Lección Inaugural 2006 - Universidad del Istmo

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Lección inaugural dictada por
S.E.R. Monseñor Rodolfo Quezada Toruño
Cardenal Arzobispo de Guatemala
EL LEGADO DE DOCTRINA SOCIAL DE JUAN PABLO II
1. Introducción
Quiero empezar esta Lección Inaugural agradeciendo al Consejo Directivo de la
Universidad del Istmo y a su ilustre Rector, lng. Manuel Antonio Marroquín Conde, por la
oportunidad de dirigirme a todos ustedes sobre un tema tan apasionante y a la vez de tanta
actualidad. Es imposible sintetizar, en una conferencia como ésta, el rico legado del Papa
Juan Pablo II en materia de Doctrina Social de la Iglesia. Tratar de hacerlo sería aventurado
y poco serio. Por eso, me decidí a presentarles un esbozo de las orientaciones más
importantes que, en esta materia, impulsó el servicio petrino de un hombre “llamado de
oriente” a ocupar la Sede de Pedro, deteniéndome solamente en algunos temas que
considero de mayor importancia.
Sin embargo, resulta obligado referirse brevemente a la rica y polifacética personalidad del
Pontífice que sirvió a la Iglesia en la encrucijada de dos siglos y dos milenios. Karol
Wojtyla fue un hombre de Dios. Y por eso un hombre de esperanza, un hombre capaz de
aceptar la responsabilidad pastoral de dirigir la Iglesia en difíciles momentos, en los que, se
vislumbraban en el mundo sombras oscuras y atemorizantes, no obstante el inusitado
progreso de las ciencias y la técnica. Desesperanzas y miedos con nombres propios:
ausencia de libertad; marginación; guerras fratricidas; terrorismo; cultura de la muerte;
pandemias de toda clase; violencia desenfrenada; escandalosa concentración de la riqueza
en manos de pocos y aumento de la pobreza en capas sociales cada vez más amplias;
trabajo precario y desempleo; nuevas esclavitudes; etc. Temores y desesperanzas que
habían llegado a ampliarse hasta el ámbito global. De un país lejano surge un profeta para
estos tiempos. Un hombre que, en su juventud, contempló de cerca el rostro monstruoso de
ideologías perversas. Un alma grande que, primero como sacerdote y profesor, después
como obispo y arzobispo, y luego aceptando la Cátedra de Pedro, se empeñó, como primer
evangelizador de la Iglesia, en anunciar a Cristo y su mensaje. A anunciar que, en Cristo,
todo puede ser nuevo. Juan Pablo II es un hijo de la Iglesia capaz de impulsar serenamente
las grandes orientaciones del Concilio Vaticano II, especialmente en el tan necesario campo
de la presencia de la Iglesia en el mundo actual. Juan Pablo II es un hombre surgido de
tierras donde la libertad oprimida era experiencia cotidiana pero capaz, sin embargo, de
proponer otros senderos desde nuevas luces. También Juan Pablo II acuñó proféticamente
nuevos nombres propios: el respeto de la persona humana y de su libertad; la acción
política y económica centradas en el bien común; el respeto eficaz, cotidiano y universal de
los derechos humanos; el diálogo entre los agentes sociales; la búsqueda de la justicia y la
paz. Son luces que se acogen en un corazón abierto a Cristo, como el suyo, hijo de una
familia católica y, además, polaca. De esas luces y de nuevos senderos habló Juan Pablo II
a Roma y al mundo. De esos senderos recorrió muchos, como peregrino de la paz y la
esperanza. También en nuestro país, bendecido por sus pasos de pastor universal en tres
oportunidades.
Ese Pontífice nos introdujo en un nuevo milenio con la certeza de que no debemos tener
miedo, porque Cristo camina con nosotros y nos muestra la ruta a seguir. Es el gran Papa
que, en el 50 aniversario de la fundación de la ONU, se dirigió a todos los gobernantes del
mundo diciéndoles: “Tenemos en nosotros la capacidad de sabiduría y de virtud. Podemos
construir una civilización digna de la persona humana, una verdadera cultura de la libertad.
¡Podemos y debemos hacerlo! Y, haciéndolo, podemos darnos cuenta de que las lágrimas
de este siglo han preparado el terreno para una nueva primavera del espíritu humano”. Su
legado social, por tanto, lo constituyen su vida y su testimonio, su fe, su esperanza y su
caridad puestos de manifiesto en todo momento, también en los momentos más difíciles de
su pontificado, así como en los muchísimos documentos, encíclicas, cartas apostólicas,
mensajes, discursos, homilías, en los que expresó sus convicciones de pastor y su mensaje
evangelizador. En este marco quisiera referirme al legado de Doctrina Social de Juan Pablo
II.
