La Torre - Enrique Cortés

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Exactamente a las 23:16 del sábado 12 de febrero, el sistema de detección de incendios de la Torre dio la señal de alarma. Siete minutos después se presentó en el lugar la primera de las numerosas dotaciones de bomberos que intentarían sofocar el incendio a lo largo
de toda la noche. Cuando llegaron, el fuego había arrasado ya la
planta 21 del edificio y ascendía incontrolado hacia las superiores.
Las autoridades acordonaron la zona y afirmaron que el edificio había sido desalojado. Pese a ello, las cámaras de los numerosos curiosos que se acercaron a las inmediaciones de la Torre captaron varias siluetas humanas moviéndose en el interior pasada la una de la
madrugada, cuando el fuego consumía ya la mitad superior del edificio. Éste y otros acontecimientos extraños, como un agujero encontrado más tarde en uno de los aparcamientos de la Torre, fueron
desestimados durante la investigación. Los periodistas siguieron el
caso con interés durante semanas, hasta que aparecieron nuevas noticias y lo olvidaron por completo. Cuando los escombros y restos
del edificio fueron retirados totalmente, la investigación había concluido. Según la versión oficial, se trataba de un simple caso de incendio. Eso ya sólo dejó lugar a la especulación sobre lo que pudo
haber pasado. O lo que tal vez pasó.
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Así sucederá al fin del mundo: saldrán los ángeles,
separarán a los malvados de entre los justos
y los echarán en el horno de fuego.
Mateo 13, 49–50
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Prólogo
Alberto Hernán se sintió absolutamente satisfecho. La langosta había estado deliciosa y los postres resultaron tan dulces como parecían a simple vista. Sólo se le ocurría una forma de terminar la noche para que fuese perfecta.
—Creo que podríamos ir a un motel, Ve.
La mujer que compartía con él la mesa negó con la cabeza. Tenía una larga cabellera que había necesitado ya algunas sesiones de
tinte para mantenerse azabache, aunque seguía siendo evidente la
diferencia de edad con su compañero.
—No, cariño, esta noche no. He dejado a las niñas solas.
—Vamos, sólo un rato —pidió él, apartando un centro de mesa
en el que varias velas flotantes se balanceaban sobre el agua, a punto de consumirse—. Si quieres puedo llamar a alguien de la oficina
para que pase a ver cómo están. Isabel vive muy cerca.
Vera frunció el ceño.
—No voy a molestar a nadie para que cuide de mis hijas, Alberto, eso es tarea mía. ¿Qué clase de madre pensarían que soy?
El hombre lamentó haber tenido aquella ocurrencia. No debería haber mencionado nada parecido sabiendo lo sobreprotectora
que se había vuelto Vera desde la muerte de su marido. Era una forma de compensar a sus hijas por todo lo que habían pasado.
—Tienes razón, preciosa. Discúlpame. Es que la noche ha sido
perfecta y…
—Lo sé —dijo ella, envolviendo la mano extendida de su acompañante entre las suyas y dedicándole una sonrisa—. El viernes dejaré a alguien a cargo de las niñas. Te lo prometo.
Los dos se besaron en los labios con tranquilidad, con pasión
medida, sabiendo lo que podían esperar el uno del otro. El hombre
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hizo un gesto al camarero y unos minutos después recogían del
guardarropa sus prendas de abrigo. Al atravesar la gran puerta
acristalada, las llaves del Mercedes esperaban colgando de la mano
de un joven muchacho que recibió una suculenta propina. La pareja se introdujo en el vehículo, que se dirigió hacia el camino de entrada a la autopista. El tráfico era muy escaso, incluso para ser una
noche de miércoles. Sobre sus cabezas, una enorme luna llena intentaba rasgar los jirones de nube que no le permitían mostrar toda
su figura. La mujer encendió un cigarrillo e inspiró el humo con lentitud.
—¿Cuándo vas a dejarlo? —preguntó él, mirándola durante un
instante antes de volver a fijarse en la carretera. Ella se pasó la lengua por los labios antes de responder.
—Supongo que cuando vuelva a quedarme embarazada.
Ambos rieron y él colocó su mano derecha sobre el muslo desnudo de Vera. Sus piernas no habían perdido un ápice de belleza
desde que había acudido a esa lejana entrevista para el puesto de
secretaria. Apenas hacía unos meses que le había permitido acariciarlas por primera vez, pero las había deseado durante años. Levantó sutilmente el pie del acelerador. Quería tardar lo más posible
en alcanzar la autopista para llevarla a casa. No quería verla abrir la
puerta de su portal para perderse en dirección al ascensor. No
aquel día.
