Milagros para el Crecimiento Espiritual

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Milagros
para el
Crecimiento
Espiritual
Un camino hacia la curación
a partir de los Evangelios
E. Kent Rogers
12 Milagros para el crecimiento espiritual
12
Milagros
para el
Milagros
Crecimiento
para el crecimiento
espiritual
Espiritual
Un camino hacia la curación
Un camino hacia la curación
a partir
de los Evangelios
a partir de los Evangelios
E. Kent Rogers
Swedenborg Foundation Press West Chester, Pennsylvania
© 2012 Fundación Swedenborg. Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida o transmitida
en cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, de
fotocopia, grabación o cualquier sistema de almacenamiento o
recuperación de información sin previa autorización de la editorial.
Library of Congress Cataloging-in-Publication Data
Rogers, E. Kent.
Twelve miracles of spiritual growth : a path of healing from the
Gospels
/ E. Kent Rogers.
p. cm.
ISBN 978-0-87785-343-5 (alk. paper)
1. Jesus Christ—Miracles.
2. Bible. N.T. Gospels—Criticism, interpretation, etc.
3. Spiritual healing. I. Title.
BT366.3.R65 2012
232.9’55—dc23
2011044226
Edición: Morgan Beard
Diseño y composición: Kachergis Book Design
Las citas bíblicas contenidas en el original de este documento
son de la New Revised Standard Version Biblia, © 1989
Division of Christian Education of the National Council of the Churches
of Christ en los EE.UU., y se utilizan con su permiso. Todos los
derechos reservados. Impreso en los Estados Unidos de América.
Swedenborg Foundation Press
320 North Church Street • West Chester, PA 19380
www.swedenborg.com
Para Shovha, con quien comparto agradecido
el camino del crecimiento y la sanación.
Muchas gracias a Morgan Barba por su experta edición posterior a la
presentación de este libro y a Valerie Rogers
por su edición previa a la presentación. También me gustaría
dar las gracias a mis padres, Ned y Val Rogers, por editarlo en sus
primeras fases, así como a mi esposa, Shovha, y a los niños Alisha,
Amrita, Avia, Chandra, Evan, Ganesh, Nick,
Pasang, Puja, Rajendra, Santosh, Sharmila, y Sunita,
por ayudarme con la edición más reciente de mi vida.
vii
Índice
Introducción
1 Curación del sentimiento de no ser digno
ix
3
Mateo 15:21–28
2 Curación de la falta de perdón
15
Marcos 2:1–12
3 Curación de la esclavitud espiritual
28
Marcos 5:1–20
4 Curación de la guerra interior
49
Marcos 5:21–43
5 Curación de la pérdida de la inocencia
64
Marcos 5:35–43
6 Curación de la duda
74
Marcos 9:14–29
7 Curación de la arrogancia en la fe
86
Lucas 7:1–10
viii
8 Curación de la falta de alegría
97
Lucas 17:11–19
9 Curación del miedo
109
Mateo 26:51–54; Marcos 14:46–52;
Lucas 22:49–51; Juan 18:10–11
10 Curación de la apatía espiritual
122
Juan 5:1–14
11 Curación de la ceguera ante la culpa
131
Juan 9:1–41
12 Resurrección de la muerte espiritual
145
Juan 11:1–44
Apéndice: Meditación
165
Acerca de la imagen de portada
176
ix
INTRODUCCIÓN
Todos los milagros que el Señor realizó cuando estaba en el
mundo simbolizan el estado futuro de la iglesia. Por ejemplo,
se abrieron los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos,
se soltó la lengua de los mudos, los cojos caminaron y los
leprosos y lisiados fueron sanados. Esto significaba que el
tipo de personas simbolizadas por lisiados, ciegos, sordos,
mudos, cojos y leprosos recibirían el Evangelio y serían
sanados espiritualmente, a través de la venida del Señor al
mundo. -Emanuel Swedenborg, Secretos del Cielo § 7 337
Empecé a escribir este libro después de haber analizado detenidamente algunas de las
curaciones de Jesús. Descubrí que cuanto más profundizaba en esos relatos, más
significativos y terapéuticos se volvían a nivel personal. Descubrí que Jesús podía
curarme de mis problemas espirituales hoy en día del mismo modo que curó los
problemas físicos de hombres y mujeres hace dos mil años. Sentí varias veces que a
través del texto y de miles de años, el Señor llegaba a mí tocando mi corazón y
sanándome. Vi que Jesús me conoce, que nos conoce a todos nosotros, y que lo hace de
una forma íntima. Conoce nuestros miedos, malestares, luchas e impedimentos, y nos
responde con la mayor compasión. Sentí fuertemente que la curación que estaba
recibiendo también sería aplicable y útil a otras personas. Tenía que compartir lo que
me habían dado.
Como el título indica, Doce milagros para el crecimiento espiritual explora el
mensaje espiritual y psicológico curativo contenido en doce de los milagros de curación
de Jesús. Creo que este libro es de gran relevancia para cualquier cristiano que busque
una relación más profunda y más significativa con Jesús. También será de interés para
el buscador espiritual que busque soluciones espirituales a los problemas psicológicos.
ix
Muchos de mis seres queridos no son cristianos, y a medida que se acercaba la
publicación del libro sentí cierta inquietud por miedo a alejarlos de mí debido a la
fuerza de la fe que yo profeso. Así que, tanto para ellos como para aquellos lectores
para quienes la fe en Jesús como manifestación del Amor Divino resulta una idea
extraña e incluso desagradable, deseo manifestar lo siguiente: Creo en Jesús porque he
descubierto que esta creencia aumenta mi deseo y mi capacidad de amar a los demás. A
menudo se acusa a la fe de causar divisiones. Yo creo, no para separarme de los no
creyentes, sino para estar unido a todos, independientemente de su fe, como mis
hermanos y hermanas. Si existe algo en mi fe que dificulte mi capacidad de sentir
empatía, relacionarme o servir a los demás, entonces lo rechazo como un aspecto
erróneo de la misma.
También me siento algo insensato por creer en las historias anticientíficas a través de
las cuales se narra la vida de Jesús —el nacimiento virginal, los milagros curativos, la
resurrección, e incluso la idea de que un hombre es Dios. Sin embargo, si la creencia en
tales historias me puede convertir en mejor persona —un marido más cariñoso, un padre
más dulce, un mejor amigo en quien poder confiar—en ese caso estoy dispuesto a
subordinar la lógica y el deseo de respetabilidad a los objetivos del amor. Al fin y al
cabo, resulta estimulante y liberador que mi vida y, de hecho, la realidad, se vea
definida no por el intelecto sino por el amor. Y por último, en mi opinión, lógico es
aquello que aumenta el amor. Si algo tiene un efecto bueno y verdadero en mi vida,
incluso aunque parezca imaginativo, entonces ese algo debe ser verdadero y bueno.
Sólo he encontrado una única cosa tan verdadera y buena como Jesús, y es el amor
mismo; y para mí no existe diferencia entre ambos. Jesús me explica cómo amar y me
inspira a amar más allá de los límites que de otro modo habría esperado. Y, finalmente,
Jesús me proporciona una base. Me asombra la gente que ama bien y de forma simple a
los demás sin tener fe. Yo no me creo capaz. Si no pudiera mirar a Jesús como fuente de
amor, me atribuiría todo el mérito y cualquier amor que expresara se vería adulterado
con un engrandecimiento de mí mismo.
¿Quién es Jesús y qué significa la fe en Jesús? Como este libro se basa en historias
acerca de Jesús, es importante responder a estas preguntas. ¿Qué hay detrás de las
palabras “Creo en Jesús”? Para creer en algo o en alguien debemos conocer su mensaje
fundamental y su calidad. Jesús expresa verbalmente dos veces su mensaje: “Este es mi
mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. No hay amor más
grande que dar la vida por los amigos” (Juan 15:12–13). En los versos siguientes
también manifiesta que quienes realmente crean, vivirán según sus mandatos de amor.
Por lo tanto, en mi opinión, creer en Jesús es dedicar la propia vida al esfuerzo de amar
x
y servir a los demás. Jesús no sólo predicó este mensaje; lo vivió en todo lo que hizo.
El cielo, decía, está en el interior. Es un estado espiritual de la mente. El amor es la
única fuente de paz duradera y de verdadera dicha. A lo largo de este libro emplearé la
palabra “amor” con frecuencia, y como tiene varias implicaciones divergentes, me
parece acertado definir el significado que pretendo comunicar. El amor es la naturaleza
esencial de Dios, que experimentamos de varias formas. Cuando nos sentimos
inspirados por un deseo sincero de bendecir a los demás, de hacerles felices y mejorar
su bienestar, y cuando nos sentimos verdaderamente agradecidos por su existencia, esa
es una manifestación de Amor Divino. Yo lo compararía con el Espíritu Santo; es el
trabajo y la actividad de Dios en nuestro interior. Así pues, cuando digo que el amor es
el estado celestial de la mente, es eso a lo que me refiero.
Las actividades que surgen de ese estado de la mente—las cosas que hacemos desde
un deseo sincero de mejorar la vida en la Tierra y bendecir a los demás—son la segunda
manifestación del Amor Divino. Sólo el Amor Divino puede animarnos a realizar una
actividad tan altruista.
Una tercera manifestación del Amor Divino es Jesús—su vida, sus palabras y sus
acciones. El amor de Dios por la raza humana se encarnó como Salvador. Jesús es Dios
y Dios es amor —todo lo que Jesús dijo e hizo es la revelación del Amor Divino. Por
este motivo, a veces me refiero a Dios como Amor Divino o simplemente Amor. Lo
hago cuando quiero enfatizar la presencia más próxima de Dios en forma de amor en las
vidas humanas, en contraposición al conocimiento y el pensamiento intelectual sobre él,
que por naturaleza nos distancia de su presencia cercana.
El amor es lo que nos hace verdaderamente humanos. En su ausencia somos
simplemente animales, máquinas biológicas. Pero el amor nos transforma en seres
espirituales, trascendiendo nuestros instintos animales egoístas. El amor es más humano
que nosotros. Por lo tanto, el Amor Divino, o Dios, es lo que es realmente humano y,
por lo tanto, es el origen de nuestra humanidad. Como creador nuestro, el Amor Divino
no es sólo humano, sino también divino. Si no existiera tal cosa como el amor, no
podría existir la dicha. Sin dicha no hay conciencia. Sin conciencia no hay realidad. Por
consiguiente, el Amor Divino—que se manifestó en Jesús—es la fuente de toda dicha,
conciencia y realidad. Como el Amor Divino es la fuente de la conciencia,
consiguientemente también es la fuente de toda inteligencia. Por lo tanto, el Amor
Divino es la inteligencia misma. El amor es Dios, vivo e inteligente, completamente
humano y completamente divino a la vez.
El amor es el cielo. La Fe en Jesús nos lleva al cielo porque él nos inspira amor
desinteresado, algo que el ego lógicamente no puede conseguir por sí mismo. Al ego le
resulta imposible trascenderse a sí mismo. Hay quienes repiten la idea de que Jesús
xi
murió por nuestros pecados. Yo creo que murió por nuestros pecados en el sentido en
que nos ama incluso cuando nuestro egoísmo intenta impedir al amor que resida en
nuestro interior. En otras palabras, nuestros pecados intentan destruir el amor de Dios,
pero el Amor Divino está dispuesto a seguir amándonos igualmente. Y precisamente esa
misericordia firme e infinita es nuestra salvación. La fe nos salva porque es el puente
necesario que nos permite aspirar a una vida acorde a la voluntad del Amor Divino.
Al existir tal Amor Divino, inteligente y humano, sólo tiene sentido que un ser de ese
tipo desee contactar con nosotros. Irónicamente, durante el lento y vacilante desarrollo
de mi fe, antes no me interesaban los milagros de Jesús. No quería basar mi fe en una
creencia en milagros. Al principio, más bien, acepté a Jesús como mi Dios personal
debido al valor que encontré en su mensaje. Nadie nos ha ofrecido un mensaje tan
claramente verdadero y bueno —amaos los unos a los otros. Él pronunció el mensaje
que yo quería escuchar. Coincido con lo que aquellos guardas dijeron de él en una
ocasión: “Jamás hombre alguno habló así” (Juan 7:46). Como podía creer en su
mensaje, decidí creer en él. Y luego, cuando dijo “Antes que Abraham fuese, yo soy”,
comprendí que quien dio ese profundo mensaje estaba diciendo que también era Dios.
Eso fue hace muchos años. Desde entonces, mi fe ha crecido y se ha desarrollado de
forma lenta pero segura. Lo que al principio fue una simple decisión intelectual de creer
en el hombre que hablaba del amor se convirtió en una creciente confianza del corazón.
Mi capacidad para sentir el amor y la presencia de Dios en la vida a mi alrededor ha
crecido constantemente a lo largo de los años. Cuando se siente a Dios por todas partes,
es mucho más fácil liberarse del miedo y del egoísmo que éste genera. Conectando con
mi Salvador, me convierto en mejor persona. Él me cura y me levanta. Como trascender
el ego por medio del ego es imposible, el milagro del amor de Jesús es poder trascender
poco a poco los instintos egoístas normales y naturales. Aunque al principio los relatos
de los milagros de Jesús me parecían menos significativos, cuando en mi propia vida
empezaron a ocurrir milagros paralelos me quedé pasmado y mi fe se vio amplificada.
El propio Jesús dice, “Creed en las obras, para que sepáis y creáis que el Padre está en
mí y yo en el Padre” (Juan 10:38). Yo veo y aprecio las obras que él lleva a cabo en mi
vida.
A parte del estudio intensivo del Antiguo y el Nuevo Testamento, hubo otros factores
importantes que influyeron en las ideas de este libro. La comprensión de la Palabra de
Dios como parábola o analogía de nuestro desarrollo espiritual personal en nuestro
camino con el Señor es un concepto minuciosamente desarrollado por Emanuel
Swedenborg, un místico y teólogo del siglo dieciocho, cuyas obras he leído
exhaustivamente. Asimismo analiza temas como la singular personalidad de Dios, cuya
manifestación es Jesús, y la inseparable naturaleza de la fe y el amor, que son ideas
xii
teológicas incluidas también en este libro.
Personalmente he experimentado en diversos contextos la importancia del trabajo en
grupo con fines espirituales y psicológicos. Durante muchos años he tenido el privilegio
de adquirir sabiduría y bendiciones de toda clase de personas a través de grupos de
estudio de la Biblia Cristiana, grupos de oración, grupos de recuperación, grupos de
crecimiento espiritual y campamentos de psicología y espiritualidad. Sin duda, estas
experiencias positivas que a veces te cambian la vida influyeron profundamente en el
formato de las prácticas propuestas en este libro. Aunque lo escribí antes de formarme
como asesor en salud mental, desde entonces he añadido algunas ideas provenientes de
esa experiencia.
Este libro se montó por partes, capítulo a capítulo, a medida que yo iba viendo los
mensajes contenidos en cada milagro curativo. Escogía aleatoriamente las curaciones
sobre las que meditar y escribir, sin pensar en ningún orden concreto. Tras leer cada
relato, pasaba un tiempo rezando y meditando. También utilicé diccionarios de la Biblia
y otros libros de referencia para aprender acerca de las costumbres, los detalles
históricos y el empleo de varios objetos mencionados. Consulté la Concordancia Strong
para aprender el significado de nombres y palabras. Unas veces, el mensaje espiritual de
la curación llegaba rápidamente, y otras de forma lenta.
Decidí escribir acerca de los milagros que incluían una mayor cantidad de
información. A veces los Evangelios nos dicen que “todos los que le tocaban se
curaban”. Esto son buenas noticias, pero carece de detalle y, por lo tanto, no se presta a
una exploración profunda. Sin embargo, otros relatos de las curaciones de Jesús aportan
una gran riqueza de detalles y dibujan un escenario en el que podemos entrar con
nuestra imaginación. Estas historias son como portales a través de los que podemos
encontrarnos con el Dios viviente. Cuando terminé con los relatos sobre los que me
sentí llamado a escribir, resultó que tenía doce curaciones.
Después de completar el borrador de cada milagro me preguntaba sobre cuál sería el
mejor orden para los capítulos. Al principio pensé en separarlos por categorías, pero vi
que no se prestaban a ese tipo de divisiones. Me sorprendí al descubrir que
ordenándolos en la misma secuencia en la que ocurren en los textos del Nuevo
Testamento, formaban una progresión continua de significado y curación —cada
historia se construía a partir de la anterior. La progresión culmina en la resurrección de
Lázaro (Juan 11), que en un nivel espiritual personal también se inspiró en todos los
mensajes de los relatos de curación anteriores y los enlazó. A veces me había
preguntado cómo un milagro tan importante como la resurrección de Lázaro no se había
registrado en los cuatro Evangelios. Quizás la respuesta es que los cuatro Evangelios
tomados juntos detallan la historia de nuestra evolución espiritual de una forma
xiii
continua. Ese milagro especial en nuestras vidas, representado por la resurrección de
Lázaro, sólo llega cuando hemos viajado a través de muchas otras etapas de nuestro
viaje.
Cada curación trata de un problema que afrontamos en nuestro camino al lado de
Jesús. Las curaciones tratan los problemas en el orden en que los encontramos. No tiene
sentido que perfeccionemos nuestra fe si no tenemos fe de antemano. Ordenar los
capítulos siguiendo la secuencia en que ocurren en la Biblia tenía más sentido y ofrecía
una continuidad más progresiva de uno al siguiente que cualquier orden que yo fuera
capaz de concebir.
Por supuesto, muchas de estas historias pueden encontrarse en más de un Evangelio.
Para elegir cuál utilizar, primero leía las versiones de todos ellos y luego elegía la que
me parecía más rica en detalles. En un caso, en la historia de la oreja de Malco, incluí el
relato de los cuatro Evangelios, porque cada uno añade una pieza importante de la
historia.
Este es el orden en el que suceden tanto en el Nuevo Testamento como en este libro:
1. La fe de la mujer cananea / Mateo 15:21–28 / Curación del sentimiento de no ser
digno
2. Paralítico / Marcos 2:1–12 / Curación de la falta de perdón
3. La legión / Marcos 5:1–20 / Liberación de la adicción
4. El flujo de sangre / Marcos 5:21–43 / Liberación de la lucha interna
5. La hija de Jairo / Marcos 5:35–43 / Recuperación de la inocencia
6. El hijo epiléptico / Marcos 9:14–29 / Curación de la duda
7. El siervo del centurión / Lucas 7:1–10 / Curación de la arrogancia en la fe
8. Los diez leprosos / Lucas 17:11–19 / Curación de la falta de alegría
9. La oreja de Malco / Mateo 26:51–54; Marcos 14:46–52; Lucas 22:49–51; Juan
18:10–11 / Curación del miedo
10. El paralítico de Betesda / Juan 5:1–14 / Curación de la apatía espiritual
11. El hombre ciego / Juan 9:1–41 / Curación de la ceguera ante la culpa
12. Lázaro / Juan 11:1–44 / Resurrección de la muerte espiritual a la vida espiritual
Al final de cada capítulo se sugieren ejercicios. Al menos uno de ellos se trata de
una meditación. La meditación no es tan rara o intimidante como mucha gente se
imagina. Unida a la lectura de la Palabra, he descubierto que es quizás el elemento que
más me ha permitido progresar en la profundidad y el conocimiento de mi relación con
el Señor y, por tanto, también en mi relación con los demás. Meditar significa
simplemente relajar primero el cuerpo y la mente y luego concentrarse en una
determinada actividad mental. En este caso, la actividad mental consiste en vivir los
xiv
milagros imaginándolos con el mayor detalle posible. En el apéndice al final del libro se
explican algunas formas de entrar en un estado mental meditativo desde el que empezar
las meditaciones específicas sugeridas al final de cada capítulo.
A parte de las meditaciones, aparecen una lista de “hojas”, “frutos” y preguntas para
discutir en grupo. El libro de las Revelaciones habla del Árbol de la Vida cuyas hojas
curan a las naciones y cuyos frutos pueden captar la luz de las ideas de Dios. Y del
mismo modo que un árbol utiliza la energía de la luz para creer, nosotros podemos usar
las ideas verdaderas de Dios para crecer sanos y fuertes. Al final de cada capítulo, bajo
el título “hojas”, aparecen una lista de ideas espirituales contenidas en la curación de
dicho capítulo, que nos curarán y nos ayudarán a crecer.
Bajo el título “frutos” hay una alista de acciones que se nos anima a emprender,
basadas en las lecciones de esa curación en concreto. Cuando Jesús caminaba en la
Tierra dijo, “Mi alimento es hacer la voluntad de Dios”. Así pues, nosotros también nos
alimentamos espiritualmente cuando guiamos nuestras acciones hacia la voluntad divina
o, lo que es lo mismo, hacia el amor. Igual que el cuerpo ansía el alimento y se satisface
con la comida, nuestro espíritu sólo se sacia cuando emprendemos acciones bondadosas
y curativas. En lo más profundo de nuestro espíritu, todos anhelamos sentirnos unidos a
los demás y saber que nuestras vidas tienen un sentido. No hay nada que pueda
satisfacer esa necesidad fuera de las actividades basadas en el amor. Hacer la voluntad
de Dios es verdaderamente el fruto, el alimento que nutre nuestro espíritu.
Uno de los principios subyacentes de este libro es que nuestras heridas espirituales
son en realidad bendiciones disfrazadas. El Señor del Amor utiliza nuestras debilidades
como terreno para revelarse a sí mismo. Para cada una de ellas, él posee fuerza. Para
cada una de nuestras enfermedades espirituales, él posee la curación. Para un corazón
endurecido, él posee misericordia.
Nuestras cargas nos obligan a buscar al Señor del Amor de un modo tangible y
potente y a recurrir a él para curarnos. Nuestras debilidades nos conducen a la humildad
y nos hacen buscar a Jesús más profundamente en su Palabra. Esta necesidad de ayuda
nos motiva a llamar a su puerta, a buscar y a pedir. Yo he descubierto que, tal y como
prometió, él nos abre, nos muestra y nos da.
Nuestra flaqueza nos mueve a establecer relaciones significativas con otras personas.
Encarar nuestras debilidades y enfermedades espirituales hace que disminuyan nuestra
arrogancia y nuestro espíritu de crítica, los cuales impiden que conectemos entre
nosotros de forma positiva. Las debilidades personales nos enseñan a amar y a
relacionarnos con la gente. A medida que somos capaces de ver nuestras heridas y
deficiencias espirituales, aumenta nuestra capacidad para ver las debilidades de los
demás sin ojo crítico y sin un sentimiento de superioridad. Incluso podemos llegar a
xv
echarles una mano. Todos somos simplemente hijos de Dios y todos necesitamos a
nuestro Padre celestial. Somos ovejas del rebaño, y tanto si nos hemos descarriado
como si no, todos necesitamos por igual la guía de nuestro verdadero Pastor.
UTILIZACIÓN DE ESTE LIBRO PARA LA PRÁCTICA EN GRUPO
Estudiar estos doce milagros curativos me ha convencido de que el Amor Divino
desea que participemos y disfrutemos del compañerismo entre unos y otros. En los
Evangelios, el Señor del Amor nos dice que él está en el menor de sus hermanos y
hermanas, lo que significa en todos nosotros. Está donde nos reunimos dos o tres en su
nombre. Si cada uno tenemos una relación singular con Dios, entre muchos
obtendremos claramente una imagen más completa del rostro y las manos del Amor
Divino. Pero la unión de muchos no es sólo un tema de adición, del mismo modo que
tampoco lo es la unión de las células y los órganos del cuerpo. En una comunidad se
crea algo maravilloso y más vivo que nuestra individualidad. He visto que algunas de
estas curaciones requieren que la comunicación con los demás sea efectiva. Con este
objetivo, el libro se ha diseñado para ser utilizado como guía semanal para grupos de
desarrollo espiritual (aunque también puede usarse a nivel individual).
Algo en nuestro interior se resiste a compartir nuestros pensamientos y sentimientos
más profundos con los demás. No queremos hacernos vulnerables. No queremos admitir
nuestras debilidades e imperfecciones ante otros. Es posible que nos resistamos a la idea
de comunidad por un sentimiento de orgullo, pero, como veremos más adelante, ese
orgullo es precisamente una debilidad espiritual. En mi opinión, si nos tomamos en
serio nuestro progreso espiritual, necesitaremos de ella para vencerlo y permitirnos
experimentar la curación del Señor en compañía de otras personas. Otra cosa que puede
inhibirnos es el miedo —miedo a que los demás nos juzguen y nos rechacen. Tememos
que si nos quitamos la máscara, seremos socialmente inaceptables. Sin embargo, según
mi experiencia, la mayoría de veces ocurre justamente lo contrario. Cuando somos
honestos con los demás acerca cómo somos en realidad, incluyendo nuestras
debilidades, ellos lo aprecian. Sienten que les hemos honrado con nuestra confianza y
honestidad y suelen responder con amabilidad. Se genera un compañerismo muy
estrecho. Y eso es especialmente cierto cuando un grupo de personas se ha reunido con
el objetivo específico de apoyarse unos a otros en el desarrollo espiritual, como sería el
xvi
caso de quienes se reúnan para trabajar con este libro.
No todos los lectores podrán acceder a un grupo por motivos de enfermedad o a la
distancia que les separa de otras personas interesadas. En este caso quizás deseen crear
grupos online con amigos o pueden contactar con alguna organización orientada a la
espiritualidad, como una iglesia o, si es pertinente, un grupo de doce pasos que les
ayude a unirse a un grupo o a crear uno. Si no, quizás se desee trabajar con algún amigo
por teléfono o por Internet. Habrá quienes prefieran leer y trabajar solos y en oración
con Dios. Aunque en estos casos resulte imposible realizar las actividades en grupo,
creo que de todos modos uno puede beneficiarse del libro trabajando solo.
Jesús nos dice que nos lavemos los pies unos a otros (Juan 13:14). En la historia que
rodea a este mandato, le dice a Pedro que quien está lavado no necesita lavarse de nuevo
sino sólo lavarse los pies. Lavar los pies es una clara referencia a ser bautizado. En mi
opinión, por lo tanto, lavarnos los pies es una orden simbólica para que nos ayudemos
los unos a otros a mantenernos espiritualmente sanos y limpios. Es comprensible que
Pedro se sintiera avergonzado de mostrar sus pies sucios al Señor. A nosotros también
nos avergüenza hablar de nuestras debilidades con otras personas. Sin embargo, el
Señor insistió en lavar los pies de Pedro y en que nosotros lo hiciéramos los unos a los
otros. Cuando alguien está ante nosotros, dispuesto a aceptarnos a pesar de la suciedad
de nuestros pies espirituales, es como si Dios estuviera delante nuestro, pues en esa
persona hay amor incondicional. Que aceptemos su regalo de amor es una bendición
tanto para nosotros como para ella.
Los grupos pueden considerarse el cumplimiento del mandato de lavarnos los pies
unos a otros. Compartimos el polvo emocional y moral que se ha acumulado en los pies
de nuestro espíritu durante el progreso semanal de nuestro caminar espiritual. A su vez,
aceptamos amablemente esa honestidad de los demás. No nos damos la vuelta diciendo,
“¡Ajjj, te huelen los pies!” sino que utilizamos agua y una toalla. Les escuchamos con
una compasión libre de toda crítica. Compartimos nuestra experiencia de fuerza y
esperanza.
Al igual que Pedro, sin embargo, nosotros tampoco necesitamos un baño completo.
No es necesario que expongamos ante el grupo todos nuestros pecados del pasado,
como exigía Juan antes del bautismo. En lugar de ello, compartimos los problemas y los
temas que aparecen en nuestro camino espiritual actual. Si la carga de los pecados del
pasado nos resulta demasiado pesada, existe un modo de liberarnos de ella. El capítulo 2
de este libro trata de cómo podemos conseguirlo.
Mientras recorramos el viaje espiritual del amor, se nos acumulará más polvo en los
pies. De hecho, cuanto más nos motiva el amor, más posibilidades tenemos de
encontrarnos en situaciones desafiantes en las que esperamos poder ayudar de algún
xvii
modo. Si no nos sentimos motivados, no nos arriesgamos a adentrarnos en las áreas
turbias y cenagosas de la vida. Recordarlo nos puede ayudar a abstenernos de juzgarnos
unos a otros mientras estamos escuchando y compartiendo en el grupo.
Cuando un miembro ha terminado de hablar, le animo a que pida a los demás que le
den sus respuestas. Pueden hacerlo expresando sus sentimientos, pensamientos,
experiencias e incluso consejos acerca de lo que se ha compartido. Se requiere cierta
dosis de humildad para recibir consejo de otras personas, pero la humildad es buena. La
capacidad de aprender unos de otros es un paso excelente en el progreso espiritual. En
la cultura americana se evitan un poco los consejos, pero éstos constituyen una parte
vital y valiosa de muchas culturas en otros lugares del mundo. Nos descalzamos
espiritualmente, no sólo para airear los pies sino para lavarlos con el agua —las ideas—
de los demás. Si vamos a disminuir nuestro orgullo lo suficiente como para compartir
nuestras debilidades y defectos con otras personas, también podríamos estar dispuestos
a ser lo suficiente humildes para escuchar lo que ellas tienen que decir.
Nunca insistiré lo suficiente en la importancia de escuchar con atención, empatía y
sin emitir juicios, y que cuando respondamos a otros con alguna experiencia similar o
les demos un consejo, no lo hagamos con una actitud de “yo sé lo que te conviene” sino
“se me ocurre algo que espero que pueda servirte”. Cuando Jesús lavó los pies a sus
discípulos, se humilló ante ellos. De igual forma deberíamos mantenernos humildes
cuando escuchamos.
Antes de continuar, una última reflexión acerca de lavar los pies: calzando sandalias
es más fácil que los pies se ensucien de polvo y barro, pero cuesta más que se infecten
con hongos o que huelan como ocurre calzando deportivas. La conclusión es que si
somos honestos y sinceros acerca de nuestros desafíos semanal o diariamente, nuestros
problemas tienen menos tiempo de infectarse y extenderse. Es más saludable hablar
sobre nuestros problemas y flaquezas que intentar mantenerlos encerrados en un zapato,
pues llegará el momento en el que nos lo tendremos que quitar. Por lo tanto, recomiendo
que cada miembro del grupo elija a un compañero con el que contactar una vez al día
para compartir y hablar del progreso y las dificultades de las veinticuatro horas
anteriores.
A continuación sugiero un modelo de trabajo en grupo:
1. Relación social (quizás con un aperitivo, té o café).
2. Oración de apertura: todos cogidos de las manos en círculo, tras un minuto de
silencio cada miembro ofrece una pequeña oración por turnos o bien se puede elegir a
uno de los miembros para que diga una oración de apertura.
3. Discusión del capítulo y aplicación personal durante la semana, utilizando, si se
xviii
desea, las preguntas propuestas en el libro.
4. Oración de cierre.
Puede ser que un grupo quiera elegir a un moderador o que prefiera un estilo más
natural e igualitario. Cualquier opción es válida.
Muchas de las lecciones propuestas en este libro son difíciles y requieren trabajo; a
veces un trabajo doloroso. Pero las recompensas valen la pena: paz interior, un mayor
sentimiento de amor a los demás, una sensación más tangible de la presencia de Dios en
nuestras vidas y a nuestro alrededor, esperanza, liberación de hábitos destructivos, una
mayor alegría, un aumento de la capacidad de realizar cambios positivos en nuestras
vidas y un aumento de conciencia.
Es probable que no todo el mundo conecte con este libro. No todos los que se
encontraron con Jesús hace dos mil años necesitaban un milagro. De hecho, que se sepa,
ninguno de los doce apóstoles requirió ninguna curación. Del mismo modo, no todo el
mundo que se acerca a Jesús hoy en día necesita forzosamente una gran curación
espiritual y psicológica. En cambio, para aquellos de nosotros que sí lo hacemos, este
libro puede ser importante.
Jesús es real. Por medio de las historias que describen cómo curó a personas de sus
dolencias físicas hace dos mil años, hoy puede curarnos a nosotros de nuestros males
psicológicos y espirituales. Dios está presente y es poderoso hoy igual de lo que estuvo
y fue ayer y de lo que estará y será mañana.
Espero sinceramente que este libro pueda ayudarte a ti y a otras personas a conocer
con mayor profundidad la gracia y el amor increíbles de Dios, Jesucristo. Para mi ésta
es una maravillosa oportunidad de compartir algunas de las formas en las que el Señor
Dios Jesucristo ha tocado mi vida con su amable guía y su poderosa fuerza curativa.
Este libro es la realización de tres de mis deseos: proclamar la misericordia y la dicha
del Señor, ayudar a otros a encontrar la curación y extender mi relación con el Señor
sirviendo con amor a tantas personas como sea posible.
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12 Milagros
para el
crecimiento espiritual
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CURACIÓN DEL SENTIMIENTO DE NO SER DIGNO
“… h asta l os p erros comen l as mig aj as…”
Mateo 15:21–28
Jesús se fue de allí a la región de Tiro y de Sidón. Una mujer de esa región,
que era del grupo al que los judíos llamaban cananeos, se acercó a Jesús y le dijo
a gritos: “Señor, tú que eres el Mesías, ¡ten compasión de mí y ayúdame! ¡Mi
hija tiene un demonio que la hace sufrir mucho!
Jesús no le hizo caso. Pero los discípulos se acercaron a él y le rogaron:
“Atiende a esa mujer, pues viene gritando detrás de nosotros”. Jesús respondió:
“No fui enviado sino a las ovejas perdidas del pueblo de Israel”. Pero la mujer se
acercó a Jesús, se arrodilló delante de él y le dijo: “¡Señor, ayúdame!” Jesús le
dijo: “No está bien quitarles la comida a los hijos para echársela a los perros”.
La mujer le respondió: “¡Señor, eso es cierto! Pero aun los perros comen de las
sobras que caen de la mesa de sus dueños.
Entonces Jesús le dijo: “¡Mujer, grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas.
Y en ese mismo instante su hija quedó sana.
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“Echárselo a los perros” —Estas palabras siempre me han resultado difíciles
de digerir. ¿Por qué Jesús llamó perro a esa mujer? Ese no parece en absoluto un
mensaje del Señor del Amor. Enfrentarnos a este y a otros pasajes similares puede
arrastrarnos a un remolino de dudas. Si llegamos a la conclusión de que Dios, que lo
ama todo, no podría haber dicho esas palabras, quizás nos veamos forzados a creer que
en realidad Jesús no las dijo o bien que él no es Dios. En cualquier caso, nuestra fe se ve
comprometida. Sus palabras podrían llegar a molestarnos tanto que incluso pasaríamos
por alto el hecho de que curó a la hija de la mujer accediendo a su ferviente súplica.
Es importante que lleguemos a comprender por qué Jesús habló como lo hizo.
Cuando nos encontramos con una historia difícil como ésta, tenemos la oportunidad de
incrementar nuestro contacto consciente con Dios. Si no las aclaramos, nuestras dudas
en nuestro Señor o en su Palabra probablemente disolverán nuestra fe. Pero si
alcanzamos a ver el amor y la curación en esas palabras, habremos profundizado en
nuestra confianza en el Señor del Amor y en su comprensión. Esto es indispensable para
nuestro desarrollo espiritual y también es necesario para hacer que nuestra fe sea viva y
dinámica. Así pues, ¿por qué Jesús se dirigió a esa pobre mujer de una forma
aparentemente tan despectiva?
He descubierto una herramienta muy útil para llegar a comprender pasajes difíciles
de la Palabra de Dios, que consiste en asumir que en todas las Escrituras existe un
mensaje de amor y buscarlo. Podemos basar el análisis de esta historia en la fe de que
Jesús es el Dios que lo ama todo y cuyo mensaje, como él mismo expresa, es “Amaos
los unos a los otros como yo os he amado. No hay amor más grande que dar la vida por
los amigos”. (Juan 15:12–13).
A pesar de sus palabras iniciales en este relato, las acciones de Jesús demuestran que
verdaderamente amaba a esa mujer y a su hija. Quería curarlas. Y sabiendo que su amor
y su sabiduría son infinitamente mayores que las de cualquier simple humano, podemos
confiar en que se comportó y habló exactamente en el modo que era preciso para que se
produjera esta curación.
He comprobado repetidas veces que utilizar la imaginación meditativa para
empatizar con los personajes de la Biblia resulta una herramienta muy poderosa para
descifrar los mensajes de Dios que se esconden en ella. El significado de esta historia se
me reveló meditando. Tras alcanzar un estado meditativo, empecé a imaginarme en el
lugar de la mujer cananea. Dios desea que desarrollemos empatía, de modo que no es de
extrañar que el hecho de analizar la Palabra de Dios bajo una lente de empatía dé mucho
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fruto. Imaginemos la situación de esa pobre madre.
Para empezar, el hecho de ser mujer —una mujer en una cultura completamente
dominada por los hombres. En esa cultura, a las mujeres se las consideraba poco más
que propiedades y criadas de los hombres. El principal objetivo del matrimonio no era
tener compañía, sino producir hijos. El segundo motivo más importante era aumentar la
riqueza y el estatus de la familia. A la mujer no se la veía como un ser humano por
derecho propio sino como una herramienta para conseguir esos objetivos.
Era perfectamente aceptable que un marido descontento se divorciara de su esposa
(Mateo 19:7–9). No existía ninguna idea de compromiso por parte del marido. El hecho
de que un hombre pudiera divorciarse de su mujer por cualquier motivo simplemente
con una firma pone de manifiesto la actitud cultural negativa hacia las mujeres. De
nuevo vemos que el valor de una esposa se medía por su capacidad de complacer y
servir a su marido en lugar de por su valor intrínseco como hija de Dios.
Otro hecho que revela la actitud peyorativa predominante ante las mujeres en la
sociedad judía antigua es que ni los sabios ni los maestros interactuaban con mujeres en
público. A los discípulos de Jesús les chocó encontrarlo manteniendo una conversación
con la mujer del pozo de Samaria (Juan 4:27). Por una parte, su malestar procedía de
que ella no era judía y por otra, de que era una mujer.
Por eso, la mujer cananea de la historia que estamos analizando ahora, seguramente
se consideraba como mucho una ciudadana de segunda clase, simplemente porque era
mujer. Es probable que no se valorara como hija de Dios sino como criada de los
hombres, los mismos hombres que la menospreciaban.
Y para completar su sentimiento de insignificancia y poca dignidad, encima no era
judía. Era de Caná, una nación pagana despreciada por los judíos. No estaba entre los
elegidos. Mientras se acercaba a este hombre judío, Jesús, se sentía intimidada porque
era del sexo equivocado, la cultura equivocada, la nación equivocada y la religión
equivocada.
Y por si fuera poco, apenas cabe duda de que se consideraba a sí misma imperfecta y
pecadora. En las culturas antiguas, la gente creía que los defectos y las deformidades de
los hijos eran la consecuencia de los pecados de los padres. Probablemente, la mujer se
avergonzaba de tener una hija poseída por un demonio. Tuvo que haber sufrido el
desdén condescendiente de sus vecinos o incluso que la culparan cruelmente.
A la vista de todo ello, empezamos a comprender qué debe haber sentido esa mujer
acerca de sí misma. Sin duda consideraba que tenía poco o ningún valor. Las respuestas
iniciales de los discípulos y posteriormente del propio Jesús no hicieron más que
agravar esos sentimientos de falta de dignidad. Primero, la ignoraron. Luego le dijeron
que se fuera. Oyó cómo los discípulos le decían a Jesús que la echara. Y luego llegaron
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las hirientes palabras del propio Jesús: “No fue enviado sino a las ovejas perdidas del
pueblo de Israel”.
Sorprendentemente, aún así no se rindió, sino que le adoró y le suplicó de nuevo.
Pero incluso este acto de devoción sólo sirvió para obtener el ataque final a su sentido
de valía cuando Jesús le respondió con estas mordaces palabras: “No está bien quitarles
el pan a los hijos para dárselo a los perros”.
Imagínate cómo te sentirías si, al acercarte a tu pastor pidiéndole ayuda su respuesta
fuera que no tiene tiempo o que no quiere ayudar a los “perros”. ¿Cómo reaccionarías?
La mayoría de nosotros no lidiaríamos muy bien con unas palabras como esas. Si en ese
momento la mujer se hubiera enfurecido y hubiera abandonado a Jesús con actitud
moralmente desafiante, lo comprenderíamos perfectamente. Encontraríamos justificado
que le cantara las cuarenta a Jesús y le regañara por ser tan grosero. ¿Nosotros
hubiéramos actuado de otro modo?
Pero esta mujer, sorprendentemente, no lo hizo. La pregunta vital que debemos
hacernos es de dónde sacó las fuerzas. ¿Cómo fue capaz de ignorar las respuestas
hirientes, primero de los discípulos y luego de Jesús? ¿De dónde sacó la dignidad y la
fuerza para seguir insistiendo con tanta calma por lo que quería?
La respuesta es el ferviente amor que sentía por su hija. La esperanza y el deseo de
que fuera liberada de su intenso tormento interior eran tan fuertes que todo lo demás no
le importó. Los posibles obstáculos del miedo, el sentimiento de inferioridad, la
indignación y la ira, no la distrajeron de su única preocupación. Es conmovedor cómo
esta maravillosa mujer no deja que nada se anteponga al amor que siente por su hija, ni
siquiera su orgullo.
Y desde ese amor respondió: “Sí, Señor, pero incluso los perros comen las migajas
que caen de la mesa de su amo”. Es inevitable sentir compasión por esa mujer.
Finalmente Jesús le responde de otra manera: “¡Mujer, qué grande es tu fe! Que se
cumpla lo que quieres”. Y su hija se curó al instante.
¿Y cómo se sintió entonces la mujer? Seguramente se sintió extraordinariamente
eufórica. Debió haber llorado muchísimo mientras acunaba a su hija ahora sana en sus
brazos. Debió haber sentido una gratitud tan profunda que no puede expresarse con
palabras. Y el mensaje de Jesús tuvo que repetirse una y otra vez en su mente: “¡Mujer,
qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que quieres”.
Pero Jesús no curó solamente a su hija; también la curó a ella. En sus últimas
palabras borró toda una vida de sentimientos de desmerecimiento. Él le mostró que era
fuerte, que era importante. Le mostró que fueron su deseo y su fe los que habían hecho
posible la curación. Y lo hizo de un modo que no le permitiría volver a caer en el mismo
cenagal de vergüenza y de falta de dignidad. A partir de ese momento, cada vez que
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viera a su hija, sería testigo de la evidencia palpable de que era un ser humano digno.
Recordaría que fueron su fe y su persistencia las que favorecieron su curación. Ella era
la prueba del mensaje alentador y fortalecedor que le dio Jesús.
Ahora podemos ver por qué Jesús trató a esa mujer de con ese aparente desdén. Él
conoce los corazones y las mentes de todos nosotros. Conocía a Nataniel antes de
encontrarse con él. Desde el principio sabía lo que haría Judas. Sabía que Pedro le
negaría antes de que éste ni siquiera pudiera concebir algo así. Conocía la vida entera de
la mujer del pozo de Samaria. Y seguramente lo sabía todo acerca de esta madre cuya
hija estaba poseída por un demonio. Sabía que se sentía insignificante e indigna, como
un cachorro. También sabía que el amor que sentía por su hija era tan fuerte que no
aceptaría un no por respuesta.
Ahora, sabiendo todo esto ¿qué hubiera ocurrido si Jesús simplemente le hubiera
dicho: “Oh, querida mujer, no te preocupes. Tu hija se ha curado. También quiero que
sepas que eres un ser humano muy importante y valioso”. Nos hemos puesto en el lugar
de la mujer. Por descontado nos sentimos agradecidos por la curación, inmensamente
agradecidos. Pero dudo que sintamos esa fuerza abrumadora que sólo llega cuando
hemos persistido tenazmente contra todo obstáculo y hemos conseguido la curación de
nuestra hija. Una victoria fácil sencillamente no es tan impactante como una que se ha
extraído de las fauces de la derrota. Jesús quería que ella conociera este segundo tipo de
dicha; la dicha proveniente de superar todos los obstáculos.
Y ¿cómo nos sentiríamos nosotros al oír las palabras de Jesús: “Quiero que sepas que
eres un ser humano muy importante y valioso”? Probablemente despertaría nuestra
curiosidad el hecho de que Jesús nos ofreciera esa forma de apoyo emocional. Nos
preguntaríamos cómo sabía que nos teníamos en tan baja estima. Pero como nos hemos
sentido así desde que nacimos, quizás ni siquiera nos demos cuenta de lo poco que nos
valoramos. En todo caso, nos sentiríamos reconfortados por unos días pero luego ese
sentimiento se desvanecería. Volveríamos a las actitudes de menosprecio que teníamos
antes. Las palabras no conllevan el mismo impacto que ofrece la experiencia.
Lo que hizo Jesús fue demostrar a la mujer su propia dignidad y su propia fortaleza.
La obligó a ejercer su fuerza mucho más allá de lo que ella se creía capaz o de su
posición. La hizo luchar y presionarle incluso a él, Dios. Y al final le mostró que su fe y
su amor era tan fuertes que, al igual que Jacob, podía combatir tanto con el hombre
como con Dios y vencer.
Por esta razón no hizo falta que le dijera que era valiosa o fuerte; se lo había
demostrado. Ella lo supo en su corazón y no había lugar a dudas. Ella no era la
beneficiaria débil y miserable de las migajas de la misericordia del Sanador. Por el
contrario, era la madre fuerte que con su potente amor y con la tenacidad de su fe
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arrancó de Jesús una bendición. Fueron su fuerza, su fe, su persistencia y en última
instancia su amor los que llevaron a la curación de su hija. Y el único modo en el que
Jesús podía haber conseguido esta curación tanto para la hija como para la madre fue de
la forma milagrosa y paradójica en que lo hizo. Lo que a la vista pareció un acto de
crueldad resultó ser un acto de profundo amor que hizo que la mujer se afirmara a sí
misma.
Al mismo tiempo, Jesús también inició la curación de la sociedad reconociendo
públicamente el valor de una mujer y de una pagana. Plantó las semillas del cambio
cuyo fruto aún sigue creciendo ahora en todo el mundo. La curación de Jesús es para
todos: la hija, la madre, la sociedad y nosotros mismos hoy en día. Esta historia está
escrita precisamente para exorcizar nuestras mentes hoy del mismo demonio que poseyó
entonces a esa pequeña. Las curaciones de Jesús trascienden el tiempo.
Mediante esta historia, nosotros también podemos acceder a la curación de Jesús. Él
quiere echar de nuestras vidas al demonio del sentimiento de ser indignos y no
merecedores del amor de Dios. Podríamos llamarlo el demonio “perro”. Si sentimos
aversión hacia nosotros mismos, si nos consideramos indignos, si estamos deprimidos o
cualquier cosa por el estilo, podemos saber que este demonio nos ha poseído.
Los mensajes que surgen del sentimiento de aversión hacia uno mismo son muy
convincentes. Nuestros pensamientos nos dicen que no valemos nada y estamos
completamente de acuerdo con esa afirmación deprimente. El odio hacia nosotros
mismos nos captura haciéndonos sus víctimas de tal modo que no podemos ver otra
realidad más allá de ese odio. Por lo tanto es imposible que podamos escapar de él sin
ninguna intervención externa. Necesitamos la ayuda de Dios.
Cuando sentimos que no somos más que un pequeño perro callejero no podemos
llegar a Dios. A veces me pregunto cuántas de las personas que se distancian de Dios lo
hacen porque en su subconsciente se sienten indignas de su presencia, es decir, indignas
de su amor. Pero Dios es para todo el mundo, todos nosotros, tanto santos como
pecadores. No nos creemos dignos de su tiempo ni de su atención y por eso no nos
acercamos a él, y consiguientemente no podemos curarnos. Como no nos acercamos a
Dios somos incapaces de entrar en contacto con su verdad, que es que nos ama
totalmente y desea que nos sintamos amados y dignos de estar vivos. De modo que
cuando sufrimos de un sentimiento de desmerecimiento, estamos atrapados en un ciclo
que parece irremediable.
Jesús quiere que expulsemos de nosotros esta idea falsa y lo hace a través de esta
historia. Primero, del mismo modo que obligó a la mujer a luchar con fuerza por su
curación, nos obliga a nosotros a luchar con fuerza por la nuestra. No es fácil dar con el
mensaje de esta historia. Sólo para comprenderlo ya hemos tenido que excavar hondo y
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presionar con fuerza. Después de leer las duras palabras de Jesús a la mujer habría sido
fácil, y aparentemente justificable, que abandonáramos nuestra fe, decepcionados y
molestos. Pero del mismo modo que la persistencia de la mujer la condujo a una gran
recompensa, nuestra persistencia en buscar el amor de Jesús dentro de esta historia nos
conduce también a una gran recompensa en nuestras vidas.
Penetrando con perseverancia a través de la superficie hasta el mensaje interior de
esta historia, hemos visto la asombrosa profundidad del amor de Jesús. Su amor es más
sabio y más intenso de lo que nunca llegaremos a saber. Alcanza a todo el mundo, sin
importar lo indignos que nos sintamos. Simplemente sabiendo esto ya tenemos media
batalla ganada. Pero el mero hecho de ver el amor de Dios en la historia no es
suficiente. Hay más. Tras haber persistido ante las dificultades para comprenderla,
tenemos que volver a persistir ante las dificultades de nuestro propio espíritu.
Si estamos poseídos por sentimientos de desmerecimiento, haremos bien en seguir el
ejemplo de esta mujer. Debemos ser persistentes en nuestro esfuerzo por llegar a Jesús.
Como la mujer cananea, nuestro deseo de curación debe ser tan ferviente que estemos
dispuestos a luchar con Dios. El Señor nos dice en una parábola que a veces nos
parecerá un juez insensible e injusto, pero que si somos persistentes, incluso un juez
como ese cederá a nuestro deseo de justicia (Lucas 18:1–8).
También deberíamos tener presente cómo era la persistencia de esa mujer. No se
mostró irrespetuosa ni beligerante. Ni siquiera después de que Jesús mostrara una
aparente falta de interés por su problema, el texto nos muestra cómo ella le veneraba.
Sólo acercándonos a Jesús con veneración y esperanza podemos accede a la curación
revelada en esta historia.
Por último, debemos recordar qué fue lo que motivó a esa mujer. Consiguió ganarse
la curación de Jesús porque el ferviente amor que sentía por su hija le dio fuerzas. Por
naturaleza, la curación y el crecimiento espiritual se basan en el amor. Si pensamos en
ello de forma racional, vemos que el sentimiento de no sentirnos dignos dificulta
nuestra capacidad de dar y recibir amor. Nos hace reservados y encerrados en nosotros
mismos. Este estado mental afecta a quienes nos rodea de forma negativa. Nuestro
sentimiento de desmerecimiento hace que mediquemos nuestras emociones con malos
hábitos y adicciones, los cuales, a su vez, hieren a quienes están cerca de nosotros.
Cuando estemos cansados de herirles, el amor nos llevará a la curación de Jesús. Si
estamos cansados de cómo nuestra desvalorización inhibe nuestra capacidad de amar y
de conectar con los demás, si nos entristece ver cómo el odio que sentimos hacia
nosotros afecta a los demás negativamente, entonces nos veremos con fuerzas para pedir
a Dios que nos cure hasta que recibamos lo que queremos. El amor nos moverá a llevar
a Dios ante un tribunal, ante su propio tribunal, y citarle sus propias palabras. Podemos
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rezar de este modo:
Amado Señor Jesús,
Tú me has hecho. Tú lo sabes todo acerca de mí y admito que me siento indigno. He
hecho todo lo que he podido pero he fallado. Yo no pedí nacer así. ¡Necesito ayuda! Tú
has prometido ayudar a quienes vengan a ti. Tú has prometido ser un Dios fiel. Estoy
llamando a tu puerta. Quiero que seas real en mi vida. ¡Te estoy pidiendo ayuda! Esto
no puedo hacerlo yo solo. No sé qué otra cosa puedo hacer a parte de suplicarte ayuda.
Debes ayudarme. Según tus propias palabras, ¡estás obligado a ayudarme!
Pero en esta historia hay otro punto de vista. Leemos que los discípulos fueron
despectivos con la mujer. Al contrario que Jesús, ellos no curaron a su hija. Es probable
que tampoco hubieran podido hacerlo aunque lo hubieran intentado. Y si ellos la
trataron con condescendencia fue porque se creían más importantes y valiosos que ella,
no como Jesús. Vemos su tendencia a sentirse importantes en las repetidas discusiones
que tenían acerca de quién sería el más grande de entre todos ellos.
Existe una parte en nosotros que, como los discípulos, se siente moralmente superior
y condescendiente hacia los demás. Esto suele ser así incluso cuando nos detestamos y
cuando no nos consideramos dignos de vivir. De hecho, me he fijado en que las dos
cosas suelen ir juntas. Cuanto más juzgo a los demás, más me juzgo a mí mismo.
Cuanto más me juzgo a mí mismo, más propenso soy a juzgar a los demás. Ambas
cosas, el menosprecio por uno mismo y el desdén por los demás, están intrínsecamente
unidos. Es como dijo Jesús: “No juzguéis y no seréis juzgados” (Mateo 7:1). Las dos
actitudes de desmerecimiento y de petulancia están ligadas dentro de la falsa idea de
que existe una jerarquía.
Los sentimientos de desmerecimiento sólo pueden surgir si creemos en la existencia
de una jerarquía entre los humanos. Pero el valor interior de una persona no atiende a
jerarquías. Está explícitamente claro que nuestro Dios, Jesús, ama a todo el mundo por
igual. Nosotros somos sus hijos. Todos somos dignos de su amor. Él no tiene favoritos
ni le retira su amor infinito a nadie por ningún motivo. Piensa en el hijo pródigo.
Cuando sabemos que no existen jerarquías, que todos estamos hechos iguales a la
imagen y semejanza de Dios, sabemos que no somos ni más ni menos dignos de su
amor, su curación y su vida.
Así pues, parte de la curación que Jesús nos ofrece en esta historia se encuentra en la
verdad de que todos los seres humanos somos por igual los hijos amados de Dios —
judíos y paganos, hombres y mujeres, sanos y enfermos, discípulos y no discípulos. Esta
verdad no sólo nos cura de sentirnos como perros cachorros sino que nos capacita para
amar a los demás sin reservas.
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La mujer sufría dentro de una sociedad basada en jerarquías. Los hombres, los judíos
y los que estaban sanos estaban en lo alto, mientras que las mujeres no judías con hijas
enfermas estaban en lo más bajo. Jesús demostró a esa mujer que las creencias
jerárquicas de la sociedad eran completamente falsas. Muchos de nosotros sufrimos
bajo otro tipo de jerarquía interior. Es posible que creamos que las personas con éxito
son más “valiosas”, lo que, si pensamos en ello, significa más merecedoras de la vida y
del amor de Dios. O quizás creemos que la gente de una determinada fe o cultura está
en la primera posición en la lista del Señor. Puede ser que creamos que quienes son
emocional y espiritualmente fuertes son mejores que los débiles. Cuando nuestra
conciencia está ordenada de forma jerárquica, nos encontramos sufriendo la misma
situación que esta mujer. En cierto modo nos sentimos indignos incluso de estar vivos.
Nos sentimos como un cachorro de perro. Y esta actitud enfermiza es justamente como
el demonio que poseía a la pequeña.
Este milagro nos ha mostrado cómo permitir que Jesús nos cure del sentimiento de
desmerecimiento que forma parte de nosotros. Este es el primer relato detallado de una
curación en el Nuevo Testamento, y también es el primer milagro que debe tener lugar
en nuestras vidas cuando avanzamos por el camino del crecimiento y la curación
espirituales. Destruir la ilusión de que somos indignos de Dios es el punto de partida de
nuestro viaje espiritual. Y acabar con la ilusión de que existe una jerarquía de valor
entre los humanos es esencial para que eso ocurra. Hasta que no se desvanezca la idea
de que somos indignos de Dios y de la vida, no podremos avanzar. Si pretendemos que
Dios nos ayude con nuestros problemas, debemos poder acercarnos a él.
La verdad es que todos somos hijos de Dios. Todos somos sus bien amados. Somos
dignos de una vida rica y dichosa, basada en una unión verdadera con él y con quienes
nos rodean. ¡Somos merecedores del amor de Dios y de la vida!
Recuerdo bien el momento en el que el constante parloteo despectivo interior que me
acosaba desde hacía años se silenció radicalmente. Esa experiencia me abrió a
experimentar dos semanas de la sensación de despertar espiritual más potente que había
tenido nunca. Rezo para que si tú también sufres del sentimiento de “cachorro de perro”
puedas curarte para poder aceptarte a ti mismo y despertar a la presencia palpable del
Amor Divino que impregna toda la vida.
MEDITACIONES
1. Tras entrar en un estado meditativo (ver apéndice), busca en tu interior cualquier
sentimiento de desmerecimiento y concéntrate en él. Al cabo de un rato, imagina que
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eres la mujer cananea con una hija poseída por el demonio. Imagínate a tu hija lo más
vívidamente que puedas.
Primero, visualízate con ella en brazos cuando era un bebé normal; luego, imagínala
como una niña feliz de uno o dos años. Siente tu amor por ella tanto como puedas.
Ahora visualízala con siete años, mirándote amorosamente a los ojos y corriendo hacia
ti para que la abraces. Ahora tiene doce años. Dice palabrotas y no para de dar golpes.
Se hace daño a sí misma. Siente la profunda pena que te inspira tu hija poseída por un
demonio. Entra en contacto con las emociones que sientes a lo largo de la historia: el
tierno amor por tu hija, la desesperación, la creciente determinación.
Ahora revive la historia de la manera más realista que puedas desde la perspectiva de
la mujer cananea. Observa el polvo de las calles y los empujones de la gente. Escucha
los sonidos; siente el calor y los golpes de la multitud. ¿Qué olores percibes? Hazlos
reales. Llevas a tu hija hacia Jesús. Sus seguidores te dicen que te vayas. Gritas
pidiendo misericordia, pero Jesús te ignora y los discípulos le dicen que te eche de allí.
Oyes sus palabras: “No fui enviado sino a las ovejas perdidas del pueblo de Israel”.
Pero tú te postras ante él y le dices: “Por favor, ¡ayúdame!” Él dice: “No está bien
quitarles la comida a los hijos para echársela a los perros”. Y tú respondes: “Sí, Señor,
pero hasta los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus dueños”. De pronto
notas un cambio en tu espíritu. Sientes la presencia de Jesús en tu interior y oyes cómo
confirma eso que sientes: “¡Mujer, tú sí que tienes confianza en Dios! Lo que me has
pedido se hará”.
Miras a tu hija y está completamente curada. Está riendo y al mismo tiempo las
lágrimas caen por sus mejillas. Tú también lloras mientras la abrazas. Ha vuelto contigo
tal y como era antes.
2. Tras entrar de nuevo en estado meditativo, concéntrate en la verdad única de que
el Señor te ama a ti y ama a todo el mundo de forma infinita y perfecta.
HOJAS
1. El Señor te ama infinitamente. Fuiste creado para ser amado y, así, amar.
2. A veces el amor se disfraza para poder adaptarse y servirnos de la mejor forma
según nuestro estado.
3. No existe ninguna jerarquía de valor humano. Todos nosotros somos amados por
igual y somos igual de importantes.
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FRUTO
1. Para poder identificar y sacar a la luz al “demonio perro”, escribe todos los
mensajes de desprecio que te repites o que están almacenados en tu mente. Haz una lista
de todos los motivos por los que no te gustas a ti mismo.
2. Escribe todas las formas en las que este odio hacia ti mismo afecta a quienes te
rodean.
3. Toma la decisión de que por su bien y por el tuyo propio quieres curarte y estás
dispuesto a hacer lo que sea para conseguir esa curación de Dios.
4. Haz una lista de todas las veces que has pensado que entre los seres humanos
existe una jerarquía de valor (por ejemplo, las personas pecadoras valen menos que las
que no pecan; las que tienen más habilidades valen más que las que no las tienen, etc.).
