ENTRE 1898 Y 1914: LA ORIENTACIÓN DE LA POLÍTICA EXTERIOR ESPAÑOLA Rosario DE LA TORRE DEL RIO Profesora titular de Historia Contemporánea Universidad Complutense de Madrid Entre 1898 y 1914 se extiende una etapa de la historia de la política exterior de España plena de significado. Si para la historia de las relaciones internaciona les nos encontramos en la última etapa del colapso del concierto de Europa (1), aquélla que se abre con el proceso de redistribución colonial y que se cierra con la catástrofe del estallido de la Gran Guerra, para la historia de la política exterior española, estos años se corresponden con la constatación del fracaso de la políti ca exterior de la Restauración, la crisis internacional de 1898, los problemas de la salida de dicha crisis y de la redefinición de la política exterior española, la con clusión de los Acuerdos de Cartagena, la redefinición de los objetivos exteriores y el afianzamiento de la neutralidad. La simple enumeración de las grandes cues tiones que jalonan la historia de la política exerior española entre 1898 y 1914 permite su caracterización como una etapa especialmente significativa de esta historia y, por lo tanto, merecedora de un análisis de conjunto que, como el que abordamos, busque establecer su sentido general. LA CRISIS DE 1898 En 1898 culmina, con todo dramatismo, la crisis final de la política exterior de la España de la Restauración, primero, con el fracaso de toda la orientación seguida hasta entonces, sin que aparezca una alternativa, más tarde, con el desa rrollo de un desastre colonial que dejará pendiente el problema de la búsqueda de una garantía internacional para la vencida metrópoli y sus islas adyacentes. La Regencia había intentado alcanzar los tres grandes objetivos que compar tían los dos partidos turnantes en el poder: la salvaguardia del régimen, la pre vención de una acción de otra potencia en Marruecos y la conservación de las co lonias del Caribe y del Pacífico. Pero, como ha señalado Julio Salón (2), la políti(1) Richard LANGHORNE, The Collapse of the Goncert of Europe. International Politics. 1890-1914, The Macmillan Press, 1981. (2) Julio SALÓN COSTA, "La Restauración y la política exterior de España" en: Corona y Diplomacia. La Monarquía española en la historia de las relaciones internacionales. Madrid, Imprenta del Ministerio de Asuntos Exteriores, 1988, págs. 135-182. Véase también del mismo au tor España en la Europa de Bismarck. La política exterior de Cánovas (1871-1881). Madrid, C.S.I.C., 1967. ca de la Regencia difícilmente podía resolver la contradicción entre las cuatro constantes de la política exterior de toda la época de la Restauración: la fuerza de un conjunto de vínculos de tipo económico, ideológico y cultural que ligan a España con Francia e Inglaterra y que configuran estados y tendencias de la opi nión pública; la muy difícil relación con la Tercera República Francesa como consecuencia del peligro que proviene de la emigración política española instala da en su suelo; la orientación decidida, fundada en la defensa del principio mo nárquico, hacia los Imperios Centrales en general y hacia Alemania en particular y, por último, las dificultades que se derivan de una política bismarckiana que potencia la política colonial francesa en el norte de África. A comienzos de los años noventa, cuando termine de desvanecerse el cons tantemente proclamado respaldo alemán a la Monarquía española, los lazos que unían a España con la Triple Alianza, que nunca fueron muy fuertes, quedarán muy debilitados entrando en crisis una línea política seguida desde hacía casi veinte años. El momento no podía ser más inoportuno; el lento proceso de la alianza franco-rusa era ya un hecho conocido y esta variación básica del sistema de alianzas europeo dará lugar, a su vez, a iniciativas y tanteos que creaban pers pectivas imprevisibles, desorganizando el cuadro de alianzas existente en una si tuación muy fluida y especialmente grave para las potencias menores como España, que ya no podían orientarse con la seguridad de los años anteriores. Ni la firme decisión de la Reina Regente de mantener el acuerdo con la Triple Alianza, ni la tentativa de Cánovas y de su ministro de Estado, el duque de Tetuán, de li gar la defensa del principio monárquico con el mantenimiento de la soberanía es pañola en Cuba, tendrán la virtualidad de fortalecer la posición de España cuando estalle de nuevo la crisis colonial. A comienzos de 1898 podía darse como defini tivamente fracasada la prolongada línea diplomática cuyo eje principal había sido el principio monárquico sin que la percepción española de la vinculación entre los problemas continentales y los problemas coloniales se corresponda con un análisis riguroso de las posiciones y tendencias de las grandes potencias. Por eso, cuando estalla la crisis con los Estados Unidos, se advierte que los objetivos se han adecuado a las dramáticas circunstancias creadas por los rebel des cubanos y por la política de la Administración McKinley y que ahora se con cretan en la defensa prioritaria del Régimen de la Restauración a costa de un de sastre cuyos efectos se tratarán de limitar al máximo. Los presupuestos básicos de esta política siguen mostrando una deficiente percepción de la realidad inter nacional: se considera que los intereses de las grandes potencias europeas pueden coincidir con los intereses españoles y que esta coincidencia puede frenar la polí tica agresiva de los Estados Unidos; en particular, se considera que los gobiernos de las grandes potencias actuarán en la dirección deseada ante el temor de que la amplitud del Desastre pudiera favorecer la caída del Régimen español. La estra tegia seguida no cambió a lo largo de las distintas fases de la crisis a pesar de su evidente falta de efectividad: en todo momento la diplomacia española buscó fa vorecer la operatividad de Europa para frenar a América. Sin embargo, el gobier no español no podía contar con la Triple Alianza para dirigir la acción europea; si todavía existía algo parecido al concierto de Europa, éste estaba dirigido por