Lección inaugural dictada por S.E.R. Monseñor Rodolfo Quezada Toruño Cardenal Arzobispo de Guatemala EL LEGADO DE DOCTRINA SOCIAL DE JUAN PABLO II 1. Introducción Quiero empezar esta Lección Inaugural agradeciendo al Consejo Directivo de la Universidad del Istmo y a su ilustre Rector, lng. Manuel Antonio Marroquín Conde, por la oportunidad de dirigirme a todos ustedes sobre un tema tan apasionante y a la vez de tanta actualidad. Es imposible sintetizar, en una conferencia como ésta, el rico legado del Papa Juan Pablo II en materia de Doctrina Social de la Iglesia. Tratar de hacerlo sería aventurado y poco serio. Por eso, me decidí a presentarles un esbozo de las orientaciones más importantes que, en esta materia, impulsó el servicio petrino de un hombre “llamado de oriente” a ocupar la Sede de Pedro, deteniéndome solamente en algunos temas que considero de mayor importancia. Sin embargo, resulta obligado referirse brevemente a la rica y polifacética personalidad del Pontífice que sirvió a la Iglesia en la encrucijada de dos siglos y dos milenios. Karol Wojtyla fue un hombre de Dios. Y por eso un hombre de esperanza, un hombre capaz de aceptar la responsabilidad pastoral de dirigir la Iglesia en difíciles momentos, en los que, se vislumbraban en el mundo sombras oscuras y atemorizantes, no obstante el inusitado progreso de las ciencias y la técnica. Desesperanzas y miedos con nombres propios: ausencia de libertad; marginación; guerras fratricidas; terrorismo; cultura de la muerte; pandemias de toda clase; violencia desenfrenada; escandalosa concentración de la riqueza en manos de pocos y aumento de la pobreza en capas sociales cada vez más amplias; trabajo precario y desempleo; nuevas esclavitudes; etc. Temores y desesperanzas que habían llegado a ampliarse hasta el ámbito global. De un país lejano surge un profeta para estos tiempos. Un hombre que, en su juventud, contempló de cerca el rostro monstruoso de ideologías perversas. Un alma grande que, primero como sacerdote y profesor, después como obispo y arzobispo, y luego aceptando la Cátedra de Pedro, se empeñó, como primer evangelizador de la Iglesia, en anunciar a Cristo y su mensaje. A anunciar que, en Cristo, todo puede ser nuevo. Juan Pablo II es un hijo de la Iglesia capaz de impulsar serenamente las grandes orientaciones del Concilio Vaticano II, especialmente en el tan necesario campo de la presencia de la Iglesia en el mundo actual. Juan Pablo II es un hombre surgido de tierras donde la libertad oprimida era experiencia cotidiana pero capaz, sin embargo, de proponer otros senderos desde nuevas luces. También Juan Pablo II acuñó proféticamente nuevos nombres propios: el respeto de la persona humana y de su libertad; la acción política y económica centradas en el bien común; el respeto eficaz, cotidiano y universal de los derechos humanos; el diálogo entre los agentes sociales; la búsqueda de la justicia y la paz. Son luces que se acogen en un corazón abierto a Cristo, como el suyo, hijo de una familia católica y, además, polaca. De esas luces y de nuevos senderos habló Juan Pablo II a Roma y al mundo. De esos senderos recorrió muchos, como peregrino de la paz y la esperanza. También en nuestro país, bendecido por sus pasos de pastor universal en tres oportunidades. Ese Pontífice nos introdujo en un nuevo milenio con la certeza de que no debemos tener miedo, porque Cristo camina con nosotros y nos muestra la ruta a seguir. Es el gran Papa que, en el 50 aniversario de la fundación de la ONU, se dirigió a todos los gobernantes del mundo diciéndoles: “Tenemos en nosotros la capacidad de sabiduría y de virtud. Podemos construir una civilización digna de la persona humana, una verdadera cultura de la libertad. ¡Podemos y debemos hacerlo! Y, haciéndolo, podemos darnos cuenta de que las lágrimas de este siglo han preparado el terreno para una nueva primavera del espíritu humano”. Su legado social, por tanto, lo constituyen su vida y su testimonio, su fe, su esperanza y su caridad puestos de manifiesto en todo momento, también en los momentos más difíciles de su pontificado, así como en los muchísimos documentos, encíclicas, cartas apostólicas, mensajes, discursos, homilías, en los que expresó sus convicciones de pastor y su mensaje evangelizador. En este marco quisiera referirme al legado de Doctrina Social de Juan Pablo II. 2. Juan Pablo II y la Doctrina Social de la Iglesia Karol Wojtyla siempre creyó