de la pérdida material y política que supuso la caída de
las monarquías ibéricas. Al igual que la literatura medieval del
espejo de príncipes, la literatura barroca del consejo político tendió paulatinamente al olvido y fue sustituida por los tratados
de ciencia política desarrollados por los philosophes de cuño
ilustrado.
319
EPÍLOGO
EL ETHOS BARROCO DE LA MODERNIDAD:
UN ENSAYO DE DEFINICIÓN
José Luis Villacañas Berlanga
Aunque otros pensadores más recientes han actualizado la
orientación, fue Weber el primero que se preocupó de las relaciones entre la subjetividad y la objetividad, en tanto esferas
que no estaban determinadas por lógica de la necesidad alguna. Frente a las teorías que por su época proliferaban, y que
desde el marxismo hasta Nietzsche, intentaban relacionar de
forma sistemática ambos aspectos, Weber habló de una forma
tal que imputaba una relación causal contingente a elementos
subjetivos respecto de ciertos rasgos de la objetividad. Esta imputación causal ha sido con frecuencia malentendida, en tanto
se ha pensado en analogía con la determinación marxista, solo
que de una naturaleza inversa. En realidad, no era así. El elemento subjetivo al que se podía atribuir efectos causales jugaba
dentro de una constelación multifactorial y no podía operar
jamás como una causa suficiente. Se trataba de identificar una
causación necesaria entre otras posibles causas, estas producidas por instancias subjetivas y objetivas. En esa constelación
histórica singular, los elementos subjetivos, organizados en un
ethos, eran tanto más operativos cuanto más poseyeran esa cualidad, poco definida, que Weber llamaba afinidad electiva, un
término de la vieja química, que ya Goethe había usado para la
literatura, y que venía a cubrir aquellas zonas oscuras y últimas
sobre las que se basa siempre la racionalidad moderna, de las
que Kant ya había ofrecido un ejemplo, muy significativo, en
321
La república de la melancolía
Epílogo
su afinidad trascendental entre el dispositivo categorial del sujeto y el contenido material de las representaciones del objeto.
mación moderna que nos llevó al capitalismo y a la ciencia moderna? Y si quisiéramos hacer todavía más complejo el asunto,
podríamos invocar a G. Jellinek y recordar el asunto del origen
de los derechos humanos en el pensamiento de las sectas reformadas y ampliar el esquema de este modo: ¿Qué tiene que ver
la melancolía que domina el imaginario de la sociedad europea
desde el inicio del siglo XVII con esta autoafirmación que ya
está encerrada en el propio título de “derechos humanos”? Y
como no podemos olvidar que estamos en el territorio de la
afinidad electiva entre dimensiones subjetivas y objetivas, en
todo el planteamiento de este libro domina la pregunta: ¿cuál
es la política y la institución objetiva electivamente afín a esta
centralidad de la melancolía? Aquí podríamos añadir: ¿qué tiene que ver esa política afín con la melancolía con la objetividad
del capitalismo, de la ciencia y de la comunidad política que
acepta y reconoce los derechos humanos?
Sin duda, los aportes de Foucault sobre los procesos de genealogía de la subjetividad, han permitido hacer más complejos
los esquemas de Weber y preguntarnos por el origen mismo de
ese ethos. Sin embargo, no cabe duda acerca de que se trata de
una misma línea de aproximación, que en cierto modo tiene su
ancestro común en la obra final de Nietzsche. Por supuesto, no
es el único despliegue de la aproximación weberiana. Aunque
por caminos diferentes, que tienen que ver con la reconstrucción interna de la historia de la ciencia desde Cassirer hasta
T. S. Kunh, la operación de Blumenberg de interrogarse por
la legitimidad de la modernidad, ya por sí misma, permite una
exégesis weberiana, sobre todo cuando descubrimos que la respuesta de esa legitimidad no reside sino en la propia estructura
de una subjetividad que emprende de forma muy consciente
el camino de la autoafirmación. ¿Ahora bien, el ethos definido
por Weber, acaso no supone una autoafirmación? ¿Es posible
sin ella? La pregunta, que muestra la afinidad entre Weber y
Blumenberg, podría decir: ¿la autoafirmación respecto al control de la realidad que dio lugar a la ciencia moderna, es de
naturaleza diferente de la autoafirmación respecto del control
pulsional que se sitúa en la base del ethos reformado que dio
lugar al capitalismo? Frente a este paralelismo, la pregunta de
un foucaultiano podría ser: ¿cuál es la genealogía de una subjetividad que se autoafirma como esquema de su conducción
general ante la vida? ¿Qué proceso de subjetivación culmina en
un ethos de la autoafirmación?