5. Durante la semana, fíjate en todas las veces en que empiezas a pensar según esas
jerarquías y sustituye esos pensamientos por el de que todos los humanos somos
igualmente valiosos y dignos de amor.
6. Repite esta oración o una similar cada día o cada vez que lo necesites:
“Señor, estoy sufriendo por culpa de un demonio que me hace sentir indigno de
amor, indigno de la vida e indigno de ti y de tu curación. No puedo vencerlo yo solo.
Soy tu hijo. Tú has prometido no dejarnos huérfanos. Estoy enfermo y necesito tu
curación. Has prometido dar a quienes te piden. Te pido, Señor, que me cures de este
falso sentimiento de que no soy digno. Rezo por mí, pero también por quienes están a
mi alrededor y se ven afectados negativamente por mi sentimiento de
desmerecimiento. Señor, muéstrame que me amas. Deja que sienta tu amor. Gracias,
Señor Jesús”.
7. A media semana llama a tu compañero y coméntale como está yendo este proceso
de curación.
CUESTIONES PARA EL DEBATE
1. ¿Te ha sucedido algo destacable esta semana? ¿Te ha tocado el Señor de alguna
forma especial en relación o no con el mensaje de este milagro?
2. ¿Alguna vez has tenido una experiencia en la que te sentiste insultado o
ninguneado por alguien de un estatus “superior”? ¿Cómo respondiste? ¿Cómo ves ahora
esa situación?
3. ¿Cuál ha sido tu experiencia de las meditaciones? ¿Cómo te has sentido cuando
Jesús te ha dado la espalda? ¿Y cuando has insistido y tu hija se ha curado?
4. ¿Cómo ha sido tu experiencia con los ejercicios? ¿Alguno de ellos te ha ayudado
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especialmente o ha sido más significativo? Si es así, ¿cuál?
5. Si hemos obtenido algo de valor a partir de este milagro, ¿cómo podemos
incorporarlo y mantenerlo en nuestra vida diaria?
6. ¿Cómo podemos apoyarnos los unos a los otros en relación a este milagro?
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CURACIÓN DE LA FALTA DE PERDÓN
“Hijo, tus pecados te son perdonados.”
Marcos 2:1–12
Después de varios días, Jesús regresó al pueblo de Cafarnaúm. Apenas se
supo que Jesús estaba en casa, mucha gente fue a verlo. Era tanta la gente que ya
no cabía nadie más frente a la entrada. Entonces Jesús comenzó a anunciarles las
buenas noticias.
De pronto, llegaron a la casa cuatro personas. Llevaban en una camilla a un
hombre que nunca había podido caminar. Como había tanta gente, subieron al
techo y abrieron un agujero. Por allí bajaron al enfermo en la camilla donde
estaba acostado.
Cuando Jesús vio la gran confianza que aquellos hombres tenían en él, le
dijo al paralítico: “Amigo, te perdono tus pecados”.
Al oír lo que Jesús le dijo al paralítico, unos maestros de la Ley que allí
estaban pensaron: “¿Cómo se atreve éste a hablar así? ¡Lo que dice es una
ofensa contra Dios! Sólo Dios puede perdonar pecados”.
Pero Jesús se dio cuenta de lo que estaban pensando, y les dijo: “¿Por qué
pensáis así? Decidme, ¿qué es más fácil, decir: ‘Tus pecados te son perdonados
o levántate, toma la camilla y anda’? Para que sepáis que el Hijo del Hombre
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tiene autoridad en la tierra para perdonar los pecados, yo te digo, levántate, toma
tu camilla y vete”.
En ese mismo instante, y ante la mirada de todos, aquel hombre se levantó,
tomó la camilla y salió de allí. Al verlo, todos se quedaron admirados y
comenzaron a alabar a Dios diciendo: “¡Nunca habíamos visto nada como esto!”
En la mayoría de casos de parálisis, el cerebro está en condiciones de
generar mensajes para enviarlos al cuerpo, y éste, a su vez, es capaz de ejecutar sus
órdenes. El problema surge debido a un fallo de comunicación entre ambos debido a
una lesión nerviosa en el cuello. Las personas que creen que Jesús es el Señor, a
menudo se refieren a ellas mismas como “el cuerpo de Cristo” y consideran a Jesús la
cabeza de dicho cuerpo. En este milagro vemos el mismo problema reproducido de
forma fractal en tres niveles de realidad. Del mismo modo en que la comunicación entre
el cerebro y el cuerpo del paralítico estaba bloqueada, la comunicación entre Cristo y el
hombre como miembro de su cuerpo estaba físicamente bloqueada debido a la
muchedumbre que se amontonaba y no dejaba llegar a él. Estas son las dos primeras
referencias paralelas del mismo problema. El espíritu carente de perdón de los fariseos
representa el tercer fallo en las vías comunicación. La falsa creencia de que los pecados
no pueden ser perdonados bloquea nuestra capacidad de sentir los mensajes que Dios
nos envía. A menos que alcancemos un estado de perdón, estamos incapacitados para
sentir la presencia de Dios en nuestras vidas. Este milagro es el modo en que Jesús nos
cura de esta forma de parálisis espiritual.
“¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?” Éstas parecen palabras de un
corazón endurecido e insensible, y sin embargo en la conciencia de muchos de nosotros
resuena una voz similar. Queremos que la gente pague por sus faltas completamente —
en especial aquella cuyas acciones nos han herido de forma personal. Alguien nos
agravia y repasamos mentalmente la situación una y otra vez, reforzando nuestra
sensación de que nosotros estamos en lo correcto y la otra parte está equivocada. Quizás
incluso imaginamos escenas de venganza o discusiones futuras en las que ponemos al
otro en su lugar. Cada vez que estemos resentidos podemos darnos cuenta de que los
fariseos de nuestro corazón están cumpliendo su tarea. Cuando guardamos rencor se
interrumpe nuestra comunicación con Dios. Nuestra actitud condenatoria y el amor
compasivo de Dios se excluyen mutuamente.
A veces esta voz que no perdona va dirigida a otras personas, pero con igual
frecuencia es a nosotros mismos a quienes nos negamos a perdonar. Hicimos algo que
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sabíamos que estaba mal. Herimos a alguien o traicionamos nuestra propia noción del
bien. Estamos consternados o incluso horrorizados y decidimos no perdonarnos.
Frecuentemente ni siquiera sabemos cómo hacerlo. Estamos paralizados.
En el nivel natural, es decir, si leemos las palabras de forma literal, esta es una
historia acerca de la curación de la parálisis y acerca del perdón. Pero en el nivel
espiritual, ambas cuestiones son la misma. La culpa provoca la parálisis del espíritu.
Recibir el perdón de Dios es curarse y volver a la libertad. Este milagro es el modo en
que Cristo disuelve nuestra culpa y restablece una relación significativa entre él y
nosotros.
En este capítulo aprendemos a dejar que Jesús nos cure de la culpa paralizante.
Aprendemos a dejar que el Señor nos perdone y nos ame a pesar de nuestras faltas del
pasado. Esta curación y la anterior son parecidas, pero existe entre ellas una diferencia
importante. En la primera historia, Jesús nos cura de un odio hacia nosotros que forma
parte de nuestra forma de ser. Estos sentimientos y opiniones negativos que tenemos
hacia nosotros mismos no se basan en nuestras acciones sino en una falsa creencia
fundamental de que en nuestra esencia no valemos nada y no somos dignos de la vida.
En esta segunda historia, Jesús nos ofrece la curación y la libertad de la culpa
incapacitante que surge de faltas y pecados genuinos y concretos.
Me gustaría distinguir entre la culpa saludable y la culpa patológica. He oído a varias
personas decir que la culpa es mala. Yo no comparto esa opinión. La culpa es el
equivalente espiritual del dolor físico. Ninguno de los dos sienta bien, pero ambos son
necesarios. Del mismo modo que el dolor físico nos sirve para evitar que dañemos
nuestro cuerpo, la culpa es el dolor espiritual que impide que dañemos el cuerpo
comunitario al que llamamos sociedad. Los sociópatas se caracterizan por una absoluta
falta de culpa. La culpa es una emoción que nos mantiene en el buen camino y mantiene
unida a la sociedad. Sin embargo, lo que no es bueno es la culpa paralizante. La culpa se
vuelve incapacitante y patológica cuando no conseguimos procesarla y dejarla atrás de
la forma adecuada. De hecho, esta culpa patológica es un espíritu implacable que se
vuelve contra sí mismo. Este es el tipo de culpa que no es saludable y del cual nos cura
este milagro.
Cuando estamos resentidos con nosotros mismos nos quedamos atascados en una
situación imposible. Nos exigimos despiadadamente algo que no podemos darnos: un
nuevo pasado. Simplemente, no podemos borrar el hecho de que hemos cometido
errores. Mientras continuamos negándonos el perdón y a dejar atrás el pasado, la parte
farisaica de nuestra mente nos fustiga y nos azota de manera implacable. Si pudiéramos
ver nuestra realidad espiritual, veríamos que en nuestro interior somos exactamente
como el paralítico. Nuestra culpa nos inmoviliza. No podemos crecer. No podemos
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alegrarnos. No podemos bendecir a los demás. Y el motivo es que hemos perdido la
comunicación con aquello que nos hace crecer, alegrarnos y bendecir: el Señor del
Amor.
La culpa impide nuestra relación con Dios y con los demás. Nos quedamos anclados
en nuestra ineptitud y en nuestras faltas. Nuestra capacidad para compartir la dicha de
Dios con los demás se ve aniquilada porque no tenemos dicha que compartir. Nos
volvemos taciturnos e incluso suicidas. Las capacidades espirituales necesarias para
tocar y hacer el bien a los demás están, por así decirlo, paralizadas e inútiles. Esta forma
de autocondena compromete gravemente nuestra capacidad de amar y apreciar a los
demás.
Los implacables fariseos se consideraban la autoridad en temas de Dios. Lo que
decían se tomaba como verdad y debía ser obedecido. De forma similar, cuando a
menudo imaginamos que Dios quiere que nos hundamos en la culpa y la autocondena,
estamos escuchando a nuestros fariseos internos como si fueran los portavoces de Dios.
Por eso es importante que veamos que la autocondena y la culpa paralizante no son la
voluntad de Dios sino que, al contrario, estas actitudes y sentimientos impiden que Dios
obre a través de nosotros. El simple hecho de darnos cuenta de que una culpa excesiva
dificulta nuestra capacidad de participar en el plan de Dios, nos ayuda a iniciar el
proceso de curación. El deseo de estar cerca de Dios y servirle requiere que dejemos
atrás la culpa.
En este relato bíblico, los hombres no pudieron llegar a Jesús más que por el tejado,
debido a la multitud. Ésta estaba formada en su mayor parte por gente que le amaba y
quería escucharle. Podemos imaginar que esa multitud de personas ansiosas por oírle es
un aspecto interno de nosotros, la parte que está ansiosa por conocer a Dios y hacer el
bien. Al igual que esa aglomeración de gente impidió que aquel hombre se acercara a
Jesús, nuestro deseo de amar y servir a Dios a menudo nos impide ser capaces de recibir
su perdón y su curación. Los sentimientos de culpa sólo surgen cuando uno desea hacer
el bien, amar a los demás y servir a Dios. Si no amáramos a Dios y a los demás en cierta
forma, no nos sentiríamos culpables. Así pues, la culpa, aunque en sí misma no sea
saludable, de hecho es una buena señal. Si nos está paralizando, podemos animarnos.
Pero para vernos libres de culpa no basta con decir simplemente: “¡De acuerdo, sé
que Dios me perdona y no voy a sentirme culpable nunca más!” Si fuera tan fácil, en
realidad no se trataría de culpa. No tenemos más capacidad de vencer la culpa por
nosotros mismos de la que tenía el paralítico de levantarse y andar antes de encontrarse
con Jesús. Pero hemos leído que ese hombre y sus amigos tuvieron fe. Hemos leído que
Cristo le perdonó sus pecados al ver su fe y la de sus cuatro amigos.
¿Nosotros tenemos fe en Jesús? ¿Quién es Jesús? Su último mandamiento resume
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todo su mensaje: “Este es mi mandamiento, que os améis los unos a los otros como yo
os he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Juan 15:12–13).
Por lo tanto, cuando nos preguntamos si creemos en Jesús, lo que en realidad nos
estamos preguntando es si creemos en el Amor Divino. ¿Creemos que es real?
¿Creemos que el Amor Divino es lo que nos hace verdaderamente humanos y por tanto
es la esencia de nuestra verdadera humanidad? Y siendo la esencia de nuestra verdadera
humanidad, ¿reconocemos que el Amor Divino es por ese motivo más vivo y más
humano de lo que nosotros somos como individuos? Así pues, ¿admitimos que el Amor
Divino es el creador de nuestra humanidad y que es divino? ¿Creemos que siguiendo los
dictados del Amor Divino llegaremos a conocer la paz y la dicha verdaderas, en una
palabra, el cielo? Viendo que el amor es más humano, más real y más vivo de lo que
somos nosotros, ¿podemos creer que el Amor es un ser consciente que intenta
comunicarse con nosotros? Y al hacerlo, ¿podemos creer que este Señor del Amor se
encarnó en un cuerpo para acabar con un bloqueo en la comunicación que estaba
empezando a paralizar a la raza humana? Creer en Jesús es creer que nos ama y que a su
vez nuestra salvación radica en aprender a amar. Esta es la motivación que necesitamos
para deshacernos de la culpa patológica. Al igual que el hombre paralítico y sus amigos,
debemos hacer que nuestra fe en el Señor del Amor sea nuestra máxima prioridad.
El amor no es una entidad estática. Tener fe en el Señor del Amor es actuar. Y si
actuamos según el amor en relación a nuestra conciencia de culpa, nos veremos
impulsados hacia Jesús y, finalmente, curados.
El hombre de esta historia fue transportado por sus amigos. Podemos pensar en ellos
como si fueran cuatro actividades que proceden del amor dentro del contexto de la
culpa. Si amamos a alguien y le hemos herido, desearemos hacer esas cuatro cosas, e
incluso aunque no le amemos, si creemos en el Amor como ideal sí querremos hacerlas.
Son las siguientes:
1. Admitir nuestros errores
2. Disculparnos
3. Reparar el daño
4. Absolver
Estos cuatro amigos fieles y llenos de fe nos llevarán a la curación.
1. Admitir nuestros errores
En primer lugar, debemos admitir nuestros errores y pecados. Hasta que no los
afrontemos y los reconozcamos, la negación bloqueará las vías de comunicación entre
Dios y nosotros. No podemos experimentar el perdón del Señor por nuestras faltas si no
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admitimos que las hemos cometido. A veces nos avergonzamos tanto de nuestros
pecados que nos cuesta reconocerlos incluso ante nosotros mismos. Por eso es
importante que nos arrodillemos y le contemos a Dios la naturaleza exacta de nuestras
faltas. Eso nos ayudará a restablecer nuestra relación no sólo con él sino también con
nosotros mismos.
A menudo, admitir nuestras faltas ante Dios en nuestros pensamientos u oraciones no
resulta una experiencia significativa, especialmente si hemos estado obsesionados con
ellos. En ese caso, ¿dónde podemos encontrar a Dios de una forma más real que en
nuestros pensamientos? Jesús nos lo dice: él vive en el interior de los demás. Y añade
que cuando dos o más se reúnen en su nombre, él está entre ellos. A menos que pueda
causar un daño mayor, es mejor que nos confesemos a la persona a la que herimos. A
veces hemos pecado contra otros sin que fueran conscientes de ello. Entonces debemos
considerar cuidadosamente si vale la pena confesárselo. El objetivo de enmendar
nuestros errores es dejar de herir a los demás y empezar a bendecirlos. En algún
momento, más que una confesión, quizás es más razonable realizar actos de amor que
surjan de un cambio en nuestro corazón.
Cuando es imposible admitir nuestras faltas a la persona en cuestión o eso
empeoraría las cosas, podemos buscar a un tercero. Del mismo modo que las multitudes
se confesaban a Juan el Bautista y con ello aplanaban el camino al trabajo de Jesús en
sus vidas, hoy podemos hacer lo mismo confesando nuestros pecados en presencia de
alguna persona de confianza, temerosa de Dios, que piense en nuestro bien. También
podemos decidir confesarnos tanto a la persona que herimos como a una tercera.
El miedo a decir la verdad incluso a alguien que nos apoyará es un signo de que
todavía nos estamos juzgando. Es precisamente de esta autocondena de lo que estamos
intentando curarnos. Dejamos que Jesús empiece el proceso de curación, no actuando
desde la autocondena (permaneciendo en silencio) sino de forma contraria a lo que ésta
nos empuja a hacer: diciendo la verdad.
Debemos tener mucho cuidado al elegir a quién vamos a confiar nuestra confesión.
Debemos elegir a alguien que sepamos que no va a traicionar nuestra confianza.
Necesitamos a alguien que comprenda que estamos intentando convertirnos en mejores
hombres de Dios y que nos apoyará y estará ansioso de ayudarnos en esta aventura
desafiante. Podemos contar con un compañero de oración o de nuestra congregación.
Nuestra pareja, un sacerdote de confianza o cualquier otro líder religioso podrían ser
una buena elección. Si estás leyendo este libro en grupo y te sientes cómodo, podrías
contar con él o con uno de sus miembros. Si participas en algún programa de
recuperación de doce pasos, ésta también podría ser una buena elección que hiciera las
funciones de Juan el Bautista en tu viaje hacia la curación del Señor. Sea quien sea con
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quien decidamos confesarnos, tal vez sería acertado finalizar el acto de confesión con
una ceremonia de bautismo que marque el fin de nuestra antigua vida y el inicio de una
nueva. Un acto de ese tipo puede ser muy eficaz.
Confesamos nuestros pecados no para humillarnos sino para ser honestos y dejar
entrar aire limpio en nuestro espíritu. Si hemos elegido correctamente, la persona que
escuche nuestra confesión lo hará sin juzgarnos ni menospreciarnos. Lo que
esperábamos que fuese tremendamente desagradable se convierte en algo liberador y
vivificante. Empezamos a sentir un cosquilleo en nuestras extremidades como si pronto
pudiéramos volver a caminar.
2. Disculparnos
Después de admitir nuestras faltas, expresamos nuestro arrepentimiento en forma de
disculpa. Nos disculpamos, no para congraciarnos con la otra parte, sino para expresar
verdaderamente nuestro remordimiento y nuestra intención de mejorar. Su respuesta no
importa. Muchas veces las disculpas se reciben con el perdón, pero en ocasiones
seremos rechazados con hostilidad o frialdad. El Señor del Amor, sin embargo, siempre
nos perdona y anhela constantemente que volvamos a él, como el padre de la parábola
del hijo pródigo. Incluso aunque la otra parte no acepte nuestras disculpas, podemos
estar seguros que hemos hecho todo lo que hemos podido y que Dios nos ha perdonado.
3. Reparar el daño
A menos que la confesión y la disculpa vayan acompañadas por la ardua labor de
reparar el daño, estos dos primeros pasos suelen quedar reducidos simplemente a un
intento egoísta de sentirse mejor. Las acciones realizadas con el fin de reparar lo que
hemos dañado ponen de manifiesto que realmente pensamos en el bien de la otra
persona. Hacemos sacrificios por el bien de otros y esto nos demuestra tanto a nosotros
mismos como a ellos y a Dios que realmente estamos arrepentidos de nuestros errores y
buscamos una nueva forma de vida. La dificultad de realizar acciones para reparar el
daño nos permite confiar en que lo que nos mueve es verdaderamente bendecir a
quienes hemos herido y el deseo de abstenernos de volver a hacer daño.
Si hemos robado, compensamos los bienes robados y, si es posible, incluso con
creces. En ese caso no estamos compensando en exceso sino contrarrestando el daño
espiritual que hemos cometido y mostrando nuestro deseo sincero de hacer el bien. Si
hemos mentido, explicamos la verdad. Si nos hemos mostrado fríos con alguien, además
de disculparnos podemos hacerle un regalo o pasar un rato con esa persona. En
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definitiva, deberíamos ampliar nuestras disculpas con actos sinceros de generosidad y
amor. Una acción amorosa complementa la disculpa verbal y la hace auténtica.
Es posible que la culpa nos paralice debido a un incidente concreto. Por supuesto
debemos reparar el daño causado en ese caso específico, pero no deberíamos quedarnos
ahí. Cuando ya hemos empezado a limpiar los armarios de nuestra alma, ¿por qué dejar
la limpieza a medias? También podemos corregir todo lo que podamos de nuestro
pasado. Cuantas más faltas enmendemos, más nos curaremos y más nos acercaremos a
Jesús. Nuestras vidas se llenarán de luz, amor y paz. Cuando hayamos experimentado la
dicha de corregir nuestros errores, seguramente nos inundará una urgencia espiritual de
seguir lavando nuestros trapos sucios hasta que no quede ninguno.
4. Absolver
El cuarto y último amigo que nos lleva hasta Jesús es perdonar a todo el mundo y
liberarnos de todo resentimiento. La culpa patológica y el resentimiento son dos caras
de la misma moneda: un espíritu que no perdona. No podemos deshacernos de la
autocondena mientras estemos anclados a un espíritu que juzga. Nuestro objetivo
consiste en arrojar la moneda del juicio fuera de nuestras vidas completamente. En el
Padrenuestro rezamos: “Perdónanos nuestras culpas, así como nosotros perdonamos a
nuestros deudores”: Jesús una vez contó una parábola sobre un siervo cuyo señor le
perdonó una enorme deuda (Mateo 18:23–35). Al salir, el siervo mandó a prisión a uno
de sus compañeros por una deuda minúscula. Al oír el incidente, el señor se enfadó y
mandó encarcelar al hombre que había perdonado. Dios nunca nos encarcela ni nos
tortura, pero un espíritu que no perdona nos llevará directamente a un estado mental
torturado y encarcelado. Ese es el mensaje de la parábola. El perdón que podríamos
haber recibido del Señor no puede ser recibido por un corazón que está ardiendo de
resentimiento. El resentimiento lesiona el nervio que nos transmite a nosotros, el cuerpo
de Cristo, el amor y el perdón procedentes del Señor. Por lo tanto, juzgar a los demás
siempre lleva a la autocondena. “No juzguéis y no seréis juzgados, y con la medida que
midáis se os medirá” (Mateo 7:1–2). Esta afirmación de Jesús es literal. Sólo cuando
ofrecemos perdón descubrimos que somos perdonados.
Para explicar mejor este concepto, podemos pensar en el perdón como una fuerza
espiritual de Dios que es más grande que nuestra personalidad y, por lo tanto, nos
trasciende. Si aceptamos este espíritu de perdón en nuestras vidas, nos anima en
relación a todo el mundo, incluidos nosotros mismos, independientemente de la
personalidad de cada uno. De igual modo, un espíritu que no perdona es una fuerza
espiritual destructiva que es mayor que nosotros y también actúa sin importarle la
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persona. Si le dejamos entrar para dirigirlo contra otros, se instalará en nuestro corazón
y al final también nos atacará a nosotros.
El proceso para liberarse del resentimiento requiere que perdonemos. Para perdonar,
debemos admitir que nos han herido. Es posible que a veces finjamos que en realidad no
nos han hecho daño: “Oh, no pasa nada. No estoy enfadado”. Nos engañamos pensando
que somos fuertes y que estamos por encima de esas cosas. O quizás nos decimos: “El
pasado, pasado está”. En ambos casos es posible que estemos negando que en el fondo
nos ha dolido. Cuando estaba en la cruz, Jesús no dijo: “¡Yo soy más fuerte que todo
esto, así que no voy a dejar que me afecte!” Al contrario, gritó agonizando: “¡Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Al admitir su dolor y su miedo de que incluso
Dios le hubiera abandonado, rogó por el perdón de aquellos que le habían herido. Este
es un ejemplo extremo, pero sirve para dejar clara una cosa: no podemos perdonar si en
primer lugar no admitimos que nos han herido.
Debemos dedicar un tiempo a reflexionar acerca de nuestros sentimientos heridos.
Puede ser de ayuda hacer una lista de todas las cosas que nos duelen internamente.
Hacerlo puede resultar muy liberador. Muchas veces estoy molesto y no sé por qué. No
puedo eliminar la molestia ni el resentimiento sin saber qué es lo que me los ha
provocado. El hecho de ponerme a escribir parece que me ayuda a identificar los hechos
que los han generado. No tenemos por qué negar nuestros sentimientos, ni siquiera
aunque nos parezcan irracionales. Puede ser que pensemos: “No debería enfadarme por
esa tontería”. Pero enfadarse no es el problema. El problema es retener el enfado y
actuar al respecto.
Después de hacer una lista de nuestros sentimientos heridos, hacemos otra de las
personas e instituciones con las que estamos resentidos o que nos despiertan
sentimientos de dolor. Para terminar, recemos para recibir el espíritu del perdón y por el
bienestar de cada una de ellas. Cuando rezamos por el bienestar de los demás, en
nuestro espíritu no hay lugar para el resentimiento. Sigamos rezando cada día hasta que
se derrita cualquier resentimiento congelado y el dolor hirviente del pasado se enfríe. Si
somos sinceros, Dios siempre nos curará. Cuando rezamos por el espíritu del perdón, él
está ansioso de responder. Si todo lo demás falla, podemos incluso realizar un acto de
bondad hacia la persona con la que estamos resentidos.
Otra herramienta útil para vencer el resentimiento es recordar nuestras propias faltas,
tanto a nivel general como en relación a la persona concreta con la que estamos
resentidos. Cuando recordamos nuestras propias debilidades y nuestra necesidad de la
misericordia de Dios, nos resulta mucho más fácil hallar el perdón por las debilidades y
las faltas de los demás. Por último, para generar una actitud más amable con los demás
resulta muy útil tener presente que quienes hacen daño a otros lo hacen desde su propio
23
dolor y su propio engaño. La gente que sufre y está dolida suele herir a los demás.
El paralítico no habría podido llegar a Jesús sin la ayuda de sus amigos. Del mismo
modo, nosotros no podemos esperar que desaparezcan nuestros sentimientos de culpa
desbordante pero sí podemos seguir estos cuatro pasos: 1) Admitir nuestros errores; 2)
Disculparnos; 3) Reparar el daño; 4) Absolver a todos aquellos que nos han herido.
Todos estos pasos nos impulsan a mejorar nuestras relaciones con los demás. Al igual
que los cuatro amigos del paralítico lo elevaron por encima de la muchedumbre, estas
acciones nos elevarán por encima de la culpa patológica. Nos darán una perspectiva más
elevada y trascendente de nuestra antigua forma de pensar condenatoria. Finalmente,
como los cuatro amigos, nos llevarán hasta la curación y el perdón del Señor. Siempre
que sintamos que la culpa asoma en nuestro corazón, podemos valernos de estos cuatro
pasos.
Cuando era niño me atormentaba una culpa patológica porque en una ocasión engañé
y menosprecié a un compañero. Retrospectivamente, veo que el daño que le cause no
fue ni de lejos tan grave como mi propio castigo interno. Sin embargo, me obsesioné
con ese error a diario durante años. Esta culpa corrompió mi capacidad de relacionarme
con los demás, con Dios y conmigo mismo. Esa no es forma de vivir. La culpa me
paralizaba. Necesitaba perdón. Y todos nosotros, cuando estamos atrapados en las
garras de una culpa incapacitante, necesitamos desesperadamente la misericordia
sanadora de Jesús.
Varios años después del incidente, vi la película “Línea mortal”, en la que un grupo
de estudiantes de medicina se inducían experiencias cercanas a la muerte unos a otros
para explorar el más allá. El tema principal y el mensaje de la película era que los
errores no enmendados conducen a un más allá desagradable (como la vida actual en la
tierra). Enmendar los errores era la única forma de limpiar el camino a la felicidad y la
paz.
La película me impactó tanto que decidí reparar el daño al compañero que había
herido. Él ni siquiera se acordaba del incidente, peo aún así, yo recuerdo claramente la
palpable sensación de alivio que sentí. En el mismo momento en que reparé el daño, fue
como si me quitaran una inmensa carga de los hombros. Fue una experiencia de
liberación extraordinaria. Me sentí vivo y libre como no me había sentido en años.
Volví a ser feliz.
El Señor es la fuente de todo perdón. Aunque parezca que los cuatro pasos anteriores
preparen el terreno para aliviar la culpa, en realidad son el resultado de poner nuestra fe
en el Señor del Amor. Por lo tanto, es Jesús quien nos motiva a llevar a cabo estas
acciones. Permite que perdonemos y permite que seamos perdonados. Les dijo a los
escribas que el Hijo del Hombre tiene poder para perdonar. En cierto sentido, todos
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somos hijos e hijas del hombre. Eso es exactamente lo que somos. De modo que aquí
Jesús nos está diciendo que unos y otras podemos y deberíamos dedicarnos a perdonar.
Como en el milagro anterior, aquí vemos que la curación de Jesús tiene un efecto
simultáneo en muchos planos de la realidad. Curó al hombre de su parálisis física. Al
mismo tiempo empezó a curar a la sociedad de la noción falsa y paralizante de que
nosotros no podemos o no deberíamos perdonar. Y por supuesto, a través de este relato
milagroso, Jesús contacta con nosotros a través del tiempo y del espacio para curarnos
también. Nos enseña cómo perdonar a los demás y así poder liberarnos de la carga del
resentimiento. Nos libera de la parálisis espiritual.
MEDITACIÓN
Tras entrar en un estado meditativo, fija tu atención en tu interior. Entra en contacto
con sentimientos de culpa y de pecado no resueltos. Ahora imagina que eres paralítico.
Ves que se está reuniendo una multitud de gente y te das cuenta de que el Señor está en
medio de ella. Anhelas llegar a él. Crees que puede salvarte. Sientes la agonía, la ironía
y la frustración de ser paralítico. Tu amigo está a tu lado y le ruegas que te ayude a
llegar hasta el Señor. Llama a tres amigos más que están cerca y empiezan a
transportarte en una camilla improvisada. Como no pueden avanzar entre la
muchedumbre, te llevan a la parte trasera de la casa. Uno de tus amigos te carga a
hombros mientras los otros suben por una escalera hasta el tejado. Alargan los brazos
para cogerte y te suben hasta arriba. Tu corazón empieza a latir más deprisa ante la
expectativa de que realmente vas a encontrarte con aquél que puede curarte. Tus amigos
empiezan a apartar las tejas de terracota y abren un agujero en el tejado. Desde la
camilla no puedes ver lo que sucede abajo mientras te bajan hasta la sala. Y entonces,
de pronto te encuentras cara a cara con el Señor del Amor. Al instante sabes que vas a
volver a andar. Le oyes decir: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Oyes estas
palabras, pero también oyes una voz en tu interior que protesta ante la idea de que se te
puedan perdonan las cosas que has hecho para dañar a otros. En ese momento oyes
hablar de nuevo al Señor: “¿Por qué te haces esas preguntas en tu corazón? ¿Qué es más
fácil decir: ‘Tus pecados te son perdonados o levántate, toma la camilla y anda’? Pero
para que sepas que el Hijo del Hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar los
pecados, yo te digo, levántate, toma tu camilla y vete”.
Cuando te lo ordena, tú te levantas. Permítete ser espontáneo y haz cualquier cosa
que querrías hacer en respuesta a la ayuda de tus amigos y al hecho de que Jesús te haya
curado de tu parálisis.
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HOJAS
1. Juzgar a los demás interfiere con nuestra capacidad de sentir el amor del Señor en
nuestras vidas.
2. El Señor no desea que nos odiemos a nosotros mismos ni nos pide que carguemos
con las pesadas cargas de la culpa.
3. El Señor siempre nos perdona.
4. El hecho de juzgar a los demás y el de juzgarnos a nosotros mismos están
intrínsecamente unidos.
5. Debemos dar determinados pasos en relación a los demás (los enumerados
anteriormente) para poder liberarnos de la culpa.
6. Debemos perdonar a los demás para poder experimentar el perdón nosotros
mismos.
FRUTO
1. Admitir nuestros errores a nosotros mismos, a Dios, a aquellos a quienes hemos
herido (excepto en los casos en que el daño sería mayor) y a un testigo de confianza.
Debemos hacer una lista para no olvidarnos de nada.
2. Disculparnos.
3. Enmendar nuestras faltas tanto como nos sea posible y si es con creces, mejor.
4. Absolver a todas aquellas personas e instituciones que nos han dañado o contra las
que estamos resentidos.
 Hacemos una lista de nuestros sentimientos.
 Hacemos una lista de las personas y las instituciones que nos han perjudicado y
contra las que guardamos algún rencor.
 Rezamos por su bienestar y para recibir el espíritu del perdón.
5. Llama a tu compañero de grupo a media semana y habla con él de la experiencia
de esta curación. Si no estás trabajando en grupo, puedes hacerlo con un amigo o
familiar, o bien escribirlo en un diario personal.
CUESTIONES PARA EL DEBATE
1. ¿Cuál fue tu experiencia de la meditación?
2. ¿Cuál fue tu experiencia de admitir tus errores?
3. ¿Cuál fue tu experiencia de disculparte y de reparar el daño causado?
4. ¿Cuál fue tu experiencia de absolver todo tu resentimiento?
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5. ¿Encuentras difícil perdonar a los demás? ¿Y a ti mismo? ¿Qué te cuesta más?
6. ¿Cómo podemos ayudarnos unos a otros a seguir con la curación ofrecida en este
milagro?
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CURACIÓN DE LA ESCLAVITUD ESPIRITUAL
“¡Sal de ese hombre, espíritu maligno!”
Marcos 5:1–20
Cruzaron el lago hasta llegar a la región de los gerasenos. Tan pronto como
desembarcó Jesús, un hombre poseído por un espíritu maligno le salió al
encuentro de entre los sepulcros. Este hombre vivía en los sepulcros, y ya nadie
podía sujetarlo, ni siquiera con cadenas. Muchas veces lo habían atado con
cadenas y grilletes, pero él los destrozaba, y nadie tenía fuerza para dominarlo.
Noche y día andaba por los sepulcros y por las colinas, gritando y golpeándose
con piedras.
Cuando vio a Jesús desde lejos, corrió y se postró delante de él. “¿Qué tienes
conmigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo?” gritó con fuerza. “¡Te ruego por Dios
que no me atormentes!” Es que Jesús le había dicho: “¡Sal de este hombre,
espíritu maligno!” “¿Cómo te llamas?” le preguntó Jesús. “Me llamo Legión”
respondió, porque somos muchos. Y con insistencia le suplicaba a Jesús que no
los expulsara de aquella región.
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Como en una colina estaba paciendo una manada de muchos cerdos, los
demonios le rogaron a Jesús: “Mándanos a los cerdos; déjanos entrar en ellos”.
Así que él les dio permiso. Cuando los espíritus malignos salieron del hombre,
entraron en los cerdos, que eran unos dos mil, y la manada se precipitó al lago
por el despeñadero y allí se ahogó.
Los que cuidaban los cerdos salieron huyendo y dieron la noticia en el pueblo
y por los campos, y la gente fue a ver lo que había pasado. Llegaron donde
estaba Jesús, y cuando vieron al que había estado poseído por la legión de
demonios, sentado, vestido y en su sano juicio, tuvieron miedo. Los que habían
presenciado estos hechos le contaron a la gente lo que había sucedido con el
endemoniado y con los cerdos. Entonces la gente comenzó a suplicarle a Jesús
que se fuera de la región.
Mientras subía Jesús a la barca, el que había estado endemoniado le rogaba
que le permitiera acompañarlo. Jesús no se lo permitió, sino que le dijo: “Vete a
tu casa, a los de tu familia, y diles todo lo que el Señor ha hecho por ti y cómo te
ha tenido compasión”. Así que el hombre se fue y se puso a proclamar en
Decápolis lo mucho que Jesús había hecho por él. Y toda la gente se quedó
asombrada.
Tan intensa era la desdicha que soportaba a diario este hombre poseído
que puede resultarnos difícil comprender su difícil situación. Se veía obligado a
compartir su mente con un montón de demonios tan poderosos que podían utilizar su
cuerpo para romper cadenas y grilletes. Había tantos que podían controlar una manada
de más de dos mil cerdos. Y el hecho de que dominaran tan rápida y fácilmente el
instinto de supervivencia de esos animales es otra muestra de su increíble fuerza. No es
de extrañar que la voluntad del hombre se viera limitada y fuera impotente ante la
presencia de la Legión que habitaba en su interior. En contra de su propio deseo y de su
sano juicio, se cortaba y arañaba con piedras día y noche. Estaba tiranizado por una
fuerza maligna; no era más que un esclavo de sus caprichos.
Sin embargo, si nos miramos honestamente a nosotros mismos, muchos llegaremos a
darnos cuenta de que nuestra situación interior no es muy distinta de la de este hombre.
No podría haber una mejor descripción de una adicción que la del hombre poseído por
la Legión. En este capítulo trataremos específicamente el tema de las adicciones y cómo
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podemos dejar que Jesús nos cure de ellas. Aunque es posible que muchos lectores no
se consideren adictos a nada, creo que este capítulo puede ser útil a todos. Hay muchas
formas escondidas y sutiles de adicción. La obsesión y la compulsión pueden dirigirnos
prácticamente en cualquier área de la vida.
La palabra original en latín “addictus”, de la que deriva adicción, significa “aquel
que se ha rendido a su acreedor o se ha convertido en su sirviente”. Por lo tanto,
podemos pensar en una víctima de una adicción como en alguien que se ha puesto al
servicio de una fuerza externa, igual que el hombre de la historia se había entregado a la
Legión. Si bien la palabra adicción se reserva tradicionalmente al abuso compulsivo de
sustancias como el alcohol o las drogas, recientemente su significado se ha ampliado
para incluir actividades destructivas habituales, movidas por pensamientos obsesivos y
deseos irresistibles. Hoy en día, la adicción al sexo, al juego y a la comida son
conceptos generalmente aceptados.
Para los propósitos de este libro, me gustaría ampliar todavía más la definición de
adicción para incluir cualquier patrón de pensamiento o de comportamiento que nos
cueste eliminar de nuestras vidas y que sea perjudicial tanto para nuestro bienestar como
para el de quienes nos rodean. En el contexto de este capítulo, pueden considerarse
adicciones la crítica constante, la crueldad verbal, el deseo insaciable de éxito a
cualquier precio, el pesimismo, el materialismo, la arrogancia, la pereza, el ansia de
poder y otras cosas similares. El elemento clave de la adicción es que entregamos
nuestra voluntad a una fuerza externa, convirtiéndola en su esclava. Esta servidumbre es
a menudo tan sutil que no distinguimos nuestra propia voluntad de la de la fuerza
externa.
Por ejemplo, si estamos acostumbrados a hacer comentarios sarcásticos podemos
pensar que esa es nuestra auténtica forma de ser, nuestra voluntad. En algún punto a lo
largo de nuestro camino fuimos testigos o fuimos objeto de sarcasmo. Aprendimos a ser
sarcásticos y eso se convirtió en un hábito. Cuando un hábito arraiga en nuestro
repertorio de formas de comportamiento, acabamos viéndolo como un aspecto de
nuestra verdadera personalidad. Incluso podemos llegar a disfrutarlo. Sin embargo, si
hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, nuestra alma y nuestra voluntad más
verdadera y auténtica no puede ser otra que el amor. Por lo tanto, cualquier pensamiento
o actividad que no provenga del amor está motivada por una fuerza externa. La hemos
adquirido a través de la herencia biológica o a través de la experiencia y el ejemplo.
En la época actual, en la que el pensamiento científico reina como discurso
dominante, nos cuesta referirnos a la idea de espíritus malignos y mucho menos a la de
posesión demoníaca. Pero quizás nuestras enfermedades espirituales y psicológicas no
son muy distintas de la posesión descrita en esta historia. Aunque no seamos
30
conscientes de ello, a todos nos manejan espíritus del pasado. Aprendemos pautas de
comportamiento, pensamientos y formas de interactuar de nuestros mayores. Ellos, a su
vez, también están repitiendo las mismas pautas que absorbieron de los suyos.
Los traumas culturales masivos, como el genocidio de los indios americanos o la
esclavización y deshumanización de los africanos en el Nuevo Mundo, tuvieron
consecuencias de largo alcance que han ido pasando de una generación a otra, un
fenómeno que se conoce como trauma histórico. Aunque muchos de nosotros no
hayamos sido objeto de tales traumas, ninguno podemos escapar de la carga de los
errores de nuestros ancestros. La maldad de los padres será castigada en los hijos hasta
la tercera y la cuarta generación (Exod. 20:5).
Las experiencias de la vida cubren y filtran la inocencia en la que nacemos. Si
experimentamos sarcasmo, seguramente nos volveremos sarcásticos o nos asociaremos
con personas que lo son. Si sufrimos abuso, seguramente nos volveremos abusivos o
nos asociaremos con alguien que lo es. Si estamos expuestos a la depresión,
seguramente seremos depresivos o crearemos vínculos con quienes lo son. De manera
subjetiva sentimos que estos patrones de pensamiento y de comportamiento son
aspectos innatos de nuestro ser. Yo creo, no obstante, que son conductas aprendidas.
Son fuerzas externas históricas. Son todas ella espíritus del pasado que viven en nuestro
interior y nos dan vida. Todos hospedamos a una legión de ellos. Espíritu es una palabra
adecuada para denominar a esas fuerzas que nos mueven.
Muchos de esos espíritus no contribuyen a nuestro bienestar, y sin embargo, mientras
estén unidos a nuestro sentido de identidad y a nuestra la voluntad, no tenemos ninguna
posibilidad de cambiar o de expulsarlos por nosotros mismos. Necesitamos acceder de
alguna forma a la salvación del Señor del Amor.
Como se mostrará en este capítulo y en el siguiente, es mediante nuestra
imperfección como llegamos a conocer la perfección del Señor; mediante nuestra
enfermedad espiritual, su curación; mediante nuestra inquietud y nuestro dolor, su paz y
su dicha; y mediante nuestro egoísmo, su amor incondicional. Es posible que algunos
lectores sufran o hayan sufrido alguna forma de adicción más evidente. Otros pueden
sufrir una forma de posesión más sutil, como por ejemplo el pesimismo. Si hemos
decidido activamente caminar junto a Dios, eso nos obligará a enfrentarnos a algunos de
esos demonios internos. Y a pesar de que el nivel de caos y destrucción en nuestras
vidas puede ser distinto, el caso es que todos necesitamos a Dios por igual para superar
la posesión de nuestra voluntad. El hecho de descubrir nuestras propias flaquezas puede
contribuir a que despierte en nuestro interior un verdadero anhelo por recibir su
salvación.
Cuando estamos atrapados en la adicción, ya sea sutil o evidente, hay una parte de
31
nosotros que quiere salir de ella. Deseamos ser curados. No queremos comer esa
segunda ración de pastel; no queremos que nuestros hijos o nuestra pareja sean el
blanco de nuestros comentarios maliciosos; no queremos trabajar más de la cuenta cada
día, sin que nos quede tiempo para la familia; no queremos estar deprimidos; no
queremos navegar por Internet en busca de pornografía, ni hacer esa apuesta, ni beber
ese whisky. Pero esas buenas intenciones de escapar de la adicción se ven eclipsadas
por el poder de las fuerzas que nos poseen, del mismo modo que la personalidad y la
voluntad de ese hombre resultaban impotentes ante la presencia de la Legión. A través
de esta historia, Jesús, el Señor del Amor, extiende la mano para liberarnos de esas
fuerzas que nos esclavizan en hábitos destructivos.
Los espíritus hacían que el hombre se dañara a sí mismo con piedras aunque se
quejara y gritara en agonía. Nosotros también nos quejamos con angustia viendo cómo
nos hundimos en un comportamiento autodestructivo. Por ejemplo, el adúltero se odia a
sí mismo por engañar a su mujer. Ve cómo su familia se rompe en pedazos. Ve cómo
sus hijos se distancian de él. Odia los sentimientos de vacío y de desconexión que nacen
de su engaño y de su traición. Y a pesar de su horror, se ve repitiendo los mismos
pecados una y otra vez. La persona bulímica odia su hábito y a sí misma. No sabe cuál
de las dos cosas odia más. Lo único que sabe es que está completamente avergonzada
por su comportamiento y quiere librarse de él a toda costa. Incluso contempla el suicidio
como vía de escape de su atormentada vida. Pero a pesar de sus esfuerzos, no puede
dejar de atracarse de comida y vomitar. Y tampoco la persona anoréxica encuentra la
voluntad para comer.
El hombre poseído por la Legión vivía entre las tumbas. Esto se menciona nada más
ni nada menos que tres veces en las cuatro primeras frases. Cuando somos esclavos de
fuerzas externas a nuestra voluntad, es como si estuviéramos muertos. No tenemos
libertad ni alegría. No podemos percibir el amor ni la calidez. Cuando contemplamos
nuestras vidas, no conseguimos encontrar ningún sentido ni significado a nuestra
existencia. La vida misma parece carente de ningún valor. En la adicción vivimos entre
las tumbas de nuestra muerte espiritual.
Del mismo modo que nadie podía controlar ni atar al hombre poseído por el
demonio, nadie puede controlar ni curar a una persona adicta. Las súplicas llorosas de
los miembros de su familia no sirven para nada. Los amigos intentan razonar con ella.
Sus jefes intentan avisarla y a menudo la despiden. Los psicólogos intentan
explicárselo. Los psiquiatras intentan medicarla. Pero todos estos esfuerzos no
conducen a resultados duraderos. La persona adicta es como el hombre que rompía
cadenas y grilletes como si sólo fueran cuerdas.
Pero el Señor del Amor tiene el poder que necesitamos para cambiar. En los párrafos
32
siguientes examinaremos los pasos que Jesús siguió para liberar a ese hombre del poder
de la Legión. Podemos aplicar el mensaje de esta historia a cualquier forma de adicción
o posesión que podamos estar sufriendo. De igual modo que él fue curado de la Legión,
nosotros podemos serlo de nuestros demonios personales.
Invito a los lectores a que cada vez que utilice el término adicción en las
descripciones siguientes, lo entiendan como cualquier hábito negativo que les moleste o
les preocupe.
1. Vacíos de poder
Lo primero que nos muestra esta historia es que cuando estamos atrapados en una
adicción tenemos tanto poder sobre ella como tenía el hombre sobre la Legión: ninguno.
No podemos vencerla con nuestra propia voluntad más de lo que él podía arrojar los
demonios de su cuerpo y de su mente con sus propias fuerzas. Por mucho que deseemos
hacer lo correcto y lo que está bien, no podemos liberarnos de las garras de nuestra
Legión personal. Es vital que nos demos cuenta de que cuando estamos sometidos a una
adicción, nuestra voluntad ha sido secuestrada. El primer paso hacia la libertad es
admitir que no tenemos ningún poder sobre ella.
La palabra “vacío” describe la situación de nuestro espíritu en relación a la adicción.
Nos hemos quedado vacíos por agotamiento. El depósito de gasolina está vacío. Hemos
gastado toda nuestra energía y no nos queda ninguna esperanza. Pero el significado es
más profundo. También estamos “vacíos” en un sentido más fundamental. Todo el
poder pertenece a Dios. Él es el alfarero y nosotros la arcilla. Somos simples vasijas,
vacías de cualquier fuerza o poder. Pero como vasijas vacías, podemos recibir, retener y
ejercer el poder de Dios. Incluso podríamos decir que la cualidad fundamental que nos
hace humanos es que en y por nosotros mismos estamos vacíos. Somos ramas que
deben estar unidas a la vid. Al estar hechos a imagen y semejanza de Dios, nuestra alma
es de amor. Pero éste amor es el poder de Dios en nosotros, no nos pertenece. Estar
vacíos nos permite recibir la vida y el amor de Dios en nuestro interior.
2. Miseria
Tan importante como admitir nuestra falta de poder es llegar a darse cuenta de la
magnitud del daño que la adicción causa en nuestras vidas y en las de quienes nos
rodean. En el relato, la vida del hombre era un verdadero infierno. Era peor que la
muerte. Se causaba heridas y vivía entre cadáveres. Se quejaba angustiosamente. Vivía
solo, sin familia ni amigos. Cuando estamos poseídos por una adicción, nuestras vidas
también son un infierno. Nos hacemos daño y vivimos en medio de nuestra propia
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muerte y decadencia espiritual. Aunque estemos con otras personas, estamos aislados de
ellas. No podemos establecer relaciones significativas. La gente puede temer estar cerca
de nosotros. Hacemos daño a quienes se nos acercan para ayudarnos. Les desalentamos.
Hacemos que sus esfuerzos sean tan inútiles como las cadenas y grilletes con los que se
pretendía controlar al hombre poseído. Hasta que no nos demos cuenta de lo solos que
estamos y de lo muertas que están nuestras vidas, probablemente no estaremos listos
para la curación.
Incluso si sufrimos de adicciones menores, como el espíritu de crítica, el pesimismo,
la obsesión por nosotros mismos, la búsqueda desesperada de atención, la obsesión por
el trabajo o el enfado constante, seguimos hallándonos en la miseria. Estas formas de
posesión sutiles y aparentemente leves nos conducen a un grave aislamiento. Nuestra
actitud hace que los demás se alejen de nosotros.
3. Pedir ayuda a Jesús
Después de admitir nuestra falta de poder y la miseria de nuestras vidas ya estamos
preparados para un encuentro con Jesús. Cuando se acercó al lugar en el que vivía ese
hombre, éste se le acercó corriendo, se postró ante él y lo alabó. El hombre sabía que su
vida era un infierno y sabía que necesitaba ayuda. Dios tiene el poder de curarnos
incluso de nuestras peores adicciones y lo hará, pero antes tenemos que pedírselo.
Nosotros, como ese hombre, también tenemos que alabar a Jesús y pedir su
misericordia. Implorar la ayuda del Señor refuerza nuestra convicción de que somos
impotentes y demuestra al menos en cierta medida que deseamos su curación. También
demuestra que al menos tenemos algo de fe en él. Como dice Jesús, incluso la fe tan
pequeña como un grano de mostaza crecerá hasta mover la montaña de la adicción. Pero
antes de que entre en nuestras vidas tenemos que invitarle. Él no curará a nadie a la
fuerza. Alabarle y suplicarle ayuda es la forma de invitarle. Es la forma de plantar esa fe
como una semilla de mostaza en nuestros corazones.
Fíjate en lo que dijo el hombre inmediatamente después de haberle alabado: “¿Qué
tienes conmigo, Jesús, Hijo del Dios? Te ruego que no me atormentes”. Esto nos
muestra que al principio puede ser que no tengamos una clara noción de estar separados
de aquello que nos posee. Es posible que nuestro deseo de curación y de amor de
nuestro Salvador esté mezclado con una gran cantidad de resistencia por parte de la
fuerza adictiva. El Señor del Amor es misericordioso y no necesita una petición
perfecta. El simple hecho de contactar con él en medio de nuestra confusión le basta
para empezar a ayudarnos.
La Legión dijo a través de la boca del hombre: “¡No me atormentes!” Cuando
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estamos poseídos de forma similar por espíritus adictivos, parece que Dios sea
responsable, al menos en parte, de nuestra infeliz y desesperante situación. Puede ser
que nos preguntemos por qué no nos ayuda, por qué nos odia. Más adelante, es posible
que veamos que Dios sólo es un tormento para los espíritus que nos poseen, los cuales
se oponen completamente a las formas de hacer del amor. Pero hasta que lleguemos a
establecer una línea clara entre la voluntad de nuestro Amor interior y los espíritus del
pasado que nos han poseído, nuestro encuentro con Dios puede resultar desagradable.
En este punto, más allá del motivo o del contenido de lo que le digamos al Señor, lo
importante es el hecho de que deseamos llamarle y contactar con él. Lo único que
tenemos que hacer es arrodillarnos y empezar a hablar con él.
3. Abrir y sacar a la luz
La siguiente lección que aprendemos de este texto es que debemos abrirnos y sacar a
la luz la fuerza adictiva llamándola por su nombre. Jesús pregunta a los demonios cómo
se llaman. Estoy seguro de que él ya sabía su nombre, y que el motivo de su pregunta
fue exponer a la Legión a la luz de la verdad. Las adicciones crecen por medio de las
mentiras y el engaño. Las mentiras nos dicen que lo que hacemos está bien. Nos dicen
que “sólo por esta vez” no hará ningún daño. Nos dicen que la adicción somos nosotros
y que no podemos cambiar. Las mentiras son variadas, pero están todas diseñadas para
mantenernos atrapados.
Forzando a los demonios a decir su nombre, Jesús los expuso a la luz y empezó a
separarlos del hombre. Cuando lo dijeron en voz alta, el hombre poseído pudo ver
claramente que los espíritus estaban separados de él. Vivían en él, pero tenían un
nombre distinto del suyo propio. Fue muy importante que lo oyera, pues seguramente
tenía problemas para distinguir su propia conciencia de la de los demonios. Sin la ayuda
de Dios no somos capaces de discernir entre nosotros y la posesión, de modo que
quedamos atrapados en su red. Jesús nos invita aquí a ver a través de las mentiras y a
establecer un límite entre nuestro sentido de identidad y la voluntad destructiva de la
adicción. Tras haber roto la red del engaño que rodeaba a la Legión, Jesús empezó ya a
liberar al hombre. La Legión supo que su tiempo en el interior del hombre estaba
llegando a su fin.
Debemos aprender a distinguir entre la voluntad de la Legión y nuestro sentido de
identidad. No podemos establecer límites entre ambos sin sacar a la luz la verdad de
nuestros deseos y conductas adictivas. Muchos de nosotros gastamos una gran cantidad
de energía negando, minimizando y excusando esos aspectos de nuestro ser que
sabemos que son desagradables. Resulta muy terapéutico sentarse y escribir la verdad
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acerca de los deseos y necesidades que surgen de la fuerza que nos posee. Podríamos
empezar con estas palabras: La voluntad de la legión de espíritus posesivos y sus
consecuencias son las siguientes…
Esta lista debería ser un relato completo y detallado de nuestro hábito destructivo. Si
vemos que nos da miedo dar este paso, es posible que no creamos que la adicción se
deriva de una fuerza externa a nosotros. Todavía no vemos que hemos estado bajo su
tiranía. Si intentamos disimular o esconder la verdad de nuestros males y de nuestros
deseos perversos, lo que estamos haciendo es ayudar a mantener a la Legión alojada en
nuestro interior. ¿Por qué querríamos proteger a quien nos atormenta a menos que no
creyéramos que forma parte de nuestro propio ser? No se trata de nosotros. Es una
fuerza extraña que nos subyuga.
Una vez hayamos expuesto la situación de nuestra Legión personal, podremos dar un
paso más exponiéndola y separándola de nuestro ser. Podemos investigar y escribir
acerca de su origen. ¿Dónde aprendimos ese hábito? ¿Cuáles de nuestros antepasados
estaban poseídos de forma similar y nos transmitieron la Legión? Si somos alcohólicos,
por ejemplo, ¿de dónde surgió nuestra forma alcohólica de pensar y de vivir? En este
proceso puede sernos de gran ayuda un terapeuta. Cuando llegamos a ver dentro de un
contexto la fuente social e histórica de nuestros hábitos, nos cuesta mucho menos
comprender que se trata de espíritus o fuerzas externas que nos han poseído. Todos
nacemos como niños inocentes. Si recibiéramos una educación perfecta en el cielo, nos
convertiríamos en ángeles sin ningún problema; pero en la tierra, el niño inocente no
puede evitar estar expuesto a diversos estímulos que son todo menos amorosos e
inocentes. El espíritu de esas influencias negativas mantiene como rehén al niño creado
por el Señor del Amor. Estos espíritus nos impulsan a la acción y llegamos a
confundirlos con nosotros mismos.
La mayor mentira oculta en todas las adicciones es que el deseo destructivo y
posesivo es una parte de nosotros, cuando en realidad es una presencia extraña en
nuestro interior. Si podemos aferrarnos a esta idea incluso en medio de la tentación, nos
estamos acercando a la liberación. El objetivo de este paso es deshacer este proceso, ir
eliminando las capas hasta que veamos que los hábitos, las adicciones y los espíritus
posesivos no son nuestro ser fundamental sino fuerzas malignas invasoras.
Podemos seguir el ejemplo de Jesús y dar un nombre a los deseos destructivos que
sentimos. Cuando nos veamos tentados, podemos decir: “Ahí está la Legión de nuevo,
intentando tentarme, intentando hacerse pasar por mí”. Dando a esos deseos un nombre
distinto al nuestro, podemos crear una brecha entre ellos y nuestro sentido de identidad.
Puede ser de ayuda encontrarles un nombre adecuado. Por ejemplo, si nos poseen
espíritus gruñones, podemos llamarles así: “Los gruñones”. El distanciamiento es un
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paso esencial en nuestra recuperación. En lugar de pensar “quiero beber, fumar,
meterme con alguien, jugar, tener sexo, enfadarme o comerme todo ese pastel”,
pensamos “la Legión quiere que arruine mi vida, pero yo quiero la paz y la dicha de
Dios”.
Otra mentira que los espíritus posesivos nos arrojan es que podemos aprender a
controlarlos de alguna forma y conquistar nuestras adicciones nosotros mismos. En la
historia, Jesús también mostró al hombre que no estaba poseído por un solo espíritu sino
por un grupo entero de seres que deseaban hacerle daño. Seguramente esto ayudó al
hombre a comprender por qué se sentía tan impotente. Es importante que nos demos
cuenta de que cuando luchamos contra fuerzas posesivas armados únicamente con
nuestros propios recursos no estamos en igualdad de condiciones. No lo vemos, pero
somos uno contra toda una legión de enemigos. No podemos ganar sólo con nuestra
fuerza.
Por último, una poderosa mentira inventada por los invasores es que no podemos
cambiar. Podemos oír a alguien diciendo: “Eso es lo que soy, un gruñón. No puedo
cambiar”. O a otro que dice: “Soy demasiado mayor para cambiar. Siempre he tenido
este problema con el juego y siempre lo tendré”. Para ver a través de estas mentiras
tenemos que llegar a creer que en realidad sí que podemos cambiar. Esto puede resultar
muy difícil tras años de fracaso, pero con el Señor del Amor nada es imposible.
En resumen, este paso implica descubrir las mentiras de la adicción. Hay cuatro
mentiras fundamentales por las que las fuerzas posesivas intentan controlarnos. Son las
siguientes:
1. No tengo ningún problema.
2. La adicción o el hábito es quien yo soy.
3. Puedo superar la adicción por mí mismo.
4. No puedo cambiar.
Vale la pena destacar que, de hecho, las mentiras se contradicen unas a otras. Esta
yuxtaposición irracional demuestra que estas ideas son precisamente mentiras. Cuando
nos convencemos de ello, podemos centrarnos en sus verdades opuestas:
1. Sí que tengo un problema.
2. Me he entregado a espíritus que causan problemas, pero yo no soy el problema.
3. No estoy en igualdad de condiciones y necesito ayuda.
4. Con la ayuda de Dios ¡puedo liberarme y voy a cambiar!
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5. Ampliar la brecha
Considerarse malo e intentar ahogarse en el odio hacia uno mismo es
contraproductivo. El adicto debe aprender a condenar y ahogar la adicción, sin olvidar
que Dios nos ama a todos. Él nos creó a su imagen y semejanza, y como hijos suyos
todos tenemos un propósito en el hecho de estar vivos. La Legión se ahoga en el mar
con los cerdos, pero el hombre sigue con vida en tierra con la cordura recuperada.
Debemos ampliar la brecha entre la voluntad adictiva nuestro sentido de identidad.
Al saber que su reinado en el interior del hombre había finalizado, la Legión suplicó
a Jesús que la enviara a otro cuerpo que la hospedara, una manada de más de dos mil
cerdos. Para ese hombre, la experiencia de ver que quienes le habían atormentado
durante años eran aniquilados en el mar le cambió la vida. Jesús nos muestra aquí que
devolver la cordura a un solo hombre bien valió la muerte de esa gran cantidad de
cerdos. Las vidas de dos mil puercos es un precio pequeño a pagar por la salvación de
un hombre.