en la importancia de la Doctrina Social dé la Iglesia para nuestros tiempos. En una entrevista sobre el tema en 1978, siendo todavía Cardenal, dijo: “No puedo olvidar el hecho de que yo mismo he dado clases hace algún tiempo sobre “ética social católica”; pero, sobre todo, deseo referirme a la forma en que yo he experimentado el sentido de esta doctrina cuando era obrero (durante la ocupación nazi) y cómo lo experimento ahora que soy pastor y obispo de una Iglesia que vive en condiciones especiales. Debo decir que en aquella primera situación, el conjunto de problemas y de principios que descubrí en las encíclicas sociales leídas entonces, me parecía que ofrecían la respuesta más justa a las preguntas que con frecuencia planteaban mis compañeros de trabajo y que me planteaba yo mismo. En la situación actual experimento ahora más profundamente el sentido de la Doctrina Social de la Iglesia que tiene condiciones especiales. Pienso aquí en la Iglesia en el mundo contemporáneo, pero sobre todo en mi patria, en Polonia. Mientras respondo, por tanto, aunque sea de manera breve a lo que en esta pregunta me parece el punto esencial, expreso la convicción de que la Iglesia no puede carecer de una doctrina social propia y peculiar. Esta es la consecuencia de la misión misma de la Iglesia; entra en el contenido substancial y en las tareas del evangelio que debe predicarse y realizarse continuamente (y en cierto sentido siempre de forma nueva) en las reducidas dimensiones de la vida social, en el centro mismo de los problemas que del mismo se desprenden. La revelación divina proclamada por la Iglesia de Jesucristo ha permitido mirar de forma nueva a la sociedad, a su fin y sus tareas, y al hombre que vive en ella, a la relación del individuo con la colectividad y viceversa. Existen, por tanto, los elementos para construir una ciencia teológica autónoma como la ética social católica, que es parte integrante de la teología moral. Un sistema homogéneo de normas fundado sobre la Revelación une a la ética social católica con la teología moral.” Que sea necesaria en el orden de la salvación lo expresa diciendo que “la Doctrina Social de la Iglesia está construida sobre el Evangelio. En realidad, el Evangelio debe guiar a los hombres a la salvación que se realiza plenamente en la dimensión escatológica. Esta dimensión escatológica de la salvación, además, en vez de reducirla, evidencia aún más la importancia de la temporalidad. Por tanto, todo lo que tiene que ver con un correcto progreso y desarrollo del hombre se sitúa en el orden divino de la salvación, que la Iglesia considera como misión propia. La Constitución pastoral Gaudium et Spes pone en claro que, en relación con los dos órdenes, el temporal (o histórico) y el escatológico, la diferencia sustancialmente entre el uno y el otro, de todo aquello que en el orden temporal, en el orden de la historia humana, sirve al bien, a la verdad, a la justicia, a la caridad en la sociedad, también es importante para la salvación del hombre en la dimensión escatológica. Por tanto la Doctrina Social de la Iglesia entra profundamente en el contenido de la evangelización. La Doctrina Social católica proviene de la misma raíz de la que proviene toda la doctrina de la Iglesia, toda la Teología. Nace y se desarrolla junto a ésta, de la que es parte integrante. El Evangelio se dirige a todo el hombre; de manera especial se dirige a su razón. Y precisamente a través de la comprensión consiguiente de su contenido es como se forma toda la doctrina de la Iglesia, especialmente como teología. Pienso que esta doctrina tiene esencialmente un perfil ético: es una ética social.” 3. Un contenido social para una época nueva Al iniciar su pontificado, Juan Pablo II, tenía muy claro que la Doctrina Social, sobre todo a partir de la encíclica Mater et magistra del beato Juan XXIII, se había ya desarrollado lo suficiente como para tomar en consideración el mundo entero y toda la humanidad, y en particular la división entre los dos mundos: el mundo rico, económicamente avanzado que posee y usa por encima de cualquier medida, incluso a costa de explotar al segundo mundo, y el mundo pobre, económicamente atrasado, que posee y usa por debajo de las justas necesidades, que es explotado. Su atención irá dirigida especialmente a este segundo mundo, el que en ese tiempo se solía denominar “tercer mundo”, y que se caracterizaba por el gran incremento demográfico. La