IV. Andalucía y el dominio de los espacios oceánicos. La

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ANDALUCÍA Y EL DOMINIO DE LOS ESPACIOS OCEÁNICOS
La organización de la Carrera de Indias en el siglo XVI
Pablo Emilio Pérez-Mallaína
Para Carmen y Manolo, para Manolo y Carmen. Con cariño.
Pablo Emilio.
ANDALUCÍA Y EL DOMINIO DE LOS ESPACIOS OCEÁNICOS
La organización de la Carrera de Indias en el siglo XVI
Autor: Pablo Emilio Pérez-Mallaína
Edita: Fundación Corporación Tecnológica de Andalucía
Maquetación: Dual Servicios Corporativos
Ilustración: Manolo Manosalbas
Primera edición: Diciembre 2010
Reservados todos los derechos.
Ninguna parte de esta publicación
puede ser reproducida, almacenada
o transmitida en modo alguno por ningún medio
sin permiso previo del editor.
Depósito legal:
ISBN: 978-84-614-5206-4
Imprime: Imprenta Rojo
El cuarto libro de la serie sobre la innovación en la Historia de Corporación Tecnológica de Andalucía (CTA) profundiza, al igual que
el tercero, en los grandes avances técnicos y del conocimiento
que se produjeron en la época del Descubrimiento del Nuevo
Mundo, pero, en esta ocasión, desde una perspectiva completamente diferente. Si la tercera entrega de esta colección se centraba en el novedoso modelo de organización y administración
del territorio colonial, este cuarto libro ahonda en el gran reto tecnológico y para el conocimiento que supuso la conquista de los
espacios oceánicos que se gestó y partió del Puerto de Sevilla.
El catedrático de Historia de América de la Universidad de Sevilla,
Pablo Emilio Pérez-Mallaína, nos descubre cómo la tecnología se
desplegó para resolver necesidades como la orientación en un
espacio vacío y sin referencias, la codificación de las experiencias
a través de la cartografía o la construcción de vehículos capaces
de resistir durante meses en un medio adverso.
Así, el libro describe en tono ameno y divulgativo la gran aventura
del dominio de los mares que se afrontó desde Andalucía y cómo, del siglo XIV al XVI, se desarrollaron avances técnicos sin
precedentes en la navegación para «convertir los océanos en aut o p i s tas de la comunicación humana», en palabras del autor.
Con este libro, mientras avanzamos inmersos en el despliegue
de la flota, descubrimos grandes paradigmas aplicables a la inno-
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vación y la gestión actual como son el valor del conocimiento, la
i m p o r tancia del capital humano, la necesidad de la tecnología,
por avanzada que parezca, de adaptarse a los tiempos o desaparecer y de la obligación de vencer las habituales resistencias que
suelen surgir ante la innovación, entre otros aspectos.
En el año en el que celebramos el quinto aniversario de la Corporación, satisfechos de los logros conseguidos pero con nuevos
desafíos en el horizonte, aportamos con este libro una pieza más
a nuestra colección histórica, con la que vamos dando forma al
puzle de las grandes innovaciones que han impulsado momentos
decisivos en el pasado.
Con ello, rendimos homenaje a aquellos hombres que tuvieron el
arrojo de superar las dificultades que todavía hoy plantea el reto
de innovar, con la intención de que sirvan de ejemplo para demostrar que siempre merece la pena asumir el riesgo para avanzar. Las empresas que forman parte de la Corporación ya han recogido ese testigo. Convencidos de que disfru tarán con la lectura
del libro, esperamos que sea además un acicate que ayude a difundir la cultura de la innovación a partir del ejemplo histórico.
Joaquín Moya-Angeler Cabrera
Presidente de Corporación Tecnológica de Andalucía
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El autor
Pablo Emilio Pérez-Mallaína (Sevilla, 1952) es catedrático de Historia de América de la Universidad de Sevilla y experto en la
historia naval española de los siglos XV al XVIII. Sus investigaciones y publicaciones sobre historia marítima han sido reconocidas
con diferentes galardones, como el Premio del Mar por su obra
Los hombres del océano o el más reciente Premio Roger de Lauria, concedido por la Rev i s ta General de la Marina a una de sus
publicaciones en 2010.
Aunque la mayor parte de su carrera docente está vinculada a
la Universidad de Sevilla, también ha sido director de estudios
de L’École des Hautes Études en Sciences Sociales de París y
asesor histórico del Pabellón de la Navegación de la Exposición
Universal de 1992 en Sevilla. Ha sido becado para realizar investigaciones en varios archivos europeos y americanos, participando como conferenciante y como profesor invitado en los
programas docentes de diversas universidades extranjeras como la Universidad de Harvard o la Universidad de Minnesota,
entre otras. Es autor y coautor de numerosas publicaciones,
entre las que destacan títulos como Política naval española en
el Atlántico. 1700-1715 (1982); La Armada del Mar del Sur
(1987): los hombres del Océano. Vida Cotidiana de los Tripulantes de las Flotas de Indias (1992), que ha tenido un par de edi-
9
ciones en inglés bajo el título Spain’s Men of the Sea (1998 y
2005); El Hombre frente al mar. Naufragios en la Carrera de Indias durante los Siglos XVI y XVII (1996 y 1997) o La Metrópoli
insular: rivalidad comercial canario-sevillana (2008).
.
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ANDALUCÍA Y EL DOMINIO DE LOS
ESPACIOS OCEÁNICOS
La Organización de la Carrera de Indias
en el siglo XVI
11
Introducción
En los viejos libros de Historia solía decirse que con la
caída de Constantinopla en poder de los turcos terminaba la Edad
Media y comenzaba la Edad Moderna. Re s u l ta complicado poner
fronteras al fluir incontenible del tiempo, pero si quisiéramos marcar límites simbólicos, el regreso de Cristóbal Colón en 1493 de
su viaje a un Nuevo Mundo o la llegada de Vasco de Gama a
Calicut en 1498, uniendo Europa con la India, resultan hitos
mucho más significativos y verdaderas señales de la modernidad.
Y es que el mundo cambió de manera trascendental cuando los
océanos dejaron de ser barreras, que aislaban a los seres humanos dentro de pequeños universos cerrados, y comenzaron a ser
caminos, por los que cruzaban emigrantes y mercancías, pero
también invenciones e ideas. Conquistado el mar y transformado
lo que fue frontera en plata forma de intercambios, dio comienzo
ese proceso de globalización que es uno de los indicativos más
reconocibles de la contemporaneidad.
Ahora bien, dominar los enormes desiertos de agua que
son los océanos no fue una tarea sencilla y constituye, sin duda,
uno de los mayores retos al valor y a la inteligencia que ha debido superar la especie humana. Si conservar la vida al atravesarlos
ya resultaba complicado, transformarlos en una vía habitual de
comunicación supuso un auténtico desafío lleno de los más variados peligros.
12
Algunos de estos peligros eran imaginados, porque los
h a b i tantes de la Europa medieval vivían mayoritariamente alejados de las costas, lugares inquietantes por donde podían llegar
multitud de desgracias. Como la representada por las feroces
incursiones vikingas que sembraron el terror en el continente a
partir del siglo X, o las terribles epidemias que diezmaban naciones enteras. El mar era, aun más que el bosque, un lugar oscuro
e incógnito lleno de amenazas y, precisamente, en las orillas de
la Península Ibérica se colocaba el Finis Terrae, del Non Plus Ultra,
es decir, la frontera entre lo conocido y lo desconocido. Multitud
de entes diabólicos habitaban el mar, desde seres alados que
atraían con sus cantos a los ingenuos marineros, hasta las serpientes que devoraban barcos completos. Junto a los animales
e s taban las rocas magnéticas que arrancaban los clavos de las
embarcaciones, como la «piedra de Hércules», que situaba al Sur
de la India el mapa del cartógrafo portugués Lopo Homen en
1519; los abismos capaces de tragarse embarcaciones enteras, o
las zonas tórridas en las que el calor literalmente fundía hombres
y buques. El hecho de que estos peligros fuera imaginados no les
quita importancia, pues los miedos, aunque no sean elementos
materiales, no dejan de ser una realidad capaz de atenazar las
mentes y las conductas. Tampoco debe pensarse que desaparecieron fácilmente, pues todavía en una fecha tan tardía como
13
Introducción
1555 se publicó en Roma una obra que, en parte, puede ser considerada como un verdadero tratado sobre los monstruos marinos. Se trataba de la Historia de gentibus septentrionalibus, publicada nada más y nada menos que por el obispo de Upsala, Olaf
Magnus. Allí, refiriéndose a los animales que poblaban los todavía desconocidos mares del Norte, el eclesiástico sueco mezclaba seres reales con una verdadera colección de serpientes y
peces gigantes que se tragaban las mayores embarcaciones con
pasmosa facilidad.
Junto a estos peligros imaginados estaban los reales. Los
marineros de Colón temían tanto a las calmas, capaces de fijar
durante semanas a un barco en una misma posición hasta que se
a g o tara al agua dulce, como a los vientos que siempre soplaban
en una misma dirección impidiendo la vuelta. Re s u l taba letal la
combinación de la falta de información sobre la ru ta con las gigantescas distancias a recorrer. Éstas hacían que los viajes más largos durasen muchos meses, como los 36 que tardaron los expedicionarios de la primera vuelta al mundo en volver a Sevilla. Las
tormentas, los arrecifes sin cartografiar, la facilidad para morir de
sed rodeados de agua, el no saber que la falta de alimentos frescos acarreaba la muerte, junto con los ataques de pueblos hostiles, hizo que en esa expedición, de los 237 hombres que salieron,
sólo regresaran unos harapientos 18 tripulantes.
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En esa trascendente lucha por la conquista de los océanos, Andalucía tuvo un papel crucial y, en ello, su posición geográfica fue determinante. Si Europa entera no es más que un gran
apéndice del gigantesco continente asiático que se hunde en el
mar, la Península Ibérica era la punta de lanza del mundo europeo. En las tierras del Sur peninsular, imaginaron los griegos las
columnas de Hércules, que marcaban el fin del Viejo Mundo,
pero, por la misma razón, también eran la puerta de entrada a los
Nuevos Mundos. En las costas del Condado de Niebla, en la desembocadura del Guadalquivir, en la bahía de Cádiz, en el Estrecho
de Gibralta r, se iniciaba el gran circuito de los vientos que llevaban primero a Canarias y de allí, siguiendo los alisios, directa m e nte a las tierras situadas al otro lado del horizonte. Era el comienzo de una formidable autopista oceánica que llevaba más allá…
Pero además, la posición de Andalucía, a caballo entre el
mundo Atlántico y el Mediterráneo, le hizo ser un lugar idóneo
para recibir y fundir influencias y avances tecnológicos en materia de navegación, procedentes de las dos tradiciones náuticas
más importantes de Europa: la del viejo Mare Nostrum, y la de
los otros mares cerrados situados al Norte, como el Báltico o el
Canal de la Mancha. En esos espacios marítimos protegidos por
c o s tas cercanas, se hicieron los experimentos. En el lugar de
encuentro que fue Andalucía, se realizaron muchas de las sínte-
15
Introducción
sis necesarias para vencer al Océano. Por ello, desde los puertos
andaluces del Condado de Niebla se inició la aventura que marca
el primer viaje colombino. Una vez que el camino se fue abriendo lentamente con muchos otros viajes de descubrimiento, ta mbién en Andalucía, y más concretamente en los puertos del
Guadalquivir y de la Bahía de Cádiz, se organizó el más amplio circuito de comunicaciones que había visto hasta entonces la
Historia. Desde Sevilla, en el extremo Occidente, se enlazaba con
Filipinas, en el extremo Oriente, tomando como plataforma intermedia el continente americano, que a su vez quedaba enlazado
con convoyes anuales que cosían las dos orillas del Atlántico. Fue
una descomunal aventura técnica, económica y humana, que en
síntesis vamos a intentar reflejar en este libro.
Para el hombre del siglo XXI, es posible que aquellos viajes parezcan lejanos y sin capacidad para enseñarnos nada
nuevo. Confiados en nuestra orgullosa tecnología, es probable
que unos barcos de madera, movidos con los impulsos cambiantes del viento, no nos resulten unas máquinas muy sofisticadas.
Pero sería un gran error desconsiderar los esfuerzos de aquellos
antepasados empeñados en superar la frontera de los mares.
Están mucho más cerca nuestros afanes de lo que puede parecer, ya que nosotros también nos enfrentamos a una frontera
enorme y desconocida: la del espacio exterior. Como ellos, nos
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emocionamos ante la posibilidad de hallar otros mundos más allá
(plus ultra) de nuestra galaxia. Cuando nos referimos a los vehículos en los que pensamos alcanzarlos, también los llamamos
naves… espaciales. Y al pretender llegar al planeta más cercano,
sabemos que los astronautas (es decir, los navegantes de las
estrellas) deben estar preparados para aguantar carencias y apreturas en una diminuta cápsula en la que deberán permanecer tres
años para ir y volver de Marte… Exactamente lo mismo que
tardó Juan Sebastián Elcano en alcanzar y regresar de las
Molucas. Finalmente, también la literatura y el cine pueblan de
extraños seres los espacios intergalácticos. Y es que el sueño de
la razón, como dijo el genial Goya, produce monstruos, y eso fue
tan cierto en el siglo XV como lo es en el XXI. Por ello convendría
que, respetando a los viajeros de antaño, aprendamos de sus
experiencias, pues pueden sernos necesarias para enfrentar la
realidad y las fa n tasías de nuestro futuro inmediato.
17
I
Precedentes medievales
Arquería de las Atarazanas
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Precedentes medievales
En el siglo XVI, los puertos marítimos y fluviales del litoral atlántico andaluz fueron el origen de una formidable expansión que, basada en la más avanzada tecnología náutica del
momento, proyectó barcos, hombres y mercancías a la conquista de los inmensos espacios oceánicos. El Atlántico y el
Pacífico fueron atravesados limpiamente por lo más ancho de
su inmensa superficie en viajes de miles de millas, que enlazaban orillas diametralmente opuestas. Es bien conocido el hecho de que la ciudad de Sevilla fue escogida en 1503 por los
Reyes Católicos como base principal de esos grandes circuitos
marítimos y que, a lo largo de más de un siglo, las flotas de Indias intercambiaron las riquezas del Viejo y el Nuevo Mundo.
Por entonces, el Arenal del Guadalquivir, como escribieron Mateo Alemán o Lope de Vega, constituía una especie de Torre de
Babel de la Edad Moderna. Pero, ¿esa formidable actividad había surgido de la nada? ¿Acaso uno de los fenómenos expansivos más importantes de la historia humana no tuvo precedentes? Lo cierto es que sí los tuvo, aunque resulta un hecho
mucho menos conocido. El mismo puerto fluvial que presenció
la partida y llegada de los galeones de las Indias, había visto en
los siglos XIII y XIV salir poderosas escuadras de galeras que,
además de marcar el ritmo económico de la ciudad, participaron de manera decisiva en los enfrentamientos contra los mu-
20
sulmanes y en los conflictos internos de los estados de la Europa Occidental.
To d avía hoy, en los inicios de esta segunda década
del siglo XXI, Sevilla conserva un testimonio arqueológico de
aquellos lejanos tiempos. En lo que anteriormente fue el corazón del puerto fluvial del Guadalquivir, recostadas en un
l i e n zo de la muralla junto al Postigo del Aceite, uno de los
dos únicos accesos que han permanecido en pie del viejo recinto defe n s i vo de la ciudad, siguen resistiendo el inclemente paso del tiempo siete de las diecisiete naves de las Re ales Atarazanas, el antiguo astillero fundado en 1252 por
A l fonso X El Sabio, rey de Castilla y León y frustrado aspirante al cargo de emperador de los romanos. Se trata de una
auténtica reliquia que ha llegado milagrosamente, aunque no
intacta, hasta nosotros. Por suerte, las naves que se han
conservado eran las mayores y deben suponer cerca del
45% de la superficie total del edificio medieval; otra parte se
encuentra camuflada entre las edificaciones del Hospital de
la Caridad, en cuyo perímetro aun se pueden ver las siluetas
de algunos arcos primitivos. Las últimas cinco naves se perdieron de una manera bochornosa al ser derribadas en una
fecha tan cercana como 1945, para construir el anodino edificio de la Delegación Pr ovincial de Hacienda.
21
Precedentes medievales
Así pues, en el primer año de su reinado, Alfonso X
(1252-1284) fundó en Sevilla un gran centro industrial, como
corrobora la etimología del término «atarazana», que procede
de dár-as-sána, es decir: «casa de la industria» en su más estricta traducción del árabe, que en español es sinónimo de arsenal o astillero. Y era un astillero enorme, tan grande como
los mayores de la época y perfectamente comparable, en el
momento de su inauguración, al que es considerado con justicia el más monumental de los existentes en la Europa Occidental: el Arsenal de Venecia. En 1252, las Atarazanas de Sevilla disponían de un espacio superior a las tres hectáreas, del
cual unos 15.000 m2 (180 x 85 metros aproximadamente) correspondían a la superficie construida y el resto a la gran explanada de arena que descendía hasta el Guadalquivir, un terreno
que siempre le perteneció y que se conocía como la Resolana
del Río.
El astillero veneciano era más antiguo, pues la primera
referencia estrictamente documental de su existencia está fechada en 1220. Por entonces, l’Arsenale estaba formado por
dos edificios situados a ambos lados de la llamada Darsena
Vecchia de entre 200 y 180 metros de largo y entre 40 y 45
metros de ancho cada uno, con lo que el espacio bajo techado
era sensiblemente parecido al construido en Sevilla. Llegarían
22
otros tiempos en el los que l’Arsenale se convertiría en un auténtico monstruo ocupando una extensión de más de 26 hectáreas, pero, a mediados del siglo XIII, el astillero andaluz no
tenía nada que envidiar al del Véneto1. En la Península Ibérica,
las Atarazanas de Sevilla constituyeron también el más antiguo
y mayor de los centros industriales de la Baja Edad Media.
Castilla dispuso en Santander de otras Atarazanas, pero su
construcción es más tardía, concretamente del último tercio
del siglo XIV y tuvo tan sólo cuatro naves, con una superficie
construida de unos 3.000 metros cuadrados2. Las Atarazanas
Reales de Barcelona, las más importantes de España, tras las
del Guadalquivir, se terminaron en 1382 y constaban de ocho
naves con una superficie de alrededor de 9.000 metros cuadrados3.
1
Bellavitis, Giorgio: l’Arsenale di Venecia. Storia di una grande struttura urbana, Cicero Editore, Venezia 2009, p. 18 y 26. La extensión inicial se cifraba
en ocho acres, incluyendo tanto los tinglados como la superficie de la Dársena Vieja, lo que supondría 3,2 hectáreas. Véase: Lane, Frederic C.: Venetian
Ships and shipbuilders of the Renaissance, The Johns Hopkins University
Press, Baltimore and London 1992, p. 129 y siguientes.
2
Casado Soto, José Luís: Reconstrucción de las reales Atarazanas de Galeras de Santander. Separata del Anuario «Juan de la Cosa», Santander 1987,
p. 6-10 y 27.
3
Estrada-Rius, Albert: La Drassana Reial de Barcelona a l’Edat Mitjana. Museu Marítim, Barcelona, 2004, p. 189-191 y 198.
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Precedentes medievales
Así pues, no hay duda: la Atarazana andaluza constituía
uno de los centros fabriles destinados a la construcción naval
más importantes de Europa. ¿Pero qué razón tenía semejante
esfuerzo? ¿Para qué se usarían los buques que se iban a construir en ellas? El astillero fue creado para botar galeras, es decir, largas embarcaciones de guerra movidas a remo y a veces
a vela, destinadas a emplearse en lo que los medievalistas denominan «La Batalla del Estrecho», la durísima lucha por dominar el paso marítimo entre Europa y África, evitando que nuevas invasiones procedentes del Magreb empujasen a los
cristianos de nuevo hasta las montañas de Asturias. La rapidez
con la que se levantó el edificio (entre 1249 y 1252) es la mejor
prueba del momento de gran confianza y, podría decirse de euforia, que siguió a la conquista de Sevilla en 1248. Llegar a su
puerto fluvial era como abrir una puerta sobre África y obtener
el camino expedito para llevar la cruzada al corazón del territorio desde donde habían partido tantas oleadas de invasores.
Esa empresa no fue nada fácil porque el enemigo a
vencer eran los benimerines, que habían construido el último
gran imperio del Magreb y soñaban con reconstruir Al-Andalus.
Contra ellos, Castilla llegó a organizar escuadras de más de 30
galeras construidas en las Atarazanas de Sevilla, con las que
los cristianos obtuvieron resonantes éxitos, pero también su-
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frieron durísimas derrotas. La más famosa fue, sin duda, la que
llevó a la muerte en 1340 frente a Algeciras al almirante Jofre
Tenorio y a la mayoría de marineros y guerreros de su flota.
Hubo que alquilar galeras extranjeras mientras se reconstruía
la armada a toda prisa, pero, al final, con la derrota de los benimerines en la batalla del Salado y la conquista de Algeciras, la
batalla por el control del estrecho de Gibraltar se dio por concluida en 1350.
En esa lucha, las galeras salidas del arsenal del Guadalquivir habían contribuido a asegurar el estratégico paso, que
no sólo era vital para los reinos de la Península Ibérica, sino para todo el Occidente europeo. Porque, por encima de las épicas batallas, debe destacarse un hecho crucial: el dominio que
Castilla, un reino cristiano, ejerció sobre la fachada norte de las
Columnas de Hércules, facilitó el contacto marítimo entre dos
de las zonas más ricas de Europa: el Norte de Italia y Flandes,
abaratando extraordinariamente los costes del transporte que
antes discurría por los agrestes pasos de los Alpes. Que los
dos centros industriales más florecientes del continente pudieran enviar sus mercaderías por barco, abarató sensiblemente
los costes del transporte y fue uno de los ejes fundamentales
de la prosperidad del brillante siglo XV europeo. No en vano,
como 300 años más tarde seguiría apuntando el gran econo-
25
Precedentes medievales
mista Adam Smith en su obra La riqueza de las naciones, la
ventaja del transporte marítimo sobre el terrestre era tal, que
para llevar la misma carga que conducen ocho tripulantes en
una embarcación, eran necesarios 50 carros, servidos por 100
hombres y 400 caballos. Así pues, gracias al control del Estrecho de Gibraltar que ejercían las embarcaciones construidas en
el arsenal andaluz, a partir de 1398 las galeras genovesas pudieron salir al Atlántico cada año para dirigirse a Flandes4, seguidas a partir de 1403 por sus competidoras venecianas,
manteniendo de esta forma uno de los más rentables circuitos
económicos de la Europa Occidental.
Terminado en 1350 el periodo álgido de las guerras en
el Estrecho, las galeras andaluzas se inmiscuyeron decididamente en la Guerra de los Cien Años, que puede ser considerada como la primera gran guerra general de la Europa Occidental. Luchando al lado de Francia contra Inglaterra, las
embarcaciones de guerra salidas de las Atarazanas dejaron sin
atacar muy pocos lugares de la costa Sur inglesa y, en 1380,
una escuadra de 20 galeras salidas de Sevilla al mando del almirante Fernando Sánchez Tovar tuvo la osadía de penetrar por
el río Támesis y quemar poblaciones cercanas a Londres, en
Fue en 1272 cuando las primeras galeras llegaron a Flandes, aunque hasta
1298 las expediciones no se hicieron de manera periódica.
4
26
una de las aventuras bélicas más brillantes de la marina de
guerra castellana contra sus tradicionales enemigos en el mar.
Para realizar sus incursiones sobre la costa inglesa, las
galeras andaluzas costeaban la costa atlántica de la Península
Ibérica, pero llegadas al Cantábrico y para no alargar su viaje siguiendo la costa francesa, debían atravesar el peligroso Golfo de
Vizcaya (entonces llamado «Mar de España») en singladuras en
las que dejaban de ver tierra durante más de una semana. Entonces, se ponía a prueba la calidad de la construcción de aquellas
embarcaciones, pues aunque las expediciones se hacían en verano, aquellas aguas resultan temibles en cualquier tiempo. Una
crónica de la época es fundamental para conocer la impactante
experiencia que debía ser atravesar el tormentoso Cantábrico en
aquellas naves. Se trata de El Victorial, donde se cantan las hazañas del almirante don Pero Niño, que dirigió, a comienzos del siglo XV, varias expediciones corsarias, mostrando no sólo la dureza
de aquellos viajes, sino la excelente calidad de sus embarcaciones, capaces de resistir las peores tormentas5.
El relato informa de que las galeras, aunque intentaban
siempre que podían pasar la noche al resguardo de alguna bahía
5
El Victorial. Crónica de don Pero Niño, conde de Buelna, por su alférez Gutierre Díaz de Games, Espasa Calpe, Madrid 1940.
27
Precedentes medievales
cerca de la costa «…por cuanto las galeras cada noche buscan
tierra e las naos la mar…», se veían obligadas muchas veces a
pasar días enteros sin ver tierra. Entonces, los 200 a 300 hombres que solían llevar a bordo, permanecían hacinados en aquellos buques estrechísimos. Cualquier error de la navegación podía
ser fa tal, pues a partir de las dos semanas sin aprovisionarse de
agua, la tripulación podía perecer deshidratada. Si, en medio de
esas ru tas les sorprendía un temporal, con olas que en El Victorial se decía que podían ser «tan altas como sierras» y que fácilmente pasaban por encima de aquellas embarcaciones de bajo
francobordo, no quedaba más remedio que sacar los remos del
agua y amainar las velas y, si la situación empeoraba, sólo restaba encomendarse a Santa María y, cerrando las escotillas, recluirse bajo cubierta dejando sólo a los timoneles y marineros imprescindibles para que lucharan con la tormenta. ¡¡Momentos
inolvidables debían ser aquellos donde cientos de personas se
encontraban acorraladas entre la furia del mar y la pestilencia de
la sentina!!: «…Allí fazían los hombres, con el miedo de la muerte, votos e prometimientos, unos a Santa María de Guadalupe,
otros a Santa María de Finisterra, otros a Fray Pero González de
Tuy e otros a San Vicente del Cabo…»6
Ibídem, p. 279.
6
28
*
Acabamos de señalar que, frecuentemente, las Atarazanas del Guadalquivir fueron capaces de echar al agua flotas de 20
y, en ocasiones especiales, más de 30 galeras. ¿Qué significa este número de embarcaciones con respecto al de otras potencias
del Mediterráneo? En la guerra iniciada en 1359 por Castilla contra Aragón, este último reino llegó a armar una flota de 50 galeras, una fuerza formidable propia de una potencia que en aquellos tiempos poseía un imperio en el Mediterráneo Occidenta l .
Pero, la gran flota aragonesa no se botaba en un solo astillero, sino que repartía los esfuerzos constructivos en varios puertos.
Cuando las dos repúblicas italianas más poderosas se enfrentaron en la llamada guerra de Chioggia, los genoveses atacaron Venecia en 1379 con 47 galeras, lo que significaba también una de
las concentraciones más impresionantes de este tipo de buques
que podían verse en la Europa del siglo XIV. Por su parte, el dux
de Venecia Tommaso Mocenigo dejaba constancia en su testamento de que, en el primer cuarto del siglo XV, la flota de la Señoría contaba con 45 galeras entre gruesas y sutiles, aunque,
desde luego, estas se encontraban distribuidas por varias bases
del Adriático y del Egeo7. Castilla también había construido gale-
Bellavitis, Georgio. L’Arsenale di Venecia…, p. 50-51.
7
29
Precedentes medievales
ras en otros puertos, como el de Santander, pero la capacidad de
b o tar entre 20 y 30 galeras en un solo arsenal convertían a las
A tarazanas de Sevilla en uno de los más importantes astilleros de
la época.
Pero construir una galera no era ni fácil ni barato. Eran
los barcos de combate por excelencia de la Edad Media; embarcaciones alargadas y veloces de alrededor de 40 metros de
eslora por 8 de manga. Sus cascos, con las tablas unidas al ras
eran una obra maestra de la carpintería de ribera, tan rápidos, ligeros y a la vez resistentes, que hoy no seríamos capaces de
construirlos mejor con materiales semejantes. Claro que tenían
un gran inconveniente: las galeras resultaban tan caras, que
normalmente sólo podían ser construidas por las ricas Re p ú b l icas Italianas o por los principales reinos europeos, los únicos
con capacidad para pagar los altos salarios que cobraban los pocos artesanos especializados capaces de construirlas.
Por eso, cuando Alfonso X el Sabio quiso tener una
gran marina de guerra, no se limitó a construir un edificio, sino
que tuvo que contratar a los mejores especialistas en construcción naval y en el combate en el mar. Muchos eran extranjeros y a todos los colocó en uno de los barrios más céntricos
de la ciudad recién reconquistada, que por esa causa llevó el
expresivo nombre de «Barrio de la Mar». Estaba situado entre
30
la Catedral y la Puerta del Arenal8, que se abría en la muralla a
poco más de cien metros del postigo del Aceite y de las Atarazanas, donde la mayoría de aquellos vecinos tendrían que ejercer sus oficios. Éstos, además, recibían permiso para usar sus
casas para montar tiendas en las que comprar y vender mercancía; y disfrutaban del privilegio de tener jueces especiales y
honra de caballeros.
Los repartos de solares realizados tras la reconquista a
los moros sacan a relucir el nombre de algunos de estos habitantes del «Barrio de la Mar». Varios de entre ellos resultan ser genoveses, pues los súbditos de esa República tenían una merecida
fama como constructores de galeras en el Mediterráneo. Entre
ellos, destaca Micer Pedro, genovés, que será uno de los primeros oficiales constructores de las A tarazanas o el calafate Gandolfo, que recibe un buen pedazo de tierra, además de casa en el
barrio9. Parece, sin embargo, que estos artesanos extranjeros estaban dirigidos por españoles, así el jefe de los calafates será Nicolás, el de la Torre del Oro y, sobre todos destaca la figura de
quién será el máximo responsable de las A tarazanas y su primer
La calle que unía el templo con la puerta, hoy llamada García de Vinuesa,
era la arteria central del barrio y se denominaba calle de la Mar.
9
Pérez Embid; Florentino: Estudios de Historia Marítima. Real Academia Sevillana de Buenas Letras, Sevilla, 1979, p 96-97.
