Eres libre de copiar, distribuir y comunicar públicamente este libro, siempre que se cumplan las siguientes condiciones: 1. Reconocimiento. Reconozcas a Samuel Vargas Martínez como el autor original de la obra. 2.No comercial. No utilices esta obra para fines comerciales. 3.Sin obras derivadas. No alteres, transformes o generes una obra derivada de este libro. Algunas de estas condiciones pueden no aplicarse si se obtiene el permiso del autor. www.leyendasyelementos.com -Web Developer: Ángela (@anpekora) -Diseño e ilustración de portada: Lehanan Aida (@Lehanan_aida) -Corrección del texto: (@LidiaWBlog) -Tercera Edición: Mayo de 2016 © Samuel Vargas Martínez Lidia Weasley . A Alfonso Vargas Estévez. . Miró al horizonte y suspiró. Anochecía. Hans llevaba varias semanas con su búsqueda agotada, aunque se negaba a asumirlo del todo. Para nada había sido un viaje en vano, pero seguía sin encontrar lo que en el fondo había salido a buscar: algo concluyente sobre Erik. Su periplo había comenzado dos años atrás, en la ciudad de Flergen. —Ya ha pasado tanto tiempo desde aquel día… — murmuró Hans, mientras observaba cómo el sol comenzaba a esconderse. 1-Llamas y cenizas Flergen era una ciudad minera situada en la costa noroeste del continente, cuyo centro estaba construido en los restos de un asteroide caído milenios atrás. En Flergen era donde se encontraba su hermano, llevando a cabo una de sus habituales misiones auxiliares al reino de Kalash. Y allí fue donde lo vieron por última vez. Al día siguiente, el propio Hans era uno de los primeros en llegar al lugar y en divisar cómo los restos de la ciudad se consumían lentamente. Flergen ardía, y lo hacía con unas llamas que transmitían dolor y amargura. Los barrios de las periferias, intactos, estaban casi desiertos. La poca gente que quedaba se escondía temerosa al paso de cualquier extraño. Cuando Hans conseguía atrapar a alguien para sonsacarle algún tipo de información, su reacción solía ser violenta. “Lárgate de aquí, cerdo thalassiano”, fue una de las respuestas más educadas que obtuvo. Y así lo hizo cuando sintió, desesperado, que nada más podía hacer en aquel momento. Percibía qué era lo que estaba alimentando aquel incendio. Conocía bien el fuego, su hermano le había enseñado bien. Y sabía que hasta que toda la energía eolítica fuera consumida, esas llamas azules no serían apagadas por nada. Podrían pasar años. Siglos. Cuando regresó a Thalassia sus temores se hicieron realidad. Erik y sus acompañantes no habían regresado, y tampoco se habían puesto en contacto con el gobierno. Habían desaparecido sin dejar rastro y eso presagiaba acontecimientos desastrosos. Tras el paso de una semana y sin noticias de su hermano, la situación no pudo sostenerse más. Los estados y reinos del continente se reunieron de urgencia y comenzaron las duras acusaciones contra Thalassia. Los cinco gobiernos, incluyendo sectores del suyo, les dieron la espalda. Algunas élites influyentes, que siempre buscaban la oportunidad de poner en duda su reputación, tomaron rápidamente cartas en el asunto. Las primeras sanciones no se hicieron esperar: “Hasta nuevo aviso, la formación de estudiantes en la Academia queda restringida, y la salida de los ya formados fuera de las fronteras de Thalassia, pasa a estar totalmente prohibida. Una comisión especial determinará lo más pronto posible la causa definitiva de este crimen”. En aquel momento, Erik era el principal sospechoso. No existía ninguna explicación lógica que lo llevase a destruir la ciudad de Flergen, ya que él era una de las pocas personas todavía comprometidas con su ayuda. Sin embargo, las pruebas y los elementos de juicio de los que se disponían en aquel momento, jugaban todos en su contra. La mayoría de la gente lo consideraba culpable. Al fin y al cabo, nadie en todo el mundo podía manejar el fuego como él. En los días posteriores a la primera resolución se sucedieron los habituales tejemanejes diplomáticos. A causa de ellos, fueron tomadas nuevas sanciones. Muchas ciudades bloquearon sus rutas comerciales con Thalassia, algunas deportaron a su población, y otras prohibieron la entrada de civiles en sus territorios. La falta de información y el oportunismo de muchos llevó al miedo, al rechazo y a la discriminación de todo un pueblo. Y esta espiral hubiese continuado de no ser por la buena reputación que Erik tenía entre los gobernantes honrados, que aunque no abundaban, seguían existiendo y tenían memoria. Al ver cómo seguían sucediéndose muchos hechos injustos, el gobierno de Thalassia, encabezado por Joedat, organizó una segunda serie de reuniones para acabar con aquella situación. Valiéndose de toda su habilidad y capacidad diplomática, consiguió convocar un consejo heterogéneo, donde no solo estuviesen presentes personalidades contrarias a su pueblo y a la Academia. También estarían aquellos que les tenían cierto aprecio y lealtad. De aquella tensa e interminable reunión surgió un veredicto que permitió respirar con un poco de tranquilidad a Thalassia. La segunda resolución dictaba: “Los acontecimientos ocurridos en Flergen continuarán siendo investigados con el fin de determinar lo ocurrido y el o los responsables de esta tragedia. Dada la imposibilidad de recorrer el lugar en busca de pruebas o de encontrar una serie de testigos veraces, todas las sanciones preventivas adoptadas contra Thalassia quedan abolidas, a excepción de una: los miembros de la Academia tendrán prohibido el uso de sus habilidades fuera de su territorio, con el fin de preservar la seguridad del resto de pueblos, reinos y estados”. La segunda resolución causó un gran revuelo. Oficialmente, los cinco grandes países del continente habían aceptado la sentencia y muchas ciudades acataron la decisión. Sin embargo, otras no lo hicieron, e incluso comenzaron a ser más injustas con Thalassia. La habitual doble moral presente en muchos rincones del mundo hacía clamar venganza por la desaparición de Flergen, la ciudad a la que nadie quería ayudar, y pedía el fin de la Academia, la organización a la que todos acudían cuando nadie era capaz de solucionar un problema complejo. Pese a la oposición, esta resolución prosperó y proporcionó un respiro al estado, el cual pudo retomar sus relaciones sociales y comerciales con la mayoría de ciudades del continente. Las que se negaron a negociar tuvieron que ser sustituidas por otras y las que exigían mejores condiciones tuvieron que ser escuchadas. La vida regresaba lentamente a la normalidad, aunque nunca volvería a ser lo mismo. Pese a que Thalassia consiguió reequilibrar su economía, el veto existente a la Academia proporcionaba una posición estratégica de superioridad a los otros reinos y estados. Pero dada la complicada situación a la que se habían enfrentado meses atrás, todos estaban satisfechos. O más bien casi todos. A Hans, cofundador de la Academia y hermano de Erik, no le reconfortaba en absoluto. Erik continuaba desaparecido y no podía saber si estaba vivo, muerto o algo peor. Su reputación era ultrajada cada día y el futuro de la Academia, institución a la que habían dedicado los últimos años de su vida, estaba bastante comprometido. Y por si fuera poco, la incertidumbre, el estrés y la angustia habían pasado factura a sus habilidades y a su personalidad. Durante los meses posteriores, Hans solicitó formar parte de la comisión de investigación que trabajaba para esclarecer el misterio de Flergen, pero fue rechazado con rotundidad. Dado que recibió la misma respuesta a sus siguientes ocho peticiones, no le quedó más remedio que investigar con los medios de los que disponía. Obtuvo numerosas filtraciones de formas poco honrosas y estudió e investigó en la biblioteca de Thalassia acerca del reino Kalash y de su capital, la ciudad de Flergen. Analizó los principales intereses de su oscura élite dirigente, la forma en que se organizaban sus fuerzas de defensa y las capacidades de combate que podían llegar a tener. También mostró especial interés en investigar las continuas invasiones de tarántulas marinas a la ciudad y en conocer los estados que les proporcionaban ayuda para resistirlas. Precisamente, ese había sido el motivo por el que su hermano se encontraba aquel fatídico día en Flergen. Estudió las características de la ciudad y de sus minerales, poniendo énfasis en las posibles capacidades ignífugas de estos. Intentó por todos los medios conocer la cantidad de eolita que había en la región, pero nunca encontró nada sobre ello. También reflexionó sobre su diplomacia y las relaciones con los demás estados. ¿Quién podría tener algo en contra del reino de Kalash, hasta el punto de destruir su capital? ¿Otro estado? ¿Los Oblivion? ¿Grupos religiosos? ¿Los pueblos ocultos? No lo sabía. Continuó trabajando en torno a la historia de Flergen. Estudió todo lo que una persona normal podría considerar importante para resolver un caso complicado. O quizá no. Quizá no estaba buscando en los lugares correctos, no tenía la perspectiva adecuada o no encontraba las conexiones necesarias. Esas dudas le corroían por dentro. No solo quería restaurar el honor de Erik y probar que él no podía haber sido el causante de todo aquello, sino otra víctima más. Necesitaba saber urgentemente si estaba vivo o muerto. El desgaste de la incertidumbre era insoportable. Durante demasiado tiempo hizo lo posible por encontrar una explicación que exonerase a su hermano y a la Academia de la autoría de aquel crimen, pero nunca logró encontrar nada sólido y creíble. Finalmente, entró en una espiral obsesiva y fue alejándose de todo el mundo durante casi un año. Hasta que un día, y sin esperarlo, otra tragedia lo sacudió de golpe. En uno de sus largos días buceando las profundidades de la biblioteca de Thalassia, recibió una noticia urgente de las brigadas estatales: la bahía estaba siendo invadida y necesitaban toda la ayuda posible. Hans, paralizado por la noticia, tardó en asimilar aquellas palabras. Pese a que la situación lo cogió por sorpresa, aquello era algo para lo que estaban preparadas todas y cada una de las personas que habitaban la ciudad. Los mares del continente siempre habían sido innavegables y sus costas inhabitables, debido a las continuas invasiones de tarántulas marinas que los atizaban desde el inicio de los tiempos. Pero tras la caída de Flergen, Thalassia era la última ciudad costera. Y había que protegerla. Su mente despertó a tiempo. Echó a correr con el mensajero en dirección al puerto, con el fin de ayudar a acabar con las monstruosidades que allí estuviesen esperando. Cuando llegó, las noticias acerca de la situación eran bastante sombrías. Las tarántulas habían conseguido atravesar la tercera muralla y estaban comenzando a adentrarse en las aguas de la segunda. Aquello tenía que ser un error. Se unió a la primera barcaza que se dirigía hacia la segunda muralla y comenzaron a surcar las aguas de la bahía. En el momento en el que atravesaron las compuertas de la primera muralla, notó las sucesivas miradas de alivio en las personas que lo veían desde las alturas. La sensación de responsabilidad se convirtió en un peso insoportable. En ese preciso instante, la vida de demasiadas personas podría estar en sus manos. Rebuscó en los bolsillos y acarició su brazalete. “Eres capaz. Ya lo has hecho mil veces”, se dijo a sí mismo. Conforme se acercaban a la segunda muralla, comenzaron a escuchar el horror. Sintió cómo los jóvenes brigadistas que iban en su barca luchaban por mantener la compostura. Lo más probable era que se tratasen de primerizos o de estudiantes. Y entonces aparecieron de la nada. Tres duros golpes procedentes del fondo desestabilizaron la barca. Instantes después, Hans pudo ver unos ojos negros que acechaban por la borda. Los había visto muchas veces y aun así seguían estremeciéndole. —¡Alabardas a estribor! —gritó Hans, segundos antes de que dos monstruosas tarántulas trepasen velozmente hacia dentro del casco. Cada una medía aproximadamente un metro de alto y dos de envergadura. Estaban totalmente cubiertas por escamas negras y emanaban una furia aterradora. Mientras alzaba su lanza, tuvo tiempo de ver cómo acechaban a sus objetivos. Fueron los dos brigadistas más cercanos a la baranda los que no pudieron verlas. Con un grito de ira, ordenó cargar a los aterrados miembros de las brigadas mientras las dos tarántulas intentaban deshacerse de los cuerpos de sus compañeros. Había luchado muchas veces contra ellas, aunque no solía hacerlo con armamento común. Recordó fugazmente que para aquellos brigadistas podía ser el primer encuentro con estas bestias. Dos más fueron despedazados por no respetar las distancias y tres heridos antes de que consiguieran matarlas. Existen muchas formas de acabar con las tarántulas, pero todas y cada una de ellas deben seguir tres reglas fundamentales: nunca te enfrentes a ellas en solitario, mantén siempre las distancias y ataca al cuerpo. Y aquellos brigadistas no habían cumplido ni una. —¿Quién es el oficial a cargo de este grupo? — preguntó Hans, jadeando, mientras quitaba su lanza del cuerpo sin vida de la criatura. Un brigadista se acercó corriendo desde la proa. —¡Yo, señor! —Vale, escúchame bien. Necesito que lleves esta barcaza lo más rápido posible a la segunda muralla. Establece un perímetro de seguridad que rodee toda la embarcación, armas en alto y bien agrupados. Atacad al más mínimo movimiento, y hacedlo en grupos, nunca en solitario. Sin dudas y sin miedo. —Entendido. ¿Pero usted se va? —preguntó el joven, con voz temblorosa. —No, no. Pero necesito abstraerme unos minutos. No puedo concentrarme y dirigir este grupo a la vez — respondió Hans, mientras le mostraba su brazalete. El brigadista miró la eolita engarzada en el brazalete y asintió. Había entendido lo que necesitaba y lo había hecho rápido. Hans agarró brevemente su hombro para infundirle ánimo y luego fue corriendo a la parte más elevada de la embarcación. Respiró hondo y se ajustó el brazalete. “Vamos, lo has hecho mil veces”, pensó. Sin embargo, ese era el problema. En el pasado había utilizado sus habilidades en infinidad de ocasiones, pero nunca desde lo sucedido con su hermano. Todo lo que su desaparición trajo a su vida le había hecho perder gran parte de sus capacidades. Cerró los ojos e intentó concentrarse. El ajetreo en la barcaza era enorme y cada vez se escuchaban más gritos provenientes de la segunda muralla. Tuvo que bloquear todos esos estímulos para conseguir llegar a un estado perceptivo adecuado, lo cual le llevó demasiado tiempo. Su control sensorial estaba muy deteriorado. Finalmente, lo consiguió. Sentía muchas energías en la zona. La suya, bastante inestable. La de su brazalete, de gran nitidez y pureza, tal y como la recordaba. También sintió la del agua, una energía serena y fluida. El problema estaba en que, a lo lejos, podía intuir la presencia de algo demasiado grande. Algo que nunca había sentido. Se le encogió el estómago. “¡Tranquilízate, joder!”, chilló Hans mentalmente. Pero no tuvo tiempo de hacerlo, pues un grito del oficial le hizo abrir los ojos. —¡Tenemos que desembarcar! —gritó el joven. Ya habían llegado. Comenzaron a subir los escalones que llevaban a la cima de la muralla, que era de una altura y anchura considerable. En la parte alta de la segunda muralla se encontraban los puestos de defensa, las lonjas y las casas de los pescadores. Treinta escalones. Veinte escalones. Diez escalones. Cinco… Llegaron a la cima. Escucharon órdenes, gritos y chillidos. Corrieron todo lo que pudieron entre cadáveres de personas y cuerpos de tarántulas, mientras atravesaban los terrenos de la muralla con el fin de alcanzar su otro extremo. Algunos se quedaban a auxiliar a los heridos que rogaban ayuda. Pero los que llegaron al otro lado de la muralla... nunca olvidarían lo que vieron. Ninguno de ellos. En los terrenos de la segunda muralla, decenas de brigadistas intentaban hacer retroceder una innumerable cantidad de tarántulas marinas, que avanzaban torpe pero amenazadoramente por los escalones. Y en las aguas donde horas atrás trabajaban los pescadores y sus barcos, había miles de ellas, convirtiendo el suave azul del mar en un manto negro. Pero no fue eso lo que dejó paralizados a los recién llegados. En donde debía situarse la tercera muralla, había una bestia de más de veinte metros de altura destrozando sus paredes y haciendo una abertura cada vez mayor. Era una especie de tarántula gigante que, a diferencia de las pequeñas, poseía unas gigantescas tenazas que utilizaba para abrir paso. Nadie dijo ni una palabra, pero todos podían intuir lo que era aquello, aunque nadie lo acabase de creer. Un leviatán. Muchas religiones, canciones y leyendas narran que al principio de los tiempos, los mares eran un remanso infinito de agua dulce que permitía la vida de infinidad de especies, entre ellas los humanos. Fueron ellos los que al llenar sus aguas de codicia, odio y sangre, profanaron su pureza y revivieron la maldad enterrada en ellas. De sus abismos surgieron entonces las nueve criaturas del dios destructor, los leviatanes, que habían sido enterrados en sus profundidades por el dios creador. Avergonzados por sus comportamientos, nuestros ancestros se habían arrepentido de sus actos y perdonado mutuamente, proporcionando así la energía necesaria al dios creador. Este pudo parar a su contraparte, salvando la tierra, los ríos y los lagos del avance de las aguas. Sin embargo no tuvo el poder suficiente para conseguir devolver a los mares a su estado original. Las tarántulas marinas, descendientes directos de los leviatanes, pervivieron y lo convirtieron en su reino. Hans parpadeó, incrédulo, mientras recordaba aquellas leyendas, hasta que los gritos de auxilio lo sacaron de su shock. Tenía que ayudar a los que estaban cerca. Con todas las fuerzas que le permitió su garganta, gritó: —¡Elementalista! Decenas de cabezas se giraron en su dirección y comenzaron a retroceder por las escaleras. Todo estaba en sus manos. —Vamos, Hans. Ahora o nunca—murmuró. Cerró los ojos, reconoció las energías y repitió los pasos que él y su hermano habían aprendido y desarrollado: “Conectar, canalizar, moldear y liberar…”, “conectar, canalizar, moldear y liberar…”, repitió en su mente una y otra vez. Y así lo hizo. Lentamente, un murmullo comenzó a brotar del fondo del mar, mientras la marea empezaba a agitarse. El sonido continuó haciéndose cada vez más fuerte, hasta que las aguas entraron en ebullición. Hans mantenía los ojos cerrados y respiraba con dificultad. “Por dios, en qué te has convertido”, pensó. Ya casi lo tenía. “¡Moldear!”, ordenó Hans mentalmente, mientras varios torrentes de agua salían del mar. —¡Liberar! —gritó, esta vez en voz alta. Las masas de agua se dirigieron con violencia contra los escalones, llevándose por delante a varias decenas de tarántulas. Estas chillaron al ser engullidas por las aguas en ebullición. Había funcionado. Los brigadistas emitieron gritos de júbilo al ver cómo las tarántulas supervivientes huían despavoridas de las aguas ardientes. Hans se relajó un momento y en ese mismo instante le falló una pierna. “Ni siquiera has canalizado bien la energía. Eres un inútil”, se aleccionó, con una media sonrisa. Pero su alegría no duró demasiado tiempo, porque el chillido más potente y escalofriante que había escuchado hasta aquel día lo alcanzó de golpe. El leviatán había dejado la tercera muralla al ver a las tarántulas retirarse y se adentraba a gran velocidad por las aguas, en dirección a la segunda muralla. A Hans se le puso un nudo en la garganta. Las brigadas no tenían casi ningún arma convencional que pudiese herir a aquel monstruo, así que todo volvía a estar en sus manos. —¡Oficiales! —gritó Hans con urgencia. Cuatro fueron las personas que acudieron a su llamada. —Retirad vuestros escuadrones a los callejones de la muralla. No podéis hacer nada aquí. Intentad atrincheraros lo máximo posible y conseguid armas de asedio por si fracaso en parar a esa bestia. Ahora mismo, solo yo puedo retrasar su avance. Los líderes de escuadrón no discutieron. Llamaron a filas a sus brigadistas y se dirigieron a los callejones. —Aquí estamos, pequeño —murmuró Hans, mirando al leviatán. Comenzó a preparar su último golpe. No podía canalizar la energía necesaria para calentar un volumen de agua que pudiese cocinar a aquella monstruosidad, así que tendría que pensar otro plan. Solo se le ocurrió una opción. Cerró los ojos, respiró y conectó las diversas energías. Entonces, comenzó a canalizar las fuerzas necesarias para conseguir un gran oleaje. La técnica consistía en acumular toda la energía posible en el fondo de las aguas y luego liberarla de golpe. Tenía que concentrarla en un punto reducido y en una situación estratégica, o de otra forma no funcionaría. Además, si la liberaba demasiado tarde, quizá la ola no pudiese coger recorrido y arrastrar el leviatán, lo que añadía más presión a su decisión. Estuvo alrededor de cinco minutos acumulando energía hasta que decidió que la bestia ya estaba demasiado cerca. O quizá fue porque no podía aguantar más. Necesitaba liberarla o podría perder el control. Estaba demasiado desentrenado y solo había utilizado esa técnica otras dos veces en su vida. Y nunca con tanta potencia. —¡FUERA! —chilló Hans, sudoroso y exhausto. El temblor fue enorme. Parecía como si un gran terremoto hubiese surgido del fondo del mar, haciendo rugir sus cimientos. Las aguas se convulsionaron y comenzó a formarse una ola. Pero entonces, a Hans le fallaron las fuerzas y su vista empezó a nublarse. “No, no, ahora, no. Aguanta”, suplicó Hans. Pero ya era demasiado tarde. Sintió cómo su cuerpo se aflojaba y su vista se nublaba. La ola avanzaba con lentitud en el horizonte. “No, no…”, pensó hasta el último instante, luchando por mantenerse en pie. Luego, todo se volvió oscuro y la nada ocupó su lugar. No supo cuánto tiempo pasó inconsciente, pero cuando sintió que despertaba y que seguía vivo, le pareció que había sido una eternidad. Estaba en una habitación del hospital. A duras penas logró articular unas palabras: —¿La… bahía…? —susurró, buscando un interlocutor. —¡Buenos días, Hans! —dijo una voz femenina en algún lugar de la habitación. —¿La… bahía? —Tómate tu tiempo. La bahía, o más bien lo que queda de ella, sigue allí y la situación está controlada. —Y… ¿el leviatán…? —El leviatán se fue y estamos a salvo —dijo la voz, que cada vez le resultaba más familiar. Justo entonces apareció Alma en su ángulo de visión. Alma era una gran amiga y la mejor profesora que tenía la Academia. A Hans se le humedecieron los ojos. —Yo… no pude… Ya no soy el mismo… —consiguió decir. Ella sacudió la cabeza. —Descansa ahora, idiota. Tenemos mucho de lo que hablar cuando te recuperes. Todo está bien en el puerto y en gran parte, es gracias a ti. Ya te explicaré los detalles cuando puedas encadenar más de cinco palabras seguidas —bromeó Alma. Ella siempre tenía esa capacidad para restarle importancia a los asuntos preocupantes. Le dio un beso en la mejilla y le repitió que todo estaba bien. Hans respiró aliviado, cerró los ojos un momento y casi sin darse cuenta, se quedó dormido de nuevo. Tardó otros dos días en recuperarse del todo, a los que hubo que sumar los tres que pasó inconsciente. Si hubiese aguantado unos pocos segundos más la canalización de su ataque… probablemente no seguiría vivo. En su estancia en el hospital lo visitó bastante gente, cosa que no le agradaba. Odiaba que le hiciesen preguntas. Sin embargo, las visitas le servían para recabar información sobre lo que ocurrió después de su desmayo. La visita más clarificadora fue la de Joedat, el gobernador de Thalassia. —Estás hecho un desastre —refunfuñó al verlo, nada más entrar por la puerta. Hans sonrió. —Solo he perdido un poco de práctica —-se excusó—. Necesito que me lo cuentes todo, Joedat. A ti nadie puede prohibírtelo. —Bueno… deduzco que demasiada gente te ha preguntado cómo te encuentras y ese tipo de formalidades. Además, yo no dispongo de mucho tiempo. Supongo que podré cumplirte el capricho. Joedat se acomodó en el sillón que había al lado de su cama y comenzó a hablar. —El vigía de guardia en las atalayas de la tercera muralla hizo sonar la campana negra a las cinco de la tarde. Como bien sabes, la campana negra solo es usada para las invasiones marinas y por fortuna, aquí no solemos escucharla demasiado. Se activó la alerta máxima de inmediato y las brigadas estatales se pusieron en marcha —añadió—. Tristemente, ese día había muchas misiones exteriores y los escuadrones de élite estaban todos fuera de Thalassia. Tampoco se encontraba en la ciudad ninguno de tus compañeros, con lo que nuestras defensas estaban bajo mínimos. Esto hizo que la invasión tuviese bastante éxito hasta que llegaste —murmuró Joedat, contrariado. —Pero, ¿qué pasó? No conseguí ver la ola alcanzar el leviatán. Maldita sea, Joedat, los leviatanes existen. ¿Qué está ocurriendo? —Lo sé, amigo, aún seguimos consternados. Nuestros mares siempre han sido innavegables por culpa de las tarántulas que los habitan. Sin embargo, nunca nos habíamos creído ese cuento de las bestias de los dioses — comentó, con la mirada perdida—. Y yo sigo sin creérmelo. Alguna explicación real habrá para lo que vimos hace cinco días. —En lo referente a tu técnica —continuó Joedat, antes de que Hans pudiese hablar—, tengo que decirte que sí logró alcanzar al leviatán. Al principio pareció funcionar, pero al cabo de un tiempo comenzó a remontar el oleaje. Conseguiste retrasar su avance unos diez minutos. A Hans se le congeló la sangre. —¿Y entonces? ¿Cómo lo parasteis? —preguntó nervioso. —Fue Soren. —¿Cómo? ¿Soren, el chico? ¿Mi alumno? —respondió perplejo. Soren era el alumno más excepcional que había encontrado nunca. Tenía tan solo diecisiete años y destacaba en todos los ámbitos. El otro alumnado tardaba años en conseguir lo que él sabía hacer por instinto. Su talento natural solo era comparable a sus rarezas. —Y, ¿cómo lo consiguió? ¿Qué demonios hizo? — preguntó con urgencia. —Bueno, tú consideraste que para destrozar a esa bestia sería necesario un ataque masivo de gran tamaño. Él optó por un golpe directo en un punto determinado. No me preguntes qué hizo, yo no entiendo demasiado de vuestras cosas, pero ese monstruo se fue con una pata menos —explicó Joedat con una sonrisa. —¿Dónde está? Tengo que hablar con él —insistió Hans, todavía perplejo. —Ya sabes cómo es. No lo hemos vuelto a ver desde el día siguiente a la invasión. —Maldita sea —murmuró Hans—. Un día lo encerraré y le sonsacaré todo lo que lleva dentro de esa cabeza. Lo juro. Joedat soltó una pequeña risotada. —Sí, es un chico extraño, pero nos ha salvado el pellejo. Decenas de brigadistas llegaron a los pocos minutos y acabaron con el resto de tarántulas. Sin embargo, la tercera muralla ha quedado parcialmente destruida, lo que nos deja con tan solo dos zonas de pesca. Al menos hasta que la reparemos. Además, han muerto alrededor de cincuenta personas —anunció, con expresión sombría. Hans palideció y guardó silencio durante unos segundos. —Vaya… Es un gran precio el que hemos pagado. Pero podría haber significado… el fin de todos nosotros. —Lo sé, amigo —añadió Joedat mientras se levantaba—. Tengo que irme. Puedes imaginar el trabajo que tengo. Cuídate. Hans se quedó recostado en su cama, mirando al techo y esperando a que el silencio volviera a asentarse en la estancia. Cada pregunta que le era respondida hacía surgir otras tres en su cabeza. Los leviatanes existían, o al menos uno de ellos. Y lo que era más problemático: probablemente ese leviatán fuese la madre de las malditas tarántulas que asolaban las costas del continente. Las similitudes entre ambas resultaban evidentes. ¿Qué sabían las religiones sobre todo esto? Hasta ahora, los únicos documentos que habían afirmado la existencia de criaturas semejantes a lo que él había visto eran algunas de las escrituras más antiguas del braonismo. Y todo tipo de leyendas y mitos adheridas a ellas, claro. Tendría que visitar a viejos amigos de Norie para averiguar más sobre ello… De repente, un pensamiento vino a su cabeza. Flergen había sido, junto con Thalassia, la única ciudad costera segura en todo el continente. ¿Y si su hermano también había tenido que luchar contra esa bestia? Las dudas le revolvieron el estómago. Ya no podía estar tranquilo, ni recostado en su cama. Estuvo un buen rato dando vueltas por la habitación, intentando recordar. ¿El leviatán tenía alguna marca de quemadura? Cuando estuvo en Flergen después de lo ocurrido, ¿había algo que sugiriese el paso de esa bestia por la ciudad? “No, espera. Si hay uno, es perfectamente posible que las antiguas escrituras tengan razón y existan los nueve leviatanes. O más. ¿Quién sabe lo que puede haber en el fondo de estos mares?”, pensó Hans. “¿Y si Erik tuvo que enfrentarse a bestias peores que la nuestra? Quizá no tuvo más remedio que emplear técnicas extremas para frenar su avance. Al fin y al cabo, solo la gran roca de Flergen, la cual está pegada a la costa, estaba en llamas. Las periferias permanecían intactas”. Hans continuaba haciendo y deshaciendo hipótesis cuando alguien llamó a la puerta. —Adelante —respondió Hans sin pensar, esperando la visita rutinaria de algún enfermero. Pero quien entró a la habitación fue Alma. —Parece que ya estás fuerte para dar un paseo — comentó sonriente, mientras dejaba un montón de carpetas y documentos en una mesa—-. He hablado con Joe y me ha dicho que estabas bien, pero no esperaba que ya pudieses caminar. —No puedo estar quieto mientras pienso en la posibilidad de que más de esas bestias existan realmente. ¿Te lo puedes creer? ¿Cuántas habrá? ¿Por qué nos atacan ahora después de tantos años? ¿Y si también atacaron Flergen y ese fue el motivo del fuego? Maldita sea, son demasiadas preguntas —murmuró Hans con el ceño fruncido. El semblante de Alma cambio súbitamente. Ella había sido la primera alumna de la Academia y de Erik. —También lo he pensando, Hans, pero creo que Erik habría podido controlarlo. No lo sé, la verdad. Lo he pasado muy mal y no está en mis manos descubrir lo que allí ocurrió, así que intento no pensar demasiado en ello y centrarme en lo que sí puedo hacer —dijo Alma, con la mirada perdida. —Tengo que ir allí, y cuanto antes —respondió Hans, sin prestar demasiada atención a su respuesta—. Necesito averiguar muchas cosas. Me resulta díficil pasar página con esta incertidumbre y mucho más ahora, que sabemos lo que mora bajo los mares. ¿Y más allá de las aguas? Quién sabe qué hay más allá de las aguas… —-Hans… —murmuró Alma. —-… también tengo que viajar a Norie, a conocer los secretos de las escrituras. Y a Sekyo, a conocer sus tecnologías marítimas. —-Hans… —… un amigo ingeniero me comentó que las barcazas que diseñaban allí eran capaces de evitar los abordajes de tarántulas… —¡HANS! —chilló ella, a la vez que le tiraba de un brazo. Hans se quedó de piedra y la miró. Su dulce rostro habitual se encontraba marcado por el dolor. Estaba pálida y tenía unas enormes ojeras. No se había parado a mirarla y su aspecto desmejorado le sorprendió bastante. —He estado aguantando la Academia, dirigiendo las clases, buscando a nuevos alumnos y alumnas, organizando las colaboraciones con las brigadas y mediando sobre todas las presiones que recibe el gobierno para que desaparezcamos —dijo con voz temblorosa—.Y lo he hecho todo sin ti. O más bien, a pesar de ti —añadió. Hans quiso balbucear algo, pero ella lo interrumpió. —A mí también me mata por dentro no poder saber qué pasó con Erik. Le quería, ¿sabes? —gimió, con los ojos inundados de lágrimas que luchaban por aflorar—. Pero aquí quedamos los que vivimos hoy, y no voy a renunciar a ayudarles por intentar encontrar una respuesta a algo que, ahora mismo, no la tiene. Vuelve con nosotros, por favor. Y si no, vete, pero no lo hagas más difícil. Su voz se rompió en esa última frase. Dio media vuelta y salió de la habitación, sin mirar atrás. Hans, pálido y paralizado, la vio marchar temblando de rabia. O de impotencia. Sintió cada frase como una bofetada. O más bien, como frías puñaladas cargadas de razón. Lentamente, se sentó en su cama, suspiró y presionó las palmas de sus manos contra los párpados, mientras se tranquilizaba y pensaba. —Eres estúpido —concluyó Hans en voz alta, al cabo de unos minutos. Había pasado el último año obsesionado con averiguar la verdad, aunque eso estuviese implicando su autodestrucción como persona y el abandono de la Academia. Era Alma la que estaba trabajando por hacer justicia con su hermano, no él. Era ella quien estaba cuidando la Academia, insuflándole vida y luchando contra las mentiras que otros decían. Era ella quien daba vida al legado de Erik. Lo único que él hizo fue olvidar sus responsabilidades, volverse alguien obsesivo y preocupar a los que más le querían. Una dolorosa culpa lo inundó rápidamente. Nunca se había sentido tan avergonzando. Le resultaba increíble pensar lo egoísta que había sido y la mucha paciencia que habían tenido todos con él. Hans se puso de pie y apretó las mandíbulas con fuerza. Le apetecía descargar su frustración a puñetazos contra las paredes, pero consiguió contenerse. Volvió a acostarse de nuevo y tuvo la mirada perdida en el techo durante varias horas, repasando su último año y ordenando sus pensamientos. Y entonces, tomó una decisión. Se vistió, cogió sus cosas y abandonó el hospital evitando ser visto. Su casa estaba a menos de diez minutos caminando. En ella, cogió ropa de viaje, utensilios, comida y una cantidad considerable de monedas. Con treinta doblones de oro aguantaría un par de meses. Lo guardó todo en el nuevo macuto que le había regalado un miembro de la brigada de Exploración y se lo colgó sobre un hombro. Antes de salir, tuvo la suficiente lucidez para coger papel y pluma, y escribir: “Lo siento mucho, Alma. Tienes razón. Estoy perdiéndome dentro de mi obsesión y siendo un estorbo más que una ayuda. Necesito irme para poder volver. Dile a Joedat y a los demás que lo siento. Me aseguraré de no causar problemas, ni a él ni a Thalassia. Es más, me ocuparé de visitar a la gente indicada para que cesen las presiones. He dejado el brazalete en mi casa, así no os preocupará que haga alguna estupidez. Recogedlo lo antes posible y guardadlo en un lugar seguro. Volveré y os recompensaré a todos lo que habéis hecho por mí. En especial a ti. Hans”. Mientras se dirigía al camino del sur, hizo una parada en la casa de Alma y deslizó el papel por debajo de su puerta. Sabía que ella no estaba. Un sentimiento de culpabilidad y de tristeza lo inundó mientras lo hacía. La iba a echar de menos. Miró al horizonte y suspiró. Amanecía. 2-Destinos cruzados —Los días se hacen más cortos… —masculló Hans, con la mirada clavada en el rojizo atardecer. Ya podrían haber pasado más de dos meses desde el solsticio de verano, que a él, a diferencia del crecer de los días, el menguar siempre lo cogía desprevenido. Para Hans, existe un momento en el que uno se da cuenta de que los días se hacen más cortos. Algunas personas lo sienten cuando de repente, el sol se pone antes de lo acordado. Otras, cuando una sola capa de ropa ya no es suficiente para mantener una temperatura agradable. Y unas últimas, cuando en su hogar dejan de servirse las frutas de temporada. Había estado caminando durante varias horas y el ocaso lo había sorprendido. Aquello le molestaba. El hecho de pensar que cada nuevo día tenía menos tiempo de luz que el anterior le producía un sentimiento de desánimo. Apartó la vista del horizonte, sacudió la cabeza y apretó el paso. Quería encontrar una posada antes de que llegase la noche. Además de aborrecer dormir a la intemperie, los caminos que había comenzado a transitar días atrás no eran demasiado seguros. Y lo que menos le apetecía era llamar la atención. Al cabo de un rato, cuando ya comenzaba a asumir la opción de dormir lejos de una cama, divisó una gran posada en el horizonte. El mal humor provocado por la interacción entre el cansancio, el hambre y el menguar de los días desapareció de golpe bajo la expectativa de un colchón de plumas y un plato de comida caliente. Por si fuera poco, descubrió que en la parte trasera del edificio había un molino. Este giraba lentamente gracias a la corriente de un pequeño río. Eso significaba una cena acompañada por abundante pan de centeno y dormirse mecido por el sonido del agua. Y a Hans le encantaban ambas cosas. Entró en la posada y echó un vistazo mientras se quitaba su deteriorado macuto. Era un establecimiento bastante grande. A la derecha había una gran barra, con bastantes clientes apoltronados. La madera, de roble, estaba desgastada por el uso, lo que dejaba entrever bastante actividad y poco cuidado. Los cubiertos se acumulaban en la zona más alejada y varios camareros se afanaban en servir bebidas. Por detrás, en una zona que no alcanzaba a ver, se escuchaban gritos y consignas. El resto del local, dividido en dos niveles, estaba repleto de mesas, ocupadas la mayor parte de ellas. Al fondo, se intuían unas escaleras. Probablemente condujesen a las habitaciones y a los servicios. Olía a orégano, a pan recién hecho y a pavo asado. Todo era de su agrado. Decidió subir al segundo nivel y se acomodó en una pequeña mesa pegada a una cristalera. Desde allí tenía una gran perspectiva del primer piso y de la entrada a la posada. Además, un pequeño ventanuco dejaba pasar una ligera brisa que, justo en aquel momento del día, era una de las sensaciones más placenteras que un viajero pudiese encontrar. De haber llegado una hora antes, habría recibido un aire todavía cargado del sopor de la tarde. Y en unos pocos minutos, el frescor nocturno llegaría y lo estropearía. Así que cerró los ojos, todavía agitado del camino, y dejó que el viento acariciase su rostro unos instantes. Luego, miró cómo el sol se perdía en el horizonte, sin pensar en nada en especial. Cuando sus sentidos le informaron de que la brisa se había transformado en corriente, supo que su pequeño momento de placer había terminado. Cerró la ventana, acomodó su macuto y el resto de sus pertenencias en un lateral del banco y se encaminó hacia la barra. —¡Buenas noches, caballero! —respondió el sonriente tabernero ante su presencia—. ¿Qué va a ser? —Buenas noches, señor. Me preguntaba si ese molino sería capaz de moler suficiente cereal para un adicto al pan como yo —bromeó Hans. —Desde luego que sí —aseguró el hombre entre risas, con su papada temblando ligeramente—. Hacemos el mejor pan en cuarenta kilómetros a la redonda. Hoy sirve de acompañante para el pavo con champiñones. ¿Será de su gusto? —No podría haber encontrado un lugar mejor, al parecer. Para beber, agua. Por ahora —puntualizó, con una sonrisa. —¡Oído cocina, un plato del día! —gritó alegre y rítmicamente el tabernero. —Una última cosa señor, ¿queda alguna habitación libre? Si no… puedo dormitar en un banco… El camarero agitó las manos con insistencia. —¡Nada de eso! Nos quedan tres habitaciones dobles y dos individuales. ¿Prefiere una individual o espera visita? —murmuró, acompañándose de una mirada picarona. —No espero visita, y de hacerlo, escogería la individual sin dudarlo. Así no tendría escapatoria —contraatacó Hans con rapidez. —¡Muy astuto, caballero! Serán cinco platines por la habitación y tres por la comida. Por ser tan amistoso, podemos dejarlo en un total de siete. Pero que quede entre nosotros. —Es usted el mejor posadero de todo Carlyn — respondió Hans, sonriente—. Buenas noches. Pagó los siete platines y se llevó una jarra de agua. La comida tardaría un poco. Se sentó y bebió un vaso lleno hasta rebosar, aunque haciendo varias pausas. Le parecía increíble cómo se había recuperado durante el viaje. Conversaciones distendidas y afables como aquella no habrían sido posibles un año atrás. Antes de partir, los acontecimientos lo habían convertido en una persona esquiva y silenciosa. Se mantenía alejado y creía que la gente siempre conspiraba en su contra. Sentía miradas clavándose en él, allá a donde fuese. Pero el tiempo, las vivencias y los kilómetros le habían dado la suficente perspectiva para entender que todo era producto de su imaginación. Al cabo de diez minutos y cuando el día apuraba sus últimos instantes de luz, llegó su humeante y esperada cena. Agradeció al joven camarero que le había servido con su mejor sonrisa y comió, de forma pausada pero intensa, hasta que el plato quedó limpio. Hacía bastantes días que no se sentía satisfecho después de cenar. Se acomodó y reposó unos minutos mientras disfrutaba la sensación. Después, fue a coger el único libro que quedaba en la pequeña estantería del piso inferior. Sus planes antes de irse a la habitación siempre pasaban por leer, pensar en el plan del día siguiente o conversar con la gente de los caminos, que tanto había visto y vivido. Sin embargo, esta última opción podía implicar situaciones comprometidas, así que en muchas ocasiones tenía que conformarse con escuchar sus historias y anécdotas desde la lejanía. Y sobre todo, mientras leía, pensaba en el plan del día siguiente o escuchaba a los viajeros, le gustaba estar acompañado de una cerveza. Hans solía beber una que otra cerveza en Thalassia, pero desde lo ocurrido con su hermano, dejó de hacerlo. No es que dejase la cerveza, lo dejó todo. Solo bebía y comía lo imprescindible para no desfallecer. En aquella época había adelgazado varios kilos y su creciente palidez contrastaba todavía más con su pelo oscuro. Sin embargo, por casualidades de la vida, la cerveza ayudó a sacarlo de aquel agujero. Un buen día, cuando aún no había pasado mucho tiempo desde su partida y seguía siendo una persona depresiva, paranoica y esquiva, rechazó de forma bastante grosera una bebida e intentó escabullirse, a lo que el tabernero respondió con amistosa amenaza: —En mi local nadie rechaza una invitación honrada, amigo. A no ser que seas intolerante a la cebada, probarás al menos esta jarra. Hans estuvo a punto de crear una trifulca, pero su lucidez acudió en el último instante y le ayudó a evitar problemas. —Una al año no hace daño —murmuró, nervioso. El tabernero sonrió de una forma poco agradable y le tendió la jarra. Hans bebió un sorbo y sus ojos se humedecieron rápidamente. —Es lo mejor que he probado en mucho tiempo — balbuceó atónito, aún con la suave espuma y el sutil amargor en los labios. —¡Por supuesto que lo es! —exclamó el tabernero—. Triple fermentación, ¡hecha por artesanos! El lúpulo mejor tratado del sur de Carlyn. Hans bebió con ansia, disfrutando cada trago como si fuese el último. Cuando la terminó, pidió una segunda jarra, pero esta vez la saboreó con detenimiento. Al acabarla y levantarse, sintió que algo había cambiado. La angustia que solía aprisionarle el pecho a todas horas casi había desaparecido. Se sentía despreocupado pese a estar rodeado de gente e incluso notaba una leve tendencia de sus pómulos a sonreír. No quería estropear aquella sensación, así que decidió no beber más y se dirigió, feliz, a su habitación. La primera vez que sucedía en muchos meses. Desde aquel día, la cerveza se había convertido en una gran compañera de viaje. Muchos momentos de soledad habían sido convertidos en un sucedáneo de felicidad gracias a ella. Su amargura contrarrestaba la de Hans y el habitual nerviosismo dejaba paso al sosiego. Las articulaciones parecían engrasarse, los ojos bajaban la guardia y el pecho respiraba tranquilo. Nunca bebía más de tres. No podía emborracharse, pues sería una grave negligencia en su viaje. Y realmente, tampoco le apetecía. Hoy se había decidido por una cerveza de malta tostada, de un denso color ámbar. A diferencia de las dos últimas, esta le sorprendió gratamente. Ojeó el libro y pronto se dio cuenta de que era un recopilatorio de cuentos populares de Carlyn. —Podría haber sido mucho peor —murmuró Hans con una media sonrisa. Se tomó su tiempo para encontrar una posición cómoda en la esquina que formaban el banco y las paredes, dio un gran sorbo y comenzó a leer. Para su sorpresa, estuvo bastante enfrascado en aquellas banales lecturas hasta que la ausencia de bebida le obligó a hacer una pausa. Bajó a la barra y pidió una segunda jarra. Pero en el mismo instante en el que regresaba a su mesa, escuchó el crujir de la puerta, y como si de un soplo de aire se tratase, algo penetró en el ambiente y le oprimió el pecho. Lentamente, se dio la vuelta y vio cómo tres personas entraban en la estancia. No les prestó más atención, porque en cuanto apareció una cuarta, supo qué estaba ocurriendo. Era un hombre bastante alto, de mirada tensa y con una gran melena enmarañada. Pero no fue su presencia la que cambió el ambiente. En su mano izquierda, portaba un pequeño cofre. Hans percibió su contenido como si lo llevase incrustado a la piel. “¡Eolita!”, chilló para sus adentros. “¡Y de bastante pureza!” Estaba a diez metros del hombre que la portaba y podía sentir su energía con asombrosa claridad. Ninguna otra persona en la taberna parecía haberse enterado de nada, así que siguió caminando y se refugió en su esquina. Tenía demasiadas preguntas y la relajación proporcionada por la lectura y la cerveza se había esfumado. ¿Quiénes eran y que hacían allí? ¿De dónde la habrían sacado? ¿Lo habrían reconocido? Su mente trabaja todas las hipótesis a una velocidad desmesurada. Se obligó a serenarse, ya que no podía pensar con claridad. Dio dos buenos tragos y después realizó una serie de hondas respiraciones. Cogió el libro, se levantó y fue a apoyarse en la barandilla que daba al primer piso. Las cuatro personas hablaban con el tabernero, que se había puesto pálido y sudoroso. Eso no indicaba nada bueno. Probablemente fuesen contrabandistas. Tras una conversación que a Hans le pareció eterna, el tabernero pareció relajarse y el grupo se encaminó hacia una mesa del fondo. Y entonces, la mirada del más joven se topó con la suya. Hans, nervioso, la apartó con rapidez. “Idiota”, se insultó Hans al instante. En esos instantes, una lección dada por un viejo comerciante de los caminos acudió a su cabeza: “Cuando una persona honrada tropieza con otra mirada, no existe motivo para apartarla con tal brusquedad”, le había dicho. “Solo alguien que tiene algo que ocultar lo haría. Así que devuelve la comida que has cogido, hijo. Además de notarse en tus ojos, eres pésimo mintiendo”. Nervioso por su torpeza y por aquellos recuerdos, decidió regresar a su mesa. Deseó con todas sus fuerzas que aquel joven contrabandista no tuviese demasiada experiencia en descifrar el lenguaje corporal. Intentó volver a concentrarse en su rutina, pero le resultó imposible. Barajó la posibilidad de escabullirse a su habitación, pero la mesa donde ellos bebían estaba en a medio camino. Hans rugió en sus adentros. Odiaba especialmente a aquel tipo de contrabandistas y en numerosas ocasiones había trabajado en misiones dedicadas a incautar eolita robada. Para algunos estados, como el suyo, estos fragmentos rocosos eran un bien muy preciado. Para otros, como Norie, eran algo sagrado. Cada uno le daba un uso distinto. La cuestión principal residía en que todos querían eolitas y nadie comerciaba con ellas. Y ese era el escenario perfecto para el contrabando. Aunque racionalmente sabía que no debía hacerlo, sus experiencias pasadas y su corazón le pedían con insistencia un enfrentamiento para recuperar el contenido de aquel cofre. Pero las consecuencias diplomáticas que tendría un altercado en el extranjero provocado por el hermano de Erik serían fatales para Thalassia, por mucho que recuperase un fragmento eolítico de gran valor. Además, tenía dudas acerca de la lucha, ya que había dejado su brazalete un año atrás y vencer a aquellos hombres con su mediocre manejo de la espada no sería una tarea sencilla. Sin embargo, esa eolita había emitido una energía tan nítida y pura… Quizá pudiese utilizarla en sustitución de la suya. No recordaba ninguna energía tan bien definida como aquella. Pero para utilizarla, necesitaba tenerla en su poder. Abrumado por sus dudas y ante la imposibilidad de hacer otra cosa que no fuese estar sentado en su pequeño rincón, decidió pedirse otra cerveza y esperar a que ellos moviesen ficha. Tardaron más de una hora en acabar sus bebidas, recoger sus cosas y salir por la puerta. Y mientras lo hacían, su mirada volvió a encontrarse con la del joven contrabandista. En esta ocasión la mantuvo, a la vez que mostraba una educada media sonrisa. Esta vez fue el chico el que desvió sus ojos verdes con rapidez. No tenía ninguna duda. Le había reconocido. Instantes después de que se fueran, actuó como lo habría hecho el estúpido Hans del pasado. Se levantó de su mesa y caminó dando grandes zancadas hacia la puerta. Salió y echó un vistazo. No consiguió ver a nadie y tampoco logró sentir la eolita, lo que le pareció bastante extraño. No podían estar muy lejos. Dio una vuelta completa a la posada, pero no encontró ni rastro de ellos. Suspiró y miró al río. Le gustaba observar cómo el agua discurría y jugueteaba entre las palas del molino, moviéndolas acompasadamente. Justo entonces sintió un golpe sordo en la nuca que le hizo perder el equilibrio. Se desplomó al instante. Le despertó lo que parecía el traqueteo de una carreta. No sabía dónde se encontraba. Abrió los ojos pero no consiguió ver nada. Le dolía demasiado la parte trasera de la cabeza, como si mil agujas se estuviesen clavando sobre ella. Intentó calmar el dolor y ordenar sus pensamientos. Todo le resultaba muy confuso en aquel momento. Lentamente, los recuerdos volvieron a su lugar y entendió lo que había ocurrido: los contrabandistas le habían emboscado a la salida. El chico lo había reconocido. La situación era bastante agobiante. No podía ver hacia dónde iban, ya que la carreta donde yacía tenía una lona que lo cubría. Además, estaba maniatado y no conseguía moverse. Intentó percibir las energías, pero el dolor agudo de su cabeza se lo impidió. Lo único que podía hacer era esperar. El rítmico trote de los caballos y el constante ajetreo de la carreta no ayudaban a rebajar la tensión. De vez en cuando escuchaba las voces de sus captores, pero no lograba entender lo que decían. Tras unos minutos que le parecieron interminables, se detuvieron. Alguien retiró su cubierta y la tenue luz de la luna proyectó unas figuras sobre su cabeza. Unas fuertes manos lo agarraron por los hombros y le arrastraron hacia fuera. —Déjalo ahí —ordenó una grave y áspera voz a su izquierda. Alguien lo empujó con brusquedad hacia atrás. Seguía maniatado, así que la caída resultó inevitable. Un duro golpe le cortó la respiración, provocándole un intenso dolor. Se incorporó un poco mientras daba profundas bocanadas y apoyó con cuidado la espalda. Era el ancho tronco de un árbol lo que tenía detrás. —¿Qué hace este ser indigno tan lejos de su casa? — dijo la misma voz, ahora sobre su cabeza. Un pequeño farol iluminaba su figura. Era el hombre que portaba el cofre en la taberna. Su voz, combinada con su aspecto desaliñado, le hizo presagiar a Hans que el diálogo no iba a ser una opción adecuada. —¡Responde! —gritó. —Intentaba volver… Vengo de Norie —susurró Hans, con un hilo de voz. —¡Já! —exclamó el contrabandista—. ¿Regresar a Thalassia por este camino en vez de por la Travesía del Sur? ¿Me tomas por estúpido? Un inesperado golpe le alcanzó el estómago. Hans aulló de dolor y se encogió sobre sí mismo. —¿Dónde está tu eolita? —preguntó con agresividad. —No la tengo… Otro golpe, esta vez más duro, le alcanzó la cara. Sintió el labio romperse y un sabor salado y metálico inundándole la boca. Tuvo que escupir la sangre que brotaba. —¿No la tienes? —preguntó aquel hombre—. No bromees conmigo, amigo. Sin ella no eres nadie. No te atreverías a venir por aquí desprotegido. —Solo… viajar… —acertó a decir. Un brutal tercer golpe le alcanzó la cabeza y le dejó desorientado y mareado. Tuvo que recostarse sobre la tierra para no vomitar. No podía escuchar lo que pasaba. Todo a su alrededor se había vuelto extraño, como si estuviese bajo el agua. Escuchaba voces a su alrededor, pero le parecían lejanas y desfasadas. Se sentía en una burbuja. Aislado. Giró la cabeza intentando ver qué pasaba, pero el resto de su cuerpo todavía estaba muy entumecido. Dejó la mirada perdida en el oscuro horizonte. Durante un tiempo pensó que aquel sería su triste final, pero nada ocurría. Sin embargo, cuando ya estaba a punto de cerrar los ojos y rendirse, la sintió. Luego, consiguió verla. Agua. El río bajaba a unos metros de distancia. Si lograba llegar hasta allí, quizá tuviese una oportunidad. Pero tampoco tenía eolita y resultaba muy arriesgado intentar algo con su energía restante. Usar energía vital era su último recurso. Aun así, la nueva posibilidad le devolvió el aliento y consiguió enfocar sus sentidos de nuevo. Los contrabandistas estaban discutiendo entre ellos. —…dijiste que era un trabajo tranquilo con el que nos haríamos ricos, nada más. Te repito que aunque muchos quieran verlo muerto, otros nos buscarán si lo haces. Y nos encontrarán. —¿Crees que tengo miedo de algo en esta mierda de mundo, rata asquerosa? —repuso el hombre que había interrogado a Hans. —Si no lo tienes, deberías. Este hombre es un elementalista. Y yo he visto lo que pueden llegar a hacer —contestó, atemorizado—. Podría destrozarte. Aquello fue demasiado para el que parecía ser el líder del grupo. Con un violento grito, desenvainó su espada y se lanzó contra su compañero. La repentina acción lo cogió desprevenido. No tuvo tiempo de defenderse, ya que con un solo golpe del descomunal filo le cercenó el cuello. El cuerpo sin vida del contrabandista cayó a su lado. —¡¿De quién debes tener miedo?! —bramó el monstruoso ser—. ¡Son ellos quienes deberían temernos! Sus piedrecitas no tienen nada que hacer contra el acero. El tercer contrabandista estaba completamente inmóvil, mirando el cadáver de su compañero. Era el joven de pelo castaño con el que había cruzado la mirada. —Ve a por Daron y traed el cofre —ordenó aquel gigante—. Y no os acerquéis con él a menos que yo os lo indique. El chico no discutió. Se marchó caminando con presteza y desapareció entre los arbustos. -—¿Has visto? —le dijo el contrabandista una vez se quedaron a solas—. Le he salvado la vida a este cabrón una docena de veces y aún tiene las pelotas de dudar de mí. Que disfrute de la tierra, no merece más —comentó amistosamente, como si Hans fuese uno más de los suyos. —Y ahora… te toca a ti —murmuró, con una indescriptible sonrisa—. Pero no te preocupes, no mancharé mi espada con tu sucia sangre. Probarás tu propia medicina. Hans quiso moverse, pero seguía con las manos atadas. Intentó forcejear, aunque pronto desistió. No tenía fuerzas. El contrabandista soltó una carcajada y se sentó encima de un enorme tocón. Sacó una bota y bebió. —A tu salud —brindó con sarcasmo—. Y a la de tu jodido hermano, para que siga ardiendo. Ese comentario le bastó para entender por qué el contrabandista tenía tanta rabia hacia su persona. Sus ropas eran desgastados uniformes del ejército de Kalash. De la división de Flergen, concretamente. —Sí, ese cabrón la tuvo que liar bastante bien… Pero bueno, él mató a mis hermanos y yo mataré a los suyos. La vida siempre nos brinda oportunidades, ¿no? — reflexionó con una sonrisa. El contrabandista siguió mirando al cielo, soñador y pensativo. —De hecho, nos vamos a divertir un poco más. Supongo que ya sabrás lo que llevamos con nosotros, por eso intentaste seguirnos, ¿no? —preguntó el hombre. Hans no tuvo fuerzas para hacer ningún comentario. —Me lo tomaré como un sí —repuso él—. Pues bien, llevamos unas piedrecitas bastante valiosas de Norie, de esas que tanto os gustan a vosotros. Me ha costado unos cuantos disgustos conseguirlas, la verdad. Sin embargo, la recompensa por ellas me hará lo suficientemente rico como para comprarme una ciudad entera. De hecho, dudo entre dos. Hyorga tiene un clima más cálido, pero Vendriel tiene más burdeles. Es una difícil decisión — caviló el contrabandista, con expresión seria. —Lo mejor de todo —continuó—, es que conseguí más de las que me habían pedido. Y entre todas las personas del mundo, vas y apareces tú en este camino de mala muerte. ¿No es fantástico? Creo que hoy es el mejor día de mi vida. Me dan hasta ganas de llorar —comentó con júbilo. Hans seguía agazapado en su árbol, sin lograr articular una palabra. —¿Sabes qué vamos a hacer? —preguntó el hombre—. En cuanto te vi en la taberna, lo supe al instante. Os voy a meter en grandes problemas, artificieros de mierda. Avisaré a la Orden Braonista de la región y los traeré aquí. Serán ellos los que te van a encontrar muerto, con una de esas bonitas piedras robadas en tu bolsillo. Y por si fuera poco, ahora aparecerás junto al cadáver de mi compañero, un valiente y honorable soldado de Flergen. ¿Te imaginas lo que pasaría? El hermanito de Erik robando objetos sagrados de Norie y siguiendo la tradición familiar de asesinar gente inocente de Flergen. Sin duda eso se convertiría en el fin de tu academia de chiflados y de tu pueblo —afirmó, con gran placer. El contrabandista dio otro sorbo y se echó a reír a carcajadas. Pese a su entumecimiento físico y mental, Hans comenzó a agobiarse. Se había metido en un buen lío. De resultar verdad todo lo que había dicho, estaba comprometiendo no solo su vida, sino la de mucha más gente. Por cosas menos importante habían estallado guerras entre varios pueblos. La religión tenía mucho poder de influencia en Norie. De ser eolitas valiosas, su respuesta sería contundente. Sin embargo, no tuvo demasiado tiempo para pensar, dado que los otros contrabandistas aparecieron a lo lejos. —¡Cosrant, dale el cofre a Daron y acércate! —bramó su captor desde la distancia, mientras se ponía en pie. El descomunal hombre se acercó a él, lo agarró por los pies y comenzó a arrastrarlo por la tierra, en dirección al río. Una vez llegaron, lo arrojó cerca del borde y esperó a que llegase el joven. —Bien, Cosrant. Me ha parecido notarte un tanto preocupado, como si no te gustasen mis decisiones —dijo el hombre con tono paternal—. Eres un chico inteligente. Solo hablas cuando es necesario y cumples lo que se te encarga a la perfección. Pero… todavía no te he visto en acción —le susurró. El joven pareció estremecerse. —Así que hoy, y para celebrar que serás quien ocupe el puesto de nuestro añorado Jeorhan, ¡tendrás que darle un baño a nuestro amigo! —proclamó con tono festivo—. Pero lo harás hasta que deje de respirar —puntualizó, con repentina frialdad—. Puedes comenzar. ¡Vamos! El chico se mantuvo inmóvil mientras miraba a su compañero con una expresión indescriptible. Parecía contrariado y nervioso. Lentamente, se encaminó hacia Hans. Este intentó levantarse pero recibió otro duro golpe en las costillas por parte del líder del grupo. —Hasta nunca —le susurró este al oído—. Será tu estúpida agua quien te mate. No hace falta que me agradezcas este romántico final. Unas suaves manos lo fueron arrastrando hacia el agua. Allí, el chico lo levantó. Sus miradas volvieron a encontrarse una última vez. Y Hans comprendió que él no quería hacer aquello, pero no le quedaba más remedio. Su cara era una perfecta máscara inexpresiva, pero sus ojos verdes gritaban lo contrario. Aunque había algo raro en él. Algo más… El chico lo agarró con repentina violencia y comenzó a hurgar en sus bolsillos. Encontró una pequeña navaja con utensilios y dinero: cinco platines y diez sertrones de bronce. Se los lanzó a su jefe, que los recogió al vuelo con una sonrisa. Cuando acabó de revisar su último y vacío bolsillo, Hans sintió que ya nada lo apartaba de su final. Entonces, una bocanada de vida lo inundó por dentro. Vio cómo el chico quitaba la mano de su chaqueta y lo miraba a los ojos. Sintió que algo caía en su bolsillo. En cuestión de segundos, todas las sensaciones que percibió encajaron a la perfección. La mirada del chico, suplicando que lo entendiese. La fuerza que vibraba intensamente en el ambiente, invadiendo su cuerpo cada vez con más fuerza. La gran cantidad de energía que se acumulaba en su bolsillo. “Gracias”, gritó Hans en sus adentros. Acompañó sus pensamientos con la mirada de agradecimiento más sincera que había expresado en su vida. El chico pareció entender. O quizá no. Con agresividad, agarró su cuello y lo empujó hacia el río. Hans no se resistió. Solo necesitaba aire y algo de tiempo. Con un empujón le metió la cabeza en el agua. Estaba congelada, pero no le importó. Mantuvo los ojos cerrados y calmó su mente. Conectó las energías y localizó a duras penas las presencias. Aunque estaba recobrando sus fuerzas, le dolía cada parte de su cuerpo y no tenía visión directa del objetivo. Iba a ser difícil. Aun así, se decidió por la técnica más rápida y precisa que conocía. Las probabilidades de cogerlo desprevenido aumentarían con ella. “… Canalizar… Moldear… y…” Un súbito proyectil salió del agua y atravesó el pecho del contrabandista jefe, que no pareció inmutarse. Al cabo de unos segundos, el chico aflojó su agarre y Hans sacó la cabeza con urgencia, en búsqueda de oxígeno. El contrabandista aullaba de dolor, pero seguía vivo. Había fallado; le había perforado un pulmón, no el corazón. Se había jugado toda su energía restante en un ataque y había errado el tiro. Ese era su final. Otro fracaso. Aquella bestia comenzó a caminar. Con una mano se oprimía el pecho, de donde salía sangre. Con la otra, portaba su gran espadón. Hans vio cómo se acercaba hacia él. Percibió el sonido de la enorme hoja al cortar el aire, elevándose para dar el golpe final. Exhausto, ni siquiera tuvo fuerzas para abrir los ojos y mirar a la muerte viniendo de frente. Pero ella no llegó a tiempo. Escuchó un enorme choque y sintió cómo las vibraciones del sonido metálico le acariciaban el rostro. Pudo echar una última mirada. El joven había interpuesto su espada, mucho más pequeña y estilizada, en la trayectoria del ataque. La sostenía con las dos manos, apoyando una en cada extremo del arma. De la mano que agarraba el filo, goteaba sangre. Vio la cara de incredulidad del contrabandista. Vio cómo su rostro y su garganta buscaban articular unas palabras que su mente no lograba encontrar. Y finalmente vio cómo el chico, con un movimiento fluido pero certero, clavaba su espada en el lado del pecho correcto. El hombre se desplomó de espaldas en el río, tiñendo sus aguas de un color rojizo. El otro contrabandista corría hacia ellos, blandiendo dos mazas. No tuvo más fuerzas para aguantar. Su vida dependía ahora de la destreza de aquel chico y de que los motivos que lo llevaron a salvarlo resultaran suficientes para hacerlo una vez más. Cerró los ojos y se dejó abrazar por el río. Solo sentía el murmullo de su suave corriente. Fue entonces cuando la nada volvió a ocupar el lugar que le correspondía. Una vez más. 3. El colgante de Alda Un leve traqueteo volvió a despertarlo. Su corazón comenzó a latir con intensidad al escuchar aquel sonido. Volvía a estar en la carreta de los contrabandistas, pero esta vez iba destapado. Le dolía todo el cuerpo, pero seguía vivo. Alzó la mirada y vio que el chico guiaba los caballos. No había ni rastro de los otros dos contrabandistas. —Gracias... —logró decir Hans. El chico se sobresaltó al escuchar su voz. Giró la cabeza hacia donde se encontraba y lo miró. —Ya tendrás tiempo para dármelas. Ahora descansa. Le dedicó un amago de sonrisa antes de volver a centrar su atención en el camino. No fue una sonrisa placentera. Detrás parecía esconderse bastante resignación. Sin embargo, Hans agradeció la oportunidad y siguió durmiendo. Ya tendrían tiempo para ponerse al día. Se despertó horas más tarde, cuando el sol ya estaba en su cénit. Estaban parados bajo la sombra de una gran secuoya. Se incorporó y echó un vistazo. El chico estaba al lado de la carreta, calentando el contenido de una olla en una pequeña fogata. —¿Cómo te encuentras? —preguntó cuando lo vio incorporarse—. Te he puesto un bálsamo en las heridas de la cara. Procura no tocarte. —Me duele todo, pero creo que puedo ponerme de pie —respondió Hans mientras tanteaba su rostro. Con cuidado, fue gateando hasta el borde de la carreta, donde comprobó la fuerza de sus piernas. Se descolgó por la parte más baja y apoyó los pies en el suelo, tambaleándose ligeramente. Luego, se acercó a donde estaba el joven. —En la carreta hay algo de ropa seca —le comentó—. Quizá sigas un poco mojado. Hans fue entonces consciente de lo entumecido que se sentía. Regresó a la carreta a buscar las prendas y cogió las que le servían. Se acercó de nuevo al joven y percibió un olor a sopa proveniente de la olla. Tenía el estómago revuelto y no le apetecía comer nada en aquel momento, pero quizá le ayudara a recuperarse. —Bueno, gracias de nuevo por lo que hiciste —dijo Hans—. Me has salvado la vida. Dos veces. —Tú habrías hecho lo mismo —respondió el chico, sin apenas mirarlo. —Lo que sea, pero gracias —repuso—. Morir siempre es problemático, pero más aún si mienten sobre lo que hiciste para perjudicar a tu pueblo. El joven se encogió de hombros. —Sí… El plan inicial pasaba por robarte, pero Dórovan era una persona horrible y con bastante imaginación. Una combinación terrible —murmuró el chico. Hans tenía muchas preguntas, pero había aprendido a dosificarse. —¿Cómo te llamabas? —preguntó Hans. —Matt. Matt Meriens. Aunque ellos me conocían como Cosrant. Obviamente oculté mi verdadera identidad… Esperó unos instantes, pero él no le preguntó el suyo, así que dedujo que ya lo sabía. Probablemente lo conociese de la Academia o por ser el hermano de Erik, quien era bastante más conocido que él. —Y aparte de que asesinar gente es algo terrible, ¿qué otros motivos te llevaron a ayudarme? ¿Eres de Thalassia? El chico entornó la mirada hacia él. —¿Me conoces? —preguntó. —No, pero dudo que un contrabandista tenga demasiadas objeciones en que sus compañeros maten a gente. Así es el negocio. Tiene que haber otros motivos —razonó Hans. El comentario no pareció gustarle demasiado a Matt, ya que su expresión se enfrió bastante. —Yo no mato a personas por dinero. Jeorhan siempre me ayudaba cuando Dórovan me encargaba algo así — respondió con sequedad—. Pero ayer lo mató. Sin más. Solo por llevarle la contraria. Hans se maldijo por su torpeza. —Lo siento Matt, no pretendía decir eso. Supongo que tendrás que explicarme qué hacían dos buenas personas acompañando a esa bestia llamada Dórovan. La expresión del chico volvió a relajarse. Hans había recuperado justo a tiempo la estabilidad de la conversación. —Jeorhan no era una buena persona, simplemente se preocupaba un poco por mí. Le gustaba hacer daño a la gente, y a mí no, así que teníamos un trato —explicó Matt. Hans se limitó a asentir con la cabeza. —Como bien has supuesto, tengo vínculos importantes en Thalassia —continuó Matt—. Nací y crecí en Carlyn, pero nos mudamos cuando yo tenía trece años. Mis padres se quedaron sin trabajo y mi hermana necesitaba bastantes cuidados, así que viajamos a Thalassia para trabajar en las murallas. Pero todo se torció hace un año. A Hans se le puso un nudo en la garganta. Tenía que escoger muy bien sus palabras si no quería tocar demasiadas fibras sensibles. —Vaya… Espero que tus padres no estuvieran trabajando en la bahía aquel fatídico día… —comentó Hans sombrío. —Por desagracia, sí. Hans tragó saliva y esperó. —Mi madre estudió brigadismo cuando era joven. Trabajaba en la tercera muralla. Nunca encontramos su cuerpo… —murmuró—. Mi padre era pescador en la segunda muralla. Pero tú le salvaste la vida —puntualizó, mirándolo. —Vaya… De haber llegado un poco antes quizá podría haber salvado a más personas… Fue un día horrible. —Todo ha ido de mal en peor desde aquello — murmuró Matt con sinceridad—. Mi madre murió y mi padre perdió la movilidad en las dos piernas por culpa de una tarántula. Ahora tiene grandes problemas para caminar y dolores constantes. Mi hermana necesita muchos cuidados para tener una vida aceptable y yo soy el único que está bien, así que tengo que ayudar como sea. Fui de trabajo en trabajo, hasta que me quedé sin nada. Necesitaba mantener a mi familia, pero la crisis provocada por el incidente de Flergen hacía estragos. Desesperado, opté por una opción poco aconsejable. Y así es como acabé rodeado de toda esta basura — puntualizó, con un deje de resignación en su voz. Parecía que el chico no había tenido a nadie con quien hablar en los últimos años. Las palabras brotaban de su boca con fluidez, buscando ser libres. Buscando a alguien que las escuchase de una maldita vez. —Entiendo… —murmuró Hans—. Tus motivos son honrados. Es una pena que no tuvieras otras opciones. Es bastante fácil cambiar para peor cuando vives rodeado de todo esto. —¡Dímelo a mí! —exclamó—. Ayer tuve que acabar con la vida de dos personas. Pese a que eran seres detestables y merecían morir una y mil veces, fui yo quien los maté. Yo, con mis propias manos —enfatizó, mirándolas. Parecía perturbado por sus pensamientos. Tenía la mirada perdida en el contenido de la olla y la revolvía sin parar. Hans buscó argumentos con los que aliviar su atormentada mente. —No le des demasiadas vueltas a la cabeza — respondió Hans—. Vivimos en un mundo complejo, donde la bondad coincide habitualmente con la malicia, el chantaje y la crueldad. Un mundo donde la vida y la muerte se encuentran a escasos metros. Y a veces nos vemos forzados a tomar este tipo de decisiones. El chico lo miró. Parecía escuchar con atención cada una de sus palabras. —Yo mismo he hecho cosas de las que me arrepiento, pero sé que eran la única salida. Son las contradicciones que tenemos que afrontar y el precio que pagamos por vivir en estos tiempos. Y porque aquellos a los que queremos sigan viviendo —reflexionó. Matt pareció serenarse un poco con esos pensamientos. Su mirada no transmitía tanta angustia. —Si llegan a encontrarte con las eolitas robadas, Thalassia se vería en problemas… —murmuró, con voz queda—. La idea original era solo robarte, pero a Dórovan se le fue de las manos e ideó todo el plan en la taberna. Jeorhan se opuso y pagó las consecuencias. Si además apareces junto al cuerpo de un soldado de Flergen, toda Thalassia se vería envuelta en otra crisis. Una vez más. No tuve más remedio que actuar… — resumió Matt, cabizbajo—. Por ti, por mi familia y por nuestro pueblo. Sus motivos le resultaron demasiado sinceros y convincentes, así que cambió de tema. Sabía que Matt no se sentía cómodo recordando lo que había hecho el día anterior. Y era comprensible. —Gracias de nuevo —insistió Hans—. En cuanto a las eolitas…, ¿puedo verlas? ¿Quién os encargó que las consiguierais? —Están en su cofre, dentro de la carroza —respondió el chico sin demasiado interés—. En cuanto al encargo… lo único que sé es que el destino era el reino de Kalash. Del resto no tengo ni idea. Dórovan siempre se ocupaba de eso y nunca decía ni una sola palabra relacionada con los compradores. Y realmente, yo prefería no saberlo — añadió. Hans asintió y fue a buscarlas. En cuanto se encaminó hacia la carreta, comenzó a sentirlas. Estaba demasiado magullado y cansado como para tener una buena capacidad perceptiva, pero allí estaban. No había duda. Todavía recordaba la energía tan pura que había sentido en la taberna. Abrió el pequeño arcón y se quedó sin palabras. Entre varias eolitas, de diferente tamaño, forma y pureza, había un colgante. Solo lo había visto una vez en su vida y nunca creyó que lo vería fuera del templo de Isioktes. Era la reliquia conocida como “El colgante de Alda”. Un tesoro para Norie y para la Humanidad. Cogió el colgante y sintió la energía vibrar. Era una joya preciosa, con una forma estilizada y de color ámbar. Pero eso no era lo más importante. En su centro, engarzada, tenía una de las eolitas más puras de todas las existentes en el continente. Era completamente lisa y de un intenso color negro. —¿Tan valiosa es? —preguntó Matt, que se había acercado y observaba su expresión. —No te lo puedes ni imaginar. Si me hubieseis entregado con este colgante en mi bolsillo, probablemente ya estaríamos en guerra. —Me alegro de que no haya pasado —respondió, con voz cansada—. ¿Te apetece comer algo? Ya tendremos tiempo para hablar después. El camino es largo. Hans se dio un momento para reflexionar. Aquello no era ninguna broma. Necesitaba saber cómo habían conseguido aquella reliquia, pero no quería forzar a Matt. Parecía estar exhausto. —¿Cuáles son tus planes? —preguntó. —Bueno… Es bastante probable que gente peligrosa me esté buscando, así que no quiero pasar mucho más tiempo aquí. Volveré a Thalassia e intentaré empezar de nuevo, en lo que sea —explicó—. Preferiría viajar hasta casa con escolta. Y qué mejor protección que tener al Elementalista del Agua a tu lado —murmuró Matt, con un deje de admiración en su voz. Las defensas de Hans se desvencijaron ante aquel comentario. Siempre resultaba agradable que alguien le recordase quién era. —Ya has visto que no he servido de mucho. Si no fuera por ti, estaría muerto —respondió. Matt entornó los ojos y una leve sonrisa apareció por primera vez en su rostro. —Sé que no llevabas eolita contigo cuando nos encontramos. Y todo el mundo sabe que no podías utilizar tus habilidades fuera de Thalassia. Pero Dórovan insistió en que serías lo suficientemente estúpido como para seguirnos. Y así fue. Hans levantó las cejas, sorprendido y dolido a la vez. —¿Eres capaz de percibir eolita? —¿Y por qué crees que una de las organizaciones contrabandistas más peligrosas de la zona me iba a aceptar en su grupo? —respondió Matt—. Manejo bastante bien la espada, pero eso no tenía valor para ellos. Yo era su buscador. Puedo sentirla y guiarlos hasta ella, pero nada más. Hans estaba perplejo. Guardó el colgante de Alda en el cofre y se aseguró de esconderlo bien dentro de la carreta. Luego bajó de ella y se acercó a Matt. —Comeré encantado tu sopa y luego volveremos juntos a Thalassia. Y sí, tenemos mucho de lo que hablar —afirmó. Tomaron la sopa en silencio, dando pequeños sorbos. No era ningún manjar, pero les mantendría el cuerpo caliente. Recogieron los bártulos, procurando no dejar rastro alguno de su presencia. No sabían quién o quiénes podían estar detrás de ellos. Se pusieron en marcha. Todavía había bastante camino hasta la frontera con Thalassia y tan solo faltaban unas horas para la llegada de la noche. Decidieron seguir la ruta conocida como La travesía del sur. Tardarían un poco más, pero era un camino bastante seguro y concurrido, aunque también bastante obvio. Sería el primer lugar en el que cualquier persona buscaría a alguien. Sin embargo, nadie en su sano juicio se atrevería a buscar problemas en las rutas oficiales. Existía una guardia encargada de vigilarlas y las condenas por asaltar a viajeros o a caravanas de mercaderes podían llegar hasta la pena de muerte en Carlyn. Por eso, apartarse de los caminos estatales nunca solía ser una buena opción. Matt guiaba la carreta, sentado en su parte delantera. Hans estaba recostado en ella, con su cabeza apoyada en los asientos, pudiendo así descansar y hablar con él al mismo tiempo. —Entonces… —comenzó Hans—. ¿Desde cuándo eres capaz de sentir la eolita? ¿Desde que eras pequeño? —No recuerdo muy bien cuándo fue la primera vez que me di cuenta de mi capacidad —respondió Matt, sin desviar la mirada del camino—. Creo que fue cuando tenía trece años, recién llegado a Thalassia. Ahora tengo dieciocho. Hans no sabía muy bien qué pensar. No había demasiada gente en el mundo capaz de percibir eolita, y mucho menos sin un entrenamiento previo. Incluso le dolía pensar que aquel chico pudiera tener esa habilidad sin preparación. Él había comenzado a desarrollar el elementalismo, junto con su hermano, cuando tenía catorce años. Y teniendo en cuenta que Erik había sido su mentor y el mejor elementalista que jamás haya existido, su progresión había sido bastante lenta. Hasta los dieciséis no consiguió dominar la percepción y la interacción con las energías. A los diecisiete consiguió ejecutar su primera técnica. Y de aquello ya habían pasado once años. Sacudió aquellas ideas fuera de su cabeza y continuó con sus preguntas. —Entonces… ¿Qué es lo que sabes sobre la eolita y lo relacionado con ella? —Casi nada, realmente —contestó Matt—. Sé que son una especie de piedras preciosas, muy codiciadas. También estoy al tanto de que las necesitáis para vuestras técnicas, pero no tengo ni idea de cómo lo hacéis. A Hans le sorprendió de nuevo su respuesta. —¿No conoces los principios de los elementalistas? Matt negó con la cabeza mientras corregía el avance de los caballos. —Tampoco sabrás nada sobre cómo interaccionar con las energías… —dedujo Hans. —Así es —murmuró Matt sin inmutarse—. Lo único que sé es que puedo sentir dónde hay eolita. Es como una presencia, como un cúmulo de presión en el ambiente. No sé explicarme bien. Y la verdad, nunca me planteé entrar en la Academia y estudiar elementalismo. He tenido demasiadas preocupaciones y responsabilidades últimamente… A Hans todo aquello le resultaba muy extraño. Sin embargo, había expresado de una forma bastante precisa lo que se sentía al percibir una eolita. —En cuanto al colgante que tanto te preocupa, no tengo ni idea —continuó Matt, intuyendo sus próximas preguntas—. Hace quince días visitamos muchos lugares en la ciudad de Norie. Allí me limité a hacer mi labor: encontrar la eolita, decir dónde estaba y esperar a que ellos la consiguieran. Y de allí veníamos cuando te encontramos —añadió. El color y la expresión de Hans cambiaron de golpe. —¿Habéis entrado en el Gran Templo de Isioktes y robado algunas de sus reliquias por la fuerza? — murmuró, asombrado—. Cuando vi el colgante di