“Biblioteca personal JM Coetzee” Conferencia

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“Biblioteca personal J. M. Coetzee”
Conferencia de J. M. Coetzee
Traducción: Cristina Piña
A lo largo de su vida, Jorge Luis Borges creó dos bibliotecas para los editores: la
primera denominada en italiano La Biblioteca di Babele, la segunda titulada Biblioteca
personal. Cuando digo que creó estas bibliotecas, me refiero a que, entre todos los
libros del mundo, seleccionó una lista para que se volviera a publicar, le confirió a esa
lista el sello de su autoridad y escribió introducciones o prólogos para cada uno de los
volúmenes.
La Biblioteca di Babele, creada en la década de 1970 para un editor italiano,
consta de treinta y tres volúmenes pertenecientes al género fantástico, cada uno con un
prólogo de Borges.
La Biblioteca personal, creada para un editor argentino, estaba pensada para
tener cien volúmenes, pero la interrumpió la muerte de Borges en 1986. A esa altura,
habían aparecido unos setenta volúmenes. La Biblioteca personal no tenía restricciones
en cuanto a género literario. Los prólogos escritos por Borges eran muy breves.
Hace dos años, una editorial argentina, El hilo de Ariadna, me invitó a
seleccionar una cierta cantidad de libros que se publicarían, en traducción castellana
cuando fuera necesario, como la Biblioteca personal J. M. Coetzee, con prólogos a mi
cargo. Acepté la invitación. Sin embargo, manifesté el deseo de que mis prólogos
fueran más sustanciales que los escritos por Borges, que fueran más bien ensayos en los
que exploraría las virtudes de los libros elegidos. Dado que no tenía ni el tiempo ni la
energía necesarios para escribir cien prólogos sustanciales y como, además, la gente de
El hilo de Ariadna era demasiado inteligente y demasiado prudente como para
comprometerse con una serie de cien volúmenes completos, estuvimos de acuerdo en
que mi Biblioteca personal solo constaría de doce modestos volúmenes.
Menciono a Borges y sus dos proyectos de biblioteca porque la Biblioteca
personal del escritor argentino fue la inspiración para la presente aventura editorial. No
invoco su nombre porque considere que estoy en el mismo plano que él. Borges era un
gigante. Yo no.
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¿Qué querían decir Borges y su editor argentino con la expresión biblioteca
personal?
Permítanme enumerar algunas de las cosas que una biblioteca personal, no es.
En primer lugar, considero que una biblioteca personal no es lo mismo que una
biblioteca íntima, la cual abarca los libros que han estado más cerca de nuestro
corazón, incluidos los libros infantiles, los que compartimos con personas amadas, los
libros escritos por amigos queridos.
Segundo, en el otro extremo, no me parece que sea lo mismo que una
biblioteca de los clásicos, ni siquiera una biblioteca de los clásicos según J.L. Borges. Es
decir, no es una biblioteca de los cien mejores libros del mundo o de los cien libros
fundacionales de nuestra civilización; tampoco se trata de los cien mejores libros o de
los libros fundacionales en opinión del compilador.
Por fin, una biblioteca personal no es lo mismo que una biblioteca privada, una
colección de libros que uno ha reunido a lo largo de muchos años, a menudo con gran
dificultad o a gran costo debido a su rareza. La biblioteca privada cae a veces en el
territorio del bibliófilo, a veces en el territorio del erudito. No entra en el territorio del
lector culto común.
En rigor, pienso que el término biblioteca personal nos hace una propuesta
diferente. Si ustedes han leído y disfrutado los libros que he escrito, nos dice el autor,
entonces aquí tienen cien libros de otros escritores que también pueden disfrutar. En
esta propuesta, está implícita la noción de gusto: si mis textos son de su gusto, entonces
estos libros también pueden serlo. El título biblioteca personal, en consecuencia,
apunta en dos direcciones: hacia el compilador, Borges, y hacia los autores que
presenta como amigos del alma.
