Él sabe alguna cosa que el otro no sabe. Se

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OSCAR M. PRIETO
Él sabe alguna cosa que el otro no
sabe. Se mueve por un terreno en el
que el otro no entra.
Por otra parte, y con más
profundidad que cualquier persona,
advierte que no hay nada simple, ni
que se realice simplemente y que
todo es múltiple, irremediablemente
divergente, contradictorio.
H. Michaux
Nuestro hermoso deber es imaginar
que hay un laberinto y un hilo.
Jorge Luis Borges
LOVE IS A GAME
OSCAR M. PRIETO
índice
1/5 A&O
arte y órganos
2/5 Una silueta asesinada
3/5 El cerdo, el águila y el león solitario
4/5 Heartbeat a través de un laberinto
5/5 Manera Negra
eyeborg
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OSCAR M. PRIETO
1/5
a&o
arte y órganos
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OSCAR M. PRIETO
1/5
a&o
arte y órganos
Cambio: Acción y efecto de cambiar.
Cambiar: Quitar el pañal a un bebé y ponerle uno limpio.
O también, convertir o mudar algo en otra cosa.
Ámbar, rojo, verde, cambia el semáforo. Arbitrariamente cambian las puertas de
embarque de los vuelos. Con el cambio de agujas, cambian los trenes de andenes, de
estaciones y de vías, y con estos cambios cambian también los pasajeros, las despedidas
y las bienvenidas.
El orden de factores no cambia el producto.
Menguante, nueva, creciente, llena, cambian las fases de la luna, pero la luna no cambia
y allá arriba permanece intacta y teme la llegada de más naves espaciales, de astronautas
y de grandes pasos para la humanidad. El cuatro de marzo de 2007 hubo eclipse de luna.
Con la luna llena cambian los lunáticos que se vuelven violáceos, y a los hombres lobo
les crecen colmillos y melenas.
Del día a la noche, cambian las plazas, las calles, las esquinas y también los portales, las
sombras se camuflan mejor y las respiraciones se vuelven más furtivas. Cambian las
estaciones, siempre en el mismo orden, aunque tal vez habría que probar a que las
estaciones llegarán en sucesión aleatoria y hasta con repetición. Cambian los días, los
del mes y los de la semana, pero siempre en el orden acordado. Quizás habría que
probar a cambiar el orden de los días para que no dejaran de ser una sorpresa o un
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regalo: que al lunes le siguiera el viernes, al jueves el domingo, al 13 el 28 y al 19 el 4.
Y ya puestos, cambiar también el orden de los meses –abril, noviembre, febrero, junio,
mayo, septiembre- y hasta el de los años, 2007, 1453, 3041, 1527, 1908, 800, 2073, año
30 adC, …
El último domingo de marzo cambia la hora, que se adelanta o se pierde. El último
domingo de octubre vuelve a cambiar la hora, que se retrasa o se gana.
Cambia el sky line, el perfil de las ciudades vistas desde lejos. Caen rascacielos y
surgen nuevos colosos recortados contra el cielo. Cambian de sentido algunas calles,
otras se cierran al tráfico rodado y se hacen peatonales por decisión del Corregidor,
cambia el ancho de las aceras, que incomprensiblemente se les niegan a las putas, que a
su vez, se ven obligadas a cambiar de barrios y de horarios. Cambian las ciudades igual
que cambian todos los seres pluricelulares.
Todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje vertical y hacia arriba
igual al peso del líquido desalojado. La Leyes Físicas no cambian, no obstante, tienen
excepciones que se llaman milagros.
Cambian las temporadas, las modas, el largo de los pantalones, el corto de las faldas,
cambia el ancho de las solapas y la rigidez de los cuellos, cambian cremalleras por
botones, bragas por tangas, selváticos por rasurados, cambian las ofertas del
supermercado y las contraseñas de entrada en los ordenadores.
En época de celo cambia casi todo y parece que el mundo está aún por hacer: los gatos
maúllan como llanto de niño, los ciervos berrean, las vacas están altas, los canarios
cantan más de lo ordinario, las iguanas se tornan más nerviosas y agresivas y el urogallo
durante el canto con el que pretende conquistar a la esquiva urogalla, queda
parcialmente sordo, con riesgo para su vida. Los hombres, por su parte, apenas cambian,
es un celo constante.
En temporada de rebajas no se admiten cambios ni devoluciones.
Cambia la nuez y la voz de los adolescentes en la edad del pavo, las niñas se convierten
en mujeres y la piel de las embarazadas se vuelve tersa y sana como la monda de la
manzana. Cambian las turgencias de la carne delante del cuerpo deseado. El renacuajo
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se convierte en rana saltarina, el lebrato en liebre, el cabrito en cabrón, el lobezno en
lobo y el pollo en gallina.
Hay aves que cambian el plumaje y los hay que se cambian de acera.
Cambia el viento y cambian las veletas, los campanarios, las iglesias y también los
dioses. Cambian las tormentas y el mar cambia a cada ola. La suerte cambia a rachas, de
buena suerte, de mala suerte, cartas buenas, cartas malas, los peces pican, no pica nada,
me vuelvo a casa con la caña y la cesta vacía.
Cambian los dientes de leche, último refugio de la infancia, por otros que es imposible
conservar para toda la vida. Cambia de rama el pájaro y la pájara, recién casados para
esta primavera, que buscan una rama con vistas a hacer su nido.
Cambian los enemigos al vencer o perder, los políticos cambian de chaqueta, los
amargados y obcecados a peor. Los cobardes cambian de escondite y de calzoncillos y
en las máquinas expendedoras, en ocasiones, hay que meter el precio exacto porque no
devuelve cambio. Cambia el precio del tabaco, el de la gasolina y las hipotecas, pero
nunca a la baja.
Cambian las carreteras, los coches, las ruedas de los coches, las direcciones y los
prefijos telefónicos. Los viajes te cambian y los peldaños de las escaleras se redondean
con el uso y el tiempo. Cambian las expectativas.
Cambia la estructura cerebral cada vez que se respira, cambia la temperatura del cuerpo
con las emociones, cambia el sabor del vino al volverse viejo y los viejos cambian
impredeciblemente, tal vez porque ven más cerca el final del cuento.
Los caprichosos viven en un constante cambio, los ciclotímicos cambian de humor
constantemente, patológicamente, los indecisos no se deciden a cambiar, los inseguros
cambian de opinión, los temerosos viven temiendo cualquier cambio, a los profetas les
apasiona vaticinar cambios, los revolucionarios quieren cambiar el mundo, los pesados
no cambian de tema y los locos siguen con el suyo, los traidores cambian lo valioso por
el interés y los amigos no te cambian por nada, para los perezosos cualquier cambio es
un calvario, para los optimistas todo cambio es a mejor.
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Cambio de tercio: banderillas de fuego o rejón de muerte.
Para Parménides de Elea, el cambio resultaba contradictorio y problemático, por lo que
lo calificó de ilusión vana, mentira, y como tal lo negó. No estuvo sólo en esta fechoría
puesto que contó con seguidores que le defendieron. Idearon coartadas imposibles,
tejieron argumentaciones que no llevaban a ninguna parte y lo pusieron todo perdido de
aporías. Estos cómplices llegaron al extremo de afirmar que Aquiles nunca alcanzaría a
la tortuga, y que la flecha lanzada permanecía quieta, en cómodo reposo.
Por suerte, hoy en día ya nadie duda de la realidad del cambio, al menos en un nivel
circunstancial. El cambio se ha convertido hasta en un estilo de vida: el cambio por el
cambio, igual que antes fue el arte por el arte o la carne por la carne.
En la actualidad, el cambio es un fin en sí mismo, es un signo de estatus: cambiar de
pareja, cambiar de coche, cambiar de casa, de trabajo, de ciudad, de país y hasta de
planeta, cambiar de sexo, de identidad, de nombre.
Incuestionablemente establecida la existencia del cambio, la pregunta, no obstante,
continúa pasando inadvertida para la mayoría de la gente, si exceptuamos a físicos,
filósofos y detectives: ¿Cuándo comienza el cambio?
¿Cuándo comienza el cambio?
Son muchas y muy variadas las clasificaciones que se pueden hacer de los cambios. Una
de ellas es la que distingue entre los cambios instantáneos e inmediatos, que son
aquellos cuya causa y efecto vienen a coincidir casi en el tiempo y no padecen de
interferencias ni de intermediarios, y los cambios derivados o mediatos, en los que la
causa se remonta a un tiempo muy precedente y distanciado y en los que entran en juego
otros factores como segundas o terceras causas, a modo de carambolas de billar.
Estos últimos son mucho más atractivos y son los más codiciados por los coleccionistas.
En efecto, los coleccionistas de cambios y los grandes museos, más allá de texturas,
temática o color, valoran, a la hora de decidirse por nuevas adquisiciones, las
dificultades que ha tenido que ir sorteando un cambio hasta manifestarse como real.
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Al tratarse de un mercado por naturaleza voluble, coleccionistas, museos y casas de
subastas cuentan con equipos de expertos con el fin de garantizar, en la medida de lo
posible –que no es mucho-, su inversión. El cometido de los citados equipos se centra
fundamentalmente en un examen exhaustivo de la biografía de los cambios que se
pretenden tal, como la de sus progenitores, para poder así determinar en qué punto de su
existencia el cambio consiguió o conseguirá la condición de inevitable, convirtiéndose
el proceso iniciado, partir de eso momento, en irreversible.
En este caso concreto, los tasadores con más sensibilidad para los vientos vinieron a
fijar como su MIC (Momento de Inevitabilidad del Cambio) el advenimiento del
anterior Año del Buey en el calendario lunar chino. Estas mismas narices pronosticaron
además que se estaba ante uno de esos cambios que por ser realmente transformadores
exigen un desenvolvimiento de largo recorrido, con una prolongada fase intestinal, y
que por necesitar la adecuación de la mentalidad de la sociedad, se desarrollaría en
tramos discretamente latentes unos y otros intencionadamente provocadores.
