UNA CRÍTICA PROFILÁCTICA CONTRA EL PLAN HIDROLÓGICO

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UNA CRÍTICA PROFILÁCTICA CONTRA EL PLAN HIDROLÓGICO
NACIONAL (Año 2000). (¤)
Javier López Linage
(Científico titular del C.S.I.C.)
El asunto que ahora ocupa esta reflexión tiene una historia larga y compleja en la
Península Ibérica: se trata, resumiendo, del mejor conocimiento y de la mejor gestión
posibles de sus aguas continentales.
Es archiconocido que la génesis natural de la Península ha desembocado en dos
clases de territorios bioclimáticamente muy distintos: la Iberia seca, muy mayoritaria, y
la Iberia húmeda; división que es una simplificación evidente, pero que recoge un hecho
natural fundamental. Conviene ahora, sin embargo, precisar que el carácter seco de la
Iberia afectada no es consecuencia de que llueva poco (aunque en ciertos casos
puntuales asía sea, tomando como período de registro un lapso mínimo de 30 años) sino
de que llueve de forma irregular, frecuentemente tormentosa y, atención, sobre todo, de
que dichos territorios experimentan fuertes pérdidas naturales, debidas,
fundamentalmente, a una alta evapotranspiración primaveral y estival. Resumiendo, son
territorios que presentan un balance hídrico natural deficitario durante la mitad del año,
un hecho característico del clima tipo mediterráneo que, además de en la cuenca
marítima que lo define, se desenvuelve en otras geografías del Planeta: California
(EUA), parte de Chile, parte de Argentina, parte de Nueva Zelanda y parte de Suráfrica.
Históricamente, las comunidades que fijaron sus hábitats en tales territorios, y
prosperaron, tuvieron que adaptarse (y ahí levantaron su dimensión cultural) a los
límites impuestos por la Naturaleza; lo mismo que las comunidades afectadas por los
excesos de la Naturaleza tuvieron que adaptarse a esos hechos primordiales. No soy tan
determinista como para concluir que la actividad humana debe sujetarse férreamente a
los límites dados naturalmente; pero tampoco tan insensato como para predicar una
despreocupación total sobre los mismos.
En el caso de las zonas con un balance hídrico anual moderadamente positivo (lo
normal en la Iberia seca), es bien conocido que la forma clásica de compensar el déficit
de agua primaveral y estival, sentido, sobre todo, en la agricultura y la ganadería, ha
sido la disposición de algún modo o sistema de riego, con frecuencia procedente, en el
pasado, de aguas subterráneas poco profundas. Otras formas de paliar dicho déficit
hídrico estacional son más complejas de explicar aquí pues se refieren a la selección de
plantas cultivables, a las especies de ganado doméstico y al comercio de las mismas. En
el caso español, estas formas históricas de compensar, o paliar, el déficit hídrico natural
de primaveras y veranos tuvieron un despliegue (y, por lo tanto, un resultado) desigual:
hubo éxitos, fracasos, avances y retrocesos. No es momento de hacer una valoración
histórica. Todo ello, sin embargo, fundó lo que somos. Sí es momento, sin embargo, de
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explicar ahora dos sucesos contemporáneos de importancia crucial que han tenido, y
tienen, por escenario geográfico y económico a la parte más seca de la España seca (las
vertientes de Levante y del Sureste) y que han supuesto un vencimiento ¿definitivo? de
la balanza histórica, precisamente hacia la parte del déficit hídrico estacional, mediante
la cuidadosa (¡y rentable!) colocación de dos sobrepesos: la explosiva expansión de la
industria turístico-residencial (y urbano-industrial, en el caso de la provincia de
Barcelona), y la intensa dedicación a una agricultura hortofrutícola de alcance
continental europeo. Hablo de la fundación de unas fuentes novedosas (en términos
históricos) y masivas (por la amplitud de la población concernida) de rentas para la orla
mediterránea, incluyendo, claro, y mucho, al archipiélago de las Baleares. Tal se ha
levantado, aunque no impunemente, bajo el dominio, aún, del déficit hídrico estacional.
