La orientación de la política exterior española

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ENTRE 1898 Y 1914:
LA ORIENTACIÓN DE LA POLÍTICA
EXTERIOR ESPAÑOLA
Rosario DE LA TORRE DEL RIO
Profesora titular de Historia Contemporánea
Universidad Complutense de Madrid
Entre 1898 y 1914 se extiende una etapa de la historia de la política exterior
de España plena de significado. Si para la historia de las relaciones internaciona
les nos encontramos en la última etapa del colapso del concierto de Europa (1),
aquélla que se abre con el proceso de redistribución colonial y que se cierra con
la catástrofe del estallido de la Gran Guerra, para la historia de la política exterior
española, estos años se corresponden con la constatación del fracaso de la políti
ca exterior de la Restauración, la crisis internacional de 1898, los problemas de la
salida de dicha crisis y de la redefinición de la política exterior española, la con
clusión de los Acuerdos de Cartagena, la redefinición de los objetivos exteriores
y el afianzamiento de la neutralidad. La simple enumeración de las grandes cues
tiones que jalonan la historia de la política exerior española entre 1898 y 1914
permite su caracterización como una etapa especialmente significativa de esta
historia y, por lo tanto, merecedora de un análisis de conjunto que, como el que
abordamos, busque establecer su sentido general.
LA CRISIS DE 1898
En 1898 culmina, con todo dramatismo, la crisis final de la política exterior
de la España de la Restauración, primero, con el fracaso de toda la orientación
seguida hasta entonces, sin que aparezca una alternativa, más tarde, con el desa
rrollo de un desastre colonial que dejará pendiente el problema de la búsqueda de
una garantía internacional para la vencida metrópoli y sus islas adyacentes.
La Regencia había intentado alcanzar los tres grandes objetivos que compar
tían los dos partidos turnantes en el poder: la salvaguardia del régimen, la pre
vención de una acción de otra potencia en Marruecos y la conservación de las co
lonias del Caribe y del Pacífico. Pero, como ha señalado Julio Salón (2), la políti(1) Richard LANGHORNE, The Collapse of the Goncert of Europe. International Politics.
1890-1914, The Macmillan Press, 1981.
(2) Julio SALÓN COSTA, "La Restauración y la política exterior de España" en: Corona y
Diplomacia. La Monarquía española en la historia de las relaciones internacionales. Madrid,
Imprenta del Ministerio de Asuntos Exteriores, 1988, págs. 135-182. Véase también del mismo au
tor España en la Europa de Bismarck. La política exterior de Cánovas (1871-1881). Madrid,
C.S.I.C., 1967.
ca de la Regencia difícilmente podía resolver la contradicción entre las cuatro
constantes de la política exterior de toda la época de la Restauración: la fuerza de
un conjunto de vínculos de tipo económico, ideológico y cultural que ligan a
España con Francia e Inglaterra y que configuran estados y tendencias de la opi
nión pública; la muy difícil relación con la Tercera República Francesa como
consecuencia del peligro que proviene de la emigración política española instala
da en su suelo; la orientación decidida, fundada en la defensa del principio mo
nárquico, hacia los Imperios Centrales en general y hacia Alemania en particular
y, por último, las dificultades que se derivan de una política bismarckiana que
potencia la política colonial francesa en el norte de África.
A comienzos de los años noventa, cuando termine de desvanecerse el cons
tantemente proclamado respaldo alemán a la Monarquía española, los lazos que
unían a España con la Triple Alianza, que nunca fueron muy fuertes, quedarán
muy debilitados entrando en crisis una línea política seguida desde hacía casi
veinte años. El momento no podía ser más inoportuno; el lento proceso de la
alianza franco-rusa era ya un hecho conocido y esta variación básica del sistema
de alianzas europeo dará lugar, a su vez, a iniciativas y tanteos que creaban pers
pectivas imprevisibles, desorganizando el cuadro de alianzas existente en una si
tuación muy fluida y especialmente grave para las potencias menores como
España, que ya no podían orientarse con la seguridad de los años anteriores. Ni la
firme decisión de la Reina Regente de mantener el acuerdo con la Triple Alianza,
ni la tentativa de Cánovas y de su ministro de Estado, el duque de Tetuán, de li
gar la defensa del principio monárquico con el mantenimiento de la soberanía es
pañola en Cuba, tendrán la virtualidad de fortalecer la posición de España cuando
estalle de nuevo la crisis colonial. A comienzos de 1898 podía darse como defini
tivamente fracasada la prolongada línea diplomática cuyo eje principal había sido
el principio monárquico sin que la percepción española de la vinculación entre
los problemas continentales y los problemas coloniales se corresponda con un
análisis riguroso de las posiciones y tendencias de las grandes potencias.
Por eso, cuando estalla la crisis con los Estados Unidos, se advierte que los
objetivos se han adecuado a las dramáticas circunstancias creadas por los rebel
des cubanos y por la política de la Administración McKinley y que ahora se con
cretan en la defensa prioritaria del Régimen de la Restauración a costa de un de
sastre cuyos efectos se tratarán de limitar al máximo. Los presupuestos básicos
de esta política siguen mostrando una deficiente percepción de la realidad inter
nacional: se considera que los intereses de las grandes potencias europeas pueden
coincidir con los intereses españoles y que esta coincidencia puede frenar la polí
tica agresiva de los Estados Unidos; en particular, se considera que los gobiernos
de las grandes potencias actuarán en la dirección deseada ante el temor de que la
amplitud del Desastre pudiera favorecer la caída del Régimen español. La estra
tegia seguida no cambió a lo largo de las distintas fases de la crisis a pesar de su
evidente falta de efectividad: en todo momento la diplomacia española buscó fa
vorecer la operatividad de Europa para frenar a América. Sin embargo, el gobier
no español no podía contar con la Triple Alianza para dirigir la acción europea;
si todavía existía algo parecido al concierto de Europa, éste estaba dirigido por
Inglaterra, y si alguna potencia europea podía frenar a Estados Unidos, esa poten
cia era Inglaterra. De esta manera, se produce la paradoja de que, tras veinte años
de orientación hacia Alemania, cuando se plantean los riesgos de 1898, la políti
ca española busque en Londres, París y San Petersburgo el apoyo diplomático
que necesitaba.