Una exposición sumaria de los hitos más relevantes podría ser la que sigue:
El tres de abril de 1933 el investigador ruso Georgy Voronoy, vence sus reservas y con
más decisión que confianza realiza el primer transplante de órganos entre humanos,
exactamente de un riñón. La paciente era una joven de 26 años, quien, por motivos que
no han quedado recogidos en los anales de la historia de la ciencia médica, había
intentado suicidarse con la ingestión de un sublimado de mercurio. Por suerte para ella –
si es que no se había arrepentido de su empeño- el transplante no concluyó con éxito y
al cuarto día falleció.
Quedaba así inaugurada la etapa de prolongación de la vida humana mediante técnicas
de extirpación y recambio.
Mejoraron las técnicas, se redujeron a niveles despreciables los rechazos, los médicos
crecieron en arrojo y valentía y todo ello posibilitó la realidad de transplantes de: riñón,
pulmón, hígado, corazón, páncreas, rostro, piel, córneas y manos.
En hospitales y quirófanos se vivió una especie de furor inconsciente y vital que se dio
en llamar “el síndrome del jardinero”. Como si se tratara de tulipanes, petunias o
geranios, se transplantaban órganos, de cuerpo a cuerpo, de maceta a maceta. Bulbos,
patatas, esquejes, injertos de árboles frutales, todo era alegría en aquella primavera y los
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pasillos y las salas de espera exudaban resinas mientras en el aire flotaba un
embriagador olor a rosas.
¿Llegó alguien a pensar que se había vencido a la enfermedad, que el hombre se
encontraba, por primera vez desde su expulsión del Paraíso, ante las puertas de la
inmortalidad? Seguramente sí. La euforia por el control de la naturaleza alcanzó tal
extremo que ni siquiera los más cautos y pesimistas pudieron resistir la marea que
proclamaba el inicio de una nueva era. Tan sólo algún teólogo furioso se opuso,
reivindicaba para su Dios la decisión sobre la duración de la vida de los hombres.
Esta quimera desbocada y culpable no fue empero responsabilidad exclusiva del cuerpo
de médicos y cirujanos. Igual que antes había sido “derechos para todos” o “trabajo para
todos”, la sociedad democrática y mal educada esta vez exigió con el mismo tono
despótico “órganos para todos”.
Y este fue el inicio del colapso.
Porque no había órganos para todos, ni siquiera para todos los que los necesitaban. Y no
es que esta carestía fuera consecuencia de la escasez de órganos. Lo que sobraba eran
vísceras. Por cada individuo había un corazón, un hígado, un páncreas, dos pulmones,
dos córneas y dos riñones. Obviamente, se llaman ‘órganos vitales’ porque son
necesarios para vivir, lo cual implica necesariamente la muerte del individuo para poder
disponer de ellos. Aún así, y dejando a un lado las cifras de muerte por eutanasia,
seguiría habiendo suficiente abastecimiento de órganos para transplantar, e incluso para
utilizarlos como ingredientes de ‘nouvelle cuisine’, si llegara el momento de levantarse
el tabú que oprime al canibalismo. Que esta afirmación no era una ‘boutade’ lo
demuestran las estadísticas de muertes por accidentes de tráfico, el número de
asesinatos por amor, celos o ajuste de cuentas, los partes de bajas, marciales y civiles,
que ocasionan las guerras simultáneas a lo ancho del planeta y las cifras mundiales que
alcanzan las ejecuciones capitales. Si a esta totalidad se le añaden los fallecidos por la
práctica de deportes de riesgo, es fácil concluir que el problema no radicaba en la
escasez de órganos.
El problema, como casi siempre, lo generaron los Legisladores y unos pocos prejuicios
de ética mal concebida. Se habló de la dignidad de la vida, de lo sagrado que habita en
el cuerpo, de la potestad de Dios, como si a lo largo de milenios y siglos el hombre no
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hubiera envilecido la vida, no hubiera profanado los cuerpos, no hubiera prostituido los
templos.
La escasez se debía sin duda a la falta de incentivos económicos. En una sociedad en la
que todo se compraba y se vendía, no se comprendía la utilidad de donar órganos sin
recibir contraprestación o recompensa.
¿Cuándo estuvieron vacíos los bancos de óvulos y esperma? Nunca. Porque por los
óvulos y los espermatozoides se pagaba.
Los legisladores impusieron un aséptico y despiadado aparato burocrático que concedía
órganos por riguroso turno de espera. Pero había gente que no estaba dispuesta a esperar
y hubo muchos que esperaron hasta que ya fue demasiado tarde hasta para la esperanza.
Por lo que una vez que la tecnología se hizo accesible, el mercado negro no tardó en
aparecer. Junto al tráfico de armas, el de estupefacientes y el de blancas, floreció una
nueva modalidad de tráfico ilegal e internacional: el tráfico de órganos. Pronto se hizo
un hueco en periódicos y noticiarios y, como no podía ser de otra manera, el tráfico de
órganos, contó con su mafia, con sus paraísos, con su ley de omertá, con sus polis
corruptos y un fiscal especial.
Turistas drogados con escopolamina que despertaban en bañeras llenas de hielo sin
memoria de lo sucedido, pero con la persistencia de una espantosa cicatriz cruzándoles
el pecho. Niños desaparecidos en misteriosas y sospechosas circunstancias. Asesinatos
callejeros con bisturí y escalpelo. Secuestros de ambulancias o ambulancias falsas que
se presentaban en el lugar del siniestro y se llevaban a las víctimas aún con vida sin que
éstas llegaran nunca a los hospitales.
La incapacidad de científicos y tecnólogos de producir sangre sintética y de generar
órganos humanos en laboratorios, unida a la farragosa burocracia y a la almibarada
moralina, provocaba el efecto de expulsar del sistema a centenares de miles de enfermos
convirtiéndolos en forajidos.
El precio medio de un órgano oscilaba entre los sesenta mil y los ciento cincuenta mil
dólares e incluía los viajes, para enfermo y acompañante, proceso de crioconservación
del órgano, análisis de histocompatibilidad, operación, postoperatorio y surtido de
fármacos, pero no así la estancia, que se debía costear a parte.
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Uno de los efectos imprevistos de estas redes internacionales de órganos vivos fue el
desarrollo de un tipo de turismo que se conoció como turismo de salud y que compartía
algunas características con el turismo de aventuras, así como con el de riesgo,
permitiendo el despegue material de ciertas zonas que hasta entonces vivían en una
economía de subsistencia.
¿Cuánto tiempo podía sostenerse esta situación? Obviamente poco. El límite de los
asumible estaba a punto de ser traspasado.
Con el advenimiento del Año del Buey en el Calendario Lunar, el Gobierno Popular
Chino desencadenaba tradicionalmente una campaña furibunda contra el crimen y la
maldad de los hombres malos para sí mismos y para la sociedad. Una de las
consecuencias inmediatas de este celo era el aumento de la población reclusa hasta
límites de hacinamiento, lo que a su vez obligaba, fluctuando el grado de gravedad de
los cargos, a un aumento exponencial de las ejecuciones capitales, con el fin de rebajar
la presión demográfica de las prisiones y, en menor medida para aliviar a la ciudadanía
de elementos indeseables y también a modo de aviso a navegantes.
En el anterior Año del Buey la coincidencia se había demostrado tan brutal, que las
Autoridades no la pudieron esquivar mirando hacia otro lado. Fue lo más parecido a una
bofetada con la palma bien abierta en la cara de las buenas conciencias.
Unas semanas antes del pistoletazo de salida de esta carrera de persecuciones y de
muertes oficiales los correos electrónicos se colapsaron por un bombardeo infatigable
de correos en los que se ofrecían todo tipo de órganos y para todas las edades. Las
ventajas que ofrecían eran tan atractivas que daba la impresión de que se trataba de
ofertas de electrodomésticos multiusos. Al mismo tiempo millares de páginas web
parpadeaban con anuncios similares y en los portales de subastas on-line se podía pujar
con tácita impunidad.
No era necesario ser un genio para concluir la procedencia de tanta exuberancia
orgánica: se trataba de los órganos de los presos ejecutados. Se pudo comprobar, en este
ámbito también, la proverbial meticulosidad oriental, ya que si se trataba de un
trasplante de pulmón se elegía el de un preso no fumador, si de córneas el de uno que
tuviera buena vista. Y además, los reos bien podían ser ejecutados con un tiro de gracia
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en la nuca para no dañar los órganos vitales, o bien en la base del cuello si de lo que se
trataba era de salvar los ojos.
Y fue precisamente en este momento –MIC-, ante los vómitos que provocó la noticia en
los cientos de miles de hogares de transplantados, cuando las Autoridades Sanitarias y
de Culto se decidieron a levantarle a los órganos humanos la calificación de rex extra
commercium, regulándose el comercio legal de órganos, a la vez que se sentaban las
bases para un posible mercado de futuros, con los argumentos de que así se superaría el
desabastecimiento y de que los precios caerían hasta estar al alcance de las rentas
medias por el espectacular aumento de la oferta.
El mercado estaba ahí y laboratorios, corporaciones médicas y compañías aseguradoras
se dispusieron a explotarlo, como si se tratara de un producto más. Los analistas
financieros hablaron de un horizonte rentable a medio plazo y grandes y pequeños
inversores apostaron por ello.
Pero el medio plazo nunca llegó y no llegó porque se hizo imposible que llegara. Nadie
había contado con Noel, Angel, Star, Joy y Mary, cinco cerditos clonados, manipulados
genéticamente, que nacieron una noche de navidad en una ‘granja universitaria’ de
Escocia y cuyos órganos eran aptos para transplantar a los humanos.
Apenas transcurrió el tiempo que tarda una hoja en llegar de la rama al suelo, desde que
se hicieron los primeros ensayos clínicos -se aferraron a ellos los desesperados y los
terminales a los que aún les podía la ilusión por la vida o el miedo a la muerte- hasta
que su distribución y comercialización alcanzara nivel planetario.
Unos meses después, tres investigadores de la Hong Kong University –cuyo nombre
prefirieron omitir para preservar su intimidad- lograron sintetizar sangre humana en su
laboratorio. Los días del autobús de donantes, del refresco y del bocadillo habían
llegado a su fin.