2. Juan Pablo II y la Doctrina Social de la Iglesia
Karol Wojtyla siempre creyó en la importancia de la Doctrina Social dé la Iglesia para
nuestros tiempos. En una entrevista sobre el tema en 1978, siendo todavía Cardenal, dijo:
“No puedo olvidar el hecho de que yo mismo he dado clases hace algún tiempo sobre “ética
social católica”; pero, sobre todo, deseo referirme a la forma en que yo he experimentado el
sentido de esta doctrina cuando era obrero (durante la ocupación nazi) y cómo lo
experimento ahora que soy pastor y obispo de una Iglesia que vive en condiciones
especiales. Debo decir que en aquella primera situación, el conjunto de problemas y de
principios que descubrí en las encíclicas sociales leídas entonces, me parecía que ofrecían
la respuesta más justa a las preguntas que con frecuencia planteaban mis compañeros de
trabajo y que me planteaba yo mismo. En la situación actual experimento ahora más
profundamente el sentido de la Doctrina Social de la Iglesia que tiene condiciones
especiales. Pienso aquí en la Iglesia en el mundo contemporáneo, pero sobre todo en mi
patria, en Polonia. Mientras respondo, por tanto, aunque sea de manera breve a lo que en
esta pregunta me parece el punto esencial, expreso la convicción de que la Iglesia no puede
carecer de una doctrina social propia y peculiar. Esta es la consecuencia de la misión misma
de la Iglesia; entra en el contenido substancial y en las tareas del evangelio que debe
predicarse y realizarse continuamente (y en cierto sentido siempre de forma nueva) en las
reducidas dimensiones de la vida social, en el centro mismo de los problemas que del
mismo se desprenden. La revelación divina proclamada por la Iglesia de Jesucristo ha
permitido mirar de forma nueva a la sociedad, a su fin y sus tareas, y al hombre que vive en
ella, a la relación del individuo con la colectividad y viceversa. Existen, por tanto, los
elementos para construir una ciencia teológica autónoma como la ética social católica, que
es parte integrante de la teología moral. Un sistema homogéneo de normas fundado sobre la
Revelación une a la ética social católica con la teología moral.”
Que sea necesaria en el orden de la salvación lo expresa diciendo que “la Doctrina Social
de la Iglesia está construida sobre el Evangelio. En realidad, el Evangelio debe guiar a los
hombres a la salvación que se realiza plenamente en la dimensión escatológica. Esta
dimensión escatológica de la salvación, además, en vez de reducirla, evidencia aún más la
importancia de la temporalidad. Por tanto, todo lo que tiene que ver con un correcto
progreso y desarrollo del hombre se sitúa en el orden divino de la salvación, que la Iglesia
considera como misión propia. La Constitución pastoral Gaudium et Spes pone en claro
que, en relación con los dos órdenes, el temporal (o histórico) y el escatológico, la
diferencia sustancialmente entre el uno y el otro, de todo aquello que en el orden temporal,
en el orden de la historia humana, sirve al bien, a la verdad, a la justicia, a la caridad en la
sociedad, también es importante para la salvación del hombre en la dimensión escatológica.
Por tanto la Doctrina Social de la Iglesia entra profundamente en el contenido de la
evangelización. La Doctrina Social católica proviene de la misma raíz de la que proviene
toda la doctrina de la Iglesia, toda la Teología. Nace y se desarrolla junto a ésta, de la que
es parte integrante. El Evangelio se dirige a todo el hombre; de manera especial se dirige a
su razón. Y precisamente a través de la comprensión consiguiente de su contenido es como
se forma toda la doctrina de la Iglesia, especialmente como teología. Pienso que esta
doctrina tiene esencialmente un perfil ético: es una ética social.”