En cualquier caso, a pesar de todos los esfuerzos desplegados para hacer in
tervenir, en favor de sus objetivos, a las potencias europeas, la diplomacia espa
ñola resulta impotente y no parece que evite con sus acciones ninguna pérdida
que realmente no sea evitada por la conjunción de los intereses de las grandes po
tencias, por los límites del propio proceso de redistribución. Alemania se mantie
ne dentro de sus compromisos previos con Inglaterra, sin salirse de su negocia
ción simultánea con los Estados Unidos, sin forzar nada que, interesándole, hu
biera mejorado el balance español. La alianza franco-rusa ayuda a España
dándole consejos sensatos y facilitando los contactos, pero no da un solo paso
arriesgado en el verano-otoño de la crisis de Fashoda. Inglaterra no entra nunca
en el juego que prepara España; no estará dispuesta a admitir la almoneda de las
Filipinas a pesar de disponer de la mejor opción para comprar una parte del ar
chipiélago, preferirá siempre la soberanía norteamericana; por otra parte, su res
puesta a la iniciativa española de negociar un tratado bilateral será la propuesta
de un tratado de garantía que, a cambio de bloquear el proceso de redistribución
de los territorios españoles tras la firma del Tratado de París garantizando la inte
gridad de la nueva estructura territorial, conseguiría asegurar Gibraltar en el mar
co de la plena integración de España en el sistema de seguridad británico (3). De
esta manera, el Desastre del 1898 no sólo no resolvía el problema de la búsqueda
de una garantía internacional para consolidar la posición de España, lo convertía
en algo más acuciante y dramático al desplazarlo, desde el Caribe y el Pacífico, a
la zona del estrecho de Gibraltar: la contundente derrota militar pondría de mani
fiesto, ante la comunidad internacional, que España no tenía capacidad para de
fender, no ya Cuba o Filipinas, sino Baleares, Canarias o Ceuta, territorios que en
la coyuntura de redistribución colonial que domina durante nuestro 98, aparecen
tan codiciados por las grandes potencias como los que efectivamente la derrota
obliga a entregar o vender (4).
Si bien el gobierno liberal de Sagasta renunció a la garantía de la flota britá
nica para asegurar la defensa de Baleares y Canarias, valorando su coste en satelización, también es verdad que la diplomacia española fue capaz de comprender,
en aquel momento, que la existencia de unos intereses españoles en el norte de
Marruecos podía ser vista por Londres como un elemento tranquilizador ante una
posible ruptura del statu quo marroquí que pudiese dejar el otro lado del Estrecho
(3) Rosario DE LA TORRE DEL RIO, Inglaterra y España en 1898. Madrid, EUDEMA,
1988.
(4) El análisis de la amplitud de los contornos del Desastre de 1898 es uno de los muchos méri
tos de dos trabajos de José María JOVER ZAMORA que se complementan: "Gibraltar en la crisis
internacional del 98", en: Política, diplomacia y humanismo popular en la España del siglo XX,
Turner, Madrid, 1976, págs. 431-488, y 1898: teoría v práctica de la redistribución colonial,
Fundación Universitaria Española, Madrid, 1979.
en condiciones de ser artillado por Francia. Por su parte, el nuevo gobierno con
servador presidido por Silvela buscará, en el mes de abril de 1899, la garantía ex
terior de la integridad territorial de la Monarquía española en la formación de un
esquema de alianza que, en aquel momento, todavía parecía posible: una alianza
continental que agrupase a Francia, Rusia, Alemania y España (5). El hecho de
que tales propuestas no lograse concertar otras voluntades, no les resta valor a la
hora de considerar la dificultad y el riesgo en los que quedaba la posición inter
nacional de España a la salida de la crisis de 1898 como consecuencia de la con
fluencia de tres grandes cuestiones: la debilidad española para defender sus posi
ciones en el eje Baleares-Canarias, la necesidad inglesa de asegurar el valor cre
ciente de Gibraltar y la apertura de la cuestión de Marruecos.
REGRESO AL MARCO INTERNACIONAL OFRECIDO
POR LA ENTENTE
Cerrado el proceso de redistribución colonial de los años noventa, una nueva si
tuación internacional más clara, permitirá a España reconducir su política exterior,
lejos de la línea seguida durante la Restauración, en el cuadro que le proporciona la
Entente franco-británica, en la dirección que conduce a los Acuerdos de Cartagena
de 1907. La evidencia del viraje que marca la nueva orientación podría ser inter
pretado de manera incorrecta si olvidamos que, con este viraje, la política exterior
española no hacía más que enlazar con una tradición que conviene tener en cuenta
y que obliga a retroceder por un momento a la primera parte del siglo XIX.
Como señala José María Jover (6), desde la crisis de la Alianza francesa hasta
1834, España había carecido de política exterior; bien es verdad que las enormes
transformaciones experimentadas por las relaciones internacionales —revolución
francesa, imperio napoleónico, emancipación americana— no ayudaba a tenerla,
sobre todo si se trataba, como en el caso de España, de una potencia mundial que,
situada en el centro de la crisis, estaba a punto de dejar de serlo. Pero en 1834,
consumada la Emancipación, España se colocará resueltamente en un determina
do ámbito regional europeo de política exterior con la firma del Tratado de la
Cuádruple Alianza, por cuanto este tratado suponía la formación de un sistema
regional europeo geográficamente occidental y atlántico, políticamente parla
mentario y liberal, destinado a contraponerse a una Europa centro-oriental toda
vía absolutista. La España liberal tomaba nota de que ya no se trataba, como en
los tiempos de la defensa de América, de tomar partido, en la larga lucha por el
dominio atlántico, por Francia contra Inglaterra o por Inglaterra contra Francia;
(5) La documentación de todo lo relativo a la aparición de la cuestión de Marruecos en el con
texto del 98 y a la propuesta de Silvela a los gobiernos francés, ruso y alemán en Rosario DE LA
TORRE DEL RIO, "La crisis de 1898 y el problema de la garantía exterior". Híspanla, Centro de
Estudios Históricos (CSIC). tomo XLV1 (1986), págs. 115-164.6
(6) José Maria JOVER ZAMORA, Prólogo de La era isabelina y el sexenio democrático
(1834-1874). Madrid, Espasa-Calpe, 1981, págs. CXXXV-CLVI1.