óptica “de los mundos” (y sobre todo del “tercer mundo”) se impuso al nuevo Pontífice, quien sin embargo no desechó la antigua visión, la llamada “óptica occidental” típica del periodo que se dio entre León XIII y Pío XII, centrada en temas como la propiedad privada y el trabajo. Asimismo, el Papa Juan Pablo II advirtió muy claramente la coyuntura mundial en la que se manifiesta una conexión evidente entre el conjunto de los problemas económico-sociales y el problema de la paz mundial. En la raíz está la justa convicción de que la causa de la guerra (en sus variadas manifestaciones) está determinada no sólo por la injusticia del sistema económico-social, sino también de cualquier violación a los derechos fundamentales del hombre. 4. La verdad sobre el hombre En este contexto surge la impronta netamente personalista que el Papa Juan Pablo II dio a la Doctrina Social en su largo y fecundo pontificado. Sin duda, el centro unificador de su enseñanza en el campo social es la verdad misma sobre el ser humano y su misterio, que sólo se manifiesta en plenitud a la luz del misterio del Verbo Encarnado (cf. GS 22), por “Aquél que ha penetrado, de modo único e irrepetible, en el misterio del hombre y ha entrado en su corazón” (RH, 8). Con su primera encíclica, Redemptor hominis, y a partir de ese momento, en todo su Magisterio, el Papa clamó para que la humanidad se abra a Cristo que manifiesta al hombre plenamente su misterio. Muchas veces usó la frase de Martín Buber: “El hombre no puede escaparse a los ojos de Dios. Buscando esconderse de Él, se esconde a sí mismo”. Al contrario, en Cristo Jesús, el hombre comprende el sentido de su vocación y de su libertad. El Papa piensa en el hombre, en cada hombre, que debe ser respetado, defendido de sí mismo y del ambiente que lo rodea, y confrontado con su verdadera imagen: es decir, como persona, no “algo” sino “alguien”, un ser único y centro del mundo creado y no algo en servicio utilitarista y relativo a la sociedad, del Estado, de ideologías o de intereses particulares de grupos o individuos. Juan Pablo II insistió durante todo su pontificado en el derecho a la vida, a la integridad física y moral, al alimento, la vivienda o a la educación y la salud, al trabajo y a la responsabilidad compartida en la vida de la nación. En todos los casos, está hablando de la persona, ser profundamente personal, capaz de comunión con Dios y con los demás, capaz de trascendencia y de buscar el bien común. Para que el hombre se realice es indispensable la libertad, medida inviolable de su dignidad y de su grandeza. Esta libertad es más que ausencia de tiranías o licencia para hacer todo lo que se quiera: es, en cambio, la condición por la cual la vida del hombre puede estar ordenada a la verdad y se realiza en la búsqueda y cumplimiento de esta verdad. Separada de ella, la libertad es simple utilitarismo. Es esta libertad la que hace posible vivir la dimensión personal de la verdad del hombre, es decir, la búsqueda del sentido de la propia vida a la luz de Dios. Incontables son las veces que el Papa Juan Pablo II desafió a los jóvenes de todo el mundo a abrirse a esta verdad irrefutable: “tú eres un pensamiento de Dios; tú eres un latido del corazón de Dios. Afirmar esto es como decir que tú tienes un valor, en cierto sentido, infinito, que cuentas para Dios en tu irrepetible individualidad” (A los jóvenes en Kazajstán, septiembre 2001). Juan Pablo II manifestó esta convicción, igual en Varsovia que en La Habana. La realización plena del hombre, por tanto, no puede encontrarse fuera de la comunión con el Creador. Su punto de partida es Cristo, imagen de Dios invisible y también hombre perfecto. Sus palabras en Cuba no pudieron ser más elocuentes: “Sólo Cristo puede dar razón de lo que es el hombre”. Pero también es la libertad la que hace posible la dimensión social de la verdad del hombre. La misión del hombre no puede realizarse fuera del contexto de los numerosos lazos, contactos, situaciones y estructuras sociales que lo unen a los demás hombres. La solidaridad humana nace así como exigencia de la verdad misma del hombre, que ha de realizar el dominio del universo favoreciendo “la prioridad de la ética sobre la técnica, el primado de la persona sobre las cosas, la superioridad del espíritu sobre la materia” (RH, 16). Desde aquí se plantea Juan Pablo II la cuestión del progreso, el cual es lícito si hace más humana y más digna