3. Un contenido social para una época nueva
Al iniciar su pontificado, Juan Pablo II, tenía muy claro que la Doctrina Social, sobre todo a
partir de la encíclica Mater et magistra del beato Juan XXIII, se había ya desarrollado lo
suficiente como para tomar en consideración el mundo entero y toda la humanidad, y en
particular la división entre los dos mundos: el mundo rico, económicamente avanzado que
posee y usa por encima de cualquier medida, incluso a costa de explotar al segundo mundo,
y el mundo pobre, económicamente atrasado, que posee y usa por debajo de las justas
necesidades, que es explotado. Su atención irá dirigida especialmente a este segundo
mundo, el que en ese tiempo se solía denominar “tercer mundo”, y que se caracterizaba por
el gran incremento demográfico. La óptica “de los mundos” (y sobre todo del “tercer
mundo”) se impuso al nuevo Pontífice, quien sin embargo no desechó la antigua visión, la
llamada “óptica occidental” típica del periodo que se dio entre León XIII y Pío XII,
centrada en temas como la propiedad privada y el trabajo. Asimismo, el Papa Juan Pablo II
advirtió muy claramente la coyuntura mundial en la que se manifiesta una conexión
evidente entre el conjunto de los problemas económico-sociales y el problema de la paz
mundial. En la raíz está la justa convicción de que la causa de la guerra (en sus variadas
manifestaciones) está determinada no sólo por la injusticia del sistema económico-social,
sino también de cualquier violación a los derechos fundamentales del hombre.
4. La verdad sobre el hombre
En este contexto surge la impronta netamente personalista que el Papa Juan Pablo II dio a
la Doctrina Social en su largo y fecundo pontificado. Sin duda, el centro unificador de su
enseñanza en el campo social es la verdad misma sobre el ser humano y su misterio, que
sólo se manifiesta en plenitud a la luz del misterio del Verbo Encarnado (cf. GS 22), por
“Aquél que ha penetrado, de modo único e irrepetible, en el misterio del hombre y ha
entrado en su corazón” (RH, 8). Con su primera encíclica, Redemptor hominis, y a partir
de ese momento, en todo su Magisterio, el Papa clamó para que la humanidad se abra a
Cristo que manifiesta al hombre plenamente su misterio. Muchas veces usó la frase de
Martín Buber: “El hombre no puede escaparse a los ojos de Dios. Buscando esconderse de
Él, se esconde a sí mismo”. Al contrario, en Cristo Jesús, el hombre comprende el sentido
de su vocación y de su libertad. El Papa piensa en el hombre, en cada hombre, que debe
ser respetado, defendido de sí mismo y del ambiente que lo rodea, y confrontado con su
verdadera imagen: es decir, como persona, no “algo” sino “alguien”, un ser único y centro
del mundo creado y no algo en servicio utilitarista y relativo a la sociedad, del Estado, de
ideologías o de intereses particulares de grupos o individuos. Juan Pablo II insistió durante
todo su pontificado en el derecho a la vida, a la integridad física y moral, al alimento, la
vivienda o a la educación y la salud, al trabajo y a la responsabilidad compartida en la vida
de la nación. En todos los casos, está hablando de la persona, ser profundamente personal,
capaz de comunión con Dios y con los demás, capaz de trascendencia y de buscar el bien
común.
Para que el hombre se realice es indispensable la libertad, medida inviolable de su
dignidad y de su grandeza. Esta libertad es más que ausencia de tiranías o licencia para
hacer todo lo que se quiera: es, en cambio, la condición por la cual la vida del hombre
puede estar ordenada a la verdad y se realiza en la búsqueda y cumplimiento de esta
verdad. Separada de ella, la libertad es simple utilitarismo. Es esta libertad la que hace
posible vivir la dimensión personal de la verdad del hombre, es decir, la búsqueda del
sentido de la propia vida a la luz de Dios. Incontables son las veces que el Papa Juan Pablo
II desafió a los jóvenes de todo el mundo a abrirse a esta verdad irrefutable: “tú eres un
pensamiento de Dios; tú eres un latido del corazón de Dios. Afirmar esto es como decir que
tú tienes un valor, en cierto sentido, infinito, que cuentas para Dios en tu irrepetible
individualidad” (A los jóvenes en Kazajstán, septiembre 2001). Juan Pablo II manifestó
esta convicción, igual en Varsovia que en La Habana. La realización plena del hombre, por
tanto, no puede encontrarse fuera de la comunión con el Creador. Su punto de partida es
Cristo, imagen de Dios invisible y también hombre perfecto. Sus palabras en Cuba no
pudieron ser más elocuentes: “Sólo Cristo puede dar razón de lo que es el hombre”.