8
31
Precedentes medievales
alcaide, llamado Fernán Martínez Baudiña, al que se le suele llamar «Martínez de las Atarazanas»10. La dirección militar de la naciente armada de galeras andaluzas la llevarían a cabo un grupo
de 20 capitanes de mar y guerra, denominados por entonces
«cómitres», muchos de los cuales eran también expertos militares en la guerra marítima contratados en Italia.
Estos primeros expertos constructores, muchos de
ellos foráneos, fueron la semilla que propició la aparición en la
ciudad de un grupo de especialistas locales que terminó dominando las variadas técnicas que eran precisas para poner en la
mar una escuadra de galeras. Fueron los que, a lo largo de los
siglos XIII, XIV y XV, se llamaron «francos de las atarazanas».
Éstos estaban inscritos en una especie de matrícula o maestranza formada por entre 400 y 500 artesanos de muy diversos
oficios, que cuando el rey necesitaba tener las galeras en el
mar, acordaban trabajar a mitad del precio de mercado a cambio de mantener durante toda su vida importantísimas franquicias y privilegios11. Según se especificaba en una Real Provi-
Ortiz de Zúñiga, Anales Eclesiásticos y Seculares de la Muy Noble y Muy
Leal ciudad de Sevilla. Imprenta Real, Madrid, 1795, tomo I, p. 157 y 194.
11
Collantes de Terán. Sevilla en la Baja Edad Media. La ciudad y sus hombres.
Servicio de Publicaciones del Excelentísimo Ayuntamiento de Sevilla, Sevilla
1984, p. 233 a 241.
10
32
sión del rey Juan II (1406-1454), estaban exentos de pagar impuestos directos; de ser reclutados para formar parte de las
huestes que debían luchar en la frontera contra los moros, portugueses o aragoneses; y de la obligación de albergar huéspedes en sus casas12. Era una situación tan ventajosa que era envidiada por los mismos nobles, los cuáles se veían obligados a
contribuir, bajo la apariencia de un préstamo, a algunas de las
peticiones de impuestos extraordinarios de la que los francos
quedaban también liberados13.
El contingente más numeroso de estos francos estaba
formado por los carpinteros, los calafates y los remolares o fabricantes de remos, que sumaban alrededor de centenar y medio de personas; junto a ellos, había un centenar de aserradores, cortadores de madera y carreteros que las trasportaban;
también en número cercano a cien se contaban los herreros,
maestros en construir ballestas, proyectiles, yelmos y armeros
en general; los tejedores y maestros de hacer velas sumaban
el medio centenar y hasta completar la nómina aparecía un nú-
12
Archivo General de Simancas (a partir de ahora citado AGS). Patronato Real, caja 58, doc. 88. Real Provisión dada en Segovia a 3 de noviembre de
1427.
13
Ladero Quesada, Miguel Ángel: Historia de Sevilla. La ciudad medieval. Publicaciones de la Universidad de Sevilla, Sevilla, 1980, p. 109.
33
Precedentes medievales
mero muy variado de artesanos, tales como cordoneros, guarnicioneros o correeros, guardas de montes y hasta albañiles,
pintores y cirujanos. Tal vez el oficio más singular era el de los
doce «buitreros», que se dedicaban a obtener plumas de buitres que, según parece, eran las mejores para lograr un vuelo
estable de las flechas y otros proyectiles.
Debemos considerar que un contingente de 500 trabajadores constituía una fuerza laboral muy importante, y si lo
comparamos, de nuevo, con los trabajadores del Arsenal de
Venecia, veremos que las primeras cifras de arsenaloti, es decir, de aquéllos que aparecían vinculados de manera permanente al astillero veneciano, no superaban la cifra del medio
millar, aunque este número podría verse aumentado con otros
obreros que realizaban trabajos ocasionales14. Del mismo modo, este número cobra relevancia si consideramos que, a finales del siglo XIV, Sevilla tenía poco más de 2.500 vecinos15.
Junto a estos artesanos y trabajadores libres, las Atarazanas
dispusieron siempre de una mano de obra forzada, compuesta
14
Davis, Robert C.: Shipbuilders of the Venetian Arsenal. Workers and Workplace in the Preindustrial City, The Johns Hopkins University Press, Baltimore and London 2007, p. 13.
15
Ladero Quesada, Miguel Ángel: Historia de Sevilla…, p.61.
34
fundamentalmente por cautivos musulmanes que a veces llegaron a formar contingentes de hasta 80 moros, buenos carpinteros y aserradores.
**
La actividad industrial de las Atarazanas ponía en el
agua verdaderas joyas de la tecnología medieval pero, ev identemente, la presión que sobre los recursos de la ciudad
podría suponer el armar una flota de 20 galeras era muy importante. Sevilla en 1384, fecha en la que se conserva su primer padrón, tenía ex a c tamente 2.613 vecinos, lo que supondría alrededor de 15.000 habitantes16. Como la tripulación
media de una galera era como mínimo de 200 hombres, entre remeros, marineros y soldados, estamos hablando de,
por lo menos, 4.000 personas para la flota completa, o, lo
que es lo mismo, el equivalente a un cuarto del total de la
población de la ciudad. Algunos de los combatientes eran
vecinos de Sevilla, pero muchos otros, en especial los remeros, solían venir de fuera, de lugares tan lejanos como Asturias o la llamada Behetrías de Castilla, cuyos habitantes gozaban de importantes franquezas y libertades a cambio de
Ibídem.
16
35
Precedentes medievales
servicios como el de remar en las galeras17. Hay que adve r t i r
que, en esta época, los galeotes no eran esclavos ni delincuentes forzados, sino gente libre que además de bogar,
cuando llegaban a la costa enemiga, desembarcaban y luchaban con la esperanza de obtener un botín y complementar la soldada que les pagaba el rey.
Este considerable número de personas debían ser alimentadas y alojadas mientras se producía la partida definitiva
de la flota, lo que evidentemente suponía una importantísima
presión sobre el conjunto de los recursos de la ciudad. Como
habremos de ver más adelante, en los momentos álgidos de la
Carrera de Indias, cuando salían dos convoyes anuales para el
Nuevo Mundo, las tripulaciones de dichas flotas llegaron a alcanzar un máximo de unas 8.000 personas. Ello suponía un impacto enorme para una ciudad que, a principios del XVII, podía
alcanzar los 150.000 habitantes, pero significaba sólo un 5%
de la población de entonces, proporcionalmente mucho menos que en siglo XIV. Es cierto que las flotas de Indias salían
anualmente y las armadas de galeras sólo ocasionalmente, pe-
Archivo General de Simancas (a partir de ahora citado AGS). Patronato Real, caja 58, doc. 88. Información sobre el orden que había en sostener las galeras de las Atarazanas de Sevilla, Sevilla 11 de junio de 1516, testimonio del
cómitre Mateo Sánchez.
17
36
ro ello no le quita importancia al esfuerzo que significaba su organización durante la Baja Edad Media.
Es evidente que, cuando se armaban las galeras, una
gran parte de la capacidad laboral e industrial de la ciudad se volcaba en exclusiva en este empeño. Baste con un dato para demostrar hasta qué punto la actividad en el astillero debía absorber el conjunto de la vida económica hispalense. A principios del
siglo XV, una época en la que el dinamismo constructor decayó
n o tablemente, en los libros de cuentas del Ayuntamiento del año
1406 se anotaba que «…las más de las carr e tas que hay en esta
ciudad están todas tomadas para el alcaide de las dichas tarazanas para que traigan madera…»18. Considérese la importancia
que una actividad económica podría tener para cualquier ciudad
moderna si la práctica totalidad de sus medios de trasporte estuviera dedicada a ella en exclusividad. Y es que, a la preparación de
la flota, que implicaría la construcción de algunas galeras nuevas
y la reparación de las demás, se sumaría la fabricación y reparación del armamento y el acopio y preparación de víveres.
En ese sentido, sabemos que dentro de las Atarazanas
existieron varias herrerías, que todavía en 1480 conservaban el
18
Carande, Ramón. Sevilla, fortaleza y mercado, Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Sevilla, 1975, p.83.
37
Precedentes medievales
privilegio de fundir toda la clavazón que se necesitaba en la ciudad19. Pero además, dentro de sus muros existían carnicerías
donde se mataban las reses y se preparaba la carne seca o tasajo para el consumo de las tripulaciones, mientras que el bizcocho, pan recocido que formaba la base de la dieta de los
hombres de mar, se preparaba en unos hornos situados en el
corral de Jerez, en las inmediaciones del arsenal20.
La tala y transporte de la madera para el astillero era
otra actividad esencial y que también conllevaba numerosos
esfuerzos. Desde el principio, la madera para las Atarazanas se
cortaba en los montes de la sierras situadas al Norte de Sevilla,
en las localidades de de Villanueva del Camino, Constantina, la
Puebla de los Infantes, Alanís, El Pedroso, Guillena, Castilblanco y Aracena. En estos lugares, crecían bosques de pinos, encinas, alisos, fresnos y alcornoques, cuyos derechos de tala y
explotación estaban exclusivamente reservados por la Corona,
para uso de las Atarazanas. El transporte se realizaba por tierra
19
AGS. Registro General del Sello, legajo 148001, doc. 182. Se trata de una
Real Provisión fechada el 26 de enero de 1480, que sobrecartaba otra del
tiempo de Juan II.
20
AGS. Patronato Real, caja 58, doc. 88. Información sobre el orden que había
en sostener las galeras de las Atarazanas de Sevilla, Sevilla 11 de junio de
1516, testimonios del cómitres Juan Rodríguez y del alcaide Diego Barbosa.
38
hasta llegar al Guadalquivir, aguas arriba de Sevilla, desde donde se traían flotando hasta la ciudad. El mantenimiento del monopolio de estos recursos trajo consigo innumerables conflictos con los vecinos de los municipios citados, que hacían lo
posible por incumplir las leyes y aprovecharse de aquellos bosques. En varias ocasiones, hasta 70 vecinos de un mismo pueblo, como fue el caso de Constantina, resultaron inculpados en
las cortas ilegales. Las continuas Reales Cédulas con prohibiciones, castigos y amnistías, nos indican que se trató de un
asunto difícil de resolver21.
Para pagar el extraordinario coste de mantenimiento
del arsenal, los reyes acudían fundamentalmente a las derramas de impuestos directos o pedidos. Dichos pedidos se les
solían exigir a los caballeros y nobles a través de préstamos,
que muchas veces no se devolvían, y en forma de contribución
no reembolsable a la gente común o pecheros, que no habían
conseguido ocultarse bajo el manto protector de alguna franqueza. Con todo, debido a que estas imposiciones directas y
extraordinarias no solían ser suficientes, el arsenal recibió el
21
AGS. Registro General del Sello Legajo 149602, doc. 192. Comisión a don
Álvaro de Portugal, presidente del Consejo Real y alcalde mayor de los Alcázares y Atarazanas de Sevilla para que haga pesquisa sobre el corte ilegal de
los bosques…», Toro, 11 de febrero de 1496.
39
Precedentes medievales
derecho a cobrar una serie de impuestos que gravaban indirectamente la actividad económica de Sevilla, como eran los diezmos sobre la venta del carbón, la teja, cal y ladrillo. Según parece, algunos de esos arbitrios fueron adjudicados primero de
manera provisional y la más antigua prueba de ello se produjo
en las Cortes de Toro de 1371, referida exclusivamente a la
venta del carbón. Con el paso de los tiempos, estos impuestos
quedaron vinculados de manera permanente a las rentas de
las Atarazanas y del Alcázar y así aparecen en las cuentas de la
segunda mitad del siglo XV22.
***
Pero, incluso las máquinas tecnológicamente más
avanzadas acaban por quedar anticuadas ante el cambio de las
circunstancias y las necesidades. En el primer cuarto del siglo
XV, todavía se armaron en las Atarazanas algunas importantes
escuadras de galeras, aunque nunca llegaron a reunir a veinte
o treinta de estas embarcaciones como había ocurrido en los
siglos anteriores. El último armamento de importancia se produjo a lo largo de los años 1419 y 1420, cuando 15 galeras salidas de las Atarazanas del Guadalquivir, unidas a otras cinco armadas en Santander, realizaron una incursión en el Canal de la
AGS. Contaduría Mayor de Cuentas, 1ª época, legajo 1450.
22
40
Mancha siguiendo la tradicional política de los Trastámara de
apoyo a Francia contra Inglaterra23. A partir de estas fechas, y
sobre todo una vez rebasada la mitad de la centuria, las referencias a acciones de las galeras salidas del arsenal sevillano
son muy escasas y, cuando las hay, las ejecutan muy pocas
embarcaciones.
Así que, desde 1450 en adelante, bajo los arcos de ladrillo del astillero hispalense, comenzaron a pudrirse lentamente dos docenas de galeras, mientras que la estructura del edificio se resentía de la inactividad, llegando a perder la
techumbre de algunas naves. Sin embargo, el golpe de gracia
para el arsenal llegó cuando, en el año 1493, la primera de sus
naves fue desalojada y, tras una remodelación completa, convertida en mercado de pescado de la ciudad. Esta situación es
tanto más llamativa si se vuelve a establecer una comparación
con l’Arsenale de la Señoría Veneciana. Veíamos al comienzo
que, cuando Alfonso X inauguró las Atarazanas en 1252, el tamaño de ambos astilleros era semejante y, si dejamos a un la-
23
Aznar Vallejo, Eduardo. La organización de la flota real de Castilla en el siglo
XV. En: González Jiménez, Manuel e Isabel Montes Romero-Camacho (editores). La Península Ibérica entre el Mediterráneo y el Atlántico. Siglos XIII al
XV. Servicio de Publicaciones de la Diputación de Cádiz-Sociedad Española
de Estudios Medievales, Sevilla-Cádiz 2006, p. 326.
41
Precedentes medievales
do la capacidad de los arsenales privados venecianos, las posibilidades de botar galeras propiedad del Estado era la misma en Andalucía que en Venecia. Sin embargo, en la gran capital de la laguna las instalaciones no dejaron de crecer a lo
largo de doscientos cincuenta años y a fines del siglo XV ya
se extendían por 13 hectáreas y cien años más tarde alcanzaron unas monstruosas 26 hectáreas24. ¿Qué razones pueden
explicar la decadencia de las Atarazanas de Sevilla como astillero? ¿Cómo puede explicarse semejante metamorfosis, que
la hacen pasar de fábrica de embarcaciones a mercado municipal y almacén?
Una primera explicación tiene que ver con la política interior y exterior de Castilla. El reinado de Juan II (1406-1554)
significa la fase álgida de la lucha que enfrentaba a la autoridad
central de los monarcas con los particularismos nobiliarios.
Puede decirse que, desde el comienzo del siglo XV, el reino se
vio inmerso en sus problemas internos y en un estado de guerra civil permanente, con lo que se entiende que las aventuras
de las galeras en los mares del Norte no tuviesen el menor interés para la Corona.
Bellavitis, Giorgio. L’Arsenale di Venecia… p. 50-60 y 69-70.
24
42
Pero, hay otro grupo de razones bien distintas que ayudan a comprender todavía mejor la decadencia del arsenal de
las galeras andaluzas. No son de orden político, sino que tienen que ver con el desarrollo de la tecnología naval y militar y,
en especial, con las etapas de la expansión marítima europea.
Si quisiéramos resumir este conjunto de explicaciones, podríamos decir que fue la irrupción de «la Mar Océano» en los horizontes de Castilla la que condenó a su desaparición al viejo arsenal del Guadalquivir. Fue la consideración del Atlántico como
anchuroso espacio de comunicación, en vez de, como había sido visto hasta entonces, un litoral costero e incluso como una
gran barrera, la que hizo cada vez más inútil el tipo de embarcaciones que se construía en las Atarazanas.
El siglo XV supuso, en primer lugar, un drástico cambio de escenario para las empresas navales de los castellanos y, por supuesto, para sus vecinos y competidores portugueses. Si hasta entonces los teatros de operaciones
principales habían sido las orillas del Estrecho de Gibraltar y
el Canal de la Mancha, que, en el fondo, era otro «Mediterráneo» entre la costa inglesa y francesa, ahora se abrían nuevos horizontes marítimos en los archipiélagos del Atlántico
(Azores, Madeira, Canarias), la costa sahariana, y más allá, la
de Guinea en dirección a la India.
43
Precedentes medievales
Operario calafateando una nave
44
Aunque los viajes de pescadores andaluces a los ricos
caladeros atlánticos del África Occidental debían ser muy antiguos, la primera incursión castellana bien documentada que se
internó profundamente hacía el Sur de las columnas de Hércules
la recoge la crónica del canciller Ayala a fines del siglo XIV, concretamente durante el reinado de Enrique III (1390-1406) en
1393: «En este año, estando el rey en Madrid tuvo nuevas como
algunas gentes de Sevilla e de la costa de Vizcaya e de Guipúzcoa, armaron algunos navíos en Sevilla e llevaron caballos en
ellos e pasaron a las islas que son llamada Canarias…»25.
Después vendrían las expediciones que culminaron la
ocupación de las Canarias y, en los primeros años del reinado
de los Reyes Católicos, las armadas que se enviaron a Guinea
para hostigar a los portugueses, que hacía años habían emprendido su particular ruta africana en dirección a la India. Para
ninguna de estas expediciones fueron convocadas las galeras
reales del astillero del Guadalquivir. La explicación es sencilla:
estas embarcaciones no eran las adecuadas para los nuevos
escenarios marítimos. Es cierto que las galeras, aunque naci-
25
López de Ayala, Pedro. Crónicas de los reyes de Castilla don Pedro, don Enrique II, don Juan I, don Enrique III por don Pedro López de Ayala Canciller
Mayor de Castilla. Imprenta de don Antonio de Sancha, Madrid, M DCC
LXXX, p. 493.
45
Precedentes medievales
das en el Mediterráneo, podían ser usadas como barcos oceánicos. Si no fuera así, no habría manera de explicar las extraordinarias aventuras de Fernán Sánchez de Tovar que, para asolar
la costa inglesa partiendo desde Sevilla, había necesitado atravesar zonas tan poco sosegadas para la navegación como la famosa Costa da Morte gallega o el Golfo de Vizcaya. Ahora bien,
una galera nunca podría ser una embarcación transoceánica.
Estos buques precisan navegar siempre con una costa cercana
en la que apoyarse, y bien lo sabía el autor de El Victorial al decir que las naos de noche buscan la mar y las galeras la tierra.
Con sus tripulaciones de entre 200 y 300 hombres, sus cascos
largos, su puntal de entre uno y dos metros y sus estrechas
bodegas, apenas podían acumular agua dulce para unas dos
semanas. La crónica nos cuenta como, en una incursión por el
Mediterráneo, tras haberse reabastecido completamente de
agua, su expedición se vio forzada a arribar en sólo 20 días a la
peligrosa costa de Berbería para volver a hacer aguada26. Es decir, con una autonomía de entre 15 y 20 días, una galera no podía soñar con atravesar ninguno de los océanos del planeta.
Podría pensarse que el bojeo de África si podía estar al alcance
de sus posibilidades, pero en el viaje de ida se debía atravesar
Díez de Games, Gutierre. El Victorial…, p. 134.
26
46
la desierta costa sahariana, donde era inútil buscar puntos de
avituallamiento, y sobre todo, en los viajes de vuelta desde
Guinea, era necesario «engolfarse», es decir, meterse en las
profundidades o «golfo» del océano, para hallar vientos favorables que llevasen de vuelta a casa. Así que mientras los cascos
de las galeras sevillanas comenzaban a pudrirse en el arsenal,
otras embarcaciones, como las naos y las carabelas, las sustituían en las nuevas empresas de conquista que emprendían
los castellanos más allá de las Columnas de Hércules.
Pero, además de este brusco cambio de escenario, los
viejos buques de guerra que eran las galeras también se veían
superados poco a poco en lo que siempre había sido su principal habilidad: el combate en el mar. Dos son los elementos
que confluyen para explicar este hecho. Por un lado, la aparición a lo largo del siglo XIII de alguno de los desarrollos técnicos más importantes de la construcción naval, entre los que
destaca fundamentalmente la aparición del timón de codaste.
La existencia de este nuevo sistema de gobierno estaba permitiendo la construcción de veleros cada vez mayores. Eran las
tremendas carracas, que aprovechándose de la estabilidad en
el rumbo que proporcionaba este nuevo timón, podían llevar
cada vez mayor número de mástiles y de velas, y, por tanto, alcanzar arqueos de mil y dos mil toneladas. Si uno de estos
47
Precedentes medievales
monstruos se encontraba con una galera, que solían arquear
entre 100 y 200 toneladas, a poco de viento que soplase, la podía pasar por la quilla rompiéndola como si fuera una cáscara
de nuez. Desde el momento en que soplaba el viento, las galeras huían de la confrontación con los pequeños veleros de alto
bordo y sentían terror ante las monstruosas carracas.
La galera tenía su momento en las encalmadas, cuando, sobre todo si estaba en compañía de otras, podían, movidas por sus remeros, acosar como una manada de lobos a las
naves mercantes. Sin embargo, la lenta evolución de un invento militar fundamental, la artillería, habría de terminar también
con esta ventaja. Desde el momento en que en las bordas de
los buques mercantes comienzan a abrirse portas por las que
disparar los cañones, ni aun con la mayor de las calmas podían
soñar las galeras en acercarse a un gran velero. A partir de fines del siglo XV, la vida de las galeras como buque principal de
las armadas había concluido. Es verdad que todavía habría
grandes batallas en las que estos barcos lucharon entre sí en
el Mediterráneo, como ocurrió en 1571 en Lepanto, pero su
presencia como buque de batalla en medio del océano era impensable. Esta permanencia de las galeras (que no olvidemos
ha sido la embarcación que más tiempo se ha mantenido en
servicio y que existen grabados de ellas en los palacios de Ní-
48
nive en el siglo VIII a.C) se debió, sobre todo, a su insustituible
papel de barco de asalto anfibio, ya que, con su capacidad de
varar en una playa, podían proyectar una fuerza de soldados
sobre la costa. También siguió siendo durante años un excelente buque para perseguir corsarios y así los españoles la usaron
en Filipinas y en el Caribe, lugares en donde la guerra tenía lugar entre islas cercanas. Con todo, en estos casos las galeras
fueron incapaces de atravesar solas el océano y su eficacia
contra los modernos corsarios armados con cañones fue muy
escasa. Simplemente una larga era, las de las viejas penteconteras y trirremes27 de los griegos y romanos y sus herederas
fabricadas por los reinos y repúblicas del Mediterráneo, estaba
tocando a su fin.
Pero, aun podemos ofrecer un tercer conjunto de explicaciones para comprender el fin de las A tarazanas andaluzas como
arsenal. La unión de Castilla y Aragón hizo que España dispusiera
de un buen número de astilleros en el Mediterráneo con experiencia en la construcción de este tipo de buques. Desgraciadamente,
no tenemos ninguna referencia del costo de las galeras que se
27
Las penteconteras en las que los griegos realizaron sus grandes viajes de
exploración eran, en realidad, galeras de 50 remos. Los trirremes griegos y
romanos eran enormes galeras con tres filas de remeros y un fuerte espolón a proa.
49
Precedentes medievales
producían en Sevilla, pero la ciudad siempre fue cara y es posible
que no pudiese competir con las embarcaciones que se botaban
en otros lugares de la reciente monarquía unificada. Lo cierto es
que en plena guerra con Portugal, Fernando de Aragón protegió la
propia ciudad de Sevilla con galeras aragonesas, lo que constituye
una paradoja muy significativa. En el mismo sentido, tampoco encontramos a las galeras andaluzas interviniendo en las operaciones marítimas durante la guerra de Granada. Es más, cuando los
Reyes Católicos deciden construir una armada para proteger el
Estrecho de Gibralta r, Diego Valera, uno de sus principales consejeros les recomendó «no empacharse de galeras»28. Y, en efecto,
cuando finalmente dicha escuadra se formó, la compusieron una
gran carraca de 1. 2 00 toneladas, cuatro naos de entre 120 y 480
toneladas y una carabela29. Se trataba de embarcaciones construidas en el Cantábrico y que no eran propiedad del rey, sino que habían sido alquiladas a sus propietarios particulares.
Aquí tenemos otra explicación para comprender el fin
del astillero del Guadalquivir: uno de los motivos que Valera
aducía para no aconsejar la participación de las galeras en las
28
Valera, Diego. Epístolas, La Sociedad de Bibliófilos Españoles, Madrid
1878, p.78-82.
29
Ladero Quesada, Miguel Ángel. La Armada de Vizcaya (1492-1493): Nuevos
datos documentales. «En la España Medieval», 2001, 24, p. 370.
50
armadas del Estrecho era su altísimo coste, que pagaba directamente el rey, pues eran barcos de su propiedad. Habida
cuenta de que la pujanza creciente del comercio lanero había
creado en el Cantábrico una numerosa flota de veleros propiedad de particulares, resultaba más barato alquilarlos (mediante
una requisa forzosa la mayor parte de las veces) y armarlos,
que pagar la construcción de una flota de galeras que podía
quemarse, hundirse o anegarse con gran facilidad30. Y éste fue
el sistema que desde los Reyes Católicos usó la Corona para
formar sus flotas de guerra. Así se formaron también las escuadrillas que protegían a los mercantes de las flotas de Indias
hasta, por los menos, el año de 1568 en que Felipe II se vio
obligado a botar en Deusto sus famosos galeones denominados «Los Doce Apóstoles», con los que Estado volvía a mantener una flota de guerra formada por barcos de su propiedad.
Cabe todavía una última pregunta: ¿Acaso no podían
haberse adaptado las Atarazanas a la construcción de otro tipo
de embarcaciones? La respuesta es necesariamente negativa.
El edificio estaba diseñado para construir galeras y difícilmente
podría adaptarse a otro tipo de buques. La distancia entre sus
Ver: Aznar Vallejo, Eduardo. La organización de la flota real de Castilla en el
siglo XV… p. 334.
30
51
Precedentes medievales
pilares, que iba de los 7 a los 10 metros, no permitía la construcción de los grandes buques oceánicos, cuyas mangas podían superar esta anchura. Por otra parte, un galeón o una nao
con sus profundas obras vivas, sus cascos convexos y su porte de varios centenares de toneladas no podían ser varados en
la arena, sobre la que se volcarían inmediatamente, ni eran
susceptibles de ser arrastrados por el Arenal para resguardarse bajo las cubiertas de tejas de las Atarazanas.
Este cúmulo de razones explica que, en el año de 1493,
los Reyes Católicos autorizaran el traslado a la primera nave de
las A tarazanas del mercado de pescado de la ciudad, lo que significó el principio de su final como astillero. No es casualidad que
ese mismo año, los reyes recibieran en Barcelona a un genovés
que acababa de abrir una nueva ru ta en el océano; una ru ta por
donde no podían navegar las viejas galeras sevillanas. Fue un duro golpe para el edificio, pero no supuso su muerte. Consiguió
a d a p tarse a los nuevos tiempos sirviendo de almacén de las flotas de Indias y pudo llegar hasta nosotros.
52
II
Tecnología contra la inmensidad
del Océano
Marino calculando la latitud con el astrolabio
53
Tecnología contra la inmensidad del Océano
En el año 1503, los Reyes Católicos fundaron en Sevilla la
Casa de la Contratación de las Indias Occidentales, que tendría a
su cuidado la organización del todo el tráfico comercial y marítimo entre España y sus posesiones ultramarinas. La primera sede de este organismo fue, precisamente, la nave nº 17 de las viejas A tarazanas. De esta manera, se establecía simbólicamente
un nexo de unión entre el edificio que para la Corona había sido
clave en el control de los espacios marítimos europeos durante la
Edad Media, con el organismo que regiría el salto a los Océanos
durante la Edad Moderna. A los pocos meses, aquel espacio de
las A tarazanas quedó exclusivamente dedicado a almacén de las
armadas reales y se trasladó al Alcázar la sede central de la Casa
de la Contratación. A los pocos años, en 1508 ex a c tamente, se le
empezarían a añadir cargos y a adjudicarle funciones científicas,
que la convertirían en una institución destinada no sólo a regir el
comercio trasatlántico, sino a dirigir la gran aventura de dominar
lo que entonces se llamaba «la Mar Océano».
Para conquistar los océanos había que utilizar una equilibrada mezcla de experiencia, tecnología y valor. La primera se
basaba en siglos de práctica; la segunda en la inteligencia y en
los deseos de cambiar el mundo; el tercero solía ser fruto a
partes iguales de la ambición, la curiosidad y la desesperación.
Los tres elementos eran indispensables, pero debe reconocer-
54
se que, entre los siglos XIII y XVI, se produjo una intensificación sin precedentes de los avances técnicos en materia de
navegación. No es fácil de explicar por qué se progresó tanto
en esa etapa, y normalmente se relaciona con el constante aumento de la población europea desde el siglo X al XII, lo que incrementó también el comercio y la necesidad de búsqueda de
medios de cambio (como el oro y la plata). Los pueblos de la
Antigüedad también habían realizado viajes espectaculares,
entre los que destacan la posible circunnavegación de África
en tiempo del faraón Nekao II (siglo VIII a.C.); los famosos periplos fenicios de Hanón e Himilcón (siglo VI a.C.) hacía el Norte
de Europa o el Golfo de Guinea; o el viaje del griego Piteas (siglo IV a.C.) desde el Mediterráneo al mar Báltico. Habían sido
fabulosas aventuras, pero todas ellas se realizaron fundamentalmente mediante navegación costera, sin que en aquellos remotos tiempos existiese ni la determinación, ni la tecnología
suficiente para atravesar el Pacífico o el Atlántico en viajes
transoceánicos.
Para vencer en la batalla contra el océano y posteriormente convertirlo en verdaderas autopistas de la comunicación humana, hacía falta adquirir considerable destreza en tres
técnicas fundamentales: orientarse en un espacio vacío y sin
apenas referencias; codificar eficazmente las experiencias ob-
55
Tecnología contra la inmensidad del Océano
tenidas para que los próximos viajes no fueran una aventura a
ciegas; construir vehículos capaces de resistir durante meses
dentro de un medio adverso y en el que pocas ayudas podían
esperarse del ex t e r i o r. Es decir, era necesario dominar la navegación, la cartografía (incluyendo tanto la fabricación de
mapas como de derr o t e r o s 31) y la construcción naval. A los
buques nos referiremos en el capítulo siguiente. En el presente, hablaremos de cómo navegaban y qué tipos de mapas fueron precisos para que nuestros antepasados comenzasen a señorear el mar.