Algunos lectores se quedaron desilusionados con la Biblioteca de Borges. ¿Por
qué? Sospecho que la causa fue la idea de que sería algo que, en rigor, nunca se
propuso ser. Nunca se propuso ser la simple reafirmación del canon (biblioteca de los
clásicos). Más aún –y aquí creo que se produjo el malentendido-, no se proponía
introducir un canon alternativo, una colección de cien libros que podían constituir las
bases de una civilización alternativa a la civilización que se erigió a partir de los libros
canónicos de Occidente. Ese tipo de biblioteca, ese canon alternativo, puede ser
compatible con un Borges mucho más joven y más aventurado, que en 1940 publicó el
cuento “Tlön, Uqbar y Orbis Tertius”, el cual se centra, como estoy seguro de que lo
recuerdan, en la enciclopedia de un mundo alternativo que comienza a apoderarse de
este mundo. Pero usar la Biblioteca personal para darle vida a un orbis secundus no era
una tarea para la cual se sintiera con fuerzas el Borges anciano. Su Biblioteca personal
era un proyecto mucho menos ambicioso desde el punto de vista filosófico. En rigor,
no era en absoluto un proyecto filosófico.
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No me incluyo entre los lectores que se sintieron desilusionados ante la segunda
biblioteca de Borges, dado que nunca tuve falsas expectativas respecto de ella. No he
leído a muchos escritores de su lista; algunos nombres son completamente nuevos para
mí. Pero los autores cuyas obras conozco no me infunden gran confianza en aquellos
con los que no estoy familiarizado. Cuando veo los nombres de Hugh Walpole, Arnold
Bennett, G.K. Chesterton, David Garnett, reconozco algo acerca de Borges que él
mismo podría haber desestimado como una mera diferencia de gusto –en este caso, el
gusto por la literatura fantástica- pero que me parece una falla para detectar cuando
hay una verdadera inteligencia creativa en funcionamiento y cuando no la hay. En un
nivel sorprendente –cuando consideramos que la grandeza del escritor argentino
consistía en ser un adelantado para su tiempo, en mostrarnos el camino hacia el futuroBorges era también hijo de su tiempo y lo impresionaron autores que pueden haber
estado de moda cuando él era un hombre joven, pero cuyas obras no soportarían la
prueba del tiempo.
No quiero ser duro con Borges. Una de las cosas que ninguno de nosotros es
capaz de ver de nosotros mismos es en qué medida somos hijos de nuestro tiempo.
Esto en cuanto a los antecedentes de mi propia Biblioteca personal y sus
vínculos con Borges que, desde mi punto de vista, no son profundos.
Charles William Eliot, miembro de la misma distinguida familia bostoniana a la
que pertenecía T.S. Eliot, durante un tiempo fue rector de la Universidad de Harvard.
Cuando se retiró, en 1909, de inmediato se puso a compilar y a hacerle propaganda a
lo que llegó a conocerse como los Clásicos de Harvard o, en términos más populares, el
Estante de cinco pies (o el Estante de un metro y medio): una biblioteca compacta
formada por los clásicos indispensables de historia, religión, filosofía, ciencia, crítica
literaria y literatura. La lectura intensiva de estos libros, prometía Eliot, ofrecería el
equivalente a una educación universitaria liberal.
Bibliotecas de grandes libros similares a la de Eliot florecieron en los Estados
Unidos del siglo XX y, por cierto, tuvieron un gran éxito comercial. Todavía hoy, en los
estantes de muchas casas estadounidenses comunes y corrientes se pueden encontrar
los Ensayos de Emerson, las Meditaciones de Marco Aurelio o la Ética de Spinoza en
grandes libros encuadernados y sin leer. No voy a decir nada más sobre proyectos
como los Clásicos de Harvard, salvo que no son el modelo de mi Biblioteca personal.
No pretendo en absoluto que los once o doce libros que he elegido sean los más
grandes que se hayan escrito, tampoco que leerlos nos dote de algún tipo de
educación.
La Biblioteca personal J.M. Coetzee es una colección de libros, en traducción al
castellano, escritos por once autores (me referiré al décimo segundo volumen en un
momento) que significan y significaron mucho para mí como escritor, es decir, como
alguien que ha seguido la misma vocación de ellos (todos están muertos). Todos
tuvieron un papel en mi propia formación como escritor.
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Esta lista no es exhaustiva. Al revisarla, de inmediato se sentirán asombrados por
las ausencias: no están Dante, Rabelais, Proust ni Dostoievsky; no están Don Quijote,
Clarissa Harlowe, La guerra y la paz, Ulises ni El hombre sin atributos. ¿Qué clase de
escritor puede ser, se preguntarán, si los más grandes autores y las mayores obras de la
civilización occidental no han dejado su marca en él? Permítanme entonces decir unas
palabras sobre las ausencias de la Biblioteca antes de hablar de las presencias.