por hecho que habríais sobornado o asesinado a alguien de la orden braonista para conseguirlas —¿Un templo? —preguntó, extrañado—. Hmmm… Sí, visitamos un enorme templo en donde sentí bastantes eolitas, pero no tenían intención de asaltarlo, según me explicaron en su momento. Había bastantes guardias por la zona. Usualmente entraban en casas particulares o pequeños templos y salían con un botín bastante modesto. Hans se relajó un momento. —Aunque ahora que lo dices… —musitó Matt—. Es posible… El último día tenían una misión importante para conseguir eolita, de la que no me contaron los detalles. Yo me ocupé, junto con Jeorhan, de tener la huida organizada para cuando regresaran con el botín. A mí nunca me llevaban a los combates, ya que no confiaban en mis capacidades. Lo que me resultó bastante extraño es que salieron ocho y solo volvieron dos: Dórovan y Daron. Dijeron que la cosa se había puesto fea y que teníamos que huir. Nunca antes habíamos perdido a ningún compañero. Eran bastante eficientes en su labor, por desgracia. —¡Está claro que ellos asaltaron el templo de Isioktes! —exclamó Hans—. Ese colgante llevaba allí guardado cientos de años. ¿Eres consciente de lo que han hecho tus compañeros? Habéis ido a robar al lugar menos indicado de todo el mundo. A Matt no pareció afectarle demasiado. Se encogió de hombros y continuó guiando la carreta. —¿No conoces las leyendas sobre Alda? ¿Ni el braonismo? —preguntó Hans, extrañado. —¿Qué? —contestó Matt—. No, no sé de qué me hablas. Era la primera vez que visitaba Norie. Hans suspiró y ordenó sus pensamientos. Aquel chico no sabía en dónde se había metido, pero tampoco le sorprendía. Era bastante habitual que las personas criadas en Carlyn no conociesen demasiado del mundo que los rodea. Sus escuelas eran bastante dogmáticas y solían pasan por alto lo que ocurría en el resto de estados y reinos. Solo les interesaba transmitir sus ideas y su visión del mundo. Dadas las circunstancias, todo lo ocurrido podía considerarse un golpe de suerte. Habían recuperado un objeto de incalculable valor para Norie. Con un plan adecuado, este hecho podría servirles para fortalecer las relaciones entre Thalassia y Norie, algo que necesitaban desde hacía mucho tiempo. Tenía muchas cosas que agradecerle a aquel chico. Demasiadas. Y por si fuera poco, estaba claro que tenía un talento innato para el elementalismo. Ningún grupo de contrabandistas comunes podría haber encontrado eolita por sí mismo, y menos de aquella pureza. Hans no pudo evitar preguntarse quiénes serían las personas que los habían contratado para robar eolita en el templo de Isioktes. Conseguir tales reliquias y salir de allí con vida era prácticamente imposible. La recompensa por haberlo hecho tenía que ser desorbitada. —Tendré que comenzar desde el principio —murmuró Hans, abrumado—. Quizá te parezca que algunas cosas no vienen a cuento, pero es necesario. Todo acabará relacionándose —añadió. Comenzó a explicarle a Matt partiendo de aquello que los había unido: las eolitas. En torno al origen de las mismas existían múltiples explicaciones, tanto científicas como religiosas. Sin embargo, todas coincidían en un hecho irrebatible: a lo largo de la Historia se habían producido diferentes lluvias de estos fragmentos rocosos por todo el continente. Y estas lluvias de asteroides tenían algún tipo de relación con la creación y la evolución de los planetas. Donde diferían era en la explicación. Las personas que no creían en dioses o en divinidades todopoderosas, sino en el estudio de la naturaleza y la astronomía, atribuían el origen de las eolitas a la caída de fragmentos de otros astros. Resulta bastante relevador el hecho de mirar el cielo en una noche despejada. Cualquiera puede descubrir los miles de estrellas y planetas que conforman el universo. Las eolitas no son más que fragmentos restantes de la destrucción total o parcial de algunos. Estos restos, por motivo del azar, fueron a parar a nuestro planeta. Otra teoría, llevada a cabo por los científicos y astrónomos de las universidades de Sekyo, el país más avanzado de todo el continente, sugiere que en sus comienzos, todo el universo estaba concentrado en una gran masa de materia y energía. En un determinado momento, esta gran masa estalló y comenzó a expandirse, formando así las diferentes constelaciones y agrupaciones planetarias. Pero no todo aquel material primigenio consiguió congregarse en un planeta o una estrella. Otro mucho lleva viajando y orbitando desde el principio de los tiempos, hasta que logra encontrar su lugar correspondiente. Las eolitas son consideradas fragmentos restantes del inicio del universo y dentro de ellas está su esencia. Potencialmente pueden dar lugar a cualquier cosa, si son tratadas de la forma adecuada. Esto indicaría por qué las eolitas son unas fuentes de energía de tanta pureza y utilidad. Y en tercer lugar, están las teorías de las diversas religiones existentes, las cuales atribuyen la caída de eolitas a mensajes divinos. De hecho, la religión más importante y hegemónica de la historia, el braonismo, surgió a partir de una gran lluvia de eolitas. El braonismo propone que la caída de estos fragmentos rocosos fue consecuencia directa de una gran debilidad temporal en la esencia creadora. —¿Perdón? —interrumpió Matt. Hans ladeó la cabeza. —Supongo que tendremos que profundizar un poco más, pero son demasiadas cosas… —respondió, pensativo—-. Es importante que conozcas algunas explicaciones religiosas, porque son las que nos han traído aquí. Nunca he creído en algunas de sus teorías, pero últimamente me están dando bastantes quebraderos de cabeza —añadió Hans, mientras su mente recordaba aquel enorme leviatán destrozando la tercera muralla. Optó por centrarse en la temática de las eolitas, aunque para ello necesitaba explicarle algunos de los fundamentos del braonismo. De todas formas, esta religión era el punto de partida de las civilizaciones modernas. Todo el mundo debería conocer sus principios. —Según el braonismo, nuestro planeta y todas las especies que lo habitamos, fuimos creadas por un mismo dios: Raoar. Esta divinidad está conformada por una dualidad de esencias: la creadora y la destructora. Y de esta dualidad surgen todas las demás, que están presentes en todos nosotros y que le dan sentido a nuestra existencia. >>Existen muchos ejemplos: la muerte da significado a la vida, la tristeza da significado a la felicidad, el fracaso da significado al éxito. Todas adquieren relevancia gracias a su opuesto, y estas dualidades están en constante conflicto y equilibrio. Según el braonismo, las dos esencias de Raoar se retroalimentan y equilibran en función del comportamiento de sus creaciones. Cuanta más tristeza, maldad y codicia exista en ellas, mayor será la fuerza de la esencia destructora. A mayor felicidad, bondad y generosidad, mayor será la fuerza de la esencia creadora. La clave de la existencia, según ellos, está en el equilibrio de la dualidad. —¿La clave está en el equilibrio entre ambas? — interrumpió Matt—. ¿Y eso por qué? Obviamente sería mejor que la esencia creadora fuese más fuerte que la esencia destructora. Hans sonrió. —Eso mismo dije yo hace bastante tiempo. Y todavía sigo dándole vueltas a día de hoy… —añadió, pensativo—. Sin embargo… Te haré las mismas preguntas que me hizo un pensador braonista en su día: ¿cuántas personas dejan de valorar precisamente por no tener su felicidad preocupaciones y acostumbrarse a ella? ¿Cuántas amistades o parejas se han deteriorado por no haber discutido cuando era necesario? ¿Cuántos excesos de bondad han sido duramente traicionados en este mundo? Matt guardó silencio, con la mirada fija en el horizonte que se dibujaba al final del camino. La propuesta del equilibrio braonista era una idea que llevaba algo de tiempo digerir. —De todas formas, ya pensarás sobre ello. No son sus fundamentos morales lo que te quería explicar. Ya tendrás tiempo a leerlos en Thalassia. Necesito utilizar el concepto de la dualidad equilibrada, ya que todo deriva de él —puntualizó antes de continuar. >>El equilibrio de las dualidades era el principio sobre el que sustentaba la existencia de las personas, pero también la del dios Raoar. >>En un determinado momento de la historia, el mundo estaba plagado de guerras, enfrentamientos y divisiones. Según se recoge en algunos escritos arcaicos, los enfrentamientos se habían alargado durante milenios. Esto se traducía en un dominio abrumador de la esencia destructiva a lo largo y ancho de todo el planeta.El odio se adueñó de las mentes y los corazones de sus gentes y fue intoxicando el aire, las tierras y los mares, trasladando así sus energías a la parte destructora de la divinidad. Finalmente, el equilibrio entre la dualidad de Raoar no pudo sostenerse más, y el caos comenzó a reinar. La esencia destructora se había adueñado de todo. >>Lo primero en caer fueron los mares. Estos, antiguas fuentes de vida, fueron intoxicados por la esencia destructora. Sus aguas, ahora malditas, nunca más pudieron ser navegadas. De sus profundidades habían surgido los nueve leviatanes, encargados de sembrar el caos y de recordarles su estupidez eternamente. Más tarde, cayeron las fértiles y prósperas tierras del sur. Antaño habían sido interminables terrenos llenos de cultivos y pastos, que proporcionaban recursos a toda su población. Hoy en día, salvo algún oasis que pervivió, no queda nada más que polvo y arena. >>Y por último… fueron los cielos. Sus suaves y apacibles nubes, así como sus dulces vientos, se transformaron en un cúmulo de vendavales, relámpagos y oscuridad. Un manto que no dejaba ver el sol. >>Es entonces cuando llegamos al punto clave de la historia, según el braonismo. La esencia destructora había tomado el dominio total de la consciencia divina. El fin era inevitable. De los cielos comenzaron a caer lo que conocemos como eolitas, las cuales arrasaron gran parte de las poblaciones. Para el braonismo, eran las mismas lágrimas de la esencia creadora, arrinconada en un rincón del ser divino, que lloraba impotente al ver cómo estaba destruyendo su propia creación. >>Fue exactamente en ese momento, donde todo parecía perdido, cuando surgió el braonismo. Fue su fundadora la que consiguió unir a todos los pueblos restantes y acabar con las guerras, restableciendo así el equilibrio. De esta forma, consiguió devolver su fuerza a la esencia creadora y esta pudo cesar la lluvia de eolitas y el resto de catástrofes. A partir de entonces, el braonismo se convirtió en la religión mayoritaria del planeta. Surgió también, gracias al entendimiento y hermandad que provocaba tener unas creencias comunes, la primera gran civilización, Norientum, madre de todos los estados y reinos actuales. >>Y su fundadora y salvadora de la Humanidad, no fue otra que la portadora original del colgante que tienes en tu carreta —puntualizó Hans mientras señalaba el cofre—. Alda “La Semidiosa”. Matt dio un respingo y palideció. —Es decir, he ayudado a robar una reliquia perteneciente a la creadora de una religión que es seguida por millones de personas y que en teoría salvó al mundo de su fin. Genial… —murmuró Matt. —Ya lo arreglaremos —respondió Hans, restando importancia al asunto—. Además, según me has comentado, nadie te ha visto. Y si alguien te reconociese, tengo buenas relaciones con gente influyente de Norie. Gracias a ti pudimos recuperarla a tiempo. Lo entenderán. O haré que lo entiendan. Matt no parecía muy convencido. Continuó un buen rato en silencio, dirigiendo la carreta, hasta que recobró el ánimo. —Entonces… ¿Quién tiene razón con lo de las eolitas y los leviatanes? —Supongo que todos y ninguno —respondió Hans—. Sabemos que Alda existió y que fue la fundadora de la civilización moderna, en gran medida gracias al poder que le aportó ser la visionaria y creadora del braonismo. Sin embargo sus explicaciones son bastante fantasiosas y, en su mayoría, puras conjeturas en relación a acontecimientos naturales. En sus inicios cumplieron una serie de funciones: servían para dar explicaciones al funcionamiento del mundo y asentaban una serie de normas morales para la sociedad. Y lo consiguió, fue una revolucionaria en su época. La vida y el entendimiento triunfaron. Lo que no sé es si realmente creía en todo lo que decía… Matt asintió. Él tampoco parecía creerse todas aquellas leyendas. —Hoy en día no existen demasiadas razones objetivas para creer en sus explicaciones —continuó Hans—. Lo que sí tenemos claro, y cada vez más, es que en su época vivieron acontecimientos que ocurren muy pocas veces en la historia, como son las lluvias de eolitas o la aparición de gigantes marinos. Nuestra Historia reciente nunca había visto nada igual. Hasta ahora. Y eso nos desconcierta bastante... —murmuró-—. Ellos sabían secretos de este mundo que nosotros desconocemos. Matt paró la carreta. Parecía saturado de atender al camino y a las explicaciones. Se desperezó en el banco, mientras estiraba sus músculos. —¿Y por qué la consideraban una… semidiosa? — preguntó. —Según las escrituras y leyendas que han perdurado, algunos pensaban que Alda era fruto de la unión de Raoar con una mujer mortal. Otros lo atribuían a su mirada bicolor —explicó Hans—. La gente decía que su ojo izquierdo, de color azul, le permitía observar el mundo bajo la perspectiva de Raoar. El derecho, que era verde, le brindaba la mirada de una mujer común. Se decía que tenía las dos esencias, el equilibrio entre dios y sus creaciones. Desde entonces, toda persona con esa rara característica física es considerada como alguien elegido para hacer grandes cosas. Y en cierto modo, suele ocurrir. Mi hermano Erik tenía un ojo de cada color… —añadió. Matt asintió. Parecía recordar las leyendas en torno a la mirada bicolor de Erik, el Elementalista del Fuego. —¿Y qué hay del colgante? —preguntó Matt. —Ah, sí —recordó Hans—. Ahí es a donde quería llegar. Mi hermano y yo siempre hemos pensado que Alda fue la primera elementalista de la historia. Piénsalo bien. Cientos de años de guerras, las primeras civilizaciones al borde del colapso y una mujer y sus seguidores consiguen la paz que salva al mundo, mediante una serie de normas y principios. Parece fácil, ¿no? Sin embargo, hubo decenas de religiones anteriores y posteriores a ella que no tuvieron el mismo éxisto. El braonismo funcionó porque acertaron en algunas de sus predicciones y porque su fundadora era considerada una semidiosa, un mito viviente. Era una mujer admirada, pero también temida. Una mujer cuyo colgante contenía una eolita negra. No, no… Son demasiadas casualidades —explicó Hans, pensativo—. Solo con tener la razón no es suficiente. Necesitas tener poder. De vez en cuando Matt fruncía el ceño y Hans bajaba el ritmo de la narración para darle un respiro. —Y nosotros tenemos su colgante —añadió Hans, señalando el cofre que llevaba bajo sus pies—. Esto tiene un valor descomunal. Y no solo hablo de dinero. Hablo de valor religioso, social y político. Sé que existen otros objetos que en teoría pertenecieron a Alda, pero estoy casi seguro de que este es el más valioso. Tengo que planear bien mis explicaciones… —murmuró Hans. Decidió entonces terminar la charla histórica. Matt tenía suficiente información que almacenar y procesar. Las siguientes horas del viaje fue Hans quien se abrió de una forma más personal a Matt. Le habló sobre los diversos motivos que lo llevaron a abandonar la ciudad: su obsesión con la desaparición de Erik, su posterior aislamiento del mundo, la dejación de funciones en la Academia, el deterioro de sus habilidades… Fue una exposición sincera, como nunca había hecho en los dos últimos años. Hans ya confiaba ciegamente en aquel muchacho, pese a haberlo conocido el día anterior. Le había confiado su vida y el chico la había conservado. No tenía nada más que demostrar. Y además, aquella charla le servía para ordenar su cabeza antes de regresar a casa. —Te encontraste a ti mismo, pero no conseguiste averiguar nada concluyente sobre tu hermano, ¿verdad? —preguntó Matt. —Verdad. Era cierto. Seguía siendo un maldito misterio sin resolver. No había ningún indicio al que agarrarse. Hasta ahora. El robo del colgante de Alda, bajo encargo de alguien del reino de Kalash, no podía ser un acontecimiento aleatorio. Había algo detrás, algo grande. Esa misión no podía ser conseguida sin influencias o sin información privilegiada. Alguien quería provocar una confrontación, o algo peor. —Y tú… ¿qué es lo que crees? Hans ladeó su cabeza, sorprendido por la pregunta. —Pues… realmente creo que el fuego es obra de mi hermano. Nadie ni nada podría haber conseguido unas llamas así —masculló con dificultad—. Sin embargo, sé que hubo un buen motivo para ello. Llámese leviatanes, invasiones o traiciones. No lo sé. No creo que siga vivo; si no, habría encontrado la manera de comunicarse o volver con nosotros. Las llamas azules que cubren Flergen pueden detener a cualquier persona. Excepto a él —añadió. Matt se limitó una vez más a asentir con la cabeza y volvió a fijar su mirada en el horizonte. Pasaron unos minutos en silencio, observando cómo el paisaje comenzaba a volverse más silvestre, señal inequívoca de que ya estaban llegando a la zona norte de Carlyn. Esta compartía bastantes características orográficas con su estado. Terrenos más accidentados, abundantes bosques y aire fresco. Era como volver a respirar de nuevo, tras estar rodeado de polvo y calor durante gran parte de la Travesía del sur. Y entonces, la expresión de Matt cambió en un instante. Su cara mostraba el mismo miedo de la noche anterior. Giró su cabeza y miró en la dirección contraria, escudriñando los caminos. Hans también lo sintió. Había una energía eolítica acercándose. A gran velocidad. Pero no era la simple emisión de una eolita. Aquella energía estaba siendo canalizada. Estaba lista para atacar. —¡Corre! ¡Acelera el paso! —gritó Hans. Matt fustigó a los caballos, nervioso. Estos comenzaron a galopar casi al instante, haciendo que la carreta alcanzase una velocidad mucho más alta de la recomendable. Los baches y socavones en la carretera propinaban duras sacudidas al vehículo. Hans miró a sus espaldas y vio un caballo negro al fondo. Iba al galope, siguiéndolos. Una figura encapuchada lo cabalgaba. Y comenzaba a alcanzarlos. —¡Más rápido! —¡No puedo ir más rápido! —gimió Matt. Hans miró al horizonte y vio su salvación. —¡Llega hasta ese puente y frena en él! La carreta entró a toda velocidad en el puente de madera que atravesaba el río Milso. El sonido de los tablones al ser impactados por la ruedas asustó a los caballos, que frenaron en seco. Abrió el cofre y cogió el colgante de Alda. Una energía pura y vibrante recorrió cada rincón de su cuerpo y le insufló vida. Saltó de la carreta y se plantó en el medio del puente. Hans sabía que una técnica básica no serviría en aquella ocasión, así que decidió ir más allá. Respiró unos segundos y cerró los ojos: “Conectar… canalizar… moldear… e…” —¡Invocar! —gritó Hans. Las aguas salieron disparadas en dirección al todavía cielo diurno. Los numerosos torrentes comenzaron a entrelazarse entre ellos, tomando diferentes apariencias. A los pocos segundos, las aguas habían dado forma a una inmensa mole acuática que se alzaba encima de ellos, cubriendo el puente. En una mano portaba una larga y estilizada espada. En la otra, un enorme escudo. Hans movió sus manos y el soldado dio varios pasos hacia delante. El ruido provocado por las corrientes de agua al ser manipuladas resultaba ensordecedor. Miró hacia delante y vio cómo el individuo que los seguía se detenía a escasos metros del puente. El aura que emitía seguía siendo intensa, pero no tanto como minutos atrás. Matt y Hans pudieron ver a aquella figura observándolos desde debajo de su capucha. Fueron segundos de tensión. Entonces, hostigó a su caballo y dio media vuelta. Pasaron varios minutos hasta que Hans se sintió totalmente seguro de que aquella presencia había desaparecido. Entonces, relajó su cuerpo y su mente y deshizo la técnica. —¿Qué diantres era eso? —murmuró Matt, asustado. Hans lo miró, todavía exhausto. —No lo sé, pero su presencia era agobiante… No conozco a ningún elementalista con esa aura. Ni a ningún tipo de eolita que lo produzca. —Era… oscura —susurró. Hans asintió. Aquella no era una simple energía eolítica o elemental. Era una energía que oprimía el pecho de quien la sentía. Se quitó el colgante de Alda de su cuello y lo volvió a poner en su cofre. —Quizá estuviera buscando el colgante —sugirió Matt. —Es lo más probable. De lo que estoy seguro es que, de no ser por el colgante, no habría podido realizar una invocación de este nivel. Ni en mis mejores momentos como elementalista había podido canalizar una energía tan pura y fluida. Realmente sí es una reliquia — murmuró, fascinado. Regresaron al camino y decidieron viajar toda la noche. Tardaron unas cuantas horas en recuperar la tranquilidad y relajar sus capacidades sensoriales. La sombra de aquella persona que los había perseguido parecía alargada. Pero tan solo era su imaginación. Ya nadie los seguía. Cuando las primeras luces del día asomaban en el cielo nocturno, lograron cruzar la frontera que dividía el estado de Carlyn y el estado de Thalassia. —Estamos en casa —anunció Hans. Matt asintió. Conocía el camino. Pero no era eso lo que parecía preocuparle. Era otra cosa. —Quiero que me enseñes a ser un elementalista — anunció Matt, de forma repentina. Hans tardó unos momentos en reaccionar. Había pasado demasiado tiempo desde que alguien lo había tratado como a un maestro. —Y yo quiero enseñarte a serlo —respondió entonces Hans, con una sonrisa. Matt asintió, aunque su cara todavía mostraba rastros de duda. —Pero no sé cómo voy a hacerlo —musitó, contrariado—. Tengo que seguir manteniendo a mi familia. Hans entornó los ojos. —El dinero no será un problema. Los ahorros de mi hermano siguen esperando un buen lugar en el que ser invertidos. Considéralo una beca de estudios. —Ni de broma. No pienso aceptarlo —respondió Matt con rotundidad. —Si tan orgulloso eres, puedo encontrarte un trabajo temporal con el que ganes algo de dinero. Matt frunció el ceño. No parecía muy convencido. —Tenías razón —murmuró—. Tenemos mucho de lo que hablar. 4- Nuevos caminos Decidieron recorrer el sur del estado de Thalassia sin detenerse. Tardaron un día más en llegar a Valoria, el pueblo de Matt. Estaban agotados, tanto física como mentalmente, pero el hecho de sentirse en casa les transmitía una sensación reconfortante. Atravesaron el camino principal, en dirección al hogar de Matt. Valoria era un pequeño pueblo agrícola a dos horas a pie de Thalassia. La mayoría de sus casas eran viviendas unifamiliares construidas en piedra caliza, con abundantes ventanas de madera. En la parte trasera de cada una solía situarse un huerto, donde cultivaban las verduras y hortalizas más comunes. El pueblo se caracterizaba también por sus extensos y verdes campos, que servían de sustento para las numerosas ovejas y caballos que los frecuentaban. En el valle había otros terrenos dedicados al cultivo del trigo y de la patata. Un río caudaloso bañaba sus tierras y numerosos pozos abastecían de agua a su población. Era un agua deliciosa, sobre todo en verano, ya que mantenía su frescura a pesar del sofocante calor. En Valoria, la cooperación vecinal, el autoconsumo y la venta de los excedentes conformaban el esquema básico que regía la vida de sus gentes. Eran personas humildes, sinceras y generosas. Thalassia era la encargada de la protección de este tipo de pueblos, los cuales abastecían de productos a su numerosa población. Si te gustaba una vida tranquila y sin sobresaltos, Valoria era un lugar perfecto para vivir. Llegaron a la casa de Matt al cabo de unos minutos. Era una pequeña vivienda al final del pueblo. Las contraventanas todavía estaban cerradas. —¿Quieres parar a desayunar algo antes de seguir hacia Thalassia? —preguntó Matt—. Mi padre mima mucho a sus gallinas. Ponen los mejores huevos de todo el pueblo —añadió, sonriente. Hans sonrió también. —No, no. No quiero incordiar a tu familia, los conoceré otro día. Prefiero que no se sientan obligados a ser mis anfitriones a estas horas. Además, estoy bastante impaciente por llegar a Thalassia. Son demasiadas cosas las que tengo que hablar con mis compañeros… Matt no insistió. Le tendió una mano y Hans correspondió el gesto. —¿Nos vemos mañana entonces? —Dalo por hecho —respondió Matt. Sus ojos ya no transmitían la frialdad de días pasados. La ilusión había conseguido desterrar los pesares de su mirada. Hans partió hacia Thalassia, guiando la carreta. Matt no quería saber nada de ella. Vio cómo se alejaba en el horizonte y se encaminó hacia su puerta. Estaba en casa. Golpeó el tocador, una pequeña y oxidada herradura de hierro. Su padre tardaría un poco. Aprovechó para echar un vistazo alrededor, intentando apreciar algún cambio, pero no notó ninguna novedad. Al fin y al cabo, esta vez solo se había ausentado tres meses. Lo único que le llamó la atención fue notar que el castaño estaba especialmente cargado de erizos. Casi había terminado de contarlos cuando su padre abrió la puerta con torpeza. —¡Matt! —chilló, incrédulo. Matt se acercó a él y le dio un fuerte pero cuidadoso abrazo. Su padre, Yonda, necesitaba dos muletas para caminar y su estabilidad no era muy buena. Mientras lo evaluaba con la mirada, buscando algún síntoma de flaqueza o enfermedad, su rostro tenía una mezcla curiosa de expresiones: sueño, sorpresa, alegría… No podía diferenciarlas. Una vez se cercioró de que seguía entero y de una sola pieza, consiguió hablar. —¡Qué alegría! ¡Pasa, pasa! Todavía es muy temprano y hace algo de frío. Entró, y la sensación de llegar al hogar lo acarició al instante. Su casa tenía un ambiente y un aroma inconfundible para él. Suponía que a todo el mundo le pasaba lo mismo con la suya, pero no era nada fácil de describir. Simplemente, sabía que estaba en casa. Y eso le transmitía sosiego y felicidad, sensaciones que además se acentuaban en proporción al tiempo que hubiese pasado lejos de ella. Dejó sus cosas en el baúl de la entrada, procurando hacer poco ruido, y se dirigió a la cocina. Su hermana todavía estaba durmiendo y no quería despertarla. La cocina de leña emitía una suave calidez. Varias brasas se resistían a ser consumidas dentro del fogón y mantenían la estancia caliente. Colocó sus manos cerca de la placa y las frotó. Estaban entumecidas por el frío de la mañana. Su padre llegó entonces con una manta de lana y se la echó a los hombros. —¿Te parece bien si caliento algo de té y mientras me cuentas qué tal te ha ido? Matt asintió con una sonrisa, aunque no le apetecía demasiado. Estaba agotado y no quería comenzar a mentir tan pronto. Él no sabía a qué se dedicaba su hijo. Creía que trabajaba acompañando a mercaderes. —¿Entonces, qué tal? ¿Ya has acabado este viaje? — preguntó su padre. —Sí, ya he terminado mi trabajo con ellos. Estos días he subido por La travesía del sur, acompañando a mercaderes que traían herramientas y utensilios al norte. Un viaje tranquilo. Su padre sonrió y asintió con la cabeza. Realmente, cualquier cosa que dijese sería válida. Lo que le importaba era que estuviese allí, con él. —Bueno, tengo dos noticias —dijo Matt, cambiando rápido de tema—. La primera es que me han apalabrado un pequeño trabajo en Thalassia, así que no tendré que viajar a los confines del mundo para ganarme la vida. La segunda y más importante, es que posiblemente tenga la opción de entrar en la Academia de Elementalismo. La primera noticia sacó otra sonrisa a su padre, pero la segunda consiguió enfriar su expresión. A Matt esa reacción no lo cogió por sorpresa. De hecho, ya había intentado enfocar la noticia como algo positivo, cuando sabía que a su padre no le gustaría. —¿En la Academia? ¿Con los brigadistas? —preguntó Yonda. —Sí, papá. La Academia forma parte de las brigadas — respondió Matt—. No te preocupes, no todo puede salirnos siempre mal. Si vivimos pensando así, será mejor que no salgamos de casa nunca más. Yonda sacudió la cabeza mientras buscaba dos tazas en una alacena. A Matt le puso su taza favorita, una grande y azul, de porcelana. Toda bebida sabía mejor en ella. Era mágica. —Ya lo sé, pero qué quieres… No me trae buenos recuerdos todo eso —comentó sombrío. Matt asintió. Podía entenderlo. Todos habían pasado momentos muy duros después de que su madre muriese defendiendo las murallas. Su padre había atravesado una profunda depresión. Por su pérdida, por sus lesiones y por verse incapaz para sacar adelante a su familia. Y ahora, su hijo estaba explicándole que iba a formar parte de lo mismo que les había arruinado la vida. —Lo sé, pero qué le vamos a hacer —respondió Matt—. La mayoría de trabajos tienen sus riesgos. Los caminos también pueden ser peligrosos, ¿sabes? Además, prefiero estar cerca de casa y así poder visitaros con más frecuencia. Su padre asintió mientras servía el té. No parecía muy convencido. —¿Y a que no sabes a quién he conocido? De hecho, ha sido él quien me ha propuesto ir a la Academia. Yonda encogió los hombros mientras añadía un poco de azúcar en su taza. —A Hans Laurie. —¿A Hans? —preguntó su padre con sorpresa—. ¿El Elementalista del Agua? Vaya, eso sí que es una buena noticia. No sabía que estaba de vuelta. Matt había dejado la baza de Hans para el final. Su padre lo admiraba y respetaba. Muchas veces solía contarles historias sobre cómo era capaz de agitar las aguas y manejarlas a su voluntad. Él lo había visto en acción en varias ocasiones. Por desgracia. —Pues sí. Lo conocí de casualidad en el camino y conversé bastante con él, así que me invitó a pasarme por la Academia. Según Hans, tengo cierto talento para el elementalismo —explicó Matt—. Y en cuanto a su persona… parecía bastante recuperado de sus problemas. Creo que su viaje resultó fructífero —añadió. —Me alegra escuchar eso —respondió su padre con alivio—. Ojalá haya averiguado la verdad en relación al incidente de su hermano. Erik era una gran persona. No me creo las habladurías sobre él… En fin. ¿Quieres que te prepare algo para acompañar el té? Matt negó con la cabeza mientras daba un sorbo. Era un té negro del norte de Norie, cuyo sabor le encantaba. En su casa solía desayunarse té, pero siempre acompañado de pastas de almendras. En aquel momento no habría ninguna; si no, ya estarían puestas en la mesa. —No, gracias —respondió tras tragar—. Terminaré la bebida y me acostaré un par de horas hasta que despierte Eria. Estoy realmente cansado del camino. Hemos tenido que viajar durante toda la noche, ya que tenían algo de prisa —mintió Matt. Bebieron juntos el té y su padre le contó las pocas novedades en torno a la vida del pueblo. Una vez terminaron, Matt se levantó y le dio un abrazo. —Todo saldrá bien, papá. Ahora estaré más cerca y podré venir más a menudo. Ya sabes que sin mí, sois un desastre —bromeó Matt. Yonda asintió, resignado. —Anda, tira… Tu habitación está lista y tu cama, mudada. Esta semana le he dado una limpieza. Tuve la premonición de que ibas a venir —comentó, intentando esconder su sonrisa—. Que descanses. Matt también sonrió al ver que su padre ya había aceptado, aunque a regañadientes, sus nuevos planes. Fue a su habitación y echó un vistazo. Todo seguía tal cual lo había dejado. Caminó hasta su cama y se dejó caer en plancha encima de ella. Pocos placeres en el mundo eran comparables a dormir en su cama tras haber pasado mucho tiempo malviviendo en los caminos. La funda de su almohada olía a jabón y su colchón era tan reconfortante como lo recordaba. Pudo disfrutar la sensación durante unos segundos. Luego colapsó y se quedó dormido, todavía vestido. Cuando se despertó, sobresaltado, tardó unos segundos en darse cuenta de dónde estaba. Se incorporó e intentó enfocar la visión. Su padre le había quitado el calzado y cubierto con una manta. No sabía cuánto tiempo llevaba durmiendo ni qué hora era, así que se levantó con presteza y se puso sus zapatos. Probablemente su hermana llevase mucho tiempo levantada, esperando para verle. Salió de la habitación y comenzó a buscarlos. Pasó por sus habitaciones, pero ya estaban vacías. Los encontró en la cocina, haciendo la comida. —¡Eria, mira quién está aquí! —exclamó su padre al verle. Eria estaba sentada en la mesa. Alzó la mirada y tras reconocerlo, le dedicó una pequeña mueca. Después, continuó abriendo con lentitud y meticulosidad la vaina de una alubia. —Guiso… —murmuró Eria. —Ya sabes que me encanta tu guiso. Muchas gracias, pequeña —respondió Matt, mientras le rodeaba el cuello con sus brazos. Ella siguió con su tarea, sin apenas inmutarse. Siempre tardaba un poco en volver a sentirse a gusto con las personas que no veía durante un cierto tiempo, aunque fuese su hermano. Eria había nacido con algún tipo de discapacidad cognitiva muy poco habitual. Cuando vivían en Carlyn, sus padres la habían llevado a los mejores médicos y educadores de toda la región, invirtiendo gran parte sus ahorros, pero nunca consiguieron un diagnóstico fiable. Realmente, no existían médicos ni educadores especializados en ese tipo de patologías y ninguna de las otras especialidades parecía mostrar demasiado interés en tratar los casos como los de ella. Los daban por perdidos. Por si fuera poco, en aquella época tuvieron que enfrentarse con la muerte de su abuelo Giddens. Además de irse un pilar fundamental de la familia, también se fue la fama del horno familiar, que era su sustento económico. El dinero comenzó a escasear y surgieron los problemas. En la familia siempre quisieron que ella tuviese una vida lo más digna posible, así que habían llegado a un acuerdo con la dirección del centro de la ciudad. Eria podría asistir a la escuela si ellos financiaban a una persona que la ayudase y trasladase. La escuela no podía hacerse cargo de los gastos. Argumentaban que este tipo de alumnado alteraba el ritmo de la clase y era complicado de controlar. Además, si se hacían cargo de uno, se produciría un efecto llamada para muchos otros. Y no todos eran tan tranquilos como Eria. Dolidos por la falta de colaboración de las autoridades e instituciones locales, terminaron aceptando. Sin embargo, el negocio empeoró todavía más y eventualmente tuvieron que mudarse a otra zona de Carlyn, ya que allí no les quedaba ninguna opción de futuro. Y resultó peor el remedio que la enfermedad. En Marienza, un pueblo al sur de Carlyn en donde sus padres habían encontrado un buen trabajo, resultó vivir una población bastante más tosca e irrespetuosa que la de su ciudad anterior. Cuando se acercaron al colegio para barajar la posibilidad de que Eria asistiese a sus clases, su respuesta fue lamentable. La economía mejoró, pero su vida en familia se derrumbó. La breve estancia que pasaron en aquellas tierras resultó ser un infierno. Y así fue como acabaron en Valoria, el pueblo donde había nacido su madre. Cuando consiguieron ahorrar un poco, se mudaron de inmediato. Era un lugar tranquilo, con gente honrada y respetuosa. Sus padres se turnaban para ir a trabajar a Thalassia, y Matt echaba una mano en lo que podía mientras estudiaba. Los vecinos pronto les cogieron cariño, sobre todo a Eria. Muchas veces, Lila, su vecina de al lado, se había ocupado de ayudarla sin esperar nada a cambio. Era como una nieta para ella. —¿Qué más le vas a echar al guiso, Eria? —preguntó Matt. Ella dejó la alubia en el plato y se puso de pie con lentitud. Podía caminar sin ayuda de nadie, pero se tomaba su tiempo. Fue hasta el vertedero y le señaló el resto de los ingredientes. —Pa-patata y garbanzo. ¿A que sí? Matt apoyó la barbilla en su hombro, mientras miraba el contenido de la olla. En el fondo también había unos trozos de chorizo y unas tiras de tocino. Pero como a ella no le gustaban, los había ignorado. —Qué buena pinta tiene todo —respondió Mat—. Voy a pasarme a saludar a Lila, a ver si nos da unas uvas para el postre. ¿Te apetece venir conmigo? Eria vaciló, pero finalmente volvió a sentarse en su silla y continuó abriendo la vaina de la alubia. —Hay que trabajar. ¿A que sí? —murmuró. Yonda soltó una risotada mientras avivaba el fuego de la cocina. Tenía unas pequeñas astillas de madera que servían de yesca. En sus manos, el viejo pedernal del abuelo seguía proporcionando suficiente chispa para encender cualquier material. —¡Muy bien, Eria, así se habla! Este chico ya quería llevarte y dejarme a mí solo cocinando —dijo su padre con tono jocoso. Matt les dedicó una mueca y salió de la cocina. Luego, volvió a su habitación. Realmente no le apetecía ir a casa de Lila. Solo había sido la primera propuesta que acudió a su cabeza para romper el hielo con su hermana. Los primeros días siempre se mantenía un poco distante, como si no acabara de acostumbrarse a su presencia. Para que volviera a sentirse cómoda, solía proponerle hacer una visita a la vecina. En el pasado, habían pasado mucho tiempo en su casa, jugando con los animales y merendando sus deliciosos bizcochos. Eria tenía mucho cariño por la vecina, bastante más del que él le profesaba. Lila era demasiado repetitiva y protectora, sobre todo con los niños. Pero Matt ya hacía tiempo que no lo era. Y tampoco su hermana, pues ya tenía trece años. “Quizá por eso no haya querido ir”, pensó, sonriente. Decidió que, mientras ellos ponían a punto el guiso, comenzaría a buscar las cosas necesarias para su estancia en Thalassia. Estaba a dos horas de camino a pie, así que tampoco iba a llevarlas todas. Abrió su armario y buceó entre sus ropas. Un ligero olor a cerrado estaba arraigado en ellas, pero por suerte no había polillas. Cogió varias mudas y las fue extendiendo encima de su colchón. Luego, abrió el baúl y comenzó a revolver en busca de su antiguo material escolar. Probablemente lo necesitaría en el futuro. Se entretuvo un buen rato ojeando sus antiguos libros y cuadernos. Había sido bastante feliz durante su estancia en el colegio, hasta que lo dejó, con dieciséis años. Todos los días, un carromato lo trasladaba junto a otros diez compañeros hasta un pueblo cercano, donde estaba el centro en el que se impartía la enseñanza media. Tardaban treinta minutos en llegar y cuarenta en regresar, dado que la vuelta era cuesta arriba. Aun así, los trayectos siempre resultaban divertidos. En aquellos tiempos todos eran felices con poco. Rescató los cuadernos que tenían menor uso y los apiló a un lado. Luego, echó un vistazo a su antigua pluma. Aparentemente estaba en buen estado. Cogió una hoja sobrante e intentó hacer unos trazos, pero no salió ni una gota de tinta. El plumín parecía funcionar bien, así que el problema era del cartucho. Se habría resecado con el paso del tiempo y la ausencia de uso. Ya compraría uno de repuesto al llegar a la ciudad. Siguió recopilando los utensilios que le parecían útiles o interesantes. Un lápiz de grafito ligeramente gastado, varias gomas de borrar de diferentes tamaños, un compás y un archivador. También optó por coger su viejo pizarrín. Era importante no malgastar papel y a él le gustaba hacer esquemas mientras atendía a la clase. O también dibujos, si esta resultaba muy aburrida. Fue guardando todo de una forma meticulosa en su mochila. Era de una tela azul-verdosa, muy resistente y con muchos compartimentos. Estaba un poco gastada, pero no le importaba. Luego, repitió el mismo proceso con su maleta de viaje. Dobló y acomodó dentro de ella la ropa que más le gustaba y olía menos a humedad. En los compartimentos laterales añadió algunos utensilios de aseo y unas toallas. Con todo aquello, tendría suficiente para un par de semanas, aunque esperaba poder volver antes. Dejó sus maletas preparadas en una esquina de la habitación y volvió a la cocina, guiado por el olor. Pudo ver a su padre a través del vidrio de la ventana, cogiendo agua fresca en el pozo de la esquina, mientras que Eria mantenía la mirada en los hipnóticos borbotones que producía el guiso al hervir. Matt cogió una cuchara de madera y revolvió la olla, buscando unos garbanzos para probar. Ya casi estaban listos, así que puso la mesa y esperó sentado a que volviese su padre. Se dio cuenta entonces de lo hambriento que estaba. Su abuelo siempre decía que los dos mejores condimentos para una gran comida, aparte del pan, eran dos: tener alguien con quien compartirla y mucha hambre. Aquel día tenía ambas, así que no había de que preocuparse. Sería un manjar memorable. Y lo fue. Matt se permitió el lujo de repetir dos veces y hasta Eria, habitualmente problemática con las comidas, terminó su plato sin una sola queja. Su expresión y movimientos ya se habían sosegado. Para la sobremesa, su padre tenía guardadas unas onzas de chocolate. Repartió un par para cada uno y las comieron en silencio, relamiéndose los labios. Resultaron ser la guinda del pastel. Se quedaron un buen rato en la mesa, hablando de todo tipo de cosas banales, pero importantes a su vez. Algún que otro cotilleo del pueblo, la entrada del otoño o las ficticias anécdotas del viaje de Matt. No importaba. La cuestión era estar en casa, compartiendo mesa, mantel y palabras. Esa determinada tesitura aupaba y convertía cualquier chisme irrelevante en una historia digna de ser contada. Más tarde, una vez todo estuvo recogido, fueron de visita a casa de la vecina. Y allí hubo más historias y más comida. Matt llegó a sentirse mareado en un determinado momento. Había perdido el ritmo del pueblo, ya que en los caminos se comía poco, mal y rápido. Como era de esperar, acabaron pasando allí toda la tarde. Cada vez que Yonda amagaba con encaminar la vuelta a casa, aparecía un vecino nuevo. La casa de Lila era una especie de santuario de reunión vespertina. Todo el mundo sabía que allí había compañía y comida. Y eso era lo que toda persona necesitaba. Su abuelo volvía a tener razón, una vez más. Terminaron regresando con el crepúsculo. Los tres, con el estómago colmado y la mente saturada de relatos y anécdotas, ni siquiera tuvieron ganas de cenar. Eria prefirió acostarse, así que ambos fueron con ella y la arroparon. —Mañana me vuelvo a ir de viaje, pero solo unos días. He encontrado un trabajo muy divertido más cerca de casa. Eria asintió, sin mostrarse demasiado convencida. —No te preocupes, vendré a menudo. —Volverás pronto, ¿a que sí? —respondió Eria. —No lo dudes, pequeña. Matt y Yonda le dieron sendos besos en la frente y las buenas noches. Parecía quedar tranquila y relajada. Dejaron la habitación y fueron hasta el salón. Su padre cogió sus lentes y encendió el quinqué, que iluminó la estancia con una luz amarillenta. Se sentó en su sillón y continuó tejiendo lo que parecía un jersey de lana a medio acabar. Matt deseó con todas sus fuerzas que no fuera para él. No le gustaba demasiado el estilo de su padre con las agujas y mucho menos la lana. Le resultaba agobiante. Yonda continuó realizando los patrones con una mecánica bastante lenta, aunque segura. Nunca deshacía un punto. Había comenzando a tejer meses después de la muerte de su madre. Era la única forma de que lograse conciliar el sueño: tejiendo hasta altas horas de la madrugada. Estuvo un rato mirándolo, mientras ordenaba sus planes para el día siguiente. —Oye… Mañana me iré bastante pronto —dijo Matt—. No quiero llegar tarde y no recuerdo muy bien dónde está la Academia. Su padre alzó la mirada y lo observó por encima de sus pequeñas lentes. —¿No sabes dónde queda? —preguntó Yonda, extrañado—. Alguna vez has pasado conmigo por su lado. Está de camino al arenal. La Academia de Elementalismo es un edificio circular que hay cerca de la costa, no demasiado grande. Es totalmente blanco, con numerosas cristaleras. No es fácil llegar hasta su ubicación, pero una vez lo ves, resulta inconfundible — añadió. Matt se quedó pensativo, buscando la imagen de un edificio con aquellas características en sus recuerdos, pero no logró encontrar nada. Tampoco le sorprendió. Había estado en la ciudad de Thalassia poco más de una decena de veces. Conocía muchas de sus calles y lugares principales, pero era gigantesca, tanto en extensión como en población. La más grande y antigua de todo el estado de Thalassia. Por eso era su capital. Tendría que arreglárselas y preguntar. —Sí, creo que ya sé dónde es —mintió Matt—. No tendré problema. Su padre asintió sin demasiado entusiasmo y continuó con su repetitiva labor. Matt estuvo sentado un buen rato en el sillón, observando el lento avance de la prenda. Mientras, recorría los lugares que su mente recordaba de Thalassia, en búsqueda de su destino. Cuando notó que sus ojos comenzaban a quejarse, optó por una retirada estratégica a su habitación. —¿Tienes idea de cuándo volverás? —preguntó su padre mientras se despedía de él. Matt negó con la cabeza. —Te enviaré una carta si no puedo volver antes de quince días —repuso—. No tengo muy claro cómo valorarán si puedo ser estudiante de la Academia… Realmente era algo que le preocupaba bastante. Sentía cierto vértigo ante la perspectiva de un examen de conocimientos generales. Estaba bastante oxidado. —Ten mucho cuidado —insistió su padre—. Es una gran ciudad, pero…, bueno, ya sabes. Eres mayor. Despídete mañana, ¿vale? Matt sonrió y le revolvió el pelo con una mano. Luego, se dirigió a su habitación, cerró las contraventanas y corrió las cortinas. Su cama seguía sin hacer, pero no le importó. Se acostó boca arriba, con una pierna cruzada por detrás de la rodilla, como hacía siempre. Cerró los ojos y se quedó quieto. El profundo silencio reinante solo era acompañado por un sutil y lejano tintineo de agujas. Un dueto fluido y relajante, que lo meció hasta dejarlo dormido. Despertó con los primeros rayos del sol. No le costó demasiado desperezarse pese a ser tan temprano, ya que todo resultaba muy diferente a sus pesarosos y amargos despertares en los caminos. Hoy no había tensión. Y más importante aún: hoy sí tenía un motivo ilusionante por el que levantarse. Fue hasta la cocina, avivó el fuego y puso una gran olla de agua a calentar en el hornillo. Quería asearse antes de irse, ya que no tenía muy claro dónde iba a dormir los próximos días. Una vez estuvo caliente, la llevó hasta el baño y vertió su contenido en el recipiente de la ducha, una vasija metálica con forma cónica que estaba situada en el techo de la estancia. Mediante un par de escalones laterales, resultaba bastante sencillo rellenarlo con agua caliente. En la parte inferior tenía una pequeña llave de paso con la que podías regular el caudal del agua. Disfrutó de una corta pero reconfortante ducha y luego se secó lo más rápido que pudo, para evitar resfriados. Se vistió con sus mejores prendas y fue a la cocina a desayunar un poco de bizcocho que les había dado Lila. No tenía tiempo para prepararse un té, así que bebió unos sorbos de agua y volvió a su habitación para coger sus cosas. Sorprendentemente, los dos bultos no pesaban demasiado. Salió y asomó la cabeza en la habitación de Eria. Escuchó su pausada y profunda respiración y cerró la puerta con cuidado, procurando no despertarla. Pasó entonces por la habitación de su padre, que también seguía durmiendo. —¡Eh! ¡Chs! —susurró Matt. Su padre dio un respingo y lo miró. —¿Ya te vas? —preguntó, adormilado. Matt asintió. Se acercó a su cama para darle un último abrazo y un beso. —Ten cuidado y… suerte —resumió Yonda. —Igualmente, jefe. Volveré pronto. Cuando salió de su casa, todavía podía sentir el frescor de la noche en el ambiente. Algunos jirones de niebla se resistían a diluirse y danzaban por las esquinas. Sería una tarde soleada. Recorrió la senda del pueblo hasta el lugar donde se cruzaba con el camino hacia Thalassia. En aquellas horas tan intempestivas no circulaba ningún tipo de transporte, así que solo le quedaba la opción de ir a pie. Serían dos horas, a buen paso. Por primera vez en mucho tiempo, sonrió al ver una travesía estatal. Y comenzó a caminar. 5- El nombre del viento El viaje le resultó bastante corto. Acostumbrado a sus interminables periplos en los caminos, aquel breve recorrido era insignificante. El trayecto fue alternando pasajes deshabitados con pequeños pueblos similares al suyo. Cuando Matt comenzó a ver un cambio en la densidad de las viviendas que acompañaban la travesía, se dio cuenta de que estaba llegando a su destino. Las casas comenzaban a apilarse, se veían los primeros edificios y las murallas de Thalassia podían vislumbrarse en el horizonte. Llegó a las afueras cuando la mañana podía ser considerada como tal. Aquellos aledaños de la ciudad eran un lugar algo más pobre y problemático que el centro. Estaban habitados por una población muy diferente y en continuo enfrentamiento. De todas formas, todos sabían que quien no buscaba problemas en aquella zona, no solía encontrarlos. Siguió por el camino sin preocuparse demasiado, hasta que alcanzó la entrada oeste de la ciudad. Comenzaba a notarse una mayor afluencia de viajeros, comerciantes y trabajadores que confluían en la puerta, provenientes de otras rutas. Cuatro brigadistas vigilaban la entrada. A Matt siempre le habían fascinado sus atuendos. Su madre los había usado y todavía conservaban algunos por casa, aunque estaban bien guardados. A su padre le traían malos recuerdos. Los uniformes de las brigadas eran una mezcla perfecta entre utilidad, comodidad y estética. No tenían nada que ver con las antiguallas oxidadas hechas de placas metálicas. Los brigadistas portaban unas livianas armaduras de tela dividas en dos piezas, que resultaban increíblemente resistentes pese a su apariencia. Las articulaciones estaban especialmente protegidas y en el torso llevaban un jubón que convertía la zona del pecho en una armadura a toda prueba. Sus botas eran de cuero reforzado y alcanzaban casi hasta las rodillas. Matt siempre se había preguntado si serían cómodas, aunque lo daba por sentado. Los pies eran una de las partes más importantes de un guerrero. Y por último estaban sus capas, las cuales eran una creación de ingeniería, importadas directamente desde Sekyo. Habían sido una inversión bastante cara y muy criticada, pero no fue necesario esperar demasiado tiempo hasta que consiguieron acallar a las voces discordantes. Eran capas largas y ligeras, pero impenetrables, ya que estaban construidas con la conocida como “tela indestructible”, el araenio. No amortiguaban totalmente los golpes, pero sí protegían de cortes o proyectiles. Llegaban hasta la zona trasera de las rodillas y, si se acomodaban bien, podían cubrir el cuerpo entero con bastante facilidad. Tenían también una capucha, aunque los brigadistas no solían utilizarla sin lluvia. Las únicas veces que vio brigadistas encapuchados en un día soleado había sido sinónimo de malas noticias. Avanzó hacia la puerta y percibió cómo un brigadista lo escudriñaba con la mirada. Una súbita sensación de tensión le abordó. Pasó caminando despacio por su lado, con la mirada al frente. No le detuvieron. En los últimos tiempos, que un guardia le observara siempre resultaba motivo de preocupación. Colaborar con una banda de contrabandistas, vivir oculto en los caminos y trasladar mercancías robadas le había marcado demasiado. Sabía que esta era la oportunidad para olvidar esa parte de su pasado. Ya no tenía nada que ocultar. Pero no pudo evitar sentirse nervioso cuando se cruzó con aquellos brigadistas. Entró en la ciudad y se encontró con la abrumadora masificación de edificios. En Thalassia predominaban las viviendas de tres o cuatro plantas, agrupadas a lo largo de sus cuatro calles principales. De la puerta este salía la calle Sior; de la puerta sur, la calle Ulla, y de la oeste, la Ayzhar. Eran anchas, muy concurridas y todas terminaban donde comenzaba el mar. Más que calles, eran avenidas. La última calle principal era la avenida del Amanecer, que atravesaba a las otras tres de forma perpendicular. Dado que había entrado por la puerte oeste, se encontraba en la calle Ayzhar. Tenía que atravesarla entera para lograr alcanzar la costa, zona en la que en teoría se ubicaba la Academia. Si una vez allí no lograba encontrarla, tendría que preguntarle a alguien. Así que avanzó, con paso ligero, pero observando todo lo que había a su alrededor. La calle Ayzhar era el lugar por excelencia en lo relacionado con el trabajo artesano. Los mejores alfareros, herreros, carpinteros, zapateros, sastres, orfebres y demás artesanos se daban cita allí, ya fuera con un comercio ubicado en ella o con un puesto temporal. Un fin de semana al mes, la calle se convertía en un tumulto bullicioso, con centenares de tenderetes ubicados en el centro. Venían artesanos y artesanas de todo el continente y la actividad era frenética. Todavía era temprano, pero muchos comerciantes ya estaban abriendo sus negocios. Pasó por una herrería en la que se escuchaban los rítmicos sonidos del metal al ser trabajado. Un carpintero de la zona trasladaba con dificultad unos enormes tablones, mucho más grandes que él. Matt tuvo por un momento la tentación de ayudarle, pero no le sobraba el tiempo. Además, la última vez que se ofreció a algo parecido tuvo que invertir dos horas de su vida en satisfacer sus deseos altruistas. Tardó alrededor de diez minutos en llegar al gran cruce con la avenida del Amanecer y otros diez en atisbar el mar. Una vez lo vio, comenzó a ponerse nervioso. Siempre le pasaba lo mismo. Le encantaba el mar y de pequeño había soñado repetidas veces en que sería el primero en conseguir navegarlo con éxito. Sin embargo, sus aguas le habían arruinado la vida. Los sentimientos eran contradictorios. Aquella zona estaba menos masificada, ya que todo el mundo tenía muy presente lo que escondían los mares. Pese a que las murallas y los acantilados protegían a la ciudad de Thalassia de las invasiones de tarántulas, la gente no se sentía tan segura en la costa como en el centro de la ciudad. Comenzó a prestar más atención y a buscar algún indicio de que la Academia estaba cerca. Al cabo de unos minutos, encontró una señal que rezaba: “La verdad os hará libres”. Aquello era el lema de la universidad, si no estaba equivocado. La Academia tenía que estar por allí. Continuó avanzando por aquellas calles y comenzaron a aparecer algunas facultades. Facultad de biología y medicina, facultad de física, química y astronomía, facultad de educación y psicología… Pero ni rastro de la Academia de Elementalismo. Siguió caminando y buscando, hasta que solo quedaron unos metros para alcanzar la costa. Y cuando iba a dar media vuelta, casi convencido de haberla pasado, la encontró. Era un edificio circular, como su padre le había dicho. Estaba pegado a la costa, a tan solo unos metros del arenal. Parecía un edificio de construcción reciente, totalmente blanco y con numerosos ventanales, lo que le daba una sensación de luminosidad. Se acercó a la puerta y la observó. Estaba hecha de cristal, con las iniciales A. E. grabadas. La abrió con sumo cuidado, temiendo romperla, pero su movimiento fue fluido y silencioso. Entró e intentó cerrarla con la misma delicadeza, pero sintió que algo oponía una leve resistencia. La soltó y la puerta se cerró por sí misma, con suave lentitud. Tenía una especie de mecanismo que la protegía de cierres bruscos. El interior era muy espacioso y luminoso. El suelo estaba completamente cubierto con azulejos de un tono azulado que se extendían por toda la estancia. Las paredes estaban pintadas de un color blanco roto, muy nítido. Pero en aquel piso no había nada. Estaba todo vacío. Lo único que resaltaba en el ambiente homogéneo eran unas escaleras al fondo de la estancia. Decidió subirlas, ya que allí no encontraría a nadie. En el segundo piso había un largo pasillo con diferentes puertas. Avanzó con cautela, intentando escuchar algún sonido que le advirtiese de la presencia de alguien. Mientras caminaba, su atención fue requerida por el gran número de cuadros que estaban colgados a lo largo del pasillo. Lo extraño en ellos era que no portaban ningún retrato. En su lugar, estaba enmarcado algo parecido a un documento. En todos ellos había un enunciado escrito con grandes letras. Debajo, una gran cantidad de texto describía una especie de procedimiento a seguir. Incluso en algunas había ilustraciones, dibujadas a mano. No entendió demasiado y tampoco se paró mucho tiempo a leer. Continuó avanzando en busca de alguna señal. Llegó al final del pasillo y giró hacia la derecha. Allí pudo ver muchas más puertas y otra congregación de cuadros. Sin embargo, en el fondo había una puerta a medio abrir. Fue hasta ella y echó un vistazo. Dentro había una mujer trabajando, en una mesa inundada por libros y papeles. Parecía enfrascada en su lectura. Matt, incómodo, optó por toser levemente para no sobresaltarla demasiado. Ella alzó la vista y lo descubrió. —Disculpe, estoy buscando a Hans Laurie —preguntó Matt, antes de que ella consiguiera articular palabra. La mujer se levantó de su silla y comenzó a ordenar con prisa el escritorio, mientras hablaba de forma atropellada. —Hola, Matt. Eres Matt, ¿no? Sí, claro que sí —afirmó, asintiendo con la cabeza—. Hans no está, pero ya me avisó de que vendrías. Perdona el desorden, estoy buscando información sobre el colgante que habéis traído. Es bastante importante que sepamos con exactitud lo que… De repente se quedó quieta, con la mirada perdida en el suelo. Tendría alrededor de treinta años. Quizá menos. Su pelo, castaño, estaba recogido en una trenza. Unas grandes ojeras se dibujaban en su cara y la ropa le quedaba ligeramente grande. Aun así, se intuía una mujer bastante guapa. Tenía unos grandes ojos de un azul muy claro y unas líneas de expresión que transmitían afabilidad. —Perdona —dijo, compungida—. Es culpa de Hans, siempre me agobia. Se va sin más, solo sabemos que sigue vivo gracias a las escasas cartas que nos envía y luego aparece con todo este alboroto… En fin. Me llamo Alma Lasheras y soy la directora en funciones de la Academia —explicó con una sonrisa, mientras le tendía la mano. Luego, siguió dando un poco de orden a su saturado escritorio mientras hablaba. —Supongo que tendremos que empezar por el principio. Hans me contó tu situación personal y cómo, por una vez, el azar se ha puesto de nuestra parte. Gracias, de verdad —añadió con un gesto serio, pero sincero—. Además, él asegura que tienes un talento innato para el elementalismo, cosa que tendremos que averiguar. Matt asintió, bastante aliviado. No tenía ni idea de cómo había enfocado y explicado Hans su vida anterior, pero lo agradecía. No tenía muchas ganas de volver a hablar sobre ello. Él había venido para demostrar sus capacidades. Y estas lo habían avisado nada más entrar. —Realmente, lo único que tengo de especial es que puedo saber dónde hay eolita —dijo Matt—. De hecho, en el cajón de tu escritorio hay un fragmento que emite bastante energía. Alma alzó las cejas. Cogió una pequeña llave que tenía en su bolsillo y abrió el cajón. De dentro sacó un anillo y se lo mostró, apoyándolo en la palma de su mano. Era un anillo con tres franjas, dos doradas en los laterales y una negra, en el centro. Tenía un diseño sobrio y elegante. —Esto es un anillo eolítico —explicó—. Está compuesto por dos capas de oro y una de lo que denominamos eolita nuclear, la más pura que se conoce. —Señaló con el dedo la capa negra del centro—. Esto que ves no son más que unos pocos gramos de fragmento eolítico moldeados en el anillo, pero tienen más energía que decenas de otras eolitas juntas. No tenemos ni idea de cuándo, cómo, ni por quién fueron creados. Tampoco conocemos a nadie que sepa fundir eolita nuclear de tal forma que se pueda aprovechar la totalidad de sus cualidades. Solo podemos hacerlo con eolitas de una pureza menor. Matt acercó un dedo para acariciar el anillo y sintió cómo la energía palpitaba en el ambiente. Lo tocó y una suave vibración lo recorrió de arriba abajo. —Lo notas, ¿no? Este era el anillo de Erik Laurie, el Elementalista del Fuego. Supongo que habrás oído hablar de él… —musitó Alma con voz queda—. Fue un regalo del antiguo rey de Kalash, el cual murió hace diez años. Él sí reconocía todo lo que Erik había hecho por ellos. Y mira cómo estamos ahora… Un incómodo silencio se apoderó de la sala durante unos instantes. Fue Alma quien lo rompió. —De todas formas, no solía usarlo. Decía que en sus manos podía resultar demasiado peligroso, así que portaba una eolita común. Cuando Erik desapareció, Hans me pidió que lo guardara, ya que él tampoco quería llevarlo. Es muy difícil calibrar y entrelazar la energía que emite, así que lo mantenemos oculto. Matt frunció el ceño y la miró con cara de entender poco. —Bueno, claro, no conoces los principios del elementalismo —dijo Alma sacudiendo la cabeza—. Perdona, estoy muy torpe hoy. Al ver que podías percibir eolita di por hecho que hablaba con alguien que comprendía todo lo demás. Pero si así fuera, obviamente no estarías aquí —añadió con una sonrisa. —Sí… Es raro. No sé por qué motivo ni razón puedo percibir eolita, pero puedo hacerlo —explicó Matt—. De lo demás, no tengo absoluta idea. Alma suspiró y se sentó de nuevo en su silla. Luego le ofreció un asiento a su lado. —Pues tendremos que averiguar si tienes madera de elementalista, o tan solo una capacidad sensorial peculiar —comentó, pensativa—. Dentro de una hora he quedado con dos personas para ir al campo de prácticas número tres. Vendrás con nosotros y allí haremos unos ejercicios para ver qué tal se te da esto, ¿te parece? Matt volvió a asentir, aunque no pudo evitar sentirse nervioso. No tenía ni idea de lo que implicaba ser elementalista y no sabía si aquellos ejercicios eran físicos, mentales, sensoriales o de otro tipo. Prefería saber de antemano qué era lo que iban a hacer, pero no se atrevió a preguntar. —¿Qué estudios tienes, Matt? —preguntó mientras cogía su pluma. —Hmm, terminé la enseñanza media en el colegio de Stuart. —¿Algo más? Matt negó con la cabeza. Ella apuntó algo en un papel y se mantuvo pensativa un rato. —No sé si ya lo sabías o si Hans te lo ha explicado, pero la Academia de Elementalistas es una especialidad complementaria dentro de las Brigadas de Defensa Estatales. Fue un requisito que nos exigieron desde el gobierno para poder normalizar nuestra actividad — aclaró—. Tienes que entrar en una de las cuatro especialidades de las brigadas y luego te complementas con el elementalismo —explicó Alma—. Y a su vez, para ser un brigadista, necesitas entrar a la universidad. No se diferencia de cualquier otra carrera. —Vaya, eso está muy bien —comentó Matt, animado—. Sabía que los elementalistas formaban parte de las brigadas, pero no que los brigadistas estudiaran en la universidad. Me gusta saber que son gente preparada. —Sí, la mayoría sí —respondió, desviando la mirada—. Somos el único estado del mundo en el que su ejército es formado en la universidad. De hecho, ese es uno de los pequeños problemas que tenemos contigo —murmuró, preocupada—. Como te he dicho, para poder estudiar elementalismo tienes que ingresar primero en una de las especialidades de los brigadistas. Es decir, ingresar en la universidad. Y para ello, tienes que hacer una serie de exámenes sobre tus conocimientos y capacidades generales, los cuales son dentro de cinco días… A Matt se le encogió el estómago. Hacía casi tres años que no tocaba un libro. No sabía cuál era el nivel de exigencia para entrar a las brigadas, pero sus capacidades académicas estaban bastante oxidadas. —Creo que Hans ha omitido esa parte. De forma intencionada… —Bueno, tranquilo. Casi todo tiene solución —dijo Alma con voz apaciguadora—. Lo discutí ayer con él y ya hemos encontrado una buena opción para ti. Está claro que con tu preparación previa no serás capaz de entrar en la división de Estrategia, pero últimamente no suele haber muchos candidatos para entrar en las brigadas de Combate. Allí las pruebas, digamos intelectuales, son más asequibles. La exigencia está en las pruebas físicas y según me ha comentado Hans, no se te da mal el manejo de la espada. Además, te veo en bastante buena forma — añadió mientras lo miraba—. Podrías encajar bien allí. Matt se ruborizó al sentir los ojos de Alma inspeccionándolo de arriba abajo. No le había quedado más remedio que entrenarse para aguantar la vida de un contrabandista. Pese a que su función se centraba en aspectos relacionados con la planificación de los robos, sus compañeros le habían obligado a ponerse en forma y a practicar el manejo de la espada. Su primer arma, un mandoble grande y oxidado, era muy incómodo y pesaba una barbaridad. Entrenó con él durante los primeros cinco meses, hasta que Dórovan le consiguió un arma de su tamaño. Como consecuencia de todo aquel entrenamiento, tenía unos brazos y un torso bastante tonificados. Aun así y pese a haber mejorado, siempre había sido el más enclenque de su banda. El resto eran moles de dos metros de altura y puro musculo. A su lado parecía un muñeco. —Sí, bueno… Supongo que tampoco estarán buscando filósofos o científicos para las brigadas de Combate… ¿Qué otras especialidades hay? —preguntó Matt azorado, intentando cambiar de tema. Alma sonrió. —Verás, hay cuatro especialidades. Una vez entras en una de ellas, existe la posibilidad de acceder a la Academia de Elemetalismo, aunque solo para aquellos que tienen el talento suficiente. Y para aquellos que nosotros queremos —puntualizó Alma—. Las cuatro grandes especialidades en la facultad de brigadismo son: especialidad en Combate, especialidad en Exploración y Reconocimiento, especialidad en Orden Estatal y especialidad en Estrategia. Cada una está encaminada a preparar a profesionales cualificados en áreas concretas. Supongo que puedes intuir más o menos cuáles son las ocupaciones de cada una. —Sí, supongo que sí… —murmuró—. Y ¿qué hay de la especialidad en Orden Estatal? No creo que se necesite ser un genio para entrar ahí. Alma había comenzado a ordenar su mesa una vez más. Por el polvo acumulado en los libros que iban asomando desde el fondo, parecía que algunos llevaban allí meses. —Ni te lo plantees. Todo el mundo quiere entrar en esa especialidad, para luego trabajar en la división correspondiente. Es una actividad tranquila, cerca de casa y bien pagada. Las mejores notas, tristemente, siempre acaban ahí. —¿Y Exploración y Reconocimiento? —Buenas notas. Además, las pruebas son difíciles. Probablemente las más complejas, si no eres bueno en ello —añadió—. Los examinadores pueden ponerte en el supuesto de estar dialogando con un enemigo al que tienes que sacarle información. También pueden encerrarte en un lugar a oscuras y pedirte que salgas de allí. Y los que hacen las pruebas son maestros de la dialéctica y la psicología. He visto a gente salir llorando de esas pruebas. Gente de todo tipo —añadió Alma. A Matt se le puso un nudo en la garganta. Odiaba la oscuridad. —Supongo que si quiero entrar en la Academia de Elementalismo no tengo otra opción que superar las pruebas para la especialidad de Combate, ¿no? Alma dejó de ordenar su escritorio y lo miró con curiosidad. —¿Quién te ha dicho que tienes nuestro permiso para estudiar elementalismo? —dijo con una sonrisa burlona—. Aún te queda mucho por demostrar. Matt sonrió y dio una palmada en la mesa mientras se ponía de pie. —¿A dónde teníamos que ir, entonces? —Al campo de entrenamiento número tres. Dame un par de minutos y nos vamos —añadió Alma—. Puedes dejar tus cosas aquí. Terminó de colocar todos sus documentos en varias pilas y luego llenó su mochila con varias carpetas. Se la echó a los hombros y lo acompañó a la puerta. Mientras salían por el pasillo, Matt no pudo contener la curiosidad. —¿Qué son todos estos cuadros? —Técnicas —respondió Alma—. Son las técnicas y habilidades desarrolladas por todos los elementalistas que han estudiado aquí a lo largo de los últimos diez años. Con un poco de suerte, algún día tendrás tu propio cuadro. De hecho, no eres considerado un elementalista hasta que no lo cuelgas en este pasillo. Es como un rito de iniciación. Matt estaba fascinado. Había decenas de ellos. Quería pararse a leer con detenimiento, pero comprendió que aquel no era el momento. Siguió a Alma por el pasillo y esta le enseñó un par de aulas. Había muy pocos asientos y estaban estructurados en forma semicircular. En el centro había un gran espacio. Parecía más un pequeño teatro que un aula. Finalmente, salieron al exterior y ella cerró la puerta con llave. —¿Por qué el primer piso no tiene nada, salvo escaleras? —preguntó Matt. —Bueno, estamos al lado del mar… —murmuró Alma mientras señalaba la costa—. Y ya sabes lo que puede venir de ahí. Toda precaución es poca y ellas son bastante torpes con las escaleras. Matt entendió sin necesidad de más explicaciones. Avanzaron en sentido inverso, ascendiendo por las calles. Ella fue presentándole cada edificio. Estaban en pleno campus universitario. Pasaron por las facultades que ya había visto antes y descubrió en dónde se encontraban otras como filosofía y teología, matemáticas y arquitectura o la facultad de desarrollo tecnológico. No tenía ni idea de lo que se hacía en esta última, pero parecía interesante. Al cabo de unos minutos, justo cuando estaban llegando a un gran cruce, Alma se detuvo. —Tenemos que esperar un poco en este lugar a que lleguen Tom y Keira. Creo que hemos llegado muy pronto —murmuró, mientras sacaba un reloj de su mochila—. Sí, quince minutos exactamente. En el rato que estuvieron allí, a Matt no le quedó más remedio que hablar de su vida anterior. Alma le preguntó por su familia y por sus viajes con los contrabandistas. En cualquier caso, la forma con la que ella abordaba todos los temas le resultaba muy cómoda. Desconocía si Hans la había puesto en antecedente sobre los temas sensibles o si realmente aquella mujer tenía un tacto extraordinario. Hablar con Alma resultaba relajante. Casi terapéutico. Por su parte, ella le contó cómo Thalassia había vuelvo a recaer de su crisis económica y cómo la Academia de Elementalismo estaba en su punto más bajo de toda la historia. Solo tenía dos alumnos estudiando, cuando en su mejor momento habían sido casi veinte. Sin embargo, tuvieron que cortar su charla porque alguien los interrumpió. —¡Buenos días, señorita Lasheras! —saludó un sonriente chico desde el otro lado de la calle. Tendría unos veinticuatro años. Era alto, de expresión alegre y con un pelo negro bastante peculiar. No podrías saber si se acababa de levantar o si realmente se peinaba así. Era caóticamente ordenado. Cruzó la calle y le dio un abrazo a Alma. —¿Qué tal? ¿Cómo ha ido la semana? —preguntó el chico. —Un tanto ajetreada, la verdad. Supongo que ya sabrás que Hans ha vuelto. —¿En serio? Vaya, no me había enterado. ¡Eso sí que es una buena noticia! Alma sacudió la cabeza y sonrió. —Este es Matt, un posible alumno. Lo ha descubierto Hans en su viaje. Matt, este es Tom Zarowa, uno de los mejores estudiantes que ha tenido la Academia en años. Ya casi es un elementalista consagrado. Además de un gran estratega. Tom Zarowa abrió los ojos haciendo aspavientos. —Oh, por favor, vas a conseguir que me ruborice — dijo con tono teatral—. Aunque bueno, ya sabemos que eres muy gentil con todo el mundo. Quizá nos estés engañando a todos —añadió, mientras le lanzaba una mirada con divertida desconfianza. Alma le pegó una palmada en el hombro y ambos rieron. —Así que Matt, ¿no? —preguntó Tom con alegría—. Un placer, la verdad. Se echaba en falta algún chico en este club. Nos estaban superando en número. —Aún no estoy dentro —respondió Matt, con inesperada sequedad. Todos se quedaron callados unos segundos y su respuesta se volvió incluso más seca de lo que ya había sonado. No estaba acostumbrado a conversaciones amigables, así que intentó arreglarlo como pudo. —Pero bueno, seguro que algo podemos hacer. Malo será. Tom y Alma asintieron con una media sonrisa y al cabo de unos segundos fijaron la mirada detrás de sus hombros. Matt se giró y descubrió a una chica plantada detrás de él. Tardó unos segundos en darse cuenta de que era la persona que faltaba. Era una chica menuda, con una media melena negra. Pálida y de rasgos marcados, no parecía muy animada. Tenía unos ojos marrones muy oscuros y llevaba la línea del ojo pintada de negro. Sus párpados parecían llevar también sombra de ojos, lo que hacía su mirada todavía más profunda e intensa. —¡Hey, hola! Matt, esta es Keira, la otra estudiante de elementalismo —dijo Tom ante el silencio de todos—. Pasa ahora para segundo curso. Es bastante buena… a su manera. Ella le tendió la mano con indiferencia. Matt la estrechó mientras se presentaba. Su mano era suave y cálida. —No te dejes engañar por sus pintas —comentó Tom mientras se acercaba a ella—. Va de dura pero en el fondo es un trocito de pan. ¿A que sí? Intentó agarrarla, pero ella se escabulló con un movimiento ágil. —Cállate, imbécil —respondió. —¡Eh, eh, compórtate! —exclamó Tom entre risas—. ¿Qué primera impresión le estás dando a Matt? Ella apartó la mirada, molesta. —Bueno, creo que es hora de dejarnos de chiquilladas. Tenemos que trabajar —dijo Alma, zanjando así la situación—. Aún nos quedan diez minutos de camino. Continuaron subiendo las calles en una dirección incierta para Matt. Keira hablaba con Alma, así que Tom se había puesto a hablar con él. —Entonces… ¿cómo has acabado aquí? —preguntó intrigado. Matt se planteó contarle una versión resumida de lo ocurrido, pero probablemente solo provocase más preguntas. —Me crucé con Hans y le comenté que podía sentir eolita. Tom alzó las cejas. —Guau, ¿en serio? Menuda suerte. Yo he tenido que practicar dos años de meditación para conseguir tener una percepción sensorial que me permitiese establecer buenos vínculos elementales. Al principio tenía la misma sensibilidad que una patata —comentó entre risas. Matt no tenía muy claro de lo que hablaba y estaba cansado de fingir saber cosas que desconocía, así que decidió preguntar. Tom parecía un tipo bastante agradable. —La verdad… no tengo ni idea de qué va todo esto. Lo único que sé es que puedo sentir eolita ¿Me puedes resumir qué significa ser un elementalista? Tom abrió los ojos, sorprendido. —Quizá no soy la persona más indicada para explicarlo, pero bueno… Verás, un elementalista es toda aquella persona capaz de interaccionar con las energías que tienen los elementos que nos rodean. Para que te sea más fácil de entender, un elementalista es una persona capaz de manejar, más o menos a su antojo, los diferentes elementos que hay presentes en nuestro mundo. Los elementos tradicionales son cuatro: agua, aire, fuego y tierra —explicó—. Pero realmente hay infinidad de ellos, como la luz, la gravedad, el sonido… Todos están compuestos por energía, aunque algunas son más moldeables y otras menos. Yo creo que no existe un tipo de elemento que no pueda ser dominado. Simplemente no ha llegado todavía un elementalista que lo pueda entender —añadió—. Por ejemplo, solo se ha conocido un elementalista del fuego en la historia: Erik, el hermano de Hans. Matt asintió, emocionado, e hizo un gesto afirmativo con la cabeza, esperando más explicaciones. —Lo más importante es que seas capaz de percibir las energías. Cada elementalista suele tener afinidad con un elemento y tiene diferentes sensaciones al estar cerca de él. Como si pudiera tocarlo. Como si pudiera entenderlo —explicó—. Dominar varios elementos a la vez solo lo ha conseguido una persona. Soren, el “Genio elemental”. Pero lo tuyo es extraño. Tú sientes eolita, y esta no es un elemento en sí mismo. Más bien es la fuente de energía que nos permite jugar con los elementos sin derrochar nuestras fuerzas. —Me estoy perdiendo un poco…—murmuró Matt. Tom frunció el ceño. —A ver… te haré un resumen lo más esquemático posible —respondió, no demasiado convencido—. La habilidad de un elementalista se fundamenta en tres puntos básicos —comenzó Tom—. Las habilidades del individuo, la energía de la eolita y la energía de los elementos. Cuando estos tres pilares trabajan entre ellos, surge el elementalismo. Matt asintió. Hasta ahí podía entenderlo. —Te pondré un ejemplo: imagínate a Hans, el Elementalista del Agua. Es una persona capaz de sentir la energía del agua y de interaccionar y conectarse con ella. Sin embargo, es una simple persona humana y tiene unas fuerzas limitadas. Es obvio que su energía vital no es suficiente para mover decenas de litros de agua. Sin embargo, aquí es donde entran en juego nuestras amigas. —Sacó de su cuello un colgante con una roca violeta engarzada—. Esto es una eolita, una fuente pura de energía. Son nuestro combustible. De ellas obtenemos la energía necesaria para poder manipular los elementos sin perder la consciencia. En mi primera vez canalicé mal las energías y… ¡plof!, a cama una semana. Matt escuchaba sin parpadear. Le parecía fascinante todo aquello. Siempre había sido muy escéptico en torno a la figura de los elementalistas, pero ahora necesitaba saber más. —Los elementalistas somos capaces de sentir nuestra propia energía y la del elemento. Después, la clave está en la conexión. Cuando expandes tu energía y logras enlazarla con la del elemento, se crea una conexión y pasáis a ser un solo ente. Es decir, que puedes manejarlo más o menos a tu antojo. Es complicado de explicar, tienes que sentirlo —insistió Tom, agitando la cabeza—. El problema está en que si intentas manejar el elemento solo con tus fuerzas, no lograrías casi nada. Para solucionar ese problema tenemos que, al mismo tiempo que realizamos la conexión, extraer la energía necesaria de la eolita y utilizarla para manipularlo. Es un rollo de explicar y de entender al principio, porque parece que tienes que atender a veinte cosas a la vez. Pero realmente, cuando ya lo dominas, es como respirar. No tienes ni que pensarlo, simplemente lo haces. Matt reposó toda