la vida del hombre: “el asunto es si el hombre, en cuanto hombre, se hace de veras mejor, es decir, más maduro espiritualmente, más consciente de la dignidad de su humanidad, más responsable, más abierto a los demás, particularmente a los más necesitados y a los más débiles, más disponible a dar y prestar ayuda a todos” (RH, 15). Finalmente, es la libertad la que hace posible el desarrollo del modo específico de ser del hombre, es decir, la cultura. Para el Papa Juan Pablo II, el asunto de la cultura también es fundamental. Se trata de tener la oportunidad de cultivar lo mejor que hay en el hombre, es decir, del “modo específico del existir y del ser humano” que vive siempre según una cultura que le es propia y que a su vez, crea entre los hombres lazos que también le son propios. Esas culturas hacen posible la comunicación del propio dinamismo de los pueblos, especialmente de sus valores. Juan Pablo II luchó siempre por favorecer el conocimiento y el respeto de todas las culturas, especialmente en aquellos lugares en donde, por la razón que sea, sus habitantes constituyen una minoría étnica y cultural, al mismo tiempo que no dudó en recordar que las raíces cristianas de la cultura occidental han de recuperarse frente al avance de nuevas formas culturales que no responden a las exigencias del espíritu humano. Desentrañé, de muchas maneras, la relación entre cultura y educación, mostrando cómo los contenidos de ésta última deben contribuir a una vida auténticamente humana, no sólo a través de la transmisión de conocimientos, sino sobre todo de la formación en los ámbitos moral, antropológico y biológico. Sobre la base fundamental de la verdad sobre el hombre, el Papa Juan Pablo II ofreció una aportación fundamental a la Doctrina Social de la Iglesia en los tiempos de la globalización, especialmente gracias a sus encíclicas sociales: 1) Laborem exercens (1981), sobre el trabajo y la dignidad del trabajador; 2) Sollicitudo rei socialis (1987), sobre la situación del desarrollo en el mundo y 3) Centessimus annus (1991), en el Centenario de la Rerum Novarum de León XIII (1891). Con estos tres pilares fundamentales, a los cuales se sumó la encíclica Evangelium vitae (1995), Juan Pablo II aportó todo un contenido de principios fundamentales, criterios de juicio y directrices para la acción que se sumaron a la ya amplia tradición de la Doctrina Social de la Iglesia. 5. Algunos contenidos concretos de su legado Veamos ahora algunos de estos contenidos concretos, obligadamente sintetizados. a) El trabajo humano y la dignidad del trabajador. En su encíclica Laborem exercens, de impronta decididamente personal, el Papa obrero muestra que el trabajo está en el centro de la vida del hombre y, como tal, es un elemento de la realidad social que debe tenerse en cuenta para valorar y afrontar la cuestión social. Distingue entre el trabajo en sentido objetivo, es decir, el “resultado” del trabajo, y en sentido subjetivo, es decir, la capacidad del individuo para, mediante su acción libre y responsable, realizar su vocación personal. La dignidad del trabajo tiene su fundamento en la dimensión subjetiva del trabajo, por lo cual no es la técnica ni el resultado, sino la persona del trabajador, quien ha de importar. “Es el trabajo el que está en función del hombre y no el hombre en función del trabajo”. A la luz de esta verdad, el Papa cuestionó la validez de los sistemas económicos —capitalismo o socialismo- si no son capaces de promover la empresa, la propiedad privada y los medios de producción a partir de la promoción del trabajador. De allí la importancia de la organización laboral y de sus expresiones, tales como los sindicatos, en donde se ha de vivir la verdadera solidaridad en función del bien común. b) La política y la economía al servicio del hombre. La sociedad política, a la que llamamos estado, y la sociedad económica, son dos realidades que deben estar al servicio de hombre. Su valor ético reside en la capacidad de favorecer el bien auténtico y completo de la persona, sola o asociada con otras, evitando todo lo que suponga un obstáculo para expresar su auténtica dimensión humana. La sociedad política ha de tender al Estado de derecho y, de allí, al Estado democrático, en donde se viva en el respeto a las normas jurídicas democráticamente consensuadas y en un verdadero pluralismo de organización social, tutelando los derechos de los individuos, expresión de su