Esto también tiene un significado alegórico. Los cerdos se revuelcan en sus propias
heces y comen basura. Podemos verlos como la imagen de nuestros deseos más bajos y
egoístas. Todos tenemos instintos animales de supervivencia, de búsqueda del placer y
del propio engrandecimiento, pero somos más que eso. Fuimos creados
maravillosamente con la capacidad de crecer en sabiduría, humildad, gratitud y amor,
que son las cosas del espíritu.
Cuando la fuerza de la Legión empieza a cernirse sobre nosotros y a impulsarnos
hacia actos destructivos, nos conviene recordar que somos más que nuestros instintos
animales. En la historia, el poder de la Legión hizo que los cerdos se hundieran mientras
el hombre permanecía en la colina, ahora ya en su sano juicio. Nuestro sano juicio es
nuestra mente espiritual.
En la medida en que llegamos a identificarnos con las cualidades de nuestro ser
interior (humildad, gratitud, amor por la sabiduría, interés por los demás y un sentido de
unidad) podemos permanecer tranquilos en esa cumbre de conocimiento, mientras
vemos cómo nuestros deseos egoístas se hunden en su propia locura. Cuando estamos
en contacto con la gratitud, las ansias desaparecen. Cuando nos preocupamos por el
bienestar de los demás, no estamos tan preocupados por servirnos a nosotros mismos.
Cuando somos humildes, no nos creemos con derecho a ser auto indulgentes. Cuando
amamos la sabiduría, nos disgusta la insensatez.
El truco es mantener la atención en las cosas del espíritu. Somos hijos del Amor
Divino. No somos simple biología ni un conjunto de influencias culturales inadecuadas.
Podemos ampliar más la brecha entre nuestro sentido de identidad y nuestros deseos
adictivos y destructivos rezando para que sean expulsados de nosotros y hundidos, por
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así decirlo. De este modo establecemos un deseo opuesto que contrasta con la voluntad
adictiva y nos ofrece un punto de apoyo para oponernos a ellos. La Legión o la adicción
ya no tiene el monopolio de nuestros pensamientos ni de nuestra voluntad.
También es útil imaginar, mientras meditamos, que nuestra adicción es una manada
de cerdos que corre hacia el mar y se hunde. Contemplar así nuestra lucha interna
también nos aleja un paso más de la voluntad adictiva. Podríamos arrodillarnos y
explicarle a Jesús: “Señor, quiero que mis deseos, que son como cerdos, mueran y que
se manifieste mi naturaleza humana”. Estamos haciendo una elección. Jesús está
empezando a restablecer la voluntad y la libertad que habían sido completamente
dominadas por nuestra adicción, por la Legión.
6. Acabar con la conducta
Debemos acabar con nuestra conducta adictiva. Sencillamente, no existe ninguna
otra forma de superar una adicción sin dolor ni esfuerzo. Inevitablemente, como adictos,
en algún momento querremos ser indulgentes, pero si queremos recuperarnos debemos
tomar la decisión de resistir la tentación y desistir de la conducta destructiva.
Con la muerte de los cerdos, Jesús mostró claramente el poder inmenso y destructivo
de la Legión y al mismo tiempo reveló su propio poder. Aunque los demonios eran
extremadamente fuertes, le obedecieron y sucumbieron inmediatamente a su voluntad.
No pudieron con el Señor.
Todo esto, unido a los pasos anteriores, nos ayuda a acabar con nuestros
comportamientos destructivos. Podemos recordar que Jesús tiene el poder necesario
para resistir. A menos que creamos que él tiene el poder de salvarnos, intentaremos
hacerlo por nosotros mismos y fracasaremos. Pero él salvó al hombre de la Legión y
también puede salvarnos a nosotros de la nuestra. Asimismo podemos recordar que la
salvación de nuestra humanidad, de nuestra alma, bien merece la muerte de nuestros
deseos egoístas. Cuando pidamos ayuda a Jesús, podemos recordar su amor eterno e
infinito.
7. Reconocer y resistirnos a los cuidadores de cerdos
No todo el mundo estaba satisfecho con la muerte de los cerdos. Nuestra siguiente
tarea consiste en ver que después de separarnos de la fuerza externa, sigue habiendo una
parte de nosotros, representada por los cuidadores de cerdos, que no aprecia lo que está
ocurriendo. A ellos les gustaban sus cerdos y las cosas les parecían bien tal como
estaban. Eran incapaces de compartir la increíble alegría del hombre. Se perdieron una
verdadera oportunidad de celebración: ¡el hombre incurable estaba curado! Lo único
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que ellos veían era que sus cerdos estaban muertos. Les asustaba su pérdida económica,
pero también les asustaba el poder extraordinario de Jesús y le pidieron que se fuera.
A medida que nos vamos liberando de la Legión de nuestras ansias y pensamientos,
vemos que en nuestro interior residen sentimientos difíciles; los sentimientos que las
pautas adictivas habían estado encubriendo: miedo, culpa, resentimiento,
desmerecimiento, desprecio, depresión, enfado y demás. Estos sentimientos son difíciles
de afrontar, de modo que una parte de nosotros no valora el hecho de que estemos
manteniendo la sobriedad y se esté produciendo la recuperación. Estos sentimientos
están representados por los cuidadores de cerdos. A ellos no les preocupaba el hombre
sino su provecho personal. Eran mercenarios.
Los cerdos representan la auto indulgencia. Los pastores, la preocupación, la culpa y
otras tensiones similares. Estas emociones se aprovechan de la autoindulgencia adictiva
(los cerdos) porque ésta apacigua esos sentimientos tan difíciles de tratar. Estos son los
sentimientos que amplifican nuestros instintos animales. Ellos alimentan a los cerdos.
Cuando nos abstenemos de la autoindulgencia, nos quedan esos sentimientos
incómodos subyacentes. La historia no cuenta de forma explícita cómo lidiar con estas
tensiones. La falta de explicación es en sí misma un tipo de respuesta. De igual forma
que la historia no se centra en el trato con los pastores sino en la relación del hombre
con Jesús, cuando estas tensiones aparecen, lo mejor que podemos hacer es centrarnos
en nuestra relación con el Señor del Amor. Si nos centramos en la preocupación cuando
aparece, sólo acabaremos más preocupados. Sucede lo mismo con la culpa y la
frustración. ¿Cómo puedo ser un ser humano más amoroso? ¿Cómo puedo servir a
otros? ¿Cómo puedo mostrar gratitud? El hecho de hacernos estas preguntas sustituye
los pensamientos de preocupación, culpa y frustración por pensamientos y acciones
positivas.
8. Rogar a Jesús que nos guíe
Cuando Jesús se sube a la barca para irse, el hombre que había estado poseído le
ruega que le lleve con él. Cuando los cuidadores de cerdos de nuestro corazón se
resisten a que crezcamos gracias a la recuperación, es el momento de hacer lo mismo
que ese hombre: encontrar a Jesús. Ante nuestra resistencia interna a recuperarnos, nos
arrodillamos y pedimos estar con Jesús. Le decimos que queremos seguirle y estar con
él. Si le buscamos y buscamos su voluntad, él nos mostrará qué hacer. Este paso y el
siguiente están estrechamente unidos. Cuando sentimos las preocupaciones y las
tensiones representadas por los cuidadores de cerdos, es señal de que es el momento de
arrodillarnos.
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9. Proclamar nuestra salvación
El hombre quería seguir a Jesús, pero éste tenía un plan distinto para él: que
proclamara a todos sus amigos la Gloria y la misericordia del Señor. Después de estar
poseído y de vivir en las tumbas durante años, probablemente este hombre no tenía
amigos, pero proclamó su historia por toda la ciudad de Decápolis y “todo el mundo se
mostraba sorprendido”. Qué emocionante tuvo que haber sido para él compartir su
historia y despertar a muchas de esas personas a la fe en Jesús, aquel que le había
salvado.
Compartir nuestra historia es un paso importante en el hecho de dejar que Dios nos
cure y nos libere de nuestra adicción. Definitivamente, debemos explicar a otras
personas lo que Dios está haciendo por nosotros. Debemos contarles cómo eran nuestras
vidas cuando estábamos enganchados a nuestra adicción y lo maravilloso que es ser
libres al fin. Cuando sentimos la tentación, sea grande o pequeña, buscamos el contacto
con los demás. Este acto es una prueba de que Dios está obrando un milagro en nuestras
vidas. El hecho de contactar con otro ser humano en lugar de ser indulgentes con
nuestros deseos adictivos es el milagro. En el pasado no habríamos sido capaces de
hacerlo.
Como ante el deseo adictivo es difícil pensar con claridad, he manipulado las
palabras de cada uno de los pasos para formar una sola palabra más fácil de recordar:
“EM PO WERED ”*.
E (Empty of Power) Vacíos de poder: Somos vasijas vacías, con las fuerzas
exhaustas.
M (Misery) Miseria: La vida bajo la dictadura de la Legión es miserable.
P (Petition Jesus for Help) Pedir ayuda a Jesús: Por medio de la oración, nos
abrimos para recibir el poder del Señor.
O (Open and Expose) Abrirnos y sacar a la luz: Nos abrimos y sacamos a la luz
las mentiras con las que la adicción nos mantiene subyugados. Llegamos a ver la
adicción como una fuerza extraña.
W (Widen the Gap) Ampliar la brecha: Centrándonos en el hecho de que somos
seres espirituales, ampliamos nuestro distanciamiento mental de los deseos de la
fuerza posesiva.
E (End the Addictive Behaviors) Acabar con la conducta: Nos negamos a actuar
siguiendo sus impulsos.
R (Recognize and Resist the Pig-Feeders) Reconocer y resistirnos a los
cuidadores de cerdos: Cuando surgen los miedos, resentimientos y demás, los
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N.T: * Como la traducción al español no permite el mismo juego de palabras, se ha mantenido la palabra
original en inglés “EMPOWERED” (fortalecido).
reconocemos como extranjeros mercenarios en nuestra vida espiritual.
E (Entreat Jesus for Direction) Rogar a Jesús que nos guíe: Buscamos estar con
el Señor y conocer su voluntad.
D (Declare our Salvation) Proclamar nuestra salvación: Compartimos con los
demás la noticia de que el Señor ha salvado nuestras vidas.
En momentos de tentación, podemos pararnos y recordar esta palabra:
“EM PO WERED ” . Desde ahí podemos recordar mentalmente cada uno de esos pasos
esenciales. El simple hecho de tomarnos tiempo para revisarlos nos ayudará a romper
con el poder de las tentaciones. Luego, si los recorremos y los llevamos a cabo de uno
en uno, seguramente recibiremos la fuerza de Dios para superar nuestras adicciones. Él
llenará la vasija vacía de nuestro ser con su fuerza y su salvación. Cualquiera que se esté
recuperando de una adicción sabe que su recuperación es prácticamente un gran
milagro. En mi opinión, este milagro está al alcance de todos aquellos que lo necesiten.
La comunidad es un componente clave de este milagro por diversos motivos. En
nuestra cultura individualista, tendemos a ocuparnos de las cosas nosotros mismos,
sobre todo de nuestras luchas internas. Sin embargo, si consideramos las posibles causas
de esta tendencia, vemos que no son saludables. Quizás nos sentimos sencillamente
demasiado avergonzados para admitir nuestras debilidades ante los demás. Pero si
realmente comprendemos que nuestros pensamientos y conductas adictivas surgen de
fuentes externas, ya no sentiremos vergüenza. Por el contrario, nos sentiremos
indignados y querremos denunciar a los espíritus que nos oprimen. Por eso, si dejamos
que nuestros sentimientos de nos impidan trabajar dentro de una comunidad de
curación, seguiremos engañados y subyugados por ellos.
El otro motivo que posiblemente hace que deseemos liberarnos de la adicción
nosotros solos es que creemos que tenemos más posibilidades de conseguirlo que si
trabajamos con otras personas. Lo único que puedo decir al respecto es que si yo me
viera oprimido por una legión de enemigos poderosos, desearía contar con toda la ayuda
posible.
Necesitamos una comunidad segura en la que podamos hablar de los abusos que
hemos sufrido por parte de las fuerzas de la adicción. Necesitamos ser capaces de hablar
de ello, porque cuanto más hablemos de la adicción como una fuerza irresistible y
externa, más despertaremos al hecho de que es realmente eso. Entonces tendremos
poder para escapar a su control despiadado. También necesitamos a la comunidad para
cumplir el último mandato de Jesús en la curación: que vayamos a contarlo a nuestros
amigos. Si aquel que nos salva nos dice que compartamos las buenas noticias, es
extremadamente importante que lo hagamos. Es importante que otros lo escuchen y es
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igualmente importante para nuestro bienestar. Contar nuestra historia de adicción y
salvación a otras personas mantiene aún más nuestra sobriedad.
Aunque no sean idénticos, existe un cierto paralelismo entre esta historia y los
métodos que se siguen en los programas de doce pasos que siguen curando a la gente de
una amplia variedad de adicciones: admitir la propia impotencia y la incapacidad de
control, pedir ayuda al Señor, sacar a la luz las actividades y los deseos adictivos,
establecer una separación entre la adicción y nuestro sentido del ser, hacer un
seguimiento y resistir los sentimientos contrarios a la recuperación, buscar el contacto
con el Señor, compartir nuestra curación/recuperación, entre otros. Todos estos
elementos son comunes a las dos listas. Y cuando incluimos los pasos y las lecciones
que hemos aprendido en los dos primeros capítulos de este libro (encontrar a Dios,
admitir nuestros errores, reparar el daño y perdonar a los demás) alcanzamos una
armonía completa.
Si sufres de alguna adicción, te recomiendo que no dudes en acogerte a un programa
de doce pasos. Cuando participamos en un grupo de este tipo, nos exponemos a la
estimulante salvación y al poder de las obras del Señor en las vidas de muchos hombres
y mujeres. Tenemos asientos de primera fila para el mayor espectáculo de la tierra: la
salvación. En los grupos de recuperación estamos entre personas que comprenden
verdaderamente nuestros problemas, con las que podemos ser completamente honestos
sin desconfianza ni reservas. Una lección importante que he aprendido es que debemos
exponer la verdad acerca de la adicción. Una reunión de doce pasos es un lugar perfecto
para hacer este trabajo.
Cuando nos encontramos en medio de nuestra adicción nos resulta difícil creer que
Jesús puede curarnos. Pero las vidas curadas de millones de personas en las salas de
recuperación prueban que Dios cura a la gente incluso de las adicciones más graves y
desesperadas. Las personas adictas suelen quedarse con muy pocos amigos. Están
cerradas emocionalmente y sus conductas las han aislado. Pero en los círculos de
recuperación encontramos verdaderos amigos. Nos encontramos con gente que escucha
nuestra historia y se alegra con nosotros. Los grupos de recuperación de doce pasos
permiten que sus miembros crean en cualquier Dios.
Hacia el final del Evangelio de Juan, antes de que Jesús fuera crucificado y se
levantara de la tumba, leemos que prometió repetidamente que mandaría al Asistente, el
Espíritu Santo. Yo creo que el Espíritu Santo es el poderoso espíritu de Dios que actúa
en y a través de los seres humanos. Así pues, cuando participamos con otros en la ardua
tarea espiritual, podemos saber que Dios nos está hablando por medio de los hombres y
mujeres que nos rodean. Cuando trabajamos con otros hacia la evolución espiritual, el
propio Jesús se sienta con nosotros bajo la apariencia de otros hombres y mujeres. Él
43
dice: “Yo estoy en el más pequeño de mis hermanos”. Quizás para algunos, los
programas de doce pasos no serán adecuados. Quizás podamos trabajar con nuestra
pareja o encontrar nuestro hogar espiritual en un grupo de oración o en el mismo grupo
en el que trabajamos este libro. En cualquier caso, es importante trabajar con otros, y
cuando lo hacemos, Dios está presente. “Porque donde dos o tres se reúnen en mi
nombre, allí estoy yo en medio de ellos”, dice Jesús (Mateo 18:20).
Como sucede en muchas curaciones, ésta puede no ser definitiva. Es posible que
debamos repetir los pasos muchas veces. Cada vez que sintamos que la adicción está
intentando tomar el control de nuestros actos, es imprescindible que los revisemos.
Podemos hacerlo varias veces incluso en un solo día.
Es realmente maravilloso que aunque sea el Señor quien nos está curando, nosotros
no somos simplemente recipientes pasivos. La curación implica mucha acción por
nuestra parte, si bien la acción sola no es suficiente. Lo que da resultado es la
combinación de la acción con la fe. El amor no nos mueve como si fuéramos
marionetas, sino que el Señor del Amor nos invita a participar en la danza de la vida.
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Doce pasos de recuperación
Curación de la Legión
1. Admitimos que somos impotentes
1. Vacíos de poder: Estamos vacíos
ante nuestra adicción, que no
podemos controlar nuestras vidas.
2. Creemos que un Poder mayor
que nosotros podría devolvernos la
cordura.
3. Decidimos poner nuestra voluntad
y nuestras vidas al cuidado de Dios,
tal y como nosotros le entendemos.
4. Hacemos sin miedo un inventario
moral de nosotros mismos.
5. Admitimos ante Dios, ante
nosotros mismos y ante otro ser
humano la naturaleza exacta de
nuestros errores.
6. Nos disponemos completamente
a que Dios elimine esos defectos de
nuestro carácter.
7. Le pedimos humildemente que
suprima nuestros fallos.
8. Hacemos una lista de todas las
personas a las que hemos herido y
nos disponemos a compensarlas.
9. Compensamos a esas personas
directamente siempre que sea
posible, a menos que hacerlo las
perjudique a ellas o a otras.
10. Continuamos haciendo nuestro
inventario personal y cuando nos
equivocamos lo admitimos
inmediatamente.
11. Nos esforzamos por mejorar
nuestro contacto consciente con
Dios, tal y como le entendemos,
mediante la oración y la meditación,
y le rogamos que nos haga saber su
voluntad y nos dé el poder necesario
para llevarla a cabo.
12. Tras haber experimentado un
despertar espiritual gracias a estos
pasos, intentamos llevar este
mensaje a otros adictos y practicar
estos principios en todos nuestros
asuntos.
de poder ante la Legión, la adicción.
Somos vasijas vacías.
2. Miseria: Nuestras conductas
adictivas han llevado nuestras vidas
a la miseria (el hombre se
autolesionaba, se quejaba y vivía
entre las tumbas).
3. Pedir ayuda a Jesús: Al ver
nuestra impotencia y nuestra
miseria, pedimos ayuda al Señor (el
hombre se arrodilló ante Jesús y le
alabó).
4. Abrir y sacar a la luz: Exponemos
a la luz nuestros deseos y conductas
adictivas (la Legión dice su nombre
en voz alta) y los separamos de
nuestro sentido de identidad (la
Legión abandona al hombre y entra
en los cerdos).
5. Ampliar la brecha: Rezamos por
la separación entre nuestro sentido
de identidad y la Legión que nos
domina.
6. Acabar con la conducta: Dejamos
de actuar desde nuestros deseos
adictivos (la Legión hunde a los
cerdos en el mar).
7. Reconocer y resistirse a los
cuidadores de credos: Enfrentados a
nuestros deseos contrarios a la
recuperación, nos resistimos a ellos
sabiendo que son mercenarios que
no desean nuestro bienestar (los
cuidadores).
8. Rogar a Jesús que nos guíe:
Rogamos a Jesús que nos permita
estar con él y conocer su voluntad
para con nosotros (el hombre quería
estar con el Señor).
9. Proclamar nuestra salvación:
Explicar a los demás la buena noticia
de que Jesús ha salvado nuestras
vidas (cuando Jesús se lo pidió, el
hombre proclamó su gloria por toda
Decápolis).
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MEDITACIÓN
Tras entrar en un estado meditativo, busca un hábito sobre el que creas que tienes
poco o ningún control. Ahora revive la experiencia del hombre poseído por la Legión.
Imagina que estás entre las tumbas, rompiendo cadenas, lesionándote y quejándote todo
el día y toda la noche. Siente su agonía y su desesperación. Siente que Jesús se
aproxima por detrás y date la vuelta. Corres hacia él. Ordena al espíritu que te
abandone. Te inclinas ante él y pronuncias estas palabras: “¿Qué tienes conmigo, Jesús,
Hijo del Dios Altísimo? ¡Te ruego por Dios que no me atormentes!”
Entonces Jesús pregunta: “¿Cómo te llamas?” Y oyes salir estas palabras de tu boca:
“Me llamo Legión, porque somos muchos”. Oyes cómo los espíritus utilizan tu voz para
decir que quieren entrar en los cerdos. De pronto, sientes que la maldad y la fuerza
opresiva del hábito que has elegido salen de ti y ves cómo la manada de cerdos corre
colina abajo. Es tan grande que tarda unos minutos en precipitarse toda al mar. Te
sobrecoge un sentimiento de paz y libertad. Percibes tu aliento y sientes que por fin eres
tú mismo. Los cuidadores de cerdos llegan y le dicen a Jesús que se vaya.
Tú le alabas y le pides que te deje ir con él, pero él te da una misión: que proclames
el milagro a todo el mundo.
HOJAS
1. Los hábitos y adicciones son fuerzas externas que nos poseen.
2. La voluntad de estos espíritus posesivos entra en nosotros como si fuera la nuestra
propia.
3. Su voluntad destructiva no es quien nosotros somos.
4. Las adicciones sobreviven por medio de las mentiras.
5. La adicción nos hace miserables pero nos miente diciendo que nos hará felices.
6. Nosotros no somos el problema, pero sí que tenemos un problema.
7. No podemos solucionar el problema nosotros mismos, pero con la ayuda del Señor
y de otras personas podemos curarnos.
8. Bajo las conductas adictivas se esconden sentimientos no resueltos de culpa,
enfado, miedo, resentimiento, etc., representados por los cuidadores de cerdos.
FRUTO
Cuando nos encontramos ante la tentación repasamos mentalmente la lista
EMPOWERED. Si consideramos que tenemos una verdadera adicción o un mal hábito
permanente, durante la semana exploramos detalladamente cada uno de los puntos del
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siguiente modo:
E (Empty of Power) Vacíos de poder: Somos vasijas vacías, con las fuerzas
exhaustas. Escribimos todas las formas en que hemos intentado parar pero no
hemos podido. Apuntamos todas las conductas que demuestran nuestra
impotencia.
M (Misery) Miseria: La vida bajo la dictadura de la Legión es miserable. Escribimos
todas las desgracias que hemos soportado debido a nuestra adicción o nuestro
hábito.
P (Petition Jesus for Help) Pedir ayuda a Jesús: Por medio de la oración, nos abrimos
para recibir el poder del Señor. Nos arrodillamos y rezamos pidiendo ayuda
durante un buen rato.
O (Open and Expose) Abrirnos y sacar a la luz: Nos abrimos y sacamos a la luz las
mentiras con las que la adicción nos mantiene subyugados. Llegamos a ver la
adicción como una fuerza extraña. Escribimos todas las mentiras con las que la
adicción nos alimenta.
W (Widen the Gap) Ampliar la brecha: Centrándonos en el hecho de que somos
seres espirituales, ampliamos nuestro distanciamiento mental de los deseos de la
fuerza posesiva. Escribimos todas las cualidades que hemos recibido del Señor del
Amor y todas las que, como seres espirituales, desearíamos poseer. Meditamos
sobre ellas como aquello que constituye nuestro verdadero ser, el cual nos ha sido
dado por el Señor.
E (End the Addictive Behaviors) Acabar con la conducta: Nos negamos a actuar
siguiendo sus impulsos.
R (Recognize and Resist the Pig-Feeders) Reconocer y resistirnos a los cuidadores
de cerdos: Cuando surgen los miedos, resentimientos y demás, los reconocemos
como extranjeros mercenarios en nuestra vida espiritual. Escribimos todos los
miedos y preocupaciones que nos hacen desear volver a la adicción.
E (Entreat Jesus for Direction) Rogar a Jesús que nos guíe: En meditación, buscamos
estar con el Señor y conocer su voluntad.
D (Declare our Salvation) Proclamar nuestra salvación: Compartimos con los demás
la noticia de que el Señor ha salvado nuestras vidas. Compartimos todo lo que
hemos escrito en los puntos anteriores con un amigo o mentor de confianza.
Todo esto supone un gran esfuerzo, pero creo que la recompense vale la pena. Si
estás trabajando en un capítulo del libro por semana, te recomiendo que trabajes en una
sola letra de la palabra EM PO WERED cada día. No obstante, en total son nueve
letras, y para quienes trabajen en grupo sólo hay seis días entre un encuentro y otro.
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Afortunadamente, estas reuniones nos ofrecen la oportunidad de llevar a cabo la última
de las tareas, que es contar a los demás cómo el Señor ha obrado en nuestra vida durante
la última semana. Esto todavía nos deja dos tareas pendientes. Una es “acabar con las
conductas adictivas”, que podemos realizarla junto con el paso siguiente que consiste en
“reconocer y resistirnos a los cuidadores de cerdos”. La última es “pedir ayuda a Jesús”.
Ojalá ésta puede convertirse en parte de nuestras oraciones y de nuestras prácticas de
meditación diarias, así como en parte de nuestro modo de vida. También existe la
opción de elegir dedicar más de una semana a este capítulo.
CUESTIONES PARA EL DEBATE
1. ¿Has observado algún cambio positivo esta semana en relación a esta curación?
2. ¿Cuál ha sido tu experiencia del ejercicio de meditación? ¿Qué sentiste al entrar en
un estado de impotencia?
3. Si te sientes cómodo hablando del hábito o la adicción sobre la que decidiste
trabajar y has sentido algún tipo de alivio gracias al milagro de esta semana, por favor,
compártelo con el grupo.
4. ¿En qué paso o pasos encontraste más resistencia por tu parte?
5. ¿Cuál fue el más útil para ti?
6. ¿Qué tal te fue trabajar en esta curación y compartirlo con otras personas?
7. ¿Llegaste a comprender alguna cosa de las vidas de otras personas que luchan con
la adicción? Desde esta perspectiva, ¿cómo te sentiste durante la meditación?
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CURACIÓN DE LA GUERRA INTERIOR
“Vete en paz.”
Marcos 5:21–43
Después de que Jesús regresó en la barca al otro lado del lago, se reunió
alrededor de él una gran multitud, por lo que él se quedó en la orilla. Llegó
entonces uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo. Al ver a Jesús, se arrojó
a sus pies, suplicándole con insistencia: “Mi hijita se está muriendo. Ven y pon
tus manos sobre ella para que se sane y viva”.
Jesús se fue con él, y lo seguía una gran multitud, la cual lo apretujaba. Había
entre la gente una mujer que hacía doce años padecía de hemorragias. Había
sufrido mucho a manos de varios médicos, y se había gastado todo lo que tenía
sin que le hubiera servido de nada, pues en vez de mejorar, iba de mal en peor.
Cuando oyó hablar de Jesús, se le acercó por detrás entre la gente y le tocó el
manto. Pensaba: “Si logro tocar siquiera su ropa, quedaré sana”. Al instante cesó
su hemorragia, y se dio cuenta de que su cuerpo había quedado libre de esa
aflicción.
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Al momento también Jesús se dio cuenta de que de él había salido poder, así
que se volvió hacia la gente y preguntó: “¿Quién me ha tocado la ropa?” “Ves
que te apretuja la gente” le contestaron sus discípulos, “y aun así preguntas:
‘¿Quién me ha tocado?’” Pero Jesús seguía mirando a su alrededor para ver
quién lo había hecho. La mujer, sabiendo lo que le había sucedido, se acercó
temblando de miedo y, arrojándose a sus pies, le confesó toda la verdad.
“¡Hija, tu fe te ha sanado!” le dijo Jesús. “Vete en paz y queda sana de tu
aflicción”.
Todavía estaba hablando Jesús, cuando llegaron unos hombres de la casa de
Jairo, jefe de la sinagoga, para decirle: “Tu hija ha muerto. ¿Para qué sigues
molestando al Maestro?”
Sin hacer caso de la noticia, Jesús le dijo al jefe de la sinagoga: “No tengas
miedo; cree nada más”. No dejó que nadie lo acompañara, excepto Pedro,
Jacobo y Juan, el hermano de Jacobo. Cuando llegaron a la casa del jefe de la
sinagoga, Jesús notó el alboroto, y que la gente lloraba y daba grandes alaridos.
Entró y les dijo: “¿Por qué tanto alboroto y llanto? La niña no está muerta sino
dormida”.
Entonces empezaron a burlarse de él, pero él los sacó a todos, tomó consigo
al padre y a la madre de la niña y a los discípulos que estaban con él, y entró
donde estaba la niña. La tomó de la mano y le dijo: “Talita cum” (que significa:
Niña, a ti te digo, ¡levántate!). La niña, que tenía doce años, se levantó en
seguida y comenzó a andar. Ante este hecho todos se llenaron de asombro. Él
dio órdenes estrictas de que nadie se enterara de lo ocurrido, y les mandó que le
dieran de comer a la niña.
Estas dos curaciones —la mujer curada de su hemorragia y la resurrección
de la hija de Jairo—están unidas tanto en el sentido literal como en el sentido espiritual
de nuestra evolución personal. Las dos curaciones se presentan de la misma forma, una
dentro de otra, en los otros tres Evangelios, de Mateo, Marcos y Lucas. Existen también
otros puntos intrigantes que conectan las dos historias. La hija de Jairo tenía doce años,
los mismos que la mujer llevaba sufriendo de hemorragias. Doce es también la edad en
50
que las niñas suelen empezar a menstruar, que era el problema de la mujer.
En el caso de ésta última, ella había estado esperando una curación personal y
privada, pero Jesús la hizo pública. Jairo, por otra parte, le pidió ayuda a Jesús
públicamente, pero él resucitó a su hija en privado, dándoles instrucciones de que
mantuvieran su curación en secreto. Una curación es la inversa de la otra.
En ambas, se cuestionaron la autoridad y la sabiduría de Jesús. En la primera, los
discípulos no podían creer que Jesús preguntara quién le había tocado en medio de las
masas de gente. En la última, la gente que lloraba la muerte de la niña lo ridiculizó
cuando dijo que no estaba muerta sino dormida.
En los Evangelios de Marcos y Lucas, ambas curaciones siguen inmediatamente a la
de la expulsión de la Legión. En Mateo, hay diecisiete versos entre ésta y las otras dos
historias. Como veremos más tarde, estos diecisiete versos reiteran el mensaje espiritual
escondido en estas dos curaciones. Del mismo modo que las tres curaciones (la del
hombre poseído, la de la mujer y la de la niña) están unidas en las palabras de la Biblia,
también lo están en el espíritu de la Palabra. Todas ellas tratan de la recuperación del
trauma provocado al tener nuestra voluntad sometida a fuerzas malignas externas, cosa
que personalmente considero que es la realidad de todas las adicciones y malos hábitos
obsesivos. La curación del hombre de la Legión nos enseña en detalle el procedimiento
que debemos seguir para escapar del infierno e ir a los brazos del Padre que nos ama.
Estas dos últimas historias nos ofrecen una visión más profunda de la dinámica
espiritual y psicológica que nos mantiene atrapados en los ciclos adictivos y cómo el
Señor del Amor puede liberarnos de ellos. En este capítulo nos centraremos
especialmente en la historia de la mujer que tocó a Jesús en la multitud; la curación de
la hija de Jairo la trataremos en el capítulo siguiente.
En algunas tradiciones espirituales se hace referencia al mundo natural como el
vientre de nuestro espíritu. En este sentido, Jesús dice estas palabras: En verdad os digo
que lloraréis y os lamentaréis, en cambio el mundo se alegrará. La mujer cuando da a
luz tiene dolor, porque ha llegado su hora. Pero cuando su hijo ha nacido ya no se
acuerda de la angustia, por el gozo de haber traído un ser humano al mundo. También
vosotros sentís ahora tristeza, pero os volveré a ver y vuestro corazón se alegrará, y
nadie os podrá quitar vuestro gozo (Juan 16:20–22).
Jesús también habla a Nicodemo de renacer espiritualmente. Nuestras experiencias
en el mundo natural son el alimento con el que nuestro espíritu se hace más fuerte en
amor. Nuestro cuerpo natural es el seno desde el cual puede nacer nuestra conciencia
espiritual. En esta historia leemos que una mujer sufría hemorragias. Creo que es
sensato imaginar que este flujo de sangre se originaba en su vientre. Cuanto más
intentaba controlarlo y remediarlo, más empeoraba. Agotó todo su dinero en médicos
51
hasta que no le quedó nada, y sin embargo sólo consiguieron empeorar el problema.
Después de doce años estaba económica, física y emocionalmente agotada.
El mensaje espiritual que esconde esta historia es que a veces, nuestros mayores
esfuerzos por liberarnos de hábitos nacidos de los instintos naturales de nuestro cuerpo
no sólo fracasarán, sino que en realidad agravarán y empeorarán el problema. Cuanto
más luchamos con nosotros mismos, más heridos y exhaustos acabamos. En nuestro
estado traumatizado y debilitado, tenemos menos recursos espirituales (esperanza, fe,
humor, resistencia) para vivir una vida basada en el amor. Y no obstante, no nos
atrevemos a dejar de luchar contra nuestros malos hábitos. Como la mujer de la historia,
estamos atrapados en un círculo vicioso. No podemos dejar de intentar ser mejores, pero
nuestros esfuerzos empeoran la situación.
Esta curación trata de la desesperación. Paradójicamente, nos cura de la esperanza de
ser curados, al menos en la forma que habíamos imaginado. Trata de aceptar nuestras
imperfecciones y de llegar a verlas como parte integral de la perfección de Dios.
En la antigua cultura judía, la menstruación de la mujer, aunque fuera normal y sana,
se consideraba sucia. Pero la hemorragia mensual femenina forma parte del plan
perfecto de Dios. Es un aspecto necesario de la biología de la mujer, que le permite
llevar en su vientre un niño en desarrollo y, finalmente, dar a luz. Bajo este punto de
vista, la menstruación no es sucia sino valiosa o incluso sagrada.
Yo considero nuestra vida en la tierra algo similar. Puede ser incómoda y sucia, pero
es necesaria e incluso sagrada teniendo en cuenta su propósito: nuestro nacimiento
espiritual. Si todo en la vida siempre fuera como quisiéramos, nunca nos
encontraríamos con ningún desafío; nunca tendríamos la oportunidad de crecer
espiritualmente. Sólo en el contexto de nuestros miedos y decepciones tenemos la
oportunidad de volver nuestras vidas hacia una voluntad superior a la nuestra: la
voluntad de Dios. Y del mismo modo que las culturas antiguas consideraban la
menstruación algo patológico, nosotros tendemos a considerar patológica la suciedad de
la vida. A veces, aquellos que perseguimos una vida espiritual nos confundimos acerca
de qué es lo que conlleva una vida espiritual y empezamos a exigirnos una pureza moral
poco realista. Cualquier imperfección en nuestros actos, palabras o deseos nos genera
un ataque intensificado contra nuestros instintos naturales. Nos volvemos
perfeccionistas espirituales.
La verdad es que como humanos nacidos en una completa ignorancia espiritual y
dentro de un cuerpo biológico, nunca podremos ser espiritualmente puros. De hecho, si
pensamos que somos espiritualmente perfectos, estamos padeciendo dos enfermedades
espirituales: el autoengaño y la arrogancia. El objetivo no es la perfección sino el amor.
El amor es nuestro verdadero espíritu. Es el ser espiritual, nuestro ser verdadero, que se
52
forma en el vientre de nuestro ser biológico. No hace falta ser perfecto para amar. Al
contrario, si no fuera por nuestras imperfecciones y las imperfecciones de quienes nos
rodean, amar sería imposible. Amar a una persona perfecta, que siempre es dulce,
amable, cariñosa, comprensiva, divertida, agradable, carismática y adorable es
demasiado fácil. Tanto, que ni siquiera es realmente amor. Cuando seguimos dándonos
a los demás a pesar de todas sus imperfecciones, es cuando el amor se convierte en algo
real.
Y nosotros también necesitamos las nuestras. Nuestras debilidades e imperfecciones
hacen que nos mantengamos humildes. Nos hacen humanos. Nos ablandan y nos
obligan a dejar de sentarnos en el lugar del juez. En la medida en que juzgamos a los
demás por sus faltas, no les estamos amando. Nuestras propias flaquezas y debilidades
nos despiertan a un espíritu de misericordia y amabilidad con quienes son humanos
como nosotros. Utilizamos la palabra humano como sinónimo de débil, y creo que en
ello existe cierta sabiduría: “Sólo es humano”. Ser humano es ser débil, y aceptarlo con
dignidad es lo que nos convierte en humanos.
El hecho de no aceptar las propias imperfecciones nos conduce al equivalente
espiritual de la hemorragia. Cuando agotamos todos nuestros esfuerzos para ser
moralmente perfectos, sólo empeoramos las cosas, pues seguimos obsesionados con
nosotros mismos. Lo estamos tanto que no podemos soportar enfrentarnos al hecho de
que tenemos algunos defectos, de que somos humanos. En otras palabras, no
soportamos no ser Dios. No sé si existe alguna imperfección moral mayor que la de
insistir en que el propio yo sea o pueda ser Dios. Por lo tanto, nuevamente, cuanto más
nos empeñamos para conseguirlo, más enfermamos espiritualmente. Nuestra vitalidad
espiritual va drenando igual que la sangre de esa pobre mujer. Sin embargo,
generalmente no pensamos que sean precisamente nuestros esfuerzos por superar una
adicción los que la provocan y la sostienen. Yo creo que eso es cierto, al menos en
algunos casos: la adicción se mantiene cuando intentamos superar las conductas
adictivas por un interés propio que aparentemente es espiritual.
Podemos imaginar cómo la hemorragia de la mujer no sólo la drenó físicamente sino
también mentalmente. Podemos estar seguros que esta angustiante enfermedad y su
intento de encontrarle remedio absorbían la mayoría de sus pensamientos y emociones.
Para ella, su hemorragia tuvo que haberse convertido en parte integrante de la noción
que tenía de sí misma. Debió llegar a perder la esperanza de curarse a menos que fuera
por un milagro. Cuando oyó hablar de los poderes de Jesús para curar, tuvo que ir. Sin
embargo, no quería una escena en público. Quería una curación privada y secreta. No
quería admitir que estaba enferma, y menos aún que padecía un tipo tan vergonzoso de
enfermedad. Aunque en la cultura moderna ya no se considera que la menstruación sea
53
“sucia”, la mayoría de nosotros sentimos alguna vergüenza o bochorno por nuestros
órganos reproductivos. Si se diera el caso, también preferiríamos una curación en
secreto antes que una en público si nuestros genitales fueran la zona afectada por
nuestra enfermedad.
Pero Jesús tenía otros planes. “¿Quién me ha tocado?” preguntó. No iba a dejarla
marchar sin llamar la atención de esa gran multitud hacia su enfermedad y su curación.
No me cabe ninguna duda de que Jesús ya sabía quién le había tocado y qué le ocurría.
Sabía que Pedro pescaría lo suficiente para pagar sus impuestos. Sabía cuándo y cómo
iba a morir. Sabía a quién había curado. Pero la curación todavía no era completa.
Todavía tenía que curar a esta mujer de la enfermedad espiritual y psicológica paralela a
su enfermedad física.
Al igual que la mujer de la curación que vimos en el capítulo uno, esta mujer se
enfrentaba a estigmas y opresiones culturales. Era una mujer, estaba enferma (un signo
de pecado en esa cultura) y, además, la naturaleza de su enfermedad le habría supuesto
aún más vergüenza y un estigma mayor. Tuvo que haber sido muy humillante para ella
tener a tantos médicos buscando y probando posibles curas. Pero al menos esos
encuentros con ellos no involucraban a mucha gente. Ahora se estaba exponiendo la
verdad ante una gran multitud. Leemos que “la mujer, sabiendo lo que le había
sucedido, se acercó temblando de miedo y, arrojándose a sus pies, le confesó toda la
verdad”. Para ella, esa fue una experiencia tan dura que estaba realmente temblando.
Debemos preguntarnos por qué Jesús la obligó a pasar por esa dura experiencia. A mí
se me ocurren dos razones. La segunda (hablaré de la primera más tarde) es que lo hizo
para elogiarla y apoyarla públicamente. La llamó hija suya y le dijo que su fe la había
curado. Honrándola en público contradijo y anuló sus sentimientos de vergüenza. Esta
es para mí la segunda razón, pues no creo que sea la primera. Tal y como yo lo veo, la
lección fundamental y más importante por la que la obligó a encarase con él en público
fue para acabar con su orgullo e, indirectamente, también con el nuestro.
La raíz de nuestra insistencia en ser espiritualmente perfectos o moralmente puros es
un orgullo malsano. Estamos intentando jugar a ser Dios. Lo que creemos que es un
defecto contra el que desatamos un completo ataque, en realidad es la gracia salvadora
de Dios. Cuando nos encontramos en ese estado, el defecto es lo único que nos impide
convertirnos en unos completos y despreciables engreídos. Nos enfurecemos con
nuestra imperfección hasta que acabamos destrozados. Es así cómo Dios acaba con
nuestro orgullo. Al final ya no podemos seguir escondiéndonos del hecho de que
tenemos muchísimos defectos. La adicción y los hábitos obsesivos son una de las
formas más dolorosas pero más efectivas con las que Dios nos cura de nuestro orgullo.
Como ya he mencionado arriba, en los Evangelios de Marcos y Lucas este milagro
54
aparece justo después del de la expulsión de la Legión y del de la curación de la mujer y
la niña. No es ninguna coincidencia que todas las historias incluidas en esos diecisiete
versos tengan que ver con que Jesús se relacionaba con pecadores o les perdonaba
mientras los fariseos fruncían el ceño. Primero, perdona al paralítico y los fariseos lo
desaprueban. Luego, toma a un recaudador de impuestos como discípulo.
Inmediatamente después, los fariseos le pillan disfrutando de una cena con pecadores y
recaudadores. Los últimos de esos diecisiete versos empiezan con las palabras de los
discípulos de Juan el Bautista, que preguntan por qué los discípulos de Jesús no ayunan.
Una parte de la explicación de Jesús es: “Nadie remienda un vestido viejo con un
retazo de tela nueva, pues el remiendo fruncirá el vestido y la rotura se hará peor. Ni
tampoco se echa vino nuevo en odres viejos. De hacerlo así se reventarán los odres, se
derramará el vino y los odres se arruinarán. Más bien, el vino nuevo se echa en odres
nuevos, y así ambos se conservan” (Mateo 9:16–17).
Tradicionalmente, esta enseñanza se explica diciendo que las nuevas ideas de Cristo
deben ponerse en mentes nuevas y flexibles. Generalmente, el vino viejo se considera
superior al vino nuevo. ¿Significa esto que Jesús consideraba su doctrina inferior a la
antigua? Su ejemplo sobre los odres también sigue inmediatamente al de reparar ropa,
en el que el Señor dice que debe ser reparada con un retazo igual de viejo. Esto no
concuerda en absoluto con la idea de que estos versos estén hablando de poner las ideas
de Jesús en mentes jóvenes. La cuestión aquí es que lo viejo es más útil que lo nuevo.
Por lo tanto, una forma alternativa de comprender esta parábola es que Dios utiliza
nuestros defectos. Unos pantalones nuevos no necesitan un remiendo, pero unos viejos
sí, y se deben arreglar con una tela igualmente vieja. Sólo podemos ser útiles a quienes
nos necesitan después de habernos encontrado varias veces ante un obstáculo espiritual
y de haber reconocido nuestras debilidades. Si creemos que somos espiritualmente
“nuevos” (es decir, casi perfectos), nuestros intentos para ayudar a otros, para
remendarlos, sólo empeorarán la situación. Un espíritu joven que todavía no se ha
humillado ante las imperfecciones juzgará, y eso sólo empeorará la ruptura espiritual del
otro. La sabia humildad adquirida con los años nos permite ayudar a los demás de forma
efectiva.
Los odres viejos que contienen vino viejo no son tan flexibles como los nuevos, y
por eso son inferiores. Admitir nuestra inferioridad espiritual nos permite contener un
mejor vino, es decir, disponer de más amor par dar. Y si somos un odre nuevo (no
tenemos problemas evidentes), se nos llenará de vino nuevo e inferior. Cuando no
reconocemos nuestra debilidad espiritual natural, simplemente no podemos ser
humildes, y sin una humildad procedente de la experiencia, no podemos ofrecer mucho
amor. Pero al final todo odre nuevo envejece y el vino que contiene se vuelve de calidad
55
superior. Del mismo modo, simplemente el hecho de vivir la vida nos obliga a
volvernos más humildes.
Así que a pesar de que inicialmente parece grosero, Jesús acaba con el orgullo de la
mujer y con el nuestro por amor. Él sabe que queremos crecer espiritualmente y sabe
que éste es el único camino. El amor nos hace gritar de desesperación: “Sí, tengo
defectos y a pesar de todos mis esfuerzos los tengo más que nunca”. Irónicamente,
cuando nos desesperamos por no poder superar nuestros problemas con nuestros propios
esfuerzos es cuando más cerca estamos de ser curados.
Estábamos intentando dominar, enjaular y controlar nuestros aspectos menos
agradables con nuestro propio poder y orgullo. Estábamos sufriendo el engaño de que
era por motivos espirituales y estábamos intentando controlarnos desde la espiritualidad.
Pero en realidad, en la medida en que lo hacíamos desde nuestro orgullo, nuestra propia
voluntad o nuestro poder imaginario, estábamos actuando desde nuestro yo biológico
más bajo y no por los motivos espirituales del amor.
Hay una historia del Génesis que ofrece el mismo mensaje que esta curación. Tras
haber sido enviado en busca de una esposa, Jacob se dedica a trabajar para su tío Laban.
Laban significa blanco, un color asociado a la pureza. Jacob desea casarse con Raquel,
cuyo nombre significa oveja, un signo de inocencia y fertilidad, pero su tío le entrega a
Lea, nombre de la debilidad. El simbolismo es evidente y cuenta la misma historia que
el milagro de este capítulo: trabajar para conseguir la perfección y la esperanza de ser
inocente nos conduce a ver nuestras debilidades.
Al final, Jacob deja de intentar satisfacer a Laban y se va con Raquel, Lea y un grupo
de parientes. Pero Raquel ha robado los ídolos de Laban y éste persigue a Jacob para
recuperar a sus dioses. Raquel los esconde bajo su silla y simula que está menstruando
y, por lo tanto, que está sucia, de modo que impide que Laban busque ahí donde hay
impureza. Además, que una mujer con la menstruación se sentara encima de un ídolo
sería una abominación en esa cultura, así que su padre nunca podría imaginar que lo
había hecho. En esta historia, Laban representa nuestro perfeccionismo arrogante. El
ídolo de una actitud como esa es obviamente la perfección misma. El mensaje simbólico
es que la pureza y la perfección, representadas por los ídolos, no existen como las
imaginamos, es decir, como una especie de blancura inmaculada en medio de la
suciedad de la vida. En otras palabras, el plan perfecto de Dios existe de hecho en la
imperfección de nuestras vidas como seres humanos. Al igual que Laban no podía
encontrar los ídolos, nuestro orgullo no puede ver la perfección dentro del caos de la
vida. Como el vientre materno, a veces la vida es incómoda y molesta, pero forma parte
del plan perfecto y creativo de Dios.
Cuando el grupo sigue su camino, Jacob lucha con Dios y, tras ganar la pelea, le pide
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una bendición. La bendición es doble: por un lado, un nuevo nombre, Israel, que entre
otras cosas significa que Dios persevere. Ésta es una oración que expresa humildad. No
podemos depender de nuestras propias fuerzas. Pero Dios sí que ha perseverado; es él
quien nos ha dado humildad. Otro significado de Israel es gobernará como un rey.
¿Cómo gobernará Dios? Con misericordia y amor puros. Irónicamente, sólo podemos
gobernar como Dios cuando dejamos de intentar gobernar nuestras propias vidas.
Podemos juzgar igual que lo hace Dios (con perdón y misericordia puros) sólo cuando
dejamos de juzgar. La perfección de Dios está dentro de las imperfecciones. La
impureza y los defectos no son un problema para el amor. Antes de que Jacob recibiera
la bendición de Dios, durante la pelea éste le provocó una contractura en el músculo de
la cadera que le hizo cojear el resto de su vida. Esto simboliza el mismo mensaje: la
imperfección es parte de la vida y, de hecho, es una bendición de Dios.
El mensaje de la historia de Jacob es el mismo que el de la mujer que sufría de
hemorragias. El milagro termina con las cariñosas palabras de Jesús: “Hija, tu fe te ha
sanado; vete en paz y queda sana de tu aflicción”. De nuevo, la fe es crucial; y de nuevo
es crucial que comprendamos bien qué significa la fe en Jesús. Significa poner el
bienestar de todos por encima de nuestros propios deseos.
Creo que gran parte de nuestro deseo de ser perfectos se basa en querer dar una
buena imagen de nosotros mismos ante los demás. Nuestros esfuerzos nacen del orgullo
y de desear una buena reputación. Cuando nos empeñamos en obtener la aprobación de
otras personas, las estamos esclavizando. En nuestro esfuerzo por halagar nuestro ego,
las utilizamos como simples catalizadores. Por muy generosos que seamos, en realidad
no las estamos amando. Sólo nos estamos amando a nosotros mismos por medio de
ellas. Esta falsa preocupación por los demás se llama a menudo “deseo de agradar”.
Este milagro nos invita a superar nuestra preocupación por lo que los demás piensan
de nosotros. La mujer creía que Jesús podía curarla, y lo hizo, pero no de la forma
discreta que ella esperaba. Probablemente nosotros creemos que Jesús puede curarnos
de nuestros problemas, y puede hacerlo, pero a menudo tampoco tan discretamente
como esperamos. Jesús quiere curarnos dentro del contexto de la comunidad. Quiere
curarnos en compañía de otros seres humanos. Y lo hace por dos razones: una,
bendecirnos con relaciones significativas basadas en un desarrollo y curación mutuas;
dos, para catalizar la curación de quienes nos rodean por medio de nuestra propia
curación; tres, para catalizar nuestra propia curación por medio de los demás; cuatro,
para recordarnos que Dios no vive sólo en nuestras cabezas o en un libro, sino en el más
“pequeño” de nosotros, es decir, en todos nosotros; y cinco, para liberarnos de la
preocupación acerca de lo que los demás piensen de nosotros.
Jesús no quería que esta mujer se escabullera curada en el cuerpo pero todavía
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enferma en la actitud. Le exigió que afrontara su miedo y que se plantara ante la
muchedumbre con la verdad. Después de que lo hiciera, la bendijo.
La mujer se fue con una nueva libertad. La multitud que la había asustado debido a
su vergüenza ya no tenía ningún poder sobre ella gracias a la expresión pública de honor
y afecto por parte de Jesús. La llamó “hija” suya. Dijo que su fe era tan grande que la
había curado. Pero la cuestión no es que la gente a la que antes temía ahora la respetara
sino que ahora ya no importaba lo que pensara de ella, fuera lo que fuera.
Es interesante la forma en que tuvo lugar en mi vida un suceso relacionado con esta
curación, justo cuando estaba revisando este capítulo. Mis padres vinieron a visitarme a
Nepal, donde llevo viviendo doce años. Tras pasar juntos una agradable semana, me di
cuenta de que estaba empezando a sentirme enfadado y resentido. No fui consciente del
origen de esos sentimientos hasta que me detuve expresamente a pensar en ellos. Mi
familia estaba en crisis debido a uno de nuestros hijos y yo estaba irritable. Los
sentimientos de enfado hacia mis padres procedían de mi orgullo y de mi preocupación
por mi reputación. Aunque ellos no habían dicho nada para juzgarme, me disgustaba
que me vieran de mal humor y no en mis mejores condiciones espirituales. Mi ego
engañado había convertido el hecho de vivir una vida de amor en toda una competición.
Cuando sentí que estaba “perdiendo” el juego de la perfección espiritual, me volví
insociable y resentido. Es tan ridículo que ahora sonrío mientras lo escribo, pero ese era
realmente mi estado mental. La fuente de todo el enfado era el orgullo.
De igual forma que los médicos de esta historia empeoraban las cosas en su esfuerzo
por curar a la mujer, mi orgullo las empeora en su esfuerzo por hacerme mejor persona.
Yo quería que se me viera espiritualmente sano y me molestó no poder conseguirlo.
Entonces me enfadé conmigo mismo por estar enfadado. Por lo tanto, como lo que
motivaba mis esfuerzos por ser más espiritual era mi orgullo, cada vez lo era menos y
me iba poniendo más irracional, irritable y enfadado. Después de sentarme y ver de
dónde venía mi resentimiento, tuve la oportunidad de admitir la verdad: “Soy un ser
humano imperfecto con problemas”.
Tan pronto como acepté mi imperfección dejé de preocuparme por lo que los demás
pensaran de mí, y el resentimiento se evaporó. Aquí, en este libro, tengo la oportunidad
de ser honesto ante la gente acerca de una de mis muchas debilidades.
A la larga, el perfeccionismo y el ansia de tener una buena reputación no conducen al
crecimiento espiritual. Para continuar el viaje debemos ir más allá de cualquier motivo
basado en el miedo y el ego. Cuando compartimos la verdad de nuestras imperfecciones
con los demás, se producen dos consecuencias beneficiosas: primero, nosotros somos
capaces de superar el miedo; y segundo, las personas que nos rodean pueden encontrar
alivio o apoyo en lo que les contamos. Definitivamente, yo he aprendido mucho del
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coraje de otros que han querido compartir conmigo la verdad de sus luchas vitales.
Al igual que la mujer, necesitamos entrar en contacto con nuestro Señor del Amor
viviente. Él vive en nuestra comunidad, en la humanidad. Como esa mujer, somos
bendecidos cuando nos permitimos ser vulnerables compartiendo nuestras debilidades y
preocupaciones con otros. De este modo nos volvemos auténticos con nosotros mismos
y con los demás. Podemos hacerlo compartiéndolas en un grupo de crecimiento
espiritual o como primer paso en una reunión de doce pasos. Puede ser simplemente una
forma nueva y más amable de interactuar con nuestros seres queridos. En lugar de
intentar solucionar los problemas podemos decir sencillamente: “Sí, sé a qué te refieres.
A veces yo también tengo que luchar con el enfado”. Ahora servimos de remiendo para
un viejo par de pantalones. Tenemos algo de vino viejo para ofrecer a los demás. Es
difícil acabar con el miedo a admitir nuestras debilidades a otras personas. La fe en el
Señor del Amor es lo que puede motivarnos a hacerlo. Cuando vemos que nuestra
antigua forma de hacer las cosas es ineficaz y está basada en el egoísmo quizás
descubrimos que queremos probar algo nuevo. Puede que queramos probar una forma
más amable de interactuar con nosotros mismos y con los demás.
Hace unos cinco años tuve una visión relacionada con este tema que me gustaría
compartir aquí. Una de mis debilidades espirituales es el perfeccionismo. En la época en
que tuve esa visión, había estado luchando con todas mis fuerzas para mejorar, pero,
igual que en el caso de la mujer de esta curación, cuanto más lo intentaba, más parecían
empeorar las cosas. Acabé desesperándome completamente. Me enfadé con Dios por no
ayudarme más, por dejarme en ese estado tan lamentable. Me fui a la cama y durante
toda la noche sentí como si dos fuerzas estuvieran luchando la una contra la otra en mi
mente. Iban ascendiendo mientras luchaban, es decir, su lucha me iba alejando de la
percepción de mi cuerpo y de mi entorno físico. Duró varias horas, durante las cuales no
pude dormir. Al final, empecé a tener una visión: A mi izquierda, acostada boca abajo
sobre el barro, había una mujer vestida de rojo. A mi derecha estaba Dios. No podía
verle, pero sabía que estaba ahí. Yo estaba en lo alto de un terreno elevado.
– ¿Ya he acabado? –pregunté, esperando que la lucha hubiera terminado.
– No –respondió el Señor a mi derecha.
– ¿Por qué no?
– Tienes que volver y ayudarla.
Yo sabía que se estaba refiriendo a la mujer y que ella representaba mi matrimonio y
mi vida humana en la Tierra.
– ¿Qué le pasa?
– Necesita que la amen.
Y entonces el Señor dijo que algo que cambió mi vida y que nunca olvidaré: “Es
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mejor amar la imperfección con un amor imperfecto que amar la perfección con un
amor perfecto”.
Aquí terminó la visión. Eran sólo las cuatro de la mañana y, fuera, las primeras luces
del amanecer empezaban a alumbrar el mundo. Salí y saludé a la mañana. Me senté
durante dos horas y estuve contemplando cómo el mundo se despertaba poco a poco a
mi alrededor. Nunca he sentido tanta paz y gratitud como las que sentí durante aquellas
pocas horas.
Para mí, el mensaje de esa visión es el mismo que el de la historia de Jacob. El
objetivo de la vida no es adorar a un Dios perfecto con una adoración perfecta, sino que
nos amemos los unos a los otros. Y al amarnos unos a otros nos encontraremos con
imperfecciones: las nuestras y las de los demás. Sin embargo, este proceso tan
conflictivo es superior a la adoración estéril de un ídolo que imaginamos perfecto.
Yo me había estado exigiendo perfección a mí mismo. Esa exigencia estaba haciendo
mi vida aún más infernal. Dios me estaba diciendo que mis intentos imperfectos de
amar a la gente imperfecta ya eran suficientes. No quería ni esperaba la perfección
espiritual de mí mismo ni de nadie.
De algún modo, sacar nuestros problemas a la luz hace que desarrollemos compasión
en nuestro interior. Es como si por primera vez dijéramos: “Soy un ser humano con
problemas”. Aprendemos a aceptar nuestra imperfección y, simultáneamente, eso nos
abre la puerta a la posibilidad de aceptar a los demás a pesar de sus problemas. Nos
volvemos libres para ver las otras personas como personas, y no como un medio para
halagar nuestro ego. Empezamos a conocer y a sentir el amor. Empezamos a actuar con
una verdadera compasión. Cuando estamos con otras personas, somos libres para dar en
lugar de buscar qué podemos obtener.
Dios nos bendice en presencia de otros. Y en esta bendición pública, no sólo
recuperamos nuestra confianza y nuestra vitalidad espiritual, sino que animamos a los
demás a hacer lo mismo. La honestidad se contagia. Otras personas empiezan a sentir el
deseo de ofrecer la verdad de sus experiencias para recibir la curación de Jesús.
Aprenden a vencer a ese falso ídolo que es la opinión de los demás.
Jesús utilizó la aflicción de esa mujer para revelar el reino de Dios de diversas
formas. En primer lugar, la curó físicamente. En segundo lugar, reveló a muchos
testigos la Gloria del poder curativo de Dios en el contexto de su enfermedad. En tercer
lugar, liberó a la mujer del falso ídolo del orgullo en referencia a su reputación.
También mostró a la multitud que la rodeaba que es mejor ser honesto que esconder
nuestros problemas por miedo o vergüenza. Y por último, nos ofrece a nosotros la
misma curación espiritual: no debemos juzgarnos basándonos en lo que los demás
piensan o sienten acerca de nosotros. Sólo Dios puede juzgarnos.
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Todos hemos nacido dentro de la prisión del ego. La cura que nos ofrece Dios
implica que compartamos honestamente con los demás para que él disipe nuestra
vergüenza y nuestro miedo inútiles y arrogantes.
La historia acerca de la Legión nos revela los pasos que debemos tomar para poder
ser liberados de la adicción. Esta curación de la mujer nos explica por qué y cómo llevar
a cabo el último de los pasos, expresado con la palabra proclamar. Proclamamos la
verdad acerca de cómo era nuestra vida y de cómo el Señor nos está curando. Esta
historia es una invitación de Dios a que entremos completamente y sin reservas en la fe
de su amor por nosotros. Si la aceptamos, él acabará con la enfermedad que nos drena
de toda esperanza, alegría, amor y fuerza. Nos devolverá nuestra sangre espiritual. Nos
llenará de vida, de fuerza y de libertad.
