SAN JUAN Y EL AÑO DE LA MISERICORDIA Inaugurado el pasado

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SAN JUAN Y EL AÑO DE LA MISERICORDIA
Inaugurado el pasado 8 de diciembre, festividad de la Inmaculada Concepción de María, el Año de la
Misericordia nos ofrece una singular oportunidad para abrirnos a la gracia de Dios desde la espiritualidad
de San Juan. Su nombre, típicamente hebreo, significa “El Señor ha dado su gracia” y, realmente puede
decirse que el “Discípulo Predilecto” ha hecho honor a este nombre, pues en su vida se ha manifestado de
un modo particular la gracia y la misericordia de Dios y la acogida de que ha sido objeto por su parte.
Participa en el grupo restringido que acompaña a Jesús en determinadas ocasiones, como en el monte de la
Transfiguración o en el Huerto de Getsemaní. El único apóstol presente en el Calvario y aquél a quien
Jesús le encomendó a su Madre, fue también el primero en llegar al sepulcro vacío y en percatarse de que
Jesús había resucitado (“Vio y creyó”). Juan es representado por un águila, la mirada dirigida al sol, pues su
evangelio se abre con la contemplación de la Divinidad de Jesús (“En el principio era el Verbo”).Es verdad
que no siempre respondió debidamente a la gracia de Dios, como lo muestra el episodio en que él y
Santiago quieren hacer bajar fuego del Cielo para castigar a quienes no acogen el mensaje de Jesús; o
también la iniciativa que un día tomó la madre de los Zebedeos, cuando se acercó a Jesús para interceder a
favor de Juan y Santiago y pedir al Maestro que ellos se sentaran uno a su derecha y otro a su izquierda en
el Reino. Como sabemos, en el primer caso, Jesús reprende a los hermanos por su “exceso de celo”. En el
segundo, les pregunta si están dispuestos a beber el cáliz que Él mismo iba a beber, con lo cual quiso
abrirles los ojos e introducirles en la futura llamada a dar testimonio de Él hasta la prueba suprema del
martirio.
Por eso Juan se esfuerza por ser fiel a Cristo y demuestra su fortaleza de espíritu en cuantas ocasiones se le
ofrecen. Recordemos lo que dice, junto a Pedro, ante el Sanedrín, durante el proceso: “No podemos dejar
de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hech 4, 20). Esta franqueza para confesar su propia fe es una
invitación a todo cristiano para que esté dispuesto a afirmar con decisión su inquebrantable adhesión a
Cristo, poniendo su fe por encima de todo cálculo o interés.
¿De dónde nace esta franqueza? De su vivencia de la misericordia divina, que le ha confiado la misión de
anunciar a Cristo. Y es que el “Discípulo Amado”, por su proximidad al corazón de Cristo, ha
comprendido desde muy pronto que “Nadie puede subir al cielo, sino el que ha bajado del cielo, el Hijo
del Hombre que está en el cielo”, es decir, que la vida de quien sigue a Cristo ha de arraigarse en la tierra
sobre la que ha descendido Dios. De otro modo, cualquier intento humano de elevarse hasta Dios por las
propias fuerzas está condenado al fracaso. No es de extrañar que Juan, cuando estuvo al pie de la Cruz,
recibiera de Jesús el encargo de ocuparse de la Madre, de la “tierra” en la que se encarnó Jesús. Ni
tampoco es de extrañar que la tradición le diese luego a Juan el apelativo de “Águila de Patmos”, pues fue
capaz de hablar en términos accesibles de las cosas divinas, de cómo “El Verbo se hizo carne y habitó entre
nosotros”. No en vano la Iglesia oriental le llama “el Teólogo” y, no obstante haber sido el más joven de los
Apóstoles, en los iconos bizantinos se le representa como muy anciano y en intensa contemplación, con la
actitud de quien invita al silencio.
A partir de aquí podemos entender con San Juan el modo de aprovechar el presente Jubileo de la
Misericordia: en primer lugar, reconocer que “Dios nos amó primero” y que, por consiguiente, no cabe
actuar “como si Él no existiese”, tal como se siente inclinada a hacer no pocas veces nuestra sociedad. Y, en
segundo término, tomar conciencia de que semejante acto de misericordia, semejante despliegue de la
gracia de Dios ha de entenderse como una iniciativa que exige respuesta por parte de la humanidad y no
como una especie de “amnistía general” que borra nuestros pecados y que recibimos pasivamente, sin
mayor responsabilidad o exigencia.
Por tanto, siguiendo el ejemplo de San Juan, tomaremos esta oportunidad que nos abre la “Puerta Santa”
como un nuevo gesto de Dios que, ante la sobreabundancia del pecado en el mundo de hoy, responde con
una sobreabundancia de la misericordia, que cuantos profesamos la fe cristiana y católica tenemos la
responsabilidad de hacer fructificar.
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