—¿Qué piensas hacer el viernes con el informe? —preguntó la
mujer, mientras se inclinaba para buscar en el dial de la radio una
emisora que mereciese la pena.
—No me gusta la idea de los despidos, pero sé que de momento sería lo más rentable. Espero que el estudio de Isabel tenga la suficiente calidad. Tal vez pueda convencer a los miembros del Consejo de que mantengan unos cientos de puestos de trabajo. Pero no
sé si aún respetan a los gerentes. Ya ni nos permiten asistir a sus reuniones. Si me opongo a los despidos, a lo mejor me comen vivo, Ve.
Un ronco Jim Morrison comenzó a cantar Waiting for the Sun
en una vieja emisora setentera, llenando con sus susurros el interior
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del vehículo. La mujer se giró en su asiento y comenzó a penetrar
con sus dedos en el abundante pelo gris de Alberto.
—Vas a hacer lo correcto, cariño. Esa pobre gente no puede
quedarse en la calle por nuestra culpa. Ya ha pasado demasiadas
veces.
Él inclinó la cabeza hacia atrás, buscando sentir lo más posible
la mano que le acariciaba.
—Sé que no es justo, pero si los jefes empiezan a presionarme
tendré que ceder. No quiero perder mi empleo. Es lo más importante que tengo —giró la cabeza y la miró durante unos instantes—,
después de los chicos y... de ti.
Ella sonrió. De pronto, la cara del hombre se iluminó como si
las llamas hubieran prendido en su piel. Ambos volvieron la vista
hacia la carretera a tiempo de ver dos faros brillantes abalanzarse
sobre ellos. La penetrante bocina del camión ahogó el sonido del
grito de terror de Vera, que se llevó las manos al rostro en un gesto
reflejo de protección. Duró menos de un segundo, el tiempo de
reacción que cabría esperar de un deportista, un soldado o, al menos, de alguien más joven, pero no de Alberto Hernán. Sin embargo, sus brazos recibieron a tiempo la orden de girar emitida por un
cerebro que daba gracias por que su propietario no hubiera bebido
aquella última copa. El brusco movimiento de volante provocó que
el Mercedes se inclinara durante un segundo sobre las dos ruedas
de la derecha, precipitándose en dirección a la cuneta.
Alberto oyó a Vera gritar de nuevo mientras dejaba que el coche
se detuviese por sí solo. Pisar el freno dada la situación habría resultado fatal. Sosteniendo con fuerza el volante, consiguió enderezar la dirección antes de que la rueda delantera derecha cayese al vacío que se extendía más allá del arcén. Tras unos metros, el coche se
detuvo y la bocina del camión se volvió a oír en la distancia.
—Santo Jesús, Santo Jesús… —Vera respiraba ruidosamente y
estalló de repente en un mar de insultos—. ¿Qué coño le pasaba a
ése? ¡Llama a la policía!
Alberto abrió los dos cinturones de seguridad y tiró de la mujer
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hacia él antes de conectar las luces de emergencia. No quería tener
que depender de su ángel de la guarda por segunda vez en una noche. Apretó contra su pecho la cabeza de ella, que sollozaba ruidosamente.
—¿Qué le pasaba a ese hijo de puta? ¿Qué le pasa a la gente de
esta ciudad?
Alberto acarició su negra melena, como segundos antes había
hecho ella con él. Pulsó el botón para hacer callar a un alcohólico
Morrison y esperó hasta que la respiración de su acompañante se
hizo más pausada.
—Ha faltado poco, pero ya ha pasado.
La frase le sonó terriblemente típica, pero no se le ocurría nada
mejor que decir para tranquilizarla. Él mismo se sentía extraño, demasiado tranquilo, como si fuera incapaz de apreciar la verdadera
importancia del suceso. Pasados unos minutos, Vera se incorporó y
buscó a tientas su pequeño bolso de mano bajo el asiento. Lo encontró y rebuscó en su interior hasta dar con un pañuelo de papel.
—¿Estás bien? —preguntó, mientras se secaba las lágrimas.