dignidad personal. La sociedad económica, por su parte, ha de realizarse de manera que, junto con el principio de solidaridad y el de la legitimidad de la propiedad privada, también se tome en cuenta el del destino universal de los bienes de la tierra y la promoción de una verdadera ecología humana. El Estado debe garantizar el buen ejercicio de la libertad, interviniendo sólo para vigilar y encauzar este ejercicio en orden al bien común. c) La dimensión ética de la comunidad internacional. El Papa Juan Pablo II insistió en que el respeto de los derechos humanos así como el respeto de la libertad de los pueblos y naciones es condición necesaria para alcanzar el bien común de la paz. Las guerras surgen cuando no se respeta la soberanía de cada pueblo. Las causas de los conflictos que afligen el mundo son múltiples y complejas, y van desde la expansión territorial hasta el imperialismo ideológico, la obsesión por la seguridad territorial o la explotación económica. Sea cual fuere la razón, toda guerra contiene elementos de injusticia, de desprecio y de odio, que son siempre un atentado contra la dignidad y la libertad de las personas. De allí que sea indispensable desarrollar un estilo de relaciones internacionales que estén basadas en el mutuo respeto y en la justicia social y económica. También los pueblos pobres tienen derechos que deben ser respetados. Hay una absoluta necesidad de una distribución más equitativa de la renta mundial, de la riqueza y del trabajo. La conciencia de interdependencia debe llevar a evitar los conflictos o a manejarlos, si es necesario, en el fuero internacional, pero sin tener que recurrir a la guerra. El Papa Juan Pablo II, llegó incluso a decir, con ocasión de la “Guerra del Golfo”, que los métodos para hacer la guerra y las cada vez mayores consecuencias personales y sociales de las guerras, hacían que en la práctica, no pueda hablarse ya de la posibilidad de una guerra justa. Por eso: ¡Nunca más la guerra! Toda guerra es un fracaso de la humanidad. Juan Pablo II fue el Papa de la paz. Sus mensajes con ocasión de la Jornada Mundial de la Paz constituyen una de las más importantes lecciones de su pontificado. Pero más elocuentes aún fueron sus gestos de paz y su empeño por acompañar a los pueblos en guerra y ofrecerles su solidaridad y su ayuda eficaz. En verdad, Juan Pablo II fue todo un Evangelio de paz. 6. La familia en el plan de Dios Me detengo ahora en un tema que, por sus implicaciones en el momento presente de nuestro país, considero de una importancia fundamental. Uno de los más grandes aportes del rico legado de Doctrina Social que nos ha dejado el Papa Juan Pablo II es el Evangelio de la familia. La proclamación del Evangelio de la vida y de la familia, y la profundización en la identidad y misión de la Iglesia doméstica, santuario de la vida, como verdad que humaniza plenamente a los esposos, a los hijos y a la humanidad, ocuparon sin duda un puesto privilegiado en el corazón del Pastor universal. Como maestro de la fe, se preocupó por mostrar la identidad y la dinámica evangelizadora de la familia, única institución en el designio creador de Dios, capaz de formar integralmente al hombre. Y, en el contexto de la crisis que quiere deshumanizar a la familia, el anuncio del Evangelio de la vida se convirtió para Juan Pablo II en vigorosa defensa de la familia y de la vida. Tarea fundamental del Papa fue la de iluminar la identidad de la familia según el designio de Dios. Esto lo hizo magistralmente, sobre todo, con estos tres documentos que constituyen referencia indispensable sobre el tema: 1) La Exhortación apostólica Familiaris consortio, fruto del Sínodo sobre la familia de 1980; 2) La Carta a las Familias, Gratissimam sanae, con ocasión del Año Internacional de la Familia y 3) La Encíclica Evangelium vitae, el más vigoroso anuncio y defensa del evangelio de la vida. Sin embargo, hay muchos documentos más, como la carta Mulieris dignitatem —en que subraya la misión irremplazable de la mujer como esposa, madre, hermana, y el beneficio que aporta a la sociedad en su progresiva inserción, sin discriminación-; la Carta a los niños —en que aboga por un diálogo lleno de ternura por la dignidad del niño-; las “Catequesis sobre el amor humano”, recogidas con el título de “Varón y Mujer lo creó”. Mención especial merecen los mensajes y las homilías en los Encuentros Mundiales con las familias y sus muchos mensajes y