Pero también es la libertad la que hace posible la dimensión social de la verdad del
hombre. La misión del hombre no puede realizarse fuera del contexto de los numerosos
lazos, contactos, situaciones y estructuras sociales que lo unen a los demás hombres. La
solidaridad humana nace así como exigencia de la verdad misma del hombre, que ha de
realizar el dominio del universo favoreciendo “la prioridad de la ética sobre la técnica, el
primado de la persona sobre las cosas, la superioridad del espíritu sobre la materia” (RH,
16). Desde aquí se plantea Juan Pablo II la cuestión del progreso, el cual es lícito si hace
más humana y más digna la vida del hombre: “el asunto es si el hombre, en cuanto hombre,
se hace de veras mejor, es decir, más maduro espiritualmente, más consciente de la
dignidad de su humanidad, más responsable, más abierto a los demás, particularmente a los
más necesitados y a los más débiles, más disponible a dar y prestar ayuda a todos” (RH,
15).
Finalmente, es la libertad la que hace posible el desarrollo del modo específico de ser del
hombre, es decir, la cultura. Para el Papa Juan Pablo II, el asunto de la cultura también es
fundamental. Se trata de tener la oportunidad de cultivar lo mejor que hay en el hombre, es
decir, del “modo específico del existir y del ser humano” que vive siempre según una
cultura que le es propia y que a su vez, crea entre los hombres lazos que también le son
propios. Esas culturas hacen posible la comunicación del propio dinamismo de los pueblos,
especialmente de sus valores. Juan Pablo II luchó siempre por favorecer el conocimiento y
el respeto de todas las culturas, especialmente en aquellos lugares en donde, por la razón
que sea, sus habitantes constituyen una minoría étnica y cultural, al mismo tiempo que no
dudó en recordar que las raíces cristianas de la cultura occidental han de recuperarse frente
al avance de nuevas formas culturales que no responden a las exigencias del espíritu
humano. Desentrañé, de muchas maneras, la relación entre cultura y educación,
mostrando cómo los contenidos de ésta última deben contribuir a una vida auténticamente
humana, no sólo a través de la transmisión de conocimientos, sino sobre todo de la
formación en los ámbitos moral, antropológico y biológico.
Sobre la base fundamental de la verdad sobre el hombre, el Papa Juan Pablo II ofreció una
aportación fundamental a la Doctrina Social de la Iglesia en los tiempos de la globalización,
especialmente gracias a sus encíclicas sociales: 1) Laborem exercens (1981), sobre el
trabajo y la dignidad del trabajador; 2) Sollicitudo rei socialis (1987), sobre la situación del
desarrollo en el mundo y 3) Centessimus annus (1991), en el Centenario de la Rerum
Novarum de León XIII (1891). Con estos tres pilares fundamentales, a los cuales se sumó la
encíclica Evangelium vitae (1995), Juan Pablo II aportó todo un contenido de principios
fundamentales, criterios de juicio y directrices para la acción que se sumaron a la ya amplia
tradición de la Doctrina Social de la Iglesia.
5. Algunos contenidos concretos de su legado
Veamos ahora algunos de estos contenidos concretos, obligadamente sintetizados.
a) El trabajo humano y la dignidad del trabajador. En su encíclica Laborem
exercens, de impronta decididamente personal, el Papa obrero muestra que el
trabajo está en el centro de la vida del hombre y, como tal, es un elemento de la
realidad social que debe tenerse en cuenta para valorar y afrontar la cuestión social.
Distingue entre el trabajo en sentido objetivo, es decir, el “resultado” del trabajo, y
en sentido subjetivo, es decir, la capacidad del individuo para, mediante su acción
libre y responsable, realizar su vocación personal. La dignidad del trabajo tiene su
fundamento en la dimensión subjetiva del trabajo, por lo cual no es la técnica ni el
resultado, sino la persona del trabajador, quien ha de importar. “Es el trabajo el que
está en función del hombre y no el hombre en función del trabajo”. A la luz de esta
verdad, el Papa cuestionó la validez de los sistemas económicos —capitalismo o
socialismo- si no son capaces de promover la empresa, la propiedad privada y los
medios de producción a partir de la promoción del trabajador. De allí la importancia
de la organización laboral y de sus expresiones, tales como los sindicatos, en donde
se ha de vivir la verdadera solidaridad en función del bien común.
b) La política y la economía al servicio del hombre. La sociedad política, a la que
llamamos estado, y la sociedad económica, son dos realidades que deben estar al
servicio de hombre. Su valor ético reside en la capacidad de favorecer el bien
auténtico y completo de la persona, sola o asociada con otras, evitando todo lo que
suponga un obstáculo para expresar su auténtica dimensión humana. La sociedad
política ha de tender al Estado de derecho y, de allí, al Estado democrático, en
donde se viva en el respeto a las normas jurídicas democráticamente consensuadas y
en un verdadero pluralismo de organización social, tutelando los derechos de los
individuos, expresión de su dignidad personal. La sociedad económica, por su parte,
ha de realizarse de manera que, junto con el principio de solidaridad y el de la
legitimidad de la propiedad privada, también se tome en cuenta el del destino
universal de los bienes de la tierra y la promoción de una verdadera ecología
humana. El Estado debe garantizar el buen ejercicio de la libertad, interviniendo
sólo para vigilar y encauzar este ejercicio en orden al bien común.