Solo con invocar estas pinceladas de la historia intelectual
de la modernidad ya estamos en condiciones de identificar que
el problema que aborda el joven investigador Ángel Octavio
Álvarez Solís es central e importante para fijar la percepción
sobre este proceso de largo alcance y temporalidad estructural
que hemos llamado modernidad. Pues el problema que plantea su libro podría ser definido así: ¿Qué tiene que ver el ethos
barroco de la modernidad con el ethos weberiano? ¿Qué tiene
que ver el amplio dominio de la melancolía tal y como se verifica desde el inicio del siglo XVII con este episodio de la autoafir322
Así que no parecía una exageración decir que este libro
aborda aspectos sustantivos de la percepción que sobre la modernidad podamos organizar en nuestro presente. Y es muy
digno de apreciar que, a pesar de su extrema juventud, el Dr.
Álvarez Solís se haga cargo de todo lo que sobre esta relación
entre subjetividad y objetividad se ha dicho por los más importantes maestros del pensamiento del siglo XX. Esto confiere a La república de la melancolía ese doble aspecto de un libro
que se hace cargo de una tradición y de libro que refleja las
inquietudes de la generación más joven que ya sospecha que
las herramientas intelectuales que se han puesto en marcha
para pensar nuestro propio presente no son del todo afiladas.
En este sentido, este libro encierra una suerte de promesa y una
suerte de cumplimiento. Hacerse cargo y cuestionar son dos
actividades intelectuales en tensión, desde luego, pero encierran la clave de la crítica objetiva. Que esta crítica se produzca
con la frescura y la desinhibición que todos tenemos derechos
a esperar de una inteligencia joven, nos ofrece el placentero
espectáculo que produce la certeza de que el tino y el juicio
están asegurados por una generación más sobre la faz de esto
que podríamos llamar una inteligencia hispana, una inteligencia que se expresa con madurez inusitada en este idioma que
323
La república de la melancolía
Epílogo
ya es más americano que español, pero que no por eso puede
adueñarse de sí mismo sin realmente comprenderse como una
de las grandes formas posibles de ser euroamericano.
Walter Benjamin, y que constituye unos de los sutiles arcana de
un tiempo que los condenaba a mantener en secreto este diálogo.
