CONDICION INSULAR

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Antonio López Ortega
Foro UCAB: De la isla que tenemos al país que queremos.
Hotel Puerta del Sol.
Porlamar, 15 de abril 2016.
LA CONDICIÓN INSULAR
Hay unos versos a los que vuelvo constantemente. Los escuché por primera vez en la voz de Cecilia Todd,
pero con los años descubrí que era una malagueña oriental, y más específicamente margariteña, una
variante genérica que suele cantarse a capella, como también se entonan en Venezuela los llamados
cantos de faena. La cuarteta dice así: “Si el mar que por el mundo se derrama/ tuviera tanto amor como
agua fría/ se llamaría, por amor, María/ y no tan solo mar como se llama”. He imaginado que quien canta
pudo haber sido un pescador. Un pescador que eleva su voz en medio del mar, sin más escucha que la de
las olas, y se confiesa ante la inmensidad. Lo he imaginado dejando su casa de madrugada, ordenando sus
redes, mientras las primeras luces del amanecer lo descubren mar adentro. Ese pescador, qué duda cabe,
está enamorado, y para dar con la magnitud de ese sentimiento, no concibe nada más infinito que el mar.
En síntesis, su amor es el mar que por el mundo se derrama. Y aquí cabe recordar, por cierto, que, para la
condición humana, primero el cielo y luego el mar son las metáforas que más abarcan lo inabarcable.
Los versos también nos hablan de una María, para efectos de la historia la mujer amada, de cuyo
sentimiento nada sabemos, como tampoco sabe ella el remolino mental que genera en quien la ama o
desea. Suele ocurrir que las pasiones son secretas, y quién sabe si el pescador vive la suya, como si el
anzuelo de su caña se hubiese clavado en su propio corazón, de cuyo arrastre dan fe los peces que esperan
ser serpenteados en vano. María estará en la costa, quizás dormida, quizás despierta, quizás añorada,
haciendo una vida contraria a la que el pescador imagina en alta mar, rozada por un canto que sólo el
doliente expresa. La frase “y no tan sólo mar como se llama” también nos habla de algo proverbial: nos dice
que el mar ya no es mar sino condición existencial, sino imagen para describir lo que nos sobrepasa, como
el amor, por ejemplo, o como la muerte. ¿O acaso el amor no es también una forma de morir, de fundirse
con el otro y, por lo tanto, de desaparecer? Sin duda que evanescerse ante o en el otro es una manera de
sobre-vivir, esto es, de vivir sobre lo que la convención da por llamar vida, y con ello experimentar un ápice
de inmortalidad.
Esta malagueña oriental nos dice que la primera condición de la insularidad no es, como se cree, aquella
noción de lo limitado, de lo cercado, de lo finito. Pues, muy por el contrario, es precisamente el mar que nos
rodea lo que nos permite soñar, volar, viajar. Nuestro cuerpo puede estar en la costa, pero nuestros sueños
sin duda retozan en el agua. Esa alteridad es extraordinaria y nos permite imaginar sin límites. Si en
períodos arcaicos, el horizonte moría en una montaña, la condición insular nos ofrece un horizonte que no
se acaba, apenas una línea azul que se renueva y recrea incesantemente.
También la malagueña oriental nos recuerda, y para mayor prueba allí están otras variantes musicales
como jotas, puntos de navegante, polos o galerones, que éstas fueron tierras de fuerte impacto hispánico,
porque España siempre comienza en oriente, y esa cultura la tenemos como sustrato, convertida en habla
salerosa o en poesía que es también canto. Todo hispanista que se precie sabe que en el siglo XV el gran
Garcilaso de la Vega se trae desde Italia las lecturas de Petrarca y tantos otros y, de contrabando, una estrofa
poética que terminaremos conociendo como la décima espinela que, cinco siglos después, casi no se pesca
en la península ibérica, pero sí a diario en Margarita, convertida en la esencia estrófica del galerón. Quien
haya escuchado a cualquiera de los grandes galeronistas de esta isla sabrá que esos señores
hablan, piensan, sueñan y cuidado si también aman en décimas.
Pienso en ese impacto hispánico y, mientras recorro Cubagua a pie, imagino lo que pudo significar
hacia comienzos del siglo XVI fundar en ese arenal una ciudad llamada Nueva Cádiz, cuya precoz
prosperidad hizo posible que los señores de las perlas encargaran a España una imagen de la
Inmaculada Concepción, en cuyo manto buscaron resguardo. La estampa que vieron llegar en
1530 apenas pudo sobrevivir una década, pues hacia 1541 un huracán arrasa la isla y expulsa a la
patrona hasta El Valle del Espíritu Santo, en Margarita, donde se le comienza a rendir honores
como Virgen del Valle.