c) La dimensión ética de la comunidad internacional. El Papa Juan Pablo II insistió
en que el respeto de los derechos humanos así como el respeto de la libertad de los
pueblos y naciones es condición necesaria para alcanzar el bien común de la paz.
Las guerras surgen cuando no se respeta la soberanía de cada pueblo. Las causas de
los conflictos que afligen el mundo son múltiples y complejas, y van desde la
expansión territorial hasta el imperialismo ideológico, la obsesión por la seguridad
territorial o la explotación económica. Sea cual fuere la razón, toda guerra contiene
elementos de injusticia, de desprecio y de odio, que son siempre un atentado contra
la dignidad y la libertad de las personas. De allí que sea indispensable desarrollar un
estilo de relaciones internacionales que estén basadas en el mutuo respeto y en la
justicia social y económica. También los pueblos pobres tienen derechos que deben
ser respetados. Hay una absoluta necesidad de una distribución más equitativa de la
renta mundial, de la riqueza y del trabajo. La conciencia de interdependencia debe
llevar a evitar los conflictos o a manejarlos, si es necesario, en el fuero
internacional, pero sin tener que recurrir a la guerra. El Papa Juan Pablo II, llegó
incluso a decir, con ocasión de la “Guerra del Golfo”, que los métodos para hacer la
guerra y las cada vez mayores consecuencias personales y sociales de las guerras,
hacían que en la práctica, no pueda hablarse ya de la posibilidad de una guerra justa.
Por eso: ¡Nunca más la guerra! Toda guerra es un fracaso de la humanidad.
Juan Pablo II fue el Papa de la paz. Sus mensajes con ocasión de la Jornada Mundial
de la Paz constituyen una de las más importantes lecciones de su pontificado. Pero
más elocuentes aún fueron sus gestos de paz y su empeño por acompañar a los
pueblos en guerra y ofrecerles su solidaridad y su ayuda eficaz. En verdad, Juan
Pablo II fue todo un Evangelio de paz.
6. La familia en el plan de Dios
Me detengo ahora en un tema que, por sus implicaciones en el momento presente de
nuestro país, considero de una importancia fundamental. Uno de los más grandes aportes
del rico legado de Doctrina Social que nos ha dejado el Papa Juan Pablo II es el Evangelio
de la familia. La proclamación del Evangelio de la vida y de la familia, y la profundización
en la identidad y misión de la Iglesia doméstica, santuario de la vida, como verdad que
humaniza plenamente a los esposos, a los hijos y a la humanidad, ocuparon sin duda un
puesto privilegiado en el corazón del Pastor universal. Como maestro de la fe, se preocupó
por mostrar la identidad y la dinámica evangelizadora de la familia, única institución en el
designio creador de Dios, capaz de formar integralmente al hombre. Y, en el contexto de la
crisis que quiere deshumanizar a la familia, el anuncio del Evangelio de la vida se convirtió
para Juan Pablo II en vigorosa defensa de la familia y de la vida.
Tarea fundamental del Papa fue la de iluminar la identidad de la familia según el designio
de Dios. Esto lo hizo magistralmente, sobre todo, con estos tres documentos que
constituyen referencia indispensable sobre el tema: 1) La Exhortación apostólica
Familiaris consortio, fruto del Sínodo sobre la familia de 1980; 2) La Carta a las
Familias, Gratissimam sanae, con ocasión del Año Internacional de la Familia y 3) La
Encíclica Evangelium vitae, el más vigoroso anuncio y defensa del evangelio de la vida.
Sin embargo, hay muchos documentos más, como la carta Mulieris dignitatem —en que
subraya la misión irremplazable de la mujer como esposa, madre, hermana, y el beneficio
que aporta a la sociedad en su progresiva inserción, sin discriminación-; la Carta a los
niños —en que aboga por un diálogo lleno de ternura por la dignidad del niño-; las
“Catequesis sobre el amor humano”, recogidas con el título de “Varón y Mujer lo creó”.