En este sentido, se sigue aquí un diálogo regido por el signo del
barroco. Pero cuando llegamos a Benjamin entonces identificamos el problema en toda su complejidad. Y no es un azar que
el motto del libro sea la cita sobre la alegoría como la ruina del
pensamiento. La otra cita procede de Cioran, que a su vez procede
de otra de Nietzsche mejorada. La mera invocación de la ruina del
pensamiento ya define los presupuestos de una genealogía. En el
origen de este elemento estructural del barroco, que es la alegoría,
es preciso definir un proceso de destrucción, de ruina. Y parece
que sin ese dinamismo, la operación de la teologización de los
conceptos políticos, o de politización de los conceptos teológicos,
no identificaría el fenómeno ante el cual responde. Que los conceptos políticos sean alegorías del pensamiento teológico, o que
este sea una alegoría de aquel, no dirime el asunto de su identificación como ruina. Y este sería el punto decisivo. Sobre él se podría incluso sugerir que hay un tiempo para la politización de la
teología y un tiempo para la teoligización de la política. Estos dos
procesos marcarían el tiempo en el que se situaría respectivamente la monarquía hispana y la emergencia de los Estados modernos. Ambos dominados por la melancolía, la monarquía hispana
reaccionaria desde el imaginario de la soberanía de la teología,
mientras que los Estados modernos, no menos dominados por el
hecho de que solo les queda el tiempo, reaccionarían desde su autoafirmación elevándose a símbolos teologizados. En todo caso,
Álvarez Solís identifica que esa ruina –que en unos es el final y en
otros es inicio– tiene en la melancolía su síntoma común. Quizá
se podría añadir que esa ruina es la condición de posibilidad del
ethos de la autoafirmación que así tendría en la melancolía su condición de posibilidad interna, su otra cara, de la misma forma que
Kant diría que la historia de la razón moderna no es sino el intento
de hallar los planos de un edificio en ruinas. De esta forma, se
abriría paso la tesis de que en efecto, el barroco sería la condición
de posibilidad de toda modernidad. Pero también podríamos asegurar una de las hipótesis de este libro, que lo barroco podría ser
un lado de toda formación cultural, en tanto que toda formación
hunde sus raíces en la respuesta a una melancolía que la condi-
Pondré un ejemplo de este rasgo libre de la crítica del doctor
Álvarez. Y lo hago porque nos permite avanzar en la definición
del problema de este libro sin prejuzgar la solución ni el desarrollo de su argumento. Y es la manera en que aquí se invierte
el dictum schmittiano según el cual todos los conceptos políticos del cosmos intelectual que se inicia en el siglo XVII, y que
resulta triunfante justamente tras Westfalia, no son en el fondo
sino conceptos teológicos secularizados. Lo que dice el autor
es que parece más verosímil el proceso inverso. Los conceptos
teológicos serían más bien conceptos políticos teologizados.
Sin impugnar el carácter sistemático del siglo, la obsesión de
la búsqueda del orden de las razones, Álvarez Solís ve como
originario el sistema político y sus estrategias de razón de
Estado. Usando de Dilthey recuerda la noción de concepción del
mundo, que no es sino el último reflejo de mirar la época como
un organismo sistemático. Aunque aquí un weberiano, como
yo, tiene problemas con la metáfora orgánica, el ámbito de lo
político ofrecería el suelo desde el que se genera el esquema
de las categorías teológicas. Esta tesis debe sopesarse como se
merece, porque resulta muy interesante. Y no solo interesante.
Tiene un rasgo intuitivo de entrada que nos predispone a su
favor. Lo fundamental y estructurante sería la constitución imperial política de las monarquías europeas y el resultado sería
la reocupación de las categorías religiosas y teológicas desde
aquel suelo. Podemos decir que el espacio teológico estaría sobredeterminado no solo por las exigencias del aparato objetivo
de Estado que se quiere asegurar, sino también por las exigencias de una subjetividad amenazada por la melancolía, que se
expresa en ese aparato objetivo necesitado justo por el espíritu
que lo ha creado, de los refuerzos necesarios de una teología.
El ethos barroco de la melancolía sería así, para nuestro autor, el
agente productor de una visión del mundo articulada y propia
de la sociedad del mundo europeo del siglo XVI y XVII.
Tengo la sospecha que, de este modo, Álvarez Solís insiste en
el viejo y apasionante diálogo que mantuvieron Carl Schmitt y
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325
La república de la melancolía
Epílogo
ciona. En cierto modo, al situar en la “Stimmung” melancólica la
condición de posibilidad de la operación de la teología política,
la época de Schmitt y Benjamin regresaban a los aspectos expresionistas que animaban su propio época y respondían a ellos con
dos opciones complementarias y opuestas: una insistencia en el
proceso que había permitido superar la melancolía con los mecanismos de la autoafirmación moderna (mediante la identificación
del enemigo) y la superación de la melancolía con la expectativa
de un sucesos mesiánico que nos asegure de recuperar aquello
que hemos perdido, y no nos consuelo con lo que hemos tenido
que poner en marcha para aplacar la memoria de la pérdida. La
dudosa cura de la melancolía por el tiempo (elevando un katechon
adecuado) venía así denunciada por la cura de la melancolía que
espera la destrucción del tiempo tal y como está constituido en
tanto repetición natural.