Inglaterra, y si alguna potencia europea podía frenar a Estados Unidos, esa poten cia era Inglaterra. De esta manera, se produce la paradoja de que, tras veinte años de orientación hacia Alemania, cuando se plantean los riesgos de 1898, la políti ca española busque en Londres, París y San Petersburgo el apoyo diplomático que necesitaba. En cualquier caso, a pesar de todos los esfuerzos desplegados para hacer in tervenir, en favor de sus objetivos, a las potencias europeas, la diplomacia espa ñola resulta impotente y no parece que evite con sus acciones ninguna pérdida que realmente no sea evitada por la conjunción de los intereses de las grandes po tencias, por los límites del propio proceso de redistribución. Alemania se mantie ne dentro de sus compromisos previos con Inglaterra, sin salirse de su negocia ción simultánea con los Estados Unidos, sin forzar nada que, interesándole, hu biera mejorado el balance español. La alianza franco-rusa ayuda a España dándole consejos sensatos y facilitando los contactos, pero no da un solo paso arriesgado en el verano-otoño de la crisis de Fashoda. Inglaterra no entra nunca en el juego que prepara España; no estará dispuesta a admitir la almoneda de las Filipinas a pesar de disponer de la mejor opción para comprar una parte del ar chipiélago, preferirá siempre la soberanía norteamericana; por otra parte, su res puesta a la iniciativa española de negociar un tratado bilateral será la propuesta de un tratado de garantía que, a cambio de bloquear el proceso de redistribución de los territorios españoles tras la firma del Tratado de París garantizando la inte gridad de la nueva estructura territorial, conseguiría asegurar Gibraltar en el mar co de la plena integración de España en el sistema de seguridad británico (3). De esta manera, el Desastre del 1898 no sólo no resolvía el problema de la búsqueda de una garantía internacional para consolidar la posición de España, lo convertía en algo más acuciante y dramático al desplazarlo, desde el Caribe y el Pacífico, a la zona del estrecho de Gibraltar: la contundente derrota militar pondría de mani fiesto, ante la comunidad internacional, que España no tenía capacidad para de fender, no ya Cuba o Filipinas, sino Baleares, Canarias o Ceuta, territorios que en la coyuntura de redistribución colonial que domina durante nuestro 98, aparecen tan codiciados por las grandes potencias como los que efectivamente la derrota obliga a entregar o vender (4). Si bien el gobierno liberal de Sagasta renunció a la garantía de la flota britá nica para asegurar la defensa de Baleares y Canarias, valorando su coste en satelización, también es verdad que la diplomacia española fue capaz de comprender, en aquel momento, que la existencia de unos intereses españoles en el norte de Marruecos podía ser vista por Londres como un elemento tranquilizador ante una posible ruptura del statu quo marroquí que pudiese dejar el otro lado del Estrecho (3) Rosario DE LA TORRE DEL RIO, Inglaterra y España en 1898. Madrid, EUDEMA, 1988. (4) El análisis de la amplitud de los contornos del Desastre de 1898 es uno de los muchos méri tos de dos trabajos de José María JOVER ZAMORA que se complementan: "Gibraltar en la crisis internacional del 98", en: Política, diplomacia y humanismo popular en la España del siglo XX, Turner, Madrid, 1976, págs. 431-488, y 1898: teoría v práctica de la redistribución colonial, Fundación Universitaria Española, Madrid, 1979. en condiciones de ser artillado por Francia. Por su parte, el nuevo gobierno con servador presidido por Silvela buscará, en el mes de abril de 1899, la garantía ex terior de la integridad territorial de la Monarquía española en la formación de un esquema de alianza que, en aquel momento, todavía parecía posible: una alianza continental que agrupase a Francia, Rusia, Alemania y España (5). El hecho de que tales propuestas no lograse concertar otras voluntades, no les resta valor a la hora de considerar la dificultad y el riesgo en los que quedaba la posición inter nacional de España a la salida de la crisis de 1898 como consecuencia de la con fluencia de tres grandes cuestiones: la debilidad española para defender sus posi ciones en el eje Baleares-Canarias, la necesidad inglesa de asegurar el valor cre ciente de Gibraltar y la apertura de la cuestión de Marruecos. REGRESO AL MARCO INTERNACIONAL OFRECIDO POR LA ENTENTE Cerrado el proceso de redistribución colonial de los años noventa, una nueva si tuación internacional más clara, permitirá a España reconducir su política exterior, lejos de la línea seguida durante la Restauración, en el cuadro que le proporciona la Entente franco-británica, en la dirección que conduce a los Acuerdos de Cartagena de 1907. La evidencia del viraje que marca la nueva orientación podría ser inter pretado de manera incorrecta si olvidamos que, con este viraje, la política exterior española no hacía más que enlazar con una tradición que conviene tener en cuenta y que obliga a retroceder por un momento a la primera parte del siglo XIX. Como señala José María Jover (6), desde la crisis de la Alianza francesa hasta 1834, España había carecido de política exterior; bien es verdad que las enormes transformaciones experimentadas por las relaciones internacionales —revolución francesa, imperio napoleónico, emancipación americana— no ayudaba a tenerla, sobre todo si se trataba, como en el caso de España, de una potencia mundial que, situada en el centro de la crisis, estaba a punto de dejar de serlo. Pero en 1834, consumada la Emancipación, España se colocará resueltamente en un determina do ámbito regional europeo de política exterior con la firma del Tratado de la Cuádruple Alianza, por cuanto este tratado suponía la formación de un sistema regional europeo geográficamente occidental y atlántico, políticamente parla mentario y liberal, destinado a contraponerse a una Europa centro-oriental toda vía absolutista. La España liberal tomaba nota de que ya no se trataba, como en los tiempos de la defensa de América, de tomar partido, en la larga lucha por el dominio atlántico, por Francia contra Inglaterra o por Inglaterra contra Francia; (5) La documentación de todo lo relativo a la aparición de la cuestión de Marruecos en el con texto del 98 y a la propuesta de Silvela a los gobiernos francés, ruso y alemán en Rosario DE LA TORRE DEL RIO, "La crisis de 1898 y el problema de la garantía exterior". Híspanla, Centro de Estudios Históricos (CSIC). tomo XLV1 (1986), págs. 115-164.6 (6) José Maria JOVER ZAMORA, Prólogo de La era isabelina y el sexenio democrático (1834-1874). Madrid, Espasa-Calpe, 1981, págs. CXXXV-CLVI1. 