Mención especial merecen los mensajes y las homilías en los Encuentros Mundiales con las
familias y sus muchos mensajes y homilías en los diversos viajes pastorales por el mundo
entero, también en América Central.
Al Papa Juan Pablo II le tocó la delicada tarea de mostrar la plena vigencia de la familia,
fundada sobre el matrimonio, y la fidelidad de la gran mayoría, como vivo testimonio de
esta vigencia, en una época en la que, por nuevos proyectos culturales y políticos, se ve
como una institución no necesaria, a ser sustituida por otros modelos y alternativas. Bien
llama el Papa “cultura de la muerte” a este estilo que irrumpe entre nuestras sociedades y
que considera a la familia como la negación de la libertad, el lugar de la esclavitud para la
mujer, su vocación maternal un obstáculo culturalmente impuesto a su realización, los hijos
una carga pesada, la estabilidad y fidelidad del amor conyugal una utopía innecesaria y no
un bien fundamental para el hombre y la sociedad; el embrión humano un objeto, una cosa,
material manipulable, víctima de toda clase de experimentos que atentan contra su
integridad.
En semejante perspectiva, decía Juan Pablo II, “el hombre deja de vivir como persona y
sujeto. No obstante las intenciones y declaraciones contrarias, se convierte exclusivamente
en objeto”. Solo la familia garantiza en la sociedad que la persona sea el centro y el fin, y
no un simple medio. Por eso, Juan Pablo II dedicó tantos esfuerzos para mostrar que, de la
verdad sobre la persona humana y su dignidad y del hecho de que la familia es la expresión
primera y fundamental de la naturaleza social del hombre, la más pequeña y primordial
comunidad humana, se deduce, por tanto, que la familia es la primera y más auténtica
“sociedad” humana. Por tanto, su dignidad de sujeto social impone una defensa de la
familia que debe ser fundamental en toda sociedad. De allí que haya recomendado tantas
veces la “Carta de los Derechos de la Familia” como un instrumento de diálogo,
plenamente vigente, que partiendo de los principios morales afirmados, consolida la
existencia de la institución familiar en el orden social y jurídico.
Un aspecto digno de tener en cuenta es la defensa del Papa Wojtyla de la “soberanía” de
la familia. “La familia, como comunidad de amor y de vida, es una realidad social
sólidamente arraigada y, a su manera, una sociedad soberana, aunque condicionada en
varios aspectos” y “al participar del patrimonio cultural de la nación, contribuye a la
soberanía específica que deriva de la propia cultura y lengua” (Gratissimam sanae, 17). La
familia precede a la sociedad y al Estado, que están a su servicio (y no al revés). De allí que
la intervención del Estado con relación a la familia debe enmarcarse solo en aquello en lo
que no es autosuficiente por sí misma; vale a decir, que esta intervención debe regirse por
el principio de subsidiariedad, pero en un profundo y absoluto respeto de los derechos
mismos de la familia.
Asimismo, Juan Pablo II insistió en el sentido esponsal de las relaciones conyugales
basadas en la lógica de la entrega y del don de sí como único camino de verdadera
fecundidad. El amor, por el que se da y se recibe lo que no se puede comprar ni vender,
hace de la familia un espacio de comunión, una comunidad de personas. Por el amor, la
persona es reconocida, recibida y respetada en su dignidad, superando los criterios de
eficiencia y funcionalidad. Por tanto, Juan Pablo II insistió en la defensa del matrimonio
como institución basada en la fidelidad, exclusividad, permanencia hasta la muerte y
apertura a la vida. De allí que se comprende muy bien lo que el Papa Wojtyla quería
expresar cuando dijo que “el anticoncepcionismo impone un lenguaje objetivamente
contradictorio, es decir, el de no darse al otro totalmente: se produce no sólo el rechazo
positivo de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del
amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal” (cf. FC 32).
Del mismo modo, el Papa Juan Pablo II puso especial atención en mostrar que la familia no
ha de encerrase en sí misma sino que debe abrirse plenamente a la sociedad con la cual
“posee vínculos vitales y orgánicos”, porque es su principio y fundamento, y como
recuerda Familiaris Consortio, su “célula primera y vital” (FC 42). Si la familia constituye
el lugar natural y el instrumento más eficaz de humanización y de personalización de la
sociedad, entonces se hace necesaria su colaboración original y profunda en la construcción
del mundo, haciendo posible una vida propiamente humana, en donde se eviten lo más
posible los efectos de una sociedad cada vez más masificada y despersonalizada, que se
vuelve inhumana y deshumanizante.