En un año fue posible generar tejidos y órganos humanos con un mínimo de
instrumental y básicos conocimientos técnicos.
Fue el crack del mercado de órganos y la ruina de quienes invirtieron en él todos sus
ahorros.
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Pero el cambio no había finalizado aún. Como en toda obra maestra, había quedado para
el final un último bucle, el más hermoso, el que apenas se descuelga en la mejilla y vela
la mirada.
Devaluado hasta la vulgarización, el transplante de órganos perdió la distinción social
de la que siempre había gozado por su tangencialidad con lo trágico. Se convirtió en
algo objetual, limpio y sin riesgos. No pasaba de ser una operación de recambio, en
esencia, idéntica a la sustitución de un alógeno fundido.
Una década después, un heterogéneo grupo de artistas, a los que unía exclusivamente su
vocación para la provocación y la necesidad de un transplante, firmaron un manifiesto,
conocido como “Sangre17”, en el que apostataban de la fabricación de órganos y
reivindicaban para sí el derecho a un transplante de órganos de un semejante. Para ellos
se trataba del ‘paroxismo del Arte’.
Eligieron la ciudad de Viena, antigua capital del Imperio Austrohúngaro, en homenaje a
los ‘Accionistas Vieneses” del siglo XX, para que una cadena de TV retransmitiera en
directo la operación de seis de ellos. Seis equipos médicos y doce mesas de operaciones
emparejadas dos a dos: en una el cuerpo clínicamente muerto, al que se mantenían
artificialmente las constantes vitales, y del que se extraía el órgano preciso, y en la otra
el artista abierto y entubado que iba a recibir el órgano, en perfecta comunión artística.
El escándalo fue sísmico y pilló por sorpresa a las Autoridades Sanitarias y de Culto.
Pero nada pudieron hacer pues no se habían preocupado de modificar la Legislación que
permitía este tipo de prácticas y que arrastraban del pasado.
Con el escándalo, obviamente, llegó el dinero, muchísimo dinero porque los órganos
humanos se convirtieron en obras de Arte sólo al alcance de una selecta minoría. Y por
tanto se hizo necesaria la presencia de marchantes, de críticos y de galeristas.
En Musac Ciudad Presente se instituyó la Feria Anual de Compra Venta de Arte y
Órganos, más reconocida como A&O. Está considerada como uno de los grandes
eventos artísticos del año y en ella se pueden admirar, junto con la inocencia de las
ensoñaciones violáceas de los Chagall, la sensualidad de las pieles encendidas de los
Modigliani o el primigenio pincel de los Barceló, soberbios corazones, pulmones,
hígados y otras vísceras, que por sus extraordinarias condiciones son catalogados como
ejemplares únicos. Se presentan en sus cápsulas de criogenización o monitorizados
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mediante imágenes magnéticas. Y al igual que el resto de las creaciones, también se
pueden adquirir.
A&O se celebra mediada la primavera, aprovechando el repunte de la vida.
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A&O
arte y órganos
No. No. No. No. No. No. No. no. No. No. No. No. No. No. No. NO. No. No. No. No.
No. No. No.
No. No. No. No. No. No. No. No. no. No. No. No. No. No. No. No. No.
No. No. No. NO. No. No. No. No. No. nO. No.
No. No. No. No. No. No. No. No.
No. No. No. no. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No.
No. No. No. No. No. No.
No.
No. No. No. No. no. No. No. No. No. No. No. No. nO. No.
No. No. No. No. No. NO. No. No. No. No. No. No. No. No.
No. No. No.
No. No. No. No. No. No. No. No. no. no. n0.
No mires. No mIres. No mires. nO mireS. No mires. No mires. No mires. No mires. No
mires. No mirEs.
No Mires. No mires. N0 mires.
No mires. No mires. No
mIREs. nO mires. No Mires. No mires. No mires. No mIRes. No mires. No mires. No
mires. No mires.
No miRes. no Mires. No mires. No mires. No mires. No miREs.
No mires. No mires. No mires. No mires.
no mires. NO MIRES. No mires. No mires.
N0 MIRES.
No mires a los oJos. No mires a los oj0s. No mires a los ojos. No miRes a los ojos. No
mires a los ojos. No mires a los ojos.
ojos. No mIres a los ojos.
NO MIRES A LOS OJOS. No mirEs a los
No Mires a los ojos. No mIres a los ojos. No mires a los
oJos. No mires a los ojos. No mIres a los ojos.
No mires a los ojos. No mires a los
0jos. No mires a los ojos. No miRes a los ojos. No mires a los ojos. No mires a los oJos.
No mirEs a los ojos. No mires a los 0j0s. No mires a los ojos. No mIres a los
ojos. No mires a los ojos. No mires a los oJos. No mires a los ojos. No mires a los
OJOS.
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No mires a los ojos de la gente. No mires a los ojos de la gente. no Mires A Los ojOS
de la gente. no MIrEs a los ojos de la geNTE. No mires a los ojos de la gente. No mires
a los ojos de la gente. no mires A los oJos De lA Gente. no mires a los ojos de la gente.
no MIrEs a los ojos De la geNTE. no Mires a los ojos dE la geNTE. N0 mires a los ojos
de la gente. No mires A los ojos De lA gente. No mires a los ojos de la gente. No mires
a los ojos de la gente. NO mires a los 0j0s de la gente. no Mires A Los ojOS de la gente.
no Mires A Los ojOS de la gente. No mires a los 0j0s de la Gente. No mires a los ojos
de la gente. No mires a los ojos de la gente. No mires a los ojos de la gente. no MIres a
los ojos dE la geNTE. No mires a los ojos de la gente. No mires a los ojos de la gente.
No mires a los ojos de la gente. no mires A los ojos De lA gente. No mires a los ojos de
la gente. No mires a los ojos de la gente. n0 MIres a los ojos dE la geNTE. No mires a
los ojos de la gente.
₧
Subterránea, bajo una piel curtida, circula, y en la sien, en el cuello y en ambas muñecas
palpita, la sangre que bombea un poderoso corazón de mandril. Es el único regalo que
aún conserva de su exmujer, un poco por superstición.
Acaba de llegar y no mirará a los ojos de nadie hasta que encuentre el sitio en el que
esté seguro de que nadie le mira. Desde esa oscuridad que es no ser visto situará a cada
uno en el tablero y aprenderá los gestos que hacen involuntariamente cuando mienten
sin dejar de sonreír. Está acostumbrado y no le resulta difícil descubrirlos. Hasta
viéndolos por la espalda puede saber cuándo hombre o mujer están mintiendo.
En realidad son dos. Guarda también en un cajón de la cocina un reloj de bolsillo que
Camille –su primera y última esposa- le regaló el mismo día en que le transplantaron.
Aún no se habían desvanecido las nieblas de la anestesia y perduraban las alucinaciones
sonoras que convertían cada palabra en interminable, cuando Camille entró en su
habitación con sus carnosos labios carmesí. “Hoy comienza un tiempo nuevo para ti. Es
como si hubieras nacido de nuevo”. Y le dio cuerda al reloj de bolsillo que había
encontrado en la trastienda de un anticuario.
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A Camille le apasionaban las antigüedades. De hecho siempre tuvo el convencimiento
de que ella se había enamorado de él porque de alguna manera le veía como un hombre
de otro tiempo, siendo tan joven como era. Después había permanecido a su lado porque
lo consideraba como una pieza rara, digna de un coleccionista. Hasta que encontró otra
pieza más valiosa y tuvo que deshacerse de él para poder adquirirla y otorgarle el lugar
de honor en su vitrina.
Oscar Palmer no le guarda rencor por ello. No puede guardárselo. Supo siempre que
todo sucedería tal y como había sucedido. Sin embargo, ella, tan despierta para otras
realidades, no se dio cuenta hasta el final.
Alcanzó una copa de la bandeja que pasaba. El camarero reaccionó sorprendido, como
sorprende una corriente de aire en un lugar cerrado. No se había percatado de que
estuviera allí. La apuró de un solo trago y volvió a dejarla en el mismo sitio exacto de la
bandeja antes de que el camarero parpadeara.
Sus manos llamaban la atención. Eran demasiado grandes para su envergadura. Unas
manos graves, dispuestas para los ademanes definitivos, y, sorprendentemente, dotadas
de una intuición especial para la cocina más elaborada. Si esto último se lo hubieran
dicho hace años, se hubiera reído hasta atragantarse.
Era hora de mezclarse entre toda aquella gente. Lo único que pedía era no encontrarse
con ningún conocido de entonces. Y sin pensarlo más, salió de su oscuridad y dispuso
cuerpo y mente para mirar a los demás, que es el modo más sibilino de no ser visto.
Se movía con facilidad en aquel mar de conversaciones, sin que nadie le tocara, ni
siquiera rozarle. Su forma de andar tenía el porte y la elegancia lenta de un viejo muy
delgado, y a la vez, la agilidad y la resolución de un adolescente. Si se le veía venir de
lejos, parecía un joven al que le cayeron los años de golpe desde un tercer piso. O
también viceversa. Pero el caso es que no resultaba fácil verlo venir de lejos, por lo que
esta apreciación resulta más bien vana.
“Hoy comienza un tiempo nuevo para ti”. Y se había acercado el reloj de bolsillo a la
oreja para comprobar que marchaba perfectamente.
¿O tal vez había dicho “Hoy comienza el tiempo de nuevo para ti”? Nunca lo sabría,
aún persistían jirones de anestesia y también estaban las alucinaciones sonoras. Lo que
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sí recordaba es que ella se había acercado el reloj a la oreja para comprobar que
marchaba.
Sin embargo, en los atardeceres, piensa que no se trataba de un tiempo nuevo, sino del
mismo tiempo, que se había parado –quién sabe si por cansancio o por un disparo- y al
que habían vuelto a poner en marcha, aunque lastrado por las viejas e impertinentes
preguntas de siempre.