la información durante unos segundos, intentando no perder nada. Incluso le pidió a Tom que repitiera algún fragmento de la explicación. —Es bastante abstracto, pero creo que puedo entender la esencia —respondió Matt, un tanto abrumado—. Los elementalistas son una especie de cocineros. Tienen unas materias primas, que son los elementos. Por otra parte están las eolitas, que son como un fogón que emite energía. Y luego están ellos, los que manejan ambos. Puedes hacer alguna comida sin la energía de los fogones, pero lo realmente interesante surge cuando tienes una cocina. Eso abre muchas posibilidades. Tom soltó una carcajada bastante escandalosa que hizo voltearse a Alma y a Keira. —Joder, qué risa, Matt —logró decir mientras se secaba las lágrimas—. Es un símil muy malo, pero supongo que puede ayudarte a entender. A mí no se me habría ocurrido una comparación similar ni en cien años. Matt no supo muy bien cómo tomarse su reacción. Lo había dicho totalmente en serio. Sin embargo, Tom tenía pinta de ser una persona despreocupada y sin pelos en la lengua, así que optó por reírse y tomárselo con humor. —Bueno, fue un poco improvisado… Tendré que mejorar la receta —bromeó Matt. Siguieron charlando hasta que llegaron al campo de entrenamiento número tres. No se parecía en nada a lo que había imaginado. Matt pensaba que sería un terreno exterior, pero en su lugar entraron en un edificio enorme, de una sola planta. Era como una gran nave industrial. Olía a cerrado y a aire viciado. En su mitad, había una serie de estancias más pequeñas. Eran como pequeños cubículos metálicos, totalmente cerrados. —¿Podéis preparar una ronda de selección elemental de grado tres? —preguntó Alma. Tom alzó las cejas un instante y luego asintió. Keira lo siguió y juntos entraron en aquellos cubículos. —¿Qué es una ronda de selección elemental? — mumuró Matt, atemorizado. —Ah, no, no. No te preocupes —respondió Alma con su tono tranquilizador—. Es muy fácil. Son una serie de pruebas para que descubramos si tienes afinidad con algún elemento. Lo único que tienes que hacer es relajarte y abstraerte. Matt no se sentía demasiado convencido con todo aquello. No entendía cómo iba a ser capaz de relacionarse con algo inerte. —He escuchado cómo Tom te explicaba algunos de los principios del elementalismo, pero hoy no nos vamos a centrar en eso —añadió Alma—. El único objetivo es descubrir tu afinidad elemental. O tus afinidades, nunca se sabe. Matt tragó saliva e hizo un gesto de conformidad. No tenía ni idea de qué elemento podría percibir mejor. Las dudas siguieron aumentando y comenzó a ponerse nervioso. Al cabo de un rato que le pareció eterno, volvieron Tom y Keira. —Todo listo, ¿vamos a seguir el orden usual? — preguntó Tom. —Sí. A ver, te explico, Matt. Es muy sencillo. —Alma se acercó y le apoyó una mano en el hombro—. En cada cubículo está ambientado un determinado elemento. Lo único que tienes que hacer es ir pasando por cada uno de ellos e intentar percibirlos de una forma similar a lo que sientes cuando estás cerca de las eolitas. Te vamos a vendar los ojos —añadió—. La vista es un sentido que nubla demasiado a todos los demás. Matt asintió y los siguió hasta la primera puerta. —Keira te irá guiando de una a otra habitación. Procura no hacerlo, pero si tienes algún problema, puedes dirigirte a ella. Si sientes algo especial en una determinada sala, házselo saber —dijo Alma con suavidad—. Entra y deja la mente en blanco. Respira con lentitud y no hables. No pienses. Y por favor, no seas escéptico. Ya sabes que todo esto es posible. Le pusieron una venda en los ojos. Era totalmente negra y no le dejaba ver ni el más mínimo haz de luz. Sintió la suave mano de Keira guiarlo hacia dentro y escuchó cómo se cerraba la puerta. Los últimos ecos del golpe metálico se fueron diluyendo en la gran nave y un silencio sepulcral inundó la estancia. Keira le hizo caminar unos cuantos pasos hacia delante. —Túmbate aquí —le susurró al oído. Se recostó en el suelo. No tenía ni idea de qué material estaba hecho, pero era bastante confortable. Suspiró dos veces, guardó silencio y comenzó a sentir. El aire estaba enrarecido, incluso más que en la estancia principal. Olía a cerrado y a humedad. El ambiente de aquel lugar parecía tener peso propio. Podía sentir cómo se apoyaba en cada centímetro de su piel. Por lo demás, no tenía ni idea de qué elemento podía estar escondido en aquella habitación. No logró escuchar ni un murmullo. No logró sentir ni una sola variación en la temperatura. No logró percibir ni un amago de claridad. Tras unos minutos que le parecieron eternos, las mismas manos le ayudaron a levantarse y lo llevaron a la siguiente. Nada había pasado. Volvió a guiarlo a lo que suponía era el siguiente cubículo y allí se recostó de nuevo. Todavía olía a humedad, pero el aire era más fresco en aquella habitación. Lo descubrió bastante pronto, gracias a su oído. El sutil susurro de una corriente de agua que se deslizaba por algún rincón de la habitación le acarició los tímpanos. Intentó percibir de dónde venía, pero no pudo lograrlo. Parecía estar en todas partes. Ahora ya sabía qué elemento era, quizá así fuese más fácil comenzar a relacionarse con él. Pero estaba equivocado. No sintió nada especial aparte de aquel murmullo acuático, así que comenzó a desanimarse. Era de los que tiraba la toalla bastante rápido. En todo. Al cabo de unos minutos, Keira volvió a guiarlo al siguiente cubículo. Nada más entrar a la tercera estancia, un chorro de sofocante aire caliente le inundó la cara: fuego. A los pocos pasos tuvo que desprenderse de su chaqueta para no agobiarse. Después, con más precaución de la debida, lo acercó al centro. Incluso sin estar tumbado, logró escuchar el chisporroteo de la leña al consumirse. Se tumbó y lo intentó de nuevo. El calor se expandía desde todos los rincones de la habitación. En ocasiones podía sentirlo en las cercanías de su cabeza. En otras, aparentaba venir desde el punto más alejado de la estancia. Tan solo podía intuir un leve crepitar que no era suficiente para delatar su esencia ni su presencia. Desalentado por no haber conseguido ninguna sensación nueva, decidió esperar a que lo llevase al siguiente cuarto. Quería acabar lo más pronto posible. Estaba convencido de que aquello no era para él. La cuarta estancia no parecía tener nada destacable, salvo por el frío. No sabía si era por la diferencia con la estancia anterior, pero le costó bastante acostumbrarse. Además, se había dejado su chaqueta atrás. El aire era natural y puro, sin el olor viciado de los anteriores. Estuvo unos minutos tumbado, sin pensar en nada, hasta que un pequeño ruido lo sorprendió: había sonado como una pequeña rejilla metálica al moverse. Tras pasar unos segundos en estado de máxima atención, todo volvió a la inalterable normalidad. Volvió a sumergirse en la comodidad de aquel suelo acolchado, con la mirada perdida en las profundidades de sus párpados. Y entonces lo sintió. Una brisa le acarició el rostro. Por un momento creyó que habían sido los dedos de Keira, pero la segunda vez algo ocurrió. El tenue soplo de aire volvió a deslizarse por su mejilla y pasó por delante de sus ojos dibujando su rastro. Literalmente. Acababa de sentir cómo la pequeña corriente de viento entraba en su visión y fluía fugazmente hasta perderse. Podía ver su rastro con nitidez. Como unas pinceladas que comenzaban a diluirse. Pero todavía tenía los ojos cerrados. Los abrió y todo se vino abajo. Se desvaneció sin más. Matt pegó un salto y se incorporó. Luchó por quitarse las vendas, nervioso. Comenzó a respirar con rapidez, hasta que Keira llegó y le ayudó. —¿Qué pasa? ¿Estás bien? —El viento… el viento. Lo he visto… —murmuró—. O sea, no lo he visto, porque no veía. Pero lo he visto. Comenzó a temblar. Tenía mucho frío. Keira se sacó su chaqueta y la abrió. Solo consiguió cubrirle los hombros con ella, pero Matt lo agradeció. Más por lo reconfortante que resultaba sentir el gesto de preocupación de alguien aparentemente frío, que por la propia chaqueta en sí. —Gr-gr-acias, lo siento… —A mí también me pasó —respondió Keira con suavidad. Matt echó un vistazo a la estancia. Estaba vacía. Tan solo entraba luz por dos pequeñas ventanas cercanas al techo. En las paredes había cuatro rejillas metálicas, por las que parecían entrar corrientes de aire. —Voy a avisar a Tom, ¿vale? Matt asintió. Se sentía algo mareado. Perdido. Ella se levantó y caminó hacia la puerta de salida. La tenue luz permitió a Matt ver una figura bastante definida. Llevaba unos pantalones ceñidos y una camiseta que dejaba entrever un hombro. Se dio la vuelta un momento, mientras Matt la contemplaba fijamente, hipnotizado. No pareció darse cuenta. O no pareció importarle. —Bienvenido a la Academia —dijo sin más, con una media sonrisa. Tom regresó con ella, al cabo de unos segundos. —Así que viento, ¿eh? —dijo, casi chillando—. ¡Qué novedad! Otro más para el club de estas dos harpías. Keira ni se inmutó ante el comentario. —¿Qué me ha pasado? —preguntó Matt mientras se ponía de pie—. Me siento bastante mareado. —Acabas de experimentar una de las formas que tienen los elementalistas de percibir los elementos —explicó Tom—. Es lo que se conoce como impronta sensorial. Una especie de huella del elemento que se proyecta en tu mente. Sobre el mareo… se te pasará en un rato. O eso creo —añadió, sonriente. Matt no tuvo fuerzas ni para replicar. Comenzó a caminar con lentitud hacia la puerta, ayudado por Tom. En el exterior estaba Alma, esperando ansiosa. —¿Cómo fue? —Bien, todo bien. Viento —respondió Tom con una carcajada ahogada. Fue el único que se dio cuenta de su lamentable juego de palabras. Alma cerró los ojos y suspiró, aliviada. Por la puerta apareció Keira, con su chaqueta. Todavía seguía sintiéndose extraño. Estaba como entumecido y mareado. Parecía estar viendo la realidad levemente distorsionada. Como si un vidrio lo estuviese separando de ella. —Me encuentro algo raro…—murmuró Matt. Alma miró a Tom con cierto nerviosismo, pero este no le prestó atención. —Verás… Las pruebas elementales suelen durar una semana —comentó Alma con tono afligido—. En el mejor de los casos. Así que… decidimos acelerar un poco el proceso. Matt se quedó mirándola, un tanto descolocado. —¿Qué quieres decir? —Quiere decir que en la tercera habitación había unos vapores especiales —respondió Tom, con total franqueza. Y luego se echó a reír. —¿Me habéis drogado? —pregunto Matt, incrédulo. —Está totalmente controlado. Son solo unos vapores de ayahuasca, una planta —murmuró Alma, contrariada—Recurrimos a ella al cabo de varios días, cuando sabemos que la persona tiene cierto talento pero no consigue desbloquear sus sentidos. Sin embargo, contigo teníamos demasiada prisa. Los exámenes de ingreso son en cinco días y queda mucho por hacer. Matt miró a Tom, que seguía sonriendo y no tuvo más remedio que echarse a reír. No sabía si por el surrealismo de la situación o por la ayahuasca. —¿Entonces soy capaz de percibir elementos o simplemente tuve una alucinación? —Los vapores de ayahuasca solo sirven para desinhibir y desbloquear los sentidos —respondió Alma con gesto serio—. No crean nada nuevo por sí solos. Y menos en cantidades tan insignificantes. Si apruebas los exámenes para entrar a la universidad, estudiarás con nosotros en la Academia de Elementaslimo. No hay ninguna duda — añadió. Matt cerró los ojos y sonrió. Un paso menos que recorrer. Tan solo tardó unos minutos en volver a la normalidad. Se habían sentado en unos bancos mientras él terminaba de recuperarse. —Agradece que haya sido así —le dijo Keira—. Yo estuve tres días haciendo el recorrido. Una y otra vez. Sin sentir nada. Hasta que me iluminaron la mente con esa basura. —Visto así… —musitó—. ¿Tú también tienes afinidad con el viento? Keira se limitó a asentir. —Y ahora, ¿cuál es el plan? —preguntó Matt. —El plan es que accedas a las brigadas de Combate, porque en las otras no tienes ninguna oportunidad — explicó Alma con inusitada dureza—. Hay tres pruebas: una general, una específica y una física. ¿Puedes ayudarle con ello, Tom? —Descuida, querida. Será un placer —respondió—. Tengo buen material esperando por él en mi piso. A Matt todo aquello le producía sentimientos contradictorios. No le gustaba ser el centro de atención, ni tampoco sentir que terceras personas tuvieran que perder su tiempo con él. Sin embargo, no quería arruinar la suerte de haberse cruzado con gente tan bondadosa y de tener al alcance de su mano un futuro alejado de la vileza de los caminos. Un futuro que, por primera vez en mucho tiempo, le parecía ilusionante. Una vida en la que no tuviese que mentir más. Así que se tragó su orgullo y aceptó la mano que le tendían. —¿Cuándo empezamos? —preguntó, con los ojos iluminados por la emoción. 6- Un paraíso amurallado El piso de Tom estaba a menos de cinco minutos, en una zona todavía considerada como peligrosa, dada la cercanía de la costa. Su portal, el número 30, parecía de reciente construcción. Subieron por unas amplias escaleras de mármol hasta el segundo piso, en el que había dos viviendas. Tom se dirigió a la de la izquierda, mientras sacaba dos pequeñas llaves plateadas. —Bienvenido a nuestra humilde morada —comentó, sonriente. Tom le hizo un gesto para que pasase y ambos entraron. —¿Hola? —preguntó Tom en voz alta, sin obtener respuesta—. Vaya, parece que se ha marchado ya. Qué lástima… ¿Puedes ir a la cocina y sacar dos tazas? Al fondo a la izquierda. —Señaló con la mirada una puerta—. Siéntete como en tu casa. Matt vaciló un momento. —Solo voy a ir al servicio. Créeme. Mi vejiga no puede esperar —insistió Tom, con una mueca alegre pero ansiosa. El recibidor era bastante bonito, aunque había demasiadas cajas esparcidas por el suelo. La mitad del piso parecía estar en proceso de ser ordenado y estructurado. Prefirió no seguir husmeando y se encaminó a la puerta que Tom le había señalado. Tenía una cristalera opaca que dejaba pasar la luz, pero no percibir lo que había al otro lado. En su casa tenían una igual y aquello le trajo buenos recuerdos. La abrió y entró en la cocina. Pero para su sorpresa, la casa todavía no estaba vacía. En la mesa estaba sentada una chica, desayunando. Un libro, una taza y un plato de magdalenas le hacían compañía. Todavía llevaba puesto el pijama, el cual tenía decenas de lunas estampadas. Matt sintió cómo la vergüenza ascendía desde el fondo de sus pies hasta las mejillas e intentó recular, pero ya no había escapatoria. Ella lo estaba mirando, totalmente inmóvil. No sabría decir si estaba asustada, sorprendida o paralizada. Sus ojos, de un bonito color gris azulado, seguían inmóviles. Unas discretas pecas adornaban sus mejillas. —Hola… Perdón. Vengo con Tom. Me dijo que no había nadie en casa… —logró farfullar. La chica continuó sentada, sin inmutarse. Pasaron unos incómodos e interminables segundos hasta que algo pareció romperse en el aire delante de ella. Parpadeó y apoyó su taza en la mesa. Luego se acercó las manos a las orejas y sacó de ellas unos tapones. —¿Hola? —dijo con un hilo de voz. —Disculpa… —respondió Matt, azorado—. Vengo con Tom a por unos libros. Me dijo que no había nadie y que fuera a la cocina… No quería asustarte. Sus ojos parecieron relajarse un poco, pero su postura seguía rígida. —¿Has venido con Tom? —Sí. —¿A las diez de la mañana? Matt comenzó a ponerse nervioso. Había pasado por cientos de situaciones problemáticas en los últimos años y las había manejado con soltura. Sin embargo, algo tan ridículo y embarazoso como aquello lo estaba sacando de sus casillas. Si hubiera encontrado unas arenas movedizas cerca, se habría tirado de cabeza en ellas. —Es largo de explicar… —murmuró, evitando mirarla a los ojos. Afortunadamente, unos pasos acelerados se acercaron por el pasillo y Tom asomó su alegre sonrisa a través de la puerta. —Oh. ¡Ylia! —dijo, sorprendido—. ¿No sabes responder cuando alguien te llama? La chica se deslizó en la silla y cubrió su cara con las manos. —Por dios, no me deis estos sustos —murmuró, a través de sus dedos—. Todavía es muy temprano. Tom se quedó quieto unos instantes, mirando fijamente a Matt. —Tampoco tiene tanta cara de delincuente. Ninguno de los dos pudo evitar una sonrisa ante aquel comentario. La incomodidad en el ambiente se diluyó de inmediato. —¿Cómo es que aún sigues aquí? Me habías dicho que hoy madrugarías e irías a la biblioteca. Ylia, ya relajada, comenzó a quitarle el envoltorio a una magdalena. —Bueno… Digamos que los propósitos siempre suenan mejor antes de acostarse que al despertarse. Tom asintió entre risas. —Mañana lo conseguirás. Ylia, este es Matt. Las casualidades de la vida y del destino han querido que se cruzase con Hans y que este descubriese sus cualidades. Venimos de hacer sus pruebas de afinidad elemental y todo ha salido bastante bien —añadió, mientras le robaba una magdalena sin ningún disimulo. La chica se levantó de su silla y se acercó a Matt con una sonrisa. Este entendió el gesto y alargó la mano para saludarla. Sin embargo, cuando ella llegó a su lado, se mantuvo quieta, dubitativa. —Oh, vamos, Matt —dijo Tom mientras tragaba un bocado con dificultad—. Ylia es de Norie. La mitad de las mujeres se llaman Ylia en ese reino. Con conocer un poco de mundo deberías saber que allí te saludan con dos besos en las mejillas. Tres si eres una mujer. Matt, aturullado, retiró su mano con rapidez y le dio dos besos. Ella le dedicó una dulce sonrisa y volvió a su sitio. Luego, Tom le ofreció una de las sillas restantes. —Es una suerte que estuvieras aquí, porque te necesitaba —comentó Tom—. Matt va a preparar las pruebas para entrar en las brigadas y yo no tengo nada sobre la parte de Fundamentos psicológicos para el brigadista. Fui al examen sin estudiar, la verdad. Sabía que era suficiente con tener sentido común —puntualizó. —Tengo buenos resúmenes… —respondió Ylia—. Y sí, con un poco de sentido común es suficiente, pero solo si tienes suerte. Pueden entrarte supuestos prácticos de otros estados o reinos y quizá las obviedades no sean tan obvias. Algunos comportamientos pueden cambiar drásticamente de una cultura a otra. Tom sacudió la cabeza. —Bueno… No creo que tenga problema, ya que Matt va a acceder por la vía de Combate. Pero si tienes algo, estaría bien que le pudiese echar un vistazo. Ylia asintió y apuró los últimos sorbos. Luego se levantó y salió por la puerta. Matt tuvo tiempo de mirarla por primera vez sin el filtro provocado por los nervios y la vergüenza. En efecto, tenía algunos rasgos que recordaban a las mujeres del país vecino, sobre todo a las nacidas en la zona norte. Pelo castaño, facciones suaves y ojos grisáceos. Mientras Ylia rebuscaba en su habitación, Tom cogió la tetera. —Llegó hace un mes y ya es como una hermana para mí —comentó, mientras le servía un poco de té—. Es estúpidamente responsable y trabajadora. Ni siquiera han empezado las clases y ya lleva dos semanas adelantando trabajo. Estudiaba medicina en la universidad de Norie y ha venido de intercambio durante un año. En un principio iba a hacer las pruebas para la especialidad de medicina bélica, por eso tiene buenos apuntes relacionados con las brigadas. Pero al final le surgió una buena oportunidad y decidió especializarse en veterinaria. Ama los animales —añadió—. Cuando vino preguntando por una habitación, supe a los cinco minutos que era la persona indicada. Matt, distraído con la conversación, no se dio cuenta de que su bebida estaba todavía muy caliente. Sus ojos se humedecieron mientras el té viajaba por el esófago y tuvo que tragar saliva varias veces para aliviar la sensación. —¿Quieres una magdalena? Son espectaculares — farfulló Tom—. Las hace la chica con la que estoy, Amy. Ya te la presentaré cuando coincidamos, ahora está trabajando. Matt asintió y cogió una. Era realmente grande y esponjosa, con pequeñas pepitas de chocolate incrustadas. Decidió quitarle el envoltorio con la mayor lentitud posible, para que así el dolor de su garganta terminase de desaparecer. —Las pruebas de acceso para la especialidad de Combate son fáciles, hazme caso. Nadie quiere entrar en esa brigada, así que tienen que bajar el nivel. Nadie inteligente, quiero decir —puntualizó con total naturalidad. —¿A qué te refieres? —preguntó Matt un tanto extrañado. Y dolido. —Pues a que inteligencia y valentía no suelen ir ligados. Lo más inteligente es alejarse de los problemas, no ir a buscarlos en primera fila. Alguien inteligente sabe lo frágil y vulnerable que es una vida humana. Así que en la brigada de Combate, acaban los más temerarios e ignorantes. A Matt aquel razonamiento no le sentó demasiado bien. No había podido continuar sus estudios, pero se consideraba una persona medianamente inteligente. —¿Y no tengo posibilidad de entrar a ninguna de las otras tres especialidades? —No, ninguna. Al menos a día de hoy —respondió Tom con total franqueza—. Estamos en septiembre, las mejores plazas ya han sido asignadas en junio. Ahora solo quedan las sobrantes o las que han sido rechazadas a última hora. Para la división de Estrategia y la de Orden Estatal hay tres plazas. Para Exploración y Reconocimiento, cuatro. Y para Combate, hay unas treinta. No creo ni que se cubran todas, la verdad. Con tiempo podrías haber conseguido otra plaza, pero tu situación es muy particular. Así que Combate es la única opción viable que tenemos. Siempre que quieras seguir, claro —murmuró. Matt no sabía si la descarnada sinceridad de Tom le molestaba o le agradaba. De todas formas, tuvo la suficiente templanza para entender la situación y saber que todos tenían razón. Si quería entrar en la universidad y asegurarse un futuro honrado para él y su familia, tendría que tragarse su orgullo y aceptar el consejo de terceras personas. —Supongo que tenéis razón… Además, no solo voy a estar en la división de Combate. También estaré en la de Elementalismo, y seguro que ahí se estudian cosas muy interesantes. Los ojos de Tom se iluminaron un instante. —Desde luego que sí. Matt asintió un poco más animado y siguió con su desayuno. El té no era gran cosa comparado con los que tomaba en su pueblo, pero las magdalenas estaban espectaculares. El cumplido de Tom a su chica resultó ser totalmente cierto y no estaba condicionado porque fuese su novia quien las había hecho. Cuando Matt estaba acabando de saborear el último bocado, apareció de nuevo Ylia, con una pequeña carpeta púrpura. Cogió su silla y la arrastró hasta su lado. Una vez sentada, la abrió y comenzó a sacar papeles de ella. —Veamos… Estos son los apuntes que tengo de Fundamentos psicológicos para el brigadista. La primera página es un índice de todo el temario. Te he marcado con una exclamación los temas que son más relevantes. El resto ni los leas, no te van a entrar —explicó sin ni siquiera mirarle—. Si quieres centrarte en uno en especial, hazlo en “Comportamientos y reacciones ante la amenaza y el miedo”. Suele caer siempre. Ylia frunció los labios y miró sus apuntes. —De hecho… te los voy a ordenar por prioridad, si me das cinco minutos. Así será mucho más fácil. Matt intentó decirle que no hacía falta, que no se molestase, pero ella ya se había levantado y caminaba ágil hacia la repisa del recibidor. Allí cogió un papel y volvió a su sitio. Comenzó a mover los temas, folio arriba, folio abajo, escribiendo a su vez frases en la nueva hoja. —Bien, ya casi está —dijo al cabo de un par de minutos—. Los temas que tienen un número uno son los prioritarios, los que tienen un dos son secundarios y los que tienen una cruz, ni siquiera te los he incluido. Pero está bien que conozcas los títulos. Así, en caso de que te entre algo sobre ellos, sabrás cómo reaccionar. Son de sentido común. —Eres tan eficiente que me das miedo —murmuró Tom. Ylia sonrió agradecida, terminó de organizar los papeles y le entregó la carpeta a Matt. —Aprovéchalos y úsalos todo lo que quieras, no tengo prisa. Pero cuídalos como si fuesen tu propia vida. Su expresión era dulce y su tono amable, pero su voz sonaba seria y amenazante. Matt agradeció repetidas veces el gesto y le aseguró que volverían intactos. Luego, apoyó la carpeta en la mesa auxiliar. —En fin, yo tengo que irme —dijo Ylia—. No volveré hasta el anochecer, hoy haré jornada doble de estudio. —Qué pena… —murmuró Tom entre dientes. Ella entornó los ojos y le soltó un golpe amistoso en el hombro justo antes de marcharse. —No sé si realmente es necesario tanto estudio o si es una exagerada —reflexionó Tom cuando dejó de escuchar sus pasos. —Creo que sabe lo que hace —respondió Matt—. ¿Has visto estos apuntes? Ni un solo tachón, ni una corrección. Vaya obra de arte. Tom asintió y se afanó en terminar su desayuno. —Veamos… —farfulló, con la boca todavía llena—. Las pruebas para acceder a las Brigadas Estatales en la especialidad de Combate son tres: forma física, demostración de combate y Fundamentos psicológicos para el brigadista. En cada una de ellas se exigen unos mínimos que aseguren que esa persona no vaya a ser un estorbo más que una ayuda. —Y… ¿qué tengo que hacer en cada una? —preguntó Matt, un tanto preocupado. —Poca cosa. Forma física es simplemente un circuito de obstáculos. Lo pasas con los ojos cerrados. Y la prueba de combate se basa en un ejercicio con un instructor. Aquello no le hizo demasiada gracia a Matt. —No soy mucho de pelear, la verdad. De hecho, solo he luchado en serio una vez en mi vida. Y porque las circunstancias me obligaron a ello… Se arrepintió al instante de haber sacado aquel tema, pero Tom ni siquiera le dio importancia. —No es necesario que sepas cómo se hace una proyección o una luxación, se supone que haces las pruebas para aprenderlo… pero nunca está de más. Siempre tienes más posibilidades si muestras aptitudes. —Conozco puño y patada. ¿Es suficiente? Tom se echó a reír y sacudió la cabeza. —Harás lo que puedas. ¿Sabes manejar algún arma? —No le doy mal a la espada. He tenido tiempo para practicar. —Bien, entonces será mejor que elijas una espada de kendö. Es un tipo de lucha con espada —aclaró Tom ante la mirada de Matt—. También existe la especialidad de espada medieval, que supongo que es la que tú has practicado, pero es una basura. El kendö es más divertido y sus espadas son una preciosidad. Lo practiqué de pequeño, pero no destaqué demasiado. Así que no me quedó mas remedio que aparentar que soy listo y hacerme un estratega —explicó con su particular franqueza. —No creo que puedas aparentar ser listo… la verdad. No seas un falso humilde, es algo insoportable — masculló Matt, con amistoso reproche. —La mayoría de gente me tiene muy sobrevalorado, aunque otra cree que estoy chiflado —respondió, con la mirada perdida en el fondo de su taza—. No soy ni un genio ni un estúpido, pero tengo creatividad y me fijo en cosas que no aprecia nadie. Esas son capacidades muy valoradas en un estratega. Nadie podría prever lo que voy a hacer, básicamente porque nunca hago lo mismo — añadió con una sonrisa—. Y luego está la música. Bueno, y también mi memoria fotográfica. —¿La música? ¿Música, combate y estrategia? ¿Memoria de qué? —Hmmm, sí… Es un poco complicado —musitó—. En fin, ya te lo explicaré un día de estos. Además, no tengo aquí mi espada. Me la olvidé en la Academia. Matt comenzaba a comprender a la gente. Tom era una buena persona, pero realmente no sabía si era un genio o estaba trastornado. Muchas de las cosas que decía no tenían ni pies ni cabeza. Lo que si tenía claro es que era una persona interesante. Demasiado interesante. —Bueno, dejemos de hablar de mí. Eres tú quien tiene que aprobar. Con que hagas un par de fintas y unas estocadas con tu espada, será suficiente. —No tengo espada ahora mismo, la verdad. Me deshice de ella… hace unos días. —Mejor, porque tendrás que utilizar las armas de las que dispongan los examinadores. Suele haber suficiente variedad para demostrar cualquier habilidad. Tom bostezó y se desperezó ostentosamente. —Entonces… ¿Qué te parece si te enseño tu lugar de trabajo para los próximos días? —preguntó Tom. Matt asintió y recogió los apuntes que le había prestado Ylia. Luego, siguió a Tom de nuevo hasta la calle. Al venir no se había parado demasiado a mirarla, así que le sorprendió ver que no había casi ningún movimiento en ella. —Es una calle destinada a estudiantes —se adelantó Tom al ver la mirada de Matt escudriñando los alrededores—. Por las mañanas no hay casi vida. Lo divertido se junta por las noches. Tenía sentido. Había oído hablar a su padre de las calles de estudiantes, pero nunca había tenido la certeza de pasear por una. —Calle Hogsme —logró leer Matt en una placa. Los bloques de edificios eran de construcción muy similar y los pocos negocios existentes se limitaban a tiendas de alimentación, tabernas y hostales. Una vez salieron de la calle, cruzaron una pequeña intersección y llegaron a la avenida Ayzhar. —Eh, ¡ya me sé orientar! —exclamó Matt. Tom sonrió y lo guio unos cuantos metros. Luego, cogieron otra calle a la izquierda y pudo distinguirla, sin necesidad de aclaraciones. La biblioteca de Thalassia era un edificio enorme, plagado de cristaleras que le daban un aspecto de gran luminosidad. Curiosamente, era circular, como la Academia de Elementalismo. Pero su extensión y tamaño no eran comparables. —El remanso de silencio dentro del bullicio de la ciudad —comentó Tom mientras la miraba—. Si sus celadores te avisan por hacer ruido, no podrás volver a entrar en una semana. Al segundo aviso, en un mes. Al tercero, en todo el curso. Son sus normas y son demasiado estrictas, pero funcionan —aclaró, con una expresión contrariada en su rostro—. Yo tengo un amigo que no puede estudiar en ella porque tiene alergia. Sus repetidos estornudos resultaron ser un problema y acabó siendo expulsado. Matt se debatió unos momentos entre la carcajada y el lamento, pero consiguió controlarse. Podía distinguir siete pisos dentro del edificio, gracias a las claras diferenciaciones entre las filas de cristaleras. Había tres puertas, de diferente tamaño, pero no tenía muy claro si todas eran de entrada. —En el piso superior incluso se puede estudiar al aire libre —dijo Tom mientras señalaba la azotea del edificio—. Resulta bastante agradable cuando hace calor. Podrías buscar un sitio, pero es probable que esté saturado. Al menos hasta el atardecer —aclaró—. De todas formas, todavía tenemos que pasar por la Academia y luego ir hasta el lugar donde vive Hans. Te he traído por aquí para que conocieses el camino. Aunque la verdad, si no lograses encontrarla, sería preocupante. Matt coincidió con aquella afirmación y lo siguió de vuelta hacia la Academia de Elementalismo. Le gustaba la zona; todo quedaba bastante cerca y las cuestas no tenían demasiada pendiente. Además, resultaba agradable caminar por aquellas calles. El sol brillaba con relativa fuerza, pero el aire era bastante refrescante. Probablemente el mar tuviese la culpa. Le gustaba notar su frescor salado en el ambiente. Al llegar a la Academia, Tom sacó una alargada llave de su bolsillo. Era de color azul. Matt no pudo evitar preguntarse cuántas copias existirían y quiénes serían sus poseedores. La puerta volvió a abrirse, con delicada fluidez, y ambos entraron. —¿Cuál es tu cuadro? —preguntó Matt mientras atravesaban el largo pasillo del primer piso. Tom lo miró de reojo, con cierta sorpresa. Luego alzó un dedo, sin dejar de caminar. —Ese —señaló con evidente orgullo—. Si consigues entrar en la universidad, te haré una demostración. ¿Trato? Matt sonrió y le apretó la mano con fuerza. Recogió sus cosas del despacho de Alma y regresaron de vuelta al exterior. Según Tom, la casa de Hans quedaba a unos pocos minutos andando, así que el trayecto sería corto. Sin embargo, no volvieron por el mismo camino. Esta vez fueron por el paseo marítimo de la ciudad de Thalassia. En el continente existen cientos de ciudades: unas están más pobladas, otras menos; algunas tienen una historia que se remonta siglos en el tiempo, mientras que otras fueron creadas apenas décadas atrás; algunas tienen una belleza exótica y otras no son más que masificaciones de edificios. Pero ninguna tiene un arenal para disfrutar. Thalassia es la única ciudad del mundo que tiene una playa segura ante invasiones. Su configuración geográfica permitió que los primeros habitantes de la ciudad crearan, siglos atrás, la primera muralla defensiva. La costa de Thalassia es una bahía con una entrada bastante angosta, la cual facilitó que esta pudiera ser cerrada y asegurada contra las invasiones de tarántulas. Con el paso de los años, sucesivas murallas fueron construidas, hasta las tres existentes en la actualidad. Las murallas son sólidas paredes de roca en su parte media y superior. En su parte inferior, se encuentran las compuertas que permiten atravesarlas sin necesidad de subirlas y los centenares de pequeños pilares que soportan el peso. El espacio entre ellos es lo suficientemente grande para que el agua y los peces circulen, pero no para que una tarántula marina pueda atravesarlos. Entre la tercera muralla, la más alejada, y la segunda, se encuentra el lugar donde los pescadores llevan a cabo su trabajo. Diversas variedades de pescados frecuentan la zona, huyendo del terror exterior, lo que asegura una buena faena. Sin embargo, las restricciones suelen ser estrictas con el fin de asegurar la sostenibilidad del caladero a lo largo del tiempo. Entre la segunda y la primera muralla se encuentran los criaderos de moluscos. Cientos de bateas se extienden en esta zona, proporcionando un lugar para que estos animales crezcan. Almejas, mejillones y vieiras son los más demandados. Y por último, entre la primera muralla y la costa, está el famoso arenal de Thalassia. Este es probablemente el mayor reclamo turístico del mundo, después del Gran Templo de Isioktes, en Norie. La playa tiene una longitud de dos kilómetros y está rodeada por un extenso paseo marítimo. El cuidado del arenal es exhaustivo por parte del gobierno y de la propia población, que lo trata como un tesoro. Aunque su uso es libre, existen, como en toda la bahía, unas estrictas normas. Gracias a ellas su estado luce impecable, pese a las miles de personas que lo visitan cada año. Matt se tomó el camino con bastante calma, ya que siempre le resultaba placentero recorrer algún trayecto dentro de aquel paseo. Aun así, no les llevó más de cinco minutos llegar a su destino. Nunca había estado en aquella calle. La zona se caracterizaba por la ausencia total de edificios, que habían sido sustituidos por casas unifamiliares. Era un vecindario bastante acogedor y agradable. —Esta es —indicó Tom tras pasar cuatro viviendas—. La casa de Hans. Sin duda era una casa entrañable. Parecía estar construida en su totalidad de madera, con varias ventanas y un pequeño soportal. En su entrada tenía un bonito jardín, aunque lucía bastante descuidado. Tom abrió la cancela, cuyas bisagras gimieron, e invitó a Matt a pasar. —Veamos… ¡Joder!, estoy un poco saturado con tantas llaves, ¿sabes? Odio el tintineo que hacen cuando camino. Es molesto —refunfuñó Tom mientras abría la puerta. Ambos entraron y el olor a cerrado los alcanzó con rapidez. Aquella casa no se había utilizado en meses. Matt caminó un poco, inspeccionando la estancia. Pese al aparente abandono, los muebles no tenían ni una mota de polvo y todo parecía bastante ordenado. Era evidente que alguien había recogido la casa antes de que ellos llegaran. Sin embargo, se había olvidado de abrir las ventanas. —Hmmm, creo que esta es tu habitación —murmuró Tom desde la estancia contigua. Matt le echó un vistazo. Era una habitación bastante amplia, con dos ventanas, una cama individual y un extraño escritorio. Nunca había visto uno así. Tenía una forma semicircular y estaba levemente inclinado. Dejó sus mochilas encima de la cama y se encaminó a una pequeña estantería del fondo, que estaba llena de libros. —Bueno, caballero, tengo que irme —anunció Tom—. El deber me llama. No sé a qué hora regresará Hans, no supo decírmelo con certeza. Ya sabes cómo son este tipo de reuniones… Largas y aburridas —añadió, con una ostentosa expresión de pesadumbre. —No te preocupes, tengo entretenimiento de sobra — respondió Matt mientras señalaba los apuntes. Tom sonrió y le tendió la mano. —Ánimo, compañero. Nos vemos mañana. Ven a comer a nuestro piso después de estudiar. No aceptaré un no por respuesta. Antes de que Matt pudiese replicar, Tom ya se había escabullido de la habitación. Se quedó un rato de pie, como atascado, mientras el silencio de la soledad se apoderaba de la habitación. Su cuerpo no parecía tener ganas de activarse. Tras unos minutos de inactividad, inspiró y abrió las carpetas. El peso y la cantidad de apuntes lo abrumaron de nuevo. Decidió coger el índice de prioridades que Ylia le había preparado y buscó el primer tema de entre sus apuntes. —“Funcionamiento y mecanismos de las emociones: El miedo”. Cincuenta y ocho páginas y solo era el primer tema. Iba a ser duro. Matt no dejó que sus pensamientos le amargasen. Sacudió la cabeza, hizo crujir un par de veces sus nudillos y organizó los apuntes a lo largo de aquella peculiar mesa. Y comenzó a leer. Una plaza tenía que ser suya. 7- La reunión del consejo La sala de reuniones del gobierno de Thalassia se encontraba en el cuarto piso de la sede central. Antigua y con demasiada historia en sus sillones, era el lugar en el que se decidían todas las cuestiones importantes. En aquella sala estaban reunidos el gobernador y todos sus decanos, las máximas autoridades del estado. A su lado, Hans Laurie y Alma Lasheras, los representantes de la Academia, apuraban sus últimos minutos antes de exponer sus explicaciones. —Relájate —murmuró Hans en su oído—. No me servirás de gran ayuda con una voz temblorosa. Alma frunció el ceño, visiblemente contrariada. —No tendría que estar aquí si cierta persona tuviese una mente mejor amueblada. Si requieren mi intervención, tendrás que conformarte con mis nervios. Hans encajó el golpe con una sonrisa e intentó serenarse. Él también estaba bastante nervioso. Encontrar algo nuevo en torno a la desaparición de su hermano, aunque fuese una simple migaja, estaba en manos de aquel grupo de personas. —Decanos y decanas, ocupen sus asientos, por favor —anunció el gobernador Joedat con voz ceremonial—. Comenzamos en un minuto. Hubo unos breves susurros y numerosos movimientos de sillas. Cuando todos hubieron ocupado sus puestos, dio comienzo la sesión. —Buenas tardes a todos y a todas. El día de ayer convoqué una reunión extraordinaria con el fin de analizar los acontecimientos ocurridos a Hans Laurie, antiguo director de la Academia de Elementalismo. Mi intuición me dice que todos tienen constancia de la situación, pero estoy seguro de que ninguno la ha escuchado contada por su testigo. Por lo tanto, la escucharemos. Procede, Hans —añadió, mientras le dedicaba un gesto de conformidad con la mano. Hans se levantó y se dirigió al atril de exposiciones. El implacable silencio de la estancia solo era interrumpido por el crujir de la madera bajo sus pasos. Subió el peldaño, se aclaró la voz y comenzó su exposición. Lo primero que hizo fue dar explicaciones al gobierno por su ausencia durante el último año. Expuso cómo la obsesión con la que abordó la desaparición de su hermano lo llevó a un bucle depresivo, el cual solo pudo dejar atrás mediante la reflexión y el viaje. También aclaró que no había dejado de trabajar en favor del gobierno y de Thalassia, aunque la mayoría ya lo sabían. Habían llegado noticias de él por parte de autoridades extranjeras. Noticias que ayudaban a mejorar la imagen del gobierno, claro. Habló de cómo algo extraño estaba sucediendo en Flergen y en el reino de Kalash. Lo podía intuir, pero no podía demostrarlo. Sin embargo, aquellos movimientos de eolitas hacia la zona… resultaban demasiado sospechosos. Narró la forma en la que descubrió a los contrabandistas de eolita en el estado de Carlyn. Habló sobre cómo había sido emboscado con éxito por ellos, aunque edulcoró un poco su patética verdad. Prefirió omitir el irrelevante dato de que fue él quien decidió perseguirlos. Explicó que Matt lo reconoció y decidió salvarlo, aunque también omitió que el chico formaba parte de los propios contrabandistas. Decidió correr ese riesgo para protegerlo de su propio gobierno y de las interminables preguntas y reuniones a las que tendría que asistir. Si en el futuro se descubriese toda la verdad… él asumiría cualquier consecuencia. Y finalmente, habló sobre lo que encontró en el cofre. La reliquia conocida como “El colgante de Alda”, una joya eolítica de valor incalculable. Fue mostrando la reliquia a los decanos congregados en la sala. Una vez terminó, la apoyó con delicadeza en el centro de la mesa. Las allí presentes la miraron durante unos instantes, hipnotizados. Luego, tomó la palabra el gobernador. —Los hechos objetivos son los siguientes: una reliquia de un incalculable valor económico, político y social ha sido robada del Gran Templo de Isioktes. La primera vez en la historia que algo así ocurre —añadió—. Nosotros hemos recuperado esa reliquia de sus captores originales y la tenemos en nuestro poder. —La problemática de la cuestión radica en si los gobernantes de Norie se creerán que la hemos recuperado —interrumpió el decano del Interior—. Todos sabéis el poder que han adquirido los religiosos radicales con la aparición del leviatán. No tenemos la seguridad de poder sacar rédito de ello. Más bien todo lo contrario. ¡Nos acusarán de haberla robado! —¿Por qué razón iríamos nosotros a robarla y después devolverla, decano Graciem? —intervino el decano de la Diplomacia, Hume—. No tiene razón de ser. —Ellos no trabajan con la razón, amigo —respondió Graciem con frialdad—. Trabajan con la fe. El resto de decanos permanecieron unos segundos en silencio. Fue Diana, la decana del Comercio, la que tomó la palabra. —Considero que no nos beneficia en absoluto armar alboroto con ese tema. Si devolverles la reliquia nos genera problemas comerciales, la población sufrirá más. Y recordad que tenemos elecciones dentro de cuatro meses. —¿¡Hasta en este tipo de circunstancias sigues pensando en estrategia electoral!? —murmuró indignada Sían, decana de Educación y Ciencia. —Si Norie se pone en nuestra contra debido a la presión de los sectores religiosos, perderemos a nuestros dos mayores socios comerciales. Además del propio reino de Norie, perderíamos el acceso al estado de Sekyo. Recuerda que las rutas seguras para Sekyo pasan por el corazón de Norie —añadió la decana Diana—. Y si la economía se tambalea más aún, el Partido Dorado tendría muchas oportunidades de ganar las elecciones. Sus dirigentes tienen mejores relaciones con Carlyn de las que nosotros podremos aspirar jamás. Y no existe mejor chantaje que la pobreza. Créeme que ellos utilizarán el empeoramiento de la economía como arma política y luego venderán a la población sus mentiras. O incluso puede que lleven a cabo sus falsas promesas, aunque solo sea durante unas semanas. Ya sabéis cómo funcionan — añadió con desdén. Todos se mantuvieron en silencio unos instantes. Sían optó por arrugar el entrecejo y hundirse ligeramente en su sillón. —No podemos ocultarlo sin más —logró decir Hume al cabo de unos segundos—. Ahora mismo, tenemos una coartada: el colgante de Alda fue robado hace pocas semanas. Si lo guardamos durante unos meses, no existirá una explicación creíble. Además, estás dando por hecho que su devolución afectará de manera negativa. Bajo mi punto de vista, alguien con un mínimo de coherencia, dialéctica y contactos, podría utilizar esta oportunidad para mejorar las relaciones entre nuestros gobiernos. Es justo lo que necesitamos. Una vez más, la reunión se resumía en un enfrentamiento entre los dos cerebros más brillantes del gobierno: Hume, el diplomático, y Diana, la comerciante. En asuntos clave para el estado, el resto de decanos solía esperar y luego sumarse a una de las dos corrientes. Cuando ambos coincidían en algo, ni siquiera se procedía a la votación. —Creo que nos estamos olvidando del hecho de que sabemos quién ejecutó el robo, pero desconocemos sus compradores —añadió el gobernador Joedat. —Carlyn —respondieron Hume y Diana a la vez. Ambos se miraron un segundo, evaluándose. Fue Diana quien tomó la palabra. —Si el destino de la reliquia era el reino de Kalash, está claro que alguien de Carlyn lo ordenó. Desde la desaparición de su capital, Kalash es una marioneta en manos del gobierno de Carlyn. Su soberanía fue vendida a trocitos. —Realmente… su soberanía ya estaba en manos de Carlyn antes del fuego eterno —aclaró Hume—. Lo único que hizo fue acentuar dicha situación. Diana esperó unos segundos y luego asintió. —En cualquier caso, las decisiones de gran calado que tengan relación con el reino de Kalash son tomadas por el gobierno de Carlyn. Quizá estén buscando generar tensiones con Norie. O quizá busquen un intercambio. Quién sabe… —murmuró Diana. —Lo que está claro es que nadie sabe que nosotros recuperamos esa reliquia. Tenemos algo de tiempo para preparar un plan —añadió Hermes, decano de Sanidad. A Hans se le congeló la sangre. Había olvidado mencionar el encuentro con el encapuchado en las fronteras de Thalassia. Alguien de tal poder solo podía haber salido a su encuentro por un motivo: sabía lo que él y Matt llevaban oculto en la carreta. —Disculpen un minuto —interrumpió Hans con voz entrecortada—. Puede que sí exista alguien ajeno al estado que conozca nuestra posesión de la reliquia… Todos los decanos clavaron sus miradas en Hans. Un silencio sepulcral inundó la sala. Tras unos segundos, el gobernador fue el único que tuvo el valor de romperlo. —Explícate —ordenó—. Ya. —Verán, cuando estaba regresando a Thalassia tuve un… encuentro. —¿Un encuentro? ¿Qué encuentro? ¡¿Con quién!? — urgió Dresden, decano de Economía. —¡No lo sé! —gimió Hans, casi gritando—. No pude verle la cara. Era alguien… poderoso. Nunca había notado una presencia similar —murmuró. —¿Era un manipulador de los elementos? —preguntó Hume, con un brillo en su mirada. Hans titubeó. No tenía muy claro cómo responder a aquella pregunta. —Estoy seguro de que aquel desconocido era una persona capaz de entender a los elementos. Sin duda alguna. Pero también os puedo asegurar que no era alguien entrenado en nuestra Academia. —¿Todavía sigues con la idea de que hay más personas en el continente con conocimientos elementales? — preguntó Diana. —Mi hermano así lo que creía. Además, pensé que esa discusión ya había quedado aclarada en el pasado. Y como os dije en su día, solo se me ocurre un lugar del que puedan provenir… —respondió, con un hilo de voz. Todos sabían a qué lugar se refería: La Ciudad Perdida del Desierto. El hogar de los Oblivion. —¿Ellos también están involucrados en esto? — preguntó temeroso Dothrek, decano de las Brigadas—. Nunca hemos tenido demasiados problemas con los Oblivion. Desaprobamos su forma de actuar, pero mientras nos dejen tranquilos, que hagan lo que quieran. El silencio volvió a reinar en la sala. Los Oblivion eran una de las mayores organizaciones criminales conocidas hasta la fecha. La creencia popular afirmaba que eran originarios de las tierras libres al sur de Norie, donde las arenas comenzaban a reinar. En algún lugar del desierto, en el medio de un oasis, existía una ciudad. Fueron muchos los mercaderes o viajeros que habían acabado en ella, extraviados. Sin embargo, cuando intentaban volver, nunca recordaban el camino. El desierto los envolvía. Muchos otros habían intentado buscarla y habían fracasado. O incluso muerto. La única forma segura de llegar a la Ciudad Perdida del Desierto era utilizando las caravanas de los Bur-Kashtur. Estos eran un pueblo itinerante, criados y amamantados por el desierto. Lo conocían desde el momento en el que llegaban al mundo y crecían entre sus arenas. Eran sus hijos e hijas. La problemática residía en que si un viajante quería unirse a su caravana, lo tenía bastante complicado. Su consejo de ancianos valoraba uno a uno los aspirantes y eran ellos los que decidían quiénes podían optar a pagar por sus servicios. Incluso se habían dado ocasiones en la que ninguno de los aspirantes era aceptado para el viaje. —No ha quedado totalmente demostrado que los Oblivion tengan sus raíces en La Ciudad Perdida del Desierto —repuso el decano Hume. —Sí lo está —respondió Diana—. Te lo puedo asegurar. A los comerciantes nos sobran los contactos — aclaró, mientras desviaba la mirada. —Hans, ¿qué te lleva a creer que los Oblivion pueden tener capacidades elementales? —preguntó el gobernador Joedat. —Ya lo comenté en su día. A lo largo de los años han dado caza a gente muy poderosa. Políticos, criminales, sectas religiosas, bandas armadas e incluso ejércitos. Nada ni nadie escapa a su alcance. Resulta muy extraño que soldados de élite hayan sido derrotados una y otra vez por los Oblivion. No son gente con habilidades comunes. Y luego está su ritual… —murmuró Hans, con la boca seca. Una vez al año, en algún lugar de las principales ciudades del continente aparecía una lista con una serie de personas escritas en ella: la lista de los Oblivion. Estas eran personas que habían sido consideradas por los Oblivion como indignas para el mundo terrenal. Corruptos, pecadores, traficantes, ladrones, asesinos… Cualquier ser que incumpliera con asiduidad los preceptos del braonismo más antiguo era potencialmente un candidato a ingresar en lista. Lo consideraban su justicia. Y toda aquella persona cuyo nombre estuviera inscrito en ella tendría su vida acabada. En sentido literal y figurado. Si ignoraba la advertencia y decidía seguir comportándose igual, los Oblivion terminarían encontrándolo. Si aceptaba la advertencia, lo único que podía hacer era dejar su vida atrás, desaparecer y permanecer oculto. Para siempre. —Conocéis su forma de actuar en Thalassia. Y conocéis cómo terminan sus objetivos —añadió Hans. La mayoría de decanos apartaron la mirada, incómodos. Todos los objetivos ejecutados por los Oblivion aparecían yaciendo en el suelo, dentro de un pentágono dibujado en el terreno. Era su firma, su sello de identidad. Y en Thalassia, todas sus víctimas mostraban la misma herida mortal: un agujero en el pecho, creado por un potente proyectil. Sin embargo, nunca se encontraban los restos del proyectil. Nadie sabía decir qué tipo de arma a distancia podía crear tales heridas. Nadie que no fuese un elementalista, claro. —Creo que los Oblivion utilizan el elementalismo para acabar con sus víctimas —dijo Hans—. Solo así se puede explicar su abrumador poder. Y si nos aventuramos a divagar… estoy seguro de que esas heridas mortales no fueron creadas por proyectiles comunes. Alma se removió en su asiento. Sabía lo que Hans iba a decir. —Solo un arquero del viento podría hacer algo así. —¡¿Un qué?! —exclamaron varios al unísono. Hans resopló en su interior. No tenía muchas ganas de discutir sobre elementalismo con los decanos. La mayoría seguía considerándolos simples bichos raros. En más de una ocasión había intentado explicar algún principio elemental en reuniones de aquel estilo. La experiencia había sido lamentable. —Creo que nos estamos yendo del tema, maestro Hans —interrumpió Joedat—. Regresemos al principio. Las preguntas son: ¿estás seguro de que alguien tiene conocimiento de que portabas el colgante de Alda? ¿Estás seguro de que ese alguien era un elementalista perteneciente a los Oblivion? —A ver… —respondió Hans, abrumado—. No estoy seguro de si sabía lo que yo llevaba o simplemente quería darme caza. Ambas opciones son factibles. Y tampoco estoy seguro de que esa persona fuese un Oblivion. De lo que sí tengo certeza es que la persona que me persiguió podía manejar los elementos. Y las únicas personas que parecen tener unas habilidades equiparables a los elementalistas son los Oblivion. Por lo tanto… Los decanos no dijeron ni una sola palabra. Tampoco lo hizo el gobernador. Tras casi un minuto de silencio, fue Hume el que tomó la palabra. —Sin certezas no podemos correr ningún riesgo. No sabemos lo que podría conocer o revelar la persona que te perseguía. Por lo tanto, la reliquia ha de ser devuelta a su lugar de procedencia. Y debemos hacer todo lo posible para que ese acto repercuta en el estado de Thalassia de la forma más beneficiosa posible. Todos miraron a Diana, esperando otra postura, pero esta permaneció en silencio. Aquello significaba que opinaba lo mismo que Hume. Y Joedat se dio cuenta. —Si nadie se opone, mañana habrá otra reunión extraordinaria para confeccionar el equipo que se encargará de esta delicada misión. Ninguno movió ni un labio. —Se levanta la sesión. Hans respiró una bocanada de aire que le renovó por dentro. Un aire cargado de esperanza. Aquel podía ser el resquicio que le permitiera avanzar en la desaparición de su hermano. Su oportunidad había llegado. 8- El sabor de la amistad Un sonido brusco lo arrancó de sus sueños. Como muchas otras veces, no pudo identificar el origen del despertar. Su subconsciente había escuchado algo lo suficientemente importante como para ponerlo en alerta, pero su mente no podía recordarlo. Resultaba una situación cuanto menos frustrante. Lo único que logró percibir fue esa sensación de vibración que permanece en el ambiente tras un golpe seco. Matt consiguió, a duras penas, entreabrir los párpados de un ojo. Tardó unos segundos en reconocer el lugar en el que se encontraba. La claridad había desaparecido de la habitación y una luz anaranjada atravesaba los cristales, delatando la llegada del ocaso. Se incorporó y unos cuantos folios se deslizaron hasta el suelo. Vio cómo caían, lentamente, hasta posarse con suavidad en el suelo de madera. Estuvo mirándolos durante unos segundos, con la mente en blanco. Parecía como si su cerebro no lograse procesar todos los datos necesarios para descifrar lo que estaba sucediendo. Entonces, la lucidez acudió de golpe. Dio un respingo y se incorporó del todo. Se había quedado dormido estudiando. Comenzó a recoger con urgencia todos los folios que había esparcidos por el suelo. Sin embargo, a los pocos segundos unos nudillos llamaron a la puerta. —¿Sí? La puerta se abrió unos centímetros y de ella asomó medio cuerpo de Hans. Tenía unas ojeras terribles y parecía cansado. Pero también aliviado. —¿Estabas durmiendo? —No, no, qué va. Estaba estudiando en la cama y se me han caído unos apuntes… —Estabas durmiendo. —Sí —confirmó Matt, sacudiendo la cabeza. Hans soltó una carcajada y entró en la habitación. Le ayudó a recoger los folios y luego se sentó en la silla del escritorio. —¿Cómo te ha ido el día? —Ha sido… diferente. Me costó un poco encontrar la Academia, pero una vez allí, Alma me lo puso todo muy fácil. Es un amor de mujer, la verdad —añadió—. Las pruebas… digamos que han sido una de las sensaciones más extraordinarias que he tenido en años. —Así que viento, ¿eh? —exclamó Hans—. Alma me ha puesto al día antes de la reunión con el gobierno. ¡Felicidades! Matt ladeó la cabeza y no pudo evitar sonreír. —Después de las pruebas, Tom y su compañera Ylia me han tratado muy bien. Excesivamente bien, de hecho —añadió, mientras señalaba su montaña de apuntes—. La verdad es que estoy un poco oxidado en lo referente a mi capacidad de concentración… —No tendrás problema en conseguirlo, créeme. Siento haber, digamos, omitido la información relacionada con el examen. No quería que te echaras atrás en el último momento. Todavía estoy en deuda contigo y te ayudaré hasta que lo consigas. Matt no consiguió encontrar las palabras justas para expresar sus sentimientos, así que decidió asentir y seguir callado. Le resultaba bastante molesto ser el foco de atención y estar siendo ayudado por tanta gente, pero no quería dejar pasar aquella oportunidad. Por nada del mundo. —¿Te apetece comer algo? He traído una pizza. —¿Estás hablando en serio? —gimió Matt. Llevaba todo el día sin probar bocado y escuchar hablar sobre comida le hizo sentir un terrible agujero en el estómago. Y por si fuera poco, no era una comida cualquiera. La perspectiva de una pizza artesana de Thalassia provocó sucesivas salivaciones en su boca. Hacía más de un año que no tenía la oportunidad de comer una. —Un viejo amigo de la universidad tiene una taberna especializada en pizzas y pasta. Deberías venir conmigo un día. Matt se puso de pie y lo miró fijamente a los ojos. —Dime que no tiene piña. —¡No, por favor! ¿Qué clase de persona le echa piña a la pizza? —Más de la que te imaginas —respondió Matt con una gran sonrisa. Ambos fueron a la cocina y se repartieron unas porciones. El primer bocado casi hizo que a Matt se le saltasen las lágrimas. Sin duda estaba hecha en un horno de leña. La masa era fina y crujiente, los ingredientes estaban perfectamente fusionados y el queso fundido bañaba y daba una cohesión perfecta a la mezcla. —Estoy hasta nervioso —musitó Matt después de terminar el primer trozo—. He echado esto demasiado de menos. Mi madre era una fanática de las pizzas. Un pequeño haz de oscuridad pareció atravesar el alma de Matt en cuanto dijo esas palabras. Estuvo unos segundos en silencio, esperando una reacción por parte de Hans, pero este se limitó a masticar, con la mirada perdida. Se maldijo a sí mismo por haber estropeado un gran momento e intentó cambiar de tema. —¿Qué suele caer en la prueba de Fundamentos psicológicos para el brigadista? Hans hizo un gesto con la mano, mientras mostraba evidentes esfuerzos para tragar el bocado. Fueron necesarios dos sorbos de agua y unos segundos de angustia hasta que logró recuperar el habla. —Siempre hago lo mismo. Aún no he terminado de tragar un bocado y ya estoy mordiendo otro. Soy un goloso —añadió, con los ojos llorosos—. Lo habitual son cinco preguntas y un supuesto práctico. En el supuesto, ellos te ponen en una situación ficticia y tú tienes que redactar cómo reaccionarías ante ella, teniendo en cuenta todas las variables. Con sentido común y suerte se puede aprobar, pero los examinadores valoran mucho un mínimo de rigor académico. Y te piden que justifiques tus respuestas, claro —puntualizó. Matt inspiró y se sirvió otro trozo. Aquello era una buena noticia. Podía hacerlo. Si le daban tiempo y libertad, sería capaz de explicar algo interesante. Tenía cierta facilidad para crear argumentos sólidos a partir de ideas más básicas. Siguieron hablando sobre el examen y devorando la comida hasta que sus estómagos dijeron basta. Saturados y recostados sobre sus sillas, ninguno de los dos tuvo fuerzas para acabar sus últimas porciones. Y aún quedaba un tercio de la pizza… —Puedes enviarme a las mejores personas para que me inicien en vuestro mundo. Puedes dejarme vivir en tu casa. Pero con esta cena te has ganado mi gratitud eterna —dijo Matt, mientras hacía un amago de reverencia—. Considera tus deudas conmigo saldadas en su totalidad. Hans se echó a reír, hasta que el hartazgo de la comida le obligó a detenerse y a toser ostentosamente. —La verdad es que se hizo tarde y sabía que no había comida por casa. Y aunque la hubiese, estoy seguro de que no te habrías atrevido a cogerla. Matt no pudo refutar aquella afirmación, así que optó por sonreír. —¿Y… cómo te ha ido en la reunión con el gobierno? —Bueno… ha sido un tanto compleja. Ya sabes, muchos intereses y opiniones confrontadas. Pero lo más seguro es que acabe yendo a la ciudad de Norie. Allí me encontraré con diferentes autoridades, tanto civiles como religiosas y explicaré lo ocurrido. —Creo que debería ir contigo… —murmuró Matt, adquiriendo un tono más serio. —No, de ninguna manera. Es mejor que no te involucres más en nada de esto. De hecho, ya he omitido cosas sobre tu persona. Si todo sale bien, quizá te llamen para hacerte un pequeño homenaje o algo así. Pero a día de hoy, nadie te interrogará sobre lo sucedido. —¡Pero también es parte de mi responsabilidad! ¿Qué pasa si la gente de Norie desconfía de vosotros dado que no he viajado? ¿Y si hacen demasiadas preguntas sobre mí? Hans sacudió la cabeza mientras se levantaba a duras penas de su silla. —Ya te he dicho que podemos manejarlo. Te borraremos de la ecuación. Llevaré un buen equipo de diplomáticos que me ayudarán, tanto en la exposición de la situación, como a la hora de conseguir contactos. Explicárselo a las personas indicadas será lo más importante. Matt seguía sin estar demasiado convencido. —Tú preocúpate de conseguir entrar en las brigadas para poder cuidar de tu familia. Preferiría conseguirte un trabajo para compaginar con tus estudios que un trabajo a tiempo completo. Piensa un poco en ti. Sabes que esta puede ser una de las experiencias más interesantes de tu vida. Bastante basura has tenido que tragar en los últimos años. —¿Y para qué quieres llevar diplomáticos? —respondió Matt, sonriente—. Tú ya eres bastante convincente. Hans encogió sus hombros y se desperezó. —Yo soy un aficionado. Hay gente en este mundo que podría convencerte de cualquier cosa. Incluso de hacerte pensar que eres culpable cuando realmente eres inocente. Saben llevarte a unas arenas movedizas dialectales de las que es imposible salir sin ensuciarse. Así que tengo que ir con cuidado… —murmuró mientras daba un bostezo—. Me voy a ir a dormir, ¿vale? Estoy hecho polvo. Matt asintió. —Sin problema, yo estudiaré un poco y luego me acostaré. Aunque he dormido unas horas, tengo bastante sueño acumulado. Hans se despidió con un gesto y se encaminó a su habitación. Matt se quedó unos minutos más en la mesa, repasando su día y valorándolo. Habían pasado más cosas positivas en su vida en tres días que en tres años. Dentro de la mala suerte siempre se pueden encontrar pequeñas victorias para la ilusión. Aún estaba a tiempo de volver a empezar una nueva vida. Apagó una de las dos lámparas de aceite que Hans había encendido y se llevó la otra para su habitación. Eran muy potentes, así que tendría una buena luz para estudiar en la oscuridad de la noche. Decidió escoger los temas que menos le atraían, para conciliar rápido el sueño. Prefería dormirse lo más pronto posible y despertar temprano al día siguiente. “Tema dieciséis: Relaciones jerárquicas en las brigadas”, leyó. No le gustaba demasiado recibir órdenes. Al menos de gente a la que no respetaba o en la que no confiaba, como sus antiguos compañeros de contrabando. El tema resultó ser denso y aburrido. Más que psicología, parecían estatutos legislativos de las brigadas. Tras una hora leyendo, cada uno de sus párpados parecía haber ganado toneladas de peso, así que decidió acostarse. Esta vez abrió la cama. Las sábanas eran blancas, frescas y muy agradables al tacto. Apagó la lámpara y por primera vez en demasiado tiempo, deseó que la noche pasase rápido para que llegase el día siguiente. Despertó tras un sueño reparador de al menos siete horas. No logró recordar qué había soñado, pero el cuerpo le transmitía que había sido algo agradable. Se levantó de un salto y fue al servicio. La habitación de Hans continuaba cerrada, así que supuso que seguía durmiendo. Una vez estuvo vestido, cogió sus apuntes, los guardó en la mochila y se puso en marcha. Todavía se sentía satisfecho de la cena anterior, pero no pudo evitar coger una porción de la pizza sobrante para ir comiendo de camino a la biblioteca. Estaba naciendo un buen día. El ambiente tenía una extraña sensación de frescura y de luminosidad. Matt no tenía muy claro si era por el propio día o si sus nuevas circunstancias e ilusiones le habían puesto un filtro a su mirada. Caminó durante cinco minutos, sin prisa, hasta que llegó a la biblioteca. El enorme y resplandeciente edificio asomaba al final de aquella calle. Se acercó a la entrada más grande e intentó abrirla, pero la puerta no se movió. Probó suerte con la siguiente y esta sí accedió a sus peticiones. Nada más entrar, se quedó impresionado por la propia arquitectura del lugar. Un gran círculo en el medio de la estancia presidía la sala. Se podían atisbar los cuatro primeros pisos desde la entrada, en los cuales decenas de cabezas consultaban sus dudas entre las inmensas estanterías. El colorido creado por los lomos de los libros resultaba fascinante. Y además, estaba el olor. El inconfundible olor a libro. Al fondo de la planta baja había cuatro mostradores, presididos por varias personas que trabajaban en silencio. Caminó unos pasos y descubrió un cartel informativo a su izquierda, justo antes de las escaleras. Planta baja: Información y Préstamos. Primera planta: Psicología, Filosofía, Teología, Derecho y Ciencias sociales. Segunda Planta: Ciencias aplicadas, Ciencias Naturales, Matemáticas y Medicina. Tercera planta: Lingüística y literatura, Geografía, Historia y Artes. Cuarta planta: Generalidades y variedades. Quinta, Sexta y Séptima planta: Lectura y Estudio. Se exige máximo silencio. Puede consultar la normativa de uso en cualquiera de los mostradores. Para abandonar el edificio, pase por la zona de control. Comenzó a subir los escalones, consciente de que le quedaban unas cuantas plantas hasta llegar a las zonas de lectura y estudio. Al llegar a los primeros pisos, tuvo la tentación de echar una ojeada en alguna sección. Los libros colocados en las estanterías poseían una atracción magnética, pero consiguió evitar la tentación. Ya tendría tiempo cuando su plaza estuviese asegurada. Tras tres minutos subiendo, alcanzó el quinto piso. El único detalle con el que no había contado era con que estuviese lleno. Alrededor de cien personas saturaban la sala. Quizá hubiese algún sitio libre, pero prefería tener un lugar un poco menos agobiante. No había terminado de acostumbrarse a compartir espacios con tal cantidad de personas. Sus días con los contrabandistas aún seguían muy presentes en su mente. Decidió subir directamente a la séptima planta. En su entrada vio el acceso a la azotea, pero todavía estaba cerrada. De todas formas, no quería estudiar al aire libre con los apuntes de otra persona. La perspectiva de que una furtiva ráfaga de viento pudiese llevarse su trabajo, era un pensamiento que lo aterraba. Y más si los apuntes eran de Ylia. Había sido muy generosa prestándoselos sin apenas conocerlo. Entró en la séptima planta y buscó un sitio. El número de personas en la sala eran bastante menor en comparación con la quinta. Estuvo caminando un rato hasta que, en el medio de la sala, encontró una lugar en el que solo había una persona. Las mesas eran rectangulares y tenían capacidad para cuatro lectores, dos por cada lado. Así que prefería una mesa en la que pudiese disponer de un lateral para él solo. Se sentó en la silla sin hacer ruido y apoyó sus cosas con la mayor delicadeza posible. Su compañera de mesa levantó la mirada y se encontró con la de Matt. Pensó en hacer un gesto de saludo o algo similar, pero la chica volvió a mirar hacia sus apuntes con rapidez. Era joven, de tez clara y con grandes ojos marrones. Una lástima que tuviese una coleta para estudiar con mayor comodidad. Parecía tener un precioso cabello rubio ceniza. Matt apartó la vista y sacó los temas que se había propuesto para aquel día. Si trabajaba cinco temas por día, llegaría al sábado con conocimientos sobre cualquiera de ellos. Le costó unos minutos abstraerse de su nuevo ambiente, pero luego consiguió unas buenas horas de trabajo. Siempre le había resultado mucho más fácil estudiar por las mañanas. Por las tardes y por las noches existían cosas mucho más interesantes y activas que hacer. Además, en aquella planta no había demasiado movimiento y ninguna otra persona decidió acompañarlos a él y a aquella chica. Cuando su mirada comenzó a levantarse de los folios en un intervalo superior a lo normal y su estómago empezó a emitir señales de auxilio, entendió que sus horas de máximo rendimiento estaban llegando a su fin. Hizo un último esquema sobre el tema que acababa de leer, llamado “Derechos y dignidades del prisionero de guerra”, y luego comenzó a recoger sus cosas. Mientras lo hacía, observó de nuevo a su compañera de mesa. Sus ojos recorrían con rapidez los párrafos del libro, mientras su mano tomaba apuntes con soltura. Sin embargo, su respiración era lenta y cadenciosa, y su torso ascendía y descendía lentamente, acompasándola. Aquel contraste resultaba hipnótico. “Seguro que sus temas son más interesantes que los míos”, bromeó Matt en su interior. Pero en un determinado momento, algo cortó el estado de concentración de la chica. Su respiración se paró y su cuerpo se quedó inmóvil. La chica lo estaba mirando. Y él la estaba mirando. Desde hacía unos minutos, concretamente. Se había dado cuenta y eso la había desconcentrado. Matt apartó la vista de golpe, abochornado por la situación. Sintió cómo su cara comenzaba a teñirse de rubor, desde el cuello hasta la corinilla, haciendo especial énfasis en sus mejillas. Pensó en disculparse, pero no se le ocurrió nada que decir. Nunca se le ocurría nada cuando lo necesitaba. Eso sí, cuando quería dormir, su mente se convertía en una fuente de infinita creatividad. Terminó de recoger con torpeza sus cosas y dejó la mesa, no sin antes arrastrar la silla y provocar un ruido que recorrió toda la planta. Varias cabezas se giraron en su dirección, visiblemente molestas. Avanzó por el pasillo dando grandes zancadas hasta que alcanzó la salida. Una vez allí, resguardado por la pared y la oscuridad, respiró hondo. Ya no sentía la mirada de la chica y de los demás estudiantes clavándose en su cuerpo. —Eres una persona ridícula, Matt —murmuró con frustración—. Jodidamente ridícula. Nunca podría entender por qué situaciones como aquella le resultaban tan embarazosas. Había pasado por cientos de momentos dolorosos, tensos y peligrosos, y los había podido sobrellevar con bastante soltura. Sin embargo, aquellas estupideces lo sacaban de sus casillas. No sabía manejarlas. Tenía una especie de vergüenza selectiva. No era por la chica, ya que había interactuado con muchas a lo largo de su vida. Y con algunas, no solo de forma verbal. Pero su mente se nublaba en situaciones en las que sentía que estaba llamando la atención de forma innecesaria, o directamente, dando vergüenza ajena. Bajó las escaleras intentado serenarse y olvidar todo aquello. Por la tarde iría al fondo de la sala y se recluiría en la mesa más apartada. Y asunto solucionado. Llegó a la planta baja y buscó el control de la salida. Dos guardias sentados enfrente de las puertas le hicieron intuir que aquel era el lugar indicado. —¿Podría mostrarme el contenido de su mochila, por favor? —preguntó el primero de ellos. Matt sacó todas las carpetas con los apuntes y los dos libros que tenía. Los guardias les echaron un vistazo por encima y revisaron su mochila con meticulosidad. —Todo correcto. Tenga usted un buen día — respondió el primero de los guardias. A su vez, el segundo colocaba con delicadeza sus pertenencias de vuelta en la mochila. A Matt le pareció todo un detalle. Salió de la biblioteca y el mediodía lo saludó con un sol aplastante. Aquello le pareció extraño. La biblioteca era muy luminosa debido a todas las cristaleras que tenía, pero los rayos del sol no entraban directamente en ella. Quizá estuviese así pensado, ya que sería demasiado molesto estar recibiendo chorros de luz mientras leías o estudiabas. Suponía que aquellas cristaleras tendrían algún tipo de filtro o de cristal especial. Le preguntaría a Hans al volver a casa. Caminó hacia el piso de Tom, pensando todavía en la patética situación que le acababa de ocurrir, cuando una tienda llamó su atención. “El Rincón Glotón”, se podía leer en la entrada. Recordaba aquella tienda. Sus padres le habían comprado años atrás una tarta manzana deliciosa. Decidió entrar. Lo mínimo que podía hacer para demostrar su gratitud a Tom y a Ylia era llevar algo de postre. Una pequeña campanilla sonó a su paso por la puerta y la sonriente dependienta lo saludó desde el mostrador. Era la misma mujer que despachaba la tienda años atrás. Los recuerdos lucharon por burbujear en un rincón del alma de Matt, pero logró calmarlos y limitarlos a una sensación de melancolía. Echó un vistazo a la inmensa variedad de postres que había, hasta que se decidió por unas milhojas de merengue. Tenían pinta de estar deliciosas. Pidió cinco, por si alguno quería repetir, y observó cómo las envolvía con sumo cuidado. Un descuido por su parte en el transporte podría hacer que se aplastasen, y eso no podía suceder. Las milhojas tenían que estar intactas y en perfectas condiciones hasta el momento de llevarlas a la boca. Pagó siete sertrones de bronce por ellas y volvió a su camino. El portal del piso de Tom quedaba a escasos cinco minutos de la biblioteca. Aun así, el camino se le hizo bastante largo por culpa de su delicada carga. Subió las escaleras y tocó en la aldaba de la puerta. A los pocos segundos, la alegre cara de Tom apareció a través de la puerta. —¡Hey! ¿Qué traes ahí? No me digas que… Matt se excusó con un gesto de hombros. —En fin, pasa, pasa —le indicó con gesto apremiante—. ¿Cómo te ha ido en tu primer día de biblioteca? ¿Todavía respiras? —Pensé que lo iba a llevar mucho peor, la verdad. Hacía mucho que no estaba tanto tiempo estudiando. Creo que las ganas de conseguir la plaza me dan fuerza durante unas horas. Pero el cansancio siempre acaba apareciendo. O el hambre —añadió Matt, mientras olisqueaba el ambiente—. ¡Qué bien huele! —Pues claro, chaval. Soy un chef de primera. ¡Qué te creías! Atravesaron juntos el pasillo y llegaron a la cocina. Allí estaba Ylia, acompañada de otro libro. A su lado estaba una chica que Matt nunca había visto. —¡Atención! —Ambas alzaron la mirada—. Bueno, Matt, esta es Amy, la chica con la que estoy —explicó Tom. Ella se levantó y le dio dos besos. Estaba delgada, quizá demasiado, y parecía cansada. Además, sus ropas oscuras no ayudaban a darle un aspecto más vital. —Encantada —respondió Amy con una sonrisa—. Tom e Ylia me han hablado muy bien de ti. Matt creyó por un momento que era otra persona la que había hablado. La voz de Amy era dulce, pero a la vez potente. No concordaba para nada con su aspecto delgado y agotado. Era una de esas voces con una dicción perfecta. Con una entonación que te envuelve y te acaricia el tímpano. Ylia lo saludó con una sonrisa y Tom se acercó por su espalda. —¿Qué es eso que traes? —preguntó mientras intentaba quitarle el paquete. —¡No! ¡Estate quieto! —exclamó Matt—. Son milhojas. ¡Las vas a aplastar! Tom apartó con rapidez las manos, como si se hubiese quemado con algo. —¿Merengue o crema? —preguntó. —Merengue. Tom cerró los ojos y se dio la vuelta. Luego, fue caminando cabizbajo hacia los fogones. Ylia y Amy comenzaron a reírse a carcajadas y se chocaron las manos. —Tom odia el merengue en los postres. Y nosotras lo amamos. Muchísimo —puntualizó Ylia. —No odio el merengue, pequeña harpía. Pero es demasiado empalagoso. No se puede comparar a una sutil y sabrosa crema —respondió Tom, al mismo tiempo que le daba la vuelta a unos trozos de carne. Amy se acercó, todavía riéndose, y le abrazó por la espalda. —Es demasiado tarde para esto. Déjame en la soledad de esta, mi pequeña tragedia —respondió Tom, con exagerada teatralidad. Ella le respondió con unas palabras al oído y un beso en la mejilla. Ylia puso los ojos en blanco y se giró para hablar con Matt. —Puedes sentarte en cualquier lugar, menos en esa silla —dijo, señalando la que se encontraba en la cabecera de la mesa—. Tom siempre se pone muy pesadito con que ese es su trono. Matt optó por dejar la silla más cercana a la de Tom para Amy y se sentó al lado de Ylia. —¿Cómo te ha ido? ¿Te están sirviendo mis apuntes? —Desde luego. Me has salvado la vida. ¿Cómo consigues tener todo tan bien ordenado y sin ningún tipo de error? —Muchos años de práctica —respondió, a la par que recogía su libro—. Me encanta hacer mis propios apuntes. Necesito escribirlo para aprenderlo, no me basta con leerlo. Si no lo hago, no lo recuerdo. Es mi forma de estudiar. Tom y Amy llegaron con algunos cubiertos, así que Matt e Ylia dejaron el tema para más tarde y les echaron una mano. A los pocos minutos, estaban los cuatro a la mesa, degustando un jugoso pollo al horno con patatas asadas. —Entonces, ¿cuánto tiempo lleváis juntos? —preguntó Matt entre bocado y bocado. —Hmmm, nuestra relación es un tanto peculiar — respondió Tom con naturalidad—. Hemos tenido varios altibajos, pero podría decirse que nos llevamos aguantando desde hace más de cuatro años. Amy asintió varias veces con la cabeza, mientras masticaba un bocado. Ninguno de los dos parecía incómodo hablando del tema, pero tras haber escuchado lo de los altibajos, Matt decidió dejarlo. Y dejaron el tema, pero para comenzar a hablar de él. —¿Y tú qué? ¿Hay alguna chica en tu vida? —preguntó Tom. —O chico —añadió Amy, sonriente. El comentario de Amy cogió a Matt por sorpresa y las prisas por responder casi consiguieron que se atragantara. —No, no. No hay nadie en mi vida. Y chicas. Tengo claro que me gustan las chicas —aclaró. —Vaya… Es una verdadera lástima. Tengo un amigo con el que harías buena pareja —respondió Tom, con una extraña mirada en su rostro. Matt se quedó unos instantes atascado, sin saber qué decir. —¡Es broma, tío! Qué fácil resulta bloquearte —aclaró Tom entre risas—. Ya sabía que te gustaban las chicas. He visto cómo le echabas unas buenas ojeadas a Keira — añadió. —¿Qué? Eso no es cierto —mintió Matt, indignado. Era imposible que Tom lo hubiese visto. Además, todo aquello había sido causado por la ayahuasca. —Que era broma, ¡otra vez! A este paso vas a suspender el examen —comentó Tom entre más risas—. Cualquiera te maneja. Matt sacudió la cabeza, aunque no pudo evitar que se le escapase una risita tonta. —Sois como niños —murmuró Ylia—. Quién diría que soy la más pequeña del grupo. —¿Prefieres que hablemos de ti? —inquirió Amy. Ylia entrecerró los ojos con gesto amenazador y apuntó con la punta de su cuchillo en dirección a Amy. Esta alzó las manos en señal de rendición, pidió perdón y continuó comiendo. Matt y Tom no pudieron reprimir una carcajada ante aquella grandiosa interacción no verbal. El resto de las conversaciones pasaron por los planes que tenían para la tarde o alguna cuestión sobre el examen de Matt. Ambos temas proporcionaron suficiente conversación hasta la hora del postre. —Haz los honores —dijo Tom mientras traía las milhojas. Matt cogió la bandeja y se la ofreció a Ylia. —En mi casa siempre se sirve en función de la edad. Los más pequeños escogen primero. Los mayores son los últimos —explicó Matt. —Me gustan las normas de tu casa —respondió Ylia mientras jugueteaba con sus dedos—. ¡Esta es la mía! —Si son todas iguales —comentó Tom, con un tono monótono muy poco habitual en su persona. Tomaron el postre con tranquilidad, degustando cada migaja. Incluso Tom terminó reconociendo que estaban aceptables para su gusto, lo que le valió los reproches de las chicas. —En fin, yo debo irme —murmuró Amy—. Tengo que relevar el turno de mi compañera. —Amy trabaja en un bar de la zona —explicó Tom. —No trabajo en un bar de la zona, Tom. Trabajo en EL bar de la zona. El resto no nos llegan ni a la altura del betún —comentó, sonriente. Tom asintió con efusividad, intentando no buscarse problemas. —Hmm, pues creo que yo volveré a la biblioteca. Cuanto más lo prepare, menos nervioso estaré. —Recuerda insistir en el tema quince, el de la gestión de las emociones —dijo Ylia—. ¿Quieres volver mañana a comer? Así de paso te podemos resolver algunas dudas que tengas. Matt dudó unos segundos. No quería ser una carga y tampoco tenía muy claro si sus invitaciones eran sinceras o estaban siendo condicionadas por Hans y Alma. Sin embargo, hacía demasiado tiempo que no comía con amigos. Casi no lograba recordar lo que era la amistad. Decidió tomar una solución intermedia. —Vendré a comer, pero creo que traeré yo la comida. Tom frunció el ceño y lo miró extrañado. —¿Qué? Oh, no. ¡No, no! La comida estaba deliciosa —aclaró—. Pero me siento incómodo siendo invitado constantemente… Son cosas de la gente que ha crecido en un pueblo —murmuró Matt—. Nos sentimos mejor invitando que siendo invitados. —Semejante tontería —respondió Tom—. Puedes venir cuando quieras, incluso sin avisar. Créeme que si me hubieses caído mal, no seguiría teniendo trato contigo. Habría manipulado a Alma para que otro te guiase en estos, tus primeros pasos en el fascinante mundo del elementalismo —añadió con pomposidad. Como de costumbre, Matt no encontró forma de defenderse de la descarnada sinceridad de Tom. Sacudió la cabeza, sonriente y recogió sus cosas. —Nos vemos mañana, entonces. Regresó a la biblioteca y encontró el mismo ambiente solemne y silencioso, aunque la concentración de usuarios era mucho menor. Esta vez, caminó hasta el final del séptimo piso y escogió una mesa situada en una esquina, la cual tenía una iluminación bastante deficiente en comparación con el resto. Nadie querría compartir aquel espacio con él. “Solo tres días más”, pensó Matt mientras colocaba sus apuntes. No le apetecía ni lo más mínimo estudiar justo después de comer. Pero el que algo quiere, algo le cuesta. 