*
Los grandes cosmógrafos, esos estudiosos del Universo que trabajaron en la Andalucía de comienzos del XVI, se referían a la navegación como un «arte». Según uno de los más
conocidos, Martín Cortés, que escribió en Cádiz y publicó en
Sevilla en 1551 su famoso Breve compendio de la Sphera y de
la arte de navegar32, dirigir un barco en medio de la mar era una
de las cuatro cosas más difíciles de ejecutar por un ser huma-
31
Se llamaban derroteros a la relación escrita y gráfica que señalaba todos
los accidentes que un piloto podía encontrar en una determinada ruta.
32
Cortés, Martín: Breve compendio de la Sphera y de la arte de navegar, Museo Naval, Madrid, 1991. La primera edición es de 1551 y se realizó en Sevilla, en el taller de Antón Álvarez.
56
no, según había ya anotado hacía 25 siglos el sabio rey Salomón. Con ello, Martín Cortés y sus colegas querían decir que
la náutica había dejado de ser un simple oficio, que era algo
«…que puede el hombre aprender por sí con el uso…» y se
había convertido en un «arte» que era un conocimiento que
«…ninguno puede saber por sí y así conviene que tenga maestro que lo enseñe…»33. El concepto de «arte» en el siglo XVI
no tenía que ver con las «bellas artes» y se asimilaba a lo que
hoy podíamos entender por una disciplina científica que estudia la naturaleza. Los estudiantes universitarios que se graduaban en «artes» eran expertos en matemáticas, geografía o
cosmografía. Esta última trataba de la composición del Universo o cosmos, del número de esferas que lo componían, de los
eclipses y del movimiento de los astros. Precisamente porque
trataba de las estrellas, y los astros eran los únicos puntos de
referencia que un marino podía encontrar en medio del océano, la cosmografía era la base de la navegación científica, que
en aquellos días estaba en sus comienzos. Así pues, cuando
Estas definiciones de «oficio» y «arte» pertenecen a un documento de mediados del siglo XVI atribuible al cosmógrafo sevillano Pedro de Medina:
Real Academia de la Historia. Colección don Juan Bautista Muñoz. A-71, tomo 29, nº 304. «Coloquio sobre las dos graduaciones diferentes que las cartas de Indias tienen».
33
57
Tecnología contra la inmensidad del Océano
alguien se refería al «arte de navegar» no pretendía otra cosa
que dignificarlo y asimilarlo lo más posible a una verdadera
ciencia. ¿Pero de verdad lo era? ¿El resto de los mortales, dejando a un lado algún que otro voluntarioso cosmógrafo contratado por el rey de España, pensaban también que navegar era
una disciplina científica?
Lo cierto era que, durante el Renacimiento, para dirigir
un barco la inmensa mayoría de los pilotos echaban manos de
un poco de ciencia y de grandes cantidades de experiencia. Lo
que había marcado una auténtica revolución tecnológica en la
Europa occidental había sido la navegación magnética. El descubrimiento de la brújula, de origen chino y llegado a Occidente a través de los árabes en el siglo XIII, permitía a un piloto,
aun en medio de la oscuridad de una noche sin estrellas, conocer el lugar al que se dirigía, ya que una pequeña aguja imantada, al verse influida por el gigantesco imán que es nuestro planeta, se orientaba siempre en una posición fija Norte-Sur. No
es del todo exacto que la brújula señalase el Norte geográfico;
desgraciadamente la cosa no era tan sencilla. Las agujas marcaban el Norte magnético, cuya diferencia con el geográfico se
llama «Declinación Magnética», que varía a lo largo del tiempo
y de la superficie del planeta, pero que, por suerte, en el Mediterráneo esa pequeña diferencia angular había permanecido
58
constante durante siglos y los marinos habían aprendido a descontarla al hacer sus cálculos.
Para manejar la brújula, era necesario poseer un tipo de
mapa espacial que se denominaba portulano. El más antiguo
de los que conservamos es una carta que se debió fabricar en
Pisa a comienzos del siglo XIV y, por ello, se conoce como
«Carta Pisana». De entre los dos tipos principales en los que
se pueden clasificar los mapas, aquéllos que intentan ser una
imagen o representación del mundo y los que únicamente pretender servir para seguir un camino sin perderse, los portulanos eran de estos últimos. Suelen reflejar con todo detalle las
costas y sus principales accidentes, con todas las bahías, cabos y puertos… de ahí su nombre. Pero, en muchas ocasiones, el interior de los continentes permanece vacío, salvo alguna que otra ilustración alegórica sobre las costumbres del país
o los escudos de los reinos correspondientes. Los portulanos
están hechos exclusivamente para navegar y por eso es el mar
y el litoral lo que despierta interés, siendo superflua la demás
información que proporcionan.
Como un portulano está hecho para navegar mirando una
brújula, el mar aparece cubierto por centenares de líneas que
conforman lo que aparece una tela de araña, pero en realidad no
son otra cosa que rumbos magnéticos. La circunferencia sobre la
59
Tecnología contra la inmensidad del Océano
que se colocaba la aguja de la brújula estaba dividida en 32 radios
llamados vientos o rumbos. En nuestros tiempos, las circunferencias, y los correspondientes rumbos, los dividimos en 360
grados, pero la precisión de aquellos antiguos instrumentos tenía
b a s tante con cuatro cuadrantes de ocho rumbos cada uno. Para
construir un portulano se dibujaba en el centro del mapa una «rosa de los vientos», es decir una circunferencia dividida en 32 radios que solía señalar el norte con una flor. Esos 32 radios se prolongaban hacia los extremos de la carta, en donde se trazaba otro
gran círculo concéntrico al pequeño de la «rosa de los vientos».
En cada una de las 32 intersecciones de los radios con ese segundo círculo se dibujaba otra pequeña «rosa», de cada una de las
cuales partían otros 32 radios. De esta manera, la carta alcanzaba
esa extraña forma de tela de araña. Parece complejo, pero como
todos los segmentos de la maraña eran proyecciones de alguno
de los 32 rumbos, bastaba con señalar aquellos que llevaban de
un punto a otro, para saber cual era la dirección a seguir utilizando
la brújula. Para conocer cuándo había que cambiar de un rumbo a
otro, el piloto estimaba el camino recorrido en función de la velocidad del buque y, de acuerdo con la escala que proporcionaba la
c a r ta, pintaba la ru ta valiéndose de una pluma y un compás.
Portulano y brújula fueron los dos primeros y principales
elementos que comenzaron a convertir el oficio de piloto en
60
una ciencia. Pero hay que comprender que el sistema tenía una
exactitud relativa, pues uno de sus pilares era la estimación de
la velocidad y las millas navegadas. Además, desde el momento en que los europeos salieron a navegar al Atlántico, la declinación magnética dejó de ser constante. La diferencia angular
entre el Norte geográfico y el terrestre (que es lo que se conoce como declinación magnética) suele ser pequeña, de unos
pocos grados, pero un simple grado de diferencia, si la travesía
era de miles de millas atravesando un océano, podía conducir al
buque a cientos de kilómetros del destino deseado.
Por ello, como sus antepasados, los marinos del Renacimiento no pudieron olvidar aquello que decía el cosmógrafo
Martín Cortés: para andar por la mar hay que poner los ojos en
el cielo. Además de la navegación magnética, era necesario conocer las viejas y modernas técnicas de la navegación astronómica. Desde la Antigüedad clásica, se conocía que la particular
posición de la estrella Polar en la prolongación del eje de la Tierra la mantenía aparentemente fija en la bóveda celeste marcando el norte con gran exactitud y sin problemas de declinaciones magnéticas. Además, a medida que se caminaba hacia
el Norte, la estrella parecía subir sobre la línea del mar y su ángulo («altura») sobre el horizonte marcaba la latitud de un lugar.
Para medir la altura del astro, se solía emplear el cuadrante o la
61
Tecnología contra la inmensidad del Océano
ballestilla. El primero consistía en una escuadra de madera con
un cuarto de círculo graduado uniendo los dos brazos del instrumento. Al apuntar a la estrella las miras situadas en uno de
los brazos, una plomada situada en el vértice marcaba el ángulo correspondiente sobre el cuarto de círculo. Por su parte, la
ballestilla disponía de una vara graduada y una regleta que se
deslizaba por ella, formando una especie de cruz. El piloto debía mover la regleta hasta ver la estrella en el límite superior de
la cruz y el horizonte en el inferior, midiendo el ángulo correspondiente en la vara graduada.
Podía pensarse que, usando la estrella y empleando la
brújula las noches nubladas, los marineros tenían todos los
problemas resueltos. Sin embargo, la cosa seguía sin ser tan
sencilla, porque la Polar, al igual que parece subir cuando se
camina hacia el Norte, también desciende navegando hacia el
Sur. En latitudes tropicales, que era donde se realizaban la
mayor parte de las navegaciones españolas en América, apenas se distinguía sobre el horizonte, y dejaba de divisarse al
cruzar el Ecuador. El único astro que se veía con claridad, sin
importar el lugar del planeta desde el que se le observase, era
el Sol. Por eso, el cálculo de la latitud por la altura alcanzada
por el Sol sobre el horizonte al mediodía fue el gran aporte de
la navegación astronómica durante el Renacimiento. Dominar
62
esta técnica distinguía al marino científico del que no lo era y
constituía una ayuda muy importante para la navegación: bastaba con conocer la latitud del punto de destino para que el piloto, manteniendo su barco a esa altura, acabara llegando más
tarde o más temprano al punto de destino. Hubiese sido perfecto si además de la latitud se pudiera conocer la longitud, o
distancia Este-Oeste con respecto a un meridiano de refe r e ncia. Así, cruzando los dos ejes se hubiera podido establecer
cualquier posición de manera precisa. Pero, esa posibilidad no
estuvo en manos del más científico de los pilotos hasta fines
del siglo XVIII.
El problema había preocupado tanto, que muchos monarcas habían ofrecido premios a quienes pudieran encontrar
un método para obtener la longitud. El rey de España fue uno
de los que prometió dineros y honores y a los concursos se
presentaron científicos de tan universal renombre como Galileo Galilei. Nadie pudo resolver la cuestión y se llegó a decir
que el asunto de la longitud era un desafío puesto por Dios para que los hombres se mostrasen menos soberbios. Para un
creyente quizá pueda parecer esto verdad porque, al final, el
problema de hallar la longitud en el mar no lo resolvió ningún
científico de relumbrón, sino un simple relojero. En la segunda
mitad del siglo XVIII, John Harrison construyó un cronómetro,
63
Tecnología contra la inmensidad del Océano
inalterable ante los bandazos, los cambios de presión, los de
temperatura y lo suficientemente preciso para conservar a bordo la hora del puerto de salida. Comparando esta hora «en
conserva» con la obtenida por el Sol, cualquier marino podía
fácilmente transformar la diferencia horaria en diferencia angular. Con todo, el procedimiento no estuvo listo hasta 1772,
cuando James Cook utilizó uno de los cronómetros de Harrison en su segundo viaje de exploración34.
La longitud se siguió deduciendo a todo lo largo de los siglos XVI y XVII por estima, es decir, calculando aproximadamente
el camino recorrido en función de la velocidad que iba alcanzando
el buque. Para ello, utilizaban un cabo fino en el que se medía la
d i s tancia marcándola con nudos. Dicho cabo se ataba a una barquilla, un pequeño artilugio flotante con un lastre para que permaneciese sobre el agua moviéndose lo menos posible. Una vez
arrojada la barquilla por la popa, el piloto dejaba correr el cabo
anudado y con una ampolletade medio minuto, es decir, usando
un reloj de arena, que eran los únicos que funcionaban corr e c tamente en los barcos, se calculaba el número de «nudos» que iba
haciendo el barco. Ésta es la razón de que, aún hoy en día, la ve-
34
Waters, David: «The English and the Influence of the Atlantic routes upon
Science and Strategy», Anuario de Estudios Americanos, Sevilla, XXV, 1968,
pp. 407426.
64
locidad en el mar siga midiéndose en nudos, en recuerdo de los
viejos procedimientos de los marinos de antaño.
Así pues, los hombres de mar del siglo XVI nunca pudieron beneficiarse de una navegación astronómica completa
que fijara su posición por el cruce de las dos coordenadas básicas. Con todo, saber calcular la latitud mediante la observación
solar era teórica y prácticamente posible y, como hemos indicado, constituía una gran ventaja. El problema estaba en que,
para un rústico piloto sin apenas otra formación que la experiencia adquirida navegando desde niño, calcular su posición
con respecto al Ecuador mientras navegaba a bordo de su barco resultaba realmente complicado.
En primer lugar, había que medir el ángulo que formaba
el Sol sobre el horizonte ex a c tamente cuando el Sol alcanzaba a
mediodía su máxima altura sobre el horizonte; lo que implicaba
hacer una serie de mediciones antes y después de ese momento y luego determinar cuál había sido el valor angular máximo. Para ello, se utilizaba el astrolabio, que, usado desde el siglo XIII por
los cosmógrafos para observar las estrellas, había sido adaptado
a su uso en la mar. Como su antecesor terrestre, el astrolabio
náutico era un disco de bronce que el piloto debía sostener por
una argolla situada en la parte superior. Como el instrumento debía mantener la perpendicular, se procuraba que fuese pesado
65
Tecnología contra la inmensidad del Océano
pero, para ev i tar que utilizándolo en el mar el viento lo moviese
demasiado, el buen astrolabio náutico solía tener cuatro aberturas interiores y simétricas, que lo convertían, en realidad, en una
cruz de bronce inscrita en un círculo del mismo metal. En el centro, disponía de una regleta con dos pínulas en las que se habían
practicado unos finos orificios. La medición se hacía alineando
los agujeritos de la regleta hasta conseguir que los atravesase un
rayo de Sol y, en ese momento, se medía el ángulo en uno de los
cuartos de círculo que estaba convenientemente graduado. Ésta
era la teoría, pero, para realizar la operación con precisión en un
barco en movimiento, había que ser un verdadero experto. Juan
Escalante de Mendoza, que fue general de flotas de la Carrera de
Indias a fines del XVI, relataba como debía realizarse esta delicada operación:
«El más acertado y competente instrumento
que hasta ahora se ha descubierto para tomar la altura
del Sol, es el buen astrolabio, el cual será mejor cuanto
fuere mayor y más redondo y más pesado… y el más
acomodado y sosegado sitio que hay en el mar ye n d o
navegando para tomar la altura del Sol con el astrolabio
es a media nao al pie del árbol mayor… y [debe] ponerse él [piloto] en lugar quieto y seguro y no en pie, sino
66
bien sentado y que comience a tomar el sol desde las
once hasta el punto de mediodía, subiendo la punta de
su clima poco a poco, como el sol fuere subiendo,
aguardando el punto que le comenzare tornar a bajar,
porque de esta misma manera se sabe y verifica en el
mar el verdadero meridiano… y tengo por más cierta la
a l tura que se sabe por el Sol y por cierto instrumento el
buen astrolabio»35
Pero, tomar la medida no era ni mucho menos el único problema. El ángulo del Sol al mediodía no daba directamente la latitud, sino que debía compensarse con la declinación solar de ese día. Como es sabido, el Sol no sale
ex a c tamente por el Este más que en dos días al año, en los
momentos del equinoccio de primavera y verano. A partir de
esas fechas el astro realiza un movimiento aparente que lo
hace salir unos grados desviados de ese punto geográfico
hasta alcanzar un máximo de separación en los solsticios de
23 grados y 27 minutos. De marzo a septiembre, el desplazamiento aparente es hacia el Norte y la declinación se con-
35
Escalante de Mendoza, Juan: Itinerario de navegación de los mares y tierras occidentales (1575), Museo Naval, Madrid, 1985, pp. 112-113.
67
Tecnología contra la inmensidad del Océano
sidera positiva y en el resto del año el movimiento es hacia
el Sur y la declinación se considera negativa. Esas desviaciones angulares correspondientes a cada día del año aparecieron tabuladas desde la Baja Edad Media y eran absolutamente imprescindibles para el cálculo de la latitud.
La declinación solar debía añadirse o sustraerse a la altura del Sol (en realidad el ángulo que interesaba era el complementario al observado), pero el hecho de que hubiese que
sumar o restar dependía de si la posición se había hecho entre
los trópicos o fuera de la zona tropical y de la época del año en
que se estuviese. Esto último no presentaba demasiados problemas y, para saber si la posición se había hecho entre los trópicos, se ideó un ingenioso sistema basado en la dirección que
tomaban las sombras en el momento de la medición. Todo ello
se resumió en una serie de reglas que el genial cosmógrafo
Martín Cortés fue capaz de reducir a tan sólo cuatro36. Así que
para calcular la latitud, además de tener el pulso firme, había
que consultar tablas, elegir la regla adecuada y realizar peque-
36
Cortés Albácar, Martín: Breve compendio de la Sphera y del arte de navegar, Impreso por Antón Álvarez, Sevilla 1551, folio LXXVIII vº y LXXIX rº.
Existe una buena edición de esta publicada en 1991 por el Museo Naval de
Madrid, en ella el asunto de las reglas para medir la latitud puede verse en
las páginas 248 y 249.
68
ñas operaciones aritméticas: ¡demasiadas complicaciones para un viejo lobo de mar, que podía, perfectamente, ser analfabeto funcional o total! Así, un hombre culto y lleno de ironía,
como era Eugenio de Salazar, que atravesó el Atlántico con toda su familia para tomar posesión de una plaza en la Audiencia
de Santo Domingo, contaba la poca confianza que le daban los
cálculos de los pilotos y se mofaba abiertamente de sus escasos conocimientos:
«A estos tiempos es de ver el piloto tomar la estrella y, en fin, echar su bajo juicio a montón sobre la altura del Sol y sobre todo me fatigaba ver aquel secreto que
quieren tener con los pasajeros del grado que toman y
de las leguas que le parece que el navío ha singlado,
aunque después entendí la causa, que es porque ven
que nunca dan en el blanco ni lo entienden… porque toman la altura un poco más o menos y [el] espacio de una
cabeza de alfiler en su instrumento os hará dar más de
quinientas leguas de yerro en el juicio»37
Salazar, Eugenio de: Carta escrita al licenciado Miranda de Ron, particular
amigo del autor, en que pinta un navío y la vida y ejercicio de los oficiales y
marineros… En: Martínez, José Luis: Pasajeros de Indias. Alianza, México,
1984, p. 294.
37
69
Tecnología contra la inmensidad del Océano
Como el procedimiento de hallar la latitud con el astrolabio daba resultados tan aleatorios, se hizo normal que, cuando varios buques navegaban juntos, los pilotos se reuniesen
en la nao capitana para intercambiar sus datos y llegar a un
acuerdo sobre donde se encontraba realmente la flota. En algunas ocasiones dicho acuerdo era imposible a la vista de la
disparidad de los resultados obtenidos. Eso al menos se afirmaba en un documento anónimo que se conserva en la Real
Academia de la Historia y que puede deberse a la pluma del
cosmógrafo Pedro de Medina:
«Viniendo una nao de Indias, venían dentro tres
pilotos y todos los tres traían sus cartas y otros instrumentos...y todos juntamente tomando la altura del Sol y
echando su punto en la carta cada uno. Sabidos sus puntos, el uno dijo que se hacía a cien leguas de la tierra y el
otro a cuarenta y cinco y el tercero dijo que, por su punto, iban navegando por tierra...»38
Real Academia de la Historia. Colección don Juan Bautista Muñoz A-71, tomo 29, nº 304. «Coloquio sobre las dos graduaciones que las cartas de Indias tienen».
38
70
Pedro de Medina pretendía poner en evidencia la escasa
formación científica que tenían muchos pilotos, y es que los estudios recientes revelan que, en el siglo XVI, uno de cada cuatro no
sabía siquiera firmar y bastantes otros, aunque fueran capaces
de dibujar sus nombres, eran analfabetos funcionales39. Se dieron
casos tan llamativos como que de los cinco buques de la expedición de Magallanes-Elcano, dos de ellos estuvieran al cargo de pilotos analfabetos40. Conocemos también por el diario del primer
viaje de Colón, que el almirante no utilizó ni una sola vez el Sol para calcular la latitud y únicamente realizó unas pocas observaciones de la latitud a través de la estrella Polar, las cuales, por cierto,
r e s u l taron totalmente erróneas41. Por el contrario, don Cristóbal
se dejaba guiar por su brújula y cada día realizaba estimaciones
de la distancia recorrida, que también presentaron errores, pero
mucho menos que sus cálculos astronómicos.
39
Pérez-Mallaína, Pablo E.: Los hombres del océano. Vida cotidiana de los tripulantes de las flotas de Indias, Siglo XVI, Sevilla, 1992, p. 241. Véase también: Navarro García, Luís: Pilotos, maestres y señores de naos en la Carrera
de las Indias. Excelentísima Diputación de Sevilla, Sevilla 1970, p 42.
40
Se trataba de Juan Rodríguez Mafra y Vasco Gallego. Véase: Gil, Juan: Libros, descubridores y sabios en la Sevilla del Quinientos. Introducción al
Libro de Marco Polo anotado por Colón [y] Libro de marco Polo de Rodrigo
de Santaella, Alianza, Madrid, 1987, p. XXXVII.
41
Véase: Varela, Consuelo (recopiladora) Cristóbal Colón. Textos y documentos completos, Alianza, Madrid, 1984 p. 48.
71
Tecnología contra la inmensidad del Océano
En lo que el almirante, como otros muchos navegantes
formados al amparo de la expansión portuguesa, resultaba un
verdadero experto era en el conocimiento de los circuitos de
vientos constantes que creaban verdaderas autopistas de ida y
v u e l ta en medio del océano. Los navegantes descubrieron que,
si en el viaje de ida hacia las regiones ecuatoriales era fácil dejarse impulsar por los vientos alisios que empujaban hacia el suroeste, para encontrar la vuelta había que penetrar profundamente
en el océano hasta encontrar los contra-alisios que, soplando hacia el noreste, llevaban directamente a casa. Así se fijaron las llamada «vo l tas» y «dobles voltas» portuguesas, que diseñaron un
camino que, en forma de gigantesco número ocho, permitía a los
navegantes ir a las regiones más meridionales del Atlántico y regresar sanos y salvos. Eso sí que fue un gran descubrimiento,
pero que no era fruto de los tratados medievales de cosmografía,
sino de la observación precisa y paciente de muchos marinos. El
propio Cristóbal Colón, en una carta que dirigió a los reyes en
1501, reconocía que era un consumado marino, pero que de sofisticaciones náuticas sabía sólo lo justo:
« M uy altos reyes: de muy pequeña edad entré
en la mar navegando y lo he continuado hasta hoy...todo lo que hasta hoy se navega, todo lo he andado…
72
Nuestro Señor… en la marinería me hizo abundante, de
astrología me dio lo que bastaba y así de geometría y
a r i t m é t i c a . . . » 42
Realmente, antes de la creación de la Casa de la Contratación, la experiencia era la única fuente de los conocimientos de un marino. Navegando desde su más tierna infancia, el
futuro piloto llegaba a adquirir toda una serie de conocimientos
que no se enseñaban en ninguna escuela y sólo eran accesibles después de pasar muchísimas horas en la cubierta de una
nave. No se trataba sólo de saber cómo manejar en medio de
un temporal el laberinto formado por el cordaje del navío, sino
de prever el peligro oliendo el viento u oteando las nubes. Consistía en estar al tanto de las costumbres de las aves marinas,
cuyo vuelo habían ayudado a descubrir más de una isla e incluso más de un continente43; en calcular muy aproximadamente
la velocidad de la embarcación con sólo mirar la estela que iba
dejando y, sobre todo, estar al corriente del régimen de circulación de los vientos y corrientes oceánicas y conocer como la
Véase: Varela, Consuelo (recopiladora): Cristóbal Colón…, p. 227-279.
Recordemos que el único cambio de rumbo importante que hace Cristóbal
Colón en su primer viaje a América se realizó siguiendo a una bandada de
pájaros.
42
43
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Tecnología contra la inmensidad del Océano
misma palma de la mano cada uno de los accidentes costeros,
islas, ensenadas, cabos y fondeaderos de una particular ruta
en la que se había navegado desde que se era casi un niño. Un
piloto experto tal vez no consiguiese calcular su latitud por el
Sol en medio del océano, pero, desde luego, una vez que hubiera reconocido la primera costa de las Indias, se dirigiría sin
vacilación alguna hasta el puerto de destino.
Hay que tener presente que los grandes marinos de la
época de los descubrimientos no necesitaban calcular la latitud
para realizar con éxito sus singladuras. Su gran experiencia
náutica solía bastarles. Es verdad que navegantes de esa categoría no había demasiados, pero también es cierto que para recorrer y delimitar el litoral atlántico americano casi por completo apenas fue necesaria una docena de expediciones. Con sólo
los nombres de Colón, Caboto, Vespucio, los hermanos Corte
Real, Bastidas, La Cosa, Vicente Yáñez Pinzón, Solís o Magallanes, tenemos suficiente para tener el dibujo de la costa oriental del Nuevo Mundo.
Ahora bien, una vez pasada la gran época de los descubrimientos, y llegada la de la colonización, fue necesario contratar no a decenas de pilotos, sino a centenares, y, de entre
esa masa de gente, muchos ya no tenían la experiencia y la genialidad de los grandes nombres que acabamos de citar. A los
74
marinos anónimos que dirigían los barcos de la Carrera de Indias había que darle todo tipo de ayuda y la mayor formación
posible. La Corona y los funcionarios de la Casa de la Contratación estaban preocupados por el aumento de los accidentes y
naufragios. Cada barco hundido era plata que dejaba de llegar
a las arcas de la Real Hacienda y se consideraba que la escasa
formación de muchos pilotos era la causa de estas pérdidas.
Por ello, poco a poco, y en un proceso que duró varios años
entre 1508 y 1552, la Casa fue convirtiéndose, además de un
organismo administrativo, en un gran centro científico y de formación técnica.
**
La Corona no convirtió a la Casa de la Contratación de
Sevilla en un centro cartográfico de primera importancia y en
una escuela de náutica pionera en Europa porque considerase
que una de sus obligaciones era el fomento de las ciencias y del
conocimiento abstracto. Los reyes podían ser mecenas de las
artes, pero los problemas de la educación eran algo que caía exclusivamente en manos de la Iglesia, que regentaba los colegios
y las universidades. La Casa se convirtió en un centro científico
por la combinación de dos factores: en primer lugar, por la necesidad de contar con pilotos expertos capaces de traer a buen
puerto las naves que transportaban la plata; y en segundo, por-
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Tecnología contra la inmensidad del Océano
que, a principios del siglo XVI, no existía ni un solo centro educativo en el que se enseñase náutica. La Iglesia no se ocupaba de
asuntos tan prosaicos, ni seguramente le interesaban como
alumnos esos incultos trabajadores manuales que eran los marineros, única cantera de la que podían surgir los pilotos. Ante el
vacío existente y la necesidad acuciante, la Casa de la Contratación de Sevilla se vio en la necesidad de organizar lo que posiblemente constituye el primer caso en la Historia Moderna de
un centro de enseñaza a cargo del Estado.
El primer paso se dio el 22 de marzo de 1508 con el nombramiento del gran navegante florentino Américo Vespucio como
piloto mayor44. Dos eran sus principales cometidos: examinar los
conocimientos y la habilidad de quienes quisieran viajar como pilotos a la Indias y dirigir la realización de un mapa, denominado
Padrón Real, que reuniese los últimos descubrimientos y pudiese ser algo así como el vademécum gráfico de la geografía americana. A Vespucio, le sucedieron en el cargo durante el siglo XVI
tres expertos españoles y uno extranjero: Juan Díaz de Solís; Sebastián Caboto; Alonso de Chaves y Rodrigo Zamorano. Este último fue el primero en ser un científico de gabinete, licenciado
Pulido Rubio, José: El piloto mayor. Pilotos mayores, catedráticos de cosmografía y cosmógrafos de la Casa de la Contratación de Sevilla, Escuela de
Estudios Hispanoamericanos, Sevilla, 1950, p 18.
44
76
universitario, que no había pisado jamás la cubierta de una nao.
Inicialmente, los pilotos mayores no tenían obligación de impartir clases, sino de examinar a los aspirantes. Estaba permitido
que los marinos interesados en mejorar su formación recibiesen
las enseñanzas del recién nombrado piloto mayor, pero se trataría de un aprendizaje voluntario, que habría de realizarse en el
domicilio particular del piloto mayor y que serían retribuido directamente por los alumnos45.
Lo que constituyó desde el principio una de las principales misiones técnicas de la Casa fue la realización de una
cartografía moderna y puesta al día para que los navegantes
conocieran con precisión la rutas y evitasen los accidentes que
la falta de una información correcta acarreaba. Esta función se
reforzó el primero de julio de 1523 con la creación de un segundo cargo científico: el cosmógrafo de hacer cartas e instrumentos náuticos, cuyo primer titular fue el portugués, nacionalizado español, Diego Ribero46. Su misión era supervisar la
construcción de los instrumentos náuticos que se fabricaban
en varios talleres artesanales de la ciudad. Después, debía pre-
45
Real Cédula, Valladolid 6 de agosto de 1508. Citada por: Pulido Rubio, José:
El piloto mayor…, p. 66-67.
46
Martín Merás, Luisa: Cartografía marítima hispana: la imagen de América.
Lunwerg editores, Barcelona, 1993, p. 70.
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sentarlos a la supervisión final del piloto mayor, que los sellaba
como forma de garantizar su calidad. Tras esta diligencia, las
brújulas, ballestillas, cuadrantes o astrolabios, ya podían ser
usados legalmente por los pilotos. Con respecto a las cartas
náuticas, el cosmógrafo se ocupaba de que se sacasen copias
fidedignas del Padrón Real. Al igual que con los instrumentos,
el piloto mayor sellaba el mapa y de esta manera ya podía ser
vendido a los pilotos.
Además del piloto mayor y del cosmógrafo de hacer
cartas e instrumentos, la Corona tuvo también a sueldo a un
buen número de otros pilotos y cosmógrafos. Entre los primeros, pueden citarse a Andrés de San Martín, Juan Vespucio;
Juan Serrano; Andrés García Niño, Francisco Coto; Francisco
Torres, Andrés de Morales y Nuño García de Toreno. Entre los
segundos, a Francisco Falero, Jerónimo de Chaves, Sancho
Gutiérrez y Alonso de Santa Cruz47. La misión principal de esta
plantilla de técnicos era ayudar al Piloto Mayor a poner al día el
Padrón Real. Ya en las primeras instrucciones que se dieron a
Américo Vespucio el mismo año de su nombramiento se especificaba esta importantísima misión:
Ibídem.