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la política contemporánea, específicamente ochocentista, surge precisamente en
tonces, cuando se acuña un principio básico que se mantendrá vigente durante un
siglo: cuando Francia e Inglaterra marchen juntas, seguirlas, cuando no, abste
nerse. Pero por encima de todo, con el Tratado de 1834, la España liberal se inte
gra en un cuadrilátero cuyo perímetro se consolidará a lo largo de un siglo:
Londres, París, Lisboa y Madrid; y al sur, como zona de intereses comunes y en
contrados, la región del Estrecho con sus archipiélagos atlánticos —Canarias,
Azores—, con sus enclaves —Gibraltar, Ceuta, Melilla—, con las Baleares en el
punto medio de un eje marítimo vital para Francia, el que une Marsella con
Argel, con la inconcreta y común expectativa sobre un Marruecos en el que con
fluyen intereses españoles, franceses y británicos.
Pues bien, interesa destacar la persistencia estructural del cuadrilátero políti
co esbozado por la Alianza de 1834, a pesar del prolongado eclipse que supuso la
búsqueda del apoyo alemán por parte de la España de la Restauración, y a pesar
de la experiencia del 98 cuando los intereses ingleses y franceses se manifiesten
contrapuestos y España sufra, durante la guerra con los Estados Unidos, las difi
cultades de la neutralidad malévola de Inglaterra. La firma del llamado Tratado
de Windsor entre Inglaterra y Portugal, cerrando el paréntesis de incertidumbre
abierto por la crisis del Ultimátum, la entente franco-británica establecida a partir
del Acuerdo de 1904, la prevista integración de España en este último sistema en
razón de los intereses estratégicos británicos en el mar de Alborán, la aceptación
por parte de España del compromiso marroquí inherente a la integración aludida
irán perfilando, con trazos más vigorosos y explícitos que los de 1834, el marco
regional de intereses políticos definidos en su día por la Cuádruple Alianza. El
proceso, que iniciará con brillantez la diplomacia de Fernando León y Castillo (7),
culminará con los Acuerdos de Cartagena. Como señala Jover, la proyección rec
tora de las dos grandes potencias ligadas por la Entente sobre la región del
Estrecho y sobre los archipiélagos adyacentes, cuyo statu quo y cuya integridad
territorial garantizan explícitamente, no puede dejar de ser tenida en cuenta: lo
establecido en 1834 como marco europeo inmediato de la política exterior de
España conserva su vigencia redoblada y consolidada en los umbrales del siglo.
Al margen de sus discutibles fundamentos históricos, la idea de que la políti
ca de recogimiento canovista había sido la principal responsable de la derrota es
pañola a manos del imperialismo norteamericano, se encuentra en la base de la
sorprendente unanimidad con la que los políticos y órganos de opinión apuestan
por una línea político-internacional que saque al país del aislamiento, consideran
do que la garantía efectiva de unos intereses nacionales bien definidos dependía
de fuerzas y condicionantes internacionales con los que era preciso dialogar y es
tablecer acuerdos. La conciencia de unos intereses que hay que defender y de
unos instrumentos diplomáticos como medio para lograrlo dan sentido al intento
de regeneración de la política exterior española. Sin embargo, no conviene olvi-
(7) Víctor MORALES LEZCANO, León y Castillo, embajador (1887- 1918). Un estudio so
bre política exterior de España, Ediciones del Cabildo de Gran Canaria, 1975
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dar que en los primeros años del siglo XX el mundo se encuentra en plena era
del imperialismo, que el peso de un Estado en el contexto internacional se media
en potencia industrial y colonial y que la experiencia histórica más reciente había
demostrado con toda crudeza que los grandes propiciaban el deslizamiento de los
más débiles desde la condición de sujeto del derecho internacional a la de objeto
de reparto. No resulta pues sorprendente que el intento regeneracionista que en
carna Alfonso XIII pase por el arriesgado empeño de que España aproveche las
oportunidades que se le presenten para participar con las grandes potencias del
entorno en una política de poder, bien sea en Marruecos, bien sea más tarde en
Portugal. En la España que acababa de vivir la experiencia de ser objeto de la re
distribución colonial, se seguirá experimentando el temor a que, en cualquier mo
mento, los grandes la asimilen a ese mundo codiciado por el imperialismo mien
tras se diseña una política relativamente ambiciosa para hacerse con un lugar,
aunque sea muy modesto, entre los que deciden el futuro de los demás. Tampoco
resultará sorprendente que una política de ese tipo se apoye fundamentalmente en
el voluntarismo de sus impulsores y entre pronto en contradicción, no sólo con
las condiciones objetivas de una economía atrasada, sino también con amplios
sectores sociales para quienes no habrá más regeneración que la que pasaba por
la mejora de las condiciones de vida de los trabajadores, por el logro de la demo
cracia parlamentaria y por el rechazo, a veces violento, de una política que consi
deran contraria a los intereses de la inmensa mayoría de los españoles.
