Revista XL Semanal sobre el "Las Palmas"

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46 MAGAZINE A fondo
Lago Limnopolar
Viaje al Big Bang del cambio climático
El lago Limnopolar es uno de los lugares más frágiles del planeta.
Un gran tubo de ensayo en el Polo Sur donde científicos españoles analizan
la evolución del clima terrestre. Viajamos con el buque de investigación
oceanográfica 'Las Palmas' al epicentro del cambio climático. Una odisea
en las aguas más peligrosas del mundo.
Por Carlos Manuel Sánchez | Fotografía de Manuel Toro y Jesús Vázquez
Iglús de fibra
de vidrio.
Campamento base
Juan Carlos I, desde
el que operan los
científicos españoles
en la Antártida.
Al fondo, el buque
de investigación
Las Palmas.
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ZARPAMOS.
El comandante
del BIO Las Palmas,
Gerardo Rodríguez,
supervisa la
maniobra en el
puerto argentino
de Ushuaia.
TRES DÍAS
DE TRAVESÍA.
El perfil de las islas
Shetland parece
una tarta helada.
Su vista consuela
de las penurias
de la navegación
por el peligroso
paso Drake.
PIE A TIERRA.
L
imnopolar. Ya el nombre resulta evocador. Un lago purísimo en la Antártida. Un ecosistema
intacto en una de las zonas que más está sufriendo el
calentamiento global. Llegar hasta allí es una odisea.
Hay que cruzar el paso del Drake, donde colisionan los
océanos Atlántico y Pacífico, las aguas más turbulentas
del mundo. Dicen los marinos que por debajo de los 40
grados de latitud sur no hay ley y que por debajo de 50
no hay Dios. Y el Drake se adentra en los 60 grados.
Pero merece la pena correr el riesgo. Manuel Toro, del
Centro de Estudios Hidrográficos del Cedex, es uno de
los responsables del fascinante Proyecto Limnopolar,
que ocupa a una treintena de investigadores. Me pone
La Antártida conserva
un halo romántico que
perdió el Ártico por la
codicia humana. Aquí no
hay disputas territoriales
XLSEMANAL 21 DE DICIEMBRE DE 2008
Un elefante marino
dormita en la playa
de la península
Byers, donde
desembarcan
los científicos
y una de las zonas
más protegidas
del planeta.
los dientes largos: «El 95 por ciento del hielo es permanente en isla Livingstone, excepto en la península
Byers. Allí se ubica el lago Limnopolar. Uno de los
lugares más delicados del planeta. Prístino, impoluto.
De una pureza y una simplicidad extremas. Ese lago
permanece cubierto de nieve nueve meses al año. Es un
sensor térmico excelente. Un gran tubo de ensayo». Así
que me embarco en el buque de investigación oceanográfica (BIO) Las Palmas, de la Armada Española, que
sirve de taxi a los científicos que viajan a la Antártida.
Éste es un fragmento de mi particular cuaderno de
bitácora.
Sábado 22 de noviembre de 2008. ¿Funcionará el
perejil? Llego a Ushuaia (Argentina) confiado en las virtudes terapéuticas de un manojito de perejil pegado al
ombligo con esparadrapo, remedio ancestral contra las
náuseas de los marinos que han surcado el Mare Nostrum. «La biodramina de los fenicios», me aseguraron.
Pero la sonrisilla de David Fuentes, el capitán médico a
bordo del BIO Las Palmas, cuando le comento la jugada,
hace menguar mis esperanzas de cruzar el endemoniado paso del Drake con cierta gallardía. En la enfermería
del buque hay pastillas, parches, gotas e inyecciones.
«Pero es mejor no sugestionarse. Hay científicos
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que se marean todavía en puerto», tercia Raúl Sánchez,
alférez enfermero. «No te preocupes. Cuidaremos de
ti», me anima.