47
78
«Se haga un padrón general y porque se haga
más cierto mandamos a los nuestros oficiales de la Casa
de la Contratación de Sevilla que hagan juntar todos
nuestros pilotos, los más que hallaren en la tierra a la sazón y en presencia de vos el dicho Américo Vespuci,
nuestro piloto mayor, se ordene y haga un padrón … el
cual se llame Padrón Real y por el cual todos los pilotos
se hayan de regir y gobernar y esté en poder de los dichos nuestros oficiales y de vos el dicho piloto mayor
que ningún piloto use de otro ninguno, sino del que fuera sacado de él»48
Antes de esta orden, e incluso con anterioridad a la
propia existencia de la Casa, la Corona ya habían favorecido la
realización de mapas que resumiesen los conocimientos geográficos sobre las nuevas tierras. El ejemplo más conocido es
la famosa Carta de Juan de la Cosa49, realizada en el Puerto de
Santa María en el año 1500 y que sigue siendo hoy en día la
más antigua imagen gráfica de las tierras americanas que con-
Pulido Rubio, José: El piloto mayor…, p. 258
Juan de la Cosa fue un piloto montañés que navegó junto a Colón en sus
dos primeros viajes y luego realizó varias expediciones más a la costa de Tierra Firme.
48
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servamos. Parece que este mapa, que todavía muestra un conocimiento muy elemental de la geografía del Nuevo Mundo,
estuvo en poder del obispo Juan Rodríguez de Fonseca, al que
los Reyes habían nombrado responsable de los asuntos de Indias. Más tarde, se perdió su pista y no se volvió a saber de él
hasta que el Estado español lo compró en una subasta en París a mediados del siglo XIX. Pero, aunque hubiese representaciones de las tierras recién descubiertas realizadas en Andalucía con anterioridad a la creación de la Casa de la Contratación,
a partir de 1508, con la obligación de confeccionar y mantener
actualizado el Padrón, se regularizó definitivamente su labor
cartográfica.
Hasta nosotros han llegado muy pocos de estos Padrones Reales. Incendios, robos y el secretismo de la Casa de la
Contratación, que debía mantener el compendio de los conocimientos geográficos como información confidencial, fueron las
causas de este hecho. Curiosamente, los que hoy se conservan están fuera de España y, en ello, una parte de la responsabilidad la tuvo Carlos V. Como gobernante de una multitud de
reinos, el emperador hizo concesiones que rompían el rígido
monopolio hispano. Una de ellas fue regalar al cardenal Salviati
un precioso mapa fechado en 1525 y que constituye uno de los
más antiguos ejemplos del Padrón Real que conocemos. Gio-
80
vanni Salviati, fue el nuncio papal encargado de oficiar la ceremonia de esponsales del emperador con Isabel de Portugal, la
cual tuvo lugar en el salón de embajadores del Alcázar sevillano
en 1526. Este mapa, llamado desde entonces «Salviati» y que
se custodia en la Bibliteca Laurenziana de Florencia, está realizado sobre un pergamino en tres partes con una longitud total
de más de dos metros, por 125 centímetros de ancho. La decoración y el colorido son brillantes, como propias de un regalo
regio, pero eso no le hace perder al mapa su calidad científica.
En él, se refleja el Viejo Mundo a la izquierda, mientras a la derecha aparece el continente americano según se conocía en
aquel momento. El conjunto de topónimos que están escritos
sobre la carta la convierten en el más completo compendio
geográfico de su tiempo.
De la misma fecha, se conserva en la ciudad de Mantua otro Padrón Real que, según muchos autores, salió de España como otro regalo del emperador. El agraciado esta vez
fue el cardenal Baltasar de Castiglione, que, además de célebre escritor renacentista, autor del tratado llamado El Cortesano, fue un activo diplomático pontificio que vivió mucho tiempo en España. Es posible que, también como presente a las
autoridades eclesiásticas, llegase a la Biblioteca Vaticana el
gran Padrón Real del cosmógrafo de la casa Diego de Ribero,
81
Tecnología contra la inmensidad del Océano
que lo firmó en Sevilla en 1529. El último y más completo de
los Padrones Reales lo conocemos gracias a que aparece publicado en el Regimiento de Navegación de Andrés García de
Céspedes en 160650. Éste fue el cosmógrafo del Consejo de
Indias encargado de hacer una última puesta al día del Padrón.
Como consecuencia de ello, publicó el mapa que muestra una
imagen de nuestro mundo que cualquier hombre del siglo XXI
reconocería ya como propia. Los trabajos geográficos de la Casa terminaron con la vieja visión del mundo medieval de los
mapas llamados de «T en O», en los que Asia y Jerusalén ocupan la parte alta del mapa50, mientras que Europa se encuentra
a la izquierda, separada de África por un Mediterráneo colocado en vertical y que formaría el palo de la T, todo ello rodeado
por un círculo (que sería la «O») de agua.
Por todo ello, en la Andalucía de principios del siglo XVI
se comenzó a construir la imagen actual de nuestro planeta y los
grandes mapamundis que se han conservado de los trabajos cartográficos de la Casa de la Contratación pueden ser considerados
como los primeros mapas modernos. En primer lugar, porque
Martín Merás, Luisa: Cartografía marítima hispana…p. 87 y siguientes.
El término orientación, que en español significa también dirección, esta relacionado con esta colocación en la parte superior de los mapas de las tierras situadas al Este u Oriente.
50
51
82
constituyen una síntesis entre los mapas que pretenden ser únicamente la imagen del mundo y los que tienen la utilidad práctica
de ayudar a seguir un camino. En ese sentido, los Padrones Reales, además de mostrar la última realidad geográfica, con la distribución de continentes y océanos, están hechos para ayudar a la
navegación. Tienen mucho que ver con los antiguos portulanos,
pues la costa aparece descrita con todo detalle y el interior, que
en muchos casos se desconoce, se simplifica a veces con el dibujo convencional de grandes montañas. También, como los portulanos, poseen la maraña de rumbos magnéticos de esas viejas
cartas, lo que las hacía susceptibles de ser utilizadas para navegar utilizando una simple brújula. Pero, al mismo tiempo, los mapas de la Casa de la Contratación son modernos al contener indicaciones de latitud y longitud. Los grados de latitud se marcan de
Norte a Sur sobre un par de meridianos que atraviesen los océanos, mientras que los de longitud se señalan de cinco en cinco
sobre la superficie del Ecuador. De esta manera, los Padrones
Reales y los mapas que se sacaran de él podían también usarse
para practicar la navegación astronómica, que, como hemos dicho, constituía la máxima sofisticación técnica del moderno arte
de navegar.
Pero, no todos los marinos estaban dispuestos a aceptar cambiar sus viejos hábitos y sustituir la brújula y el portula-
83
Tecnología contra la inmensidad del Océano
no, por el astrolabio y las cartas con indicaciones de latitud y
longitud. Así, en los años 40 del siglo XVI surgió, entre un importante grupo de pilotos de la Carrera de Indias, un movimiento en contra de las novedades que estaban introduciendo ese
grupo de cosmógrafos, que, sin haberse montado nunca en un
barco, querían ahora desde la Casa de la Contratación cambiarles las viejas mañas y maneras de un oficio que ellos habían
aprendido desde niños observando lo que hacían otros pilotos
mayores que ellos52.
La polémica se centró en el uso de un tipo de cartas
que se denominaban «de dos graduaciones» y que estaban
hechas para navegar exclusivamente con la brújula, sin usar el
complicado método de la navegación astronómica. En ellas se
colocaba el Ecuador del Viejo Mundo a distinta altura que el
que pasaba por el continente americano. Por esta razón, en las
cartas de dos graduaciones era imposible trazar una derrota
entre España y América calculando la latitud, que se define por
la distancia existente entre un punto y la línea equinoccial o
ecuatorial, pues habiendo dos líneas ecuatoriales la confusión
estaba asegurada. Sin embargo, este tipo de mapas les gustaban a muchos pilotos porque en ellos no tenían que corregir
Pulido Rubio, José: El piloto mayor…, p. 391 y siguientes.
52
84
las brújulas con los cambios de la declinación magnética. Si la
naturaleza hacía que en una derrota entre Cádiz y Puerto Rico
las agujas de marear se desviaran un par de grados hacia el
Sur, aquellas cartas ponían América un par de grados hacia el
Norte, y asunto resuelto.
Lo que resulta muy significativo es que detrás de esta
polémica, aparentemente científica, los intereses económicos
estuviesen muy presentes. Las cartas de dos graduaciones las
fabricaba en Sevilla una familia de cartógrafos encabezada por
Diego Gutiérrez, ayudado por sus hijos, Sancho, Diego y Luis.
El patriarca estaba vinculado directamente a la Casa de la Contratación, pues desde 1534 había sido nombrado cosmógrafo
de hacer las cartas e instrumentos. Sin embargo, la lealtad primera de Diego Gutiérrez era ante todo con su floreciente negocio de venta de mapas e instrumentos náuticos, que, junto
con sus hijos, regentaba en la ciudad. El que los cosmógrafos
de la Casa de la Contratación vendiesen mapas e instrumentos
náuticos estaba permitido, pues la Corona estimaba que de esta manera se aseguraba la calidad del instrumental científico
usado en la Carrera de Indias. Para terminar de cerrar el círculo, Diego Gutiérrez se había hecho compadre de Sebastián Caboto, que por entonces era el piloto mayor y la persona que tenía que certificar con su sello la calidad de cualquier mapa
85
Tecnología contra la inmensidad del Océano
autorizándolo para su venta. ¡Una estrategia empresarial perfecta para Caboto y los Gutiérrez!
Las cartas que fabricaba la familia Gutiérrez se vendían
muy bien, pero suponían un retroceso para quienes pretendían
que los pilotos aprendiesen finalmente a manejar las más sofisticadas técnicas de la navegación astronómica. El adalid de
estos cosmógrafos progresistas y enemigo mortal de los Gutiérrez fue Pedro de Medina, un cosmógrafo sevillano, vinculado a la Casa de la Contratación, aunque nunca tuvo en ella cargo oficial alguno. Medina, contó con el apoyo de otra dinastía
de cartógrafos: los Chaves. El patriarca era Alonso de Chaves,
por entonces era cosmógrafo a sueldo de la Casa y más tarde
pasaría a ser piloto mayor; junto a él estaba su hijo Jerónimo,
bachiller universitario y que llegaría a ser el primer catedrático
de Cosmografía.
La batalla por la modernidad que libraron Pedro de Medina, al lado de Alonso y Jerónimo de Chaves, no era absolutamente desinteresada. ¡No hay que ser tan ingenuos como para pensar que la ciencia, aun la más creativa, haya de ser por
definición pura y libre de intereses! En efecto, Medina estaba
molesto porque Caboto y los Gutiérrez no le dejaban vender
en Sevilla sus mapas, libros e instrumentos náuticos; mientras
que los Chaves ambicionaban los cargos que ocupaban Sebas-
86
tián Caboto y Diego Gutiérrez. El combate se llevó a cabo con
presiones por ambas partes y al final Medina, que poseía una
excelente reputación profesional y buenos contactos en la Corte53, logró que el rey formase una comisión. Cuando se pidió
opinión a los pilotos, un numeroso grupo de ellos demostró
mantener una postura de recalcitrante oposición a cualquier
novedad, dirigiéndose a los oficiales de la Casa de la Contratación con estas expresivas palabras: «Pedimos y suplicamos a
vuestras mercedes nos dejen en nuestra costumbre y que
usemos de lo que sabemos y alcanzamos y hallamos cierto y
seguro y no innoven cosa alguna»54.
La comisión, como suele suceder, no tomó una postura clara, pero al final la Corona se decidió por apoyar sin fisuras
la renovación de la ciencia náutica y en 1545 prohibió el uso de
las cartas de doble graduación55. Pedro de Medina no fue contratado por la Casa, como pretendía, pero se le autorizó a que
vendiese en Sevilla sus libros, científicamente mucho más fia-
53
Pedro de Medina era preceptor de los hijos de algunos nobles sevillanos.
Ver: López Piñero, José María: El arte de navegar en la España del Renacimiento. Editorial Labor, Barcelona, 1979, p. 158.
54
Archivo General de Indias (a partir de ahora citado AGI) Justicia 1146, pieza
2ª, 1544.
55
Pulido Rubio, José: El piloto mayor…, p. 309-313 y 392. Martín Merás, Maria Luisa: Cartografía marítima… p. 111-112 y 139.
87
Tecnología contra la inmensidad del Océano
bles. Por su parte, los Chaves fueron doblemente premiados:
Alonso obtuvo en 1552 el cargo de piloto mayor en sustitución
de Sebastián Caboto y su hijo Jerónimo sería nombrado ese
mismo año primer catedrático de Cosmografía de la Casa de la
Contratación, dentro de una política que intentaba impulsar de
manera definitiva la formación científica de los pilotos de la Carrera de Indias.
***
Por Real Cédula dada en Monzón a 4 de diciembre de
1552, el futuro Felipe II, siendo todavía príncipe, creó el último
de los cargos científicos de la Casa al nombrar al bachiller Je r ó n imo de Chaves, primer catedrático de cosmografía con la misión
de impartir un cursillo de un año de duración, obligatorio para todo el que quisiese obtener el grado de Piloto de la Carrera de Indias56. El plan de estudios era largo, completo y ambicioso. Durante el año lectivo se les explicaría los dos primeros libros de la
Esfera (Tractatus de sphaera) la obra cumbre de Joannes Sacrobosco, nombre latino del cosmógrafo inglés John Hollywood,
que, en el siglo XIII, fue capaz de componer el mejor resumen
de las teorías cosmológicas del mundo grecolatino. Una vez que
los candidatos a pilotos obtenían una visión general de la organi-
Pulido Rubio, José: El piloto mayor…, p 75.
56
88
zación del cosmos, según los principios clásicos, que todavía
consideraban a la Tierra como el centro del Universo, los alumnos debían pasar a estudiar lo que se consideraba la más sofisticada de las técnicas náuticas: el cálculo de la latitud por la altura
meridiana (a mediodía) del Sol. También se les explicarían técnicas de navegación astronómica más sencillas, como era el cálculo de la latitud por la altura de la Estrella Polar, para todo lo cual
deberían saber manejar y diseñar los instrumentos destinados a
medir ángulos de estrellas sobre el horizonte, como eran el astrolabio, el cuadrante y la ballestilla.
Junto a la navegación astronómica, el curso dedicaba
también un espacio importante a la navegación magnética,
que se usaba desde la Baja Edad Media. En ese sentido, deberían conocer el uso y diseño de la brújula, incluyendo la inquietante corrección de la declinación magnética. Asimismo, tendrían que ser capaces de trazar la derrota en una carta y
calcular la posición por la estima del rumbo y la distancia navegada. Finalmente, se completaba el ciclo de formación con el
aprendizaje de procedimientos para calcular la hora durante el
día y durante la noche, así como la evolución de las fases lunares para poder determinar la amplitud de las mareas.
No hay duda de que a partir de 1552, y con este programa, la Casa de la Contratación de Sevilla creaba la primera y
89
Tecnología contra la inmensidad del Océano
auténtica escuela náutica de Europa y, tal vez, del mundo. Y esto es así porque, aun reconociendo la evidente primacía de la
náutica portuguesa en el desarrollo de la expansión europea,
todo parece indicar que en la famosísima Escuela de Sagres
del infante don Enrique, nunca se llegaron a impartir clases de
manera formal y que era «escuela» en el sentido de un grupo
de marinos unidos por conocimientos e ideales comunes.
De esta manera, a mediados del siglo XVI los aspirantes a pilotos de la Carrera de Indias, debían demostrar sus virtudes morales y técnicas en unos exámenes completísimos.
Tenían que acreditar ser españoles, de más de 25 años, tener
buen juicio y buenas costumbres y no poseer el hábito de jurar: «…ha de probar….cómo es hombre justo y apartado de todo género de vicio, que no es hombre escandaloso, jugador, ni
blasfemo, ni se toma vino y es hombre diligente…»57. Pero,
además, había que presentar cuatro testigos para demostrar
que el aspirante había navegado durante seis años completos
como marinero por la ruta en la que pensaba ejercer como piloto y que había asistido a las lecciones que impartía el catedrático de Cosmografía. Como seguridad adicional, a los testi-
57
Navarro García, Luis: Pilotos, maestres y señores de naos…, p. 6. La información proviene del informe que sobre los exámenes realizó en 1560 el piloto mayor Alonso de Chaves.
90
gos se les hacía jurar si estarían dispuestos a dejar pilotar una
de sus naves al candidato una vez hubiera aprobado.
El examen, que sólo capacitaba para ejercer como piloto en una ruta concreta, tenía lugar un día de fiesta, presidido por el piloto mayor y con la asistencia de los cosmógrafos de la Casa de la Contratación y de todos los pilotos
examinados que en esa fecha «estuvieren residiendo en Sevilla, so pena de ser multados si no acudían»58. Todos los presentes tenían derecho a hacer tres preguntas, las más difíciles que encontrasen, referentes a las reglas para calcular la
latitud por la altura del Sol; sobre la manera de marcar la Estrella Polar; sobre las lunas y mareas; manejos de los instrumentos y las sondas; trazado de las derr o tas en los portulanos y sobre las peculiaridades y accidentes costeros de la
ruta en la que quieren ejercer como pilotos. La decisión sobre los méritos del candidato se realizaba finalmente por un
procedimiento de lo más democrático, aunque usando un
sistema de vo tación que resulta muy particular en nuestro
tecnificado siglo XXI. Así lo explicaba con detalle el piloto
mayor Alonso de Chave s :
Recopilación de leyes..., Libro IX, título XXIII, ley XVI, Real Cédula, Madrid,
11 de noviembre de 1566.
58
91
Tecnología contra la inmensidad del Océano
«…Y después que todos han preguntado, sale
fuera el que se examina y yo les digo como han oído las
informaciones que aquél ha dado y … que so cargo del
juramento que han hecho, los que tuvieren por bien de
darle sus votos … tomen una haba y la echen en aquella
caja y los que no le quisieren dar el voto echen un altramuz y todo secretamente que no lo vea nadie … yo abro
la caja en presencia de todos y si hay más habas doy el
grado y si más altramuces no se lo doy, ni torna a entrar
en examen hasta que haga otro viaje a las Indias, y cuando salen iguales votos tampoco se le da el grado…»
59
Se trataba de una política educativa realmente ambiciosa y avanzada, que pretendía que en Andalucía se ofreciese la
mejor preparación náutica de toda Europa. Sin embargo, unos
planes tan bien trazados tuvieron que desmontarse, en parte
debido a la propia resistencia de los pilotos a acudir un año entero a las clases de la Casa de la Contratación. Así, sólo dos
años después de instituido este plan de estudios, el propio catedrático Jerónimo de Chaves, propuso al Consejo de Indias
que el tiempo de enseñanza se redujese a sólo tres meses,
Navarro García, Luis: Pilotos, maestres y señores de naos…, p 8.
59
92
habida cuenta de que, como los pilotos eran gente pobre, no
podían permitirse estar tanto tiempo sin trabajar. Y esto fue lo
que finalmente se ordenó por una Real Cédula de 26 de no60
viembre de 1554 . En 1567, se redujo el periodo lectivo en un
mes más, quedando limitado el ambicioso plan de estudios
proyectado en 1552 a un pequeño cursillo de sólo dos meses y
con el que, además, se hicieron bastantes excepciones, pues,
en atención a los conocimientos adquiridos durante largos
años de navegación, se autorizó a muchos a presentarse a examen sin haber asistido a clase.
Pero, en realidad, la oposición de los pilotos no sólo se
debió a la necesidad de no perder el tiempo y el jornal asistiendo a clase, sino a que muchos de ellos mantenían su resistencia a aceptar las novedades que aquellos orgullosos cosmógrafos y catedráticos de la Casa de la Contratación les querían
imponer. Algún tiempo después, cuando en 1586 el rey nombró piloto mayor al licenciado Rodrigo Zamorano, con lo que se
rompía la tradición de que este cargo lo ocupase un hombre de
mar, la Universidad de Mareantes, la principal asociación gre-
60
Pérez-Mallaína, Pablo: El arte de navegar: ciencia versus experiencia en la
navegación transatlántica. En: España y América, un océano de negocios.
Quinto centenario de la Casa de la Contratación 1503-2003. Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, Madrid, 2003, p. 103-118.
93
Tecnología contra la inmensidad del Océano
mial de los pilotos de la Carrera de Indias le recordó al rey lo siguiente:
«El arte de la navegación … consiste en conocer
los vientos, derrotas, tierras, puertos, cabos, bajos, lunas, mareas y en tomar la altura del sol o estrella, en
echar los puntos, en mandar, gobernar y velejar, en dar a
las naos su andana, en considerar las singladuras y en
tener discreción y prudencia para acudir a los que pidieran los casos … y no les puede hacer falta el no ser cosmógrafo ni saber astrología … porque el arte de navegar
consiste en las cosas sobredichas … suplicando que …
le hiciese merced de mandar que los dichos diputados
de la dicha Universidad tuviesen el dicho oficio de Piloto
Mayor y no el licenciado Zamorano»61.
****
E s taba claro que la formación en las nuevas técnicas de
navegación no se iba a poder hacer solamente de una manera puramente escolar, con unos viejos pilotos sentados como si fueran
párvulos en las bancas de una clase en la que, durante un año,
tendrían que oír las lecciones de un sesudo catedrático nombrado
Pulido Rubio, José: El piloto mayor…, p. 655.
61
94
por el rey. Como también era verdad que a los marinos no les sobraba el tiempo ni el dinero para financiarse un curso tan largo, la
solución pasaba por aprender mediante la lectura de un conjunto
de manuales de navegación, que fueron apareciendo desde la primera mitad del siglo y que resultaron ser verdaderas enciclopedias de la navegación oceánica. La mayoría de estos libros se publicaron en Sevilla y fueron producto de la iniciativa privada de una
serie de expertos en cosmografía, los cuales pretendían llenar los
huecos dejados por la enseñanza oficial de la Casa, que ta n tas reticencias había hallado entre los profesionales del mar. Compradores no iban a faltar, porque además de los más ilustrados aspirantes a piloto, a lo largo del XVI existían muchas personas que
dentro y fuera de España sentían interés y curiosidad por la novedad de las expediciones marítimas, sus técnicas y sus problemas.
El primero de estos libros lo había publicado Martín Fernández de Enciso, un bachiller sevillano metido a navegante y
conquistador que dio a la imprenta, en 1519, la Suma de geografía… que trata largamente del arte de navegar62. En 1535, el cosmógrafo portugués Francisco Falero (o Faleiro), que había ofrecido sus servicios a la Corona española, publicó su Tratado de la
62
Fernández de Enciso, Martín: Suma de geografía… que trata largamente
del arte de navegar, Imprenta de Jacobo Cromberger, Sevilla, 1519.
95
Tecnología contra la inmensidad del Océano
Esfera y del arte de marear63. A mediados del XVI, aparecieron las
dos obras que tuvieron una mayor repercusión tanto a nivel nacional como internacional, ya que se contaron por decenas las reediciones que se hicieron de ellos a las principales lenguas europeas. Me refiero al Arte de navegar de Pedro de Medina, que
64
tuvo su edición príncipe en 1545 , o el famosísimo Breve compendio de la Sphera y de la arte de navegar de Martín Cortés,
65
aparecido en 1551 . En la segunda mitad del siglo, también se
publicaron libros de interés; uno de los más valiosos es el Compendio de la arte de navegar, fechado en 1581 y cuyo autor es
Rodrigo Zamorano, catedrático de cosmografía de la Casa de la
Contratación66. Algunas de estas obras dieron también el salto al
Atlántico y se publicaron en América. En la Nueva España y en
Falero, Francisco: Tratado de la Esfera y del arte de marear, Juan Cromberger, Sevilla, 1535.
64
Éste fue uno de los pocos grandes libros de náutica que no se publicó en
Sevilla. Apareció en Valladolid, debido seguramente, a los problemas que por
esa época tenía Medina con el piloto mayor y otros cosmógrafos. Sin embargo, Pedro de Medina sí publicó en la ciudad andaluza sus dos siguientes
obras: El Regimiento de Navegación de 1552, y su reedición en 1563 y el Arte de Navegar, de 1545. Se trataba de obras que resumían y ponían al día su
gran tratado de 1545.
65
Cortés, Martín: Breve compendio de la Sphera y de la arte de navegar…,
Imprenta de Antón Álvarez, Sevilla, 1551.
66
Zamorano, Rodrigo: Compendio de la Arte de navegar…, Imprenta de Alfonso de la Barrera, Sevilla, 1581.
63
96
1587, vio la luz una de las más conocidas: Instrucción náutica para
navegar, de la que fue autor Diego García de Palacio, oidor y Rector de la Universidad de México67.
Siendo, como vemos, numerosos e importantes los
tratados de náutica publicados en el siglo XVI, hubo muchos
que no consiguieron permiso real para ser llevados a la imprenta. El motivo: dar demasiadas informaciones sobre rutas, puertos, fondeaderos, lugares de aguada etc., datos que la política
de sigilo que practicaba la monarquía española pretendía ocultar a los navegantes de otras potencias rivales y competidoras.
Entre ellas están, por ejemplo, Espejo de navegantes del piloto
mayor de la Casa de la Contratación Alonso de Chaves; Itinerario de navegación de los mares y tierras occidentales del marino y general de flotas Juan de Escalante de Mendoza o Luz de
navegantes de Baltasar Vellerino de Villalobos.
Con respecto a los autores de estos libros, puede decirse que son mayoritariamente castellanos y específicamente
andaluces y de Sevilla. Así, por ejemplo, nacieron en esta ciudad Martín Fernández de Enciso y Baltasar Vellerino y, casi con
toda seguridad, fueron también de allí Pedro de Medina y AlonGarcía de Palacio, Diego: Instrucción náutica para navegar. Impreso por Pedro de Ocharte, México 1587. Existe una buena edición moderna hecha por
el Museo Naval, Madrid, 1993.
67
97
Tecnología contra la inmensidad del Océano
so de Chaves, este último de ascendencia extremeña. Hay, con
todo, excepciones ilustres como la del aragonés residente en Cádiz Martín Cortés, o la ya citada del portugués Falero (o Faleiro)68.
Socialmente, pertenecían a sectores medios ilustrados; mientras
que profesionalmente eran cosmógrafos o pilotos relacionados
con la Casa de la Contratación o la Carrera de Indias, pero ta mbién hubo entre ellos propietarios de buques como Escalante de
Mendoza, que llegó a dirigir como general una de las Flotas de la
Carrera de Indias. Las excepciones a esta regla pueden estar en
Diego García de Palacio, que ya hemos comentado que era un
d e s tacado jurista, y en Martín Cortés que, aunque no es conocida su profesión, se sabe no tenía que ver con el mar y su dedicación a la cosmografía fue pura afición69.
Todos tienen un elemento común: están totalmente convencidos de la necesidad de sus obras, habida cuenta de la ignorancia que generalmente demuestran los pilotos en cuestiones
teóricas de la navegación. Martín Cortés es autor de una durísima
crítica: «En el día de hoy, se ve cómo pocos o ninguno de los pilotos saben apenas leer y con dificultad quieren aprender y ser enseñados»70. De una opinión semejante es Diego García de Pala-
Matín Merás, Maria Luisa: Cartografía marítima hispana…, p. 135-151.
Ibídem. P. 142.
70
Cortés, Martín: Breve compendio de la Sphera… folio IV vº.
68
69
98
cio, que resalta el gran riesgo que supone dejar una responsabilidad tan grande en manos de hombres poco instruidos: «Es materia para reprender la ignorancia que comúnmente se ve entre
los que tienen semejante oficio [de piloto] sin tener las partes,
uso, ni habilidad que habían menester para llevar en salvo ta n ta s
ánimas, hacienda y cosas como se les encarga»71.
Como se desprende de los párrafos antes citados, para
los autores de los libros de navegación, tal vez con la excepción del general Juan Escalante de Mendoza72, los pilotos eran
una colección de analfabetos sin más ciencia que la que le proporcionaba su propia experiencia. Precisamente por ello, y ante la necesidad de hacerse entender por unos lectores que habrían de tener un bajo nivel intelectual, estas obras están
escritas con un sentido claramente pedagógico y con un estilo
que pretende ser llano y asequible a cualquier entendimiento.
Francisco Falero es quien lo expone con mayor claridad al informarnos de que su libro: «…no se escribe para los sabios...para
García de Palacio, Diego: Instrucción Náutica para navegar. Madrid, 1993,
folio 112 vº.
72
«Dos suertes de pilotos hay, señor, entre nosotros; los unos son discretos,
sabios, prudentes y bien entendidos en su arte … la otra suerte de pilotos
es de hombres toscos de poco entendimiento y que cuando se desatinan y
se olvidan de su ciencia, por maravilla saben volver a ella, sino tarde y con
mucho trabajo y detrimento» Escalante de Mendoza, Juan: Itinerario de Navegación… p. 96.
71
99
Tecnología contra la inmensidad del Océano
destetar a los que quisieren ser en este arte, no se tratará en
él por términos y ejemplos sutiles y oscuros, ni menos
pulidos»73. ¡Pocos ejemplares de su obra hubiera vendido Falero si la hubiese escrito para sabios!
Por todo ello, los tratados de náutica del siglo XVI, además de un estilo que pretende ser sencillo, poseen abundantes
dibujos explicativos, algunos de factura muy simple, así como
multitud de ejemplos. Dentro de esta línea, algunos autores, como Martín Cortés, se consideran obligados a explicar conceptos
tan elementales como los de cóncavo y convexo: «en una escudilla llamáis lo de dentro parte cóncava [y] la de fuera se llama
convexa»74. Otro procedimiento empleado para aumentar la
amenidad de estos libros fue el redactarlos en forma de diálogo
entre un maestro en el arte de navegar y un discípulo dotado de
gran voluntad de aprender. Éste es el caso de las obras de Escalante y García de Palacio.
Ahora bien, el que escriban con un estilo directo y
conscientemente sencillo no debe llevarnos al engaño de considerar que, en estos autores, hay humildad profunda, todo lo
contrario: en muchas de sus páginas, transpiran un inconteni-
López Piñero, José María: El arte de navegar… p. 158.
