El farero de la costa de la muerte En un rincón de Galicia, la costa de la muerte, se hallaba un pueblecito perdido entre el mar y el vasto campo. Nadie se había enterado de la existencia de este extraño lugar muy aislado de la sociedad, ni siquiera los comerciantes o viajeros. Este rincón tenía una particularidad : un faro viejo de más de tres siglos que iba volviéndose día tras días en una verdadera ruina. Lo guardaba un anciano que nunca había salido de su hogar. Me encontré allí por pura casualidad mientras iba en mi barco de pesca, única herencia de mi desmemoriada familia. Vi a lo lejos en la cumbre del acantilado una deslumbrante luz que me impedía hacer cualquier movimiento. Pasaron unos minutos y esa luz se apagó de repente, el mar se vistió progresivamente de negro, el viento desapareció, las nubes velaron la brillante luna, un humo blanco y denso ocultó toda la superficie del agua así como mi barco. Avanzaba mi barco, ciego en medio del imprevisible océano. Esperé tembloroso, asustado por lo extraño de estos acontecimientos. Sentí que mi barco se estaba levantando, miré con gran esfuerzo a mis espaldas y vi con horror una serie monstruosa de olas; sabía que el choque era inevitable. Las amenazadoras olas formaban sus movimientos, se dirigían hacia mi como fieras hacia su presa, un relámpago desgarró el cielo, el viento soplaba de nuevo, el mar se había vuelto un verdadero infierno del cual no podía escapar, me preparaba para mi final ineludible. Pero el faro se encendió y proyectó su luz a través del horizonte. Entonces fue cuando percibí una silueta detrás de los cristales del faro, pasó un rato y de repente a mi alrededor todo se tranquilizó de nuevo. Las olas perdieron rapidez y sus formas monstruosas. Pude percibir el cielo estrellado y la blanca luna. El mar, tan bravo, se había quedado quieto, todo había vuelto a la normalidad. Quería absolutamente volver a la orilla, tanta tensión no era buena para mi salud. Decidí al final dejar mi barco cerca de unas rocas, lo amarré con una cuerda y lo dejé en la playa. Caminé durante medio día sin encontrar ni un alma, ascendí una gran colina de arena, el viento seguía soplando, pero el mar no se movía, unas olas acababan sus viajes estrellándose sobre las rocas. Reinaba una atmósfera serena y extrañamente calma. Mi objetivo era buscar un pueblo, descansar un rato y olvidar el misterio de la noche anterior. A lo lejos divisé las ruinas de unas casas, apresuré el paso para llegar pronto hasta allí. Cuando llegué no encontré a nadie, sólo un conjunto de casas vacías, no cabía duda de que había llegado a un pueblo fantasma. Grité, pedí ayuda…pero nada. No se oían respuestas, ni una señal de vida. Perdí la esperanza, tenía hambre y frío. Mi ropa estaba húmeda, una brisa fría soplaba en mi pelo mojado y estaba helado hasta los huesos. Absorto en mis pensamientos, sentí que algo se movía a mi alrededor, miré hacia todos los lados pero no ví nada. De pronto comprendí que mi entorno estaba otra vez transformándose. Sentí el llanto del viento, soplaba tan fuerte que los árboles se plegaban delante de mis ojos. En el horizonte unos relámpagos destellaban sobre el mar, las nubes se tornaban negras, el aire se humedecía, la violencia del viento hacía batir las contraventanas de las casas : la madre naturaleza no quería mi presencia en aquel sitio. Sin pensarlo dos veces me precipité dentro de la casa menos destruida. Cerré la puerta y empujé una vieja cómoda contra ella para bloquearla, pero estas defensas eran demasiado débiles contra tanta potencia. Me di la vuelta y vi una vieja chimenea encendida, un anciano estaba sentado a su lado fumando una pipa. Me senté junto a él y le pregunté qué pasaba realmente fuera, no respondía. Su mirada estaba concentrada en el fuego de la chimenea, estaba como ensimismado en sus pensamientos, no consentía en responderme de momento. Esperé unos minutos y empezó a contar una historia que parecía ser una leyenda popular. Me la contaba como si no pudiera dejar de decirla. Decía que hacía unos doscientos