Sobre la verdad retórica - Anamorfose

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Sobre la verdad retórica – Comentarios a la
Rhetorica
Christiana de Diego Valadés
Luis Eduardo Bacigalupo
En estos tiempos por desgracia en verdad calamitosos...
Fray Diego de Valadés
1. Introducción
Nacido en México en 1533, fray Diego Valadés fue un misionero franciscano
que murió joven, a los cuarenta y nueve años, poco tiempo después de haber
publicado en Perugia una Rhetorica Christiana (1579). De esta obra se dice que es
el primer libro mexicano publicado en Europa y es famosa además por sus
argumentos favorables a los indios, que atañen a su naturaleza y a sus capacidades
para comprender y practicar una vida cristiana.
En este artículo presentaré la epistemología de Valadés; en particular, el uso
de ‘verdad’ en el contexto de la invención retórica.
“La invención —dice Valadés— es el descubrimiento anticipado, inteligente y
cuidadoso de los argumentos verdaderos o verosímiles que hacen plausible una
causa” (RC 74). Frases como ésta pueden sonar mal a ciertos filósofos si ignoran la
sinonimia de inventar y descubrir argumentos. Al asumir que inventar es diferente
y de menor jerarquía que descubrir, el filósofo pretende privilegiar la objetividad
como fundamento de sus juicios. El rétor en cambio privilegia sin rubor el papel
creador de la subjetividad. Su hipótesis es que los argumentos no se descubren
como si estuvieran en algún lugar oculto, esperando ser hallados. Para él, todo
descubrimiento, por objetivo que parezca, es producto del ingenio.
El supuesto orden inmanente de la naturaleza, que Charles Taylor llama el
gran invento de Occidente (SA 15), irónicamente terminó por desprestigiar a la
invención retórica. La historia de ese proceso es compleja y quizás su más antiguo
factor haya sido el ataque excesivo de Platón a los sofistas. Los rétores romanos
tuvieron mejor fortuna y por eso contribuyeron de un modo decisivo al desarrollo
del derecho, la teología, la política y, en general, a la cultura humanista del
Occidente cristiano. A lo largo de esa historia hubo fricciones periódicas entre
retórica y ciencia, pensamiento jurídico y pensamiento filosófico. Entre los siglos
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XI y XIII la Edad Media escenificó la gran batalla entre retórica y dialéctica, que
remató con el triunfo de la última, también llamada filosofía o lógica. Una victoria
lograda menos por mérito propio y más por la ayuda que brindó la recuperación
del concepto aristotélico de ciencia.
En sus orígenes medievales, la universidad fue el teatro de esa confrontación
y las escuelas se bifurcaron en sendos cauces formativos. Unas tomaron la troncal
del derecho, basada en una formación retórica clásica, simbolizada por la
Universidad de Bologna. Otras optaron por la troncal de la filosofía, cuya base
formativa la otorgaba la nueva lógica de Aristóteles, y cuya institución distintiva
era la Universidad de París.
En relación con el conflicto expuesto, se suele indicar que los boloñeses
extendían sus raíces a Roma y los parisinos a Grecia; pero se haría mal en concluir
de allí que los filósofos demostraban la verdad de sus proposiciones, mientras que
los retóricos se contentaban con presentar lo verosímil. Hoy sabemos que esa
caricatura epistemológica no se sostiene y lo interesante es que Valadés no cae en
esa simplificación. Recuerden la cita que puse arriba: “La invención es el
descubrimiento anticipado, inteligente y cuidadoso de los argumentos verdaderos
o verosímiles que hacen plausible una causa”.
Ahora bien, en tiempos de Valadés, la retórica sagrada atravesaba por otra
polémica, de enorme envergadura en el mundo hispánico. Por un lado estaban los
predicadores modernos que evitaban lo profano, inhibían la subjetividad y
esquivaban referencias festivas en sus sermones. El discurso sagrado debía
parecerse lo más posible al discurso de la ciencia. Del otro lado estaban los
predicadores tradicionales que ejercían su oficio como siempre: con una fuerte
carga subjetiva, abundantes referencias a los autores paganos y un notable sentido
de lo estético en el manejo del lenguaje. Valadés pertenece a este segundo grupo;
pero vive en un periodo crítico de la historia cristiana, como él mismo dice en la
dedicatoria de su libro: tiempos por desgracia en verdad calamitosos (RC [13]). Uno
de los problemas centrales de esa crisis fue la cuestión de la verdad en el terreno
de las creencias religiosas. ¿Estaba la retórica sagrada en capacidad de mostrar la
verdad de los dogmas católicos frente a las doctrinas protestantes? Esta cuestión
afectó de forma definitiva tanto a la filosofía como a la teología moderna,
independientemente de la confesión. El mundo católico, en particular, luchaba por
demostrar que su interpretación del cristianismo era la verdadera, que la Iglesia
romana era la única Iglesia de Cristo. De ese modo, la manera de atribuir verdad a
la propia confesión se convirtió en un tema crucial para la Contrarreforma.
