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Casa de Uco, un
recinto enológico
al pie de los Andes.
Argentina vive en sus copas de vino. Entre sus muchos valles,
el de Uco es el más nuevo y lujoso. JOAQUÍ N HI DA LGO realizó desde
Buenos Aires un viaje para beber con pausa y descubrir una zona
que se aleja de todo estereotipo.
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Imposible dejar de
lado la cultura del
asado, pues la cocina a las brasas es el
maridaje perfecto
para los varietales
de la región.
entado a la mesa de Tupungato
Divino, un diminuto restaurante
entre viñedos, se van borrando de
mi mente la ruta y el desierto que
me distancian de Mendoza, mi
punto de partida en este viaje. Es
que en esta galería, que despliega la cordillera de
los Andes de punta a punta, el tiempo transcurre
definitivamente a otra velocidad. Con una copa de
chardonnay chispeante en la mano y saboreando
una sopa fría de calabaza, el alma se detiene en
detalles: las hojas doradas de la vid que apenas se
mueven en la brisa, las piedras blancas que refulgen bajo el sol y el cielo muy azul y lejano, en que
una última golondrina de otoño hace acrobacias
sobre el valle.
Es curioso: a unos 1,000 metros sobre el nivel
del mar, el paisaje de viñedos ondulados copia la
geografía caprichosa del pedemonte, escasamente
poblado de árboles. Pablo Cerutti, uno de los propietarios de Tupungato Divino, los vio crecer: “Vine
hace siete años a abrir este restaurante. Estaba cansado de la economía y de Buenos Aires, así es que
me lancé a la aventura cuando esto era un páramo”,
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dice. Y aquí montó un rincón en donde el vino es el
rey. No hay estantería o dintel en el que no descansen botellas. Están los Uco modernos, de cuerpo
delgado y frescura elevada, y también los clásicos,
amplios y potentes malbec. En todo caso, una cosa
es segura: hay muchas marcas que no conozco y eso
que pruebo 1,500 vinos al año.
Es que en Uco las cosas son dinámicas. Hay un
grupo de enólogos, encabezados por Matías Michelini, Alejandro Vigil, Marcelo Pelleriti y Sebastián
Zuccardi, que están reinventando el vino argentino
en esta zona. La razón es simple: es un terruño
nuevo, de altura, con un clima más frío y extremo
que el resto de Mendoza, la principal provincia
vitícola del país. Pero el vino no es lo único que está
cambiando en Uco.
A diferencia del resto de Argentina, esta zona
fue desarrollada por inversores que llegaron a la
región en los últimos 20 años. Empresarios que
tenían una visión lujosa y, a la vez, productiva de
esta inmaculada región. Así nacieron proyectos
faraónicos y otros más accesibles, que le dieron
a este terruño un lugar visible en el mundo. Para
quien conozca los viñedos del sur de Nueva Zelan-
da, los que crecen en torno a Ciudad del Cabo en
Sudáfrica, o para quien nada más tuvo ojos para
Toscana o Burdeos, el valle de Uco supone descubrir un paisaje nuevo y alucinante. Por eso, cada
vez que vuelvo a Uco siento que es la primera. Por
eso y porque cada año surgen nuevas inversiones
en bodegas, hotelería y gastronomía. A una de ellas
iré a continuación: Casa de Uco, el flamante hotel
rodeado de viñedos cuya arquitectura de cristales
dejaría sin aliento al mismo César Pelli. Termino
mi almuerzo: un poderoso solomillo de cerdo con
un chutney de peras, y saboreo detenidamente el
último sorbo de malbec. Con el regusto frutal aún
reverberando en la boca, subo a una camioneta y
ponemos rumbo suroeste, hacia un paraje conocido como Manzano Histórico.