Alberto esperó a que Vera le mirase y asintió con lentitud. De
hecho, se encontraba perfectamente. Mientras ponía el coche en
marcha hacia la autopista, pensó que no se trataba de esa sensación
posterior al peligro que los amantes del riesgo calificaban de extraño orgasmo. Simplemente, era como si hubiese logrado esquivar a
un perro en medio de la carretera en vez de un camión de varias toneladas. Como si de no haberlo logrado, tampoco hubiese pasado
nada.
Llegaron a la autopista en pocos minutos. Parecía casi desierta.
Pronto estarían en el barrio de Vera.
—¿Quieres que atraviese el centro? He oído maravillas de la
nueva iluminación.
—No —respondió ella con un suspiro—. Esas cosas deberías
hacerlas con tu esposa.
El hombre sonrió. Aquel humor ácido indicaba que debía de
haberse recuperado del incidente del camión. No le apetecía sepa-
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rarse de ella, pero tomó la carretera este de circunvalación hacia las
zonas residenciales.
—¿Qué tal tus hijos? —preguntó la mujer, mirando por la ventanilla las solitarias luces que todavía permanecían encendidas en
algunos de los edificios de oficinas de la periferia.
Su familia no era un tema tabú, pero durante la noche no había
surgido en ningún momento y Alberto lo había agradecido.
—Bien, están bien. El pequeño sigue culpándome de que su
madre y yo no nos queramos ya. Supongo que lo entenderá más
adelante.
—¿Y Jose?
Alberto encendió el intermitente del vehículo y tomó la primera salida hacia la izquierda. Su hijo mayor siempre le había comprendido mejor, pero estaba demasiado lejos.
—Al final se queda otro mes en Londres con su novia. Dada la
situación, es mejor así.
Vera tamborileó con los dedos sobre la guantera.
—¿Cuándo se lo vas a decir a ella?
Alberto redujo la marcha y se detuvo ante el siguiente semáforo. Observó la sección de calle iluminada frente a él por las luces
cortas del automóvil y después se volvió hacia la mujer.
—No lo sé, Ve, no lo sé.
Tal vez mañana, pensó, tal vez nunca. Quiso mirar a su secretaria y amante a los ojos y decirle que aquello no era lo más importante en esos momentos, que tiempos mucho peores estaban por venir o, a decir verdad, ya estaban llegando. Quiso explicarle que la
cena le había servido para olvidar y poder relajarse por primera vez
en muchos días, pero no pudo. No quería alarmarla, sólo besarla y
desnudarla con lentitud en el asiento trasero del coche, antes de hacerle el amor quizá por última vez. Necesitaba disfrutar del deseo
que hasta hace pocos meses había creído disuelto por un matrimonio que se negaba a funcionar. Quiso hacerlo, pero en lugar de eso
se encogió de hombros y volvió a repetir las mismas palabras mientras el Mercedes se detenía:
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—No lo sé.
Ella retiró el cigarrillo de sus labios para protestar, pero él se inclinó hacia ella y la besó. Siguieron besándose hasta que la ceniza se
derramó sobre la falda de Vera. Se limpió, maldiciendo el último cigarrillo. Tomó su bolso y abrió la puerta del automóvil. Él hizo ademán de salir.
—No. No quiero que mañana se te peguen las sábanas. Me ha
encantado la cena.
Alberto levantó una ceja. En los siete años que trabajaban juntos nunca había llegado tarde a la oficina. Un impulso repentino
surgió en su interior.
—Ve, ¿y si dejamos esto y nos vamos de aquí? Mis chicos se las
arreglarán sin mí y tus hijas pueden venir con nosotros. Empecemos
algo nuevo en otra ciudad.
Vera sonrió y negó con la cabeza.
— Es muy tarde para pensar en locuras. Mañana hablaremos.
Duerme bien, ¿vale?
Alberto asintió. No iba a decirle que no dormía mucho. Últimamente, casi nada, aunque había conseguido que la gente que le rodeaba apenas lo notase. Incluida ella, que ahora se giraba sobre sus
anchas caderas para lanzarle un beso de despedida antes de dirigirse al ascensor. Esperó a que la luz automática del portal se extinguiese y con el beso aferrado a su curtida mejilla, puso el Mercedes
en marcha. Una ligera niebla había comenzado a caer sobre el extrarradio. Tomó la primera salida hacia el centro. En otras circunstancias, hubiera pasado el camino de vuelta pensando que Vera tenía razón. Ella se sentía culpable por la relación, pese a que él le
aseguraba que su matrimonio había naufragado mucho antes y que,
aunque nunca hubiesen iniciado nada, el divorcio habría llegado.