Pero las contradicciones estallarán más tarde, ahora importa destacar que en la
estela de los Acuerdos anglo-franceses de abril de 1904, la política exterior españo
la irá encontrando su lugar sobre todo cuando los resultados de la guerra ruso-japo
nesa ayuden a transformar el sistema de Estados europeo. No olvidemos que en
1905 la Monarquía zarista, derrotada en mar y en tierra, se encuentra paralizada por
la revolución; el sistema internacional perdía a unos de sus miembros más impor
tantes y este cambio en el equilibrio del poder llevará a otros a reconsiderar sus ali
neamientos con el resultado de la transformación de los acuerdos extra-europeos de
1904 en una entente anglo-francesa operando en Europa. El principal catalizador
de este proceso será Alemania, con su intento de sacar ventaja del embarrancamiento ruso buscando una alianza germano-rusa y el aislamiento de Francia mien
tras empujaba a Europa a la primera crisis marroquí, intentando la humillación de
Francia con la reunión de una conferencia internacional. El gobierno de Berlín no
logrará sus objetivos, la Alianza franco-rusa saldrá fortalecida y el Acuerdo anglofranees se convertirá en una entente europea mientras el Foreign Office va abando
nando sus tradicionales recelos hacia la política rusa para concentrarse en unas am
biciones alemanas que podían encontrar un resquicio en la debilidad española (8).
(8) Además de los manuales clásicos como Pierre REKOUVIN, Historia de las relaciones in
ternacionales (siglos XIX y XX), Madrid, Akal, 1982 y A.J.P. TAYLOR, The Strugglefor Mastery
in Europe. 1848-1918, Oxford University Press, 1971, puede encontrarse un buen resumen de toda
esta cuestión en el capitulo siete, "Unstable equilibrium 1895-1911", de F.R. BR1DGE and R. BU
LLEN, The Great Powers and the European States System 1815-1914, Longman Press, 1980.
12
LOS ACUERDOS DE CARTAGENA DE 1907
Sobre esta base, no es extraño que el 8 de junio de 1905, poco después de la
explosiva visita del Kaiser Guillermo II a Tánger (31 de marzo) y de la caída de
Théophile Delcassé (6 de junio), durante la visita oficial a Londres del rey de
España, Lord Lansdowne, el secretario de Estado para el Foreign Office del gabi
nete conservador-unionista de Arthur Balfour, formule la primera propuesta de
un acuerdo anglo-español aprovechando su entrevista con Wenceslao Ramírez de
Villa Urrutia, el ministro de Estado del gobierno conservador de Fernández
Villaverde, que acompaña al rey en el viaje. En el curso de una conversación
amistosa en la que se está hablando de las intenciones alemanas en Marruecos, el
ministro británico señala las ventajas mutuas de un acuerdo anglo-español por el
que se entendiera que España no cedería a una tercera potencia ninguno de sus
puntos estratégicos: Baleares, Melilla, Ceuta, Canarias y Fernando Póo; el acuer
do incluiría el apoyo inglés a España para el caso de que tuviese que enfrentarse
a cualquier país para defender estas posiciones en la confianza de que, igualmen
te, se podría llegar a un acuerdo para favorecer la seguridad de Gibraltar frente a
un hipotético ataque desde territorio español. Es decir, Inglaterra volvía a unos
planteamientos que, recordando los de 1898, incorporaban los nuevos datos de la
realidad internacional: la distensión anglo-francesa y la tensión anglo-alemana.
Si bien Villa Urrutia se muestra interesado por el proyecto, el gobierno de
Fernández Villaverde tenía los días contados con lo que la propuesta de
Lansdowne deberá esperar para poder seguir su curso. Una de las razones que ex
plica el dilatado tiempo que transcurre entre el 8 de junio de 1905 y el 16 de abril
de 1907 se encuentra en la dificultad que tienen los ingleses para mantener la
continuidad de la negociación con unos gobiernos españoles especialmente dis
continuos. En cualquier caso, durante los veintidós meses que pasan entre la pro
puesta y la concreción habrá tiempo de sobra para que la materialización de las
presiones alemanas y el intento del gobierno francés de aprovechar la ocasión pa
ra fortalecer su posición internacional desvíen el planteamiento de la propuesta
británica (9).
A pesar del entusiasmo desplegado por el embajador británico en Madrid, los
últimos meses de 1905 no eran propicios para afianzar una negociación: tanto en
Londres como en Madrid, los dos gobiernos tenían los días contados. En noviem
bre se formará en Madrid un nuevo gobierno liberal con Moret en la Presidencia
y con el duque de Almodóvar del Río en Estado. En diciembre se formará en
Londres un gobierno liberal con Henry Campbell-Bannerman como primer mi
nistro y Sir Edward Grey al frente del Foreign Office. El paréntesis impuesto por
estos cambios dará ocasión a que se materialicen las presiones alemanas sobre
(9) La documentación de éste y todos los demás extremos de la negociación de los Acuerdos se
encuentra en Rosario DE LA TORRE DEL RIO, "Los Acuerdos anglo-hispano-franceses de 1907:
una larga negociación en la estela del 98", Cuadernos de la Escuela Diplomática (Ministerio de
Asuntos Exteriores), 2a época, N° 1, 1988, págs. 81-104.
I ¡
España. Más tarde, la Conferencia de Algeciras (16 de enero a 7 de abril de
1906) permitirá constatar no sólo el peligro de esas presiones, sino también el de
seo español de resistirlas apoyándose en la entente franco-británica. Por su parte,
Grey aprovechará la experiencia de sus primeros meses en el Ministerio para
confirmar sus temores iniciales. Lo que para Lansdowne no fue más que apoyo a
Francia para cumplir los compromisos de 1904, para Grey se irá convirtiendo en
la firme determinación de actuar conjuntamente con Francia para frenar a
Alemania, una potencia que estaba intentando cambiar el equilibrio europeo
aprovechando el debilitamiento ruso. Pero aunque la situación internacional fa
vorezca el deseo de Grey de retomar la propuesta de Lansdowne para garantizar
el statu quo del Mediterráneo occidental, la discontinuidad ministerial española
seguía siendo un serio inconveniente. A finales de julio cesa el gobierno Moret;
la crisis del Partido Liberal agotaba la situación política hasta el punto de regis
trar tres gobiernos distintos en la segunda parte del año 1906. Finalmente, el 25
de enero de 1907, los liberales darán paso al gobierno conservador de Antonio
Maura.