10 la política contemporánea, específicamente ochocentista, surge precisamente en tonces, cuando se acuña un principio básico que se mantendrá vigente durante un siglo: cuando Francia e Inglaterra marchen juntas, seguirlas, cuando no, abste nerse. Pero por encima de todo, con el Tratado de 1834, la España liberal se inte gra en un cuadrilátero cuyo perímetro se consolidará a lo largo de un siglo: Londres, París, Lisboa y Madrid; y al sur, como zona de intereses comunes y en contrados, la región del Estrecho con sus archipiélagos atlánticos —Canarias, Azores—, con sus enclaves —Gibraltar, Ceuta, Melilla—, con las Baleares en el punto medio de un eje marítimo vital para Francia, el que une Marsella con Argel, con la inconcreta y común expectativa sobre un Marruecos en el que con fluyen intereses españoles, franceses y británicos. Pues bien, interesa destacar la persistencia estructural del cuadrilátero políti co esbozado por la Alianza de 1834, a pesar del prolongado eclipse que supuso la búsqueda del apoyo alemán por parte de la España de la Restauración, y a pesar de la experiencia del 98 cuando los intereses ingleses y franceses se manifiesten contrapuestos y España sufra, durante la guerra con los Estados Unidos, las difi cultades de la neutralidad malévola de Inglaterra. La firma del llamado Tratado de Windsor entre Inglaterra y Portugal, cerrando el paréntesis de incertidumbre abierto por la crisis del Ultimátum, la entente franco-británica establecida a partir del Acuerdo de 1904, la prevista integración de España en este último sistema en razón de los intereses estratégicos británicos en el mar de Alborán, la aceptación por parte de España del compromiso marroquí inherente a la integración aludida irán perfilando, con trazos más vigorosos y explícitos que los de 1834, el marco regional de intereses políticos definidos en su día por la Cuádruple Alianza. El proceso, que iniciará con brillantez la diplomacia de Fernando León y Castillo (7), culminará con los Acuerdos de Cartagena. Como señala Jover, la proyección rec tora de las dos grandes potencias ligadas por la Entente sobre la región del Estrecho y sobre los archipiélagos adyacentes, cuyo statu quo y cuya integridad territorial garantizan explícitamente, no puede dejar de ser tenida en cuenta: lo establecido en 1834 como marco europeo inmediato de la política exterior de España conserva su vigencia redoblada y consolidada en los umbrales del siglo. Al margen de sus discutibles fundamentos históricos, la idea de que la políti ca de recogimiento canovista había sido la principal responsable de la derrota es pañola a manos del imperialismo norteamericano, se encuentra en la base de la sorprendente unanimidad con la que los políticos y órganos de opinión apuestan por una línea político-internacional que saque al país del aislamiento, consideran do que la garantía efectiva de unos intereses nacionales bien definidos dependía de fuerzas y condicionantes internacionales con los que era preciso dialogar y es tablecer acuerdos. La conciencia de unos intereses que hay que defender y de unos instrumentos diplomáticos como medio para lograrlo dan sentido al intento de regeneración de la política exterior española. Sin embargo, no conviene olvi- (7) Víctor MORALES LEZCANO, León y Castillo, embajador (1887- 1918). Un estudio so bre política exterior de España, Ediciones del Cabildo de Gran Canaria, 1975 11 dar que en los primeros años del siglo XX el mundo se encuentra en plena era del imperialismo, que el peso de un Estado en el contexto internacional se media en potencia industrial y colonial y que la experiencia histórica más reciente había demostrado con toda crudeza que los grandes propiciaban el deslizamiento de los más débiles desde la condición de sujeto del derecho internacional a la de objeto de reparto. No resulta pues sorprendente que el intento regeneracionista que en carna Alfonso XIII pase por el arriesgado empeño de que España aproveche las oportunidades que se le presenten para participar con las grandes potencias del entorno en una política de poder, bien sea en Marruecos, bien sea más tarde en Portugal. En la España que acababa de vivir la experiencia de ser objeto de la re distribución colonial, se seguirá experimentando el temor a que, en cualquier mo mento, los grandes la asimilen a ese mundo codiciado por el imperialismo mien tras se diseña una política relativamente ambiciosa para hacerse con un lugar, aunque sea muy modesto, entre los que deciden el futuro de los demás. Tampoco resultará sorprendente que una política de ese tipo se apoye fundamentalmente en el voluntarismo de sus impulsores y entre pronto en contradicción, no sólo con las condiciones objetivas de una economía atrasada, sino también con amplios sectores sociales para quienes no habrá más regeneración que la que pasaba por la mejora de las condiciones de vida de los trabajadores, por el logro de la demo cracia parlamentaria y por el rechazo, a veces violento, de una política que consi deran contraria a los intereses de la inmensa mayoría de los españoles. Pero las contradicciones estallarán más tarde, ahora importa destacar que en la estela de los Acuerdos anglo-franceses de abril de 1904, la política exterior españo la irá encontrando su lugar sobre todo cuando los resultados de la guerra ruso-japo nesa ayuden a transformar el sistema de Estados europeo. No olvidemos que en 1905 la Monarquía zarista, derrotada en mar y en tierra, se encuentra paralizada por la revolución; el sistema internacional perdía a unos de sus