Cómo iba a guardarle rencor, cuando fue ella la que se encargó de todo, la que se
empeñó en darle cuerda al reloj y en comprobar si marchaba. Su memoria en esas horas
no estaba para mucho, pero él conserva la leve impresión de un recuerdo, el de la cabeza
de Camille apoyada en su pecho. Escuchando. Quería comprobar que todo marchaba
perfectamente.
Caza otra copa al vuelo. El camarero creé notar algo, pero ya ha pasado de largo y le
rodea otra gente. Ninguno de ellos ha sido. Oscar Palmer sonríe y tararea por bajo una
canción.
Es un hombre de contrastes. Camina ensimismado, como si le acompañara un paisaje en
el que estuviera a solas. Pero puede sorprender, desde la marisma de sus ojos pardos,
con una mirada rápida y certera. Si te alcanza con ella, en ese preciso instante en el que
alguien te llamó y te volviste para ver quién era, es capaz de atravesar hasta el último
secreto de tus secretos, aquel que ni siquiera tú conoces porque no sabes dónde lo
ocultaste.
Al girarse por cualquier motivo insignificante, alguien se ha salido del corro y ha
tropezado con él. Al verse sin la protección de la manada, su secreto ha salido corriendo
como una cebra asustadiza. Esfuerzo inútil. Palmer lo ha atrapado: su secreto es la
cobardía.
Normalmente, no obstante, su mirada permanece quieta. Quieta como un león sesteando
en la sabana. Quieta, pero siempre alerta. Como un león.
A una mujer se le cae algo de las manos -algo insignificante que no merecía el riesgo de
agacharse- y al agacharse a recogerlo encuentra la diagonal de su mirada, como cuando
se está cruzando una carretera y de repente uno ve venir un coche. Acaba de sentir la
vulnerabilidad de su secreto y lo frágil que le hace. Pero es tarde para huir: envidia.
LOVE IS A GAME
¡Ya basta! No quiere ver más. Está saciado de tanta humana mediocridad. No quiere
más secretos. Ya no. Ha venido a A&O en busca de otra cosa.
-
Pero entonces ¿viene en busca de algo?
-
Siempre que hay movimiento hay búsqueda. Es una Ley Universal
-
Claro
-
Claro
-
Y cuando no hay movimiento ¿no se busca?
-
Depende.
-
Claro
-
Claro
-
Y ¿qué ha venido a buscar?
-
Todavía no lo sabe. Aún tiene que descubrirlo. Para eso ha venido. Así que
no te distraigas. Que te conozco.
La invitación para asistir la recibe desde hace nueve años. No la abre. La deja junto con
el resto de correspondencia sin abrir –toda- en una maceta pintada con delfines y
escaleras.
Piensa que es a Camille a quien deberían invitar. Fue ella quién corrió con los gastos de
la operación. En el último momento habían conseguido localizarla para que diera su
consentimiento. Hubo un silencio al otro lado de la línea. No contaba con ello para
aquel día. Les dijo que daría su consentimiento, pero que nadie hiciera nada hasta que
ella llegara. Les dijo que lo mantuvieran vivo. Les repitió que no hicieran nada hasta
que…
A los veinte minutos estaba allí. Nada de órganos de laboratorio. Los considera una
vulgaridad propia de fábricas. Pide el catálogo de A&O para elegir. Los doctores
apremian. Pero ella sabe que no se trata de una decisión cualquiera. Y se toma el tiempo
necesario. Pide que la dejen sola: “Déjenme sola y esperen”. “Por favor”. Añade para
suavizar, no por convencer. Tiene la certeza de que no se le ocurrirá morir mientras ella
esté decidiéndose. Siempre ha sido un hombre extremadamente paciente.
“Extremadamente paciente”. Así era como se comportaba con ella. Con paciencia
exquisita, pero sólo con ella. El carácter de Palmer está forjado en los extremos y si
tiene que moverse por el terreno indefinido del justo medio, lo hace con la torpeza de un
dipsómano que ha perdido las referencias para sostenerse y no acierta a agarrarse a la
OSCAR M. PRIETO
farola, porque ni siquiera hay una farola, aunque sea doble. Él prefiere moverse por los
límites que diferencian una cosa de otra, por las fronteras que separan. Ese es su
territorio.
Y Camille, en el silencio insistente de una sala circular, rodeada de pantallas en las que,
junto a la imagen holográfica de un corazón, se pueden leer las condiciones físicas y
anímicas que aporta su transplante, es plenamente consciente de que O. Palmer reservó
toda la paciencia para ella, porque nada esperaba de Camille.
El silencio se detuvo. Camille se levantó y se acercó a una de las pantallas y seleccionó
un corazón de mandril, procedente del Congo Belga. Tuvo la intuición genial de que
sólo así podría compensar la manera radical con la que O. Palmer se relacionaba con las
personas y con las cosas y encontrar en esa mezcla blasfema que es el color algo de
felicidad.
Después, mientras perduraban los efectos de la sedación, le regaló un reloj que dejó
sobre la mesita y comprobó que el corazón marchaba. Después se fue y salió de su vida
para siempre, igual que ahora desaparece de esta historia: sin pedir nada.
¡Adiós Camille!
Alguna esencia espiritosa debía dominar el cóctel pues pronto comienza a sentir calor.
Aunque también puede deberse a la cercanía de tanta gente, a la que últimamente no
está acostumbrado. Piensa que no pueden haber cambiado tanto este tipo de eventos
como para que no haya un guardarropa y se decide a ir en su busca. No tarda en
encontrarlo y por suerte no hay cola, todo el mostrador está libre para él. No hay nadie,
ni siquiera tras la barra. Por un instante teme que aparezca una especie de ropero robot.
No quiere dejar su gabán negro en manos de una máquina con un alma grabada en voz
en off. Máquinas humanizadas y humanos robotizados. Con esta fórmula resume la
naturaleza del mundo actual.
No se decide. Pero tiene calor. Y tal vez desentone entre tanta chaqueta y hombros
desnudos.
-
Bonita prenda.
LOVE IS A GAME
Es una joven la que le habla desde el otro lado. Tiene la cara limpia, como la mirada, y
los labios rojos y muy bien perfilados. Le tiende las manos a la vez que una sonrisa
infantil y segura de sí misma, abierta y a la vez curiosa, como sus manos, como su boca
roja.
Palmer le deja su gabán negro y deja que su mirada la siga mientras lo coloca en el
perchero automático.
-
Bonito traje.
Es una voz infantil y limpia, segura de sí misma y divertida. La de Palmer, de momento,
es silencio y duda, como si la hubieran cogido por sorpresa.
-
¿Tú crees?
Lleva un traje gris de corte clásico, con camisa blanca de cuello americano y corbata
negra con nudo simple de una vuelta. Su presencia se completa con una mata generosa
de pelo liso, entreverado por ráfagas grises, como el pelaje de un viejo lobo y que le da
el aspecto de un Primer Ministro nipón.
-
Hace tiempo que no frecuento esta clase de fiestas y no estaba seguro.
Su voz es pausada y de tono bajo y se pueden rastrear en ella senderos que transitan
oquedades hasta pozos de aguas subterráneas.
Ahora es ella la que muestra su silencio y es divertido también, pero no es rojo como su
boca roja, sino limpio como su cara y su mirada clara.
-
Tengo un corazón de mandril. Del Congo Belga. Regalo de mi exmujer.
Sonrisa.
Sonrisa. Sonrisa como despedida. Se vuelve para irse.
-
Olvida su ficha.
Le detiene una voz con sabor a granada. Vuelve a volverse para estar de nuevo cara a
cara. La ficha correspondiente a su gabán está en el mostrador oculta por la palma de la
mano de ella. Una mano de dedos pequeños y delgados, como la de una niña. Parece
que se trata de un juego o de una apuesta o de una adivinanza o de una decisión tomada
a cara o cruz.
OSCAR M. PRIETO
Sabe que tiene que decir algo para que ella levante la mano y descubra la ficha. Una
palabra clave, mágica, santo y seña, contraseña, password, palabrapase, llave, puerta.
¡Un número. Eso es!
-
81
Ella levanta la mano sin dejar de mirarle. Es una ficha circular con el número 81
grabado en el centro.
-
Es un “9”
Él sonríe y enarca las cejas como arcos de puente. Ella sonríe y guiña un ojo como boca
de túnel.
-
El Ermitaño.
Ninguno de los dos se sorprende ni precisa de explicación.
-
No pierdas la ficha o no recuperarás tu gabán negro, ni desvelarás el secreto
que te ha traído hasta aquí.
Palmer no oye estas últimas palabras de la joven del ropero. Ya se ha dado la vuelta.
Aunque aún lleva en las retinas las manos de la joven al descubrir la ficha con su
número mágico: 81= 8+1= 9: El Ermitaño. Él también conoce los arcanos del tarot.
Psicólogos y psicoterapeutas llevan años experimentando una sangría de clientes y
pacientes. Cada vez son más los que se decantan por las mancias o artes adivinatorias.
El motivo es sencillo, todas ellas confirman la vida pasada y mantienen abierto un
futuro equívoco para que a todos deje satisfecho. Además su procedencia oriental y la
ausencia de colegios reguladores las hace más atractivas.
Clientes y pacientes, representantes de ambas categorías llenan a estas horas el hall del
“Museo-Hospital 73”. Faltan pocos minutos para la inauguración oficial de la Feria
Anual de Compra-Venta de Arte y Órganos, conocida publicitariamente como A&O.
Haces de rayos divergentes y luces de colores no imaginables en la pasada centuria –
rojo hierba, amarillo noche o azul leche- hacen más amena la espera y mantienen la
emoción.
En Musac Ciudad Presente son tres las ocasiones a lo largo del año solar en las que el
estamento dirigente y la selección de lo más selecto de la sociedad tiene la oportunidad
de reunirse en comunión y sentir el orgullo por el grado de civilización y finezza que
LOVE IS A GAME
han alcanzado. Las tres convocatorias vienen a ser en el mantenimiento de la armonía y
el rombo social lo que la gran migración del Serengueti es al orden natural: un
espectáculo grandioso y fascinante, al que no es ausente la tragedia y la muerte, para
hacer de ello algo único.