Tras su encuentro con Jesús, la mujer adquirió un nuevo sentimiento de respeto por sí
misma. Aprendió a mantenerse erguida y sin vergüenza en la sociedad. Logró una nueva
relación honesta y personal con el Dios viviente. Recuperó su fuerza, su sentido de
integridad y su bienestar. Lo mismo ocurre con nosotros. Cuando compartimos nuestra
historia guiados por Dios, recuperamos el respeto por nosotros mismos. Recuperamos la
capacidad de mantenernos erguidos y a gusto en la sociedad. Recuperamos una relación
honesta y sincera con Dios y dejamos de intentar robarle un milagro por la espalda. Y
recuperamos la fuerza y la libertad espirituales que necesitamos para dejar atrás nuestra
enfermedad paso a paso. Se ha restablecido nuestro sentido de la integridad.
En este milagro de la mujer que padecía hemorragias, Jesús también quiere curarnos
a nosotros. Cuando la aceptamos espiritualmente, esa curación representa el inicio de
nuestra curación del perfeccionismo. Con esta historia, él nos libera de la esclavitud del
orgullo y de las opiniones de los demás, así como de la lucha constante que
mantenemos con nosotros mismos. Esta curación se produce cuando, a partir de nuestra
fe en la supremacía del Amor, la naturaleza más íntima de nuestro Señor, nos rendimos
al hecho de que siempre seremos imperfectos y nos permitimos ser humildes y honestos
ante los demás en lo concerniente a nuestras faltas. Cuando esto lo hacemos de forma
regular, la agotadora guerra que mantenemos contra nuestro propio ser termina y
sentimos una gran sensación de paz y de alivio. Casi podemos oír a Jesús diciéndonos:
“Vete en paz”.
MEDITACIÓN
Tras entrar en estado meditativo, busca un tema en tu vida con el que hayas estado
luchando, pero en el cual la lucha sólo parezca haber empeorado las cosas. Permítete
sentir la desesperación por todos tus esfuerzos. Ahora adéntrate en esta historia de la
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forma más vívida posible. Ves una gran multitud y sabes que Jesús está ahí en medio.
Decides tocar el borde de su túnica. Te abres paso entre la gente. Sabes que debido a tu
hemorragia se te considera sucio y supuestamente no debes tocar a nadie. Quieres
mantenerlo todo en secreto. Por fin ves a Jesús y tocas el borde de su túnica. De pronto
le oyes decir: “¿Quién me ha tocado?” Empiezas a temblar. Oyes cómo sus discípulos
cuestionan sus palabras pero él sigue mirando y sabes que lo sabe. No puedes
controlarte y caes de rodillas, agitándote y llorando. Se lo cuentas todo a Jesús acerca de
tu dolorosa lucha para estar bien. Deja que las palabras de Jesús penetren
profundamente en tu corazón cuando te dice: “Hijo, tu fe te ha sanado; vete en paz y
queda sano de tu aflicción”.
HOJAS
1. El perfeccionismo moral y espiritual se basa en el orgullo y es algo de lo que
necesitamos ser curados.
2. Cuando nos mueven el ego y el orgullo, cuanto más intentamos mejorar, más
enfermamos.
3. La vida es conflictiva. En las propias imperfecciones y en las de los demás se
esconde el plan perfecto de Dios.
4. El objetivo es el amor, no la pureza.
5. Los elogios y la aprobación de los demás son ídolos falsos que no merecen que los
persigamos.
6. La vergüenza no nos sirve de ayuda en nuestro desarrollo espiritual.
7. Cuando estamos motivados por la vergüenza o por el deseo de que nos halaguen,
estamos debilitados por la pérdida de la verdadera sangre y motivación espirituales.
8. Es importante que seamos honestos con los demás acerca de nuestras debilidades.
9. Admitir nuestras debilidades e imperfecciones a otras personas nos cura del
perfeccionismo y también las ayuda a ellas a curarse del mismo problema.
FRUTO
1. Permítete ser imperfecto y débil.
2. Habla de tu imperfección y de tu debilidad con un amigo o con un grupo de
personas de confianza.
3. Entrégale a Dios en oración tu esfuerzo arrogante de ser perfecto.
4. Concéntrate y medita acerca de que la perfección de Dios existe dentro de la
imperfección de la vida en la Tierra.
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CUESTIONES PARA EL DEBATE
1. ¿Qué parte de la historia te afectó más?
2. ¿Has observado algún cambio positivo durante la semana?
3. ¿En qué imperfecciones personales decidiste trabajar?
4. ¿Cómo te sentiste al compartir tu historia con los demás?
5. ¿Recuerdas alguna ocasión en la que tu orgullo te causara problemas o te
impidiera resolver alguno?
6. ¿Pudiste confiar y descansar en la perfección de Dios a pesar de las
imperfecciones de la vida en la Tierra?
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5
CURACIÓN DE LA PÉRDIDA DE LA INOCENCIA
“No temas; tú sólo cree.”
Marcos 5:35–43
Mientras él aún hablaba, vinieron de casa del jefe de la sinagoga, diciendo:
“Tu hija ha muerto. ¿Para qué molestar más al Maestro?” Pero Jesús, al oír lo
que decían, dijo al jefe de la sinagoga: “No temas; sólo cree”.
Y no permitió que lo acompañara nadie más que Pedro, Santiago y Juan,
hermano de Santiago. Llegó a casa del jefe de la sinagoga y vio el alboroto y a
los que lloraban y se lamentaban sin parar. Entró y les dijo: “¿A qué vienen ese
alboroto y esos llantos? La niña no está muerta, sino dormida”. Y se burlaban
de él. Pero Jesús, echando a todo el mundo fuera, tomó al padre y a la madre de
la niña, y a los que estaban con él, y entró donde estaba la niña. La tomó de la
mano y le dijo: “¡Talita cum!” (que significa: “Levántate, pequeña”).
Inmediatamente la niña se levantó y se puso a andar (tenía doce años). Y la
gente se llenó de asombro. Les ordenó que no se lo contaran a nadie y que
dieran de comer a la niña.
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En el capítulo anterior tratamos el milagro que precede a éste, en el que Jesús
curó a una mujer que padecía una hemorragia crónica. Ahora veremos la resurrección de
la hija de Jairo, la tercera y última de este grupo de curaciones que hablan
específicamente de cómo Jesús nos abre el camino para vencer los hábitos y las
adicciones destructivas. La noticia de la muerte de la niña llegó cuando Jesús todavía le
estaba diciendo a la mujer que sufría de hemorragias: “Hija, tu fe te ha salvado; vete en
paz y queda sana de tu aflicción”. La curación de una hija coincide con la muerte de la
otra. En un nivel simbólico, incluso diría que, de hecho, la curación de una precipita la
muerte de la otra.
La curación de la mujer nos enseñó a aceptar nuestras imperfecciones. Aceptar que
tenemos defectos y que somos incapaces de volvernos puros por mucho que nos
esforcemos aporta a nuestras vidas la paz que tanto necesitamos, pero al mismo tiempo
nos hace sentir una gran pérdida. Una de las razones por las que habíamos estado
luchando tanto contra nosotros mismos era para evitar la muerte total de nuestra
inocencia. Ahora admitimos nuestra absoluta derrota. Del mismo modo que Jairo supo
que su hija había muerto justo cuando la mujer acababa de curarse, cuando por fin
dejamos de luchar contra nosotros mismos nos convencemos de que hemos perdido
irreversiblemente nuestra inocencia. Admitimos que nuestra esperanza y nuestra
inocencia están muertas. Al igual que Jairo, no nos queda otra alternativa que esperar
que, de algún modo, el hecho de unirnos a un grupo y compartir nuestra verdad ante los
demás seremos devueltos a la vida. Imagínate un batallón del ejército aliado de la
Segunda Guerra Mundial saliendo por la mañana con las manos levantadas y ondeando
banderas blancas. Están convencidos de que han perdido la batalla. No se dan cuenta de
que durante la noche los alemanes aceptaron la derrota; la guerra ha terminado y ya no
hay ningún enemigo al otro lado del campo.
Los niños son maravillosos. Sus jóvenes ojos ven el mundo cada día con renovado
asombro; sienten que está vivo y fresco. Están llenos de excitación y curiosidad. No
están endurecidos. No son conscientes de sí mismos. Generalmente no se preocupan; no
albergan resentimientos durante mucho tiempo. Muestran su cariño y emociones
libremente y sin reservas. No intentan mantener las apariencias ni son falsos ni
maliciosos. Disfrutan de cosas simples que a muchos adultos se nos pasan por alto. Los
niños irradian inocencia. Y pasar tiempo con ellos es una oportunidad para que los
corazones más mayores y más endurecidos veamos y apreciemos el mundo de una
forma renovada.
Jesús nos dice que debemos ser como niños pequeños para poder entrar en el reino de
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los cielos que está en nuestro interior. Es un estado mental lleno de la simple dicha que
proviene de apreciar sin juzgar, de la gratitud y de la aceptación. En algún punto de
nuestro camino hacia la edad adulta, la mayoría de nosotros perdimos la capacidad de
disfrutar de cada momento por lo que es, un milagro maravilloso. Acabamos llenos de
heridas y cicatrices y la vida nos asusta. Tenemos miedo de involucrarnos en ella y con
los demás con amor, y sustituimos el cuidado y el aprecio por deseos egoístas y la
ambición de promocionarnos a nosotros mismos. Nos quedamos atascados en la
autocompasión. Perdemos la capacidad de sentir que la gracia y el cielo están a nuestro
alrededor.
Una de las tragedias a las que muchos adultos nos enfrentamos es la pérdida total de
cualquier sentido de inocencia. Esta pérdida conlleva la incapacidad de sentir que no
hay absolutamente nada celestial en nuestro interior y, por lo tanto, tampoco fuera de
nosotros. Creemos que nos hemos salido de los límites del amor de Dios. Igual que los
sirvientes de Jairo nos preguntamos: “¿Por qué molestar al maestro?” La vida se vuelve
espantosa y contemplamos la muerte de aquel niño lleno de alegría y esperanza que
fuimos una vez. Llegados a este punto, sabemos que nuestra inocencia está muerta y
que sin duda hemos llegado al infierno. Es una comprensión devastadora. Y desde
luego, estamos en lo cierto. Este estado mental no es nada menos que el infierno.
Sentimos una devastación similar a la que sintió Jairo al enterarse de que su única hija,
la que una vez había sido tan vital e inocente, estaba muerta. En nuestro caso, lo que ha
muerto es la inocencia de nuestro espíritu.
Mientras nos hundimos en la pesadilla de este estado mental, todo lo que vemos es
futilidad. Esta pérdida de esperanza perpetúa nuestros malos hábitos y adicciones.
Cuando la vida ya es miserable y sentimos que no existe ninguna posibilidad de
mejorar, tenemos poca motivación para cambiar.
Pero esta falta de esperanza es parte del proceso necesario para nuestra curación.
Para recuperarnos de este estado mental, lo primero que tenemos que hacer es perder la
esperanza y tocar fondo. Y lo que encontramos ahí es la verdad, fría y dura como una
roca, de que en y por nosotros mismos no tenemos esperanza, ni poder, ni inocencia, y
que estamos en el infierno. Pero Dios se llama a sí mismo “la Roca”, y esta verdad, dura
como una roca, es una bendición escondida. Es lo que necesitamos para aprender a
avanzar y acceder a su misericordia, su amor y su inocencia.
Podemos imaginar la desesperación de Jairo al ver yacer a su hija a punto de morir.
Como jefe de la sinagoga, se enfrenta a la crítica y el desdén de los fariseos, escribas y
de otros jefes de la sinagoga al pedirle ayuda a Jesús. Pero obviamente, cosas como las
normas sociales y la reputación se han vuelto triviales ante el gran amor que siente por
su única hija y la esperanza de poder salvarle la vida. Quizás, en una desesperación
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similar, lo hemos intentado todo para mantener la inocencia en nuestras vidas.
Normalmente, sólo cuando todos nuestros demás esfuerzos han fracasado, es cuando
estamos dispuestos a entregar nuestro orgullo, a arrojar nuestras vidas a los pies del
Señor del Amor y a admitir nuestra situación desesperada.
El nombre Jairo significa iluminador. Cuando la desesperación nos obliga a
colocarnos en una posición de humildad como la de Jairo, es cuando estamos al borde
de la iluminación. Antes de llegar a su casa, Jesús cura a la mujer de su hemorragia.
Simbólicamente, como Jairo, recurrimos a Jesús con la triste esperanza de que su amor
puede devolvernos la inocencia. La respuesta inicial del Señor, expresada en la
curación de la mujer, es que la imperfección forma parte de la vida. Son nuestro orgullo
y nuestro deseo de reputación lo que nos hace luchar contra ella con la esperanza de
alcanzar la inocencia. En otras palabras, inocencia no es lo mismo que pureza y
perfección.
Inocencia es confiar en el Señor, pase lo que pase. Esta es la segunda lección de
Jesús a Jairo. Después de que los sirvientes informaran de la muerte de su hija, Jesús le
dice que crea. Jairo tiene que confiar en él a pesar de la desesperanza aparente de su
situación. En esta escena, Jesús cambia nuestra concepción de lo que significa la
inocencia. En términos de pureza y perfección, la inocencia está muerta y siempre lo ha
estado. La verdadera inocencia es confiar en el Señor pase lo que pase.
Incluso mientras Jesús está hablando con la mujer que sufría hemorragias, los
sirvientes de Jairo llegaron y le dijeron que ya no tenía por qué “molestar” a Jesús, pues
su pequeña había muerto. Jairo estaba absolutamente devastado. Imagino que su
conciencia tuvo que verse invadida por una sensación de entumecimiento y de negación
desesperada: Esto no puede estar sucediendo. ¡No puede ser verdad! Si dejamos que
nos penetre el espíritu de esta historia, es posible que entremos en un estado de shock
similar, a pesar de sintamos la paz de saber que ya no hace falta que sigamos luchando
contra nosotros mismos. Nos choca comprender que la inocencia que esperábamos y por
la que hemos luchado tan encarecidamente no existe. Nuestra esperanza por alcanzarla,
tal y como la entendíamos, está muerta.
Gracias a Dios, la desesperanza va inmediatamente seguida de esperanza. Jesús
anima a Jairo (y a nosotros) diciendo: “No temas; sólo cree”. Quizás Jairo no es capaz
de hacer acopio de mucha fe auténtica, pero su amor desesperado por su hija le hace
aferrarse a esta última esperanza. En realidad, no tiene otra elección. Esta disposición a
tener esperanza, a pesar de nuestro sentido común, es el inicio de la resurrección de la
niña que representa nuestra inocencia. Se ha producido el cambio. Antes, creíamos que
la inocencia era pureza y perfección, y luchábamos ferozmente por ella. Al final nos
dimos cuenta de que habíamos fracasado. No podíamos ser perfectos ni puros.
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Teníamos que perder la esperanza en este tipo de inocencia antes de que pudiéramos
recibir la verdadera inocencia del Señor, que es la disposición a confiar en él sea lo que
sea lo que la vida nos traiga e independientemente de la gravedad de nuestra situación.
Al llegar a la casa de Jairo, Jesús dice que la niña no está muerta sino dormida.
Todos los que están llorando se ríen de él. Las voces de esas personas están en nuestro
interior. Cuando nos desesperamos por no poder ser la persona que desearíamos ser, no
podemos evitar ridiculizar de la idea de que nuestra inocencia todavía pueda estar viva.
“No”, decimos, “estoy seguro de que estoy espiritualmente muerto”. El menosprecio es
un síntoma inevitable de que nuestra inocencia ha muerto. En él se esconden los últimos
vestigios de nuestro orgullo. ¿Qué podría haber motivado a aquellas personas a
ridiculizar a Jesús excepto el orgullo? Si las hubiera motivado el amor, al menos habrían
cerrado la boca y quizás incluso habrían esperado lo mejor.
Se regodearon en la idea de que tenían razón y en asegurarse de que Jesús
comprendiera que estaba equivocado. Como seres humanos que somos, nos gusta tener
razón. Eso nos hace sentir poderosos y superiores a los demás. Lo que nos hace
aferrarnos a la idea de que somos un caso perdido es la ilusión del orgullo. Cuando
decimos que nadie puede curarnos, ni siquiera Jesús, nuestro orgullo mantiene su
último intento de aferrarse a nuestras vidas. Podemos tener razón en nuestro error.
Podemos ser poderosos prediciendo nuestra condenación personal. Podemos conseguir
una sensación de seguridad y de autocontrol prediciendo que no podemos ser
controlados ni salvados.
La otra cara de esta moneda es la autocompasión. ¡Oh, estoy tan jodido! ¡Soy un
desastre! La autocompasión es orgullo escondido, porque a través de ella mantenemos
la sensación de poder y seguridad en nuestras vidas. Si somos los primeros en
condenarnos, nadie podrá dañarnos. En casos extremos, incluso saboteamos los intentos
de los demás por ayudarnos, para así demostrar que tenemos razón y mantener nuestro
poder: Ya sabía que era un caso perdido. En los círculos de psicólogos profesionales,
las personas que muestran tales comportamientos, caracterizados por la queja constante
unida al rechazo de ayuda, se consideran de las más difíciles de curar, por razones
obvias. Regodeándonos en nuestra desgracia, mantenemos el poder sobre nuestras
emociones y nuestras acciones. De forma inconsciente elegimos ser miserables e
insalvables. Preferimos sacrificar una felicidad potencial para sentir que tenemos el
control.
Por lo tanto, si la disposición de Jairo de confiar en el Señor y seguirle es el inicio de
la resurrección de la niña, el siguiente paso es echar a los que lloran. La resurrección de
la esperanza y la inocencia empieza cuando el Señor del Amor nos fuerza a expulsar de
nuestra conciencia la autocompasión y la burla. Y lo hace en proporción a nuestra fe de
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que sus formas de amor sí que pueden salvarnos. La autocompasión y la burla serán
expulsadas en la medida en que permitamos que la esperanza penetre en nuestro
corazón y en nuestra mente. Era necesario que perdiéramos toda esperanza en nosotros
mismos para que Jesús pudiera llenarnos de esperanza en su amor.
El Señor nunca reconoció que la niña estuviera muerta. Según él, nuestra inocencia
interior nunca ha muerto. Paradójicamente, para que ésta pueda vivir dentro de nosotros
debemos llegar a creer que está muerta. De hecho, aceptar que por nosotros mismos
somos incapaces de mantener nuestra inocencia con vida es de por sí un acto de
inocencia. Lo es porque estamos admitiendo que somos impotentes y que humildemente
necesitamos la misericordia de Dios. La niña tuvo que morir para la humanidad antes de
poder vivir para Dios.
Jesús sólo permite que Pedro, Santiago, Juan y los padres se queden con él y la niña.
La resucita tocándola con ternura y diciendo las palabras: “Talitha cum” (“Levántate,
pequeña”). Es fácil imaginar la gran euforia y la increíble dicha que envolvió a los
padres. ¡Su hija estaba viva! Había muerto; se había perdido toda esperanza. Pero ante
su contacto y sus palabras, ahora estaba viva y caminaba.
Con nosotros ocurre lo mismo. Una vez hemos visto la falta de vida de nuestro
propio ser, ahora Jesús tiene la oportunidad de darnos la vida verdadera: su vida.
Sabemos que estamos vivos sólo porque el Señor Jesús nos ama y tiene misericordia de
nosotros. Sabemos que sin él no somos nada; estamos muertos. Ahora estamos listos y
ansiosos de aceptar su contacto dador de vida y escuchar sus vivificantes palabras.
Ese pequeño grupo que estaba con Jesús en la habitación representa la parte de
nosotros que no puede perder la esperanza en que de algún modo el Señor del Amor nos
puede devolver la inocencia. Jairo se aferra con esperanza a las palabras de Jesús: “No
temas; sólo cree”. Había mucho que perder para rendirse. En realidad, nuestra inocencia
se mantiene en el Señor, por lo que no puede destruirse totalmente. Él nunca nos
abandona.
Jesús echó a la gente que se burlaba y no dejó que entrara nadie más en la casa a
parte de unos pocos elegidos. A los padres les dio tres instrucciones: “Creer”, “darle
algo de comer” y “no lo contéis a nadie”. Para recuperar nuestra inocencia, lo primero
que tenemos que hacer es creer que el Señor del Amor está a cargo y guía nuestras
vidas, sin importar lo desesperados que nos sintamos. En él podemos volvernos como
niños pequeños y así entrar en el reino de los cielos.
Jesús ordenó a los padres que dieran de comer a la niña. Debemos alimentar nuestra
inocencia, involucrándonos en actividades que la hagan crecer: paseos por el bosque,
hacer deporte, pasar tiempo con nuestros hijos. Cualquier actividad que refresque y
aumente nuestra energía espiritual estará bien.
69
Yo he descubierto que la meditación diaria es una actividad indispensable para
alimentar la inocencia. Es posible que antes de empezar me sienta asediado de alguna
forma por sentimientos y pensamientos negativos (miedo, resentimiento,
autocompasión, deseos egoístas, etc.), pero la meditación aquieta la mente, y en esa
quietud Dios puede contactar conmigo y refrescarme. Me permite que sienta su amor.
Para mí esto es muy estimulante y revitalizador.
Jesús también ordena a Jairo y a los demás que no cuenten a nadie la curación.
Nuestra relación con la inocencia de Dios es interna e íntima. Hablar de la inocencia
que Dios nos da daña esa misma inocencia. El orgullo, la antítesis de la inocencia del
amor, nos acecha tras cualquier comentario acerca de qué inocentes o qué buenos
somos. Además, las opiniones de los demás son irrelevantes para la presencia de la
inocencia de Dios en nuestro interior. Si estamos buscando aprobación o aceptación,
seguimos padeciendo la ilusión del orgullo.
Cuando dudamos de nuestra inocencia, muy a menudo buscamos confianza y
reconocimiento en los demás. Intentamos llenar nuestros corazones con su amor o con
su aprobación, pero ningún ser humano puede llenar nuestro vacío interior. Y por
desgracia, esos esfuerzos pueden dejarnos aún más heridos y espiritualmente muertos.
Jesús nos está diciendo que no necesitamos buscar nuestra inocencia fuera de
nosotros. No necesitamos la aprobación de nadie. El caso es que no importa lo mucho
que nos hayamos hundido en el infierno, lo enferma o muerta que parezca estar nuestra
inocencia, ésta siempre se encuentra en el interior del corazón de nuestro Señor Jesús y
puede ser resucitada. De hecho, desde esta perspectiva nunca ha muerto. En lugar de
intentar conseguir un sentido de inocencia a partir de la aprobación de otros, deberíamos
hacer justo lo contario.
En la historia anterior vimos que siendo honestos acerca de nuestras debilidades
podemos superar nuestro miedo a la vergüenza pública. En esta historia, vemos que
manteniéndonos en silencio podemos superar nuestra necesidad de aprobación de la
multitud, no alardeando de nuestro progreso espiritual.
El maravilloso mensaje que Jesús nos ofrece en este relato es que podemos recuperar
y recuperaremos la inocencia en nuestras vidas. Él resucitará nuestra capacidad de
sentirnos limpios y cómodos con nosotros mismos. Restablecerá la capacidad que
teníamos de mirar el mundo con asombro y gratitud. Podemos aprender a amar a los
demás desinteresadamente, sin depender emocionalmente de ellos.
Una vez fui a hacer paracaidismo con un amigo mientras estaba en la Universidad.
Nos enseñaron cómo salir por la puerta del avión y colocarnos en el ala, cogiéndonos de
los tirantes de soporte. Una vez allí, teníamos que esperar a que el instructor nos diera la
señal levantando el pulgar, y entonces teníamos que soltarnos, arquear la espalda hacia
70
atrás y esperar cinco segundos a que la línea estática sujeta al avión abriera al
paracaídas.
Recuerdo la sensación de vacío en el estómago cuando poco a poco salí por la puerta
y me aferré desesperadamente al tirante del ala. Con una sonrisa, el instructor levantó el
pulgar, pero mis manos parecían no querer soltarse. El profesor repitió la señal una y
otra vez, pero mis manos no se movían. No fue hasta que pensé que él iba a arrancarme
del ala cuando por fin me solté. Al instante me cegó el más puro terror y estaba
convencido de que mi paracaídas estaba roto y que no se abriría. Pero al cabo de unos
tres segundos (cada uno me pareció una eternidad), el paracaídas se abrió y floté
serenamente por encima del precioso paisaje de Iowa, respirando el aire limpio y fresco.
Cuando finalmente nos soltamos del exagerado esfuerzo por salvarnos, caemos en el
terror que nos causa nuestra situación espiritual. Sin embargo, si seguimos las
indicaciones de nuestro instructor de vuelo espiritual “soltarse y dejarse en manos de
Dios”, sentimos la libertad de ser conscientes de una mayor paz y de una visión
expansiva de la realidad que de otro modo no habríamos conocido.
Estos dos relatos de curaciones, el de la mujer con la hemorragia y el de la
resurrección de la hija de Jairo, están unidos el uno al otro. Y su aplicación en nuestras
vidas también lo está. En el primero, aprendemos a desesperarnos por nuestros
esfuerzos por llegar a ser moralmente perfectos. En el segundo, despertamos al hecho de
que la inocencia no es algo que obtenemos por medio de la perfección moral sino que es
la disposición a confiar en el Señor, por malas que nos parezcan las cosas. Este tipo de
inocencia nos la aporta la experiencia.
Es muy posible que cuando mostremos nuestras debilidades y nos permitamos ser
vulnerables ante los demás, tal y como nos pide la historia anterior, se nos juzgue. Nada
nos garantiza que seremos bien recibidos a pesar de nuestras faltas. No obstante, incluso
eso puede resultar una bendición, pues nos obliga a elegir en qué creer. ¿Depositamos
nuestra fe en las opiniones y juicios de los demás o en el Señor del Amor, cuyo yugo es
fácil y cuya carga es ligera? Él siempre nos acepta y está ansioso de darnos un
verdadero descanso espiritual.
He mencionado varias veces que estos últimos tres milagros están todos
relacionados, tanto por el orden que siguen en la Biblia como por su mensaje de
curación. Podríamos resumir así la lección principal: Nuestras adicciones y malos
hábitos son fuerzas externas más poderosas que nosotros. Debemos dejar de intentar
vencerlos por nosotros mismos. Tenemos que ser honestos con los demás acerca de
nuestras debilidades y debemos confiar en el Señor en todo momento, por malo que
parezca. Si lo hacemos, veremos cómo recuperamos la cordura y salimos fortalecidos
para vivir correctamente.
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MEDITACIÓN
Tras entrar en estado meditativo, adéntrate en esta historia desde la perspectiva de
Jairo tan vívidamente como puedas. Profundiza en las fuertes emociones que debe haber
experimentado. ¿Cómo te sientes cuando tus sirvientes te dicen que tu hija ha muerto y
que ya no hace falta que molestes al maestro? Ante esa situación desesperada, siente la
esperanza y la confianza de un niño en Jesús mientras le sigues. Escucha cómo se
burlan de él. ¿Cómo te hacen sentir? Mira cómo les echa de ahí. De nuevo, ¿qué
emoción sientes? Ahora entra en la habitación donde está tumbada tu hija,
aparentemente muerta. ¿Qué sientes cuando la ves? Mira y escucha cómo Jesús la toma
de la mano y le dice: “¡Talitha cum!” Siente la euforia al verla levantarse. Abrázala y
dale de comer.
HOJAS
1. La inocencia no es pureza y perfección.
2. La inocencia es la disposición a confiar en el Señor, pase lo que pase.
3. Jesús puede devolvernos y nos devolverá la inocencia a nuestras vidas si estamos
dispuestos a confiar.
4. Antes de que esto pueda ocurrir, debemos perder toda esperanza de tener ninguna
inocencia o bondad innatas.
5. La autocompasión y la burla se basan en el orgullo y dificultan nuestra confianza
en Jesús.
6. Nuestra inocencia es algo entre nosotros y el Señor. No deberíamos buscar la
aprobación de otros. No deberíamos alardear ante los demás.
FRUTO
1. Siempre que surjan sentimientos de desesperanza, autocompasión, burla,
preocupación o miedo, tomemos conciencia de ellos y depositemos mentalmente
nuestra confianza en Jesús mediante una oración silenciosa: Señor, ante esta situación y
estos sentimientos soy impotente, pero elijo confiar en ti pase lo que pase.
2. Practica el acto de soltar. Al menos una vez al día, vacía tu mente de cualquier
asunto o preocupación y simplemente pasa un rato confiando en Jesús.
3. ¿Qué significa para ti la inocencia? Reflexiona acerca de ello durante un tiempo
esta semana. Si lo deseas, escribe algo sobre este tema. ¿Conoces a alguien que tenga
esta cualidad? ¿Cómo es?
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CUESTIONES PARA EL DEBATE
1. ¿Ha tocado el Señor tu vida de algún modo especial esta semana?
2. ¿Ha tenido algún efecto visible confiar en el Señor ante las dificultades?
3. ¿Has notado más paz?
4. ¿Te ha parecido útil la meditación?
5. ¿A qué pruebas te has enfrentado que te han hecho cuestionarte tu fe?
6. ¿Puedes recordar algún momento en el que sintieras que tu inocencia había
muerto? ¿Te cuesta pedirle al Señor que te la devuelva? Si es así, ¿por qué?
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6
CURACIÓN DE LA DUDA
“¡Creo; ayuda a mi incredulidad!”
Marcos 9:14–29
Cuando llegaron donde estaban los otros discípulos, vieron una gran
muchedumbre a su alrededor y a unos escribas que discutían con ellos. Sólo de
verle se asombraron y corrieron hacia él para saludarle. Él les preguntó: “¿De
qué discutís con ellos?” Un hombre de entre la multitud respondió: “Maestro, te
he traído a mi hijo; tiene un espíritu que no le deja hablar. Y cuando se apodera
de él, cae al suelo, saca espuma por la boca, rechina los dientes y se queda
rígido. Les he pedido a tus discípulos que lo expulsaran pero no han podido”.
“¡Generación incrédula!” les respondió. “¿Hasta cuándo tendré que estar con
vosotros? Traédmelo”.
Así lo hicieron. Cuando el espíritu vio a Jesús, sacudió al chico con
violencia y éste cayó al suelo y empezó a revolcarse echando espuma por la
boca. Jesús preguntó al padre: “¿Cuánto hace que le ocurre esto?” Y el padre
respondió: “Desde que era niño. Muchas veces lo tira al fuego y al agua para
destruirlo, pero si puedes hacer algo, ten misericordia de nosotros y ayúdanos”.
Jesús le dijo: “¿Si puedo? Todo es posible para aquel que cree”. Entonces el
74
padre del chico exclamó: “¡Yo creo! ¡Ayuda a mi incredulidad!”
Viendo a la gente que venía corriendo, Jesús amenazó al espíritu impuro
diciendo: “¡Espíritu que impides hablar y oír a este chico, te ordeno que salgas
de él y no entres nunca más!” Dando un grito y sacudiendo al chico
violentamente, el espíritu salió y él quedó como un cadáver. La mayoría dijeron
que estaba muerto, pero Jesús lo tomó de la mano y lo levantó, y él se mantuvo
en pie.
Cuando habían entrado en la casa, los discípulos le preguntaron en privado:
“¿Por qué no hemos podido echarlo?” Y él les contestó: “A los de esta clase sólo
se les puede expulsar con la oración”.
“Creo; ¡ayuda a mi incredulidad!” Con los ojos llenos de lágrimas y el
corazón rebosante de amor, el desesperado padre gritó esta paradójica súplica. La
emoción de aquel momento y la gran pasión que sentía por su hijo siguen
conmoviéndonos aún hoy en día, miles de años después. La fuerza curativa de las
palabras de Jesús también sigue siendo igual de real y poderosa.
Muchos de nosotros podemos sentirnos muy identificados con el grito ferviente de
ese padre: “¡Creo; ayuda a mi incredulidad!” Queremos tener fe, pero al mismo tiempo
dudamos. Las dudas nos llegan de formas y grados muy diversos, pero todas ellas nos
plantean serios obstáculos en nuestro progreso espiritual. Interfieren con nuestra paz y
dificultan nuestra capacidad de sentir la presencia del Señor y del amor en nuestras
vidas. Inhiben la posibilidad de que podamos tocar las vidas de los demás de formas
positivas. Y no es fácil deshacerse simplemente de ellas. De hecho, no lo podemos
hacer por nosotros mismos del mismo modo que los discípulos tampoco pudieron echar
al demonio epiléptico del chico de la historia.
Los cinco capítulos anteriores de este libro hacen unas promesas sorprendentes. De
hecho, cada uno de ellos proclama un cambio personal determinado que se podría
calificar más bien de “milagro”. Por definición, un milagro desafía a la razón. Es un
suceso positivo que no puede conseguirse sólo por la fuerza humana o natural. Los
milagros trascienden y confunden tanto a nuestra fuerza como a nuestro intelecto. Por lo
tanto, ya de por sí generan duda.
Hasta ahora, este libro ha ofrecido lo siguiente:
1. Libertad del sentido de desmerecimiento.
2. Libertad de un espíritu que no perdona.
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3. Libertad de las adicciones y malos hábitos.
4. Libertad de la guerra interior.
5. La resurrección de la inocencia.
Antes que puedan tener lugar estas curaciones, es normal que quienes sufrimos
dudemos de que Jesús nos pueda curar. Hemos agotado todos nuestros recursos y hemos
gastado todas nuestras energías esforzándonos por cambiar, pero al final descubrimos
que no estamos mejor que cuando empezamos. Lo único que hemos conseguido es que
nuestros constantes e indiscutibles fracasos drenen toda nuestra esperanza, aniquilen
nuestra moral y nos dejen totalmente derrotados.
Los lectores que no sufran de dichas aflicciones pueden no ser capaces de
comprender por qué la recuperación parece tan imposible. Es posible que piensen que si
ellos están en paz, por qué no puede estarlo todo el mundo. Un estudiante al que se le
da bien el álgebra puede no entender que a su compañero le cueste comprender los
conceptos básicos aunque se esfuerce mucho. Pero los lectores que son conscientes de
sus debilidades espirituales sabrán perfectamente a qué me refiero cuando hablo de esa
profunda desesperación.
La mayoría de nosotros experimentamos algún tipo de duda. Es posible que nos
preguntemos si el Señor es real o si verdaderamente puede salvar nuestras vidas. Aún
así, queremos creer. Como el padre del chico epiléptico de esta historia, queremos creer
en los milagros. ¡Pues claro que queremos vivir! Esta esperanza y este deseo son
suficientes si queremos seguir hasta el final y más allá de nuestra duda recalcitrante.
Jesús nos envía constantemente su curación y su amor, pero mientras nuestros ojos,
manos y corazones están cerrados por la duda, somos incapaces de aceptar su gracia.
Nuestra falta de fe en que él puede curarnos nos impide recibir su amor milagroso y
curativo. Nosotros solos no podemos vencer nuestras dudas, de modo que cuando Jesús
nos cura de la falta de fe y nos abre así a recibir el bálsamo y la dicha maravillosos de
su amor, es un gran milagro. Podemos considerar que esta historia es la mano que nos
tiende Jesús para curarnos de la duda.
El relato empieza con una calurosa discusión entre los escribas y los discípulos sobre
algo que desconocemos. ¿Quiénes eran los escribas? Eran personas cultas, la élite
intelectual del momento. Tenían que ser muy inteligentes para haber alcanzado los
niveles más altos de educación. Ésta les aseguraba posiciones elevadas dentro del
gobierno judío. Generalmente, los escribas ejercían de jueces, abogados y profesores, de
modo que no les faltaba razón al sentirse inteligentes y poderosos. Muchas veces, estos
sentimientos se veían reforzados por el hecho de que el gobierno judío y las leyes
civiles coincidían con las leyes religiosas. Los escribas se pasaban toda la vida
estudiando el Antiguo Testamento, la Ley de Dios. No sólo eran los dueños del
76
gobierno y de la educación: eran los dueños de la verdad de Dios. Creían que lo que
ellos sabían eran los dictados divinos. Cuando hablaban de leyes, creían que eran los
portavoces del mismo Yahweh. Es fácil comprender por qué les resultaba tan difícil
aceptar las enseñanzas y la autoridad de Jesús. Él no cumplía sus expectativas acerca del
Mesías. Lo que predicaba no encajaba con su visión de la realidad. Les costaba
imaginar que su versión de la verdad estuviera equivocada. Al fin y al cabo, ¡ellos eran
los expertos!
Muchos de nosotros tenemos la cabeza llena de ese tipo de escribas. Las culturas
occidental y global se basan cada vez más en el materialismo científico. La nuestra es
una sociedad altamente educada. Durante nuestros años escolares se nos enseña a
definir la realidad según lo que se puede analizar, repetir y comprobar a través de los
sentidos. Nuestras mentes han sido entrenadas y encadenadas dentro de este paradigma
materialista tan extremadamente limitado. Esta visión empobrecida de la realidad es
muy poderosa, porque hace que las visiones no materialistas parezcan no tener
fundamento y ser sólo una ilusión. Aunque yo iba a la iglesia y me gustaba el tema de la
religión, al haber sido educado para comprender la realidad desde este punto de vista
científico, constantemente me asaltaban las dudas y discutía con Dios. Estos escribas de
nuestra mente se niegan a aceptar la validez de Dios sin tener pruebas irrefutables.
Insisten en ver para creer.
Dios quiere que le comprendamos y le conozcamos intelectualmente. No hay nada de
malo en querer conocer a Dios, y él incluso nos anima a hacerlo: “Buscad y hallaréis”
(Mateo 7:7 y Lucas 11:9); “Venid a mí… y aprended de mí” (Mateo 11:28, 29); “Venid
y discutamos” (Isaías 1:18). Él nos da inteligencia y quiere que la usemos. El problema
surge cuando en lugar de utilizarla para llegar a Dios la empleamos para ser Dios. Nos
negamos a creer en nada que no podamos probar. Definimos la realidad según lo que
podemos comprender. Esta actitud es la que hace surgir a los escribas en nuestro
interior.
Desde luego, la realidad es mucho mayor de lo que podemos comprender. El mundo
de la ciencia ha tenido que diseñar y rediseñar el paradigma a través del cual
comprendemos el universo natural. Y seguramente, las imperfecciones y los límites de
nuestra comprensión nunca terminarán. Justo cuando creemos que ya hemos conseguido
entenderlo, aparece algún nuevo descubrimiento que lo echa todo por tierra. Sin
embargo, yo estoy convencido de que todos los paradigmas basados únicamente en la
ciencia cierran nuestras mentes a otras formas de interactuar de forma más completa con
la creación de Dios. La mentalidad científica pregunta: “¿Cómo funciona?” Hace que
sólo veamos las cosas de una forma lineal, temporal y muy materialista. También estoy
convencido de que este paradigma surge del ansia de poder. Queremos ser capaces de
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controlar y manipular la realidad según nuestros propios deseos. Esto hace que la
veamos e interactuemos con ella en una relación de amo-esclava. La contemplamos en
función de cómo podemos controlarla. Nuestra ansia de poder hace que pensemos en
ella como si fuera algo mecánico y, por lo tanto, manipulable. Si pudiéramos verla
como un ser viviente y sagrado (que es lo que yo creo que es) ya no nos sentiríamos
cómodos viéndola como una máquina. Nos quedaríamos horrorizados de ver los abusos
a los que la hemos sometido.
Frente al paradigma exclusivamente científico, que cuestiona “¿Cómo funciona?” y
“¿Cómo puedo controlarlo?” planteémonos la siguiente pregunta: “¿De qué modo
puedo servirte y amarte mejor?” Si nos centramos en ella, la vida de pronto parece muy
distinta a esa máquina formada por quarks, sustancias químicas y electromagnetismo
que describe la ciencia. Ahora vemos que la realidad es la danza del amor de Dios y la
contemplamos llenos de asombro y satisfacción, como un milagro sagrado. Amamos lo
que antes manipulábamos. Lo que ha cambiado no es nuestra comprensión de la
realidad sino que ahora la sentimos e interactuamos con ella con algo más que con el
simple intelecto. Podemos olvidarnos de los paradigmas e involucrarnos con la realidad
de una forma auténtica en todo momento. La ciencia y la razón siguen estando con
nosotros, pero ya son la única lente a través de la que miramos.
Esto no significa para nada que la ciencia sea mala, sino que debe estar al servicio
del amor. Nuestro intelecto no es el que tiene que decidir la naturaleza de nuestra
realidad. Cuanto más estudiamos, menos sabemos, pues los misterios del universo
siguen aumentando. Usar el intelecto para definir la realidad es como construir cuatro
paredes sin ventanas a nuestro alrededor y creer que la realidad sólo es lo que podemos
ver en el interior. En lugar de ello, debemos utilizar nuestro corazón.
Al igual que los escribas confiaban más en su interpretación de la Ley de Moisés que
en el poder de Dios, algunos de nosotros también tenemos la tendencia a no confiar
tanto en él como en nuestra capacidad de comprenderlo. Los pensamientos acerca de
Dios deberían complementar y profundizar nuestra fe, pero ésta no debería depender de
las pruebas intelectuales de que existe. El primer mandamiento prohíbe que creemos,
adoremos o sirvamos a ningún ídolo “que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni
en las aguas debajo de la tierra” (Éxodo20:4) o que adoremos a ningún otro dios a parte
de Yahweh. Podemos considerar nuestros pensamientos ídolos de la realidad: no son la
realidad misma, sino réplicas. Lo mismo ocurre con nuestros pensamientos acerca de
Dios. Él nos dice en el primer mandamiento que no demos a esas imágenes mentales
demasiada importancia y que sólo adoremos a Yahveh.
Una de las formas en las que Dios nos permite ser libres es que no podemos probar
que existe ni que no existe. No podemos probar ninguna de las dos cosas mediante la
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ciencia ni los sentidos. ¿Y qué otra opción tiene si no? No puede ser susceptible de ser
probado, pues de otro modo nosotros perderíamos la libertad; la libertad de elegir. Y
tampoco puede ser susceptible de lo contrario. Así es como debe ser. Quienes quieren
creer, encuentran numerosas razones para hacerlo, y quienes desean no creer y apartarse
de Dios, también.
Aunque muchos de nosotros tenemos dudas, hemos vivido momentos de una gran fe.
Es posible que hayamos tenido experiencias muy significativas en las que hemos
sentido el poder indiscutible de Jesús en nuestras vidas. Quizás un ser querido se curó
milagrosamente tras haber rezado mucho por él, o quizás sentimos fuertemente que nos
guiaba el Espíritu Santo. En esos momentos, es posible que hayamos pensado que
nunca más volveríamos a dudar, pero al cabo de unos días nos encontramos
cuestionando a Jesús ¡otra vez! Hemos visto que cuanto más confiamos y creemos en él,
más mejoran nuestras vidas, pero aún así las dudas no nos dan tregua. Sin embargo,
para aquellos que sufrimos de la tiranía de estos eternos escribas, hay una solución. Esta
historia tiene el poder de curarnos de nuestras dudas.
Yo he experimentado personalmente el poder curativo de este relato. A pesar de las
numerosas e intensas experiencias que he vivido, en las que he sentido la gracia de la
guía y la misericordia de Dios (algunas de ellas milagrosas), todavía veía cómo mis
pensamientos se enredaban en discusiones acerca de si Jesús era realmente Dios y sobre
si rezarle tenía algún valor. Pocos años después de haber meditado por primera vez
sobre en el mensaje curativo de este milagro, puedo decir honestamente que ahora muy
raramente dudo del Señor del Amor.
En la historia, los escribas discuten con los discípulos. De forma similar, la
autosuficiencia intelectual discute con la fe. Hasta que no descubramos el poder
curativo que Jesús nos ofrece en esta historia, estos escribas no nos dejarán en paz. No
es que queramos dudar, pues de hecho muchos deseamos creer más profundamente,
pero las dudas llegan sin que las invitemos y perturban esa paz que tanto deseamos. Hay
muchas cosas que nos hacen dudar. Cuando vemos la injusticia y el sufrimiento,
empezamos a vacilar. No recibimos respuesta a nuestras fervientes oraciones por la
curación de un ser querido. Hemos hecho todo lo posible por seguir a Jesús, pero las
cosas no parecen mejorar.
Los escribas de nuestra mente también atacan nuestra fe culpándola de nuestros
problemas:
• A lo mejor soy un iluso… Quizás la fe me mantiene en la oscuridad intelectual…
Podría ser más listo o tener más éxito si no creyera.
• Probablemente, si no pensara tanto en Dios tendría más paz y podría hacer
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simplemente lo que me gusta y disfrutar de la vida.
• Si Dios existe, está claro que no me ama.
• ¿Cómo puede ser que el Dios del universo caminara por nuestra pequeña tierra?
¿Cómo pudo Jesús ascender de forma corpórea? Si él es Dios, ¿por qué todavía no ha
vuelto como prometió?
En medio de la discusión entre los escribas y los discípulos, un hombre va hacia
Jesús y le ruega que cure a su hijo. El chico está poseído por espíritus malignos. Los
síntomas de esta posesión son muy parecidos a los síntomas de los ataques epilépticos.
De hecho, en algunas traducciones de la Biblia se especifica que la enfermedad del
chico es epilepsia. Cuando Jesús le pregunta al hombre si cree, el hombre exclama
“¡Creo; ayuda a mi incredulidad!” Aquí Dios se está comunicando con nosotros a través
de esas palabras; nos está diciendo que comprende nuestro problema: creemos, pero al
mismo tiempo no creemos. Tenemos un montón de dudas. Entonces Jesús ordena al
espíritu “sordo y mudo” que abandone el cuerpo del pobre chico.
La discusión entre los escribas y los discípulos refleja el dilema del padre: una guerra
entre la fe y la duda. Los discípulos creen, pero los escribas dudan. Del mismo modo, la
mente del hombre está dividida entre la fe y la duda. La posesión del chico es de por sí
un símbolo del mismo problema. La ciencia moderna ha demostrado que los peores
casos de “epilepsia atónica” (caracterizada por ataques que provocan caídas y
convulsiones, como en el caso de este chico), pueden tratarse inhibiendo la
comunicación entre los dos hemisferios cerebrales. Esto muestra que en los casos
graves, los dos lados del cerebro no funcionan adecuadamente como un solo órgano.
Existe algún fallo de comunicación entre ellos. Una teoría afirma que cada hemisferio
recibe la comunicación del otro y luego la amplifica antes de devolverla, de modo que
se produce una intensificación inadecuada de las señales electroquímicas. El hemisferio
izquierdo es responsable de la lógica y el razonamiento, mientras que el derecho tiene
una visión de la realidad más basada en el afecto y las imágenes. Así, en este tipo de
epilepsia, vemos una representación física de la batalla espiritual entre la duda “lógica”
y la fe intuitiva. Entre estas dos formas opuestas de ver la vida se produce un fallo de
comunicación que genera un aumento de la tensión hasta el punto de dejarnos
espiritualmente incapacitados.
Así pues, los distintos mensajes que contiene esta historia aparecen como un fractal
de diversas capas: en el chico, las dos partes del cerebro luchan la una contra la otra (o
los demonios luchan contra su mente “diestra”); las dudas del hombre luchan contra su
fe; los escribas luchan contra los discípulos; y en nuestras vidas, nuestro orgullo
intelectual puede estar luchando contra nuestra fe en que Jesús pueda curarnos por
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medio de este milagro.
Si constantemente nos aparecen pensamientos de duda salidos de la nada, nosotros
también estamos sufriendo una forma de epilepsia espiritual que sólo Jesús puede curar.
Es precisamente esta historia lo que nos abre la puerta a Jesús y a su curación. Él puede
expulsar y expulsará este espíritu fuera de nosotros, igual que hizo por ese chico. Si
sufrimos de una lucha interna entre la fe y la duda, lo primero que tenemos que hacer es
reconocer que estamos padeciendo lo que equivale a la epilepsia espiritual. Nosotros
solos no tenemos más poder para superar esta enfermedad y curarnos del que tuvieron
los discípulos para echar al demonio del chico. Una vez hemos visto y reconocido que
estamos enfermos y necesitamos ayuda, debemos emular al padre del chico y
simplemente confesarle al Señor la verdad acerca de nuestro estado mental rezándole:
“Creo; ayuda a mi incredulidad”. Admitimos ante Jesús que aunque tengamos muchas
dudas también tenemos fe suficiente para pedirle que las elimine o que las ignore.
Esto no tiene por qué ser un hecho puntual. Podemos hacer esta corta plegaria todas
las mañanas si sentimos que esos escribas internos siguen compitiendo por el control de
nuestra conciencia. A veces puede ser necesario que la repitamos a lo largo del día si
nos encontramos con algo o con alguien que alimenta nuestras dudas.
Personalmente he comprobado que si admito mi falta de fe y le pido ayuda a Jesús, él
siempre responde mi oración y da paz a mi corazón. Inmediatamente siento una gran
confianza en él. Yo solía intentar disipar mis dudas intelectualmente, y durante días,
semanas, meses e incluso años, los argumentos a favor y en contra de Dios se
propagaban en mi mente causando estragos. Creía que la respuesta a mis dudas
aparecería en forma de concepto intelectual; una idea tan genial que las disolvería para
siempre. Pero nunca ocurrió. No podía salir mentalmente de ese estado de duda. En este
milagro, Jesús me enseñó (y lo enseña a cualquiera que le interese) que la manera de
salir de la duda es pedirle ayuda.
Según mi experiencia personal, tuve que rezar a diario durante aproximadamente un
mes, pero al cabo de ese tiempo vi que mi fe era mucho más firme. Después de años de
vacilaciones, esta simple oración ha permitido que Jesús haga que sea más serena.
Teniendo en cuenta que durante más de veinte años había intentado reforzarla por mí
mismo y había fracasado, esto es una curación milagrosa.
Todavía tengo que rezar por ello de vez en cuando, sobre todo después de leer algún
libro que me hace cuestionar mi fe de algún modo. También debo hacerlo cuando me
encuentro ante algún reto en mi vida que parece insalvable, ya sea una situación externa
o interna. Necesito rezar para tener fe en que con su ayuda podré superarlo.
En el relato anterior, Jesús ordenó a los padres de la niña que tuvieran fe y no
dudaran. A veces nos resulta difícil creer que podemos recuperar la inocencia. Sentimos
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lo mismo que las personas que se rieron de él. Parece que Dios sabe que nos cuesta
armarnos de fe. Siguiendo de esa curación, este relato nos enseña gradualmente cómo
despejar nuestras dudas y abrir nuestros corazones para creer completamente que Jesús
puede restablecer nuestra inocencia. Él sabe que no está muerta sino dormida, y que
puede devolverla de nuevo a la vida.
Puede sernos de ayuda recordar que Jesús no sólo curó al chico del espíritu maligno,
sino que al mismo tiempo curó al padre de su duda. Los curó a ambos. Y seguramente
ese milagro silenció también a los escribas. A nosotros puede curarnos del mismo
modo. En lugar de intentar luchar contra las dudas con nuestro razonamiento, como
hemos hecho siempre, se las cedemos a Jesús. En lugar de intentar incrementar nuestra
fe con el pensamiento, nos rendimos a Jesús en oración. El increíble y milagroso
aumento de nuestra fe, anteriormente inestable, hace que creamos aún más. “Una vez ha
hablado Dios; dos veces he oído yo esto: que de Dios es el poder” (Salmos 62:11).
Es posible que hayamos tenido miedo de que demasiada fe nos podría alejar
demasiado de la realidad, de la verdad. Pero la verdad no es simplemente algo
intelectual. La verdadera prueba de cualquier verdad es que sea efectiva a la hora de
generar paz, amor y armonía, tanto en el individuo como en la sociedad en general. Sin
duda, la fe en el Señor produce más paz interior que cualquier otra cosa que yo haya
conocido jamás, y he buscado por cielo y tierra. Y también sin duda, cuanto más
descanso la mente en el Señor, más capaz soy de responder con amor, paz y curación a
las personas que me rodean.
Los discípulos preguntaron a Jesús por qué no pudieron expulsar al demonio del
chico. Puede que nosotros también nos hayamos preguntado por qué constantemente
nos acosaban las dudas a pesar de esforzarnos en creer y ser buenos discípulos.
Simplemente, esa parte creyente en nosotros, representada por los discípulos, no es lo
suficientemente fuerte para neutralizar las dudas internas. Estábamos intentando
contrarrestar todos los argumentos en contra de la fe con argumentos a favor de Jesús,
pero esa no es la forma en que se puede vencer esta batalla en particular. Como Jesús
dijo a sus discípulos, “A los de esta clase sólo se les puede expulsar con la oración”. En
lugar de enredarnos en un debate intelectual con nuestras dudas, simplemente nos
arrodillamos y admitimos la verdad: “Señor, creo, pero también dudo. Por favor,
cúrame de mis dudas”.
En algunas versiones de esta historia, Jesús dice que para expulsar a los demonios
hacen falta la oración y el ayuno. Ayunar es un signo innegable de que una persona
desea creer en Jesús por encima y más allá de la realidad única de esta tierra. El cuerpo,
que pertenece a la tierra, desea comer. Cuando temporalmente nos negamos a satisfacer
este impulso tan básico, le demostramos a Dios que deseamos que él sea el dueño de
82
nuestras vidas, por encima y más allá de las motivaciones no espirituales como el deseo
de comer.
Como el ayuno es algo tan inusual en la sociedad moderna, no se reconoce su
importancia. Uno o más días sin comida puede obrar maravillas para realinear nuestras
mentes y corazones en el camino espiritual de Dios, el Camino de Yahveh. Cuando nos
quedamos anclados en alguna forma de egoísmo o cuando no podemos dejar algún
problema en manos de Dios, un período de ayuno unido a la oración, la meditación y la
lectura de las Escrituras puede resultar muy poderoso para liberar los nudos que
mantienen nuestro espíritu atrapado. La recompensa es un mayor sentido de unión con
Dios y la desaparición de las dudas que impiden nuestra serenidad espiritual.
Yo he ayunado en algunas ocasiones, cuando me enfrentaba a problemas realmente
serios, y nunca he sentido que fuera una pérdida de tiempo o una molestia inútil. La
molestia siempre ha resultado ser un precio pequeño comparado con el beneficio
espiritual que he adquirido. Siempre he salido del ayuno con una mayor conciencia de la
presencia, el amor y la guía de Dios en mi vida.
No obstante, la mayoría de veces la oración es suficiente para superar las dudas.
Retrospectivamente parece tan simple y obvio admitir las dudas y rezar pidiendo
ayuda… Pero después de años de cautividad entre las paredes de la duda, verme libre de
estar continuamente cuestionando debido al miedo (epilepsia espiritual) es realmente un
milagro. Hice todo lo posible para conocer a Dios y creer en él, pero lo único que
necesitaba todo el tiempo era admitir la verdad ante el Señor y rezarle para que me
ayudara con mis dudas.
MEDITACIONES
1. Tras entrar en estado meditativo, ponte en el lugar del padre de esta historia. Tu
hijo ha estado enfermo durante muchos años y sus ataques empeoran cada vez más.
Temes que muera. Al oír hablar de los maravillosos poderes curativos de Jesús, vas a
buscarle, pero él no está y sólo encuentras a sus discípulos. Observas cómo intentan
expulsar al demonio, pero no pueden. Mientras tus esperanzas se desvanecen, oyes que
éstos empiezan a discutir con unos escribas que hay ahí cerca. De pronto, la multitud se
aparta y un hombre dice: “¿De qué estáis discutiendo con ellos?” ¡Debe ser Jesús!
Inmediatamente te acercas a él y le explicas el problema. “Todo es posible para aquel
que cree”, te dice.
La duda se apodera de ti. ¿Crees? ¿Es tu fe lo suficientemente fuerte después de
tantas desilusiones? Pero ves a tu hijo y sabes que debes creer. “¡Creo!” le gritas a
Jesús. “¡Ayuda a mi incredulidad!” Él sonríe, comprendiendo tu lucha y tu fe, y le
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ordena al demonio que salga de tu hijo. Éste convulsiona terriblemente, y en tu cabeza,
la voz de la duda te susurra: “Va a morir”. Apartas ese pensamiento y te concentras en
creer. La convulsión se detiene. Jesús le da la mano y tu hijo se levanta. Está curado.
Todas las dudas se han desvanecido.
2. Tras entrar en estado meditativo, imagina que eres un hijo o una hija en brazos de
tu padre tras haber sido curado o curada de la epilepsia. Mientras lo haces, ten la certeza
de que tu padre es el Señor del Amor.
3. Tras entrar en estado meditativo, reflexiona acerca del hecho que la realidad es un
ser viviente que debe ser honrado como expresión en constante desarrollo del Amor
Divino.
HOJAS
1. La vida no es una máquina.
2. La vida es una expresión viviente del amor de Dios.
3. Las dudas se resuelven mejor con la oración que con la argumentación racional.
FRUTO
1. Cuando nos enfrentemos a las dudas, arrodillémonos, confesémoslas y recemos
para que se disuelvan.
2. Si padecemos una sintomatología de dudas generales, empecemos cada día con
una oración para que se curen.
3. Si emocionalmente nos cuesta tener fe en alguno de los temas siguientes, podemos
rezar pidiendo ayuda:
• Dios es real
• Jesús es Dios.
• Él nos conoce a todos.
• Él nos ama a todos.
• Él desea y puede curarnos de nuestros problemas emocionales y espirituales.
• La Palabra es Cristo manifestado en nuestro interior.
4. Si nos enfrentamos a un asunto que nos genera una duda excesiva o nos cuesta
invitar a Dios a que nos ayude con un problema, podemos ayunar durante veinticuatro
horas, tomándonos tiempo para dejarlo en manos de Dios.
5. Dediquémonos a practicar la interacción con la realidad como imagen sagrada y
viviente del Amor Divino en lugar de como una máquina.
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CUESTIONES PARA EL DEBATE
1. ¿Te ha sucedido algo destacable esta semana? ¿Te ha tocado el Señor de alguna
forma especial en relación o no con el mensaje de este milagro?
2. ¿Cuál fue tu experiencia de las meditaciones?
3. ¿Cuál fue tu experiencia de los ejercicios?
4. ¿En algún momento se ha puesto a prueba tu fe? ¿Cómo lo superaste?
5. ¿Crees que los argumentos científicos son convincentes? ¿Consideras que la
ciencia y la religión son fundamentalmente compatibles o incompatibles?
6. Si hemos adquirido algo de valor de este milagro, ¿cómo podemos incorporarlo y
mantenerlo en nuestra vida diaria?
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7
CURACIÓN DE LA ARROGANCIA EN LA FE
“Di sólo la palabra y mi siervo será sanado.”
Lucas 7:1–10
Cuando Jesús terminó de hablar al pueblo, entró en Cafarnaúm. Había allí
un centurión cuyo siervo, al que estimaba mucho, estaba enfermo, a punto de
morir. Al oír hablar de Jesús, mandó a unos ancianos judíos a pedirle que fuera a
curar a su siervo.
Ellos se acercaron a él y le rogaron con insistencia, diciendo: “Es digno de
que le concedes lo que te pide, pues ama a nuestro pueblo y fue él quien
construyó una sinagoga para nosotros”. Jesús fue con ellos, pero cuando ya no
estaba lejos de la casa, el centurión mandó a unos amigos a decirle: “ Señor, no
te molestes, porque no soy digno de que entres bajo mi techo, por eso ni siquiera
osé presentarme ante ti. Pero di sólo la palabra y mi siervo será sanado. Porque
yo también obedezco órdenes de mis superiores y tengo soldados bajo mi
autoridad, y le digo a uno ‘ve’ y él va, y a otro ‘ven’ y él viene, y a mi siervo
‘haz esto’ y lo hace".
Al oír esto, Jesús se maravilló de él y volviéndose hacia la multitud que le
seguía, dijo: “ Os digo que ni siquiera en Israel he encontrado una fe tan
grande”.
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Y cuando los que habían sido enviados llegaron a la casa encontraron sano
al siervo.