cincuenta años su pueblo, un lugar quieto y tranquilo, con sus historias y con sus habitantes ( la mayoría eran marineros ) fue enteramente destruido por una gran tormenta. Fue para Galicia la gran tormenta del siglo XVIII. Se contaron trescientos muertos, nadie salió vivo de aquella catástrofe, fue un desastre total. Sólo había sobrevivido una persona, el farero. Mientras la tormenta arrastraba y destrozaba el pueblo, el hombre vio a sus amigos y a su familia morir. Entonces huyó y se encerró dentro de su faro. La tormenta duró más de cuatro días. Él se quedó encerrado, muerto de hambre y de terror. Cuando salió quedó conmovido y aterrado por el espectáculo : el paisaje se había vuelto estéril y caótico. Todos habían fallecido. Decidió quedarse allí esperando ayuda, pero nadie vino a rescatarlo, tenía que pagar por su cobardía, por haber huido cuando los demás lo necesitaban. Desde entonces, cada vez que los barcos se acercan a la costa, el faro se enciende y despierta la naturaleza y el mar se vuelve violento y salvaje si un extranjero descubre este rincón. Nadie ha vuelto de este sitio si lo descubre. Cuando el viejo acabó la historia le pregunté con esperanza quién era él. Una lumbre que salía de las paredes ocultó al anciano y éste desapareció sin ruido. Afuera la algarabía continuaba, el vendaval seguía soplando, gemía entre las paredes de las casas, sentí temblores alrededor mío. Decidí entonces ir al faro para averiguar si la historia era verdad. La idea de entrar en el faro y encontrarme con el famoso farero me estremecía. Durante unos momentos me reí solo porque pensaba que todo era un sueño, una fantástica burla, pero era la pura y triste realidad : tenía que escapar de aquella pesadilla. Esperé a que el viento y el mar se calmaran, me puse en una esquina arrodillado, cerré los ojos y me imaginé todos los rincones maravillosos que había descubierto en mi vida. Y sin darme cuenta me quedé dormido en medio del infierno. Al amanecer un rayo de sol me despertó, el viento se había parado, unos pajaritos volaban y cantaban alrededor de la casa, era como si no hubiera pasado nada, como si la noche anterior no hubiera existido. Me llamó la atención, mirando al horizonte a través de la ventana, un brillo intenso, quería ver con mis propios ojos lo que era. Acercándome a la luz me quedé sin voz, se alzaba delante de mí el faro asombroso. ¿Por qué no lo había visto antes?. Y de repente apareció el mismo anciano, con su pipa, sentado sobre unas rocas y dijo : .- ¿Ves aquel faro?, es mi fortaleza de soledad, aquí tendré que purgar mis pecados hasta que el sol deje de amanecer. Le respondí : .- ¿Y ahora qué hago para volver con los míos?. El anciano levantó lentamente los ojos hacia mí, dejó escapar un suspiro y acabó diciendo : .- Tienes dos soluciones, la primera es quedarte pero sufrirás una inmensa soledad; la segunda es irte pero tendrás que olvidar todos los recuerdos de marineros y éste en particular. ¡Piénsalo bien!. La soledad o el olvido. Y desapareció en el aire, me quedé otra vez solo, no quería arriesgarme más aquí, escapé hacia la playa, subí al barco, corté la cuerda que lo ataba y remé con todas mis fuerzas para alcanzar la máxima velocidad. Oí un grito aterrorizador que venía del faro. A lo lejos el pueblo se estaba esfumando, el monte iba desapareciendo progresivamente, el viento destrozaba el paisaje, sólo quedó intacto el faro en la cumbre del acantilado. Cuando me encontraba demasiado lejos, contemplé aquel maldito paisaje durante tiempo y tiempo, todo había acabado, no cabía duda de que nadie iba a creer mi tremenda historia. No quería pasar por un viejo marinero consumido por la locura, entonces decidí callarme y olvidar. Pero nunca pude olvidar… todas las noches sueño con aquel farero que tuvo que quedarse encerrado dentro de su faro para pagar su falta de valor. Lo peor para marineros o todos los demás no es el mar y sus caprichos, ni siquiera el hambre y las tormentas; lo peor es la soledad, la pura soledad que nos consume y nos hace caer en el olvido y la tristeza.