miembros más impor tantes y este cambio en el equilibrio del poder llevará a otros a reconsiderar sus ali neamientos con el resultado de la transformación de los acuerdos extra-europeos de 1904 en una entente anglo-francesa operando en Europa. El principal catalizador de este proceso será Alemania, con su intento de sacar ventaja del embarrancamiento ruso buscando una alianza germano-rusa y el aislamiento de Francia mien tras empujaba a Europa a la primera crisis marroquí, intentando la humillación de Francia con la reunión de una conferencia internacional. El gobierno de Berlín no logrará sus objetivos, la Alianza franco-rusa saldrá fortalecida y el Acuerdo anglofranees se convertirá en una entente europea mientras el Foreign Office va abando nando sus tradicionales recelos hacia la política rusa para concentrarse en unas am biciones alemanas que podían encontrar un resquicio en la debilidad española (8). (8) Además de los manuales clásicos como Pierre REKOUVIN, Historia de las relaciones in ternacionales (siglos XIX y XX), Madrid, Akal, 1982 y A.J.P. TAYLOR, The Strugglefor Mastery in Europe. 1848-1918, Oxford University Press, 1971, puede encontrarse un buen resumen de toda esta cuestión en el capitulo siete, "Unstable equilibrium 1895-1911", de F.R. BR1DGE and R. BU LLEN, The Great Powers and the European States System 1815-1914, Longman Press, 1980. 12 LOS ACUERDOS DE CARTAGENA DE 1907 Sobre esta base, no es extraño que el 8 de junio de 1905, poco después de la explosiva visita del Kaiser Guillermo II a Tánger (31 de marzo) y de la caída de Théophile Delcassé (6 de junio), durante la visita oficial a Londres del rey de España, Lord Lansdowne, el secretario de Estado para el Foreign Office del gabi nete conservador-unionista de Arthur Balfour, formule la primera propuesta de un acuerdo anglo-español aprovechando su entrevista con Wenceslao Ramírez de Villa Urrutia, el ministro de Estado del gobierno conservador de Fernández Villaverde, que acompaña al rey en el viaje. En el curso de una conversación amistosa en la que se está hablando de las intenciones alemanas en Marruecos, el ministro británico señala las ventajas mutuas de un acuerdo anglo-español por el que se entendiera que España no cedería a una tercera potencia ninguno de sus puntos estratégicos: Baleares, Melilla, Ceuta, Canarias y Fernando Póo; el acuer do incluiría el apoyo inglés a España para el caso de que tuviese que enfrentarse a cualquier país para defender estas posiciones en la confianza de que, igualmen te, se podría llegar a un acuerdo para favorecer la seguridad de Gibraltar frente a un hipotético ataque desde territorio español. Es decir, Inglaterra volvía a unos planteamientos que, recordando los de 1898, incorporaban los nuevos datos de la realidad internacional: la distensión anglo-francesa y la tensión anglo-alemana. Si bien Villa Urrutia se muestra interesado por el proyecto, el gobierno de Fernández Villaverde tenía los días contados con lo que la propuesta de Lansdowne deberá esperar para poder seguir su curso. Una de las razones que ex plica el dilatado tiempo que transcurre entre el 8 de junio de 1905 y el 16 de abril de 1907 se encuentra en la dificultad que tienen los ingleses para mantener la continuidad de la negociación con unos gobiernos españoles especialmente dis continuos. En cualquier caso, durante los veintidós meses que pasan entre la pro puesta y la concreción habrá tiempo de sobra para que la materialización de las presiones alemanas y el intento del gobierno francés de aprovechar la ocasión pa ra fortalecer su posición internacional desvíen el planteamiento de la propuesta británica (9). A pesar del entusiasmo desplegado por el embajador británico en Madrid, los últimos meses de 1905 no eran propicios para afianzar una negociación: tanto en Londres como en Madrid, los dos gobiernos tenían los días contados. En noviem bre se formará en Madrid un nuevo gobierno liberal con Moret en la Presidencia y con el duque de Almodóvar del Río en Estado. En diciembre se formará en Londres un gobierno liberal con Henry Campbell-Bannerman como primer mi nistro y Sir Edward Grey al frente del Foreign Office. El paréntesis impuesto por estos cambios dará ocasión a que se materialicen las presiones alemanas sobre (9) La documentación de éste y todos los demás extremos de la negociación de los Acuerdos se encuentra en Rosario DE LA TORRE DEL RIO, "Los Acuerdos anglo-hispano-franceses de 1907: una larga negociación en la estela del 98", Cuadernos de la Escuela Diplomática (Ministerio de Asuntos Exteriores), 2a época, N° 1, 1988, págs. 81-104. I ¡ España. Más tarde, la Conferencia de Algeciras (16 de enero a 7 de abril de 1906) permitirá constatar no sólo el peligro de esas presiones, sino también el de seo español de resistirlas apoyándose en la entente franco-británica. Por su parte, Grey aprovechará la experiencia de sus primeros meses en el Ministerio para confirmar sus temores iniciales. Lo que para Lansdowne no fue más que apoyo a Francia para cumplir los compromisos de 1904, para Grey se irá convirtiendo en la firme determinación de actuar conjuntamente con Francia para frenar a Alemania, una potencia que estaba intentando cambiar el equilibrio europeo aprovechando el debilitamiento ruso. Pero aunque la situación internacional fa vorezca el deseo de Grey de retomar la propuesta de Lansdowne para garantizar el statu quo del Mediterráneo occidental, la discontinuidad ministerial española seguía siendo un serio inconveniente. A finales de julio cesa el gobierno Moret; la crisis del Partido Liberal agotaba la situación política hasta el punto de regis trar tres gobiernos distintos en la segunda parte del año 1906. Finalmente, el 25 de enero de 1907, los liberales darán paso al gobierno conservador de Antonio Maura. En diciembre de 1906, aprovechando el elemento de continuidad que ofrece el nombramiento de Villa Urrutia como embajador de España en Londres, el Foreign Office comienza a preparar las bases sobre las que desea asentar el acuerdo propuesto año y medio atrás. La consolidación del diseño del reparto