En diciembre de 1906, aprovechando el elemento de continuidad que ofrece
el nombramiento de Villa Urrutia como embajador de España en Londres, el
Foreign Office comienza a preparar las bases sobre las que desea asentar el
acuerdo propuesto año y medio atrás. La consolidación del diseño del reparto de
Marruecos entre Francia y España, la conciencia de que Alemania no daba por
cerrada la cuestión con su fracaso en Algeciras, y el convencimiento de que
España y Francia lo deseaban, colocan el punto de partida en las limitaciones del
artículo VII de la Convención secreta franco-española de 3 de octubre de 1904.
No había en ese artículo nada que impidiera a España ceder territorios a Francia
o a otra potencia en caso de guerra hispano-francesa. El hecho de que la
Convención hubiese sido formalmente comunicada al gobierno británico no pare
cía suficiente para crear un compromiso entre Londres y Madrid. Pero mientras
los británicos preparan la concreción de su propuesta, el temor a las presiones
alemanas, lleva a los franceses a aprovechar la situación presentando una fórmula
que, de hecho, sacaba el asunto de la relación bilateral Londres-Madrid para lle
varlo a un terreno tripartito en el que los intereses del Gobierno de París pasaban
a un primer término (10). La decisión francesa de convertirse en la parte más di
námica de la negociación culminará el 7 de enero de 1907 con la presentación en
Madrid de un borrador de acuerdo que coloca a. la diplomacia británica en una
posición algo incómoda, entre otras cosas porque Jules Cambon ofrece al rey
Alfonso y al ministro Pérez Caballero una garantía anglo-francesa para las pose
siones españolas en el Mediterráneo y en el Atlántico sin nombrar siquiera a
Gibraltar. La diplomacia británica que venía estudiando las bases de la propuesta
en la confianza de que el gobierno español deseaba un acuerdo bilateral, se en-
(10) K.A. HAMILTON, "Great Britain, France and the Origins of the Mediterranean
Agreements of 1907", Shadow and Substance in British Foreign Policy 1895-1939, The University
of Alberta Press, 1984, págs. 115-150.
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contraba con que Jules Cambon, que iba a ser trasladado de Madrid a Berlín en el
mes de febrero, había forzado la situación aprovechando la buena receptividad
del gobierno español con objeto de implicar a los británicos en un acuerdo formal
con París para excluir a Alemania del Mediterráneo occidental. Sin dejar de ser
consciente de los riesgos de una propuesta francesa de acuerdo tripartito que se
ría considerada en Berlín como un estrechamiento de la red extendida sobre la
actividad de la política alemana. Grey se muestra convencido de que merecía la
pena seguir buscando un acuerdo con España.
Para el gobierno conservador de Antonio Maura, que muestra desde el primer
momento la determinación de continuar la negociación emprendida por los libe
rales, la situación parece simplificarse con la propuesta francesa: el gobierno bri
tánico deseaba un acuerdo bilateral sobre Marruecos y Gibraltar que se comuni
caría a París y que completaría el Acuerdo hispano-francés de 1904; el gobierno
francés, por el contrario, proponía un acuerdo tripartito de garantía mutua de las
respectivas posesiones en la región del Estrecho, en el que las tres partes se com
prometerían, por un lado, a no ceder ningún punto de los territorios de esa región
a otra potencia, y por otro, y esto era lo más importante, a actuar conjuntamente
en el caso de que una de ellas recibiera una presión en el sentido antes menciona
do. Los ingleses consideran que el acuerdo tripartito tendría la apariencia de una
alianza política y que, por lo tanto, irritaría las susceptibilidades alemanas. Los
franceses presentan su búsqueda de un apoyo formal británico para excluir a los
alemanes del norte de África señalando las ventajas de un acuerdo general a tres,
que evitaría la cuestión de Gibraltar y con ello obviaría el principal escollo que
sin duda pondría el gobierno español. Al refugiarse, desde el mismo momento en
que se formula, detrás de la propuesta francesa, el gobierno español parece refor
zar su posición negociadora aunque, de hecho, estaba desviando esa negociación
de la relación Londres-Madrid a la relación Londres-París, favoreciendo su pro
pia posición dependiente y subordinada de lo que decidieran y formularan las dos
grandes potencias.
Una intervención personal del rey de España, rechazando claramente el
acuerdo tripartito propuesto por el gobierno francés, que contaba, no lo olvide
mos, con el apoyo del gobierno Maura, y proponiendo una alianza hispano-británica, modifica todos los presupuestos de la negociación en marcha y explica su
rápida conclusión en la forma que finalmente adoptaría. La intervención Alfonso
XIII tiene lugar el 16 de marzo de 1907, en el marco de la audiencia celebrada al
embajador de Inglaterra con el conocido objeto de culminar la preparación de la
inmediata visita a Cartagena de los reyes británicos Eduardo y Alejandra. El rey,
después de alguna referencia al asunto esperado, aprovecha la ocasión para co
municar al embajador británico sus proyectos para la reconstrucción del Ejército
y de la Armada y sus opiniones a propósito del tipo de alianza que necesitaba
España; y tras el esbozo de un ambicioso programa de reconstrucción militar
que, sin duda, necesitaría recurrir a alguno de los grandes fabricantes de arma
mento que por entonces competían duramente en el mercado mundial, el rey di
seña una orientación internacional de España que la ligaba firmemente a
Inglaterra. En efecto, Alfonso XIII se muestra en desacuerdo con el proyecto de
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Jules Cambon y asegura su preferencia por un acuerdo bilateral con Inglaterra
por el que este país tuviera, en tiempo de guerra., libertad para usar los puertos y
arsenales españoles a cambio del compromiso de defender las costas españolas
de un ataque de cualquier otra potencia. Al margen de otras consideraciones so
bre las implicaciones de las palabras del rey de España, el gobierno británico va
lora lo que en ellas hay de oposición al proyecto francés, sobre todo cuando po
cos días después llega a Londres la respuesta oficial del gobierno Maura adhi
riéndose al borrador de Jules Cambon.