La familia contribuye al bien social mediante el ejercicio maduro de la paternidad
responsable, por eso solo a los padres les toca juzgar sobre la oportunidad de la paternidad.
Por eso, son las mismas familias quienes han de velar porque “las leyes y las instituciones
del Estado no sólo no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos
y los deberes de la familia”, sobre todo la paternidad responsable (FC 44). En este sentido,
el Papa Juan Pablo II ha de pasar a la historia como el abogado universal de los derechos
fundamentales de la familia, especialmente de las familias pobres de los pueblos en vías
de desarrollo y donde las familias están sometidas a políticas arbitrarias de los poderosos
que, sin respetar su soberanía, las invaden con presiones y exigencias indebidas, reñidas
con su cultura y dignidad. El Papa Juan Pablo II hizo resonar su palabra llena de autoridad
contra el mito de la sobrepoblación que sirve de recurso para un control de la natalidad
irrespetuoso e inhumano, con políticas que son instrumento de nuevas ideologías contra los
más débiles. Supo interpelar a los jefes de Estado ante los falsos estilos de vida que se
pretendía imponer en las Conferencias de El Cairo y Beijing, invitando a los legisladores a
que no den curso a leyes inicuas sino a un cuerpo de leyes que apoyen y permitan el
cumplimiento de la misión de la familia. Y en la Evangelium vitae (n. 11), el Papa
denunció los riesgos de una cultura de la muerte que ha llegado, en el caso de la familia,
hasta el colmo de convertir el “delito” en un derecho. Frente a los problemas enormes y
dramáticos de la justicia en el mundo, de la libertad y de la paz, la familia cristiana
“constituye una energía interior que origina, difunde y desarrolla la justicia, la
reconciliación, la fraternidad y la paz entre los hombres” (FC 48). Por eso, es necesario
que, en un nuevo orden internacional, el derecho tutele a la familia.
El Santo Padre fue el defensor de los más débiles. Hago mías las palabras del Cardenal
Alfonso López Trujillo, Presidente del Pontificio Consejo para la Familia: “¿Cómo ha
podido acontecer que lo que reconocía el juramento hipocrático, tantos siglos antes de
Cristo, el mundo moderno, con tantos avances y conquistas, lo ignore y lo rechace? Porque
lo que hay de por medio no es algo, una cosa, un instrumento de que es dable usar, que se
puede eliminar y tratar como basura, el “nascituro” es alguien, es un ser humano, es un
concebido, debe ser tratado como una persona humana. ¿Cómo pueden los parlamentos
padecer tan peligrosa obnubilación? ¿Cómo pueden las madres rechazar algo que deberían
defender con ternura y amor de predilección, aunque fuera sólo por instinto? Es verdad que
el Papa, con entrañas de misericordia, se rebela o se resiste a creer que pueda haber madres
que, en lugar de ser fuentes de vida, se conviertan no sólo en sepulcros, sino en verdugos de
sus hijos. Y señala toda una cadena de responsables que mueven, presionan y acosan a las
madres a cometer el crimen del aborto: la sociedad, la familia, sobre todo, los parlamentos
que promueven leyes inicuas... ¿Cómo ha podido operarse tan desconcertante cambio en la
sociedad, de tal modo que la alegría en la acogida de la vida nueva se transforme en
desconfianza, en temor, hasta llegar a la decisión de eliminar al concebido como si fuera
éste un injusto agresor?... En la moderna masacre de 50 millones de víctimas de abortos
legalizados al año, de una democracia que los despedaza en el útero materno, en homenaje
al derecho, que falsamente se reconoce, de eliminar a los “nascituri” como si fueran
simples apéndices, agregados celulares, una especie de tumor en el seno materno. Esta es la
idea que tienen muchas madres que abortan. Sin embargo, cuando pueden contemplar a sus
propios hijos en los escaners y ven que no son cosas, surge una nueva corriente de ternura y
responsabilidad y se convierten en fervientes defensoras del fruto de su vientre... Estamos
en medio del conflicto y de la lucha. La Iglesia se halla en medio de la batalla. Hay que
decidirse, fieles a la voluntad del Señor, por la vida. No podía ser de otra manera
(Evangelium Vitae, 5,6). La Iglesia toma en sus manos la causa de los más débiles e
inocentes contra la prepotencia de los poderosos. La fuerza arbitraria de éstos se transmuta
en tiranía por el peso de las mayorías, mal informadas o dominadas por las ideologías, en
los parlamentos, que creen poder fundar las leyes no en la justicia, sino en su voluntad
soberana. La Iglesia no puede callar mientras cunde el grito de los inocentes... Es una lucha
llena de peligros, porque los poderosos cuentan con todos los medios, excepto la verdad, el
amor y la justicia. Son ríos de dinero los que corren para difundir el imperialismo
contraceptivo y abortivo.”