Como contraste con la debilidad del sol, en las últimas tardes del otoño se celebra la
Venida de la Fusión Nuclear. Gracias a ella se hizo posible el derroche energético, a la
vez que sus elevados índices de higiene evitaron las catástrofes profetizadas por los
agoreros del cambio climático.
La tercera gran ocasión, ésta de fecha variable, conmemora el uso del agua como
transmisor o la invención de los procesadores de agua que, aprovechando su estructura
molecular, permitieron el despegue y desarrollo de la informática cuántica.
De las tres, no obstante, A&O brilla con singular destello, quizás como consecuencia de
ese incierto aroma provocador que se supone desprenden los artistas. Y los monos en las
jaulas.
Palmer esquiva el sector en el que se encuentran los stands de los animales propicios.
Le conmueve verlos en tan severa calma, sedados y privados incluso de la legítima
violencia y de la rabia ante un sacrificio que algunos califican de gratuito y aberrante,
seguramente los mismos incapaces que denostan las vanguardias artísticas.
No quiere plantearse la propia contradicción que él mismo representa –en movimiento,
viva- no lo hizo ni siquiera al despertar entonces de la anestesia, cuando hubiera
resultado más sencillo cualquier remordimiento y más accesible la disculpa.
Por evitar los pasillos en los que la gente compra y cambia calculando beneficios, años
y tendencias, va a dar a la zona de los quirófanos móviles, que en todo recuerda a los
talleres de mecánica rápida sino fuera por la moqueta luminosa que cubre el suelo.
Enfrentadas a cada uno de ellos, en las salas de espera familiares, amantes y herederos
aguardan la salida del afortunado tal y como se aguarda a que salgan de un probador de
ropa, un poco con aburrimiento, no sin cierta emoción y preparados por si fuera
necesario para una mentira.
OSCAR M. PRIETO
El gran reloj suspendido de la cúpula advierte de que faltan solamente diez minutos.
Una lluvia invisible de cationes rocía a los presentes, modificando sus cargas eléctricas
y provocando así una reacción generalizada de júbilo.
Oscar no escapa a ese relámpago de alegría inducida por la magia de la electricidad.
Conoce el mecanismo desde su época del Ministerio. Ellos también lo utilizaban para
enardecer o apaciguar a multitudes. Pero no quiere dejarse llevar por la melancolía de
los viejos tiempos. No los echa de menos. Así que espera a que se le pase el hormigueo
que ahora hace vibrar sus arterias.
Ya pasó. Él sabe controlar sus efectos. No siempre fue así.
Bastaba con echar una ojeada rápida a los periódicos diarios para cerciorarse de que en
realidad las Ongs habían logrado hacerse un hueco en el mercado de órganos. Prueba de
ello eran sus anuncios, siempre en ‘página derecha’. Lo que Palmer no imaginaba es que
se hubieran convertido en un poderoso e influyente lobby capaz de dominar el sector.
Aunque por su biografía, sus nervios transmisores de sorpresa habían sufrido repetidas
endodoncias - estaban muertos- no pudo evitar cierto cosquilleo recorriéndole las
articulaciones y un ligero aumento del diámetro de la pupila al verse rodeado de stands
de este tipo de organizaciones no gubernamentales, que él recordaba como humanitarias
y no lucrativas. Ocupan el centro de la Feria, lo cual indica que son las empresas más
potentes del sector.
Al parecer, en los primeros años del Siglo la fiebre del consumo y el vértigo por
satisfacer necesidades cada vez más lujosas y estúpidas se apoderó de la voluntad de
muchas personas, no siempre malas, entre las que se encontraron encargados de
administrar los donativos para la lucha contra el cáncer, o para la escolarización de
niños, o para los refugiados, o para salvar de la extinción a los grandes cetáceos. Sus
almas enfermaron de codicia y gran parte del dinero que recaudaban gracias a los
remordimientos que despertaban sus impactantes y violentas campañas fue desviado a
cajas de seguridad en paraísos fiscales y malgastado en fines espurios y vergonzosos.
El escándalo fue deletéreo y su onda expansiva tuvo tales dimensiones que estuvo a
punto de derrumbar las complejas arquitecturas de la caridad y de la buena fe que con
tanto esfuerzo y tan lentamente se habían conseguido levantar y que, en muchos casos,
LOVE IS A GAME
se habían constituido en el único paliativo de la miseria, la soledad, la enfermedad y el
dolor.
Los pozos se secaron. Las escuelas quedaron vacías. Las moscas se dieron un banquete.
Las ‘granjas de órganos’ –así fue como se llamaron- fueron la única salida. Alguien
habló de la concepción utilitarista de la moral propuesta por Jeremy Bentham y rescató
su doctrina de la consecución de la mayor felicidad para el mayor número. Sin
confesarlo en voz alta se asumió el precio. Fue necesario creer que estaba justificado.
Fue necesario. Dicen.
Sólo la coincidencia con una nueva lluvia de cationes, esta vez de mayor intensidad y
acompañada por fanfarrias, y las efusivas manifestaciones de alegría que siguieron, tuvo
la virtud de frenar a tiempo el acceso de asco que le producía todo aquello y que se le
venía encima como reflejo automático no procesado.
El reloj de la cúpula anuncia que faltan cinco minutos para la inauguración oficial. Hay
revuelo de vestidos y las conversaciones se apresuran. Las miradas apenas se posan
milésimas de segundo en un mismo punto, zigzaguean. Bandejas de copas de champán
ya están dispuestas para el brindis.
Mejor apartarse, buscar un sitio descentrado, fuera de aquella órbita centrípeta en la que
gira un piélago de ilusiones evanescentes, 50% de burbuja y 50% de espuma. Busca una
sombra desde la que poder observar todo aquel bullicio sin formar parte del mismo y la
encuentra a tres o cuatro metros de una salida emergencia. Una de las hojas de la puerta
está abierta y entra una corriente fresca que agradece. La luz de la luna asoma el pie y es
tan blanco como el de una cabritilla. Es el sitio perfecto y queda fuera de las rutas de los
camareros y de los urinarios.
Dos siluetas atrapadas en la claridad del suelo que entra por la puerta, se alargan y se
prolongan dentro. Son sombras que discuten, gesticulan y se miran fijamente a los ojos
como si una de ellas acabara de descubrir una traición, mientras la otra, inútilmente, le
suplica que le entienda, le repite que está equivocada, que las cosas no son tal y como
ella las ve ahora, que no la ha traicionado, que sigue siendo igual.
Son un hombre y una mujer, y están dos o tres pasos fuera del recinto, el límite preciso
para que el hombre pueda estirar el brazo y sostener la puerta para que no se cierre.
OSCAR M. PRIETO
No le llegan las palabras, pero no importa, porque él sabe escuchar las sombras. Es otra
de sus cualidades. No por casualidad su trayectoria ha estado jalonada por los éxitos.
No por casualidad.
Oscar Palmer no necesitó de una revelación ni de una bofetada para saber que uno no se
encuentra fácilmente con la realidad viniéndole de frente. Es raro que la señora se deje
ver así, si no es cuando ya la tienes encima y no puedes hacer nada que no te aplaste. Le
bastó la lluvia de una tarde de mayo, viendo llover desde la ventana de su casa, para
darse cuenta de que la única manera de sorprender a la realidad, antes de darte de
morros con ella en la esquina menos esperada, es buscarla en sus alusiones mejor que en
sus presencias. Lo que sucedió es que, como estaba dentro de su casa, no sabía si
realmente llovía y quería saberlo antes de salir a la calle, por llevar o no llevar paraguas.
Miraba al cielo, realmente encapotado, pero no lograba diferenciar las gotas entre tanto
gris. Si realmente llovía, la lluvia se confundía superpuesta sobre el fondo de nube. Sólo
cuando desistió del cielo y miró al suelo pudo comprobar que en verdad llovía, aunque
muy finamente, pero lo suficiente para que las gotas salpicaran el asfalto y los
parabrisas de los automóviles. Desde entonces no necesitó de mirar al cielo para decidir
si cogía o no el paraguas, se fiaba más de las farolas y del suelo.
Igual que ahora. Igual que ahora puede prescindir de las palabras que no alcanza a oír.
Palabras que no necesita porque tiene sus sombras para saber de verdad qué es lo que
les sucede. Sabe que las palabras no siempre se diferencian de las putas y al igual que
los ojos, mienten con asiduidad, al cobijo de la buena imagen que tienen. Pero las
sombras no mienten porque son la huella que dejan los cuerpos al ser impresionados por
la luz. No mienten ni siquiera las sombras chinescas que se muestran como imposible
mentira, arte.
No por casualidad él supo retomar los casos en los callejones sin salida donde otros los
abandonaban, rastrear las pistas desechadas y seguir otras en las que nadie había caído,
hasta resolverlos con identificación de víctima y culpable. Y logró adelantarse con las
pesquisas en otros casos que imaginó incluso antes de que hubieran sido planeados y
cuando se cometieron él ya estaba allí, esperándolos con las esposas abiertas.
Así había sido desde sus precoces inicios hasta el día en el que por cansancio por un
sueño o por un disparo –hasta el día de hoy no ha logrado recordar qué fue lo que
LOVE IS A GAME
realmente sucedió- tuvo que entrar en un quirófano y le implantaron un nuevo corazón,
de mono, de mandril.
Desde entonces, desde que despertó en la habitación y se encontró con un reloj nuevo en
la mesilla y renunció a hilar las imágenes de aquellas últimas horas, desechas en jirones
de niebla por la anestesia, se había mantenido apartado, con gafas de sol de cristal muy
oscuro para no ver demasiado. Se apartó de sus hábitos y de sus malos hábitos, de sus
horarios y de sus desquiciantes horarios, de sus trayectos y de sus trayectos
equivocados, apartó sus impulsos y la terquedad con la que los seguía, como si fueran
corazonadas, apartó de su vida los interrogatorios y también las respuestas y la
necesidad de ellas, y hasta la violencia justa para conseguir lo que se proponía. Pero
sobre todo, se apartó del incesante discurrir de los sucesos, se quedó al margen, en la
margen del mismo devenir. Fue como si al trabajar con las manos la madera, hubiera
encontrado en sus betas cierta atemporalidad, permanencia, ancla, clavo.