Estas circunstancias llevaron a que los católicos reeditaran la disputa
medieval entre retórica y dialéctica, pero esta vez como una contraposición entre
vieja y nueva retórica sagrada. Durante más de un milenio la teología se había
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basado en la epistemología de la retórica clásica, magnífica plataforma para el
proselitismo en la que la ciencia no jugó otro papel que el de un ornamento del
discurso, para otorgarle mayor fuerza persuasiva. Sin duda algunos pensadores
cristianos se interesaron por la filosofía neoplatónica; pero el interés erudito de
unos cuantos en la meditación sobre el ser no eclipsa el recurso masivo a
argumentos entimemáticos como sustento de la prédica. El mundo en el que tenían
que defenderse los primeros cristianos no estaba gobernado por la metafísica
griega sino por las leyes romanas, donde las figuras silogísticas no tenían un lugar
central. Las afinidades de la retórica cristiana con el derecho eran, por lo demás,
obvias: ambas eran disciplinas orientadas a interpretar la voluntad de un
legislador; ambas debían aplicar una norma de conducta general a los casos
particulares; y, en lo doctrinal, tanto rétores como predicadores atendían a los
principios dogmáticos del buen vivir y desdeñaban las especulaciones de las
escuelas acerca del ser y sus atributos.
El siglo XI vio los primeros síntomas de agotamiento de la retórica sagrada
cuando en los monasterios creció el interés por la dialéctica. Con la progresiva
recuperación de la lógica de Aristóteles, este interés alcanzó su pico en las escuelas
urbanas del siglo XII. Porque la dialéctica demostraba con silogismos impecables la
verdad de sus proposiciones, la Escolástica la reputó superior a los silogismos
imperfectos de la retórica. Siglos antes de que la ciencia incorporara el paradigma
matemático y abandonara la especulación metafísica, la Universidad de París ya
había dado inicio a la Modernidad al avalar la demostración científica como forma
suprema del conocimiento. Si bien esto no significó el rechazo de la retórica como
instrumento de evangelización, la unidad de dogmática y pastoral enfrentó
demandas epistemológicas que la retórica no podía satisfacer. Mientras tanto, la
Universidad de Boloña se mantuvo fiel a la vieja tradición jurídica y creó los
derechos civil y canónico. En paralelo, la teología agustiniana sobrevivió al amparo
de la tradición retórica, sobre todo en algunas escuelas franciscanas. Por ello, a
diferencia de los dominicos o los jesuitas, los frailes menores arribaron a la
Contrarreforma mucho menos cautivados por el ideal escolástico de una teología
científica._
Pero ya es hora de dejar la introducción y de dedicarnos a Diego Valadés, el
fraile mexicano que partió muy joven a reunirse con su creador. Al cierre del
panorama histórico que he pintado y como punto de partida del análisis que sigue,
quiero destacar la definición que da Valadés de la retórica, porque en ella veo un
cierto interés por reconciliar los términos del viejo conflicto. La retórica es para él
una “dialéctica dilatada” (RC 3).
2. Utilidad y riesgo de la retórica
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“El filósofo sumo Platón —es Valadés quien habla— conoció una doble
retórica: la filosófica, para impulsar a los hombres al bien conocido a los filósofos,
esto es, a las virtudes morales, y la adulatoria, vil y abyecta, para que los pueblos
fueran engatusados y engañados con lisonjas.” A lo que hay que añadir la retórica
eclesiástica o cristiana. Son, pues, en realidad tres las especies de retórica: la
filosófica, la sofística y la cristiana. Las tres hacen lo mismo: persuaden con
argumentos, pero se distinguen por su finalidad. La filosófica propende a las
virtudes, la sofística a los bienes mundanos y la retórica cristiana - define Valadés “es el arte de encontrar, tratar y disponer todo lo que pertenece a la salvación de
las almas; lo cual conseguirá el orador cristiano enseñando (docendo),
conmoviendo (mouendo) y conciliando (conciliando)” (RC 3). El franciscano, que
vivió en una época en que todavía se enseñaba retórica en las universidades, no se
dejó impresionar por la propaganda filosófica y científica. “Agustín, eximio doctor
de todas las iglesias, dice que un sabio afirmó que es necesario que el orador no
solo deleite sino también enseñe, y que persuada no solo para conmover sino
también para convencer (ut vincat)” (RC 4).