Al primer vistazo, dan ganas de cantar aquello de
«había una vez un barquito chiquitito» (41 metros
de eslora), pero a diferencia de la canción, éste sabe
navegar, porque ha salido airoso en las peores aguas
del mundo. Sobrevivir a vientos de 120 kilómetros y
a olas de diez metros son gajes del oficio. Pintado de
color naranja, destaca en el puerto. Y todo el mundo
lo conoce. «Es pequeño, pero resultón; y muy querido», comenta José Antonio Prian, jefe de máquinas. El
buque español ha participado en varios salvamentos,
como el del Lyubov Orlova, un crucero de turistas ruso
que en 2006 naufragó en isla Decepción, evitando de
paso un desastre ecológico. El armador no les dio ni
las gracias.
El Las Palmas fue un remolcador de altura, diseñado
para transportar plataformas petrolíferas en el mar del
Norte, antes de convertirse en buque de investigación.
Su dotación: 30 hombres y cuatro mujeres. En este
viaje a la Antártida transporta a 11 científicos (especializados en glaciología, geomagnetismo, biología y
meteorología), además de a cinco técnicos búlgaros,
encargados de abrir la base San Clemente, y a un periodista sugestionable, servidor. El barco cumple 30 años,
una edad provecta. Es espartano. Camarotes para 12 en
LABORATORIO
EN EL HIELO.
El investigador
Manuel Toro trabaja
en el laboratorio
de Byers, muy
cerca del lago
Limnopolar. Aquí no
sólo se analiza el
cambio climático,
también se buscan
virus que quizá
sirvan para fabricar
los antibióticos
del futuro.
El agujero en la capa de
ozono llega aquí a los 27
millones de kilómetros
cuadrados: como Rusia
y China juntas
marinería; para tres en oficiales. Y tiene achaques. Probablemente será una de sus últimas campañas antárticas. Luego, quizá, irá al desguace. O, quizá, España lo
venda a otra Marina.
Zarpamos a las nueve de la mañana de Ushuaia, «el
fin del mundo y el principio de todo», rezan los folletos
turísticos. La dotación de maniobra forma en cubierta.
Salimos en demanda del canal del Beagle, escoltados
por la lancha del práctico. La alférez de navío Carmen
Ramírez, jefa de aprovisionamiento, nos da una charla
sobre actuaciones en caso de emergencia. Nos asignan
balsas de salvamento. No obstante, la navegación por el
Beagle es placentera. Dejamos Puerto Williams (Chile)
a estribor. El práctico, Eduardo, es argentino. Y comenta el pique entre Ushuaia y Puerto Williams: ambas
se consideran la población más austral del mundo. La
rivalidad en el canal que lleva el nombre del bergantín
en el que navegó Darwin es enconada. Hace 30 años,
Chile y Argentina estuvieron a punto de entrar en
XLSEMANAL 21 DE DICIEMBRE DE 2008
21 DE DICIEMBRE DE 2008 XLSEMANAL
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LAGO
LIMNOPOLAR.
Un ecosistema
único. Los
científicos llegan
a él a pie desde el
campamento de
Byers, tras horas de
dura marcha por
el territorio helado.
guerra por un quítame allá esas islas. Medió el papa
Juan Pablo II. Pero el ramalazo territorial sigue latente.
En los faros viven familias, porque es más patriótico que automatizarlos. Si contactas por radio con el
de cabo de Hornos, no es extraño que te responda la
mujer del farero mientras prepara unas centollas para
comer. Al llegar a Punta Moat desembarca el práctico.
En la cámara de oficiales, cine y palomitas. En 'Bulgaria', como llaman al camarote de los balcánicos, se consuelan compartiendo una botella de rakia ante lo que se
avecina: 900 kilómetros con el mar de través antes de
alcanzar el abrigo de las islas Shetland del Sur.
Domingo 23 de noviembre. Latitud 60º 40.9 S.