La madera.
A salvo durante unos años, hasta hace poco más de una semana, cuando volvieron los
sueños. Sueños que recordaba perfectamente al despertar, con las mismas sensaciones y
detalles que en estado de vigilia.
En el último, el de la noche pasada, se encuentra en el control de documentación de una
aduana. Paredes, suelos, detectores y uniformes son de un verde grisáceo, lo que diluye
la sensación de espacio tridimensional. Por los sonidos y los olores puede tratarse de un
aeropuerto. En su rostro no hay reflejos de miedo, pero sí de perplejidad, pues no
encuentra el recuerdo del avión, ni de la cola para embarcar, ni del equipaje, tampoco de
los preparativos, de las reservas, ni de la intención del viaje o de la urgencia por algo
imprevisto. Ni siquiera encuentra el recuerdo del dolor de oídos al despegar, que es
difícil perderlo. No hace frío. Es posible que se haya inventado ya la teletransportación,
intenta pensar desde una lógica intrusa en el sueño. Pero aún así no se explica que se
encuentre allí, de repente. Al no ser que se traté de un error o de una traición.
Inmediatamente tiene que abandonar estas reflexiones, ya que se le acercan dos agentes.
Están perfectamente afeitados y se ve que llevan el pelo cortado a cepillo bajo sus
gorras de plato. Sin indicio que le lleve a ello, pues no llevan insignias ni distintivos,
está convencido de que son soldados soviéticos. Ambos hacen ademán de exigirle sus
documentos. Pero él no tiene documentos y cree que va a tener problemas.
OSCAR M. PRIETO
Inesperadamente, los agentes sonríen, como si supieran lo que le está pasando por la
cabeza. Uno de ellos se le acerca y le da una palmada en el hombro para tranquilizarlo.
Es entonces cuando le habla, sin el menor acento y en tono amistoso. Le llama por su
nombre, lo que, sorprendentemente, no le sorprende, y se lo lleva con él a otra sala. Se
trata de una sala de techos altos bordeados por una moldura de escayola ancha y una
cenefa con ligeros arabescos. Del centro del mismo cuelga una voluptuosa araña que se
derrama en millares de cristales geométricos. En las paredes quedan marcos de polvo
que señalan la ausencia de viejos cuadros que han desaparecido. Los amplios ventanales
están cegados, por lo que la luz es artificial. Se puede oír la electricidad. Es una
habitación enorme que en otro tiempo pudo haber sido comedor de gala o salón de baile,
pero que ahora está ocupada por hileras de estanterías de madera, de la altura de un
hombre, que se prolongan en toda su longitud. Las baldas están repletas y aunque todo
está en orden no puede evitar respirar una atmósfera de desorden, como si todos
aquellos objetos hubieran sido desplazados por decreto de sus lugares naturales y
ordenados de manera violenta. Por primera vez desde que ha aparecido en este sueño
toma conciencia de que va en mangas de camisa blanca. Se da cuenta porque hace un
frío de almacén que devuelve a la vida el bello de los brazos. Se pregunta dónde habrá
dejado su inseparable americana. No tiene tiempo para responderse porque el policíasoldado que le ha acompañado interrumpe sus devaneos.”Oscar”, vuelve a llamarle por
su nombre. Extiende un brazo y con movimiento en semicírculo con la palma de la
mano hacia arriba, le dice que en la habitación se encuentra todo lo que Rusia puede
ofrecerle. Allí tiene sus manjares y sus hambres, sus joyas y sus cadenas, su
individualismo feroz y su poderosa colectividad, tiene al alcance de su mano todas sus
revoluciones y también sus siglos de mansa servidumbre. Allí mismo se encuentran sus
ríos helados, las bastas extensiones de tierra despoblada, los Iconos y los incensarios de
las catedrales ortodoxas, las balalaikas que acompañan las largas noches de inviernos
inclementes, Rachmaninov y el alma y los tormentos de todos los grandes novelistas
rusos. Allí, las estrellas, las hoces, los martillos, el color rojo, el color blanco y por
supuesto el vodka, botellas de ardiente y transparente vodka. Mientras le relataba esta
enumeración maravillosa, el agente impoluto ha abierto una caja de madera preciosa y
ha sacado de ella dos habanos. Con parsimonia estudiada los ha preparado y ahora
enciende el suyo. Le da una profunda calada y antes de expulsar el humo le tiende el
otro y sostiene una astilla encendida para que lo prenda. Los dos se miran a los ojos en
silencio. El soldado sonríe, Oscar espera. El soldado expulsa el humo lentamente en una
LOVE IS A GAME
amplia bocanada y le dice que puede coger todo lo que desee y llevárselo consigo, pero
que, si aún así, su deseo es salir y buscar en Rusia todo lo que tiene en aquel almacén,
antiguo comedor de gala o salón de baile, puede hacerlo, con la única condición de que
debe estar de vuelta antes de tres horas. Oscar, que le ha escuchado presintiendo lo que
le iba a decir, se toma unos instantes para responder, que aprovecha para hacer volutas
de humo, le contesta que prefiere salir y buscar, pero que no tiene reloj. El policía,
agente, soldado asiente, toma del estante más cercano un reloj, se lo entrega y le abre la
puerta y lo deja a solas bajo el dintel.
El sueño continuó hasta que el sol le despertó como cada mañana. Se sucedía la misma
secuencia, una y otra vez como si se tratara del fondo de unos dibujos animados de bajo
presupuesto. Se encontraba en un punto, con la puerta cerrada a sus espaldas, y tenía
que llegar a otro, justo al volver la esquina, que era donde comenzaba Rusia. Hay una
cinta mecánica por lo que piensa que no tardará mucho. Al llegar la esquina, la cinta
también gira y prosigue, al parecer donde tiene que llegar es a la siguiente esquina y en
la siguiente esquina sucede lo mismo y se pospone hasta la próxima, a la que llega de la
misma manera, sólo ha variado el color del aire. Durante las primeras esquinas va
tranquilo y descansado pero llega un momento en que se empieza a preocupar, no por
miedo, si no porque se le consuma en aquel absurdo recorrer las tres horas que le han
dado de tiempo.
Y despertó antes de llegar a parte alguna o de volver esquina verdadera.
Después de años apartado, de nuevo, estos sueños le devolvían a una realidad que el
había abandonado. No necesita interpretarlos pues conoce su significado íntimo,
independientemente de las imágenes que los conformen. Algo va a suceder, no sabe
qué, ni donde. Simplemente debe estar alerta y dispuesto a seguir las cintas
transportadoras hasta donde le lleven, aunque sea a través de un laberinto, aunque no
tenga mucho tiempo para llegar a volver la esquina que no se repite y que será el lugar
de los hechos, el escenario de un crimen que aún nadie ha pensado cometer, pero que él,
Oscar Palmer, detective, presiente.
Detective, el detective, el más sagaz y original en su manera de aprender la realidad que
ha conocido Viejo Reino, hasta tal punto que en ocasiones hubo quien lo confundió con
un poeta al verlo llegar a la escena del crimen, al lugar en el que se había vertido sangre
o donde se habían mezclado palabras y venenos, y preguntar ¿Quién ha hecho esto?
OSCAR M. PRIETO
Ya ha comenzado a moverse y a reunir los indicios que irá enlazando hasta construir el
caso. Primero fueron las imágenes que aparecían al cobijo de la noche en fachadas y
tapias. Después la caída de “el cerdo”. Después la caída de “el águila”. Después el
temor por “el león” que permanecía solitario. Y ahora, precisamente, la Feria de Arte y
Órganos, que este año, precisamente, cuenta con un invitado muy especial, aunque para
Palmer era completamente desconocido hasta esta misma mañana: Paulo Bansky.
Hasta esta misma mañana, Oscar Palmer nunca había oído hablar de Paulo Bansky y no
porque Bansky fuera una de esas personas anónimas de las que uno no oye hablar hasta
que por algún azar se cruzan en su vida –un atestado de accidente, el buzón de al lado o
un “pregunte por...”-. No, Bansky no era alguien anónimo, aunque sí guardaba con celo
y ferocidad su anonimato, como si
fuera su sello personal. Incluso bien podía
considerársele como un personaje conocido y hasta con renombre internacional.
Lo que sucede es que O. Palmer lleva años apartado de los canales por los que bajan las
noticias, al menos ese tipo de noticias que al parecer interesan a todo el mundo. En su
casa nunca ha tenido SHT (Sistema Holográfico de Televisión) y cambió su suscripción
al Canal de Noticias para Detectives por una colección de Clásicos de Grecia y Roma.
Pero de nuevo necesita estar informado para poder averiguar qué va a suceder. Por eso
esta mañana alteró su rutina y se acercó al quiosco para comprar la prensa. Nada en las
páginas de “Iras y Sucesos” que llamara su atención, nada en la sección de “Fusiones
entre Multinacionales, nada en “Deportes y Apuestas”. Tiró el periódico sobre la mesa y
acaso por casualidad quedó abierto por “Cultura y Espectáculos”. Allí estaba, A&O y
Paulo Bansky.
No tuvo ninguna duda, ese era el camino que debía seguir. Por fin había dado con uno
de los extremos del hilo. Ahora sólo tenía que seguirlo hasta el final, sin soltarlo, pues
en el otro extremo estaría la solución. En esto Palmer también era distinto al resto de los
investigadores que conocía y por supuesto de los agentes de policía. Los demás
contaban con un punto de partida evidente y definido: el crimen, el cadáver, la
mentira,... También contaban con el tiempo, la hora en que se había cometido, si sabían
interpretar correctamente las escalas de rigidez y de temperatura.