Ese rostro mestizo que fundía a guaiqueríes con andaluces o gaditanos comienza a forjar un lecho
cultural que es espléndido en música, clásico en literatura, acucioso en el campo artesanal y
proliferante en el campo plástico, sin duda los cuatro pilares sobre los que se asienta la cultura
margariteña de ayer y hoy. Estos mil kilómetros de territorio insular, sumados a una demografía
que todavía permite equilibrios sociales y armonía ambiental merecería, sin embargo, un
tratamiento en el campo cultural de políticas públicas que brilla por su ausencia. Margarita tiene
un potencial para desarrollar talento creador y expresiones culturales que la podrían convertir no
sólo en referencia nacional sino también caribeña y, por extensión, latinoamericana. La isla viene
de tiempos mejores, como cuando Fondene ideó un fondo de financiamiento cultural que
todavía se recuerda como un modelo óptimo de gestión entre sector público y sector privado. A
la espera de que los tiempos venideros sean más conscientes de las necesidades y respondan en
función de prácticas que han sido exitosas en el mundo, ya es hora de contar con buenas
editoriales, modernos espacios museísticos, escuelas de formación artística y salas para las artes
escénicas. La formación y guía de un talento creador que yace en estado bruto, sin oportunidades,
se erige como una tarea que requiere atención inmediata.
Otro beneficio de la condición insular es que la extraterritorialidad permite siempre ver el país con
mayor objetividad y certidumbre. Las guerras fratricidas de los centros de poder o la sordera o
ceguera que imperan en nuestros gobernantes, taras que nos inmovilizan en el tiempo, hallarían
en Margarita un espacio para dialogar y consensuar. La paz que no hallamos en los infiernillos de
nuestra discordia diaria, quizás sí podamos reencontrarla en esta tierra que es de gracia, en este
mar que es de pescadores enamorados y en esta gente que sólo ametralla cuando habla. Si en
estas tierras nació la primera ciudad del continente, si desde Nueva Cádiz pudo llevar Bartolomé
de las Casas su pensamiento emancipador a todo el orbe hispánico, ¿no exhibe acaso Margarita
credenciales de ciudadanía de medio milenio como para convocar al país pensante y bien
intencionado y decirle que aquí historia y futuro se dan la mano? Confiamos en que esta reunión
de hoy sea la primera de muchas, tantas como las que necesita este país que luce hoy desquiciado,
pero cuya conformación cultural, si tan sólo repasáramos letras como la de nuestra malagueña
oriental, nos harían ver que valores como participación, sentido de pertenencia o igualdad,
valores todos de la democracia moderna, están sembrados en lo más hondo de nuestro gentilicio.
Como escritor y gestor cultural de muchos años, no quisiera desaprovechar la presencia de los
honorables diputados que hoy nos acompañan para decirles que la Ley Orgánica de Cultura
aprobada por el parlamento anterior es indigna de la historia cultural venezolana del siglo XX y no
tolera ningún ejercicio de legislación comparada con ninguna de las leyes de cultura vigentes en
América Latina. Un país que en tiempos de López Contreras creó la primera Dirección de Cultura
del Ministerio de Educación, con joyas editoriales como la revista Tricolor o la Biblioteca Popular
Venezolana; un país que en tiempos de Raúl Leoni creó el Instituto de Cultura y Bellas Artes
(INCIBA), primer ensayo institucional de autonomía administrativa del campo cultural en
Venezuela; un país que en tiempos del primer gobierno de Carlos Andrés Pérez creó el Consejo
Nacional de Cultura (CONAC), en cuyo directorio estaban presentes las universidades nacionales,
las academias, los colegios de periodistas, la iglesia, los colegios profesionales y los gremios
laborales; un país que entre los años 80 y 90 sancionó la Ley de Cine, la Ley del Libro, la Ley de
Artesanía y la Ley de Patrimonio; no se puede reconocer en un cuerpo legal que no es ni cuerpo
ni legal, sino un franco retroceso donde palabras como creador o creación no figuran ni en los
sueños. Si queremos honrar nuestra institucionalidad cultural, el país merece una Ley que refleje
las mejores prácticas del campo y atienda las urgentes necesidades de aquellos ciudadanos que,
entregándose a la creación y ala imaginación, han esculpido el mejor rostro que el país puede
mostrar.
El único campo del país donde, paradójicamente, no tendría cabida la condición insular es
precisamente en la cultura, porque cada vez más debemos verla como un territorio
multiabarcante y cada vez menos como una parcela o reducto. Hago mía una frase del gran
escritor mexicano Carlos Fuentes para hacerme entender mejor: “El discurso cultural de
Hispanoamérica es la fuente genésica en la que los otros discursos de nuestra peculiar
Modernidad –llámese el económico, el social o el político– deben abrevar su sed para crear
modelos verdaderamente propios y originales”. Dicho de otra manera, la Cultura debe ir por
delante al pensar en modelos políticos, económicos o sociales. Primero entendámonos a nosotros
mismos antes de pensar en políticas públicas que a veces fracasan porque nada tienen que ver
con lo que somos, creemos o deseamos. Y hablando de lo que somos, quién sabe si para cerrar no
convenga citar otra malagueña oriental, pero sí los versos de un polo carupanero compuesto por
el gran José del Pilar Rivera, mejor conocido como el Indio Rivera, que entre chanzas y
celebraciones decía: “Si yo muriéndome estoy/ y me vienen a buscar/ como sea para cantar/ dejo
la Muerte y me voy”.
Muchas gracias y
muy buenos días
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