No es, pues, solo enseñar como los filósofos; no solo conmover como los
poetas, sino además vencer como las milicias. El logos se pronuncia en la docencia
a través de la adecuada comprensión de los conceptos del discurso; el pathos es la
capacidad que tiene ese discurso de mover el sentimiento en los oyentes; el ethos
es el carácter agonal que adquiere todo discurso que versa sobre lo contingente, lo
que aún no ha sido concedido por los oyentes. La resistencia del receptor ante la
insistencia del emisor produce el agon lúdico de la prédica. A nadie se le oculta que
ese juego conlleva un riesgo. Cuando la meta deja de ser el descubrimiento
dialógico de la verdad como atributo conceptual, y se la reemplaza por la
imposición de una supuesta verdad in re, es decir, cuando se convierte a la verdad
en un sujeto, entonces la persuasión degenera en adoctrinamiento.
Además de instruir, predicar es mover y conciliar. Pero ¿qué protege al
predicador contra la tentación de imponer la verdad como si fuera un objeto que
solo bastaría con descubrir? La única garantía contra la dominación es el temor de
Dios. “Pongamos que los filósofos supieron muchas cosas - enfila Valadés y carga ¿de qué les sirvió su ciencia, puesto que se hallaban lejos del temor del verdadero
Dios? Más aún, se envanecieron en sus pensamientos y su corazón se hizo necio.
Porque no es el conocimiento lo que hace la sabiduría, sino el temor que
conmueve” (RC 6). ¿Qué es lo que un franciscano sabe que debe preservar? Si ha
leído a Ockham, sabe que la verdad es un atributo y que ninguna entidad extra
mental puede ser un atributo; por lo tanto, la verdad es un concepto y no un ente
(QQ 421). La cita de Valadés permite ver, desde una perspectiva paulina, que el
riesgo de cosificar la verdad lo corren particularmente los filósofos. El único
remedio contra la tentación de imponer la episteme sobre la invención colectiva de
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la verdad es el temor de Dios, que en una lectura secular no significa mucho más
que el principio de la moralidad.
La moral, sin embargo, no se reduce a querer librar con decencia el agon
retórico. Hace falta ‘poder jugar bien’ y Valadés aclara lo que eso significa: “Y por
cierto a mí, que pensé durante mucho tiempo, la verdad misma me condujo
especialmente a esta sentencia: que es necesario que [el orador] no sólo esté
armado de la plena y perfecta elocuencia, sino que también esté ampliamente
equipado y adornado con todo género de virtudes” (RC 6). Los géneros de virtudes
para los escolásticos son tres: intelectuales, morales y teologales. El orador debe
estar adornado por todas, lo que significa que las debe mostrar para que su público
tenga la cognición intuitiva de las virtudes. Estas son las intelectuales de ciencia,
inteligencia, sabiduría, arte y prudencia; las morales de justicia, templanza y
fortaleza; y las teologales de fe, esperanza y caridad. Once virtudes que deben
engalanar no el discurso sino al orador. Porque se atribuye verdad a la prédica de
su doctrina, es necesario que los predicadores muestren esas cualidades y hábitos;
de otro modo el atributo de verdad dicho de ese evento no acontece. En otras
palabras, en la epistemología de la retórica franciscana, la verdad de la fe no se
sostiene solo en la cognición abstractiva de los contenidos doctrinales; para
acontecer y eventualmente producir el asentimiento buscado, requiere además la
cognición intuitiva de las virtudes prometidas. Si el fenómeno del amor
desinteresado es lo único que se puede ver como teofanía, entonces no hay más
efecto natural del mito cristiano en el mundo de la vida que la confluencia de
palabra y obra.
Para el franciscano Valadés la teofanía que convierte los corazones es, en
último término, la paz. Hay conocimiento de que la verdad es el atributo de la fe
cristiana en la medida en que hay constatación de la concordia que produce entre
los hombres. Pero, aún así, no hay conocimiento de los arcanos de la fe. Es
conveniente destacar esto porque, a diferencia por ejemplo de Wycliffe, Valadés no
podría negar que un sacerdote sea capaz, aún en la más deplorable de las
condiciones espirituales, de consagrar las especies ex opere operato. Dios puede
valerse de individuos malos para generar el bien, eso está fuera de cuestión. Sin
embargo, en su Rhetorica, el mexicano señala que la condición espiritual del buen
predicador sí debe ser óptima, porque su meta es “acrecentar el reino de Dios por
medio de la persuasión, ganar almas para Cristo, honrar a la santa Iglesia,
disminuir la tiranía del diablo, impulsar a las almas [...] a la vida eterna y a la
felicidad, proteger y exaltar la verdad, dar consejos saludables, enseñar con la
palabra y el ejemplo a vivir piadosa e inocentemente”. Estos verbos refieren al
proceso mismo en el que consiste atribuir verdad a las creencias religiosas:
acrecentar, ganar, disminuir, impulsar, proteger, exaltar, dar son los efectos visibles
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del Dios encarnado, algo así como su ornato fenomenal. De conformidad con la
hipótesis según la cual no hay acceso directo sino solo mediado a los arcanos
divinos, y sin contrariar la hipótesis escotista-ockhamista del poder soberano de la
voluntad divina, Valadés apuesta por la retórica como el instrumento privilegiado
de la evangelización. “Los que están adornados con estas propiedades convierten
para Cristo provincias y reinos, extinguen herejías, apaciguan sediciones,
engendran la concordia, prescriben leyes, las reafirman [e] imprimen en las almas
[...], de tal manera que merecidamente se les [llama] ministros de Dios,
mediadores, mensajeros, legados de Cristo; con esos nombres son designados con
derecho los apóstoles y quienes ejercen la función [...] de enseñar sin disfraz [ni]
ostentación” (RC 9).