En la actualidad, no hay ningún escritor en quien Cervantes, Dostoievsky, Joyce
o Musil hayan dejado una marca más profunda que en mí. Pero la lengua castellana
está bien provista de traducciones de los grandes clásicos. Consideré que publicar una
nueva traducción de La guerra y la paz o Los poseídos o Ulises o El hombre sin atributos
bajo el sello de esta particular biblioteca personal era dar un paso excesivo. En cuanto a
Don Quijote, me pareció una tontería que yo, un extranjero, intentara presentar un
gran clásico de la narrativa castellana a los lectores hispanohablantes. Los libros que
elegí, en su mayoría, son menos famosos. Tampoco son libros largos. Si bien cada una
de las páginas de la nouvelle de Tolstoi La muerte de Iván Illich es tan buena como
cualquiera de La guerra y la paz, no se trata de un libro tan grandioso, aunque solo sea
porque no tiene su misma escala. Pero, como he dicho, el plan nunca fue elegir los
once o doce libros más grandes de Occidente. Ése es el modelo de los Clásicos de
Harvard, no el modelo de la biblioteca personal. Mi intención era seleccionar algunos
escritores que dejaron una marca profunda en mí y ofrecérselos al lector en obras
donde se los vea escribir en su más alto nivel, en el más intenso.
No están Cervantes ni Dostoievsky ni Proust, pero tampoco Platón, Kant o
Wittgenstein. ¿Estoy afirmando que la filosofía no hizo mella en mí? Borges, al menos,
hace un gesto en dirección al pensamiento abstracto cuando incluye a pensadores
como Søren Kierkegaard y William James en su Biblioteca, para no hablar del Libro
tibetano de los muertos.
Por cierto que el estudio de la filosofía ha dejado su marca en mí; el estudio de
la matemática también. Pero el tipo particular de marca que le importa identificar a mi
Biblioteca personal no es una huella en el pensamiento sino en la forma de pensar y, a
través de ella, en la propia escritura, como espero demostrarlo.
Una última palabra acerca de las exclusiones de esta Biblioteca. La ley
internacional de derechos de autor especifica que, salvo en casos excepcionales, los
derechos de autor caducan setenta años después de la muerte del autor. Setenta años a
partir de 2014 nos lleva a 1944. Los escritores que murieron antes de 1944 son del
dominio público y hay libertad para retraducirlos y volver a publicarlos. Entre los
escritores que me hubiera gustado incluir en la Biblioteca estaban William Faulkner
(1897-1962) y Albert Camus (1913-1960). A pesar de sus grandes esfuerzos, mis
editores no lograron obtener los derechos para volver a publicar nada de Faulkner ni
de Camus. Por otro lado, entre los escritores de la misma generación tuvimos la suerte
de conseguir los derechos de la obra de Samuel Beckett (1906-1989) y Patrick White
(1912-1990)
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Once o doce. Permítanme decir algo acerca del décimo segundo volumen.
El décimo segundo volumen será una antología de poesía que abarca desde la
Antigüedad al presente, en traducción al castellano. A menudo me asombra la cantidad
de gente que da por sentado que, como escriben en prosa, los novelistas no leen nada
más que prosa. En rigor, los novelistas leen todo tipo de textos. Hay escritores que se
aíslan durante largos períodos en los archivos históricos. Dostoievsky se sumergía
cotidianamente en los diarios, sobre todo en las crónicas policiales, que son una
especie de archivo popular. Hay también novelistas a quienes les gusta leer poesía. Yo
me encuentro entre ellos. El mayor placer que tuve al armar esta Biblioteca fue hacer la
selección de los poetas cuya obra admiro y de la que he aprendido. Abarcan desde
poetas anónimos pertenecientes a la tradición oral africana y australiana a poetas más
jóvenes que yo; abarcan una gran variedad de lenguas.
Para el lector de esa antología, quedará claro que el décimo segundo volumen
de la Biblioteca¸ que se publicará en 2015, no aspira a ser un panorama de la poesía
mundial. Está basado exclusivamente en el gusto. Me resultaría difícil identificar
exactamente en qué consiste ese gusto, cuáles son exactamente las cualidades que
admiro en la poesía; en realidad, no estoy seguro de que resulte bueno ser demasiado
consciente de los propios gustos, no vaya a ser que se petrifiquen y dejen de crecer.
Pero creo que el lector verá que las virtudes del tipo de poesía que admiro son virtudes
que pueden encontrarse también en prosa, sólo que a menor temperatura.