Quería a Vera y era justo aclarar las cosas con su esposa y terminar
con las mentiras. Las dos lo merecían. Sin embargo, Alberto no
pensó en nada de eso. Rebuscó en la guantera y sacó un paquete de
tabaco negro. Había vuelto a fumar cuando todo empezó, apenas
un mes atrás, aunque lo hacía a espaldas de sus conocidos. No que-
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ría tener que dar explicaciones. Sabía que el vicio regresaba con las
grandes alegrías o las grandes tristezas, y él no había tenido en los
últimos días más alegrías que las caderas generosas de Vera y un
Mercedes nuevo a lomos del cual surcaba esa noche las calles de la
ciudad dando a propósito un largo rodeo hacia casa.
Las calles del centro estaban iluminadas por el neón de los carteles de cines y locales de espectáculos. Recordó a Eduardo, muerto dos semanas antes. Le encantaba el cine extravagante, de ese coreano con subtítulos. Le había gustado el celuloide desde que era
un chaval imberbe llevando los recados de un edificio a otro antes
de que se levantase la Torre, que los contuvo a todos en su seno a
partir de entonces. Se fijó en una pareja joven que recorría la acera
a pasos cortos, cogidos ambos por la cintura. Intentó imaginar
cómo comprendería su hijo pequeño los sucesos que estaban por
llegar, pero una vibración en su pecho deshilachó sus pensamientos.
Detuvo el automóvil junto a la acera y extrajo su teléfono móvil del
bolsillo interior de la chaqueta. Un nombre aparecía intermitente
en la pantalla. Le pareció extraño: era Vera.
—¿Sí?
Un jadeo entrecortado sonó al otro lado del teléfono.
—¿Sí, Ve?
De nuevo, aquella fuerte respiración, seguida de cuatro palabras:
—Ven a buscarla, cabrón.
El tiempo se detuvo durante un segundo en el mundo de Alberto Hernán al reconocer la voz masculina. Intentó articular alguna palabra comprensible, pero habían interrumpido la comunicación. Sintiéndose de pronto inmerso en un sueño, muy lejano del
volante que sostenía entre las manos, dejó caer el teléfono y sin mirar siquiera el retrovisor sus manos se torcieron con brusquedad.
Un par de vehículos consiguieron esquivar en el último momento al
Mercedes que realizaba en medio de la ancha calle un giro cerrado
de casi ciento ochenta grados. Apretó el acelerador, ignorando los
pitidos de los demás conductores. Si se hubiese parado a pensar, no
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habría recordado haber viajado nunca a tal velocidad en plena ciudad. Después de evitar milagrosamente un choque frontal, llegó al
portal que pocos minutos antes había dejado atrás. Salió a toda prisa del coche tras retirar a duras penas el cinturón de seguridad, y llamó con un dedo tembloroso al piso de su compañera.
—Vamos, Ve, abre.
Nadie contestaba.
—Vamos, cariño...
La maldijo por haber aprendido a desconfiar de los hombres,
aunque sabía que eran los hombres los que le habían enseñado a hacerlo. De no ser así, tal vez él hubiera tenido una llave de su portal.
Necesitaba entrar para ayudarla. Se dispuso a llamar a otro piso al
azar para que le abriesen, cuando alguien contestó:
—¿Quién es?
Era la hija mayor de Vera. Su voz sonaba débil.
—Clara, soy Alberto. Ábreme.
—¿Qué?
Se dio cuenta de que la niña le había visto apenas un par de veces, aunque él había oído hablar muchísimo de ella. Seguramente
no le recordase.
—Soy del trabajo de tu madre.
Colgaron el teléfono y volvieron a descolgar.
—Alberto, sube.
Escuchar la voz de Vera hizo que respirase profundamente.
Mientras alcanzaba el ascensor se dio cuenta de que su estómago
saltaba de nerviosismo en su interior. No tenía lógica. Todo lo que
estaba pasando era absurdo. Lo primero que vio al salir del ascensor fue a la mujer a la que quería. Sujetaba varias gasas para intentar contener la sangre que se deslizaba por sus brazos. Quince minutos después, empujó con fuerza la puerta del ascensor al regresar
a la planta baja. Caminó lo más aprisa que pudo hasta el coche. No
corrió. Su cerebro quería encontrar una explicación para lo que había pasado en el piso de Vera. La necesitaba antes de llegar al lugar
hacia el que se dirigía. Al cerrar la puerta del Mercedes, su mente
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comprendió que no había nada que explicar. Puso en marcha el motor y sobre el asfalto que su coche devoraba se fueron dibujando
una a una las letras de una vieja frase que vino a su memoria: cuando la solución no se halla en lo racional, sólo queda lo absurdo. Y al
centro de lo absurdo era adonde había decidido dirigirse.