de Marruecos entre Francia y España, la conciencia de que Alemania no daba por cerrada la cuestión con su fracaso en Algeciras, y el convencimiento de que España y Francia lo deseaban, colocan el punto de partida en las limitaciones del artículo VII de la Convención secreta franco-española de 3 de octubre de 1904. No había en ese artículo nada que impidiera a España ceder territorios a Francia o a otra potencia en caso de guerra hispano-francesa. El hecho de que la Convención hubiese sido formalmente comunicada al gobierno británico no pare cía suficiente para crear un compromiso entre Londres y Madrid. Pero mientras los británicos preparan la concreción de su propuesta, el temor a las presiones alemanas, lleva a los franceses a aprovechar la situación presentando una fórmula que, de hecho, sacaba el asunto de la relación bilateral Londres-Madrid para lle varlo a un terreno tripartito en el que los intereses del Gobierno de París pasaban a un primer término (10). La decisión francesa de convertirse en la parte más di námica de la negociación culminará el 7 de enero de 1907 con la presentación en Madrid de un borrador de acuerdo que coloca a. la diplomacia británica en una posición algo incómoda, entre otras cosas porque Jules Cambon ofrece al rey Alfonso y al ministro Pérez Caballero una garantía anglo-francesa para las pose siones españolas en el Mediterráneo y en el Atlántico sin nombrar siquiera a Gibraltar. La diplomacia británica que venía estudiando las bases de la propuesta en la confianza de que el gobierno español deseaba un acuerdo bilateral, se en- (10) K.A. HAMILTON, "Great Britain, France and the Origins of the Mediterranean Agreements of 1907", Shadow and Substance in British Foreign Policy 1895-1939, The University of Alberta Press, 1984, págs. 115-150. 14 contraba con que Jules Cambon, que iba a ser trasladado de Madrid a Berlín en el mes de febrero, había forzado la situación aprovechando la buena receptividad del gobierno español con objeto de implicar a los británicos en un acuerdo formal con París para excluir a Alemania del Mediterráneo occidental. Sin dejar de ser consciente de los riesgos de una propuesta francesa de acuerdo tripartito que se ría considerada en Berlín como un estrechamiento de la red extendida sobre la actividad de la política alemana. Grey se muestra convencido de que merecía la pena seguir buscando un acuerdo con España. Para el gobierno conservador de Antonio Maura, que muestra desde el primer momento la determinación de continuar la negociación emprendida por los libe rales, la situación parece simplificarse con la propuesta francesa: el gobierno bri tánico deseaba un acuerdo bilateral sobre Marruecos y Gibraltar que se comuni caría a París y que completaría el Acuerdo hispano-francés de 1904; el gobierno francés, por el contrario, proponía un acuerdo tripartito de garantía mutua de las respectivas posesiones en la región del Estrecho, en el que las tres partes se com prometerían, por un lado, a no ceder ningún punto de los territorios de esa región a otra potencia, y por otro, y esto era lo más importante, a actuar conjuntamente en el caso de que una de ellas recibiera una presión en el sentido antes menciona do. Los ingleses consideran que el acuerdo tripartito tendría la apariencia de una alianza política y que, por lo tanto, irritaría las susceptibilidades alemanas. Los franceses presentan su búsqueda de un apoyo formal británico para excluir a los alemanes del norte de África señalando las ventajas de un acuerdo general a tres, que evitaría la cuestión de Gibraltar y con ello obviaría el principal escollo que sin duda pondría el gobierno español. Al refugiarse, desde el mismo momento en que se formula, detrás de la propuesta francesa, el gobierno español parece refor zar su posición negociadora aunque, de hecho, estaba desviando esa negociación de la relación Londres-Madrid a la relación Londres-París, favoreciendo su pro pia posición dependiente y subordinada de lo que decidieran y formularan las dos grandes potencias. Una intervención personal del rey de España, rechazando claramente el acuerdo tripartito propuesto por el gobierno francés, que contaba, no lo olvide mos, con el apoyo del gobierno Maura, y proponiendo una alianza hispano-británica, modifica todos los presupuestos de la negociación en marcha y explica su rápida conclusión en la forma que finalmente adoptaría. La intervención Alfonso XIII tiene lugar el 16 de marzo de 1907, en el marco de la audiencia celebrada al embajador de Inglaterra con el conocido objeto de culminar la preparación de la inmediata visita a Cartagena de los reyes británicos Eduardo y Alejandra. El rey, después de alguna referencia al asunto esperado, aprovecha la ocasión para co municar al embajador británico sus proyectos para la reconstrucción del Ejército y de la Armada y sus opiniones a propósito del tipo de alianza que necesitaba España; y tras el esbozo de un ambicioso programa de reconstrucción militar que, sin duda, necesitaría recurrir a alguno de los grandes fabricantes de arma mento que por entonces competían duramente en el mercado mundial, el rey di seña una orientación internacional de España que la ligaba firmemente a Inglaterra. En efecto, Alfonso XIII se muestra en desacuerdo con el proyecto de 15 Jules Cambon y asegura su preferencia por un acuerdo bilateral con Inglaterra por el que este país tuviera, en tiempo de guerra., libertad para usar los puertos y arsenales españoles a cambio del compromiso de defender las costas españolas de un ataque de cualquier otra potencia. Al margen de otras consideraciones so bre las implicaciones de las palabras del rey de España, el gobierno británico va lora lo que en ellas hay de oposición al proyecto francés, sobre todo cuando po cos días después llega a Londres la respuesta oficial del gobierno Maura adhi riéndose al borrador de Jules Cambon. Parece claro que el Foreign Office tenía que optar por una de las dos posibili dades siguientes: o bien se desinteresaba del asunto, dejando que se hundiera, o bien lo reducía a un simple intercambio de