LUJO DE ALTURA
La de Casa de Uco es una historia que sirve de
ejemplo para entender qué sucedió en el valle para
convertirlo en lo que es. Alberto Tonconogy es un
afamado arquitecto y constructor con obras en
Estados Unidos y Argentina. Vestido con tirantes
y camisa con finos cuadros verdes, esconde una
mirada joven tras sus anteojos de grueso marco
negro. Llegó a la región corriendo una carrera de
autos antiguos por los viñedos de Mendoza. “Fue
en 2007, con mi hijo Juan pasamos por la ruta que
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“En mi opinión, los vinos de
esta parte de Uco destacan
por su color intenso y por esa
frescura que les da ligereza”.
El sommelier Juan
Pablo Nieva, en
Casa de Uco; arriba:
leña ardiendo en
Siete Fuegos; cava
de The Vines.
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sube al Manzano y nos quedamos en las bodegas
del Clos de los Siete, probando los vinos de Michel
Rolland”, dice. No es de extrañar: Juan se dedicaba a
la producción de vino y bastó que el paisaje sedujera
a su padre para que vieran el futuro. Compraron
unas 320 hectáreas peladas al pie de los cerros al
año siguiente, plantaron unas 80, y a fines de 2014
inauguraron el hotel. “Quién lo hubiera dicho, yo
que soy casi abstemio”, ríe.
Abstemio, puede ser, pero no ingenuo. Su negocio
es inmobiliario: ellos venden parcelas de viña a adinerados inversionistas y el hotel funciona como un
anzuelo perfecto. Con habitaciones que bien podrían
estar en el Soho neoyorquino, lujos qataríes y una
gastronomía de alto vuelo, la apuesta resulta muy
tentadora. Más incluso cuando, copa en mano, se
observa la quietud del viñedo desde el vidriado bar.
Pero Casa de Uco no es el único caso. Al otro lado
de la ruta 94, que conduce al Manzano Histórico
–llamado así porque a su sombra José de San Martín
montó un parlamento con los indios antes de lan-
zarse a cruzar los Andes–, a pocos metros está The
Vines. Una idea similar que alberga bodegas boutique
como Súper Uco, Giménez Riilli y Abremundos –del
músico Pedro Aznar–, entre otras, además del restaurante de Francis Mallmann, Siete Fuegos.
La noche siguiente me encuentra sentado en una
de sus amplias mesas. El sol se fue hace rato aunque
las últimas nubes lenticulares –con un curioso perfil
de gota– lucen un rojo incendiado sobre las crestas
de las montañas. Me entretengo viendo su reflejo en
la laguna, cuando el sommelier Martín Krawczyk me
propone beber un malbec de uno de los inversores.
“En mi opinión –dice Martín–, los vinos de esta parte
de Uco destacan por su color intenso y por esa frescura que les da ligereza”. Y tiene razón. Él, que saltó
desde Buenos Aires para estar en los viñedos y aprender de vinos en su lugar, observa con atención las
cosas. Pensándolo bien, pocos de los que trabajan en
los vinos de Uco nacieron en la zona: Michel Evans,
el desarrollador de The Vines, es estadounidense;
Francis Mallmann, con su sapiencia para asar –cuyo
ojo de bife bien jugoso con papas crocantes degusto y
atesoro en la memoria– de Buenos Aires; los vecinos
de Finca Blousson también son de allá, como los dueños de Casa de Uco; y los propietarios del Clos de Los
Siete, millonarios franceses. Salvo enólogos e ingenieros agrónomos, que son mendocinos, todos aquí son
“recienvenidos”, como diría un poeta argentino.
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Y así con todo y todas las bodegas de la región.
Porque aquí no había nada ni nadie sobre los 1,000
metros hace 20 años. Todo lo trajo el vino. No es
poca cosa para tan poco tiempo y para ser, en el
fondo, un placer tan carnal como el último trozo del
bife que saboreo, cuando ya no queda ni recuerdo
de las nubes en la laguna.
LA GOTA QUE TRANSFORMÓ TODO
La fiebre de Uco empezó en 1995. Entonces yo contaba con 17 años y estudiaba enología en Mendoza.