9. Bendita mala suerte La tarde le resultó especialmente dura. El sol brillaba con fuerza en el exterior y el calor en la sala llegó a ser sofocante. No parecía un día de finales de septiembre. Pero logró aguantar. Satisfecho consigo mismo, dejó la biblioteca alrededor de las ocho y media de la tarde, con cinco temas dominados. El objetivo marcado para el día había sido superado con creces. Decidió quedarse un rato en el paseo marítimo para ver cómo el sol comenzaba a esconderse. Su tonalidad dorada se reflejaba en las aguas, haciendo la vista incluso más agradable. Al mismo tiempo, la brisa del mar le refrescaba la mente, poco acostumbrada a sentirse recluida por horas bajo un techo. Aquellos instantes de libertad resultaban curativos. Cuando llegó a casa de Hans, él ya se encontraba allí. Atareado con una redacción relacionada con algún tema del gobierno, Matt solo conversó con él unos minutos y lo dejó tranquilo. Su rostro lucía bastante estresado. Llegó a su habitación y se tiró de cabeza en el colchón. Estuvo un rato tumbado boca abajo, con las extremidades estiradas. Su cuerpo parecía pesar una tonelada. No logró levantarse. Se quedó dormido, sin ni siquiera llevarse un bocado a la boca. Los días siguientes resultaron ser muy similares al día anterior. Se levantaba temprano por las mañanas y volvía a su pequeño rincón de la biblioteca, el cual siempre estaba libre. Al mediodía se acercaba a casa de Tom y comía junto a él e Ylia. Matt había abierto totalmente sus barreras de defensa en relación a ellos. Eran personas puras y sinceras. Tom, con su espontaneidad, extravagancia y buen humor, hacía desaparecer el estrés y la preocupación por el examen. Ylia, con su bondad y amabilidad, se aseguraba de que no tuviese dudas y de que se encontrase bien. Por su parte, el tercer habitante del piso seguía estudiando en su pueblo y terminaría la mudanza el lunes, después de los exámenes. Tenía ganas de conocerlo. Tom sabía rodearse de gente extraordinaria. “Quizá también acabe convirtiéndome en una persona decente”, bromeó Matt en su interior. Pese a todo, las tardes del miércoles y del jueves resultaron ambas un sinvivir. Un sorprendente buen tiempo continuaba vistiendo los días, haciendo que el séptimo piso de la biblioteca mantuviese un calor agobiante. Y mucho más en su recóndita esquina. A partir de la media tarde, Matt siempre fantaseaba con dejar de estudiar e ir a pasear junto al mar. Pero nunca lo hizo. Lograba encontrar un poco de frescor en la terraza del último piso, a la que salía cuando no aguantaba más. Y llegó el viernes, el día antes del examen. Esa tarde le estaba resultando especialmente dura y su subconsciente comenzó a luchar contra él. “Si total, mucha gente te ha dicho que con sentido común puedes aprobar”, “ya tienes estudiados diecisiete temas de veinte, para que vas a sufrir”, “aunque te mates a estudiar el día anterior no vas a cambiar gran cosa del resultado final”, fueron muchas de las ideas que surgieron en su mente. Estaba planteándose seriamente irse, cuando sintió que alguien pasaba por su lado y se sentaba en su mesa. Tardó unos instantes en reconocerla: era la misma chica con la que había estado sentado el primer día. Sin embargo, estaba muy cambiada. Llevaba el pelo suelto y sus ojos eran mucho más profundos y luminosos. El otro día le había parecido una chica interesante. Pero hoy le parecía hermosa. Demasiado, de hecho. Y sí, otra vez se había quedado mirándola. En cuanto se dio cuenta de lo que estaba haciendo, una sensación de nerviosismo acudió a él y le obligó a apartar la mirada. No podía permitirse que lo volviera a pillar. ¿Y si venía a llamarle la atención por lo del otro día? Decidió echar un vistazo a su alrededor. La planta estaba bastante concurrida, aunque había algunos asientos libres. Probablemente se hubiese dado cuenta de que era él cuando ya estaba sentada y ahora le daba vergüenza levantarse e irse. No tenía mucho sentido elegir aquel sitio, a no ser que fuera para devolverle las molestias del otro día. Matt decidió anclar su mirada en los apuntes, pero no logró concentrarse más de cinco minutos. Sentía su presencia en la mesa y eso lo distraía, así que decidió idear un plan. Se levantó y fue a dar una vuelta hasta la azotea, dejando sus apuntes en la mesa. Si la chica se había sentado por equivocación, ahora tendría la oportunidad para escabullirse a otra mesa. Y si quería decirle algo por lo del otro día, podría seguirlo hasta la azotea, donde estaba permitido hablar. Las escaleras que daban a ella podían verse desde la mesa, así que la chica sabría dónde estaba. Tras cinco minutos nadie apareció, así que decidió volver a su sitio. Pero la chica seguía allí, leyendo sus apuntes con la misma tranquilidad del día pasado. Matt regresó y se colocó con la máxima discreción posible. Intentó por todos los medios posibles concentrarse, pero tras media hora allí sentado, apenas había avanzado dos páginas. Era una situación bastante incómoda. Viendo que no le quedaba más salida que regresar y estudiar en casa, decidió recoger sus cosas. Tenía los folios bastante desperdigados, así que tardó un rato. Cuando tuvo todo recogido y estaba de pie, listo para marcharse, un folio apareció en su rincón de la mesa. La chica lo había deslizado hacia él. “Y encima te olvidas los apuntes y ella te los tiene que devolver. Genial”, pensó. Cogió el folio, pensando de qué maldito tema podría haberse traspapelado con los suyos y lo miró. “Que tengas mucha suerte mañana”, ponía. Matt se quedó en blanco, pensando que tenía que haber algún tipo de error. Miró a la chica y esta le devolvió la sonrisa más dulce que había visto en años, que sumada al mensaje y al sofocante calor en la sala, casi consiguieron derretirlo. —Eh… Yo… —balbuceó Matt en voz alta, todavía de pie. Varias cabezas de las mesas contiguas se giraron en su dirección, buscando el origen del ruido. Pudo sentir decenas de ojos clavados en él tras ser descubierto. La chica, por su parte, volvía a tener la mirada en sus apuntes, aunque todavía sonreía. Paralizado por los acontecimientos, no supo cómo reaccionar, así que guardó el folio en su mochila y salió de la planta. De hecho, necesitó llegar a fuera para pensar con claridad. Una vez allí, se llevó la mano a la cara, abochornado por su torpeza. —Matt Meriens, eres idiota —murmuró tras respirar unos segundos de aire fresco. La próxima vez que la viera, iría directamente a hablar con ella. Sin duda alguna. Volvió a casa de Hans, pero no había pensando en que quizá él no estuviese. Y así fue. La puerta estaba cerrada y él no tenía una llave propia. Decidió sentarse en el pequeño banco situado en el jardín y echó un último vistazo al tema que estaba leyendo en la biblioteca. Todavía le quedaban tres temas, pero realmente… no los iba a preparar. Con leer los enunciados del índice le resultó suficiente para saber qué tipo de contenido iban a desarrollar. Podía manejarlos con sus conocimientos previos. Al cabo de veinte minutos, llegó Hans. —Oh, vaya. Qué pronto has vuelto hoy. ¿Ha pasado algo? —Una chica llevaba un buen rato intentando ser amable conmigo. Yo llevaba días pensando que ella me odiaba. Vamos, que soy un genio de las relaciones sociales —aclaró, ante la mirada confusa de Hans—. Al final no pude concentrarme más tiempo, así que huí como un cobarde. Hans alzó las cejas, sorprendido. —¿Y cómo se llama la chica en cuestión? Quizá la conozca. —No lo sé, no tuve tiempo. Estaba nervioso y en las salas de estudio es peligroso hacer un ruido mayor que el de tu respiración. De todas formas, creo que va a ir a los exámenes de acceso a las brigadas. Y si no, la veré en la biblioteca. Ya la conoceré tarde o temprano. Hans asintió y abrió la casa. —¿Cómo llevas el examen? —preguntó mientras dejaba sus cosas en la repisa de la cocina—. ¿Alguna duda de última hora? —Todo está bien. No creo que nadie haya preparado la parte de Fundamentos psicológicos para el brigadista tanto como yo. Además, Ylia ha sido demasiado amable estos días y me ha resuelto todas mis dudas. Tiene una mente privilegiada —añadió. —Ylia era la compañera de piso de Tom, ¿no? —Matt asintió—. No la conozco, pero si Tom la ha elegido, tiene que ser una buena persona. —Hemos llegado a la misma conclusión —comentó, sonriente. Pasaron unos minutos más hablando sobre el examen y luego Hans decidió ir a cenar al restaurante de su amigo. No le apetecía cocinar y Matt era bastante lamentable en las artes culinarias. Lasaña de carne fue la opción elegida. Según Hans, la bechamel era deliciosa. “Sabe a nubes asadas”, había dicho. Y resultó ser verdad. Hora y media después, Matt estaba estirado en su cama, reposando aquella grandiosa cena. Jugueteaba con su pluma, buscando cualquier excusa para no continuar trabajando en un resumen sobre las “Técnicas de interrogación y análisis de la información”. Le gustaba hacer esquemas. Prefería tener una columna vertebral sobre la que apoyar los conceptos más importantes del tema. Luego, solo tenía que desarrollarlos y tirar un poco de imaginación. Tras unos minutos, se dio cuenta de que ya no tenía sentido estudiar más. Solo conseguiría saturarse. Recogió los apuntes, los dejó encima del escritorio y regresó a la cama. Pensó en su padre y en su hermana, que seguramente lo estarían echando de menos. Pasase lo que pasase, iría a visitarlos mañana por la tarde, después de terminar los exámenes. Pensó en Tom y en Ylia, dos de las personas más fascinantes que había conocido en años. Quería poder agradecerles en el futuro todo lo que habían hecho por él. Acoger a una persona desconocida como lo habían hecho ellos… era increíble. Pensó en Hans. Sí, él lo había rescatado de una muerte segura. Pero luego Hans lo había rescatado de una vida muerta, insuflándole ilusión y esperanza. Dándole una nueva oportunidad de volver a empezar. Tuvo también un pedacito de su tiempo para Alma y Keira. Realmente tenía ganas de verlas otra vez. Y pensó en aquella chica. Quizá mañana podría hablar con ella. De una vez por todas. Quiso que pasase la noche lo más rápido posible. Odiaba las horas previas al examen. Quería estar allí y que todo acabase. Estuvo dando vueltas en la cama casi una hora, hasta que se quedó dormido. Tuvo unos sueños ajetreados que no logró recordar, pero al menos pudo dormir del tirón hasta que salió el sol. Con la primera luz del alba, su mente le despertó. Ella también tenía ilusión por aquel día. Aún quedaba algo más de una hora para el examen, así que se vistió con calma. Después, bebió un poco del café de Hans, el cual tenía un regusto a la tarta que hacía su vecina Lila. Aquel sabor a hogar consiguió amansar un poco la inquietud que comenzaba a aflorar en su estómago. —¿Ya te vas? —preguntó un somnoliento Hans desde la puerta de su habitación. —No puedo estar más tiempo quieto. Sé que es contraproducente y que quizá me ponga más nervioso, pero prefiero esperar allí con el resto de los aspirantes a las brigadas. —Sabes dónde es, ¿no? —Afirmativo. Además, voy con tiempo. Hans se acercó bostezando y le tendió una mano. —Mucha suerte entonces. Quiero que tengas la mejor nota de acceso. Que nadie dude que los elementalistas siempre escogemos a los mejores. —Dalo por hecho —respondió Matt, confiado. La facultad de brigadismo estaba bastante cerca. Entró por la puerta principal y echó un vistazo. Varios estudiantes fueron pasando y todos tomaron la misma dirección, así que decidió seguirlos. Allí se encontró con unas treinta personas esperando delante del aula magna de la facultad. Podía notarse en el ambiente la tensión previa al examen. El silencio era casi sepulcral, salvo por el leve sonido de algunos folios o los numerosos tics presentes en las piernas de los estudiantes. Algunos tenían los ojos cerrados, otros respiraban con una frecuencia más alta de lo normal y otros encogían y estiraban sus extremidades. Matt concluyó que sería mejor no quedarse allí los treinta minutos que faltaban para la hora prevista, o aquella sensación terminaría contagiándolo. Optó por recorrer la facultad. Parecía un edificio de diseño bastante antiguo. Tenía cuatro pisos y estaba construido en su mayoría de piedra. El frío de la noche todavía impregnaba las paredes, y estas emitían un frescor que calaba los huesos. Esperaba que durante el invierno pusieran unas estufas decentes. De otra forma, el alumnado acabaría congelándose. Había numerosas clases, pero no tantas como él esperaba. Vio otro tipo de aulas, denominadas “de usos múltiples”, y también encontró cuatro gimnasios. Dado que la parte práctica tenía gran importancia en las brigadas, resultaba lógica la existencia de ese tipo de espacios. Al llegar al último piso, se entretuvo un rato observando desde las alturas. Podía verse la bahía de Thalassia, con sus tres murallas defendiéndola. Estuvo unos minutos mirando el horizonte e imaginándose que él lo cruzaba. Un horizonte marino libre de tarántulas. Suspiró y volvió sobre sus pasos. No podía quedar mucho tiempo para el comienzo del examen. Regresó al frente del aula magna y vio que el número de personas acumuladas había aumentado de forma considerable. Quizá hubiese más de un centenar. “De todas formas no son demasiadas”, pensó Matt. Los nervios ya no eran palpables en aquel momento: eran visibles. Los murmullos y susurros de última hora afloraban por cada rincón de la estancia. Cuando dieron las ocho y diez minutos, el grupo comenzó a desesperarse. Varios propusieron ir a pedir información a los administradores de la facultad, otros se aseguraron de comprobar que hoy era el día indicado y alguno que otro se fue, sin dar más explicaciones. A los pocos minutos, aparecieron cinco personas ataviadas con numerosas carpetas y fueron haciéndose paso a través de la muchedumbre. Una de ellas abrió el aula magna y sus cuatro compañeros se situaron en la entrada. Se mantuvieron los cinco en pie, esperando que se hiciese el silencio. —Buenos días. Disculpad la tardanza —dijo el hombre que había abierto la puerta—. Soy el profesor Howard y este año me ha sido asignada la presidencia del tribunal que os evaluará. Estos son mis compañeros y compañeras. Otros dos hombres y dos mujeres, de menor edad que el profesor Howard, hicieron un breve saludo a los allí presentes. —Comenzaremos repartiendo a los aspirantes entre las cuatro especialidades que podéis elegir: Estrategia, Orden Estatal, Exploración y Reconocimiento o Combate. Iremos nombrando una a una a las personas y estas irán situándose en el lugar que les corresponda dentro del aula magna. ¿Entendido? La mayoría asintió con la cabeza y algún que otro tímido “sí” surgió del grupo de aspirantes. El profesor Howard comenzó a llamar por orden alfabético en función del apellido. Abento Jules, de la especialidad de estrategia, fue el primer aspirante. Así continuaron varios nombres, hasta que por el apellido correspondiente a la letra D, Matt dejó de prestar atención. No tenía demasiado sentido hacer cábalas para saber cuántos aspirantes tenía cada especialidad. No iba a resultarle útil. Sin embargo, al llegar a la letra L, su atención se encendió de nuevo. —Liustra, Ariadne. Brigada de estrategia —dijo el profesor Howard. Matt la reconoció al instante. Era la chica de la biblioteca. Avanzó con la mirada perdida en dirección a los examinadores y les entregó su identificación personal. Mientras ellos tomaban sus datos, no hizo ni un solo movimiento. Les dio las gracias con una leve reverencia de cabeza y entró al aula magna. Otra oportunidad perdida. Otra más. Había optado por visitar la “maravillosa” facultad en vez de ir a buscarla. Podía haber estado con ella, distrayéndola de los nervios previos al examen. “Era obvio que iba venir, estúpido. A ver si te enteras de algo un día de estos”, se reprendió Matt a sí mismo. Intentó serenarse, pues mucho estaba en juego. Prefería no perder los nervios con temas menos importantes. Ya tendría oportunidad de conocer a aquella chica. “Ariadne... Bonito nombre”. Dado que iban por la letra L, solo faltaban unos cuantos nombres hasta su apellido. Y así fue. —Meriens, Matt. Brigada de combate. Matt avanzó y le entregó su identificación a una de las profesoras. Esta la aceptó con una sonrisa y le dictó los datos a su compañero. —Puede pasar. Al fondo a la derecha —le indicó la profesora. Entró al aula magna y la visión lo sobrecogió. Era de un tamaño inmenso y tenía una decoración demasiado elegante, como si fuese un lugar reservado para las ocasiones especiales. A lo largo de la estancia, centenares de mesas todavía esperaban a su aspirante. Caminó hacia el fondo a la derecha, donde en teoría esperaban los candidatos a su especialidad. ¿Había dicho al fondo a la derecha? ¿O al comenzar a la derecha? Continuó caminando, no muy convencido, hasta que las palabras de Tom resonaron en su mente: “En la brigada de combate no están los más inteligentes de la ciudad”, había dicho. Matt no era muy proclive a juzgar mediante estereotipos, pero en aquel momento supo que estaba en el lugar indicado. Salvo tres chicas, todo eran hombres. Unos cuarenta. La mitad continuaba de pie y otra gran parte se había apoyado en las mesas en vez de tomar asiento. Sus pintas no eran muy amigables. Y las miradas con las que se cruzó tampoco lo fueron. Por algún motivo, parecía ya haber grupos preestablecidos, cuando todos eran simples candidatos. Había un gran grupo de unas veinte personas charlando entre ellas. Otros dos grupos de cinco hacían lo propio. Además, había unas diez personas que iban a su aire, separados del resto. Matt decidió sentarse en un rincón separado y no llamar demasiado la atención. Tuvieron que esperar unos diez minutos hasta que todo el mundo estuvo situado en sus lugares. Los cinco profesores entraron en el aula con paso ligero y dejaron sus carpetas en una gran mesa, situada en el fondo de la estancia. —Bien, en cinco minutos dará comienzo el examen. Tomen sus asientos. ¡Ya! —urgió el profesor Howard, mientras clavaba su mirada en los aspirantes a la brigada de combate. Nadie osó contravenir sus órdenes. —Como ya sabéis —continuó—, la primera parte de la prueba es la sección teórica. Os será entregado un examen con varias preguntas y un tema para desarrollar. Sobra decir que si alguien es sorprendido intentando usar medios ilícitos para la consecución de la prueba, será inmediatamente descalificado. Y no podrá volver a presentarse en un periodo de cinco años —aclaró. Varios murmullos recorrieron la sala. El profesor Howard alzó una mano para pedir silencio. —Cada uno de mis compañeros estará situado en uno de los cuadrantes del aula magna, con su correspondiente especialidad. Yo iré alternando cada sección, intentando resolver las dudas que puedan surgir. Solo se permite pluma estilográfica. En caso de emergencia, tenemos algunas de reserva. No se permite hablar en ningún momento con nadie de la sala. Si existe alguna duda, levantad la mano, y el profesor o profesora encargado de vuestra sección acudirá en vuestra ayuda. La mitad de las normas eran de sentido común. Matt deseó que se callara y repartiese los exámenes cuanto antes. —Si alguien no acata las órdenes y normas establecidas, será expulsado —continuó—. Y si alguien no acepta ser expulsado, varios brigadistas de Orden Estatal lo escoltarán hasta el calabozo. ¿Alguna duda? El silencio fue absoluto. —Bien. Comienzan los exámenes de acceso a las Brigadas Estatales. Los cuatro profesores restantes, que estaban situados en los laterales del aula, comenzaron a mover unos enormes telones. Estos se deslizaban por el aula magna con fluidez, como si de un telón de teatro se tratase. Una vez los cuatro confluyeron en el centro, el aula quedó dividida en cuatro cuadrados. Lo único que podían ver era a sus compañeros de especialidad. Una nueva voz, esta vez femenina, tomó el relevo. —Repartiré los exámenes y papel en blanco para todos. Manténganlos boca abajo hasta que todo el mundo tenga el suyo. A mi señal, todos le darán la vuelta y podrán comenzar a escribir. Era la profesora que había recogido su identificación. Comenzó a repartir los exámenes a los alrededor de sesenta aspirantes. Una vez terminó, volvió a hacer el recorrido inverso con los folios en blanco. Sin embargo, se detuvo a mitad del camino. —Usted. ¿Qué está haciendo? Un chico de unos veinte años levantó la mirada. —¿Leer? La profesora vaciló un momento. Luego, le retiró el examen y señaló la salida con una mano. —Espero que estés de broma. —Fue-ra —respondió la profesora, haciendo énfasis en cada silaba. Su voz ya no parecía tan amable. El chico se puso de pie con lentitud y se enfrentó con ella. Le quitaba dos cabezas. Las dos personas que estaban a su lado también se levantaron. —Vosotros dos, tenéis cinco segundos para volver a vuestro sitio antes de ser expulsados. Y tú, tienes diez segundos para abandonar la sala. Al menos por tu propio pie —aclaró. Matt comenzó a ponerse nervioso. Aquellas tres bestias podían aplastar a la profesora si así lo deseaban. Era obvio que ella podía pedir ayuda a las brigadas estatales, pero tardarían varios minutos en llegar. Y ni a él ni a ninguno de los allí presentes les apetecía hacerse los héroes. El chico comenzó a soltar unas carcajadas contenidas. Lo único que podía escucharse era el sonido del aire al salir por su nariz. De repente, uno de sus acompañantes alzó un brazo en dirección a la profesora. —Ahí vamos… —murmuró Matt, viendo el jaleo que se iba a armar. Fue visto y no visto. La profesora esquivó el gancho haciendo un quiebro, cogió a su atacante por un brazo y le hizo una proyección. Salió volando por los aires y aterrizó en el suelo, con un golpe seco. Aquella mole pesaba más de cien kilos. Y la había elevado como si nada. Matt se quedó con los ojos como platos. Se incorporó en su silla y lo observó retorciéndose de dolor. La profesora no les dio oportunidad de reaccionar a los otros dos. Al primero le asestó un golpe seco en el cuello. Sus piernas comenzaron a temblar y se derrumbó en el suelo. El otro intentó valerse del caos formado para intentar escapar, pero la profesora le puso una zancadilla. Dio con la boca contra las baldosas. —¡Soy Armen Munihan, escorias humanas! —bramó la profesora—. Maestra y comandante de las Brigadas de Élite. ¿A qué mierda creéis que estáis jugando? De verdad, habéis escogido mal a la persona a quien molestar —añadió, exasperada. A Matt se le pusieron los pelos de punta. Por las historias que le había contando su padre, aquella mujer era poco más que una leyenda dentro de las brigadas. Ninguna otra había logrado tantas misiones de grado A como ella y los equipos que lideraba. No le tenía miedo a nada ni a nadie. El profesor Howard apareció corriendo por detrás del telón. Al ver la situación, sacudió la cabeza y desapareció. Segundos más tarde, cinco brigadistas pasaron a recoger a los alborotadores. Matt los miró fascinado. Eran tres hombres y dos mujeres. Sus capas de color azul, correspondientes a la división de Orden Estatal, lucían impecables. Vio cómo ondulaban ligeramente al caminar. Aquellos atuendos añadían un porte excepcional a la persona que los llevaba. Parecían irradiar luz propia. Ojalá pudiese lucir algún día el morado de la división de Combate. O el blanco, correspondiente a los elementalistas. Una vez todo regresó a la calma, la profesora tomó la palabra. —Disculpad mi comportamiento. No volverá a ocurrir. Este tipo de gente me saca de mis casillas. Dos minutos para volver a la calma y comenzamos —añadió. Matt le hizo caso. Centró la mirada en una pequeña porción de su mesa e intentó evadirse de todo lo que estaba a su alrededor. —Podéis comenzar el examen —dijo entonces la comandante Munihan. Decenas de folios se dieron la vuelta al unísono. Luego, hubo varios segundos de silencio absoluto y respiraciones contenidas. Matt miró el examen. Eran cinco preguntas y un tema para desarrollar. Decidió leer todo el examen y luego valorar sus posibilidades. 1: ¿Qué pasos seguirías para superar la fobia a las tarántulas? 2: ¿Cómo tratarías un ataque de pánico de un compañero, cuya mente se bloquea en plena misión? 3: ¿Sería correcto desobedecer las órdenes de un superior si consideras que estas son erróneas o ponen en riesgo la misión? Justifica tu respuesta. 4: ¿Qué harías para aumentar las probabilidades de victoria ante un grupo enemigo con una fuerza de combate mucho mayor? 5: ¿Qué motivos te llevaron a realizar la prueba para acceder a la especialidad de Combate de las Brigadas Estatales? - Tema de desarrollo libre: Invasión de tarántulas marinas en la bahía de Thalassia; principios y estrategias. Matt reflexionó unos instantes sobre las preguntas. No era exactamente lo que esperaba, pero podía contestarlas con facilidad. Como le habían dicho, el sentido común era suficiente. Sin embargo, él se había preparado a conciencia. Podía completar sus respuestas con información más avanzada y técnica. Comenzó a hacerlas por orden, ya que no había ninguna pregunta que le llamase demasiado la atención. Redactó con cuidado cada una de las palabras, pues no quería hacer borrones, y puso especial énfasis en añadir información con rigor académico. Tras una hora y media escribiendo, consiguió terminar el examen. Decidió echar dos vistazos generales. El primero, para ver si había contestado algo erróneo. El segundo, para repasar la ortografía. Y no solo por los profesores. Él era bastante quisquilloso con ese tema. Cuando sintió que su examen estaba listo para entregar, miró a su alrededor por primera vez en mucho tiempo. Sus ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse y enfocar la lejanía. La mayoría de aspirantes ya había entregado el examen y él ni se había dado cuenta. Tan solo quedaban alrededor de cinco personas en la sala. Guardó su pluma y ordenó los papeles. No pudo resistirse a echar un fugaz último repaso antes de entregarlo. La comandante Munihan estaba sentada en la mesa que presidía aquella sección del aula. Ya había comenzado a corregir los exámenes. Se acercó a la mesa y ella señaló el resto de exámenes agrupados. Matt dejó el suyo encima del resto. Luego esperó un momento, un tanto desconcertado. La profesora Munihan tardó unos segundos más en darse cuenta de que Matt seguía allí plantado. —Pasa a la siguiente sala —murmuró, mientras señalaba el fondo del aula. Matt se encaminó de inmediato hacia la puerta del fondo. No era la misma por la que había entrado, pero no existía otra opción. Tras ella tuvo que recorrer un largo pasillo, muy poco iluminado. Abrió otra puerta y la luz le cegó al entrar. Aquella nueva estancia era un gimnasio. Había bastante gente esperando en los laterales y unas cuantas personas en el centro. Parecía una especie de circuito de obstáculos. Avanzó con cautela hacia el grupo de personas situada en las gradas laterales y dejó su mochila con las del resto. Un hombre se acercó a él. —Buenos días, ¿su nombre, por favor? —Matt Meriens. Comenzó a buscar su nombre a lo largo de la lista. A los pocos segundos, realizó un tachón en ella. —Muy bien, señor Meriens. Sitúese al final de la cola. Esta es la prueba de rendimiento físico. Una vez llegue al principio de la fila, tendrá cinco minutos para realizar ejercicios de calentamiento —explicó—. Cuando suene el silbato, deberá situarse en la línea de salida. —Señaló el lugar de entrada al circuito—. Allí será mi compañero quien le dé las instrucciones precisas. Matt asintió con la cabeza. —Tenga usted suerte. No tenía muy claro qué se valoraba en aquella prueba. Suponía que los más rápidos en acabar tendrían mejor puntuación. Pero quizá un tropezón inesperado pudiese restar muchos puntos. Al fin y al cabo, un traspié en el campo de batalla significaba la muerte. Decidió que optaría por hacer un recorrido estable y fiable, antes que uno rápido. No quería correr riesgos. Tardó treinta minutos en llegar a los primeros puestos de la fila. Tuvo bastante tiempo para ver cómo sus compañeros hacían el circuito, así que entendía el mecanismo de la prueba. Sonó el silbato y el chico que estaba realizando el calentamiento se dirigió a la línea. El siguiente era él. Comenzó a desentumecerse un poco las piernas y los brazos, haciendo especial énfasis en las articulaciones. A los dos o tres minutos, el silbato volvió a sonar, y Matt se dirigió a la zona acordada. —Buenos días. ¿Su nombre? —Matt Meriens —repitió. —Muy bien. Esta prueba consiste en la realización de un circuito de forma libre. A mi señal, comenzará. El final es justo aquí, dado que es circular. Yo mediré los tiempos y valoraré la ejecución —añadió el examinador—. ¿Preparado? —Preparado. Aplaudió dos veces para hacer entrar en calor las palmas de sus manos. Luego comenzó a dar breves saltitos alternando ambos pies. El examinador miraba su reloj con atención. —Cinco, cuatro, tres, dos, uno… ¡YA! Salió despedido en cuanto oyó la orden. Conocía el recorrido a la perfección. El principio era una larga recta hasta el fondo del gimnasio, así que la hizo a máxima potencia. El único peligro eran unos obstáculos cerca del final, que le obligaban a zigzaguear. Bajó un poco el ritmo y los esquivó con fluidez, sin arriesgar. Luego, se encaminó corriendo a la siguiente zona. Allí, tuvo que alternar saltos a obstáculos, con otros que tenía que atravesar por debajo, arrastrándose. El suelo del gimnasio resultó ser más duro de lo que pensaba, así que su rodilla izquierda recibió un golpe bastante interesante. Respiró hondo y apretó los dientes para ahogar el dolor. Siguió corriendo. Tocaba escalar. Comenzó a subir la pared. Lo hizo con la tranquilidad que el dolor le permitía. Había visto a bastante gente perder una gran cantidad de tiempo en aquellos obstáculos, así que decidió ir despacio, pero con la seguridad de saber dónde estaba pisando. Llegó arriba y tocó la campana situada en el techo. Retrocedió hasta la mitad de la zona de escalada y dio un salto hacia el suelo. Como la altura era considerable y su rodilla estaba un tanto resentida, decidió dar una voltereta delantera para amortiguar su caída. Era un recurso bastante utilizado en las brigadas. Servía para diluir la fuerza del salto, ya que clavar las rodillas desde allí arriba podía ser peligroso. Su madre se lo había explicado cuando era pequeño. Ella era una gran escaladora. Escuchó algunos murmullos de sorpresa entre el público y aquello le motivó a seguir. Realmente le había salido de lujo. Todo muy fluido. Tantos años trepando y saltando desde los árboles por fin habían tenido su utilidad. Solo quedaba la zona del levantamiento de peso. El problema residía en que tenía que elegir entre cinco cargas. Matt había visto a algunos aspirantes quedar eliminados por elegir un peso excesivo y no poder con él. Se decidió por un bulto de tamaño mediano. Lo agarró con ambos brazos y tiró con firmeza. Pesaba más de lo esperado y por un momento el miedo atravesó su mente. No, no podía fracasar ahí. No era posible. Apretó los dientes con todas sus fuerzas y empujó como nunca lo había hecho en su vida. Logró subirlo al lugar correspondiente y salió corriendo. Notó de inmediato a sus lumbares planeando una buena venganza. Los siguientes días iban a ser divertidos. Pasó la línea de meta y el examinador realizó unas anotaciones en sus documentos. —Muy bien, señor Meriens. Puede descansar hasta las once. Matt ni siquiera tuvo fuerzas de agradecerle la información. Tenía suficiente con respirar. Caminó hacia las gradas y se sentó con lentitud. De no haber gente mirando, se habría tirado en la pista. Pero después de aquella exhibición tenía que mantener su dignidad, así que aparentó que aquello había sido pan comido. La realidad era que su rodilla y sus lumbares estaban amenazando con independizarse de su cuerpo. Pese al dolor, no pudo evitar que se le escapase una sonrisa. Tenía la total certeza de que había sido el mejor en aquella prueba. Al menos hasta ahora. Cerró los ojos un minuto mientras escuchaba a su corazón retumbando en los tímpanos. Fue recuperando la calma y esperó a que terminasen de hacer la prueba el resto de sus compañeros. Una vez acabaron, los examinadores pidieron silencio. —Muy bien, escuchadme. A continuación os iremos llamando de uno en uno para la realización de la última prueba. Como todos sabéis, esta última sección del examen consiste en el análisis de vuestras capacidades de combate. Cuando llegue vuestro turno, avanzad por la puerta que tenéis a vuestra izquierda. No se aceptan preguntas —añadió—. Vuestra capacidad de adaptación e improvisación también están en el punto de mira. No pasaron muchos segundos hasta que su voz volvió a resonar en el gimnasio. —Abenthy, Aaron —llamó el examinador. Un chico alto se encaminó a la puerta. Parecía nervioso. Esta se cerró con un golpe seco y el silencio volvió a colapsar el ambiente. Matt tenía bastantes dudas sobre la próxima prueba. No tenía muy claro de qué armas dispondría, quién iba a ser su contrincante o qué tipo de combate se iba a realizar. Al fin y al cabo… ese era el objetivo del examen. Demostrar cómo se defendían en una situación desconocida. La espera le resultó eterna. Tuvo la sensación de que había el doble de personas que en la prueba anterior. Cuando finalmente escuchó su nombre, dio un respingo y se levantó de golpe, ansioso por examinarse. Pero se había olvidado de un pequeño detalle: Un latigazo de dolor recorrió su zona lumbar y lo dejó paralizado. —Tienes que estar de broma… —murmuró Matt, temeroso. Por fortuna, no había sido un bloqueo total. A los pocos segundos, no sin esfuerzo, consiguió caminar hacia la puerta. Una vez la abrió, otro oscuro pasillo apareció ante él. Aprovechó unos segundos para hacer unos estiramientos. No podía permitir que su espalda lo lastrase durante el combate. Apretó los dientes y aguantó el dolor como pudo, intentando desbloquear al máximo sus músculos. Llegó al final del pasillo con mejores sensaciones, pero no del todo convencido. Abrió la siguiente puerta y la luz lo deslumbró de nuevo. Entró en otra estancia, esta vez más pequeña y circular. Había seis personas. Avanzó y una de ellas le salió al paso. —¿Matt Meriens? —preguntó. —Sí, soy yo. —Permítame guardarle sus pertenencias. Al final del examen podrá recogerlas. Matt le entregó su mochila y observó la zona destinada a la prueba. Un gran círculo dibujado en el suelo presidía la estancia. A su alrededor, diferentes tipos de armas estaban colocadas a lo largo de estanterías. Las únicas que le parecieron adecuadas para él fueron una especie de espadas de madera. Suponía que eran las espadas de kendö de las que había hablado Tom. El resto no tenía ni idea de cómo se usaba. —La prueba consiste en lo siguiente —dijo el nuevo examinador—. Deberás elegir un arma y pelear durante un minuto contra uno de nuestros expertos. El estilo es libre. Matt asintió y se dirigió a coger una de aquellas espadas. Eran todas demasiado ligeras para él, así que tuvo que conformarse con la más pesada entre ellas. La alzó y el tacto del movimiento le gustó. Podría defenderse. El examinador hizo una seña y una chica avanzó hacia ellos. De las seis personas, parecía haber tres instructores encargados de los combates. Los otros tres no llevaban una indumentaria adecuada para esa labor. Eran los encargados de observar. Matt ya estaba esperando en su posición. Aquella chica era bastante baja, pero no iba a subestimarla. Con total probabilidad podría ser capaz de meterle una paliza en dos movimientos. Cuando estuvo lista, realizó una leve inclinación con la cabeza. Tenía un intenso pelo rojizo. —Tres, dos, uno… ¡Comenzad! —ordenó el instructor. Aquella rapidez le cogió desprevenido. Se situó en posición de combate y avanzó con precaución hacia su contrincante. Ella permanecía quieta, sin inmutarse. También portaba una espada de kendö, que alzaba en su frente. Matt decidió lanzar una estocada para comprobar su forma de combatir. Ella la despidió con un golpe seco y rápido. Lanzó un par de golpes más, los cuales también fueron bloqueados con facilidad. Sin embargo, le serviría para entender mejor sus patrones defensivos. Ahora podría comenzar la pelea con ventaja. —Tuviste tu oportunidad —dijo la examinadora. Su voz sonaba suave y amenazadora a la vez. A Matt no le dio buena espina aquel contraste. Decidió ponerse en guardia. La chica avanzó con rapidez. Matt consiguió a duras penas repeler dos ataques. No lograba entender su forma de luchar. Las fintas eran impredecibles. Un primer golpe lo alcanzó en el brazo derecho. La espada podría ser de madera, pero le dolió bastante. Decidió dar un estacazo agresivo y amplio, que la obligara a retroceder o a bloquearlo con su espada. Sin embargo, no consiguió ninguna de las dos cosas. Con un ligero movimiento de piernas giró sobre sí misma y se apartó del golpe lanzado por Matt. Incluso había cambiado la espada de mano en el medio de aquel movimiento. Su flanco derecho estaba totalmente desprotegido y no llegaría a tiempo de bloquear el golpe. Matt no encontró otra solución. Apoyó todo el peso de su cuerpo en la pierna izquierda y con la derecha cargó una patada contra la espada enemiga. Al fin y al cabo, era de madera. Un intenso dolor atravesó su tren inferior en el momento en que su pie derecho golpeó la espada de la examinadora, que salió despedida. Ella lo miró con una expresión despectiva, como si acabara de darse cuenta de lo mucho que le odiaba. Matt no tuvo tiempo a reaccionar. La chica se lanzó contra él y lo agarró por el pecho. Intentó zafarse, pero al instante sintió cómo comenzaba a perder el equilibrio. Lo había desestabilizado con una llave que nunca había visto antes. El golpe contra el suelo fue duro. Quiso levantarse, pero ella seguía con el control sobre sus movimientos. —Ganar y sobrevivir no siempre es un juego limpio… —murmuró ella a su oído—. Gracias por recordármelo. Matt podía sentir cómo el cuerpo de la chica lo aprisionaba y le cortaba la respiración. Entonces, un intenso dolor atravesó su espalda. Fueron tan solo unos segundos, pero suficientes para que Matt se retorciese por el suelo, jadeando por la tensión. —Hemos terminado —dijo uno de los examinadores. La chica se levantó, recogió su espada y regresó con el resto de instructores de combate. Su mirada permanecía impasible. El examinador se acercó a donde Matt yacía tumbado. —¿Se encuentra bien? —Sí, sí… Tan solo me ha dado un tirón. Aquella excusa no era del todo falsa, puesto que su espalda chillaba de dolor. Con esfuerzo titánico logró levantarse por su propio pie. No quería dar la impresión a los examinadores de que aquel minuto de combate había hecho mella en él. Y mucho menos a aquella chica. —Puedes recoger tus cosas y esperar en la siguiente sala. Allí se os comunicará los resultados a la una del mediodía. Serán provisionales, claro, a espera de reclamaciones —añadió. Matt asintió sin pensar. Recogió su mochila y luego caminó, intentando fingir que se encontraba en perfectas condiciones. Abrió la puerta y otro oscuro y alargado pasillo apareció ante él. Sin embargo, por la mitad de este, no tuvo más remedio que detenerse. Se apoyó contra la pared y deslizó su espalda por ella hasta sentarse. Tenía tiempo para recuperarse y salir por aquella puerta sin cojear, ya que todavía quedaban varios minutos hasta que llegase el siguiente aspirante. Una vez comenzó a diluirse el sordo dolor de sus lumbares, otro dolor, esta vez emocional, surgió. La parte del combate había sido la peor de todas. En caso de no lograr acceder a la universidad por culpa de haber hecho el idiota en las pruebas físicas, nunca podría perdonarse a sí mismo. Apretó los puños con fuerza, hasta hacerse daño. Respiró hondo dos veces, se levantó con cuidado y avanzó hacia la salida. En esta nueva estancia estaban los aspirantes a la modalidad de Combate. Habría alrededor de treinta personas, lo que implicaba que quedarían otras treinta por terminar. Escogió un sitio donde sentarse y esperó, intentando dejar la mente en blanco. Ninguno de los pensamientos que en aquel momento rondaban por su cabeza iban a ayudarle. Cada minuto era largo, como una hora correspondiente a cualquier otro día. Lo único que se escuchaba en aquella sala eran las conversaciones de los aspirantes que se conocían y el continuo tic-tac de un gran reloj de pared. Tras unos interminables cincuenta minutos y con la sala llena hasta la bandera, cuatro examinadores entraron por la puerta. Sin mediar palabra con nadie, cada uno de ellos se dirigió a una esquina de la estancia. Allí, colgaron un folio. —Estas son las listas provisionales de los aspirantes que han superado las pruebas y han sido admitidos en la especialidad de Combate —explicó uno de ellos—. Las reclamaciones deberán ser hechas en un plazo de veinticuatro horas, en la unidad de gestión académica de la facultad. De todas formas, os aseguro que no servirá de mucho. Hemos sido más de quince personas las que os hemos juzgado. Un placer. El hombre inclinó levemente su cabeza y abandonó la sala, seguido de sus tres compañeros. Tras unos instantes en los que todas las personas allí presentes solo intercambiaron miradas de desconcierto, comenzó la estampida. Un nudo se puso en la garganta de Matt. Su futuro estaba allí colgado. Ya estaba escrito. Se levantó y fue a la esquina que menos aglomeración de gente tenía. Tuvo que aguantar unos cuantos insultos y empujones hasta que logró ver una sección de la lista. Su nombre no aparecía dentro de los cinco primeros. El nudo se hizo mayor y el nerviosismo se apoderó de él. Empujó a los compañeros que tenía delante, intentando hacerse hueco. Seguía sin poder ver su nombre. Finalmente pudo ver la lista entera. Y el nudo de la garganta se convirtió en unas molestas lágrimas que luchaban por aflorar. Su nombre no aparecía en la lista de admitidos. Miró la lista diez veces más, escudriñando cada nota, haciendo los cálculos con lo que él esperaba sacar. Tenía que haber algún error. No podía haber suspendido. Era imposible. Tras diez minutos, y después de haberse asegurado otras veinte veces de que sus ojos no lo habían engañado, se derrumbó. ¿Cómo iba a mirar a la cara a Hans, a Ylia y a todos los demás después de la confianza que habían puesto en él? ¿Con qué iba a mantener a su familia ahora? No pensaba seguir abusando de la bondad de Hans. Una tras otra, las dudas que venía arrastrando durante toda su vida, volvieron a aflorar en su interior. Y con ellas, una parte de aquel Matt oscuro que había abandonado días atrás amenazaba con resurgir. Los fantasmas del pasado parecían estar llamando a la puerta de su corazón. Tenía la puerta a escasos metros, pero no quería salir y asumir su responsabilidad. No quería volver a la realidad. Quería seguir viviendo en el mismo sueño de los últimos días. Tras muchos minutos y temiendo que alguien lo encontrase allí, decidió afrontar sus actos. Se levantó y, casi como un acto desesperado, volvió a mirar de nuevo el papel que le había amargado la existencia. —Maldita seas… “Lista de Admitidos N-Z” —leyó por última vez Matt—. N-Z. ¿Qué coño significa N-Z? Su corazón dio un vuelco. Se giró y salió disparado hacia la otra esquina. Lista de Admitidos N-Z. Ignorando el inmenso dolor que acaba de despertar en su espalda, siguió corriendo hacia la siguiente esquina. —Lista de admitidos A-M— leyó en voz de baja—. Primer admitido… Meriens, Matt. Su mente no reaccionaba. —Primer admitido: ¿Meriens, Matt? —preguntó en voz alta a un interlocutor imaginario. Volvió a leerlo una y otra vez, hasta que las palabras comenzaron a cobrar sentido. Los pelos de sus brazos se erizaron y la felicidad, entremezclada con la sensación de estupidez, se fusionó en un torrente de emociones que salió despedido de su interior. —¡SÍ, JODER! —chilló Matt con todas sus fuerzas. Y entonces se volvió loco. Fue corriendo a por su mochila y salió despedido por la puerta. No le importaba que alguien escuchase el escándalo que estaba armando. No le importaba el sordo dolor que emitía su espalda. No le importaba ni siquiera el desglose de sus notas. De hecho, ni las había mirado. Solo sabía que estaba en la primera posición. Corrió por los pasillos vacíos de la facultad, buscando la salida. Necesitaba respirar. Una vez fuera, se dio unos segundos para recuperar el aliento. Y entonces levantó los brazos al cielo y sonrió como nunca lo había hecho. Se dirigió, feliz, al piso de Tom e Ylia. Tenía muchas ganas de contárselo y agradecerles todo lo que habían hecho por él. Caminó por las calles con la consciencia totalmente ausente. Su cuerpo era guiado por algún recóndito lugar de su mente. Cuando se dio cuenta, ya estaba en la calle de Tom. Subió las escaleras del piso y tocó en la puerta. Pero no hubo respuesta. Decidió probar suerte con Hans. Muchas veces se quedaba en casa trabajando, dado que las reuniones gubernamentales en las que era requerido se producían por la tarde. Y si no estaba, ahora ya tenía una copia de la llave. Tendría que esperar allí hasta que Tom e Ylia regresasen, cosa que no le hacía mucha ilusión. Necesitaba compartir la noticia con alguien. Llegó a la casa y echó una mano al pomo. La puerta se abrió. Caminó unos pocos segundos y la cabeza de Hans asomó por la puerta de su habitación. —¿Y bien? —Mañana me iré de la ciudad —fingió, con la mirada perdida en el suelo. Hans estrechó los ojos un momento y lo miró. —Mientes. —¡Pues claro que miento! —gritó, eufórico, tras unos rigurosos segundos de silencio. La vergüenza se esfumó y no pudo evitarlo. Se lanzó encima de Hans y lo abrazó con tal fuerza que a punto estuvo de tirarlo. —Sabía que lo conseguirías —respondió, mientras se recuperaba del golpe. Hans decidió que la mejor forma de celebrarlo era tomándose unas cervezas. Matt intentó explicarle con sutileza que no era una bebida que le agradase mucho, pero no funcionó. —Es una pena que no estén frías, pero es lo que hay. Quizá en el futuro podamos construir un pozo de hielo, como en algunos bares. Sería un lujo por el que estoy dispuesto a pagar —comentó Hans, mientras daba sus primeros sorbos. Matt la probó y su sabor fue lo bastante agradable como para no provocarle escalofríos. Era la reacción más común que sentía cuando la bebía. —Por Matt, nuestro nuevo elementalista —brindó Hans, con la botella en alto. Aquella afirmación le sorprendió. Ni siquiera se había parado a pensar que acceder a las Brigadas Estatales también suponía alcanzar la Academia de Elementalismo. Estaba tan obsesionado con el objetivo de entrar en la universidad que aquello parecía algo secundario, cuando en realidad era su primer objetivo. No pudo reprimir una sonrisa. —Por Hans, el portador de ilusión de Thalassia. Brindaron y rieron, hablando sobre sus nuevos sobrenombres. —Entonces… ¿Qué es exactamente lo que tengo que hacer ahora? —Pues… Tienes que pasarte por la unidad de gestión académica, pedir un sobre con los documentos de matriculación en el curso, cubrirlos y entregarlos. Le diré a Tom que te eche una mano —añadió Hans tras un sorbo. Después de un buen rato conversando, Hans tuvo que irse a la sede del gobierno. La reunión gubernamental en la que se tomaría la decisión definitiva en torno al colgante de Alda era aquel sábado. Matt regresó a casa de Tom. Probablemente ya estuviesen de vuelta. De hecho, fue él quien abrió la puerta. —¿Huh? —Sí. —¿Sí? —Sí. Tom dio una fuerte palmada, acompañada de un gruñido y unos extraños pasos alrededor de sí mismo. Parecía un baile ceremonial. Luego salió corriendo por el pasillo, sin mediar palabra. —¡Ylia! —gritó—. ¡Ponte guapa, hoy comemos fuera! Ylia apareció al fondo del pasillo, acompañada de apuntes, para no variar. Se acercó a él y le dio dos besos. —¡Enhorabuena, Matt! Me alegro un montón. De verdad —dijo Ylia con cristalina sinceridad. —No estaría aquí si no fuese gracias a ti y a Tom. Muchísimas gracias. ¡Ah!, aquí tienes tus apuntes. Sanos y salvos —añadió—. Son una verdadera maravilla, de verdad. Ylia sonrió y un pequeño rubor cubrió sus mejillas. Mientras ella llevaba los apuntes a su habitación, algo le golpeó por la espalda. —¡Vaaaaaaamos! ¿Qué nota has sacado? —preguntó Tom, visiblemente animado. Más de lo habitual, si es que eso era posible. —No lo sé… —¿Que no lo sabes? ¿Pero tú qué has mirado? —Es una larga y lamentable historia —murmuró Matt, aturullado—. Al final conseguí ver que era el primero de la lista, y con los nervios y la tensión acumulada… pues salí corriendo. Sin más. Tom se echó a reír mientras le revolvía el pelo. —¿A quién le importan las notas? Lo importante es tener salud. Y que estés dentro, claro —añadió, al ver la cara de Matt—. Tenía tanta fe en ti que ya había quedado para comer con un par de amigos y celebrarlo. —¿Vamos, entonces? —preguntó Ylia, que había regresado de su habitación. Los tres salieron a la calle en busca del mesón. Matt comenzó a relatar su experiencia en el examen, aunque poco pudo llegar a exponer. A la vuelta de la esquina estaba su destino. Tom ya había salido corriendo, con sus habituales aspavientos y saludos. Sus amigos estaban allí esperando. Una de ellas era Keira, la chica que le había ayudado en las pruebas días atrás. Su presencia ausente y enigmática seguía intacta, aunque Matt pudo percibir una pizca de vergüenza ajena en su expresión provocada por los gritos de Tom. Al menos estaba confirmado que tenía sentimientos, lo cual le alegró. La persona del medio era un hombre de complexión fuerte y con una media melena. Lo que más llamaba la atención de su aspecto eran sus oscuras gafas y unos llamativos pendientes. Y la última persona… A Matt le entró un escalofrío. Tenían que estar de broma. La tercera amiga de Tom era la instructora de combate que lo había destrozado horas atrás. Aquel pelo rojizo era inconfundible, aunque ahora lo llevase suelto. Ylia lo agarró de una mano y le obligó a acelerar el paso. Probablemente llevase unos segundos retrasando su avance. —Jean, Natsumi, este es Matt, nuestro flamante nuevo elementalista —exclamó Tom con tono triunfal. El hombre alargó su mano y le apretó la suya con firmeza. Matt pudo observar mejor su complexión. Sus brazos eran realmente fibrosos. Tenía que ser algún tipo de atleta para alcanzar aquel nivel de forma física. Matt se encaró con miedo hacia donde estaba la chica. Natsumi, la había llamado Tom. Sintió cómo el corazón volvía a latir en su oreja. Aquello iba a ser incómodo. —Eh… Bueno… —murmuró Matt con voz temblorosa. La chica miró para otro lado. Luego suspiró e inclinó levemente la cabeza. —Lo siento mucho… Tom, Ylia y Jean la miraron, inquisitivos. —¿Qué ocurre? —preguntó Tom. Matt observó a la chica. Se mostraba nerviosa y cabizbaja. No entendía nada. Su seguridad había desaparecido. —Eh… Bueno, digamos que la he conocido en los exámenes, hace un par de horas. —¿Qúe dices? ¿Te ha tocado Natsumi de examinadora? Matt asintió con la cabeza y Tom se echó a reír de inmediato. —No tiene ninguna gracia —murmuró ella. —Pues la verdad es que no —confirmó Tom—. Tú siempre te tomas muy en serio tu trabajo. ¿Lograste salir vivo de allí, Matt? —A duras penas. Conseguí hacer un poco de trampa en el último momento. —¿Por qué no lo hablamos rodeados de unas bebidas? —sugirió Ylia—. Me muero de sed. Todos asintieron y entraron en el mesón. Era bastante grande, con numerosas mesas circulares. A ambos lados de la estancia había dos barras, donde varios trabajadores realizaban sus labores. —El mesón se divide en dos zonas —explicó Ylia—. A la izquierda tenemos la barra de comida local. Ya sabes, con los platos típicos de esta región. Y a la derecha, la comida internacional. Gracias a este local hemos probado recetas de todo el continente. —Hoy toca internacional, ¿no? —preguntó Tom—. Natsumi suele ponerse pesadita si no tiene sus raciones de ramen… Ella se puso colorada y evitó contestar. Matt no podía creer cómo aquella chica reservada podía ser la misma persona que lo acababa de destrozar. El cambio resultaba increíble. Casi parecía fingido. —¿Vamos a esa mesa? Está libre —indicó Ylia. La siguieron y esperaron a que los atendiera el camarero. Todos pidieron ramen, excepto Tom, que prefirió chop suey. Matt había probado alguna vez comida extranjera y creía recordar que le agradaba, pero no estaba seguro. De todas formas, era de buen diente. —Entonces… Cuéntanos, Matt, ¿cómo fue tu examen? —preguntó Ylia. —En la parte teórica bastante decente y en el circuito físico fui el mejor. Sin duda —añadió—. Y en el combate contra la instructora, pues no lo sé. Creía que no muy bien, pero he sido la primera nota… Tom e Ylia interrogaron a Natsumi con la mirada. —Lo hizo bien. Supo reaccionar de una manera creativa en unas circunstancias determinadas. Eso suele gustarle a los analistas. Las miradas regresaron hacia Matt. —Opté por repeler un espadazo con una patada. Ylia lo miró, extrañada. —Las espadas elegidas eran de madera —explicó Matt—. En un combate real nunca habría existido esa posibilidad. Supongo que jugué un poco sucio… —Todo vale para aprobar. Yo habría hecho lo mismo, si se me hubiese ocurrido —respondió Natsumi—. Lo malo es que tuve que darte tu merecido por dejarme en evidencia… —murmuró. En ese momento, llegó el camarero con las bebidas. Agua, té, cerveza y limonada fueron repartidas a sus respectivos dueños. La comida tardaría un poco. —Natsumi es un trozo de pan, pero cuando está trabajando se transforma —explicó Tom mientras le agarraba un moflete—. Una vez bromeé con ella en un ejercicio de demostración para unos alumnos y acabé patas arriba, rogando por mi vida. Las carcajadas fueron generalizadas. —De verdad, os hará sufrir si la dejáis en evidencia — indicó, esta vez con cierto tono de seriedad en su voz. Matt viajó con su mente hasta los dolores de su espalda. Todavía la sentía agarrotada y entumecida. Tom tenía toda la razón. —Bueno, lo importante es que tenemos nuevo compañero —dijo Jean. —¿Sois todos elementalistas? —A excepción de esta pequeña harpía, sí —respondió Tom, mientras señalaba a Ylia. Esta respondió con un intento de mordisco a su dedo. —Y… ¿qué afinidad tenéis, si no es mucho preguntar? Ni siquiera sé que tipos de afinidad existen, la verdad. —Yo creo que hay infinitas afinidades. Probablemente no las conozcamos todas —respondió Tom—. Jean y yo somos elementalistas del sonido, Keira y tú lo sois de viento y Natsumi es una elementalista del acero. —¿Del acero? —preguntó Matt, sorprendido. —Ya lo entenderás algún día. Es más fácil verlo que explicarlo —respondió Tom despreocupado. La comida llegó a los pocos minutos y el silencio reinó en la mesa. Todos parecían realmente hambrientos y alguno incluso se quemó con los fideos. Matt estaba sentado al lado de Keira, quien todavía no había abierto la boca. No tenía muy claro si debía hacerlo, pero se animó. —¿Cómo te va? —le preguntó Matt. Esta parpadeó, sorprendida. —Hmmm, bien… Esperó unos segundos para ver si ella decidía responder algo más, pero se limitó a seguir comiendo, en silencio. Intentó buscar otra cosa que preguntarle, pero no encontró nada inteligente que decir. Al menos lo había intentado. —Y… ¿no tienes que hacer la matrícula? —preguntó Ylia. Matt a punto estuvo de atragantarse con aquel bocado. —¡Es cierto, tengo que hacerla hoy! —Relájate, chico. Vivirás más —respondió Tom—. Cuando acabemos de comer iremos, porque Tom Zarowa así lo exige, a la única heladería de la zona. Invito yo. —¿Y eso qué tiene que ver? —preguntó Matt. —Pues que está al lado de la facultad, cenutrio — explicó mientras lo amenazaba con un palillo—. Es el plan perfecto. Helado y matrícula. ¿Es o no es? — preguntó a los demás. El resto de la mesa decidió ignorarlo. —Ten amigos para esto… —murmuró, enfurruñado. Matt fue conociendo un poco mejor a sus futuros compañeros y amigos. Dejó la vergüenza a un lado y preguntó sus dudas sin pudor. Y la primera que le vino a la mente fue la edad. No tenía ni idea de los años que tenían cada uno. Jean y Natsumi tenían veintitrés años; Tom veintidós; Keira e Ylia, diecinueve, y luego él, con dieciocho. Era el más pequeño del grupo, aunque no lo aparentaba. Jean había nacido en Carlyn, pero se había mudado a Thalassia cuando tenía quince años. Su mayor pasión, como era de esperar, eran las artes marciales y el deporte. Aun así y por motivos que Matt desconocía, Jean estaba en la Brigada de Exploración y no en la de Combate. Natsumi había nacido en Sekyo, el estado más oriental del continente. Matt nunca había llegado tan lejos, ni siquiera cuando viajaba con la banda de contrabandistas. Había escuchado que era un país muy avanzado, tanto tecnológica como socialmente. Al parecer, Natsumi y su hermana, que era cuatro años mayor que ella, se habían mudado con sus abuelos a Thalassia cuando todavía eran pequeñas. Decidió no ahondar más en el tema dado que no quería forzar situaciones comprometidas, así que le preguntó por sus aficiones. A Matt le resultó bastante curioso que lo más le gustara fuese bailar. No lo habría adivinado nunca. Keira se limitó a decir su edad. Solo Tom logró arrancarle un amago de sonrisa, lo cual pareció un milagro. Al parecer a ella también le encantaban los helados. —Bueno… Y realmente, aunque haya pasado los últimos días con vosotros dos, tampoco sé vuestros gustos. ¿Qué os queda por contarme? —preguntó Matt. —¿Te vas a comer eso? —preguntó Tom, ignorándolo. Todos rieron. —Mi nombre es Tom Zarowa, como bien sabrás. Me gusta la música, la cerveza y los helados. También mirar paisajes y dormir. El resto es secundario. —Mi nombre es Ylia Dormer, como bien sabrás — continuo Ylia, imitando el tono de Tom—. Me gustan los animales, la medicina y el chocolate. El resto es secundario. —Y comer libros —añadió Tom—. Bien cocinados, claro. Ylia respondió con un pellizco directo a su brazo. —Y… ¿Qué hay de ti? —preguntó Keira. Era la primera vez que Keira tomaba la iniciativa en una conversación. El resto no se inmutó, pero a Matt le sorprendió bastante. —Hmm, pues siguiendo vuestra tradición: mi nombre es Matt Meriens y… no sé lo que me gusta, la verdad. ¿Perder el tiempo? No tengo unos gustos fijos… Tom sacudió la cabeza. —Si mañana murieses, dime qué comerías, qué harías por la tarde y cómo acabarías tu día antes de dormirte para siempre —preguntó Tom. —Pues… Comería pizza, pasaría la tarde con mis amigos y cenaría con mi padre y mi hermana. Antes de dormir, iría a arroparla. No puede dormir bien si no hay alguien que le da las buenas noches. —¡Oh, qué mono eres! —respondió Ylia—. ¿Cómo se llama tu hermana? ¿Cuántos años tiene? —Se llama Eria y tiene trece años. Algún día os la presentaré, aunque tendríais que venir a mi pueblo. Ninguno preguntó nada y Matt prefirió dejar el tema. —Pues ves, ya tienes tus gustos. No era tan difícil — opinó Tom—. Vivir pensando que mañana estarás bajo tierra es bastante motivante e inspirador. Natsumi y Jean sacudieron la cabeza. Keira por su parte puso una mueca extraña. Parecía estar de acuerdo, pero a la vez repudiar aquella teoría. —¿Qué? —farfulló Tom con la boca llena de arroz—. ¡Es verdad! —Hay muchas maneras de encontrar la verdad, supongo —respondió Natsumi—. Y esa es una forma lamentable de buscarla. —Bah… No te he dicho que te mueras, simplemente que lo imagines. Sois unos flojos. La comida siguió la misma dinámica y resultó una experiencia revitalizadora para Matt. Al terminar, los amigos de Tom e Ylia ya se habían ganado un pequeño hueco en su corazón. Jean era un hombre amable y educado. Su tono de voz era tranquilo y delicado, y sus intervenciones, aunque escasas, siempre resultaban interesantes. Natsumi, al menos su personalidad fuera del trabajo, resultó ser un verdadero encanto. Dulce, amable y reservada, tenía ese toque de persona a la que querrías abrazar en todo momento. Además, el contraste con su otro yo, serio, profesional e incluso temible, la hacía una persona muy interesante. Y en cuanto a Keira… Continuaba mostrando su misma actitud esquiva. En ocasiones comenzaba a abrir sus pensamientos y sentimientos a los demás, pero siempre terminaba callándose. Matt sospechaba que todo aquello podría deberse a su presencia, lo que le creó un pequeño sentimiento de culpa. Quizá Keira necesitaba conseguir bastante confianza con las personas antes de abrirse a ellas. Al tener a sus amigos rodeándola se sentía libre, pero cuando recordaba que Matt estaba cerca decidía recular y volver a su usual apatía. Quizá no fuese así, pero Matt no pudo evitar sentirse un poco incómodo. Algún día, cuando llegase el momento y el lugar indicado, intentaría hablar con ella. Dejaron el mesón al cabo de un rato y se dirigieron hacia la heladería, que estaba dos calles más arriba de la facultad de brigadismo. Tom y Matt hicieron una breve parada en la unidad de gestión académica y solicitaron los documentos necesarios para la matrícula. Resultó ser un sobre marrón, bastante aparatoso y con un curioso acolchado. Ylia no dejó que lo abriesen en la calle. Se excusó diciendo que eran muchos papeles y podían perder alguno. Una vez en la heladería, un pequeño establecimiento atendido por un chico bastante agradable, pidieron sus postres. Vainilla, avellana y chocolate fueron los sabores más solicitados. Ylia por su parte se decidió por un granizado de limón. —Veamos… —murmuró Ylia mientras abría el sobre—. Mejor lo cubro yo, ¿vale? Quiero decir, tú tendrás la decisión final, pero… lo completo yo. Así no habrá equivocaciones y tampoco lo pringarás de helado. ¿Puedes pasarme tus documentos de identidad? Matt asintió, despreocupado. El helado estaba requiriendo demasiada capacidad de atención, así que le dio todo lo que le pedía. Confiaba en ella. Tardó unos cinco minutos en completar la primera parte de la matrícula, la cual se refería a datos personales y códigos civiles diversos. Terminó a la par que los demás finiquitaban sus últimos bocados. —Bueno, ahora tocan las asignaturas… Tienes seis materias obligatorias y tres optativas. El asunto está en que hay seis opciones optativas para elegir. Sigo cubriendo yo, pero tendrás que preguntarles a ellos — explicó, mientras señalaba al grupo de elementalistas. —Permíteme echar un vistazo —pidió Jean. Todos rodearon a Jean y comenzaron a mirar las opciones, discutiendo entre ellos. No parecía haber mucho consenso en torno a ellas, así que Matt les dio unos minutos. —Entonces… ¿qué? —Hemos concluido que Orografía continental e Introducción a las armas de asedio no merecen la pena — murmuró Tom—. Cuando la asignatura no es lamentable, lo es el profesor. —Tendrás que elegir entre Técnicas básicas de supervivencia, Aikido: nivel principiante, Kendö: nivel principiante o Jiujitsu: nivel principiante —explicó Natsumi. —Técnicas de supervivencia y Kendö intuyo lo que significa. Pero… ¿Aikido y Jiujitsu? —Son dos tipos de artes de combate —respondió Natsumi—. Yo estudié Kenjutsu y Aikido. El Aikido se basa en neutralizar al oponente mediante técnicas pasivas. Y el Kenjutsu ya sabes lo que es —añadió. Tom sacudió la cabeza. —Por favor Natsu, ya nadie le llama Kenjutsu. Pareces el típico abuelo anclado en el pasado —opinó Tom—. Kendö. Keeeen-dö. Natsumi optó por ignorarlo y continuó su explicación. —El Jiujitsu es otra disciplina. Personalmente, creo que merece la pena que elijas Aikido o Jiujitsu, pero no las dos. El profesor es el mismo y no cambia demasiado el temario ni las prácticas que llevarás a cabo. —El Aikido podría ser una opción interesante — sugirió Jean—. Es un arte fluida y digna. A mí me resultó una asignatura agradable. Podría ayudarte si tienes algún problema. —Yo elegiría Técnicas de Supervivencia, Kendö y Aikido. Son una tríada bastante interesante. Además, con un poco de suerte, Natsu sería tu profesora —comentó Tom. —No doy clase a los de primer año —respondió Natsumi, ligeramente ofendida. Tom alzó ambas palmas de las manos, a modo de disculpa. —¿Y cuáles son mis asignaturas obligatorias? — preguntó Matt. —Iniciación Teórica para el Brigadista, Iniciación Práctica para el Brigadista, Legislación y Derechos Continentales, Educación Física, Historia de Thalassia y por último… —Buscó con el dedo sobre el papel—. Códigos, comandos y estrategia militar —respondió Ylia. —Ánimo, colega —añadió Tom mientras le daba unos golpecitos en el hombro. El resto comenzó a compartir sus impresiones sobre las asignaturas. Al parecer no eran tan aburridas como Tom había sugerido. Natsumi, que era la única elementalista perteneciente a la brigada de Combate, aseguró que ambas Iniciaciones eran interesantes, aunque la asignatura de Legislación resultaba bastante aburrida. Jean también tuvo buenas palabras para la profesora de Educación Física, dado que la conocía. Ambos resultaron testimonios suficientes para que Matt tomase con más seguridad su decisión. —Pues creo que ya lo he decidido. Mis tres optativas serán Técnicas y estrategias de supervivencia, Kendö y Aikido. Y las obligatorias… pues son obligatorias. Ylia terminó de cubrir el papeleo y le entregó varias hojas para firmar. Hacía bastante tiempo que no lo hacía, así que le salió un patético garabato. De hecho, ninguna de las tres se parecía a la anterior. Esperaba no tener problemas por ello. —Y… ¿cuánto cuesta la matrícula? —preguntó Matt. Todos lo miraron extrañados. —¿Cómo que cuánto cuesta? —preguntó Ylia. —Me interesa saberlo. Mi poder adquisitivo no es grandioso, ¿sabes? —farfulló, avergonzado. —La universidad es gratuita. Incluso existen becas que te pueden ayudar con tu manutención —respondió Jean. La sorpresa fue mayúscula para él. Tener una cosa menos de la que preocuparse resultaba un verdadero alivio. Tendría que investigar si cumplía los requisitos para aquellas ayudas. Una vez repasaron que todo estuviese bien cubierto, cerraron el sobre y regresaron a la unidad de gestión académica. Allí tuvo que cubrir otro papel conforme estaba haciendo entrega de los citados documentos. Él se quedó una copia y el amable secretario, la otra. Salió de la sala mirando el folio que aseguraba el próximo año de su vida. Un simple folio, con una firma y un cuño. Pero qué valioso era… Al regresar, Natsumi, Jean y Keira se despidieron de él. El tiempo había pasado volando durante la comida y sus respectivos compromisos aguardaban. Así que, una vez más, volvieron a quedarse ellos tres. Tom parecía nervioso por decir algo. —No te has dando cuenta, ¿no? —Darme cuenta… ¿de qué? —preguntó Matt. —Jean es ciego. A Matt se le pusieron los ojos como platos. —¿Cómo que es ciego? ¡Si se valía por sí mismo como cualquier otra persona! —Las maravillas del elementalismo, amigo mío — murmuró—. ¿No te has fijado en sus pendientes? ¡Tienen eolitas engarzadas! —¿Qué? ¿Y cómo lo hace? —-Cuando llegue el momento te lo explicaré — respondió Tom con expresión misteriosa. Matt odiaba aquello. No soportaba que le comentaran algo interesante y luego no se lo terminasen de explicar. Enfurruñado, tardó un par de minutos en volver a hablar con Tom. Y lo hizo porque recordó otra cosa interesante. —Oye, ¿cuándo voy a conocer al tercer habitante de vuestro piso? —Pues es una buena pregunta —murmuró Tom extrañado—. Debería haber vuelto al piso a lo largo de la mañana. De hecho, le dije que viniese al mesón para comer. Pero no ha aparecido… Los tres decidieron regresar a sus respectivos hogares. Al llegar a la esquina donde sus caminos se separaban, Matt no pudo evitar despedirse de ambos con un abrazo de gratitud. Tom fue un tanto reacio al principio, pero luego terminó cediendo. Ylia por su parte correspondió encantada, regalándole un cariñoso y duradero apretón. —Nos vemos el lunes, entonces —dijo Matt—. Tengo que dar las noticias en casa. Ambos asintieron sonriendo y siguieron su camino. Matt se quedó unos segundos solo, en el cruce. El paseo marítimo y el arenal se vislumbraban a lo lejos. Era una vista preciosa. Hacía mucho tiempo que no sentía un día tan brillante, cálido y colorido como aquel. Pero la temperatura no era demasiado alta, ni el sol brillaba con tanta fuerza. La vida y los días seguían iguales que antes. Era él quien había cambiado. Y entonces recordó las catastróficas casualidades que lo habían llevado a aquel momento. —Bendita mala completo. Sintiéndose feliz. suerte —murmuró, sintiéndose 10. Llamas, secretos y lugares ocultos Varios golpes en la aldaba de la puerta lo despertaron de su sueño. Miró el reloj de su pared: todavía eran las ocho de la mañana. De un domingo. Se levantó, intrigado, y fue a echar un vistazo por la ventana del salón. Un brigadista de Orden Estatal estaba esperando en la entrada. —Buenos días. —Buenos días, señor Laurie. Es mi deber informarle que su presencia es requerida por el gobernador Joedat. Con la máxima celeridad posible —añadió. Hans asintió, un tanto desconcertado. —Podrá encontrarlo en su despacho, situado en el cuarto piso del edificio gubernamental. El brigadista hizo una pequeña inclinación con su cabeza y abandonó los terrenos de la casa. Hans regresó a su habitación y se mudó de ropa. Tenía que ser algo urgente para recibir un llamamiento tan temprano. Optó por no darle muchas vueltas a la cabeza. Ya había sido bastante obsesivo en el pasado. Sin embargo, un nudo se formó en su garganta. No podía evitarlo. Creyó recorrer la distancia entre su casa y el edificio gubernamental con tranquilidad, pero solo estaba intentando engañarse a sí mismo. Sus pasos eran acelerados y el sudor comenzaba a brotar por sus poros. Llegó en poco más de diez minutos. Subió las escaleras de dos en dos, hasta llegar al cuarto piso. El despacho de Joedat era el último. —Adelante —respondió una voz en su interior. Hans entró y observó su expresión. No tenía mala cara, así que la noticia no podía ser demasiado grave. Joedat era un gran gobernador, pero muy malo ocultando sus sentimientos e intenciones. Su mirada siempre lo delataba. —Siéntate, Hans. ¿Quieres tomar algo? Hans declinó la oferta con un gesto de su mano y se sentó en una de las butacas que había al frente de su mesa. Eran ostentosas, tapizadas con un terciopelo rojo, muy agradable al tacto. Estuvo unos segundos sentado, esperando a que Joedat terminara de servirse una taza de café. —Ha habido novedades —murmuró. —Novedades. ¿De qué? ¿Dónde? Joedat suspiró, dio un gran sorbo y tomó asiento. —Como bien sabrás, las noticias de nuestras brigadas de Exploración y Reconocimiento llegan desde todos los rincones del continente. Hay brigadistas infiltrados en muchos lugares del mundo, algunos de los cuales ni siquiera te puedo hablar. Y unos pocos están infiltrados en el perímetro que rodea Flergen. Hans dio un respingo en su silla. —¿Se ha apagado el fuego? ¿Han aparecido nuevas pistas? —Sabes mejor que yo que ese fuego no se apagará en siglos, Hans. O quizá nunca lo haga. Quizá Flergen pase a ser conocida como La Ciudad del Fuego Eterno. —¿Entonces? —Como te decía, el gobierno de Carlyn, con el consentimiento del reino de Kalash, decidió considerar los alrededores de la ciudad como una zona en cuarentena. Un perímetro repleto de soldados y mercenarios pagados por Carlyn vigila cada movimiento de los alrededores. Nadie ni nada pasa por allí sin que ellos tengan conocimiento. Y nunca hemos tenido información de que alguien haya intentado acercarse a las llamas. Hasta hace unos días. La palidez acudió con velocidad a la cara de Hans. —Una persona ha logrado atravesar las llamas de la ciudad, ha entrado en ella y ha regresado con vida — anunció Joedat. —¡¿Qué!? ¡Eso es imposible! ¿Cuál es la información oficial? —urgió Hans. El gobernador se recostó contra su respaldo e inclinó ligeramente la cabeza hacia atrás. —El problema es que solo hemos tenido constancia de estas informaciones gracias a nuestros brigadistas infiltrados. Sus superiores han dado órdenes de que tal acontecimiento no debe ser notificado. Por lo tanto, los gobiernos de Carlyn y Kalash tienen constancia de que alguien ha accedido a la ciudad, pero han optado por ocultarlo de forma intencional. ¿Los motivos? Los desconozco. —Tengo que ir allí. —Oh, no, claro que no —respondió Joedat con rotundidad. —¿Entonces, para qué estoy aquí? —¿Existe algún material conocido que permita a una persona atravesar unas llamas elementales? —preguntó directamente. El nudo de su garganta volvió a hacerse mayor. —Solo un elementalista del fuego puede vincularse con unas llamas elementales —murmuró Hans, con la mirada perdida. El silenció ocupó la estancia y ambos permanecieron callados durante unos segundos. Sabían lo que significaba aquella afirmación. —¿Crees que mi hermano…? —No, no lo creo —respondió Joedat, con contundencia—. Conocía a tu hermano mejor que a ti, Hans. Es decir, puede que sea tu hermano… No lo sé. Pero si es él, no estamos en peligro. Simplemente estoy barajando posibilidades y hay tres: la primera, que tu hermano siga vivo; la segunda, que hayan encontrado la forma de atravesar el fuego elemental; y la tercera, que exista otro elementalista del fuego. Hans sacudió su cabeza. —No. Nunca he tenido constancia de ninguna otra persona capaz de manejar el fuego. Es probable que los Oblivion utilicen técnicas elementales, pero no sé a qué nivel, ni con qué elementos, ni si siguen nuestros mismos principios. Quizá solo sean artes similares al elementalismo… —¿Y en los otros pueblos ocultos? ¿Crees que pueden ocultar más secretos de los que creemos? —Hmmm… Hans se dio unos segundos para pensar. Sabía qué era lo que Joedat estaba dando a entender. Era cierto que existían lugares ocultos en el mundo de los que no existía demasiada información. Sus poblaciones eran reacias a los tratos con el exterior y no querían saber demasiado de la cooperación entre estados, del comercio o de los problemas del “mundo real”. Ellos eran libres y vivían conforme a sus normas. En la última zona habitada al sur del continente se encontraba la llamada Ciudad Perdida del Desierto. El primero de los pueblos libres y, en teoría, el hogar de los Oblivion. Era la menos hermética de las poblaciones ocultas, ya que mantenía una cierta relación comercial con el exterior. Sin embargo, la ciudad respiraba un ambiente propio. Hans nunca había estado allí, pero varias personas se lo habían descrito. Decían que los primeros días podías sentirte como en un auténtico oasis. La exuberancia y el exotismo de la ciudad te abrazaban y te hacían sentir en un mundo completamente diferente. El contraste entre el calor del desierto y el frescor de la ciudad resultaba fascinante. Sin embargo, si permanecías demasiado tiempo en ella, esta parecía conspirar en tu contra. Sentías cómo la gente comenzaba a mirarte, aunque no lo hicieran. Sentías cómo aquel ambiente único comenzaba a disiparse. Una presión imaginaria se marcaba en tu espalda. La ciudad parecía saber que eras un extranjero que llevabas demasiado tiempo allí, y quería expulsarte. No eras digno de ella. Finalmente, esta sensación se hacía insoportable y tenías que abandonar la ciudad. Todo el mundo se reía cuando alguien relataba la misma historia. Pero todo el mundo acababa sintiéndola en su piel cuando tenía la oportunidad de viajar allí. Hans nunca había tenido la oportunidad de experimentarlo en sus propias carnes, así que tenía sus dudas. Quizá aquellas sensaciones eran simples emociones o quizá la ciudad del desierto ocultaba más secretos de los esperados. Por otro lado, en el centro del continente, haciendo frontera con los estados de Carlyn, Thalassia y con el reino de Norie, se encontraban los Bosques Infinitos de Hylissia, largas extensiones forestales que recorrían las cordilleras centrales. Sus poblaciones eran nómadas y lograban convivir con los peligros ocultos entre sus árboles. Nadie avanzaba por sus terrenos sin su permiso. Y tampoco lo haría nadie en su sano juicio. El bosque era inmenso, oscuro y lleno de terrores. La hipótesis que Hans mantenía se basaba en que los habitantes de los Bosques Infinitos utilizaban la comunicación transensorial, pero no tenían capacidades elementales al uso. Era su forma de convivencia simbiótica con las amenazas naturales que los rodeaban. Eran una comunidad extraña y esquiva, cuya misión residía en proteger al pueblo oculto más desconocido de todos: Yrimial. Las personas vivas que habían sido capaces de visitar Yrimial se contaban con los dedos de las manos. Muchas habían intentando llegar, pero muy pocas lo lograron. Los bosques eran peligrosos y la naturaleza no podía ser engañada. Ella y sus seres vivos eran capaces de sentir las intenciones de los viajeros. Y es que atravesar los bosques en dirección al centro del continente era casi una misión imposible, pero aun después de conseguirlo, la persona tendría que escalar las duras mesetas centrales. Y allí, en el mismo centro del continente, moraba la ciudad de Yrimial, una ciudad construida bajo una montaña de cristal. Una fortaleza inexpugnable por el simple hecho de que la ciudad no estaba al aire libre. Tenía su propia defensa natural. La montaña de cristal estaba compuesta por un material único y desconocido en el resto del continente, el cual dejaba atravesar la luz solar, permitiendo la vida dentro de la montaña. Los misterios y leyendas que se habían ido forjando a lo largo de los siglos en torno a aquel lugar eran innumerables. Algunos decían que sus habitantes eran de otra raza, desconocida para los humanos. Muchos otros decían que esta ciudad albergaba tesoros de un valor inimaginable, guardados de generación en generación. Incluso había alguna leyenda que hablaba de ella como una puerta al inframundo. Nadie lo sabía. Todo aquel que había regresado de aquella ciudad, se negaba a hablar de lo que allí ha visto. —Es obvio que los pueblos ocultos esconden algo, pero… ¿por qué interferirían ahora en los asuntos del continente? No es su estilo, ni su tradición. No creo que sean los causantes. —Solo estoy valorando posibilidades —respondió Joedat—. No hemos tenido nunca problemas con los Oblivion y nuestra relación con los habitantes de los Bosques Infinitos y la ciudad de Yrimial es la mejor de todos los estados y reinos del continente. Sin embargo, no debemos desechar ninguna hipótesis. Hans reflexionó un rato sobre aquello y comenzó a agobiarse. —Necesito ir a Flergen, Joedat. Tengo que encontrarme con esa persona. Quizá al sentir su presencia pueda identificar el aura de mi hermano. O quizá encuentre la presencia de aquella persona con la que tuve el encontronazo en la frontera. Existe la posibilidad de que estemos hablando del mismo individuo. Te aseguro que era un ser poderoso y… diferente. Emitía un aura elemental que nunca había sentido en mi vida. Nunca. Joedat sacudió la cabeza. —Lo siento, Hans, pero como gobernador de Thalassia no puedo permitirlo. Averiguar la verdad en Flergen es importante, pero no es nuestra prioridad. Evitar más problemas diplomáticos y económicos sí lo es. Y tú eres la única persona imprescindible en esa labor. Hans quiso responder, pero su lucidez acudió a tiempo y le mordió la lengua. Había sido muy injusto con sus amigos, seres queridos y conciudadanos durante los últimos años. Aunque nunca había dejado de luchar por su pueblo y por sus habitantes, no podía dejar de pensar que los había abandonado, al menos de forma parcial, en los momentos más difíciles de Thalassia. —De todas formas, ya se están formando los equipos —murmuró Joedat. La cara interrogativa de Hans le obligó a explicarse. —El lunes partirán dos equipos en distintas direcciones. El primero, en dirección a Norie, estará formado por una brigada de élite, el decano Hume, tú y dos elementalistas: Harumi y Soren. El otro será un equipo de infiltración y reconocimiento. Estará formado por la mejor brigada de Exploración existente y enviaré, si te parece bien, a la primera generación de elementalistas con ellos. Hans asintió. Aquellos cuatro eran sin duda los mejores elementalistas de Thalassia. Era la primera generación que él, su hermano y Alma habían entrenado. Quizá el poder y las habilidades de Soren o Harumi fueran mayores, pero la veteranía, experiencia y conocimiento del elementalismo era insuperable en ellos. —Y… ¿cuál es su misión allí? —preguntó Hans. —Recaudar información —respondió Joedat—. La información es poder. Intentaremos encontrar al sujeto que tiene la capacidad de atravesar las llamas y así podremos dirimir si realmente es alguien con poderes elementales o han descubierto algún medio para hacerlo. Y para eso, necesito a los elementalistas. Los brigadistas normales no son capaces de percibir eolita o un aura elemental. Hans asintió, un poco más tranquilo. Se moría de ganas por ser él mismo el que encabezase aquella misión, pero sería un estorbo más que una ayuda. Con gran esfuerzo logró guardarse su orgullo y aceptar que el lugar en el que tenía que estar era Norie. Además… había muchas cosas por descubrir allí también. Algo estaba sucediendo y quizá existiesen puntos en común. Al fin y al cabo, la eolita robada de Norie tenía como destino el reino de Kalash. —¿Me enviarás emisarios o águilas mensajeras contando las novedades, en caso de que las haya? —Los más rápidos que tenga —respondió Joedat, con tono conciliador. Hans suspiró y asintió con la cabeza. Estuvieron un buen rato ultimando los detalles. Decidieron concretar una reunión con la Maestra Sacerdotisa de la Orden Braonista. Era la religiosa de mayor grado en el templo de Isioktes y tenía una enorme influencia política. Y lo que era más importante: tenía sentido común. Además, era una gran amiga del decano de la Diplomacia y él sería el encargado de llevar las conversaciones. Hans estaría allí para hacer acto de presencia y que pudiesen escuchar la versión de los hechos por la persona que los vivió. Al cabo de un rato, cuando todo quedó bien atado, abandonó el edificio gubernamental. La claridad exterior le sorprendió y sus ojos tardaron unos minutos en adaptarse. Todavía era temprano, así que decidió pasarse un rato por la Academia. Hacía un par de días que no hablaba con Alma. La encontró, como siempre, rodeada de trabajo. —Toc, toc. Ella alzó la mirada, lo observó y la volvió a bajar. —Yo también me alegro de verte —comentó Hans, mientras tomaba sitio en frente a su escritorio. —Estoy bastante liada con la programación didáctica de Matt. Un alumno de elementalismo a última hora no es algo con lo que contaba… —murmuró—. Podría utilizar la de Keira, pero… cada alumno es un mundo. No creo que funcionasen las mismas cosas. Son personas muy diferentes. Hans alzó las cejas, sorprendido. —Coincido, pero… ¿cuándo se ha acordado que tú serías la profesora de Matt? —Lo he acordado yo, como directora de la Academia de Elementalismo —respondió Alma, con una dura mirada—. Matt será un elementalista de viento y esa es mi especialidad. Además, tú estarás de viaje. Para variar — apuntilló con desdén. Hans acusó el golpe y decidió cambiar un poco su tono. Alma no parecía tener un gran día. —Pues claro que vas a ser su profesora. Era para romper el hielo, no te lo tomes tan a pecho. Ella desvió la mirada, molesta. Sin embargo, su ceño ya no estaba tan fruncido. —¿Comenzarás este jueves con él? —preguntó Hans. —Sí. Espero no alargarme mucho para no agobiarlo. Además, el jueves es el último día del año —murmuró con la mirada perdida—. No quiero agotarlo, tiene mucho que disfrutar. Todavía es muy joven. —Dios mío, Alma, hablas como una cuarentona. Tú también eres joven —opinó Hans—. Tienes veintiséis años. Yo tengo dos más que tú y me siento como un chaval. Hans echó una mirada al rostro de Alma. Sus ojos verdes lucían cansados. Sin embargo, sus mejillas seguían coloreándole el rostro e insuflando la vida que las pocas horas de sueño arrebataban a su expresión. —Los tiempos de ser jóvenes ya pasaron —murmuró ella—. Al menos para mí. —Menuda tontería. Tú eres de “alma” joven. Además, para todo el trabajo que el idiota del anterior director dejó en tus hombros, tu belleza no ha decaído demasiado. Alma entornó la mirada ante el mal juego de palabras y la empalagosa afirmación, pero no pudo evitar que una sonrisa saliese de su boca. —Cuando ese estúpido director vuelva de sus habituales viajes, le obligaré a que me invite a una buena cena. Así estaremos en paz —respondió, con un tono más dulce. Hans alzó sus manos y se echó a reír. Luego fue a rebuscar un poco en su antiguo escritorio. Había muchas cosas que necesitaban ser atendidas. —Por cierto, he hablado con Tom —comentó Alma al cabo de unos minutos. —¿Hmmm? —murmuró Hans, distraído. —Al parecer su compañero de piso ha tenido problemas. Sacó muy mala nota en el examen, le dio una locura al ver que estaba fuera de las listas y se ha vuelto a su pueblo. No vivirá con él. Hans se quedó mirando un rato para ella. La información era muy simple, pero le costaba asimilarla. —¿Y? —¿Cómo que “y”? Pues que necesita una persona más en el piso. —Vale, ¿y que quieres, que me vaya a vivir con él? Alma suspiró, exasperada. —Tú no, idiota. Pero hay un chico que va a vivir solo durante varias semanas o incluso meses. ¿No sería una gran manera de integrarlo y de cuidarlo? Hans logró atar cabos. —¡Ahhh! Sí, vale. Por mí no hay problema. Los alquileres de pisos de estudiantes suelen ser baratos. Y aunque no lo fuesen, la verdad es que el dinero no me importa. Todo lo que Matt reciba será poco. Estoy aquí gracias a él —murmuró. —¿Te ocupas tú de proponérselo? —preguntó Alma—. Yo todavía no tengo tanta confianza con él. Hans asintió. No iba a ser fácil que aceptase. Solía incomodarle que la gente le ofreciese cosas o le protegiese demasiado. Pero había hecho muy buenas migas con Tom Zarowa. Era una posibilidad bastante interesante para él. —Yo me encargo. Cuando terminó de revisar los documentos que se habían ido acumulando en su mesa, recogió los que todavía requerían de su atención y regresó a su casa. Intentaría dejarlos listos para Alma antes de marcharse. Otro viaje empezaba y este resultaba de vital importancia. Tanto para su persona como para el estado. 