notas entre los gobiernos español y británico por el que se pusieran de acuerdo en no ceder sus islas y puertos sin consultarse mutuamente. No parece extraño que eligieran la segunda opción: po día ser eficaz, no entrañaba nuevas obligaciones para Inglaterra y Alemania no tendría razones para protestar. El Foreign Office redacta la Nota teniendo en cuenta sus conversaciones con el embajador de España en Londres y, antes de presentársela formalmente al gobierno de Maura, traslada a París su decisión de rechazar definitivamente la idea del acuerdo tripartito. La visita real a Cartagena será la ocasión para culminar la negociación. El gobierno británico entrega al go bierno español la Nota que propone como materialización final de la larga nego ciación que viene sosteniendo. Antonio Maura acepta la fórmula británica pero insiste en la participación francesa para un intercambio de Notas similar al que ofrecen los británicos con objeto de que todas ellas formen un conjunto coherente. Así, los Acuerdos de Cartagena de 16 de mayo de 1907, quedan expresados en un conjunto formado por cuatro Notas de contenido idéntico e intercambio si multáneo y una doble Comunicación simultánea también; un conjunto de Notas y Comunicaciones a través del cual Inglaterra, España y Francia se manifiestan de cididas a mantener el statu quo territorial de la región del estrecho de Gibraltar, a no ceder ninguno de los territorios que poseían en la zona y a comunicarse la aparición de nuevas circunstancias que pudieran poner en riesgo la anterior deci sión con objeto de estudiar la puesta en marcha de medidas comunes (11). LOS LIMITES DE LA NUEVA ORIENTACIÓN INTERNACIONAL Con la conclusión de los Acuerdos de Cartagena España dispone de una polí tica exterior definida: había quedado política y jurídicamente inserta en el con cierto internacional, había orientado su política exterior en el marco previamente establecido por las potencias de Europa occidental, había definido unos intereses y había aceptado unos determinados entendimientos externos y unos determina- (11) Enrique ROSAS LEDEZMA, "Las declaraciones de Cartagena (1907): significación en la política exterior de España y repercusiones internacionales", Cuadernos de Historia Moderna y Contemporánea, Universidad Complutense de Madrid, vol. 2, 1981, págs. 213- 229. 16 dos instrumentos diplomáticos con los que había considerado que podía preser varlos. Sin embargo, no nos engañemos sobre las posibilidades de una política que es fundamentalmente defensiva y dependiente. La España posnoventayochista ha garantizado el mantenimiento de lo que ya poseía en una región en la que el principal factor del mantenimiento del statu quo es efectiva de los intereses fran co-británicos. La política exterior española quedaba fortalecida frente a Alemania, pero quedaba también limitada: no serán posibles iniciativas al mar gen —mucho menos en contra— de los intereses preponderantes de Londres y París. Pero, en cualquier caso, los españoles de 1907 eran demasiado conscientes de los riesgos de la redistribución como para no aplaudir unánimemente el logro de unos Acuerdos que garantizaban su punto y final. Además, no lo olvidemos, la regeneración incluía también la decisión de ponerle siete llaves al sepulcro del Cid, y una política estrictamente defensiva, cerrada a las aventuras exteriores, parecía realista y conveniente. Pero en los años posteriores las cosas irán cambiando, los objetivos de la po lítica exterior española dejarán de ser estrictamente defensivos, se irán ampliando y concretando precisamente frente a las limitaciones que impone la implícita de pendencia de la Entente y empezarán a ser numerosos los que opinen que la con secución de esos objetivos pasaba por el cambio en profundidad de la orientación exterior. Como señala Hipólito de la Torre (12), las razones que explican la pro gresiva instalación en la conciencia de los políticos y de los medios de comunica ción españoles de unos intereses y unos objetivos exteriores menos conservado res, más activos y difícilmente compatibles con el marco de la Entente, se en cuentran en el cambio de coyuntura que se produce precisamente en 1907. En efecto, por una parte, en Europa cristalizan los dos bloques antagónicos —Triple Alianza, Triple Entente— que inician una espiral de confrontaciones introducien do importantes dosis de incertidumbre que se proyectan como una alternativa an tagónica sobre la opinión nacional. Como la alternativa de los dos bloques estaba también cargada de diferentes contenidos ideológicos —Europa reaccionaría, Europa democrática—, su simple existencia reforzaba también la base de la rup tura de la unanimidad internacional de los medios políticos y de opinión españo les. Por otra parte, la propia coyuntura interior del Estado, sobre todo con Maura y Canalejas, ofrece un panorama de esperanzador regeneracionismo que parece anunciar la revitalización y el fortalecimiento de las estructuras económicas y po líticas del país. Pues bien, en esta nueva situación internacional y nacional, da la impresión de que la empresa marroquí deja de ser lo que fue, un obligado esfuerzo, impues to desde fuera, de un Estado que no debía permitir que sus poderosos vecinos de más allá de los Pirineos se colocasen también al otro lado del mar de Alborán, para convertirse en algo distinto, un empeño consciente de carácter imperialista. (12) Hipólito DE LA TORRE GÓMEZ, "El destino de la regeneración internacional de España (1898-1918)", en: Relaciones internacionales de España en el siglo XX, Proserpina, N° 1, Mérida, UNED, 2 vols., 1985, págs. 9-22. 