Condujo durante veinte minutos sin prestar atención al contenido de la niebla que se extendía más allá de su coche: calles recorridas por gentes que comenzaban ya a recogerse en sus casas, persianas bajándose a su paso y una manada de estrellas gritándole que
se detuviese unos minutos a contemplarlas y olvidase cuál era su
destino. Detuvo su vehículo junto al borde de la acera vacía. Pensó
que nunca hubiera imaginado la zona empresarial tan hermosa a la
luz de la luna llena, completamente desierta, salvo por dos ejecutivos borrachos que cantaban a lo lejos, quizá recién salidos de un bar
de striptease. Recorrió los cien metros que le separaban de la barrera metálica pensando en Vera. Había intentado tranquilizarla. Le
dijo que todo había sido producto de su mente, que las cosas irían
bien. Luego, había salido corriendo. Les pediría explicaciones. Prometieron que la mantendrían al margen. Cuando se detuvo, levantó
la cabeza y observó el enorme edificio de cemento y cristal. Difuminados por la niebla, sus pisos más altos parecían terriblemente lejanos. De pronto, un motor rugió detrás de él. Tuvo el tiempo justo
para precipitarse en los matorrales. La barrera fue iluminada por los
faros de una gran furgoneta de aspecto destartalado que se detuvo
al llegar junto a ella, esperando que un guarda la activase desde el
interior para permitir el paso al aparcamiento. Pensó que debía de
tratarse de una parte de los operarios de limpieza. Rogando a Dios
que le concediese unos momentos de agilidad suficiente, esperó a que
la furgoneta se introdujese en el recinto para pasar él también lo
más rápido posible, agachado y cruzando la entrada justo antes de
que los bordes de metal de la barrera le atrapasen al encajarse. No
quería que nadie le viese entrar. No quería condenar a nadie a saber.
Bordeó agazapado la entrada al aparcamiento. Comenzaba a jadear.
Habían pasado años desde el último esfuerzo atlético de su vida.
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Cuando se dirigió a una de las entradas secundarias conocidas sólo
por los jefes de seguridad y aquellos que llevaban trabajando en la
empresa tanto como él, deseó no encontrarles allí, descubrir que
todo había sido una pesadilla. Unos treinta y dos minutos después,
desapareció, esfumándose por completo.
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Primera parte:
Preguntas
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—Las siete, nena. Hora de marcharse —avisó Rai Lara, abriendo la
puerta del despacho de Isabel—. Espero que mañana estén listos
los informes para el señor Hernán.
La señaló con el dedo como advertencia, cerró la puerta y se
marchó. Isabel comenzó a recoger sus cosas. Odiaba que aquel estúpido la llamase nena. Aún no se explicaba por qué le habían nombrado ayudante del gerente. No tenía ni el más mínimo tacto, en especial para encargarse de Recursos Humanos. Aparte de las
molestias que le producía Rai, Isabel Alvarado estaba contenta con
su trabajo. Había conseguido con mucho esfuerzo ocupar el pequeño despacho de encargada de negociado que, con el tiempo, convirtió en un segundo hogar. Por fortuna, Rai nunca le había puesto
pegas a que los empleados decorasen su lugar de trabajo como les
apeteciese. Ella había colocado por las paredes fotos de familia y recuerdos de los viajes hechos con su hermano, además de una fotografía de su antiguo novio. A veces se preguntaba por qué no se había deshecho de ella. Su relación había terminado ya, pero ella
todavía conservaba la fotografía que un guarda les había hecho en
el parque del Retiro, empapados ambos por la terrible lluvia que,
horas después, provocaría el cierre de varias carreteras. Isabel abrió
su pequeña cartera y metió los dossieres de los últimos aspirantes.
Tendría que quedarse trabajando durante la noche en la mesa del
salón de casa. El informe del día siguiente para el señor Hernán era
crucial, y quería que estuviese lo mejor posible. Su licenciatura en
psicología la había preparado para seleccionar de entre los candidatos los que mejor se adaptaban a las exigencias de la empresa. El
Consejo de dirección había establecido con claridad las condiciones
que buscaba para sus trabajadores: personas no demasiado extro-
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vertidas, trabajadoras, con la mayor cultura posible y, sobre todo,
con ánimo de establecerse en la compañía de forma permanente. El
gerente de Recursos Humanos, Alberto Hernán, había entrevistado
personalmente a Isabel cuando ésta solicitó a través de la bolsa de
trabajo de la universidad su entrada en la empresa.