11- Nunca máis Matt había regresado el mismo día del examen para su casa, llegando con la noche bien entrada. Su hermana ya dormía, así que solo pudo contarle la noticia a Yonda. Y su rostro volvió a mostrar la misma sensación contradictoria: feliz por el presente, atormentado por el pasado. Matt podía entender perfectamente por lo que estaba pasando, pero era algo que no podía evitar. Ninguno de los dos. A él también le asaltaban las dudas en determinados momentos. Cenó un bocadillo con un poco del jamón que le había sobrado a su padre y no tuvo más remedio que rendirse al llamamiento de las sábanas. Quería estar un poco más con Yonda, ya que todavía era muy pronto para que él se quedase dormido. Sin embargo, el cansancio y la tensión acumulada lo habían dejado para el arrastre. Tuvo un sueño largo y reparador, hasta que su hermana lo despertó. —Oh… Buenos días, Eria —murmuró, adormilado—. He vuelto para pasar el domingo con vosotros. Esta asintió con la cabeza y se escabulló entre las sábanas. Luego apareció a su lado y se recostó, apoyando la cabeza en la almohada. A Eria le gustaba que Matt le acariciase el pelo durante unos minutos. Era uno de los pocos contactos físicos que aceptaba. Jugueteó con uno de sus mechones durante un rato, mientras ella respiraba con lentitud. Al rato abrió los ojos y se levantó de la cama. Dio dos aplausos, urgiendo a Matt a seguir sus pasos. —Está bien… Ya voy… El resto del domingo lo invirtió en recuperar fuerzas, conversar con su padre y jugar con su hermana. Además, dado que no iba a pasar el fin de año con ellos, hicieron la comida favorita de Matt y Eria: pollo rebozado y muchas patatas fritas. No era nada fuera de lo común, pero a su vez resultaba algo verdaderamente especial. Uno de esos días normales, que en su momento no valoras, pero luego desearías poder repetir una y otra vez. Al llegar el atardecer del domingo, Matt puso de nuevo rumbo a Thalassia. El lunes por la mañana comenzaban las clases y prefería dormir en la ciudad. No le apetecía llegar el primer día cansado del trayecto. El camino le resultó bastante corto. Todo en la vida parecía más amable y llevadero desde que había recuperado la ilusión y la esperanza. Llegó con el crepúsculo. —¡Creí que no volverías! —exclamó Hans al abrir la puerta. —Imposible. Me siento como un niño pequeño. Quiero que llegue mañana. ¡Ya! Hans hizo un gesto indicándole que entrase y Matt se sentó en el salón. Era el lugar donde solían hablar de sus cosas. —Bueno, tengo dos noticias para ti. Una buena y una no tan buena. Nada preocupante, tranquilo —aclaró, al ver la expresión de Matt—. ¿Cuál quieres primero? —Hmmm, ¿la mala? —Tienes que aceptar una petición de parte de Alma, de Tom y de mí. Y eso conlleva aceptar y acatar órdenes. Y a la par, guardarte tu orgullo. Matt alzó una ceja. —El compañero de Tom ha suspendido los exámenes. Al parecer se le ha ido un poco la cabeza y ha regresado a su pueblo sin dar explicaciones. Cogió sus cosas y se fue, sin más. Tom ya me había comentado que quizá se había equivocado con él… No le acababa de convencer su personalidad. —Vaya, es una lástima, pero… ¿qué tiene que ver eso conmigo? —Pues que serás su reemplazo. El corazón de Matt comenzó a latir un poco más rápido. —¿Cómo? ¿Yo? Pero, ¿por qué? —Pues porque así lo hemos decidido entre los tres. E Ylia también. —Pero… ¿Por qué es una mala noticia? Tom e Ylia son lo más cercano a un amigo que he tenido en años — murmuró Matt, un tanto intrigado. Hans sonrío, complacido. —Es una mala noticia porque, como el chico autosuficiente que quieres ser, odiarás que sea yo quien pague tu parte del alquiler. Matt dio un respingo. —¡¿Qué?! Ni de broma. Me niego. Si no puedo trabajar para pagarme el alquiler, seguiré viviendo aquí contigo. No es necesario que me mude. Puedo verlos de vez en cuando después de las clases. —Oh, por favor. Todavía no sabes la buena noticia. Mañana tengo que irme en misión oficial durante varias semanas, o incluso meses. Eso quiere decir que no estaré viviendo aquí. Y no pienso dejar mi casa en manos de un contrabandista peligroso como tú —bromeó Hans. Matt abrió la boca buscando defenderse, pero Hans lo interrumpió. —Además, todos sabemos que la esencia de la universidad está en los vínculos que se crean con tus compañeros y amigos. Viviendo aquí solo desaprovecharías mucho de tu tiempo. Las contradicciones podían verse con nitidez en las expresiones de Matt. Su corazón gritaba de alegría por aceptar la petición, pero su orgullo le impedía hacerlo. —De verdad, no puedo aceptarlo… —No te lo estoy pidiendo —respondió Hans, con sorprendente dureza en el tono—. Te lo estoy ordenando, brigadista elemental Meriens. Matt se sorprendió al escuchar aquella denominación, acompañada de aquel tono de voz. —¿Eh? —Por si no te has dado cuenta o no lo recuerdas, soy Hans Laurie, creador, junto con mi hermano, de la Academia de Elementalismo —anunció—. Y en caso de estado de excepción, soy uno de los cinco comandantes generales de las Brigadas Estatales. En otras palabras, soy tu jefe. Y sí, como comprenderás me sobra el dinero. Tu irrisoria parte del alquiler no afectará a mi poder adquisitivo. A Matt le sorprendió aquel tono prepotente, hasta que vio cómo Hans comenzaba a desternillarse de risa. —No seas pesado y haznos caso. ¿Podrás aceptar que compense los años que me has dado de vida con el pago de un poco de felicidad? Además, te dejaré la llave de mi casa y vendrás a cuidarla de vez en cuando. Será tu pequeño peaje a pagar. Matt resopló y sacudió la cabeza. No parecía tener muchas opciones en relación con su nueva mudanza. Y, en el fondo, tampoco quería pelear contra aquella decisión. Quizá estuviese viviendo en la casa de Hans, pero consideraba el piso de Tom e Ylia como un segundo hogar en Thalassia. Y a sus habitantes como verdaderos amigos. Nadie en tan poco tiempo le había demostrado tanto como ellos. —En fin… Qué se le va a hacer —murmuró Matt. Intentó sonar resignado, pero su voz delataba más ilusión que cualquier otra cosa. Hans sonrió y se dirigió a la alacena. De allí sacó, otra vez, dos cervezas. —¿Te he comentado ya que no me convence mucho la cerveza? —intentó explicar Matt, con la mayor delicadeza posible. —Eso es que la has probado poco —respondió Hans—. Créeme, a mí a tu edad tampoco me gustaba. Bebieron y charlaron para celebrar su nueva mudanza hasta que decidieron poner rumbo a sus habitaciones. Mañana era un día importante para ambos y tenían que estar frescos. —Quizá mañana ya no te vea —murmuró Matt antes de entrar en su habitación. —Mmm, me iré tarde. De todas formas, te dejaré mis llaves y luego ya te ocuparás de hacer la mudanza y de cuidar de esta humilde morada. A tu ritmo —añadió. Matt asintió. —¡Ah, por cierto! Como ya habrás visto, las brigadas de combate no son un lugar donde exista la mayor cantidad de cortesía por metro cuadrado. Anda con cuidado — sugirió, con cierta seriedad en su expresión. Matt entendió aquella afirmación sin demasiado esfuerzo. Había visto los acontecimientos ocurridos en el examen de acceso. Estaba seguro de que en su clase encontraría especímenes con características similares a aquellos que habían sido expulsados. Agradeció el consejo y se fue a dormir. Su sueño resultó bastante inestable. Durante la noche llegó a despertarse hasta en tres ocasiones, y cuando las primeras luces del alba comenzaron a asomar por su ventana, no pudo aguantar más. Un sentimiento a caballo entre el nerviosismo y la ilusión le impedía estar más tiempo en la cama. Se levantó e hizo tiempo durante una hora, desayunando y arreglándose con extrema lentitud. Luego, se dirigió a la facultad de brigadismo. Su primer día había comenzado. El curso universitario comenzaba la última semana del año, es decir, la última semana de septiembre. Al salir al exterior y avanzar unas cuantas calles, pudo constatar que el ambiente había cambiado. Aquella zona de la ciudad se mostraba demasiado viva. Nunca había visto tanta gente en aquellos lugares y, por algún motivo que desconocía, le resultó agradable. No solía disfrutar de las aglomeraciones, pero desde que su vida había dado aquel cambio radical, se sentía cada vez más seguro rodeado de personas. Y por si fuera poco, la media de edad de la ciudad parecía haber descendido unas cuantas generaciones. Jóvenes de todas las edades, venidos de diversos rincones del estado de Thalassia, caminaban por las calles de su capital, en busca de su lugar de estudio. Aquella sensación hizo rejuvenecer el alma de Matt. Se sentía otra vez parte de un colectivo. Alcanzó la facultad de brigadismo a los pocos minutos. Hans le había explicado que los de primer año tenían una presentación en el aula magna, el lugar donde había hecho los exámenes. Avanzó sin prisa por los repletos pasillos del edificio. Las conversaciones y los grupos de alumnos eran numerosos y bulliciosos. Aquel día significaba para muchos el reencuentro con sus amigos y amigas tras un largo verano incomunicados. Llegó al aula magna y vio cómo varias personas ya ocupaban sus asientos. Matt decidió hacer lo mismo. En aquellos momentos de espera no sabía qué hacer con sus brazos, así que la perspectiva de poder apoyarlos le resultó muy tentadora. El aula no estaba dividida en secciones como el día de su examen, sino que mostraba varias filas de asientos orientadas hacia la gran mesa del fondo. No quería sentarse demasiado cerca de ella, dado que le gustaba pasar desapercibido, pero tampoco en la zona trasera. Quería enterarse de lo que iban a decirle. Finalmente se sentó en una fila intermedia. Apoyó la mochila en sus piernas y esperó. Los alumnos y alumnas de primer año fueron entrando con cuentagotas. Muy pocos parecían conocerse entre ellos y los que lo hacían resultaba demasiado evidente. A las nueves en punto de la mañana, varios minutos después de que ninguna persona accediese a la sala, tres hombres y una mujer entraron por la puerta. Ocuparon sus sitios en la mesa, bajo la atenta mirada de dos centenares de alumnos y alumnas. Luego, el más bajo de ellos se puso en pie y comenzó a hablar. —Bienvenidos, todos y todas, a la facultad de Brigadismo. Soy el director Floriardes, máximo representante institucional de esta, vuestra nueva casa. Soy también el director de la especialidad de Estrategia y encargado de algunas asignaturas relacionadas con dicha disciplina. Su voz no concordaba para nada con su aspecto. Era una persona bastante enclenque y arrastraba una mirada cansada, bajo unas gafas de cristal circular. Sin embargo, su tono de voz era grave y ceremonial. —Estos tres son mis compañeros y amigos. Lean, director de la especialidad de Orden Estatal. El profesor más alto y regordete del grupo se puso en pie y realizó una leve inclinación con su cabeza. Tenía una gran sonrisa y los mofletes teñidos de un ligero rubor. Su aspecto transmitía despreocupación y alegría. Parecía una de esas personas que siempre quisieras tener a tu alrededor, dado que tiene la capacidad de alegrarte el día. —Iovanne, directora de la especialidad de Exploración y Reconocimiento. Una mujer de mediana edad hizo el mismo gesto que su antecesor. Tenía el pelo rubio, recogido en una larga trenza. Su expresión le resultó agradable, pero a la vez ambigua. Su sonrisa era sincera, pero su mirada indescriptible. Resultaba incómodo no poder descifrar aquel rostro. —Y Morgan Fletcher, director de la especialidad de Combate. Un hombre de mirada seria y poblada barba alzó su mano. No hubo ninguna sonrisa por su parte. Observándolos físicamente, resultaba hasta cómico que el aspecto de cada uno de los directores se correspondiese con los tópicos que arrastraban sus especialidades. La aparente inteligencia de Floriardes, la vida frugal y apacible que parecía llevar Lean, el aspecto enigmático de Iovanne y la seriedad y rudeza de Morgan Fletcher. —Hoy comenzaréis a formaros como brigadistas, una profesión que debe entenderse como un servicio público. Nuestro principal objetivo debe ser la protección del estado de Thalassia y de sus habitantes. El resto es prescindible. El director Lean hizo ostentosas afirmaciones con su cabeza ante el discurso de Floriardes. Iovanne y Fletcher permanecieron impasibles. —Lo segundo que debéis tener claro es que nuestra profesión trabaja con el devenir de las personas. Muy pocos campos de estudio tienen tanta responsabilidad como nosotros. La vida es lo más importante y debe ser respetada. Quizá en algún lugar y situación determinada llegue un momento en el que tengáis que tomar decisiones difíciles. En esta casa os enseñaremos a valorar esas circunstancias y a actuar en consecuencia. Aquello le gustó a Matt. No pudo evitar sentir respeto por el director Floriardes. —Y por último, pero no menos importante: no olvidéis que os esperan tres o más años de vida universitaria. Si los aprovecháis bien, se convertirán en los mejores de vuestra vida. Bienvenidos, todos y todas, a la facultad de Brigadismo. Lean comenzó a aplaudir con entusiasmo y la gran mayoría de la sala siguió su ejemplo. El director Floriardes alzó la mano, pidiendo silencio. —Ahora seguiréis a los directores de vuestra especialidad a sus respectivas aulas, en las cuales recibiréis la presentación de vuestra especialidad. Disfrutad y aprended. El sonido de un torrente de sillas arrastrándose inundó el aula magna. Los cuatro directores fueron caminando en dirección a las esquinas de la estancia, mientras decenas de alumnos los seguían. Una vez allí, comenzaron a formarse varias filas. Matt siguió a un chico muy alto y se puso detrás de él. Cuando todo el mundo estuvo colocado, Morgan Fletcher abrió una puerta y todos entraron por ella. El aula tenía forma de anfiteatro. Los asientos, esculpidos en la piedra, rodeaban un amplio espacio central. Los alumnos fueron ocupando los sitios, mientras que el director permanecía de pie, con expresión seria. El silencio era casi absoluto, a excepción de los pasos o las mochilas que eran apoyadas en el suelo. Nadie decía una sola palabra. —Mi nombre es Morgan Fletcher y, como os han explicado, soy el director de la especialidad de Combate. Lo primero que debo aclarar es lo siguiente: olvidad toda la mierda que os acaban de decir. Muchos alumnos contuvieron la respiración ante aquella afirmación. Sin embargo, muchos otros respiraron aliviados. —No dudo que el director Floriardes es un gran estratega, pero no todos son como él —explicó—. Los de su clase son una casta de pensadores, ajenos a la batalla. La mayoría se creen dioses que juegan con sus piezas en un tablero. Nunca han sentido el acero en la carne. Nunca han visto la sangre fluir de una herida. Nunca han experimentado el terror que nuestros brigadistas padecen al enfrentarse con una tarántula. Claro que no —añadió, con desdén—. Por eso, mi primer consejo es: cuidad de vosotros mismos. Luego podréis pelear por otros. Varios de los presentes soltaron tímidos aplausos. La mayoría no sabía qué hacer. Bien fuese porque no pensaban como él o porque no tenían muy claro cómo iba a reaccionar el director ante los aplausos. —Estáis en la especialidad de Combate. Esto no es un parque para niños pequeños. Aquí vais a sudar sangre. Aquí vais a conocer el miedo y a aprender a enfrentarlo. De aquí saldréis siendo los hombres y mujeres que estarán en la primera línea de batalla, ya sea contra bestias o contra humanos. Así que, si alguno esperaba unas vacaciones pagadas y estudiar a la luz de las velas, se ha equivocado de lugar. Puede abandonar la sala si así lo desea. Si lo hace ahora, nadie le recriminará por ello — añadió. Ni un solo alma se movió del sitio. Todos sabían muy bien que aquel tipo de frase siempre resultaba ser mentira. Sí se lo recriminarían y sí lo tendrían en cuenta. Si alguien decidía irse, quedaría marcado como un cobarde de por vida. —Bien. Lo siguiente que tenéis que tener claro, es que este mundo está totalmente podrido. Desde sus infestados mares llenos de tarántulas, hasta los lamentables reinos y estados que los rodean. Y el nuestro no es una excepción. Muchas miradas se sorprendieron ante aquella afirmación. Hubo algún murmullo. —Sí, amigos, nuestro estado es una mierda más en este mundo. Sus habitantes no son tan repudiables como la gente que mora los caminos o que vive en las muchas ciudades que existen a lo largo y ancho del continente, pero lo son gracias a su cinismo. Ellos tienen las manos limpias gracias a nosotros. Es muy fácil aparentar ser una persona íntegra y digna cuando otros están haciendo el trabajo sucio por ti. Es sencillo cerrar los ojos y evitar ver la realidad. Varias personas, incluido Matt, comenzaron a ponerse nerviosas. No entendían muy bien el discurso de su director. En vez de animarlos y motivarlos, estaba consiguiendo lo contrario. —Los brigadistas de Combate seréis utilizados para hacer lo que nadie quiere hacer —explicó—. Acabaréis firmando contratos de confidencialidad, según los cuales no podréis explicar qué es lo que habéis hecho en vuestras misiones. El mundo que os habían contado os parecía muy bonito, ¿verdad? No, amigos y amigas: es simplemente una ilusión. El mundo está podrido. Y nosotros somos los encargados de limpiarlo. Matt no tenía muy claro dónde se había metido, pero ojalá estudiar elementalismo mereciese mucho la pena. —He contado cincuenta y dos alumnos, cuando según las listas deberíamos ser ochenta. Hay dos opciones: que los ausentes hayan decidido abandonar antes del primer día o que consideren que las presentaciones no son importantes. Ambas perspectivas son lamentables y no tienen cabida en esta casa. Ninguna de las personas que no esté aquí en este preciso momento estudiará en la facultad de brigadismo. Los murmullos se hicieron más intensos. Era muy probable que muchos de los allí presentes tuviesen amigos o conocidos entre los ausentes. —¡Silencio! —bramó con sequedad el director Fletcher—. Es su problema, no el vuestro. Vosotros estáis cumpliendo con vuestra obligación. Como iba diciendo, el decano Floriardes habló antes sobre lo que aprenderéis en esta facultad. Sí… Eso sí es interesante… Fletcher comenzó a caminar en círculos sobre el escenario del aula. Parecía estar buscando las palabras adecuadas para comenzar a hablar. —Como os he dicho, los brigadistas de Combate somos el brazo armado del estado. Su potencia bélica — añadió—. Nuestras misiones se basan en ejecutar todo aquello que las demás especialidades no tienen agallas de hacer. El director jugueteaba con su espesa barba mientras hablaba. Parecía ayudarle a pensar. —La mayoría de los miembros de la especialidad de estrategia son unos ignorantes a los que nunca seguiré. Ya os he explicado mis razones —apuntó—. Los brigadistas encargados del orden estatal son unos simples vividores. Sus misiones podría hacerlas cualquier persona sin preparación ni especialización. No merecen el sueldo que perciben. Y la brigada de exploración… Sus pasos se pararon un momento y su mirada se clavó en el fondo del aula. —La brigada de exploración merece respeto. Es necesario talento y agallas para trabajar en ella. A Matt le sorprendió aquella afirmación. Desde que comenzó a hablar, el director Fletcher no había tenido ni una sola buena palabra para nadie que no perteneciese a su especialidad. No pudo evitar pensar en Keira y un sentimiento extraño le recorrió el cuerpo. Si el director opinaba que aquella especialidad requería valentía, sus labores no podían ser demasiado fáciles. —Si tuviese que sintetizar lo que vais a aprender aquí en tan solo una frase, sería la siguiente: manejar el miedo es alcanzar la victoria —anunció—. El miedo nubla y anula vuestras capacidades, vuestro juicio y vuestros actos. He visto morir a mucha más gente por una mala gestión de su miedo que por incapacidad en la batalla. He visto grandes brigadistas, con años de preparación, quedarse paralizados delante de una tarántula y perecer al instante. El director tosió antes de seguir hablando. Su garganta parecía tener hierros entrelazados. —Si lográis manejar el miedo —continuó—, no habrá nada de lo que preocuparse. Y para ello es necesario abrazar a la muerte. La muerte no es algo que os deba preocupar —opinó, con naturalidad—. Todos morimos, tarde o temprano. Pero no todos tenemos la capacidad de convivir con la muerte y rechazarla, una y otra vez. Esa es la grandeza de nuestra profesión. Y si finalmente termináis conociéndola, podréis recibirla de cara y sin temor, como a una vieja amiga. Matt escuchaba con atención, pero tenía la sensación de que la mayoría de la clase no acababa de captar demasiado bien el mensaje. Hasta él seguía sin entender qué pretendía el director. En ocasiones parecía querer asustarlos. Otras veces su discurso sonaba motivador y otras, derrotista. Quizá intentaba educarlos en alguna especie de pensamiento brigadista. O más bien adoctrinarlos. No tenía manera de saberlo, al menos por ahora. —Y creedme, el miedo aparecerá. Tarde o temprano. Y ahora… es mi turno para conoceros. De uno en uno, nombre y motivo por el que estáis aquí —ordenó repentinamente—. Tú, el rubio de delante —indicó mientras señalaba a una persona de la primera fila—. Cuéntanos. El muchacho tardó unos segundos en reaccionar. Luego carraspeó y habló con voz temblorosa. —Mi nombre es Lao, señor. Estoy aquí para convertirme en alguien capaz de proteger a mis seres queridos y eliminar el dolor de sus vidas. —Un motivo noble, aunque a la vez bastante estúpido —respondió el director Fletcher—. No puedes estar todo el tiempo pendiente de proteger a tus seres queridos. No eres su niñera, eres su compañero en esta lamentable aventura llamada vida. No se trata de evitarles el dolor, sino de enseñarles a manejarlo. El dolor es necesario, es el sufrimiento el que resulta prescindible. Siguiente — ordenó. Una chica enorme se levantó de su asiento. —Leysa, señor. Estoy aquí para defender a mi pueblo, señor. Fletcher asintió, sin más, y luego señaló con el dedo al siguiente. Las respuestas fueron diversas, pero la mayoría giraban en torno a la idea de defender al estado de Thalassia y a sus ciudadanos. En muchas respuestas el director hacía algún tipo de comentario. En otras, simplemente asentía y callaba. Hasta que llegó el turno de Matt, el cual tenía muy clara su respuesta. —Tú —ordenó. —Matt Meriens, señor. Estoy aquí porque quiero convertirme en un elementalista y proteger a mi familia. En cuanto terminó la frase, unas diez personas de la fila delantera giraron sus cabezas hacia él. No pudo verlas, pero sintió cómo las personas de detrás también clavaban las miradas en su nuca. —Hmmm… —se limitó a responder Morgan Fletcher. Tras unos segundos, comenzó a caminar en la dirección en la que estaba sentado. Matt tragó saliva. Aquella no era una reacción normal. Ni por parte del director ni por parte de sus compañeros. Todo el mundo había dado su opinión con libertad y no había ocurrido nada destacable, salvo alguna burla o corrección por parte de Fletcher. Sintió unos sudores fríos comenzando a brotar de sus poros a medida que el director se acercaba. Cuando llegó a su lado, se quedó de pie, mirándolo fijamente. Podía sentir su presencia, ahogándolo. —Y dime, Matt Meriens. ¿Qué tipo de elementalista serás? ¿Del tipo que abrasa una ciudad hasta las cenizas o del tipo que abandona a su propio pueblo en sus momentos más difíciles? Su tono era neutro e inerte, pero estaba teñido con un odio absoluto. —Moriré por mi pueblo y mi familia si es necesario, señor. No conozco demasiado bien las actividades de mis predecesores —respondió Matt, buscando conciliar una situación que parecía difícil. —Estoy seguro de ello… —murmuró, sonriente. Luego, mantuvo su mirada sobre él. Matt seguía mirando hacia el lugar donde Fletcher se encontraba segundos atrás. No tuvo el valor de aguantar su contacto visual. Cuando parecía que iba a continuar hablando, el director cambió de opinión y regresó al centro del aula. —Tú —bramó, señalando a otra persona. Una chica, de apariencia tosca, se levantó de su silla y respondió enérgicamente: —Quiero eliminar a todas las tarántulas y navegar los mares, señor. Una carcajada salió disparada de la garganta del director. No fue una risa agradable. Más bien era de esas que conseguía helarte la sangre. —La verdad, estoy cansado de escuchar estupideces. Hoy tendremos una clase práctica. Dejad vuestras cosas y seguidme —ordenó. Morgan Flecther salió por la puerta trasera del aula y la dejó abierta. Algunos alumnos lo siguieron de inmediato y otros, entre los que se encontraba Matt, tardaron unos segundos en reaccionar. Finalmente, no tuvieron más remedio que acatar sus órdenes o quedarse solos. O peor, expulsados. La clase estaba siendo guiada por uno de los numerosos pasillos de la facultad. Era el más oscuro y estrecho de todos los que Matt había visto. Además, el aire estaba demasiado viciado. No parecía ser una travesía muy concurrida. Llegó un momento en el que la iluminación dentro de aquel pasillo era tan escasa que los alumnos comenzaron a chocar los unos con los otros. ¿A dónde diantres estaban yendo? Tras unos diez minutos caminando, una luz se iluminó al final del túnel. Cuando Matt alcanzó la salida, le costó bastante tiempo darse cuenta de dónde estaba. El túnel los había conducido hasta la costa exterior. El arenal estaba totalmente desprovisto de construcciones humanas. Era una playa salvaje. Y nunca, en sus dieciocho años de vida, había estado en una playa salvaje. Aquella sensación entremezclada de belleza y libertad le resultó fascinante. Una de las primeras cosas que todo niño o niña criado en Thalassia escuchaba hasta la saciedad es que estaba totalmente prohibido jugar en las playas exteriores. Echó un vistazo y pudo ver los carteles que avisaban del peligro que corrían las personas que traspasasen el perímetro situado alrededor de la playa. Normalmente solía ser de quinientos metros. No había constancia en la historia de la ciudad sobre tarántulas que hubiesen avanzado tierra adentro más de esa distancia. —Aquí estamos. Un arenal libre —anunció Morgan Fletcher—. Sabéis lo que eso significa, ¿no? La mayoría de los allí presentes estaba demasiado asustado para responder. Incluso los que aparentaban ser más atrevidos se agazapaban contra las paredes del final del túnel, como si la arena quemase bajo sus pies. Se aferraban a los últimos metros de tierra firme, con el miedo presente en sus rostros. Solo había un alumno y una alumna que pisaban el propio arenal. Y ni siquiera ellos se habían dado cuenta. Eran Matt y la chica que soñaba con navegar los mares. El director Fletcher no tardó tiempo en fijar su atención sobre ellos. —Vosotros dos, el gran elementalista y la soñadora inepta. Ya que tenéis tan poco respeto por el arenal, veamos si sois tan valientes como aparentáis. Fletcher se encaminó a un pequeño cobertizo situado en la entrada de la playa y abrió el candado de su puerta. De dentro sacó varios utensilios y una serie de armas: tres espadas, dos hachas, varias jabalinas, un arco y una ballesta. —Coged un arma. La chica lo miró, dubitativa, pero Matt no tuvo ninguna duda. Por algún motivo, su nerviosismo había desaparecido. La fresca brisa del mar insuflaba vida en sus pulmones. El fluido sonido de las olas al romper le transmitía serenidad y paz. Cogió la espada que más le gustó y se situó enfrente al director. —Espabila, chica, o llamaré a otro. Ella aceptó la orden y escogió un arco. Su rostro se había ensombrecido, pero sus brazos parecían firmes. —Algunas tarántulas marinas crían a su asquerosa descendencia en las zonas más húmedas de las playas — explicó en voz alta—. ¿Podéis ver los lugares donde está removida la arena? Matt podía verlo. A lo largo de la playa había zonas donde la densidad y el color de la arena lucían diferentes. Como si algo hubiese caminado sobre ello, ejerciendo presión. Sin embargo, no era un cambio muy evidente. Cualquier persona podría haber caminado sobre aquellas zonas, cayendo en la trampa. —Allí es donde se ocultan —anunció—. Y así se molestan. Agarró una jabalina y la lanzó contra la más cercana de aquellas zonas. Todos pudieron ver cómo se clavaba limpiamente en la arena, perdiéndose a la vista. Y todos pudieron escuchar el chillido que estremeció el ambiente. Una tarántula marina sacudió con violencia las arenas mojadas hacia el cielo azulado y apareció a escasos veinte metros de ellos tres. Se escucharon varios gritos ahogados entre los alumnos rezagados. Matt pudo ver a algunos huyendo por el túnel. —Estoy desarmado, así que si viene, tendréis que salvarme —anunció el director. Estaba de espaldas a la tarántula, sonriendo. Matt creyó durante unos segundos que estaba bromeando, pero la tarántula comenzó a avanzar. Miró a su compañera y ella le devolvió la mirada. Ambos miraron al profesor, que seguía sonriendo, completamente inmóvil. Incluso había cerrado los ojos. La tarántula aceleró el paso. Sus patas se clavaban en la arena como puñales, haciendo un sonido aterrador. Matt volvió a mirar a su compañera, que seguía bloqueada. No sabía a qué diantres estaba jugando aquel loco, pero no quedaba tiempo. —Jodido chiflado —bramó Matt, mientras salía corriendo hacia él, con la espada en alto. Lo que ocurrió a continuación fue demasiado rápido. Al llegar a la altura del director, este lo golpeó con dureza en un hombro, desestabilizándole. Matt cayó hacia atrás de inmediato. Cuando logró alzar la mirada, vio cómo Morgan Fletcher portaba la que hasta hacía pocos segundos era su espada y soltaba un duro golpe a la tarántula, que chillaba de dolor. Luego, con un corte lateral conseguía rebanar dos de sus patas, para luego finalizarla de una estocada en la parte superior de su cabeza. —Y así es como se mata una tarántula —anunció sin inmutarse, mientras miraba a los alumnos restantes. Luego, le tendió su mano a Matt. —En ocasiones los más bocazas son también los más valientes —dijo, mientras le miraba directamente a los ojos. Matt cogió su mano, todavía nervioso, y se puso en pie. —Podía haberle matado… No tenía visión… —No seas idiota. He acabado con más de mil tarántulas marinas a lo largo de mis cincuenta años de vida. Y he hecho esta prueba todos y cada uno de los años que he dado clase. El gobierno desaprueba mis formas de actuar, así que he tenido que recurrir a medidas de seguridad para que me permitan hacerlo. Mira ahí arriba —señaló. Dos brigadistas apuntaban hacia ellos con alguna especie de arma a distancia desde un lugar elevado. Matt no tenía ni idea de qué eran aquellos aparatos. Nunca los había visto. —¿Por qué ha hecho esto? —chilló su compañera. Seguía con la flecha tensada en el arco, lista para disparar al más mínimo movimiento de la bestia caída. —Para ver quiénes merecen la pena, alumna. Todo en nuestra especialidad gira en torno a cómo manejar el miedo y cómo tomar decisiones cuando el temor nos alcanza —explicó—. Y al parecer, nos hemos quedado veinte alumnos. Matt echó un vistazo hacia atrás. Algunos compañeros estaban a medio camino hacia ellos, mirando atónitos. Otros dudaban entre avanzar o huir, pero seguían allí. El resto había escapado por el túnel de entrada. —Felicidades a los veinte. Y, por primera vez, una sonrisa sincera surgió de aquellas pobladas barbas. El director Fletcher Morgan apuntó los nombres de los veinte alumnos que seguían en el arenal y explicó que tenían el resto de la mañana libre. Ahora tendría que lidiar con las quejas de todos los alumnos y alumnas a los que iba a expulsar, cuyas quejas le ocuparían la totalidad del día. Y con razón. Regresaron hacia la facultad por los exteriores, guiados por uno de los brigadistas que habían estado escoltando la escena. La mayoría de ellos prefirió no regresar por aquel agobiante pasadizo. Matt recogió sus cosas en el aula y se dirigió a la cantina de la facultad. Necesitaba sentarse un segundo para pensar y terminar de recuperar la tranquilidad. No había casi nadie, dado que el resto de especialidades y cursos seguían dando clase. Reconoció a uno de los veinte compañeros que había resistido la prueba. Sin embargo, no tenía muchas ganas de hablar con nadie. Pidió un vaso de agua, ya que no andaba muy bien de dinero en aquel momento. De hecho, la mujer que lo atendió debió de verle mala cara, ya que no le cobró nada por ello. Quizá su compañero le había contado lo que había pasado. O quizá todos los años ocurriese la misma historia. Las sensaciones que sentía en aquel momento resultaban contradictorias. Era la primera vez que veía una tarántula marina de cerca. Resultaban temibles, sí, pero siempre había pensado que el pánico se apoderaría de su persona en cuanto viera una. Los fantasmas del pasado, el recuerdo de su madre y la visión de su padre, inválido a causa de una de ellas, podrían inutilizar su juicio. Pero no fue así. No sintió miedo, solo respeto. Bebió el agua de un gran sorbo y un sabor a óxido le saturó el paladar. Echó un vistazo a su alrededor y se dio cuenta que la cantina era bastante vieja. No debería haber pedido agua de aquellas cañerías. Lo único que parecía nuevo eran las mesas, limpias y robustas. Tanto el suelo como la zona de la barra tenían muchas historias y bebidas a sus espaldas. Se sentó en una esquina, junto a una gran cristalera desde la que se podía ver la costa. Estuvo varios minutos quieto, mirando el horizonte. Su cerebro parecía atascado. Decidió abrir su carpeta para buscar su horario. Los lunes tenía clase con el director Fletcher de 09:00 a 13:00, con un descanso de media hora en el medio. De 13:00 a 14:00 era la hora de la comida y de 14:00 a 16:00, Historia de Thalassia. No parecía ser la clase indicada para después de comer. Suspiró y volvió a meter su horario en la carpeta. Pero cuando lo hizo, un folio se traspapeló en el medio: “Mucha suerte mañana”, ponía. Era el folio que le había escrito la chica de la biblioteca. Había estado tan ocupado que no se había acordado de ella. ¿Cómo le habría ido? Matt rezó por que hubiese aprobado. Le apetecía hablar con ella de una vez. Ya que tenía varias horas libres, decidió ir a mirar las listas de acceso a la especialidad de estrategia. Pero mientras estaba guardando el folio, se dio cuenta de que no solo estaba escrito por un lado. Le dio la vuelta, y más texto apareció ante sus ojos. El corazón comenzó a latirle con fuerza. “Esta es mi última oportunidad de acceder a la universidad. Si no logro aprobar, tendré que volver a mi ciudad natal. Y de no conseguirlo… me gustaría pasar un día contigo antes de irme. En ese caso, el domingo sería nuestra última oportunidad. Te esperaré en la mesa de siempre. Un beso de tu compañera de estudios. Ariadne.” Matt tuvo que leer el párrafo tres veces y cada una de ellas fue creando una angustia progresiva en su interior. Guardó sus cosas apresuradamente y salió disparado de la cantina, en dirección a la sala donde estaban las listas de estrategia. Tardó diez minutos e interminables vueltas por la facultad en encontrar el sitio. Entró y buscó el folio. Sus manos temblaban. Quería verla. Con urgencia. —¿¡Cuál era su apellido!? Lista de acceso a la brigada de estrategia… ¿¡Dónde diantres está!? —gimió. Las plazas eran tan reducidas para Estrategia que solo existía una lista. No estaba dividida por apellidos como en el caso de la especialidad de Combate. Miró varias veces los tres nombres. Buscó por toda la estancia, intentando encontrar otra lista que aliviase aquella ansiedad. Pero Ariadne Liustra no estaba allí. Tras unos segundos de vacío, una sensación de culpabilidad y de tristeza lo invadió por dentro. No solo se había equivocado al conocerla y había huido de ella en varias ocasiones. No solo la había distraído de sus estudios y desconcentrado de las prueba de acceso más importante de su vida. Ella había tenido el valor de escribirle sin tapujos y de pedirle algo de su tiempo. Y él ni siquiera se había dado cuenta. La había abandonado. El pensamiento de Ariadne, esperando sola por alguien que nunca llegaría, le apuñaló las entrañas. Matt apretó los dientes y comenzó a golpear su muslo derecho, con dureza. La rabia se apoderó de él y la pared acabó sustituyendo a su pierna. Solo fue necesario un golpe para que sus nudillos gritasen de dolor. No lo repitió más. Fue un comportamiento estúpido, pero por algún motivo, le ayudó. —Eres idiota… —murmuró, desolado. No sabía qué hacer. Ella ya habría abandonado la ciudad. O quizá lo hiciese el día de hoy. De todas formas, tampoco sabía dónde encontrarla. No tenía la menor idea de dónde vivía. O quizá sí. Salió disparado, en dirección a la biblioteca. Si ella todavía seguía en la ciudad, era el único lugar en el que podrían coincidir. Varias personas le llamaron la atención por correr por los pasillos, pero las ignoró a todas. No tenía tiempo que perder. Tardó poco más de cinco minutos en atravesar las calles necesarias para llegar a la biblioteca de Thalassia. Se dio unos segundos para recuperar el aliento y adecentarse un poco. Estaba hecho un desastre. Se sacudió la arena que todavía quedaba en sus pantalones y entró en la biblioteca. El mágico silencio de aquel lugar le obligó a bajar el volumen de su ruidosa respiración. Aquellas bocanadas no se notaban en el exterior, pero sí en un ambiente tan delicado. Subió las escaleras de dos en dos hasta el séptimo piso. Un chorretón de sudor comenzó a corretear por su sien, en dirección a la barbilla. Lo limpió con la manga de su camisa. Llegó al lugar donde ambos estudiaban y vio a lo lejos la mesa en la que se habían conocido. Su corazón comenzó a salirse de su pecho: había alguien en ella. Pero aquel alguien no era Ariadne, sino un chico que leía distraído un libro del tamaño de una ventana. Matt maldijo por lo bajo y se encaminó a una de las mesas cercanas. No tenía por qué esperar por ella en la misma mesa. Cualquiera de las mesas del piso que estuviesen visibles serviría. Estuvo sentado durante varios minutos, los cuales parecieron horas. rítmicamente, Su pierna intentando derecha liberar el se movía nerviosismo acumulado en su cuerpo. Cada vez que se me imaginaba a Ariande allí sentada, esperando por él, le entraban ganas golpearse de oportunidades nuevo. para Había estar con tenido ella demasiadas y las había desaprovechado. Todas y cada una. Entendió entonces que ella no iba a regresar. Se había marchado. Salió del séptimo piso, arrastrando los pies y mirando para las plaquetas del suelo. En un último gesto de estupidez, se detuvo en cada uno de los pisos para echar un vistazo. Quizá estuviera en alguno de ellos. Pero no fue así, claro. Abandonó la biblioteca con un horrible malestar, pero también prometiéndose que nunca más iba a tener miedo o a dejar algo para más adelante. Resultaba demasiado bochornoso y doloroso. Y todo había sido por no atreverse a hablar. Por aquella estúpida timidez selectiva. Nunca más volvería a cometer el mismo error. —Nunca más. 12- La flor de loto que danzaba sobre el viento Matt miró su reloj. Todavía quedaban cincuenta minutos para la hora de la comida. Pensó en un lugar para comer y recordó que Hans le había sugerido el comedor de la facultad: “Sus cocineros son los mejores de toda la universidad y es tan barato que sale más rentable que comprar los ingredientes y cocinarlos tú mismo”. Tras el mal sabor de boca que le había dejado el incidente con Ariadne no tenía ganas de cocinar nada, así que decidió seguir su consejo. Estuvo casi una hora danzando sin rumbo por la zona del paseo marítimo, mientras tomaba el aire e intentaba consolarse. A la una menos cuarto, regresó a la facultad. Sintió que su estómago pedía auxilio y no le quedó más remedio que atenderlo. El comedor no se encontraba en la misma cantina en la que había tomado aquel asqueroso vaso de agua. Tuvo que dar unas cuantas vueltas por la planta baja de la facultad hasta encontrarlo. Estaba escondido en el fondo de un pasillo, justo donde terminaba el edificio. Una gran puerta de doble hoja daba la bienvenida a los comensales. Dentro de la estancia había una agobiante cantidad de estudiantes. Decenas de mesas, con diferentes tamaños y formas, se extendían por el gran comedor. A sus laterales, había dos largas barras atestadas de estudiantes. Matt se situó en la fila derecha, que estaba menos congestionada. Cogió una gran bandeja y se puso a la cola, la cual avanzaba a un ritmo sorprendente. Por toda la barra había pequeños carteles con los menús. En añadido, una chica les entregaba los cubiertos y les tomaba nota de su pedido. Era importante para no retrasar el ritmo del comedor. Matt decidió pedir ensalada de primero y arroz con almejas de segundo. Una manzana de postre. Su mente no tenía ganas de ninguna comida pesada, pese a que su estómago podría haber ingerido un entrecot de buey. Los camareros servían con brío. Se movían entre los recipientes, armados con cucharones y grandes tenedores sin perder un solo segundo. Los delicados platos de porcelana danzaban de sus manos a las bandejas de los estudiantes sin temor alguno. Cuando terminaban, un “gracias y buen provecho”, entonado con ritmo apremiante, te hacía entender que sobrabas en aquel lugar. Matt caminó en dirección a las mesas y se quedó parado unos segundos. La mayoría de las mesas pequeñas estaban abarrotadas. Sin embargo, pudo ver una gran mesa al fondo del comedor, en la que por algún motivo solo había tres chicas. No descubrió ningún lugar mejor en donde sentarse. Aquellas chicas eran bastante atractivas, pero Matt no les prestó mucha atención. Sólo quería un lugar en el que comer tranquilo. Sin hablar con nadie. —¿Está ocupado? Una de ellas negó con la cabeza. Las otras dos apartaron la mirada y no se dignaron a responder o saludar. Matt no tuvo en cuenta aquel gesto descortés. Agradeció a la chica que le había respondido y se sentó frente a ella. Las chicas tenían la comida en su mesa, pero todavía no la habían probado. Esperó un par de minutos para ver si comenzaban, pero dado que ellas seguían sin dirigirle la mirada o dar señales de vida, decidió ignorarlas y comenzó a comer. La ensalada estaba deliciosa. Aquellos tomates eran de un pueblo agricultor como el suyo. No había mejores tomates que los criados en pequeñas tierras. Ni por asomo. Estaba terminando el último bocado cuando una inquisitiva tos de mujer lo sacó de sus pensamientos. —¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó una nueva chica, plantada de pie a su lado. Matt tuvo que hacer esfuerzos para no atragantarse. Lo había pillado desprevenido. —¿Comer? —preguntó con un hilo de voz. —Muy gracioso. Ella dio media vuelta y se dirigió hacia la otra punta del comedor. Matt no tenía ni idea de qué ocurría, pero estaban consiguiendo tocarle la moral. Y precisamente hoy no tenía un buen día. Al cabo de unos minutos, cuando ya casi se había olvidado del tema, aquella chica volvió a aparecer. Pero esta vez estaba acompañada por un hombre alto y escuálido, de unos treinta años. Ambos se quedaron mirando hacia él, aunque ella parecía tener un papel secundario en esta ocasión. —¿Qué haces? —bramó el hombre, con una voz aguda y nasal. Ni siquiera había entonado aquello como una pregunta. Sonaba como si estuviese afirmando algo. Matt los miró unos segundos. Cansado de tonterías, volvió a girar su mirada hacia el plato y continuó comiendo. Lo que no esperaba era que tras dos bocados, aquel hombre le tiraría su tenedor de un golpe. Matt se puso de pie y lo encaró de inmediato. —¡¿Cuál es tu puto problema?! —¿Que cuál es mi problema? —preguntó, incrédulo—. Estás en mi mesa, listillo. —No he visto tu nombre en ningún lado. Una de ellas me ha dicho que no estaba ocupada. La chica que le había dicho aquello miró con urgencia hacia el suelo. Su rostro había palidecido y parecía asustada. Aquella expresión sacó a Matt de su enfado. Algo estaba pasando. Echó un vistazo su alrededor. Vio que la mayoría de las mesas cercanas estaban mirando para ellos, en completo silencio. —¿Cuál de ellas te ha dicho eso? —quiso saber el hombre. De repente su desagradable voz intentaba sonar amistosa. Pero la maldad y la rabia contenida se podían sentir aflorar desde el fondo de sus vísceras. —No es de tu incumbencia. Aquello pareció resultar demasiado para el hombre. Jaló a Matt por el cuello de la camisa e intentó levantarlo en el aire, sin éxito. Este respondió agarrando con fuerza una de sus muñecas. Comenzó a ejercer presión hasta que aquel hombre decidió aflojar. A los pocos segundos su agresor entendió su inferioridad y lo terminó soltando, respirando con dificultad. —¡Tú…! —gritó, con los ojos fuera de sí. Matt aguantó su mirada. El hombre giró su cabeza e hizo un gesto a una de las mesas cercanas. Tres hombres respondieron a su llamada y se pusieron en pie. Comenzaron a caminar hacia él. Matt se puso en guardia. Aquello no pintaba bien. Pero justo cuando ellos estaban llegando, un chico se interpuso entre él y aquel desagradable hombre. —Tienes que disculparlo. Es su primer día en la facultad y el director Fletcher le ha soltado una buena reprimenda. No sabe lo que está haciendo. La mirada del hombre seguía encolerizada, pero su expresión pareció relajarse un poco. Sus hombres llegaron a los pocos segundos y lo miraron, esperando una orden. —Llévatelo ahora mismo de aquí y asegúrate de que no vuelva a verlo en mi vida —gimió, furioso. Su orgullo se moría de ganas de aplastar a Matt, pero sabía a la perfección que él solo no podría. Había tenido que llamar a sus secuaces para ello y eso lo estaba haciendo quedar como un cobarde. Aquel chico le había dado una excusa para zanjar el tema de una forma diplomática y no podía dejar pasar la oportunidad. Al menos parecía un gilipollas mínimamente inteligente. —¡Fuera de aquí! —chilló. El joven se agachó y cogió la mochila de Matt. Luego lo agarró por una mano y lo arrastró hacia una mesa situada a tres o cuatro filas de distancia. No tenía muy claro por qué se estaba yendo de allí, pero decidió hacerle caso. Aquella cara le sonaba de algo. Era un compañero de su clase, de los veinte que habían resistido la prueba del director. Tenía un pelo castaño muy fino y una complexión bastante enclenque. Lo opuesto a cualquier persona dentro de la brigada de combate. Por eso le recordaba. —Siéntate. Voy a por tu comida. Matt se sentó en una silla. Otra chica estaba comiendo en la mesa, con aspecto despreocupado. De hecho, era la única persona en diez metros a la redonda que no lo estaba mirando. Vio cómo aquel loco estaba hablando con el chico. Parecía estar reprochándole algo, de malas maneras. Tuvo que dejar de mirar. Su sangre estaba comenzando a hervir de nuevo. —No te preocupes, Ian sabe lo que hace —murmuró la chica desde su asiento. Jugueteaba distraída con su tenedor. No parecían entusiasmarle los trozos de pollo que quedaban en su plato. Matt tardó un poco en reconocerla. Ahora llevaba el pelo suelto, pero sin duda era ella. Allí sentada estaba la chica que había participado en la prueba junto a él. La que soñaba con atravesar los mares. Su aspecto tosco se había diluido bastante gracias a los mechones que caían por su rostro. Un buen peinado hacía verdaderas maravillas en una mujer. A los pocos segundos, el chico llamado Ian regresó con su comida. —Lo siento, no lo comas. Te daré una porción del mío. He visto como escupían en tu arroz —murmuró. —He perdido el apetito. —Ya veo… Bueno, yo soy Ian. Esta es mi amiga Aylara. Quizá nos hayas visto. —Sí. Os recuerdo de hace unas horas, en la playa. Ian asintió y cogió sitio junto a ellos. La gente parecía haber perdido el interés por su incidente, lo cual ayudó a que Matt recobrase un poco la calma. Odiaba ser el centro de atención. —¿De qué va todo esto? —Va de que te has ido a meter con Erwin Lambert, el hijo del antiguo gobernador de Thalassia y líder del Partido Dorado. —¿Y qué pasa? ¿Ha comprado las mesas de la facultad? Yo no me he metido con nadie. Ian suspiro y sonrió. Tenía un rostro dulce, pese a su palidez y aparente fragilidad. —Su hijo lleva estudiando diez años consecutivos en la facultad de brigadismo. Puedes estudiar todos los años que quieras, pero a partir del primero que repitas, comienzas a pagar una matrícula. Y esta aumenta de forma exponencial —añadió—. Pero a él le importa bien poco. Le sobra el dinero y no está aquí para estudiar. —¿Y qué tiene que ver todo eso conmigo? —Pues que Erwin Lambert es el dueño del mayor burdel de toda Thalassia y en aquella mesa es donde las chicas que pretenden trabajar para él se dan a conocer. Todo el mundo lo sabe, aunque los responsables de la facultad hacen la vista gorda. La influencia de su padre está en juego. Y dinero. Mucho dinero. Matt no podía creer lo que estaba escuchando. —¿Estás de broma? Dime que sí. Si no, me levantaré e iré a esperarlo a la salida. He pasado demasiadas cosas como para aguantar algo así. —Oh, vamos, cállate —respondió, con el ceño fruncido—. Te he evitado una trifulca y un buen enemigo. —No puede hacer eso a aquellas chicas. No tiene derecho. Y mucho menos en el medio de una facultad. —Nadie obliga a aquellas chicas a sentarse allí. La prostitución es legal en este estado, por si no lo sabías — explicó Ian. Matt seguía sin poder creer lo que estaba escuchando. —¿Legal? ¿Qué? —Sí, ¿dónde está el problema? —interrumpió Aylara. —Pues que es algo… no sé. No debería estar permitido negociar con eso. —Lo que era indigno era que no fuese legal — respondió ella—. Antes era un espectáculo grotesco escuchar las historias de explotación en los burdeles y caminos. Ahora tienen medios con los que defenderse. Ahora es su elección, no su obligación. Matt sacudió la cabeza. —A mí no me gusta todo eso. —Y estás en tu derecho, pero no te metas en problemas —murmuró Ian—. Nadie ha obligado a aquellas chicas a ponerse en contacto con Erwin Lambert. Están allí por propia voluntad. Y sí, quizá sus historias sean desgraciadas y no hayan tenido más remedio que buscarle, pero eso ya no está en nuestra mano. Es su decisión. Matt frunció el ceño y cogió su manzana. Luego comenzó a comerla dando duros mordiscos. En cada uno de ellos liberó parte de su rabia acumulada. —¿De verdad no hay otro lugar para hacer eso? —Es ya una tradición en la facultad —respondió Ian—. Todo el mundo que viene ha escuchado historias sobre él. Nadie lleva tantos años aquí como Erwin Lambert. De todas formas, no eres el primero al que indignan sus actividades. Ya fue denunciado varias veces ante el director Floriardes, pero los cargos siempre resultaron desestimados. Él se justifica diciendo que está en su derecho de conocer chicas. Lo lleva al campo personal, no profesional. Y nadie puede prohibirte hablar con gente. ¿Comprendes? Matt pudo ver cómo aquella excusa servía de tapadera. Todo aquel tema le resultaba indignante, aunque entendía los razonamientos. Decidió no darle más vueltas, por el bien de su estado anímico. Entre el nerviosismo de la mañana, el disgusto por Ariadne y la trifulca con Erwin, su día no podía haber ido a peor. —Gracias por dar la cara. Me quedé bloqueada en la playa —dijo Aylara, cambiando de tema. —Gracias a ti por no hacerme sentir el único bicho raro de la clase. ¿Qué pasa con los elementalistas aquí? Aylara e Ian intercambiaron una breve mirada. —Digamos que no sois muy populares en las brigadas de Combate —murmuró Ian—. Más bien todo lo contrario. Os odian. Es otra tradición —puntualizó. —¿Y por qué razón o motivo? —Rencillas pasadas, odios arrastrados, las llamas eternas atribuidas a Erik, la ausencia de Hans en los momentos más duros de Thalassia… ¿Quieres más? — preguntó Ian. —Yo no tengo nada que ver con todo eso. Aylara soltó una risotada. —Bienvenido al mundo real. Seas quien seas y vengas de donde vengas, es muy probable que tengas que llevar los lastres que alguien ha cargado en tus espaldas. Pudo sentir que sus palabras estaban impregnadas de rencor. Matt prefirió no saber si era hacia los elementalistas o tan solo problemas de su pasado. —Bueno, ¿qué clase tenemos ahora? —preguntó Ian, que había palpado la tensión en el ambiente—. Es una asignatura obligatoria, así que podemos ir juntos a ella. No está de menos protegernos entre los apestados. Matt no entendió muy bien a qué se refería por apestado. Ian tenía un aspecto frágil, pero había solventado su problema con aquel estúpido individuo en pocos segundos. No parecía alguien marginado. Aylara sacó una copia del horario de su malograda mochila y le echó un vistazo. —Historia de Thalassia. ¡Me encanta! Aquella afirmación le sorprendió. Aylara no tenía pinta de ser una chica que amase la historia. Terminaron de comer y los tres regresaron hacia las aulas. Matt pudo ver que la gente seguía observándole, así que agradeció la compañía que le brindaban ambos. Decidieron sentarse en la zona media del aula, aunque terminaron convirtiéndose en la primera fila. Había numerosos asientos delante de ellos, pero nadie los ocupó. —El primer día siempre es duro —susurró Ian al ver su mala cara—. Pero luego mejora, no te preocupes. —¿Ya has estudiado aquí? —En otra facultad. Este año me he cambiado. Luego te cuento —comentó, mientras el profesor entraba por el aula. Era un anciano encorvado, con abundantes canas blancas y una mirada vidriosa. No parecía una persona muy lúcida. Y Matt volvió a equivocarse. Desde luego, el profesor Émerith era una persona lúcida, pero también terriblemente aburrida. La historia no era algo que le fascinase, pero el ritmo monótono del profesor facilitaba la escritura, así que Matt comenzó tomando apuntes. Sin embargo, cuando se cumplieron los primeros treinta minutos, solo quedaban un par de plumas rasgando el papel. Entre ellos estaba Ian. Y pese a que en teoría le gustaba la historia, Aylara luchaba por no quedarse dormida, dando pequeños respingos cada vez que su cabeza se deslizaba hacia delante. Al profesor no pareció importarle la falta de entusiasmo de su alumnado. Siguió impartiendo la lección, sin inmutarse ni variar su tono. No hubo descanso, ni ninguna intervención por parte de los alumnos. Dos horas enteras de pura exposición. Cuando terminó, miró su reloj con los ojos entrecerrados, dio por finalizada la clase y salió caminando por la puerta. Su aspecto demacrado seguía intacto, pero una gran sonrisa iba dibujada en sus labios. —Dios mío, pensé morirme ahí dentro —murmuró Aylara nada más salir. —En mi anterior facultad me dio clase un profesor bastante más cansino. Émerith a su lado es alguien divertido. Los ojos de Aylara y de Matt se pusieron como platos. Ninguno de los dos podía imaginarse nada más lento y tedioso que las dos horas que acababan de pasar. —Bueno, llevo bastante prisa. Tengo que regresar a mi pueblo y ayudar a mi padre con el trabajo. Los lunes van a ser duros —se lamentó Ian. —¿No vives aquí? —preguntó Matt. —No, vivo en Haloria, a seis kilómetros de aquí. No está demasiado lejos, pero el camino de vuelta es cuesta arriba. Desearía que fuera al revés. Por las mañanas estoy bastante fresco. —¿Y tú, Aylara? —Yo vivo en la zona de Floralys. Matt no preguntó más. Aquella zona no era un lugar muy agradable para vivir. —¿Nos vemos mañana, entonces? —preguntó Ian—. Quizá pueda explicarte cómo funciona la vida en la facultad y las reglas no escritas que existen en ella. Hasta entonces… no te metas en líos. —Lo intentaré —respondió Matt con una sonrisa cansada. Aylara e Ian tomaron la calle Ulla, que los llevaría al centro de la ciudad, mientras que Matt se encaminó hacia la costa. Todavía eran las cuatro de la tarde, pero tenía que hacer la mudanza y despedirse de Hans. Sentimientos contradictorios se encontraron en su cuerpo. Le hacía demasiada ilusión compartir techo con Tom y con Ylia pero… iba a echar de menos a Hans. Y ya casi se había habituado a su nuevo colchón. Ahora le tocaría acostumbrarse a otro. Recogió y guardó en una de sus maletas todo lo que pudo. Tampoco le había dado tiempo a acumular demasiadas cosas, salvo papeles y más papeles. Luego, se dirigió a casa de Tom. Fue él quien le abrió la puerta. —¡Buenas tardes, novatillo! ¿Qué tal tu primer día? —No me hables… Matt entró arrastrando los pies y dejó sus cosas en el pasillo de la entrada, donde días atrás se acumulaban decenas de cajas. Ahora no quedaba ninguna. —Sorpréndeme. —Fletcher Morgan nos ha hecho su mágica prueba del valor y más de media clase ha sido expulsada. He contribuido a que una chica adorable suspendiese un examen y ni siquiera la he visitado luego. Y, por si fuera poco, he tenido polémica con un gilipollas llamado Erwin Lambert. Al parecer su mesa es demasiado exclusiva para mí. Tom no pudo evitar echarse a reír. —¿Te has sentado en la mesa de Erwin Lambert? ¿En qué mundo vives? —preguntó, sorprendido—. No eres tan guapa para estar allí. Matt le soltó un derechazo directo a las costillas. —Pues sí que ha sido un día completito —comentó Tom—. Intenta no relacionarte demasiado con Erwin. Él y su círculo son personas bastante desagradables. Se junta lo peor de cada casa… —¿Tú también opinas igual? —¿Opinar de qué? —Sobre las chicas. —¿Las chicas? Me gustan las chicas. Son un gran invento para la humanidad —respondió Tom—. ¿Por qué? Matt sacudió la cabeza. —No me refiero a eso. Me refiero a lo de los burdeles. —¡Ahh! —exclamó—. No sé, cada una es dueña de su cuerpo, ¿no? Que hagan lo que consideren oportuno. Lo importante es que tengan la libertad de elegir. Otro más. A Matt iba costarle aceptar aquellos razonamientos. Quizá fuese un anticuado, o quizá ellos eran demasiado modernos. —¿Y no has hecho ningún amigo? —preguntó Tom. —Tanto como amigos, no sé… Un chico de mi clase me sacó del embrollo con Erwin Lambert. Parece bastante majo, así que hemos quedado para vernos mañana. Y también está otra chica, llamada Aylara. Aunque es un poco rarita… —murmuró. —Los raros somos interesantes —añadió con una sonrisa—. Me alegro de ello, chaval. Y me alegro de que estés aquí. ¡Bienvenido a tu nueva casa! Matt no pudo continuar disgustado al verse empapado por la contagiosa alegría de Tom Zarowa. Sonrió también y lo siguió en dirección a su nueva habitación. Dejó sus cosas en ella y echó un vistazo. Era una habitación bastante bonita. Tenía un escritorio igual de raro que el de la casa de Hans y una ventana por la que entraba una más que digna cantidad de luz. Y estaba su cama. La cama. Era de un metro y medio de anchura. El colchón resultó ser la cosa más cómoda que había probado en años. Estuvo unos minutos tirado en él, mirando al techo. Mientras, Tom intentaba abrir el pestillo de la ventana, que parecía atascado. Cuando un crujido y la posterior corriente de aire lo alcanzaron, decidió levantarse. —Voy a ver si me despido de Hans —balbuceó, amodorrado—. Creo que se va hoy al atarceder. ¿Quieres venir? —Hmmm, creo que voy a pasar. Ya hablé con él ayer. No me gustan las despedidas. Ni siquiera los hasta luego. A Matt tampoco le gustaban, pero tenía que ir. Quedó en regresar al piso a las siete de la tarde. Tom no iba a estar, pero Ylia sí. No tenía una copia de la llave, con lo que dependía de que alguien le abriese la puerta. Encontró a Hans cuando estaba abriendo la cancela para entrar a su casa. —¡Hey! ¿Qué tal tu día? —Bueno, pudo haber sido peor —respondió Matt. Una hora atrás habría respondido una cosa totalmente diferente. Supuso que el efecto “Tom Zarowa” había hecho mella en él. —Lo único es que tuve la genial idea de decir que quería ser elementalista delante de Fletcher Morgan. Pudiste haberme avisado de que os llevabais tan bien con la brigada de Combate. Hans desvió la mirada, azorado. —Sí, bueno… Ya sabes cómo funciona esto de las enemistades por prejuicios. Por eso no quería que fueses con ideas preconcebidas, como ellos. Mejor que descubrieras las cosas por ti mismo, aunque eso implicase algún disgusto. Entraron dentro. Hans parecía un poco agobiado. Sus movimientos eran torpes y demasiado frecuentes. —Todo saldrá bien —dijo Matt, intentando calmarlo. —¿Qué? Ah, sí. Malo será. Tenemos mucho más que ganar de lo que podemos perder. Lo que pasa es que… no sé. Tengo un mal presentimiento. —Para darle mil vueltas a las cosas ya llego yo. Ve y haz tu misión, Elementalista del Agua. Matt había aprendido los puntos débiles de Hans. Una sonrisa sincera brotó de sus labios. A los pocos minutos, alguien llamó a la puerta. Su equipo venía a recogerlo. Hans la abrió y allí apareció una mujer de unos veinticinco años. Matt parpadeó dos veces para observarla mejor. —¡Harumi! ¡Cuánto tiempo! —exclamó Hans, interrumpiendo sus pensamientos. Ambos se fundieron en un abrazo. —Este es Matt Meriens, nuestro nuevo estudiante de elementalismo. Gracias a él tenemos la oportunidad de ir a Norie. Harumi se acercó a él y su sola presencia lo dejó sin respiración. Era alta y morena, con una larga melena de color violeta. Sus ojos eran verdes, muy vivos, y su cuerpo, esbelto, estaba repleto de tatuajes. Todos eran de un intenso color negro, con formas muy variadas. —Encantada de conocerte, Matt Meriens —dijo. Luego le dio dos besos en las mejillas. Olía demasiado bien. A exuberancia y belleza. Nunca había visto una chica igual. —Es la hermana de Natsumi Ngüyen —le explicó Hans—. Me habías comentado que la conociste en el examen, ¿no? El encantamiento creado por la presencia de Harumi pareció resquebrajarse un poco. —¿Eres la hermana de Harumi? Madre mía, no os parecéis en nada. Ella sonrió. —Por supuesto que no. Mi hermana es un encanto. Y yo no lo soy. Una expresión burlona apareció en su cara. Tenía unos labios grandes y bien perfilados. En el aire volvió a surgir aquella aura y Matt sacudió la cabeza para espabilarse. —¿Dónde está Soren? ¿Perdido como siempre? — preguntó Hans. —Lo recogeremos en la primera villa de camino a Norie. Tenía asuntos que tratar allí, al parecer. Hans asintió con la cabeza. —Voy a recoger las cosas que me quedan y nos vamos. Dame dos minutos. —Nos están esperando dos calles más abajo. Date prisa —urgió Harumi. Regresó a la casa y Matt se quedó plantado en la puerta, inmóvil. Su mente intentaba buscar algo que decir, pero era incapaz. Parecía un muñeco. —Así que tú eres el nuevo elementalista. ¿Qué afinidad tienes? —Viento. —Interesante… Quizá pueda enseñarte alguna cosa en el futuro, dado que también soy una elementalista del viento. Espero que Alma te ayude a crear una buena base sobre la que trabajar. Matt asintió. Haría todo lo que le mandase. Sin discusión. Hans regresó entonces de dentro, cargado con varias mochilas. —Espero llevar todo —comentó, nervioso—. Odio estos momentos. Siempre creo que me olvido algo. Le dio un torpe abrazo a Matt y luego le dejó las llaves de su casa. —Nos vemos, Matt Meriens —dijo Harumi—. Dale recuerdos a Tom Zarowa. Y dile que al regresar, iré a verlo. Tom también la conocía. Necesitaba hablar con él sobre aquella chica. Con urgencia. —Y cuidadito con mi hermana —añadió, mientras le tocaba una mejilla con la palma de su mano. Su calidez le hizo olvidar que estaba siendo amenazado. Mientras se iba, observó su espalda, repleta de más tatuajes. No entendía los símbolos, pero la hacían todavía más atractiva. Tuvo que forzarse a sí mismo a entrar en la casa. Recogió sus últimas pertenencias y se aseguró de que todo estuviese bien cerrado. Tardaría unos días en volver. Luego, regresó al piso de Tom. O más bien, a su nueva casa. Fue Ylia quien le abrió. —¡Huooola! —saludó ella. Parecía animada. —Hola, Ylia. ¿Puedo pasar? —En teoría estás en tu casa, ¿no? —respondió con sorna. Tom apareció por el pasillo, farfullando algo con la boca llena. Matt no pudo entender ni una palabra. —¿Tú no eras el que no iba a estar aquí? —La merienda es sagrada en esta casa, novato — respondió, con tono amenazante—. Aprende a respetar nuestras costumbres si quieres comenzar con buen pie. Tanto Ylia como Matt se echaron a reír. —Dios, Tom. ¿Quién es Harumi y de dónde ha salido? Me he enamorado. Fue Tom quien soltó una carcajada. Ylia, por su parte, puso los ojos en blanco y masculló algo por lo bajo. —Suele tener ese efecto sobre los hombres. Y qué coño, en las mujeres también—añadió—. Es la mujer más sexy del continente. Y no solo porque esté como un queso. Es el hecho de que es la elementalista más fascinante de todas. Y está loca, lo cual ayuda a no aburrirse. —Me dio recuerdos para ti, de hecho. —No esperaba menos —respondió Tom, sacando pecho. Este recibió un codazo de Ylia. —¿Y por qué es una elementalista tan especial? Ambos lo miraron, incrédulos. —¿De verdad no sabes quién es? —preguntó Ylia—. La gran mayoría de aspirantes a entrar a la Academia de Elementalismo vienen para intentar aprender lo que ella es capaz de hacer. —¿Y qué es lo que la hace tan especial? Fue Tom quien respondió, con una sonrisa de admiración dibujada en su cara. —Ella es Harumi Ngüyen, pequeño. La única persona capaz de volar. Matt se quedó de piedra. Había escuchado que existían elementalistas capaces de manejar las llamas, el agua, el viento y otros elementos, pero nunca imaginó nada parecido. —¿Volar? —En efecto, volar. —¿Cómo es eso posible? Tom sonrió. —Has visto sus tatuajes, ¿no? La cuestión es que Harumi Ngüyen no utiliza un colgante o un anillo eolítco para practicar el elementalismo. Tiene la eolita tatuada bajo su piel. —¡¿Qué?! —A ver… es difícil de explicar. Vamos al salón. Matt y Tom se pusieron cómodos en el gran sofá que había bajo la ventana. Era de color azul, con un tapizado muy suave. Ylia, al ver que el tema derivaba en cuestiones sobre elementalismo, decidió regresar a su habitación. No solía estar muy interesada en ello. Y no parecía agradarle demasiado la fascinación que ambos profesaban por aquella mujer. —Como ya sabes —comenzó Tom—, los elementalistas tenemos que enlazar las tres energías que entran en juego en el elementalismo. En las personas existen diferentes puntos en los que resulta más fácil entrelazarlas. Para algunas, portar un anillo en sus manos les facilita el proceso. Otros, como yo, prefieren un colgante y sentir la confluencia cerca del pecho. Nuestro amigo Jean, por ejemplo, tiene eolitas engarzadas en sus pendientes. Depende de la persona. Matt no pudo evitar pensar cuál sería el punto donde las energías confluían con mayor facilidad en su persona, pero no llegó a ninguna conclusión certera. —Pero Harumi… es diferente. Ella consigue crear puntos de enlace en todas las partes de su cuerpo, gracias a la tinta eolítica de sus tatuajes. Y por eso puede manejar el viento desde infinidad de ángulos y posiciones. Con mucha práctica y muchos golpes, consiguió adquirir una habilidad única en el mundo. Tampoco es que