Permítanme concluir esta charla diciendo algo acerca de tres de los escritores de
mi Biblioteca personal: Heinrich von Kleist, representado por las nouvelles“ Michael
Kohlhaas” y “La Marquesa de O-“, publicadas en 2013; Robert Walser, representado
por la novela El ayudante, publicada hace muy poco, y Daniel Defoe, representado por
su novela Roxana, todavía sin publicar
Kleist. Al presentar a Kleist, mi plan era leerles el incomparable párrafo de
apertura de la nouvelle “Michael Kohlhaas” y después tratar de destacar las virtudes de
la prosa de Kleist. Pero resulta una forma poco interesante de hacer entender lo que
quiero hacer entender y que además llevaría mucho tiempo. Lo que ante todo quiero
transmitir es la energía de la prosa de Kleist, una energía que confundió a muchos
lectores de su época y los condujo a considerar caótica su prosa. No se logra lo que
quiero leyendo la prosa en voz alta, dado que es difícil distinguir la energía propia de la
lectura de la energía de la prosa. Además, analizar la prosa en detalle no funciona bien
en la práctica, porque Kleist escribió en alemán y la energía se expresa de manera
diferente en la prosa alemana, la prosa inglesa y la prosa castellana.
La energía resulta ser una cualidad más misteriosa de lo que en principio
parece. Cuando nos sumergimos en una historia de Kleist, empezamos a sentir la
energía que corre a través de nosotros; sin embargo es difícil señalar con el dedo las
palabras específicas o las frases específicas que dan una cualidad única de energía
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kleistiana a la prosa, por oposición con las palabras o las frases que otro escritor podría
haber usado.
Específicamente, la energía no es cuestión de condensación. Se puede tomar
una lapicera roja y revisar dos, tres, cuatro, cinco veces un párrafo de prosa que uno
mismo ha escrito, tachando cada palabra que no pueda justificar su presencia y, sin
embargo, lo que quedará al final no tendrá la energía viviente de la prosa de Kleist.
Ocurre que la energía no es sólo una cuestión de estilo verbal. También está
relacionada con la propulsión hacia delante de la prosa y ésta adquiere ese impulso
hacia delante sólo si está investida de intencionalidad, si uno siente que está
avanzando hacia un fin que todavía no se divisa. La prosa de Kleist siempre va a alguna
parte y nos lleva con ella.
Robert Walser. Hay dos cosas que la gente más informada sabe acerca de
Walser. Una, que era suizo. La otra, que pasó las últimas décadas de su vida en una
clínica psiquiátrica y, al morir, dejó cientos de páginas cubiertas de una diminuta
escritura secreta, que sólo hace poco se ha decodificado.
El hecho de que Walser fuera en cierta forma loco y necesitara cuidados (“No
estoy aquí para escribir”, le dijo a un visitante del manicomio, “estoy aquí para ser
loco”) no es por sí mismo un motivo por el cual debamos prestar atención a sus
escritos. La locura no es un estado sagrado. La locura no les dio a Hölderlin ni a Walser
acceso a un mundo que estuviera más allá del alcance de la gente común. No los
ayudó a escribir. Por el contrario, los hizo desgraciados y llenó su cabeza de confusión.
Ser suizo es un asunto diferente. Suiza es un país pequeño y sin importancia,
fuera de la corriente central europea (eso, de todos modos, es lo que los suizos nos
dicen), de cuyo idioma principal, el suizo alemán, se burlan los habitantes de
Alemania: los suizos hablan como pajueranos, dicen los alemanes. En seiscientos años,
Suiza no ha producido ningún escritor, artista o músico verdaderamente sobresaliente.
Si uno es suizo, dicen los suizos, está condenado a ser menor.
Estar condenado a ser menor era un destino del que el joven Walser intentó
huir escapándose a Alemania. Pero su condición de suizo lo siguió dondequiera que
fue. Al final, dejó de correr y volvió a su casa. El ayudante pertenece al período de su
vida en que Walser estaba resignándose a ser suizo y aprendiendo a concentrar sus
energías en practicar el tipo de escritura que practican los escritores suizos, es decir,
escritura menor.
Las novelas generalmente tienen un solo personaje principal (el “héroe” o
“heroína") rodeado por un elenco de caracteres menores. En las novelas de Walser, sin
embargo, el llamado héroe es un personaje menor, menor en el sentido en que los
suizos son menores. Puede tener pasiones, pero no son ni nobles ni particularmente
fuertes. Como ser moral, no es ni especialmente bueno ni especialmente malo. Sus
acciones no terminan ni en el triunfo ni en el desastre. Podemos divertirnos cuando
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leemos sobre él, pero no es un personaje cómico. Podemos sentir pena por él, sin
embargo opone una fuerte resistencia a que se lo sentimentalice.