—Señorita —le dijo Hernán, sentado en el amplio sillón de cuero
negro de su despacho—, no es usted la número uno de su promoción, ni sabe varios idiomas, ni siquiera tiene experiencia anterior
en algún otro puesto similar. ¿Por qué cree que debería contratarla
a usted y no a alguno de los otros aspirantes?
Isabel no se tomó tiempo para pensar. Hacerlo habría dado a
entender que no tenía las ideas claras, y sí que las tenía.
—Creo que debería contratarme porque sé que haré un buen
trabajo. Sin embargo, no puedo decir que soy mejor que los otros
sin haberles conocido y estudiado. Sería un error, y yo no podría aspirar a un puesto en Recursos Humanos si cometo errores opinando sobre la gente sin conocerla.
El señor Hernán asintió, esbozando una sonrisa sin disimulo.
Cuarenta minutos después, Isabel se instalaba en su nuevo puesto de trabajo. En diez meses pasó a dirigir el negociado de Selección
de Personal, lo que le dio derecho a un despacho. Hacía tres años de
eso. No se había movido de aquel despacho, ni quería hacerlo. Isabel no era la clase de persona con ganas de cambiar de tarea por el
mero hecho de ganar más dinero. Había muchos a su alrededor que
eran así, pero ella quería ser especial. Estaba a gusto entrevistándose con mujeres y hombres que querían comenzar una nueva carrera
empresarial, y procuraba ser amable con ellos. Si muchos iban a ser
rechazados, al menos que se llevasen un buen recuerdo de la entrevista. Además, poniéndoles nerviosos o a la defensiva no iba a saber
cómo eran en realidad y si sus cualidades se adaptaban a lo pedido
por la empresa.
Comprobó que había recogido todas sus cosas y, antes de apagar las luces, escribió una nota que dejó sobre su escritorio:
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Espero que el día te haya ido bien. Ya me contarás qué tal en clase. Te
esperaré despierta. Te quiero, Teo.
Al cerrar la puerta del despacho vio que no quedaba ya nadie en
su planta. Estaba acostumbrada. Paradójicamente, aunque trabajaban en un departamento que se ocupaba de conseguir un ambiente
emotivo adecuado en la empresa y el máximo bienestar para los trabajadores, la mayoría de sus compañeros huían despavoridos a la
hora de cierre en dirección a los pubs, cafés y bares de striptease,
muy numerosos en los alrededores, en busca del alcohol y el ánimo
suficientes para levantarse con el amanecer del día siguiente e ir a
trabajar. O tal vez sólo querían divertirse. Llegó a la zona de los ascensores y llamó a uno de ellos. Había tres, pero nunca llamaba más
de uno a la vez. Le daba la impresión de que sería como querer acaparar aquellas máquinas, aunque sabía que el sistema que los controlaba seleccionaría sólo el más cercano a su planta. La puerta se
abrió y un hombre mayor en uniforme rojo de ascensorista le sonrió:
—Buenas noches ya, señorita Isabel.
—Hola, Mateo —dijo ella, devolviéndole la sonrisa.
El hombre, cuyo escaso cabello se había plagado de canas hacía
ya tiempo, apretó el botón del aparcamiento y el ascensor comenzó
a descender.
—¿Qué tal? ¿Le hicieron ya la resonancia a tu nieta?
Él rebuscó en un bolsillo interior de su chaquetín y sacó un sobre que tendió a Isabel. Dentro había varias hojas con el membrete
de una clínica e imágenes en negro donde se distinguían con dificultad unas manchas blancas que el hombre señalaba.
—Mire, el médico dice que se han reducido, señorita Isabel. La
radioterapia parece hacer efecto.
—Tal vez ahora puedan volver a operarla —aventuró ella.
—Espero que así sea. ¿Sabe? Tengo... tengo esperanzas.
La voz le tembló durante unos segundos. El ascensor llegó al
primer piso subterráneo y las puertas automáticas comenzaron a
abrirse.
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—¿Se sabe algo de...?
El ascensorista negó con la cabeza.
—Nada, sigue sin aparecer.