homilías en los diversos viajes pastorales por el mundo entero, también en América Central. Al Papa Juan Pablo II le tocó la delicada tarea de mostrar la plena vigencia de la familia, fundada sobre el matrimonio, y la fidelidad de la gran mayoría, como vivo testimonio de esta vigencia, en una época en la que, por nuevos proyectos culturales y políticos, se ve como una institución no necesaria, a ser sustituida por otros modelos y alternativas. Bien llama el Papa “cultura de la muerte” a este estilo que irrumpe entre nuestras sociedades y que considera a la familia como la negación de la libertad, el lugar de la esclavitud para la mujer, su vocación maternal un obstáculo culturalmente impuesto a su realización, los hijos una carga pesada, la estabilidad y fidelidad del amor conyugal una utopía innecesaria y no un bien fundamental para el hombre y la sociedad; el embrión humano un objeto, una cosa, material manipulable, víctima de toda clase de experimentos que atentan contra su integridad. En semejante perspectiva, decía Juan Pablo II, “el hombre deja de vivir como persona y sujeto. No obstante las intenciones y declaraciones contrarias, se convierte exclusivamente en objeto”. Solo la familia garantiza en la sociedad que la persona sea el centro y el fin, y no un simple medio. Por eso, Juan Pablo II dedicó tantos esfuerzos para mostrar que, de la verdad sobre la persona humana y su dignidad y del hecho de que la familia es la expresión primera y fundamental de la naturaleza social del hombre, la más pequeña y primordial comunidad humana, se deduce, por tanto, que la familia es la primera y más auténtica “sociedad” humana. Por tanto, su dignidad de sujeto social impone una defensa de la familia que debe ser fundamental en toda sociedad. De allí que haya recomendado tantas veces la “Carta de los Derechos de la Familia” como un instrumento de diálogo, plenamente vigente, que partiendo de los principios morales afirmados, consolida la existencia de la institución familiar en el orden social y jurídico. Un aspecto digno de tener en cuenta es la defensa del Papa Wojtyla de la “soberanía” de la familia. “La familia, como comunidad de amor y de vida, es una realidad social sólidamente arraigada y, a su manera, una sociedad soberana, aunque condicionada en varios aspectos” y “al participar del patrimonio cultural de la nación, contribuye a la soberanía específica que deriva de la propia cultura y lengua” (Gratissimam sanae, 17). La familia precede a la sociedad y al Estado, que están a su servicio (y no al revés). De allí que la intervención del Estado con relación a la familia debe enmarcarse solo en aquello en lo que no es autosuficiente por sí misma; vale a decir, que esta intervención debe regirse por el principio de subsidiariedad, pero en un profundo y absoluto respeto de los derechos mismos de la familia. Asimismo, Juan Pablo II insistió en el sentido esponsal de las relaciones conyugales basadas en la lógica de la entrega y del don de sí como único camino de verdadera fecundidad. El amor, por el que se da y se recibe lo que no se puede comprar ni vender, hace de la familia un espacio de comunión, una comunidad de personas. Por el amor, la persona es reconocida, recibida y respetada en su dignidad, superando los criterios de eficiencia y funcionalidad. Por tanto, Juan Pablo II insistió en la defensa del matrimonio como institución basada en la fidelidad, exclusividad, permanencia hasta la muerte y apertura a la vida. De allí que se comprende muy bien lo que el Papa Wojtyla quería expresar cuando dijo que “el anticoncepcionismo impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir, el de no darse al otro totalmente: se produce no sólo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal” (cf. FC 32). Del mismo modo, el Papa Juan Pablo II puso especial atención en mostrar que la familia no ha de encerrase en sí misma sino que debe abrirse plenamente a la sociedad con la cual “posee vínculos vitales y orgánicos”, porque es su principio y fundamento, y como recuerda Familiaris Consortio, su “célula primera y vital” (FC 42). Si la familia constituye el lugar natural y el instrumento más eficaz de humanización y de personalización de la sociedad, entonces se hace necesaria su colaboración original y profunda en la construcción del mundo, haciendo posible una vida propiamente humana, en donde se eviten lo más posible los efectos de una sociedad cada vez más