El ayudante, no leído en términos walserianos como un trabajo menor sino de
manera ortodoxa, es una obra interesante, que puede decirnos mucho acerca de la
importancia de la clase social en la Europa de principios de siglo, en particular, sobre la
zona gris entre la pequeña burguesía y la clase trabajadora, una zona en la que el
propio Walser merodeó la mayor parte de su vida. Pero el propio Walser nos da la guía
necesaria para leer su obra de la mejor manera. Retrospectivamente, sugirió que todas
sus piezas en prosa podían leerse como capítulos de “una larga historia realista sin
argumento”, un ““libro del yo cortajeado o descoyuntado”. La palabra que usaba para
“libro del yo” era Ich-Buch. En una pieza tras otras, Walser hace flotar en el aire de
Suiza versiones de su idea ficcional de sí mismo, su ficción de él mismo, y espera ver
qué les ocurrirá. La obra de su vida resultó ser un extraordinario proyecto de
autobiografía.
Por fin Daniel Defoe. Defoe es el único escritor inglés de la Biblioteca, es decir,
el único escritor nacido en Inglaterra. De los once, es el autor con el cual mi carrera
profesional ha estado más estrechamente vinculada: mi novela Foe, publicada en 1986,
en cierto sentido es acerca de Defoe.
En el mundo de las letras angloamericanas, Daniel Defoe no es una figura
canónica en el sentido en que lo son Charles Dickens, George Eliot o Henry James. La
idea prevaleciente es que era una especie de novelista aficionado, trabajando en un
género que todavía no se había definido plenamente, un género que todavía no era
plenamente consciente de lo que era capaz. Según este enfoque, el hecho de que
Defoe escribiera muchísimo y que sus llamadas novelas, de las cuales Robinson Crusoe
fue la primera, fueran sólo una parte de su enorme producción, también le juega en
contra.
No estoy necesariamente en desacuerdo con este juicio sobre Defoe, pero es
irrelevante para mis objetivos. Defoe no era un escritor particularmente filosófico, pero
tenía lo que yo llamaría genio práctico, si puedo usar la palabra genio sin las
connotaciones que adquirió en el período romántico. Tenía el tipo de mente capaz de
captar situaciones complejas en un santiamén y darles forma en palabras, y este poder
intelectual se extendía a todas las esferas de la vida que lo rodeaban. También llevaba
una vida activa y variada en sociedad, lo cual es raro entre los escritores. Conocía de
primera mano las ventajas y las desventajas de la condición humana: la humillación, el
miedo, el aislamiento, la pérdida de las creencias, pero también el triunfo y la felicidad
común. Tenía una fe absoluta en sus propias capacidades creativas y una energía
jubilosa cuando se arrojaba a nuevos proyectos. Sus novelas fueron escritas una tras
otra, en un estallido súbito, cuando transitaba su sexta década de vida; después dejó
de escribir novelas y pasó a otras empresas. Las novelas fueron escritas en un estallido
y, hasta donde puedo juzgar, sin demasiada revisión. Leyéndolas tenemos la
experiencia absorbente de observar a un hombre de mente interesante, un hombre
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que conoce el mundo, componiendo en la página una historia cuyos detalles va
inventando a medida que avanza, una historia cuya forma no deja de mutar a medida
que avanza. Es como escuchar a un gran músico improvisando en el teclado.
En ningún sentido quiero proponer el método de Defoe como una receta para
escribir novelas. En rigor, diría que es una forma de escribir que fue factible sólo en la
época en que la novela como tal todavía no existía, cuando uno tenía que inventar el
género al mismo tiempo que inventaba la historia. Fue una suerte para Defoe estar allí,
ser el hombre adecuado en el momento adecuado.
Revisitar estos libros y los otros incluidos en mi Biblioteca personal, reflexionar
sobre ellos y escribir las Introducciones ha sido fuente de gran placer. Fue revelador
trabajar con diversos traductores realmente excelentes. Y, desde el principio hasta el
fin, me ha impresionado el profesionalismo y la serena eficiencia de Soledad Costantini
y su equipo de El Hilo de Ariadna. Ha sido una colaboración de excepcional fluidez.
Copyright J. M. Coetzee
(Leído en el Teatro de Bogotá, Universidad Central, el 27 de agosto de 2014)
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