En el último capítulo vimos cómo dejar que Jesús nos cure de nuestra fe
vacilante. Cuando decidimos dejar nuestras dudas en manos de Dios, el siguiente
obstáculo que encontramos en nuestro viaje espiritual es una mala interpretación de lo
que significa la fe. Este capítulo nos muestra cómo avanzar superando la barrera de una
fe basada en nosotros mismos.
Empecemos echando un vistazo a este centurión. Tenemos aquí a un hombre de gran
corazón. Podemos verlo en el hecho de que construyó una sinagoga para los judíos.
Detrás de este gran obsequio se revela una gran cantidad de información acerca de él.
En primer lugar, nos muestra que tenía un gran interés y un gran aprecio por la religión
judía. Podría haber construido un campo de deportes, un parque o un auditorio, pero en
cambio construyó una casa de oración, mostrando que tenía un interés activo y que
reverenciaba el judaísmo y, más importante aún, el amor por Yahveh. Segundo, este
obsequio nos demuestra que era extremadamente generoso. El hecho de apreciar
profundamente la religión judía no exige que se realicen obsequios, y mucho menos uno
tan costoso como una sinagoga.
Es fácil apreciar algo sin contribuir a ello. Podemos apreciar la salud pero no
hacemos deporte o no comemos correctamente. Nos puede gustar tener la casa limpia,
pero no nos molestamos en limpiarla. Nos puede gustar la idea del desarrollo espiritual
y la fortaleza, pero nos distraemos y nos ocupamos de cosas más “urgentes” o
“prácticas”. Y esto nos lleva a la tercera conclusión acerca de este centurión: era un
hombre de acción. No estaba contento simplemente sintiendo aprecio; quería
demostrarlo actuando. Convirtió su aprecio en algo real dentro del mundo material.
En cuarto y último lugar, vemos que este hombre era un individuo muy humilde.
Sería de esperar que un oficial militar del Imperio Romano, la organización más
poderosa de la tierra en esos tiempos, que ocupaba el pequeño y aislado estado de Israel,
se sintiera superior a sus súbditos y los tratara con orgullo y desdén. Pero no era el caso.
En su trato con los judíos mostraba el mayor respeto y consideración. No sólo les
construyó una sinagoga, pues del texto se deduce que tenía una buena relación con
ellos, y las buenas relaciones sólo surgen en una atmósfera de respeto y aprecio.
Como ya hemos visto, al igual que el centurión, los jefes judíos también tenían
posiciones de poder y prestigio. Pero observando casi todas las interacciones de Jesús
con ellos, sabemos que, en su caso, éstos se les habían subido a la cabeza. Agobiaban a
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la gente común con cargas demasiado pesadas de soportar; ocupaban los mejores sitios
en las sinagogas; hacían sonar las trompetas ante cualquiera de sus acciones y se
deleitaban con las muestras de reverencia y respeto que les ofrecía la gente común;
incluso se quedaban con las ofrendas que por ley correspondían a los padres de quienes
las hacían. Mientras los jefes judíos se valían de su posición para conseguir privilegios,
prestigio y posesiones para sí mismos, el centurión utilizaba su estatus para ofrecer
respeto, honor y una nueva sinagoga a los demás.
Antes de indignarnos y de mirar a los ancianos judíos por encima del hombro,
deberíamos ser sensatos y reconocer que esas mismas tendencias también existen en
nuestra mente. De hecho, si nos sentimos superiores a los jefes judíos, es justamente ese
sentimiento de superioridad lo que delata el hecho de que padecemos la misma
enfermedad espiritual que ellos: la arrogancia.
El centurión no era arrogante. El hecho de que ni siquiera se sintiera digno de que
Jesús fuera a su casa ilustra aún más claramente su humildad. No sabemos cómo era su
casa, pero podemos estar seguros que no era ninguna chabola. Si tenía suficiente dinero
para construir una sinagoga, seguramente lo tenía para tener una buena casa.
Probablemente vivía con cierto lujo. No era su casa lo que le hacía sentir indigno de
hospedar a Jesús, sino más bien que sabía que Jesús era sagrado.
Su humildad no se basaba en la inseguridad ni en el odio hacia sí mismo. Sabemos
por sus propias palabras que estaba acostumbrado a tener gente bajo sus órdenes y que
exigía obediencia. No era la actitud ni la forma de hacer de alguien que se recrimina y
se rebaja a sí mismo. No se mostró humilde ante Jesús porque se despreciara, sino
porque sabía quién era Jesús y le veneraba del modo en que el Señor del Amor merece
que se le venere.
El centurión sabía que Jesús era Dios encarnado. Su comprensión de esta verdad era
más profunda que la de nadie. Las palabras de Jesús lo confirman: “Os digo que ni
siquiera en Israel he encontrado una fe tan grande”. Es probable que, al sentir un
profundo respeto por la religión judía, el centurión conociera las profecías acerca de la
llegada de un salvador. Por la gran fe que puso en Jesús, podemos asumir que creía que
era ese salvador, Emmanuel (Dios con nosotros).
Al sentirse indigno de estar en presencia de Jesús, mandó a los ancianos judíos como
intermediarios. Y ahora es cuando la historia se vuelve fascinante. Los ancianos
suplicaron a Jesús de parte de este romano. Aquí hay algo que no cuadra. Piénsalo:
¿Ancianos judíos suplicando a Jesús? ¿Y de parte de un dirigente romano?
En ninguna otra parte del Nuevo Testamento aparecen jefes judíos humillándose
suficientemente como para pedir ayuda a Jesús. Nicodemo se relacionó con el Señor de
cierta forma positiva, pero sólo protegido por la oscuridad de la noche. Tampoco
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aparece en ningún otro lugar que los jefes judíos tuvieran ningún interés en ayudar a un
romano. Prácticamente en todos los demás relatos, éstos desprecian tanto a Roma como
a Jesús.
En cierto sentido, el milagro ya se ha producido. Que esos jefes judíos suplicaran a
Jesús por un oficial romano ya es al menos un pequeño milagro. Y ahora llegamos al
corazón del mensaje y alcanzamos la comprensión necesaria para comprender la
aplicación personal de esta curación. A medida que crece nuestra fe, entramos en una
relación consciente más cercana y más íntima con Dios, nuestro Salvador. Cuando nos
acercamos a él de forma tangible, nosotros también nos situamos en una posición
privilegiada, como el centurión y como los jefes judíos. Es realmente un privilegio creer
profundamente en Dios. Es un privilegio sentir su presencia a nuestro lado. Es un
privilegio poder afirmar con confianza: “Sé que Dios me ama”.
La cuestión que abordamos ahora es cómo manejar esta posición de privilegio y de
poder. ¿Incorporamos esta experiencia de crecimiento a nuestro ego y nos volvemos
arrogantes o, como el centurión, intentamos compartirla ayudando a los demás?
Uno de los primeros obstáculos que encontramos cuando empezamos a crecer
espiritualmente es que nos sentimos orgullosos de los pasos positivos que Dios ha dado
en nuestras vidas. Nos sentimos importantes de tener esa nueva relación con él. Solemos
tomarnos esos avances como si fueran nuestros propios logros. Empezamos a sentir que
somos especiales o “elegidos”. Pero si caemos en esta actitud perdemos nuestra
posición de privilegio. Perdemos nuestra conexión con Dios. Intentar poseer la gracia de
Dios es como coger una mariposa con las manos. Igual que la grasa de las manos y la
presión pueden dañarle las alas e impedir que pueda volver a volar, atribuir a nuestro
ego la gracia de Dios en nuestras vidas la destruye y le impide que pueda volar en el
interior de nuestras almas.
Al contrario, debemos seguir el ejemplo del centurión. Es obvio que creía que Jesús
era el Mesías, pero también sabía que él mismo era un forastero. Sabía que era muy
afortunado y que era una bendición haber llegado a conocer a Yahveh y a su
manifestación terrenal, Jesús. Expresaba su gratitud en sus obras y en su generosidad.
Cogía su fe y la ponía en práctica.
En cambio, sabemos por el Nuevo Testamento que muchos jefes judíos consideraban
que su posición ya bastaba para asegurar su salvación. Este es un importante obstáculo
que nosotros también debemos superar. No pensemos que con pertenecer al “club” ya es
suficiente. En el cristianismo existe una idea muy extendida que afirma que el simple
hecho de creer que Cristo murió por nuestros pecados ya basta para que nos salvemos.
O quizás creemos inconscientemente que ya lo estamos porque poseemos el
conocimiento o religioso o espiritual correcto. Es posible que sintamos que estamos
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salvados porque hacemos muchas buenas obras o porque nos abstenemos de pecar. En
cierto modo, cada una de estas creencias, generalmente inconscientes, es un aspecto
mutilado de la verdad.
Hay gente religiosa que discute si es la fe o son las obras lo que nos salva. Sin
embargo, otros dicen que la verdadera fe se define por las obras que provienen de ella,
de modo que ésta sólo es tan real como lo son sus efectos. Jesús se hace eco de esa
misma opinión cuando dice que a un árbol se lo conoce por sus frutos.
No obstante, yo pienso ninguna de esas explicaciones es plenamente correcta.
Teniendo en cuenta tanto las Escrituras como mi propia experiencia, creo que lo que nos
salva no es la fe, ni las obras, ni la combinación de ambas, sino Jesús, el Señor del
Amor. Él nos dice: “Vosotros no me escogisteis a mí, sino que yo os escogí a vosotros,
y os designé para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca; para que todo
lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. (Juan 15:16). En otras palabras,
Jesús nos llama a la fe, y esa fe nos anima desde dentro a realizar buenas obras de amor.
Tanto si creemos que la salvación viene de la fe, de las obras o de alguna
combinación de ambas, al final acabamos atribuyéndonos el mérito. Decimos mi fe me
salva o mi moralidad y mis buenas obras me salvan, y en ambos casos nos hemos
convertido en ladrones espirituales. Le estamos robando a Dios lo que sólo es de Dios:
la salvación de nuestra alma. Si tenemos fe es porque Dios ha hecho que la tengamos.
La ha infundido en nuestro corazón. Si somos morales y hacemos buenas obras
motivados por un amor genuino, es porque Dios, que es amor, nos ha inspirado con
amor. El problema radica en creer que nosotros somos la fuente original de donde
provienen nuestra fe y nuestras obras, cuando en realidad provienen sólo del amor
genuino. Y éste sólo tiene una fuente: el Señor.
De todos modos, ¿qué es la salvación? La salvación es un estado mental que produce
una forma de ser. Tener el corazón lleno de amor es salvación. Sólo el amor produce
una verdadera dicha una paz duradera. El verdadero amor nos inspira a abstenernos de
hacer daño a los demás y a ser productivos. Dios es Amor y el Amor es Dios. En la
medida en la que el amor reside en nuestro corazón, Dios nos visita con su salvación.
Por lo tanto, el proceso de la salvación es progresivo e ilimitado. Nuestra capacidad de
crecer en amor nunca termina.
¿Y qué papel juega aquí la fe? Como hemos visto en la introducción de este libro,
tener fe es creer que el Amor es la esencia de Jesús y, por lo tanto, de Dios. La fe es lo
que es verdaderamente humano. El amor es la fuente y el creador de nuestra humanidad
y de toda la realidad. La fe es la predisposición a subordinar cualquier otro motivo y
significado a la autoridad y la dirección del Amor como algo divino. El amor no es una
cualidad etérea. El amor es inteligente, comunicativo, humano y divino. Lo sabemos
90
porque el amor es lo que nos hace ser inteligentes, humanos y comunicativos, de modo
que es el autor de nuestra humanidad y, por lo tanto, es divino. El Amor Divino se
comunicó con nosotros como Jesús, y él es el prototipo de lo que significa amar. Así
pues, nuestra fe en Jesús significa que procuramos darle autoridad en nuestras vidas. Y
su mandamiento es que nos amemos los unos a los otros como él nos ha amado, es
decir, que dejemos a un lado nuestros fines egoístas con el objetivo de servir al
bienestar de todos.
Y en la medida en que otorguemos al Señor del Amor autoridad en nuestras vidas,
experimentaremos en primera persona las palabras citadas arriba: nosotros no elegimos
a Jesús; es él quien nos elige a nosotros. En otras palabras, la fe que poseemos en el
Amor no nace de los motivos surgidos de nuestra personalidad, sino que el Amor nos ha
conducido a la fe a través de la combinación de las experiencias de amor que hemos
vivido y de las ideas verdaderas acerca del Amor que se nos enseñaron. Jesús hace que
tengamos fe. Luego, desde esa fe, nos hace dar fruto, tal y como nos promete en los
Evangelios. Sentiremos que esto es cierto cuando empiece a ocurrirnos a nosotros, y nos
ocurrirá cuando Dios lo tenga planeado.
Así pues, no tenemos absolutamente nada por lo que sentirnos arrogantes en lo
referente a nuestras vidas espirituales. Al contrario, la espiritualidad del amor nos obliga
a admitir que no podemos atribuirnos ninguna buena obra como propia.
Es posible que cometamos el error de creer que esto significa que tenemos que
esperar a que Dios nos influya o nos inspire; que sólo él consigue la salvación y que
nosotros somos únicamente marionetas. Pensar así es no comprender la naturaleza
fundamental del Amor. El Amor Divino es la vida misma, la libertad misma y la
actividad misma. Por lo tanto, cuando el Señor del Amor nos imparte esta vida, esta
libertad y esta actividad, es cuando podemos actuar libremente para hacer el bien. Y es
así como por primera vez estamos realmente vivos espiritualmente. Dicho de otro
modo, cuando creemos en el Señor como Amor Divino y cuando elegimos actuar
partiendo de lo que es el amor, deberemos sentir necesariamente que lo hacemos de
manera autónoma, porque la libertad es la naturaleza del Amor Divino. A veces incluso
sentiremos que nos estamos forzando a actuar con amor a pesar de tener el deseo de ser
egoístas. Pero esa sensación es parte de su gracia. En última instancia, sólo el Señor nos
mueve a tener fe y a realizar buenas obras. Él nos da su vida de tal modo que tenemos la
sensación de que es la nuestra. Cuando nos da su actividad, debemos actuar como si lo
hiciéramos nosotros mismos. Debemos obrar, pero no podemos atribuirnos la
motivación que se esconde detrás de las obras.
Si no tenemos fe en el Señor como Amor y en el Amor como el Señor, no podemos
hacer nada. La fe es acción, y el Señor del Amor nos la ha dado como obsequio. Si nos
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atribuimos “nuestras” obras, fe o buenas elecciones (como la elección de creer), las
contaminamos con el engreimiento de nuestro ego, de igual modo que los fariseos y
dirigentes judíos contaminaban su posición religiosa privilegiada. El Señor nos ama, nos
perdona, sabe exactamente quiénes somos y qué necesitamos. Él es el camino, la verdad
y la vida. Su camino es el único camino hacia la paz y la felicidad verdaderas.
En lugar de que la fe nos sirva a nosotros, somos nosotros quienes debemos servir a
la fe. El Señor reveló esta idea claramente cuando los discípulos le preguntaron cómo
aumentar su fe (Lucas 17:5). Para responderles les contó una historia acerca de un
siervo que, tras haber trabajado todo el día en el campo, debe volver a casa y servir la
cena a su amo antes de comer él. Incluso después de todo esto, no debe esperar ni una
palabra de agradecimiento, pues sólo ha hecho lo que se esperaba de él. Francamente,
esta respuesta nos hace ser menos arrogantes. Jesús nos está diciendo que para
desarrollar la fe debemos trabajar duro, pero no esperando una recompensa sino porque
es nuestro deber.
La fe no nos libra de la dura tarea de aplicar a nuestras vidas la disciplina que enseña
Jesús. Por el contrario, la fe es lo que nos inspira a seguir adelante y a seguir
intentándolo. Si no tenemos fe, no tenemos ninguna motivación para llevar a cabo los
mandamientos y las instrucciones de Jesús. La fe nos da el motivo para trabajar, y la
medida de la fe se ve en la medida del trabajo. Él lo dijo de varias formas: “El que me
ama, guardará mi palabra… El que no me ama, no guarda mi palabra” (Juan 14:23–24).
“Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando… Os doy estos mandamientos
para que os améis los unos a los otros” (Juan 15:14, 17). “Si vosotros permanecéis en
mi palabra, verdaderamente sois mis discípulos” (Juan 8:31). El camino espiritual no
puede recorrerse sin disciplina y deber.
Por muy seria y sincera que sea una profesión de fe, ella sola no nos sacará del
infierno y nos elevará al cielo. Podemos creer en Jesús y seguir atrapados en el infierno
del pecado. El pecado en sí mismo es el infierno. No importa si somos cristianos, ateos,
hindús o si seguimos el movimiento New Age; si estamos inmersos en el pecado, éste
crea el infierno en nuestras vidas. Aunque yo afirme que estoy salvado en Cristo, si mi
vida está llena de la miseria inherente al pecado, ¿qué diferencia producen mis palabras
vacías?
La fe en Jesús como Cristo es sólo el primer paso. Es la fe en el Señor del Amor lo
que nos permite invertir esfuerzos en aprender sus formas de actuar y empezar el duro
trabajo de ponerlas en práctica. Si no tenemos fe, ¿por qué querríamos negarnos a
nosotros mismos y cargar con nuestra cruz cada día? ¿Por qué querríamos poner la otra
mejilla? ¿Por qué querríamos entregar nuestras vidas a los demás? Embarcarse en el
viaje espiritual cristiano es aprender a ser altruista. Se requiere mucha fe para estar
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dispuesto a dejar las preocupaciones e intereses propios con el fin de amar a otras
personas. Abandonar nuestros resentimientos, nuestras inseguridades y nuestras ansias
requiere sacrificios; sacrificios que sin fe serían imposibles de hacer. No hay nada más
desafiante que el viaje cristiano. No sólo es el camino más duro, sino el más largo, ya
que nunca termina. Siempre podemos crecer más en amor.
El centurión era un forastero en esa nación y era un hombre de acción. Esto revela la
transición que debemos hacer para recibir esta curación de Jesús. Primero, debemos
aprender a pensar en nosotros como forasteros afortunados que podemos recibir la
gracia y la curación de Dios aunque no seamos dignos de ellas. Tan pronto como
empezamos a creer que somos especiales o que las merecemos por la relación que
mantenemos con Dios, por nuestra fe o por nuestras obras, hemos perdido el rumbo. En
nosotros y por nosotros mismos estamos completamente perdidos en el egoísmo y, por
lo tanto, en el pecado. Al igual que el centurión, verdaderamente somos forasteros en el
reino de Dios. No merecemos el amor de Dios. No lo ganamos, sino que se nos da a
pesar de todo, y por ello somos increíblemente bendecidos.
En segundo lugar, debemos ser coherentes con lo que creemos. Tenemos que poner
en práctica nuestra fe. Del mismo modo que la humilde fe del centurión lo motivó a
regalar una sinagoga a los judíos, nosotros debemos llevar a cabo las obras que la fe nos
exige.
En este relato, un siervo está enfermo, a punto de morir. La fe es el siervo. La
enfermedad es el orgullo. Supuestamente, los jefes judíos tenían que ser siervos de
Dios, por una parte, y de la gente judía, por otra. Sin embargo, estaban tan llenos de
orgullo que eran incapaces de llevar a cabo sus obligaciones de forma adecuada y servir
a Dios y a su pueblo. Como siervos, estaban espiritualmente enfermos y próximos a la
muerte. Existe un paralelismo entre ellos y el siervo enfermo del centurión. Cuando
nuestra fe nos llena de orgullo, nosotros también estamos enfermos y no podemos servir
correctamente ni a Dios ni a nuestro prójimo.
Este es el único relato de todo el Nuevo Testamento en el que los jefes judíos se
acercan humildemente a Jesús para pedirle ayuda. Tenemos que preguntarnos qué fue lo
que hizo cambiar su actitud. ¿Por qué fueron humildes en lugar de orgullosos? ¿Por qué
estaban dispuestos a suplicar ayuda a Jesús para un romano? La respuesta está escrita en
el propio texto: es porque el centurión “ama a nuestro pueblo y fue él quien construyó
una sinagoga para nosotros”. Las obras humildes y generosas del centurión sanaron a
los jefes judíos de su arrogancia y, a su vez, las obras de éstos (su súplica a Jesús)
llevaron a la sanación del siervo del romano.
El centurión no debía nada al pueblo judío. No tenía por qué construirles una
sinagoga, pero lo hizo. Valoraba más las obras de amor que su posición o su orgullo. Al
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mismo tiempo, los jefes judíos se volvieron deseosos de servirle a él. La humildad del
centurión, expresada en sus obras, se transmitió a los jefes judíos y los transformó
también en humildes siervos. Esa es la magia del amor en acción. Cuando realizamos
acciones para cambiarnos a nosotros mismos y bendecir a los demás, abrimos un canal
de comunicación entre Dios y aquellos en quienes causamos algún efecto, para que así
su amor pueda inspirarles a ellos a ser más bondadosos.
El centurión y los jefes judíos eran enemigos políticos. Jesús nos dice que amemos a
nuestros enemigos. Para nuestro propósito aquí, yo defino “enemigo” como alguien
contra quien albergamos hostilidad. Podríamos caer en una actitud hostil contra la mujer
que nos cierra el paso con el coche, el teleoperador de una compañía aseguradora, el
técnico que nos cobra en exceso por una chapuza, hacienda, los líderes políticos, las
instituciones, o cualquiera que sea distinto a nosotros. En todos los casos, es nuestra
responsabilidad amarles y obrar para su bienestar.
A veces nuestros enemigos son nuestros seres queridos más cercanos. Podemos
enfadarnos cuando nuestra pareja nos critica o porque nuestros hijos no colaboran en
casa. Si examinamos esa hostilidad, siempre encontraremos arrogancia espiritual.
Estamos juzgándoles, insistiendo en que deberían ser espiritualmente más
evolucionados de lo que creemos que son. Creemos que deberían ser perfectos, como
nosotros. Y cualquier juicio espiritual conlleva arrogancia, pues sólo Dios puede juzgar.
Cuando juzgamos o nos sentimos resentidos con los demás, somos nosotros los que
tenemos un problema. Podemos amar a nuestros enemigos realizando acciones humildes
por su bienestar.
La verdadera expresión tanto de fe como de humildad se manifiesta en actos de
servicio hacia otros seres humanos. El primer paso para servir a otros es eliminar de
nuestra vida las acciones y pensamientos que les perjudican tanto a ellos como a nuestra
capacidad de amarles. El segundo paso es empezar a buscar y rezar por encontrar
formas de ayudarles en su curación y su desarrollo espiritual. La base de una vida de
amor en Jesús es que nos “amemos los unos a los otros”. Él dice que a sus discípulos se
les reconocerá por su amor.
De la misma forma que el siervo del centurión estaba a punto de morir, también la
arrogancia hace que nuestro espíritu esté muy enfermo. Un siervo, por supuesto, sirve.
Lleva a cabo las órdenes que le da su amo. Si creemos que somos espiritualmente
superiores a los demás, habremos invertido nuestra relación con Dios. Erróneamente,
estaremos considerando a Dios nuestro siervo y a nosotros su amo. La fe nos exige el
trabajo esencial de esforzarnos continuamente por alejarnos de nuestra arrogancia. Esto
es parte de lo que significa dar la vida por los demás.
El Señor del Amor es el amo, y nosotros los siervos. El amo nos muestra qué nos
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ordena en sus mandamientos, de los cuales el más importante es que nos amemos los
unos a los otros como él nos ha amado. Ésta es la orden. Que se lleve a cabo depende de
nosotros, sus siervos. Este libro es una ayuda para que estemos lo suficientemente sanos
espiritualmente para hacer nuestro trabajo.
La práctica debe ser más importante que el conocimiento y la posición, y como
sucede con cualquier actividad, no podemos convertirnos en expertos en un día. Hace
falta un esfuerzo constante durante un largo período de tiempo para que lleguemos a ser
buenos en nuestra tarea de ser discípulos del Señor del Amor. Y nunca dejamos de
aprender o practicar cómo amar incondicionalmente. Siempre podemos mejorar.
La manifestación última de la Palabra de Dios es la realización de cualquier actividad
entre nosotros con amor. Cuando nos ponemos en el lugar del siervo y nos servimos
unos a otros, vemos que se producen cambios en nuestras vidas. Tenemos más salud
espiritual y la paz y la alegría llenan cada vez más nuestro corazón. El siervo (nosotros)
se ha curado. Ahora podemos desarrollar el plan de Dios, mientras que antes sólo
esperábamos que se cumpliera por sí solo.
Somos forasteros; recipientes indignos de la misericordia de Dios. No somos la élite
especial. Para mantenernos sanos espiritualmente, debemos seguir siendo siervos
humildes, y para ello resulta muy efectivo intentar deshacernos de nuestro egoísmo y
poner nuestra casa espiritual en orden. Como podemos leer en Santiago, 2:26: “Porque
así como el cuerpo sin el espíritu está muerto, también la fe sin las obras está muerta”.
MEDITACIÓN
Tras entrar en estado meditativo, ponte en el lugar de los jefes judíos. Estás en casa
del romano y su siervo cae gravemente enfermo. Te maravilla hasta qué punto ese
hombre se preocupa por su siervo. También te sorprende su humildad al decir que no se
siente digno de acercarse a Jesús y que por eso te pide que intercedas tú por él. Al
principio dudas, por un lado, de servir a un romano, y por el otro, de pedir ayuda a
Jesús. Pero como este hombre ha sido bueno con tu pueblo, construyendo una sinagoga,
te tragas tu orgullo y hace lo que te pide.
¿Qué sentimientos te despierta el hecho de que Jesús acceda a ir a la casa del
centurión? Ves llegar a sus amigos, que paran a Jesús y le dicen que ya no hace falta
que vaya a la casa porque el centurión sabe que puede sanar a su siervo a distancia.
Sientes una gran humildad cuando oyes a Jesús decir: “Ni siquiera en Israel he
encontrado una fe tan grande”. Vuelves a la casa del romano y ves que su siervo está
completamente curado. Observa qué sientes.
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HOJAS
1. La fe sin obras está muerta, y de igual forma nosotros no nos salvamos sólo por la
fe.
2. La fe en el Señor del Amor significa que debemos actuar por amor. La fe no existe
para servirnos, sino más bien nos inspira a servir.
3. No somos especiales debido a nuestra fe o a nuestro progreso. Somos para siempre
siervos indignos y recipientes de gracia.
4. De igual modo que el centurión sabía que podía curar a través de los siervos,
nosotros comprendemos que Dios obra a través nuestro como siervos suyos.
FRUTO
1. Cada día de la semana haz algo para bendecir a otra persona.
2. En tu oración diaria, reconoce que eres un siervo forastero en el reino de Dios y
pídele qué puedes hacer hoy para servirle a él y a los demás.
3. Limpia algo que necesite limpiarse al menos una vez esta semana.
CUESTIONES PARA EL DEBATE
1. ¿Qué sentimientos positivos notaste en relación a los ejercicios? ¿Qué
sentimientos negativos surgieron.
2. ¿Qué momentos de comprensión has tenido durante la semana en relación a esta
lección?
3. ¿En qué te benefició la meditación?
4. ¿Te costó ponerte en el lugar de los ancianos judíos? ¿Qué resultados positivos
obtuviste al hacerlo?
5. ¿Recuerdas algún momento en el que te sintieras arrogante debido a tu fe?
6. ¿Podrías hacer lo mismo que el centurión y dedicar una parte de tu dinero a apoyar
a otra comunidad? ¿Qué piensas al reflexionar sobre ello?
7. ¿Qué limpiaste y qué resultados obtuviste?
96
8
CURACIÓN DE LA FALTA DE ALEGRÍA
“Uno de ellos se volvió, glorificando a Dios en voz alta.”
Lucas 17:11–19
Mientras iba camino a Jerusalén, Jesús pasaba entre Samaria y Galilea. Al
entrar en cierta aldea, se le acercaron diez leprosos que, manteniendo la
distancia, alzaron la voz diciendo: “¡Jesús, Maestro! ¡Ten misericordia de
nosotros!” Cuando él los vio, les dijo: “Id y mostraos a los sacerdotes”. Y
mientras iban, quedaron limpios. Entonces uno de ellos, al ver que se había
curado, se volvió glorificando a Dios en voz alta. Se postró a los pies de Jesús,
dándole las gracias. Y era samaritano. Respondiendo, Jesús dijo: “¿No fueron
diez los que quedaron limpios? Y los otros nueve, ¿dónde están?” ¿Ninguno ha
regresado a glorificar a Dios excepto este extranjero?” Y le dijo: “Levántate y
sigue tu camino; tu fe te ha salvado”.
Causada por la bacteria mycobacterium leprae, la lepra (conocida también
97
como enfermedad de Hansen) ataca al sistema nervioso periférico, incluyendo los
nervios del ojo, las membranas mucosas nasales y la piel. Cuando el ojo se infecta,
puede producir ceguera. La infección de las membranas de la nariz provoca un
taponamiento permanente de la misma. En la piel, las bacterias generan nódulos
abultados o lesiones. En los estadios avanzados, se produce atrofia muscular y
deformidad, y el cuerpo debilitado es más propenso a sufrir infecciones secundarias.
Los síntomas de la lepra son muy visibles, y si no reciben tratamiento progresan
durante varios años. En un individuo que padece esta enfermedad, disminuye la
capacidad de percibir el mundo a su alrededor. Los sentidos del olfato, el tacto y la
visión se deterioran lentamente. En la antigua Israel, además de perder el contacto con
el entorno físico, los afectados también perdían el contacto con el entorno social, pues
eran expulsados de la sociedad.
Los enfermos de lepra tenían muy poco de lo que alegrarse. Vivían excluidos y
estaban condenados a una muerte lenta en un completo aislamiento. Así pues, no es de
extrañar que el samaritano de este relato volviera para adorar a Jesús y darle las gracias
tras su curación. Lo extraño es por qué los otros nueve no hicieron lo mismo.
El primer antibiótico eficaz para el tratamiento de la lepra se desarrolló a principios
de los años 40. Aunque en los países desarrollados esta enfermedad ya no forma parte
de nuestra experiencia, un gran número de personas sufren una especie de lepra
espiritual; un adormecimiento emocional progresivo. Nos sentimos emocionalmente
aislados de los demás; no sentimos el propósito de la vida ni podemos percibir la
realidad de Dios en ellas. Con nuestro sentido de conexión emocional apagado, la
alegría y la gratitud desaparecen por completo.
Desde 1915, los índices de depresión en EEUU han ido aumentando mientras que la
edad promedio de inicio de la misma es cada vez menor. Creo que a menudo la lepra
emocional surge debido a un germen espiritual que está proliferando en la cultura
norteamericana moderna y que se está extendiendo por todo el mundo. Éste consiste en
dos creencias falsas que están estrechamente unidas una con la otra: la primera es que el
objetivo de la vida es la felicidad personal, y la segunda, que la felicidad personal puede
obtenerse a partir de lo que yo llamo las cinco “pes”: posesiones, posición, placeres,
prestigio y poder. Es difícil no verse infectado por este potente germen. Los medios nos
bombardean con mensajes que promulgan estas creencias enfermizas. Pero como nunca
podemos encontrar la felicidad a partir de las cinco pes, aunque sigamos engañándonos
creyendo lo contrario, nos vemos atrapados en un ciclo adictivo y nos vemos empujados
a obtener más y más. Los profesionales del marketing y la publicidad hacen dinero
gracias a nuestra enfermedad espiritual alimentando y promocionando nuestro deseo
vano por esas cinco cosas.
98
Las sociedades individualistas son un fenómeno relativamente nuevo. Las culturas
tradicionales se mantenían (y en algunos lugares todavía lo hacen) por un sentido del
“nosotros” por encima y más allá de la importancia del “yo”. Lo que era bueno para la
tribu o la comunidad era bueno para el individuo. Se consideraba que las vidas
emocionales de sus miembros estaban intrínsecamente unidas en una interdependencia
mutua. Esos vínculos emocionales se crean a través de la solidaridad y la compasión.
Cuando nos preocupamos los unos por los otros, la felicidad de los demás se convierte
en la nuestra propia, y al mismo tiempo, sus penas también son las nuestras. En una
sociedad basada en la preocupación por el bien de todos, la felicidad surge de estar
todos unidos sean cuales sean las circunstancias. Incluso cuando debemos afrontar
dificultades, si estamos rodeados por una comunidad de gente que se preocupa por
nosotros, hay algo de dulzura dentro de la misma pena. Nos sostienen hasta que todo
pasa. Así, trascendemos los altibajos intrínsecos a la vida en la tierra gracias a la alegría
espiritual y el cuidado de la comunidad.
En cambio, en una sociedad individualista se nos enseña a fijar en las cinco pes el
objetivo de nuestra felicidad. No tenemos tiempo de ayudar a los demás cuando pasan
por momentos difíciles ni nadie puede apoyarnos cuando debemos afrontar algún reto
en nuestra vida. El impacto emocional de nuestros problemas económicos y similares se
mezcla con esa falta de apoyo y con el hecho de que la sociedad ha hecho que
ensalcemos la importancia de las cinco pes en nuestras mentes. Es revelador que en
1929, cuando los inversores de Nueva York perdieron toda su riqueza material en la
caída de la bolsa, se produjeran un gran número de suicidios, mientras que al mismo
tiempo, al otro extremo del continente, las tribus nativas americanas llevaron a cabo
grandes celebraciones Potlatch en las que donaron intencionadamente todos sus bienes
materiales. Sabiendo que la unidad es más importante que la adquisición individual de
riquezas, estas tribus fueron felices dándolo todo.
Sin embargo, no todo el mundo infectado por el materialismo individualista está
deprimido. Parece que hay quienes sufren los síntomas por toda la sociedad o, dicho en
otras palabras, aunque el germen es algo sistemático dentro de la cultura, sólo algunas
personas los muestran. Del mismo modo, y quizás no es ninguna coincidencia, el 95%
de la población es inmune genéticamente a la lepra. Pueden ser portadores del
Mycobacterium leprae pero sólo unos pocos desarrollan la enfermedad. Por lo tanto,
cuando estamos deprimidos o nos sentimos infelices, no debemos añadir sal a la herida
y sentirnos culpables. Somos víctimas de un problema social, aunque podemos hacer
algo para curarnos.
Cuando estamos atrapados en la ilusión del materialismo individualista, los
sentimientos de infelicidad o aburrimiento hacen que tengamos la sensación de que
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tenemos que adquirir algo más. Necesitamos un donut, ropa nueva, unas vacaciones, un
coche nuevo, un nuevo deporte extremo, un nuevo trabajo, una nueva droga, una nueva
pareja o una nueva personalidad. El problema es que el placer que obtenemos en esa
nueva adquisición dura poco. El nivel y la duración de la alegría van disminuyendo con
cada cosa nueva que obtenemos, y nos vemos atrapados en un círculo vicioso en el que
sentimos que necesitamos más y más. Muchos de nosotros educamos a nuestros hijos
según este ideal. Queremos demostrarles que les queremos y les compramos cosas. No
es que haya nada malo en hacer regalos; es algo bonito, pero no pueden sustituir el
valioso tiempo que pasamos juntos.
El materialismo individualista causa la lepra espiritual. La verdadera cuestión de
fondo es la falta de comprensión de la unidad innata de todos los seres humanos. Jesús
habla de esta unidad en el Evangelio de Juan, cuando ruega para que todos crean y así
sean uno en él, como él es uno en Dios (Juan 17:20–21). La introducción de este libro
habla de la idea de que Dios es Amor. La unidad de la que habla Jesús en su oración
final sólo puede conseguirse a través del amor. Cuando el Amor Divino nos llena y nos
mueve, nos sentimos conectados a Dios y a los demás. Nos alegramos con ellos y
lamentamos sus penas. Esta conexión con los demás se consigue mediante la conexión
con el Señor del Amor. Y esta unidad de Amor es la fuente de la verdadera alegría y
satisfacción. Cuando no la sentimos, nos embarga un triste vacío. Sólo el amor puede
llenar el vacío emocional, y en parte lo hace abriendo nuestra conciencia a la unidad
inherente a la humanidad. Como fuimos creados por el Dios del Amor para ser
eternamente felices, hay algo en nuestro interior que siente que tiene derecho a ser feliz.
Pero si creemos que el vacío de felicidad puede llenarse con las cinco pes, vamos por el
mal camino. Creer que tenemos derecho a conseguirlas impide que podamos apreciar el
momento sin juzgarlo en términos de lo que tenemos y de lo que queremos. Toda
nuestra atención se fija en los logros futuros y, por lo tanto, no somos conscientes ni
apreciamos los regalos simples pero maravillosos que Dios nos ha hecho en el aquí y
ahora: un soplo de aire fresco, la sonrisa de un amigo… Incapaces de apreciar la vida tal
y como es, nos apartamos del amor y consecuentemente de la alegría y la gratitud.
Hemos contraído la lepra del espíritu.
Además, sentir que tenemos derecho a algo nos convierte en una compañía
desagradable. Es posible que al estar sólo preocupados por conseguir el merecido postre
no nos fijemos en las necesidades de los demás. Podemos estar tan absorbidos por lo
que queremos que no vemos ni oímos a otros. Nuestros sentidos emocionales están
adormecidos. O si nos preocupamos de las necesidades de los demás, lo hacemos
esperando recibir algo a cambio (un pequeño elogio, algo de simpatía o cualquier tipo
de ganancia).
100
Podemos ofendernos fácilmente. Cuando creemos que no obtenemos lo que
merecemos, nos enfadamos, nos enfurecemos, nos vengamos o proclamamos a los
cuatro vientos lo injusto de la situación. De ese modo nos aislamos. La gente nos evita.
Resulta muy difícil relacionarse con alguien a quien sólo le preocupan sus quejas y las
injusticias que ha sufrido. E incluso aunque alguien esté a nuestro lado, mientras
sigamos reclamando lo que creemos que es nuestro tampoco conectamos realmente con
él o ella. Así pues, sentir que tenemos derecho a algo, ya sea una cosa material,
reconocimiento social o una personalidad distinta, es realmente como la lepra del
espíritu: somos incapaces de sentir alegría y nos quedamos solos y aislados.
Tanto si nos vemos acosados por vagos sentimientos de insatisfacción como por una
total depresión, si lo examinamos más de cerca veremos que se trata seguramente de
una desconexión de Dios y de los demás. Podemos descubrir que estamos intentando
llenar el vacío emocional con las cinco pes y por eso nos centramos en el futuro y no
apreciamos las bendiciones del aquí y ahora. Si ese es el caso, podemos darnos cuenta
de que estamos sufriendo lepra espiritual.
Jesús tiene la cura, y a través de este relato nos alcanza con su toque sanador. El
samaritano vuelve a él para glorificarle y darle las gracias. Jesús le dice: “Levántate y
sigue tu camino; tu fe te ha salvado”. Del mismo modo que su fe fue crucial para su
curación, ocurre lo mismo con la nuestra. Sin embargo, si verdaderamente tenemos que
tener fe en Jesús debemos recordar su naturaleza fundamental, el Amor Divino. Poner
nuestra fe en Jesús significa dejar que los preceptos del Amor Divino dirijan nuestros
pensamientos y nuestros actos tanto como seamos capaces; que demos nuestra vida por
los demás, que perdonemos a todo el mundo, que sirvamos al bienestar de los demás
igual que Jesús sirvió al bien de toda la humanidad.
El texto menciona dos veces que de los diez hombres, el único que volvió para dar
las gracias a Jesús y glorificarle fue un extranjero, un samaritano. Esto es significativo.
Al contrario que un ciudadano, que posee todos los derechos de su país, un extranjero
no espera tales privilegios. Como en el relato anterior, el mensaje es que si recibimos la
curación de Jesús y entramos aún más en su reino, es esencial que recordemos que
somos extranjeros, invitados. Si se nos permite probar un trozo de cielo mientras
seguimos en la tierra, no es porque seamos ciudadanos que lo merecen, sino por la
gracia de nuestro Señor. Esta actitud puede ayudarnos a disipar ese sentimiento de tener
derecho a algo que disminuye nuestra capacidad de sentir alegría.
Llama la atención cuántas de las curaciones que hemos visto no ocurren en judíos
sino en extranjeros: la mujer cananea y su hija, el centurión, y ahora este hombre
samaritano. Es más fácil dar gracias a Dios y amarle cuando sabemos que la gracia que
recibimos es un regalo misericordioso y que no la merecemos por derecho propio.
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Cuando nos olvidamos de nuestra posición de siervos es cuando empezamos a sentir
que se nos debe algo. Nos centramos en lo que necesitamos y en lo que queremos
nosotros, y esto hace que desaparezca cualquier posibilidad de sentir la paz y la alegría
del amor desinteresado. Somos siervos de la comunidad de la humanidad. En lugar de
una visión individualista de la realidad que hace que persigamos las cinco pes, el Señor
del Amor nos despierta a nuestra unidad intrínseca con toda la humanidad. Nos motiva a
buscar el bien para todo aquel que encontramos. Entonces empezamos a despertar a
nuestra verdadera alegría.
En algún momento de nuestra vida, muchos de nosotros pasamos algún tiempo de
sequía emocional. Simplemente no sentimos alegría. Quizás la rutina diaria nos parece
mecánica y sin significado; quizás nuestras relaciones personales nos parecen viejas y
aburridas. Para algunos, este estado puede durar años, incluso toda una vida. La buena
noticia es que Jesús tiene el remedio para devolvernos la alegría. Este relato de curación
trata de la gratitud.
Cuando sintamos que estamos muertos para el mundo, aislados e insensibles,
podemos recibir la curación de Jesús repitiendo los actos del samaritano. Podemos
arrodillarnos y darle las gracias. Podemos glorificar a Dios en voz alta por su increíble
misericordia. Una vez hayamos empezado a darle las gracias, pronto veremos que el día
no tiene horas suficientes para darle todas las gracias que merece. ¡Piensa en todo lo que
nos ha dado! El mismo aire que nos sostiene, la belleza triste del canto de una paloma,
el colorido espectacular y siempre cambiante del cielo, la sonrisa de los niños, el amor
de un amigo, el techo bajo el que vivimos, la vida espiritual que recibimos de él, la
lluvia contra los cristales, nuestro gato, la Palabra de Dios a través de la cual
aprendemos y establecemos una relación con nuestro Señor. Hay un número infinito de
cosas por las que podemos dar gracias y glorificar a Jesús, nuestro Señor y Dios.
Aún cuando estemos deprimidos o sintamos que se nos debe algo, podemos
arrodillarnos y rezar. Podemos obligar a nuestros labios a decir gracias. Podemos
hacerlo todos los días. El milagro, por supuesto, es que a través de todos estos gestos de
gratitud Jesús empezará a instaurar una gratitud verdadera en nuestros corazones y en
nuestras mentes. Y con el aumento de la gratitud llega un aumento de la alegría. Lo que
al principio parecen palabras vacías se acaba llenando de una profundidad y un
sentimiento auténticos. Para ayudar a que esto ocurra, debemos recordar que, en
realidad, no somos ciudadanos con derechos en el reino de Dios, sino extranjeros, ¡muy
afortunados por haber tenido la oportunidad de vivir! Como dice el Dr. Seuss en su
Feliz cumpleaños (1959): “Grita, ¡tengo suerte de ser lo que soy! ¡Doy gracias a Dios
por no ser sólo una almeja, o un jamón, o un viejo tarro polvoriento de mermelada
amarga de grosella!”
102
Para curarnos de la depresión, hay tres elementos indispensables. El primero es
aprender a ver ese derecho imaginario a perseguir las cinco pes. El segundo,
comprender que este derecho es un indicador de que hemos caído en la ilusión del
materialismo individual y, consiguientemente, redirigirnos a nuestro verdadero objetivo,
que es el amor por el bienestar de la humanidad. Por último, con esa nueva orientación,
mostrarnos dispuestos a entregar esos sentimientos a Dios y sustituirlos por alabanza y
gratitud. La mente no soporta el vacío. No podemos simplemente expulsar nuestros
pensamientos sobre tener derecho a algo sin sustituirlos con una alternativa. La alabanza
es la que Jesús nos prescribe en esta curación.
Es un antidepresivo fantástico. Cuanto más lo practicamos, más sentimos la
necesidad de hacerlo. Es un ciclo de alegría positivo y ascendente. Cuando nos sintamos
infelices, veámoslo como un signo de que es el momento de alabar a Dios y darle
gracias por la increíble recompensa que ya nos ha dado. Sea cual sea la situación que
estemos viviendo o en qué condiciones estemos, siempre hay sitio y tiempo para
alabarle.
Por otra parte, no importa cuánto tengamos, siempre habrá sitio para que codiciemos
más. No es la falta de algo lo que causa la insatisfacción sino al contrario: la
insatisfacción es lo que causa que creamos que nos falta algo. El problema surge cuando
intentamos conseguir felicidad mediante hechos temporales o cosas materiales. La
misma naturaleza del mundo físico hace que esos placeres se desvanezcan con el
tiempo, así que cuanto más adquirimos, mayor insatisfacción y desesperación sentimos.
Cada vez que buscamos más posesiones, más logros, más gratificaciones, el placer es
menos una novedad y más una rutina. Podemos creer que la solución es conseguir una
mejor calidad, una mayor cantidad o más variedad, pero ninguna variedad ni calidad de
lo que el mundo material puede ofrecernos puede llenar el vacío espiritual de nuestro
interior. Lo que realmente necesitamos es conectar con el Señor del Amor. La gratitud y
la alabanza pueden establecer esa conexión. Cuando hayamos despertado a nuestra
conexión con el Señor del Amor, al mismo tiempo despertaremos a nuestra conexión
con toda la humanidad. Y en ese estado de conciencia espiritual elevada, la infelicidad y
la insatisfacción se esfuman. Las motivaciones egoístas desaparecen y las sustituye el
deseo de bendecir a los demás.
Intentar adquirir recompensas materiales para nosotros mismos es precisamente lo
que nos separa de la verdadera recompensa que puede satisfacernos: la alegría del
espíritu. La alegría espiritual está a nuestro alrededor en todo momento. Es una parte
intrínseca de la realidad. Yo creo verdaderamente que es una parte fundamental de la
fábrica de la vida. Dios es el autor de la alegría, de modo que la alegría es parte de su
ser. Él es omnipresente, por lo tanto, también lo es su alegría. En última instancia, la
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vida es alegría. Debe ser así, pues el Señor del Amor es quien la creó.
Yo vivo en Nepal, un país del Himalaya de gran misterio, majestuosidad y belleza.
También es un país de gran pobreza. Una cualidad increíble y admirable de la gente
nepalí es su cálida hospitalidad y amigabilidad. Personas que tienen muy pocas
posesiones materiales irradian las sonrisas más auténticas. Están dispuestos a compartir
lo que tienen con los extraños. A pesar de sus dificultades, no han olvidado cómo ser
felices. De hecho, cuanto más rural y pobre es la zona, más rica parece ser la gente en
alegría. La cultura nepalí es una cultura colectivista en la que la gente es más sensible a
la conexión inherente entre todo el mundo. Estas bellas personas me han enseñado la
importante lección de que la felicidad y la alegría no dependen de las cosas de este
mundo o de los “grandes” logros, sino de la unidad del Amor.
Al pensar en curaciones milagrosas de la lepra, recordemos en la historia de Naamán
y Eliseo (2 Reyes, 5). Naamán es el capitán del poderoso ejército de Aram. Tiene todo
lo que podría desear: poder, posición, posesiones y placeres en abundancia. Sin
embargo, también padece lepra. Una de sus siervas, una chica joven de Israel, le sugiere
que visite a Eliseo, el gran profeta de esa nación. Al principio, su orgullo le impide
seguir el consejo de la joven sierva, pero al final, quizás por desesperación, viaja a casa
de Eliseo llevándole una gran cantidad de oro, plata y otras riquezas. Antes de llegar,
Eliseo manda a su siervo, Gehazi, con un mensaje para Naamán: el capitán debe lavarse
siete veces en el Jordán y quedará curado de su lepra. Naamán se enfurece porque
Eliseo ni siquiera se ha molestado en verle. Esperaba una gran ceremonia y su vanidad
lo percibe como un desaire. “¿Acaso no son los ríos Abaná y Farfar de Damasco
mejores que todas las aguas de Israel? ¿No podría bañarme en ellos y quedar limpio?”,
comenta encolerizado.
Pero de nuevo los siervos le ayudan insistiéndole que al menos pruebe la sugerencia
del profeta, y al hacerlo se cura y su piel queda como la de un niño. Con inmensa
gratitud y alegría vuelve a Eliseo para darle las gracias y para ofrecerle todos los regalos
que trae para él, diciendo: “Ahora sé que en toda la tierra no hay ningún Dios excepto
en Israel. Por favor, acepta un regalo de tu siervo”. Pero Eliseo le responde diciendo:
“Tan cierto como que el Señor, al que sirvo, vive, que no recibiré nada”.
Entonces Naamán le ruega que le permita llevarse a Siria dos mulas cargadas con
tierra de Israel “pues tu siervo no volverá a quemar ofrendas ni hacer sacrificios a
ningún otro dios más que el Señor”. Eliseo le concede el deseo, pero su codicioso siervo
Giezi está molesto porque su amo ha rechazado la fortuna que Naamán quería darle por
la curación. Tras alcanzar a Naamán, le miente diciendo que han llegado algunos hijos
de los profetas a casa de Eliseo y que éste necesita algo de plata y ropas para ellos.
Naamán se las da con mucho gusto. A su vuelta, Eliseo pregunta a Giezi dónde ha
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estado y éste vuelve a mentir, diciendo que no ha ido a ninguna parte. Pero Eliseo le
responde: “¿No fui yo contigo en espíritu cuando ese hombre descendió de su carro para
recibirte? ¿Acaso es momento de aceptar dinero y ropa, olivares y viñedos, ovejas y
bueyes, esclavos y esclavas? Por tanto, la lepra se pegará a ti y a tus descendientes para
siempre”. Y Giezi salió de su presencia leproso, blanco como la nieve.
En esta historia vemos el mismo mensaje que en la curación de los diez leprosos.
Primero, Naamán mantenía una actitud arrogante, sintiendo que algo le correspondía
por derecho. Esperaba solemnidad y pompa. Creía que Eliseo debería haber ido a
encontrarle. Pero cuando se mostró dispuesto a escuchar a los simples siervos adquirió
humildad y se curó de la lepra. Naamán aprendió que el Señor, y sólo el Señor, es Dios.
En el Antiguo Testamento, el nombre del Señor es Yahweh, que significa “El que es
existencia”, o podríamos decir realidad o vida. Si queremos amar a Yahveh, tenemos
que amar el aquí y ahora, la existencia tal como es. Tenemos que amar la vida en sus
propios términos.
Pero en su corazón, Gizei adoraba a un dios falso, la riqueza material. Se creía con
derecho a la riqueza de Naamán. Su codicia le hizo convertirse en leproso. Lo mismo
ocurre con nosotros. Si el objetivo de nuestros corazones es el provecho egoísta, éste
nos conducirá a una disminución cada vez mayor de la alegría. Nos convertiremos en
leprosos espirituales. La insatisfacción con nuestra parte de posesiones, posición,
prestigio, poder y placeres terrenales nos hará buscar y desear cada vez más. Nunca
sabremos qué es la satisfacción. Pero si llegamos a buscar sólo a Dios y su voluntad,
nos curaremos.
Después de su curación, la piel de Naamán quedó como la de un niño. Jesús dice que
sólo quienes sean como niños entrarán en el cielo. Mi mujer y yo tenemos la dicha de
cuidar de muchos niños. Los pequeños se maravillan y se alegran al máximo por las
cosas más simples, y transmiten su alegría a todo el que está a su alrededor. Esta alegría,
la dicha de la gratitud y el deleite en las cosas simples de la vida es lo que Jesús quiere
para nosotros. Y precisamente la necesitamos si queremos entrar en su reino, su alegría.
Al principio, Naamán sentía que tenía derecho a que Eliseo le recibiera y a que
hubiera una gran ceremonia de curación, pero cambió y se volvió humilde. Al final,
todo lo que necesitó para ser feliz fueron dos montones de tierra que adorar. Cuando
nuestros corazones se acostumbran a expresar la humilde gratitud de un extranjero al
que se le permite residir en el reino de la misericordia de Dios, las cosas más simples
nos colman de dicha.
Para seguir el camino del desarrollo espiritual debemos albergar una actitud de
humilde gratitud. Sin ella, cualquier curación que hayamos experimentado hasta ahora
se desvanecerá. Cualquier sentimiento de que tenemos derecho a algo nos hará sentir
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que nuestros planes son superiores al plan de Dios, que es la realidad. Creemos que
merecemos más de lo que Dios nos da. Como Giezi, nos hemos puesto por encima de
nuestro Maestro. Intentamos robar aquello que creemos que merecemos, pero todo lo
que conseguimos es lepra espiritual.
Después de haber empezado el trabajo de desarrollo espiritual, es posible que
entremos en una fase de descontento. Echamos de menos nuestra vida anterior. Estamos
haciendo lo que sabemos que deberíamos hacer, pero no estamos felices y sentimos que
nos faltan cosas. Hemos sacrificado mucho, nos hemos esforzado mucho, y sentimos
que tenemos derecho a alguna recompensa. Puede que sintamos que falta alegría en
nuestras vidas. Glorificar a Dios colma nuestra necesidad espiritual de alegría.
No hace falta que limitemos nuestras alabanzas a horas concretas. Podemos hacerlo y
dar gracias en silencio durante el día. Podemos parar un momento para fijarnos en los
detalles de este maravilloso regalo llamado vida. Precisamente hoy, mientras caminaba
por un camino que conozco, me he dado cuenta de que estaba distraído pensando en mis
preocupaciones y ambiciones. He cambiado el chip en seguida y simplemente he
empezado a pensar: “Gracias”. De pronto, he visto las golondrinas revoloteando a mi
alrededor con una agilidad increíble. Por un instante, eso me ha hecho sonreír, pues
llevaban ahí todo el tiempo. Dios debía haber estado esperando que las viera para que
sonriera, pero no he podido verlas hasta que he cambiado mi actitud mental. Es la
diferencia entre “quiero…” y “gracias”. “Quiero” hace que enfoquemos la mente en lo
que no tenemos y lo que no está ahí, mientras que “gracias” hace que nos fijemos en la
gran cantidad de bendiciones que tenemos a nuestro alrededor todo el tiempo, aquí y
ahora.
En este milagro hay otro punto destacable a tener en cuenta. El texto dice que el
samaritano volvió para glorificar a Jesús y darle las gracias “en voz alta”. Esto es
importante. En nuestra sociedad moderna no estamos acostumbrados a alabar a Dios en
voz alta, y por eso nos incomoda. Pero, ¿por qué no lo intentamos? Realmente ¿qué
podemos perder? Nada, por supuesto, y sí podemos ganarlo todo. Después de haber
profundizado en este milagro, empieza a alabar a Dios en voz alta, incluso en privado.
Los resultados son sorprendentes. Aumentan la alegría y la gratitud. La gratitud a Dios
es una elección y una práctica, y el resultado es el regalo de la alegría.
Aunque nosotros no suframos depresión, seguramente seguimos siendo parte del
problema de la sociedad individualista y materialista, por lo tanto aún nos queda trabajo
por hacer. A pesar del ostracismo tradicional de los leprosos, resulta irónico que la lepra
no es una enfermedad muy contagiosa. El noventa y nueve por ciento de la humanidad
es inmune. También es cierto que una simple terapia de masaje puede prevenir las
deformidades que causa la enfermedad. Como conocemos la cura para la lepra
106
espiritual, podemos permitirnos acercarnos a quienes la sufren a nuestro alrededor.
Existe una tendencia natural a evitar a quienes están deprimidos, pero si estamos a su
lado, quizás ofreciéndoles una atención extra (el equivalente emocional al masaje)
seguramente les estaremos ayudando a recuperarse. Estaremos viviendo la verdad
curativa de la que habla este milagro: nuestro verdadero objetivo es ser humildes siervos
que sirven con amor al bienestar y la unidad de toda la humanidad. Y no hay mayor
forma de alabanza y gratitud hacia el Señor del Amor que servir a nuestro prójimo.
MEDITACIÓN
Tras entrar en estado meditativo, ponte en el lugar de uno de diez leprosos de la
antigua Israel tan vívidamente como puedas. Siente la soledad y el dolor del aislamiento
de tus seres queridos. Nota la sensación de estar enfermo, de ser repugnante y de tener
miedo. Experimenta la desesperanza de no poderte curar jamás. Permítete entrar en
contacto realmente con estos sentimientos depresivos. Ahora ves a Jesús que pasa por
ahí caminando. Gritas pidiéndole ayuda y él responde. Te dice que vayas al sacerdote y
tú le obedeces, pero por el camino ves que te has curado. La alegría te desborda. ¡Siente
la euforia! Vuelves corriendo hacia él y le adoras alabándole en voz alta. Sientes su
mano en tu espalda. Es la primera vez que alguien te toca en años. Coges su mano y la
mantienes entre las tuyas. Él no retrocede. Simplemente te sonríe y dice: “¿No fueron
diez los que quedaron limpios? Y los otros nueve, ¿dónde están? ¿Ninguno ha regresado
a glorificar a Dios excepto este extranjero? Levántate y sigue tu camino; tu fe te ha
salvado.”
Ahora, alaba a Dios.
HOJAS
1. El descontento prolongado y la depresión pueden considerarse la lepra del espíritu.
2. Esta lepra espiritual, es decir, la insatisfacción, la causan los sentimientos de tener
derecho a algo.
3. La insatisfacción no se cura adquiriendo lo que se desea; sólo se agrava.
4. La verdadera felicidad se obtiene albergando gratitud.
5. Alabar a Dios y darle gracias de forma regular es la mejor forma de albergar
gratitud.
6. Nuestra cultura se basa en gran medida en un materialismo individualista que
provoca la lepra espiritual. Centrarnos en la unidad y el bienestar de toda la humanidad
es parte de la cura.
107
FRUTO
1. Día sí, día no, dedica un tiempo a alabar a Dios en voz alta. Dale gracias y
menciona cosas específicas por la que estás agradecido. Los días alternos, canta
canciones de alabanza al Señor.
2. De vez en cuando durante el día y siempre que te sientas insatisfecho, detente y
ofrece alabanzas y gratitud a Dios en tu corazón.
3. Fíjate en los regalos de cada momento.
4. Escribe una lista de cosas por las que estás agradecido.
5. Intenta que las alabanzas y las gracias a Dios se conviertan en un mantra de tu
corazón, en la atmósfera que lo abarca todo en tu mente, desde la que surgen tus
pensamientos.
6. Proponte servir a otros de algún modo cada día.
CUESTIONES PARA EL DEBATE
1. Si sufres depresión, ¿te has sentido menos deprimido esta semana?
2. ¿Te resultó útil la meditación? ¿Qué nuevas percepciones emocionales o mentales
adquiriste?
3. ¿Qué te pareció alabar a Dios en voz alta? ¿Cuánto tardaste en dejar de sentirte
estúpido haciéndolo?
4. ¿Te sentiste más feliz alabándole en voz alta?
5. ¿Qué escribiste en tu lista de gratitud?
6. Si esta semana te sentiste más agradecido y alabaste más a Dios, ¿cómo afectó eso
a tu relación con los demás?
7. ¿Cómo te han afectado los actos de servicio que has realizado?
108
9
CURACIÓN DEL MIEDO
¿Acaso no he de beber la copa que me ha dado el Padre?
Mateo 26:51–54
De pronto, uno de los que estaban con Jesús extendió la mano, sacó su
espada y golpeó a uno de los siervos del sumo sacerdote, cortándole la oreja.
Entonces Jesús le dijo: “Devuelve la espada a su sitio, porque todos los que
tomen la espada, por la espada morirán. ¿Crees que no puedo rogar a mi padre y
él me enviará de inmediato más de doce legiones de ángeles? Pero entonces,
¿cómo se cumplirían las escrituras, que dicen que así debe suceder?”