Parece claro que el Foreign Office tenía que optar por una de las dos posibili
dades siguientes: o bien se desinteresaba del asunto, dejando que se hundiera, o
bien lo reducía a un simple intercambio de notas entre los gobiernos español y
británico por el que se pusieran de acuerdo en no ceder sus islas y puertos sin
consultarse mutuamente. No parece extraño que eligieran la segunda opción: po
día ser eficaz, no entrañaba nuevas obligaciones para Inglaterra y Alemania no
tendría razones para protestar. El Foreign Office redacta la Nota teniendo en
cuenta sus conversaciones con el embajador de España en Londres y, antes de
presentársela formalmente al gobierno de Maura, traslada a París su decisión de
rechazar definitivamente la idea del acuerdo tripartito. La visita real a Cartagena
será la ocasión para culminar la negociación. El gobierno británico entrega al go
bierno español la Nota que propone como materialización final de la larga nego
ciación que viene sosteniendo. Antonio Maura acepta la fórmula británica pero
insiste en la participación francesa para un intercambio de Notas similar al que
ofrecen los británicos con objeto de que todas ellas formen un conjunto coherente.
Así, los Acuerdos de Cartagena de 16 de mayo de 1907, quedan expresados
en un conjunto formado por cuatro Notas de contenido idéntico e intercambio si
multáneo y una doble Comunicación simultánea también; un conjunto de Notas y
Comunicaciones a través del cual Inglaterra, España y Francia se manifiestan de
cididas a mantener el statu quo territorial de la región del estrecho de Gibraltar, a
no ceder ninguno de los territorios que poseían en la zona y a comunicarse la
aparición de nuevas circunstancias que pudieran poner en riesgo la anterior deci
sión con objeto de estudiar la puesta en marcha de medidas comunes (11).
LOS LIMITES DE LA NUEVA ORIENTACIÓN INTERNACIONAL
Con la conclusión de los Acuerdos de Cartagena España dispone de una polí
tica exterior definida: había quedado política y jurídicamente inserta en el con
cierto internacional, había orientado su política exterior en el marco previamente
establecido por las potencias de Europa occidental, había definido unos intereses
y había aceptado unos determinados entendimientos externos y unos determina-
(11) Enrique ROSAS LEDEZMA, "Las declaraciones de Cartagena (1907): significación en la
política exterior de España y repercusiones internacionales", Cuadernos de Historia Moderna y
Contemporánea, Universidad Complutense de Madrid, vol. 2, 1981, págs. 213- 229.
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dos instrumentos diplomáticos con los que había considerado que podía preser
varlos. Sin embargo, no nos engañemos sobre las posibilidades de una política
que es fundamentalmente defensiva y dependiente. La España posnoventayochista ha garantizado el mantenimiento de lo que ya poseía en una región en la que el
principal factor del mantenimiento del statu quo es efectiva de los intereses fran
co-británicos. La política exterior española quedaba fortalecida frente a
Alemania, pero quedaba también limitada: no serán posibles iniciativas al mar
gen —mucho menos en contra— de los intereses preponderantes de Londres y
París. Pero, en cualquier caso, los españoles de 1907 eran demasiado conscientes
de los riesgos de la redistribución como para no aplaudir unánimemente el logro
de unos Acuerdos que garantizaban su punto y final. Además, no lo olvidemos, la
regeneración incluía también la decisión de ponerle siete llaves al sepulcro del
Cid, y una política estrictamente defensiva, cerrada a las aventuras exteriores,
parecía realista y conveniente.
Pero en los años posteriores las cosas irán cambiando, los objetivos de la po
lítica exterior española dejarán de ser estrictamente defensivos, se irán ampliando
y concretando precisamente frente a las limitaciones que impone la implícita de
pendencia de la Entente y empezarán a ser numerosos los que opinen que la con
secución de esos objetivos pasaba por el cambio en profundidad de la orientación
exterior. Como señala Hipólito de la Torre (12), las razones que explican la pro
gresiva instalación en la conciencia de los políticos y de los medios de comunica
ción españoles de unos intereses y unos objetivos exteriores menos conservado
res, más activos y difícilmente compatibles con el marco de la Entente, se en
cuentran en el cambio de coyuntura que se produce precisamente en 1907. En
efecto, por una parte, en Europa cristalizan los dos bloques antagónicos —Triple
Alianza, Triple Entente— que inician una espiral de confrontaciones introducien
do importantes dosis de incertidumbre que se proyectan como una alternativa an
tagónica sobre la opinión nacional. Como la alternativa de los dos bloques estaba
también cargada de diferentes contenidos ideológicos —Europa reaccionaría,
Europa democrática—, su simple existencia reforzaba también la base de la rup
tura de la unanimidad internacional de los medios políticos y de opinión españo
les. Por otra parte, la propia coyuntura interior del Estado, sobre todo con Maura
y Canalejas, ofrece un panorama de esperanzador regeneracionismo que parece
anunciar la revitalización y el fortalecimiento de las estructuras económicas y po
líticas del país.
Pues bien, en esta nueva situación internacional y nacional, da la impresión
de que la empresa marroquí deja de ser lo que fue, un obligado esfuerzo, impues
to desde fuera, de un Estado que no debía permitir que sus poderosos vecinos de
más allá de los Pirineos se colocasen también al otro lado del mar de Alborán,
para convertirse en algo distinto, un empeño consciente de carácter imperialista.
(12) Hipólito DE LA TORRE GÓMEZ, "El destino de la regeneración internacional de España
(1898-1918)", en: Relaciones internacionales de España en el siglo XX, Proserpina, N° 1, Mérida,
UNED, 2 vols., 1985, págs. 9-22.