Valadés sabe que la doctrina por sí sola no transforma el mundo ni a las
almas, por eso insiste con los verbos convertir, extinguir, apaciguar, engendrar,
prescribir, etc., que se subsumen en última instancia en la caritas, el amor
desinteresado, que según Duns Escoto, es la verdadera praxis. Para Valadés son
además los adornos que hacen al verdadero mediador de la fe. En esa praxis el
predicador dilata la dialéctica y la convierte en cierta forma en una
Leistungswissen, una ciencia – como explica Taylor – en la que la verdad se
confirma por su eficacia (SA 113). En expresión de Pierre Chaunu, el cristianismo
fue siempre la religión del hacer, no del saber (SA 63). Por ello, el mito acontece
aquí y ahora, en la exposición de la Palabra que reconcilia, cuando un predicador,
porque trae consigo la paz y el amor desinteresado, se da a conocer como
encarnación del Verbo.
Así pasa cuando sucede; aunque la mayoría de las veces, como bien sabemos,
no pasa nada. El riesgo es, en efecto, el disfraz y la ostentación. Lo que los
franciscanos trajeron a América fue lo que Taylor ha llamado el paradigma del
individuo humano (SA 94),_ pero a ninguno de ellos se le ocultaba el riesgo siempre
latente de convertir la ultima solitudo de la persona singular en la vulgar
generalidad ideológica del personaje convertido en estereotipo. Cuando la teología
privilegia el discurso filosófico esencialista y desatiende la singularidad del evento
religioso, olvida que la posibilidad de mostrarse como verdadera no depende
únicamente de la cognición abstractiva de los principios, sino también de la
indispensable ortopraxis en las que las personas intuyen la verdad.
3.
La invención retórica
“Observé en documentos históricos – dice Valadés – un ejemplo ante todo
memorable que [...] puede usarse mucho y con frecuencia: se trata de la muerte de
Sócrates” (RC 130-131). En seguida Valadés menciona las acusaciones lanzadas
contra el filósofo, afirma que era inocente de todas ellas, describe cómo elige beber
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la copa de veneno y, para destacar su serenidad ante la muerte, añade que lo hizo
“con el mismo rostro que suele tomarse el vino”. La erudición de Valadés le
permite destacar los comentarios elogiosos de san Agustín, Eusebio de Cesarea y
Diógenes Laercio. Luego presenta el tópico de la muerte, que no debe ser temida
por el varón bueno. Su argumento corre más o menos así: Todo hombre malo vive
para que el bueno sea probado. El bueno siempre sufre la persecución del malo, pero
es Dios quien prueba a los suyos por ese medio. Por lo tanto, el bueno debe someter su
ánimo y su mente a la voluntad divina. Hasta aquí, uno espera que Sócrates
aparezca como el varón bueno que la tradición asume que es; pero Valadés no
tiene intención de elogiar a Sócrates, sino todo lo contrario. Emulando en cierta
forma a Olivi, afirma que la narración de su muerte prueba “que es dañoso el
estudio de la filosofía si sus cultivadores no se esfuerzan en sujetarse al carácter y
costumbres del pueblo en la medida en que la virtud [...] lo tolera”. A Sócrates se le
podría elogiar, admite Valadés, porque entregó su vida en testimonio de su virtud;
pero solo hasta allí. Si se mira con cuidado, habría que censurarlo. “Por amor a la
filosofía concibió [...] del vulgo tan graves iras, que apenas puede retener el
nombre de filósofo, dado que con su mal humor fue pernicioso para sí mismo y,
además [...], fue causa de tristeza para sus amigos y dejó a sus hijos y esposa muy
míseros, en el desamparo”. Visto el suceso así, a Sócrates lo mataron por
antipático.