—Todo irá bien, no te preocupes —dijo Isabel, y se despidió
con un guiño del ascensorista, que la vio marchar desde el interior
mientras las puertas se cerraban. Isabel saludó al guarda del aparcamiento y se dirigió a por su viejo Ford.
Cada vez que hablaba con Mateo se sentía un poco triste. Hacía
pocos meses que la dirección había decidido contratar ascensoristas,
cosa que a Isabel le pareció innecesaria. Además, ese oficio siempre le
había parecido propio de tiempos pasados de servilismo. No le gustó
que se hiciera. Pero Mateo sí le gustaba. Era el único de los ascensoristas que le producía una franca simpatía. Los demás eran muchachos deseosos de ganarse una buena propina. En cuanto tuviesen el
dinero suficiente para comprarse una moto, se largarían de allí. En
cambio, Mateo necesitaba el trabajo. Llegó un día en que sus anteriores jefes consideraron que era demasiado viejo para continuar con su
empleo en el matadero, así que le dieron un finiquito insuficiente y le
pusieron en la calle. Pero él necesitaba mantener a su hija y a su nieta, y ese dinero no duraría siempre. Su nieta era una niña que se había encontrado de frente con la dureza de la vida cuando apenas la
había empezado. Isabel sabía que él debía de sentir por su nieta algo
parecido a lo que ella sentía por Teo. Probablemente por eso se veía
tan cercana a aquel hombre. Unos días después de que le echasen
del matadero, su hija se marchó de casa sin previo aviso. Dejó a la
niña con él. En una nota le explicaba que los fuertes dolores de cabeza que tenía la pequeña eran más serios de lo que habían creído. Decía que se marchaba para no verla sufrir. Fue un trago difícil, pero
Mateo no se rindió. Era su única nieta, y rezaba cada día para que las
pruebas revelasen que no había ningún tumor, que los médicos se habían equivocado. Era un hombre valiente. Isabel abrió la puerta de su
coche y dejó su maletín en el asiento del acompañante. El motor estaba frío y tuvo que intentarlo varias veces antes de conseguir que
arrancara. Esperaba que el viejo Ford aguantase hasta el final del in-
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vierno. Si no, tendría que cancelar el viaje a Egipto que Teo y ella habían programado para el verano, y eso no le apetecía lo más mínimo.
Una vez que el coche se decidió a arrancar, condujo hacia la salida del
aparcamiento y pensó de nuevo en ese detalle que tanto le llamaba la
atención. Sucedía al salir del trabajo, con el fin del atardecer, no importaba si lo hacía pronto o más tarde que nadie, tampoco si iba sola
o acompañada. Al abrirse el ascensor, fuera cual fuese el que se había
dirigido a su planta, siempre encontraba la sonrisa del mismo ascensorista, como si Mateo manejase el sistema de los ascensores para poder charlar un rato con ella antes de que se fuese a casa.
Isabel condujo en medio de una fila de vehículos. Atravesó la barrera
metálica que separaba el recinto de la zona exterior y se incorporó a
la calzada que atravesaba el corazón económico de la ciudad en dirección a los barrios de la periferia. Se detuvo ante el disco rojo del
primero de los semáforos y distinguió por el retrovisor parte de la
enorme mole del edificio donde trabajaba. Era uno de los más altos
de la ciudad. Una torre de veintiocho plantas y más de cien metros de
altura que encerraba en su interior el complejo empresarial de una de
las organizaciones de cuya estabilidad dependía el mercado estatal.
Cristal, acero y hormigón formaban su majestuosa silueta, empañada
sólo por los andamios necesarios para unas obras de remodelación
que aún durarían meses. La Torre había sido construida a finales de
los setenta por un emprendedor empresario del norte del país con la
idea de albergar centros de negocios. Sus sucesores se encargaron de
convertir el sueño de aquel hombre en realidad. El monumental edificio daba cabida ahora a una compañía con numerosas sucursales en
todo el Estado, extendida incluso al extranjero y dirigida por un Consejo cuyos miembros perseguían el anonimato por razones de seguridad. Una gran multinacional. El Ford avanzaba lentamente. Hasta
que los grandes edificios empresariales no se vaciasen, el tráfico seguiría siendo denso. Y eso no ocurría hasta, al menos, pasadas las
ocho, con lo que Isabel se veía obligada a detenerse a menudo. Ade-
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más de los oficinistas de a pie, sólo los peatones que entraban o salían
del cercano centro comercial ocupaban los pasos de cebra. Pocos vivían en el rectángulo formado por la mayor zona empresarial de Madrid. Las multinacionales pagaban demasiado por establecerse allí,
cerca de sus competidores, como para desperdiciar un solar construyendo un edificio residencial. Los apartamentos se repartían por los
alrededores, como si hubiesen perdido una batalla ante las moles coronadas por grandes logotipos. Tras casi media hora de espera, el viejo Ford alcanzó una de las arterias de salida hacia el norte e Isabel se
sintió mucho más relajada pudiendo conducir a más de diez por hora.