Tener el dónde y el cuándo hace todo más fácil. El problema es que los casos que a él
más le interesaban eran aquellos en los que le faltaban ambas coordenadas, dónde y
cuando se había cometido, porque realmente aún no se había cometido nada, sólo estaba
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en camino. En estos casos, que como queda dicho eran sus favoritos, determinar el
escenario y el momento fatal era el objetivo y motivo de su investigación. Es más, en
ocasiones, llegado al momento y al lugar a partir y desde el cual todo se precipitaba o se
consumaba, Palmer permanecía al margen, sabía desplazarse algunos pasos para dejar
que la escena transcurriera delante de sus ojos, no intervenía, no impedía que sucediera
lo que tenía que suceder, por muy abominable que fuera. Le parecía más abominable
interrumpir la secuencia de decisiones que habían llevado al criminal hasta su crimen.
Se desplazaba unos pasos para no entorpecer la relación estrecha, casi animal, entre
verdugo y víctima. Quién era él para privarles a ambos de sus destinos, por dolorosos
que fueran, por injustos, ciegos, torpes, equivocados. Quién para meterse en medio,
para trabar la libertad.
No era fácil encontrar el hilo bueno, aquel que había que seguir entre la infinidad de
ellos que no conducían a ninguna parte. Y aunque llevaba años retirado, apartado, no ha
dudado cuando, acaso por casualidad, el periódico ha quedado abierto encima de la
mesa por la página que anunciaba la inauguración de A&O en la que se descubriría un
muro Paulo Bansky.
Es la primera vez en que tiene constancia de la existencia del hombre Bansky.
Por eso está allí, con los ojos abiertos, porque ha comenzado el movimiento y él debe
seguirlo. Tampoco tiene dudas de que esas dos sombras que ahora hablan un metro más
allá del umbral de la puerta resultarán piezas clave de este caso. Es posible que sean los
protagonistas, puñalada y puñal que aún no se reconocen, que ignoran que media entre
ambos cuerpos un relucir de acero. Ahora todo es posible todavía, pues no está maduro
el tiempo y el destino está tierno. Por eso escucha lo que dicen ambas sombras.
Escucha lo que dicen las sombras, no sus palabras, que por otra parte no le llegan
porque están afuera. Son las sombras de un hombre y una mujer y no tienen nombre, no
lo necesitan de tanto como se conocen. Están fuera, es cierto, pero han salido
precipitadamente y su conversación transcurre con precipitación. Hace tiempo que no se
ven, tal vez años. Es posible que también haga tiempo que no hablan, pero da la
impresión de que ella sí ha estado al tanto de la vida de él, al menos de ciertos hechos
que, como migas de pan, permitían seguir el camino de vuelta a casa.
OSCAR M. PRIETO
Escuchando a las sombras, Oscar Palmer averigua que la sombra del hombre lleva
tiempo fuera de la ciudad, recorriendo el mundo, aunque no atrapa los motivos que le
han llevado a ello. La sombra de la mujer, por su parte, no ha sentido la necesidad de
viajar, es más, da la impresión de que se ha aferrado a aquella ciudad como a un lugar
seguro.
Aún sin verse, aún sin hablar, lo que queda claro –al menos para quien conozca el
lenguaje de las sombras- es que no ha pasado un día sin que se hayan tenido presentes el
uno al otro, aunque hayan estado en distintos hemisferios. La razón de esto permanece
oculta entre otras sombras que no dejan oír con claridad. No puede definir si es amor,
amistad, lazos familiares o vínculos profesionales, lo que les une, es fácil que ni siquiera
ellos lo sepan o se lo reconozcan, pero si Palmer tuviera que arriesgarse y apostar, lo
tendría claro.
La sombra del hombre hace unos días que regresó a MUSAC CIUDAD PRESENTE,
pero no ha sido hasta esta mañana cuando la ha llamado a ella. Ella ya imaginaba que
estuviera por aquí, pero tenía dudas sobre las razones que le habían llevado a regresar,
aunque alguna de ellas podía resultar muy evidente. Quedaron en verse en A&O, y si
bien ella hubiera preferido cualquier otro sitio, no discutió: tenía ganas de verle y
curiosidad, no lo ocultaba. Además él le dijo que tenía una sorpresa preparada. Fue
entonces cuando, además de ganas y de curiosidad, sintió miedo de verle. Tuvo la
sensación de que bajo la sorpresa se ocultaba una renuncia o una decepción y quiso
apartarla de inmediato de su cabeza para que no se cumpliera.
Se encontraron en el sitio y a la hora acordados y se alegraron de volver a verse, aunque
como siempre, desde que se conocían, fueron comedidos en sus muestras de cariño.
Siempre habían sido muy cuidadosos con esto. El hombre le dijo que ella no había
cambiado nada, que estaba igual. La mujer le dijo que él estaba igual, y tras mirarle
unos segundos a los ojos, pero que había cambiado. Él había sonreído para evitar tener
que decir algo. Le pasó un brazo por encima de los hombros y entraron dentro.
Una vez dentro, él comenzó a hablar y a contarle mil historias, para evitar tener que
decir algo, dudaba de que hubiera sido buena idea contarle por teléfono que tenía una
sorpresa preparada. Ella se dio cuenta y le preguntó cuál era la sorpresa. Él volvió a
sonreír y quiso enseñarle una cosa, para evitar tener que decir algo, porque ahora
dudaba de si aquella sorpresa los separaría más que todos los océanos. Ella le detuvo, no
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quería ver más. Quería saber en qué había cambiado, cuál era la renuncia, y si soportaría
la decepción. Intentó sonreír para darle ánimos, para darse ánimos y volvió a
preguntarle por la sorpresa de la que le había hablado.
Fue suficiente con un sólo gesto.
Con ese sólo gesto ella fue consciente de que nunca le perdonaría. Y los pulmones se le
encharcaron de rabia. Y salió corriendo.
Por hacer ese gesto sólo, él se dio cuenta de que ella no le perdonaría nunca. Y la fuerza
abandonó sus articulaciones y su ánimo. Pero salió corriendo tras de ella.
Palmer, por desgracia, no llegó a ver ese gesto decisivo. En realidad todo lo que ha
captado de lo que ha sucedido entre las dos sombras es sólo el eco de lo que se ha dicho
antes, cuando él no estaba, eco que las sombras arrastran como una estela de cometa,
aroma que aún se huele después de que ha pasado. Ahora mismo el hombre y la mujer
están afuera y sus siluetas se deslizan por debajo de la salida de emergencia abierta.
Están a pocos metros de distancia y Palmer las puede escuchar con toda claridad, pero
no llega a comprender lo que está sucediendo porque le falta el gesto desencadenante,
que es la clave.
A un paso ya de separarse la sombra del hombre insiste desesperada en que no es una
traición, en que no cambiará nada, le suplica que le entienda, le grita que no se vaya. La
sombra de la mujer, que ya se va, se vuelve para decirle, afiladamente, para arrojarle la
sentencia de que no puede hacerlo, de que ya nada será igual, de que no se lo permitirá.
El detective amaga con acercarse a la puerta antes de que las sombras se desdibujen,
escapen o se desvanezcan. Tiene la corazonada de que es la pista buena y no puede
perderla pero una explosión de luz repentina y policéntrica disuelve todo rastro de
oscuridad y las sombras se esfuman, ya que tal exceso de claridad las priva hasta del
menor resquicio en el que seguir respirando.
No contaba con ello y necesita de unos segundos para reaccionar, los mismos que tarda
su visión en abandonar la penumbra y adaptarse a la nueva situación lumínica.
Simultáneamente el recinto es invadido por una música de batalla final entre el bien y el
mal que sobresalta sus tímpanos. El reloj de la cúpula no cesa de parpadear indicando
que el tiempo se ha cumplido. Una descarga inusualmente generosa de cationes
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desborda la euforia entre los asistentes, y coincide con el momento que aprovechan los
Líderes para salir a escena y recibir la ovación de un público enfervorizado. Desde
donde se encuentra no puede ver nada y la conjunción de luz, música y lluvia de alegría
le lleva a acercarse a la multitud sin que medie su voluntad en este movimiento, se ve
conducido por un impulso gregario que no puede controlar. Cuando lo hace es ya
demasiado tarde para evitar estar rodeado por todos aquellos que, como él, han sido
inducidos a acercarse y que conforman un inmenso círculo humano que rodea la
plataforma giratoria.
Desde la plataforma los Líderes saludan con el brazo derecho extendido, la palma de la
mano hacia fuera y girada a la izquierda. Es el saludo solemne de ‘tapar el sol para ver
mejor’ y la multitud responde automáticamente como un solo animal con igual saludo y
gritando una exclamación imposible de transcribir y que suena algo así como el ruido de
un cuchillo rasgando una pieza de poliuretano poco concentrado.
Es más de lo que Palmer puede soportar, más de lo que hubiera soportado su antiguo
corazón humano. Tiene que salir de allí. Inicia la retirada pisando con cuidado en
aquella marisma de exaltados civilizados. Debe controlar sus impulsos violentos. Piensa
en olivos. Piensa en gorriones. Piensa en nidos. Imagina gorriones construyendo sus
nidos en los olivos.
Unos metros más y habrá escapado del lazo opresor. Pero se detiene. Y mira atrás.
Detenerse y mirar atrás. En el momento más inesperado. Nadie lo hacía como él. En el
momento más revelador. Detenerse y mirar atrás y sorprender la realidad. Siempre había
sido una de sus habilidades, uno de sus trucos, y por lo que se ve no ha perdido todavía
esa facultad. A dos pasos del espacio vacío y de su libertad de movimientos, se detiene
y mira atrás justo en el momento en el que se abre el centro de la plataforma giratoria de
la que asciende un monolito de hormigón que parece una pieza de dominó gigante, un
inmenso imán que atrapa la atención de los presentes y los silencia.
Palmer se gira por completo y desde la atalaya de su silencio isla contempla aquel
objeto cuya presencia se impone con la rotundidad de decenas de toneladas. Intuye
cierta contradicción encerrada en aquel bloque de muro separado de su muralla. Una
parte de un muro carece de sentido existencial si no está unida a otras partes hasta
formar un todo, barrera divisoria. Hay algo de fascinante en aquel trozo de frontera
descontextualizada, algo humillante, como si la hubieran pillado desnuda, sin armar,
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indefensa, frágil, inútil, absurda. Y no obstante, ese pedazo de separación que nada
separa, pura verticalidad de hormigón de siete por tres metros, al que le salen por ambos
lados restos de ferralla, barba de tres días, no carece de belleza, la belleza legítima que
poseen todas las cosas, pero que no todos pueden ver, si no es así, magnificada por las
descomunales dimensiones.