¿Qué enseñanza extrae Valadés de su peculiar visión del caso Sócrates? “Es
del varón prudente no satisfacer siempre su ánimo, sino alguna vez ceder en algo y
plegarse a las circunstancias en la medida en que puede hacerse estando a salvo el
temor de Dios, la conciencia, la razón y las buenas costumbres” (RC 132). En buena
cuenta, el franciscano condena a Sócrates por cuatro delitos: impiedad, mala
conciencia, irracionalidad e inmoralidad. ¿En qué consisten? La impiedad es el
suicidio: solo Dios puede quitar la vida, cosa que suele hacer a través de terceros.
Siguiendo en esto a Duns Escoto, los franciscanos asumen que la existencia no es
otra cosa que las propias posibilidades abiertas y, obviamente, no es uno el
llamado a cerrarlas de manera definitiva. La mala conciencia es la vanidad:
Sócrates entrega su vida por salvar la fama de su virtud; él mismo es su propia
causa. La irracionalidad es el mal humor, la capacidad auto-destructiva de hacerse
de enemigos a granel. Y la inmoralidad es la tristeza que el suicidio produjo a sus
amigos, más el desamparo en que dejó a sus hijos y a su abnegada mujer. ¿Qué ha
hecho Valadés? Recordó un caso clásico que suele despertar simpatías. Narró el
evento. Hizo una digresión sobre los daños que puede causar la filosofía. Tomó
distancia escéptica frente a la virtud de Sócrates. Confirmó sus dudas: era, en
efecto, un viejo ególatra, muy despreocupado e insensible ante el sufrimiento
ajeno. Y concluyó que lo sabio es ceder y plegarse a las circunstancias, con
resguardo de la piedad, la conciencia, la razón y la moral.
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Podría recurrir aquí a la ética de Duns Escoto para aclarar estos puntos, pero
puesto que el libro que comento es una Retórica y no una Ética, prefiero remitirme
al egregio anti-filósofo Sexto Empírico, quien en sus Esbozos pirrónicos dio cuatro
reglas para vivir con sabiduría: (1) seguir a la naturaleza, que dota de razón; (2)
atender a los sentidos, por los que se distingue lo que daña de lo que beneficia; (3)
conformarse a las costumbres y las leyes, por las que se hereda lo bueno y se
rechaza lo malo; y (4) instruirse en las artes, para no permanecer inactivo respecto
de lo heredado. Valadés razona como si hubiera leído a Sexto; pero no hace falta
suponer eso, porque como retórico, es un anti-filósofo, y como fraile menor, es un
escéptico paulino._ Observen ahora la correlación: Valadés honra la primera y la
segunda regla pirrónicas con su tercera regla: salvar siempre la razón. Satisface la
tercera con su primera y cuarta: una vida conforme a la piedad y la moral. Por
último, atiende la cuarta regla cuando escribe su tratado, la Rethorica Christiana,
que lo prueba maestro competente en el arte. No quiero decir que Valadés sea un
escéptico, me basta con destacar que conocía la tradición retórica, en la que el
escepticismo pirrónico estaba bien sedimentado desde hacía siglos. ¿Qué ha hecho
el rétor Valadés con la muerte de Sócrates? Desde un punto de vista clásico, ha
inventado un buen discurso, y lo ha hecho tomando en cuenta sus seis partes:
exordio, narración, digresión, división, confirmación y conclusión.
El exordio es la parte del discurso que dispone el ánimo de los oyentes para
que puedan digerir el resto. Su objetivo es lograr benevolencia, atención y
docilidad. En un foro de gente bien informada, raro sería hallar a alguien que no
fuera benévolo con la figura de Sócrates. ¿Quién no presta atención cuando se
menciona ese nombre? ¿Quién no es dócil con los prejuicios que lo presentan como
arquetipo del héroe moral?
La narración, dice Valadés, “consiste en la exposición de los hechos ocurridos
o como ocurridos” (RC 231). Su objetivo es la claridad, la probabilidad y la
suavidad. ¿Quién no ve con claridad de qué acusaron los atenienses a Sócrates?
¿Quién no cree en la alta probabilidad de que esos eventos hayan ocurrido de ese
modo? La suavidad, por último, consiste en la habilidad de poner a los oyentes del
lado de la causa expuesta.
La digresión es la parte que trata un asunto ajeno, pero que, sin embargo,
armoniza con el propósito. Su objetivo es enriquecer y aportar belleza a lo
expuesto. Un público afecto a la imagen de Sócrates, pero que, no obstante,
comprende el sentido de las advertencias paulinas contra la filosofía, disfrutará
con una digresión acerca de los daños que siempre puede causar en el ánimo del
creyente la pretensión filosófica de saber lo que los seres humanos no están en
grado de saber.