Cortés, Martín: Breve compendio de la Sphera..., folio XI rº.
73
74
100
ble orgullo. Dicho orgullo tiene una doble raíz: nacionalista y religiosa, que se combinan en el sentimiento de creerse pertenecientes a una nación escogida por Dios para realizar la tarea
de descubrir y someter a todo el planeta. Desde ese punto de
vista, la postura de los tratadistas náuticos apenas se diferencia de la de los conquistadores o la de los políticos de la imperial España del siglo XVI. Así, por ejemplo, Pedro de Medina, al
referirse a las proezas náuticas de los españoles, las considera
la cosa más grande realizada «después de que Dios creó el
mundo»75, coincidiendo totalmente con la conocidísima frase
del cronista López de Gómara, que llegó a escribir que «la mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo crió, es el descubrimiento de las Indias». Un parecido hálito se percibe también en la obra del
piloto mayor Alonso de Chaves, el cual no deja duda sobre la
intención que le animó a escribir:
«Porque el principal intento que tuve para ordenar y componer la presente obra fue por poder aprovechar y dar aviso, principalmente a todos los navegantes
naturales de mi nación española, a lo cual me obliga el
75
López Piñero, José María: El arte de navegar..., p. 262.
101
Tecnología contra la inmensidad del Océano
amor de la patria y el deseo que tengo de los ver tan
adelante en ciencia, cuanto ellos son en fortaleza de ánimo para emprender las muy largas navegaciones por
mares ignotas más que otras naciones algunas...»76.
Este orgullo patriótico procedía también del sentimiento de haber superado, al menos desde el punto de vista técnico-científico, al mundo grecolatino que hasta entonces constituía un punto de referencia imprescindible. Por decirlo de una
manera sencilla: todos estos autores tienen clara conciencia
de haber dejado atrasados a los sabios y hasta a los dioses de
la Antigüedad que, según la mitología, enseñaron sus secretos
a los hombres. A este respecto, Martín Cortés decía:
«No quiero decir que la navegación no sea antigua … pero digo haber sido yo el primero que redujo la
navegación a breve resumen, poniendo principios infalibles y demostraciones evidentes … haciendo instrumentos para saber la altura del Sol … ordenando cartas,
brújulas … El provecho que resulta es para todo el Uni-
76
Chaves, Alonso de: Espejo de navegantes, Museo Naval, Madrid, 1983,
p. 162.
102
verso, para todas las provincias, para todos los mares,
para ir a lo descubierto y para descubrir lo encubierto. Si
los antiguos supieran lo que los modernos, no habrían
estado las Indias por descubrir»77.
Los autores de estos libros sobre el «arte de navegar»
se comportan con jactancia de verdaderos individuos del Renacimiento. Las grandes realizaciones artísticas de esta época
han hecho, a veces, dejar de lado que el antropocentrismo europeo se basa en algo más que en la autocomplacencia por los
lienzos de Rafael o las esculturas de Miguel Ángel. No debe olvidarse que la satisfacción proporcionada por la conquista de
los océanos, por haber sido capaz de dar la vuelta al mundo y
dejar su huella en la práctica totalidad de las playas del planeta,
fue también un componente que no debe olvidarse para entender la vanidad del hombre renacentista.
Refiriéndonos al contenido de estas obras, podemos distinguir en todas ellas dos partes bien diferenciadas. En primer lugar, constan de un resumen sobre los conocimientos astronómicos que resultaban comunes en los medios científicos del
momento. Es lo que muchos denominan como «tratado de la
77
Cortés, Martín: Breve compendio de la Sphera…, folios III vº y IV rº.
103
Tecnología contra la inmensidad del Océano
Sphera». En segundo lugar, y ocupando el mayor número de
páginas, está la que corresponde al «arte de navegar». El primer apartado tendría un carácter mucho más teórico y descriptivo, mientras que en el segundo predominarían los aspectos
técnicos y prácticos. En algunos casos, existe una tercera parte que constituiría una especie de derrotero o descripción detallada de varias rutas marítimas, haciendo hincapié en los principales accidentes costeros y en las mejores ensenadas,
bahías y puertos en los que refugiarse en caso de problemas.
Desgraciadamente para ellas, las obras que tuvieron este último aspecto más desarrollado nunca consiguieron que la Corona les otorgase el permiso de edición.
Con respecto a sus apartados más teóricos, como puede
ser su descripción del Universo y sus círculos astrales, estos libros no resultan novedosos, pues todavía defienden una concepción geocéntrica del universo, cuando en 1543 ya se había publicado la obra de Copérnico que sentaba las bases del modelo
heliocéntrico. Sin embargo, sí resultan tremendamente modernos en la forma de tratar determinados fenómenos geográficos,
en cuya explicación van a usar la experiencia propia o la de los navegantes de la época, sin importarles que esto les lleve en múltiples ocasiones a enfrentarse con la autoridad de los pensadores
de la Antigüedad Clásica. De esta manera, Martín Cortés dará la
104
primera teoría razonable para el fenómeno de la declinación magnética, llegando a intuir la existencia de un desfase entre los polos geográfico y magnético de la Tierra.
Donde podemos decir que estos tratados resultan inigualables, es en la resolución práctica de los problemas que se podían presentar a un piloto en la dirección de su nave. El primero de
dichos problemas era hacerse con los instrumentos de navegación, tales como brújulas, cartas náuticas, cuadrantes, ballestillas
o astrolabios. No todos tenían el dinero suficiente para comprarlos
en el taller que la familia Gutiérrez tenía en Sevilla, que aseguraba
la posterior aprobación de la Casa de la Contratación. Por ello, fue
frecuente que los pilotos tuvieran que construirlos ellos mismos,
o los mandaran a hacer, bajo sus indicaciones, a un artesano amigo, aunque, desde luego, si querían emplearlos legalmente tenían
que conseguir después la homologación del cosmógrafo fabricador de instrumentos de la Casa. Por esa razón, estos libros incluyen descripciones y dibujos en los que se detalla, paso por paso,
la forma de fabricar los principales instrumentos en lo que constituye un verdadero precedente de esas producciones editoriales
tan en boga en nuestros tiempos del tipo de «hágalo usted mismo». Tras la explicación del proceso constructivo, se pasa a describir el manejo de los distintos aparatos náuticos y de las principales
técnicas para dirigir un buque, comenzando por la navegación
105
Tecnología contra la inmensidad del Océano
magnética y culminando por la astronómica. Las explicaciones
más amplias se dedican al cálculo de la latitud por la altura del Sol
a mediodía, que Martín Cortes supo resumir en cuatro simples reglas basadas en la dirección de la sombra que el propio piloto proye c taba mientras realizaba su medición78.
Pero también, quien quiera conocer las peculiaridades de
la vida cotidiana de los marinos del siglo XVI tiene en estas obras
una fuente de inapreciable valor. En ellas, aprenderá desde la forma en que se pagaban los salarios a los marineros, hasta la manera de hacer resbalar al enemigo en los abordajes tirando bombas llenas de ¡jabón!, y quizá se sorprenda al enterarse de que
los navíos iban llenos de cepillos limosneros dejados por los frailes, que no descansaban en sus labores recaudatorias ni aún con
los fatigantes bamboleos de las embarcaciones79. Para el especial i s ta en construcción naval, también son estos libros una fuente
interesante, y en especial se destaca la obra de Diego García de
Palacio, que es posiblemente uno de los primeros tratados de
construcción naval impresos en el Mundo Occidental. Finalmente, habría que destacar su aporte a la geografía con la incorporación de derroteros de las costas americanas. El ejemplo más
Cortés, Martín: Breve compendio de la Sphera…, folio LXXVIII vº y LXXIX rº.
Escalante de Mendoza, Juan: Itinerario de navegación…, p. 56.
78
79
106
d e s tacado es la obra de Baltasar Vellerino de Villalobos, con decenas de expresivos dibujos con los perfiles del litoral del Nuevo
Mundo; y no le van a la zaga los trabajos de Fernández de Enciso,
Escalante, o del propio Chaves.
A la hora de realizar una valoración conjunta y global de
este extraordinario conjunto de obras, el mejor baremo de su éxito es, sin duda, la gran cantidad de traducciones que de ellos se
hicieron a las principales lenguas europeas del momento. Entre
1561 y 1615, del libro de Pedro de Medina se hicieron doce ediciones en francés, aparte de otras en italiano y holandés. La obra
de Martín Cortés fue la favo r i ta de los ingleses, que la tradujeron
nueve veces a su idioma entre 1561 y 1630. Se sabe que el propio Drake llevaba una edición del libro de Pedro de Medina cuando dio la que habría de ser la segunda vuelta al Mundo de marinos europeos. Por ello, tendríamos que concluir estando de
acuerdo con Julio Guillén, que hace muchos años publicó un folletito con este expresivo título: Europa aprendió a navegar en libros españoles 80 … y nosotros podíamos precisar que Europa
aprendió a navegar en libros españoles, publicados, por primera
vez, y en la mayor parte de los casos, en Andalucía.
Guillén Tato, Julio: Europa aprendió a navegar en libros españoles. Barcelona,
1943.
80
107
III
Un puente móvil para cruzar
el Océano
Flotilla española en el Caribe a comienzos del siglo XVI
109
Un puente móvil para cruzar el Océano
Para atravesar un espacio sin límites aparentes hace
falta un buen vehículo, una nave que nos transporte a través
de un medio que puede volverse tremendamente hostil. En la
Andalucía de finales del siglo XV, se construía la mejor de las
embarcaciones para lanzarse a descubrir las fronteras de lo
desconocido: la carabela. Su origen parece provenir de unos
barcos que usaban los moros, construidos con líneas afiladas y
velas triangulares o «latinas», que en las crónicas medievales
se llaman cárabos y se usaban para la pesca y el comercio de
cabotaje. Los portugueses debieron copiar y adaptar dichas
embarcaciones a la navegación oceánica. Por su parte, los habitantes del Condado de Niebla, vecinos y rivales de los del Algarve, las reprodujeron y las emplearon en sus viajes a Canarias y al banco sahariano, para pescar, efectuar expediciones
en busca de esclavos o realizar el corso.
Los barcos eran las maquinarias más complejas que
los seres humanos podían construir. Para fabricar su casco y
aparejos era preciso ensamblar con precisión materiales tan diversos como: madera, clavazón, estopa, brea, grandes troncos
para la arboladura, cordajes de cáñamo o grandes lienzos para
las velas. Pero, además, los buques llevaban en su interior conjuntos de poleas para levantar toneladas de peso; bombas de
achique para sacar el agua de la sentina; cabrestantes para
110
mover las pesadas anclas; cañones que eran las armas más letales de la época, junto con mapas o astrolabios, que resultaban ser los instrumentos de precisión más sofisticados que
ninguna persona conocía por entonces. Las carabelas, entre
todas las embarcaciones existentes, resultaban ser las máquinas mejor y más específicamente diseñadas para ser lanzadas
en expediciones a mayores distancias y destinos menos conocidos. A los ojos de un hombre del siglo XXI, orgulloso de su
compleja tecnología, aquellos humildes barquitos de madera
pueden parecer poca cosa, pero, en realidad, eran los heraldos
tecnológicos de Occidente, al igual que los transbordadores
espaciales pueden serlo hoy en día.
Las carabelas eran buques pequeños. Una embarcación
típica de las empleadas en las expediciones de descubrimiento
podía medir 20 metros de eslora por 5 metros de manga y solía
tener un espacio en la bodega de unas 40 toneladas (aunque las
había mayores, de hasta 70 toneladas)81. Disponía de una sola cub i e r ta, bajo la cual se guardaba la carga y sobre la que hacía la vida
La tonelada era una medida para determinar la capacidad de carga de los buques. No existía por entonces el concepto de tonelada peso o de desplazamiento y las embarcaciones medían su tamaño por la cantidad de toneles que
cabían en su bodega. En la Carrera de Indias la tonelada equivalía a dos pipas o
barriles de unos 442 litros cada uno. Así, una carabela de 40 toneladas podía
cargar el equivalente a 80 barriles de 442 litros.
81
111
Un puente móvil para cruzar el Océano
una tripulación de alrededor de 20 hombres, que se protegían de
las inclemencias del tiempo bajo toldos embreados. Su aparejo
e s taba formado por tres o cuatro palos dotados de velas latinas,
aunque cuando comenzaron a navegar en las ru tas transoceánicas, fue usual que llevasen tres mástiles, con velas latinas en la
mesana y el trinquete, y vela cuadrada en el mayor, para recoger
mejor los vientos alisios que soplaban por popa; eran las denominadas «carabelas redondas».
Éstas, aparentemente, modestas embarcaciones eran
el equilibrado producto de una serie de elementos contrapuestos que se habían fundido para dar origen al barco más rápido
del mundo e inigualable cuando se trataba de navegar con
viento contrario. El que hubiera aparecido en el Sur de la Península Ibérica no era ni mucho menos una casualidad. En las costas del Algarve y en las andaluzas, se juntaban las dos tradiciones náuticas más importantes de Europa: la del Mediterráneo
y la de esos «mediterráneos atlánticos» que eran el Canal de la
Mancha, el Mar del Norte o el Báltico. Cuando embarcaciones
mediterráneas cruzaban el estrecho de Gibraltar en dirección al
canal de Flandes, dejaban sus influencias en Andalucía y sus
logros constructivos a la vista de los armadores locales. Lo
mismo ocurría cuando los veleros norteños enfilaban el estrecho para vender sus mercancías a las repúblicas italianas.
112
De la antiquísima tradición marítima del Mare Nostrum,
las carabelas habían tomado para sí los aparejos de velas triangulares, llamadas latinas, pero que, en realidad, procedían de
embarcaciones árabes. Eran velas difíciles de manejar, pero su
forma triangular permitía orientarlas mejor hacia los vientos contrarios. Otra adaptación típicamente mediterránea fue el sistema
de construcción de los cascos mediante el uso de una estructura previa a base de una quilla y sus cuadernas. Según este novedoso sistema, la embarcación comenzaba a construirse colocando primero la quilla, verdadera columna vertebral en la que se
insertaban, a modo de costillas, las curvadas cuadernas. Sólo
posteriormente, este esqueleto se iba forrando de tablones de
similar tamaño. Esta manera de construir buques, que presenta
evidentes ve n tajas en forma de solidez estructural, rapidez constructiva y abaratamiento de costes, no apareció en el Mediterrá82
neo hasta una fecha indeterminada entre los siglos XI al XIII . En
las embarcaciones de la antigüedad clásica, el forro precedía a
cualquier estructura interna y las tablas se insertaban directa-
Casson, Lionel: Ships and Seamanship in the Ancient World. Princeton Univers i ty Press. Princeton, New Jersey, 1971, p. 203. Según la tesis doctoral inédita
de Adolfo Antonio da Silveira: A Arqueología Naval Portuguesa, la primera prueba gráfica de la construcción naval con esqueleto de quilla y cuadernas previo
se observa en una pintura de Paolo Veneziano de finales del siglo XIII.
82
113
Un puente móvil para cruzar el Océano
mente en la quilla, y en la siguiente fila de maderos, mediante
un sistema de espigas y rebajes. Los imprescindibles y numerosos ajustes hacían que las embarcaciones pareciesen más esculpidas que construidas en serie.
De la tradición Atlántica, las carabelas tomaron un invento esencial: el timón central o de codaste. El codaste es la
pieza curvada de madera que prolonga la quilla en la popa del
navío. Sobre él, mediante un sistema de goznes, se fijaba un
tablón de madera que podía ser manejado mediante una caña
horizontal desde el centro de la embarcación. Hasta que, a fines del siglo XII o principio del XIII, la necesidad de atravesar
los peligrosos bancos de Flandes, o los estrechos entre la Península Escandinava y la de Jutlandia, llevó a inventar este nuevo sistema de gobierno, los buques se habían regido por simples remos colocados a uno u otro lado de la popa. Las
ventajas que daba el timón de codaste a la hora de mantener la
embarcación a rumbo, incluso con vientos contrarios, permitió,
entre otras cosas, aumentar el tamaño de los barcos sin temor
a convertirlos en auténticos cajones imposibles de gobernar.
También procedían de los mares norteños los aparejos llamados bolinas, que tensaban los laterales de las velas cuadradas
para dirigirlas en contra del viento, o la costumbre de usar bonetas para aumentar o disminuir rápidamente el tamaño de las
114
velas. Las bonetas eran trozos longitudinales de vela con filas
de agujeros en la parte superior e inferior, por donde se enlazaban con la siguiente mediante un largo cabo. Si un temporal repentino sorprendía a la embarcación, no era necesario bajar
por completo la pesada vela, sino que bastaba tirar del extremo del cabo para que una de las bonetas se desprendiese evitando el peligro de zozobrar.
Asimilando y fundiendo en su proceso constructivo
esos y otros avances de las principales tradiciones náuticas de
Europa, la carabela era un barco ágil y rápido, capaz de hacer
travesía a velocidades medias de seis nudos y alcanzar con
vientos favorables los diez o doce nudos. Pero, donde era especialmente notable era navegando en contra del viento. Para
ello, usaba sus velas latinas y las proporciones afiladas de su
casco. En las carabelas, la eslora (longitud) era cuatro veces
superior a la máxima anchura o manga. En esto, representaba
de nuevo un punto intermedio entre las galeras, que resultaban ocho veces más largas que anchas y la mayoría de los cargueros, cuya manga solo cabía dos o tres veces en su eslora.
Con todo ello, las carabelas, aun pudiendo transportar una
apreciable cantidad de mercancías, resultaban mucho más rápidas que cualquier otra embarcación a vela. Esta combinación
de velocidad junto a una respetable capacidad de carga las
115
Un puente móvil para cruzar el Océano
convirtió en los buques de mayor autonomía e ideales para las
largas singladuras de descubrimiento.
El que fueran pequeñas les daba también ventajas adicionales. Eran baratas y, por lo tanto, podían ser construidas y
mantenidas por muchos pequeños armadores de la costa de
Huelva, como los famosos Niño o Pinzón de los viajes colombinos. Tenían poco calado, lo que les permitía acercarse mucho a
la costa sin temor a chocar con un arrecife; remontar la corriente de un estuario para saber si en realidad era el estrecho ansiosamente deseado; o, llegado el caso, varar en la playa si era
menester repararla. Estas cualidades ya las comprobó Cristóbal Colón en su primer viaje. En él, perdió la nao Santa María al
chocar con un arrecife por encima del cual una carabela hubiera pasado sin problemas. Por eso, el almirante prefirió usar este tipo de embarcaciones en sus siguientes viajes, ya que
eran, según sus palabras, las mejores para descubrir.
Las carabelas andaluzas fueron las reinas de la navegación de las rutas oceánicas españolas durante los primeros 30
ó 40 años después del descubrimiento de América. Incluso en
esos primeros años, fueron las encargadas de proteger a los
restantes veleros de los asaltos de los piratas. En efecto, carabelas armadas y tripuladas con un buen número de soldados
fueron las primeras embarcaciones enviadas al Cabo de San Vi-
116
cente a proteger el regreso de las naves de Indias83. Así siguió
pasando hasta que, en 1523, una flotilla de tres carabelas armadas enviada a las Azores a proteger a los mercantes procedentes del Caribe fue derrotada y apresada por un grupo de
corsarios franceses. La que era la principal ventaja de las carabelas durante la época de los descubrimientos: su agilidad fruto de su pequeño tamaño, comenzaba a convertirse en un inconveniente a medida que comenzaba una fase de explotación
comercial de rutas ya conocidas. Éstas podían ser recorridas y
atacadas por barcos de mayor tonelaje, tales como naos o galeones, que, al tener capacidad para llevar más hombres y artillería, terminaron por barrer a las ágiles carabelas como nave
principal de las rutas oceánicas. ¡Toda tecnología por adecuada
y avanzada que haya sido, debe adaptarse a la realidad cambiante o desaparecer!
En efecto, las embarcaciones que acabaron desplazando a las carabelas de las rutas oceánicas fueron las naos y los
galeones. Las naos eran unos cargueros de formas mucho
más redondeadas que las carabelas y de más alto bordo. Así,
mientras una carabela de unos veinte metros de eslora podía
Céspedes del Castillo, Guillermo: La avería en el comercio de Indias. Escuela
de Estudios Hispanoamericanos, Sevilla, 1945, p. 22.
83
117
Un puente móvil para cruzar el Océano
tener, como hemos dicho, una manga de cinco metros, una
nao de longitud semejante alcanzaba los seis o siete metros
de máxima anchura y, como además podía tener hasta dos cubiertas, era capaz de transportar 200 toneladas, frente a las 40
o 50 de la carabela. Por su parte, los galeones aparecidos a mitad de la Centuria combinaban la capacidad de carga de las
naos con las líneas más afiladas de las carabelas o las galeras.
En una eslora de alrededor de 30 metros, su máxima anchura
sería de 8 metros, y dispondría de dos cubiertas completas,
más una media cubierta más a proa, denominada «castillo», y
otra a popa, llamada «tolda o alcázar», con un camarote más
pequeño sobre ella o «toldilla». Su capacidad de carga podía alcanzar entre las 300 y 400 toneladas. Los galeones empleados
en las rutas indianas eran en realidad barcos mixtos de guerra
y comercio, que llevaban en sus costados abiertos troneras para disparar batería de entre 15 y 20 cañones por banda.
Una característica común unía a naos y galeones: ambos
tipos de buques solían tener sus cascos construidos con roble.
La estructura de los galeones era especialmente fuerte, con
cuadernas más numerosas y anchas, dando al casco la dureza
de una verdadera muralla de madera difícil de atravesar por las
balas de los cañones de la época. La abundancia de robledales
en la cornisa cantábrica y la existencia de ferrería en Vizcaya,
118
convirtió a los astilleros del Norte de España en el lugar favorito
para construir estos tipos de embarcaciones. Las ligeras y ágiles
carabelas, se habían construido con maderas de los pinos de las
sierras del Norte de las actuales provincias de Huelva y Sevilla,
pero, a la hora de fabricar embarcaciones de mayor porte y resistencia, la riqueza forestal de Andalucía no podía competir con la
del Cantábrico. Por ello, la brillante construcción naval andaluza
de las primeras décadas del siglo XVI fue decayendo a favor de
las naos y galones norteños. Tanto fue así que en 1593 Felipe II
ordenó: «…que no se dé registro para las Indias a ninguna nao
fabricada en todas las costas de Sevilla, Sanlúcar de Barrameda,
Cádiz, Puerto de Santa María, ni la del Condado de Niebla, ni
Marquesado de Gibraleón y Ayamonte, ni navegue en la Carrera
de armada ni mercante… »84.
Como en otros muchos casos, las órdenes reales no se
cumplieron a rajatabla y, en la primera mitad del siglo XVII, los
navíos andaluces no habían desaparecido por completo de las
rutas indianas, aunque los construidos en el Norte de España
los superaban en una proporción de tres a uno. Ahora bien,
contando a los buques extranjeros y a los que se botaban en
los puertos americanos con las magníficas maderas del Caribe,
84
Recopilación de las Leyes de los Reinos de Indias. Libro IX, título XXX, ley XXI.
Real Cédula de Felipe II, 16 de junio de 1593.
119
Un puente móvil para cruzar el Océano
las embarcaciones salidas de los astilleros de Andalucía
constituían en esa época menos del 10% del total de las embarcaciones que navegaban entre España y América85. As í
pues, a partir de la tercera década del siglo XVI las costas del
Sur de la Península Ibérica dejaron de ser un lugar de referencia para la industria naval española, pero lo que sí se construyó en Andalucía fue un extraordinario sistema de comunicaciones oceánicas capaz de unir con convoyes anuales el Vi e j o
y el Nuevo Mundo y, utilizando como plataforma intermedia
el continente americano, enlazar Filipinas con Sevilla. Un auténtico puente móvil de madera que cruzaba los dos mayo r e s
océanos del planeta por su parte más ancha, recorriendo la
mitad de la circunferencia terrestre. La seguridad y la periodicidad extraordinaria que fueron capaces de alcanzar las flotas
de Indias, las convierten en una de las mayores ave n turas
náuticas de la Historia, a la par que uno de los primeros circuitos comerciales con alcance realmente planetario.
Curiosamente, desde la creación, en el año 1503, de la
Casa de la Contratación, Sevilla fue elegida como el único
puerto en el que confluirían las salidas y llegadas de esta enor-
85
García Fuentes, Lutgardo: El comercio español con América, 2650-17 00, Diputación Provincial de Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, Sevilla,
1980, p. 205.
120
me red de comunicaciones. Un monopolio que incluía, entre
otras condiciones teóricas, que los únicos comerciantes autorizados para enviar sus mercancías fueran españoles y que los
barcos en los que se realizase el tráfico fueran también construidos en España, algo que ya hemos visto que fue difícil de
cumplir. El sistema respondía a la premisa de que los considerables sacrificios y gastos realizados con la conquista y administración de las Indias debían ser recompensados con esta
exclusividad. Estaba dirigido contra dos enemigos principales:
los piratas y corsarios y las marinas de guerra del resto de naciones europeas, que no se conformaban con haber sido excluidas del jugoso pastel del comercio indiano; pero también
contra los contrabandistas españoles que, desde dentro del
sistema, pretendían no pagar impuestos a la Corona. Si se concentraba el tráfico en uno, o unos pocos puertos, sería más fácil la defensa y la recaudación tributaria.
La elección de Sevilla se basó, fundamentalmente, en
la seguridad que daba su puerto fluvial, situado a más de och e nta kilómetros de la desembocadura del Guadalquivir. Una elección que, desde el punto de vista militar fue irreprochable, porque ningún enemigo consiguió amenazar esta plaza, mientras
que Cádiz y muchos puertos americanos tuvieron que soportar
asedios y pillajes frecuentes. Sevilla tenía además a su favor ser
121
Un puente móvil para cruzar el Océano
la ciudad más poblada de España86 y un antiguo centro del poder real, con la tradición marítima que le daba el haber tenido el
mayor astillero medieval de Castilla durante la Edad Media.
Desde el punto de vista económico, era la cabecera de un valle
muy rico y capaz de alimentar a los miles de tripulantes y pasajeros que habrían de viajar en las mayores flotas. También constituía un centro financiero por la presencia, desde la Reconquista, de mercaderes y banqueros italianos, y especialmente
genoveses, que se habían instalado allí buscando los beneficios
del comercio con el Norte de África y el de las nuevas fronteras
abiertas con los archipiélagos del Atlántico.
Entre tantas ventajas, también había algunos inconvenientes serios. El curso del Guadalquivir tenía una serie de pasos complicados con bajos fondos y bancos de arena, que hacían muy lenta la navegación. En la desembocadura, la barra de
Sanlúcar era una defensa natural para cualquier enemigo que
quisiera violar la entrada del río, pero también era un peligro incluso para pilotos expertos. Por todo ello, era imposible que
los grandes buques de más de 400 o 500 toneladas alcanzasen el muelle a la sombra de la Torre del Oro. De momento, el
Contaba a principios del XVI unos 40.000 habitantes cuando Cádiz o Huelva
oscilaban ente los 2.000 y 4.500 habitantes.
86
122
XVI fue un siglo de barcos pequeños, cuya media de arqueo
oscilaba entre las 150 y 200 toneladas, pero a la larga, la difícil
accesibilidad del Guadalquivir desde el exterior, que había sido
su gran ventaja al librar de ataques exteriores, se convertiría en
la causa de la decadencia de Sevilla como cabecera de las flotas de Indias.
De todas maneras, es conveniente advertir que, aunque la capital hispalense fue el único puerto autorizado en España para comerciar con las Indias, hubo algunas excepciones
a esta regla. Así, durante algunos años del reinado de Carlos V
(concretamente entre 1529 y 1543), se autorizó la salida hacia
las Indias de varios puertos peninsulares como La Coruña, Bayona, Avilés, Laredo, San Sebastián, Cartagena, Málaga y Cádiz. Con todo, parece que dicha concesión no fue aprovechada
por muchas embarcaciones y algunos autores consideran que
la orden real quedó en letra muerta87. En cualquier caso, la
vuelta a España, que era cuando los buques iban cargados de
plata, siempre debía hacerse por Sevilla. Un puerto sí compartió desde el principio los privilegios del monopolio: se trata de
Sanlúcar de Barrameda, el cual sirvió como antesala en las sali-
Haring, Clarence H.: Comercio y navegación entre España y la Indias en la
época de los Habsburgo. Fondo de Cultura Económica, México, 1939, p 18-19.
87
123
Un puente móvil para cruzar el Océano
das y llegadas de la flota y lugar de destino final de las grandes
naves que por su tamaño no podían remontar el río. Al de Cádiz, se le permitió incorporar algunos navíos a las flotas, siempre que estuviesen cargados con frutos de la agricultura andaluza y no con manufacturas españolas o extranjeras. Un
permiso similar gozaron las Canarias, que podían enviar directamente o en conserva de las flotas, barcos con productos locales. Por lo demás, el monopolio sevillano fue bastante efectivo, al menos a lo largo del siglo XVI.
La navegación en los primeros 30 años del descubrimiento de las Indias se había venido haciendo en barcos sueltos que partían y volvían a descargar a Sevilla, pero, a principios de los años 20, la guerra con Francia llenó los mares
americanos de corsarios de aquella nacionalidad que deseaban
–como se presume que dijo su rey Francisco I– ver la cláusula
del testamento de Adán en la cual se certificaba que América
iba a ser sólo para los españoles y portugueses. En 1522, el
corsario italiano al servicio de Francia, Jean Florín dio un golpe
espectacular contra la seguridad del tráfico español apresando
dos de los tres barcos en los que Hernán Cortés enviaba a Carlos I el fabuloso tesoro de Moctezuma. Desde aquel momento, la navegación a las Indias no volvería a ser la misma y las
autoridades de la Casa de la Contratación se vieron obligadas a
124
alquilar o requisar carabelas y otros barcos mercantes, para armarlos y perseguir a los corsarios.
Desde aquellas fechas en adelante, los considerables
desembolsos de la defensa de las ru tas atlánticas se pagaron mediante un procedimiento que puede resultar curioso a los ojos de
un observador contemporáneo. Habida cuenta que los barcos armados protegían bienes tanto de la Corona como de los particulares, los gastos se pagarían en proporción al valor de los buques y
las mercancías de cada cual, incluyendo en esto los envíos de plata y las demás propiedades de la Real Hacienda como si fueran
las de cualquier comerciante. Cada año, se calculaba la proporción que representaba costo de la defensa y se aplicaba ese porc e n taje al valor de la carga y de los buques para que lo pagasen
sus propietarios. Era la llamada «avería», que más que un impuesto era una especie de seguro mutuo con el que el rey, como cada
uno de los armadores y negociantes de la Carrera de Indias, se
cubrían de las pérdidas ocasionadas por los asaltos piráticos.