17 paliativo del imperio perdido en 1898 y catalizador de un conjunto de tendencias de afirmación nacional en el concierto internacional (13). Pero en Marruecos, España tropieza con Francia y con su designio imperialista de extender su con trol, como una mancha de aceite, por todo el norte de África. Hasta 1909 Francia intentará asociar a España a una empresa conjunta de conquista de Marruecos, pero los gobiernos españoles rechazaron siempre estas invitaciones considerando que el esfuerzo que requeriría esa política resultaba incompatible con la recons trucción interior. Amparándose en los tratados internacionales, los gobiernos es pañoles —el de Antonio Maura en último lugar— defienden siempre el manteni miento del statu quo, lo que se compaginaba muy mal con las crecientes ambi ciones francesas. En febrero de 1909 Francia cambia de estrategia y firma un acuerdo con Alemania en el que ésta le reconoce derechos políticos sobre Marruecos a cambio de su reconocimiento de los derechos económicos alemanes sobre el territorio; ni la más ligera referencia a hipotéticos derechos españoles. El gobierno de Madrid se opone sin ningún éxito al acuerdo franco-alemán, intenta conseguir el arbitraje británico y fracasa mientras recibe de Londres la solicitud de que se amplíe lo que los británicos denominaban zona neutral de Gibraltar, un anterior abuso del poder inglés que ningún gobierno español había aceptado. A partir de este momento, una España muy aislada ve como progresan los es fuerzos franceses para aumentar su influencia económica, política y militar en un Marruecos cada vez más mediatizado. Como señala Carlos Seco (14), no convie ne olvidar la influencia que sobre esta situación ejercieron las consecuencias de la crisis nacional de 1909 —campaña de Melilla, Semana Trágica de Barcelona, asunto Ferrer—. En particular, el amplio debate de 1910 sobre la crisis del año anterior, saca a la luz de manera contundente distintas expresiones del antibeli cismo y anticolonialismo que ha generado una acción militar que, todavía, no es siquiera consecuencia de una pretensión expansiva. El discurso del republicanis mo radical y del socialismo se convierte en una baza más del gobierno francés a la hora de justificar una política tenaz para lograr que España abandone sus pre tensiones o que las limite hasta el mínimo del traspaís de sus plazas de soberanía. La tensión acumulada estallará en 1911, cuando Francia aproveche las difi cultades del sultán de Marruecos para enviar a Fez una columna militar y España considere roto el statu quo al que se referían los Acuerdos de 1904. El gobierno Canalejas, que venía intentando acelerar el reparto de Marruecos en dos zonas de influencia, distintas en tamaño pero equivalentes en competencias, antes de que, por la vía de los hechos consumados, ese territorio se convirtiera en un protecto rado encubierto de Francia, ordena la ocupación de Larache, Alcázar y Arcila y contribuye a la ampliación de una crisis en la que culmina el creciente antagonis mo hispano-francés y en la que el gobierno español contemplará la posibilidad de (13) Andrée BACHOUD, Los españoles ante las campañas de Marruecos, Madrid, EspasaCalpe, 1988. (14) Carlos SECO SERRANO, "Alfonso XIII y la diplomacia española de su tiempo", en: Corona y Diplomacia. La Monarquía española en la historia de las relaciones internacionales, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1988, págs. 185-226. 18 buscar en Alemania la fuerza que le falta para frenar a Francia. Pero la rotunda intervención alemana, buscando no sólo compensaciones, sino también el debili tamiento de Francia, culminará en una negociación entre París y Berlín en la que España no tiene la menor oportunidad de participar. Así, el gobierno español no puede sino afirmar la orientación de su política exterior en el marco de la Entente, entre otras cosas porque el gobierno alemán no da la menor oportunidad para plantear en serio una inversión de alianzas mientras que el gobierno británi co muestra en todo momento una buena disposición para apoyar los objetivos es pañoles (15). Al final, en 1912, la negociación entre París y Madrid no dejará lu gar a dudas; España obtiene el Protectorado sobre un territorio notablemente re ducido al tiempo que el enclave de Tánger sale del todo y definitivamente de la órbita española: había que pagar una pesada factura a Francia por el levantamien to de la hipoteca alemana sobre Marruecos. A partir de este momento, Tánger se convierte en un objetivo frustrado, en una aspiración que hace de Francia una ad versaria que mutila los intereses nacionales. También por entonces emerge otro objetivo exterior: Portugal. Objetivo anti guo, periódicamente adormecido y renacido a lo largo de la historia, extraordina riamente despierto ahora, con ocasión de la larga crisis interna del país vecino que se inicia en 1908 con la parálisis de la Monarquía y que se agrava en los tur bulentos años que siguen a la proclamación de la República en octubre de 1910. En efecto, como ha explicado Hipólito de la Torre (16), la crisis portuguesa será ocasión y pretexto para la reaparición de las conocidas aspiraciones iberistas es pañolas que, bajo la forma de unión o de estrecha asociación peninsular, conver tirán a Portugal en inamovible y casi obsesivo centro de interés para la política exterior española. La tentación portuguesa es un exponente de afirmación y ex traversión imperialista para España por mucho que se solape con el argumento de que lo que pasase en el otro Estado peninsular afectaba directamente a la seguri dad nacional. Pues bien, esta aspiración romperá definitivamente el marco de aquella política exterior conservadora y defensiva que se encontraba detrás de los Acuerdos de Cartagena de 1907, lanzando al gobierno de Alfonso XIII a unas iniciativas ambiciosas que también encontrarán en Cartagena el escenario y la ocasión para su maduración. A pesar de todas las diferencias que habían separado a los gobiernos de Francia y España durante los años anteriores, en 1913 la situación había mejora do considerablemente; el rey Alfonso se disponía a emprender su segundo viaje oficial a París después de considerar que la coyuntura internacional permitía a España plantear sus nuevos objetivos profundizando sus compromisos con la Entente. En mayo, durante la visita de Estado a París, el rey de España propone al presidente Poincaré una alianza más estrecha: en la eventualidad de una guerra (15) Rosario DE LA TORRE DEL RIO, "La política española en el año de la Crisis de 1911 a través de la correspondencia del marqués de Alhucemas". Homenaje a los profesores Palacio y Jover, Universidad Complutense de Madrid, 1990, vol. 1, págs. (16) Hipólito DE LA TORRE GÓMEZ, Antagonismo y fractura peninsular. España-Portugal. 