pueda surcar los cielos de forma indefinida —aclaró Tom—, pero sí ha alcanzado unas capacidades físicas más allá de lo humano. Es capaz de danzar por el aire. —Eso es… maravilloso —murmuró Matt—. Yo también soy un elementalista del aire. ¿Crees que algún día…? No llegó a acabar la frase. —Lo dudo. Han sido muchos los que han intentado copiarla, pero ninguno ha conseguido ni siquiera acercarse. Ya hace un par de años que nadie lo intenta. Ni siquiera Soren, el único elementalista que ha sido capaz de dominar dos elementos diferentes en toda la historia, puede hacerlo. —Soren… es el alumno de Hans, ¿no? Tom afirmó con la cabeza. —Es un individuo bastante extraño. No me cae muy bien, creo que no entiende mis bromas. Lo que no quita que sea increíble. Para mí, él y Harumi son la élite. Ningún otro elementalista está a su nivel. Ni la primera generación, ni Hans —aclaró—. Quizá Alma sí lo esté, pero es una persona demasiado temerosa de lo que pueden llegar a hacer sus habilidades. —Alma es… ¿tan fuerte? —murmuró, sorprendido. —Oh, ya lo creo. Pero sucedió algo que la hizo apartarse del camino de los elementalistas en activo. Se centró en su faceta docente y lleva dando clases más de cinco años. Se niega a participar en misiones. A Matt aquello le llamó la atención. Veía en Alma una persona a la que admirar, pero por su personalidad, no por sus habilidades como elementalista. Nunca pensó que fuera una de las más poderosas. —Tom, ¿cuántos elementalistas hay a día de hoy? —Hmmm… —Tom se dio unos segundos para pensar, mientras jugueteaba con un mechón de su desordenada cabellera—. Desde hace dos años muchos lo han dejado, han perdido la vida o han desaparecido. Así que… quitando a los de nuestro grupo, a Hans y a Alma, existen en Thalassia otros seis elementalistas. Cogió un papel y una pluma que había por la mesa del salón y comenzó a esquematizar mediante despreocupados garabatos. —Primero tenemos a los cuatro conocidos como la primera generación. Fueron los primeros elementalistas instruidos por Erik, Hans y Alma. La primera es Leia Atausha, la elementalista de la luz. Una chica educada y fuerte. Me cae genial. El segundo es Erbond Kouth, un elementalista del agua. No lo conozco demasiado, pero me han hablado bien de él —murmuró—. El tercero se llama Andrew Lerians, el elementalista de la arena. Una absoluta delicia verlo en acción —añadió, con aire soñador—. Y por último, Jeremy Thonens, un elementalista del viento. Es famoso por ser el pionero en el elementalismo híbrido. A Matt le sonaba aquel término. Quizá Hans le hubiese contado algo sobre ello, pero no conseguía recordarlo. Parpadear varias veces fue suficiente para que Tom le sacase de dudas. —A ver… Existen dos formas de entender el elementalismo. La clásica, donde el elemento en cuestión es la única arma que entra en juego. Y luego tenemos la híbrida, donde el elementalista también se sirve de los artefactos creados por el ser humano para llevar a cabo sus acciones. —¿Y cuál es mejor? —No creo que una sea mejor que la otra. Puedes usar ambas, no son incompatibles. Hay elementalistas clásicos que hacen maravillas. Por ejemplo, Andrew Lerians sólo utiliza arena o materiales de una densidad similar. No tiene ni idea de cómo manejar un arma y no lo necesita. Por otro lado, nuestra amiga Natsumi es una elementalista híbrida al cien por cien. No es capaz de conectar las energías si no es a través de sus espadas. Están hechas con una aleación entre eolita y acero. Y ella es capaz de manejarlas a su antojo. Es un espectáculo verla cuando hace equipo con su hermana. Pura belleza —añadió, sonriente. —¿Y yo qué soy? —Un pueblerino perdido en la gran ciudad — respondió Tom. —No, idiota. Me refiero a lo de los elementalistas. —Ya sé a qué te refieres, pero no es algo que yo pueda adelantar. Ni siquiera lo intuyo, para serte sincero. Lo irás descubriendo cada jueves con Alma. Ella es la que te formará en el noble arte del elementalismo. Yo te ayudaré cuando te atasques, pero nada más. Matt asintió y se deslizó un poco en su asiento. —Todavía faltan dos, ¿quiénes son? —Harumi y Soren. Ya te lo he dado a entender antes —refunfuñó—. Son la segunda generación y los conocen como el dueto invencible. Harumi es una elementalista del viento y Soren es un elementalista doble: domina tanto el viento como el agua. Estando juntos, nunca han sido heridos en ninguna misión, ni han tenido el más mínimo problema para llevarla a cabo. La voz de Tom denotaba demasiada admiración. —¿Y cómo se domina más de un elemento? — preguntó Matt, intrigado. —Tienes muchas preguntas, tú —comentó Tom con voz mustia—. Y yo soy muy vago. Matt le lanzó una mirada desconsolada, mientras rogaba con un gesto de sus manos. —No lo sé, la verdad. Todos creíamos que era algo imposible. Por algún motivo todos tenemos tan solo una afinidad elemental. Todos salvo Soren, claro. Por eso se lo conoce como “El Genio Elemental”. —¿Y no hay elementalistas de la tierra? Pensé que el único elemento que no podía ser dominado era el fuego. Salvo por Erik Laurie, claro. —Hmmm, sí, pero no son exactamente elementalistas de la tierra. Hay muchos elementos y muchas clasificaciones sobre los elementos, no solo la de los cuatro grandes. Andrew Lerians maneja materiales como arena, grava y diferentes tipos de terrenos. Pero no existe ningún elementalista que pueda mover a su antojo rocas macizas y hectáreas de tierra, si es a lo que te refieres. Matt asintió. Era justo lo que estaba pensando. Tom comenzó a desperezarse en el sofá, dando unos bostezos que sonaban como un osezno llamando a su madre. Resultaba cómico y a la vez perturbador. —Se acabaron las preguntas por hoy. Tengo cosas que hacer y ya has consumido la mitad de la energía que me aportó mi merienda. Esto no puede seguir así —bromeó mientras se levantaba—. Estaré algo liado con el comienzo del curso, así que hasta el jueves no estaré mucho por casa. Solo para cenar y dormir. Pero el jueves por la noche… será grandioso. —¿Qué pasa el jueves? —¡¿Que qué pasa el jueves?! —Tom parecía indignado—. ¡Es el primer jueves del curso y coincide con la fiesta de fin de año! Hace muchos años que no se da esa particularidad. Merece ser celebrada. Hacía demasiado tiempo que Matt no le daba importancia a celebraciones y fiestas. Sus años en el contrabandismo le habían robado la ilusión por los días festivos. —Tú pórtate bien hasta ese día y yo te llevaré a los lugares donde la felicidad está al alcance de la mano. O de los labios —sugirió. Matt no entendió si se refería a beber o a besar. Y realmente, prefirió quedarse con la duda. 13- El preludio del fuego El martes y el miércoles resultaron ser un poco más agradables que aquel lunes de sobresaltos. Los tres primeros días de la semana tenía el mismo horario: por la mañana de nueve a una y por las tardes de dos a cuatro. Era un horario concentrado, que le permitía tener las tardes libres. Y eso le encantaba. Las clases teóricas siguieron resultando monótonas, aunque por fortuna no existían más profesores con el tono de voz de Émerith. Por su parte, las clases prácticas eran entretenidas. A Matt siempre se le había dado bien cualquier actividad física. Además, el hecho de poder moverse lo mantenía activo y despierto. Tampoco tardó demasiado en darse cuenta de la suerte que había tenido de tropezar con Aylara e Ian. Muy pronto se convirtieron en su refugio en la facultad. Su clase estaba formada por veinte personas y solo ellos dos le dirigían la palabra. El resto seguía receloso, dado que Matt era alguien señalado, alguien a quien tenían que odiar. Por querer ser un elementalista y por haberse enemistado con Erwin Lambert. Los tres amigos se encontraban en las escaleras del primer piso cada mañana y subían juntos al aula. En tres días, Matt pudo conocerlos mejor que a muchas personas de su pasado. La hora de la comida y los descansos daban lugar a conversaciones sobre sus vidas, cosa que a Matt siempre solía incomodarle. Pero por algún motivo, Aylara e Ian eran diferentes y no tuvo problemas para sincerarse con ellos. Ian era una persona entrañable. Su aspecto frágil y vulnerable no concordaba con su historia. Era un verdadero soñador. De esos tenaces, que no se rinden nunca. Sus padres tenían una pescadería en Haloria y por todos era sabido el tremendo trabajo que daba un negocio de ese tipo alejado de la costa. Venir a diario a las lonjas de Thalassia, transportar el pescado, prepararlo, limpiarlo y conservarlo era un proceso largo y laborioso. Durante un tiempo, Ian trabajó en la tienda familiar. Su padre quería que aprendiese el oficio para algún día heredarlo. Así que allí estaba, los siete días de la semana, durante todo el año. Hasta que no pudo más. Aquello no era para él. Decidió oponerse a su familia e intentar entrar en la universidad. Pero fracasó y no le quedó más remedio que trabajar otro año más. Sufrió, ahorró y estudió de nuevo. A la segunda, sí lo consiguió: logró entrar en la facultad de desarrollo tecnológico. Pero tras cuatro meses se dio cuenta, una vez más, de que aquello tampoco era lo suyo. Por más que estudiaba, nunca conseguía estar al nivel de sus compañeros. El ritmo era demasiado alto y él, un principiante en aquel mundo. Y por si fuera poco, lo que allí estaba estudiando no era lo que esperaba. Así que una vez más abandonó la facultad y regresó a la tienda de sus padres. El olor a pescado volvió a formar parte de su rutina. Solo tardó unas semanas en darse cuenta de que nunca podría ser feliz. Y solo tenía veintiún años. La depresión comenzó entonces a asomar cada vez con más fuerza. Su físico y su personalidad se acabaron resintiendo. Perdió mucho peso, su rostro palideció y el brillo en su mirada amenazaba con desaparecer. Las ilusiones de lo que alguna vez fueron sus sueños comenzaban a apagarse poco a poco. Hasta que descubrió, por casualidades de la vida, una oportunidad donde nunca pensó encontrarla. Por la festividades de verano en Thalassia, unos feriantes provenientes de Sekyo, la cuna de la tecnología, asentaron su puesto estrella en las calles de la ciudad. Era un juego de precisión, mediante el cual podías ganar dinero si acertabas disparando a unos objetivos. Pero no había arcos ni ballestas. Para ello, el jugador utilizaba una especie de artilugio. Los comerciantes lo llamaban fusil ligero. Al parecer, en Sekyo estaba surgiendo una nueva especialidad dentro de las brigadas: los llamados brigadistas de artillería. Ian, intrigado por la atracción, decidió probar suerte. Cogió el fusil, cargó el pequeño proyectil en su antecámara, apuntó y… acertó. Y para él, acertar en algo resultó casi una catarsis. La sensación le inundó el pecho, así que volvió a probar y volvió a acertar. Luego, otra vez más. Y luego, otra. Aquello estaba hecho para él. Y entonces, los planetas se alinearon. El feriante resultó ser un brigadista retirado de Sekyo. Sus contactos eran abundantes y en la misma fiesta, coincidió con un alto cargo de las brigadas de Thalassia. Este intentó dar en el blanco, pero erró todos sus disparos. Fue entonces cuando el feriante le habló de un chico que había acertado veinticinco disparos consecutivos, llevándose el mayor premio de su atracción. La fiesta ya no iba a salirle rentable. La facultad de brigadismo se puso en contacto con Ian a los pocos días. Si así lo deseaba, el curso que viene entraría a formar parte de un proyecto experimental: la introducción de la artillería ligera en las brigadas estatales de Thalassia. Él sería el primer estudiante. De hecho, sería el único estudiante en el primer cuatrimestre. En función de cómo evolucionase, se plantearían reclutar más. La artillería era una tecnología demasiado novedosa y resultaba muy cara de usar y de mantener. Existían algunos artilleros en las brigadas estatales de Thalassia, como aquellos dos que habían acompañado al director Fletcher Morgan en su descabellada prueba inicial. Matt los había visto apuntando con sus extrañas armas a la tarántula. Pero fue Ian quien le explicó que pertenecían a las brigadas de Sekyo, no a las de Thalassia. Así fue como el destino acudió al rescate de una buena persona, de Ian, el thalassiano escuálido de ojos azules. El primer y único estudiante de artillería en la historia de las brigadas estatales. Aylara fue la última en sincerarse, aunque también la que lo hizo con mayor naturalidad. Su historia resultó más dura de escuchar. En ella ni siquiera había los halos de esperanza que acompañaban a Ian. Ni siquiera tenía unos sueños en el horizonte o el calor de una familia. En determinados momentos, Matt llegó a decirle que no necesitaba contarle todo aquello si le resultaba incómodo. Podía guardarse alguna información. Pero a ella nada le molestaba. Era una chica que no tenía ningún tipo de miedo, prejuicio o preocupación. Cogía la verdad y la miraba siempre de frente. Nunca rehuía nada, ni siquiera los desprecios. Matt vio cómo permanecía inmutable tras recibir más de un insulto por su aspecto. No solía arreglarse mucho para ir a la facultad. Cualquier ropa y una coleta eran suficientes para ella. Todas las opiniones le resbalaban por la piel como si estuviese untada con aceite. Era impermeable. Y aquello quedó patente el día en el que Matt salió en su defensa tras las burlas de varios estudiantes: “No vuelvas a hacer eso. Me gustan las personas que me insultan de primeras. Así, ya sé que no significarán nada en mi vida. Es rápido e indoloro. Es peor si no lo hacen y me engañan. Un insulto de alguien a quien creías conocer sí puede acabar haciendo daño”. Su vida resultó ser una serie de catastróficas desdichas. Su madre se quedó embarazada muy joven y el padre desapareció en cuanto conoció la noticia. Nunca llegó a conocerlo. Fue criada por su madre y sus abuelos, en plena avenida del Amanecer. Sin embargo, sus abuelos terminaron falleciendo cuando la edad se los llevó y aquello significó un gran golpe para ambas. Fue entonces cuando su madre conoció a otra persona: un buen hombre, llamado Liam. La adolescencia de Aylara parecía encauzarse de nuevo hacia la felicidad, pero Liam enfermó y terminó muriendo. Su madre comenzó a perder la cabeza, creyendo que una maldición azotaba a su familia. Malgastó gran parte de sus ahorros visitando brujas y sacerdotes, hasta que uno le confirmó algunos de sus más oscuros augurios: era ella quien estaba maldita, no su familia. Tres días después, su mente no pudo más. Se lanzó a los acantilados del norte de Thalassia y murió en ellos. Aylara se quedó prácticamente sola en el mundo. —Mis amigos merecen saber mi verdad —se justificó, al ver que Matt se había quedado sin palabras. Y por aquella frase, Matt aguantó en silencio hasta que ella terminó su historia. Lo hizo con un tremendo nudo en la garganta, pero no permitió que sus emociones fueran más allá. Aylara lo estaba contando todo con sorprendente mesura. Ya habían pasado cinco años de aquello y parecía haberlo superado. Podía verse cómo las heridas de su infancia ya se habían cerrado, aunque eso no quitase que todavía se notasen las cicatrices. Ahora vivía con su prima, en Floralys, los suburbios de la ciudad. No parecía una compañía muy adecuada, pero no tenía a nadie más. Y una vez los tres se conocieron, conformaron un trío inseparable. Personas muy diferentes a las demás, incomprendidas por muchos y odiadas por otros. Los tres primeros días de la semana fueron cada vez a mejor, pero resultaron bastante duros. Sin embargo, el jueves llegó en el momento indicado e iluminó el espíritu de Matt. Alma lo había citado por la mañana en la Academia de Elementalismo y Matt estuvo allí puntual. O más bien, no. Odiaba tanto hacer esperar a la gente que solía llegar diez minutos antes. Aun así, la puerta ya estaba abierta. Entró y se dirigió al despacho de Alma. Siempre estaba allí. —¿Se puede? —Pasa, pasa. Ya nos vamos en un minuto. Terminó de escribir un documento y recogió sus cosas. Mientras, Matt ojeaba su despacho con la mirada. El desorden seguía reinando en el lugar. Regresaron al pasillo y ella lo condujo escaleras arriba. Nunca había estado en el tercer piso. De hecho, no sabía ni que existía. —Estamos yendo a la sala de prácticas para afines al viento. Dado que a lo largo de nuestra historia ha sido el elemento más común entre los elementalistas, decidimos construir un aula dentro de la propia academia. Llegaron a la estancia. Era una sala circular, con numerosas rejillas y ventanas, aunque la mayoría estaban tapiadas. La luz entraba en la estancia a duras penas. —Bueno, Matt, hoy es tu primera clase. Lo primero que tienes que saber es que el elementalismo es un proceso largo y complejo. Puede que tardes semanas en conseguir lograr un simple objetivo o puede que en unos minutos tu mente encuentre la tecla adecuada y desbloquees ciertas habilidades. Así que relájate y no te preocupes. Todo aquel que tiene una afinidad consigue, tarde o temprano, ser un elementalista. Te lo prometo. Alma le apretó un hombro con su mano. Matt asintió. Por algún motivo, no estaba nervioso. —Todo elementalista necesita una eolita. Las eolitas son el combustible energético que permite el elementalistmo y, además, mejoran nuestras capacidades perceptivas y sensoriales. Para comenzar, probaremos con esta. Alma le entregó un colgante. Matt pudo percibir al instante la energía que emanaba. Era un fragmento de eolita de color azul, engarzada en una cadena. Se lo colgó en el cuello y sintió un pequeño cosquilleo que recorrió todo su cuerpo. Notó cómo su percepción sufría ligeros cambios. Se sentía… más atento, más despierto. Más vivo. —Una vez tenemos a una persona que porta una eolita y presenta las capacidades sensoriales necesarias, el siguiente paso es distinguir las energías para luego poder conectarlas. Vamos a hacer un pequeño ejercicio. Alma caminó hacia un extremo del aula y abrió una pequeña ventana. Luego caminó hacia la otra punta e hizo lo mismo con una rejilla. Una pequeña corriente de aire comenzó a atravesar la habitación. —Necesito que te coloques en el centro del aula — indicó—. Cerrarás los ojos y comenzarás a sentir tu propio cuerpo. Tomarás conciencia de todas sus partes, de su peso, de su presencia… Una vez logres estabilizar ese pensamiento, buscarás la presencia del elemento. Comenzarás a sentir el viento fluyendo a tu alrededor. Lo notarás con nitidez. Una clara brisa que atraviesa cada rincón de tu percepción. Así que… ¿lo intentamos? — preguntó. —Lo conseguiremos —corrigió Matt, animado. Se colocó en el centro del aula, donde había un círculo construido mediante baldosas de diferentes colores. De inmediato sintió la brisa de aire atravesándolo, pero la ignoró. Primero tenía que percibir su cuerpo. Cerró los ojos e intentó relajarse. Comenzó a respirar con lentitud. Podía escuchar el aire entrando por su nariz e insuflando vida en sus pulmones. Luego, recorrió su cuerpo mentalmente, desde la coronilla hasta el último de los dedos de sus pies. Sí, le resultaba fácil. Ya fuese por la eolita o por la situación, su cuerpo respondía con lucidez a su pensamiento. Podía sentirlo allí parado, en el medio de la estancia. Como si lo estuviese viendo desde una perspectiva aérea. Y por algún motivo, algo saltó en su mente. Sintió como si aquella situación ya la hubiese vivido antes. No sabía si en sueños o en la vida real, pero supo que aquellas sensaciones no eran novedosas. Sabía lo que tenía que hacer. Respiró dos veces y buscó la energía de la eolita. No necesitaba encontrar la presencia del elemento, porque el viento ya era una parte de su cuerpo en aquel momento. Ya estaban unidos desde el momento en el que lo sintió. Y sin saber cómo, encontró la conexión. Algo despertó en un rincón de su cuerpo, algo que nunca había sentido. La sensación era parecida a la de una extremidad imaginaria que se había dormido durante la noche. Pero aquello no era un brazo dormido. Aquello se sentía como una nueva piel. Como una capa de energía que lo rodeaba. Como una extensión de sí mismo que comenzaba a recuperar la sensibilidad. Y esa nueva extensión respondió a su pensamiento. Comenzó a girarla a través de su cuerpo. Aquel movimiento le resultaba cómodo y sencillo. Incluso era algo divertido. —Matt —susurró una voz—. Abre los ojos, poco a poco. Matt escuchó la voz, pero le pareció que se encontraba muy lejos. De todas formas, le hizo caso. Abrió los ojos y percibió la corriente de aire fluctuando a su alrededor. Podía sentir el viento agitándole algunos mechones de su pelo castaño. Entonces volvió a tener pura consciencia de la realidad y algo se tambaleó en su mente. Sintió que se mareaba y tuvo que luchar por no tropezar. La sensación se vino abajo y él cayó de rodillas en el suelo. —Realmente tienes un talento natural —dijo Alma, mientras se agachaba a su lado—. Hacía mucho tiempo que no veía a nadie cogerlo a la primera. Ni siquiera te había explicado cómo canalizar la energía eolítica para poder moldear la energía elemental. Es algo innato en ti, pero todavía necesitas práctica. Confluir el momento de percepción elemental con la percepción normal del mundo es algo complejo. Cuando perdiste la concentración y volviste a la percepción normal, todo se vino abajo. Matt la miró, asombrado. —Necesito intentarlo —pidió, ansioso—. Otra vez. Alma le obligó a descansar diez minutos y a beber unos sorbos de agua. Por algún motivo, tenía una sensación de sequedad en su boca. —Has conseguido tres de los cuatro pasos básicos del elementalismo. A la hora de realizar técnicas y habilidades sencillas, existen cuatro pasos: conectar las energías, canalizar el poder eolítico, moldear la amalgama de fuerzas y liberarla. Has perdido la concentración en el último punto, pero aun así, es un éxito tremendo. Matt sonrió ante su buena suerte y volvió a intentarlo una vez más. En esta ocasión, le costó mucho más regresar al estado de abstracción necesario. Lo achacó a que ahora estaba pensando en lo que hacía. La primera vez solo se dejó llevar. Fue pura inspiración. Pero ahora lo estaba haciendo de forma consciente. Tardó unos diez minutos en conseguir el estado de percepción elemental. El viento volvía a estar rodeándolo, fluyendo libremente a su alrededor. Matt lo hacía girar, aumentando su velocidad y reduciéndola. Para hacerlo, sentía como si estuviese dirigiéndolo con los dedos. Pero no era su mano la que se movía: era esa nueva presencia, que lo rodeaba. Esta vez, consiguió mantener la concentración una vez abrió los ojos. Por algún motivo resultaba mucho más difícil controlar el viento si lo miraba. A los pocos segundos comenzó a sentir un gran cansancio en su cuerpo, pero no tenía ni idea de cómo liberar aquello. No logró hacerlo. No sabía dar el empujón necesario, así que esperó hasta que las fuerzas le fallaron. Esta vez comenzó a irse de bruces contra el suelo, pero fue Alma quien lo sujetó a tiempo. —Al parecer tenemos un problema para liberar las energías —murmuró—. No tienes interiorizado el mecanismo de empuje en tu mente, así que la única manera de liberarte de la conexión pasa por perder la concentración o quedarte exhausto. De todas formas, estás usando de una forma excepcional la energía eolítica. Me da la sensación de que utilizas muy poca energía vital en el proceso, lo cual es muy difícil, sobre todo para alumnos novatos. De todas formas… creo que esto va a ser todo por hoy. Trabajaremos la liberación elemental el próximo jueves. Matt sonrió con dificultad. Se sentía feliz, pero no tenía fuerzas para levantarse. Se mantuvo tumbado en el suelo y pidió unos sorbos de agua a Alma. Ella estuvo a su lado, hablándole sobre elementalismo, hasta que recuperó las energías. —Es lo más grandioso y divertido que he hecho en toda mi vida —murmuró Matt cuando recobró el habla— . No entiendo por qué, pero siento que he sabido hacerlo desde siempre. Es como si de pequeño lo hubiese aprendido y hasta el día de hoy no lo hubiese puesto en práctica. Alma sonrió, satisfecha. —Lo has hecho genial. La última persona que aprendió tan rápido fue Soren, uno de los mejores elementalistas. Y Hans era su maestro. —Me han hablado bien de él —respondió Matt. El orgullo por la comparación resultó demasiado evidente en su tono de voz. Cuando tuvo fuerzas para caminar, Alma lo acompañó de vuelta al piso de calle Hogsme. Le explicó que los alumnos novatos deben acostumbrarse poco a poco al hecho de portar una eolita. Las primeras semanas no podría hacerlo más de una hora al día, así que ella se quedó con su colgante. Podría ir a entrenar a la Academia si así lo deseaba, pero no le dejaría la eolita en su poder. Una vez llegaron a su piso, Alma se despidió. —Te vas a sentir algo fatigado por la tarde. Descansa y duerme un poco. Y si sales por la noche no bebas demasiado. ¿Entendido? Alma tenía esa esencia de madre que tan adorable le resultaba. —Entendido, maestra. Gracias por todo. Han sido unas horas agotadoras, pero muy felices. —Llámame Alma —corrigió—. Nos vemos cuando quieras o el jueves que viene. Felicidades y… feliz año. Matt se despidió de ella con un fuerte abrazo. No pudo evitarlo. Luego comenzó a subir las escaleras, lo que le llevó cinco minutos. Consiguió llegar a duras penas a su cama. Creyó tener muchas más fuerzas de las que realmente tenía y las escaleras hasta el segundo piso las consumieron casi todas. Todo su cuerpo pesaba demasiado. Una tonelada. Ylia apareció a los pocos minutos y entró en su habitación. —¿Te encuentras bien? —Mejor que nunca —logró balbucear, con la cabeza enterrada en su almohada. Ella se acercó y se sentó a su lado, en la cama. Matt hizo un esfuerzo y se dio la vuelta. —Alma ya me había pedido que te echase un ojo hoy, así que me tomé el día libre. Matt intentó abrir la boca, indignado, pero no consiguió articular ninguna palabra. Ni su mente ni sus cuerdas vocales mostraban mucho entusiasmo por realizar sus funciones. Ylia deslizó una mano hasta su cuello y le tomó el pulso durante unos segundos. —Tienes un latido lento, pero estable. Te estaré vigilando unas horas. —Ylia lo apuntó con un dedo de forma amenazante—. Cuando despiertes te comerás un buen bocadillo y ya estarás recuperado para la noche de fin de año. Descansa. Quiso irse, pero él la agarró por una mano. Aquello la cogió desprevenida y sus mejillas se ruborizaron levemente. Matt quería agradecerle la molestia, pero tenía la boca seca. Rebuscó una sonrisa amable de sus adentros y luego la dejó ir. Recordó que ella tenía cosas más importantes que hacer que estar sentada a su lado. Se quedó dormido casi al instante. Despertó al cabo de unas horas. Por la ventana entraban unos rayos de sol de una tonalidad bastante agradable. Eran dulces y cálidos. Relajantes. Estuvo un rato tumbado, recuperando el control de su cuerpo. Entonces comenzó a levantarse y constató que sus fuerzas habían regresado. Lo único que quedaba de su entumecido cuerpo anterior era un leve dolor de cabeza. La sentía como abombada. —¡Buenos días, princesa! —gritó Tom Zarowa en cuanto lo vio salir de su habitación—. ¡Ya pensé que no te ibas a levantar nunca! —Hmmm, ¿qué hora es? —Las siete de la tarde. Date vida, porque en dos horas nos vamos. Matt invirtió las dos horas en cenar y adecentarse un poco. Tom estuvo revoloteando a su alrededor durante todo el tiempo, explicándole todos y cada uno de los maravillosos y divertidos planes que había pensado para aquella noche. Y en verdad, el entusiasmo de Tom era contagioso. Matt se encontró a sí mismo cantando en la ducha, algo que nunca hacía. Cenaron los tres juntos una deliciosa tortilla de patatas. Al parecer era un plato típico de la ciudad donde había nacido Ylia. —Entonces, ¿ya te encuentras bien? Pasé varias veces por tu habitación para comprobar cómo estabas y dormías como un bebé —dijo Ylia. —Como un bebé de rinoceronte, querrás decir — añadió Tom—. Vaya ronquidos que pegas, amigo. Las mejillas de Matt adquirieron una tonalidad rojiza a una velocidad sorprendente. No quería imaginarse a sí mismo roncando a pierna suelta mientras Ylia lo miraba. Intentó hacer desaparecer esos pensamientos de su cabeza. —Es que estuve acatarrado… —Sí, sí. Lo que tú digas. Pero acaba de comer, que ya es tarde —urgió Tom. Matt solía comer bastante despacio, pero no tuvieron que esperar por él. Fue Ylia la que tardó un buen rato en prepararse. Llevaba un vestido verde, sencillo pero muy bonito. Su habitual pelo recogido en coleta caía a chorros por sus hombros. Estaba realmente guapa. —Guau, ¡tened cuidado, chicos! —gritó Tom por la ventana que daba a la calle—. ¡Hoy sale de fiesta Ylia Dormer! El pellizco que recibió en el brazo consiguió que Tom gritase todavía más. Matt no pudo evitar echarse a reír. —He quedado con Natsumi, Jean y Keira en el bar de Amy. ¿Vienen los dos amigos estos de los que me hablaste, Matt? —No, hoy no. Tenían cosas que hacer... Son más responsables que nosotros, la verdad. Tom se encogió de hombros y salió por la puerta. Los tres caminaron por las calles, charlando sobre las tradiciones de Thalassia. Ylia era extranjera, pero aun así, sabía muchas más cosas de la ciudad que el propio Matt, que había crecido en aquel estado. La tradición marcaba que la penúltima noche del año se pasab reunida en familia. Pero la última noche del año, tanto familias como amigos se reunían para ir al paseo marítimo a las doce de la noche. Allí se hacía una especie de ceremonia para iniciar el año. Tom e Ylia no quisieron revelarle de qué se trataba. Decían que era más bonito si no lo sabías. Llegaron al bar de Amy a los cinco minutos. Allí los esperaban sus tres amigos, en la entrada. Jean, con su habitual aspecto sobrio y elegante. Sus gafas tintadas seguían ocultando su mirada. Saludó con delicadeza a Ylia y le estrechó la mano a Matt. Este no pudo evitar echarle un vistazo a sus orejas. Allí seguían sus pendientes eolíticos. Resultaba increíble pensar que Jean era ciego y que gracias al elementalismo podía hacer una vida normal. Natsumi no trabajaba aquel día, así que su actitud era dulce y reservada. Matt le dio dos besos y se quedó un rato mirando con disimulo su larga melena pelirroja. No pudo evitar recordar a su hermana. La verdad, no se parecían en nada, salvo en que ambas tenían un pelo fascinante. Por su parte, Keira seguía con su estilo habitual. No parecía haberse arreglado mucho. Su hombro derecho seguía al aire, su ojo izquierdo ligeramente tapado por el flequillo y su mirada, profunda y perdida. A Matt le resultaba una chica demasiado enigmática. Se moría por saber qué pasaba por aquella mente. Decidió saludarla con un gesto de su mano. Según Tom, no solía tomarse muy bien el contacto físico. —Madre mía, se han juntado los tres más habladores del grupo. ¿Cuántas palabras habéis dicho mientras esperabais? —bromeó Tom. —Las suficientes para hacer de nuestra espera un rato agradable —respondió Jean. Realmente era un tío con clase. Tom le echó una mano al cuello y entraron juntos. Los demás los siguieron. Tomaron sus asientos en una esquina. Al parecer esa era la mesa a la que siempre iban. Todo el mundo lo sabía. A Matt aquello le trajo un reflujo amargo de recuerdos. El idiota de Erwin también tenía una mesa reservada para él solo. La comparación le resultó odiosa. Tom fue a saludar a su novia y a pedir unas bebidas. Mientras lo seguía con la mirada, Matt vio una pizarra que anunciaba una actuación aquella noche. —Al parecer hay un concierto hoy. ¿Qué tipo de música es? —No tengo ni idea, la verdad —respondió Ylia—. ¿Dónde lo pone? Matt señaló la pizarra donde estaba escrito el anuncio. —Es un músico del reino Kalash. Una de las pocas personas en el mundo que toca el yaybahar —respondió Keira. —¿El qué? —preguntaron todos al unísono. —Es difícil de explicar. Ya lo veréis. A los pocos minutos, Tom comenzó a traer las bebidas. Tuvo una disputa con Amy sobre quién tenía que actuar como camarero, pero al parecer ella dio el brazo a torcer. Tom podía resultar muy persuasivo. —¿Sabéis? Hoy hay un concierto del mejor instrumento que existe en el mundo. —El yaybahar —respondió Matt. Tom se quedó patidifuso. —¿Cómo diantres…? —Keira nos ha informado del contenido de la actuación —aclaró Jean. Matt se echó a reír y le dio un buen trago a su cerveza. Hans tenía razón. Cada vez le gustaba más. O más bien… cada vez le disgustaba menos. Estuvieron un buen rato bebiendo y charlando entre ellos, hasta que comenzó el concierto. El yaybahar era un instrumento de cuerdas bastante extraño. Un hombre de calva incipiente era el encargado de su interpretación. Su sonido lo cautivó desde el primer instante. Aquellas notas no le recordaban a ningún otro instrumento. Tenía un sonido metálico y envolvente, el cual rellenaba la totalidad de la estancia, hasta en sus más recónditos rincones. La música entraba por el oído y atravesaba sus conductos, directamente hacia el cerebro. O más bien, hacia el alma. Su repertorio era una mezcla de improvisación y de canciones tradicionales adaptadas a aquel instrumento. Matt no era una persona muy amante de la música. Solía aburrirle y no sabía tocar ningún instrumento. Pero aquella interpretación consiguió emocionarlo. Y le sorprendió ver que no era el único. La completa totalidad del bar estaba inmóvil, mirando los movimientos del arco sobre las cuerdas. Y lo que más le sorprendió fueron Tom y Keira. En la mirada de ambos se notaba el brillo provocado por la emoción. Incluso podían intuirse algunas lágrimas luchando por aflorar. No le extrañó en Tom, pues era una persona que no solía ocultar lo que sentía. Pero sí le sorprendió ver que Keira, aquella chica indescifrable, podía emocionarse. Se frotaba las manos constantemente e intentaba ocultar, todavía más, su mirada bajo el flequillo. La canción terminó. Hubo unos momentos en los que las notas quedaron resonando en el ambiente. Y luego, un silencio sepulcral de varios segundos inundó la sala. Nadie se atrevió a romper aquel momento mágico. Tom tenía los ojos cerrados. Parecía estar saboreando aquello más que nadie. Al final, llegaron los aplausos. Y con ellos, Keira se levantó y salió casi corriendo del local. —¿Eh? —murmuró Matt. —Déjala. Es complicado de explicar —dijo Tom—. Solo necesita unos momentos. Esta era una canción que significaba mucho para demasiadas personas. —¿Qué canción era? —El preludio del fuego —murmuró Natsumi. —Era la canción tradicional más popular de Thalassia —explicó Tom—. Y era preciosa. Pero desde hace dos años es utilizada por los familiares de los muertos en Flergen. Al parecer la interpretan en sus funerales, para que sus almas recuerden quién fue “el pueblo que los exterminó”. Es una especie de venganza hacia nosotros. Ahora… resulta complicado digerir esas melodías. Matt iba a preguntar por qué demonios era tocada aquella canción en un momento de celebración, pero prefirió dejar el tema. El hombre continuó tocando una nueva pieza, la cual rebosaba ritmo por todas sus notas. A los dos minutos, la bebida y la nueva música consiguieron que el efecto de la anterior canción se disipase. La música también podía ser así. Breve, intensa y volátil. Tom fue a buscar a Keira al exterior y regresaron a los pocos minutos. Ambos venían sonriendo. A Matt le encantó verla así. La curvatura de una sonrisa en sus labios hacía su expresión mucho más dulce. El fluir de la noche dejó aquel acontecimiento en una mera anécdota. Cuando dieron las once y media, la gente comenzó a abandonar el local, en dirección a la costa. La mayoría se había comedido con la bebida, aunque a Tom se le comenzaban a notar unos coloretes en sus mejillas. Matt no pudo quitarle el ojo de encima a Keira, aunque lo hacía con mucho disimulo. Cuando tuviera oportunidad, la invitaría a dar un paseo. Quizá aquella no fuese la mejor de sus ideas, pero el alcohol y el contexto de la noche siempre consiguen cambiar ciertas perspectivas. Llegaron a la costa y la cantidad de gente que allí se concentraba les sorprendió a todos. Cientos de personas de toda edad y condición se extendían a lo largo del paseo marítimo, que estaba iluminado con centenares de antorchas. La decoración le daba una apariencia festiva y mágica. Nunca había visto el arenal iluminado bajo la mezcla de luz que proyectaban el fuego y la luna. —¡Vamos, Matt! —urgió Natsumi mientras tiraba de su mano—. ¡Que se acaban los farolillos! Conforme avanzaba la noche, su timidez había ido desapareciendo. Y lo mismo pasaba con los demás. Ylia se reía por cualquier comentario y bromeaba sin parar. Keira logró parecer en algún momento una persona sociable. Y Tom… Tom seguía siendo Tom. El único que permanecía impasible era Jean. Su apariencia seguía inmutable: vestido impecable, sin una sola salpicadura de bebida y con su omnipresente media sonrisa. Respuestas cortas y educadas. No parecía afectarle el alcohol. La tradición de fin de año en Thalassia resultó ser una suelta de farolillos en la playa. A cada persona que así lo desease le sería entregada una pequeña vela con un farolillo volador. Cuando llegasen las doce de la noche y el año terminase, todos serían soltados al unísono. Lo curioso era que en la ciudad Thalassia la gente no pensaba en propósitos para el nuevo año. En aquellos farolillos se depositaban todas las cosas de las que uno quería liberarse. Aliviar dolores, olvidar recuerdos o ahuyentar fantasmas del pasado. Cualquier cosa era válida. Las personas cogían la vela entre sus manos y transmitían todos sus pesares en ella. Luego, era prendida y puesta en el farolillo, el cual ascendería por el cielo. La vela quemaría los problemas y el viento se ocuparía de arrastrarlos, para que nunca más regresasen. Cuando llegó el momento, todas las campanas de las murallas que protegían la costa sonaron al unísono. Y los farolillos fueron soltados. Un “ooohhh”, con una entonación digna de un grupo coral, sonó cuando centenares de aquellas pequeñas bolas de luz comenzaron a ascender por el cielo nocturno. Era un espectáculo maravilloso. No podía haber una persona en el mundo a la que no se le sobrecogiese el corazón ante tal visión. Matt observó la emoción e ilusión en las miradas de la gente. Familias enteras, amigos y conocidos. Comerciantes que aquel día trabajaban y personas que solo estaban allí para disfrutar. Aquel momento era de todos y cada uno de ellos. Miró a sus nuevos amigos y amigas, con sus miradas iluminadas por el cielo desumbrante. Y no pudo evitar que un nudo se pusiese en su garganta. En los últimos tiempos estaba siendo demasiado afortunado. No quería que su suerte volviese a cambiar, por nada del mundo. No quería regresar a los caminos y a las mentiras. Ahora estaba intentando conseguir una forma digna de mantenerse. Y lo que era más importante: ahora tenía un propósito, un lugar y unos amigos con los que vivir. Solo quería eso. Vivir. Una lágrima resbaló por su mejilla. Se apresuró a limpiarla, con la esperanza de que nadie lo hubiese visto. Y confió en que su farolillo se llevase bien lejos todos sus malos recuerdos. 14- La primera gran noche del resto de sus vidas Tras dar la bienvenida al nuevo año, la concentración de personas repartidas por el paseo marítimo comenzó a diluirse. El grupo con el que estaba Matt decidió, casi por unanimidad, ir al local universitario. Era tradición que, en el último curso de las titulaciones, los alumnos y alumnas hiciesen un viaje para culminar aquella etapa de sus vidas. Llevar a cabo eventos era una forma de conseguir dinero extra con el que costearlo. Aquella fiesta de fin de año era organizada en conjunto por los estudiantes de educación y enfermería. Al parecer compartían facultad. La única que no demostró demasiado entusiasmo en ir fue Keira. Era una celebración bastante interactiva, pensada para que los de primer año conociesen a más gente. Solía llenarse de novatos buscando amistades. O quizá algo más. El local resultó ser enorme, como una especie de pabellón. Había cuatro barras, situadas en cada esquina. En el centro, varios músicos preparaban sus instrumentos. La iluminación era tenue, pero la suficiente para ver con claridad. —Entonces, ¿qué es eso de una fiesta interactiva? — preguntó Matt. —Oh, es genial —exclamó Natsumi—. ¡Aquí conocí a Tom! Tom ni se enteró de la conversación. En el rato que llevaban en el local, ya lo habían saludado cinco personas. Ahora estaba hablando con dos chicas mucho mayores que él. Estarían rozando la treintena de edad. —A cada persona que quiera participar se le da una tarjeta con cinco preguntas. Hay tres colores de tarjetas —explicó Ylia—. Una vez tienes una, lees las preguntas y apuntas las respuestas que tú darías. —¿Y? —Y luego buscas a las personas con tu mismo color. Estas tienen que acertar lo que has puesto sobre ti. Y tú lo que él o ella ha puesto sobre sí misma. Sin conocerse. Solo con las primeras impresiones y los prejuicios que el aspecto de aquella persona pueda darte. Matt frunció el ceño. No tenía muy claro si aquel juego iba a gustarle. Su timidez selectiva seguía arraigada en su interior y entablar conversación con desconocidos era algo que le costaba bastante. —Oh, vamos, no pongas esa cara —refunfuñó Ylia—. En este tipo de fiestas el ambiente siempre es muy relajado. Además, no solo tienes que hablar con chicas. Puedes hablar con todo el mundo. No se viene a ligar, se viene a conocer gente. —Discrepo con rotundidad —exclamó Tom, que acababa de llegar—. Tú no vendrás a ligar, porque eres una dulzura. Pero te aseguro que aquí hay mucho depredador suelto. Ylia sacudió la cabeza, pero terminó riéndose. —Lo importante es que la persona que acierte menos respuestas, pierde. Y entonces tiene que invitar a un chupito al ganador —explicó Natsumi—. De todas formas, la casa invita al perdedor, para que podáis brindar. Todos son felices. Solo es un juego para romper el hielo y conocer gente. —¿Vamos a pedir las bebidas? —sugirió Jean—. Luego se llenará y será más difícil encontrar un sitio. Todos asintieron y se acercaron a una de las barras. Para conseguir una tarjeta era necesario pedir una bebida. Todos optaron por diversos combinados. A Matt la única bebida destilada que no le disgustaba era el ron. En poca cantidad y mezclado con zumo sabía bastante bien. El resto le dejaba un regusto desagradable. La parte superior de la tarjeta rezaba: “Bievenidos y bievenidas al año 646. Sé una persona educada y bebe con moderación” Resultaron ser cinco preguntas: 1: ¿Cuántos años tengo? 2: ¿Cuál es mi color favorito? 3: ¿Qué estoy estudiando? 4: ¿Soy de Thalassia o vengo de fuera? 5: ¿Tengo pareja? Al leer las preguntas, Matt opinó lo mismo que Tom. Más de uno estaría allí con intereses “poco amistosos”. La quinta pregunta era un tanto directa. Comenzaron a cubrir sus tarjetas mientras daban unos primeros sorbos a su bebida. Keira estuvo bastante reacia y tuvieron que convencerla de nuevo. No paraba de repetir que aquel juego era una gilipollez. Dado que Ylia y Matt también tenían el color verde, le prometieron que harían grupo con ella. La propuesta no terminó de convencerla del todo, pero pareció entender que no iba a encontrar una solución mejor. —Dentro de treinta minutos, reunión en esta misma barra —dijo Tom—.Y no insultéis a nadie —añadió, lanzando una mirada acusadora a Keira. —Seremos educados —respondió Jean, dándose por aludido erróneamente. Él y Natsumi tenían la tarjeta azul. También decidieron ir juntos. El único que iba por libre con su tarjeta roja era Tom. Y tampoco pareció importarle. A los cinco minutos, cinco chicos ya habían parado tanto a Ylia como a Keira. Matt tenía la mirada perdida y sorbía su bebida en solitario, cuando una mano le tocó el hombro. —¡Hola! Una chica bajita y de pelo corto le señalaba su tarjeta. Era del mismo color. —Oh, hola. Nunca he jugado a esto —respondió Matt, un tanto aturullado—. ¿Quién empieza? La chica sonrió. —Tampoco tenemos por qué comenzar con las preguntas. Me llamo Elodie. ¿Y tú? —preguntó sonriente. —Ah, sí, perdón. Me llamo Matt. Ella se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla. Matt había desarrollado una técnica defensiva después de tantos errores. Dado que según el país de origen las personas se saludaban con un número diferente de besos, había aprendido a dejarse llevar para evitar situaciones vergonzosas. A veces no lograba disimularlo y quedaba incluso peor, esperando por un beso que nunca llegaría o retirando la cara antes de tiempo. Pero en aquella ocasión le había salido perfecto. —Hmmm, no tienes demasiada barba, pero parece que has vivido muchas cosas —murmuró la chica—. Por eso… diría que tienes… veintidós años. La carcajada que brotó del estómago de Matt estuvo a punto de atragantarlo. —¡Guau! ¿Tengo que decir la respuesta o revelamos la verdad al final? —Ahora te toca a ti adivinar mi edad —explicó—. Y luego decimos las respuestas que tenemos apuntadas. La ojeó de arriba abajo. Parecía ser bastante joven, pero sin embargo su porte y su mirada eran casi las de una mujer. Tenía un tono de voz firme y parecía confiada. Decidió sumarle un par de años. —Creo que tienes veintiún años. En esta ocasión fue ella la que se echó a reír. —¡Nooo! ¡Tengo dieciocho! —Pues yo también… La risa le duró poco. Fue el asombro el que apareció en su cara. —¿Estás de broma? ¡Pareces mucho mayor! —exclamó la chica. —No sé si tomarme eso como algo bueno o como algo malo —dijo Matt con tono jocoso. Ella desvió la mirada unos segundos y dio un sorbo a su bebida. “Como algo bueno”, pensó Matt en sus adentros. —Supongo que me toca a mí, ¿no? —musitó Matt—. Veamos… tu color favorito… es el azul. Llevaba unos pantalones vaqueros acompañados de una bonita camisa azul oscura. Era de una tela muy bonita y ajustada. —¡Eso es injusto! —exclamó ella al ver cómo Matt miraba su camisa. —Nadie dijo que la vida lo fuese. —El tuyo también es el azul —respondió entonces, con seriedad. Matt no se esperaba aquella respuesta. —Oh, ¿por qué lo sabes? —Pura suerte. Y te has fijado en mi camisa. Quizá porque a ti también te gusta el azul. Fue él quien desvió ahora la mirada, azorado. Tenía razón. Siguieron charlando y jugando. Realmente era una chica genial. Muy natural y desenfadada. Lo malo… que sus amigas habían aparecido y estaban detrás, esperándola. Matt pudo sentir los murmullos y las miradas. Aquello le incomodó un poco. Al final, ella falló las tres preguntas restantes y Matt acertó una: Elodie era natural de Thalassia. Aquello significaba que él era el ganador. Ella le extendió la mano y añadió un “bien jugado” con la expresión de derrota más tierna que había visto nunca. Lo llevó a la barra más cercana y lo invitó a un chupito. Matt insistió en que no era necesario, pero ella pareció ofenderse. “Soy una mujer de palabra”, respondió. Bebieron lo que parecía ser un licor de café y Matt tuvo que hacer esfuerzos por retener sus lágrimas. —Oh, dios. Que fuerte estaba esto —logró decir ella. —Aiglglh —graznó Matt. Un escalofrío le había puesto de punta todos los pelos de sus brazos. Ella se echó a reír y le dio un amago de abrazo. Matt no tuvo ni tiempo de corresponderlo. —Encantada de conocerte. Quizá nos podamos ver en otro momento. Estas no me van a dejar tranquila, y además… hoy no está permitido acaparar a las personas. ¡Ya tienes a otras dos esperando detrás! Matt echó un vistazo. Eran Keira e Ylia. —Oh, no, a ellas ya las conozco. Son mis amigas. La respuesta pareció agradarle. Su sonrisa se amplió. —Eres un encanto, chico. ¡Nos vemos en otra ocasión! Y allí se quedó Matt. Vio cómo se marchaba, siendo interrogada por sus amigas. En su vida había experimentado tal ejercicio de desparpajo, naturalidad y sinceridad. Ojalá todas fueran como ella. Y ojalá aquello le sirviera para desterrar su timidez de una vez por todas. —Cómo te las gastas, ¿no? Ylia había saltado en su espalda y decidió también comenzar a interrogarlo. —Ha sido una chica muy agradable. Yo no habría tenido el valor de ser como ella. De hecho, o este juego es útil, o ella era muy buena. Ha sido divertido. Siguieron caminando, dando vueltas por el local. Ylia, sonriente y habladora, no le giraba la cara a nadie. Tuvieron que esperar por ella en dos ocasiones, hasta que un chico muy alto vino a saludar a Keira. Ella miró a Matt, pero este se encogió de hombros. Decidió dar una vuelta en vez de quedarse allí de pie mirando como hablaban. Por algún motivo, en aquella zona de la fiesta la balanza entre mujeres y hombres estaba bastante desproporcionada. Supuso que era porque estaban cerca de las barras. La verdad era que los chicos solían darle más a la bebida. De todas formas, Matt tampoco tenía intención de ir a la zona de las chicas. Ya no le apetecía. Dudaba que ninguna pudiese superar a Elodie. Vio cómo Keira se apartaba unos metros de aquel chico y volvía junto a él. —¡Oh, uno azul! ¡Prepárate para jugar! —le dijo Keira. A Matt le dio un salto el corazón. No parecía ella. —Estoy seguro de que estudias química, ¿a que sí? —le preguntó. Su voz era alegre y su expresión animada. Incluso su sonrisa parecía sincera. No entendía qué pasaba. —¿Eh? Ella acercó su boca a su oreja. Un cosquilleo le atravesó la espalda al sentirla tan cerca. Pudo sentir sus mejillas. —Sígueme la corriente, por favor —suplicó, un tanto agobiada. Matt entendió al vuelo y actuó en consecuencia. —¡Claro que no! Estudio medicina, chica. Pero me apuesto un chupito a que tú eres de la facultad de brigadismo. Ella lo miró. La máscara de su nueva expresión seguía siendo perfecta. Pero su mirada seguía siendo la misma. —Pues qué pena, tendrás que invitarme a una copa. Estudio desarrollo tecnológico —mintió. Lo agarró de un brazo y lo llevó hacia la barra. Aquel chico alto no se había marchado. Tenía la mirada clavada en ella y agarraba con fuerza su tarjeta. Justo en ese momento se acercó a ambos. No tenía un aspecto muy amigable. —Mi princesa, mi reina de Kalash… Por favor, desearía tener un minuto con vos. Keira abrió los ojos de par en par e intentó hablar. No parecía encontrar las palabras. —Lo siento, estoy ocupada —respondió entonces, con sequedad. El hombre inclinó su cabeza, nervioso, y retrocedió unos pasos. —Necesito salir de aquí —murmuró. —Yo te cubro. Una parte maligna del alma de Matt se emocionó con aquella circunstancia. Tenía una excusa para ser cariñoso con la mujer de hielo. Y ella no podía negarse. Así que actuó sin pensar y le dio un abrazo. Para su sorpresa, ella le correspondió. Se puso de puntillas y lo abrazó, incluso con más fuerza. Apoyó la cabeza sobre su hombro y estuvo allí unos segundos. Luego se apartó y lo cogió de una mano. Estaban cálidas, como el día en el que descubrió su afinidad con el viento. Un cosquilleo volvió a recorrer la espalda de Matt. “Relájate, joder. Solo es una actuación”, pensó. Keira tiró de él y lo llevó hacia la salida. Una vez fuera, alejada del ruido, se apoyó contra una pared y la sonrisa se esfumó de su mirada. —¿Estás bien? —preguntó Matt. Keira le ordenó que se callase con un gesto de la mano. Tenía la mirada clavada en el suelo. —L-lo siento —tartamudeó Matt. —No es por ti, idiota. Necesitaba salir de ahí —logró decir a los pocos segundos—. Me estaba dando un ataque de ansiedad. No llevo nada bien los momentos en los que comienzo a sentirme observada. —¿Quieres dar un paseo? Ella lo miró, dubitativa. —Por aquí, por la costa. No hay demasiada gente, pero tampoco estaremos solos. Matt pareció encontrar la respuesta que ella quería escuchar. Asintió y comenzó a caminar. Su aspecto alegre y dulce había desaparecido por completo. La habitual inexpresividad volvía a reinar en su rostro. Entonces Matt lo recordó: Keira estaba en la brigada de Exploración. En aquella división solo entraban las personas capaces de actuar y fingir bajo circunstancias extremas. Y ella lo había hecho a la perfección. Quizá para otra persona una fiesta no sería un contexto complejo, pero para alguien que está sufriendo un ataque de ansiedad, desde luego que sí. Caminaron por el paseo marítimo, sin hablar. Cuando llegaron a un banco que estaba libre, ella lo ocupó. Matt se sentó a su lado, guardando las distancias. Se mantuvo callado varios minutos, esperando unas palabras por su parte. Pero nunca llegaron. Siguió esperando. Y esperando. Hasta que no pudo aguantar más. —¿Algún día me dirás por qué te comportas así? No me creo que de verdad seas tan… seca. Había sonado un poco agresivo. Incluso el adjetivo usado para definirla era lamentable. Se arrepintió al instante. Abrió la boca para arreglarlo, pero ella comenzó a hablar. —Si te permito estar aquí conmigo es bastante más de lo que pueda desear el noventa y nueve por ciento de las personas —respondió. Parecía bastante más relajada. —Pero… —Eres un buen chico, Matt Meriens. Sincero. Pero yo no lo soy. —No creo eso… ¿Por qué no ibas a serlo? Ella lo miró. Su propia personalidad sumada al maquillaje en sus párpados y en la línea del ojo hacía aquella mirada aún más profunda. Casi intimidante. —Quizá algún día lo sepas… Matt tragó saliva. Un sudor frío intentaba brotar de sus poros. —Es muy fácil asustarte, Matt Meriens —murmuró ella, observando su reacción. Keira se acercó a él y se sentó a su lado, apoyando la cabeza en su hombro. No hizo ni un comentario. Simplemente permaneció allí, reclinada, mirando el arenal. Matt se quedó paralizado. No solía ser muy bueno en los primeros momentos de las distancias cortas, pero aquella chica lo desarmaba. —¿Lo ves? —preguntó ella—. Ya estás temblando. Matt la empujó hacia un lado, con suavidad, mientras intentaba poner cara de indignado. Y ella sonrió. Volvió a ser una sonrisa dulce. Una de esas sonrisas que te iluminan la expresión. Luego se acercó de nuevo y colocó sus profundos ojos a la altura de la mirada de Matt. —Eres un buen chico. De verdad que no quiero estropearte —murmuró. Su voz era pausada y dulce. Se acercó un poco más. Matt comenzó a perder el control de su conciencia. Solo escuchaba los latidos de su corazón en el oído y en el pecho. Parecía querer salir de su sitio. Tenía los ojos abiertos, pero no podía ver nada. Todo estaba nublado. Fue entonces cuando un beso acalló todas sus dudas. Sus párpados se cerraron, buscando disfrutar aquella sensación. Solo duró unos segundos, pero fueron suficientes para transmitirle más que cualquiera de los que le habían dado en el pasado. Había demasiados contrastes que explicar en aquel beso. Intenso y delicado. Tierno y sugestivo. Breve e infinito. Abrió los ojos. Vio a Keira, cerca de él. Ella todavía tenía los suyos cerrados y los labios entreabiertos. Tras unos segundos, lo miró. —No lo estropees con preguntas, por favor. Matt ni siquiera tenía ninguna. Su mente seguía en un limbo, abrumada por aquel contraste de sensaciones. Lo único que quería era más. Pero no lo encontró. Keira se puso rígida en el banco y se arropó con su chaqueta. —¿Qué ha pasado? —preguntó, desconcertado. —Te dije que no lo estropearas… Matt resopló, contrariado. Aquel momento mágico ya se había desvanecido. —Creo que me voy a ir a mi casa. Fue una mala idea venir a la fiesta. —¿Ah, sí? —preguntó Matt, un tanto molesto. —Sí, me agobio con las concentraciones de personas. Dejaron el banco y regresaron por el paseo marítimo, en silencio. Al llegar al cruce que llevaba al piso de Keira, se despidieron. —¿Te acompaño hasta la puerta? —No es necesario. No tengo miedo. Matt asintió y se dio la vuelta, dispuesto a marcharse. Fue Keira quien lo sujetó por una mano. —Realmente… no creo que haya sido un error venir esta noche —musitó. Se acercó y lo envolvió con un suave y lento abrazo. Ella descansó sobre su pecho durante unos segundos, como quien encuentra un lugar de consuelo tras una mala racha. Matt decidió seguir sus consejos y no preguntar. Aquella chica no tenía respuestas. Pero sí tenía algo que lo hacía sentir vivo. Y mil y una cosas más. Al llegar de vuelta al local, Ylia y Tom lo estaban esperando en la puerta. —¿Dónde diantres estabas? ¿Y Keira? —preguntó Ylia, visiblemente molesta. —Un borracho ha intentando ligar con ella diciendo tonterías. Se agobió y me pidió ayuda para huir. Ya está en su casa. —¿Qué te dije, señora de “los han secuestrado”? — bromeó Tom. Ylia sacudió la cabeza y entró de vuelta en el local. —Dios, Matt, menuda castaña llevo encima… —¿Qué? —Que he bebido sentado, me acabo de levantar y me ha subido todo. Mis pies tienen hormigas y ya no noto la nariz. Siempre me pasa esta cosa… Matt se quedó mirando cómo Tom se frotaba la nariz, intentando sin éxito conseguir sensibilidad en ella. —Estás como una cabra. —Eso dicen —respondió Tom, todavía contrariado con su ebriedad—. Por cierto, ¿qué pasó exactamente con Keira? ¿Está bien? —Sí. Un chico muy alto quiso hablar con ella y empezó a decirle “mi princesa, mi reina de Kalash” y no sé qué historias. Fue bastante cómico, pero a ella no le hizo ninguna gracia. Matt esperó que Tom comenzase a reírse de la absurdez de la situación o al menos un comentario marca de la casa, pero este ni siquiera mostró una leve sonrisa. Desvió la mirada y dio un sorbo a su bebida, sin hacer ni un comentario. No parecía Tom Zarowa. —¿Tom? —Dime. —¿Qué pasa? —¿Qué pasa? No pasa nada. ¿Qué va a pasar? Matt frunció el ceño. Allí pasaba algo. —¿Qué ocurre con Keira? Tom suspiró y dio otro sorbo. Luego se sentó con cuidado en los escalones de la entrada del local. Miró alrededor y se aseguró de que no hubiese nadie escuchando. O al menos nadie a quien le interesase aquella conversación. —Eres un cabrón con suerte —anunció Tom—. Me has pillado con la guardia baja y ahora ya no puedo mentir. Escúchame bien, porque va a ser la única vez que te comente algo del tema. Y como digas algo, te crujo — apuntilló. Nunca había visto a Tom tan serio. Decidió sentarse a su lado y equiparar su seriedad. Necesitaba saber qué había pasado y no quería incomodarlo. —Ese chico que ha visto antes a Keira no era ni un borracho ni un loco. Keira sí es la heredera al trono de Flergen. Y con ello, de toda la región de Kalash —añadió. Matt escuchó aquellas palabras, pero no tuvieron ningún significado para él. Al menos en un inicio. Al cabo de unos segundos, reaccionó. —¡¿Qué?! —¡Shhh! ¡No grites! Su expresión seguía siendo seria. No le estaba tomando el pelo, como de costumbre. —Keira ya estaba estudiando aquí cuando ocurrió lo que ya sabes en Flergen —explicó—. Odiaba a su familia, odiaba su posición y odiaba su vida. Fue el propio Erik Laurie el que vio que tenía aptitudes elementales. Él la trajo hace tres años, de forma anónima, para que estudiase un año en Thalassia. Y desde entonces sigue aquí. Ninguna persona la ha reclamado, porque ya no tiene familia cercana. Y el resto… Nadie va a reclamar que una heredera vuelva a por su trono. Es mucho mejor repartírselo entre ellos. Matt no sabía si creérselo o no. Si reír o llorar. Aquello solo podía ocurrir en sueños o en cuentos. Tardó unos momentos en asimilarlo y en poder pensar con claridad. —Pero ¿por qué lo oculta? —No quiere saber nada más de su vida anterior. Toda la verdad solo la saben Erik Laurie y ella. Yo solo sé las partes que me ha confiado. Pero imagina ser la heredera del trono de Flergen y vivir en Thalassia, estudiando lo que aparentemente destruyó tu ciudad natal y a tu familia. Se me ocurren varias razones para mantenerlo en secreto. Ella misma tendrá sus contradicciones con todo lo ocurrido. Es difícil. Matt sopesó aquella información. No podía creer que Keira fuera la hija de un rey. Ella era algo totalmente opuesto a una persona criada en un ambiente cortesano. Por su forma de ser, por su forma de vestir y por su forma de pensar. Quizá por eso había huido de allí. —Joder… No sé qué decir, la verdad —murmuró Matt. —Nada. No digas nada hasta que ella te lo cuente — amenazó—. Si se entera de que me has pillado en un renuncio y te lo he tenido que explicar, me odiará varias semanas. —No te preocupes, no creo que me lo vaya a contar… Tom entornó la mirada. La sonrisa de Tom Zarowa volvió a aparecer en su rostro. —Si ha tenido el suficiente arrojo para darte un beso, lo tendrá para decirte toda su verdad. —¿¡Qué!? ¿Nos has visto? —gimió, sorprendido. —Oh, no. Pero gracias por confirmarme mis sospechas —respondió Tom, más sonriente todavía—. He visto que tenías los labios más brillantes. Keira siempre usa bálsamo de cacao para evitar que se le agrieten. Y por mucho que lo niegues, siempre te ha resultado una chica interesante. Matt cogió un pañuelo de su bolsillo y se frotó con urgencia los labios. En efecto, una pequeña mancha brillante apareció en la tela. —Te odio. A ti y a tu capacidad de observación. Tom rio mientras miraba su vaso. —Es este brebaje mágico, amigo. No soy yo. Matt no tuvo más remedio que terminar sonriendo. A él también lo habían cazado. Se levantaron y regresaron dentro, prometiendo no hablar de ninguna de las dos revelaciones hasta que fuese ella quien decidiese que eran merecedoras de ser tratadas. La fiesta no resultó la misma después de todas aquellas sensaciones, pero aun así, terminó siendo una noche que todos recordarían. La primera gran noche del resto de sus vidas. Lo tuvo bien claro en el momento en el que, pese a despertarse con un terrible dolor de cabeza y la boca seca, sonrió como no lo había hecho en mucho tiempo. 15- Un viaje inesperado Hans y su expedición tardaron tan solo una semana en llegar a Norie. Gracias a un antiguo tratado que permitía al estado de Thalassia utilizar la senda del este a través de los bosques infinitos de Hylissia, habían ahorrado unos días de viaje. De tener que rodear la meseta central y seguir la ruta del norte, habrían tardado al menos quince días, incluso yendo en carruajes o en caballos. Este tratado fue posible gracias a Erik, el Elementalista del Fuego, una de las pocas personas en el mundo que visitó la ciudad de Yrimial, en pleno corazón de las montañas de cristal. Aun así, atravesar los bosques de Hylissia no resultaba una experiencia placentera. Sus habitantes eran una comunidad estanca y sus contactos con el exterior se limitaban a lo estrictamente necesario. Ellos decidían cuándo había algo sobre lo que hablar y nadie osaba llevarles la contraria en sus tierras. Todo el continente sabía qué clase de criaturas custodiaba aquellos bosques. O más bien no. Nadie tenía ni idea de lo que podían esconder las profundidades de aquella verde espesura. Solo sabían de una. Y esta era suficiente para ahuyentar a cualquier persona con ganas de crear problemas en sus dominios: las titanoboas. Hans había atravesado la senda del este cinco veces en su vida y nunca las había visto. Pero las había sentido. Vaya que si las había sentido. El crujir de las ramas que se partían bajo su peso, la maleza apartándose a su paso y el hondo ruido provocado por sus cuerpos al deslizarse. Un cuerpo tan inmenso que conseguía hacer vibrar la tierra bajo sus pies. Aquellos que las habían visto hablaban de serpientes de más de quince metros de longitud y con una envergadura del tamaño de un carruaje. Eran las guardianas del bosque y los habitantes de aquella comunidad tenían una extraña comunión con ellas. Algunas leyendas hablaban de encantadores de serpientes. Otras decían que eran inofensivas a los seres humanos. Pero Hans sabía lo que ocurría. La verdad residía en que los habitantes de los bosques infinitos podían comunicarse con ellas. Estas eran seres con gran inteligencia, no un simple reptil más. Años atrás, atravesando la senda con su hermano y varios brigadistas, vieron cómo un grupo de cazatesoros del reino de Kalash los adelantaban. Sus integrantes habían ignorando las advertencias y los tratados con los habitantes de los bosques de Hylissia. Y lo que era aún peor: estaban allí en busca de eolitas. Hans todavía podía recordar cómo aquel día, la codicia de unos pocos acabó cobrándose la vida de muchos. Los silbidos de los habitantes del bosque comenzaron a recorrer el terreno en cuanto vieron a los cazatesoros. Rincón a rincón, árbol por árbol. Parecían salir de todas partes. Era su forma de comunicarse a distancia. De llamar a las titanoboas. A los pocos segundos, todos en su grupo comenzaron a sentir unos temblores. Erik ordenó calma y los mantuvo agrupados. Parecía sereno y confiado, pero había encendido una pequeña llama, la cual mantenía en la palma de su mano. Una llama azul, muy intensa. Hans pudo sentir a varios seres aplastando la maleza a ambos laterales del grupo. A los pocos minutos, unos gritos desgarradores atravesaron la espesura. Y luego, la calma regresó. Erik apagó su llama y ordenó continuar al grupo. Pero Hans pudo ver cómo observaba las copas de los árboles y asentía a lo que allí estuviese escondido. Prefirió no preguntar. Desde aquel suceso habían pasado varios años y Erik ya no estaba con ellos. Aun así, la travesía resultó tranquila. No vieron a ningún habitante de los bosques, ni sintieron la presencia de las titanoboas. Según los tratados, lo único que tenían que hacer para atravesar la senda del este era portar los atuendos de las brigadas y ser menos de diez personas. De esa forma, nadie ni nada los interrumpiría. Fueron cuatro días de camino a través del bosque, hasta que salieron de él, a veinte kilómetros de la frontera con el reino de Norie. En aquella zona, los pueblos todavía eran tierras libres. En muchas fronteras entre civilizaciones, estados o reinos, las poblaciones decidían seguir actuando como entes autónomos. Algunas lo hacían porque preferían ocultarse del mundanal ruido de los países y de sus políticas. Otras mantenían su independencia para arrimarse al sol que más calentase. Y otras permanecían siendo libres porque siempre lo habían sido. Al séptimo día, el grupo liderado por Hans y el decano Hume llegó a la ciudad de Norie. La más antigua del continente. La cuna de la civilización moderna. Norie era una inmensa ciudad amurallada, aunque solo en su núcleo central. Su masivo crecimiento había creado una extensa población periférica, en la que vivía la mayoría de la clase trabajadora y humilde. El centro estaba reservado para la clase alta, los religiosos y la aristocracia. Al fin y al cabo, Norie era una ciudad, pero también la capital que bautizaba a un reino del mismo nombre: el Reino de Norie. Y en los reinos, las estructuras sociales seguían muy ancladas al pasado. El clima era mucho más caluroso que en Thalassia y la masificación de viviendas resultaba agobiante. Lo bueno de la ciudad de Norie era su abundante vegetación, que insuflaba oxígeno y frescor a sus calles. Eran los pulmones que depuraban aquella gran masa de edificios. La expedición llegó al centro de la ciudad cuando el sol se encontraba en su cénit. Decidieron no perder el tiempo y se dirigieron al Gran Templo de Isioktes. No fue necesario prestar demasiada atención para sentir el despliegue del ejército del reino de Norie. En cada esquina de cada calle había patrullas de soldados. Pese a que la ciudad parecía vivir un día normal, se percibía un cierto halo de tensión en el ambiente. En cuanto llegaron al templo de Isioktes, la brutal concentración de soldados que allí encontraron les dejó atónitos. Hans ya había visto el Gran Templo, pero su envergadura siempre lograba cortarle el aliento. Inmeso, de gruesas paredes y con innumerables puertas, tenía cinco grandes cúpulas, con sendos minaretes en sus cimas. El decano de la diplomacia le hizo una señal y Hans avanzó con él, en dirección a la puerta principal. —Déjame hablar a mí. Conozco las jerarquías del ejército de Norie y sé a quién tengo que dirigirme. Y más importante: sé cómo hacerlo. —Todo tuyo —murmuró Hans. Hume saludó con una leve reverencia a un soldado que portaba un atuendo dorado. Este correspondió el gesto. —Saludos, signifier. Vengo desde el estado de Thalassia en misión oficial. Hemos pedido audiencia con la Maestra Sacerdotisa Yovara para tratar asuntos vitales para las relaciones bilaterales entre nuestros pueblos. El hombre evaluó sus palabras durante unos segundos y luego asintió. Susurró algo a sus acompañantes y entró al templo. Matt echó un vistazo a su alrededor. Estaban rodeados de soldados. La mayoría de ellos se debatían entre seguir con su labor o permitirse el lujo de echar alguna mirada furtiva a Harumi. Más de alguno no pudo evitar la tentación. Nunca habían visto una mujer como aquella. A los pocos minutos, regresó el signifier. —Solo tres personas del grupo podrán acceder al templo. Son las normas en estos días difíciles. El decano Hume asintió y miró a Hans. —Harumi vendrá con nosotros —anunció. Notó la mirada de Soren quemándole en la espalda, pero prefería a Harumi con él. Soren era una persona demasiado impredecible y nada podía estar fuera de control en aquella reunión. Entraron al edificio, escoltados por una decena de soldados más el signifier. El templo era una obra maestra de la arquitectura noriense. Estaba totalmente construido en mármol blanco y contaba con más de seiscientos años de antigüedad. Su interior era espacioso y siempre se mantenía fresco, incluso con las habituales altas temperaturas de Norie. Tras caminar durante cinco minutos y subir varios pisos, llegaron a una sala. Allí, en una gran mesa, estaba trabajando una anciana: la Maestra Sacerdotisa Yovara. No fue necesario avisarla. —¡Oh, por favor! Son amigos, signifier. Bajad las armas. El signifier hizo una señal y sus hombres relajaron la postura. —¿Cuántos años hace que no te veo, Hume? — preguntó desde su silla. Su tono de voz era delicado y cadencioso. Y pese a la relevancia de su cargo, parecía una mujer cercana. —Demasiados, mi señora. El decano se acercó a la mesa de la sacerdotisa e hizo una leve reverencia con la cabeza. Ella se levantó y avanzó hacia él. Su delgadez extrema y las pronunciadas arrugas en la piel delataban una larga vida. Sin embargo, su larga melena, totalmente blanca, la rejuvenecía una decena de años. —¿Qué os trae por aquí? —Es un asunto delicado de explicar. Me gustaría presentarle a mis acompañantes. Harumi Ngüyen, una elementalista de Thalassia. Y Hans Laurie, el fundador de la Academia. La anciana evaluó a ambos con la mirada. O más bien, no. Solo evaluó a Hans. —El hermano de Erik, el hechicero ígneo… —susurró la sacerdotisa. Su tono no sonaba ni a reproche ni a amenaza. Sonaba… vacío. Hans no supo muy bien cómo actuar. Se limitó a asentir con la cabeza y repitió el mismo gesto que había hecho Hume. —Así es. ¿Podemos tomar asiento? Nos gustaría explicarnos con tranquilidad y claridad. Ella hizo un gesto y las tres personas provenientes de Thalassia se sentaron al frente de la mesa. Aun así, dos soldados se mantuvieron cerca de ellos, por orden estricta del signifier. —¿Y bien? ¿Que os preocupa tanto, amigo mío? No os veía tan nervioso desde el último conato de enfrentamiento entre Norie y Carlyn. —Verá… Nuestro compañero Hans, después de lo ocurrido hace dos años, abandonó la ciudad de Thalassia en busca de respuestas para sus preguntas y anhelos. La sacerdotisa se incorporó un poco en su silla. Parecía estar interesada. —En una de sus habituales travesías a lo largo y ancho del continente, Hans Laurie tuvo la mala o la buena fortuna de toparse con un grupo de contrabandistas. Es habitual cruzarse con ellos en posadas o tabernas. Nadie puede delatarlos, pues suelen esconder bien sus robos o los materiales con los que trafican. Siempre y cuando esas materias no puedan ser percibidas por… gente con habilidades especiales. Un brillo surgió en la mirada de la Maestra Yovara. —Harumi, si eres tan amable… —indicó el decano. Harumi se levantó y sacó un pequeño saquito de su bolsillo interior. Lo abrió y extrajo la reliquia conocida como “El colgante de Alda”. La puso con delicadeza encima de la mesa, ante la atenta mirada de la maestra sacerdotisa. —Esto… Esto es… —murmuró. —Una reliquia que os ha sido arrebatada hace unas semanas. La reconocimos al instante. —¿Cómo? —preguntó. Su tono seguía siendo cordial, pero un matiz de dureza había empañado la entonación. —Como he dicho, Hans Laurie se cruzó con un grupo de contrabandistas, quienes lo reconocieron al instante e intentaron someterlo para robarle. Resultaron ser unos traficantes de reliquias. Muchas de sus reliquias tienen unos fragmentos rocosos que nosotros conocemos como eolitas. Son un material poderoso. Único en este mundo. Y los elementalistas los portan. Ella asintió. Conocía de sobra aquella historia. —Hans Laurie, vista su vida amenazada, no tuvo más remedio que acabar con los atacantes. Ellos subestimaron su poder y lo pagaron caro. Él había sentido casi al instante que portaban una eolita de una pureza muy superior. Algo único. Y aquí estamos, entregándola de vuelta al lugar donde debería estar. Sabíamos del asalto al templo de Isioktes, pero nunca pensamos que fuese de tal magnitud. El robo de una reliquia como esta es un acontecimiento que nunca había ocurrido. —¿El robo de una reliquia? —preguntó la sacerdotisa, visiblemente molesta—. Han sido usurpadas las cinco reliquias sagradas del braonismo. Esta que traéis con vosotros es la última que esperaba ver. La única que hemos recuperado… La expresión del decano cambió. No se esperaba que la situación fuese tan peliaguda. —No tenía idea de la gravedad del asunto —susurró—. Lo lamento. Nosotros podemos asegurar que esta reliquia era transportada por un grupo de cuatro contrabandistas. Fueron abatidos por Hans hace poco más de un mes. En el cofre eran portadas otras baratijas y alguna eolita de poca pureza, las cuales también hemos traído. Pero ninguna otra reliquia como esta. La anciana suspiró y cogió el colgante. Lo miró con melancolía, como quien recuerda un tiempo en el que aquellas joyas adornaban el cuello de bellas damas norienses. Finalmente, sonrió. —En nombre del reino de Norie, agradezco el regreso de esta reliquia. Me encargaré de que sean bien tratados. Sin embargo, por razones obvias, les será tomada declaración por las autoridades competentes. No se fían de mí en estos asuntos. El decano asintió. Era algo que ya traían preparado. —Si me permite el atrevimiento… ¿Cómo es posible que tales reliquias hayan sido sustraídas del lugar más seguro del mundo? —preguntó el decano. —Buena pregunta… —murmuró la anciana, contrariada. Su mirada volvió a entristecerse. —Los atacantes conocían pasadizos, cámaras y lugares secretos a lo largo de todo el templo. Lugares que ni yo, que llevo setenta y dos años viviendo entre estas paredes, conocía. Todo aquello resultaba muy extraño. El tono triste y contrariado de la sacerdotisa parecía apuntar a una traición desde dentro de la Orden Braónica. Pero aquello tampoco tenía mucho sentido. Como bien había dicho, nadie conocía mejor el templo que ella misma. Nadie vivo, al menos. Aquella información tenía que haber estado oculta en algún otro lugar. —¿Cree entonces que alguien ha facilitado esa información? —murmuró el decano. —Ya no sé lo que creer, hijo. Estoy demasiado vieja y cansada para estas historias. Solo quería un retiro tranquilo… Hume asintió. Aquella frase podía ser un simple pensamiento de la Maestra Sacerdotisa Yovara, pero también una forma de hacerle entender que no iba a hablar más sobre aquel tema. Y la segunda opción resultó ser la más probable. A los pocos minutos llegaron altos cargos del reino de Norie y la anciana sacerdotisa dio por finalizado su papel en aquella reunión. Serían otras personas las que investigarían con ellos en torno al robo de las reliquias braónicas. Dos soldados acompañaron a Hans y al decano, mientras que otro escoltó a Harumi a la salida. Los trasladaron a una nueva estancia, en donde esperaron unos cuantos minutos. Luego los separaron, sin la menor explicación. Hume ya lo había puesto en antecedentes: querían comprobar si ambos coincidían en la versión de los hechos. Era un procedimiento básico en la recopilación de datos sobre acontecimientos ya ocurridos. Ambos repitieron, palabra por palabra, el guion que el decano había preparado con anterioridad. No hubo fisuras. Tras dos largas horas, el equipo de interrogación se sintió seguro de la veracidad y concordancia de las explicaciones. Por ahora, la corona de Norie agradecía sus servicios a Thalassia por entregar de vuelta una valiosa reliquia robada. Más adelante se pondrían en contacto con ellos. Hume salió satisfecho de la misión. —¿Cómo ha ido? —preguntó Soren en cuanto consiguió un momento a solas con Hans. —Pudo haber ido mejor. Pero también mucho peor. En general… creo que bien. —Este templo es una fortaleza inexpugnable. ¿Alguna noticia sobre cómo un lamentable grupo de contrabandistas pudo robar una de las reliquias más valiosas de la historia? —No una. Han robado cinco —murmuró Hans—. Creo que la teoría más extendida por Norie es que alguien de dentro los ha traicionado. Se colaron y huyeron por pasadizos que nadie sabía que existían. Tenían un conocimiento absoluto del templo y de sus secretos. Milimétrico. Como si tuviesen los planos de su construcción. Ni la propia Maestra Yovara tenía constancia de esos lugares, según nos ha explicado. Soren palideció. Por un momento pareció que iba a decir algo, pero su mirada se perdió en el horizonte. —¿Qué ocurre? —preguntó Hans. Sabía que Soren nunca se quedaba sin palabras —Nadie conoce mejor el templo de Isioktes que la Maestra Sacerdotisa. Nació entre sus muros y morirá entre ellos. Toda una vida dedicada al braonismo. Hans asintió. Aquello era cierto. —Según ella, nadie vivo conoce mejor el templo. Dijo que esos túneles y pasadizos podrían llevar inutilizados y encubiertos siglos… La mirada de Soren volvió a perderse en el horizonte. Una ráfaga de viento revolvió su pelo grisáceo. —¿Puedes decirme cuál es tu hipótesis? —preguntó Hans. —Puede que conozca un lugar donde los secretos sobre el braonismo están enterrados —murmuró. —¡¿De qué estás hablando?! —Hablo de que no eres el único que ha estado investigado durante el último año —respondió Soren, con un brillo de emoción en su mirada—. Tengo una teoría, pero necesito tu ayuda. —Esto es… ¿extraoficial? —Oh, sí. Totalmente —confirmó, con una media sonrisa. Hans sacudió la cabeza. Soren tenía el extraño vicio de saltarse las normas y la legislación de Thalassia. Más de una vez había terminado en los calabozos, tanto nacionales como extranjeros. Muchas de sus misiones eran a espaldas del propio gobierno, e incluso de la propia Academia de Elementalistas. Sin embargo, la información que conseguía les había salvado el pellejo en más de una ocasión. Demasiadas, de hecho. —Y… ¿dónde es ese lugar? —¿Qué tal aguantas el calor? En su expresión había cierto temor, pero a su vez un halo de emoción contenida. Hans entendió al instante el lugar de su destino y la emoción también lo alcanzó: La Ciudad Perdida del Desierto, el lugar al que siempre había querido ir, y el lugar al que alguien que quisiese ir, nunca podría llegar. Tanto el decano como Harumi fueron un tanto escépticos con las explicaciones de Hans. No mintió sobre la idea de acercarse más al sur con Soren, pero sí sobre el motivo que allí los llevaba. Sugirió que era una cuestión de entrenamiento elemental. Soren ya dominaba dos elementos, quizá pudiese dominar un tercero. Era algo que él quería intentar y para ello necesitaban acercarse hasta el desierto. Y Hans se veía obligado a ayudarle. Había estado dos años ausente de su entrenamiento y tenían que recuperar el tiempo perdido. Era su maestro. No sin varios reproches y malas caras, el equipo partió de regreso a Thalassia sin ellos. Al fin y al cabo, la misión que les habían encomendado estaba terminada. No pasaba nada por retrasar su vuelta un par de semanas más. No perdieron el tiempo, dado que el viaje era muy largo. Una caravana de mercaderes salía ese mismo día en dirección a Cydonia, la última ciudad antes del desierto del sur. Hans y Soren consiguieron arreglar un espacio en uno de los últimos carromatos por el módico precio de cinco doblones cada uno. Tardaron doce días en atravesar el reino de Norie. Y cuando llegaron, Hans tenía demasiadas dudas sobre si debería estar allí. Soren había omitido una parte de la verdad: no había descubierto qué se escondía en La Ciudad Perdida del Desierto por pura casualidad. Se había infiltrado en los Oblivion. —Tienes que estar bromeando —murmuró Hans, aterrado. —No, no lo estoy. Este mundo tiene demasiadas tierras desconocidas y secretos enterrados. Y los Oblivion son uno de ellos. —Por Raoar, Soren. ¿Eras tú el Oblivion encargado de la zona de Thalassia? ¿Por eso las heridas parecían hechas por un arquero del viento? El chico se mantuvo callado. —Eres increíble —murmuró. —En este caso, el fin justifica los medios —respondió Soren. Su rostro ni se había inmutado. Aquellos ojos azules seguían tan helados como de costumbre. —No, no lo hace. —No voy a discutir contigo. Puedes dar media vuelta cuando quieras. Su dureza consiguió irritar a Hans, pero Soren volvió a hablar antes de que el calentón del momento lo llevase a aceptar su consejo. —O puedes seguir conmigo y averiguar por qué el reino de Kalash está intentando conseguir toda la eolita que existe en nuestro continente. O también por qué de los océanos están surgiendo criaturas que muchas leyendas ya ni siquiera narraban. O quién sabe, quizá descubramos algo sobre tu hermano. Pero si tu problema son unos cuantos seres indignos menos en este mundo… —No es tan fácil —refunfuñó Hans, de mala gana—. Las cosas no son así. —Las cosas son. Así que vendrás conmigo al sur y me ayudarás a encontrar la verdad. Luego, serás libre de hacer lo que quieras durante lo que te quede de vida. No me entrometeré. Hans dudó. —¿Por qué me necesitas? Ya hace bastante tiempo que me has superado. —Eres el mejor elementalista del agua que existe. Y yo necesito al mejor. Ya te confirmé tus suposiciones durante el trayecto… Algunos Oblivion conocen algo parecido al elementalismo. Ellos lo llaman fusión con las energías naturales. Necesitaría ayuda en caso de que las cosas se pongan feas. Si me descubren, yo solo no haría nada contra la organización más poderosa del continente. —¿Y cuántas veces has ido a la ciudad del desierto? ¿Tienes intención de pelear? —Un par de veces. Y espero no tener que recurrir al elementalismo ni a ti —aclaró. Hans abrió la boca, pero no logró concluir nada. Había demasiadas preguntas, pero por algún extraño motivo, confiaba en Soren. A su edad, había hecho más cosas por Thalassia y por la Academia que ningún otro elementalista. Pese a haber esperado todo el trayecto para contarle la verdad, le daría una oportunidad más. Conocer La Ciudad Perdida del Desierto y a los Oblivion bien lo merecía. 