masificada y despersonalizada, que se vuelve inhumana y deshumanizante. La familia contribuye al bien social mediante el ejercicio maduro de la paternidad responsable, por eso solo a los padres les toca juzgar sobre la oportunidad de la paternidad. Por eso, son las mismas familias quienes han de velar porque “las leyes y las instituciones del Estado no sólo no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y los deberes de la familia”, sobre todo la paternidad responsable (FC 44). En este sentido, el Papa Juan Pablo II ha de pasar a la historia como el abogado universal de los derechos fundamentales de la familia, especialmente de las familias pobres de los pueblos en vías de desarrollo y donde las familias están sometidas a políticas arbitrarias de los poderosos que, sin respetar su soberanía, las invaden con presiones y exigencias indebidas, reñidas con su cultura y dignidad. El Papa Juan Pablo II hizo resonar su palabra llena de autoridad contra el mito de la sobrepoblación que sirve de recurso para un control de la natalidad irrespetuoso e inhumano, con políticas que son instrumento de nuevas ideologías contra los más débiles. Supo interpelar a los jefes de Estado ante los falsos estilos de vida que se pretendía imponer en las Conferencias de El Cairo y Beijing, invitando a los legisladores a que no den curso a leyes inicuas sino a un cuerpo de leyes que apoyen y permitan el cumplimiento de la misión de la familia. Y en la Evangelium vitae (n. 11), el Papa denunció los riesgos de una cultura de la muerte que ha llegado, en el caso de la familia, hasta el colmo de convertir el “delito” en un derecho. Frente a los problemas enormes y dramáticos de la justicia en el mundo, de la libertad y de la paz, la familia cristiana “constituye una energía interior que origina, difunde y desarrolla la justicia, la reconciliación, la fraternidad y la paz entre los hombres” (FC 48). Por eso, es necesario que, en un nuevo orden internacional, el derecho tutele a la familia. El Santo Padre fue el defensor de los más débiles. Hago mías las palabras del Cardenal Alfonso López Trujillo, Presidente del Pontificio Consejo para la Familia: “¿Cómo ha podido acontecer que lo que reconocía el juramento hipocrático, tantos siglos antes de Cristo, el mundo moderno, con tantos avances y conquistas, lo ignore y lo rechace? Porque lo que hay de por medio no es algo, una cosa, un instrumento de que es dable usar, que se puede eliminar y tratar como basura, el “nascituro” es alguien, es un ser humano, es un concebido, debe ser tratado como una persona humana. ¿Cómo pueden los parlamentos padecer tan peligrosa obnubilación? ¿Cómo pueden las madres rechazar algo que deberían defender con ternura y amor de predilección, aunque fuera sólo por instinto? Es verdad que el Papa, con entrañas de misericordia, se rebela o se resiste a creer que pueda haber madres que, en lugar de ser fuentes de vida, se conviertan no sólo en sepulcros, sino en verdugos de sus hijos. Y señala toda una cadena de responsables que mueven, presionan y acosan a las madres a cometer el crimen del aborto: la sociedad, la familia, sobre todo, los parlamentos que promueven leyes inicuas... ¿Cómo ha podido operarse tan desconcertante cambio en la sociedad, de tal modo que la alegría en la acogida de la vida nueva se transforme en desconfianza, en temor, hasta llegar a la decisión de eliminar al concebido como si fuera éste un injusto agresor?... En la moderna masacre de 50 millones de víctimas de abortos legalizados al año, de una democracia que los despedaza en el útero materno, en homenaje al derecho, que falsamente se reconoce, de eliminar a los “nascituri” como si fueran simples apéndices, agregados celulares, una especie de tumor en el seno materno. Esta es la idea que tienen muchas madres que abortan. Sin embargo, cuando pueden contemplar a sus propios hijos en los escaners y ven que no son cosas, surge una nueva corriente de ternura y responsabilidad y se convierten en fervientes defensoras del fruto de su vientre... Estamos en medio del conflicto y de la lucha. La Iglesia se halla en medio de la batalla. Hay que decidirse, fieles a la voluntad del Señor, por la vida. No podía ser de otra manera (Evangelium Vitae, 5,6). La Iglesia toma en sus manos la causa de los más débiles e inocentes contra la prepotencia de los poderosos. La fuerza arbitraria de éstos se transmuta en tiranía por el peso de las mayorías, mal