Llegamos así a la parte central del discurso, que es la división conceptual. Se
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define como la partición de las opiniones, donde se ponen las bases para el éxito
del discurso. Aquí el predicador muestra finalmente quién es él, con qué está de
acuerdo, con qué discrepa y porqué. Es lo que llamaríamos su toma de posición
existencial, en el sentido escotista del término, respecto de la materia expuesta;
una diferenciación personal que no es solo la emisión de la opinión propia, sino la
manifestación de la estructura óntica de la persona ante sus oyentes. Valadés
explica de este modo los objetivos de la partición conceptual: “La división es útil,
pues [...] levanta el ánimo del lector, prepara la mente del conocedor, reforma la
memoria [...], permite captar más plenamente” (RC 234). Otra vez entran los
verbos en acción: levantar, preparar, reformar, permitir, todos remiten a la
posibilidad, todos se anticipan y proyectan al futuro, en una sola fórmula diríamos
que trascienden la existencia singular.
Desde esa óptica, el caso de Sócrates muestra que su famoso aforismo ‘solo sé
que nada sé’ es inconsistente con su acción. El personaje inventado por Platón sí
cree saber lo suficiente: cree al menos que él es la razón de ser de la persona
Sócrates, que permanece en el misterio. La partición de Valadés la han generado
aquí los conceptos cristianos de temor de Dios y caridad, que nadie puede atribuir
al personaje Sócrates, por más benevolencia que se le tenga. Desde una lectura
secular, el temor de Dios es la certeza de que tal vez uno mismo, en el afán de
afirmarse a través de sus diversos personajes, en última instancia, no tiene la
razón. Si Kant tradujo bien el principio de caridad en el imperativo secular de
nunca usar a la propia persona y a las demás solo como medios sino siempre
también como fines, entonces Sócrates, desde una perspectiva tan escotista como
kantiana, falló porque usó su persona según las demandas de su personaje y se
olvidó del resto. En buena cuenta, con su suicidio canceló él mismo sus propias
posibilidades existenciales.
La penúltima parte del discurso es la confirmación. Lo que se confirma es la
hipótesis de la partición mediante un argumento, de cuya calidad dependen el
éxito o el fracaso del discurso. “Toda la esperanza de la victoria y persuasión – dice
Valadés – se apoya en esta parte” (RC 235). Como se sabe, los argumentos retóricos
son entimemas, no silogismos, y por su importancia esta diferencia merece un
acápite entero, que será el último de este artículo. Pero antes de cerrar este tramo
dedicado a la invención retórica, hace falta ver cómo concluye un discurso según
Valadés. La conclusión, como era de esperar, es la última parte, dividida a su vez en
el epílogo, la amplificación y los sentimientos exigidos por la causa. En ella “muy
brevemente repetimos lo antes dicho y lo resumimos en sus puntos principales
para que los ánimos de los oyentes queden impresionados, se reanimen y se
recobren” (RC 236).
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4.
El entimema y la verdad de la fe
La etimología de ἐνθύμημα refiere a imaginar o figurar; pero Aristóteles le
dio al término el uso técnico de argumento o silogismo retórico. En ese sentido es
un tipo de prueba (ἀπόδειξις), un modo de llegar a una conclusión mediante una
inferencia. Para la epistemología platónica, la diferencia entre el entimema y el
silogismo científico es sideral, al punto que el platonismo rehúsa hablar de verdad
en el campo de la retórica. ¿Qué distingue una inferencia retórica de una científica?
En primer lugar, la elección de las premisas. El entimema se suele desplegar a
favor o en contra de una causa y sus premisas las toma el rétor del ἔνδοξον, es
decir, de lo probable, de aquello que es reconocido por los más entendidos como
correcto ο aceptable. Por ello, a diferencia de un silogismo analítico que brinda
certeza, un buen entimema solo da indicios fuertes sobre la verdad. En segundo
lugar, en contraste con el razonamiento científico, que está acotado a una elite de
iniciados, el razonamiento retórico es más bien forense, abierto al interés y a las
demandas de un público mucho más amplio. Para vencer en ese foro, donde
necesariamente enfrentará argumentos contrarios, el rétor debe conocer bien el
estado de la cuestión que se debate, que puede ser de tres tipos: conjetural,
limitativo o cualitativo.