Recuerdo que por aquellos años hablar de Uco era
hablar de tierra de nadie. Poco menos que cruzar
la frontera hacia lo desconocido. Pero una tecnología tenía la llave del genio que cambiaría todo:
el riego por goteo.
Desarrollado en Israel, consiste en canalizar el
agua en mangueras presurizadas para que se pueda
regular la cantidad exacta en cada planta. Como
ventaja colateral, no hace falta nivelar el terreno,
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que sí exige el riego tradicional por acequia. Y así
quedó trazada la frontera: a donde se pudo llevar
agua a lo largo de los siglos xix y xx es el valle de
Uco de las alamedas y las calles abovedas por olmos
centenarios; arriba de ese límite, el goteo permitió
desarrollar un nuevo horizonte.
Entre los primeros que se dieron cuenta del
verdadero potencial de la zona, hay dos productores que merecen mención aparte. Uno, Salentein,
del fallecido inversor holandés Mijnert Pon. Él
invirtió en tierra que no costaba nada (poco menos
de 300 dólares la hectárea) para su desarrollo
en 1995. Plantó unas 700 hectáreas de viñedos y
construyó la que sería la primera de una serie de
bodegas monumentales y monumentos a la vez.
De pie sobre la rosa de los vientos, en el subsuelo,
veo hacia arriba los tres niveles de la bodega. Me
encuentro en un ambiente fresco, penumbroso, y
rodeado de barricas de vino donde crían malbec,
chardonnay y pinot noir.
C O RT ES Í A D E T H E V I N ES ( 6 ) ; C O RT ES Í A D E CASA D E U C O ( 4 ) .
Cena en los viñedos
de The Vines; derecha: los huéspedes
disfrutan del bar y el
restaurante al aire
libre enThe Vines.
Afuera, a nivel de la superficie, está Killka, el
museo y centro cultural con su restaurante; y la
Capilla de la Gratitud, cuya arquitectura rescata el
legado precolombino de la zona.
El otro inversor fue Nicolás Catena. Con la misma
idea, pero buscando sobre todo zonas más frías para
hacer vinos diferentes, el bodeguero desarrolló unos
viñedos muy altos, a unos 1,500 metros, en la zona
de Gualtallary. Y dio el puntapié para hacer tintos
absolutamente excepcionales: frutados, con aromas
balsámicos, delgados y con textura de tiza –la misma
que deja en la boca borrar un pizarrón– hoy son la
modernidad más contante del vino argentino.
Allá arriba estoy ahora. Trepé por un camino de
ripio, dejando atrás el convento del Cristo Orante,
construido en 1988 en un lugar privilegiado, y Tupungato Wine Lands, otro lujoso proyecto inmobiliario con bodegas y dos canchas de polo y una de
golf de 18 hoyos. En las alturas de Gualtallary, sin
embargo, el aire es delgado y bajo el sol del medio-
día se me viene a la cabeza una idea de Nicolás Cantena, que a sus 75 años está pensando los próximos
100: “La altura es la mejor defensa que tenemos
contra el calentamiento global”, me dijo una vez. Un
escalofrío me eriza la piel. La vista es magnífica y
domina todo el extenso valle: casi 80 kilómetros de
largo por unos 30 de ancho, que descienden casi mil
metros desde la base de los cerros hasta el llano.
En la pendiente dorada por el sol y las vides
otoñales, las bodegas elevan su estatura sobre los
viñedos. Zorzal Wines, Finca Ferrer de la catalana
Freixenet, más allá Sophenia, Rutini Wines, Andeluna y Domain Bousquet. Todas construidas en la
década de 2000. Más lejos aún, hasta donde alcanza
la vista en un día cristalino y fresco como el de hoy,
los campos de duraznos y almendros, manzanares
extensos y al fondo, bien allá, otra vez el desierto.
THE DETAILS Hoteles y bodegas, pág 58.
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