16- Pentágonos Una tarde soleada de jueves daba por finalizado el primer mes de clases. Matt caminaba exhausto y tembloroso, pero feliz. En tan solo cuatro sesiones había conseguido aprender a controlar y estabilizar los procedimientos del elementalismo. Definitivamente, era algo innato en él. Pero hasta el día de hoy, había algo que se le resistía: la liberación de la energía. Durante interminables horas intentaron, mediante diferentes técnicas y perspectivas, que Matt consiguiese liberar las energías que habían sido canalizadas y moldeadas. Sin embargo, le resultaba imposible. Como si le faltara un pequeño empujón. Como si no lograse encontrar algo que rompiese aquel bloqueo mental. Hasta que lo encontraron. O más bien, Tom Zarowa lo encontró, tres días atrás. Desde la primera semana, día sí y día también, Matt había estado pidiendo a Tom que le mostrase su forma de hacer elementalismo. Todo el mundo que lo veía caminando con él cuchicheaba a sus espaldas. Comentarios como: “¡Es el elementalista del sonido!”, “es un verdadero genio” o “está como una regadera, pero es único en su especie” eran habituales. Matt quería saber en qué consistían sus habilidades. Lo necesitaba. En tan solo un mes se había convertido en un obseso del elementalismo. Le encantaba conocer todos los tipos de elementos, de energías, de habilidades y de perspectivas. Y el lunes pasado, al anochecer, Tom le había cumplido su capricho. Él tenía una habilidad especial. Lo único que necesitaba eran dos cosas: un sonido con una determinada frecuencia y una eolita. —Te presento a mi compañera de viajes —dijo Tom, mientras abría el armario de su habitación—. Esta belleza. Tom desenvainó una larga espada. Matt nunca había visto nada igual. Al menos, con aquella estructura. Era una espada brillante y esbelta, pero su particularidad residía en su forma: tenía dos filos. Como si fuese un diapasón. La alzó con un brazo y golpeó la empuñadura con los nudillos de su mano libre. Un sonido potente y constante reverberó en toda la estancia. —Eso es un la —explicó Tom—. Y es la nota que utilizo para ejecutar mis habilidades elementales. Matt no entendía nada. Todo aquello parecía una broma. —Te enseñaré uno de los motivos por los que a veces también colaboro con la brigada de Exploración. Sal de la habitación y coge dos objetos de esta casa. Luego, escóndete en cualquier lugar. Me da igual en dónde. Matt no sabía si Tom le estaba tomando el pelo o si estaba hablando en serio, pero le hizo caso. Salió de la habitación y cogió lo primero que encontró: una vieja lámpara que estaba arreglando Ylia y el plato del desayuno que se había olvidado en su habitación. Luego, entró en el baño. A los pocos segundos, volvió a escuchar aquel sonido. Sin embargo, hubo algo diferente: el sonido no se apagaba. De hecho, iba a más. Aquella nota entró por la puerta del baño y lo inundó. Pudo sentir las vibraciones en cada rincón de su cuerpo. Luego, sintió cómo se retiraba y el silenció volvió a reinar. —Sal del baño y friega ese plato —gritó Tom desde su habitación, en la otra punta del piso—. Y ya de paso lávate las manos. Esa lámpara estaba recién pintada. Matt palideció al instante. Se miró las manos, como un idiota. En una seguía el plato y en la otra, la lámpara. Tenía razón: la pintura aún estaba fresca. Pero no le importó. Dejó las cosas en el suelo y fue corriendo a la habitación de Tom. —¿Me puedes explicar…? Tom se echó a reír al instante. —¿A que mola? Es una de las variantes de la habilidad que utiliza Jean para poder ver. Mediante el sonido que proyecto puedo recorrer el espacio y hacer una imagen residual en mi mente de lo que hay. Él fue mi maestro. —Pero… pero… —Matt no encontraba las palabras adecuadas—. Eso es increíble. Es decir, estaba en la otra esquina de la casa. Y has podido saber lo que yo tenía en las manos. ¿Qué definición tiene esa técnica? —Hmmm, depende de la energía que emplee, del sonido inicial y de mi nivel de concentración. Ahora mismo no me esforcé demasiado. Si no, podría decirte qué calcetines llevabas puestos. —Madre mía… Y yo sigo aquí atascado, sin poder liberar energía. Fue entonces cuando Tom puso en sus manos aquella espada. Matt sintió algo extraño, pero no tardó demasiado tiempo en darse cuenta de qué ocurría. El filo estaba hecho de acero eolítico. —Yo comencé como un elementalista híbrido. Quizá tú seas igual —murmuró, pensativo—. ¿Tienes tu eolita? Matt asintió. Había insistido mucho a Alma para que se la dejase un día por semana. —Vamos a la playa entonces. Quiero probar algo. Tom guardó la espada en su funda y salió en dirección al arenal. Una vez allí, le pidió a Matt que le enseñase los pasos que había seguido. Este los llevó a cabo, sin demasiada dificultad. Ya era capaz de percibir las energías y conectarlas sin tener que cerrar los ojos. Pudo sentir cómo el viento comenzaba a danzar a su alrededor, agitando sus ropas. Y una vez más, sonrió. Le encantaba aquella sensación. Pero al cabo de unos minutos, el habitual atasco regresó a su mente. Comenzaba a sentirse cansado y no podía parar aquel proceso. Tom se acercó y le entregó su espada. Estuvo a punto de perder el equilibrio elemental, pero logró mantenerlo. —Imagina que la espada es un trampolín para liberar toda la energía atascada. Concéntrala en un punto y golpea. Sin miedo. Matt entendió la esencia del mensaje. Cerró los ojos y concentró toda su energía en la empuñadura. Sintió una vibración a lo largo de su brazo, pero aguantó la sensación hasta que no pudo más. Comenzaba a doler. Con un grito de rabia y esperanza, soltó todo lo que tenía acumulado en su interior con una estocada al aire. Y sintió cómo toda aquella frustración se liberaba con demasiada facilidad. Un potente torbellino surgió de su espada y atravesó el arenal, levantando grandes cantidades de arena. Matt, incrédulo, vio los vientos disolverse unos quince metros más adelante. Al instante, las piernas le temblaron e hincó las rodillas en la arena. Luego, se echó a reír. A carcajada limpia. —La vida es fácil, colega —dijo Tom—. Solo hay que saber encontrar la tecla indicada. Matt lo miró y sonrió. Un gran atasco acababa de ser borrado de su interior. Se sentía… libre. Y así fue cómo aquel día consiguió liberar las energías. Tras la experiencia consiguió su nueva espada, una katana de acero eolítico, recién forjada por el herrero de la Academia. Alma se la había entregado el jueves por la mañana y la clase de la tarde había resultado todo un éxito con ella. Un arma de aleación eolítica era todo el empuje que necesitaba para liberar sus energías. Tras aquella clase, Hans había quedado con Ian y Aylara en su casa. Los tres se habían agrupado para un trabajo de historia y el lunes tenían que exponerlo. No era una temática demasiado motivadora, pero trabajar con ellos dos resultaba muy sencillo. Ian era demasiado trabajador y le encantaba redactar los textos. Meticuloso y perfeccionista, le daba mil vueltas a cada oración, buscando su perfección. Era algo que se le daba bien. Aylara resultó ser una verdadera apasionada de la historia. Las enciclopedias de su madre habían sido una de sus válvulas de escape y conocía detalles de acontecimientos históricos sobre los que ninguno de ellos había oído hablar. Matt por su parte tenía… buena intención. Se ocupaba de rebuscar información en el tercer piso de la biblioteca y de contrastar los datos con lo que Aylara ya sabía. La historia era una asignatura que no le gustaba demasiado, así que dejaba que ellos dos llevaran el mayor peso del trabajo. Ya se ocuparía él de otra temática. Hoy por ti, mañana por mí. Lo único que les quedaba por hacer era finiquitar unos párrafos. —¿Pudiste encontrar algo más sobre los detonantes de la primera guerra continental? —preguntó Aylara. —Nada nuevo, la verdad. Lo que tú habías concluido. Tensiones provocadas por cuestiones fronterizas, la gran sequía de los años 454-455 y las extrañas circunstancias en torno a la muerte del archiduque Kapranos — respondió Matt. —Bueno, entonces solo tengo que retocar la parte central de la sección sobre motivaciones geopolíticas — murmuró Ian—. Creo que nos aventuramos demasiado en esa parte. —Sí. Nos estamos esforzando tontamente —afirmó Aylara—. Y no creo que lo vayan a valorar demasiado. Al fin y al cabo, somos la brigada de Combate. Carne de cañón. —No seas tan amarga, mujer —bromeó Matt. —No pretendía sonar amarga. Es solo… la verdad. Tenemos que ser prácticos. El tiempo es algo valioso. Matt y Aylara supervisaron a Ian mientras volvía a redactar unos párrafos. No le gustaba demasiado que interrumpieran sus pensamientos, pero en ocasiones se atascaba y necesitaba un poco de ayuda. Si la palabra que él tenía en mente no le convencía, pedía sinónimos a sus compañeros. Casi habían terminado cuando unos golpes en la aldaba de la puerta los sacaron de su ensimismamiento. Matt se acercó a abrir. Ni Ylia ni Tom estaban en casa, así que podría ser alguno de ellos. Tom solía olvidarse las llaves. Pero no era él. En la puerta estaba Keira, con su habitual expresión distante. No la había visto desde el jueves en el que se besaron, dado que ella lo había estado evitando. Así que encontrarla en la puerta de su casa sin previo aviso hizo que a Matt comenzase a palpitarle el corazón en las orejas. —¿Estás ocupado? —Un poco. ¿Qué pasa? —Tenemos una reunión en la Academia de Elementalismo. Es urgente. Su tono de voz solía ser apático. Pero en esta ocasión, sonaba preocupado. —¿Ha pasado algo? —Sí. Pero todavía no sé el qué —se adelantó ella ante la inminente pregunta. Matt explicó la situación a Aylara e Ian. Acordaron que ellos dos se ocuparían de terminar el trabajo y el domingo quedarían todos para hacer un ensayo de la exposición. Pensó en presentárselos a Keira, pero optó por no hacerlo. Además, ella ya se había adelantado a aquella posibilidad. Estaba esperando en la otra esquina de la calle. Caminaron juntos hasta la Academia sin mediar palabra. Matt porque no se atrevía a sacar ningún tema. Lo único que recordaba era el sabor de sus labios o las verdades ocultas sobre su pasado. Ella no hablaba… por no cambiar las buenas costumbres. En la entrada de la Academia, estaba Jean. No tardó demasiado en percibirlos a la lejanía. —Buenas tardes, Jean. ¿Somos los últimos? —preguntó Matt. —Más bien los primeros. Todavía no ha llegado nadie. Un silencio incómodo inundó el ambiente. Resultó curioso que Keira fuese la persona que lo rompió. —¿Tienes idea de qué ha pasado? —Este tipo de reuniones no son sinónimo de nada bueno. Tom estaba serio. No quiso decirme nada. Escuchar la frase “Tom estaba serio” resultó demoledora para Matt. Un sudor frío comenzó a recorrer su cuello. Tan solo hacía un mes que Hans había partido hacia Norie. Según las noticias que había escuchado, la reunión había sido un éxito. La mitad del grupo había regresado, pero Hans y su alumno todavía no. A los pocos minutos, tres personas doblaron la esquina de la última calle. Alma, Natsumi y Tom caminaban hacia ellos. Matt se apresuró a analizar sus expresiones y sus miradas cabizbajas le encogieron el corazón. Logró ver los ojos de Natsumi: lucían vidriosos. “No puede ser…”, murmuró Matt en sus adentros. Alma se acercó y los miró a los tres. —Vamos a la sala del primer piso. Hay algo que os tengo que comunicar. Su voz no tenía ni un ápice de temblor, pero una profunda tristeza inundaba cada una de sus palabras. Subieron al primer piso, en completo silencio. Matt intentó buscar la mirada de Tom, pero este parecía ausente. Miraba al suelo, totalmente aislado de lo que lo rodeaba. Como buscando respuestas a algo que no lograba entender. Se sentaron en la sala de reuniones. Alma se quedó de pie, en frente a todos ellos. —Vale… ya estamos todos. Esto es difícil para mí, pero como directora de la Academia de Elementalismo tengo la responsabilidad de comunicarlo. Matt apretó los puños hasta hacerse daño. “¿Por qué tenían que haber ido a Norie? ¡Estaba claro que alguien peligroso nos estaba siguiendo aquel día!” — rugió en sus adentros. —Los cuatro elementalistas conocidos como “La primera generación” han sido encontrados muertos en las cercanías de la ciudad de Flergen. Las palabras resonaron en la mente de Matt como una losa. Una losa más ligera de lo que creía, sin embargo. Un amargo alivio recorrió todo su cuerpo. Se sentía sucio por las sensaciones reconfortantes que estaba teniendo. Y la cosa empeoró cuando vio las caras de los demás. De todos ellos, parecía ser el único que no los conocía. —Tom y Natsumi ya sabían la noticia, pero queríamos estar todos juntos para comunicárosla. Y además… tenemos que tomar ciertas medidas a partir de ahora. Hizo una pausa para respirar. No parecían quedarle muchas fuerzas. —Cada día está más claro que alguien, por motivos que desconocemos, está haciéndose con toda la eolita existente en el mundo. Muchas ciudades a lo largo y ancho del continente han reportado sustracciones de materiales similares a lo que nosotros conocemos como eolitas. Luego, el lugar más custodiado del planeta, el Gran Templo de Isioktes, es asaltado. Y ahora, cuatro de los mejores elementalistas han sido asesinados y sus eolitas han desaparecido. El silencio en el aula era sepulcral. Matt decidió dejar de analizar las expresiones de sus amigos. Le destrozaban el corazón. —No estamos seguros —anunció Alma—. Ni aquí, ni en ningún lugar. El gobierno ya tiene constancia de la situación de excepción que estamos viviendo y tomará las medidas necesarias para velar por la seguridad de la ciudad de Thalassia y de los miembros de la Academia de Elementalismo. Su tono no era el mismo de Alma, la dulce mujer de tacto maternal. En aquel momento, era Alma, la directora de la Academia. —A partir de hoy tendréis permiso para portar armas en la ciudad y de utilizar vuestras habilidades elementales con el fin de asegurar vuestra propia seguridad y la de quien os rodea. Tanto Keira como Matt recibirán su eolita de forma permanente en los próximos días. Todos asintieron. Realmente nadie tenía fuerzas para hablar. Nadie excepto Jean. —¿Sabemos a quién nos estamos enfrentando? ¿Alguna idea de qué estados u organizaciones están detrás de los asesinatos o de los robos? —Sabemos quiénes son nuestros enemigos. Y a la vez… no lo sabemos. Su voz se quebró un instante. Algo ocurría. —¿Y bien? —preguntó Keira. —Los cuerpos de nuestros cuatro compañeros fueron encontrados calcinados. Y siguen ardiendo bajo unas llamas azules que todavía no se han apagado. El silencio volvió a la sala. Todos sabían que solo hubo un Elementalista del Fuego. —Eso quiere decir que… —murmuró Keira. —No sabemos qué quiere decir. Tiene que haber otra explicación. Tiene que haberla… Todos querían creer lo mismo. Aquello era descabellado. —Sea como sea, lo que sí sabemos es quién firmó la matanza. Sus ojos se pusieron vidriosos y el ritmo de pestañeo aumentó. Tardó unos segundos en poder hablar. —Los cadáveres de nuestros compañeros arden en el interior de un pentágono, dibujado en la tierra sobre la que yacen. Sobraron explicaciones. Los Oblivion habían actuado directamente contra Thalassia. Y era la primera vez que lo hacían. En toda su historia. 17- La cámara secreta Cuando la caravana llegó finalmente a la ciudad de Cydonia, Hans saltó de la carreta y estiró todos y cada uno de sus entumecidos músculos. Los caminos hacia el sur eran lamentables. Aquella ciudad era una especie de urbe móvil. La mayoría de sus viviendas estaban formadas por carruajes, carretas o tiendas de campaña. Había muy pocos edificios construidos en comparación con las viviendas temporales. —¿Cuándo tienes pensado partir hacia La Ciudad Perdida del Desierto? —De ser posible, ahora mismo —respondió Soren. Hans palideció al escuchar aquello. —¡Estoy destrozado! ¿Tanta prisa tienes? —Tengo mis motivos. El humor de Soren había cambiado a lo largo del camino. A medida que se acercaban al desierto, se volvía más reservado y arisco. Y ya de por si no era una persona muy habladora. —En fin, como quieras. Pero necesito estirar las piernas. —Tenemos una hora de camino hasta el lugar donde habitan los Bur-Khastur. Caminaron durante varios kilómetros, bajo un sol de justicia. Hans maldijo en varias ocasiones la ropa que llevaba. Oscura y de una tela poco transpirable, lo estaba asfixiando. Lo único blanco que llevaba era su capa de elementalista. Y era mejor que no la portase. Llamaría demasiado la atención. En un determinado momento, Hans llegó a tener la sensación de que Soren no tenía ni idea de hacia dónde estaba yendo. Hacía media hora que no veía ni un solo edificio y el suelo se estaba convirtiendo en terreno desértico a pasos agigantados. La arena comenzaba a amenazar sus pisadas. —Allí —señaló Soren, mientras observaba a lo lejos con los ojos entrecerrados—. El oasis de la frontera. El asentamiento de los Bur-Khastur. Hans observó una pequeña zona rocosa de la que asomaban una extraña cantidad de palmeras. El verdor de aquel lugar contrastaba con la total sequedad colindante. A medida que se iban acercando, pudieron ver cómo varias tiendas se acumulaban en la zona. Y detrás de ellas… —¡Oh! —exclamó Hans—. ¡Lagartos gigantes de Simonyi! Decenas de inmensos lagartos se esparcían por la explanada del oasis. Podía admirar su fortaleza incluso desde tantos metros de distancia. —Los Bur-Khastur son una tribu itinerante del desierto —explicó Soren—. Y son los dueños y señores de sus caminos, puesto que son los únicos seres humanos capaces de domar a los lagartos de Simonyi. Déjame hablar a mí. Y cúbrete un poco. La sombra de tu hermano Erik puede llegar incluso a estos lugares. Hans aceptó a regañadientes. Se colocó una de sus camisas en la cabeza, de forma que le tapase el sol, y de paso ocultó gran parte de su cara. Caminaron hasta el asentamiento. Soren iba delante, a paso ligero. El cansancio no parecía hacer nunca mella en él. Cuando llegaron, se dirigieron a la primera tienda, la cual estaba hecha con pieles de animales. Desconocía de qué animales, pero tenían que haber sido bastante grandes. El hombre sentado bajo la sombra que ofrecía su tienda abrió los ojos y miró a Soren, sin articular ni una palabra. Sus ojos eran cristalinos y brillantes, en contraste con su piel, torrada y reseca por el sol. —As-Salaam-Alaikum —murmuró Soren, con un acento extraño. El hombre sonrió levemente y respondió con voz quebrada. —Wa-Alaikum-Salaam. Soren sacó dos monedas de su bolsillo y las entregó al anciano. Eran doradas, con inscripciones en el dorso. No se correspondían con ninguna de las concurrencias acordadas por los estados del continente. El anciano las observó con detenimiento durante unos segundos y luego las guardó en el bolsillo de su túnica. Hans pudo escuchar el tintineo de otras monedas al chocar con las que eran introducidas. —Dentro de media hora —murmuró aquel anciano, esta vez en su mismo idioma— Esperad bajo la sombra de la tercera palmera. Os recogerán allí. Soren inclinó levemente la cabeza y dio media vuelta. Hans lo siguió. —¿De qué va todo esto? —preguntó Hans, intrigado. —Siempre te han dicho que a la Ciudad Perdida del Desierto va quien puede, no quien quiere. Y por un lado es cierto, pero por otro no. Al menos no para aquellos con los que comparten fines. —Los Oblivion… —Vas progresando. A Hans ni siquiera le importó la soberbia de su alumno. Tras largas horas de sequía, su alma de elementalista del agua respiraba al estar en un oasis. La humedad del ambiente y la sombra de aquellas palmeras le estaban insuflando vida. Se refrescaron en uno de los pozos de las cercanías y rellenaron sus cantimploras. Hans comió, pero Soren no probó bocado. La verdad, era una persona a la que no le entusiasmaba comer. Hans no recordaba ninguna ocasión en la que hubiese aceptado de su comida. Se limitó a dar largos sorbos a su cantimplora, con la mirada perdida. A los treinta minutos, unos ruidos los sacaron de su letargo. Hans alzó la cabeza y vio cómo un hombre ataviado con una llamativa túnica amarilla comenzaba a ensillar un lagarto gigante de Simonyi. La perspectiva de ir montado encima lo mantuvo emocionado durante unos minutos. Luego se dio cuenta de que solo había sitio para una persona. Los viajeros iban atrás. En la parte trasera, una especie de asientos hechos con numerosas dobleces de cueros y telas estaban enganchados al lomo del lagarto, que tiraba de ellos. No se podía ver ningún tipo de rueda. De hecho, la base de los asientos era una especie de alfombra. Suponía que sería arrastrada por el desierto. Y así fue. A los dos minutos, el guía golpeó con las espuelas los costados del lagarto. Este emitió un sonido vibrante y comenzó a andar. Sus movimientos eran lentos pero bastante elegantes para su envergadura. —Bievenidos a La Frontera —saludó el hombre en cuanto llegó a su lado—. El viaje durará tres horas hasta Sandarie. Asegúrense de llevar agua y algo con lo que protegerse de los rayos de sol. Su acento no era tan marcado como el resto de las personas que había visto por allí. De hecho, sus rasgos eran norteños. Hans se preguntó cómo habría acabado allí. Y también se preguntó si Sandarie sería el nombre para referirse a La Ciudad Perdida del Desierto. Ambos asintieron y cogieron sitio en la alfombra trasera. Solo había dos asientos, uno a cada lado de la cola. Hans se sentó en el del lado derecho. Y contra todo pronóstico, resulto ser el sillón más cómodo que había probado en años. Su cuerpo se hundió unos centímetros en aquel esponjoso acolchado y pudo apoyar la totalidad de la espalda. Todo un lujo. A los pocos segundos, el hombre espoleó de nuevo al lagarto y este retomó la marcha. El primer golpe de movimiento le sorprendió, pero luego todo resultó muy ligero. Incluso en aquella zona, donde había algunas piedras por el terreno, aquella alfombra se deslizaba con soltura. Pasaron al lado del resto de lagartos. Fue entonces cuando Hans se dio cuenta de que el suyo era de los más pequeños. Por no decir el más pequeño. Supuso que para transportar a dos personas era suficiente. El más grande quizá midiese dos metros de alto y quince de largo. No lo sabía. Pero era una gloriosa monstruosidad. A los cinco minutos de travesía ya se hallaban en pleno desierto y las inmensas dunas comenzaban a asomar en la lejanía. No eran demasiado pronunciadas en altura, pero sí tenían un perímetro enorme. El lagarto caminaba a un ritmo considerable, con la alfombra deslizándose suavemente por la arena, produciendo un siseo que acariciaba sus tímpanos. Pese a odiar los ambientes secos y el calor sofocante, Hans pudo disfrutar de aquella sensación. O así fue, al menos, la primera hora de travesía. Luego, el calor comenzó a hacerse insoportable. Mojó su camisa con un poco de agua y se la puso en la cabeza, pero solo consiguió aliviarlo unos minutos. —Relájate y respira con tranquilidad. Ya llevamos la mitad del camino —murmuró Soren, intuyendo su agobio. Cuando se acercaron a las dos horas del trayecto, las interminables arenas se intercalaron con grandes montañas de color rojizo. El terreno en ellas era escarpado y se podían intuir numerosas cuevas. Incluso parecía haber zonas por las que acceder a las alturas, como si algún tipo de animal las habitase. Y justo en el momento en el que parecía haberse olvidado de aquel sofocante calor, algo activó todos sus sentidos: una brisa de aire acababa de rozar su cara. Pero eso no fue lo que le llamo la atención. El viento arrastraba arenas. A los pocos minutos, lo que parecía una brisa se convirtió en una leve tormenta de arena. —Relájate —murmuró Soren—. Es normal. No lo consiguió. Algo ocurría. Algo iba mal. Los vientos comenzaron a alcanzar una intensidad poco desdeñable y las arenas golpeaban sus pieles con dureza. Hans volvió a mirar a Soren. Ya no parecía tan tranquilo. Su postura estaba medio erguida. Tensa. Cuando el propio guía miró hacia atrás aterrorizado, buscando una explicación a lo que estaba ocurriendo, Hans supo que algo iba mal. El lagarto detuvo su marcha, asustado. Comenzó a escavar con sus zarpas en la arena, buscando un refugio que no existía. —¿Cómo hemos acabado en una tormenta de arena? ¿El guía no sabe el camino? Soren no respondió. Se irguió, con su pulsera eolítica brillando en la muñeca. Saltó de su asiento y se colocó entre ellos y la tormenta, enfrentándose a los vientos ya casi huracanados. Un aura de energía comenzó a surgir a su alrededor. A los pocos segundos se podía percibir con intensidad una cobertura de viento que lo protegía. Hans no reconocía aquella técnica. Un minuto después, la esfera de aire que rotaba a su alrededor giraba a tal velocidad que producía un intenso sonido estridente. Con un grito, Soren liberó la energía en dirección a la tormenta de arena. La colisión entre las inmensas corrientes fue brutal y los restos de la onda de choque los alcanzaron. Hans tuvo que agarrarse con fuerza a su asiento para no salir despedido. Pero aguantó. Y a los pocos segundos, los vientos amainaron. Soren regresaba caminando, sin apenas inmutarse. —Alguien va a tener que darme explicaciones por esto —murmuró. —¿De qué hablas? —Como bien sabrás, La Ciudad Perdida del Desierto es conocida como un lugar que no puede ser encontrado: te tienen que llevar allí. La realidad es que existen personas capaces de manejar la energía del viento y de la arena entre su población. Ellos son los encargados de desviar a los que no consideran aptos. Hans abrió los ojos de par en par. —Ya te dije que no es nuestro elementalismo —aclaró Soren ante su mirada—, pero sí una arte bastante similar. Noté la energía eolítica en la tormenta desde el primer momento. Pensé que tú también lo habrías hecho. De todas formas, nunca esperé que fueran a hacer algo así. Nadie ataca a los Bur-Khastur. El guardián del desierto que lo haya hecho tendrá que responder por sus acciones —añadió. Hans se mantuvo callado unos instantes. Mientras, el guía intentaba calmar al lagarto, dándole golpecitos en el lomo. —Sabía que algo parecido al elementalismo tenía relación con los Oblivion, pero nunca imaginé que también era el motivo por el que la ciudad perdida resultaba inalcanzable. Mi hermano ya me había avisado… pero nunca terminé de creerlo. —Pues Erik estaba en lo cierto —confirmó Soren—. Y no creo que la ciudad de Sandarie sea el único rincón del continente donde conocen algo similar al arte de los elementos. Pero por ahora… es el único que he podido confirmar. Retomaron el camino en cuanto el lagarto de Simonyi consiguió calmarse. El resto del trayecto resultó tranquilo, pese al agobiante calor. En el momento en el que Hans comenzó a preguntarse si faltaría mucho, unas largas banderas clavadas en la arena asomaron en el horizonte. —Hemos llegado —murmuró Soren. No se podía ver a más de una decena de metros por culpa de las corrientes de viento que removían la arena y las lanzaban por los aires. Hans se preguntó si sería un fenómeno natural u otro mecanismo defensivo de la ciudad. De todas formas, el guía se limitó a seguir atravesando el camino que formaban las banderas. Entonces, la visión se liberó. Una gran meseta se presentaba a su frente. En su parte baja, una especie de escalones tallados en la propia roca parecían dar acceso a las alturas. —La entrada a la ciudad. Los cien escalones de Sandarie —anunció Soren. El guía tuvo unas palabras con Soren y luego dio media vuelta. No parecía muy convencido sobre el hecho de regresar él solo. Quizá temiese nuevas intromisiones por parte de los guardianes del desierto. Subieron los escalones, que fueron suficientes para que Hans terminase exhausto, y llegaron a la parte superior. La visión que allí recibieron fue como una explosión de color. Tras no ver nada más que el amarillento tono de las arenas, el verde de la vegetación que asomaba por la parte superior de la ciudad les devolvió algo de frescor. —Vamos, no hay tiempo que perder. Lo siento, pero tendrás que cubrirte un poco —dijo Soren. Avanzaron por la ciudad como si regresasen a su hogar tras un largo viaje. Los gobernantes de Sandarie tenían que confiar ciegamente en la seguridad que les brindaban los guardianes del desierto, porque no había ni una sola persona custodiando las calles de aquel legendario lugar. La ciudad tenía una arquitectura muy diferente a la noriense. La mayoría de las casas eran de solo un piso y parecían estar encaladas. Caminaron por la que parecía su avenida principal, abarrotada de sonrientes hombres y mujeres que se dedicaban a sus negocios o a disfrutar de su tiempo libre. A Hans le resultaba curioso el silencio. Pese a la cantidad de gente que había, no existía un barullo ensordecedor. Sus conversaciones eran tranquilas y fluidas. Como un murmullo. —Por aquí —ordenó Soren. Una calle angosta fue su destino. Soren caminaba deprisa. Parecía nervioso. Se detuvo en el quinto portal desde el comienzo de la calle y tocó la aldaba en cinco ocasiones. Tras unos segundos, una anciana abrió la puerta. Soren la miró. La mujer se retiró sin decir nada y ambos entraron detrás de ella. El interior estaba totalmente a oscuras, salvo por unas pequeñas velas que alumbraban la estancia. Caminaron por varias habitaciones, hasta que llegaron a una especie de salón. Otro anciano se encontraba allí, sentado en el suelo, de espaldas a ellos. Parecía estar meditando. —¿Misión ejecutada? —preguntó, todavía de espaldas. —En su mayoría. Todavía quedan algunas cosas por hacer. El anciano se dio la vuelta y observó a Soren. Luego, miró a Hans. —Entiendo —murmuró. El hombre tenía ojos bicolores. Como Alda, la semidiosa. Y como Erik, el Elementalista del Fuego. Aquel raro rasgo físico siempre revolvía algo en el interior de Hans. Le reabría un poco las heridas de su pasado. Pero para eso estaba allí. Para intentar saber qué estaba ocurriendo en aquel viejo continente. —Las puertas están abiertas para vosotros. El anciano se levantó y abrió un viejo armario que estaba empotrado en la pared. Sus puertas hicieron un chirrido monstruoso. Dentro de ellas había unas escaleras que se dirigían a la nada. A la oscuridad más profunda. Soren tomó una de las numerosas velas que había por la estancia y le entregó otra a Hans. Luego, se encaminaron hacia las profundidades. Bajaron durante varios minutos, a un ritmo bastante lento. Pudo sentir cómo la humedad aumentaba a medida que iban descendiendo. Aquello revitalizó aún más a Hans. —¿Este es el lugar de los Oblivion? —Una de sus entradas. Su templo y hogar está en el fondo —respondió Soren. Tras una bajada que le pareció eterna, llegaron al final de las escaleras. Una gran sala apareció ante sus miradas. La estatua gigante de una mujer sentada en posición de loto presidía la estancia desde el fondo. En el centro, un pentágono de antorchas iluminaba tenuemente la estancia, dándole un color dorado y majestuoso. Pudo ver algunas personas meditando en la explanada central y otras tantas caminando por los alrededores. No parecían personas peligrosas. No parecían Oblivion. Más bien, simples ciudadanos. Avanzaron por la zona exterior a la explanada central, hasta que llegaron a una puerta situada justo detrás de la estatua. Soren la abrió y ambos entraron dentro. Era otra estancia totalmente vacía, con tres nuevas puertas al fondo. —Espera aquí un momento —murmuró. Su voz sonaba temblorosa. Aquello le dio mala espina a Hans. Soren entró por la puerta del centro y esta se cerró con un golpe metálico. Hans caminó haciendo círculos durante un buen rato. Luego, decidió esperarlo sentado, apoyado en la pared. Con el paso de los minutos había comenzado a ponerse más nervioso. Estaba solo en un lugar desconocido y hostil, así que el frescor que emitía la pared le ayudó a sobrellevarlo. Pasaron alrededor de veinte minutos, y Soren todavía no había regresado. Hans se planteó salir de aquella pequeña estancia o incluso tomar el mismo camino que él había elegido, pero no quería crear problemas. Un mal presentimiento comenzó a rondarle la mente y unos sudores fríos salieron de su frente. ¿Y si Soren no se había infiltrado en los Oblivion? ¿Y si Soren… era un Oblivion? Justo en aquel instante, la puerta del medio se abrió de par en par y tres hombres encapuchados entraron en la sala. Se mantuvieron en pie, mirándolo fijamente. El hombre del medio dio un par de pasos hacia delante. —Como cumplimiento del primer principio de los Oblivion, yo, Desmond, te condeno a morir. Nos vemos en la otra vida. Hans se incorporó precipitadamente. Su extraño presentimiento era cierto: Soren le había engañado. Los tres encapuchados sacaron sendas dagas. Él iba desarmado, pero todavía tenía su eolita guardada en el bolsillo. No le quedó más remedio. Cerró los ojos e intentó buscar las energías. Quizá hubiese suficiente humedad en el ambiente como para conseguir medio litro de agua. Pero no fue necesario. Hans contempló cómo de cada una de las puertas salió una intensa y concentrada ráfaga de viento. Sintió el sonido seco que produjo el viento al rasgar y atravesar los cuerpos de sus atacantes. Tres proyectiles elementales. Los tres directos al corazón. Los encapuchados se desplomaron y la sangre comenzó a correr por las frías losas. Fluía despacio, rellenando los huecos dejados en las piedras. Entonces, la figura de Soren apareció por la puerta del centro. —Lo siento, Hans. Las cosas se han puesto feas. Y quizá se pongan más —añadió—. Vamos, ¡apura! ¡Por aquí! Su cuerpo se activó al instante y salió corriendo detrás de Soren. Fue un breve recorrido, hasta que la luz de unas antorchas los iluminó. Un guardia esperaba al fondo. —¡Abre la puerta! —gritó Soren cuando todavía no habían llegado a su lado. El guardia se sobresaltó al verlos llegar. —Eso es imposible. El septrón dejó órdenes estrictas de que no fuese abierta. Los secretos del continente permanecen en ella. De hecho, no tengo las llaves. Solo el elegido por los Oblivion puede abrirla. Soren no parecía tener ganas de discutir. Desenvainó su espada y apuntó con ella al corazón del guardia. El filo parecía tener vida propia. Lo envolvía un aura de energía, que podía percibirse con nitidez. Hans no había visto nunca aquella espada. Y desde luego, no había sido forjada por el herrero de la Academia. —Tú también sabes a quién perteneció este arma, ¿verdad? Pues ahora la he heredado, junto con el pequeño encargo de que las cosas no se vayan a la mierda en este podrido mundo. Me acaban de comunicar que hace dos meses que el septrón ha desaparecido. Qué casualidad, ¿no? El guardia no parecía tener ni idea de lo que Soren estaba hablando. Seguía pálido y paralizado. —Si no quieres que te arranque las entrañas de un golpe, apártate del medio. Aquello sí pareció entenderlo. Se hizo a un lado sin rechistar. Soren se acercó a la puerta y comenzó a ojearla. Buscaba algo, pero no sabía muy bien el qué. Palpó con las manos buscando algún punto débil. Primero la golpeó con la espada y luego intentó hacer palanca. Incluso utilizó un golpe de energía elemental contra ella. El viento tampoco pudo derribarla. —¡¿CÓMO COÑO SE ABRE ESTO, GUARDIA?! Hans nunca lo había visto tan desquiciado. Las venas de su cuello estaban hinchadas por la ira. —Solo Taifun Dévilry podía abrirla —gimió el guardia—. Cuando él murió, las llaves fueron entregadas a Aikiro, el nuevo septrón. Y este no está en la ciudad… Soren soltó una patada a la puerta. No sirvió de nada. Hans le echó un vistazo. Contenía uno de los habituales pentágonos característicos en los Oblivion y numerosas inscripciones en noriense antiguo. Era un idioma en desuso en la actualidad. Sin embargo, él lo conocía. Lo había estudiado en su juventud. —Aquí reside… nuestro poder y nuestra… destrucción. La verdad y… la mentira. El dolor y la esperanza —murmuró Hans. Soren lo miró, sorprendido de que pudiese leerlo. Sin embargo, no le hizo demasiado caso. Continuó golpeando la puerta de cualquier forma que se le ocurriese. Hans miró desde más cerca. Había algo en aquel pentágono que le llamaba la atención. Un símbolo vertical en el centro, que desconocía. Además, no existía ninguna letra en noriense antiguo que guardase sentido por sí misma. Se acercó a la puerta y sacudió el polvo que había encima del símbolo con un soplido. Lo miró desde más cerca. No era una letra vertical, sino una fina ranura. Una idea acudió a su cabeza. —Guardia… Dijiste que solo ese tal Taifun podía abrir la puerta, ¿no? Este afirmó, asustado. —¿Esa era su espada? Soren dejó su locura transitoria y lo miró. Asintió con la cabeza. Hans se acercó a él y se la quitó de las manos. Cuando lo hizo sintió algo extraordinario. Un torrente de energía inundó su cuerpo. Era lo más puro que había sentido nunca. Incluso más poderoso que el anillo eolítico de su hermano o que el colgante de Alda. Alzó la espada y se concentró un momento. Numerosas gotas de agua, extraídas de la humedad, se materializaron al instante alrededor de su filo. A los pocos segundos, tenía unos cuantos litros y el ambiente se había secado por completo. Liberó las energías y soltó el torrente de agua que había acumulado contra la puerta. El golpe fue brutal. Pero la puerta seguía allí, intacta. —¿Y bien? —preguntó Soren, irritado—. Eso también podría haberlo hecho yo. —Ah, no. Simplemente… Este arma es demasiado poderosa. Me apetecía probarla. Lo que quería hacer era esto. Caminó hacia la puerta y alzó la espada. La introdujo por la fina ranura situada en el centro del pentágono. El filo se deslizó lentamente a través de la puerta y… Un ruido de engranajes comenzó a sonar a los pocos segundos, mientras la puerta se abría. Soren dio un salto y lo apartó del medio. Regresó de la estancia a los pocos segundos para coger una antorcha. La iluminación permitió vislumbrar una gran sala con varias estanterías destartaladas al fondo. Pero en ellas no había ningún libro. Ni uno solo. —Se lo han llevado. Se lo han llevado todo —rugió Soren—. Lo sabía. ¡Quince años insistiendo a Taifun! Aikiro no era la persona indicada para liderar a los Oblivion. Y ahora lo hemos perdido todo. Hans echó un vistazo a la sala. Ni siquiera pensó en lo que Soren acababa de decir. Un escritorio presidía la estancia, al lado de aquellas grandes estanterías. Su superficie estaba completamente cubierta por cera derretida. Parecía el lugar donde un escribano había pasado décadas, trabajando en sus memorias. Al lado del escritorio había algo parecido a una cama. El techo y las paredes estaban totalmente ennegrecidos, como si hubiesen quemado algo. Y en el centro, brotaba agua de una fuente. No entendía muy bien qué hacía allí un manantial. Pero ahora sabía de dónde había extraído tanta agua en su ataque previo. —¿Qué es esto? —Se supone que lo que los Oblivion protegíamos. Según Taifun, aquí estaba el conocimiento adquirido durante más de seis siglos. Soren agarró al guardia por el cuello. —¿Quién ha entrado aquí? ¡Dímelo! —¡No lo sé, juro que no lo sé! —sollozó el guardia—. Solo llevo aquí dos meses. Ni siquiera soy un Oblivion, estoy ocupando el lugar de mi padre. —¿Por qué demonios pondrían a un novato a custodiar la puerta? ¿En qué estaba pensando Aikiro? —No fue Aikiro quien me destinó aquí, fue su hermano. Aikiro se encontraba velando a su mujer. Sin embargo, ocurrió un milagro y ella terminó sanando. Al parecer ambos se fueron de viaje al norte para celebrarlo... —¿Que se curó Thalía? ¿Estás de broma? Tenía una enfermedad terminal. —Es lo que me han dicho —murmuró el guardia. Soren refunfuñó algo inaudible. Pero luego, su mirada se detuvo en un punto durante varios segundos. —Oh… no me lo puedo creer —gimió. Fue corriendo al escritorio y le dio una patada. —¡Ese cabrón ha robado los secretos de la Alquimia y luego ha buscado a alguien que pudiese entenderlos! Los ha vendido al mejor postor. ¡Así fue como salvó a su mujer! ¡Y por eso medio mundo está buscando eolita! —¿De qué mierda estás hablando, Soren? —preguntó Hans. Comenzaron a escuchar pasos apresurados por los pisos superiores. —Tenemos que irnos de aquí. Hay un lugar al que quiero ir. Luego te contaré toda la verdad. Toda — añadió. Salieron corriendo de la cámara. —Suerte, amigo. Perdona la intrusión —murmuró Hans al nervioso guardia. Este intentó sonreír, pero sus labios no consiguieron una curvatura demasiado convincente. Siguió a Soren, que trotaba delante a un ritmo poco adecuado para los estrechos pasillos por los que circulaban. Daba la sensación de que se iban adentrando todavía más en las profundidades del desierto. —¿Vamos a salir por aquí? —No. —¡¿Entonces a dónde diantres vamos?! —Tengo algo que recoger antes de irnos. Es importante —jadeó. Siguieron corriendo hasta que Soren se metió en una pequeña habitación. Estaba llena de libros, todos ellos esparcidos por la mesa. Sin embargo, los ignoró y corrió directamente hacia una pared de ladrillos, situada en el fondo. —Tres horizontales, dos verticales… —murmuró. Tiró de uno de ellos y este salió despedido. Estaba hueco. En su interior, había un pequeño libro, bastante viejo y malgastado. Soren lo cogió y lo guardó dentro de su camisa. —Bien, nos vamos. Pégate a mí y no me pierdas de vista —ordenó. Hans asintió sin preguntar. Su tono se mostraba firme, pero a la vez preocupado. Y Soren nunca estaba preocupado. Continuaron huyendo por caminos que parecían laberintos. Largos pasillos, escaleras en caracol, puertas que no daban a nada… Todo parecía conocerlo. Como si hubiese vivido allí durante años. En ocasiones escuchaban gritos de alerta y pasos por encima de ellos. Sabía que Soren era consciente de ello, ya que solía recalibrar el ritmo en función de la proximidad del sonido. Pasaron quince minutos recorriendo estancias, iluminados con la luz de la pequeña antorcha que amenazaba con apagarse. Hasta que comenzaron a subir. Eran unas estrechas escaleras por las que solo cabía una persona. Soren iba primero, ágil y constante. Hans lograba seguirlo a duras penas. Estaba comenzando a marearse y daba grandes bocanadas para insuflar a sus pulmones aquel aire caliente. Los angostos escalones se hacían cada vez más estrechos y en un determinado momento sintió cómo las paredes pasaban a ser de pura tierra. Al agarrarse o rozarse con ellas, se desprendían pequeños trozos. Podía escucharlos caer escaleras abajo durante minutos. Un tropezón podría ser mortal. Pero llegaron. —Hazte atrás —bramó Soren, con voz ronca. Unos segundos después, una oleada de viento levantó el techo de las escaleras y un sofocante calor entró de golpe. La luz del día. —¡Vamos, vamos! —urgió. Salieron fuera. Solo podía ver arena y desierto a sus alrededores. La meseta de la ciudad quedaba alejada, en el horizonte. Habían escapado. Un súbito mareo destrozó el alivio de Hans. La tensión de la huida lo había mantenido en alerta, pero en el momento en el que se sintió a salvo, algo se desinfló en su interior. Notó cómo todo su cuerpo se volvía más blando, más dócil. Era hora de irse. Despertó horas más tarde, mecido por un suave movimiento. Sus sentidos se activaron al instante y dio un respingo. Volvía a estar en una de aquellas alfombras. Intentó ponerse de pie, pero unas manos lo atraparon. —Estate quieto —murmuró Soren. Su aspecto malhumorado seguía intacto, pero tenía mejor color. Incluso su mirada transmitía un poco de serenidad. —¿Estamos… lejos? —Llegaremos al asentamiento de Cydonia en una hora. Por motivos obvios no podemos regresar al oasis de de los Bur-Kashtur —explicó. —Vaya… —murmuró Hans. —Tuvimos bastante suerte de que nuestro amigo no se atreviese a regresar él solo por el desierto. —Señaló con el dedo hacia delante: era el mismo muchacho que los había traído—. Hans ignoró aquel hecho fortuito. Tenía muchas preguntas. —El libro. ¿Por qué nos jugamos tanto por ese libro? —El fundador de los Oblivion era una persona inteligente. Nunca se jugaba todo a una sola carta, dada la dificultad de nuestra misión. Hace tres años, antes de morir, me indicó que en caso de que las cosas se torciesen y los secretos confinados dentro de la cámara acorazada fueran extraídos, podría encontrar algunas respuestas en este libro. Lo dejó escondido en una de sus habitaciones para mí. Era un libro negro, con otro más de sus habituales pentágonos en su portada. Cada vértice tenía un color diferente. —Entonces, realmente eres un Oblivion. No eras un infiltrado. ¿Me habías llevado allí para… matarme? Soren lo miró. —Sí, soy un Oblivion. Y sí, ellos siempre te han tenido en su punto de mira. Pero no podía matar a mi maestro. Y mucho menos después de descubrir que su nuevo líder nos ha traicionado —añadió—. Además, dados los acontecimientos recientes… ya nada me ata a ellos. Su labor ha sido ignorada por los caprichos de Aikiro. Y ahora es probable que se hayan descubierto cosas que nunca deberían haber visto la luz del día. —¿Qué cosas? —Lo que más me preocupa es la información guardada sobre los poderes y potencialidades de las eolitas. Como bien sabrás, las eolitas son el material primigenio de la vida. Son el origen del universo. Y contienen su esencia. —Sí, esa teoría ya la sé. ¿Y qué? —Pues que las eolitas son conocidas desde hace más tiempo del que te imaginas. Han acompañado a la humanidad durante toda su historia. Y no solo han sido utilizadas por los elementalistas, sino por muchas otras personas en el pasado. No sois sus descubridores. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Hans. —Las historias que han llegado a nuestros días hablan de muchas leyendas —continuó Soren—: Hechiceros, magos, brujos, alquimistas… Todos ellos capaces de manejar habilidades sobrehumanas y de lograr lo que nadie era capaz. —Quieres decir que… —Sí, quiero decir que todas esas personas han existido —asintió—. De una forma u otra, claro. Las historias siempre se desvirtúan con el paso del tiempo y la realidad termina distorsionada. No era una teoría nueva que las eolitas sirvieran para explicar fenómenos inexplicables del pasado, pero Hans nunca había escuchado a nadie confirmarlo. Todo eran mitos. Historias perdidas en el pasado. Leyendas. —Entonces… ¿Qué es lo que contiene ese libro? —Con suerte, un poco de luz sobre lo que está ocurriendo. El origen de los Oblivion se remonta a los primeros años de nuestra era. Desde aquella han estado recopilando información sobre la historia de este continente y sus descubrimientos. Y protegiendo a sus habitantes en función de sus principios. —¿Protegiendo? Sois una organización que mata y chantajea a la gente. Siempre a personas lamentables, sí, pero… —Todos los estados y reinos asesinan gente por motivos menos honrados que los nuestros. Nos debéis mucha de la paz que hoy en día se conserva. No lo olvides. Hans desvió la mirada. Sabía que tenía razón. En el fondo de su corazón sabía que la desdeñable misión de los Oblivion los libraba de muchos problemas. Pero no podía aceptar aquella terrible afirmación. —Bueno… ¿Y por qué hay una relación entre los Oblivion y el robo en el templo de Isioktes? Soren suspiró. Parecía contrariado. —Después de lo que he hecho, ya nada me une a los Oblivion. Al menos, a estos Oblivion. Yo seguiré siendo leal a nuestros principios hasta el día en el que muera. Así que… puedo decirte la verdad. Se acomodó en su silla y lo miró. Sus ojos azules parecían cansados, pero liberados. —Los Oblivion son una organización creada en el inicio de los tiempos modernos por una de las mejores personas que jamás hayan vivido en estas tierras: Taifun, mi maestro y mentor. Hans se sorprendió. —¿Tu maestro y mentor? ¿Leíste su obra o de que estás hablando? —Estoy hablando de que conocí a Taifun, un maestro de la antigua alquimia. Un erudito de los de verdad. Y si te sirve para entenderlo mejor… el hermano de Alda. A Hans se le erizó el vello en los brazos. Aquello no podía ser cierto. —¿Me estás diciendo que el fundador de los Oblivion era el hermano de la fundadora del braonismo? Espera un momento… —gimió Hans—. La alquimia… ¿De verdad es alcanzable… la inmortalidad? —Taifun murió a la edad de 665 años, en el año 642 de esta era. Es decir, hace tres años —afirmó Soren. —Pero… tú tienes dieciocho y llevas tres años estudiando elementalismo. ¿Cuándo conociste a esta persona? ¿Eras un miembro de los Oblivion desde que eras un niño? Soren esquivó sus preguntas y desconectó el contacto visual. —No me digas que…—murmuró Hans—. No puede ser cierto. El viento del desierto silbó con fuerza e interrumpió su conversación unos segundos. Los suficientes para que ambos pensasen. —¿Cuál es tu edad? —susurró Hans. —Ochenta y siete. —Ochenta y siete… ¿años? Soren asintió, sin mirarlo. —No me lo puedo creer… Hans se sintió traicionado. No solo había sido engañado durante estos últimos días por Soren. Había sido engañado desde siempre. Controlado por la persona que se hacía llamar su alumno. —Has jugado conmigo y con Thalassia desde el principio —murmuró, con voz entrecortada. No era un reproche. Ni una pregunta. Era una afirmación. —Los Oblivion nunca hemos tenido ningún problema con las personas honradas de Thalassia, pese a que siempre han mirado con recelo a vuestra Academia. Y quizá yo tenga algo que ver con ello, ¿no crees? Pese a todas las mentiras, mi lealtad hacia vuestro pueblo y sus ciudadanos está más que probada —añadió con firmeza. —¿Quién sabe? —respondió Hans, con sequedad—. Quizá solo sea una más de tus mentiras. Quizá nos ayudaras porque era beneficioso para tu organización. Para descubrir el elementalismo. Soren suspiró. No parecía tener demasiadas ganas de discutir. —Piensa lo que quieras. Pero quizá te ayudaría a reflexionar conocer algunas leyendas… —Sacudió el libro que agarraba entre sus manos mientras se lo mostraba—. Parte de la verdad y de la historia de la última era está aquí. No toda, porque Taifun se llevó algunos secretos a la tumba o los ocultó en la cámara secreta. Pero sabía que cuando él no estuviese, debía tener un as guardado en la manga. Así que me confió este diario, en el que espero encontrar algunas respuestas. Y me gustaría que tú lo leyeras conmigo —añadió—. Pese a todo, sigues siendo mi maestro de elementalismo. Hans no se dejó engatusar por sus buenas palabras. Pero Soren podía tener respuestas a los secretos de las energías, el origen de las civilizaciones modernas, la verdadera esencia de las eolitas, la alquimia, la vida eterna… O también alguna explicación sobre los leviatanes y los innavegables mares… Demasiados misterios podían estar explicados dentro de aquellas maltrechas páginas. Incluso podría ayudar a descubrir algo sobre Erik. Algo sobre su hermano. Y entonces, la obsesiva curiosidad del Hans del pasado tomó el control de su consciencia y apartó el resto de sus pesares. Todo lo demás no importaba. Ya habría tiempo de aclararlo y arreglarlo. —¿A qué estás esperando para abrirlo? 18- Las memorias de Taifun Dévilry “Querido guardián: Este libro es un segundo plan. Una pequeña red de seguridad. Quizá consiga solventar todo antes de que mi tiempo se haya acabado. O quizá no. Todavía no he decidido tu identidad, aunque ya existe un candidato. Escribo esto para que, si algo sale mal, todavía quede alguien capaz de arreglar este mundo. Si estás leyendo estas líneas quiere decir que algo ha ocurrido. Ya sea dentro de los Oblivion o en el continente. Es decir: habré fallado. Pero eso es algo que ahora mismo no puedo saber. Lo que tengo claro es que Aikiro será consagrado como el nuevo líder de los Oblivion. A él le confiaré el trabajo de una larga vida, ya que es el mejor candidato que conozco. Sin embargo, todos estos años me han enseñado que el tiempo es volátil y los ideales también. Sobre todo en los seres mortales. Nunca juegues todo a una sola carta, guardián. Tras más de seiscientos años viviendo, supongo que ha llegado mi hora. Siento cómo las energías comienzan a abandonarme. Y en cierto modo me alegro. Creo que por fin podré tomarme un merecido descanso. Pero como te he dicho, todavía tengo cosas por hacer. Demasiadas. Es el precio que aceptamos al recibir el elixir. Es el precio para aquellos que osan adentrarse en el mundo de la alquimia. Todo comenzó cuando la unidad de nuestro núcleo fue quebrada por la muerte de Alda, mi hermana. Los cinco elegidos: Taifun, Flauros, Melissae, Sashra y Alda, ya no éramos cinco. Tras su asesinato, el grupo formado para ayudar a los cinco vértices del pentágono a llevar a cabo su misión se disolvió. Mi hermana era el catalizador que nos mantenía unidos. Sin Alda, y tras la pérdida de contacto con el norte, solo uno de ellos permaneció a mi lado. Con él, Flauros, fundé los Oblivion. El resto… eligió otros caminos. Verás, guardián… Nuestra organización fue concebida con un único objetivo: mantener el legado de Alda y del braonismo, pues este aseguraba la pervivencia de toda la civilización. Nuestro mensaje era sencillo: paz, justicia y hermandad para las poblaciones en el continente, sin distinguir país, raza o condición. Eso implicaba una serie de normas y conductas, como el respeto por la vida humana, por las runas arcaicas y por los mares. Tardamos un tiempo en conseguirlo, pero nuestras ideas acabaron siendo mayoritarias. En gran parte, gracias a Alda. Y en gran parte… gracias a aquellos que la mataron. La elevaron a una categoría superior. La hicieron una semidiosa. Sin embargo… los humanos comunes olvidan rápido. Sus vidas son demasiado cortas como para recordar. El braonismo fue convirtiéndose en algo diferente a lo que mi hermana había divulgado y dejó de servir a sus tres principios. Hoy en día, es una sombra de lo que era. Las personas han dejado de ser el centro de su mensaje. La vida ya no es tan importante. Solo quedan ceremonias vacías y cínicos discursos. Y por eso seguimos existiendo los Oblivion. Durante siglos, hemos intentado cumplir con los primeros compromisos del braonismo. Para ello, debíamos asegurarnos de que nadie resultase una amenaza para la paz, la justicia y la hermandad de los seres de este continente. Muchos han sido los que han muerto por no reformarse a tiempo. Recientemente, algunos de los secretos de las runas arcaicas, ahora conocidas como eolitas, han sido descubiertos (o quizá revelados…). Pese a ello parecen haber caído en buenas manos y están bajo control. Pero quizá llegue el día en el que los continentales del norte comiencen a utilizar sus capacidades en contra de nuestros tres principios. Espero que eso no ocurra. Son mucha la luz que proyectan, pero también la oscuridad que ocultan. Deben seguir siendo vigilados. Como bien sabrás, los Oblivion conocemos muchos de los secretos de este mundo. La transmisión de generación en generación está demasiado sesgada. Intereses, ideologías, mentiras, guerras, odio… Al final todo se transforma. Y todo se desvirtúa. Salvo para aquellos que pervivimos demasiado. Salvo para aquellos que pudimos vivir durante toda la historia. Nosotros escondemos algo que nadie más tiene: la verdad y el conocimiento de toda la historia de la humanidad. Y ello implica conocer sus más grandiosos descubrimientos… pero también sus más oscuros secretos. Cuando yo muera, solo quedará un lugar donde seguirá perviviendo: en nuestra cámara secreta. Y solo existen dos llaves: una la tendrá el nuevo líder de los Oblivion, y la otra te la dejaré a ti. Espero tener el valor para hacer desaparecer lo que he ocultado durante tantos años y llevarlo conmigo al más allá. Para siempre. De otra forma, todos correríais peligro. No sé qué extrañas circunstancias te habrán llevado a recoger este libro, pero en este mundo solo existen cuatro cosas que puedan amenazar la paz: —Que lo encerrado por mí en la cámara sea descubierto, antes de que consiga llevarlo conmigo. —Que en algún lugar del continente, alguien haya ido demasiado lejos con los poderes ocultos de las runas arcaicas. Ya sea mediante la hechicería de las energías naturales, la alquimia o la ciencia. —Que los leviatanes que vigilan los mares hayan vuelto a surgir. Hace cuatrocientos años que la mayoría no son vistos. Sólo las tarántulas, hijas del primer leviatán, inundan a día de hoy los mares. Más adelante te hablaré sobre los nueve reyes de los mares, por si llega el día en el que tengas que enfrentarte a ellos… —Que los seres humanos entren en un bucle infinito de odio del que no consigan salir. Solo estas cuatro cosas pueden acabar con la civilización moderna. Recuerda, guardián: paz, justicia y hermandad. Son los tres pilares para que la civilización continental siga existiendo. En ese orden. Mantenlos alejados de las guerras, la injusticia y la inseguridad. Mantenlos alejados de los mares y controla el uso de las runas arcaicas. Pero… En caso de que la civilización continental amenace con llegar a su fin y no tengas ninguna forma de seguir cumpliendo nuestros mandatos… atraviesa los mares hacia el norte. Sin embargo, lamento informarte de que hace más de seiscientos años que nadie consigue hacerlo. Y en cierto modo… así debería seguir siendo. Al norte de Thalas-siarem, a ocho nudos, durante ocho horas. Si logras llegar… encontrarás las respuestas que yo, ahora mismo, no puedo darte. Ni siquiera debería estar diciendo esto, pero he terminado amando a este continente y a sus buenas gentes. Un saludo, guardián. Lamento haber cargado estas responsabilidades en tus hombros. Ojalá nunca tengas que leerme”. Hans y Soren estuvieron unos minutos en silencio, asimilando las primeras páginas del libro. Fue Hans quien rompió el silencio. —El hermano de Alda es el fundador de los Oblivion… —murmuró. —Gran capacidad analítica —respondió Soren, malhumorado—. Eso ya te lo había dicho. —Es que no deja de sorprenderme —masculló—. La verdad… podía explicarse con más claridad. No sé a qué viene tanto misterio. ¿Qué es lo que ocultaba en aquella cámara? ¿Los secretos de la alquimia? ¿La esencia de los poderes eolíticos? ¿El origen de de los reinos y estados? Soren lo miró, exasperado. Hans no parecía poder ver más allá de la información básica. —Desde vuestra reunión con la Maestra Sacerdotisa Yovara, supe que algo iba mal. ¿Por qué crees que los contrabandistas lograron encontrar aquellos pasadizos en el templo de Isioktes? ¡Fueron Alda y sus seguidores quienes lo construyeron! Es muy probable que los secretos sobre el templo estuviesen ocultos en la cámara y hayan sido revelados. Hans sacudió la cabeza. Todo lo que creía saber sobre el mundo se estaba poniendo patas arriba. —Lo que está claro es que en aquella cámara había conocimientos que le interesan a mucha gente poderosa de este continente —continuó Soren—. El nuevo líder de los Oblivion vendió nuestros secretos al mejor postor y se dio a la fuga. Ahora… quién sabe a qué nos podemos enfrentar. Lo que está claro es que las eolitas forman parte de ello. —¿Y sobre los leviatanes? De hecho, ese tal Taifun dice que desde hace seiscientos años nadie atraviesa los mares ¿Crees que existe algo… más allá? —Es lo que dice —murmuró Soren, releyendo parte del texto—. Si lo dice, es que es cierto. Hans frunció el ceño. —¿Cómo lo sabes? Ese texto está lleno de claros y sombras. Podía habernos dicho mucho más de lo que oculta. —Confío en él, Hans. Le debo demasiadas cosas. Le debemos —puntualizó, mirándolo—. Si escribe de esta forma, es por un motivo. No llegaron a ninguna conclusión sobre lo que podría estar oculto en la cámara secreta o más allá de los mares, así que decidieron seguir leyendo. Taifun Dévilry había prometido más información sobre los leviatanes. Soren comenzó a rebuscar entre las páginas del manuscrito. Había multitud de relatos sobre conflictos territoriales, religiosos y sobre la evolución de los pueblos y sus poblaciones. Pero en ese momento no tenían tiempo ni interés en leerlo. En la página número cincuenta. Allí estaban. “Querido guardián: Como sabrás, la misión de los Oblivion tiene tres pilares: paz, justicia y hermandad. Desde el inicio de los tiempos modernos hemos estado velando por el cumplimiento de los tres, pero… existe una gran amenaza que puede impedir que se cumplan: los leviatanes. Hemos conseguido mantener alejadas a las personas de los mares durante la mayor parte de nuestra existencia, pero no siempre ha sido posible. Así que… cientos, miles, han perdido la vida, intentando adentrarse en ellos. Hay nueve leviatanes, guardián. Algunos los he visto con mis propios ojos, de otros solo he oído susurros y algunos ya se han convertido en leyendas. El primero de ellos es el leviatán llamado Aralise, la madre de las tarántulas marinas. Siempre creímos que mientras nos mantuviésemos alejados de ella, todo iría bien. Pero nos equivocamos. A los pocos años, comenzó a criar. Sus descendientes, jóvenes y agresivos, convirtieron los mares en un manto de telas y de terror. Además, Aralise, a diferencia de sus pequeñas y del resto de arácnidos comunes, tiene unas poderosas pinzas con las que ha destrozado cientos de navíos. Hace cuatrocientos años que nadie ha visto a este leviatán. El segundo de ellos, conocido como Carcinos, es un cangrejo gigante de más de veinte metros de altura, el cual destrozó las ciudades costeras del norte de Norie hace más de quinientos años. Pude visitar la zona al cabo de unos días y lo que allí vi… nunca lo olvidaré. Es el único leviatán capaz de adentrarse tierra adentro con facilidad, lo que lo convierte en una grave amenaza. Por suerte, no ha vuelta a aparecer desde aquel fatídico día. El tercero, conocido como Pentecopterus, es un escorpión marino gigantesco. Ha sido avistado alimentándose en los acantilados del norte de Norie por unos pescadores furtivos. No hubo heridos, pero aquellos hombres no volvieron a acercarse al mar. Hace cuatrocientos años que nadie lo ve. El cuarto es uno de los más sanguinarios. Los primeros habitantes del antiguo reino de Thalass-Siarem, lo bautizaron como Lyopleurodon. Tuve la oportunidad de ver cómo destrozaba una flota de navíos nada más zarpar. O más bien, pude intuirlo. Más allá de los gritos y de los barcos que comenzaban a hundirse, no logré verlo. Hace más de quinientos años que no tenemos noticias de él. El quinto es el antagonista al anterior. El leviatán conocido como Megalodón nunca ha causado víctimas mortales. En la antigüedad era venerado y su presencia en las costas se consideraba un presagio de buena fortuna. Se decía que ahuyentaba al Lyopleurodon. Y además, la faena de los pescadores de Thalass-siarem siempre era buena cuando el leviatán era avistado. El sexto leviatán es el más terrorífico de todos los que fueron relatados a mi persona. La Hidra de Cassio, una bestia milenaria de cinco cabezas. Un leviatán incluso más agresivo que el Lyopleurodon. Muy pocos han sobrevivido a su presencia y nadie en los pueblos del norte del reino de Kalash se atreve a nombrarlo. Desconozco cuándo fue la última vez que hizo acto de presencia en las costas del continente. El séptimo leviatán es el Kraken. No ha sido avistado en muchas ocasiones y tampoco hay demasiados testimonios de su destrucción, pero… yo mismo lo he visto. Y te aseguro que esos tentáculos de decenas de metros saliendo del mar eran algo que encogería el corazón del más valiente. Y por último, los leviatanes octavo y noveno. Son dos leviatanes que muy pocos recuerdan. Durante los últimos seiscientos años he hablado con muy pocas personas que los hayan visto. Se dice que son una especie de serpientes marinas, enemistadas la una con la otra. Los supervivientes a la gran tormenta que sacudió Flergen en el año 1715 de la era anterior los bautizaron como Jörmund y Ryüjin. La leyenda narra que en el medio de la mayor tempestad que recordaban los norteños del continente, se pudieron observar en el horizonte, sobre el mar, las figuras de dos enormes serpientes luchando. Los rayos reflejaban sus siluetas en el cielo encapotado y sus chillidos se escuchaban desde la costa, atravesando el mundanal sonido que atronaba los mares. La tormenta, junto con el oleaje que provocó su combate, se llevó por delante toda la ciudad de Flergen, salvo la población situada en la “Gran Roca”. Son los dos únicos leviatanes de los que no tengo certeza… pero me atrevería a decir que existen. Ningún fenómeno natural podría haber causado aquella devastación. Nunca supimos por qué surgieron de las profundidades y nunca encontramos la forma de darles caza. Solo sabemos que la única forma de protegernos de ellos es mantener a la población alejada de los mares. Mientras esto se cumpla y ellos se mantengan ocultos, todo irá bien. Las tarántulas marinas son una lamentable plaga, pero pueden ser controladas. Los leviatanes… no. Espero que nunca tengas que enfrentarte a ninguno de ellos. Intuyo que solo en el norte, más allá de los mares, pueden saber cómo detenerlos. Y para llegar al norte… tendrás que detenerlos. —¿Por qué no deja de repetir que todo tiene sus respuestas en el norte? ¿Quién demonios está allí? — preguntó Hans —Me gustaría saberlo, pero no tiene pinta de que vaya a decírnoslo… —murmuró Soren. Ambos estuvieron en silencio un largo rato, digiriendo la información sobre los leviatanes. Lo que habían visto en los mares dos años atrás era realmente un leviatán. Aralise había reaparecido después de cuatrocientos años oculta, y había destrozado la última de las murallas de Thalassia. Lo peor era que no sabían cuándo podría volver a aparecer. Ni si vendría sola. A Hans se le revolvió el estómago. Por las descripciones de Taifun Dévilry, Aralise parecía uno de los leviatanes menos destructores. No quería pensar en el caos que rodearía a Thalassia de verse asediados por dos serpientes gigantes capaces de crear tormentas solo con sus movimientos. —Todo nos lleva a lo mismo —murmuró Soren—. Peligros y secretos escondidos. Verdades y mentiras. Leyendas y elementos. Los Oblivion fueron fundados para proteger a las poblaciones del continente de esos peligros, pero me da la impresión de que tenían otros objetivos que no quisieron compartir con nosotros… —Es obvio que oculta algo —confirmó Hans—. Lo bueno es que sabemos en dónde hay respuestas. En el norte, tras los mares. Donde creímos que nunca había nada. —¿Realmente crees que hay algo en el norte? —¿No eres tú el Oblivion? Es lo que dice su fundador. La expresión de Soren se endureció. —No fue mi decisión unirme a ellos. Simplemente… me vi obligado a hacerlo. Salvaron mi vida. —Entonces, ¿por qué seguiste con ellos durante tanto tiempo? Eres una persona con longevidad indefinida gracias a la alquimia. Podrías haberte apartado. —Que no me interesaran los Oblivion en un comienzo no quiere decir que no haya aprendido a apreciar su misión. No me interesa la organización actual. Es lamentable. Pero sus principios siguen siendo los mismos que los míos. Sobre todo el de impartir justicia. Sí, sigo viviendo única y exclusivamente para impartir justicia… —añadió, con un extraño brillo en la mirada. Hans sacudió la cabeza y miró al horizonte. Sabía que Soren no iba a hablar de su vida pasada. —¿Algún día me contarás toda tu historia? —Algún día. —En fin… Mientras tus actos hablen por ti, seguiré confiando. Pero me gustaría conocerte más. La verdad, ya no sé si considerarte un alumno. Quizá tú seas mi maestro —caviló, un tanto contrariado. En la cara de Soren surgió una media sonrisa. —Seguirás siendo mi maestro en el elementalismo, joven. En el resto, ni lo intentes. Hans sacudió su cabeza y se recostó en el asiento. El extra de energía proporcionado por la curiosidad parecía estar llegando a su fin. Cerró los ojos y, pese al sofocante calor, se quedó dormido a los pocos segundos. 