Inicialmente, las naves armadas por la «avería» se limitaban a ejercer una defensa zonal de los espacios más peligrosos. En aquellos tiempos, los buques corsarios no tenían capacidad para aguardar en alta mar el paso de sus presas, por lo
que siempre acechaban en las proximidades de una costa en la
que pudieran esperar el momento de ataque. Por eso el Cari-
125
Un puente móvil para cruzar el Océano
Carpinteros construyendo un barco
126
127
Un puente móvil para cruzar el Océano
be, con sus miles de islas e islotes, el Archipiélago de las Azores y el Cabo de San Vicente, era los lugares más peligrosos y
a los que inicialmente se circunscribió la defensa, mediante el
envió de escuadrillas armadas. San Vicente, llamado también
«Cabo de las Sorpresas», era un lugar especialmente peligroso, pues los corsarios se ocultaban al otro lado para intentar
sorprender a las naves que, en su retorno a Sevilla, debían pasar necesariamente cerca de este inquietante promontorio.
Por ello, y para evitar esas sorpresas, desde 1543 se
tomó la decisiva determinación de que barcos armados escoltasen a las naves reunidas en flotas a todo lo largo del recorrido. Habían nacido las flotas de Indias. Inicialmente, los convoyes salían una o dos veces al año, agrupando a los barcos
destinados a todos los puertos americanos. Al llegar al Caribe
la formación se dividía en dos escuadrones, uno de los cuales
se dirigía a Cartagena de Indias y al Istmo de Panamá y el otro
continuaba hasta la Nueva España. Finalmente, una Real Cédula de Felipe II, fechada el 16 de julio de 1561, organizó los convoyes de forma en que, con posteriores pequeños retoques,
se mantuvieron hasta el final de la época colonial88.
Recopilación de las Leyes de los Reinos de Indias. Libro IX, título XXX, ley I.
88
128
Según este esquema, cada año partían de Sevilla dos
flotas, una que se dirigía directamente hacia Nueva España y
otra que se encaminaba hacia Cartagena de Indias y el istmo
de Panamá, región que por entonces se conocía como Tierra
Firme. Cada convoy iba escoltado por dos de los mayores mercantes que se encontraban por entonces en los puertos andaluces. Éstos habían sido alquilados (eufemismo que muchas
veces ocultaba una verdadera requisa) a sus dueños, fuertemente artillados y reforzados con un par de compañías de soldados. En uno de ellos, llamado genéricamente «La Capitana»,
enarbolaba su enseña un militar nombrado por el Consejo de
Indias para ser la máxima autoridad del convoy, con el título de
general de flota. En el otro, denominado La Almiranta, embarcaba el segundo en el mando con el cargo de almirante de flota. A partir de 1568, se organizó además una potente escuadrilla de galeones específicamente construidos para la guerra con
la que se formó la Real Armada de la Guarda de la Carrera de
las Indias, más comúnmente llamada Armada de la Avería,
nombre que, por supuesto, no hacía referencia a que sufrieran
constantes desperfectos, sino a que se pagaban a través de la
recaudación de este tipo peculiar de seguro-impuesto.
El primer comandante de la Armada de la Guarda fue don
Pedro Menéndez de Avilés, uno de los mejores marinos españo-
129
Un puente móvil para cruzar el Océano
les de todos los tiempos, el cual, con el título de Capitán General,
era la máxima autoridad de la Carrera de Indias. Bajo su mando,
se pusieron 12 galeones de 300 toneladas construidos en Deusto, a cada uno de los cuales se le puso el nombre de uno de los
discípulos preferidos de Jesucristo, con lo que fueron comúnmente conocidos por «Los 12 apóstoles». Ninguna potencia naval de la época había construido hasta la fecha un número tan elevado de modernas unidades en serie y, de nuevo, como en el
tiempo de las galeras mandadas a construir durante la Edad Media, la Corona volvía a contar con una verdadera flota de guerra
formada por buques que no habían sido requisados a los comerciantes. La Armada se podía enviar a patrullar por zonas conflictivas o a acompañar a alguna de las flotas a lo largo de su viaje y,
en esas circunstancias, el general de la flota quedaba bajo el
mando del de la Armada de la Avería.
Las medidas de seguridad no se reducían a la escolta de
buques armados. Los peligros del océano, con sus escollos y huracanes, también se intentaban combatir mediante un cuidadosísimo proceso burocrático llevado a cabo por el centenar de funcionarios que la Casa de la Contratación de Sevilla ponía en
movimiento por la capital y los puertos del Guadalquivir y la Bahía
de Cádiz. El paso previo para quien quería navegar con su barco
en una flota era solicitar un permiso y presentarse ante las autori-
130
dades de la Casa con un certificado de propiedad del buque en el
que se manife s taba el lugar y la fecha de su construcción. Una
vez comprobado que era un buque nuevo o de pocos años y
construido en España89, se procedía a nombrar al maestre90, que
sería a partir de aquel momento el único interlocutor con las autoridades y el responsable económico de la carga y del barco a cualquier efecto. Para asegurarse de que el maestre no iba a infringir
la ley llevando mercancías fuera de registro, se le hacía presenta r
unas fuertes fianzas avaladas por personas de reconocida solvencia, que responderían con sus bienes de cualquier irregularidad
cometida a lo largo del viaje de ida y vuelta. Seguidamente, el buque pasaba una primera inspección o «visita» realizada por unos
funcionarios especializados llamados «visitadores». En ella, cuando el navío estaba todavía sin carga, se medía para calcular las toneladas de arqueo de su bodega y se le señalaban las reparaciones que considerasen necesarias para reforzar su seguridad.
Después, se realizaba una segunda inspección en que, tras comprobarse que se habían realizado las obras señaladas, se le indica-
Cuando, a finales del siglo XVI, comenzaron a escasear los barcos españoles,
la Casa no tuvo más remedio que comenzar a admitir buques extranjeros, sobre todo redondos y pesados cargueros flamencos denominados urcas.
90
El maestre podía ser el dueño de la embarcación o un representante del propietario o propietarios del buque.
89
131
Un puente móvil para cruzar el Océano
ba el número de tripulantes que debía llevar, así como los alimentos y pertrechos de repuesto para poder efectuar, si era necesario, una reparación de urgencia en alta mar. Como con el tiempo
se ordenó que los mercantes de la flota también llevasen algunos
cañones y armas blancas y de fuego, se le indicaban también el
número de ellas que debía transportar. Pasado este segundo trámite, podía comenzar la carga. Inmediatamente antes de partir,
se realizaba una tercera y última inspección, que vigilaba si se habían cumplido las indicaciones de la segunda visita y si llevaba
mercancías que no figuraban en el registro oficial. También se
comprobaban una serie de medidas de seguridad. En ese sentido, se procuraba que el buque no estuviese sobrecargado, ni que
se hubiera colocado demasiado peso en los entrepuentes y en
las partes altas, lo cual podía poner en riesgo su estabilidad; se
inspeccionaba sus condiciones de estanqueidad y el funcionamiento de las bombas de achique, incluso se vigilaba que se llevase a bordo un barril con un cabo de 200 brazas para auxiliar a
los tripulantes que cayesen al agua. En los buques de guerra, los
generales realizaban una inspección nada más salir a navegar, en
la cual realizaban un alarde para revisar el estado de las armas y
de las compañías de infantería embarcada.
La flota de Nueva España debía, según las ordenanzas,
salir en primavera, pero lo normal es que partiese durante los
132
meses de verano y especialmente en julio91. El recorrido por el
Guadalquivir podía tardar una semana, ya que el paso de cada
uno de los seis o siete puntos conflictivos llevaba a esperar
que el viento estuviese a favor, la marea alta y fuese de día para ver las marcas de profundidad colocadas en el río. A veces,
para evitar dilaciones excesivas, era preciso alijar la carga y pasarla al otro lado del obstáculo en barcazas de fondo plano. De
Sanlúcar a Canarias, no se tardaba mucho más que entre Sevilla y la desembocadura del Guadalquivir, normalmente de 7 a
10 días. Esta primera singladura era conocida como el «Golfo
de las Yeguas», por los muchos de estos animales y otros ganados que solían morir al comienzo de la travesía y terminaban
llenando el fondo de aquel pedazo de mar. En las islas, se tomaba agua y leña para hacer el salto del Atlántico. Éste se hacía bajando hacia el Sur hasta la altura de Cabo Verde, en donde se viraba hacia el Oeste para coger los vientos alisios que
empujaban constantemente por popa. La travesía duraba de
25 a 30 días y solía ser tan sencilla y tranquila que a esta zona
Las fechas de salida de todas las flotas puede verse en un interesante documento que se conserva en el Archivo General de Indias titulado «Tabla cronológica de los generales que fueron a las Indias con flotas y galeones y de los jefes que fueron a comisiones particulares desde su descubrimiento». Mapas y
Planos, Libros Manuscritos, nº 80.
91
133
Un puente móvil para cruzar el Océano
se le llamaba «El Mar de las Damas», pues se consideraba que
hasta una delicada damisela podía hacerse cargo del timón. La
entrada a las Indias se hacía por la parte Norte de las pequeñas
Antillas donde se encontraba la isla Deseada, cuyo nombre es
claro indicio de la ansiedad con la que se esperaba ver su silueta. Tras recoger de nuevo agua y leña, comenzaba una travesía
de otro mes por el Caribe y el Golfo de México hasta llegar a
Veracruz. En este tramo, se solían despachar navíos con destino a diversas islas del Caribe y puertos centroamericanos. En
general, los puertos que no estaban comprendidos en los circuitos de las flotas no podían comunicarse directamente con
la Metrópoli, a no ser que se consiguieran unas licencias especiales (y pagadas a buen precio) para enviar unos navíos denominados «registros sueltos».
En Veracruz, el único puerto autorizado para recibir las
flotas en Nueva España se celebraba una gran feria en donde
se intercambiaban los productos de ambos mundos. Durante
el siglo XVI, entre el 85 y el 95% del valor de las exportaciones
americanas se compuso de oro y, sobre todo, de plata. El resto
lo componían tintes naturales, como la cochinilla, un insecto
que vivía en los nopales y que producía, al machacarse, un intenso tinte rojo; el palo Campeche o palo Brasil, que también
daban un color rojizo, o añil, que proporcionaba un intenso co-
134
lor azul. Un poco de azúcar y cueros para rellenar las bodegas
solían completar las exportaciones del Nuevo Mundo en el siglo XVI. De Europa, la mercancía más valiosa eran las ropas y
encajes finos producidos en Francia, Flandes o Italia y las más
voluminosas el vino, el aceite y las herramientas de todo tipo,
junto al papel y la cera.
Pero, a la feria de Veracruz, también llegaban con destino a Europa sedas, porcelanas, objetos lacados y especias procedentes de China y de las Molucas a través del comercio con
Filipinas del llamado «Galeón de Manila». En realidad, más que
un solo galeón, solían enviarse un par de grandes mercantes,
los cuales enlazaban cada año el puerto Mexicano de Acapulco
con el de Cavite, en la isla de Luzón. Esta ruta la había establecido, en 1565, Andrés de Urdaneta, un marino y aventurero
metido a fraile, que había logrado conducir a su galeón San Pedro desde Asia hasta México en una de las travesías más largas sin ver tierra que podían hacerse en los años de la marina a
vela. El viaje de ida podía durar sólo un par de meses, pero en
el de vuelta era preciso subir más al Norte de Japón para poder
tomar los vientos y la corriente del Kuro Shivo, que en una interminable travesía de cinco o seis meses, llevaba hasta la costa de la Alta California, desde donde se costeaba hasta llegar
finalmente a Acapulco. Con este gigantesco suplemento de la
135
Un puente móvil para cruzar el Océano
ruta de Nueva España, se atravesaban los dos mayores océanos del planeta y se conectaba el extremo Oriente con el extremo de Occidente a través del continente americano.
La flota de Tierra Firme, aunque estaba ordenado que
partiese en agosto, en realidad solía salir en primavera y tras
cruzar el «Mar de las Damas» por una ruta un poco más meridional, solía llegar a las Indias al Sur del arco de las Pequeñas
Antillas, junto a Trinidad y no lejos de la costa venezolana. Como esta flota estaba destinada en última instancia a traer a España la plata de Potosí, la mina más rica del mundo en el siglo
XVI, fue siempre la más codiciada por los corsarios y por eso la
mejor defendida, de tal manera que los buques de guerra de la
Armada de la Guarda terminaron pronto por escoltarla a todo lo
largo del recorrido, con lo cual el convoy acabó denominándose familiarmente como «Los Galeones de Tierra Firme» ya que
iba bajo la protección de este tipo de buque de guerra.
Cuando la flota marchaba, la Capitana de la Armada, reconocible por el estandarte real que izaba en el palo mayor, iba
siempre en vanguardia y ningún buque podía adelantarla. El
número de mercantes que componían los convoyes se fue incrementando a lo largo del siglo XVI. Si a mediados de siglo
podían ser unos veinte, a finales de la Centuria fueron frecuentes las concentraciones de 60 a 70 barcos. La más numerosa
136
fue la que, en 1589, condujo a tierra firme el general Diego de
la Ribera auxiliado por el almirante Alonso de Chaves Galindo,
que alcanzó las 94 embarcaciones, una cifra considerable, pero
que se vería superada por algunas flotas de los primeros años
92
del siglo XVII . Cuando las condiciones del mar lo permitían,
cada día, antes de anochecer y al amanecer, los distintos buques debían acercarse para ser reconocidos y recibir el santo y
seña. Las señales se hacían mediante cañonazos, banderas, o
bajadas y subidas de velas, todo ello en unos códigos que se
entregaban antes de partir. Si el general lo consideraba necesario podía convocar una junta en su nave a la que acudían los
pilotos y capitanes de cada buque que eran trasladados en las
chalupas de cada mercante. Por la noche la Capitana encendía
un fanal en la popa que debía ser seguido por todos los navíos.
La Almiranta ocupaba la retaguardia de la formación, con su
estandarte izado en el palo de mesana y evitaba que cualquier
barco se quedara rezagado. Ninguno de los mercantes podía
alejarse de la formación a una distancia tal que no oyese las llamadas realizadas con salvas de artillería. Por su parte, el conjunto de galeones de guerra ocupaba una posición a barlovento
del convoy, es decir, avanzados con respecto a la dirección en
92
H a r i n g, Clarence H.: Comercio y navegación… p. 264.
137
Un puente móvil para cruzar el Océano
la que soplaba el aire, lo que les permitía acudir viento en popa
y con toda rapidez sobre los mercantes si se cernía alguna
amenaza sobre ellos. A lo largo de la travesía, el General iba
despachando barcos ligeros llamados «avisos» para dar cuenta
de la marcha de la flota. De igual manera, en el viaje de vuelta
la Casa de la Contratación enviaba este tipo de barco a puntos
clave y previamente concertados de las Azores o las proximidades del Cabo de San Vicente, para dar noticia de la existencia de una flota enemiga.
Los galeones llegaban desde Trinidad a Cartagena de
Indias en apenas 15 días. En el magnífico puerto de la Nueva
Granada, la flota descargaba las mercancías que iban destinadas a ese territorio y aguardaban la noticia de que la Armada
del Mar del Sur, un escuadrón de guerra compuesto por cuatro
o cinco navíos con base en el Puerto de El Callao, había llegado
a la costa Pacífica de Panamá escoltando la plata procedente
de la mina de Potosí en el Alto Perú. Una vez que los peruanos
arribaban al istmo, la plata se desembarcaba y siguiendo el curso de algunos ríos, como el Chagre, y otras veces a lomo de
mulas, se trasladaba a los puertos de Nombre de Dios o Portobelo en la fachada atlántica del istmo. Allí acudían los galeones
desde Cartagena para celebrar durante más de un mes la más
célebre y rica feria comercial del mundo.
138
Podemos preguntarnos por qué se eligió esta compleja ru ta marítimo-terrestre que comunicaba la actual Bo l ivia con Andalucía a través del istmo de Panamá, sin trazar
una ruta exc l u s i vamente marítima que uniese Sevilla con El
Callao o, incluso, Sevilla con Filipinas sin tener que atravesar por tierra el virreinato de Nueva España. La razón es
simple: las experiencias realizadas durante los intentos de
alcanzar las Filipinas directamente desde España habían demostrado que era una ru ta demasiado larga, compleja y peligrosa, como para ser rentable. De los muchos barcos que
lo intentaron, realmente sólo uno, la Nao Victoria, consiguió
volver a Sevilla y en un lamentable estado, después de 3
años de viaje. Llegar hasta el Estrecho de Magallanes significaba un larguísimo recorrido hasta latitudes australes y
luego cruzar 500 kilómetros de complicados y peligrosísimos canales, soportando unas de las condiciones climáticas más duras de la tierra, para, por fin, salir al inmenso Pacífico, que muchas veces no hacía honor a su nombre. A los
españoles del XVI, como a los norteamericanos del XX, les
pareció más razonable usar el istmo de Panamá para enlazar
ambos océanos. Como en el XVI no existía la tecnología para construir una conexión interoceánica, se servían del conocimiento del terreno y las corrientes naturales de agua
139
Un puente móvil para cruzar el Océano
(que también aprove cha el actual canal de Panamá) para hacer más cómodo el tránsito.
Para la vuelta a España, tras navegar dos o tres semanas, ambas flotas recalaban en La Habana, el que tal vez sea el
mejor puerto natural de toda la América Española. Una vez allí,
los barcos se reparaban para dar el salto del Atlántico hasta la
desembocadura del Guadalquivir. Para tomar los vientos constantes que empujan hacia el Este, las embarcaciones remontaban el peligrosísimo canal de Las Bahamas y, tras alcanzar una
latitud cercana a los 40 grados, se dirigían a la Península Ibérica
en lo que solían emplear un mes más de navegación. En este último tramo, pasaban por los dos puntos más peligrosos para sufrir un ataque corsario: las Azores y el Cabo San Vicente. Si no
había novedad, la Flota de Nueva España, que había salido el verano anterior, regresaba a casa a fines del verano o principios del
otoño del año siguiente, tras un viaje de 14 ó 15 meses. La Flota
de Tierra Firme, si había salido a principio del año o como mucho
en primavera, podía ser capaz de regresar a finales del mismo
año antes de que se echase encima el invierno, en un viaje de
10 a 12 meses. La razón de la superior duración de los viajes a la
Nueva España se debía, en principio, a que los barcos de esta
f l o tadebían hacer un recorrido mayor para alcanzar las profundidades del Golfo de México, pero también al hecho de que, una
140
vez entrada la estación de los huracanes a fines del verano y
principios del otoño, lo más seguro era invernar en Veracruz, para no sufrir un desastre en el fatídico canal de Bahamas, que, no
lo olvidemos, forma parte del mítico triángulo de las Bermudas.
En esos lugares, ya los marineros españoles del siglo XVI aseguraban que podían verse los demonios.
El sistema español de comunicaciones transoceánicas
ha recibido muchas críticas. Desde el punto de vista militar, se
le ha achacado el ser excesivamente defensivo, concentrando
el esfuerzo en proteger sólo aquellas regiones que producían
abundante plata (como México o Perú) y de dirigir exclusivamente hacia ellas los convoyes mejor protegidos. Con ello, se
dejaban sin defensa muchas zonas alejadas de los circuitos de
las flotas y amplias regiones sin ocupar en el continente americano. Era la estrategia que tan bien había definido el general
Marcos de Aramburu en un informe al Consejo de Indias a
principios del siglo XVII:
«…Lo que me parece convenía es que sólo se
trata de que la plata y oro de Su Majestad y de particulares vaya con seguridad … con esto, el enemigo no puede tener aprovechamiento ninguno que sea de importancia y no habiéndolo, volverá tan castigado de ello y de
141
Un puente móvil para cruzar el Océano
los trabajos y pérdidas que en discurso tan largo se ha
de ofrecer, que le templará la voluntad tan viva que de ir
aquellas parte muestra tener…»93
Sin embargo, a favor del sistema cabe decir que, desde
el punto de vista de la seguridad del tráfico, los resultados obtenidos fueron impecables, y más teniendo en cuenta que las
decisiones debían trasmitirse a miles de kilómetros en un
mundo sin teléfono y precisaban conjugar miles de variables
(por ejemplo, de la cambiante climatología de las diversas regiones por donde pasaban las flotas) sin disponer del más sencillo de los ordenadores de nuestro tiempo. Para medir la eficacia de las medidas tomadas por los funcionarios de la Casa de
la Contratación de Sevilla, basten los siguientes datos: de las
17.967 embarcaciones que navegaron en la Carrera de Indias
entre 1504 y 1650, sólo se perdieron 412 navíos (el 2,29 %) como consecuencia de naufragios y 107 (el 0,59 %) por apresamientos de corsarios o piratas94. Nunca una flota de la plata fue
Pérez-Mallaína Bueno, Pablo y Bibiano Torres Ramírez: La Armada del Mar del
Sur. Escuela de Estudios Hispanoamericanos, Sevilla, 1987, p. 191.
94
Estos datos están extraídos de la monumental obra: Chaunu, Pierre et Huguette Chaunu: Séville et l’Atlantique, 1504-1550, S.E.V.P.E.N., Paris 1959. Un
magnífico resumen sobre la Carrera de Indias es el de García-Baquero González, Antonio: La Carrera de Indias. Desjonquères, Paris, 1997, p. 146.
93
142
apresada con su rico cargamento por el enemigo a lo largo del
siglo XVI y los éxitos de los más celebres corsarios como Drake o Hawkins (dejando a un lado la propaganda de las películas
de Hollywood) se limitaron a asaltar poblaciones sin murallas o
apresar algún solitario navío que navegaba sin escolta. Tampoco a lo largo de todo el siglo, ningún asentamiento que no fuese español o portugués llegó a consolidarse en el Nuevo Mundo, con lo que el monopolio territorial también se mantuvo.
Desde el punto de vista económico, las críticas son
mucho más fundamentadas, pues el sistema era lento, caro,
restrictivo y no facilitaba el progreso de amplias regiones en
España y América. Se ha criticado también la apuesta exclusiva por el comercio de objetos de lujo y metales preciosos, que
disponía de un mercado limitado, así como de la excesiva preocupación por la realización de beneficios fiscales, sin preocuparse del desarrollo global. En suma, de seguir una política propia de una nación con una economía subdesarrollada, cuyos
beneficios comerciales acabarían en manos de los países que
eran capaces de producir mercancías más baratas. Todas esas
afirmaciones son ciertas, pero hay que pensar que los altos
costes del comercio marítimo a larga distancia no permitían el
transporte de objetos de mucho volumen y bajo precio. Por
otra parte, la inflación que sufría España y su retraso industrial
143
Un puente móvil para cruzar el Océano
con respecto a otras regiones de Europa no tiene directamente que ver con el sistema empleado para atravesar el Atlántico.
Piénsese, por ejemplo, que durante las dos guerras mundiales
del siglo XX, cuando las economías más poderosas y desarrolladas del mundo Occidental tuvieron que enfrentarse a amenazas semejantes a las que sufrían las flotas españolas, también terminaron haciendo que la navegación se desarrollase en
convoyes protegidos por buques de guerra. El submarino alemán, que se escondía bajo el agua y atacaba por sorpresa, era
un peligro muy parecido al del corsario que se ocultaba entre
las islas del Caribe o las Azores, y, por eso, la solución para
neutralizarlo fue razonablemente la misma.
Lo que sí es realmente criticable del sistema es que
permaneciese inalterable cuando las circunstancias habían
cambiado drásticamente. A lo largo del XVII, economías más
flexibles y potentes que la española fueron capaces de hacer
prosperar asentamientos en los que no brillaba la plata, explotando otros recursos como el azúcar, las pieles o la madera.
Así, surgieron asentamientos extranjeros en suelo americano
que fueron bases perfectas para atacar el monopolio comercial
y naval español. Por otra parte, la decadencia de las armas españolas a lo largo del siglo siguiente hizo que la Monarquía Católica dejara de poseer la primera marina militar del mundo. Al
144
perder el dominio del mar, reunir los barcos en una flota era
suicida frente a un enemigo que podía juntar una armada superior y apoderarse de todos a la vez.
Los intereses creados de la Corona y de muchos comerciantes acostumbrados a la seguridad del monopolio, mantuvieron el sistema a lo largo del siglo XVII y de la mayor parte
del XVIII y eso sí que fue un notable error y una falta de adaptación que resultó mortal a la larga.
145
IV
Millares de hombres para
conquistar el mar
Peligros del mar: la muerte sube a bordo
147
Millares de hombres para conquistar el mar
Aunque una tarea se planifique con el mayor de los cuidados y se le adjudiquen los medios técnicos más sofisticados, al final no se conseguirá conducirla a buen puerto si quienes van a ejecutarla no poseen la capacidad, la voluntad o la
necesidad de realizarla. En ese sentido, el éxito de la Carrera
de Indias dependía en último extremo de contar con unos elementos humanos dispuestos a arriesgar su vida como marineros, uno de los oficios más duros y peligrosos que existen.
Por ello, la Casa de la Contratación, además de contratar a los mejores cartógrafos y cosmógrafos del momento; de
organizar un complicadísimo sistema de convoyes que cruzaban miles de millas; y de acumular toneladas de bastimentos y
centenares de mosquetes y cañones, tuvo la necesidad de
alistar cada año a miles de hombres para tripular los buques de
escolta y se vio en la obligación de supervisar que quienes
conducían los barcos mercantes cumplían con unos requisitos
mínimos que los capacitaban para traer los convoyes a salvo.
En cada expedición, hacía fa l ta escoger desde los generales que mandaban los convoyes, hasta los almirantes que ejercían el segundo puesto en el escalón de mando, pasando luego
por los capitanes de los navíos de escolta y los soldados, artilleros
y marineros que los tripulaban. Al mismo tiempo, se revisaban las
l i s tas de las tripulaciones de los mercantes, vigilando que hubiese
148
suficiente gente a bordo para manejarlos y que estuvieran debidamente alimentados y pagados. Todo ello precisaba de un esfuerzo
organizativo y burocrático de grandes proporciones, habida cuenta del número tan considerable de gente de mar y guerra que tripulaban las flotas. ¿Pero cuántos eran exactamente?
Comenzando por los puestos más elevados y de mayor
responsabilidad, puede decirse que entre 1543, fecha en que
Blasco Núñez de Vela mandó lo que muchos consideran la primera flota de Indias, hasta los inicios del siglo XVII, fueron 173 los
generales y almirantes que dirigieron los convoyes o las armadas
de la Carrera de Indias95. Se trata de personajes casi desconocidos y que hasta hace muy poco no han suscitado el interés de
los historiadores españoles, la mayoría de los cuales no han valorado suficientemente los esfuerzos y méritos de estos esfo rz ados marinos de las ru tas Indianas. Cruzar el Atlántico al mando de
una de estas expediciones y volver sano y salvo al puerto de salida sin haber perdido el tesoro era todo un logro, habida cuenta
de la multitud de enfermedades, tormentas y amenazas de corsarios hostiles a las que estuvieron siempre ex p u e s tas las rutas.
¡Qué decir entonces de personas que llegaron a atravesar el océ95
AGI. Mapas y Planos. Libros Manuscritos, 80. «Tabla Cronológica de los generales que fueron a Indias con flotas y galeones y de los Jefes que fueron a comisiones particulares desde su descubrimiento».
149
Millares de hombres para conquistar el mar
ano más de veinte veces, convirtiendo lo que era una verdadera
aventura en una aparente rutina! En el cuadro siguiente, se ordenan los diez marinos que, comenzando su carrera en el siglo XVI,
realizaron un mayor número de viajes transatlánticos96.
Generales y Almirantes de la Carrera de Indias, clasificados
por el número de viajes realizados al mando de convoyes97
TVT
Apellidos
Nombre
Viaje inicial
Viaje final
21
Vallecilla (de)
Martín
1598
1634
16
Gutiérrez Garibay
Juan
1592
1613
14
Flores de Valdés
Diego
1567
1584
13
Menéndez de Avilés
Pedro
1555
1574
12
Arteaga (de)
Aparicio
1590
1613
12
Salas (de) de Valdés
Juan
1591
1618
12
Martínez de Leiva
Francisco
1582
1593
12
Eraso (de)
Cristóbal
1565
1579
11
Chaves (de) Galindo
Alonso
1573
1606
11
Corral (del) y Toledo
Francisco
1595
1607
Se han clasificado por el total de viajes transatlánticos (TVT) que efectuaron,
contando cada uno de los cruces del Océano, tanto en sentido España-América
como al contrario.
97
El cuadro responde a una elaboración de los datos obtenidos en: AGI. Mapas
y Planos. Libros Manuscritos, 80. «Tabla cronológica de los generales que fueron a Indias con flotas y galeones y de los jefes que fueron a comisiones particulares desde su descubrimiento».
96
150
Se trata de unos números que reflejan unas carreras
profesionales realmente admirables, y sin embargo, si nuestra
lista se hubiera prolongado sólo unos años más adelante, hasta
contabilizar los generales que iniciaron sus carreras en los primeros años del siglo siguiente, nos encontraríamos con ve r d aderos gigantes de la navegación. Éste sería el caso de don Tomás de Larraspuru, que mandó su primera flota en 1608 y que,
al terminar su vida activa, había atravesado el océano un total de
36 veces o Don Lope Díez de Aux y Armendáriz, que dirigió su
primer convoy en 1602 y, al final, atravesó 26 veces el Atlántico.
Estos dos personajes se situarían los primeros en este particular
escalafón de resistencia náutica, aunque incluyésemos en él los
450 generales y almirantes que mandaron alguna flota a todo lo
largo de la época colonial. Martín de Vallecilla, que encabeza el
cuadro por haber comenzado su carrera en el siglo XVI ocuparía
el tercer lugar en esta clasificación absoluta .
Para llegar a mandar una flota en el siglo XVI, lo normal
era pertenecer a la baja nobleza. Ser un hidalgo pobre o el segundón de una familia de cierta alcurnia daba pocas salidas a
un joven ambicioso, y servir al rey era de las más socorridas.