El estado de la cuestión es conjetural, dice Valadés, “cuando existe una
controversia sobre un hecho” (RC 284). El estado de la cuestión limitativo lo
define así: “Hay constitución limitativa cuando nace alguna controversia de algún
escrito o algún escritor” (RC 286). Esto es algo que todo orador cristiano debe
tener en cuenta porque, en la explicación de las Escrituras, debe resolver
discrepancias entre la letra y el sentido del texto. La misma importancia tiene el
estado de la cuestión cualitativo, porque la interpretación de la Biblia se efectúa
con fines tropológicos, esto es, con miras a promover una vida piadosa y justa. La
retórica establece que la calidad de un asunto en debate puede ser absoluta o
‘asuntiva.’ En el caso de la retórica cristiana, la calidad absoluta siempre se
resuelve mediante la adecuada aplicación del principio de la caridad. Pero si la
calidad de la cuestión debatida es ‘asuntiva,’ como en el caso de la supuesta virtud
de Sócrates, habrá que decidir qué se concede, qué se remueve, qué se traslada y
con qué se compara.
Habría concesión si la historia de Sócrates pudiera mostrar de alguna manera
que su sacrificio no fue a causa del personaje que él quería encarnar aún en
desmedro de la piedad y la justicia. Valadés no encuentra qué conceder en favor
del filósofo. Tampoco ve remoción de la responsabilidad de Sócrates, porque como
pensador que tiene acceso al imperativo de la conciencia moral debería conocer
sus propias motivaciones. No hay traslación de la culpa, porque nadie lo obligó a
tomar la decisión que tomó: pudo haber partido al destierro con los suyos. Por
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último, la causa por comparación “se da cuando decimos que fue necesario hacer
una de dos cosas, y que fue mejor hacer lo que hicimos” (RC 288). Como se puede
ver, Sócrates, el arquetipo del hombre virtuoso, no pasa la prueba de la verdad
moral.
Examinemos ahora el examen. Técnicamente, lo que Valadés ha ofrecido es
una prueba artificial por definición. El franciscano parte de la definición cristiana
de la virtud como de su hipótesis. Esta podría formularse, con sus propias
palabras, así: “Se dice que es de Cristo aquel que tiene la fe de Cristo, que obra
virtuosamente por el espíritu de Cristo, y a imitación suya socorre a los míseros”
(RC 292). Que Sócrates no era cristiano, es un hecho que no requiere prueba y está
fuera de cuestión. La prueba que hace falta es una capaz de desambiguar la virtud.
La clave de limitación que aplica Valadés es escotista: asume que la virtud es un
hábito de servicio, que su función siempre es socorrer a algo o a alguien. La
pregunta cae entonces por su propio peso: ¿a quién socorre la virtud de Sócrates?
Y las respuestas posibles son tres: (1) a la juventud ateniense, (2) a los más
necesitados de socorro, o (3) a Sócrates mismo. La respuesta de Valadés es (3): la
virtud de Sócrates socorre al personaje que Sócrates ha construido de sí mismo.
Siempre se le puede echar la culpa de esto a Platón; pero, en el debate que
Valadés inventa, alguien todavía podría refutarlo con el aval de la primera
respuesta: la virtud de Sócrates socorre a la juventud ateniense, cosa que declara,
además, el propio personaje en la Apología. Frente a esta objeción el retórico está
obligado a probar la calidad de la virtud. Como se recordará, Valadés es un
franciscano y como tal se formó en una tradición metafísica que nunca le asignaría
mayor realidad a los conceptos que a los individuos. La juventud ateniense es un
concepto que no tiene el mismo peso ontológico que los amigos y familiares de
Sócrates. No como cristiano sino como filósofo Sócrates debió socorrer a esas
personas, individuos reales que lo querían y vivían a su lado, y no una juventud
virtual, demasiado anónima como para ser verdadero objeto de socorro. La calidad
del objeto socorrido muestra que, en último término, en la motivación de la virtud
es donde se juega la verdad.
Cuando Valadés dice que la virtud ética consiste en la operación y que el
oyente puede decir si el orador es verdaderamente devoto o fingidamente
hipócrita (RC 66), no se refiere a la letra del discurso sino a su espíritu. Para el
franciscano la verdad moral que predica el cristianismo reside en una subjetividad
que no se oculta a la razón. Cuando acontece la verdad de Cristo, y alguien está
mirando con cuidado, acontece en el temor de Dios. “Pero hay un múltiple temor –
aclara Valadés – uno se llama mundano o humano, y éste es malo y hay que
evitarlo. [...] Otro se llama servil, por el cual alguien se abstiene del pecado por
temor a la pena: éste ciertamente es bueno, pero insuficiente. [...] Hay aquel
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[temor] con caridad, que excluye el servil. Y finalmente existe el temor de amistad,
que procede del amor, por el que alguien teme ofender de alguna manera a quien
se ama” (RC 353). Aquí Valadés traza un esbozo teológico de la diferencia entre
legalidad y moralidad que formuló Kant doscientos años después. Huelga señalar
que entre nuestro predicador de la paz de fines del siglo XVI y el autor de La Paz
Perpetua del siglo XVIII hay un periodo intermedio de formidables efectos en la
cultura moderna.