informadas o dominadas por las ideologías, en los parlamentos, que creen poder fundar las leyes no en la justicia, sino en su voluntad soberana. La Iglesia no puede callar mientras cunde el grito de los inocentes... Es una lucha llena de peligros, porque los poderosos cuentan con todos los medios, excepto la verdad, el amor y la justicia. Son ríos de dinero los que corren para difundir el imperialismo contraceptivo y abortivo.” “Se busca cubrir, con el maquillaje de un lenguaje rebuscado, la gravedad del crimen. Se llega a imaginar que los artificios del lenguaje son suficientes para ocultar la iniquidad. Es el caso de la expresión “interrupción del embarazo”, no se habla del aborto. En El Cairo se empleó todo un paquete de expresiones artificiosas que enmascaraban la realidad y los propósitos. ¡Cuántos rodeos para hacer pasar inadvertidamente el aborto como instrumento de planificación de la familia! ¡Cuántos rodeos para no tener que aludir a una deformación de la verdad sobre el sexo y la responsabilidad que tiene su lugar en el matrimonio! ¿Cómo pudo hablarse de un aborto seguro (safe abortion) sin hacer referencia a los derechos del concebido, a quien lo único que se asegura es la muerte, o de un aborto raro, cuando la tendencia en varios países va en la línea de ampliar las causales del aborto en el tiempo y en la circunstancias?... Con todo, el mismo lenguaje tiene sus trampas. Se habla hoy más del producto de la concepción, con una expresión de fábrica, que del hijo. Se evita a toda costa hablar del matrimonio y se hace referencia a uniones, a la pareja. Pero no son raros los resbalones. Se difunde la idea de la vacuna anti-bebé, lo que equivale a catalogar al “nascituro” como un virus. Por tanto, la maternidad es una enfermedad y la esterilidad un bien buscado, no una humillación.” Señoras y señores: qué gran inspiración de Dios nuestro Señor tuvo Juan Pablo II, el Papa de la familia, el defensor de los humildes y de los “nascituri”, al designar presidente de la Comisión de la Familia al Cardenal colombiano Alfonso López Trujillo, a quien con mucho cariño yo llamo “el gladiador de la vida”. Finalmente, en el primer Encuentro Mundial con las familias, en Roma 1994, el Papa Juan Pablo II sostuvo con vehemencia que la familia es un bien objetivo y absoluto para la humanidad y está llamada a ser corazón de la civilización del amor. De allí que, ante los fenómenos del progresivo deterioro de la familia, debido a legislaciones inicuas, la enseñanza de Juan Pablo II se levantó siempre como una conciencia crítica, forjada en el Evangelio, que ha de interpelar la responsabilidad de todos, especialmente la de los políticos. La democracia no puede convertirse en una dictadura de las mayorías en los parlamentos o congresos, de espaldas al verdadero bien de la sociedad. Esta es una forma de “verdad política” que se impone arbitrariamente. Al contrario, Juan Pablo II insistió en la necesidad de recuperar el respeto al espíritu de la ley. “Esto significa que las leyes, sean cuales fueren los campos en que interviene o se ve obligado a intervenir el legislador, tienen que respetar y promover siempre a las personas humanas en sus diversas exigencias espirituales y materiales, individuales, familiares y sociales. Por tanto, una ley que no respete el derecho a la vida del ser humano —desde la concepción a la muerte natural, sea cual fuere la condición en que se encuentra, sano o enfermo, todavía en estado embrionario, anciano o en estado terminal- no es una ley conforme al designio divino” (Juan Pablo II, Discurso durante el Jubileo de los Gobernantes, Parlamentarios y Políticos, 4-11-2000). 7. Conclusión Cuando, en los funerales del Santo Padre, el Cardenal Angelo Sodano utilizó la expresión “Juan Pablo II el Grande”, a nadie le resultó sorprendente. Grande por su firmeza en la fe. Grande por su firmeza en los principios morales. Grande por su defensa de los más débiles y desprotegidos. Grande por el gran legado que deja a la Iglesia del nuevo milenio. Este legado permanece, continúa, se hace vida, y estoy seguro, aumentará, con su inmediato sucesor, el Papa Benedicto XVI, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe durante el pontificado de Juan Pablo II. Permítanme, ilustres señoras y señores, evocar en este principio de año lectivo, al Papa Juan Pablo II y rendir un homenaje de cariño y de obediencia al Obispo de Roma y sucesor de Pedro, Benedicto XVI.