Lo normal era empezar como soldado (nunca como marinero)
y, si se demostraba valor y se tenía algún pariente ocupando algún cargo en los ejércitos o en la propia Armada, se podía ir su-
151
Millares de hombres para conquistar el mar
biendo lentamente en el escalafón hasta llegar, después de
veinte años de servicio, a mandar una flota. Entonces no era
difícil hacer fortuna, porque siendo la suprema autoridad de
unos convoyes cargados de plata, era muy fácil que alguna de
estas riquezas se les quedasen entre las uñas. Esta trayectoria
siguieron algunos de los generales que figuran en la relación
anterior, como Juan Gutiérrez Garibay, Alonso de Chaves Galindo o Cristóbal de Eraso98. Este último era navarro de origen, pero nacido en Écija, y como su protector fue nada menos que el
secretario de marina de Felipe II, que era pariente suyo, llegó
al final de su vida ser muy rico y poderoso. También Juan Gutiérrez Garibay y Alonso de Chaves terminaron sus vidas como
ricos caballeros avecindados en Sevilla, pero a pesar de ello,
sus comienzos fueron durísimos, como de todos los que hicieron del mar su profesión.
98
Pérez-Mallaína, Bueno, Pablo: El general de la carrera de indias Alonso de
Chaves Galindo (1573-16 0 8 ). Una aproximación biográfica. En: Estudios de historia moderna en homenaje al profesor Antonio García-Baquero. Servicio de Publicaciones de la Universidad de Sevilla, Sevilla 2009, p. 159-172. Del mismo
autor: Juan Gutiérrez Garibay. Vida y hacienda de un general de la Carrera de Indias en la segunda mitad del siglo XVI. En: «Rev i s ta de Indias», vol. LXX, nº
249, Madrid, 2010, p. 95-119. Del mismo autor: Servir al rey o a la familia. El proceso contra el general de la Carrera de Indias don Cristóbal de Eraso. En: Sucesos curiosos en la Andalucía del Antiguo Régimen II. Junta de Andalucía. Consejería de Cultura. Sevilla, 2010, p. 299-317. ISBN 978-84-8266-990-8.
152
Ahora bien, los generales y almirantes no dejaban de ser
un grupo pequeño de privilegiados. La pregunta es: ¿Cuántos tripulantes eran precisos para llenar las listas de enrole del conjunto de marineros, artilleros y soldados de las armadas y flotas de
Indias? Se trataba de contingentes humanos muy importantes,
tanto que en los más brillantes momentos de la navegación
transatlántica, que tuvieron lugar a fines del siglo XVI y principios
del XVII, eran precisos hasta 8.000 hombres al año99. En ninguna
otra empresa de carácter civil o económico era necesario concentrar una masa semejante de trabajadores asalariados libres.
Sólo los ejércitos reunían contingentes parecidos o superiores
de gente pagada. Para que pueda compararse con mayor perspectiva, baste decir que, en el mayor desafío constructivo de la
España del XVI, que fue sin duda la edificación del palacio-iglesia-monasterio de San Lorenzo del Escorial, no llegaron a trabajar al mismo tiempo más de un millar de obreros100. De esta manera, puede valorarse mejor lo que significaba tener que reunir
seis, siete u ocho mil hombres cada año para tripular las naves
del rey y de los particulares que iban a las Indias.
99
Pérez-Mallaína Bueno, Pablo E.: Los hombres del océano. Vida cotidiana de
los tripulantes de las flotas de Indias. Siglo XVI. Sevilla, 1992, p. 60.
100
Sigüenza, fray José de: Historia primitiva y ex a c ta del monasterio del Escorial
e s c r i ta por el padre fray José de Siguënza, bibliotecario del monasterio y primer
historiador de Felipe II. Madrid, 1891, p. 92.
153
Millares de hombres para conquistar el mar
Ante la importancia de estos números y el riesgo que
e s ta profesión representaba, no resultaba fácil rellenar con españoles las cubiertas de los buques y fue frecuente la admisión
de marineros extranjeros. En ello, la Casa de la Contratación fue
siempre mucho menos estricta que en la concesión de permiso
de emigración, pues se suponía que los marineros quedaban bajo la custodia de sus oficiales, los cuales les obligarían a volver a
Sevilla, cosa que no se cumplía puntualmente. Lo que se procuraba era que la admisión de extranjeros se limitase a los nacidos
en países aliados o que estaban bajo la influencia o dominio de
la monarquía universal de los Austrias españoles. Así, eran frecuentes los portugueses, sobre todo a partir de 1580; los genoveses; napolitanos; malteses, flamencos y alemanes. Las cifras
oficiales de la Casa de la Contratación nos informan de que un
20% de las tripulaciones estaban formadas por extranjeros101.
Eso significa que el número real estaría muy por encima de esa
cifra, ya que la propia diversidad lingüística de los reinos hispanos y la inexistencia de buenos medios para determinar la personalidad de los individuos, hacía que fuera relativamente sencillo hacer pasar a un extranjero por nacional, y más cuando la
necesidad de tripulantes fue siempre apremiante.
Pérez-Mallaína Bueno, Pablo E.: Los Hombres del océano…, p. 63.
101
154
Los extranjeros eran, además, muy bien recibidos por
los maestres y dueños de las embarcaciones. Al fin y al cabo habían llegado como emigrantes a España y muchos estaban en
situación ilegal, por lo cual se resignaban a recibir salarios inferiores y a aceptar unas raciones de mala comida y peor bebida.
Con la mitad de la paga y una alimentación compuesta por sardinas en salazón y vino avinagrado, se podía conseguir un trabajador sumiso, lo cual era una tentación difícil de reprimir por los
patrones desaprensivos. Como es lógico, este tipo de marineros
eran los primeros que intentaban desertar nada más llegar a los
puertos americanos y, con ello, entraban a formar parte de los
muchos emigrantes ilegales que llegaron al Nuevo Mundo.
Con respecto al 80% restante de las tripulaciones que
sí estaban formadas por españoles, la composición regional
variaba mucho si se trataba de buques de guerra o mercantes.
En las armadas, el 50% eran gente de la cornisa cantábrica y
especialmente «vizcaínos» como se llamaba entonces a todos
los oriundos del País Vasco. El 40% eran andaluces y el 10% final del resto de España. Por el contrario, en las flotas mercantes, la proporción se invertía notablemente, siendo el 80%
gentes procedentes de Andalucía y tan solo el 10% vizcaínos,
cántabros y gallegos, quedando el resto para marineros del
resto de las regiones españolas.
155
Millares de hombres para conquistar el mar
Pero, ¿qué llevaba a esos miles de hombres a enrolarse en las flotas? «Mar viene de amargura», decían los españo102
les del siglo XVI y seguían afirmando que, aunque era «deleitosa de mirar», resultaba «muy peligrosa de pasear», pues era
un lugar «donde muchos se hacían ricos, pero infinitos más yacen enterrados». ¿Será que la España de aquellos años estaba
demasiado influida por el espíritu de los hombres de la dura
meseta castellana, en donde las únicas olas que son visibles
las forman los trigales movidos por el viento? Parece que no
es esa la explicación, porque los ingleses, que han sabido venderse con suma habilidad como los grandes marineros de la
Historia, pensaban aproximadamente lo mismo y un viejo dicho de aquellas islas afirmaba que antes de mandar a un hijo a
hacerse marinero era preferible convertirlo en aprendiz de verdugo y que aquel hombre que estaba dispuesto a embarcarse
por diversión, sería capaz de irse al infierno a darse un paseo103.
Era un hecho general en toda Europa que el mar fuese
visto como un lugar lleno de peligros; un espacio en el que los
miembros de una población, que mayoritariamente se concen-
102
Guevara, fray Antonio de: De muchos trabajos que se pasan en las galeras
(1539). En: José Luis Martínez en: Pasajeros a Indias. México, 1984, p. 229.
103
Rediker, Marcus: Be tween the devil and the deep blue sea. Merchant seamen, pirates, and the anglo-american maritime world. Nueva York, 1987, p. 13.
156
traba en el interior, sólo se aventuraba movida por dos situaciones que normalmente resultan ser parientas cercanas: la necesidad y la codicia. A ellas se solían añadir otros dos impulsos
más: el de la curiosidad y el de la tradición familiar y con esto
tendríamos completo el cuadro que explicaría la práctica totalidad de las vocaciones marineras. Don Juan Escalante de Mendoza, un personaje que, además de Caballero Veinticuatro del
Cabildo de Sevilla, fue general de una de las flotas de la Carrera de Indias, resumía de esta manera las razones que impulsaban a las gentes a dedicarse a tan arriesgado oficio:
«Porque de dos suertes de géneros vienen a ser
los más de los marineros que navegan por el mar: la primera hombres pobres, e hijos de padres pobres y que
éste fue el más aparejado oficio que hallaron para sustentar la vida, especialmente por ser nacidos en lugares
de puertos y tierras marinas. De la cual suerte de criarse
marineros son los más en número y bien se deja entender que éstos tales, aunque quisieren estudiar no tienen
disposición ni modo para hacerlo. Y también se entiende
que si alguno acertase a estudiar y a ser grande letrado,
que después que lo fuese no querría acudir a oficio tan
peligroso y trabajoso como es el de marinero. La otra
157
Millares de hombres para conquistar el mar
suerte de hombres de que se hacen los marineros es de
lo que por natural inclinación nacieron inclinados a la inquietud y arte de navegar y oficio de la milicia, y estos tales, aunque los pongan a estudiar y para ello les den ayuda y favor, como con la natural inclinación apetecen otra
cosa, suelen dejar las letras y siguen aquello a que nacieron inclinados...»104
Como puede apreciarse, un buen conocedor del medio, como era el general Escalante, consideraba que la pobreza
era el principal impulso que llevaba a la gente a escoger una
profesión tan peligrosa. Pobreza no faltaba en la España del siglo XVI, y aun en las ciudades ricas como Sevilla, cabecera de
las flotas de Indias, existían legiones de pobres y mendigos.
Una de las principales fuentes de las que se surtían las embarcaciones era de los muchos niños huérfanos que vagaban por
las cercanías del muelle fluvial. Junto a ellos, había otros que
tenían padres conocidos, pero que no eran capaces de alimentarlos. Ambos grupos podían muy fácilmente engrosar
los escuadrones de ladronzuelos, que tan bien describió Cervantes en su Rinconete y Cortadillo o, si la fortuna lo decidía
Escalante de Mendoza, Juan: Itinerario de navegación…, p. 115 y 116.
104
158
así, podían pasar a ocupar algún puesto de «paje» en los buques que partían cada año para las Indias.
Los documentos del Archivo de Indias nos informan de
niños huérfanos que, con seis o siete años, eran «adopta d o s »
por algún oficial o maestre, que los hacía navegar en sus barcos105. En otros casos, sobre todo si los jovencitos tenían padres,
se llegaban a firmar contratos de aprendizaje, por los cuales un
oficial de abordo se comprometía a enseñarle el oficio a cambio
de una sumisión total durante un periodo de hasta diez años. El
joven aprendiz estaba obligado a servir a su amo durante las navegaciones, pero una vez en tierra, también queda a disposición
de toda la familia de su maestro, a la que tenía que servir en
cualquier cosa que tuvieran a bien mandarle, con la excepción,
según especifican con claridad los documentos, de aquellas órdenes que resultasen «imposibles o deshonesta s »106.
A los menesterosos de mayor edad, no era tan fácil
convencerlos, pues muchos preferían seguir viviendo cómoda-
105
AGI. Indiferente General 2006. Información de testigos sobre la petición
de Francisco Manuel para poder optar al examen de piloto. Sevilla, 21 de
agosto de 1593. En la citada información, el aspirante a piloto cuenta como
en su niñez fue ayudado por el armador Andrés de Paz, que lo puso a navegar en sus barcos.
106
AGI. Contratación 3032. Escritura de aprendizaje de Bartolomé Núñez. Sevilla
16 de enero de 1628.
159
Millares de hombres para conquistar el mar
mente de limosnas que aventurarse en azarosas aventuras entre las olas. Por ello, los maestres de los buques mercantes y
los generales y almirantes de las armadas debían ofrecerles algunas compensaciones. La más común era atraerlos con el reclamo de dos, tres o cuatro pagas mensuales de adelanto. Muchas personas cargadas de deudas acudían a enrolarse,
pensando en desertar inmediatamente; por ello, una vez recibidas las pagas de enganche, los marineros eran confinados
en los barcos y sometidos a estricta vigilancia.
Uno de los incentivos más irresistibles para que muchos se convirtiesen en marineros era la posibilidad de emigrar
a las Indias, entrando en ellas sin pagar el pasaje y burlando los
controles migratorios que ponía la Casa de la Contratación. En
efecto, si desertar en Sevilla o Cádiz era dificultado por la vigilancia de los oficiales, ésta se aflojaba mucho en América. La
razón es sencilla: el cargamento de los viajes de vuelta, compuesto fundamentalmente por metales preciosos, era mucho
menos voluminoso que los aceites, vinos y fardos de tela de
los viajes de ida. En el retorno a Sevilla se necesitaban siempre muchos menos barcos y varios de ellos eran vendidos o,
simplemente quedaban varados e inservibles en los puertos
americanos. Por ello, muchos maestres, con tal de no pagar
los salarios de vuelta, dejaban escapar a sus antiguos tripulan-
160
tes, que, de esta forma, pasaban a engrosar la larga lista de
emigrantes ilegales al Nuevo Mundo.
***
Los barcos de la Carrera de Indias eran, entre otras cosas, un espacio en el que unos trabajadores ejercían un oficio.
Para algunos especialistas en historia naval, los sistemas de
trabajo de las embarcaciones durante la Edad Moderna constituyen los precedentes más claros de los procedimientos laborales que luego estuvieron en uso en las factorías de la era industrial107. En las embarcaciones trabajaba una masa de
obreros que eran, en su inmensa mayoría, asalariados libres,
cuando en el resto de Europa todavía tenían una enorme importancia numérica las relaciones laborales precapitalistas.
Además, estos obreros estaban confinados en lugares cerrados en los que, como en las futuras fábricas, manejaban maquinaria sofisticada. Finalmente, los marineros tenían también
en común con los obreros de siglos venideros el que realizaban sus tareas con una programación muy cuidadosa y bajo
una supervisión constante y cercana de quienes ejercían la autoridad. No es descabellado afirmar que, entre el tipo de labor
que ejercía un marinero y la que podía realizar un colono agrí-
107
Rediker, Marcus: Be tween the dev i l…, p. 83.
161
Millares de hombres para conquistar el mar
cola dependiente de un señorío nobiliario, había un verdadero
abismo. Éste último podía mantenerse todavía en un sistema
de dependencia feudal, sin cobrar en moneda, trabajando sin
horario definido y con aperos de labranza que no habían cambiado desde la época de los romanos.
Ahora bien, la «modernidad» del sistema laboral no implicaba que las condiciones de trabajo fueran fáciles ¡Ni mucho
menos! Los tripulantes de las embarcaciones estaban sometidos a una fuerte inseguridad y un alto riesgo personal; debían
soportar una notable inestabilidad en el empleo y estar disponibles a cualquier hora del día y la noche si los caprichos de la
meteorología hacían peligrar la seguridad de la embarcación.
Los accidentes laborales, por ejemplo, eran frecuentísimos y
dejaban lisiados a muchos de los trabajadores antes de llegar a
la juventud. La imagen del pirata (al fin y al cabo, un marinero)
con el parche en el ojo y la pata de palo, nos está hablando de
la facilidad con la que en el mar cualquiera podía convertirse en
un lisiado. Esto no sólo se podía producir en una batalla, lo que
también era frecuente en las rutas de Indias, sino en un puro
accidente de trabajo al quedarse una mano atrapada en un cabestrante o al clavársele una astilla lanzada por la caída de un
aparejo sobre la cubierta. Por otro lado, la inestabilidad laboral
estaba siempre presente, pues en la Carrera de Indias sólo se
162
cobraba mientras el barco hacía la ruta de ida y vuelta, pero nada más entrar de vuelta en Sevilla, y tras terminar la descarga,
las tripulaciones quedaban automáticamente desenroladas y
privadas de las pagas hasta la temporada siguiente.
La principal escuela que tenía el hombre de mar para ir
subiendo en la escala profesional era la experiencia. La pericia
en el oficio se adquiría por contacto directo con el medio y sólo se alcanzaba en plenitud por quienes habían empezado desde niño a servir en los barcos. Lo normal es que los buenos
marineros empezaran su andadura profesional con una decena
escasa de años, convertidos en «pajes de nao». Estos niños,
de entre diez y diecisiete años (aunque los había que empezaban desde mucho más jóvenes), tenían encargadas todas las
tareas de limpieza de abordo; ejercían de criados de los marineros viejos y de los oficiales, mientras aprendían el oficio.
Una tarea muy peculiar era la de mantener las actividades religiosas a base de cantar en alto las lecciones principales de la
doctrina cristiana. Como la mayoría de los barcos no contaban
con capellán, las oraciones de los pajes podían convertirse en
el único ritual religioso que se hacían en el barco, si no se llevaba ningún fraile como pasajero que accediese a decir misa durante la travesía. Otra tarea específica de estos niños-marinos
era la de llevar el cómputo de las horas, que se llevaba a cabo
163
Millares de hombres para conquistar el mar
mediante grandes relojes de arenas, o ampolletas, y a los que
había que darles la vuelta cada media hora. Con cada cambio
de sentido del reloj, los pajes debían recitar una salmodia para
que el contramaestre supiera que estaban atentos y cumpliendo su misión.
A los diecisiete años, los pajes se convertían en grumetes, término que no tenía en aquellos tiempos el mismo significado que en nuestra época. En el XVI, un grumete era un marinero joven que todavía no había alcanzado la madurez en el
oficio, pero que había dejado ya de ser un niño al que se le podía encargar cualquier tarea por poco cualificada que fuese. Al
grumete, se le encomendaban ya tareas de gran responsabilidad y que, además, entrañaban alto riesgo. Concretamente,
eran los encargados de subir por la arboladura y recoger o largar el paño de las velas. También les eran encargadas las labores más pesadas y que requerían mayor esfuerzo físico, tales
como la carga y descarga de las mercancías, que había que
realizar a brazo, pues en ningún puerto de las Indias existía maquinaria destinada a tal efecto. La juventud y la resistencia física de estos jóvenes de entre 17 y 25 años era, desde luego, la
más adecuada para realizar aquellos duros trabajos.
Al cumplir los 25 años el hombre de mar alcanzaba la
madurez profesional y se le podía entregar un título que lo
164
acreditaba como marinero. Éste era un simple papel en el que
los oficiales superiores y el dueño acreditaban sus conocimientos y su experiencia. Entonces, se le dedicaba a los trabajos que precisaban de mayores conocimientos, tales como llevar la caña del timón o realizar las maniobras más complejas
con los aparejos, de cuya prontitud y exactitud podía depender
la seguridad de todos.
La carrera de un marinero no se prolongaba mucho
más allá de los cuarenta años. Cumplida esa edad, un hombre
de mar podía considerarse casi un anciano. Algunos pocos, sin
embargo, podían ampliar su etapa laboral, pero siempre que
hubieran sido capaces de despertar la confianza de sus oficiales y patrones, y los hubiesen elegido para alguno de los cargos de mandos intermedios. Entre ellos, estaban el contramaestre y su ayudante el guardián, que se encargaban de
dirigir la maniobra y eran los directos responsables de mantener la disciplina; el despensero, que se encargaba del cuidado
y reparto de las raciones o el condestable, encargado de la
conservación de las armas de abordo. No solían faltar en los
buques un carpintero y un calafate, cuya posición y salario los
colocaba por encima del común de la marinería.
Con todo, la tripleta directiva en los barcos de la Carrera de Indias estaba formada por el piloto, el maestre y el capi-
165
Millares de hombres para conquistar el mar
tán. El capitán era el jefe militar del buque y no todos los mercantes llevaban a alguien que ejerciese este cargo. Sólo en los
galeones reales o en las grandes naves de carga que habían sido alquiladas para hacer las veces de buques de guerra existía
una figura con este título, que solía ser un hidalgo o un personaje de cierta distinción social.
Al cargo de piloto, sí podía tener acceso un simple marinero. Para ello, debía de estar dotado de una inteligencia natural superior a la media y poseer la suficiente inquietud para,
desde pequeño, aficionarse a aprender de los viejos pilotos los
secretos de su arte y estar dotado de una memoria lo suficientemente precisa para recordar cada uno de los accidentes de
las costas por las que había navegado. Si además sabía leer y
escribir, tenía casi todas las posibilidades de presentarse a los
exámenes de la Casa de la Contratación, que hemos descrito
en el capítulo segundo, y convertirse en piloto de la Carrera de
Indias, prolongando su carrera hasta pasar la cincuentena.
El maestre era el administrador económico de la embarcación. En la primera mitad del siglo XVI, era muy frecuente
que el dueño del barco, sobre todo si éste era de pequeño tonelaje, viajase a bordo como maestre. A medida que avanzaba
el siglo y las embarcaciones eran más grandes y más caras,
los propietarios confiaban la rentabilidad de los viajes a admi-
166
nistradores que eran los que ejercían ese cargo en los buques.
Era casi imposible que alguien que había empezado como paje
o grumete llegase a ejercer de maestre, pues para serlo era
necesario entregar importantes fianzas ante las autoridades de
la Casa de la Contratación, como también hemos tenido ya
ocasión de comentar. Un simple marinero nunca podría ahorrar
para pagarlas, ni tendría el suficiente capital y experiencia en
asuntos comerciales como para que el propietario le confiase
la administración de su hacienda. Para cruzar esa barrera, que
en el fondo era la que separaba a la masa popular de los grupos medios, un hombre de mar tendría que emplear por lo menos un par de generaciones. Tal vez el hijo de un piloto, que hubiera recibido de su padre una cierta formación y algunos
ahorros, podría comenzar su carrera como maestre de una pequeña embarcación y, con mucha suerte, convertirse en uno
de los administradores de los grandes mercantes de la Carrera
de Indias.
Prosperar económicamente no era un camino fácil,
pues la gente de mar no tenía demasiadas facilidades para
ahorrar guardando parte de su salario. Si se era soltero, la vida
del marinero no resultaba demasiado agobiante desde un punto de vista económico, pues durante los ocho o nueve meses
que duraba la campaña de navegación tenía cobijo y ración
167
Millares de hombres para conquistar el mar
asegurada. Al llegar a puerto, y si no se había jugado la soldada, podía aguantar perfectamente hasta que lo enrolasen en
una nueva expedición. Ahora bien, no podía hacer dispendios,
y su dieta debía concentrarse en el pan, las legumbres, el pescado y el vino, estándole casi prohibidos los huevos, la carne y
los dulces. Si enfermaba, tendría que curarse en alguno de los
hospitales para indigentes, pues la visita de un médico le costaba el jornal de una semana. Tampoco podría vestir como un
señor, pues un atuendo de caballero, con capa y espada incluidas, costaba el equivalente al salario de un año.
Claro que, si era avispado y carecía de escrúpulos, tal
vez el marinero pudiese acceder a alguna ganancia extraordinaria, que casi siempre estaba colocada al otro lado de la
frontera de la legalidad. La verdad es que, en la Carrera de Indias, casi todos los que podían realizaban su pequeño negocio al margen de la ley. Los contramaestres traficaban con el
cáñamo de los aparejos; los despenseros sisaban el vino y la
comida y se cuenta de algunos que eran verdaderos maestros de la prestidigitación, siendo capaces de convertir una
botija de vinagre y otra de agua en dos de vino; los condestables sustraían pólvora, y los maestres, en fin, engañaban a la
hora de presentar las cuentas. Los simples marineros tenían
más dificultades para acceder a estas ganancias, pero en una
168
ruta tan rica como la de las Indias, hasta a los pobres diablos
se les daba a veces la ocasión de que entre los dedos se les
quedase algo más que el alquitrán que protegía las cubiertas
y la jarcia.
***
Los barcos, además de un lugar de trabajo, eran unos
espacios en los que miles de personas vivían y morían en travesías que duraban meses e incluso años. Las condiciones
de habitabilidad de los buques de la Carrera de Indias pueden
calificarse, sin ningún tipo de reticencias, como espantosas.
El hacinamiento alcanzaba límites elevadísimos, de tal manera que el espacio medio por persona no era más de un metro
y medio cuadrado. Para que pueda entenderse con claridad lo
que significa este número, considérese que es equivalente a
que en una vivienda de 150 metros cuadrados conviviesen
durante muchos meses unas 100 personas ¡sin incluir en esto los animales que iban también a bordo! Refiriéndonos a
estos últimos, algunos se llevaban para servir de alimento
durante la travesía y otros, simplemente, eran parásitos de
todo signo y especie.
Tripulación, soldados, pasajeros, todos tenían que ocupar unos reducidos espacios, cuyo pasaje se pagaba a precio
de oro. Los más pudientes se alquilaban una mínima intimidad
169
Millares de hombres para conquistar el mar
por medio de tablones y cortinas, con los que se construían camarotes provisionales. De esta manera, los entrepuentes en
los que debían dejarse espacios libres para poder manejar la
artillería, estaban llenos de cubículos y mamparos provisionales. Cuando se divisaba un enemigo había que deshacer esta
arquitectura efímera y dejar libres las cubiertas, y de ahí proviene la conocida voz de «zafarrancho de combate», que viene a
indicar la necesidad de dejar sin obstáculos los «ranchos» o espacios en los que se alojaba la tripulación.
Si al hacinamiento unimos el calor de las navegaciones
tropicales y la suciedad, que era producto, tanto de las costumbres de la época, como de la falta de agua dulce con la que
lavarse, tendremos completo un cuadro que no dudaríamos en
pintar como terrible. Algún bromista llegó a decir que los barcos de Su Majestad antes se olían que se veían, lo cual es una
buena manera de resumir este particular. Los testigos que tuvieron la necesidad de cruzar el océano como pasajeros nos
han dejado vivos relatos de cómo se desarrollaba la vida cotidiana en las naves de la carrera de Indias. Uno de ellos fue el
dominico fray Tomás de la Torre, que acompañó a Bartolomé de
las Casas a su nuevo puesto como obispo de Chiapas. Así contaba el religioso el tormento que supuso para él y sus compañeros aquella travesía:
170
«Pasamos tan gran calor en aquellos días que no lo
sabré explicar porque la brea del navío ardía y porque iba
mucha gente. Pretendió el padre vicario (Bartolomé de las
Casas) llevarnos a todos juntos y fue gran error, porque dos
o tres frailes son en cada navío servidos y regalados y honrados y allí, por cierto, nos trataban como a negros y andábamos sentados, echados por los suelos, pisados muchas
veces, no los hábitos sino las barbas y las bocas … En breve nos dio a entender la mar que no era allí la habitación de
los hombres y todos caímos almareados (sic) como muertos. No se puede imaginar hospital más sucio y de más gemidos como aquel; unos iban debajo de cubierta cociéndose vivos, otros asándose al sol sobre cubierta … [y la gente
marinera] nos daban voces a cada credo: ¡frailes acá! ¡frailes acullá! y nos hacían venir como a negros debajo de cubierta e ir almacenados contra donde hedía el navío, por
lastre de él…»108
Con mucha más ironía, pero con parecida crudeza, da
su versión, Eugenio de Salazar, el ilustre jurista que iba a tomar
posesión de su plaza como oidor en el nuevo Mundo:
Torre, fray Tomás de la: Diario del viaje de Salamanca a Ciudad Real (Chiapas).
1544-1545. En: José Luis Martínez en : Pasajeros a Indias…, p. 247.
108
171
Millares de hombres para conquistar el mar
Marineros tirando de un cabo con un arnés
172
173
Millares de hombres para conquistar el mar
«Hombres mujeres, mozos y viejos, sucios y limpios, todos van unos pegados con otros, y así, uno vomita, otro suelta los vientos, otro descarga la tripa, vos almorzais y no se puede decir a ninguno que usa mala
crianza, porque las ordenanzas de esta ciudad lo permiten todo...Si hay mujeres, ¡oh que gritos con cada vaivén
del navío! ¡Ay madre mía! y ¡échenme en tierra! y están
a mil leguas della. Si llueve y vienen aguaceros, buenos
tejados y portales hay donde se ampare la gente del
agua; y si hace sol que derrite los mástiles, buenos aposentos y palacios frescos para resistirlo...»109
La alimentación a bordo presentaba una paradoja básica: la única fuente segura de conservación de los alimentos
era mantenerlos en salazón o deshidratados y, para desgracia
de todos los viajeros y tripulantes, el agua dulce era un bien
siempre tan escaso que desde el principio estaba duramente
racionado. Las botijas de agua ocupaban un gran volumen y
ello redundaba negativamente en la rentabilidad del nav í o ,
por ello, los maestres y despenseros procuraban siempre lle-
Salazar, Eugenio: La mar descrita por los mareados. En: José Luís Martínez
en: Pasajeros a Indias…, p. 283-284.
109
174
var las raciones ajustadas al «cuartillo», que era la medida de
capacidad más común para los líquidos de la época. De esta
manera, mientras las raciones estaban compuestas por pescado salado, tasajo, o pan recocido (el célebre bizcocho, que
quedaba duro como una suela de zapato), los líquidos bebibles eran siempre escasos. La sed era, pues, uno de los mayores tormentos a que se sometía a los viajeros y tripulantes.
El testigo que hemos empleado anteriormente, Eugenio de
Salazar, relata también de una manera muy descriptiva, las
costumbres gastronómicas en las embarcaciones de las rutas trasatlánticas:
«En un santiamén salen diciendo amén toda la
gente marina y se sientan en el suelo...y sin esperar
bendición sacan los caballeros de la tabla redonda sus
cuchillos de diversas hechuras, que algunos se hicieron
para matar puercos, otros para desollar borregos y otros
para cortar bolsas, y cogen entre manos los pobres huesos y les van arrancando sus nervios y cuerdas como si
toda su vida hubiesen andado a la práctica de la anatomía en Guadalupe o en Valencia, y en un credo los dejan
más tersos y limpios que el marfil … anda un paje con su
taza dándoles de beber, harto menos vino y más bautiza-
175
Millares de hombres para conquistar el mar
do que ellos querrían … y en medio de la mar moriréis
de sed y os darán el agua por onzas como en la botica,
después de harto de cecinas y cosas saladas, y aun con
el agua es menester perder los sentidos del gusto y el
olfato y vista por beberla y no sentirla…»110
Claro que no todo eran inconvenientes y también quedaban en los viajes momentos para gozar de algunos de los
placeres de la vida. La travesía se tornaba especialmente tranquila cuando, una vez pasadas las Canarias, las flotas se dejaban llevar por los vientos alisios atravesando el ya citado «Mar
de las Damas». Esta parte del Océano solía estar en calma, y
con el viento a favor pasaban muchos días sin que apenas fuera necesario ni cambiar el número de velas que colgaban de las
vergas. Entonces había tiempo para las grandes aficiones de la
gente de mar: la primera era el juego. Aunque esta actividad
estaba teóricamente prohibida, en los barcos de Su Majestad
Católica era frecuente perder literalmente hasta la camisa. Dados y naipes eran los instrumentos más frecuentes, aunque algunos caballeros del pasaje prefiriesen el aristocrático ajedrez.