Hoy, no obstante, las rentas nuevas y masivas no parecen suficientes a sus beneficiarios
(actuales y futuros), seguramente porque, como dejó pensado de forma inmortal el gran
Epicuro, «nada es suficiente para quien lo suficiente es poco». Es, pues, preciso conocer
los límites de la cuestión, conocer sus complejos alcances y, una vez determinado esto
(nada menos) acomodar las conductas a ello. Es necesario que los problemas se planteen
en términos claros y rigurosos para que las respuestas sean pertinentes y de la mayor
solvencia posible. Traducido a la cuestión de cómo la orla mediterránea de la España
peninsular puede hacer frente a la demanda presente y, sobre todo, futura, de agua, eso
quiere decir, para mí, dar respuesta, de verdad, a las preguntas siguientes: ¿Qué
municipios y con qué fines necesitan más agua? ¿Qué volumen de agua se necesita para
cada objeto definido y planificado? ¿Cuánto se estaría dispuesto a pagar por la
disposición del agua forastera según las diferentes actividades económicas? ¿Qué marco
institucional regularía la demanda y la gestión del agua forastera?
El borrador del Plan Hidrológico Nacional (PHN) propuesto por el gobierno de
Don José María Aznar (con el mallorquín Don Jaume Matas como titular del Ministerio
de Medio Ambiente) se decanta por transvasar agua desde el propio río Ebro a casi toda
la orla mediterránea: hacia el norte, al área metropolitana de Barcelona (180
hectómetros cúbicos anuales); hacia el sur, hasta abastecer las vertientes de los ríos
Júcar (Valencia) y Alicante), Segura (Murcia y Alicante) y las de los almerienses ríos
Almanzora y Andarax (820 hectómetros cúbicos).
Aquí ya tenemos a alguien que ha hecho sus cuentas y ha concluido que la mejor
solución para llevar agua a unas zonas que presentan un balance hídrico natural
negativo durante la mitad del año, es tomarla de otras zonas que, además de lejanas (362
kilómetros entre el embalse donante de Cherta, en Tarragona, y el primer embalse
receptor, el de Tous, en Valencia) también presentan un balance hídrico estival negativo
(atención, no confundan el balance hídrico ecológico con el balance ingenieril entre
recursos hidráulicos y demandas). La cuenca del Ebro (que no sólo es Aragón) también
necesita compensar sus desequilibrios hídricos con obras hidráulicas.
Ciertamente, esta previsión, que cae por su propio peso, es tenida en cuenta por el
borrador del PHN; pero ¿en cuánta cuenta es tenida? Hay que entrar, pues, en las
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cuentas para determinar un concepto famoso, clave de las bóvedas económica e
hidráulica: el concepto de “excedente hídrico”.
Para determinar, con rigor, si un territorio dado presenta, o no, y en todo caso, en
qué medida estacional, excedentes hídricos e hidráulicos, son necesarios más y mejores
registros y funciones de cálculo que los expresados por el actual borrador de PHN, con
el fin de evitar dos gravísimos defectos en términos económico-sociales y ecológicos: el
primero, hacer pasar por excedente hídrico lo que no es sino un déficit hidráulico
histórico, es decir, que no sobraría agua (o no tanta) sino que faltaría inversión; el
segundo, ignorar que los propios sistemas naturales comprometidos (fluviales, estuarios,
deltarios y costeros) tienen su propia configuración hídrica, que se verá,
inevitablemente, menoscabada, en caso de cálculos deficientes del recurso disponible o
de fracturas en su dinámica natural. En economía, en ecología, pocos pensamientos son
hoy tan necios como pensar que el agua no consumida, directa o indirectamente, por la
especia humana se pierde en la mar. Los ríos no se pierden en la mar sino que se invierten. Sin embargo, no parece que el borrador de PHN haya evaluado la productividad
primaria de los sistemas naturales citados comprometidos en la cuenca del Ebro y su
proyección marítima, por lo que, en este punto, el cálculo para la formación del
hipotético excedente acuático, también falla.