“Se busca cubrir, con el maquillaje de un lenguaje rebuscado, la gravedad del crimen. Se
llega a imaginar que los artificios del lenguaje son suficientes para ocultar la iniquidad. Es
el caso de la expresión “interrupción del embarazo”, no se habla del aborto. En El Cairo se
empleó todo un paquete de expresiones artificiosas que enmascaraban la realidad y los
propósitos. ¡Cuántos rodeos para hacer pasar inadvertidamente el aborto como instrumento
de planificación de la familia! ¡Cuántos rodeos para no tener que aludir a una deformación
de la verdad sobre el sexo y la responsabilidad que tiene su lugar en el matrimonio! ¿Cómo
pudo hablarse de un aborto seguro (safe abortion) sin hacer referencia a los derechos del
concebido, a quien lo único que se asegura es la muerte, o de un aborto raro, cuando la
tendencia en varios países va en la línea de ampliar las causales del aborto en el tiempo y en
la circunstancias?... Con todo, el mismo lenguaje tiene sus trampas. Se habla hoy más del
producto de la concepción, con una expresión de fábrica, que del hijo. Se evita a toda costa
hablar del matrimonio y se hace referencia a uniones, a la pareja. Pero no son raros los
resbalones. Se difunde la idea de la vacuna anti-bebé, lo que equivale a catalogar al
“nascituro” como un virus. Por tanto, la maternidad es una enfermedad y la esterilidad un
bien buscado, no una humillación.”
Señoras y señores: qué gran inspiración de Dios nuestro Señor tuvo Juan Pablo II, el Papa
de la familia, el defensor de los humildes y de los “nascituri”, al designar presidente de la
Comisión de la Familia al Cardenal colombiano Alfonso López Trujillo, a quien con mucho
cariño yo llamo “el gladiador de la vida”.
Finalmente, en el primer Encuentro Mundial con las familias, en Roma 1994, el Papa Juan
Pablo II sostuvo con vehemencia que la familia es un bien objetivo y absoluto para la
humanidad y está llamada a ser corazón de la civilización del amor. De allí que, ante los
fenómenos del progresivo deterioro de la familia, debido a legislaciones inicuas, la
enseñanza de Juan Pablo II se levantó siempre como una conciencia crítica, forjada en el
Evangelio, que ha de interpelar la responsabilidad de todos, especialmente la de los
políticos. La democracia no puede convertirse en una dictadura de las mayorías en los
parlamentos o congresos, de espaldas al verdadero bien de la sociedad. Esta es una forma
de “verdad política” que se impone arbitrariamente. Al contrario, Juan Pablo II insistió en
la necesidad de recuperar el respeto al espíritu de la ley. “Esto significa que las leyes, sean
cuales fueren los campos en que interviene o se ve obligado a intervenir el legislador,
tienen que respetar y promover siempre a las personas humanas en sus diversas exigencias
espirituales y materiales, individuales, familiares y sociales. Por tanto, una ley que no
respete el derecho a la vida del ser humano —desde la concepción a la muerte natural, sea
cual fuere la condición en que se encuentra, sano o enfermo, todavía en estado embrionario,
anciano o en estado terminal- no es una ley conforme al designio divino” (Juan Pablo II,
Discurso durante el Jubileo de los Gobernantes, Parlamentarios y Políticos, 4-11-2000).
7. Conclusión
Cuando, en los funerales del Santo Padre, el Cardenal Angelo Sodano utilizó la expresión
“Juan Pablo II el Grande”, a nadie le resultó sorprendente. Grande por su firmeza en la fe.
Grande por su firmeza en los principios morales. Grande por su defensa de los más débiles
y desprotegidos. Grande por el gran legado que deja a la Iglesia del nuevo milenio. Este
legado permanece, continúa, se hace vida, y estoy seguro, aumentará, con su inmediato
sucesor, el Papa Benedicto XVI, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe
durante el pontificado de Juan Pablo II. Permítanme, ilustres señoras y señores, evocar en
este principio de año lectivo, al Papa Juan Pablo II y rendir un homenaje de cariño y de
obediencia al Obispo de Roma y sucesor de Pedro, Benedicto XVI.
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