Marcos 14:46–52
Entonces ellos pusieron las manos sobre él y le prendieron. Pero uno de los
que estaba cerca sacó su espada y golpeó al siervo del sumo sacerdote,
cortándole la oreja. Jesús les: “¿Habéis venido con espadas y garrotes a
arrestarme como un ladrón? Cada día estaba con vosotros en el templo
enseñando y no me prendisteis. Pero deben cumplirse las escrituras”. Todos
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huyeron, abandonándole. Un hombre le seguía, vestido sólo con una túnica de
lino. Le prendieron, pero él dejó la túnica de lino y salió corriendo, desnudo”.
Lucas 22:49–51
Cuando quienes rodeaban a Jesús vieron lo que iba a suceder, le
preguntaron: “Señor, ¿atacamos con la espada?” Entonces uno de ellos atacó al
siervo del sumo sacerdote y le cortó la oreja. Pero Jesús dijo: “¡Basta de esto!”
Y tocando la oreja al siervo, lo curó.
Juan 18:10–11
Entonces Simón Pedro, que tenía una espada, la desenvainó y atacó al siervo
del sumo sacerdote, cortándole la oreja derecha. El siervo se llamaba Malco.
Jesús le dijo a Pedro: “Mete la espada en la vaina. ¿Acaso no he de beber la copa
que me ha dado el Padre?”
Creo que dentro del relato de esta curación hay una de las lecciones más
profundas que podemos recibir. Este milagro nos muestra cómo dejar que Dios elimine
el miedo de nuestras vidas, permitiéndonos una relación más pura y ligera con la vida.
He hablado con muchas personas que buscan activamente que Dios les ayude a
desarrollarse espiritualmente, y parece que los humanos compartimos un miedo
profundamente arraigado que impregna prácticamente todo lo que hacemos. De hecho,
todo el mundo a quien he oído hablar sobre ello afirma que, desde su punto de vista, sus
adicciones, resentimientos y problemas están alimentados por el miedo. Este miedo se
manifiesta de diversas formas: pérdida de prestigio, vulnerabilidad psicológica,
inseguridad económica, soledad, muerte, desaprobación… La lista es larga. Pero todos
estos miedos se originan en una sola fuente: el ego. El ego se preocupa por sí mismo.
Elevar nuestra conciencia más allá del ego es liberarse de la mayor parte de nuestros
problemas, por no decir de todos. A través de este milagro, el Señor nos enseña a
trascender nuestro ego y, al mismo tiempo, nuestros miedos.
Este milagro se diferencia de todos los demás que aparecen en el Antiguo y el Nuevo
Testamento en que lo que se cura es una herida de guerra. Un hombre, Pedro, hiere
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intencionadamente a otro, Malco.
Los cuatro Evangelios describen este incidente, y cada uno añade pequeños detalles
distintos. En el de Mateo encontramos palabras de Jesús acerca de los ángeles. En
Marcos, leemos que un hombre huye. Lucas es el único que habla de que Jesús curó la
oreja después de ser cortada. En el de Juan encontramos los nombres de la gente
involucrada, Pedro y Malco. Cada detalle es importante, y si los tomamos todos juntos
aumentará nuestra capacidad de sentir la curación y el poder de Dios en este suceso.
Para comprender mejor el mensaje de esta curación nos ayudará comprender la
personalidad de Pedro. Su carácter se revela claramente observando sus palabras y sus
acciones a lo largo de los cuatro Evangelios. Es un hombre muy activo y apasionado.
Ama mucho al Señor y quiere ser un buen siervo suyo. Su gran pasión por él se
demuestra cuando da unos pasos sobre el agua, creyendo que el poder de Jesús impedirá
que se hunda. Después de la resurrección sale corriendo y es el primero en entrar en la
tumba vacía. Unos días más tarde, mientras está pescando, se alegra tanto de verle que
salta de la barca y nada hacia la orilla.
No obstante, la pasión de Pedro constantemente es desacertada. Detesta la idea de
que Jesús tenga que pasar por algo doloroso o deshonroso. En una de sus primeras
interacciones con el Señor, Pedro le dice: “Apártate de mí, Señor, porque soy un
hombre pecador” (Lucas, 5:8). De forma similar, se niega a dejar que Jesús le lave los
pies. Reacio a afrontar el tema, Pedro le riñe por hablar de su muerte final. Jesús, sin
embargo, no deja que ninguna preocupación por sí mismo dificulte su objetivo de
ofrecer su amor libremente a Pedro y a toda la raza humana. En todas esas ocasiones, la
idea de Pedro acerca de cómo amar a Jesús era equivocada. Jesús tuvo que educarle
cada vez sobre qué era necesario en su relación. No le abandonó aunque fuese pecador,
le reprendió severamente por contradecir la verdad de que él moriría tal y como había
predicho, y le lavó los pies a pesar de su reticencia.
En esta escena vemos que tiene lugar exactamente la misma dinámica. El momento
en que los sumos sacerdotes llegan en la oscuridad de la noche para capturar y matar a
Jesús es muy dramático. Podemos simpatizar con el intento desesperado de Pedro de
salvar a su Señor de las malas intenciones de esos hombres. Jesús está en peligro. Sólo
unas horas antes, Pedro proclamó honestamente que moriría o se dejaría encarcelar
antes de negar a Jesús. Se apresura a proteger a Jesús con violencia, pero al hacerlo,
actúa completamente en contra de la voluntad de Dios. Y como Jesús había predicho, a
pesar de su celoso amor por él, esa misma noche Pedro le niega no sólo una vez, sino
tres. Pero mucho antes de las negaciones durante el juicio, Pedro ya abandona a Jesús en
esta escena, en el arresto.
Jesús enseñó la no violencia una y otra vez: “Ofrécele la otra mejilla… ama a tu
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enemigo… haz el bien a quienes te hacen daño”. El acto de atacar a otro ser humano
con una espada es contrario a la esencia de las enseñanzas de Jesús. Muestra que incluso
a esas alturas, Pedro seguía sin comprender el corazón y el mensaje de Jesús. Seguía
confiando en sus propias ideas por encima y más allá de Jesús. Le sobrecoge el miedo a
que el verdadero mensaje de Jesús, de amor y no violencia, no pueda cumplirse. Éste
había dicho muchas veces y de diversas formas que era necesario que le apresaran, le
pusieran a prueba y le mataran, pero Pedro simplemente no podía aceptar esa verdad.
Tampoco comprendió que si hubiera sido la voluntad de Jesús, éste podría haber evitado
el ataque o respondido a él a través de sus ángeles, como se menciona en Mateo.
El problema crucial del camino de Pedro al lado de Dios es que mezcló sus propias
ideas y expectativas con su fe en Jesús. En lugar de confiar en la voluntad de Dios,
confiaba en su propia idea acerca de cuál era esa voluntad. Cuando en su relación con
Jesús las cosas parecían ir como él quería o esperaba, era muy entusiasta en su fe, pero
cuando no era así, su fe se tambaleaba. Tenía miedo. Como Pedro, cuando las cosas no
son como imaginamos que deberían ser, nosotros también tenemos miedo. El miedo
surge cuando no conseguimos lo que queremos y lo que esperamos.
Quienes nos embarcamos en el viaje de convertirnos en personas que aman
verdaderamente, pasamos un tiempo en el mismo estado que Pedro. Amamos a Dios
intensamente, pero parte de nuestro amor está envuelto en la esperanza de que Dios hará
que las cosas sucedan según nuestros deseos o nuestros planes. Pensamos que sabemos
qué es lo mejor para nosotros, para nuestra pareja, para nuestros hijos, para nuestro jefe,
para la comunidad, para la iglesia y para el mundo que nos rodea. Creemos que sabemos
lo que Dios debería hacer, pero la vida raramente se desarrolla como esperamos, y
cuando no estamos de acuerdo, solemos asustarnos y enfadarnos. Como Pedro,
podemos volver la espalda a Dios. De hecho, los sentimientos de miedo indican que en
cierta medida ya hemos retirado nuestra fe de Dios para ponerla en nuestros propios
planes y nuestra propia fuerza.
Confiar completamente en Dios significa que sabemos que todo va de la mejor forma
que él considera, independientemente de cómo lo veamos nosotros y de cómo encaja
con lo que queremos o esperamos. Cuando entramos en este estado mental llegamos a
conocer la paz verdadera, no la paz de este mundo, sino la paz de nuestro Señor.
Pedro creía, pero el Jesús en el que creía era distinto del Jesús verdadero. Y en el
huerto de Getsemaní, en el momento del arresto, esa discrepancia entre ambos se hizo
evidente. Pedro huyó y negó al Jesús real. Seguía manteniendo al Jesús de su
imaginación, el que no iba a ser arrestado; el que se alzaría y dirigiría Israel como rey
terrenal. Al principio de nuestro camino, puede que nos encontremos negando a Jesús
de forma parecida cuando las cosas no salen como habíamos imaginado o rogado. No
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conseguimos el trabajo, nuestra pareja nos abandona, muere un ser querido… Pero el
mensaje que aparece en este milagro puede curarnos y corregir nuestra fe para permitir
que podamos seguir con Jesús y recibir su consuelo sin importar nuestra voluntad ni lo
que nos sucede en la vida.
Ahora vayamos al sumo sacerdote y a su siervo, al que Pedro hirió. Se dirigían a
través de la noche hacia lo que consideraban una misión de suprema importancia:
capturar a ese sinvergüenza de Jesús y castigarle. Para ellos era una gran amenaza en
más de un sentido. Jesús se negaba a respetar las reglas del Sabbath, y al ser una figura
pública muy popular, sus acciones amenazaban con socavar todo el modo de vida y el
código religioso judío. La gente podía seguir su ejemplo incumpliendo las leyes que les
había enseñado Moisés. La religión judía era muy partidaria de las leyes, y obedecerlas
era de suma importancia.
Pero lo que más molestaba a los sacerdotes, los escribas, los fariseos y demás
autoridades religiosas, era que Jesús decía ser el Hijo de Dios. Incluso se igualó a
Yahveh diciendo cosas como: “Antes de que Abraham fuera, yo soy” (Juan 8:58) y “El
Padre y yo somos uno (Juan 10:30). En la tradición israelí, el nombre de Yahveh era tan
sagrado que ni siguiera lo decían en voz alta. ¿Cómo se atrevía ese hombre, a quien
consideraban un simple mortal, a igualarse a una santidad tan perfecta que ni siquiera se
podía nombrar? Este autoproclamado Mesías no encajaba en el paradigma aceptado de
quién sería el Mesías. En capítulos anteriores ya hemos visto por qué a los escribas y
otros líderes de la nación judía les costaba tanto cambiar sus ideas acerca de la venida
del Salvador. Eran expertos en la Ley de Moisés.
Pero aparte de ser una amenaza religiosa, también consideraban a Jesús una amenaza
política. Muchos de sus seguidores esperaban que expulsara a los romanos y que
restableciera Israel como la nación independiente de la gente especial y elegida por
Dios. Los sacerdotes temían que Jesús intentara llevar a cabo una revolución política
contra los romanos. No creían que fuera divino, y no creían que un golpe político
dirigido por él lograra otra cosa que incitar una reacción negativa por parte de Roma.
Esto lo vemos en el siguiente diálogo entre los líderes religiosos: “¿Qué hacemos?
Porque este hombre hace muchas señales. Si le dejamos seguir así, todos van a creer en
Él, y los romanos vendrán y nos quitarán nuestro lugar sagrado y nuestra nación. Pero
uno de ellos, Caifás, les dijo: Vosotros no sabéis nada, ni tenéis en cuenta que os es más
conveniente que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca.
(Juan 11:47–50).
Hasta entonces, Roma había concedido a Israel mucha autonomía. Permitía a los
judíos que rezaran como quisieran en el templo de su tradición. Los sacerdotes, escribas
y líderes judíos seguían manteniendo un gran poder. Pero si Roma percibía que ese
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sistema sólo llevaba a la revuelta y a ataques contra ella, su actitud permisiva se
acabaría. El poder judío se disolvería y, utilizando la ley marcial, Roma impondría su
propio sistema sobre la nación. Se impondría su religión. Los sacerdotes y los escribas
perderían su poder y posición. Las leyes judías se sustituirían por las romanas, y los
dirigentes judíos por los de Roma. Y probablemente, los romanos separarían a la gente,
haciendo que muchos extranjeros ocuparan Israel y obligando a muchos judíos a
abandonarla y a instalarse en otras partes del imperio. De hecho, esto es exactamente lo
que ocurrió unas décadas después, en el año 70 DC.
Por eso, los dirigentes de la nación judía temían que Jesús fuera una amenaza para
todo lo que consideraban sagrado, bueno y correcto. Era una amenaza para la religión
judía y para el estado judío. Capturándolo, creían que simplemente estaban sirviendo a
los propósitos de Dios. Iban a salvar a la gente de un falso maestro y de una forma falsa
de ley judía. Iban a salvar a la nación de un derrocamiento político. Pensaban que
capturar y matar a Jesús era algo justo y bueno. Era necesario para proteger la religión y
el estado judíos y preservarlos.
En otras palabras, eran justamente como Pedro. Les motivaba exactamente lo mismo
que motivó a Pedro cuando cortó la oreja del siervo. Desde un sentimiento de miedo,
tanto Pedro como los dirigentes judíos querían desesperadamente defender lo que creían
que era bueno y verdadero. Ninguno de ellos amaba a Dios, sino a su propia noción de
Dios. Sin embargo, no veían que estaban adorando, amando e intentando defender una
idea falsa, un ídolo falso construido desde sus pensamientos. Ambas partes creían
firmemente que su errónea idea de Dios era la verdadera y ambas tenían mucho miedo.
Así, cuando Pedro cortó la oreja de Malco, en cierto sentido estaba representando
precisamente una imagen de sí mismo. El acto de cortar la oreja fue el acto de cortar con
el verdadero Jesús, nuestro Rey espiritual. Es interesante que el nombre Malco significa
rey, y quienes intentaron cortar la vida de Jesús no se dieron cuenta de que, en realidad,
estaban cortando su conexión con la fuente de la vida, Jesús. La oreja que cayó al suelo
es la imagen de Pedro separándose del Señor. Es la imagen de quienes, crucificando a
Jesús, cortaron su relación con el Señor.
Pero es aún más conmovedor que la oreja cortada es una imagen de nosotros mismos
cuando perdemos el rastro del verdadero Dios mientras perseguimos nuestras falsas
ideas acerca de quién es. Cuando atacamos a otros desde la fe, nos separamos del Señor
del Amor viviente y verdadero. Dios es amor, y cuando actuamos contrariamente al
amor, nos separamos de Dios. Y cuando estamos separados de él, no es él quien muere,
sino nosotros, del mismo modo que es la oreja la que muere al ser separada del hombre.
El acto de Jesús de volver a colocar la oreja en el cuerpo de Malco anuncia la
resurrección de Jesús y nuestra vuelta a la vida. Su muerte fue en realidad la nuestra, la
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de la raza humana. Nuestro intento de subyugar el Amor a nuestra voluntad egoísta sólo
consigue provocar nuestra propia muerte espiritual. Su resurrección fue en realidad la
nuestra, llevada a cabo en el hecho de que el Señor del Amor siguió amándonos a pesar
de nuestra demencia espiritual.
Gente de distintas creencias se enfrenta con violencia, creyendo intensamente que
está luchando por Dios y por el poder de Dios. Incluso personas de distintas sectas
dentro de la misma fe suelen ser hostiles e intolerantes entre ellas. Los mismos
conflictos que surgen entre naciones y grupos también se producen entre nosotros como
individuos. La violencia, sea emocional o física, surge de un miedo subyacente. Pedro
temía por el futuro de Jesús, el suyo propio y el de la nación. El sumo sacerdote y todos
los que fueron a capturar a Jesús también estaban motivados por miedo a Yahveh,
miedo por sí mismos y miedo por el futuro de la nación.
No cabe duda de que siempre que nos enfrentamos unos a otros es porque estamos
adorando al Dios equivocado, uno que hace surgir el miedo. El enfrentamiento en sí
mismo revela que nuestra comprensión de Dios no es del todo correcta. Dios no quiere
que nos ataquemos unos a otros para “defender” que tenemos razón o que él la tiene.
Como él dice, si lo deseara podría ganar cualquier guerra con sus ángeles. Su verdadera
voluntad (tal y como se expresa en sus mandamientos) es que nos amemos los unos a
los otros como él nos ha amado, que demos nuestra vida por los demás. Al atacarnos,
nos atacamos a nosotros y a él mismo. Lo que nos hacemos, se lo hacemos a él, ya que
está presente en cada uno de nosotros. Y si nos enfrentamos a otros, podemos estar
seguros de que nos estamos separando de él y de la comunión con los seres humanos, el
cuerpo de Dios. Este cuerpo está unido por medio del amor y del deseo de servir, igual
que las células están unidas para ser útiles a todo el conjunto del cuerpo. Los mismos
conflictos que surgen entre naciones o individuos también se originan entre distintas
facetas de nuestro ser. Llegamos a cansarnos o a enfadarnos con él e incluso a odiarlo.
En el fondo tenemos miedo de no poder curarnos. En nuestra ardua marcha por el
camino espiritual a menudo fijamos nuestro objetivo en la fe, pero nos olvidamos de
tener fe en el proceso. Como Pedro, adoramos la idea de un final idílico, pero
detestamos los altibajos necesarios a lo largo del camino. Olvidamos que Dios no es
sólo el Dios de los resultados, sino también el de los procesos. Él se encarga de nuestras
vidas, tanto en los días buenos como en los malos. Lo que para nosotros es un fallo en el
plan de Dios, en realidad es una experiencia de aprendizaje.
Aquí la esencia curativa es ésta: podemos seguir confiando en Dios pase lo que pase
a nuestro alrededor o en nuestro interior. Juan, el discípulo, es un ejemplo de esta clase
de confianza. Mientras todos los demás abandonaron a Jesús y Pedro le negó tres veces,
él entró sin miedo en la sala del tribunal. Estuvo presente a pesar del miedo y del
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peligro.
Cuando nos disgustamos porque las cosas no salen como deseamos, podemos
practicar dar las gracias a Dios, pues esa es una lección para profundizar nuestra
confianza en el verdadero Jesús. Él guía los caminos de nuestra vida. Ve si necesitamos
ánimos y sabe si necesitamos humildad. Sabe si necesitamos mantenernos pasivos o si
necesitamos actuar. Podemos confiar en que nos está guiando perfectamente tanto a
nosotros como a los demás a través de la vida. En lugar de confiar en nuestros planes y
objetivos, podemos confiar en que el proceso de nuestra vida, tal y como se desarrolla,
es el plan de Dios. Dios es puro amor, pura sabiduría y puro poder. ¿De qué tenemos
que preocuparnos? Si estamos descontentos con nosotros mismos y con nuestros
defectos, es bueno recordar que Dios nos creó. Si nos molestamos cuando otros nos
atacan o nos hieren podemos considerarlo una oportunidad para practicar y aumentar
nuestro amor. Si nos disgusta el estado del mundo, podemos recordar el consejo de
Jesús de mirar a las aves del cielo y las flores del campo.
El cristianismo es sumamente simple: debemos amarnos los unos a los otros como
Jesús nos amó. Y no hay más. En la medida en que lo hagamos estaremos integrados en
el cuerpo de Dios y en la hermandad con todos los seres humanos. En la medida en que
no cumplamos el Nuevo Mandamiento, nos separaremos de la vid, del cuerpo de Cristo.
El Cristianismo es simple en pensamiento, pero extremadamente difícil en la práctica.
Es un objetivo que nunca alcanzaremos por completo. Podemos aprender más y más a
amar desinteresadamente hasta la eternidad. El milagro que se ofrece aquí no es la
libertad instantánea del egoísmo y del miedo que conlleva, sino que nos revela el
camino hacia una libertad progresiva del miedo basado en el ego.
De hecho, la paciencia es un elemento crucial en la curación. Podemos estar
tranquilos a pesar de las imperfecciones que vemos en nosotros mismos, en los demás y
en el mundo, sabiendo que el plan de Dios se desarrolla de forma misteriosa en el
tiempo. La salvación no sucede de la noche a la mañana. El simple hecho de saber que
no vamos a ser libres del miedo y del egoísmo ya hace que estos disminuyan mucho.
Está bien si no somos perfectos o si tropezamos en el camino. Todo forma parte del plan
de Dios. “Mete la espada en la vaina. ¿Acaso no he de beber la copa que me ha dado el
Padre?” Cuando Pedro atacó al siervo del sumo sacerdote, se estaba atacando a sí
mismo. No hace falta que sigamos atacándonos a nosotros mismos.
Lo que cuenta es el amor. El amor es el mandamiento central y eterno del Señor, y en
él se basa todo lo que hizo. En la parábola del buen samaritano, Jesús nos enseñó que la
justicia no se demuestra por la fe, sino por el amor hecho realidad en las obras (Lucas
10:29–37). Ante la mujer pecadora, Jesús dijo: “Por lo cual te digo que sus pecados, que
son muchos, han sido perdonados, porque ha mostrado mucho amor; pero a quien poco
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se le perdona, poco ama” (Lucas 7:47). También dijo: “A cada árbol por su fruto se
conoce” (Lucas 7:47); “si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente” (Lucas 13:5); y
en una parábola: “si (el árbol) da fruto el año que viene, bien; y si no, córtalo” (Lucas
13:9). En la parábola de los dos hijos (Mateo 21:28–31), uno dice que no trabajará, pero
luego lo lamenta y va; el otro dice que irá, pero no lo hace. Jesús dice que el primero es
de aquellos que entrarán en el cielo. Y en su descripción de la venida del Hijo del
Hombre, serán aquellos que amen con hechos quienes serán salvados (Mateo 25:31–46).
Todo esto significa que la fe sirve al amor. Cuando creemos que el amor sirve a la fe,
igual que Malco y Pedro, no podemos evitar caer en conflicto. Sacrificamos el amor
intentando salvar la fe. Jesús es amor, de modo que es al Señor a quien sacrificamos.
El hecho de que el amor no tiene límites es maravilloso. Podemos amar a quien sea
sin restricciones ni existen límites a cuánto podemos crecer en amor. Podemos amar
más y más profundamente. En el amor es en lo que somos verdaderamente libres.
Cuanto más amamos, más vida recibimos de Jesús. Él es el amor mismo que sentimos y
desde el que actuamos. Cuanto más practiquemos el amor, mejor lo haremos y más
profundo será el amor que sintamos. Al principio nos forzamos a amar, pero al final no
podemos evitar hacerlo. Es la vida de Jesús creciendo en nosotros y llenándonos de la
alegría y la paz que nos ha prometido.
Un mentor mío a menudo dice: “Puedo tener razón o ser feliz”. Cuando afrontamos
pruebas y problemas, nuestra reacción instintiva es el miedo. Nuestra idea basada en el
ego acerca de lo que debería suceder se ve amenazada. Si insistimos en tener razón, no
tardaremos en empezar a discutir y creer que estamos en lo correcto. En lugar de
intentar demostrar que tenemos razón, podemos amar y servir. Incluso si los demás
discuten y se muestran combativos con nosotros, podemos elegir responder con amor.
Descubriremos que al hacerlo sentimos paz y felicidad.
Otro amigo mío una vez hizo marcha atrás con el coche y chocó con la furgoneta de
una anciana. Claramente había cometido él el error, pero la mujer salió corriendo del
coche, abrió la puerta del todoterreno de mi amigo y le dijo: “Te quiero. ¿Estás bien?”
Era una cristiana muy devota, y a la vista de este incidente parece que había
comprendido bien el mensaje de Jesús. No le preocupaba quién tenía razón. No le
interesaba defender su posición correcta. Sólo amaba a la gente y por eso el amor era lo
que salía de sus labios y sus actos.
Cuando era estudiante de primero en la universidad, mi compañero de habitación
tenía una iguana que para disgusto mío, se movía por toda la habitación. No tardó en
descubrir el espejo que había en la parte superior de mi armario y cada día me
encontraba las cosas desparramadas por el suelo y a un lagarto enfadado en guerra con
la imagen del espejo. Al cabo de un tiempo insistí en que el reptil se quedara en su jaula
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mientras nadie no vigilara.
Pero la imagen de esa iguana atacando su propia imagen me impresionó. Es una
ilustración perfecta de cómo somos cuando valoramos más las ideas y los planes que el
amor. Nos ponemos nerviosos defendiendo una u otra idea, contra enemigos
imaginarios, pero el único enemigo real son nuestros valores erróneos, basados en
nuestro ego. A veces atacamos verbalmente, físicamente o incluso sólo de pensamiento
a cualquier cosa que nos parece una amenaza. Puede tratarse de otra persona o de otra
ideología, pero lo más normal es que sean las circunstancias o nuestros propios errores.
Nuestro fracaso de mejorar espiritualmente nos produce miedo, y desde ese miedo nos
atacamos a nosotros mismos. La fe en que Jesús puede salvarnos de nuestros infiernos
personales oscila como la de Pedro en el tribunal. Las circunstancias pueden ser
desastrosas, completamente contrarias a lo que habíamos esperado, planeado y por lo
que habíamos trabajado. Nos enfadamos con la realidad por no ser como nosotros
queremos. Nuestra fe en que Dios nos ama se tambalea. Nos quedamos atascados en el
miedo y actuamos desde el miedo.
Pero todo es una ilusión. El enemigo no es real. Sólo es un reflejo de nuestro propio
engaño y del miedo. Una vez tuve un sueño muy intenso en el que estaba en medio de
una caótica guerra en la jungla. Los aviones sobrevolaban nuestras cabezas con gran
estruendo y la sensación de muerte lo impregnaba todo. Mientras corría, llegué a un
claro. Ahí en medio había un libro abierto encima de una gran roca. A medida que me
acercaba fui percibiendo que el libro era luminoso y emitía una luz dorada brillante. Al
mirar en su interior vi sólo una letra brillante, la letra hebrea He. Al instante comprendí
que no había ningún enemigo en absoluto. Atrapados en medio de una gran confusión,
estábamos luchando contra nosotros mismos.
El amor no tiene ningún enemigo real, porque el amor lo ama todo. No importa lo
que ocurra, no importa cuánto fallemos, no importa lo que los demás digan o hagan,
podemos confiar en el Señor del Amor y seguir dando amor. Jesús volvió a colocar la
oreja a Malco. Perdonó a aquellos que le atacaron y lo mataron. Ésta es la naturaleza del
Amor Divino. Y éste es el rostro de la fe viviente y verdadera.
A veces les decimos a nuestros hijos: “¿Me oyes?” Con esa pregunta, en realidad les
estamos ordenando que cumplan nuestra voluntad. A veces también decimos “Te
escucho” para expresar compasión a un amigo que está en apuros. Incluso en el lenguaje
coloquial, la oreja se asocia a la congruencia de la voluntad. El acto de Jesús de volver a
colocar la oreja a Malco representa que el amor puede devolver a nuestra voluntad
errante a la congruencia con la única voluntad verdadera, la del amor.
En el Evangelio de Marcos leemos que hay un hombre que huye de la escena dejando
su túnica en manos de quienes le estaban agarrando. Por un momento hazme caso
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mientras especulo un poco. ¿Ese hombre podría ser Malco, el siervo del sumo
sacerdote? Después de que Jesús le ha curado está convencido de su inocencia y bondad
y ya no puede seguir sirviendo al sumo sacerdote. Cuando intenta correr, los soldados lo
atrapan, pero como no quiere permanecer con quienes desean matar a Jesús, ese hombre
maravilloso que lo ha tocado y lo ha curado, se separa de su ropa y huye corriendo
desnudo. Del mismo modo que se despoja de sus ropas, se despoja de sus ideas
anteriores sobre el bien y el mal y sobre quién es el Señor.
Tiene mucho en qué pensar. Parecería probable que después buscara a los discípulos
para descubrir más cosas acerca del hombre que le curó y, al hacerlo, le perdonó. Al
igual que Saúl cambió su nombre por el de Pablo cuando se convirtió en seguidor de
Jesús, quizás este hombre, Malco, cambiara su nombre por el de Marcos. Pronto se
convirtió en la mano derecha de Pedro en lo que se acabó conociendo como el
Evangelio de Marcos (Malco). Por eso él es el único que escribe acerca del joven que
huyó en el Huerto de Getsemaní. Pasó el resto de su vida asistiendo a Pedro en muchas
aventuras y viajes, esparciendo las maravillosas noticias: que Dios se manifestó en la
Tierra para todos pudiéramos salvarnos, es decir, para que pudiéramos curarnos
espiritualmente. Y su mensaje es que nos amemos los unos a los otros.
Los dos enemigos, Pedro y Malco, ahora son una sola fuerza unida para el bien. Y el
amor, el amor de Jesús, es lo que forjó esa unión. Ambos habían estado ciegos y servían
a un falso Dios, pero el amor de Jesús les abrió los ojos a la realidad y abrió sus
corazones al amor. Es a partir de ese amor que se unieron como amigos íntimos. Esto es
una especulación, por supuesto, pero me gusta pensar así. El amor de Jesús es la
realidad, y sólo él une a la humanidad.
Así pues, en resumen, la curación tiene dos vertientes. Primero, aprendemos a
confiar en Dios pase lo que pase. Se trata de abandonar el miedo completamente. El
segundo aspecto es llegar a conocer al verdadero Jesús, a aquel que nos ordena que nos
amemos los unos a los otros como él nos ha amado. Cuando practicamos el amor
estamos unidos en el cuerpo de Cristo.
MEDITACIONES
1. Tras entrar en estado meditativo, ponte en el lugar de Malco, el siervo del sumo
sacerdote. Siente la adrenalina y la sensación de estar haciendo lo correcto mientras vas
a aplicar la justicia al agitador que está a punto de traer la ruina política y religiosa a tu
país; el agitador que acaba con la tradición y las reglas del Sabbath, y quien proclama
ser Dios. Siente ese celo de estar haciendo lo correcto. Ves que el hombre llamado
Judas le besa, la señal. Por fin terminará la locura, piensas, mientras te acercas
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rápidamente. De pronto, ves que uno de los discípulos de Jesús desenvaina la espada y
levanta los brazos. Sientes en la piel cómo la hoja corta tu oreja. El dolor es intenso y
sientes la sangre caliente y espesa derramándose hacia tu hombro y cayendo hasta la
pierna. Te llena una mezcla de miedo, rabia e incredulidad. Estás justo al lado del
hombre llamado Jesús, cuando te agachas para buscar tu oreja. Él se inclina también y
dice: “¡Basta de esto!” En la oscuridad coge algo y lo pone en contacto con tu cabeza.
En ese instante, todos tus sentimientos de rabia, miedo y celo se evaporan al tiempo que
el calor de una paz y aceptación absolutas recorren tu cuerpo desde el punto en que él ha
curado tu oreja. Inspiras profundamente el aire fresco de la noche. De pronto recuerdas
por qué has venido y te horroriza la idea de hacer daño a ese hombre, Jesús, cuyo amor
te ha curado y te ha transformado. Intentas huir, pero otros del grupo te agarran de la
ropa. Prefieres salir corriendo desnudo y avergonzado antes de seguir asociándote con
aquellos que quiere matar a Jesús. Corres colina abajo hacia el bosque. Te sientes como
si acabaras de nacer.
2. Medita sobre el hecho de que la vida es la revelación en continuo desarrollo del
Amor Divino, y que podemos mantenernos tranquilos y en paz durante el proceso,
aunque no sepamos a dónde diablos nos lleva ni por qué.
3. En estado meditativo, revive la escena anterior desde la perspectiva de Pedro.
Siente el miedo, la rabia y la desesperación cuando los guardas llegan para arrestar a tu
amado maestro. Obsérvate cortando la oreja a Malco. ¿Cómo te sientes? Jesús se
agacha, recoge la oreja y le cura la herida. De pronto, todo lo que te ha estado
intentando enseñar cobra sentido. Siente su amor incluso mientras ves cómo los guardas
se lo llevan.
HOJAS
1. El miedo surge cuando confiamos en nuestros planes e ideas por encima de la
realidad de Dios.
2. El miedo origina el conflicto.
3. Podemos confiar en Dios independientemente de lo que ocurra en nuestro interior
o a nuestro alrededor.
4. Cuando las cosas no van como queremos, podemos verlo como una experiencia de
aprendizaje que nos ofrece Dios.
5. La fe sirve al amor.
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FRUTO
1. Dedica un tiempo, unos diez minutes, a meditar sobre el hecho de que Dios es
amor, sabiduría y poder.
2. Cuando sentimos miedo o combatividad es señal de que debemos rezar: “Señor,
ayuda a mi incredulidad de que tú estás en esta situación y estás cuidándote de las cosas
para que sean lo mejor en términos de eternidad”.
3. Luego damos gracias a Dios, recordando que todo está en sus manos y que el
resultado será para bien independientemente de lo que las circunstancias nos parezcan a
nosotros.
4. Cuando sintamos la urgencia de atacar o de demostrar que tenemos razón,
volvámonos hacia nuestro enemigo con amor. ¿Cómo podemos bendecirlo?
CUESTIONES PARA EL DEBATE
1. ¿Cuál fue tu experiencia de la primera meditación?
2. ¿Cuál está siendo tu experiencia de la meditación diaria?
3. ¿Has notado algún cambio en tu rutina diaria como resultado de la meditación?
4. ¿Has resuelto algún conflicto o situación molesta de algún modo que te haya
sorprendido o que fuera más productivo de lo que esperabas?
5. ¿Has sentido más paz durante esta semana?
6. ¿Recuerdas alguna ocasión en la que culparas a Dios porque las cosas no te
salieron como querías?
7. ¿Puedes detectar miedo tras esta culpa? ¿Qué era lo que te asustaba?
8. ¿Te cuesta bendecir a quienes te han tratado mal? ¿Qué sientes cuando lo intentas?
9. Si estuvieras en el lugar de Malco, ¿podrías perdonar a Pedro por haberte cortado
la oreja?
121
10
CURACIÓN DE LA APATÍA ESPIRITUAL
“Toma tu camilla y anda.”
Juan 5:1–14
Después de esto, se celebraba una fiesta de los judíos, y Jesús subió a
Jerusalén. Y hay en Jerusalén, junto a la puerta de las ovejas, un estanque que en
hebreo se llama Betesda y que tiene cinco pórticos. En éstos yacía una multitud
de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos, que esperaban el movimiento del agua;
porque un ángel del Señor descendía de vez en cuando al estanque y agitaba el
agua; y el primero que descendía al estanque después del movimiento del agua,
quedaba curado de cualquier enfermedad que tuviera.
Había allí un hombre que hacía treinta y ocho años que estaba enfermo.
Cuando Jesús lo vio acostado allí y supo que ya llevaba mucho tiempo en
aquella condición, le dijo: “¿Quieres ser sano?” El enfermo le respondió: “Señor,
no tengo a nadie que me meta en el estanque cuando el agua es agitada; y
mientras yo llego, otro baja antes que yo. Jesús le dijo: “Levántate, toma tu
camilla y anda”. Y al instante el hombre quedó sano, y tomó su camilla y echó a
andar.
Y aquel día era día de reposo. Por eso los judíos decían al que fue sanado:
122
“Es día de reposo, y no te es permitido cargar tu camilla”. Pero él les respondió:
“El mismo que me sanó, me dijo: ‘Toma tu camilla y anda.’” Le preguntaron:
“¿Quién es el hombre que te dijo: ‘Toma tu camilla y anda?’” Pero el que había
sido sanado no sabía quién era, porque Jesús, sigilosamente, se había apartado de
la multitud que estaba en aquel lugar. Después de esto Jesús lo halló en el
templo y le dijo: “Mira, has sido sanado; no peques más, para que no te suceda
algo peor”.
“Señor, no tengo a nadie que me meta en el estanque cuando el agua
es agitada; y mientras yo llego, otro baja antes que yo”.
Ésta es una respuesta extraña a la pregunta de Jesús “¿Quieres ser sano?”. Un
hombre desesperado por curarse habría gritado inmediatamente “¡Sí! ¡Por favor, por
favor, ten misericordia de mí y cúrame!” En muchas ocasiones la gente gritaba así a
Jesús, pero no en este caso. Quizás este hombre en realidad no tenía muchas ganas de
curarse.
El único detalle que se da de la enfermedad de este hombre es que la tenía desde
hacía treinta y ocho años. Cuesta imaginar que durante todo ese tiempo nunca hubiera
conseguido meterse en el estanque. Podría haber convencido a alguien para que le
ayudara. Podría haber prometido que después de curarse trabajaría para pagar al que le
hubiera ayudado. O podría haber hecho un gran escándalo, explicando cuánto llevaba
esperando y pidiendo que le permitieran una oportunidad. Podría haberse sentado en el
agua a esperar que se moviera, lo que sin duda le habría convertido en el primero. Éstas
son sólo algunas de las cosas que me vienen de pronto a la mente. Imagina las
posibilidades en las que se podría pensar en el transcurso de treinta y ocho años. A
partir de las palabras de ese hombre “mientras yo llego, otro baja antes que yo” sabemos
que podía moverse, aunque fuera torpe y lentamente. Y aunque hubiera estado
completamente paralizado, 13.879 días son muchos para idear la forma de meterse en el
estanque. Muchas veces, cuando alguien ha estado enfermo o poseído de nacimiento,
los Evangelios lo mencionan. Como el texto no lo indica, podemos suponer que este
hombre se quedó paralítico a una edad tardía. Esto significa que probablemente todos
esos 13.879 días transcurrieron cuando él era ya lo suficientemente mayor para tomar la
iniciativa con el fin de conseguir su curación.
Teniendo en cuenta toda esta información, podemos asumir con certeza que este
hombre estaba lo suficientemente bien como para no intentarlo. Probablemente se había
123
ido acostumbrando a una vida de inactividad, pidiendo limosna. En algún lugar de su
corazón incluso es posible que temiera las responsabilidades que conllevaría contar con
una mayor capacidad. Si estuviera bien, no tendría excusa para pedir y tendría que
trabajar. Tendría que redefinir sus relaciones con los demás y con la sociedad. Tendría
que redefinirse a sí mismo. Hay muchas posibles razones por las que este hombre no
tenía muchas ganas de curarse.
El significado del nombre del estanque, Betesda, es revelador. Betesda significa
casa de la gracia o casa del derramamiento. A veces nos quedamos de brazos cruzados
esperando que la gracia se derrame sobre nosotros, agite las aguas de nuestro corazón y
nos cambie. Probablemente esto no va a suceder. En esos momentos parece que
deseemos cambiar y que creamos en el poder de Dios, pero en realidad no lo deseamos
tanto. Al igual que el hombre del estanque, hay algo en nuestra situación actual de lo
que disfrutamos. Seguimos rogando a Dios que nos ayude, pero nos hemos quedado
estancados. El hombre culpaba de su situación al hecho de que nadie le ayudaba, y
nosotros, en el fondo, también justificamos nuestro estancamiento diciendo: “Nadie me
ayuda, ni siquiera Dios”. El problema no es que Dios disponga de poca gracia para
concedernos sino que nosotros entendemos mal qué es la gracia.
El Sabbath era el día de descanso durante el que los judíos tenían que recordar a Dios
y al hecho de que él creó toda la realidad. No es difícil ver que la esencia de honorar el
Sabbath es creer que todo lo bueno y todo el poder pertenecen a Dios. Recordamos la
omnipotencia de Dios, con el ejemplo de que ha creado toda la vida. En el texto hemos
leído que algunas personas se molestaron porque el hombre cargó con su camilla en
Sabbath. En otras ocasiones, y de hecho en todo el Nuevo Testamento, los judíos
malinterpretaron las reglas del Sabbath diciendo que no podía llevarse a cabo ninguna
actividad por útil o buena que fuera. Nosotros podemos malinterpretar de forma
parecida la idea de la “fe salvadora”. Nuestra propia fe en la omnipotencia de Dios
puede inhibir nuestra iniciativa. Jesús tenía fama de romper las reglas del Sabbath. Con
frecuencia realizaba milagros en el día sagrado y los escribas y fariseos siempre se
enfurecían.
Como en muchas de las curaciones anteriores, la enfermedad que se describe aquí se
manifiesta de muchas formas distintas. Todas estas pistas juntas conducen a una sola
dolencia: la apatía espiritual basada en una mala comprensión de la omnipotencia, la
gracia y la misericordia de Dios. La historia del capítulo 2 nos cura de la culpa
patológica. El capítulo 4 nos alivia de la espiritualidad basada en el orgullo y la
vergüenza. La culpa, el orgullo y la vergüenza son motivaciones muy poderosas en la
pseudoespiritualidad. Una vez eliminadas, es fácil ver cómo caemos en la apatía
espiritual. El capítulo anterior nos mostraba que podemos confiar en Dios en cualquier
124
circunstancia. Esta idea se resume en la conocida frase Dejarlo en manos de Dios.
Es muy fácil darle la vuelta esta idea: Si Dios lo hace todo, yo no soy responsable de
nada de lo que hago. También podría ser más indulgente conmigo mismo o incluso, si
Dios lo hace todo, ¿por qué molestarse en hacer nada? En mí mismo he observado una
tendencia a modificar esta idea aún de otra manera: Como Dios es omnipotente,
omnisciente y lo ama todo, y como él decidió crear la vida, la vida tiene que ser buena,
de modo que no tengo por qué disgustarme. De hecho, enfadarse con la vida es un signo
de inmadurez espiritual. Así pues, mi objetivo es no disgustarme nunca y aceptar la vida
tal y como es.
La aventura y la alegría de la vida es que participamos libremente en su creación y
curación. El Amor Divino nos cura desde nuestra propia capacidad de elección, y cura a
la sociedad desde nuestra capacidad de amar. ¿Dónde estaríamos hoy si el reverendo
Martin Luther King Jr. y Mahatma Ghandi hubieran aceptado la vida tal como es sin
alterarse? Pero que algo nos disguste no es el problema. El problema es que solemos
actuar pésimamente ante lo que nos disgusta. El amor dicta que la injusticia social nos
disguste, pero en lugar de actuar de forma defensiva, como Pedro en el capítulo anterior,
podemos aprender a actuar desde el amor para solucionar el problema de forma
productiva.
Jesús, que es el Amor revelado en forma humana, en una ocasión se enojó. Limpió el
templo de cambistas con un látigo. También leemos que se molestó ante lo duros de
corazón que eran quienes vieron cómo curaba a una mujer de su enfermedad el día del
Sabbath. En varias ocasiones regañó a los fariseos, llamándoles “sepulcros
blanqueados” y “raza de víboras”, entre otras cosas. Creo que esas expresiones de enojo
las pronunció para ayudar a la gente a avanzar espiritualmente cuando parecía que nada
más podía eliminar los obstáculos.
A veces se cree que la gracia salvadora de la fe es una entada gratuita al cielo sin
tener en cuenta el esfuerzo. De hecho, a veces se ha predicado que esforzarse en el
progreso espiritual disminuye la fe en Dios y en la gracia salvadora. Esta idea es
estúpida, porque no entiende que la gracia de Dios es la que nos anima desde dentro
mientras realizamos el esfuerzo. Si creemos que somos incapaces, dejamos de
intentarlo, y así nos volvemos incapaces. La gracia de Dios es nuestro esfuerzo para
crecer en amor. La fe en el Señor y hacer esfuerzos por amar más son la misma cosa.
Donde está una, está la otra. Donde no existe una, no existe la otra. La fe sin acción está
muerta.
En ocasiones se apodera de nosotros una apatía similar a la del hombre del relato;
una apatía alimentada por creencias espirituales falsas, por una mala comprensión de
nuestro caminar con Dios. En nuestro interior se encuentran los fariseos ordenándonos
125
que no participemos en ninguna actividad en el Sabbath. No nos atrevemos a ir a una
reunión de doce pasos porque debemos dejar que Dios nos cure, no un montón de
borrachos. No me atrevo a participar en este grupo de crecimiento espiritual porque mi
salvación es algo entre Dios y yo. No nos atrevemos a buscar ayuda psicológica porque
es Dios quien cura, no los psicólogos. Estaré tranquilo pase lo que pase porque Dios se
encarga de todo y puedo confiar en él. En todos estos casos no nos damos cuenta de que
Dios actúa a través de distintos medios. En el último, el medio somos nosotros mismos.
En los demás, los medios son otras personas que pueden ayudarnos a avanzar hacia una
mejor vida espiritual. Se nos permite hacer el bien en el Sabbath.
Si nos quedamos de brazos cruzados esperando la gracia de Dios, como el hombre de
este milagro, estamos poniendo límites a esa gracia. Creemos que la gracia sólo actúa
como fuerza externa y no nos damos cuenta de que es la esencia de nuestros esfuerzos y
de que nos cura desde dentro. Es cierto, Dios es responsable de nuestra salvación
personal y de la salvación de toda la sociedad, pero sólo lo hace a través nuestro. Él es
el alfarero y nosotros el barro. Él es la vid y nosotros los sarmientos. Yo creo tanto en el
destino como en el libre albedrío. La voluntad de Dios es que nos llenemos de amor y,
así, seamos libres.
Podemos imaginar la siguiente situación: Un niño de seis años tiene una grave lesión
medular que le paraliza las piernas. El médico dice que podría recuperarlas con
movimiento, estiramientos y ejercicio. Su padre fabrica un tándem especial con un
asiento para adultos en la parte posterior y uno para niños en la anterior. Los dos salen
cada día con la bicicleta. Al niño le encanta el rato que pasa con su padre y tiene la
sensación de ser él mismo el que mueve la bici, al menos hasta cierto punto. Su padre
también le anima a creerlo, diciéndole que está haciendo un gran trabajo y que se está
haciendo cada vez más fuerte y se está curando. El niño pronto está convencido de que
al menos es responsable del 80% de la fuerza que mueve el tándem. Pero un día, en una
subida deja de pedalear y se da cuenta de que la bici no disminuye de velocidad. No
tarda en dejar de esforzarse y deja que las piernas sigan el movimiento de los pedales,
que giran con la fuerza de su padre. Éste no tarda en descubrirlo al observar la postura
de su hijo. Desde ese momento, cuando su hijo deja de pedalear, él también lo hace.
Sabe que su hijo no se curará a menos que se siga esforzando y que el pequeño debe
sentir que está contribuyendo para que se sienta confiado, esperanzado y feliz. El niño
vuelve a creer que está contribuyendo y no pasa mucho tiempo antes de que esa
creencia se convierta en una realidad. Sus piernas se recuperan. Creo que nuestra
relación con Dios es similar a esta historia. Dios nos cura a través de lo que
aparentemente es nuestro esfuerzo. Sin embargo, la analogía no es perfecta. Al contrario
que el niño, cuando nuestro espíritu empieza a sanar es en realidad el poder de Dios
126
viviendo y actuando en nuestro interior. El amor de Dios es nuestra curación.
Otra analogía para describir nuestra relación con Dios aparece en el Antiguo
Testamento. Por boca de Moisés, el Señor ordenó a los hijos de Israel que le hicieran
sacrificios de animales. Más tarde, a través de David, Samuel, Isaías, Miqueas y otros,
les recordó que él había hecho a los animales y que lo que realmente les pedía era
justicia, misericordia y humildad ante Dios. Les mandó a los israelitas que sacrificaran
animales, no porque él lo deseara, sino porque quería que los hijos de Israel tuvieran
una forma de participar en una relación con él y de sentir que podían complacerle. Y en
verdad estaba satisfecho, pues ellos sentían que le habían complacido con su
obediencia. El sacrificio que hacían era real. La carne, la leche y la lana de los animales
que le ofrecían podrían haberse utilizado para su propio provecho, pero en lugar de ello
las ofrecían a su Dios. Sus sacrificios eran importantes, no tanto para Dios como para su
propio bien. Con nosotros sucede lo mismo. Del mismo modo que Dios creó a los
animales, también crea todos nuestros esfuerzos y trabajo. Sin embargo, el esfuerzo y el
trabajo que hacemos con el fin de obedecerle y relacionarnos con él son importantes
para que sintamos que estamos participando en una relación viva con un Dios real.
Podemos pedirle a Dios gimoteando “¡Por favor, sálvame!”, pero si realmente deseamos
que lo haga debemos levantarnos y ponernos en marcha en lugar que esperar a que los
vientos de la gracia muevan de forma mágica las aguas de nuestra alma.
Cuando empezamos a intentar cambiar nuestros hábitos y mejorar nuestra condición
espiritual, nos cuesta. El trabajo es duro y nos llevará mucho tiempo. Sentiremos que
somos los únicos que estamos poniendo las fuerzas. La orden de Jesús a ese hombre
enfermo fue “Toma tu Camilla y anda”. No le tocó ni rezó por él. No le envió levitando
al hospital. Simplemente le dijo “¡Levántate y muévete!” Eso va también por nosotros:
tenemos que levantarnos y actuar. Lo último que le dijo fue: “No peques más, para que
no te suceda algo peor”. ¿Qué pecado podía haber cometido ese hombre estando
inmovilizado en un lugar público durante años? ¿Se referiría Jesús a la pereza? ¿Nos
estará instando a no ser espiritualmente apáticos?
Yo creo tanto en el destino como en el libre albedrío. Por un lado, creo que el
hombre estaba destinado a pasar impedido treinta y ocho años al lado del estanque.
Necesitaba ese tiempo para poder recibir la curación de Jesús. Treinta y ocho años
sufriendo la miseria de una inactividad relativa son un precio bajo a pagar por la alegría
eterna. Por otro lado, creo que el milagro curativo de esta historia es que el hombre
encontró en Jesús la voluntad y la capacidad de levantarse y andar. La curación le dio
un nuevo destino: avanzar y vivir como una persona sana.
Con nuestras vidas ocurre lo mismo. Yo creo que todos estamos destinados por el
Amor Divino a llegar a ser libres en el amor, pero hasta que éste se convierta en nuestra
127
motivación y trabajemos para hacerlo real, estaremos esclavizados por los objetivos
egoístas. No obstante, esos años de relativa miseria son el medio necesario para
prepararnos para un encuentro sanador con el Señor, para una curación que dura toda la
eternidad. La libertad consiste en que decidamos levantarnos y movernos por voluntad
propia, pero aunque en el fondo sea la voluntad del Amor Divino, que constantemente
pone experiencias y personas en nuestro camino para empujarnos hacia una vida de
amor.
Otro mensaje importante de esta curación es que algunas cosas en la vida llevan
tiempo. Dios lo inventó para algo. Yo no puedo juzgar a ese hombre por haber esperado
su curación durante treinta y ocho años. Parece ser que ese era el tiempo que necesitaba
para prepararse. A veces, nuestra tozudez tiene que hacer su curso hasta que acabemos
tan aburridos o sufriendo tanto dolor que finalmente tengamos deseos de cambiar. En
ocasiones luchamos durante años esforzándonos verdaderamente para mejorar algún
aspecto de nuestra vida pero progresamos muy poco. Esto puede llevarnos a dudar de
Dios. Es importante que recordemos que ese esfuerzo no se pierde. En lugar de
frustrarnos por lo lejos que estamos de la cima de la montaña, podemos reconfortarnos
viendo cuánto hemos avanzado desde la base. Si no nos hubiéramos esforzado,
probablemente nuestro estado sería aún peor. Así pues, el objetivo es mantener ese
esfuerzo constante y recordar que algunas cosas llevan su tiempo antes de que
percibamos alguna mejora.
Creo que todos siempre lo hacemos lo mejor que podemos con lo que tenemos,
aunque haya gente en la que lo mejor parezca perezoso o cruel. En consonancia con la
voluntad divina, al final nos daremos cuenta de que podemos añadir algo más de apoyo,
conocimiento y capacidades a lo que ya tenemos, y entonces nuestro “mejor” lo será
aún más que antes. Por lo tanto, a veces el desarrollo espiritual es un asunto de
estrategia práctica. Del mismo modo que el hombre hubiera podido pedir ayuda a otros,
nosotros no deberíamos avergonzarnos de intentar agarrarnos a cualquier cosa que
pueda mejorarnos.
A veces nos intimida o nos asusta hacer algo o pensar de forma distinta a lo que nos
han enseñado, pero Jesús era un libre pensador, un radical y un rebelde. Debemos
permitirnos la libertad de pensar por nosotros mismos acerca de lo que es bueno y
verdadero. Y si encontramos una forma mejor de la que nos habían inculcado, tenemos
que permitirnos la licencia de perseguir y vivir nuestra vida según ella. Dios nos hace
únicos a cada uno de nosotros, por lo que todos tenemos formas únicas de verlo y
relacionarnos con él. Nuestros fariseos internos se horrorizarán ante la idea de investigar
otras religiones, filosofías, psicologías o fes, pero Jesús es lo que funciona, y lo que
funciona es Jesús. Si algo del Budismo nos ayuda a tratar mejor a nuestros hijos,
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entonces el Señor del Amor debe estar presente en esa técnica o idea. Si no estuviera
ahí, no mejoraríamos.
El ego o la propia identidad es la fuente de nuestro egoísmo, y cuando trabajamos
para alcanzar objetivos espirituales, a veces nos agota. Pero la piedra que los
constructores rechazaron ha llegado a ser la piedra angular. Nuestro ego es
indispensable en el plan de Dios. Si no tuviéramos ese sentido de individualidad nos
fundiríamos en la unidad, y no puede existir ni se puede compartir la dicha si no
sentimos cierta distinción entre unos y otros. Sin la relación con los demás, no puede
existir verdadero amor. Todos estamos unidos y somos uno en Dios, pero dentro de esa
unidad debemos mantener nuestra individualidad por separado. Eso nos permite amar y
apreciar a otras personas.
Para mantener esa sensación de singularidad, debemos mantener el ego activo.
Debemos seguir dando pasos que nos conduzcan a lo largo del camino del desarrollo
espiritual. Dios es quien nos atrae hacia él, y todo el poder es suyo, pero lo hace
mediante nuestras piernas, nuestras manos y nuestras lenguas.
MEDITACIONES
1. Tras entrar en estado meditativo, imagina que eres el hombre del relato. Imagina
cómo sería estar sentado durante treinta y ocho años al lado de ese estanque. Entra en
contacto con la sensación de aburrimiento y de inutilidad; con el sentimiento de que la
vida te ha menospreciado. Nadie te ayuda. Estás solo en este mundo cruel. Ahora ves
que Jesús se te acerca y te ve echado en tu camilla entre los demás. “¿Quieres ser sano?”
te pregunta. Le cuentas lo injusto que ha sido todo hasta ahora, que nadie te ha ayudado.
“Levántate, toma tu camilla y anda” te responde. Le obedeces. ¿Cómo te sientes al
mover tu cuerpo después de treinta y ocho años? ¿Cómo te sientes acerca de tu cuerpo y
tu vida? Los fariseos de detienen. “No te es permitido cargar tu camilla” te dicen. Les
cuentas que el que te ha curado te lo ha ordenado. Entonces ves a Jesús de nuevo en el
templo y te avisa: “No peques más, para que no te suceda algo peor”.
2. Medita acerca de qué más puedes hacer hoy para avanzar en el cumplimiento de la
voluntad del Señor del Amor.
HOJAS
1. Dios se encarga de todo lo que sucede. Parte de ello es que nosotros debemos
encargarnos de actuar como si lo hiciéramos por iniciativa propia y fuéramos
autónomos, para seguir la voluntad del Amor lo mejor que podamos.
2. El ego es la piedra rechazada sobre la que el Señor construye su iglesia. Aunque el
129
sentido de identidad es la fuente de toda ilusión y de todo pecado, también es el
vehículo que sirve para cumplir los objetivos del Amor.
3. Aunque confiemos en el Señor, no deberíamos esperar a que lo haga todo por
nosotros. Cuando vemos alguna injusticia social deberíamos actuar. Cuando
necesitamos curarnos a nosotros mismos, podemos buscar ayuda en otras personas.
FRUTO
1. Medita y/o reza cada día acerca de cómo puedes ser más activo en la voluntad del
Señor.
2. Sigue a diario los mensajes que recibas de tus meditaciones.
3. Cuando no recibas ninguna respuesta clara un día determinado, piensa en cuál
sería la voluntad del Amor y hazlo.
4. Echa un vistazo a tu interior para ver si hay alguna creencia o actitud falsa que te
mantiene espiritualmente apático.
CUESTIONES PARA EL DEBATE
1. ¿Cuál fue tu experiencia de la primera meditación?
2. ¿Cuál ha sido tu experiencia de las meditaciones/oraciones diarias? ¿Recibiste
respuestas directas?
3. ¿Qué tal fue ponerte en acción cada día? ¿Sentiste alguna resistencia a hacerlo?
4. ¿Has notado algún cambio emocional, intelectual o de actitud esta semana?
5. ¿Has visto a alguien que pensaras que tenía la oportunidad de ayudarse a sí mismo
y no lo ha hecho, como el hombre del estanque? ¿Qué opinión te merece? Si estuvieras
en el lugar de Jesús, ¿le habrías curado?
6. Ahora recuerda algún momento de tu vida en el que podrías haber hecho algo para
mejorar una situación y no lo hiciste. ¿Cómo crees que te veían los demás? ¿Cómo te
veías a ti mismo? ¿Pensar en ello cambia el modo en que ves ahora a la gente que se
parece al hombre del estanque?
7. ¿Pudiste identificar alguna creencia falsa que te impidiera actuar espiritualmente?
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11
CURACIÓN DE LA CEGUERA ANTE LA CULPA
“Ni este hombre pecó, ni sus padres; sino que nació ciego para que las obras
de Dios se manifiesten en él.”
Juan 9:1–41
Al pasar Jesús, vio a un hombre ciego de nacimiento. Y sus discípulos le
preguntaron, diciendo: “Maestro, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que
naciera ciego?” Jesús respondió: “Ni éste pecó, ni sus padres; sino que está ciego
para que las obras de Dios se manifiesten en él. Nosotros debemos hacer las
obras del que me envió mientras es de día; la noche viene cuando nadie puede
trabajar. Mientras estoy en el mundo, yo soy la luz del mundo”.
Habiendo dicho esto, escupió en tierra, e hizo barro con la saliva y le untó el
barro en los ojos, y le dijo: “Ve y lávate en el estanque de Siloé” (que quiere
decir, Enviado). Él fue, pues, y se lavó y regresó viendo. Entonces los vecinos y
los que antes le habían visto que era mendigo, decían: “¿No es éste el que se
sentaba y mendigaba?” Unos decían: “Él es”; y otros decían: “No, pero se parece
a él”. El decía: “Yo soy”. Entonces le decían: “¿Cómo te fueron abiertos los
ojos?” Él respondió: “El hombre que se llama Jesús hizo barro, lo untó sobre mis
ojos y me dijo: ‘Ve al Siloé y lávate.’ Así que fui, me lavé y recibí la vista”. Y le
dijeron: “¿Dónde está Él?” Él dijo: “No sé”.
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Llevaron ante los fariseos al que antes había sido ciego. Y era día de reposo
el día en que Jesús hizo el barro y le abrió los ojos. Entonces los fariseos
volvieron también a preguntarle cómo había recibido la vista. Y él les dijo: “Me
puso barro sobre los ojos, y me lavé y veo”. Por eso algunos de los fariseos
decían: “Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el día de reposo”. Pero
otros decían: “¿Cómo puede un hombre pecador hacer tales señales?” Y había
división entre ellos. Entonces dijeron otra vez al ciego: “¿Qué dices tú de Él, ya
que te abrió los ojos?” Y él dijo: “Es un profeta”.
Entonces los judíos no le creyeron que había sido ciego, y que había
recibido la vista, hasta que llamaron a los padres del que había recibido la vista,
y les preguntaron, diciendo: “¿Es éste vuestro hijo, el que vosotros decís que
nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?” Sus padres entonces les respondieron, y
dijeron: “Sabemos que este es nuestro hijo, y que nació ciego; pero cómo es que
ahora ve, no lo sabemos; o quién le abrió los ojos, nosotros no lo sabemos.
Preguntadle a él; edad tiene, él hablará por sí mismo”.