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paliativo del imperio perdido en 1898 y catalizador de un conjunto de tendencias
de afirmación nacional en el concierto internacional (13). Pero en Marruecos,
España tropieza con Francia y con su designio imperialista de extender su con
trol, como una mancha de aceite, por todo el norte de África. Hasta 1909 Francia
intentará asociar a España a una empresa conjunta de conquista de Marruecos,
pero los gobiernos españoles rechazaron siempre estas invitaciones considerando
que el esfuerzo que requeriría esa política resultaba incompatible con la recons
trucción interior. Amparándose en los tratados internacionales, los gobiernos es
pañoles —el de Antonio Maura en último lugar— defienden siempre el manteni
miento del statu quo, lo que se compaginaba muy mal con las crecientes ambi
ciones francesas. En febrero de 1909 Francia cambia de estrategia y firma un
acuerdo con Alemania en el que ésta le reconoce derechos políticos sobre
Marruecos a cambio de su reconocimiento de los derechos económicos alemanes
sobre el territorio; ni la más ligera referencia a hipotéticos derechos españoles. El
gobierno de Madrid se opone sin ningún éxito al acuerdo franco-alemán, intenta
conseguir el arbitraje británico y fracasa mientras recibe de Londres la solicitud
de que se amplíe lo que los británicos denominaban zona neutral de Gibraltar, un
anterior abuso del poder inglés que ningún gobierno español había aceptado.
A partir de este momento, una España muy aislada ve como progresan los es
fuerzos franceses para aumentar su influencia económica, política y militar en un
Marruecos cada vez más mediatizado. Como señala Carlos Seco (14), no convie
ne olvidar la influencia que sobre esta situación ejercieron las consecuencias de
la crisis nacional de 1909 —campaña de Melilla, Semana Trágica de Barcelona,
asunto Ferrer—. En particular, el amplio debate de 1910 sobre la crisis del año
anterior, saca a la luz de manera contundente distintas expresiones del antibeli
cismo y anticolonialismo que ha generado una acción militar que, todavía, no es
siquiera consecuencia de una pretensión expansiva. El discurso del republicanis
mo radical y del socialismo se convierte en una baza más del gobierno francés a
la hora de justificar una política tenaz para lograr que España abandone sus pre
tensiones o que las limite hasta el mínimo del traspaís de sus plazas de soberanía.
La tensión acumulada estallará en 1911, cuando Francia aproveche las difi
cultades del sultán de Marruecos para enviar a Fez una columna militar y España
considere roto el statu quo al que se referían los Acuerdos de 1904. El gobierno
Canalejas, que venía intentando acelerar el reparto de Marruecos en dos zonas de
influencia, distintas en tamaño pero equivalentes en competencias, antes de que,
por la vía de los hechos consumados, ese territorio se convirtiera en un protecto
rado encubierto de Francia, ordena la ocupación de Larache, Alcázar y Arcila y
contribuye a la ampliación de una crisis en la que culmina el creciente antagonis
mo hispano-francés y en la que el gobierno español contemplará la posibilidad de
(13) Andrée BACHOUD, Los españoles ante las campañas de Marruecos, Madrid, EspasaCalpe, 1988.
(14) Carlos SECO SERRANO, "Alfonso XIII y la diplomacia española de su tiempo", en:
Corona y Diplomacia. La Monarquía española en la historia de las relaciones internacionales,
Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1988, págs. 185-226.
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buscar en Alemania la fuerza que le falta para frenar a Francia. Pero la rotunda
intervención alemana, buscando no sólo compensaciones, sino también el debili
tamiento de Francia, culminará en una negociación entre París y Berlín en la que
España no tiene la menor oportunidad de participar. Así, el gobierno español no
puede sino afirmar la orientación de su política exterior en el marco de la
Entente, entre otras cosas porque el gobierno alemán no da la menor oportunidad
para plantear en serio una inversión de alianzas mientras que el gobierno británi
co muestra en todo momento una buena disposición para apoyar los objetivos es
pañoles (15). Al final, en 1912, la negociación entre París y Madrid no dejará lu
gar a dudas; España obtiene el Protectorado sobre un territorio notablemente re
ducido al tiempo que el enclave de Tánger sale del todo y definitivamente de la
órbita española: había que pagar una pesada factura a Francia por el levantamien
to de la hipoteca alemana sobre Marruecos. A partir de este momento, Tánger se
convierte en un objetivo frustrado, en una aspiración que hace de Francia una ad
versaria que mutila los intereses nacionales.
También por entonces emerge otro objetivo exterior: Portugal. Objetivo anti
guo, periódicamente adormecido y renacido a lo largo de la historia, extraordina
riamente despierto ahora, con ocasión de la larga crisis interna del país vecino
que se inicia en 1908 con la parálisis de la Monarquía y que se agrava en los tur
bulentos años que siguen a la proclamación de la República en octubre de 1910.
En efecto, como ha explicado Hipólito de la Torre (16), la crisis portuguesa será
ocasión y pretexto para la reaparición de las conocidas aspiraciones iberistas es
pañolas que, bajo la forma de unión o de estrecha asociación peninsular, conver
tirán a Portugal en inamovible y casi obsesivo centro de interés para la política
exterior española. La tentación portuguesa es un exponente de afirmación y ex
traversión imperialista para España por mucho que se solape con el argumento de
que lo que pasase en el otro Estado peninsular afectaba directamente a la seguri
dad nacional. Pues bien, esta aspiración romperá definitivamente el marco de
aquella política exterior conservadora y defensiva que se encontraba detrás de los
Acuerdos de Cartagena de 1907, lanzando al gobierno de Alfonso XIII a unas
iniciativas ambiciosas que también encontrarán en Cartagena el escenario y la
ocasión para su maduración.
A pesar de todas las diferencias que habían separado a los gobiernos de
Francia y España durante los años anteriores, en 1913 la situación había mejora
do considerablemente; el rey Alfonso se disponía a emprender su segundo viaje
oficial a París después de considerar que la coyuntura internacional permitía a
España plantear sus nuevos objetivos profundizando sus compromisos con la
Entente. En mayo, durante la visita de Estado a París, el rey de España propone
al presidente Poincaré una alianza más estrecha: en la eventualidad de una guerra
(15) Rosario DE LA TORRE DEL RIO, "La política española en el año de la Crisis de 1911 a
través de la correspondencia del marqués de Alhucemas". Homenaje a los profesores Palacio y
Jover, Universidad Complutense de Madrid, 1990, vol. 1, págs.