Longitud 64º30.9 W. Mar de fondo. No he salido del
camarote, salvo para vaciar la vejiga, en 24 horas. De
pie, me mareo. Así que estoy echado en el camastro,
encajonado entre una impresora y un mamparo, en un
duermevela salpicado de ráfagas de introspección. Me
siento muy poquita cosa. Al barco lo llaman, apropiadamente, 'la coctelera', pero navega decidido a una
velocidad de 11 nudos (unos 20 kilómetros por hora).
En el camarote, los objetos parecen más vivos que yo.
Una grapadora da una carrerita. La papelera rueda. Mis
botas caminan solas. La silla se tumba. Ir al aseo se me
antoja una expedición heroica.
Es obligatorio el traje
de superviviencia.
Sin él, sólo habría
tres minutos para ser
rescatado vivo del mar
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El marinero Tanausú Trujillo me trae dos manzanas
que me reavivan. Puedo repasar documentación. Malas
noticias. Si la temperatura media global se eleva dos grados, los pingüinos se situarán al borde de la extinción
en medio siglo. ¿Alarmismo? No parece, si tenemos en
cuenta que una placa de hielo de unos 1.500 kilómetros
cuadrados amenaza con desgajarse de la península, que
ya se ha calentado dos grados y medio en los últimos
50 años. Sería un iceberg monstruoso. Y el agujero de la
capa de ozono sobre la Antártida sigue engordando. La
NASA calcula que este año ha alcanzado una extensión
de 27 millones de kilómetros cuadrados (la superficie
conjunta de Rusia y China).
Por fin disminuye algo el balanceo y salgo a comer un
bocadillo. El comandante, Gerardo Rodríguez, me explica que las olas vienen de aleta y trincan más el barco.
Pero que todavía queda un día de Drake. Y que no está
siendo especialmente malo. En el último se registraron
escoras de 45o en el inclinómetro. El alférez de fragata
Javier Guillamón, que dormía en una litera superior,
voló en un bandazo y aterrizó en el suelo. El comandante es gaditano. Buen conversador, me habla con
admiración de la odisea polar del explorador
Shackleton. «Fracasó, sí, pero no perdió a uno solo de
sus hombres.» Andaluces, canarios, gallegos, murcianos
y dos latinoamericanos componen la tripulación. Los
españoles conocen bien este mar, que cruzó Francisco
de Hoces en 1525, antes que el pirata Francis Drake. En
justicia, debiera llamarse mar de Hoces, pero la Corona
española procuraba mantener en secreto sus descubrimientos, mientras que los ingleses bautizaban cartográficamente cada palmo ganado a lo desconocido.
Hoy es el cumpleaños de doña Carmen (en el barco,
la cortesía militar obliga al tratamiento de usted). Es su
tercera campaña antártica y su novio, chileno, es oficial
en un rompehielos. Se ven de uvas a peras, pero una vez
sus buques coincidieron en isla Decepción, un volcán en
forma de herradura, con una bahía interior a la que
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Los científicos duermen
en tiendas de campaña,
procurando no ser
aplastados por los
elefantes marinos
CON LO
PUESTO.
Limnopolar es un
lugar protegidísimo,
casi sagrado. Tanto
que los científicos
deben acarrear
el material a sus
espaldas, sin ayuda
de vehículos.
se accede sorteando peligrosos témpanos, y ambos se
las ingeniaron para desembarcar unos minutos y darse el
beso más romántico de la historia del Polo Sur.
Me espabilo. Ceno en el comedor de oficiales. Estamos en aguas antárticas. Salgo al alerón y la sensación
es heladora. El comandante coordina por radio con el
personal de la Unidad de Tecnología Marina (UTM) de
la base Juan Carlos I, del CSIC, en isla Livingston, los
desembarcos previstos. Las zódiacs deben hacer un largo
tránsito de cuatro millas hasta un arrecife.