Sus padres dijeron esto porque tenían miedo a los judíos; porque los judíos
ya se habían puesto de acuerdo en que si alguno confesaba que Jesús era el
Cristo, fuera expulsado de la sinagoga. Por eso sus padres dijeron: “Edad tiene;
preguntadle a él”. Por segunda vez llamaron al hombre que había sido ciego y le
dijeron: “Da gloria a Dios; nosotros sabemos que este hombre es un pecador”.
Entonces él les contestó: “Si es pecador, no lo sé; una cosa sé: que yo era ciego y
ahora veo”. Le dijeron entonces: “¿Qué te hizo? ¿Cómo te abrió los ojos?” Él les
contestó: “Ya os lo dije y no escuchasteis; ¿por qué queréis oírlo otra vez? ¿Es
que también vosotros queréis haceros discípulos suyos?” Entonces lo insultaron,
y le dijeron: “Tú eres discípulo de ese hombre; pero nosotros somos discípulos
de Moisés”. Nosotros sabemos que Dios habló a Moisés, pero en cuanto a éste,
no sabemos de dónde es.
Respondió el hombre y les dijo: “Pues en esto hay algo asombroso, que
vosotros no sepáis de dónde es, y sin embargo, a mí me abrió los ojos. Sabemos
que Dios no oye a los pecadores; pero si alguien teme a Dios y hace su voluntad,
a éste oye. Desde el principio jamás se ha oído decir que alguien abriera los ojos
a un ciego de nacimiento. Si éste no viniera de Dios, no podría hacer nada”.
Respondieron ellos y le dijeron: “Tú naciste enteramente en pecados, ¿y tú nos
enseñas a nosotros?” Y lo echaron fuera.
Jesús oyó decir que lo habían echado fuera, y hallándolo, le dijo: “¿Crees tú
en el Hijo del Hombre?” El respondió y dijo: “¿Y quién es, Señor, para que yo
pueda creer en Él?” Jesús le dijo: “Pues tú le has visto, y el que está hablando
132
contigo, ése es”. El entonces dijo: “Creo, Señor”. Y le adoró. Y Jesús dijo: “Yo
vine a este mundo para juzgar; para que los que no ven, vean, y para que los que
ven se vuelvan ciegos”. Algunos de los fariseos que estaban con Él oyeron esto y
le dijeron: “¿Acaso nosotros también somos ciegos?” Jesús les dijo: “Si fuerais
ciegos, no tendríais pecado; pero ahora, porque decís: ‘Vemos’, vuestro pecado
permanece.
Aunque investigar cada uno de los milagros revisados en este libro
ha sido para mí una experiencia profunda y sanadora, el impacto de éste ha sido quizás
el más dramático y liberador de todos.
Empecemos por el principio, con la pregunta de los discípulos: “Maestro, ¿quién
pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego?” Desde que era pequeño, yo era muy
consciente de que la gente a mi alrededor sufría. Al crecer vi que ese sufrimiento es una
experiencia humana muy extendida, casi universal. Al igual que los discípulos, quería
saber por qué. ¿Por qué sufre la gente? Cuando llegué al instituto y a la Universidad
comprendí que yo no era el único que me hacía esa pregunta. Se dedicaban
innumerables libros y horas de clase al problema del mal.
Pero los discípulos no preguntaron simplemente por qué aquel hombre estaba ciego,
sino que querían saber de quién era la culpa. A veces culpamos a Dios. “Si Dios se
preocupara realmente de nosotros no permitiría que los niños murieran de hambre”. Hay
gente que culpa a Adán y Eva, pero aunque ésta sea una idea comúnmente aceptada,
parece fuera de lugar que todo el sufrimiento de la humanidad se deba a la ingestión de
una fruta. Yo prefiero leer esos primeros capítulos del Génesis como una descripción
alegórica de los primeros estadios de cada viaje espiritual individual. Adán y Eva
representan aspectos de nuestro ser que una vez fueron inocentes pero al final
decidieron buscar la libertad fuera de los planes de Dios.
A veces culpamos a nuestro pasado o a nuestra educación: “Creció en un hogar con
problemas en un barrio peligroso”. Cada vez más culpamos a la genética, creyendo que
la gente ya viene programada para hacer daño a los demás. Y finalmente, a menudo
culpamos a las personas: “Si mi pareja no se pasara el tiempo trabajando tanto podría
salir y divertirme más”; “si mis padres no hubieran sido tan sobreprotectores, yo habría
sido capaz de hacer más cosas por mí mismo”. Todo eso son intentos para solucionar el
problema del mal.
En resumen, el problema del mal es éste: Si Dios es verdaderamente omnipotente,
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omnisciente, y lo ama todo, ¿por qué existen el mal y el sufrimiento? Todas aquellas
horas de clase, todos aquellos libros y artículos, tanto reflexionar acerca de esta cuestión
para encontrar su única y auténtica respuesta en esa bella y excepcional respuesta de
Jesús: “Ni éste pecó, ni sus padres; sino que nació ciego para que las obras de Dios se
manifiesten en él”. En una sola frase, Jesús acaba totalmente con el juego de la culpa y
resuelve el milenario dilema, el problema del mal. En efecto, el Señor del Amor nos
está diciendo que buscar la fuente y la causa del mal es hacerse la pregunta incorrecta.
El sufrimiento no existe con el objetivo de juzgar ni culpar, sino para que a través de él
pueda revelarse la gloria de Dios.
Aquí, Jesús sólo estaba respondiendo acerca del asunto del hombre ciego, no del
relativo a toda la humanidad. En otras ocasiones, más de una vez, nos pide que no
juzguemos ni culpemos, y que en lugar de ello, al encontrarnos ante el sufrimiento,
roguemos por quienes lo causan. En una de sus enseñanzas, Jesús nos dice que debemos
quitar la viga de nuestro ojo antes de juzgar a nuestro vecino. Está equiparando una
mirada crítica con la viga que causa la ceguera. Si queremos ver la realidad tal y como
es, debemos quitarnos antes la viga del juicio de nuestro ojo. Las preguntas “¿quién
pecó?” y “¿quién es el culpable del sufrimiento?” surgen del deseo de juzgar. Si nos
hacemos estas preguntas es porque nos encontramos en un estado de ceguera espiritual.
En el milagro que estamos examinando ahora, primero parece que el suceso principal
es la curación de un hombre de su ceguera. Sin embargo, como ha ocurrido en todos y
cada uno de los milagros que hemos visto, la curación es mucho más profunda y amplia
de lo que parece a simple vista. Aquí Jesús se está ofreciendo a curarnos de la ceguera
espiritual, una ceguera que la mayoría de nosotros ni siquiera somos conscientes que
padecemos.
De nuevo, los fariseos están convencidos de que conocen la verdad y de que tienen
razón. Juzgan a Jesús como agitador, hereje y mentiroso. Su juicio les ciega a la verdad
más evidente de que se que él ha realizado un milagro sorprendente y nunca visto: ha
devuelto la vista a un hombre ciego de nacimiento. Los fariseos representan esa parte de
nosotros que quiere creer que podemos separar el bien del mal y que existen motivos
justificados para que juzguemos entre ambos.
Juzgar crea una falsa sensación de poder y posición. Nos imaginamos que vemos la
situación claramente y que por ello podemos juzgarla. Este poder y esta posición nos
proporcionan un falso sentido de seguridad que satisface la forma más profunda del
miedo de ego: la autopreservación y la autopromoción. Llegamos al centro de la
oscuridad y Jesús nos ofrece un intenso rayo de luz para disolver las sombras. Amamos
el poder porque nos hace sentir seguros e invencibles. De hecho, el deseo de poseerlo es
un indicativo de una inseguridad y un miedo profundamente enraizados.
134
El miedo y la inseguridad son el núcleo del egoísmo. Si podemos superarlos, nos
veremos realmente liberados. Y es ésta la liberación que Jesús nos ofrece en esta
lección. Es la libertad para amar sin ataduras, para disfrutar de la vida sin miedo. Es la
liberación de la prisión del ego a las amplias llanuras de la gracia y del amor.
Sólo tenemos dos opciones fundamentales acerca de cómo enfocar el problema del
mal; o bien hay alguien a quien culpar o bien no lo hay. En esta historia, los fariseos
estaban casi obsesionados con señalar con el dedo, mientras Jesús claramente dice que
la culpa no es de nadie. El sufrimiento no es un castigo, ni siquiera un llamamiento para
juzgar a quien lo provoca, sino un medio que tiene un objetivo: la glorificación de Dios.
¿Y qué hay de otras formas de sufrimiento como la pobreza, la guerra, la violencia,
el abuso, la pérdida, etc.? En muchos casos, culpar a alguien parece obvio: el dirigente
que desata una guerra parece culpable, e instintivamente sentimos que el hombre que
infringe abusos es culpable del sufrimiento de su víctima. Pero mientras éstas y todas
las demás personas deben rendir cuentas por sus actos, una mirada más profunda al
amor revela que esta gente también son eslabones de una cadena de sufrimiento.
Antes de culpar a otro como la fuente o la causa del mal y el sufrimiento deberíamos
preguntarnos por qué ese hombre o esa mujer cometió ese acto de violencia. Si somos
honestos, veremos que no podemos responder a esa pregunta. De hecho, si realmente lo
somos, no sabemos por qué nadie es quién es ni por qué hace lo que hace. ¿Por qué una
mujer se convierte en una madre cariñosa mientras su hermana es una madre alcohólica
y abusiva? ¿Por qué un hombre posee la cualidad de la compasión y otro no la siente en
absoluto? ¿Es su educación? ¿Es su elección? ¿Es la genética? ¿Es la voluntad de Dios?
Por supuesto, no podemos saber la respuesta, pero sí que podemos estar seguros que
quienes hacen daño a otros no están en paz y no conocen la dicha verdadera, la dicha
del amor. Son víctimas de la esclavitud mental y emocional. En un nivel espiritual, el
criminal es una víctima.
Cada vez que miramos a otro ser humano con el menor asomo de desdén o rechazo,
le hemos juzgado erróneamente. Hemos asumido que sabemos por qué hizo esto o
aquello, que eligió libremente la maldad. Nuestro miedoso ego se ha apoderado de lugar
del juez, un lugar que no corresponde a nadie más que a Dios. No tenemos ni la
capacidad ni el derecho a sentarnos ahí. Ni siquiera podemos permitirnos la más mínima
actitud juzgadora si queremos estar bien con Dios o si queremos ver la vida como es
realmente.
Si rechazamos sentarnos en ese sitio, despertaremos al hecho de que el juicio de Dios
es únicamente uno de pura misericordia, amor y perdón. De pronto veremos la vida de
un modo completamente distinto; veremos que es absolutamente maravillosa. Nos
daremos cuenta de que estábamos ciegos. Con esos nuevos ojos que no juzgan veremos
135
que la vida es extremadamente bella porque derrama un amor y una misericordia
imposibles de describir. Nos alegraremos y alabaremos a Dios con una voz tan alta y
pura como hizo este hombre ciego, porque también nosotros despertaremos al hecho de
que nacimos ciegos, pero ahora podemos ver.
La historia de esta curación ilustra la dicotomía opuesta que existe entre cómo son
nuestras mentes cuando juzgamos y cómo pueden ser si renunciamos al poder y a todo
tipo de juicio completamente. Vemos que no sólo los fariseos juzgan a Jesús sino que
también intentan que el hombre y su familia lo hagan. Por el contrario, vemos cómo el
hombre ciego se niega a hacerlo. Simplemente dice: “No sé si es un pecador. Lo único
que sé es que aunque era ciego, ahora veo”. Sólo está exponiendo los hechos sin juzgar
para bien ni para mal.
En este punto de la historia, los fariseos empiezan también a juzgarle a él. Le
insultan, le echan y le declaran haber “nacido enteramente en pecado”. Al final, Jesús
explica el núcleo del mensaje: “Yo vine a este mundo para juzgar; para que los que no
ven, vean, y para que los que ven se vuelvan ciegos”. Jesús está diciendo que cuando
presumimos de ver con la suficiente claridad como para juzgar a otros, la vida o a Dios,
de hecho estamos ciegos porque tenemos una viga en el ojo. Pero cuando admitimos
que estamos demasiado ciegos para juzgar a otra persona, entonces empezamos a ver
claramente. La historia continua: “Algunos de los fariseos que estaban con Él oyeron
esto y le dijeron: “¿Acaso nosotros también somos ciegos?” Jesús les dijo: “Si fuerais
ciegos, no tendríais pecado; pero ahora, porque decís: ‘Vemos’, vuestro pecado
permanece”.
Esta respuesta aparentemente tan simple de Jesús abre la puerta a un concepto
totalmente nuevo y profundo. El juicio no sólo nos ciega, sino que es la fuente del
pecado. Si eso es cierto, esta obligación de dejar de juzgar es de suma importancia en
nuestro camino espiritual. Echemos un vistazo a la idea básica que todo pecado se
origina en el juicio.
En el jardín del Edén, lo que inició el ciclo del pecado fue el acto de comer la fruta
del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal. En otras palabras, fue el deseo de
reconocer, y por lo tanto juzgar, el bien y el mal, lo que llevó al pecado. Ya hemos
mencionado que cuando juzgamos a los demás hemos sobrestimado nuestras
capacidades al ocupar el trono de Dios. Él es el único que posee suficiente sabiduría
para realizar juicios correctos y buenos. Hacernos pasar por él es un pecado tan grave y
profundo como cualquier otro. Es el “pecado original”. Juzgamos el tiempo diciendo
que es “horrible”, pero cuando lo hacemos, estamos juzgando a su autor. ¿Quiénes
somos nosotros para juzgar ningún aspecto de la realidad como malo cuando esta
realidad es la realidad de Dios? Y por descontado, caemos muy fácilmente en la actitud
136
de juzgar a los demás considerándolos menos que nosotros y creyendo que merecen
nuestro rechazo, nuestra venganza y nuestra hostilidad.
¿Y si al igual que el hombre ciego nos negáramos a juzgar? Lo que habría sido un
“mal día con un tiempo horrible” se convierte en un día en el que vemos a Dios
saciando la sed de las plantas y limpiando la suciedad de las casas. Así, tan pronto como
dejamos de juzgar, inmediatamente las cosas parecen mejores. Ya no hay “días malos”
sino simplemente experiencias de aprendizaje. Y ahora que hemos dejado de cargar con
la hostilidad y los juicios contra otras personas, vemos que la paz y la serenidad llenan
el espacio vacío mental. Incluso podemos descubrir algo de alegría y de amor genuino
penetrando en él lentamente. Donde antes sentíamos odio, ahora sentimos compasión,
incluso por quienes causan mucho dolor. Ahora les vemos como personas que sufren y
están ciegas.
Sin toda esa rabia en nuestro interior, descubriremos que ya no necesitamos
tranquilizarnos con alcohol, drogas, sexo, juego, éxito o cualquier otro placer del ego,
de modo que quizás es realmente cierto que todo el pecado surge del hecho de juzgar.
Emanuel Swedenborg lo dijo con estas palabras:
Todo lo que es bueno y verdadero procede del Señor, y todo lo malo y falso del
infierno. Si la gente creyera en esto, la verdadera situación tal y como es, no podría
responsabilizar a nadie por cometer errores o atribuirle el mal. Sin embargo, piensan
que todo el mal proviene de ellos mismos, de modo que lo adoptan como si fuera suyo.
Este es el resultado de sus creencias. De este modo, el mal se aferra a ellos y no lo
pueden soltar (Secrets of Heaven §6324).
Si nada se origina en el corazón humano, ¿cómo podemos juzgar a nadie?
Pero obviamente la práctica es difícil. Si un conductor borracho nos ha atropellado y
estamos gravemente heridos cuesta mucho decir: “¡Oh, qué día más maravilloso; es una
bendición de Dios!” No, no es fácil, pero es el camino. Es el que nos mostró Jesús y el
único por el cual podemos llevar a nuestro destino final de paz y bondad hacia todo el
mundo. Cuando alguien nos menosprecia, lo mejor que podemos hacer, tal y como nos
enseña Jesús, es rezar por su bienestar. Como él dice, ¿qué mérito tiene amar a nuestros
amigos? El objetivo es aprender cómo amar a nuestros enemigos, y el único modo de
hacerlo es dejar de culpar.
Hay una parte en el interior de todos nosotros que reacciona de forma adversa ante el
esfuerzo de negarnos a juzgar. Esa voz interior desea la satisfacción que produce
apuntar con el dedo a alguien y culparle directamente “como corresponde”. Además,
nos irrita pensar que el mal sirva para revelar a Dios. Nos preguntamos cómo es posible
que el mal (el asesinato, la violación, la esclavitud, la tortura, etc.) pueda servir a la
gloria de Dios.
137
El mal (y todas sus manifestaciones) es una oportunidad para la revelación de la
gloria de Dios, no en y por sí mismo, sino en nuestra respuesta a ese mal. Cuando
aprendemos a amar realmente a las personas como hijos de Dios a pesar de sus
maldades y pecados, permitimos que la gloria de Dios brille poderosa y visiblemente.
¿Alguna vez alguien te ha mostrado que te amaba incluso después de haberle hecho
daño? Un acto así a menudo nos cambia. Recibir este tipo de amor nos inspira a
abandonar nuestros propios pecados. A veces nuestras vidas están tan degradadas por el
pecado y por el mal que no podemos creer en nuestra propia valía. Sin creer en ella,
tenemos poca motivación y pocas ganas de cambiar nuestra forma de hacer. Pero
cuando alguien nos extiende la mano con el amor más sincero, ese amor puede desatar
un cambio en nuestro estilo de vida. Ese amor es por supuesto el amor curativo de Dios.
Es así como vemos que el sufrimiento existe “para que puedan revelarse las obras de
Dios”.
Cuando el hombre ciego adquirió la visión, se revelaron el poder y la Gloria de Dios.
Cuando seamos capaces de seguir amando a los demás a pesar de sus pecados, también
se revelará el amor de Dios. No sólo el autor del mal estará un paso más cerca de la
curación, sino también aquel que ha amado estará un paso más cerca de Dios. Habrá
extendido su mano y habrá visitado al hermano que estaba espiritualmente enfermo y
encarcelado, y eso mismo también se lo habrá hecho a Dios.
Jesús explica este punto de forma maravillosa en la parábola del hijo pródigo. El
pecado y el derroche de la vida del hijo pequeño se transformaron en una alegría y
belleza desbordantes a través del amor del padre. Ese hijo llegó a conocer la
misericordia y el amor infinito del padre de un modo que seguramente no habría
conocido jamás. Por supuesto, esto no significa que debamos experimentar con el
pecado, pero nos muestra cómo la gloria de Dios se revela incluso dentro del mal. El
pecado es el abono del que crece la flor del amor.
Un bebé interpreta una inyección en el brazo como algo malo, pues todavía no es
capaz de ver el bien que hay tras ella. Cuando sufrimos persecución o desgracias, nos
parecen algo malo, pero si renunciamos a juzgar a Dios, a los demás y a nosotros
mismos, pronto tendremos una visión más amplia. Veremos cómo esos hechos que
parecen negativos son finalmente parte del plan de Dios para nuestro bien. En el pasado,
durante las épocas de extinción en masa, del 60 al 90 por ciento de todas las especies de
la Tierra han sido varias veces aniquiladas por completo. No será mucho peor que eso.
Y sin embargo, después de cada extinción, la vida ha florecido en una explosión de
especies nuevas, más diversas, complejas y maravillosas. Del mismo modo que
finalmente no se pudo matar a Jesús, el amor y la vida de Dios no pueden aniquilarse.
Al final siempre triunfan, porque son la base sobre la que existe toda la realidad.
138
Para mí es absolutamente vital creer en la vida después de la muerte. Cuando las
cosas nos sobrepasan y parecen desesperanzadoras, es de gran ayuda tener la visión
ampliada que nos ofrece Jesús. Nos dice que ha “preparado un lugar” para nosotros; que
en el hogar de su Padre hay “muchas estancias”. Dice que si asciende al cielo, cosa que
hizo, llevará a toda su gente con él. Al final de la Biblia tenemos la promesa de la
ciudad dorada, la Nueva Jerusalén, donde no hay más dolor, guerra, sufrimiento ni
lágrimas, y donde no puede entrar nada corrupto. Quizás nos preguntemos para quién es
esa vida feliz después de la muerte, pero si hemos aceptado el mensaje de esta curación
ya no nos preocupará quién entrará en el cielo y quién no. Sabemos que no sabemos
nada acerca de ello, pero sabemos que Dios es justo y que nos ama, y que él hará la
selección de la forma adecuada. También sabemos que es nuestra tarea suponer lo
mejor, no sólo de los demás, sino también de Dios.
He mencionado antes que me ha costado mucho creer ciertas cosas, y con la vida
después de la muerte me ha sucedido igual. Lo que me ayuda a creer son los beneficios
prácticos que eso me aporta en el momento presente. Cuando creo que la vida terrena no
es el final sino sólo un campo de entrenamiento o un lugar de preparación, eso convierte
el sufrimiento en algo más tolerable y me libera para dejar de juzgarla como algo
insoportable. Es como el día y la noche. Si sólo hubiera noche, sería muy triste, pero la
noche sólo es temporal y ofrece el contraste con el día. El invierno da paso a la
primavera y de hecho acentúa y amplifica su belleza y su alegría. De modo que como
creer en una eternidad feliz después de la muerte me hace mejor persona, deseo creer.
Cuando dejamos de juzgar el bien y el mal empezamos a ver el amor y la bondad en
situaciones que de otro modo parecían deprimentes y desesperanzadoras. Lo que antes
describíamos como algo malo, ahora lo vemos como una oportunidad para el
crecimiento y el desarrollo. Cuando un conductor nos cierra el paso, lo percibimos
como una oportunidad para moderar nuestro mal genio y así acercarnos más a Dios.
Aprovechamos la ocasión para rezar por el otro conductor. Empezamos a vivir de este
modo todo el tiempo: cada momento y cada suceso son una ocasión para elegir el
camino y el amor de Dios. Requiere toda una vida de práctica, pero igual que cualquier
otro músculo espiritual, cuanto más lo utilizamos, más se refuerza. Podemos sentirnos
deprimidos ante el estado del mundo. En efecto, a menudo parece desesperanzador, pero
que yo juzgue a la raza humana como incorregible no ayuda a nadie, y desde luego, no
me ayuda a mí. En lugar de ello, veo oportunidades para amar y ayudar a los demás.
Podemos ver oportunidades para que Dios obre sus milagros. Verdaderamente,
podemos decir; “Gracias, Señor, por esta bendición que todavía no comprendo.”
Esto me lleva a un punto importante, aunque parezca que me desvíe del tema. Con
los medios de comunicación modernos, estamos constantemente expuestos a horrores
139
que suceden en todo el mundo. La mayoría de veces no tenemos medio de actuar para
ayudar. En Isaías leemos las siguientes palabras: “El que… se tapa los oídos para no oír
hablar de derramamiento de sangre, y cierra los ojos para no ver el mal; ése morará en
las alturas, en la peña inexpugnable estará su refugio; se le dará su pan, y tendrá segura
su agua” (Isa. 33:15–16). El hecho de estar expuestos a diario a las grandes catástrofes y
guerras del mundo distorsiona enormemente nuestra visión de la realidad. Si echamos
un vistazo a cada día, a cada momento, tal y como es aquí y ahora, la mayor parte del
tiempo las cosas no son tan malas. Si hay alguna injusticia o sufrimiento en nuestro
entorno inmediato, estamos mucho mejor equipados y podemos ayudar a aliviar la
situación. Quizás sólo deberíamos mirar o leer las noticias cuando hemos decidido con
antelación que vamos a ayudar a resolver alguno de los temas que aparezcan en ellas:
Que haremos una donación, que adoptaremos a un niño que sufre o que escribiremos
una carta al congreso. ¿De qué sirve que nos empapemos de las atrocidades del día si no
vamos a hacer nada? Es mucho más fácil dejar de juzgar la vida como algo
desesperanzador o miserable si no estamos expuestos constantemente a los peores
problemas de nuestro planeta. Es mucho más fácil enfrentarse al aquí y ahora. O, si
vamos a mirar o leer las noticias, al menos deberíamos mantener una actitud de
esperanza en la luz de Dios que nos guía con amor.
Echemos un vistazo más de cerca al método que utilizó Jesús para curar al hombre de
su ceguera. Escupió en el suelo, hizo barro, unto los ojos del hombre y le mandó que se
lavara en el estanque llamado Siloé, que significa “Enviado”. En estos detalles vemos
de qué modo Jesús nos cura de un espíritu que juzga y está ciego.
El barro que hizo no era barro ordinario. Es cierto que la tierra que utilizó no era
nada especial, pero ésta fue mezclada con la saliva de Dios. Cuando miramos la realidad
con nuestros ojos, hay problemas suficientes para que nos preocupemos y la juzguemos
como un lugar peligroso para vivir. La realidad de la vida en la Tierra con todos sus
problemas está representada por la suciedad. Nuestra ceguera se produce cuando
miramos esa realidad sin mezclarla con doctrina espiritual. La saliva de Jesús mezclada
con la suciedad fue lo que hizo que el barro se convirtiera en un ungüento curativo. Lo
mismo sucede con nosotros: cuando dejamos que la Palabra de Dios (que emana de su
boca igual que la saliva) suavice nuestra imagen terrenal, las cosas parecen realmente
muy distintas. Toda la creación natural existe como campo de entrenamiento para una
eternidad de alegría y paz con Dios y con todos. Esta es la verdad. Todo el dolor y los
problemas de la vida en la Tierra son oportunidades para nuestro desarrollo espiritual y
finalmente se invertirán a favor de nuestro bien eterno. Esta es la saliva espiritual de
Dios que convierte la suciedad de la Tierra en un ungüento curativo.
Tras aplicar el ungüento, Jesús le dijo al hombre que se lavara en el estanque de Siloé
140
o del “Enviado”. Recordar que nosotros no elegimos nacer me ayuda a relajarme, a
confiar en Dios y a dejar de juzgar. Dios nos ha elegido a todos para estar aquí en la
Tierra. Nos ha “enviado” a la Tierra. La palabra “enviar” implica una misión, un
propósito, y cuando existe un propósito que cumplir, el trabajo duro, los contratiempos
y los problemas son parte de lo que tenemos que afrontar. Se supone que la vida en la
Tierra no debería ser fácil, pues si lo fuera, no tendríamos la oportunidad de desarrollar
nuestras fortalezas espirituales: la perseverancia, el amor en la adversidad, la serenidad
en medio del caos y la fe ante el conflicto. Este es el campo de entrenamiento, y Dios
nos ha “enviado” aquí para cumplir nuestro entrenamiento espiritual.
Cuando vemos la vida a través de la lente del amor, que no juzga, también
empezamos a comprender por qué el mal y el pecado deben existir: si tenemos que
desarrollar nuestra capacidad de amar, antes se nos debe dar la oportunidad de no
hacerlo, de ser egoístas. Sólo entonces podemos experimentar una vida de amor como
algo que nosotros mismos elegimos y deseamos.
En resumen, la gloria de Dios se revela a través del mal como mínimo de seis
maneras:
1. Necesitamos al menos algunos problemas para poder apreciar la alegría y la paz
del amor.
2. Cuando nos enfrentamos a un problema o al mal, nos encontramos ante una
oportunidad de crecer espiritualmente si lo hacemos con amor.
3. Cuando mostramos amor a los demás a pesar de sus pecados, permitimos que el
amor y la Gloria de Dios resplandezcan en la Tierra.
4. Cuando el amor resplandece, afecta a la gente que lo recibe y cataliza cambios en
sus vidas. Pueden empezar a alejarse del pecado e ir hacia Dios. Esto también es
cierto cuando otros nos muestran amor a nosotros.
5. Cuando empezamos a practicar este tipo de amor en nuestra vida diaria,
empezamos a ver el amor y la gloria de Dios resplandeciendo en todas las
circunstancias. Nuestros ojos se abren al hecho que todos los momentos son regalos
de Dios, incluso los más desafiantes. Todos son oportunidades para que el amor
crezca.
6. Para crecer en amor desde la libertad, se nos debe dar la oportunidad de pecar.
La próxima vez que sintamos la necesidad de juzgar a los demás, a nosotros, a Dios o
a la vida misma, detengámonos y recordemos esta curación. Podemos calmar nuestra
visión de la realidad con la verdad que emana de la boca de Dios: la vida es “muy
buena” y los problemas nos conducen hacia nuestra bendición eterna. Él ha “vencido al
mundo” y por lo tanto podemos estar contentos. Nos ha enviado aquí para crecer y
141
aprender. Cada problema que afrontamos es una bendición disfrazada. Cuando se
levante el velo de esta vida, nos espera la felicidad eterna.
Mientras sigamos juzgando, estamos ciegos a la realidad del cielo que está a nuestro
alrededor; en su lugar vemos el infierno. La ilusión es el infierno, y el infierno es la
ilusión. Tan pronto como tenemos la voluntad de dejar de juzgar empezamos a percibir
el amor de Dios, y punto. El Reino de los Cielos está por todas partes y en nuestro
interior, esperando que lo percibamos.
Así pues, ¿cuál es la nueva visión que hemos adquirido? ¿Qué es lo que vemos ahora
que nos hace decir “estaba ciego”? Ahora vemos que todo lo que sucede son los medios
a través de los cuales el amor de Dios se revela cada vez más profundamente a la raza
humana. En pocas palabras, al final todo es la revelación continua del amor puro de
Dios. Podríamos resumir el mensaje curativo de esta historia con estas deslumbrantes
palabras: Todo es de Dios y está en Dios, por lo tanto, todo es bueno. El infierno es
simplemente la incapacidad de ver la realidad tal y como es: la manifestación siempre
floreciente del Amor Divino.
El amor de Dios es la realidad en sí misma, y los altibajos que nos ocurren son
manifestaciones de ese amor, guiándonos y revelándose. Antes, en nuestra ceguera,
veíamos la desesperación, el miedo y el mal. Ahora no vemos otra cosa que el proceso
en el que Dios obtiene la victoria sobre nuestras ciegas ilusiones.
MEDITACIONES
1. Tras entrar en estado meditativo, imagina que eres el hombre ciego. Imagina no
haber podido ver nunca. Imagina cuánto te gustaría poder hacerlo. Estás seguro de que
eres un pecador porque naciste ciego. Oyes a los discípulos preguntándole a Jesús quién
pecó, tú o tus padres. Y le oyes responder: “Ni éste pecó, ni sus padres; sino que está
ciego para que las obras de Dios se manifiesten en él”. Deja que estas palabras
profundicen en ti: tú y tus problemas existís para que pueda revelarse la gloria de Dios.
Oyes cómo Jesús coge un poco de tierra y escupe en ella. Luego sientes cómo la aplica
a tus ojos y te dice que vayas a lavarte al estanque del Enviado. Caminas a tientas hasta
ahí y te echas agua fría en la cara. Te sienta de maravilla. Con cuidado y esperanza,
abres los ojos. Cuando empiezas a ver el reflejo de la luz del sol en el agua te sientes
eufórico. ¡Estás viendo el mundo por primera vez! Siente la alegría. Te levantas y se lo
cuentas a todo el mundo: “¡Veo!” Los fariseos empiezan a fastidiaros a ti y a tus padres,
pero no te importa en absoluto. ¡Te llena la dicha de ver! Vuelves a Jesús y te dice:
“¿Crees en el Hijo del Hombre?” Tú le contestas: “¿Y quién es, Señor, para que yo
pueda creer en Él?” Él te responde: “Pues tú le has visto, y el que está hablando contigo,
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ése es”. Le dices: “Creo, Señor” y le adoras.
2. Medita acerca de la realidad (los pájaros, las piedras, la gente de tu vida, los
sucesos de la historia y tu pasado) desde una actitud sin juicio. Con gratitud, considera
todas esas cosas aspectos del plan divino de amor de Dios.
3. Medita en cualquiera de las ideas recogidas en el apartado “HOJAS” que te llame
la atención.
HOJAS
1. Estamos ciegos y no podemos juzgar adecuadamente a nadie ni ningún suceso.
2. Todo pecado proviene del hecho de juzgar.
3. Todos los problemas existen para que el poder y el amor de Dios puedan revelarse.
4. Dios es todopoderoso, se encarga de todo, lo ama todo y lo sabe todo.
5. Nos espera una vida maravillosa después de la muerte.
6. La realidad es la flor en continua apertura del amor de Dios.
7. Hemos sido enviados aquí para aprender.
FRUTO
1. Durante toda la semana niégate a juzgar nada de nada. Intenta percibir ideas y
sentimientos de crítica. Cuando surjan, reconoce tu ceguera y sustitúyelos por amor.
Reemplaza el acto de juzgar por el amor, realizando los pasos descritos abajo.
2. Cada vez que descubramos que estamos teniendo sentimientos negativos hacia
algo o hacia alguien, recemos por la bendición y la curación de la persona a la que
estemos juzgando. Podemos utilizar la oración de la fe: “¡Señor, creo; ayuda mi
incredulidad!”
3. Da gracias y alaba al Señor del Amor cada día.
4. Busca lo bueno en toda la gente y en todo lo que sucede.
5. Haz algo por mejorar las situaciones que te disgustan.
6. Si nos abruman los hechos que vemos o que oímos en los medios, podemos dejar
de ver y leer las noticias a menos que estemos preparados para hacer actuar al respecto.
CUESTIONES PARA EL DEBATE
1. ¿Te ha sucedido algo destacable esta semana? ¿Te ha tocado Dios de alguna forma
especial en relación o no con el mensaje de este milagro?
2. ¿Cuál fue tu experiencia de las meditaciones?
3. ¿Cuál fue tu experiencia de los ejercicios?
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4. ¿Qué tal fue pasar una semana sin juzgar nada en absoluto?
5. Comparte alguna situación en la que alguien te tratara injustamente. ¿Te cuesta
negarte a juzgar a esa persona? ¿Qué sentiste al intentarlo?
6. Al oír las historias de tus compañeros de grupo, ¿has juzgado a las personas que
cometieron la injusticia? ¿Y a la persona que ha compartido esa experiencia? Tómate un
momento para reflexionar sobre tu reacción. ¿Cómo te has sentido cuando has juzgado?
¿Cómo te sientes cuando intentas dejar de hacerlo?
7. Si hemos adquirido algo de valor de este milagro, ¿cómo podemos incorporarlo y
mantenerlo en nuestras vidas?
144
12
RESURRECCIÓN DE LA MUERTE ESPIRITUAL
“Yo soy la resurrección y la vida.”
Juan 11:1–44
Estaba enfermo cierto hombre llamado Lázaro, de Betania, la aldea de María y
de su hermana Marta. María, cuyo hermano Lázaro estaba enfermo, fue la que ungió
al Señor con perfume y le secó los pies con sus cabellos. Las hermanas entonces
mandaron a decir a Jesús: “Señor, mira, el que tú amas está enfermo”.
Cuando Jesús lo oyó, dijo: “Esta enfermedad no es para muerte, sino para la
gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por medio de ella”. Jesús
amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando oyó, pues, que Lázaro estaba
enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaba. Luego, después de esto,
dijo a sus discípulos: “Vamos de nuevo a Judea”. Los discípulos le dijeron: “Rabí,
hace poco que los judíos intentaban apedrearte, ¿y vas otra vez allí?” Jesús
respondió: “¿No hay doce horas en el día? Si alguno anda de día no tropieza, porque
ve la luz de este mundo. Pero si alguno anda de noche, tropieza, porque la luz no está
en él”. Dijo esto, y después añadió: “Nuestro amigo Lázaro se ha dormido, pero voy
a despertarlo”.
Los discípulos entonces le dijeron: “Señor, si se ha dormido, se recuperará”.
Pero Jesús había hablado de la muerte de Lázaro, mas ellos creyeron que hablaba
145
literalmente del sueño. Por eso, entonces, Jesús les dijo claramente: “Lázaro ha
muerto; y por causa de vosotros me alegro de no haber estado allí, para que creáis;
pero vamos a donde está él”. Tomás, llamado el Dídimo, dijo entonces a sus
condiscípulos: “Vamos nosotros también para morir con Él”.
Llegó, pues, Jesús y halló que ya hacía cuatro días que estaba en el sepulcro.
Betania estaba cerca de Jerusalén, como a tres kilómetros, y muchos de los judíos
habían venido a casa de Marta y María, para consolarlas por la muerte de su
hermano. Entonces Marta, cuando oyó que Jesús venía, fue a su encuentro, pero
María se quedó sentada en casa. Y Marta dijo a Jesús: “Señor, si hubieras estado
aquí, mi hermano no habría muerto. Aun ahora, yo sé que todo lo que pidas a Dios,
Dios te lo concederá”. Jesús le dijo: “Tu hermano resucitará”. Marta le contestó: “Yo
sé que resucitará en la resurrección, en el día final”. Jesús le dijo: “Yo soy la
resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y
cree en mí, no morirá jamás. ¿Lo crees?” Ella le dijo: “Sí, Señor; yo he creído que tú
eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que viene al mundo”.
Y habiendo dicho esto, se fue y llamó a su hermana María, diciéndole en
secreto: “El Maestro está aquí, y te llama”. Tan pronto como ella lo oyó, se levantó
rápidamente y fue hacia Él, pues Jesús aún no había entrado en la aldea, sino que
todavía estaba en el lugar donde Marta le había encontrado. Entonces los judíos que
estaban con ella en la casa consolándola, cuando vieron que María se levantó de prisa
y salió, la siguieron, suponiendo que iba al sepulcro a llorar. Cuando María llegó
donde estaba Jesús, al verle, se arrojó a sus pies, diciéndole: “Señor, si hubieras
estado aquí, mi hermano no habría muerto”. Y cuando Jesús la vio llorando, y a los
judíos que vinieron con ella llorando también, se conmovió profundamente en el
espíritu, se entristeció, y dijo: “¿Dónde lo pusisteis?” Le dijeron: “Señor, ven y ve”.
Jesús lloró. Por eso los judíos decían: “Mirad, cómo lo amaba”. Pero algunos de ellos
dijeron: “¿No podía éste, que abrió los ojos del ciego, haber evitado también que
Lázaro muriera?”
Entonces Jesús, de nuevo profundamente conmovido en su interior, fue al
sepulcro. Era una cueva, y tenía una piedra puesta sobre ella. Jesús dijo: “Quitad la
piedra”. Marta, hermana del que había muerto, le dijo: “Señor, ya hiede, porque hace
cuatro días que murió”. Jesús le dijo: “¿No te dije que si crees, verás la gloria de
Dios?” Entonces quitaron la piedra. Jesús alzó los ojos a lo alto, y dijo: “Padre, te
doy gracias porque me has oído. Yo sabía que siempre me oyes; pero lo dije por
causa de la multitud que me rodea, para que crean que tú me has enviado”.
Habiendo dicho esto, gritó con fuerte voz: ¡Lázaro, ven fuera! Y el que había
muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un
146
sudario. Jesús les dijo: “Desatadlo, y dejadlo ir”.
“Del que come salió comida, y del fuerte salió dulzura.”
Sansón dijo este acertijo para confundir a los filisteos después de que mataran a un
león y luego encontraran un enjambre de abejas y miel en su esqueleto (Jueces 14:14).
En los hechos de Sansón podemos ver un presagio de la vida de Jesús. Sansón amaba a
una mujer desleal y perdió la vida por su amor hacia ella. Jesús perdió su vida por la
raza humana y por nuestra deslealtad. Sansón estaba dispuesto a morir para conquistar a
los filisteos y liberar a Israel de su opresión. Jesús estaba dispuesto a morir para
conquistar la muerte y el infierno y liberar a la raza humana de su opresión. En este
acertijo también podemos ver la obra maestra de Jesús.
Los enemigos de Sansón le respondieron con estas palabras: “¿Qué es más fuerte que
un león? ¿Y qué es más dulce que la miel?” Sin embargo, yo lo respondería de este
modo: “¿Qué es más fuerte que la muerte? ¿Y qué es más dulce que la salvación de
Jesús, una alma en paz y llena de buena voluntad?”
En este capítulo veremos cómo Jesús sorprendentemente trae la paz, el amor, la dicha
y la salvación a nuestras vidas no por medio de nuestra fuerza sino a través de nuestra
muerte espiritual. Es nuestra absoluta falta de poder espiritual y de fortaleza lo que nos
permite recibir de Dios el maravilloso regalo de un alma en paz y un espíritu lleno de
buena voluntad. Del fuerte, sale dulzura; del que come, comida.
En el capítulo anterior vimos que la única interpretación de la realidad es que es la
manifestación perfecta del amor puro e infinito de Dios por nosotros. No es más que
misericordia y gracia. Jesús nos dijo que él es la verdadera luz del mundo, y sólo
cuando vemos la vida en y desde esa luz, vemos correctamente. En esa luz vemos que
todo el mal y el sufrimiento son pasos en el camino; oportunidades para que se revele la
gloria de Dios. Y entonces vemos que todo nuestro sufrimiento e incluso nuestro mal
sólo surgen de nuestro sentido ilusorio de la realidad.
Jesús reitera esa idea también en este capítulo: “¿No hay doce horas en el día? Si
alguno anda de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo. Pero si alguno anda de
noche, tropieza, porque la luz no está en él”. De nuevo, está diciéndonos que él es la luz
del mundo. Para sobrevivir, es imperativo que aprendamos a caminar en él y con él.
Cuando confiamos en él completamente, a pesar de las circunstancias, empezamos a ver
la vida tal y como es realmente: la manifestación de puro Amor Divino que se revela a
sí misma. “Yo soy la resurrección y la vida”, le dice Jesús a María. "El que cree en mí,
147
aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Lo crees?”
¿Somos capaces de creer a Jesús cuando nos pide que creamos, que por su vida toda la
vida de la tierra de algún modo es redimida; que su amor por nosotros hace que hasta la
agonía más inhumana de la vida en la Tierra sirva al propósito del bienestar eterno?
Muchos de nosotros, la mayor parte del tiempo, no cumplimos ese ideal. A menudo,
la visión que tenemos de la vida dista mucho de ser esa idea del amor puro y la
misericordia de Dios. Con frecuencia nos parece una serie de pruebas y a veces
absolutamente llena de malicia. Pero al mismo tiempo, cuando nos encontramos en
nuestro mejor estado, somos capaces de ver y sentir el amor divino de Dios en nosotros,
permeando toda la realidad.
En algunas ocasiones nuestro estado de ánimo puede cambiar repentinamente. Nos
podemos levantar de mal humor y resentidos por la mañana, pero después de
encontrarnos con un amigo, por la noche nos sentimos agradecidos y felices. Tales
cambios de humor y mentalidad son tan comunes que ni siquiera pensamos en ellos.
Pero si los analizamos con detalle, revelan algo muy extraño. Por la mañana creíamos
que la vida era una carga, incluso que era inútil. Pero por la noche, nuestro corazón dice
que es maravillosa. En un intervalo de sólo doce horas, nuestra visión de la realidad ha
dado un giro de 180 grados. ¿Cuál de las dos percepciones es la verdadera? Nuestro
corazón está fluctuando continuamente a través de distintos estados a lo largo de nuestra
vida. En un momento dado pensamos: “Sí, ese soy yo. Eso es lo que siento; eso es lo
que pienso”. Pero de un momento a otro, nuestros pensamientos, nuestros deseos e
incluso nuestras creencias más profundas cambian.
Un alcohólico que se levanta con un indescriptible dolor de cabeza proclama que
odia el alcohol y que nunca más volverá a beber, pero por la noche ya está de nuevo
agarrándose a su “único amigo verdadero”. En el capítulo tres vimos que es mejor ver
los deseos negativos como una fuerza externa en nuestro espíritu, una manada de
demonios. Sólo separando nuestro sentido de identidad de los deseos adictivos tenemos
esperanzas de liberarnos de sus mandatos.
De forma similar, en los capítulos 7, 8, y 9 vimos que ni nuestra fe, ni nuestras
buenas intenciones, ni nuestras obras, son “nuestras”. Al contrario, somos como un
extranjero, un invitado en el país del Señor. Uniendo ambas ideas, vemos que ni somos
las fuerzas negativas que hay en el interior de nuestra mente, ni las positivas. Como
dijeron los profetas, somos recipientes vacíos. No somos más que tinajas de barro. En la
tradición budista, una de las verdades últimas que se alcanza a comprender y a sentir es
nuestro vacío inherente. En la cultura de los doce pasos, la verdad sobre la que se basa
cualquier estado de sobriedad se expresa en el paso número uno: Admitimos que no
tenemos ningún poder, que nuestras vidas se han vuelto totalmente incontrolables. Las
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mentes espirituales más grandes de cualquier tradición llegan todas a la misma verdad:
los seres humanos son en esencia recipientes vacíos. Jesús, mucho más que un gran
pensador humano, lo expresó de este modo: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el
que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque separados de mí nada
podéis hacer” (Juan 15:5).
El hecho de nuestra vacuidad es una verdad vital para que podamos nacer en nuestra
vida espiritual. En y por nosotros nos somos nada y no podemos hacer nada. El cuerpo
es un vehículo y un sirviente que ejecuta las órdenes del pensamiento. Nunca
pensaríamos que un automóvil es nuestro yo esencial. Nuestro cuerpo tampoco lo es. A
su vez, el pensamiento es el vehículo y el sirviente de los dictados de la voluntad. Por lo
tanto, el pensamiento tampoco es nuestro yo esencial. Como se explicó en el capítulo 3,
los deseos que no se basan en el amor los crean fuerzas externas que nos poseen, y
como hemos visto en varios de los capítulos anteriores, las motivaciones basadas en el
amor todas proceden del único amor verdadero, que es Dios. Todo el Amor es uno, y el
Amor es divino. Por lo tanto, no somos nuestros deseos malvados ni nuestro deseo de
realizar actos de amor. El cuerpo, los pensamientos o los deseos de nuestra voluntad no
pueden definir al yo.
Si no somos nuestro cuerpo, ni nuestros pensamientos, ni aquello que motiva nuestra
voluntad, entonces ¿qué podemos decir que es nuestro yo verdadero? Lo único que nos
queda es la conciencia en sí misma, pero la conciencia pura no tiene características y es
idéntica en todos nosotros, de modo que si dijéramos que esta conciencia es nuestro yo
fundamental, tendríamos que decir que el yo es el mismo para todos, lo que no es para
nada un “yo”. También tendríamos que admitir que esta conciencia no la hemos creado
nosotros sino que nos la da la experiencia. En otras palabras, es de Dios. Así que en el
análisis final tenemos que admitir que no tenemos ningún yo real. Estamos
verdaderamente vacíos. Esta es nuestra pobreza espiritual.
La vacuidad del yo hace que la vida después de la muerte se convierta en un acertijo:
Exactamente, ¿quién o qué se salva o se condena?
No hay sólo una historia acerca de un hombre llamado Lázaro que muere y es
resucitado, sino dos. Y no pienses que es una coincidencia que se utilice el mismo
nombre en relación al mismo asunto, la vida después de la muerte. En Lucas, Jesús nos
habla de un hombre pobre que mendiga las sobras y las migas de pan a la puerta de un
hombre extremadamente rico que no le da nada. Los perros lamen las llagas del pobre
Lázaro mientras muere. Los ángeles se lo llevan al seno de Abraham.
El hombre rico también muere, y se encuentra con los tormentos del infierno. Le
suplica a Lázaro que refresque su lengua ardiente con unas gotas de agua, pero debido a
un gran abismo vacío que existe entre ambos, Lázaro no puede hacerlo. Entonces el
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hombre rico suplica que éste avise a sus cinco hermanos de ese destino terrible, pero se
le responde que si éstos no creen en Moisés y los profetas, nadie les podrá convencer,
incluso aunque “resucite de entre los muertos” (Lucas 16:31).
A primera vista, esta parábola parece decir que la gente que es autoindulgente y
malintencionada irá al infierno, mientras que quienes sufren en la Tierra irán al Cielo.
Pero esa interpretación literal no tiene mucho sentido. ¿Ser materialmente pobre es un
requisito para ir al Cielo? Jesús empezó el Sermón de la Montaña con las palabras:
“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el reino de los cielos” (Mateo
5:3). De ahí podemos deducir que la pobreza de Lázaro se refiere a la pobreza espiritual,
no a la terrenal. Y lo cierto es que todos somos espiritualmente pobres. Ninguno
tenemos un ápice de fuerza espiritual personal.
Todos hemos vivido estados avariciosos y egoístas similares al del hombre rico, y
también tristes en los que hemos sido conscientes de nuestra pobreza espiritual. Los dos
personajes de la parábola de Jesús reflejan estados que experimenta nuestro espíritu. A
veces, la fuerza avariciosa y egoísta domina a nuestro Lázaro interior. El nombre Lázaro
proviene del hebreo El’azar, que significa “el que ayuda”. La parte de nosotros que está
completamente desprovista de riqueza espiritual o de cualquier poder es la que “ayuda”
para que se cumpla el plan de Dios. Es a consecuencia de nuestra muerte espiritual que
Jesús puede resucitarnos a la vida espiritual, a su vida.
En la parábola, después de la muerte las cosas se invierten. El sentimiento de ser
alguien importante acaba en el infierno, mientras que el reconocimiento de la pobreza
espiritual se eleva hasta la paz y la dicha de Dios en cielo. Nuestros deseos egoístas no
pueden ser otra cosa que miserables e interesados. La morada inevitable del egoísmo se
encuentra en el fuego de su propio infierno. El amor y la dicha de Dios sencillamente no
pueden comunicarse ni pueden ser recibidos por el egoísmo. Es tan imposible como
intentar llevar la luz del sol a la noche sin convertirla en día. O como intentar dar calor
al frío sin alterar su frialdad. En cambio, la conciencia de nuestra pobreza espiritual
puede recibir Amor Divino y cobrar vida. La base de la que surgen todos los deseos que
no provienen del amor es la ilusión que tenemos poder y un yo autónomo. Como el
hombre rico de la parábola, nos deleitamos en la idea de que somos espiritualmente
ricos, pero hemos robado las riquezas a Dios y las hemos confundido con las nuestras.
Y cuando nuestro ego se infla, somos presa de los deseos egoístas que surgen de un
sentido de identidad. Nos hemos hecho vulnerables a las legiones de las que hablamos
en el capítulo 3.
Es por esto que es necesario que lleguemos a ver nuestra muerte espiritual antes que
podamos ser resucitados a la vida eterna del Amor Divino. Por eso Jesús dice: “Lázaro
ha muerto; y por causa de vosotros me alegro de no haber estado allí, para que creáis”.
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Jesús se alegraba de que Lázaro hubiera muerto, para que así su gloria, el poder
vivificador del Amor Divino, pudiera revelarse.
En esta historia, cuando Jesús dijo que quería ir a Judea, donde tenían intenciones de
matarle, Tomás dijo: “Vamos nosotros también para morir con Él”. Su amor por Jesús
le impulsó a desear enfrentarse a la muerte a su lado. Con ello se nos hace comprender
cómo podemos llegar a aceptar el hecho que en realidad estamos espiritualmente
muertos, que es el requisito para la vida espiritual. Como ocurre con Tomás, nuestro
amor por el Señor Jesucristo es el camino. Podemos trabajar de forma activa para
aumentar ese amor. Podemos estudiar su vida y sus palabras. Podemos pedirle que se
aparezca a nosotros personalmente y no aceptar simplemente la autoridad de las
palabras de otros. Hay quienes llamaron a Jesús el Hijo del Hombre, pero Tomás,
después que se le apareciera una vez resucitado, es el único discípulo que le llama “mi
Dios”.
Cuando nos envuelve el amor a Jesús, como a Tomás, estamos ansiosos por seguirle
hasta la muerte. Deseamos dejar nuestra vida (la fe en nuestro yo) por los demás,
gracias a la fe en Dios como Amor Divino en forma humana. Una vez hemos visto que
toda vida verdadera, toda libertad, todo amor y toda felicidad pertenecen únicamente al
Señor del Amor, podemos ver claramente y aceptar que el yo es un recipiente vacío.
Que todo lo bueno es de Dios es una verdad que se convierte en la piedra angular de
nuestra forma de ver la realidad. Muchos de nosotros hemos intentado ser buenos.
Imaginamos que podemos ser “buenas personas”, pero eso es parte de la confusión y la
ilusión del ego. Toda la gente a la que considero sabia ha abandonado el esfuerzo por
ser buena. Han aprendido a aceptar este hecho a pesar de que sus corazones albergan
todo tipo de problemas. Están en paz y se han elevado por encima de ese infierno
interior, igual que Lázaro fue elevado hasta el seno de Abraham. Existe un gran abismo
que les protege de tener que actuar desde el egoísmo avaricioso de su corazón. Más que
la mayoría, saben que no son más que recipientes vacíos, que dependen completamente
de la misericordia y la gracia de Dios.
A lo largo del camino del viaje espiritual, Dios nos da estados de dicha, paz y amor.
Nos sentimos liberados de la opresión de la fe en el yo, pero a menudo, caemos de
nuevo en la ilusión y nos atribuimos el progreso. Una vez Dios curó al rey Ezequías de
una grave enfermedad. Cuando los enviados de Babilonia le felicitaron por su
recuperación, les mostró sus tesoros en lugar de alabar a Yahweh. La consecuencia fue
la conquista de Israel a manos de Babilonia.
En la historia del Evangelio de Lucas, el hombre rico quería que Lázaro convenciera
a sus cinco hermanos de la existencia de la vida después de la muerte y de su naturaleza.
Lázaro le dijo que no se les podía convencer. Si el avaricioso insensible representa
151
nuestra fe en el yo, quizás los cinco hermanos representan lo que da origen a ese yo: los
cinco sentidos. Nuestra percepción del yo, nuestra individualidad y autonomía, surge de
que vivimos en un cuerpo, separado y único en el espacio-tiempo. No podemos eludir el
hecho que nuestros cinco sentidos nos hacen sentir como si fuéramos seres autónomos e
individuales. Jesús dice que no se puede convencer de la verdad a quienes no creen,
aunque alguien volviera de la muerte. Cuando situamos la fe en el yo por debajo del
gran abismo (el vacío del yo) nuestra conciencia se libera y asciende con Lázaro hasta el
amor de Dios.
Lo único que la lleva hasta el cielo es lo que procede de Dios. Jesús dice: “Nadie ha
ascendido al cielo, sino el que bajó del cielo, es decir, el Hijo del Hombre” (Juan 3:13).
Es una bendición que estemos vacíos, porque en ese vacío Dios puede entrar, morar y
darnos la vida. Cuando lo hace, sentimos sus indescriptibles regalos: dicha, paz y buena
voluntad hacia toda la vida como si fuera la nuestra.
No tenemos que esperar a morir físicamente para que cambien las tornas entre el
hombre rico y el Lázaro de nuestro interior, pero debemos morir a la fe en nuestro yo.
El yo (o el ego) no es malo, al contrario. El sentido de identidad es la matriz desde la
que podemos existir y participar en la danza del Amor Divino. Es la fe en ese yo lo que
nos causa problemas. La sensación de ser uno mismo es quizás la ilusión más
consistente y convincente que tenemos. Cuando nos mueve la voluntad de Dios, cuando
da forma a nuestros pensamientos y consiguientemente a nuestras acciones, nos
sentimos libres y vivos como si lo fuéramos por nosotros mismos. Mantenemos la
sensación del yo. Damos a los demás desde ese “yo” y nos alegramos en su dicha y en
su crecimiento. Nos sentimos más vivos, felices e independientes que nunca.
Es una bendición que mantengamos ese sentido de identidad; sin él no podríamos
existir. No tendríamos consciencia. Si nos fundiéramos en una unidad universal, “el
otro” dejaría de existir, y sin “otro” no hay nada con qué relacionarse, con qué
comunicarse ni a qué amar. Todo dejaría de existir. Por lo tanto, la ilusión del yo es de
hecho uno de los mejores trucos de Dios y uno de sus mayores regalos. Nos permite
participar en su vida. Pero esa bendición sólo se produce dentro del contexto de la
verdad de que el yo no existe.
Esta historia contiene el versículo más corto de la Biblia: “Jesús lloró”. Unas líneas
antes leemos que dice alegrarse de que Lázaro haya muerto para que así los discípulos
crean. Parece que está llorando debido a su amor por los demás; siente el dolor de
quienes le rodean. Puede tener una visión general, pero los demás, incluyendo a Marta y
María, no la tienen.
En ambas historias Lázaro muere. Yo creo que éste simboliza nuestro esfuerzo por
resistirnos al ego, para ser seres espirituales. A este aspecto de nuestro ser que se
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esfuerza se le califica de pobre y débil. La muerte de Lázaro representa el momento en
el que nos desesperamos porque no tenemos ningún poder para ser buenos. El hombre
rico, que también muere en esa parábola, representa ese ego. Del mismo modo que su
muerte sigue inmediatamente a la de Lázaro, cuando muere la fe en nuestras propias
capacidades espirituales se produce inmediatamente la liberación de nuestro ego. Los
programas de doce pasos se basan en esta paradoja: al admitir nuestra falta de poder, de
pronto descubrimos el poder de Dios.
Jesús habla de esta paradoja en otra ocasión:
“Esforzaos por entrar por la puerta estrecha, porque os digo que muchos tratarán de
entrar y no podrán. Después que el dueño de la casa se levante y cierre la puerta, y
vosotros, estando fuera, comencéis a llamar a la puerta, diciendo: ‘Señor, ábrenos’, Él
respondiendo, os dirá: ‘No sé de dónde sois’. Entonces comenzaréis a decir: ‘Comimos
y bebimos en tu presencia, y enseñaste en nuestras calles’. Y Él dirá: ‘Os digo que no sé
de dónde sois; apartaos de mí, todos los que hacéis iniquidad’. Allí será el llanto y el
crujir de dientes cuando veáis a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el
reino de Dios, pero vosotros echados fuera. Y vendrán del oriente y del occidente, del
norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Y he aquí, hay últimos que
serán primeros, y hay primeros que serán últimos”. (Lucas 13:24–30).
En una primera lectura, estas palabras parecen sugerir que tenemos que esforzarnos
mucho para poder quizás estar entre los pocos elegidos que realmente entrarán en el
reino de los cielos. Sin embargo, una reflexión y un análisis más profundo revelan que
no es probable que sea ese el mensaje. Creo que en realidad, estas palabras son el modo
en que Jesús primero nos motiva a embarcarnos en el viaje espiritual, y luego nos
describe (nos avisa, de hecho) qué es lo que va a comportar ese viaje. Nos motiva de
dos formas: por un lado nos insta a entrar primero por la puerta estrecha. Por otro, una
lectura superficial del texto parece indicar que tendrá lugar una dura competición.
Yo no creo que en realidad esté hablando de índices de salvación sino más bien del
proceso mediante el cual llegamos al estado celestial de la mente. Primero debemos
esforzarnos por “entrar por la puerta estrecha”, es decir, por ser buenos y mostrar amor.
He comprobado personalmente que a pesar de mis mayores esfuerzos por serlo y por
vivir según los preceptos de Dios, siempre me quedo corto. Me veo a mí mismo fuera,
diciendo: “¡Por favor, déjame entrar! ¡Yo era un siervo ferviente, un amigo!” Es cierto
que lo intenté, pero teniendo en cuenta mis pensamientos, actitudes y comportamientos,
puedo asegurar sin ninguna duda que no conseguí entrar por esa puerta estrecha. Ese es
el proceso mediante el que Dios va mermando mi arrogancia. Es el proceso mediante el
que me muestra mi pobreza espiritual, hasta que muero. Soy el último. Pero al alcanzar
esta comprensión otorgada por Dios, asciendo. “Hay últimos que serán primeros, y hay
primeros que serán últimos”. De nuevo, esto no nos explica quién va al cielo y quién al
153
infierno, sino cómo llegamos al cielo, que es experimentando primero nuestro infierno
personal. Sólo después de reconocer nuestro infierno podemos recibir el cielo. Si se nos
diera de entrada, nos atribuiríamos las bendiciones como si las hubiéramos ganado o
merecido, o se nos hubieran dado porque somos especiales o los elegidos. Es cierto, el
Amor Divino nos elige para ir al cielo, pero hace lo mismo con todo el mundo. Si
decide salvar incluso a un recipiente vacío y sin poder, por naturaleza debe salvarlos a
todos.