En algún lugar de su cabeza cruzan dos pensamientos fugaces. Uno de ellos se adentra
en las profundidades de la Filosofía del Arte o de la Estética y pregunta por la relación
que existe entre la obra de arte y el tamaño de la misma y de cómo éste favorece el
reconocimiento de aquella por parte de la crítica especializada. Se da cuenta en el acto
de que no es la mejor ocasión para entregarse a una reflexión de tal envergadura, y
sobre la que ni siquiera tiene bosquejada una opinión. Así que se baja en marcha.
El otro, más que un pensamiento es un coche que atraviesa en la noche una ciudad
desierta, que no se sabe de dónde viene, ni a dónde va. Como su investigación. Por eso
se sube a él, a ese coche, a esa intuición. Porque sabe que es preciso llegar a un lugar del
que aún no sabe nada, ni dónde se encuentra, ni qué le espera allí. Cuenta sin embargo
con la experiencia suficiente para saber que los hallazgos, los descubrimientos que
pueden hacer avanzar un caso o una disciplina científica, salen al paso cuando se
camina por sendas poco transitadas. No en vano, el azar o la suerte, aparentemente
incorruptibles, insobornables, podían ser tentados, provocados, si se tenía la osadía y la
paciencia precisa. Él sabía cómo: dejaba pasar su parada de metro y bajaba tres
estaciones más allá o bien bajaba cuatro estaciones antes, se acercaba al distrito
aeroportuario y tomaba la primera aeronave que despegara sin preocuparse por el
destino, pues sabía que todas la ciudades guardan su parte de destino, o comenzaba el
día a una hora distinta y realizaba las rutinas cotidianas a distinta hora para que los
sentidos no se acostumbraran a sentir siempre lo mismo. Se hacía necesario buscar los
encuentros fortuitos e imaginar relaciones entre los objetos, conexiones entre las
personas, que para una mente con funcionamiento normal y lógico resultarían
inconcebibles.
Establecer relaciones, en eso consiste parte de su método. Y en este esquivo instante la
caza al vuelo, como la lengua enroscada de un camaleón, con la destreza de Raymond
Ceulemans –quince títulos mundiales de billar en la modalidad de tres bandas-.
Carambola. Eureka.
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La unidad de hormigón desgajada del muro, un gesto que no logró captar impregnado
de restos de traición y las sombras de un hombre y de una mujer que se encuentran
después de mucho tiempo y que vuelven a separarse inesperadamente, violentamente,
tal vez para siempre, estos tres son los vértices que conforman un triángulo, su
triángulo, el que le ha llevado hasta allí. Se da una palmada en el pecho, justo encima de
donde se supone que se encuentra el corazón, lo felicita por el trabajo bien hecho.
Sin duda la realidad presenta muchas caras, pero al menos ya cuenta con una para
conformar el poliedro. Debe averiguar qué es lo que relaciona estos tres elementos a los
que por el momento sólo unen las coordenadas espaciales en las que han coincidido,
A&O, la Feria de Arte y Órganos. Pero debe existir otra conexión más íntima y por lo
tanto más oculta. A&0 es sólo una circunstancia, un lugar en el que se han concitado,
puede ser no más que un mero recipiente, aunque todavía es pronto para descartarlo
como posible escenario. Tiene que haber otra relación, apócrifa, algo así como un
mensaje cifrado en un texto aparentemente ambiguo. Siempre es así, si las cosas no han
cambiado en los últimos años. Y por lo que se refiere a los senderos ocultos que llevan
hasta las puertas de un crimen nada ha cambiado, no sólo en los últimos años, sino
desde hace milenios.
Siente como su cabeza se va librando de la música, de la luz y de la euforia inducida por
la lluvia de cationes, por fin escapa a la multitud y su pensamiento se acelera como si
todo la anterior lo tuviera lastrado. Chasquea los dedos de su mano derecha. Ha de
volver a la salida de emergencia antes de que las sombras hayan desaparecido. Todo el
mundo está concentrado entorno a la gran plataforma, los pasillos están despejados y
llega en pocos segundos. Justamente la puerta está cerrándose, pero no puede decidir si
es por alguien que acaba de entrar o que acaba de salir. Sale fuera. Se trata de un
callejón en el que sólo hay silencio, el fresco de la noche y la luz de la luna. Ni rastro de
las sombras. Palmer maldice su estupidez, sola una vez: ¡seré idiota! Da un par de
vueltas sobre sí mismo. Ni sombra de las sombras ha quedado en las paredes. Baja su
mirada al suelo y ve una ficha circular. Se agacha, la recoge y sin mirarla la guarda en el
otro bolsillo del pantalón y no en el que tiene su ficha. Cree que de momento no es
bueno juntarlas.
Ya nada le retiene en aquel lugar, así que se va directamente hacia el ropero. Camina
con las manos en los bolsillos. En cada una de ellas encierra una de las fichas y las
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aprieta como si fueran amuletos o monedas de la suerte. El mostrador está libre. Todos
están pendientes del discurso de los Líderes. La chica de los labios rojos le sonríe al
verlo llegar, da la impresión de que le estuviera esperando.
- Sabía que se iría pronto ¿Ya ha descubierto el secreto que le trajo hasta aquí?
Palmer le sonríe como única respuesta y le da su ficha, la del bolsillo derecho, el
ochenta y uno, “El 9”. Ella se da por satisfecha con su silencio de huésped tímido, le
devuelve la sonrisa, recoge la ficha y va en busca de la prenda, mientras susurra: “El
Ermitaño”.
-
Tiene usted aire de detective privado de película de blanco y negro.
-
¿Lo dice por el gabán?
-
No, por su mirada. Por la lentitud de sus gestos. Estoy segura de que su
forma de fumar debe de ser muy elegante. Es una lástima que ya no se pueda
hacerlo en público.
-
Una lástima sí –se calla
-
¿Qué lleva en el bolsillo? Por la forma en que lo encierra en un puño sólo
puede ser una moneda o un secreto –al pronunciar esta palabra es imposible
distinguir si habla en broma o en serio-. Y no creo que usted se aferré así a
una moneda.
Este último comentario le desarma y despierta su curiosidad. Está seguro de que no
conoce a aquella chica, nunca olvida una cara, y sin embargo, ella si parece conocerle, o
al menos no va desencaminada en lo que ha dicho sobre él. Puede tratarse de una
casualidad, pero él prefiere cualquier otra explicación. Qué sería del mundo si no se
pudiera preferir otras explicaciones, si un beso, una estocada, el hambre, la risa, un
salto, una caída, no fueran más que una casualidad. Así piensa Palmer y además, le
atrae, le intriga, le divierte el modo descarado y acertado de decir las cosas sin dejar de
sonreír. Así que decide entrar en el juego.
Flotan en el aire partículas de felicidad restos de la última descarga. Los Líderes han
concluido sus discursos. Suena música de inauguración que dispone los ánimos para
recibir lo nuevo. Todo el mundo espera a Paulo Bansky. En el guardarropa, no obstante,
se ha creado una burbuja de casiintimidad, apta para confidencias.
OSCAR M. PRIETO
-
Por todo lo que dices, apostaría a que eres una detective o una bruja. Y la
verdad, no tienes pinta de detective. Y de todas las brujas que conozco,
ninguna tan atractiva como tú. Tal vez quieras ayudarme con ese secreto por
el que estás convencida de que he venido hasta aquí.
Un silencio de pacto, sombra de arboleda al atardecer, les envuelve. Ella sopla con sus
labios rojos una sola vez, pase mágico, y le guiña un ojo. Él sopla, guiña y saca del
bolsillo la mano cerrada con el círculo dentro, la suspende hecha puño unos instantes en
el aire y con gesto seco que suena a madera y a decisión, la pone sobre el mostrador,
con la palma abierta tapando la ficha oculta debajo.
-
¿Cómo te llamas?
-
Me llamo Natalia, aunque mi hermana siempre me llama Colia.
Palmer sonríe. Se apoya en el mostrador, sostiene con una mano la barbilla, mira la otra
mano, la que oculta, y la mira a ella. Enarca las cejas como si le dijera, te toca a ti,
atrévete, dime la clave si quieres que te muestre que hay bajo mi mano.
Natalia, Colia, pone su mano sobre la de él y también apoya su mirada para mirarle
fijamente a los ojos. Enarca las cejas como si le dijera, ya tengo la respuesta, ya se la
clave. Bajo tu mano está “El 11”:
-
“El 11”
Y sin dejar de mirarle a los ojos, levanta la mano y levanta la de él, como si fuera una
carta nueva en una partida de póquer. Queda al descubierto una ficha de ropero verde
con el número 74 grabado en el centro.
-
La Fuerza
-
La Fuerza
Es fácil imaginar lo que va a suceder a continuación si se tiene un ánimo valiente.
Natalia cogerá “El 11”, desaparecerá en el laberinto de percheros y en uno o dos
minutos regresará -sus labios de rojo más profundo, su sonrisa de profundidad más
enigmática- con una bolsa de plástico de supermercado. Dentro de la bolsa viene una
bata que algún día fue blanca, pero que ahora es infinitas manchas de todos los colores.
También en la bolsa viene un par de zuecos de goma fucsia fosforito salpicados de
gotones de tinta. Como los dos saben a quién pertenecen y saben también que es a ella a
quien Palmer debe encontrar si quiere resolver el secreto, el caso que le llevó hasta
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A&O, se despedirán sin ninguna palabra y sin la promesa de volver a verse, aunque está
en el aire.
Antes de desaparecer, Oscar Palmer se detiene, se da la vuelta y dice:
-
Por cierto ¿Quién es Paulo Bansky?
-
¿No lo conoces? Es el graffitero más controvertido, provocador y amado del
mundo. Nadie sabe quién es. Yo creo que ya no soporta tanta soledad. Quién
podría? –contesta Natalia y le sopla un beso.
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