Lunes 24 de noviembre. Latitud 62º50.4 S. Longitud
61º41.0 W. Cielos cubiertos, visibilidad regular y marejada. Las islas Shetland se perfilan en el horizonte. En el
puente se extrema la vigilancia. Los radares buscan hielo
flotante. Grupos de pingüinos barbijos se zambullen a
nuestro paso. Una ballena resopla a estribor. Comienza a
nevar. En cubierta se amontona el trabajo. Hay que dejar
a varios científicos y descargar material en la base Juan
Carlos I y luego abrir la base búlgara y el campamento
de Byers coincidiendo con la pleamar. El tiempo apremia.
Las embarcaciones van cargadas a tope. Material de
comunicaciones, palas para desenterrar de la nieve los
iglús y las provisiones. Es obligatorio el traje de supervivencia. Sin él, el peligro de muerte si caes al mar sería
extremo: las aguas son tan frías que sólo tendrías tres
minutos para ser rescatado antes de sucumbir a una
hipotermia. Aparece una foca leopardo, atraída por el
ruido. Son peligrosas. Se meriendan a los pingüinos y
hace unos años devoraron a una buceadora inglesa.
Manuel Bañón, meteorólogo, ya está acostumbrado
a asearse con toallitas de bebé. La Antártida todavía
tiene una cualidad romántica que el Ártico perdió por
la codicia humana. «Existe un pacto de caballeros que
dejó en suspenso las reclamaciones territoriales. No hay
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soberanías. Pero tampoco hay Policía, aunque sí inspecciones. Lo que la salva, de momento, es que explotar
sus recursos es muy costoso. Se ven pesqueros piratas
que faenan la merluza negra, pero lo más importante es
que el turismo no se desmadre.» La población en el Polo
Sur varía estacionalmente: en el verano austral, 6.000
investigadores y personal logístico; y 40.000 turistas. En
invierno, sólo mil moradores con vocación de asceta.
«Algunos barcos turísticos se la juegan. Los pasajeros
han pagado mucho dinero y ellos deben cumplir unos
plazos. Pero en aguas antárticas los plazos dependen de
las condiciones meteorológicas», me explica el comandante. Si pagas entre 4.000 y 10.000 euros por el viaje,
exiges verlo todo. De vez en cuando desembarca algún
ataúd en Ushuaia. Las evacuaciones son muy complicadas. Los militares argentinos y chilenos van a sus bases
operados preventivamente de apendicitis. Y el Comité
Polar Español obliga a chequeos rigurosísimos.
Martes 25 de noviembre. Latitud 62º41.2 S. Longitud 60º58.9 W. Al ocaso, baja visibilidad y mar muy
gruesa. Visito la base Juan Carlos I. La preocupación por
no contaminar es obsesiva. El plato fuerte de la jornada
es el desembarco en la península Byers. De madrugada.
Diana a las cuatro y media. El viento ronda los 25 nudos,
el límite para operar con las zódiacs. Byers es uno de los
lugares más protegidos del planeta. Hacen falta permisos especiales para acceder a él. Está prohibido utilizar
medios mecánicos. La descarga de material se realiza a
mano. Tampoco se permiten vehículos. Los científicos se
dirigen a patita a Limnopolar. Allí estudiarán los efectos
del cambio climático en su ecosistema, reconstruirán el
clima de hace cinco mil años, buscarán virus que quizá
sirvan para fabricar los antibióticos del futuro. «Intentamos predecir si las algas, los invertebrados o las cianobacterias que allí habitan sobrevivirán o desaparecerán
con el calentamiento de la Tierra y establecer modelos
que nos darán pistas sobre el impacto del cambio climático en el resto del mundo», me informa Manuel Toro.
Dormirán en tiendas de campaña, procurando no ser
aplastados por los elefantes marinos. Un macho puede
pesar más de dos toneladas.
Regreso al barco. Hay turnos para llamar por el teléfono satelitario. Cinco minutos cada tres días. Pero no
hay Internet hasta llegar a Ushuaia. Se hace duro pasar
seis meses a 12.000 kilómetros de España. Y más en
Navidad. ■
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