(16) Hipólito DE LA TORRE GÓMEZ, Antagonismo y fractura peninsular. España-Portugal.
1910-1919, Madrid, Espasa-Calpe, 1983.
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entre Alemania y Francia, se ofrecieron garantías de seguridad que podrían per
mitir al Estado Mayor francés desguarnecer la frontera de los Pirineos, contar
con puntos de apoyo para su escuadra en puertos peninsulares e insulares e, in
cluso, disponer de libre tránsito por territorio español para el caso de que fuera
preciso trasladar a la metrópoli el ejército francés; situado en África. Estas ofertas
se repetirán en Madrid y Cartagena cuando en octubre el presidente Poincaré de
vuelva la visita oficial.
La visita de Estado del presidente Poincaré se extendió del 7 al 10 de octubre
de 1913 y fue una mezcla de visita a la capital del Estado y de visita naval a
Cartagena que, por un lado, resaltaba las buenas relaciones hispano-francesas tras
el acuerdo de 1912, y que, por otro, enlazaba con la visita que en 1907 realizó el
rey de Inglaterra y con el espíritu de los Acuerdos que entonces se establecieron.
Los periódicos especularon con la posibilidad de que la visita hubiese permitido
conversaciones políticas para ligar más firmemente a los dos Estados. Pero aun
que el rey Alfonso repitiera sus palabras de París, no parece que de aquel encuen
tro quede más que la nota oficiosa que Romanones entrega a los periodistas el
dia 10, abordo del España, y que el gobierno francés hará llegar también a la
prensa de su país: los gobiernos español y francés quisieron comunicar a la opi
nión pública la idea de que cooperaban y seguirían haciéndolo en sus respectivas
políticas en África conforme con los acuerdos de 1904, 1907 y 1911.
Sin embargo, a pesar de las apariencias, la política española apuntaba a obje
tivos difícilmente compatibles con aquél marco. El rey Alfonso había aprovecha
do las visitas de Estado para ofrecer a Francia la estrecha alianza de España en
un muy previsible conflicto armado con Alemania. En principio se trataba de una
oferta de muchos riesgos que lógicamente debía tener sus contrapartidas.
¿Tánger? ¿Gibraltar? Lo que parece indudable es que el rey pensaba en Portugal
aunque no parece que el asunto se plantease abiertamente ni en mayo en París ni
en octubre en Madrid o Cartagena. Pero en diciembre, el rey Alfonso emprende
otro viaje, ahora en dirección a los Imperios Centrales, con escalas en Londres y
París. El canciller austríaco aprovecha la ocasión para mostrar al rey de España
su desagrado por la orientación pro-francesa de la política española y elude cual
quier compromiso sobre el futuro de Portugal, que deja claramente en manos de
Inglaterra, su tradicional aliado. De regreso a Madrid, el rey vuelve a hacer esca
la en París y vuelve a conversar con Poincaré. En aquella ocasión, Alfonso XIII
reafirma su voluntad de permanecer al lado de la Entente y plantea de manera ex
plícita la cuestión portuguesa: aunque España no tenía ningún deseo de modificar
el statu quo interviniendo en el país vecino, podría verse obligada a hacerlo si la
anarquía se adueñase de Portugal (17).
Tras las conversaciones de mayo en París, el gobierno francés se había toma
do el tiempo necesario para valorar las propuestas del rey de España. La consulta
al Consejo Superior de la Defensa acerca de la utilidad del transporte de tropas a
través de la Península no había sido muy alentador. Ahora, en diciembre, cuando
(17) RENOUVIN, op. cit., págs. 520-531.
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Alfonso XIII mencione expresamente la cuestión portuguesa, desaparecerán las
posibles dudas: Francia se repliega convencida de que Inglaterra nunca aceptaría
las pretensiones españolas.
De esta manera llegamos a 1914 sin que la orientación de la política exterior
de España, como quedó formulada en los Acuerdos de Cartagena, sufra alguna
modificación para servir mejor a los intereses y objetivos que se fueron definien
do tras 1907. Sin embargo, la unanimidad con que fueron recibidos aquellos
Acuerdos había dejado de existir. En 1912 y 1913 son muchas las voces que se le
vantan para recordar que Francia y España son rivales en Marruecos, para afir
mar que los rivales no pueden ser aliados, para defender la alianza con Alemania,
una gran potencia que no tenía intereses antagónicos ni en Tánger, ni en Portugal,
ni en Gibraltar. Los propios gobernantes españoles, no planteándose nunca en se
rio la inversión de la orientación concretada en Cartagena, van reflejando esas as
piraciones exteriores aunque busquen su realización en la aquiescencia de las po
tencias occidentales y, por lo tanto, en el marco de la posición internacional asu
mida. Por supuesto, ese camino no conducía a ninguna parte. La alianza que
Alfonso XIII ofrece a Inglaterra en 1907 y a Francia en 1913 no resultaba espe
cialmente ventajosa para ninguna de las dos grandes potencias que encontrarán
sus intereses mejor servidos con el simple mantenimiento del statu quo.
No es extraño que a partir de diciembre de 1913 la diplomacia española se si
túe definitivamente en una posición neutralista. Tampoco es extraño que, cuando
estalle la guerra, la declaración y el ejercicio de la Neutralidad convivan con la
intensificación del debate sobre la orientación internacional de España.
Aliadófilos y germanófilos seguirán discutiendo la conveniencia de mantener los
Acuerdos de Cartagena desde el común convencimiento de que, en cualquier ca
so, España tenía en Marruecos, Portugal y Gibraltar sus principales objetivos ex
teriores y que su posición dependiente de la Entente franco-británica hacía muy
difícil su consecución. Pero tanto los aliadófilos, que desan conseguir esos obje
tivos con el acuerdo de Londres y París, como los germanófilos, que confían en
obtenerlos con la victoria de Alemania, considerarán en todo momento que la
Neutralidad era la única política posible, con la lógica frustración que de ello se
deriva. La contradicción entre la aspiración a un puesto de relevancia internacio
nal y la realidad de un país con escasa potencialidad seguía sin resolverse.
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