Resumiendo, la determinación de un excedente hidráulico está sujeta a mayores
variables y con interacciones y dinámicas más complejas que las expresadas por el
actual borrador de PHN. Esta exigencia de rigor en el cálculo no es obstáculo, en mi
caso, para que, si resultara un verdadero excedente hidráulico interanual, los agentes
sociales jurídicamente calificados y pertinentes, decidieran su disposición para sistemas
(ecológicos y antrópicos) externos. A partir de ahí ya empezaría a contar el mundo de
los valores, la economía, con la panoplia de sus numerosas formas de transacción,
plazos y preferencias. Pero en ese embate, atención a otro de los grandes embolados
históricos en España: el sentido económico final de ciertas grandes obras y
equipamientos financiados y mantenidos por la Hacienda pública. Hay casos notorios
cuyo único interés, o sentido, ha sido, es, netamente privativo, es decir, que sólo ha
interesado, interesa (a ciertos grupos de presión) la mera construcción de la
infraestructura o la dotación del equipamiento y no la cualidad económica de su
explotación. Como ya señalé anteriormente, es peligroso decidirse por obras de
costosísimo establecimiento y amortización cuando, al cabo, los que pagan no deciden y
los que deciden adolecen de miopía, en los casos más benignos.
Pero antes de llegar a determinar la necesidad de transferencias de agua de unas
cuencas a otras, una solución siempre problemática, conviene poner en práctica otro tipo
de actuaciones para conseguir una óptima gestión de las aguas continentales que sería,
reitero, el objetivo primordial de cualquier política hidráulica. Enumero las tres que
considero principales: precios de las diferentes aguas, según usos, origen y calidades,
más realistas; instalaciones técnicas (de abducción para todos los usos, control, vertido y
reciclado) mucho más eficientes; y política rigurosa de planificación urbana, industrial,
y de crecimiento y distribución territorial de la población. Esta última es
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particularmente polémica y por eso pocos hablan de ella, aunque es la madre del
cordero, como vulgarmente se dice. Si parece legítimo que la orla costera mediterránea
aspire a mayores niveles de rentas, aun cuando para ello no disponga de los recursos
naturales necesarios, también parece legítimo que otros territorios y poblaciones del
interior peninsular aspiren a mejorar sus fuentes de rentas cuando podrían estar en igual,
o mejor, disposición natural para establecer sobre ellos actividades económicas, previa
inversión pública en infraestructura, como las hortofrutícolas, industriales, incluso
residenciales secundarias. Es evidente que las costas marítimas, en general, y las de tipo
climático mediterráneo y subtropical, en particular son el súmmum del atractivo del
atractivo turístico convencional (que puede mudar, ¡ojo!). Pero tal como se ha ido
configurando en España el despliegue inmobiliario y su célebre cortejo de engendros
para satisfacer ese atractivo (recordemos: inducido por una demanda de los países de la
Europa fría y húmeda), el resultado no es tan defendible si en la balanza, además de las
rentas comerciales, se colocan los contrapesos del menoscabo en el patrimonio natural y
la disminución, o deterioro, de las rentas ambientales.
El poso conceptual del actual borrador de PHN persiste, clara y acríticamente, en el
histórico desbarajuste del más cutre «laisser faire, laisser passer» español aplicado a los
recursos naturales. Objeto fundamental de un Estado democrático es tutelar que la
vertebración de sus diversos territorios y el intercambio que se registra entre ellos, y
también con el exterior, tiendan a la reciprocidad. El viento del PHN, en cambio,
redobla el soplo en el rumbo de la histórica escora del viejo galeón.
(¤) Este artículo fue publicado, con ligeras variaciones entre ellos, en el HERALDO DE ARAGÓN (8 de
octubre, de 2000; domingo; pág.4. Título: “Una larga historia. Una crítica profiláctica contra el
borrador del Plan Hidrológico Nacional.”) y en la edición española de LE MONDE DIPLOMATIQUE
(Año V, nº 60, octubre, 2000; págs. 9-10. Título: “Ríos revueltos, pescadores al acecho.”)
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