19- Somos elementalistas Matt ya no se sentía un extraño en Thalassia. Tras cumplir dos meses de su nueva vida como estudiante, era uno más en aquella ciudad. Las calles que en un principio resultaban extrañas se habían tornado familiares. Los rincones y caminos cercanos a su piso comenzaban a tener un lugar en su corazón. Eran el escenario de su nueva vida. Y le encantaba cómo estaba decorado. Sin embargo, la universidad seguía siendo un terreno agridulce. Su clase estaba conformada en su mayoría por personas hostiles, toscas y desagradables. Y lo eran aún más hacia su persona. Los profesores y profesoras, por su parte, eran ecuánimes. No trataban diferente a nadie. Aunque realmente… no trataban con nadie. Salvo honradas excepciones, se limitaban a dar las clases y desaparecer. Y luego estaban Aylara e Ian, sin los que ya no podía entender su nueva vida en la facultad. Formaban una tríada inseparable, cada uno totalmente diferente al otro. Lo bonito era que se complementaban. Sus respectivos pasados siempre estaban a la vuelta de la esquina, intentando sembrar el miedo en sus vidas. Pero los años los habían vuelto más fuertes. Más sabios. Sabían que, pese a lo molestos y agobiantes que eran algunos de los problemas del día a día, no eran nada comparados con el verdadero dolor. Por eso les resultaba tan valioso poseer esa perspectiva tormentosa de la vida. Para poder diferenciar lo realmente importante de lo prescindible. Hoy, el primer jueves de noviembre, era el primer día en el que Ian y Aylara habían aceptado salir por la noche. No fue nada fácil convencerlos, pero se moría de ganas de presentarles a sus amigos. Ya habían oído hablar de Tom Zarowa, e incluso coincidieron con él en alguna ocasión. Pero nunca habían estado de fiesta por Thalassia con Tom y los demás. Y aquello era algo que ningún ser humano podía perderse. El Delfos, el bar en el que trabajaba la novia de Tom, fue el lugar de reunión acordado. Luego saldrían por la calle del paseo marítimo, la cual estaría, como de costumbre, plagada de gente. —Vaya, todavía no han llegado —murmuró Matt desde la puerta del bar. Era habitual que Tom y los demás llegasen tarde. O quizá era él, que siempre llegaba muy pronto. Fueron a la mesa de siempre y cogieron sitio. Solía estar libre, y si no, ya se encargaba Tom de vaciarla. Tenía la especial habilidad de incomodar con sutileza a las personas que ocupasen aquel lugar. Matt pidió unas jarras de cerveza. Tanto Ian como Aylara no pusieron muy buena cara ante la idea, pero él los ignoró. —Eso es que la habéis probado poco… Se sirvió para convencerlos de aquella frase que tanto le habían dicho. Y realmente, era cierto. El paladar es educable. Para bien o para mal. Aylara fue la primera en probarla. Bebió un sorbo con la punta de los labios y degustó lentamente, con la mirada perdida en el fondo de la estancia. Entonces, relamió la espuma, se encogió de hombros y bebió un sorbo más grande. Matt e Ian se echaron a reír, viéndola beber con entusiasmo. Aylara no le había dado muchas vueltas a su atuendo para aquella noche. Llevaba una ropa de vestir a diario y unos zapatos planos, muy sencillos. Sin embargo, sí se había adecentado el pelo. Tenía una larga melena, de color caoba. Era lo único que le gustaba mimar y cuidar de su apariencia. Al resto no le daba mucha importancia. Por eso mismo, a Matt le fascinaba el trato que tenía Aylara con los chicos. Sabía que le atraían los hombres por comentarios que había hecho. Y ella no tenía ningún problema en entablar conversación con ninguno. Aunque estuviese con una falda desgastada enfrente del chico más atractivo e inteligente de toda la facultad. Los miraba siempre a los ojos y las palabras volaban sin temor de su boca. Era imperturbable. Ian por su parte, era todo lo contrario. Demasiado tímido, se quedaba sin palabras ante la presencia de las féminas. Solía mirar fascinado a las numerosas chicas que venían a tomar el almuerzo al afamado comedor de la facultad de brigadismo. Normalmente era una persona muy locuaz, capaz de manejar cualquier problema y situación. Un maestro de la dialéctica. Pero con las chicas se convertía en una estatua. Nunca tenía el arrojo suficiente para conversar con ninguna. Decía que se quedaba en blanco. Matt estaba ansioso por ver qué efecto tendría un poco de alcohol en él. Quizá le engrasase los engranajes lo suficiente para liberarlo y hacer que su torrente verbal fluyera ante las mujeres. Aquello podría ser un espectáculo digno de ver. Cuando iban por la segunda ronda, escuchó el característico alboroto de Tom Zarowa al entrar en un lugar. Lo vio al fondo del local, dándose un abrazo con una chica. Detrás de él, con caras de circunstancia, venían Ylia, Natsumi y… Keira. A Matt se le puso un nudo en la garganta. Todavía no habían vuelto a hablar. Sus interacciones eran vagas y su comportamiento, esquivo. Más que de costumbre, si es que eso era posible. Pero allí estaba. Keira, un jueves por la noche. Y ella odiaba todo lo relacionado con las fiestas y las masificaciones de gente... En poco menos de un minuto, Matt intentó trazar mil teorías y planes de actuación, hasta que recibió un codazo de Ian que lo hizo despertar. —¡Te estoy hablando! —gruñó. —Oh, sí. Perdona, estaba distraído. Es que aquellos del fondo son mis amigos —murmuró, todavía un tanto desconcertado. —Tus amigas, más bien —puntualizó Aylara. —Sí, bueno… el que grita también viene con ellas — aclaró—. Y Jean parece haberse echado atrás… Una pena. Os caería bien. Ylia consiguió arrastrar a Tom para que dejase de hablar con medio local y el grupo llegó a la mesa. —Tú siempre tan escandaloso —refunfuñó Matt, con tono jocoso. —Y tú siempre tan idiota —respondió Tom—. Te has puesto la camisa del revés. Y aún encima está manchada. Matt entró en pánico y bajó la mirada. Todo parecía correcto. Entonces se dio cuenta. Tuvo tiempo de ver cómo Tom se iba riendo hacia la barra, saludando en el camino a otras tres personas. —Ese es un truco muy viejo, pero a ti nunca te lo había hecho. Supongo que tienes excusa —dijo Ylia—. El que no la tiene es él. Es una broma lamentable. Todos en la mesa rieron. Salvo Keira, claro. Matt suspiró e intentó tomar las riendas de la conversación para presentar a sus amigos. Pero fue el propio Ian el que habló. —Oh, oh… —murmuró. A traves de la puerta entró una persona escuálida, rodeada de una manada de gente. A Matt se le heló la sangre en cuanto reconoció aquellos rasgos. Ya le transmitían una repulsión visceral. —No hagas estupideces —advirtió Aylara. —¿Qué pasa? —preguntó Ylia. Justo entonces, y pese a que Matt lo había intentado evitar, su mirada se cruzó con la de Erwin Lambert. Este sonrió, como si hubiese encontrado justo lo que buscaba. Hizo un gesto a sus acompañantes y avanzaron directos hacia su mesa. Matt sintió cómo Ian amagaba con ponerse de pie. Lo agarró por un brazo y tragó saliva. —Pero mira a quién tenemos aquí —anunció Erwin con tono festivo, escoltado por cuatro seres cuya única motivación en la vida parecía ser meterse en una buena gresca—. ¡El trío La-La-La! ¡Con su líder el bocazas! Matt se mantuvo callado. Aguantó un poco su mirada y luego la desvió. Cogió su jarra y siguió bebiendo. Sabía que la indiferencia era lo que más odiaba. Erwin se acercó y dio un golpe con la palma de su mano en la mesa. El sonido seco resonó en el ambiente. —Hazme caso cuando te hablo —amenazó. —No tengo nada que tratar contigo —zanjó Matt. Y siguió bebiendo. Ignorarlo una segunda vez pareció enfurecerlo. Soltó un manotazo y le tiró parte de la cerveza por encima. Aquello fue suficiente para que algo en el cerebro de Matt se disparase. Cerró los ojos y buscó la energía en su bolsillo. Desde aquel fatídico día todos portaban eolita. “Conectar…” Unas suaves manos lo agarraron por la muñeca con la que sostenía su colgante. —Ni se te ocurra —murmuró Natsumi. Esta se levantó de su silla y se encaró contra los cinco hombres. —Lárgate de aquí antes de que te arrepientas. No sonaba como una recomendación. Ni siquiera como una amenaza. Sonaba como una verdad esperando ser cumplida. Y obviamente, aquello no le sentó nada bien. —No tengo por costumbre partirle la cara a señoritas. Para vosotras tengo otros menesteres —murmuró—. Si quieres puedo conseguirte un trabajo. Tres de sus acompañantes rieron, pero uno se mantuvo serio, mirando a Natsumi. Fue él quien se dirigió a su líder: —Creo que deberíamos irnos. Estamos llamando la atención. Aquello fue demasiado para el ego de Erwin. Se dio media vuelta y propinó una sonora bofetada en la cara de su acompañante. Luego volvió a encararse con Natsumi. —Como te iba diciendo, pequeña zorra... Y aquello también resultó suficiente para ella. Matt intentó detenerla, pero no fue capaz. En un instante se acercó a Erwin Lambert, lo cogió por un brazo y le luxó un hombro. Todos pudieron escuchar el crujido de la articulación al dislocarse de su sitio. —¡Escoria humana, no vuelvas a acercarte a mí ni a ninguno de mis amigos! —rugió Natsumi—. ¡Pensé que serías lo suficientemente inteligente para no entrometerte una vez más en el camino de una Ngüyen! Los ojos de Erwin se iluminaron un momento y su expresión paso del dolor al temor en menos de un segundo. Parecía que acabase de reconocer a Natsumi. Entonces, pidió auxilio con algo parecido a un graznido. Sus acompañantes, incluido el abofeteado, se abalanzaron hacia ella. Matt saltó como un resorte, y lo mismo hizo Aylara. El resto permaneció inmóvil. Pero entonces, aquellas cuatro moles se echaron las manos a los oídos y cayeron al suelo, chillando. —¿Qué coño pasa aquí? —preguntó Tom, con una cerveza en la mano. Luego echó un vistazo a la persona que tenía Natsumi entre manos y abrió un poco los ojos. —Oh… Ya veo —murmuró—. En fin, Robert, llévate a estas fieras. No molestarán durante unos minutos. Una mole de dos metros se acercó, cogió a uno de ellos por los hombros y lo levantó en el aire como una pluma. Lo mismo hizo con el resto. Erwin tenía los ojos cerrados y la frente fruncida. Respiraba con intensidad. Matt casi podía percibir cómo el odio y el rencor supuraba por cada uno de sus poros. Y tuvo la satisfacción de verlo salir a duras penas del local, escoltado por aquel gigante. Tom fue el primero en hablar cuando todo se tranquilizó. —¿Y bien? ¿Qué ha pasado? —Erwin Lambert odia a Matt y a sus amigos —explicó Ylia. —Solo a Matt —puntualizó Aylara. —Solo a mí. Recordad que me senté en su “mesa reservada”… Los labios de Natsumi se arrugaron en una expresión de asco. —Es un ser repugnante. Aun así, no deberías utilizar el elementalismo tan a la ligera, Tom Zarowa. Pueden pillarte. —Antes de que te partan tu preciosa cara, me voy unos días al calabozo —respondió, jocoso. Natsumi puso los ojos en blanco. —Como si pudiesen hacerlo… Ella se dejó caer en su silla y bebió de un trago la cerveza que todavía quedaba en el vaso de Matt. Muchas de las personas sentadas en las mesas cercanas vinieron a saludarla y a darle las gracias. No eran los únicos que odiaban a Erwin. —¿Qué les has hecho? —preguntó Keira, una vez todos estuvieron sentados de nuevo. Eran las primeras palabras que decía en toda la noche. —He redirigido un sonido de una determinada frecuencia directo a sus tímpanos. Es una tontería, pero muy molesta. Pierdes totalmente el equilibrio y parece que la cabeza te va a estallar —explicó Tom, distraído. La mayoría de la mesa, o más bien los que nunca lo habían visto actuar, entreabrieron la boca. Aquel charlatán despreocupado era capaz de desarmar a cuatro personas sin necesidad de apoyar su cerveza. —Te lo agradezco, la verdad —dijo Matt—. Me sentiría demasiado mal si lastimasen a alguno de vosotros por mi culpa. Tom lo miró, con una media sonrisa. —Entonces te has metido en la profesión equivocada, amigo mío. Aquí todos acabaremos magullados, tarde o temprano. Y por cierto, mírate la camisa. Estás hecho un asco. Matt entornó los ojos y le hizo una peineta. Sin embargo, volvió a mirar a Tom y este lo señaló de nuevo. En efecto, daba asco. Con la tensión no había notado que estaba totalmente empapado de pegajosa cerveza. —Vaya… —murmuró, contrariado—. En fin, me acercaré a casa a cambiarme. Serán cinco minutos. Matt se levantó, dio un paso y volvió a darse la vuelta. —Lo siento, casi me olvido con todo este lío… — farfulló—. Ella es Aylara y él es Ian. Son mis mejores amigos en la facultad y dos grandes personas. No les habléis muy mal de mí —añadió, con gesto amenazante. Salió del local y el calor de la tarde le sorprendió. Eran las ocho y el sol comenzaba a ponerse, pero la resaca de aquel día soleado seguía manteniendo una temperatura agradable en el ambiente. Estaba mirando la costa cuando una mano le tocó el hombro. No pudo evitar dar un respingo. —Hey… —murmuró Keira —. Voy contigo. Aquel habitual nudo en su esófago regresó en cuanto la vio. —¿A dónde? —preguntó. —A tu casa, idiota. Te acompaño. Cientos de cosas pasaron por su mente en aquel instante. Su mente se saturó y no fue capaz de procesar nada más, así que asintió y comenzó a andar. Keira caminaba distraída a su lado, ensimismada. Intentó buscar algún tema de conversación, pero su creatividad y elocuencia habían desaparecido, como de costumbre. Llegaron a su piso sin decir ni una palabra. —¿Quieres subir? —preguntó Matt, nervioso. —¿Por qué no? Matt la miró. Vestía con su estilo habitual. Pantalones ajustados y una chaqueta de tela negra. Procuró no establecer contacto visual directo con ella. No se sentía preparado y quería mantener el control. Entraron en el piso y Matt fue a su habitación, nervioso e intrigado. Ella se quedó dando vueltas por el salón, ojeando los libros que allí había. Cuando estuvo listo, regresó a junto de Keira. —Hmmm… —murmuró, un tanto perdido. Pero suspiró y se armó de valor—. ¿Por qué has venido conmigo? Ella le dedicó un lento pestañear. Luego se acercó a él. —Que no nos veamos a menudo no quiere decir que olvide las cosas que sucedieron —respondió. Matt comenzó a sentir el corazón latiendo en su pecho. Incluso sus manos comenzaban a sudar. “Nunca más me reiré de Ian”, logró pensar el rincón de su mente que no estaba saturado por la presencia de Keira. —Solo quería… hablar contigo. Creo que eres una buena persona. Y sí, me resultas atractivo —añadió—. Pero no te convengo. Ni creo que tú me convengas ahora mismo, la verdad. Matt no supo reaccionar. Se quedó de piedra. Intuía que sus secretos tenían algo que ver con todo aquello, pero no podía decir nada. —¿Qué quieres decir? —Quiero decir que quizá algún día podamos pasarlo bien, pero hoy no es ese día. Mi pasado es… complejo. Por ahora no tengo mucho interés en las relaciones afectivas, la verdad. No soy capaz. Simplemente fue… extraño. Aquel día me sentí a gusto. Tranquila. Y hacía demasiado tiempo que eso no ocurría… Matt asintió de nuevo, como un tonto. —No quiero hacerte daño, ni que te hagas ilusiones — añadió Keira—. No te convengo. Pero… Por un momento fue ella la que parecía nerviosa. —Pero tampoco quiero que te vayas. Se acercó y le puso una de sus manos en el pecho. Estaba seguro de que ella podía notar como este latía desenfrenadamente. Y una vez más, volvió a besarle. Matt no entendía nada, ni le importaba. Solo correspondió y entró en aquel limbo que ella conseguía crear en su mente. Hasta que las campanas sonaron. No unas campanas agudas, provenientes de algún templo cercano. No unas campanas provenientes de ninguna casa. Unas campanas graves, negras. Unas campanas que anunciaban la muerte. Ambos se separaron con violencia y se miraron a los ojos. Matt ya no veía una mirada profunda y misteriosa en los ojos de Keira. Solo veía miedo. Un miedo que todavía no había sido desterrado de la mirada de nadie en aquella ciudad: una invasión de tarántulas estaba acechando la costa. Salieron corriendo del piso. —Tenemos que regresar al bar a buscar a los demás — urgió Matt. Las campanas de la tercera muralla resonaban cada vez con más fuerza. Las calles eran un absoluto caos. Los habitantes de Thalassia habían entrado en pánico, todavía afectados por la invasión del año pasado. Una marabunta de gente corría en dirección contraria a ellos. Hacia sus casas. Hacia la salvación. Pronto les cortaron el paso. —¡Por aquí! —gritó Keira. Matt la cogió de una mano e intentó seguirla. Tuvo que empujar a varias personas para no perderla. Entonces, supo hacia dónde lo llevaba: una atalaya de vigilancia de los brigadistas de Orden Estatal. Desde allí podrían ver lo que estaba pasando. Matt comenzó a trepar las escaleras detrás de Keira. Llegó a tropezarse y resbalarse en un par de ocasiones. Sus manos no paraban de temblar. Respiró hondo y dejó que el instinto y la tensión tomasen las riendas de su cuerpo. Llegó arriba e incluso sin mirar a la costa, supo que algo iba muy mal. El pánico en el rostro de Keira lo anunciaba. En el horizonte, donde en aquellos mismos instantes se estaba poniendo el sol, miles de tarántulas marinas colapsaban el sonrosado mar, tiñéndolo de una tenebrosa oscuridad. En algunos lugares no se llegaba a diferenciar el agua de sus cuerpos. Solo había un manto de terror. —Joder… no puede ser verdad. Otra vez no —gimió Keira. Se agazapó contra la esquina de la atalaya y su respiración comenzó a entrecortarse. Matt se acercó a ella, la agarró por los hombros y la miró a los ojos. —Todo saldrá bien, Keira. Somos elementalistas. Parecía un mensaje estúpido. Incluso una broma de mal gusto. Pero consiguió que su voz adquiriese todo el valor y seguridad que había enterrado en el fondo de su ser. Y Keira asintió. —Vamos a la Academia —propuso Matt. —A… ¿la costa? Matt asintió. —Los demás estarán allí. No puedo dejarlos. Descendieron de la atalaya. El caos seguía sembrado por la ciudad, pero al menos la cantidad de personas que abarrotaban las calles era menor. Pudieron llegar en un par de minutos a la Academia de Elementalismo. Las puertas estaban abiertas. —¡¿Hay alguien!? —gritó Matt. Se escucharon unos pasos bajando por las escaleras. Era Natsumi. En cuanto los vio, hizo un gesto y dio media vuelta. A los pocos segundos regresó corriendo, con los brazos cargados de material. —Tomad, dos capas de elementalista. Ajustadlas bien. Si os veis en peligro, cubríos lo mejor que podáis. Quizá os salven. —¿Dónde están los demás? ¿Ha entrado alguna tarántula en la ciudad? —gimió Matt. Natsumi negó con la cabeza. Cogió la capa y comenzó a colocársela a Keira. —Ninguna tarántula ha atravesado la tercera muralla. Todavía quedan las tres intactas. Tom obligó a Ylia y a tus amigos a irse a casa. Sin embargo, ellos se negaron y estarán en la primera muralla, defendiendo la ciudad. A Ylia tuvimos que engañarla. Tom acaba de salir justo ahora con ella, en dirección a vuestro piso —aclaró, ante la mirada aterrorizada de Matt—. No es su labor. Matt asintió un poco más tranquilo y comenzó a ponerse la capa. Su tacto era suave, pero a la vez consistente. Como una tela con una superficie lisa, pero un interior rugoso. —Keira y tú estaréis también en la primera muralla. Ya sabes lo que tienes que hacer —le dijo a Keira—. Conecta con el viento y confía en tus capacidades. En caso de que lleguen, mantén las distancias, ¿de acuerdo? Keira la miró y asintió. Luego, sacó una pulsera de su bolsillo y se la puso en la muñeca. Tenía una pequeña eolita de un color grisáceo. También cogió una especie de pluma y comenzó a dibujar unos extraños símbolos en su antebrazo. —Matt, lo mismo para ti —Le tendió la katana que habían forjado para él días atrás y que todavía estaba en la Academia—. Solo llevas unas semanas entrenando el elementalismo. No hagas estupideces. Resultaba extraño y perturbador sentir cómo una amiga con la que estaban tomando algo minutos atrás ahora les explicaba cómo defender la ciudad en la primera y más importante misión de sus vidas. —Yo iré a la segunda muralla, a reunirme con Tom y Alma. Busca a tus amigos y sigue las órdenes del jefe de escuadrón correspondiente. —Pero… —murmuró Matt. —¡NO HAY PEROS! —bramó. Su intensa mirada le arrancó las protestas de la garganta. Asentó la katana en su cintura y la eolita en su cuello. Sintió un cosquilleo al colgársela. Aquella sensación. Aquella vibración. Esperó a que Natsumi terminase de prepararse. Se había puesto la capa por encima de su ropa y portaba tres espadas: dos en la espalda y una en la cintura. Además, una eolita brillaba en su cuello. Roja, como un rubí. En ese momento, ella cerró los ojos y murmuró algo inaudible. Matt pudo sentir una pequeña perturbación en las energías del ambiente. Y entonces vio cómo las espadas comenzaban a elevarse por sí mismas, siguiendo el movimiento de sus manos. Un movimiento fluido y delicado. —No entraréis en esta ciudad —murmuró, con sus espadas levitando lentamente a su alrededor—. No mientras quede acero y una Ngüyen viva. 20- El amor del dolor Los tres salieron de la Academia y vieron cómo comenzaban a llegar escuadrones de brigadistas. Los civiles habían desaparecido y se refugiaban en sus casas. Siguieron a uno de los escuadrones hacia el apeadero de barcas y cogieron la primera que estuvo libre. Matt echó un vistazo a Keira, preocupado. Seguía retocando aquel extraño dibujo en su antebrazo. Ella se percató de que la estaba mirando. —Soy una elementalista a distancia y este es un mecanismo que me ayuda a concentrar la energía. Y no, ya no tengo miedo. Si logran pasar la primera muralla, que es a donde vamos, la ciudad estará perdida. No lo podemos permitir. Aquella afirmación caló hondo en la mente de Matt. Meses atrás se había visto obligado a jugar con la vida de personas para sobrevivir. Ahora estaba en juego que muchas personas sobrevivieran. Y en sus manos estaba ayudar a defender aquella ciudad. Resultaba un tanto sobrecogedor ver cómo decenas de barcazas repletas de brigadistas atravesaban las aguas hacia la primera muralla. Pero más sobrecogedor era el silencio que reinaba en aquel lugar. Las campanas habían cesado. Solo el surcar de las quillas contra el mar provocaba un leve susurro. El silencio del miedo era palpable. Y los ojos de los más jóvenes… eran un dilema. Matt agarró su colgante y sintió la energía, esperando que le transmitiese el valor necesario para afrontar aquella situación. También le ayudó recordar que ya se había enfrentado a una tarántula marina. Las había visto de cerca. Y las había visto morir. Llegaron a la primera muralla al cabo de unos minutos y desembarcaron en el apeadero. Las escaleras se le hicieron eternas. Y una vez llegaron a la cima… volvieron a ver aquella imagen. El mar seguía teñido de un negro infernal. Miles de tarántulas se abalanzaban en dirección a la tercera muralla. No era posible ver si habían llegado a la base por una cuestión de perspectiva, pero era bastante probable que así fuese. —Os quedaréis con este escuadrón —ordenó Natsumi—. Les he explicado que sois estudiantes y que estaréis en la reserva. No hagáis nada estúpido. Yo iré a la segunda muralla. Ninguno de los dos quería que Natsumi se marchase, pero asintieron. El oficial del escuadrón hizo un gesto con la mano y luego se acercó a ellos. —Saludos, brigadistas. Podéis ayudar a organizar los materiales para los refuerzos que están llegando a esta zona. Y no os preocupéis —añadió, con tono paternal—, por muchas que sean no pueden atravesar las murallas. Las remodelaciones tras la última invasión han mejorado la efectividad contra sus ataques. Tan solo será una masificación de ellas, provocada por un cambio de las corrientes marinas. Optaron por no contradecir su optimismo y comenzaron a organizar alabardas, escudos y capas en unas mesas cercanas. —Tengo que encontrar a Ian y Aylara —murmuró Matt—. Daré una vuelta por la muralla, a ver si los veo. Espérame aquí. Pero no hizo falta. Keira alzó una mano, llamando a alguien. Ambos aparecieron al fondo, caminando hacia ellos. —Increíbles noches las de los jueves, Matt… — refunfuñó Ian con la boca fruncida. Matt iba a responder algo, pero las campanas tocaron de nuevo. El movimiento se hizo frenético en la muralla y muchos brigadistas se asomaron al borde exterior para ver qué ocurría. Susurros, cuchicheos y caras pálidas comenzaron a abundar entre la gente que miraba al horizonte. —Algo está pasando… —murmuró Keira. El propio líder del escuadrón había dejado sus tareas y estaba petrificado en la barandilla exterior. Los cuatro caminaron hacia ella y buscaron un hueco por donde mirar. Y lo vieron. Más allá de la masificación de tarántulas, una enorme sombra se movía bajo el mar. Algo de un tamaño descomunal nadaba bajo sus aguas, creando una ondulación en la superficie. Quizá midiese treinta metros. O más. No podían deducirlo desde aquella distancia. —¿Qué diantres es eso? —murmuró Aylara, casi sin voz. Nadie quiso responder. Nadie excepto Keira. —Un leviatán. De las profundidades del mar surgió, junto con un chillido que ahogó el sonido de todas las campanas, una bestia gigante de cinco cabezas. Todos se quedaron mirándola durante unos segundos, pensando si aquello que estaban viviendo era real. Pero no tuvieron mucho tiempo para admirar aquella monstruosidad. La ola que había creado su repentina aparición avanzaba hacia la tercera muralla. —Oh, no… No, no… —murmuró el oficial. La tercera muralla era la más baja y la de menor anchura. Aquella ola gigante arrasaría todo a su paso. Tras unos segundos de tensión, todos vieron horrorizados cómo los campanarios eran los primeros en ser engullidos por las aguas. Los brigadistas en ellos no dejaron de tocar hasta el último momento. Muchos de los presentes ahogaron gritos de pánico y dolor al ver cómo la tercera muralla desaparecía entre las aguas. No solo porque decenas de personas, compañeros y quizá amigos hubiesen muerto allí. Además del agua, las miles de tarántulas que se acumulaban al otro lado de la muralla estaban rebasándola. —Dime que Tom y Alma no estaban allí —gimió Matt, aterrorizado. —Según Natsumi todos están en la segunda muralla — le recordó Keira—. Pero a este paso… No quiso acabar la frase. Las alrededor de cien personas que había en aquella primera muralla observaron atónitas cómo los restos de la ola seguían avanzado hacia la segunda. La distancia entre ambas no parecía ser suficiente para detener el recorrido de aquel tsunami. —Joder, va alcanzar a la segunda muralla —gritó desesperado uno de los brigadistas al líder del escuadrón. Pero justo en aquel instante, algo estalló en el aire. Todos pudieron sentirlo, aunque algunos con mayor intensidad que otros. Algo había cambiado en el ambiente. El viento comenzaba a crecer en la segunda muralla. Un viento puro y enérgico. Matt no supo qué ocurría, hasta que miró a Keira. —Alma… —gimió ella. Un sonido chirriante llegó entonces a sus oídos. Todos se echaron las manos a las orejas durante un segundo. Cesó pronto. Luego, escucharon gritos. —Es la señal. La tercera muralla ha caído. ¡Todos a las armas! —gritó un oficial—. ¡Todos a las armas! Matt supo que aquel había sido Tom desde la segunda muralla. Él era uno de los encargados de la estrategia. Ahora entendía mejor el motivo. La comunicación resultaba algo clave en una batalla y Tom tenía una habilidad única. Matt, Keira, Aylara e Ian ya estaban armados, así que continuaron mirando impotentes hacia la segunda muralla. Quedaban escasos segundos para que la ola, todavía con bastante fuerza, la alcanzara. Solo se interponía en medio aquel vendaval elemental. Pese a estar a unos trescientos metros de distancia, el sonido provocado por los fuertes vientos que estaba manejando Alma llegaba hasta la primera muralla. Nunca había visto una demostración de energía elemental tan intensa en su vida. Ni siquiera la invocación de Hans en el río, tiempo atrás, le había impresionado tanto. Poco menos de cincuenta metros para el impacto. Keira respiraba con intensidad. Su mirada volvía a estar aterrada y totalmente absorta por lo que ocurría en el horizonte. Matt se acercó a ella y le agarró una mano. No pareció darse cuenta. Luego, alzó la mirada justo a tiempo para ver cómo las masas de agua y viento se encontraban. El choque fue brutal. El agua salió catapultada hacia el cielo en todas las direcciones posibles. Teñida de azul, negro y rojo. Teñida de tarántulas trituradas por la fuerza del choque. Fueron segundos de angustia. No se podía percibir si la ola seguía intacta o si los vientos habían sido lo suficientemente fuertes para detenerla. El agua cargada de restos todavía eclipsaba la visión. Al cabo de unos segundos, aquel monstruoso estruendo comenzó a amainar. Nadie hablaba en la primera muralla. Aquella bruma comenzó a disiparse y pudieron observar la segunda muralla: el agua la había alcanzado, pero con una intensidad mucho menor que a la primera. Sin embargo, cientos de tarántulas habían sido arrastradas. Y algunas todavía vivían. Comenzaron a escuchar los gritos y el sonido de la batalla en la segunda muralla. Entonces, tres sonidos, agudos y nítidos, llegaron a sus tímpanos. —¡Escuadrón de transporte, preparad la recepción de barcazas! —gritó uno de los brigadistas al mando—. ¡Se retiran de la segunda muralla! La gran mayoría de los allí presentes palideció al instante. La primera muralla nunca había sido alcanzada en sus cientos de años de historia. Nunca. Era una muralla preventiva, en la que la vida era tranquila. A ella se enviaba a los brigadistas de mayor edad, a los más jóvenes o a aquellos inexpertos. Aquel día, la mayoría de los allí presentes pertenecía a uno de esos colectivos. Y ahora… eran lo único que separaba a la ciudad de Thalassia de la muerte. Un gran número de barcazas comenzó a zarpar de la segunda muralla. —Pase lo que pase, no os perdáis de vista —dijo Keira. Matt la miró. Tenía su brazo izquierdo totalmente al aire, hasta el hombro. Pudo observar el dibujo con claridad a lo largo de su antebrazo. Eran varias líneas convergentes hacia el centro. Como un esquema que indicaba el punto exacto en el que concentrar algo. —¡Arcos y ballestas! —chilló el líder del escuadrón. Decenas de tarántulas comenzaban a descender por las escaleras de la segunda muralla. Algunas incluso se lanzaban desde su cima. Ian los miró y asintió. Luego, fue a colocarse unos metros a su derecha, con el resto de los especialistas en combate a distancia. Muchos ojearon extrañados su fusil. Él se limito a tomar la mejor posición posible. Ningún arma tenía un alcance que llegase de muralla a muralla. Ningún arma convencional, al menos. Una palpitación de energía rompió el ambiente al lado de Matt. —¿Eh? —murmuró, mirando a su alrededor. Keira estaba apoyada en la barandilla exterior de la muralla. Su mirada volvía a ser profunda y amenazante. Su expresión, fría. Y en su brazo se acumulaba energía eolítica mezclada con una brisa de viento que comenzaba a evolucionar. Matt podía sentirla con total nitidez. En el centro del dibujo que había pintado en su brazo se acumulaba aquel amalgama de fuerzas. Observó cómo canalizaba energías durante un minuto. Una vibración chirriante comenzó a sonar cuando la intensidad llegó a su culmen. Y luego, con un rugido, las liberó. Un sonido seco e intenso lo alcanzó. Como un estallido. Vio al viento salir disparado de su brazo, en dirección a la segunda muralla. Apenas podía seguir su recorrido. La velocidad era increíble. Aquel proyectil elemental recorrió los trescientos metros de distancia en un par de segundos. Las tarántulas que descendían por aquella zona de la muralla fueron desintegradas al instante. Matt y el resto de los presentes miraron a Keira, atónitos. Ni siquiera los jefes de escuadrón sabían qué estaba ocurriendo. —No pasarán —murmuró Keira. Su antebrazo emitía un extraño halo, pero su piel permanecía intacta. Sin embargo, una inmensa cantidad de tarántulas aparecieró en la cima de la segunda muralla. Matt tragó saliva y rezó por que sus amigos viniesen en las veinte barcazas que estaban atravesando el dique. Ya habían llegado a la mitad de las aguas, pero las primeras tarántulas comenzaban a recortarles distancia. Miró a Keira. Parecía querer moldear otro proyectil elemental, pero había comenzado a respirar de forma aparatosa. —No gastes todas tus energías ahora. Nos harán falta más adelante —dijo Aylara, a su lado. También se había dado cuenta de que Keira se estaba dejando llevar por sus emociones. De ser Matt quien hubiera hecho aquel comentario, Keira lo habría ignorado. Pero a ella la miró con una expresión a camino entre la sorpresa y el reproche. A los pocos segundos se apartó de la barandilla y cerró los ojos. Luego, se recostó en una de las paredes y se relajó durante un par de minutos. —¿Eres una arquera del viento? —preguntó Matt. Había escuchado hablar de ese tipo de elementalismo a Hans en más de una ocasión. —Algo así… Canalizo y moldeo las energías en un punto concreto —explicó, señalando su antebrazo—. Luego apunto y libero. Parece sencillo, pero no lo es. Matt asintió. Comprendía la dificultad del proceso. Un mínimo de dudas, pérdida de concentración o excesiva tensión, podían tirar abajo todo el proceso. —Están llegando a la muralla —dijo Aylara. Por un momento ambos se temieron lo peor. Keira se levantó como un resorte. Pero no eran las tarántulas. Eran las barcazas las que estaban llegando. A partir de aquel momento se formó un gran revuelo en la primera muralla. Los equipos médicos se dirigieron a los apeaderos. Las noticias de que las dos primeras murallas ya no eran seguras habían llegado a los cuarteles generales y muchos refuerzos estaban siendo enviados. Incluso se estaba creando una cuarta línea defensiva en el paseo marítimo. La visión del arenal por el cual había paseado tantas veces, totalmente atestado por brigadistas, le revolvió el estómago. Y más aún el hecho de ver que no quedaban demasiados minutos de luz. Luchar contra aquellas bestias en la oscuridad podría ser muy peligroso. Pero un chillido sacó a los presentes en la muralla de su ensimismamiento. Era cierto. Otro leviatán estaba en las costas de Thalassia. Olas gigantes, tarántulas, muertos y heridos. Defender la ciudad a toda costa. Esas eran sus preocupaciones en aquel momento. Pero allí había una bestia gigante de cinco cabezas, observando atentamente la ciudad. Inmóvil, pero amenazante. Su inacción estaba haciendo que la defensa no se centrase en ella. Pero si tan solo con su aparición había creado un oleaje capaz de atravesar las murallas defensivas de Thalassia, no quería ni pensar de lo que podría ser capaz. Quizá los oficiales decidieron ignorar aquella variable en la ecuación de defensa. Sabían que si el leviatán decidía avanzar, todo estaría perdido. Sin embargo, aquel rugido provocado por una de las cabezas de la bestia insufló tal posibilidad en la mente de todos. Y no solo a las personas de la muralla: las tarántulas marinas también parecían temer a aquel ser gigantesco. Muchas más aparecieron. La segunda y la tercera muralla debían de tener graves desperfectos para que el número de tarántulas que las atravesaban no parase de crecer. Matt respiró hondo y buscó esperanza en las barcazas que llegaban de la segunda muralla. Y la encontró. Vio salir la inconfundible figura de Tom Zarowa de una de las primeras en atracar. Sin embargo, su expresión lo destrozó. Aquel no parecía el rostro de Tom. No pudo aguantar más. Desobedeció las órdenes que le habían dado y salió corriendo hacia la parte baja de la muralla. Pudo escuchar cómo Aylara y Keira le gritaban, pero las ignoró. Tenía que ayudar a los demás. Llegó al embarcadero con la respiración agitada y una sensación de vértigo. Había bajado las escaleras demasiado rápido y a punto estuvo de tropezar en más de una ocasión. Corrió junto a Tom y le gritó. —¡Eh! ¿Estáis todos bien? Tom, sorprendido, miró hacia él. —¿Qué coño haces aquí? ¿Los demás están bien? —Sí, sí, estamos todos arriba. ¿Natsumi y Alma? —Natsumi está bien, viene en la siguiente barcaza. Matt respiró. Pero solo unos segundos. —Y… ¿Alma? Tom no respondió. Su mirada se perdió en el suelo. Justo entonces vio pasar un equipo médico a su lado. Llevaban a Alma. A Matt se le congeló la sangre. —Está viva, pero muy mal. Un elementalista nunca debe sobrepasar sus límites —lamentó Tom—. Y mucho menos si no los conoces. Se escucharon órdenes en la parte superior de la muralla y cientos de proyectiles partieron en dirección a las aguas. Las tarántulas comenzaban a espolear a las últimas barcazas. —¿Qué vamos a hacer, ya no con las tarántulas? ¿Qué vamos a hacer con aquel leviatán? —gimió Matt, nervioso. —Sigue a ese equipo médico —respondió, ignorando sus preguntas—. Tenemos que llevar a Alma y a los demás heridos a la parte superior. Justo cuando comenzaban a subir, los alcanzó Natusmi. Estaba pálida y tenía su capa manchada de un fluido negro y viscoso. Sus tres espadas danzaban lentamente alrededor de su cuerpo, custodiándolo. —¿Cómo está Alma? —preguntó al llegar. —No lo sé. Su pulso es estable, por ahora —respondió Tom, mientras comenzaban a subir escalones—. ¿Cuántos brigadistas hemos perdido? Natsumi se paró un instante y cerró los ojos. Las espadas regresaron a sus vainas. Parecía agotada. Matt se acercó a ella y le echó una mano por debajo de los hombros, intentando sostenerla. —Demasiados —dijo con un hilo de voz—. ¿Has llamado a mi hermana? —Lo he hecho. Si lo ha escuchado, estará viniendo. Natsumi asintió y continuó subiendo los escalones con la ayuda de Matt. Durante toda la subida escucharon cómo los brigadistas de combate a distancia se empleaban a fondo en diezmar el número de tarántulas. Matt podía oír el fusil de Ian y los proyectiles elementales de Keira. Aquello le dio fuerzas. No podía rendirse ante el desánimo. No miraron atrás mientras subían. En cierto modo, gracias a que el leviatán parecía haber regresado a su estado de inacción y se mantenía en silencio. Y cuando llegaron arriba, lo primero que vieron fue una larga melena violeta. —¡Harumi! —gritó Natsumi. Esta vino corriendo hacia ellos. —Hermana, ¿qué has hecho? —preguntó, con un tono de voz demasiado relajado. A diferencia de cualquier otra persona en aquella muralla, Harumi mantenía un amago de sonrisa en su boca y su mirada no mostraba el más mínimo ápice de miedo. Matt la observó. Su figura seguía teniendo aquella aura. —Meterme en líos sin ti, por desgracia. Siempre fuiste mejor en el cuerpo a cuerpo. Harumi se acercó a ambos y quitó con suavidad el brazo de Matt, tomando el relevo. Este se apartó sin decir nada. —¿Cuánto tiempo necesitarías para recuperarte y cubrirme los puntos ciegos? Nastumi resopló. —Dame un minuto. He canalizado demasiada energía. —Vuestro amor fraternal me parece maravilloso, pero tenemos un problema —sugirió Tom, señalando el horizonte. El nudo regresó a la garganta de Matt. El leviatán comenzaba a moverse, con lentitud, en dirección a Thalassia. —No puedo luchar cuerpo a cuerpo contra eso —se excusó Harumi—. Déjame las tarántulas a mí. ¿No puedes freírle los tímpanos con una de tus chorradas? —He intentado ahuyentarlo y no le afecta en absoluto. Ni siquiera sé si esa bestia tiene tímpanos. Harumi suspiró y acarició el pelo de su hermana. —En fin. Primero matamos a las pequeñas y luego nos encargamos del grandullón, ¿vale? Natsumi sonrió. Ya lograba mantenerse en pie por sí misma. —Solo tengo fuerzas para un ataque —murmuró—. No lo estropees. Tom se apartó un instante y sacó un pequeño diapasón de su bolsillo. Lo hizo sonar y movió sus manos en un gesto envolvente. Matt pudo sentir una interacción de energías, pero no logró entenderlas. A los pocos segundos escucharon unas comandas a lo lejos y los proyectiles dejaron al frente de aquel lugar. —Tenéis esta zona libre durante cinco minutos — murmuró Tom—. Haced lo que podáis. —Gracias, querido —respondió Harumi. Acto seguido se acercó al borde de la primera muralla, por la zona donde no existían escaleras, y se lanzó al vacío. Matt entró en pánico y salió corriendo a mirar. Pudo ver cómo caía, de cabeza hacia las aguas. —Tranquilo, ella siempre es así —respondió Tom. A medida que Harumi se aproximaba hacia el suelo parecía que su ritmo de bajada se ralentizaba, hasta que llegó un momento en el que dejó de caer. Aquella mujer estaba literalmente flotando en el borde del agua. No era una invención de Tom. Era pura magia. Un tipo de elementalismo único. En el mismo instante que Harumi rozó las aguas, Natsumi liberó sus espadas y las lanzó al vacío. —Espero que no vaya demasiado lejos… — murmuró—. No tengo las fuerzas suficientes para un combate a larga distancia. Sus espadas cayeron en dirección a su hermana, guiadas por unas manos invisibles. Al llegar a ella, detuvieron su avance con suavidad y comenzaron a levitar a su alrededor. Como una especie de guardias que velaban por su seguridad. —Vamos allá. Un estallido se escuchó en la zona donde antes estaba Harumi. Matt pudo ver cómo su cuerpo se deslizaba volando sobre el agua, dejando una estela a su paso. Se dirigía directamente contra un gran grupo de tarántulas. Natsumi realizó un movimiento con sus manos y las espadas comenzaron a rotar alrededor del cuerpo de su hermana. —¡Se está tirando contra ellas! —chilló Matt, viendo lo que iba a ocurrir. Pudieron ver a Harumi llegar al lugar donde decenas de tarántulas marinas se acumulaban. En ese preciso instante algo chocó contra el agua, disparando miles de litros hacia la atmosfera. Un sonido agudo y cortante llegó a donde ellos se encontraban. —La hermana del viento y la hermana del acero… — murmuró Tom. A los pocos segundos se aclaró la visión. Donde antes había decenas de tarántulas, ahora solo podía verse un agua ponzoñosa teñida de negro. Y una mujer de cabellos violetas levitando en su superficie. —Increíble —susurró Matt. —No puedo más, Tom. Avísala —gimió Natsumi, exhausta. Tom volvió a hacer el mismo procedimiento con el diapasón y dirigió sus manos hacia la zona donde estaba Harumi. El sonido pareció viajar hacia ella. Esta dio media vuelta y salió despedida hacia la muralla. Matt observó la estela que dejaba mientras volaba por encima de la superficie del mar. Era increíble. Habían conseguido eliminar unas cincuenta tarántulas con tan solo un ataque. Pero como aquel día parecía querer destrozar todo amago de buenas noticias, el rugido más horroroso que había escuchado nunca, multiplicado por cinco, llegó a sus oídos. Las cinco cabezas del leviatán centraban ahora su mirada en la muralla. Y la bestia comenzó a avanzar con mayor rapidez. —Oh, no… —dijo Tom. Salió corriendo antes de que Matt pudiese preguntarle nada. —Matt… —murmuró Natsumi, mientras se tambaleaba. Estaba terriblemente pálida y tenía la mirada perdida. —Estoy aquí, estoy aquí. Matt la ayudó a recostarse y la agarró. Estaba muy fría. Se acercó a su lado y comenzó a frotarle sus congeladas manos. Pareció agradecerlo, ya que dejó de tiritar a los pocos segundos. Entonces regresó Harumi, con las espadas de su hermana en las manos. Tenía las ropas empapadas con agua y restos de tarántula. —¿Qué ha pasado? —Creo que ha canalizado demasiada energía en su afán por hacer vuestro ataque lo más fuerte posible —explicó Matt. Harumi se sentó al lado de su hermana y la rodeó con los brazos. —Todo está bien, pequeña —murmuró con dulzura. Ella mantenía los ojos cerrados y respiraba con dificultad. Matt miró de nuevo hacia el horizonte y luego a Harumi, con urgencia. Ella pareció entenderlo. —No tengo nada que hacer contra eso, Matt Meriens. Y mucho menos sin mi hermana. Si esa bestia llega aquí, será el fin. Matt tragó saliva y pensó. No quería pasar los últimos minutos de la historia de Thalassia sin intentar nada. —Bueno, creo que Natsumi estará bien contigo. Voy a buscar a Tom y a los demás para ver qué se puede hacer. Harumi asintió sin demasiado interés, mientras jugueteaba con el pelo de su hermana. Por algún motivo, su sonrisa permanecía intacta. Matt salió corriendo. Había dejado solas a Aylara y Keira durante casi media hora. Por fortuna, todavía seguían en la misma posición. —¡No vuelvas a hacer eso! —bramó Aylara, encolerizada. —Lo siento. Alma y Natsumi han tenido problemas con las canalizaciones de energía y no están muy bien. Pero no corren peligro —mintió Matt. Realmente no lo sabía, pero no quería saturar sus mentes con más pensamientos negativos. —¿Hay alguna orden sobre qué hacer con eso? — preguntó Matt, mientras señalaba al leviatán. —Las únicas creaciones humanas que podrían rozar al leviatán son las armas de asedio de las brigadas estatales —explicó Aylara—. Pero estas tienen un alcance limitado. Al parecer tan solo contamos con cuatro catapultas y dos balistas. —Dudo que vayan a conseguir nada —murmuró Keira, taciturna. Matt echó un vistazo al lugar donde se encontraban las armas de asedio. En efecto. Aquello no conseguiría ni rozar al leviatán. Sus esperanzas disminuyeron notablemente en aquel instante. La misma sensación parecía haberse apoderado de los demás. Los centenares de personas que se acumulaban en la muralla miraban impotentes el avance de la bestia. Todas las barcazas habían descargado a sus pasajeros, así que ya no luchaban contra a las tarántulas marinas. Estas habían invadido el apeadero y se acumulaban contra las paredes de la primera muralla, atrapadas. Y todavía venían más huyendo del avance del leviatán. En aquel momento llegó a la tercera muralla. Pese a ser la más pequeña de todas ellas, tendría por lo menos veinte metros de altura. Y el leviatán destrozó sus muros como si fueran de mantequilla. Susurros de pavor comenzaron a propagarse por toda la primera muralla. Fue entonces cuando un líder de escuadrón gritó a su lado: —¡Escuadrón número cinco, retirada total! No moriré intentando detener algo fuera de nuestro alcance. Sus brigadistas titubearon. Algunos querían huir, y otros querían luchar. Pero ninguno se movió. —¿Estáis locos? ¡Corran por sus vidas, huyan! —chilló a pleno pulmón. Un caos se creó en aquel sector de la muralla. Muchos brigadistas, sobre todo los más jóvenes, comenzaron a sopesar sus palabras. El líder del escuadrón número cinco parecía estar sufriendo un ataque de pánico. Hasta que en un determinado momento, se llevó las manos a los oídos, puso los ojos en blanco y calló redondo al suelo. Matt reconoció al instante el origen de aquello. —Todos a sus puestos —ordenó Tom Zarowa—. Si fracasamos nosotros, toda la ciudad desaparecerá. En ese mismo instante portaba la espada de doble filo que le había enseñado a Matt en su piso. La desenvainó y dio un golpe contra la esquina de la muralla. Aquel sonido nítido y potente penetró en el entorno. Mientras tanto, su mano izquierda parecía estar recogiendo el sonido. Y realmente lo hacía. No se alejaba ni se transmitía por el aire. Seguía acumulándose en su espada a merced de la voluntad de Tom. La vibración y el sonido se hicieron cada vez más y más intensos, hasta que liberó la técnica con un movimiento de su filo. Matt pudo escuchar a la energía sonora salir disparada. A los tres o cuatro segundos, el leviatán recibió el golpe. Una de sus cabezas chilló dolorida y se contorsionó, visiblemente molesta. La mirada de los brigadistas se iluminó al instante. Un halo de esperanza había llegado. Todavía tenían a los elementalistas. Cogieron sus armas y regresaron a sus posiciones. Thalassia no caería tan fácilmente. Pero el leviatán se repuso y continuó su avance. Todavía faltaban bastantes metros hasta que el rango de la armas de asedio fuese suficiente. Solo Tom y quizá Keira podrían alcanzarlo a tanta distancia. Cuando la bestia pasase la segunda muralla, se decidiría todo. Matt miró su katana, impotente. No era más que un aprendiz de elementalista y su alcance era de escasos metros. No podía hacer nada en aquel momento. Un nuevo chillido lo sacó de su ensimismamiento. El ataque de Tom parecía haberlo alterado y estaba acelerando el paso. A cada segundo que se acercaba, parecía más grande. Más monstruoso. Y cuanto mayor era la definición del leviatán en sus miradas, mayor era el temor en el corazón de los brigadistas. —¡Carguen catapultas y balistas! —se escuchó en las cercanías. Las seis armas de asedio con las que contaba la primera muralla comenzaron a tomar posiciones. Ellas, Tom, Keira, Ian y los brigadistas de combate a distancia eran los únicos que podían defenderlos del leviatán. Todo estaría en sus manos. O al menos eso era lo que creían. Del mirador situado en los acantilados de Thalassia surgió una inmensa cantidad de energía. Los elementalistas lo sintieron al instante. Y los brigadistas pudieron verlo con sus propios ojos. Eran llamas. Llamas azules. El fuego viajó con rapidez a través del cielo casi nocturno, iluminando las aguas a medida que se acercaba al leviatán. Un intenso fogonazo alcanzó una de las cabezas de la bestia y las llamas se esparcieron por su cuello. La cabeza chillaba y se retorcía, intentando apagarlas. Con un rápido movimiento sumergió el cuello en las aguas de la segunda muralla. Pero no fue suficiente. La cabeza del leviatán volvió a emerger con aquellas llamas azules. Era un fuego que nunca se apagaba. Un fuego eterno. —No puede ser... —murmuró Tom. En ese mismo instante, el leviatán pareció tomar una decisión. Las cuatro cabezas restantes comenzaron a devorar el cuello de aquella que ardía. En poco más de unos segundos, el leviatán de cinco cabezas pasó a tener cuatro. Y entonces, otro fogonazo. Fue igual de rápido y potente que el anterior, pero esta vez el leviatán resultó ser más ágil. Esquivó el ataque con un quiebro de sus cuellos. Otro resplandor más iluminó el mirador. En el mirador de Thalassia, el punto terrestre más al norte del continente, había una figura humana. Una persona capaz de dominar las llamas. Un elementalista del fuego. El leviatán, acorralado por los ataques, decidió no enfrentarse a su nuevo enemigo. Con un descomunal movimiento zambulló su cuerpo en las aguas y desapareció. Se retiraba. No hubo tiempo a celebrarlo. No se escuchó ni un solo grito de júbilo o victoria. Una ola, mucho mayor que la primera, comenzaba a formarse en el horizonte. —¡Retirada! ¡Retirada! ¡Rompan filas! Matt se quedó paralizado. En aquel momento había alrededor de doscientas personas en aquella muralla y las salidas para descender de ella eran bastante angostas. Quizá saltar desde arriba fuese una opción, pero no para el centenar de heridos provenientes de la segunda muralla. Y de todas formas, todos serían engullidos por las aguas. No había tiempo de huir. No había tiempo de salvarlos a todos. Miró al frente. Aquel tsunami llegaría en poco más de treinta segundos. Alguien le apoyó una mano en el hombro. Era Tom. —Al menos una parte de la ciudad quedará a salvo… Su sonrisa, la de siempre, surgió en su expresión. Matt entendió que significaba aquello. —Ha sido un placer conocerte, Tom Zarowa. Las últimas semanas han sido las mejor… Matt se paró en seco. Dos intensas energías eolíticas habían aparecido a sus espaldas. Miró a Tom y este le devolvió la mirada. Ambos estaban sintiendo lo mismo. Se dieron la vuelta y vieron a un chico de unos dieciocho años. Un llamativo pelo grisáceo irradiaba claridad en su cabeza, mientras unos ojos azules atisbaban su objetivo. Y a su lado, de pelo negro, ojos castaños y sonrisa tranquilizadora, estaba Hans Laurie. —Estamos de vuelta —anunció Hans. Ambos avanzaron hacia el borde de la muralla. Los allí presentes se apartaron de inmediato. Aquellos dos elementalistas imponían tan solo con su presencia. El chico alzó una espada que portaba consigo. Matt pudo sentir la energía irradiando de ella. Estaba claro que tenía uno de los aceros eolíticos más poderosos que había sentido nunca. Hans hizo algo similar. Alzó su mano derecha en dirección a la ola y comenzó a canalizar energía. Llevaba puesto el anillo de Alma. El anillo de su hermano. Otra de las eolitas más poderosas que existían. La energía conjunta que comenzó a emitir aquel dúo dejó sin aliento a Matt. No podía percibirla con gran definición, pero sentía una intensa presión vibrátil en el ambiente que lo estaba ahogando. Y todo el mundo, elementalista o no, logró sentirlo. A los pocos segundos, el oleaje comenzó a descender. Cada metro que recorría la ola se volvía más y más pequeña. Pequeños murmullos de esperanza se fueron convirtiendo en jaleos cuando los brigadistas comprendieron que el oleaje había sido reducido lo suficiente. Ambos elementalistas liberaron sus conexiones y retrocedieron unos pasos. La ola restante se preparaba para impactar… El golpe fue duro e hizo retumbar los gigantescos muros de piedra. Incluso llegaron algunas gotas que les mojaron los rostros a los allí presentes. Pero la muralla resistió. Y el alivio dio paso al júbilo. Decenas de brigadistas y jefes de escuadrón se acercaron a Hans y a Soren para felicitarles. —¿Quién es? —preguntó Matt, anonadado. —Es Soren. El llamado “genio elemental”—respondió Tom. Soren recibía los saludos y apretones de manos sin ni siquiera inmutar su expresión. Parecía serio y distante. —No sé si esto es lo mío, la verdad… —dijo una voz a sus espaldas. Era Ian. Aylara salió corriendo y le dio un abrazo. Fue la primera reacción cariñosa que Matt había visto en ella desde que la conocía. Pero no le sorprendió. La descompresión emocional que acababan de sentir estaba afectándole incluso a él. Se acercó a ambos y también los abrazó. —Creo que para mí tampoco. Deberíamos tomarnos unas vacaciones. Los tres sonrieron unos instantes. Fue una sonrisa nerviosa. Pero una sonrisa de alivio y esperanza. Thalassia seguía viva, y ellos también. Tras unos instantes de silencio y reposo, Matt se acercó a Keira. —¿Cómo estás? —Estoy. —Que no es poco… —murmuró Matt. Ella asintió con la mirada y arrastró su espalda por la pared, hasta tocar el suelo. Luego, hundió la cabeza entre sus rodillas y respiró con lentitud. Matt se sentó a su lado. Evitó pasarle un brazo por encima o cualquier tipo de actitud protectora que pudiera consolarla. Sabía que no le agradaría. Sin embargo, sí se sentó lo suficientemente cerca de ella, rozándola. No tenía que estar haciendo nada. Solo tenía que estar. Cuando ella así lo quiso, levantó su cabeza y todavía con los ojos cerrados, la apoyó en su hombro. Permanecieron sentados durante unos minutos, sin hacer nada más que respirar. Respirando un aire que ya no estaba impregnado de miedo y horror. Y por raro que parezca, nadie los molestó. Cuando Keira se sintió con la paz mental necesaria para levantarse, lo hizo. Luego, juntos, caminaron hasta donde se encontraban los demás. —¿Cómo están Alma y Natsumi? —Natsu está perfectamente. Harumi se la llevó en cuanto vio lo que se venía encima —explicó Tom—. Alma está mucho peor, pero creemos que se encuentra fuera de peligro. Hans llegó a tiempo. Él sabe cómo actuar ante casos de mala canalización de energías. Fue a verla en cuanto llegó y ahora ha regresado para curarla. —Aunque no confíe en sus habilidades, seguimos todos vivos gracias a ella —murmuró Matt—. Dentro de nuestra mala suerte, hubo un poco de fortuna. Ninguno pudo rebatir aquella afirmación. De no ser por Alma, no habrían aguantado ni un solo asalto contra el leviatán. A los pocos minutos llegó una cara conocida. Era la comandante Munihan, aquella que había expulsado a los aspirantes a brigadistas en los exámenes de acceso. Y reconoció a los tres compañeros de la brigada de Combate. —Es un orgullo tener a principiantes como vosotros — dijo nada más llegar a su lado. Los tres agradecieron el cumplido con una leve reverencia de sus cabezas. —Hemos tomado el control de la situación y todos los efectivos de las brigadas están llegando a la muralla. Podéis iros cuando queráis, queridos estudiantes — añadió, mirando también al resto de jóvenes del grupo—. Ya habéis hecho bastante. —Me aseguraré de que vayan a descansar a sus casas — añadió Tom. La comandante asintió y se perdió entre la multitud. —Técnicamente, tú todavía eres un estudiante. No te vengas tan arriba —intentó bromear Matt. Tom sonrió y lo miró con los ojos entrecerrados. —Cuando te conviertes en un instructor en prácticas sigues siendo un estudiante, pero tienes más responsabilidades de las que tú podrás alcanzar jamás. Matt intentó soltarle un golpe amistoso, pero terminó dándole un abrazo. —Vuelve a casa. Le quité las llaves a Ylia —murmuró Tom, mientras se las entregaba—. Tiene que estar de los nervios y queriéndome matar. Pero no podía permitir que estuviese aquí. No era su lugar. Matt cogió las llaves y las guardó con la suyas. Solo pensar en la angustia que debía estar sintiendo Ylia en aquel momento le agobió, así que decidió marcharse lo antes posible. —¿Queréis venir hasta mi piso? —preguntó Matt en voz alta. —Tengo que volver a casa. Mis padres se habrán enterado de las noticias y estarán nerviosos —explicó Ian. —Mi prima también estará preocupada… —murmuró Aylara. Matt asintió y miró a Keira. —Hmmm… te acompañaré por el camino — respondió ella. Descendieron todos juntos por las escaleras de la primera muralla y cogieron una barcaza que estaba a punto de salir. Ya había oscurecido bastante, pero el dispositivo de defensa que se había creado en el arenal iluminaba toda la costa. Bajaron de la barcaza y se despidieron. Ian y Aylara tenían que coger la calle Ulla, mientras que Keira y Matt la Ayzhar. Vio cómo ambos se iban y luego miró a Keira. Su aspecto volvía a ser el de siempre, aunque estaba más despeinada de lo normal. Matt la miró de frente. Estaba cansado de dudar y de tener miedo. Respiró y dijo exactamente las palabras que quería decir. —¿Quieres dormir conmigo esta noche? Aquello pareció cogerla por sorpresa. Keira evitó mirarlo mientras sopesaba su propuesta. —Eh… No lo sé… —Pues tienes esta calle para pensarlo —respondió Matt. No lo dijo con rudeza. Era una simple afirmación. Una frase inocua. Ella asintió y comenzó a caminar. Con su mano derecha y la ayuda de un pequeño pañuelo, comenzó a borrar el dibujo de su antebrazo. —¿Te molesta? —Es tinta eolítica y al cabo de un rato me agobia. Quiero que desaparezca esta sensación. Matt la entendió. Él todavía llevaba puesta su eolita en el cuello. Aquel extraño peso que sentía en sus hombros estaba siendo provocado por el contacto continuado con ella. Sacó la cadena y la guardó en el bolsillo. Aquella sensación disminuyó de inmediato. Llegaron a la calle de su piso al cabo de dos minutos. —Hmmm… creo que prefiero dormir en mi casa, aunque agradezco la propuesta. Pero lo que necesito es dejar de existir durante unas horas. Y olvidar el día de hoy. Matt buscó una forma de rebatir aquella postura, pero se mordió primero la lengua y luego la mente. Tenía que respetar su voluntad. Ella se acercó y se apoyó contra su pecho. Matt correspondió el gesto y la rodeó con sus brazos. Había sido un día muy largo. —Hasta mañana, Matt Meriens —susurró con una media sonrisa. —Que descanses, Keira. Matt la vio marcharse y luego subió las escaleras de su piso. Estaba un tanto dolido, pero tenía que aceptar su decisión. Además, recordó todos los avances que había conseguido con ella. Las interacciones cercanas con Keira resultaban bastante impredecibles, pero el contexto extremo de aquel día los había unido de una forma extraordinaria. En cuanto abrió la puerta, Ylia se abalanzó sobre él. —Oh, Matt. Dime que todos están bien, por favor — gimió, con los ojos inundados en lágrimas. —Todos estamos bien, cielo. Tom siente mucho haberte encerrado aquí, pero… era necesario. No podíamos ponerte en peligro. Ylia cerró los ojos y apoyó la cabeza en su hombro. Luego, continuó llorando, en completo silencio. —Nunca más me hagáis esto —suplicó—. Prefiero morir con mis amigos que vivir en soledad. Matt la abrazó y la acompañó hasta el salón. Se sentaron y agarró sus manos, las cuales no dejaban de temblar. Sintió que tenía las suyas igual de frías, así que acercó unas mantas para que algo aportase un poco de calidez. —Ya ha pasado todo, Ylia. Te lo prometo. Todos estamos bien. Ella asintió, todavía con su mirada empañada por las lágrimas. Matt dejó unos instantes de silencio para que sus emociones se estabilizaran. Fue ella misma quien decidió continuar. —Cuéntame qué ha pasado… Matt hizo un repaso fugaz a las últimas horas de su vida y un pinchazo de dolor apareció en el fondo de su corazón. Cientos de imágenes de miedo, dolor y terror acudieron a su retina. En aquel instante se dio cuenta de lo mucho que lo atormentarían las próximas noches. Se repuso de aquellos pensamientos y comenzó a explicarle la invasión de las tarántulas, la aparición del leviatán, las diversas olas gigantes y las acciones de Alma, Hans y los demás. Y también le habló sobre la aparición de un elementalista del fuego. —¿Era Erik? —preguntó Ylia. —No pude verlo. Las llamaradas salían del mirador de los acantilados y se podía distinguir una figura humana, pero nada más. Comenzaba a oscurecer. Pero en la barca, de regreso, escuché algún comentario. Decían que aquella era su “magia”. Ylia tragó saliva y su mirada se perdió en la pared del salón. —Hans tiene que estar muy nervioso… Era cierto. Ni siquiera había tenido tiempo para hablar con él. Pensó en regresar a la muralla para buscarle, pero Ylia lo necesitaba mucho más en aquel preciso momento. —Estás congelado —murmuró ella. Se había acurrucado a su lado. Y en efecto, ella había entrado en calor mientras que él seguía congelado. Probablemente fuese por los fríos recuerdos que acudieron a su mente mientras relataba lo vivido en la muralla. —Voy a calentar un poco de agua —murmuró Matt—. De verdad que necesito una ducha… Quizá me ayude a deshacerme de esta sensación que me impregna por todo el cuerpo. Ylia asintió, en silencio. Regresó al salón tras dejar la olla sobre la cocina de leña. Tardaría unos quince minutos en estar lista. —¿Cómo vas? —Estoy mejor. Pero por Raoar, Matt. No sabes la impotencia y el miedo que he pasado. Pensé en saltar por una ventana, pero no tuve el coraje suficiente. Matt sacudió la cabeza y se arropó junto a ella entre las mantas. —Lo siento mucho. Y Tom más —añadió—. Pero allí habrías corrido mucho peligro. —Estoy estudiando medicina, ¿recuerdas? —respondió, molesta—. Puedo ser tan útil como vosotros. Matt resopló. Iba a ser duro que Ylia olvidara aquello. Y en el fondo, tenía razón. —Ningún civil podía estar allí. Muchas personas habrían querido ayudar, pero ese no es el problema. Es un tema organización. En ocasiones mayor cantidad no significa una mejoría. —Me da igual. Ni se os ocurra volver a hacer algo así, o dejaremos de ser amigos. No la miró a los ojos. El tono de su voz fue suficiente para amedrentarlo. —Lo siento. Aquella conversación finalizó con su disculpa, pese a que él no había tenido nada que ver. Permanecieron agazapados el uno junto al otro mientras el agua se calentaba. El tic-tac del reloj que había en el pasillo los meció durante unos minutos, hasta que el retumbar de la olla informó a Matt de que estaba hirviendo. —¿Te dejo algo de agua? —No. Me duché antes de salir. Era cierto. Todavía llevaba puesto el precioso vestido azul que había elegido para aquella noche. Incluso su pelo seguía impecable. Lo único que desentonaba era la sombra de ojos, emborronada por las lágrimas que habían bañado sus mejillas minutos y horas atrás. Volvió a taparla y la dejó acurrucada en el sofá, entre las mantas. Luego, llevó con lentitud la olla hasta el baño. Vertió su contenido en el recipiente de la ducha y se desvistió. Todavía tenía la capa de elementalista por encima de su ropa. La dobló y la apoyó con cuidado en un rincón del baño. Tuvo claro que no la devolvería. Aquella prenda y él habían comenzado una historia juntos. La capa había elegido a su elementalista. Agotó hasta la última gota de agua. Las yemas de sus dedos comenzaban a estar arrugadas, pero le dio igual. Se vistió lo más rápido posible y regresó al salón. Ylia estaba estirada en el sofá, aparentemente dormida. Matt se acercó y la arropó un poco. Pero ella se movió. —Hmm, ¿vas a quedarte ahí? —preguntó Matt. —No lo sé… no creo. —Bueno… yo voy a intentar dormir. Ha sido un día muy largo. Ella asintió y desvió la mirada. Matt no supo muy bien qué decir, así que apagó el quinqué del salón y se dirigió a su habitación. En cuanto entró en ella recordó que era, con diferencia, la más cálida del hogar. Estaba justo encima de la cocina del piso inferior, y el calor residual permanecía en las paredes y en el suelo, manteniendo una temperatura agradable. Ni siquiera se molestó en encender una lámpara. Se tiró encima de su cama, boca arriba, y cerró los ojos. No tenía sueño y las imágenes de aquel día comenzaron a aparecer, como había previsto. Con una muralla menos, la defensa de la ciudad iba a resultar muy compleja. Además, la aparición de un nuevo leviatán confirmaba algunas de las explicaciones religiosas y mitológicas más antiguas. Aquello iba a traer bastante jaleo. Y todavía se formaría más alboroto como alguien descubriese que un elementalista del fuego había ahuyentado al leviatán. Las elucubraciones de los diferentes reinos y estados podrían ser muy perjudiciales para Thalassia… Entre reflexiones estaba cuando escuchó unos golpecitos en su puerta. —¿Sí? —murmuró. —Soy yo. Ylia estaba al otro lado de la puerta. —Pasa, pasa. La poca claridad proporcionada por la luz de la luna iluminó tenuemente su figura. Se quedó de pie enfrente de la cama. —Eh… verás… —¿Qué ocurre? Ylia tardó unos segundos en responder. —No quiero dormir sola. Matt se quedó de piedra y tardó bastante en reaccionar. “Tenías que haberte quedado más tiempo con ella, estúpido”, pensó en su interior. Pero ella seguía allí, de pie, esperando una respuesta. —Hmmm, supongo que puedes dormir aquí. Mi cama es bastante grande. Matt se apartó a un lado y dejó un espacioso hueco para que Ylia se acostase. A los pocos segundos, percibió cómo ella se acercaba y se metía dentro. “Relájate, idiota, todavía está nerviosa. Solo quiere compañía”. Ylia se tapó con las mantas y se acurrucó junto a él. Sintió la suave piel de una de sus piernas rozando las suyas. Se había quitado el vestido. Aquello sí que no había entrado en sus planes. “Obviamente no va a dormir con el vestido puesto. Solo… duérmete”. Ella se acercó más y le rodeó la cintura con un brazo. Aquella mano en su abdomen no estaba ayudándole a conciliar el sueño. De hecho, un ligero cosquilleo recorrió su columna cuando sintió su respiración cerca de él. Notó su cuerpo junto al suyo, buscando refugio. —No… hoy no quiero estar sola… —murmuró. Matt sintió cómo los labios de Ylia le acariciaban una mejilla con un suave beso. Luego, descendió con lentitud, en dirección a su cuello. —Eh, Ylia… no creo que… Ella se incorporó y le selló la boca con un nuevo beso. Fue intenso, mucho más intenso de lo que podía haber previsto. Su mente se sintió paralizada, pero su instinto se ocupó de beber de aquellos labios. Matt no tenía ni idea de por qué no estaba cortando aquello. O quizá… quizá no quisiera detenerlo. Liberó sus manos y buscó su torso. Sintió la cálida piel de su cuerpo. Su abdomen, su cintura, sus brazos… Lo único que llevaba puesto era su ropa interior. Y aquello fue demasiado para su parte racional. La emoción cogió las riendas. Intentó incorporarse pero ella no se lo permitió. Agarró su camiseta y se la quitó con urgencia. Luego, lo empujó contra el colchón y apoyó sus caderas encima de su cintura. Aquella precisa postura le aportó a Ylia bastante información. Matt pudo escuchar el sonido de sus labios al dibujar una sonrisa. Ella inclinó su cabeza y lo besó de nuevo. En aquel momento Matt se había olvidado de todo. Solo existían sus dos cuerpos, buscándose el uno al otro. Ylia comenzó a despojarlo de las pocas prendas que restaban en su vestuario y Matt la correspondió. Para variar, tuvo cierta dificultad con el cierre del sostén. Fue ella quien lo terminó lanzando al fondo de la habitación, sin ganas de esperar ni un segundo más. Y entonces, los dos cuerpos se encontraron en su plenitud. —¿Estás segura de esto? —murmuró el poco raciocinio que quedaba recluido en un rincón de su consciencia. Los labios de Ylia estaban ocupados recorriendo su cuerpo. No respondió. Pero sus actos hablaron por ella. Y entonces, hasta en la noche más fatídica de la Thalassia reciente, hubo un lugar entre sus murallas en el que pervivieron besos, suspiros y caricias. 21- La mirada del elegido Hans llevaba todo el día evitando ser visto. Sus habilidades para mentir rozaban la ridiculez y no tenía intención de dar la más mínima pista sobre lo que iban a hacer. De enterarse alguien, la información correría de boca en boca. La verdad se transformaría en convencimiento y el convencimiento en opinión. Y bien es sabido por todos que la opinión es muy maleable. Puede moldearse cientos de veces, incluso hasta convertir las verdades en mentiras. Por eso no quería que nadie le hiciese preguntas. —¿Cómo crees que reaccionará el gobierno cuando descubra lo que vamos a intentar? —preguntó Soren. —Tardarán un tiempo en darse cuenta. Si es que lo hacen —añadió Hans—. Tienen demasiados problemas políticos ahora mismo. Algunos nos acusan de invocar leviatanes, otros de ocultar y cobijar a Erik, “El Genocida”, y otros muchos de herejes impíos. Hasta nuestros aliados de siempre nos están dando la espalda. Y sinceramente, estoy muy cansado de todo esto. No puedo quedarme más tiempo quieto. No después de todo lo que vi aquel día en la muralla. No después de ver a un elementalista del fuego ahuyentar a la Hidra de Cassio. Soren asintió. Ambos coincidían en el diagnóstico de la situación. Y sabían que solo había una forma de encontrar respuestas. Descendieron la cuesta oeste de Thalassia en dirección a las playas salvajes. Los estaban esperando en una pequeña cala. El acceso era muy sencillo para los humanos, pero prácticamente imposible para las tarántulas. Estaba atestada de algas gigantes que dificultaban el paso. Muchos hombres llevaban allí a sus pretendientas, intentando impresionarlas con un paraje libre y salvaje. Una estrategia que muy pocas veces funcionaba. Y por desgracia, Hans la había utilizado años atrás. Por eso conocía aquel sitio. Llegaron al lugar acordado con las últimas luces del día. Una pequeña antorcha se encendió en el fondo del arenal. Hans y Soren se acercaron con premura. —Buenas noches, caballeros —murmuró uno de los hombres. Estaba acompañado por otras tres personas—. ¿Tenéis lo acordado? Hans metió la mano en su macuto y sacó una bolsa llena de doblones de oro. Aquel hombre la recogió con gentileza y echó un pequeño vistazo. Sus ojos asintieron, satisfechos. —No ha sido nada fácil construir esta preciosidad en tan poco tiempo. Y mucho menos en este lugar — añadió—. Espero que la traigas de una sola pieza. Hizo un gesto a sus compañeros y estos se acercaron al bulto oculto tras ellos. Quitaron las lonas que lo cubrían y apareció una robusta barcaza. Estaba construida con una mezcla de varios materiales. Hans pudo distinguir madera, acero y pequeños retoques de estaño. Y lo más importante: rodeándola y protegiéndola, había numerosas y alargadas cuchillas. Ellas serían las encargadas de cortar las telarañas. De todas formas, no estaba allí para juzgarlo. Confiaba en el constructor. Era un ingeniero de Sekyo que había conocido en el pasado. Un genio… aunque un tanto extravagante. —Vamos a ponerla sobre el agua. Tenemos algo de prisa —murmuró Hans. Entre los seis arrastraron la barcaza a través de una pasarela hecha con madera. El estruendo que hicieron consiguió avivar los nervios que Hans creía ya calmados. Una vez estuvo flotando, los tres acompañantes del ingeniero la sostuvieron con sendos cabos, mientras él hablaba. —La compuerta está en la parte trasera. Por ella entráis y salís —explicó—. No hay otra forma. Una vez la cierras, se convierte en una embarcación estanca. En función de la intensidad de vuestra respiración, tendréis oxígeno para unas diez horas. Cuando sintáis que el ambiente está sobrecargado y comenzáis a marearos, deberéis abrir la puerta. ¿Entendido? Hans asintió. —Según nuestra información, el viaje dura ocho horas a ocho nudos. Esperemos no tener que abrirla. El ingeniero sonrió, ilusionado. —Espero con ansia tu regreso, amigo. Soren fue el primero en entrar. Trepó ágil por la escalinata y se escurrió a través de la angosta compuerta. La entrada de Hans fue mucho más torpe y accidentada. “Cosas de la edad”, pensó en un principio. Luego recordó que Soren tenía sesenta años más que él. El interior de la barcaza era bastante amplio. Por varias partes de su casco tenía una cristalera, la cual permitía ver hacia dónde se dirigían. Según Arkanso, el ingeniero, era un cristal irrompible. De hecho, la propia barcaza estaba diseñada a prueba de tarántulas. Hans y Soren se turnarían para hacerla avanzar mediante el elementalismo. No existía otra forma de moverla que no fuesen sus propias habilidades. No tenía velas, ni un lugar por donde sacar unos remos. Tenían que hacerlo bien y gestionar a la perfección sus energías. De otra forma, estarían acabados. La primera hora de viaje resultó verdaderamente agobiante. Pudieron ver cientos de tarántulas por la superficie marina, iluminadas por la luz de la luna. No querían ni imaginarse las que habría en el lecho del mar. Y aunque no prestaban demasiada atención a la barcaza, más de una intentó clavar sus afiladas patas en ella. Como era previsto, algunas zonas estaban infestadas de telarañas. Las cuchillas cortaban con bastante soltura, pero la barcaza necesitaba un impulso extra de energía cada vez que se topaban con una. Tuvieron que hacer turnos de diez minutos por el gasto de energía que implicaban aquellos empujones. Una vez consiguieron avanzar varias millas mar adentro, el número de tarántulas y de telarañas desapareció casi por completo. Y entonces, navegaron con facilidad. En el mar. En el mar libre del norte, donde nadie se había adentrado. Habría sido una experiencia mucho más placentera en caso de ser de día. Sin embargo, las tarántulas mostraban mucha menor actividad durante la noche y la oscuridad también facilitaba no ser vistos por ninguna persona de Thalassia. De vez en cuando sentían algún ruido o golpeteo contra la barcaza. Pero a los pocos segundos todo volvía a la calma. Nada de lo que preocuparse. —Llevamos dos horas de camino. La primera hora hemos avanzado a menos velocidad por las telarañas. Si es verdad lo que pone el libro de Taifun, deberían quedar unas seis horas y media de camino —calculó Hans. —Mientras sigamos rumbo al norte, todo irá bien. Si vemos que no encontramos nada, solo tenemos que hacer el camino inverso. Tenían suficientes víveres para aguantar dos semanas de viaje. Bueno, Hans tenía víveres. Soren solo necesitaba beber agua para mantenerse con vida. El elixir alquímico que le habían administrado en el pasado hacía el resto. Su guía para no perder el norte eran dos pequeñas brújulas. Así que avanzaron, con fluidez y rapidez a través de los oscuros mares. Las mareas no resultaron ser tan fuertes como les habían contado. La superficie de las aguas se mostraba plana y serena la mayor parte del tiempo. Al cabo de unas seis horas, cuando comenzaba a amanecer, Hans concluyó que necesitaba recostarse unos minutos. Pero justo cuando había entrado en un estado de somnolencia, un brutal golpe lo despertó. La barcaza rodó sin control durante unos segundos. Soren logró agarrarse a una pared, pero Hans no tuvo tanta suerte. Dio numerosas vueltas, golpeándose contra todo, hasta que la barcaza encontró de nuevo la estabilidad. Por suerte, los víveres y utensilios iban atados. Ya habían contado con la posibilidad de volcar. —Dios… —gimió Hans frotándose la sien—. ¿Qué ha sido eso? —No lo sé. Quizá una ola. O quizá algo más grande — susurró, como si alguien pudiera escucharlo. El mar todavía seguía alterado y movía la barca con dureza. Y en efecto, resultó ser algo más grande. Mucho más grande. Algo que ya conocían. Una bestia de cuatro cabezas estaba justo detrás de ellos. —Tienes que estar bromeando —gimió Hans—. La Hidra de Cassio. Otra vez. Soren agarró con fuerza su espada y apretó los dientes. La barcaza salió disparada hacia delante a gran velocidad. Quizá a veinte o veinticinco nudos. El leviatán chilló al verse rezagado. Y lo hizo tan fuerte que tuvieron que taparse los oídos con las manos. Podían notar la vibración del sonido en sus cajas torácicas. Hans miró hacia atrás y pudo ver cómo el mar se erizaba al paso de aquella mole. Como si una montaña estuviese a punto de emerger de las profundidades. Soren logró aguantar tres minutos a aquella velocidad, y aun así, no le estaban sacando más ventaja. De hecho, la Hidra de Cassio los estaba alcanzando. Y si una de las bocas de la bestia lograba apresarlos, quizá fuese lo suficientemente fuerte para destruir la barca. —¡Relevo! —gritó Hans, viendo su cara de dolor. Soren gritó y soltó el enlace elemental. La barcaza se frenó en seco durante unos segundos y luego retomó la marcha, guiada por Hans. Solo logró aguantar treinta segundos al mismo ritmo que Soren. Luego, desfalleció. Una sensación de ahogo inundó su pecho. Había sobrepasado ligeramente el límite de canalización. Respiró dando bocanadas y luego buscó a Soren, rogando ayuda. Pero este se había desmayado. La Hidra de Cassio estaba a menos de media milla de distancia. Habían tomado una decisión, guiados por la desesperación y las palabras de alguien que ya no estaba vivo. Y se habían equivocado. Miró para delante, buscando un lugar por donde huir. Y entonces los vio. Una decena de tentáculos gigantes surgieron de las profundidades. —¡No me jodas! ¡¿El Kraken también?! —gritó Hans, desesperado. Sin embargo, algo sucedió. Algo con lo que no contaba. En cuanto la Hidra de Cassio atisbó el Kraken en el horizonte, comenzó a chillar enfurecida. Fue entonces cuando el Kraken mostró su rostro. Aquella bestia gigante rugió con su monstruosa boca y se lanzó en dirección a la barcaza. Las cabezas de la Hidra comenzaron a moverse histéricas y a chillar todavía más fuerte. No parecía estar muy contenta de encontrarse con su compañero. Hans no tenía muy claro qué iba a ocurrir, pero no quería estar entre dos leviatanes ni un minuto más. Con las últimas migajas de fuerza que le restaban, lanzó la barcaza hacia la derecha. —¡Vamos… vamos! —chilló, con el ceño fruncido y sudoroso. Logró salir de la trayectoria de aquellas moles. Y ellas no lo siguieron. No les interesaba aquella insignificante caja de madera con dos pequeñas criaturas dentro. Se querían destrozar la una a la otra. El choque fue brutal. Los tentáculos de mayor grosor del Kraken se lanzaron contra la cabeza izquierda de la Hidra de Cassio. Las cabezas restantes comenzaron a atacarlos, pero sus mordeduras no eran lo suficientemente amplias para abarcarlos. La Hidra chilló de dolor y se retorció. Las cortinas de agua que aquellas moles estaban creando con sus cuerpos no le permitieron ver mucho más de la lucha. Hasta que sintió un tremendo golpe y luego vio cómo el mar comenzaba a agitarse. Intentó, sin éxito, retomar el control de la nave. No tenía energías y comenzaba a ver borroso. Su cuerpo pesaba demasiado. Sintió que la barcaza comenzaba a elevarse, a un ritmo bastante considerable. Cerró los ojos un momento y cuando los volvió a abrir, se vio encima de un tsunami de al menos diez metros de altura. Cogió la espada de Soren y el anillo de Erik a la vez, e intentó con todas sus fuerzas sacarlos vivos de allí. Pero no contaba con que la diferencia de pureza eolítica entre ambos provocaría una mala canalización de las energías. Todo se volvió borroso y comenzó a dar vueltas. La realidad se convirtió en algo suave y placentero. Sintió su cabeza golpearse contra el suelo, haciendo un ruido sordo. No le dolió en absoluto. Y entonces, la oscuridad ocupó el lugar que le correspondía. Una última vez. Pasó mucho tiempo. Quizá unas horas. Quizá un día. Quizá una semana. Hasta que una sensación lo hizo regresar. Frío. Sentía frío. No tenía muy claro dónde se encontraba. Ni siquiera tenía consciencia de su existencia. Estaba desubicado, entre dos mundos. Como en el momento exacto en el que te encuentras entre la vigilia y el sueño. Su mente estaba más o menos despierta, pero no tenía constancia de la realidad. Se encontraba en un limbo temporal indescriptible. No supo cuánto tardó en salir de aquel estado de trance. Notaba variaciones en la claridad, en la temperatura y en la presión del ambiente. Pero nada más. Sus ojos seguían cerrados y sin intención de abrirse. Los minutos se convertían en horas y a su vez las horas no parecían más que segundos. Hasta que un hilo de vida regresó a su cuerpo y le permitió dar una mirada. Y por primera vez tuvo constancia real de que seguía vivo. O al menos, eso creía. Yacía tumbado en una cama. El lugar en el que se encontraba, lo desconocía. Escuchó unos murmullos, pero no tuvo fuerzas para investigar su origen. Estaba regresando a su estado de trance cuando el ruido de una puerta al abrirse lo rescató de su caída. Hizo un pequeño esfuerzo y enfocó su mirada unos instantes. Lo único que pudo ver fueron unos ojos que lo observaban desde un oscuro rincón de la habitación. Una mirada bicolor que le recordaba demasiado a alguien que había perdido. Epílogo Llevaba ocho horas vigilando el perímetro de Flergen y su turno estaba a punto de terminar. Lo único que quería era volver a casa y darse una ducha. —¿Alguna noticia del coronel? —preguntó el chico. —En teoría sigue de viaje —respondió su compañero—. En cuanto vuelva le comentaré que estamos hartos de este sitio. Queremos que nos destinen a otro lugar. El chico asintió y miró al horizonte. Lo único interesante en el perímetro de Flergen eran aquellas llamas azules que devoraban los restos de la ciudad. Ya nadie se acercaba a aquel lugar. Al menos hasta aquel día. Ambos compañeros estaban descendiendo de su atalaya cuando vieron a una persona salir de un pozo situado a escasos metros. —¿Qué diantres…? —gimió el chico. El otro guardia le hizo un gesto y ambos avanzaron. —Señor, se encuentra en una zona en cuarentena. Debe abandonar el lugar de inmediato —anunció su compañero. Aquel encapuchado se mantenía de espaldas y sin aparentes ganas de hablar. Su compañero se acercó y lo agarró por un brazo. Fue lo último que hizo. El desconocido sacó una daga y apuñaló al guardia en el pecho. Se desplomó en el suelo, con los ojos todavía abiertos por la sorpresa. Entonces, miró al chico. —Ve junto al gobernador de Carlyn y entrégale esto — murmuró. Su voz era inerte, inexpresiva. —Y dile que la hora… ha llegado. Aquel hombre le tendió un collar. Tenía una forma extraña. Una forma de pentágono. El chico lo cogió, temblando de pavor. El desconocido dio media vuelta y comenzó a caminar. Y no lo hizo solo. Por aquel mismo pozo estaban saliendo decenas de hombres y mujeres. Personas que parecían no haber visto la luz del sol en mucho tiempo. —La hora… ha llegado. Continuará… Agradecimientos Gracias a Ádria, a Doki y a Kate. Fueron las primeras personas que, sin conocerme de nada, aceptaron darle una oportunidad a este libro y cumplieron con su palabra. Gracias por vuestra opinión. Gracias a Javier Ruescas, a Sebas y a Martitara. Ni siquiera me conocen, pero de no ser por ellos, esta historia no existiría. La magia de internet en estado puro. Gracias a Kelly, a Mery y a Thalyta. Las tres primeras personas en terminar este libro y en ayudarme a hacerlo un poco mejor. También a Almudena por sus consejos. Y gracias a ti. Si has terminado este libro, te mereces el mayor de los agradecimientos. Puedes ponerte en contacto conmigo para cualquier cosa. Te responderé encantado ^_^ @Dandumn o [email protected]