5. Conclusión
El valor de la retórica consiste en integrar los ámbitos abstractivo e intuitivo
del conocimiento y permitir de esa manera que la verdad religiosa no sea
cercenada de su factor determinante, que no es la fe ‘en la que se cree’ sino la fe
‘con la que se cree.’ En última instancia, la verdad de la fe se juega en la ortopraxis
del amor desinteresado, no en la ortodoxia.
El caso Sócrates en la argumentación de Valadés permite ver la
desambiguación de los conceptos como una práctica retórica crucial para la
partición conceptual. Sin ese hábito argumentativo el riesgo de cometer falacias o
de finalmente vaciar las palabras de referentes reales se eleva de manera
exponencial. Si la retórica cristiana no ha de convertirse en sofística, esa
fiscalización del propio discurso es indispensable.
Según Charles Taylor, en nuestro tiempo llega a su fin la era de la fe ingenua
(SA 19). Si tiene razón, entonces la investigación de las diversas formas que adoptó
la retórica cristiana en la Segunda Escolástica puede ser una tarea prometedora
para quienes se dedican al estudio del cristianismo latino y se preocupan por su
futuro.
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SOBRE LA VERDAD RETÓRICA
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Referências Bibliográficas
FA - Peter Kammerer, Ekkehard Kriooendorf & Wolf-Dieter Narr, Franz von Assisi Zeitgenosse für eine andere Politik. Dusseldorf: Patmos 2008.
QQ - William of Ockham, Quodlibetal Questions. Volumen 1 and 2. Quodlibets 1-7.
Translated by Alfred Ferroso and Francis E. Kelly. New Haven & London: Yale
University Press 1991.
RC - Fray Diego Valadés, Retórica Cristiana. Introducción de Esteban J. Palomera.
Advertencia de Alfonso Castro. Preámbulo y traducción de Tarcisio Herrera Zapéis.
México: FCE 2003.
SA - Charles Taylor, A Secular Age. Cambridge, Mass., London: The Belknap Press of
Harvard University Press 2007
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Resumo
El artículo destaca que la virtud de la
retórica consiste en su capacidad de
integrar los ámbitos abstractivo e
intuitivo del conocimiento humano,
capacidad que en el contexto de la
prédica religiosa adquiere gran
relevancia. El franciscano Valadés,
formado en la retórica clásica,
muestra en su Rhetorica Christiana
cuán conscientes fueron de esta
virtud algunos evangelizadores en
América.
Desde un punto de vista sistemático,
puede decirse que lograron presentar
la verdad de su prédica no solo como
el cuerpo doctrinal de la fides quae
creditur o fe ‘en la que se cree’, sino
que destacaron con igual o mayor
importancia a la fides qua creditur o fe
‘con la que se cree’. Puesto que en
ésta última, la verdad de la fe se
decide en la orto-praxis del amor
desinteresado y no en la ortodoxia, la
retórica
cristiana
retiene
las características de la retórica
clásica: tanto su eficacia como su
ambivalencia.
Palabras clave: filosofía; retórica;
escolástica barroca; historia de la
filosofía; pensamiento franciscano;
evangelización.
Abstract
The article points out that the power
of rhetoric consists in its ability to
integrate the abstractive and the
intuitive areas of human knowledge,
which in the context of religious
preaching is particularly relevant. The
Franciscan Valadés, knowledgeable in
classical rhetoric, shows how much, in
America, some evangelists were aware
of the major role of rhetoric. From a
systematic viewpoint, we can say that
they achieved to present the truth of
his preaching not only as the fides
quae creditor, i.e, the faith 'in which it
is believed', but they also stressed with
equal or greater importance the fides
qua creditur, i.e. the faith 'with which
it is believed'. Since in the latter, the
truth of faith is decided in the orthopraxis of selfless love and not in the
orthodoxy, Christian rhetoric retains
the main characteristics of classical
rhetoric, namely in its effectiveness as
well as in its ambivalence.
Keywords:
philosophy;
rhetoric;
baroque
scholastic;
history
of
philosophy;
franciscan
thought;
evangelism.
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Sobre o autor
Luis Eduardo Bacigalupo: Doctor en Filosofía por la Freie Universität Berlin
(1990); Profesor Principal de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Facultad
de Letras y Ciencias Humanas; Profesor invitado de la Universidad Antonio Ruiz de
Montoya, Facultad de Humanidades.
E-mail: [email protected]
Submetido em 03/05/2015
Aceito em 03/06/2015
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