1910-1919, Madrid, Espasa-Calpe, 1983. 19 entre Alemania y Francia, se ofrecieron garantías de seguridad que podrían per mitir al Estado Mayor francés desguarnecer la frontera de los Pirineos, contar con puntos de apoyo para su escuadra en puertos peninsulares e insulares e, in cluso, disponer de libre tránsito por territorio español para el caso de que fuera preciso trasladar a la metrópoli el ejército francés; situado en África. Estas ofertas se repetirán en Madrid y Cartagena cuando en octubre el presidente Poincaré de vuelva la visita oficial. La visita de Estado del presidente Poincaré se extendió del 7 al 10 de octubre de 1913 y fue una mezcla de visita a la capital del Estado y de visita naval a Cartagena que, por un lado, resaltaba las buenas relaciones hispano-francesas tras el acuerdo de 1912, y que, por otro, enlazaba con la visita que en 1907 realizó el rey de Inglaterra y con el espíritu de los Acuerdos que entonces se establecieron. Los periódicos especularon con la posibilidad de que la visita hubiese permitido conversaciones políticas para ligar más firmemente a los dos Estados. Pero aun que el rey Alfonso repitiera sus palabras de París, no parece que de aquel encuen tro quede más que la nota oficiosa que Romanones entrega a los periodistas el dia 10, abordo del España, y que el gobierno francés hará llegar también a la prensa de su país: los gobiernos español y francés quisieron comunicar a la opi nión pública la idea de que cooperaban y seguirían haciéndolo en sus respectivas políticas en África conforme con los acuerdos de 1904, 1907 y 1911. Sin embargo, a pesar de las apariencias, la política española apuntaba a obje tivos difícilmente compatibles con aquél marco. El rey Alfonso había aprovecha do las visitas de Estado para ofrecer a Francia la estrecha alianza de España en un muy previsible conflicto armado con Alemania. En principio se trataba de una oferta de muchos riesgos que lógicamente debía tener sus contrapartidas. ¿Tánger? ¿Gibraltar? Lo que parece indudable es que el rey pensaba en Portugal aunque no parece que el asunto se plantease abiertamente ni en mayo en París ni en octubre en Madrid o Cartagena. Pero en diciembre, el rey Alfonso emprende otro viaje, ahora en dirección a los Imperios Centrales, con escalas en Londres y París. El canciller austríaco aprovecha la ocasión para mostrar al rey de España su desagrado por la orientación pro-francesa de la política española y elude cual quier compromiso sobre el futuro de Portugal, que deja claramente en manos de Inglaterra, su tradicional aliado. De regreso a Madrid, el rey vuelve a hacer esca la en París y vuelve a conversar con Poincaré. En aquella ocasión, Alfonso XIII reafirma su voluntad de permanecer al lado de la Entente y plantea de manera ex plícita la cuestión portuguesa: aunque España no tenía ningún deseo de modificar el statu quo interviniendo en el país vecino, podría verse obligada a hacerlo si la anarquía se adueñase de Portugal (17). Tras las conversaciones de mayo en París, el gobierno francés se había toma do el tiempo necesario para valorar las propuestas del rey de España. La consulta al Consejo Superior de la Defensa acerca de la utilidad del transporte de tropas a través de la Península no había sido muy alentador. Ahora, en diciembre, cuando (17) RENOUVIN, op. cit., págs. 520-531. 20 Alfonso XIII mencione expresamente la cuestión portuguesa, desaparecerán las posibles dudas: Francia se repliega convencida de que Inglaterra nunca aceptaría las pretensiones españolas. De esta manera llegamos a 1914 sin que la orientación de la política exterior de España, como quedó formulada en los Acuerdos de Cartagena, sufra alguna modificación para servir mejor a los intereses y objetivos que se fueron definien do tras 1907. Sin embargo, la unanimidad con que fueron recibidos aquellos Acuerdos había dejado de existir. En 1912 y 1913 son muchas las voces que se le vantan para recordar que Francia y España son rivales en Marruecos, para afir mar que los rivales no pueden ser aliados, para defender la alianza con Alemania, una gran potencia que no tenía intereses antagónicos ni en Tánger, ni en Portugal, ni en Gibraltar. Los propios gobernantes españoles, no planteándose nunca en se rio la inversión de la orientación concretada en Cartagena, van reflejando esas as piraciones exteriores aunque busquen su realización en la aquiescencia de las po tencias occidentales y, por lo tanto, en el marco de la posición internacional asu mida. Por supuesto, ese camino no conducía a ninguna parte. La alianza que Alfonso XIII ofrece a Inglaterra en 1907 y a Francia en 1913 no resultaba espe cialmente ventajosa para ninguna de las dos grandes potencias que encontrarán sus intereses mejor servidos con el simple mantenimiento del statu quo. No es extraño que a partir de diciembre de 1913 la diplomacia española se si túe definitivamente en una posición neutralista. Tampoco es extraño que, cuando estalle la guerra, la declaración y el ejercicio de la Neutralidad convivan con la intensificación del debate sobre la orientación internacional de España. Aliadófilos y germanófilos seguirán discutiendo la conveniencia de mantener los Acuerdos de Cartagena desde el común convencimiento de que, en cualquier ca so, España tenía en Marruecos, Portugal y Gibraltar sus principales objetivos ex teriores y que su posición dependiente de la Entente franco-británica hacía muy difícil su consecución. Pero tanto los aliadófilos, que desan conseguir esos obje tivos con el acuerdo de Londres y París, como los germanófilos, que confían en obtenerlos con la victoria de Alemania, considerarán en todo momento que la Neutralidad era la única política posible, con la lógica frustración que de ello se deriva. La contradicción entre la aspiración a un puesto de relevancia internacio nal y la realidad de un país con escasa potencialidad seguía sin resolverse.