alegoría continua de su propio sueño de poder soberano y de omnipotencia. De la misma manera, el melancólico no implicado en
el Estado moderno, sino situado en sus afueras, como científico o
como parvenus, generaría un ethos obsesivo de autoafirmación que
le llevaría a los fenómenos de control de una realidad devaluada
como pura y desnuda materialidad, o de control de sus propias
pulsiones, que ya no tienen ningún contenido sagrado, mediante
una estructura de trabajo en sí mismo compulsivo, que llevaría al
capitalismo moderno. En todo caso, Estado, ciencia y capitalismo
tendrían un síntoma común, la melancolía y, por lo que supone
de anclar en la pérdida, una devaluación sádica o masoquista, y
en todo caso ascética de la realidad. En este sentido, la tesis de
Benjamin acerca del barroco como una época que busca un estilo sería muy precisa. Pues estilo es ante todo la continua acreditación de una subjetividad frente a la propia imagen ideal. La
búsqueda de estilo no puede llevarse a cabo sino a través de la
autoafirmación ascética. El Barroco hispano se situaría más acá
de esta búsqueda de estilo, y por eso asumiría como estilo propio
ese conglomerado circunstancialista y escéptico, inercial pero que
jamás pierde el contacto con el legado clásico aristotélico, frente al
barroco europeo que emergería en episteme clásica, en el sentido
foucaultiano de repetición e identidad de las ecuaciones formales
básicas de sí mismo. La pregunta que sigue en el aire, entonces,
es por el origen de la melancolía moderna y por la diferente interpretación que de ella se hace. Aquí, quizás, en las diversas interpretaciones y concepciones de la melancolía quizá estaría una de
las claves de la gama de posibles respuestas a esa experiencia y,
en este sentido, quizás se podría llegar a una tipología del barroco que, no en menor medida, podría identificar lo específico del
barroco americano. Y desde luego, si lo barroco es una condición
de toda forma cultural, hallar también lo que podría ser una respuesta a la melancolía que comienza a definirse de nuevo como
Stimmung del presente. Pero este problema excede los límites de
este libro y de este epílogo, cuya doble finalidad consiste en presentar la índole de los importantes problemas que el lector puede
hallar en él y en celebrar la irrupción de una generación joven que
nos interpela con sinceridad y madurez.
Como no podía ser de otra manera, este debate europeo es
relevante para la consideración de la especificidad del debate
americano. Desde la obra de Bolívar Echevarría, que a su vez
recogía la magistral de Lezama Lima, no puede dejar de ser así,
frente a los ensayos de asentar el siglo de las luces en el continente
americano. El planteamiento de Álvarez Solís aquí no es menos
intenso. El barroco de las Indias justificó la independencia. Para
un español esta tesis no es completamente extraña. El barroco
del Carlismo también justificó el intento de independencia de la
monarquía borbónica de los territorios periféricos españoles. Pero
este pequeño comentario no afecta al hilo conductor fundamental
de la obra. Por el contrario, la refuerza. El mapa conceptual podría
quedar así: mientras que la monarquía hispana se atiene a la estructura precisa de la melancolía como su único tesoro psíquico,
pero no es capaz de superar esta experiencia y, al quedar deslumbrada por ella, se atiene al providencialismo de una fe que ya no
es una experiencia subjetiva plena y que corona un consumado
escepticismo respecto al mundo (Saavedra y Gracián serían sus
representantes), el Estado moderno intentaría dominar la melancolía mediante la generación de un ethos compulsivo de autoafirmación, capaz de acallar la pérdida que se sitúa en el origen de
la melancolía con la ganancia de tiempo (base de toda ganancia),
lo que le llevaría a reocupar el territorio de la teología como la
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