Beber y charlar eran dos diversiones muy usuales. Ahora bien,
Ibídem, p. 287-288.
110
176
cuando el vino había sido demasiado y los comentarios versaban sobre vidas privadas, podían llegar a producirse serios altercados.
La lectura se practicaba también en los barcos, aunque se
t r a taba normalmente de una actividad colectiva, donde una persona leía y muchas escuchaban. La gente de mar tenía unos porc e n tajes de analfabetismo muy altos, por encima del 80%, pero
siempre quedaba el recurso de pedirle a un pasajero culto que hiciese el favor de compartir con la tripulación alguna de sus lecturas. Por los datos de la Inquisición de México, sabemos que los libros que más éxito alcanzaban eran, ¡cómo no! los religiosos111.
Entre ellos, estaban los libros de meditación debidos a la pluma
de fray Luis de Granada, así como las historias de los santos y de
los papas. Con todo, hay que advertir que, entre la relación de las
diez obras más leídas, se encontraban también novelas de caballerías como el Orlando furioso o el Amadís de Gaula, e incluso
novelas pastoriles como La Diana de Jorge de Montemayor.
Los juegos del amor estaban totalmente prohibidos. En
las rutas españolas no estaba admitido que los tripulantes llevasen a sus esposas, con lo cual cualquier relación sexual te-
111
Fernández del Castillo, Francisco (compilador): Libros y libreros en el siglo XVI.
México, 1982, p.. 351-511.
177
Millares de hombres para conquistar el mar
nía que ser de las secretas. Éstas constituían, además de un
pecado contra la religión, un delito contra la autoridad. En ese
sentido, en las instrucciones que se daban a los generales y almirantes de las flotas, se incluían junto a las obligaciones de
carácter militar, las de salvaguardar la moralidad de las personas bajo su mando. Dicho de manera más clara: entre los cuidados de un buen comandante estaba tanto el mantener a
punto las armas, como separar a los amancebados que se descubriesen a bordo. Las pasajeras eran, como es natural, el principal objetivo sexual de los tripulantes y no fueron raros los escándalos en este sentido, aunque hay que reconocer que por
lo que hacía referencia a las relaciones heterosexuales, todos,
desde los propios generales, hasta el último marinero, estaban
dispuestos a disimular y no darles a las leyes guardianas de la
moral todo su pleno contenido restrictivo.
Mucha más gravedad tenían los contactos homosexuales, que en un medio predominantemente masculino, como
era el de las tripulaciones, resultaban relativamente comunes.
La existencia de pajes, que eran verdaderos niños, y de grumetes jovencitos, puestos bajo la autoridad de oficiales de mayor
edad, favorecía las tendencias pederastas de éstos últimos.
Como es natural, la mayoría de estos asuntos permanecieron
siempre en el mejor guardado de los secretos, pero, a veces,
178
saltaba el escándalo, dando lugar a sonoros pleitos. La cuestión era delicada, pues, en aquellos tiempos, la condena por
practicar el «pecado nefando» seguía siendo, como en tiempos medievales, la de morir en la hoguera. Hubo almirantes
encarcelados, oficiales sometidos a tortura, y marineros que
perecieron quemados. Pero, dentro de estos lamentables sucesos, quizá lo más terrible sea comprobar que en todas las
acusaciones por homosexualidad había detrás un odio larvado,
que se había gestado, no por desengaños amorosos, sino por
prejuicios étnicos o nacionales, por envidias o por ambiciones
frustradas112.
***
Si nos preguntamos por la consideración que tenían los
oficios marítimos ante los ojos de los contemporáneos, la conclusión es muy sencilla: alcanzaban uno de los máximos desprestigios. Un marinero o incluso un piloto, eran trabajadores
manuales que, además, no podía ocultar fácilmente su condición de tal. Los rostros quemados por el sol y las manos encallecidas lo delataban fácilmente. Incluso su vestimenta era característica. Don Miguel de Cervantes, por ejemplo, señala
que uno de los personajes de su novela «El celoso extreme-
Pérez-Mallaína Bueno, Pablo E.: Los hombres del océano…, p. 177.
112
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Millares de hombres para conquistar el mar
ño» iba vestido «a la marinesca», es decir, con amplias camisas y anchos calzones, sin ningún tipo de pliegue o adorno que
propiciara el que pudieran engancharse mientras realizaban su
trabajo. Todo el mundo sabía que la mayoría de los marineros
procedían de los estratos más pobres e iletrados de la población y que, en los puentes de los barcos, compartían labores
con esclavos, que eran vendidos por sus amos para que realizaran aquellos oficios y les entregasen los jornales. Tanto era
así, que hasta el siglo XVII, un hidalgo que iniciase su carrera
militar como marinero en una embarcación de guerra perdía su
condición de noble, mientras que, por el contrario, era muy frecuente que muchos oficiales de alto rango hubieran comenzado su vida profesional sentando plaza como soldados en la
compañía de algún pariente o amigo.
Este descrédito perseguía a la gente de mar, aun en el
caso de que hubieran alcanzado los puestos profesionales más
altos, se hubieran convertido en pilotos examinados de la carr era de Indias y se les confiase la dirección náutica de una Capitana de flota. En realidad, los únicos personajes que tenían algún
prestigio a bordo de los buques eran los profesionales de las armas que dirigían las operaciones militares. Éstos eran los generales, almirantes y los capitanes de mar y guerra de los galeones. Ellos sí que hacían valer su condición de hidalgos e, incluso
180
algunos, aunque pocos, el hecho de poseer un título de nobleza.
Éste es, por ejemplo, el caso de Don Álvaro de Bazán, «El Mozo», nombrado a mediados de siglo primer marqués de Santa
Cruz. En cualquier caso, a este personaje, como a otros, su
prestigio le venía en cuanto militar y no como marinos.
A la gente de mar, la sociedad no sólo la trataba con
poco aprecio, sino que además, a lo largo de la Edad Moderna,
la fue tratando con mayor dureza y le fue aplicando una disciplina más férrea, a medida que fueron avanzando los siglos de la
Edad Moderna. En ese sentido, la legislación marítima medieval recogida en los Roles de Olerón o en el Libro del Consulado
del Mar, daba a los tripulantes de las embarcaciones la condición de «compañeros», cuya opinión debía tener muy en cuenta el patrón a la hora de tomar alguna decisión importante. Esto era así debido a que, en aquellos tiempos, las rutas eran
caminos difíciles e inseguros en los que la experiencia de los
viejos marinos era un elemento de enorme importancia para el
buen fin de la expedición. Por ello, se les intentaba compensar
ofreciéndoles algún tipo de participación en los beneficios mediante la concesión de las «quintaladas», es decir, un pequeño
espacio de la bodega que se les entregaba para que pudieran
hacer sus transacciones comerciales. Este asunto de las quintaladas se siguió usando, por ejemplo, en las primeras expedi-
181
Millares de hombres para conquistar el mar
ciones españolas a las Molucas y la determinación de su cuantía resultaba para los marineros más importante que el propio
sueldo en dinero. Al mismo tiempo, a pesar de la dureza de los
castigos por indisciplina, los marineros tenían espacios acotados en el interior del buque donde el patrón no podía entrar y
de esta forma un marinero podía escapar de la furia vengativa
de un maestre que los persiguiese palo en mano. De igual manera, los códigos medievales preveían plazos para arrepentirse
de una mala acción, antes de que el patrón tuviese derecho a
desembarcar a uno de sus tripulantes o privarles del salario.
Podemos resumir diciendo que la justicia medieval resultaba dura, pues a un ladrón se le podía clavar la mano a un
mástil, pero no era arbitraria y daba algunas posibilidades de
defensa al marinero. Sin embargo, a lo largo de los siglos XVI,
XVII y XVIII, la indefensión de la gente de mar fue cada vez
más manifiesta. La razón está fundamentalmente en que el
conocimiento de las rutas y la mejora de los instrumentos técnicos hizo cada vez menos necesaria la colaboración y la buena
voluntad de los marineros. Así, de una manera lenta, pero inexorable, los antiguos compañeros se convirtieron en simples
proletarios. Si antes eran imprescindibles sus conocimientos y
su experiencia, a partir de un momento sólo se apreciaba su
trabajo físico. Es por eso que, por ejemplo, en los buques in-
182
gleses del siglo XVIII la frase con la que se llamaba a la tripulación al trabajo era: «All hands on deck»113. Con ello quedaba
perfectamente aclarado lo que en realidad se quería de aquellos hombres: ¡sus manos! Se habían convertido en braceros,
a los que se pagaba un salario fijo, pero a quienes nunca más
se les dio participación en la empresa y a los que se les aplicó
una disciplina contra la que estaban cada vez más indefensos.
La existencia de grandes motines en las marinas del siglo
XVIII, algunos de los cuales han pasado a la literatura y al cine
con notable éxito, no son una casualidad, sino una muestra del
estado de violencia que se habían alcanzado con la explotación
laboral de la gente de mar.
Si la sociedad no tenía muy buen concepto de los que
hacían del mar su oficio, éstos les devolvían el favor, siendo
gente levantisca, incumplidora de las leyes de Dios y del rey, y
que basaba su comprensión del mundo en su propia experiencia y no en los dictados de los grandes filósofos o intelectuales. Fray Antonio de Guevara, que fue capellán de las galeras
reales en el siglo XVI, afirmaba que la mar era «capa de malhechores y refugio de pecadores» y que en sus marítimas escuelas, los hombres aprendían con gran perfección siete «artes li-
Rediker, Marcus: Be tween the devil…, p. 212-213.
113
183
Millares de hombres para conquistar el mar
berales»: blasfemar, beber, engañar, difamar, robar, asesinar y
fornicar114. ¡No hay duda que es todo un programa de estudios!
Cierto es que fray Antonio estaba en contacto con lo más bajo
del gremio, que eran los condenados a galeras y los tripulantes
libres que debían vigilarlos. Pero los testimonios de juicios vistos ante la Audiencia de la Casa de la Contratación ponen de
manifiesto la cantidad de robos, peleas y asesinatos a punta
de cuchillo que se producían en los buques115.
Curiosamente, algunos autores contemporáneos han
visto en esta actitud altanera y alborotadora de la gente de
mar el precedente de un cierto anhelo de libertad, por el que
los proletarios se enfrentaban a la opresión injustificada de
sus patrones. El marinero sería, así, un representante del espíritu de rebelión frente a la injusticia 116. Es un planteamiento
lleno de romanticismo que debe matizarse, y que, en el fo ndo, es el mismo que lleva a considerar al pirata como un
símbolo de lucha contra los abusos de poder de las grandes
Guevara, fray Antonio de: De los muchos trabajos que se pasan en las galeras
(1539).En: José Luís Martínez en: Pasajeros a Indias… p. 229.
115
Pérez-Mallaína, Pablo E.: La autoridad de los generales de la carrera de indias
y la represión de la violencia a bordo. El caso de la flota de Nueva España de
1571-1572. En: La violence et la mer dans l’espace atlantique (XIII-XIX siècle).
Presses Universitaires de Rennes, Rennes, 2004. pp. 161-189.
116
Rediker, Marcus: Be tween the devil…, p. 110 y 205-253.
114
184
potencias imperialistas. Con todo, sí es cierto que, en las rutas españolas, los marineros representaban un tipo de trabajador que hacía valer su condición de asalariado libre, en un
mundo donde predominaban todavía los sistemas laborales
de carácter señorial o feudal. De esta manera, no era tan fácil reprender o castigar a un marinero como a un colono o
bracero de una gran hacienda. Éste, tal vez aguantaría temeroso, con el sombrero en las manos y los ojos puestos en el
suelo, la reprimenda de su señor, pues no le resultaría tan
fácil buscarse otra parcela y otro amo. Sin embargo, como la
necesidad de mano de obra en los buques fue siempre alta,
si un maestre se mostraba especialmente cruel, era relativamente sencillo cobrar el salario percibido hasta el momento
y enrolarse ese mismo año o, al siguiente, en otro buque o
en otra expedición.
Con respecto a las leyes de Dios, la gente de mar
c o n s t i tuía uno de los grupos en los que las supersticiones y
los incumplimientos de los calendarios litúrgicos alcanzaban
cotas más altas. Tanto era así que Alonso de Chaves, al que
hemos citado como uno de los pilotos mayores de la Casa
de la Contratación en el siglo XVI, comenzó su famoso libro
Espejo de navegantes, con un calendario perpetuo en el que
se indicaban las fiestas móviles del año litúrgico y, de esta
185
Millares de hombres para conquistar el mar
manera, la gente de mar no pudiera alegar ignorancia para
justificar el incumplimiento de sus obligaciones para con la
Santa Madre Iglesia117.
Es evidente que la vigilancia que pudieran hacer instituciones religiosas y seglares sobre el comportamiento de la
gente de mar se veía muy limitada por la movilidad de estos
grupos. Los marineros se pasaban años enteros fuera de sus
casas y no tenían un párroco que pudiera estar al tanto si frecuentaban los templos. Como en los barcos mercantes no
existía la figura del capellán, las posibilidades de escabullirse
de los constantes rituales religiosos a que estaba sometida el
resto de la población eran muy grandes.
Esto no significa que los tripulantes de los barcos fueran
gentes descreídas, sino tan sólo que podían vivir sus creencias
con una mayor libertad y flexibilidad. Esto incluía poder practicar
con mayor desenvoltura toda una serie de ritos mágicos para,
por ejemplo, aplacar las olas de una tormenta o admitir públicamente la existencia de toda una serie de encantamientos y maleficios que estaban claramente más allá de los elementos demoníacos que admitía la religiosidad oficial. La creencia, por
ejemplo, de que en las cercanías del archipiélago de las Bermu-
Chaves, Alonso de: Espejo de navegantes. Madrid, 1983, p. 79.
117
186
das se producían fenómenos sobrenaturales que podían poner
en peligro la suerte las embarcaciones no es cosa de hace pocos años, sino que, como dijimos anteriormente, era un temor
ya extendido entre los navegantes españoles del siglo XVI. Por
el contrario, los delfines o toninas, que en nuestros días son
contemplados como animales simpáticos y amigos de los humanos, hace quinientos años eran vistos con grandes recelos,
como seres demoníacos, cuya aparición en la superficie del mar
podía anunciar tormentas y peligros inminentes.
No cabe en este libro referirnos a las innumerables supersticiones y creencias mágicas de la marinería de los buques
de la Carrera de Indias, que, de un modo sincrético, se mezclaban con elementos de la religiosidad oficial. La más conocida
es, sin duda, la que hacía responsable a San Telmo de las luces
que la electricidad estática encendía en los topes de los mástiles durante las tormentas. El general Escalante comentaba así
la impresión que estas luminarias producían en su tripulación:
«Es así que en el mismo instante que uno diga: cata San Telmo en tal parte; en ese mismo punto se paran todos a mirar adonde parece y en viendo que ven aquellas
lumbres, comienzan luego a decir: salva, salva, San Telmo
cuerpo santo; en lo cual están pasmados y embevescidos
187
Millares de hombres para conquistar el mar
(sic) y dejan entonces de acudir a la mayor necesidad y por
mucha instancia que se haga con ellos no los pueden quitar ni mover … no acordándose del ordinario refrán que dice: a Dios rogando y con el mazo dando…»118.
Ante la gran cantidad y variedad de los peligros que
acechaban a la gente de mar, todas las ayudas parecían pocas.
Por eso, los marineros se encomendaban a los santos y conjuraban a los demonios, poniendo una vela a Dios y, si era necesario, otra al diablo. Pero sobre todo, tenían que estar muy
atentos a valerse de sus propios recursos, pues, como reconocía don Juan de Escalante, sólo «dando con el mazo» podían
salir de la mayoría de las situaciones comprometidas.
La utilización de un refrán que sigue siendo tan popular en
nuestros días como en los lejanos años de la Carrera de Indias parece que nos acerca a los viejos marinos de antaño. Aunque nos
separen muchos siglos de aquellos hombres obligados a atravesar los enormes océanos en barcos de madera movidos por el
viento, sus principales anhelos y ambiciones no eran muy distintos a los nuestros. Estaban atravesando una frontera hostil armados de tecnología, valor, ambición, desesperación,… ¿Acaso en el
siglo XXI no se abren a la especie humanas desafíos parecidos?
Escalante de Mendoza, Juan: Itinerario de navegación…, p. 214.
118
188
Epílogo
Creencias: Fuego de San Telmo
189
Epílogo
De entre las muchas épocas doradas que Andalucía ha
tenido a lo largo de su historia, reconozco que escogería aquella
en la que fue prota g o n i s ta del descubrimiento de las nuevas tierras al otro lado del mar. Y eso, a pesar de que tendría que competir con los míticos tiempos en que presenció los trabajos de
Hércules, las riquezas de Argantonio y el misterio de Tartesos;
con los años en que fue patria de los poderosos emperadores
Trajano y Adriano, dueños de todo el Mediterráneo y de medio
mundo; con los sofisticados siglos del esplendor de Al-Andalus,
cuando se construían edificios mágicos y los reyes eran a la vez
los más fieros guerreros y los más sensibles poetas. Esta preferencia se debe sin duda a la trascendencia de esos años que van
desde finales del siglo XV y corren a lo largo de la siguiente centuria. Fue ésta una época en la que, tras la conquista de los
océanos, el mundo cambió para siempre y comenzó la modernidad. En este fundamental proceso, la Península Ibérica en general, y Andalucía en particular, resultaron una plata forma decisiva
para, con esfuerzo y tecnología, comenzar a abrir los caminos de
la comunicación global entre los seres humanos.
Si nos preguntásemos a qué debieron las tierras del Sur
de la Península Ibérica su protagonismo, tendríamos que reconocer que, en primer lugar, se debió a la suerte; a esa diosa esquiva
de la fortuna, cuya colaboración es imprescindible hasta en las
190
empresas de mayor mérito. Andalucía estaba situada geográficamente en el extremo del mundo conocido y, por ello, fue el trampolín imprescindible para lanzar los viajes de descubrimiento y
ser la base de las futuras ru tas comerciales. Del Sur de la Península Ibérica, partían las autopistas oceánicas que llevaban, viento
en popa, hasta las Indias Occidentales. Un poco más al Norte,
pero dentro del territorio peninsular, tenían su final los vientos y
corrientes que traían los barcos de vuelta a casa, por lo que,
mientras la navegación se realizó a vela, no había otro lugar mejor
situado en el mundo para ser la base de semejante empresa.
Pero Andalucía tuvo también el mérito de saber ser
cosmopolita. Su situación, a caballo entre el Mediterráneo y el
Atlántico, le permitía sumar influencias, integrar conocimientos, captar los mejores marinos y cosmógrafos de distintas naciones, sin caer en los provincianismos y nacionalismos excluyentes. Al servicio de la Casa de la Contratación estuvieron
numerosos navegantes italianos, como Américo Vespucio o
Sebastián Caboto, ambos pilotos mayores de la institución; pero también grandes cartógrafos portugueses, que además de
castellanizar sus apellidos, como Ribeiro o Faleiro, por los de
Rivero o Falero, pusieron sus conocimientos a disposición de
aquella descomunal empresa, donde todas las colaboraciones
eran precisas.
191
Epílogo
Finalmente en Andalucía, y en especial en la Casa de la
Contratación, el organismo radicado en Sevilla que dirigía el tráfico con las Indias, supieron ser organizados y sistemáticos, virtudes que, normalmente, no suelen asociarse al tópico carácter
andaluz. De esta manera, se pudo ir fabricando lentamente la
imagen del mundo a base de recoger las informaciones que
obligatoriamente tenían que traer todos los pilotos, trasva s á ndolas a un mapa resumen o «Padrón Real», que fue la máxima
expresión del conocimiento geográfico de nuestro planeta.
Aquí también se organizó la primera escuela de náutica ex i s t e nte en el mundo, dotándola de un programa de estudios y una
plantilla de profesores competentes, con un programa de ex ámenes en el que nada quedaba al azar. Más tarde, cuando las
naos mercantes sustituyeron a las carabelas descubridoras, se
tejieron desde Andalucía las redes comerciales más complejas
y largas del mundo, capaces de unir las Filipinas con Sevilla
atravesando por tierra el virreinato Mexicano y dando lugar a
uno de los circuitos económicos más ricos de la historia.
Esta conquista de los espacios oceánicos, en la que
tan importante papel tuvieron los marinos, cosmógrafos y cartógrafos del Suroeste peninsular, desde Lisboa al Estrecho de
Gibraltar, tuvo como consecuencia, ya lo hemos dicho, el inicio
del mundo globalizado de nuestros días. Un fenómeno tan
192
complejo no dejó de tener muchas sombras entre tantas luces. La expansión ultramarina de los países ibéricos y del conjunto de la Europa Occidental construyó un mundo mejor comunicado, pero también más desequilibrado, pues las riquezas
fluyeron en beneficio de los conquistadores. Muchas culturas
desaparecieron o sufrieron influencias distorsionadoras; la difusión de conocimientos llevó pareja la de las enfermedades,
que diezmaron poblaciones enteras, sin olvidar las terribles
guerras en las que se enzarzaron los competidores europeos
dispuestos a llevarse la mejor tajada del pastel.
Por eso, para no repetir errores, debemos prestar atención a esos años en los que se estaba conquistando el mar. No
debemos considerar aquellos tiempos como algo lejano y pasado, que sólo debe servir para llenar recuerdos y ensoñaciones. Porque hoy, a principios del siglo XXI, también estamos
ante una nueva frontera y tenemos que desvelar otro «Plus Ultra». Nuestro particular «Mar Tenebroso» es el insondable espacio exterior interplanetario. Conocemos mucho menos de lo
que hay más allá de nuestro planeta que lo que sabían de las
Indias los marinos andaluces que acompañaban a Colón. Es
cierto que desde el siglo XVI estamos al corriente, gracias a
Copérnico y más tarde a Galileo, que la Tierra no es el centro
del cosmos, pero hasta el mismísimo siglo XX no supimos que
193
Epílogo
nuestro universo no estaba formado por una sola galaxia, sino
por cientos de miles de millones de ellas, mientras que la
«teoría de cuerdas» nos pone hoy en día ante la inquietante
posibilidad de la existencia, no de uno, sino de varios universos
vibrando en paralelo en distintas dimensiones.
Así que los seres humanos a comienzos del siglo XXI
se encuentran en la orilla de otro «Mar Océano»; un nuevo espacio tenebroso, en el que intentamos descubrir planetas y
sistemas solares parecidos al nuestro, con la esperanza y el temor de encontrar otros mundos habitados. No es casualidad
que los vehículos que preparamos para llegar a ellos se llamen
«naves» espaciales y sus tripulantes sean conocidos como astronautas, es decir «nautas» o navegantes de las estrellas. La
falta de información y nuestra inquieta imaginación sigue llenando de monstruos el espacio exterior, como los viejos pilotos poblaban los océanos de serpientes marinas. Las condiciones que deberán soportar los nuevos descubridores en sus
viajes no diferirán mucho, en cuanto a estrechez, penurias y
peligros, de las que sufrieron los descubridores de antaño. Y
por lo que respecta a la duración de los periplos, se estima que
un viaje a Marte llevará entre dos y tres años, curiosamente un
tiempo similar al que le costó a Juan Sebastián Elcano salir de
Sevilla y regresar a la ciudad tras dar la vuelta al mundo.
194
¿Y qué pasará cuando encontremos el paraíso (como
buscaba Colón) al otro lado del firmamento? ¿Sabremos conservarlo o lo destruiremos desde sus cimientos? ¿Podremos
mantener la paz entre nosotros o nos masacraremos por quedarnos con la mayor parte de este tesoro espacial? En el fondo, nuestra sabiduría sigue siendo escasa para resolver las
grandes incógnitas del futuro de la humanidad. Por ello convendría que, al mirar las aventuras de nuestros antepasados
que antaño dominaron los océanos, no sólo lo hagamos con
admiración o respeto sino, sobre todo, con verdaderas ganas
de aprender de sus aciertos y sus errores.
195
Glosario
Dibujo de una obra de Pedro de Medina
197
Glosario
1. Altura
Ángulo de una estrella o cuerpo celeste sobre el horizonte.
2. Astrolabio
Instrumento náutico constituido por un pesado círculo de bronce y una regleta con dos pequeños agujeros, que servía para
medir el ángulo o «altura» del sol sobre el horizonte al mediodía y, de esta manera, hallar la latitud del lugar.
3. Ballestilla
Instrumento náutico compuesto de una vara graduada en la
que se insertaba una cruceta que se deslizaba por ella y servía
para determinar el ángulo de los astros sobre el horizonte. Para
ello, se movía la cruceta hasta que la estrella se viera en la parte superior y el horizonte en el inferior.
4. Calafate
Artesano, que a veces embarcaba como oficial en los buques,
especializado en rellenar con estopa y brea las junturas de las
tablas de las embarcaciones.
5. Capitán
En los buques del siglo XVI, se llamaba así al responsable militar de cada uno de ellos. Los barcos mercantes no tenían por
qué llevar capitán y era frecuente que, si un caballero viajaba
198
como pasajero, se le diese este título para dirigir la defensa en
caso de ataque.
6. Carabela
Embarcación de pequeño tamaño, con tres o cuatro palos y
velas latinas. Su agilidad y capacidad de navegar contra el
viento la convirtió en el buque esencial en la Era de los Descubrimientos.
7. Carraca
Embarcación a vela, pesada, de alto bordo y de gran porte, empleada para la guerra y el comercio. Algunas carracas pasaron
de las 2.000 toneladas de arqueo y constituyeron los barcos
más grandes de los siglos XV y XVI.
8. Condestable
Oficial embarcado responsable de las armas y artillería en las
embarcaciones.
9. Contramaestre
Oficial embarcado responsable de la maniobra y de mantener
la disciplina de los marineros.
10. Corredera
Instrumento náutico formado por un flotador y una cuerda anudada. Con la ayuda de un reloj de arena, se medía el número
199
Glosario
de nudos por minuto que se arrojaban por la popa del navío,
estimándose con ello la velocidad de la embarcación.
11. Cosmografía
Disciplina que se enseñaba en las universidades y que constituía la base científica del arte de navegar.
12. Cosmógrafo
Persona de formación universitaria, experta en la composición
del cosmos o Universo.
13. Cuadrante
Instrumento náutico compuesto por una escuadra de madera
con un cuarto de círculo cerrando los dos extremos. Al dirigir
uno de los lados de la escuadra hacia una estrella, una plomada situada en el vértice marcaba la «altura» o ángulo alcanzado
por el astro sobre el horizonte.
14. Declinación magnética
Diferencia angular existente entre el Norte verdadero y el Norte magnético que marca la brújula. Es un valor que cambia con
el lugar y con el paso del tiempo.
15. Declinación solar
Diferencia angular entre el lugar por donde nace y se pone el sol en
un día concreto y el Este y el Oeste geográficos en ese mismo día.
200
16. Despensero
Oficial embarcado responsable de la alimentación y la intendencia.
17. Galeón
Buque movido a vela de proporciones más alargadas que las
naos y que, por ello, recordaba a las galeras. Fue el principal
barco de guerra en el siglo XVI, pero también fue utilizado para
llevar cargas valiosas, como la plata y el oro.
18. Galera
Embarcación alargada, ligera, y movida a remo y vela. Constituía el barco militar por excelencia hasta que la llegada de la artillería la fue relegando poco a poco como principal embarcación de combate.
19. Grumete
Marinero joven que ganaba las tres cuartas partes de la soldada de un marinero adulto.
20. Guardián
Oficial embarcado que hacía las veces de ayudante del contramaestre y mandaba la chalupa o embarcación auxiliar de las
naves de mayor porte.
201
Glosario
21. Maestre
Responsable económico de las embarcaciones. Cuando el
dueño iba a bordo, solía hacer este papel.
22. Nao
Pequeño velero oceánico de tres palos, con combinación de
velas cuadradas y latinas. Era más grande que las carabelas,
pero más pequeña que las carracas y se empleó tanto en expediciones de descubrimientos, como en rutas comerciales.
23. Padrón Real
Carta resumen que el Piloto Mayor de la Casa de la Contratación debía confeccionar conforme a las informaciones de los
pilotos que volvían de las Indias.
24. Paje
Niño que se llevaba a bordo de los buques para realizar tareas
auxiliares y para aprender el oficio de marinero.
25. Piloto
Responsable náutico de una embarcación. Solía estar bajo la
autoridad del maestre.
26. Portulano
Carta náutica realizada expresamente para navegar utilizando
la brújula. Se llamaba así porque en ella se detallaban todos los
202
puertos, dejando a veces vacía la representación del interior de
los continentes.
27. Timón de codaste
Plancha de madera unida por un sistema de goznes (bisagras)
al codaste, pieza de madera que constituía la continuación de
la quilla por la popa de la embarcación. Fue el sistema de gobierno que sustituyó a los remos o espadillas y resultó fundamental en la Era de los Descubrimientos.
203
Índice
Navío
205
Índice
Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
Capítulo 1
Precedentes medievales. Las Atarazanas de Sevilla,
un astillero para controlar el Estrecho de Gibraltar y
el Canal de la Mancha . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19
Capítulo 2
Tecnología contra la inmensidad del Océano.
Los trabajos científicos de la Casa de la Contratación
y los libros del Arte de Navegar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53
Capítulo 3
Un puente móvil para cruzar el Océano.
La organización de los convoyes oceánicos
de flotas y galeones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109
Capítulo 4
Millares de hombres para conquistar el mar.
Las tripulaciones de la Carrera de Indias . . . . . . . . . . . . . . 147
Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189
Glosario. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 197
206
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