Encendió los faros. No le gustaba que comenzase a anochecer tan
pronto. La luz del día, incluso en una ciudad de cielo cedido a rascacielos y antenas de telefonía, le daba más seguridad, sobre todo cuando pensaba en su hermano. Teo iba a clase cada tarde, excepto en fin
de semana. Acudía a un centro para discapacitados sufragado por el
municipio. Ella tenía que costear parte de la matrícula pero, en comparación con el buen rendimiento que le estaba dando a Teo, merecía
mucho la pena. A través de un programa de integración laboral desarrollado por el centro, su hermano había logrado el trabajo en la empresa de limpieza O’Reilly e hijos, que era precisamente la encargada
de la limpieza de la Torre. A Isabel le gustaba pensar que era Teo
quien arreglaba su despacho cada noche, leyendo las notas que ella le
dejaba y perfumándolo con aroma de vainilla. Siempre había sido un
buen chico y en el trabajo estaban muy satisfechos con él. Ella se sentía culpable por no poder llevarle ni al trabajo ni a la escuela. Tenía
que viajar en metro, solo. Eso era lo que inquietaba a Isabel. No quería que le pasase nada. Había sido reticente a marcharse a la gran ciudad, pero no hubo otro remedio cuando su madre murió. No había
trabajo en su pueblo para una psicóloga que había obtenido su título
en una pequeña universidad de provincias, y mucho menos para un
discapacitado al que todos trataban con simpatía pero al que nadie
quería pagar un sueldo. Teo se sentía feliz allí, en su habitación del
pequeño apartamento que ocupaban, aunque tuviese que recorrer
solo la ciudad. Isabel encendió la radio y la voz de Bob Dylan inundó
La Torre
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el coche. Hubiese deseado poder contratar a alguien para que acompañase a su hermano, pero era un gasto que no podían afrontar. El sábado Teo cumpliría años, un año más creciendo en la gran ciudad.
And how does it feel... El edificio de apartamentos donde vivía
era uno de los gigantescos bloques de inspiración soviética construidos a finales de los ochenta: una enorme caja de cerillas vertical donde decenas de ciudadanos de clase media convivían separados por
paredes y techos de cemento. Llegó a la entrada del aparcamiento
compartido con los bloques vecinos, activando la puerta automática,
y enfiló su sitio de siempre. Un Renault negro lo ocupaba. Pasaba a
menudo. Se sintió demasiado cansada para intentar averiguar quién
era el dueño. Buscó un sitio libre y aparcó. No le gustaba dejar a Bob
Dylan a mitad de verso, pero tenía trabajo que hacer antes de poder
acostarse, y la reunión del día siguiente era muy importante. El estúpido de Rai se había encargado de recordárselo con tono de amenaza. La empresa había decidido dar por terminado su proceso de absorción de competidores, y necesitaba proceder a una serie de
expedientes de despido para rentabilizar sus adquisiciones. El informe de Isabel no sería favorable a dicha estrategia y debía presentar
buenos argumentos pues, por lo que sabía, no era la suya la opinión
mayoritaria dentro del equipo directivo. Salió del aparcamiento por
una de las puertas de acceso directo a su edificio y llamó al ascensor.
Cuando llegó, vio que alguien había realizado en el espejo del mismo
una pintada con un spray. Isabel detestaba aquellos garabatos indescifrables que decoraban en colores chillones las paradas de autobuses y las fachadas de los alrededores. Le gustaban los grandes murales realizados por los artistas del aerógrafo, pero no las simples
firmas solitarias, una versión moderna del «yo estuve aquí».
—No comprendo cómo alguien puede hacer ese tipo de cosas
así, porque sí —le había dicho en cierta ocasión a Vera, la secretaria del señor Hernán, mientras ambas se dirigían al trabajo en el coche de Isabel.
—La gente se aburre mucho —había respondido Vera con su
habitual estilo irónico.
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