Una parte de nosotros, como Tomás, desea seguir la misión de amor de Jesús aunque
tengamos que entregar nuestra vida por el bien de los demás. Como el mensaje anterior
acerca de la puerta estrecha y la parábola de Lázaro, intentar seguir al Señor en realidad
produce dos muertes: la primera es la del Lázaro del Evangelio de Juan, que representa
nuestra capacidad de ser seres que aman, cuidan y se entregan a los demás. Pero aunque
Jesús, el Divino, tiene una visión completa y se alegra “por nuestro bien” de que se
produzca esta muerte, desde nuestra perspectiva humana de la muerte, nosotros
lloramos. Marta y María representan nuestra desesperación y pena más profundas ante
nuestra muerte espiritual. Estamos tan muertos espiritualmente que apestamos. Han
pasado cuatro días, demasiados para tener esperanza de recuperarnos. Tenemos que
hundirnos hasta tocar fondo. Tenemos que llegar al límite de la desesperación más
profunda. Y lamentablemente, saber que esa desesperación es parte del proceso no hace
que podamos evitarla. Como Tomás y los otros discípulos, podemos comprender el
proceso intelectualmente, pero en lo referente a las emociones de nuestro corazón,
debemos sentir esa desesperación tan profundamente como quienes la han vivido sin
tener ninguna indicación sobre cómo convertirse en personas llenas de amor que acaban
por fin conociendo la dicha y la paz. Al igual que Marta y María, lloraremos. Ambas
expresan su fe y a la vez su desesperación del mismo modo: “Señor, si hubieras estado
aquí mi hermano no habría muerto”. Y Jesús las consuela: “Yo soy la resurrección y la
vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí,
nunca morirá. ¿Crees esto?” Esta es una pregunta asombrosa. ¿Creemos realmente que
en Jesús están la resurrección y la vida? ¿Sabemos tan siquiera qué significa eso? Más
tarde, Jesús dice: “¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?” Como se ha
demostrado en muchos de los milagros, sólo puede ocurrir si creemos.
Sin embargo, si hemos llegado a ese punto en nuestro viaje y vemos que por nosotros
mismos estamos totalmente muertos, creo que, al igual que Marta, responderemos
afirmativamente: Sí, Señor, creo que tú eres el Salvador, el Cristo de Dios. Creo que
Dios sólo nos expondrá a nuestra muerte espiritual cuando hayamos hecho el esfuerzo
de pasar por la puerta estrecha. Lo que hace que nos demos cuenta de que estamos
muertos es ver que nuestro esfuerzo no nos ha servido para nada. Y si no creemos en
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Jesús, en el Amor, como el Dios viviente, más elevado y más humano que nuestro
propio ser, no haremos el esfuerzo. Así, cuando llegamos a ese momento de agonía, ya
hemos dedicado nuestra vida al mensaje y al camino de Jesús, del Amor como Divino.
No nos queda nada. Sabemos que hemos muerto. No podemos más que arrojarnos a los
pies de nuestro Señor profundamente desesperados y llorando. Sí, creo.
Jesús lloró. En ese momento milagroso en que nosotros lloramos, como lo hacemos
de amor, es Jesús quien llora. Este momento en el que el corazón de una mujer (Marta)
y el de Dios resuenan como uno solo, es el momento en el que éste ha sustituido nuestro
corazón muerto con el suyo, que está vivo. Nuestras lágrimas son del amor de Dios.
Creo que el momento en que Jesús lloró fue cuando Lázaro (nuestra vida espiritual)
resucitó. Fíjate en que entonces le da gracias al Padre por haberle escuchado ya. Esto
respalda la idea de que Lázaro ya había resucitado antes de que se apartara la piedra de
su tumba. Nuestra desesperación es el amor dador de vida que resucita en nosotros, pero
en nuestra desesperación todavía no somos conscientes de ello. Ese estado de
desesperación es el medio que nos lleva a la resurrección.
Luego Jesús pide que se retire la piedra. Mientras nos sentimos desesperados todavía
no somos vemos que se nos ha dado el amor de Dios como si fuera el nuestro propio. Es
irónico que precisamente esa desesperación sea el amor de Dios. El hecho de retirar la
piedra y la oración de Jesús se refieren al momento en que empezamos a comprender
intelectualmente que Dios nos está resucitando a la vida espiritual. “Padre, te doy
gracias porque me has oído. Yo sabía que siempre me oyes; pero lo dije por causa de la
multitud que me rodea, para que crean que tú me has enviado”. Jesús ve el cuadro
completo, pero elige el momento correcto para que encajemos en él. El Padre es
Yahveh. Yahveh significa Yo soy el que soy. Esto implica a un ser que existe por él
mismo, la fuente de toda la realidad. Aquí Jesús dice que sabe que el Padre siempre le
oye y responde positivamente a todo lo que le pide. En otras palabras, la realidad
siempre está impulsada y guiada por la voz y el deseo del Amor. Esta ecuación es tan
completa, que el Amor es la Realidad, y la Realidad es el Amor. “Yo y el Padre somos
Uno”, dice Jesús en Juan 10:30. “El que me conoce a mí, conoce al Padre” (Juan 14:9).
Dios puede ver que el Amor y la Realidad son una única cosa, pero nuestra percepción
humana dista mucho de ello. Este momento, cuando la piedra se retira y Jesús reza para
que la gente también comprenda que el Padre trabaja conjuntamente con la voluntad del
Hijo, indica el momento en que empezamos a percibir por nosotros mismos que toda la
realidad es, de hecho, la revelación del puro Amor Divino en constante florecimiento.
Existimos como participantes en la danza de la dicha del Amor Divino.
Jesús entonces ordena a Lázaro: “¡Lázaro, sal!” Todo el mundo se queda atónito
cuando éste sale de la tumba. Jesús pide después que se retiren las ropas del interior.
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Ahora que creemos y comprendemos sin lugar a dudas que nuestra vida espiritual,
nuestro poder, proviene totalmente del Señor, se nos concede que utilicemos ese poder
para el bien como si fuera nuestro. Creo que este es el proceso mediante el cual la gracia
y la misericordia entran en nuestras vidas y nos curan.
Jesús nos dice que él es la vid y nosotros los sarmientos. Es su vida la que vive en
nosotros y es esa vida la que se salva. Vemos su amor y lo sentimos en nuestro interior
como si fuera nuestro propio amor. Nos alegramos al ver la dicha de nuestros seres
queridos y esa alegría parece nuestra. Pero sabemos por nuestra pasada experiencia que
no es nuestro amor ni es nuestra alegría. Son las de Dios. Lo que es nuestro no es más
que la ilusión y el infierno de vivir de la ilusión. Estamos vacíos, pero Dios, de algún
modo, insufla su amor y su alegría de una forma tan perfecta en nuestra conciencia, que
nos sentimos como si estuviéramos vivos y fuéramos seres vivos con entidades
separadas. Pero Jesús rezó: “Yo les he dado a mis seguidores el mismo poder que tú me
diste, con el propósito de que se mantengan unidos. Para eso deberán permanecer
unidos a mí, como yo estoy unido a ti. Así la unidad entre ellos será perfecta” (Juan
17:22–23).
Somos la unidad, porque sólo la unidad es real y posee vida. De algún modo, de
forma milagrosa y más allá de mi capacidad de comprenderlo, tengo la sensación de
estar vivo y de tener una conciencia que me parece separada y única. No sé cómo
funciona todo esto, pero no me importa. Doy gracias por tener vida y también por mi
sensación de separación e individualidad. Antes he mencionado que la ilusión del yo es
una bendición cuando se equilibra con el conocimiento de nuestro vacío fundamental.
La bendición de la ilusión perfecta y persistente del yo es que somos capaces de amar y
ser amados. Y eso es el cielo. Así pues ¿qué es lo que va al cielo? En realidad es Jesús,
Dios. Jesús dice: “Yo soy la resurrección y la vida”. Y también “Esta vida eterna la
reciben cuando creen en ti y en mí; en ti, porque eres el único Dios verdadero, y en mí,
porque soy el Mesías que tú enviaste al mundo” (Juan 17:3). También dice a Nicodemo
que nadie entra en el cielo excepto aquél que desciende del cielo, es decir, el propio
Dios. En otras palabras, nuestro sentido de identidad, al unirse al reconocimiento del
vacío de ese yo, puede experimentar dicha, amor y paz celestiales.
Al final de la Biblia, se describe la bella y maravillosa Nueva Jerusalén. Las rocas
sobre las que estaba construida la muralla estaban adornadas con doce clases de piedras
preciosas. Y los doce portones eran doce perlas. La calle principal de la ciudad estaba
cubierta de un oro tan puro que brillaba como el “vidrio transparente.” (Rev. 21:18).
Pero nunca entrará en ella nada malo ni falso. Es un lugar de luz perpetua, la luz pura
del “Señor Dios Todopoderoso y el Cordero” (Rev. 21:22), que son su templo. En él
hay un río de vida que fluye claro como el cristal, y en él el árbol de la vida, que
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produce fruto perpetuo, cuyas hojas curan a las naciones de todas las enfermedades.
Sólo aquellos que tienen su nombre escrito en el libro de la vida entrarán en esta ciudad.
En ella no hay muerte, ni enfermedad, ni maldiciones, ni pena, ni lágrimas. En el
interior de sus muros los humanos aman y respetan la belleza natural y preservan su
pureza, y ésta no les hace ningún daño.
Cuanto más conocemos la Palabra de Dios, más se abren nuestros ojos para ver la
maravillosa, brillante y blanca luz de Dios. Nuestros pensamientos se convierten en
cristales, que captan y reflejan la luz de Dios. Estos pensamientos son las piedras
preciosas sobre las que se fundan los cimientos de nuestra nueva vida.
Pero nos damos cuenta que eso no llega tan deprisa. Nuestra persistente sensación
del yo y los consiguientes deseos egoístas aparecen y nos molestan como un grano de
arena en el interior de una ostra. Año tras año intentamos actuar según la voluntad de
Dios, y en ese proceso vemos nuestras serias deficiencias. A partir de ahí vamos
adquiriendo una visión cada vez más profunda acerca de nuestro vacío inherente y de
nuestra necesidad de Dios. Y eso, nuestro intento por hacer la voluntad de Dios, siempre
manchado con un grano de egoísmo, se convierte en una perla mediante la cual al final
podemos entrar en la paz y el amor de Dios. A partir de nuestra muerte, Dios crea vida.
A partir de un grano de arena, se crea la perla. Todo el dolor, las dificultades y las
tentaciones de la vida resultan ser la materia a partir de la cual crecemos y podemos
entrar en un estado celestial de la mente. Y lo hacemos a través de la perla de la
experiencia, la fuerza y la esperanza.
Cuando estamos dentro de este estado mental, descubrimos que se abren nuevos
caminos entre nosotros y la gente que nos rodea. Nuestros corazones están llenos de ese
oro celestial que llamamos amor y esa buena voluntad nos une con los demás como las
calles anchas y bien iluminadas de la ciudad en cuyo interior se encuentra el trono de
Dios, desde el que sólo se emite un único juicio: “Yo, vuestro Dios, os amo
eternamente”. Y de ese trono brota un río viviente y puro de agua clara como el cristal.
Desde esa verdad fundamental, que Dios nos ama, tenemos acceso a todo tipo de
verdades que nos limpian, que sacian nuestra sed de conocimiento y sabiduría. Es una
sabiduría tan completa y pura que es como si nuestro espíritu se sumergiera, nadara y
jugara con la feliz noticia del amor y la misericordia de Dios por nosotros.
A ambos lados del río se eleva un árbol fuerte y lleno de fruto: el árbol de la vida.
Vemos cómo la raza humana, todas las vidas humanas, se mezclan para convertirse en
un único árbol de vida en el contexto del amor de Dios. Estamos unidos a todos los
demás en el amor. El amor que Dios puede expresar a través nuestro alcanza a los
demás y les afecta para bien. A su vez, ellos esparcen ese amor. De hecho, se va
amplificando con el tiempo y sigue expandiéndose para siempre. Imagina que Jesús es
157
como una piedra que se lanza al estanque de la vida humana. Su vida originó ondas que
están creciendo y cambiando a todos los seres humanos ahora y para siempre. Su amor
nunca morirá; sigue expandiéndose y se expresa en nosotros y a través de nosotros.
Resulta que como individuos no estamos vivos, pero su amor, que se expande a través
nuestro y nos une, está vivo. Esto nos une a todos. Ese es el árbol de la vida. Nosotros
no somos más que células de una Vida mucho mayor.
Las hojas de ese árbol curan a las naciones. Cuando oímos acerca de la experiencia,
la fuerza y la esperanza que han adquirido otras personas en su viaje individual hacia
Dios, nos sentimos bendecidos y podemos crecer. Las historias sinceras de otros sirven
para curarnos. El fruto del árbol siempre está disponible y es abundante durante todo el
año. Es esta forma de expresión del amor viviente de Dios dentro de todos los seres
humanos lo que alimenta nuestras almas. En nuestro interior más profundo, todos
ansiamos estar conectados y unidos a los demás. Jesús dijo que hacer la voluntad de
Dios es su alimento, y lo mismo ocurre con nosotros. Cuando ésta se expresa en
nuestras acciones de amor, nos sentimos unidos a Dios y a los demás y nos saciamos
por completo quedando satisfechos.
Hemos visto que en nuestras mentes somos como una nación. Una infinidad de
fuerzas espirituales fluyen constantemente a través de nosotros. Nuestro sentido de
identidad se engancha a estos deseos y afecciones, imaginando que son lo que nosotros
somos. Pero ninguna de esas identidades falsas puede entrar en la ciudad. Quienes están
en el libro de la vida y se salvan son los estados mentales que conocen la verdad de
nuestro vacío inherente y de nuestra absoluta necesidad de Dios; esos estados que aman
a Dios y le veneran con agradecimiento. Dios los llena con su luz; una luz que nunca se
desvanece.
Me gustaría comentar una historia acerca de uno de los juicios de Salomón, ya que
me parece la analogía perfecta al dilema de la idea de un infierno eterno. Dos madres
reclamaban a un bebé como hijo suyo. Salomón ordenó que se le cortara por la mitad.
Una de las mujeres accedió, pero la otra gritó que estaba dispuesta a ceder a su hijo.
Viendo el amor de esa madre, Salomón supo que ella era la verdadera.
Imaginemos que el bebé de la historia representa a la raza humana. La sentencia del
rey es partir al niño en dos. En la corriente principal del cristianismo también se
produce este juicio: algunos miembros de la raza humana van al cielo y otros al
infierno. De hecho, muchos versos de la Biblia parecen apoyar esta idea y es fácil
encontrar en ella una razón convincente de que muchas personas se ven arrojadas al
infierno y sufren durante toda la eternidad.
Nunca me he sentido cómodo con este veredicto por varios motivos. Primero, como
he mencionado antes, no podemos atribuir nuestras virtudes a nuestro ser sino a Dios.
158
Esto incluye no sólo nuestras obras, sino también nuestra fe y los buenos impulsos de
nuestro corazón. Así, cualquier persona en el cielo diría inmediatamente que no merece
estar ahí.
De igual modo, los impulsos egoístas surgen de esta ilusión del yo, que a su vez
proceden de los cinco sentidos. Sin la misericordia ni la bendición de Dios ninguno de
nosotros sería nunca capaz de elevarse por encima de la ilusión de ser autónomo o de
los impulsos egoístas que eso conlleva. Todos estamos condenados al aislamiento
infernal de la obsesión por el yo y el pecado, excepto por la gracia de Dios. Y ninguno
de nosotros merece esa gracia más que otro. Así que si algunos fuéramos al cielo y otros
al infierno, significaría que Dios es completamente arbitrario y, por lo tanto, injusto. Yo
no puedo creer en un Dios arbitrario e injusto.
El segundo motivo por el que no me siento cómodo con la idea de la división eterna
de la raza humana (una sufriendo y la otra en gracia) es que ese resultado no puede
proceder del amor. Ir al cielo mientras un ser querido va al infierno no es ninguna
recompensa ni una dicha eterna sino todo lo contrario: es sufrimiento para todos.
Quienes supuestamente hayan merecido ir al cielo tendrán una gran parte de la
misericordia, la compasión, la piedad y la empatía de Dios, de modo que sentirán más
intensamente el dolor de aquellos que están sufriendo en el infierno. Simplemente, no
funciona.
Y por último, no veo cómo un Dios de sabiduría infinita y un amor inconmensurable
diseñaría un sistema en el que una gran parte de sus amados hijos acabaran en el
infierno porque les engañaran los impulsos de sus sentidos y de la percepción del yo que
surge de vivir en un cuerpo físico. Estoy bastante seguro que no habría creado un
universo así.
Así que yo estoy con la mujer del juicio de Salomón que prefirió renunciar a su hijo
antes de que lo mataran. Yo renuncio a la fe ortodoxa y de este modo a mi oportunidad
de entrar en el cielo. Admito que la Biblia muestra un cielo eterno para algunos y un
infierno eterno para otros, sin embargo, no creo que eso sea cierto. Tras pasarme la vida
reflexionando sobre ello, siento que he vislumbrado el auténtico veredicto que se
esconde tras el veredicto aparente. La raza humana es el hijo de Dios, su hijo amado. El
mensaje aparente de que este niño tiene que dividirse es una prueba. Es la forma de
empujarnos a dar un paso importante en nuestro despertar espiritual. Dios nos incita a
contemplar ese veredicto y decir: “¡No! Preferiría ir al infierno antes de creer en un
Dios que manda a mucha gente al infierno”. Dios quiere que nos rebelemos contra esta
sentencia aparente igual que la mujer hizo en la historia. Y entonces se revela su
auténtico veredicto: no somos los individuos los que somos arrojados al fuego para no
poder escapar nunca de allí sino nuestros estados mentales egoístas, engañosos, llenos
159
de odio y avaricia. Estos son los que se dividirán de nosotros.
Después de lavarlo, Dios no echaría al bebé junto con el agua sucia. De hecho, hasta
los seres humanos más destructivos que han existido empezaron del mismo modo: como
bebés inocentes e indefensos. Empezaron la vida necesitando alimento y formación
espiritual. Necesitaban amor y guía. De algún modo, no recibieron lo que necesitaban.
¿Pero qué le ocurrió a ese pequeño y solitario bebé? Los estados mentales de la
juventud permanecen almacenados e incorporados en los aspectos del adulto. Ese bebé
no puede ser arrojado al infierno simplemente porque inexorablemente forma parte de la
mente del adulto pecador. No, yo estoy seguro de que después del proceso de
purificación y del despertar, algunos aspectos de nuestro ser se elevan al cielo.
Si realmente creemos, como es el caso, que toda la bondad y todo el poder para creer
y hacer el bien provienen sólo del Señor del Amor, no tiene ningún sentido creer que
algunos humanos “elijan” el infierno mientras otros “eligen” el cielo. Lo tiene aún
menos creer que el Señor del Amor predestine a algunos de sus amados hijos al cielo y a
otros al infierno. Creo en la predestinación; en la predestinación universal a un cielo de
misericordia.
A mí, en la práctica, creer en que una parte de nosotros al final llegará al cielo
también me resulta útil. Creer que el final de la vida es un final feliz, no sólo para unos
pocos, sino para todos, me alivia de una gran ansiedad. Y cuando el miedo desaparece,
la paz y la buena voluntad ocupan su lugar. Soy más capaz de relacionarme con la
gente, aceptarla por lo que es y amarla si creo en un plan bueno y eterno para todos
nosotros. De hecho, en extrañas ocasiones, cuando Dios me otorga una visión superior,
saber que el futuro es celestial me permite ver el aquí y ahora como un aspecto de ese
cielo, sin importar lo feo, difícil o duro que pueda parecer. Creer en un cielo eterno me
ayuda a mejorar. Como dice Jesús: “Al árbol se le conoce por su fruto”, que significa
que las ideas son buenas en la medida en que lo son los efectos que producen. En mi
opinión, la salvación universal es una idea que produce el buen fruto de tener buena
voluntad y actuar consecuentemente. La aventura de la vida en la Tierra, con su placer y
su dolor, su alegría y su sufrimiento, existe por el bien de una dicha eterna para todo el
mundo. Sin una experiencia temporal del sufrimiento no tendríamos la capacidad de
sentir, comprender o disfrutar de su opuesto, la dicha eterna.
No tenemos que morir físicamente para entrar en la tierra prometida. El reino de los
cielos está en el interior. Está aquí y ahora, esperándonos. Pero debemos establecer
firmemente dentro de nosotros esos cimientos de ideas cristalinas y verdaderas que
captan la luz brillante de Dios. Debemos esforzarnos por sustituir nuestro sentido de
identidad por la verdad de nuestro vacío, y hacerlo no con el pensamiento sino a través
de nuestros actos. Debemos tomar cada día nuestra cruz y dejar que nuestra identidad
160
muera para demostrar la verdad de nuestra fe. Poco a poco, nuestros esfuerzos por
caminar como lo hizo Jesús, nuestros éxitos y nuestros fracasos, irán creando la perla de
sabiduría que sirve de entrada a un estado celestial de la mente.
Cuanto más activamente intentamos caminar como Jesús quiere que lo hagamos, más
percibimos nuestros defectos y nuestro egoísmo. Y entonces nos damos cuenta que Dios
está obrando su milagro de resurrección en nuestras vidas. Estamos muertos, pero nos
sentimos vivos, realmente vivos. Estamos llenos de alegría y de amor. Nos sentimos
libres para amar. Nos sentimos despiertos a la vida de Dios que reluce en la naturaleza,
en los demás y en todo lo que sucede. Vemos que el mal y los problemas son medios
para un fin, componentes de las perlas que son las puertas al cielo. Vemos la verdad de
lo que dice Jesús, que el dolor y las dificultades de este mundo son sólo dolores de parto
y que estamos naciendo a una realidad celestial.
“Pronto regresaré” (Rev. 3:11), nos aseguró Cristo en relación a su segunda venida a
la Tierra. De eso hace dos mil años; no parece muy pronto. Incluso dijo a sus discípulos
que volvería incluso antes que algunos de ellos murieran. Dijo que justo antes de que
viniera, descendiendo entre nubes de gloria para juzgar a las naciones, habría muchas
adversidades y problemas. Quizás le estamos esperando de un modo erróneo. Igual que
a los judíos les cogió por sorpresa la primera manifestación de Yahveh, es posible que a
nosotros nos sorprenda la segunda.
¿Y si en lugar de mirarlo desde el punto de vista del reino terrenal lo hacemos desde
el terreno espiritual? Tras pasar por el infierno, los tiempos de adversidad que Jesús
predijo, veremos que la bella verdad acerca de Dios y su amor descienden a nuestras
mentes. Esos pensamientos son las nubes de Gloria, bonitos, pero no suficientes. Pero
como él dijo, vendrá pronto. Los pensamientos bajarán hasta la tierra, es decir, alterarán
nuestra forma de vivir. Nuestros actos empezarán a transmitir el amor de Dios, en lugar
del amor propio. Ahora Yahnveh ha vuelto a convertirse literalmente en “Dios con
nosotros”.
La segunda venida de Cristo no es algo que hay que esperar, sino algo que hay que
vivir. La gloria de las verdaderas ideas acerca de Dios, que residen en nuestros
pensamientos como nubes, descienden y se convierten en la auténtica vida humana de
Dios que habita en nosotros. Jesús dijo que dividiría a las naciones, enviando al mal al
infierno y al bien al cielo. Y eso es lo que hace: arroja los malos pensamientos y formas
de ser al infierno eterno. Esa es su mayor misericordia. Cuando dice que nos salva del
pecado, no se refiere a que podemos pecar y no sufrir en el infierno, sino que cuando
llegamos a conocerle, amarle y dejamos que su vida se manifieste a través de nuestros
actos, no tendremos que pecar más. No se trata de fe; es un hecho.
Cuando vino por primera vez, el ángel anunció: “Paz en la Tierra a los hombres de
161
buena voluntad”. A veces me pregunto qué ocurrió con ese maravilloso ideal, pero
ahora veo que se cumple. Los hombres y mujeres sabios que conozco, en su mayoría de
edad avanzada, que han sufrido las contracciones y los dolores de parto de la vida,
exhiben esas cualidades. Tienen paz en su interior y muestran buena voluntad, no sólo
ante algunos, sino ante todo el mundo. Jesús ha regresado por segunda vez a sus
corazones.
Así pues, ¡ánimo! Realmente va a volver pronto.
MEDITACIONES
1. Tras entrar en estado meditativo, vacía tu mente por completo. Más que visualizar,
intenta experimentar tu falta de vida espiritual manteniendo la mente totalmente en
blanco. Al principio, la mayoría sentimos que nos invaden las preocupaciones del día,
pero con esfuerzo y paciencia mucha gente puede llegar a entrar en un estado mental de
una paz y una dicha maravillosas. Lo que seguramente experimentarás es que en ese
silencio vacío entra Dios. Cuando nuestras mentes están preocupadas con pensamientos,
no podemos sentir la presencia palpable de Dios. Sin embargo, una vez hemos
aquietado la mente, llegamos a experimentarla y nos damos cuenta que había estado ahí
todo el tiempo.
2. Imagina que eres Lázaro. Siente cómo enfermas y te debilitas y que tu familia se
preocupa por ti. Tus hermanas te dicen que han avisado a Jesús. Él vendrá. Te curará.
Pero se te acaban las fuerzas y no puede resistir más. Te engulle la oscuridad. Tu
identidad propia se está desmoronando. Permanece en ese estado de vacío durante un
rato.
De pronto te despiertas. Todavía está oscuro y estás envuelto en algo que no te deja
mover. Te esfuerzas por liberarte, preguntándote dónde estás. Oyes un fuerte ruido y
entra una luz cegadora cuando mueven una piedra delante de ti. Sales andando a la luz,
sintiendo cómo el sol calienta tu cuerpo y la vida fluye por tus venas. Las venas que te
envuelven caen al suelo. Ves a tus hermanas correr hacia ti para abrazarte. El amor que
sientes ahora mismo es el cielo. El entorno y la gente son los mismos, pero tu corazón y
tu mente son completamente nuevos.
Ahora, de vuelta a tu propia personalidad y a tu vida, piensa durante un tiempo en tus
seres queridos y envíales bendiciones y gratitud. Haz lo mismo con la naturaleza. Piensa
con gratitud en la belleza del cielo (las estrellas, la luna, el sol, las nubes); en el regalo
del agua, que asciende y desciende, bajando por las montañas y a través de los campos
con su clara alegría; en la maravilla de los árboles, las flores y todas las bendiciones que
nos ofrece el reino vegetal; en la gracia y la libertad de los pájaros; en el misterio de la
162
vida marina. Alaba a Dios y dale gracias por todo lo que existe. Reconoce que eso es la
flor divina del amor y la dicha que siempre está floreciendo. El cielo está aquí y ahora
en toda la vida. Cuando muere nuestra identidad y despertamos a la comprensión de que
el amor es el Señor, se nos permite beber en la vida del cielo.
HOJAS
1. Dios empieza a resucitarnos a un estado celestial de la mente sólo cuando
llegamos a la desesperación.
2. La desesperación es el amor de Dios que habita en nosotros sin que tengamos la
perspectiva de Dios.
3. Ese amor es nuestra resurrección.
4. La realidad es la expresión de los dictados del amor.
5. Cuando vemos que el amor lo orquestra todo para que todos lleguemos a la
salvación, es cuando se retira la piedra y estamos espiritualmente vivos.
FRUTO
1. Practica una de las meditaciones anteriores a diario.
2. Durante un día, intenta mantener la perspectiva de que cada persona que te
encuentras es un ángel en desarrollo, una expresión de la obra de amor de Dios. Si te
gusta la experiencia, sigue con ello.
3. Haz algo fuera de lo normal para expresar y compartir la idea de que Jesús, el
Señor del Amor, nos ama y nos salva a todos. Quizás desees dar una fiesta para tu
familia o amigos; ayudar en alguna organización caritativa de tu población; escribir a un
viejo amigo o incluso a un viejo enemigo.
4. Escribe todos los pensamientos de duda que te surjan acerca de la idea que sólo el
Señor salva y de la idea de la salvación universal. Fíjate en cada uno de ellos y escribe
lo que te aporten. Imagina cómo sería la vida para ti sin esos pensamientos. Decide qué
prefieres.
CUESTIONES PARA EL DEBATE
1. ¿Qué fue lo que encontraste útil en este capítulo?
2. ¿Cómo te ha afectado la meditación diaria de esta semana?
3. ¿Has apreciado algún cambio importante en tu vida durante estos días?
4. ¿Has experimentado la desesperación espiritual? ¿Qué ocurrió después?
5. ¿Pudiste sentir el vacío espiritual? Si fue así, ¿cómo fue? ¿Te resististe a ello? ¿Por
163
qué?
6. ¿Qué opinas de la idea que se expresa en este capítulo, de que no existe ninguna
división permanente de la raza humana entre cielo e infierno, de que todos estamos
destinados al cielo? ¿Te satisface la idea de que a algunos se les mande al infierno? ¿Por
qué, o por qué no?
7. Por favor, comparte cualquier otra cosa que hayas llegado a comprender durante la
semana.
164
APÉNDICE
LA MEDITACIÓN
¿A qué se parece el estado meditativo de la mente?
Es como una hoja sobre un arroyo que fluye suavemente.
Es como estar en lo alto de una montaña, por encima de totas las actividades
habituales del día.
Es como descubrir una puerta secreta para salir de la casa en desorden de la
conciencia normal a un maravilloso campo de ricas promesas.
Es como un águila que planea sobre un valle.
A través de la meditación entramos en un estado del ser que está por encima del
sentido de identidad que deriva de la conciencia despierta normal. La mayor parte del
tiempo estamos inmersos en lo que hacemos, lo que pensamos, lo que sentimos y lo que
deseamos. En esos momentos, no nos damos cuenta que aunque nuestra conciencia
entra en esas cosas, no está ligada a ellas. Cuando equiparamos nuestra identidad con
ellas, en cierto modo nos aprisionan. Por ejemplo, cuando empezamos a sentirnos
deprimidos podemos identificarnos tanto con esa emoción que creemos que la vida no
vale nada. O si no vemos que podemos estar por encima de nuestros deseos, podemos
vernos atrapados en un ciclo de comportamientos compulsivos. Algunas veces podemos
mantener cierto control sobre nuestros pensamientos, pero otras, cuando éstos son
negativos o compulsivos, nos acosan y no podemos liberarnos de ellos en circunstancias
normales. Debemos encontrar una forma de conciencia que esté fuera del alcance de
esos pensamientos, de esas emociones negativas, de esos deseos egoístas y destructivos.
La meditación libera la mente y el sentido de identidad de ese tipo de cárceles.
165
En la quietud de la meditación, la conciencia se eleva por encima de los problemas y
las preocupaciones del día. Descubrimos que nuestra verdadera identidad trasciende
nuestro cuerpo, nuestros sentimientos, nuestros pensamientos y nuestros deseos.
Volvemos al hogar de nuestra naturaleza verdadera y superior. Esta experiencia se
caracteriza por un estado de libertad, de profunda paz, dicha, apreciación y amor
incondicional. Así, cuanto menos apegados estamos a nuestra individualidad (nuestro
cuerpo y nuestros pensamientos, deseos, y emociones personales), más realmente vivos
nos sentimos. Por este motivo, a través de la meditación llegamos a saber de forma
instintiva que nuestra verdadera vitalidad y existencia está unida a la de los demás, a la
vida y al propio Dios. Experimentamos unidad con todo y sentimos que esa es nuestra
auténtica naturaleza. De este modo llegamos a comprender que nuestra individualidad
es un apéndice de nuestra verdadera vida, que a su vez es la misma vida que hay en el
interior de todo lo que existe. Él es la vid, nosotros los sarmientos. Tal y como él rezó,
somos uno en él. En la meditación, la conciencia está menos ligada a los asuntos
terrenales y alcanza a tocar las cosas del espíritu: está aprendiendo a volar.
Jesús dice a Nicodemo que nadie puede entrar en el cielo excepto el que bajó de él.
Mientras meditamos, no estamos entrando en el cielo, pero sí que ponemos a dormir
aquellas formas de conciencia que surgen de la tierra, y así somos capaces de entrar en
el cielo. Dios es Espíritu. Creo que las posibilidades de lo que puede suceder a raíz de
este pequeño contacto con el reino del espíritu, con Dios, son infinitas. El mundo del
espíritu no está limitado por el tiempo ni el espacio. Cada vez sintonizaremos más con
las necesidades espirituales y psicológicas de los demás. Tendremos intuiciones y
visiones del futuro. Nos sentiremos más fuertes y con más coraje para servir donde
antes no nos hubiéramos atrevido. Y sabremos que no es nuestro “yo” el que puede
hacer estas cosas, sino nuestro despertar al reino trascendente del espíritu el que permite
que ocurran esas experiencias.
Pero aunque la experiencia meditativa es especial, revitalizadora y maravillosa, no es
el objetivo; es el medio. El objetivo es poder llevar esa experiencia a nuestras
actividades diarias aquí en la tierra para sobrellevarlas. El objetivo es volverse más
amable, más manso, más sabio y más productivo en los actos de amor. Se nos ha dado
un sentido de identidad propia derivado del espacio-tiempo por un motivo, que es que
celebremos el Amor Divino unos con otros. Mientras meditamos reunimos la dicha y la
confianza del amor y luego las trasladamos a nuestras relaciones con los demás para
bendecirlos y aumentar así la presencia del Amor Divino en la Tierra. En una palabra,
meditamos para contribuir a construir el reino del Señor “así en la Tierra como en el
cielo”.
Seguramente, el alma que practica la meditación de manera regular vivirá
166
experiencias poderosas, pero a menudo el despertar del que estoy hablando es sutil.
Puede haber incluso días en los que no parece ocurrir mucho. Pero aquí la palabra clave
es “parece”. Aunque no sintamos ningún despertar, cuando la práctica de la meditación
se realiza de forma seria, nos cambia para mejor. Como en cualquier disciplina, no cada
día se sale a escena y se experimentan la diversión y la gloria. Practicamos para que
cuando llegue el día del campeonato, el recital o la obra, estemos preparados. Mi
experiencia es que Dios decide cuándo se producen las experiencias. Mi trabajo es
seguir practicando, y lo admito, no siempre lo consigo. Como creo que el objetivo
último en el mundo es realizar actos de amor, a veces dejo que la actividad me reste
tiempo a la meditación. Pero cuando lo hago, es sólo cuestión de tiempo que mis
emociones, pensamientos, deseos y comportamientos acaben escapando a mi control.
Retomar la práctica de la meditación siempre me ayuda a volver a centrarme. Aunque
no llegue a percibir un fuerte sentimiento de despertar, la práctica en sí misma produce
efectos estabilizadores en mi vida.
CÓMO SUPERAR LOS TRES OBSTÁCULOS
QUE DIFICULTAN LA MEDITACIÓN
La desconfianza
Me he encontrado con personas que se muestran recelosas de meditar, porque
sospechan que se trata de algún tipo de artes mágicas o de algo no cristiano. No
obstante, la palabra meditación simplemente significa concentración. Un estado
meditativo es aquél en el que la mente no está distraída sino concentrada, y en lo
referente a este libro, entramos en ese estado para penetrar profundamente en la Palabra
de Dios. David, el salmista, habla de que medita sobre la Ley de Dios tumbado en la
cama. Leemos que Isaac estaba meditando en el campo cuando Rebeca, su prometida,
se acercó a él por primera vez. Me gusta mucho utilizar esta imagen como analogía de
la meditación. Cuando meditamos, es como si nuestra mente se encontrara con su
verdadera compañera del alma por primera vez. Nos sentimos completos, totales, y
donde supuestamente debemos estar.
Es muy posible que el tiempo que Jesús pasaba solo en la naturaleza, retirado de las
multitudes, lo pasara meditando. De hecho, la oración profunda es una forma de
meditación en la que la mente está muy concentrada. Sin embargo, podría considerarse
que en otras formas de meditación la mente se centra en escuchar a Dios en lugar de
centrarse en hablarle, como ocurre con la oración. Silenciamos nuestra mente de
pensamientos para estar abiertos y receptivos a los mensajes de una fuente superior a
167
nosotros: Dios.
La impaciencia
El segundo mayor obstáculo que puede impedirnos meditar regularmente es la
impaciencia. Desarrollar la práctica de la meditación exige tiempo y esfuerzo, como
todas las demás habilidades valiosas en la vida. En las primeras fases, muchos de
nosotros nos encontramos con que nuestra mente está totalmente rebelde e indomable.
Nos sentamos a meditar y en lugar de encontrar la sensación de paz que esperamos,
vemos cómo se disparan nuestros pensamientos sobre preocupaciones insignificantes
del futuro o recuerdos del pasado. No obstante, si persistimos conseguiremos superar
este estadio. Si perseveramos, empezaremos a experimentar la dicha de meditar.
Si seguimos practicando, es posible que entremos en una fase en la que sintamos
tedio y aburrimiento. Una vez leí un chiste que decía algo como: “Antes mi hijo se
pasaba el tiempo de brazos cruzados sin hacer nada… Ahora, medita”. Es posible que
oigamos mensajes internos del tipo: ¿No estaría aprovechando mejor el tiempo
haciendo alguna cosa?
Sin embargo, aunque el cuerpo no se esté moviendo, meditar es estar participando en
una actividad extremadamente útil. ¿Qué podría ser más importante que aumentar
nuestra sensación interior de paz y gratitud? ¿Qué es más valioso que descubrir un
sentimiento profundamente íntimo y real de la presencia de Dios en nuestras vidas?
Creo que la meditación mejora la agilidad mental, la claridad, la creatividad, la
intuición, la paz emocional, la conciencia espiritual y la salud física. Estos regalos se
transmiten a todas las actividades que emprendemos a lo largo del día. Cuando sintamos
que practicar la meditación es inútil o una pérdida de tiempo, podemos recordar que de
hecho estamos haciendo algo de suma importancia porque influye positivamente en
todas nuestras otras actividades. Si estamos más centrados como consecuencia de
meditar, responderemos a quienes nos rodean de forma más positiva y curativa.
Nuestras relaciones mejorarán. Nuestra productividad espiritual florecerá, pues nos
iremos convirtiendo en un canal cada vez más adecuado para el amor de Dios aquí en la
Tierra.
La sensación de intimidación
La perspectiva de meditar puede resultar abrumadora. La mística asociada a menudo
con ella hace que mucha gente tenga dudas o se sienta intimidada. Afortunadamente,
aunque la experiencia de la meditación puede realmente ser muy profunda y
trascendente, su práctica no es complicada; al contrario, es simple. Me gusta pensar en
168
la mente que medita como en un pájaro que vuela. Aunque mover las alas no es
complicado, el resultado de esa actividad le ofrece la experiencia maravillosa y
liberadora de volar. Del mismo modo, la práctica simple de la meditación puede tener
resultados magníficos. Y al igual que volar, meditar requiere práctica y que se refuercen
los “músculos” mentales. Si te preocupa no tener lo que se necesita para meditar, te
animo a que dejes atrás tu recelo. No tienes que comprender cómo se vuela ni tan
siquiera qué es volar; lo único que tienes que hacer es practicar el movimiento de tus
alas. Con la práctica, tu mente entrará en estado meditativo. Descubrirás y entrarás en el
estado adecuado para tu ser del mismo modo que un pájaro descubre que volar es
adecuado a su forma. Tu mente está donde le corresponde. Más abajo describiré algunas
técnicas fáciles para la iniciación a un estado meditativo de la mente.
EL PROCESO DE LA MEDITACIÓN
Inducción: Yoga/Estiramientos preparatorios
He comprobado que mantener una rutina de unos cinco minutos de ejercicios
similares al yoga ayuda a aumentar la claridad y la profundidad de la meditación. Los
estiramientos y las posturas sirven de señal y preparan la mente para la meditación.
También liberan las tensiones acumuladas en el cuerpo, generando un estado físico de
paz equivalente al estado meditativo de paz que vendrá después. Cuando practico esta
corta rutina de yoga, la considero una forma de oración no verbal. Intento no pensar,
sino simplemente estar en mi cuerpo y dejar que éste se comunique. El proceso es el
siguiente:
1. Empiezo tumbándome boca abajo, transmitiendo así mi falta de vida espiritual y
mi necesidad de Dios. Arqueo la espalda levantándome sobre los brazos extendidos en
una posición similar a la postura de yoga de la cobra.
2. Luego me desplazo hasta quedar de rodillas, con la espalda recta, de modo que la
postura represente que le pido a Dios que esté conmigo.
3. Me pongo en pie con los brazos y las manos extendidos hacia arriba. Me concentro
en el mensaje de esta postura, que para mí significa gratitud y alabanza.
4. Entonces arqueo poco a poco la espalda hacia atrás tanto como puedo sin que
llegue a caer, me arrodillo y sigo arqueándola hasta que la cabeza y los hombros tocan
el suelo, con las piernas dobladas. Es una postura muy incómoda, pero estira y relaja
mucho los muslos y el tronco. Para mí, significa que la misericordia y la presencia de
Dios son abrumadoras y están mucho más allá de lo que yo puedo comprender o
manejar.
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5. Luego estiro las piernas y me tumbo sobre la espalda. Esta postura transmite la paz
y la confianza en los planes de amor de Dios.
6. Levanto las piernas aguantando las caderas con las manos y apoyando los codos en
el suelo, como una semilla que brota. Esto representa el crecimiento espiritual y los
nuevos inicios
7. Llevo las piernas estiradas por encima de la cabeza hasta que los dedos de los pies
tocan el suelo. Esta postura también es muy incómoda y para mí significa un estado de
lucha espiritual y tentación.
8. Luego, poco a poco deshago la postura hasta quedar tumbado sobre la espalda y
disfruto la sensación de una gran paz física y mental.
No tienes por qué seguir esta rutina, pero te la ofrezco como sugerencia. Lo que sí te
recomiendo, sin embargo, es que salgas de tus pensamientos y penetres en tu cuerpo
mientras haces cualquier tipo de estiramientos para prepararte y dar una señal a tu
mente para indicarle que es momento de meditar.
Crear un espacio físico
También es beneficioso crear un lugar especial para meditar. Cuando hayas
desarrollado una práctica regular, simplemente encontrarte ahí te dará una sensación de
paz y alegría. Sin duda se convertirá en un espacio que te transmitirá serenidad y te
ayudará a entrar en estado meditativo. Quizás desees decorarlo con objetos bonitos que
tengan algún significado especial en tu vida.
Rutina y duración
He leído más de una vez a autores que recomiendan meditar durante un tiempo
determinado a determinadas horas del día, pero sinceramente, no puedo opinar sobre
ello porque nunca lo he hecho de ese modo. Tiene sentido que ésta sea una buena idea,
pero mi forma de ser parece ser alérgica a la rutina y a los horarios. Intento meditar al
menos una vez al día, pero no a una hora concreta. Generalmente dejo de meditar
cuando siento una inclinación natural a parar. Quizás me resultaría beneficioso intentar
ir más allá de ese punto, pero como no lo he hecho a menudo, tampoco puedo decir
nada al respecto. Cuando termino, normalmente me doy cuenta de que han pasado de
veinte a cuarenta minutos.
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Postura
No estoy cualificado para hacer ninguna afirmación categórica sobre la importancia
de la postura; lo único que puedo ofrecer es mi opinión. Como he descrito más arriba
acerca del yoga y los estiramientos, creo que cada posición del cuerpo es una forma de
expresión, de comunicación, no sólo para quienes nos ven sino también para nuestras
propias mentes. Creo que no sólo nos ayuda sino que afecta a cómo pensamos y cómo
sentimos. Como la mente es un aspecto de nuestro ser que recibe las cosas del espíritu,
tiene sentido que la postura, que influye en nuestra mente, tenga algún tipo de efecto en
lo que sucede mientras meditamos.
Pienso, no obstante, que hay dos cosas a tener en cuenta acerca de la postura.
Primero, es importante que uno no se sienta tan cómodo como para caer dormido. Yo no
he conseguido meditar tumbado, pero quizás a ti te va bien. Emanuel Swedenborg, un
místico del siglo dieciocho que tuvo numerosas y profundas experiencias espirituales,
meditaba durante horas tumbado.
El segundo punto es que la postura no debe provocar ningún dolor. A mí me duelen
bastante las rodillas en la posición del loto, incluso en la del medio loto, así que me
siento con las piernas cruzadas con la parte trasera apoyada en un cojín. Mentalmente,
esta posición me transmite paz y receptividad espiritual. Normalmente apoyo el cojín en
una pared y mantengo la espalda recta apoyada en ella. Los más puristas dicen que es
mejor que la espalda esté erguida sin apoyarla. Yo doblo la esquina del cojín para que
las nalgas estén más elevadas que las piernas. Hay quien utiliza varios cojines para
levantar aún más las nalgas y aliviar tensiones y dolor.
Algunos prefieren sentarse en una silla de respaldo duro con los pies en el suelo. Esa
postura también es fantástica. Encuentra la que vaya mejor para ti y mantenla. Yo
enlazo las manos mientras medito. Sin embargo, repito que la posición exacta no es
esencial. Descubre qué es mejor para ti y hazlo. Eso es lo que a mí me ha funcionado.
Iniciación
Cuando me siento a meditar, generalmente me gusta empezar con unas respiraciones
profundas. Inspiro profundamente por la nariz, mantengo el aire mientras cuento
lentamente de siete a uno y luego expiro. Repito todo el ciclo dos veces. Esto sirve al
menos para dos cosas: indica a la mente que va a empezar la meditación y oxigena la
sangre. Cuando ya se ha meditado unas cuantas veces, la respiración profunda se asocia
a ese estado mental y ayuda a alcanzarlo. Te animo a que busques un ritual de
respiración adecuado para ti.
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TRES EJERCICIOS DE MEDITACIÓN
“Gracias, Señor”: Ejercicio tanto para principiantes
como veteranos
Existen muchas vías que conducen a un estado meditativo. El ejercicio siguiente está
indicado especialmente para principiantes. Es muy simple y especialmente efectivo para
devolver la mente a la concentración cuando empieza a distraerse. Con cada inspiración,
repite mentalmente “Gracias”, y con cada expiración “Señor”. Cuando algún ruido del
exterior te distraiga, haz que esas palabras se refieran expresamente al ruido, y lo que en
principio era una molestia se convierte ahora en una puerta que se abre a la gratitud y la
meditación. La mayoría de veces, sin embargo, los ruidos molestos se producen en el
interior. Seguramente al empezar la práctica, distintos pensamientos, recuerdos,
preocupaciones, etc., se disputarán tu atención. Independientemente de cuál de ellos
luche por entrar en tu conciencia, sigue recitando las palabras “Gracias, Señor”. En el
fondo, significan “Gracias Señor por la oportunidad de ver este pensamiento molesto y
aún así seguir meditando en ti”.
Lo más bonito de este ejercicio es que hasta los pensamientos más feos y
despreciables se transforman en algo positivo. Durante un tiempo, cada vez que me
sentaba a meditar aparecían en mi mente imágenes atroces de la violencia más retorcida.
Estuve tentado de dejar de practicar. La meditación nos despierta a aspectos de nuestra
mente y de nuestro ser que nunca habríamos imaginado que existían. Creo que el mejor
modo de enfrentarnos con nuestros infiernos más bajos durante la meditación es
comprender que eso es lo que seríamos de no ser por la gracia y la misericordia del
Señor. Paulatinamente, la meditación hace que nos demos cuenta de que todo lo bueno
que existe en nuestras vidas proviene de Dios, y que todo el egoísmo sólo es una
consecuencia de la ilusión del ego, es decir, de no comprender que toda la vida sólo es
de Dios.
Así que siempre que esas imágenes horribles se me aparecen, simplemente sigo
diciendo “Gracias” cuando inspiro y “Señor” cuando expiro. Esta forma de meditación
es efectiva incluso contra estados emocionales desbordantes como la ira, el miedo, la
lujuria y la desesperación. La repetición de la oración de gratitud convierte la
experiencia emocional en algo positivo. Gracias Señor por esta oportunidad de
descansar en ti con confianza, a pesar de encontrarme totalmente abrumado por la
desesperación. No hace falta pensar en frases enteras como esa, sino simplemente
seguir diciendo “Gracias Señor” y esa gratitud alcanza todo lo que ocupa nuestra mente
en esos momentos y elimina su poder negativo. Transforma la experiencia en un
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progreso espiritual. Lo único que se necesita es mantener la posición, respirar y repetir
mentalmente “Gracias, Señor”.
Un último beneficio importante de este ejercicio es que puede trasladarse a la vida
diaria, más allá de la práctica meditativa. He tenido experiencias maravillosas
agradeciendo todo lo que me sucede y todas las personas con las que me encuentro a lo
largo del día mientras repito “Gracias, Señor”. Ojalá me acordara de hacerlo más a
menudo.
Se puede modificar el ejercicio, diciendo “Señor” al inspirar y “Gracias” al expirar; o
diciendo la frase entera en la expiración y dejando la inspiración en blanco. Puedes
intentar simplemente decir “Señor dentro” y “Señor fuera”. Cada inspiración es un
regalo de vida del Divino que luego devolvemos al exterior a todo lo que nos rodea.
Más allá de las expresiones verbales de la conciencia
Para muchos de nosotros, la conciencia está enfocada predominantemente en formas
de pensamiento verbales, hasta tal punto que podemos equiparar una cosa con la otra.
Sin embargo, los sueños, las ensoñaciones, la música e incluso las matemáticas son
pruebas de que la conciencia puede operar sin la ayuda de una expresión verbal. Aunque
indudablemente son útiles, las formas verbales del pensamiento son restringidas y
limitadas. Están dirigidas por nuestra sensación personal de voluntad y ligan la
conciencia al tiempo. En el ejercicio descrito aquí, el objetivo es retirar la mente de
cualquier traducción verbal y descubrir una forma de conciencia que está por lo tanto
menos ligada a la sensación del tiempo, de la individualidad y de la memoria
lingüística. Una de mis teorías favoritas es que como en algún momento de nuestra
infancia aprendemos a utilizar el lenguaje como nuestra forma de pensar predominante,
las formas verbales de pensamiento no pueden aparecer en los estados del ser anteriores
a los 2 años, aproximadamente. En cambio, no sucede lo mismo con las formas no
verbales de conciencia, de modo que a través de ellas podemos alcanzar estados preverbales de la niñez, no tanto en forma de recuerdos sino de estados mentales y del ser.
Escapando de las formas verbales y dirigidas de la conciencia, podemos llegar a percibir
la paz, la confianza, el asombro, la dulzura y la gratitud natural que caracterizan los
estados del ser de la infancia.
El siguiente ejercicio nos ayuda a escapar de los pensamientos dirigidos y verbales,
conduciéndonos a formas de conciencia no dirigidas y no verbales. Esta es una forma de
meditación más difícil.
Una vez sentado y tras haber realizado las respiraciones profundas iniciales,
desconecta del pensamiento verbal. Es difícil describir cómo hacerlo, excepto decir que
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dejes de pensar. Hay algunas maneras de entrar en este estado de conciencia. Una es
cerrar los ojos y dirigirlos hacia el espacio situado detrás de tu frente. Simplemente
observa lo que ves. Otra forma es simplemente experimentar la respiración. Otra es
descansar la conciencia en la sensación de todo el cuerpo a la vez, es decir,
sencillamente sentarte y ser consciente de tu cuerpo físico. Y otro modo es renunciar a
dirigir los pensamientos.
Yo a menudo me doy cuenta de que la respiración se detiene unos segundos cuando
mi mente se vacía de pensamiento verbal, aunque me resulta complicado mantener ese
estado mental una vez vuelvo a respirar. No obstante, meditar con reverencia en la
respiración como un regalo del Divino permite que ésta se produzca sin introducir
pensamientos verbales. Nuestra respiración es la comunicación constante por parte de
Dios del amor que nos nutre. Intenta sentarte y dejarte llevar por el placer de la
sensación de respirar.
He descubierto tres grados de conciencia no verbal. A menudo hay una mezcla de
mensajes verbales flotando en un segundo plano, pero sólo soy vagamente consciente de
ellos. Es parecido a oír el murmullo de una conversación cuando estás a punto de
quedarte dormido. Yo no siento que esté dirigiendo los pensamientos verbales ni soy
plenamente consciente de los mensajes que contienen. Yendo un poco más al fondo del
estado no verbal, empieza a producirse una mezcla de imágenes y caras que aparecen
una detrás de otra sin ningún orden ni motivo aparente. En muy pocas ocasiones he
entrado en un estado similar al de los sueños, en el que se produce una secuencia de
hechos visuales y auditivos que tampoco siento que dirijo para nada. Considero que
éstos son visiones. De estas experiencias siempre he obtenido alguna lección vital
importante.
Meditaciones visuales dirigidas
Las meditaciones visuales dirigidas son del tipo de las que aparecen al final de cada
capítulo de este libro. Pueden ser muy profundas o casi insignificantes, dependiendo de
la profundidad y la concentración con la que se entre en ellas. Para asegurar que valga la
pena dedicar el tiempo que requiere esta forma de meditación, recomiendo que primero
se utilice alguno de los ejercicios descritos anteriormente para entrar en estado
meditativo. Una vez se haya vaciado la mente de las preocupaciones diarias y esté
concentrada, las meditaciones visuales guiadas serán mucho más efectivas y emotivas.
Este ejercicio implica que tengas ya una idea de lo que quieres ver y hacer en la
meditación antes de sentarte. Cuando has entrado en estado meditativo, te sitúas
mentalmente en la experiencia en cuestión de la forma más vívida posible, utilizando
174
todos tus sentidos mentalmente tanto como puedas. Para mí ésta es una forma excelente
y muy poderosa de meditar en la Palabra de Dios. Esta práctica hizo florecer mi relación
con el Señor de una forma maravillosa. Él dejó de ser el Señor de una serie de historias
y se convirtió en una persona real con la que podía interactuar. Esta forma de
meditación tiene muchas aplicaciones. Puedes llevar ante el Señor a un ser querido
enfermo física o psicológicamente y hacer que él le abrace y le bendiga. Puedes hacerle
preguntas acerca de qué dirección seguir o sobre el significado de algo y recibir sus
respuestas, que a veces son sorprendentes. El Señor dice: “Yo estoy a tu puerta, y llamo;
si oyes mi voz y me abres, entraré en tu casa y cenaré contigo” (Rev. 3:20). Esta forma
de meditación es un modo de cumplir su promesa. Quizás desees incluso visualizar una
puerta que se abre y cenar con el Señor. A veces, en estado meditativo, empieza a
desarrollarse una especie de conversación que apenas es dirigida por el propio sentido
de identidad. Es como si un aspecto más bajo del ser se comunicara con otro aspecto,
más profundo y sabio.
Como sucede con cualquier otra cosa, cuanto más practiques, más bendiciones
recibirás. Sin embargo, al contrario que con otras disciplinas, no creo que meditar sea
conseguir algo o ni siquiera aprenderlo. Parece más bien despertar de la ceguera y
liberarse de las cadenas de la ilusión de la identidad y de las preocupaciones y
problemas que conlleva. Una vez entres en estado meditativo te esperan muchas
posibilidades. Disfruta del viaje.
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Acerca de la foto de portada
E. Kent Rogers es el fundador, director y la figura paterna responsable del New Life
Children’s Home, un orfanato de Kathmandu, en Nepal. Cuenta la siguiente historia
acerca de la foto de la portada de este libro:
Los adolescentes de nuestro hogar infantil y yo habíamos hecho un terrible viaje en
autobús al parque nacional Langtang, en Nepal, para hacer senderismo en el Himalaya.
El accidentado recorrido que pasaba justo al borde de los precipicios había sido muy
movido y había hecho vomitar a más de uno. Todos votaron por no tomar el mismo
autobús de vuelta a Katmandú y volver caminando a través de las laderas. Esto
significaba que teníamos que andar mucho cada día para que nos alcanzara el
presupuesto y poder llegar a tiempo para las clases.
Cuando llevábamos unos cinco días de camino, tuvimos lo que al final se
convirtieron en los días más agotadores de toda la excursión. Habíamos tomado un atajo
que incluía un montón de ascensos y descensos, recorridos campo a través y un
peligroso paseo al borde de la estrecha cornisa de un precipicio. Por la tarde estábamos
todos agotados, pero teníamos que seguir adelante. El último tramo del día incluyó subir
una pendiente de casi una milla de desnivel. Al final llegamos a la cima y nos
desplomamos sobre la hierba. Me dolía la espalda. Los niños tenían una expresión seria
y no podía culparles. De hecho, estaba impresionado, pues el único que se quejaba era
yo. Me pregunté qué me había empujado a embarcarme en ese viaje de locos.
Justo entonces una niña lugareña de unos siete años se acercó a nuestro destrozado
grupo y, sonriendo, nos preguntó si estábamos buscando el pueblo cercano de
Chandanbari. Asentí sin apenas mover la cabeza. Dijo: “Está cerca” y nos invitó a
seguirla. Nos llevó por un camino plano (¡Aleluya!) y pronto entramos en un bosque
virgen de robles inmensos, pinos y rododendros en flor. El sol se estaba poniendo y
rayos de luz bailaban entre las nubes de polvo que ascendían colina arriba. Por encima,
el musgo negro colgaba de las ramas de los árboles adornándolas, y debajo, el suelo
estaba revestido de unos delicados arbustos llenos de flores de color rosa que emitían
una fragancia que sólo puede describirse como celestial.
De pronto supe por qué nos habíamos embarcado en esa excursión. Ese fue uno de
los lugares más emotivos, serenos y bonitos en los que he estado nunca. Sentí como si
nuestro pequeño ángel nos estuviera guiando hacia el mismo cielo. Cuando llegamos a
nuestro destino, nos encontramos con otros excursionistas que seguían entusiasmados
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hablando del “bosque encantado”. La foto de la portada es de un rincón de ese bosque
mágico y recóndito.
El camino hacia la paz y la dicha a menudo exige que recorramos primero el
doloroso camino de la introspección y el cambio. El cielo está a veces sólo a un instante
de nuestros momentos de desesperación y dolor. No te rindas. ¡Hay un ángel a la vuelta
de la esquina!
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VIDA CRISTIANA / ESPIRITUALIDAD
“Algo que siempre falta en los escritos cristianos actuales es la franqueza y la honestidad. En ‘12
milagros para el crecimiento espiritual’, Kent Rogers va contra corriente y comparte desde su
corazón, de forma abierta y sincera, su vida y sus reflexiones acerca de las Escrituras. Creo que
cualquiera que lea esta obra profundamente personal escrita con pasión se verá desafiado a
reflexionar acerca de su viaje y de la curación que quizás deba tener lugar en su vida… Yo me
he enriquecido, he crecido y me he visto desafiado leyéndolo, y creo que a ti también te ocurrirá”.
Rendell Day, Reverendo de la Congregación
Cristiana Internacional de Katmandú (KIIC)
“Este libro trata sobre establecer una relación personal con un Dios sanador que hoy en día está
haciendo milagros para todo el mundo. El Sr. Rogers ayuda al lector a reconocer, experimentar y
a prepararse para los milagros curativos universales e individuales que se narran en el Nuevo
Testamento. Nos ofrece una forma totalmente nueva de ver a Dios y la vida”.
Peter S. Rhodes, autor de Observing Spirit
E. KENT ROGERS se licenció en religión en la
universidad de Bryn Athyn y tiene un máster de asesor
en salud mental de la universidad de Massachusetts.
Se trasladó a Nepal en 1999, como co-fundador de la
misión Loving Arms, una organización sin ánimo de
lucro destinada a la obtención de fondos para la
creación y el desarrollo de hogares de niños de la
Nueva Iglesia. En 2002 se casó con Shovha Budhathokl, una compañera nepalí, y juntos dirigen
un hogar infantil con trece niños.
Swedenborg Foundation Press
West Chester, Pennsylvania
www.swedenborg.com
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