¿Qué hemos hecho con la muerte? Desde las posiciones

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¿Qué hemos hecho con la muerte?
Desde las posiciones existencialistas y nihilistas que reinan en el planeta aldeano se ha puesto énfasis
en el absurdo de la vida que ha de acabar necesariamente con la muerte. Esto está en la base de la
angustia existencial, que se acentúa al considerar que la muerte no sólo es un hecho, un simple
hecho, sino una amenaza fatal: desde que nacemos estamos en el corredor de la muerte, mientras
llega el momento podemos disfrutar de manera perenne del último deseo del reo. Por eso no
paramos de desear todo lo que se presenta ante nuestros ojos, y por eso no dejamos de aumentar
nuestra angustia al experimentar que engordamos para morir. El tema de la muerte —el hombre es
un “ser para la muerte”, decían Heidegger y Sartre— ha venido alimentando las preocupaciones de
los filósofos hasta el día de hoy.
Para Heidegger, considera la muerte como el fundamento constitutivo de la existencia en su finitud y
la estudia en conexión con las nociones de proyecto, ser en el mundo y temporalidad. La muerte es
una posibilidad del ser, que ha de tomar sobre sí en cada caso el ser ahí mismo; el hombre “no tiene
un fin al llegar al cual pura y simplemente cesa, sino que existe finitamente”. En este mismo sentido,
otro profeta de la nueva era, Sartre, proclama el carácter absurdo, tanto de la muerte como del
suicidio, para abogar por un vivir comprometido, aunque no sea más que para compensar el
aburrimiento y el tedio de una vida nauseabunda. Mientras Heidegger hace coincidir muerte y
finitud, y aquélla es la que nos hace ver ésta, Sartre, partiendo también del análisis de la noción de
proyecto, concluye, contra Heidegger, que la muerte no es mi posibilidad propia, sino un hecho
contingente que pertenece a la facticidad (a los hechos), y deben, por tanto, separarse muerte y
finitud y aceptarse resignadamente, y sobrepujarse con orgullo, sin apoyos infantiles como la
religión u otras alienaciones cualesquiera.
Alo largo de la historia del pensamiento se ha definido muchas veces al hombre como el ser mortal,
significando que es un ser que se muere, y que se tiene que morir. La vida, por tanto, toma un cariz
agónico (Unamuno), y sólo a costa de una gran capacidad de enajenación puede el hombre olvidarse
de la muerte. “Los hombres, para ser felices, no habiendo podido encontrar remedio a la muerte, a la
miseria y a la ignorancia, han tomado la decisión de no pensar en ella” (Blas Pascal:
“Pensamientos”).
Pero por más que el hombre se esfuerza, desde Epicuro hasta Ciorán, por quitarle el veneno a la
muerte, queriendo hasta negarle su existencia (la muerte no es consciente de su propia cesación,
dicen los apologetas del hedonismo), no pueden quitársela de encima. Si no, ¿a qué viene el que,
precisamente los que la niegan, no hablen de otra cosa que de la muerte? Epicuro da hasta veintiocho
argumentos para neutralizarla. Incluso, paradójicamente, un existencialista como el propio Camus
(El mito de Sísifo) se plantea el dilema de que sin la eternidad no parece que pueda hablarse de ser
humano, si la condición suprema de éste es la libertad: “¿Qué libertad puede haber, en sentido pleno,
sin garantías de eternidad?”. Por eso, o no hay libertad o no hay eternidad.
“El hombre es el único ser que muere”, nos dice Emiliano Jiménez (¿Quién soy yo?), citando a los
filósofos que han asentado las bases del pensamiento actual sobre la muerte, y nos conduce a una
visión cristiana de ese acontecimiento inapelable: “La vida en cualquiera de sus etapas, apunta a la
muerte. Nos sale al encuentro con estremecimiento turbador cuando tratamos de comprender
nuestro cuerpo, nuestro estar en el mundo, la finitud, el tiempo, la historia, la relación con el otro, la
libertad creadora de futuro, nuestra misma existencia. Vida y muerte son la cara y la cruz de la
misma moneda”. “La vida reclama desde sí la muerte como su antítesis”, decía Hegel.
Jean-Paul Sartre, volviendo una y otra vez sobre el tema, por su lado, replica que la muerte, en vez
de dar sentido a la vida, la remueve y anula., troncha todo aquello que el hombre quiere o pudiera
ser; elimina proyectos, detiene el avance, arrojándose al abismo; toda esperanza tropieza en el
absurdo de no ser definitivo. Ferrater Mora dirá que el hombre no muere, sino que propiamente
agoniza en lucha contra la muerte. Al no preguntar por el sentido último de la muerte, Heidegger y
Sartre, y los nihilistas modernos, privan a la vida de sentido a causa de la insensatez de la muerte. La
vida sólo sería un paréntesis que interrumpe la permanencia de la nada. En Heidegger la nada revela
su presencia en la angustia; en Sartre en la náusea: “Si tenemos que morir, nuestra vida no tiene
sentido, ya que sus problemas no reciben ninguna solución. No existe posibilidad alguna de
redimirla, ni de salvar los proyectos que la libertad ha intentado poner fuera de sí. En otras palabras,
no hay ninguna esperanza” (El ser y la nada).
También el suicidio es absurdo para Sartre: es mejor vivir realizando todas las experiencias que la
libertad nos permita. Camus busca afanosamente un camino intermedio entre la ausencia de
esperanza y la repulsa del absurdo radical. Al tener que morir, todos los hombres son extranjeros en
el mundo. Camus rechaza tanto el salto al absurdo del suicidio, porque sería una huida, como el salto
religioso, porque sería la búsqueda de una excusa para no comprometerse y porque es inexistente.
Sus obras Calígula y La Peste son ilustrativas de esta angustia kafkiana sin salida.
Esta corriente de pensamiento ha destacado la imposibilidad de vivir la propia muerte, tema obsesivo
en la historia de la filosofía y sobre el que se han ido recogiendo parecidas opiniones: Epicuro
(“cuando la muerte es, nosotros no somos; cuando nosotros somos, la muerte no es”); Kant (quien,
en su Antropología, señalaba también, con plena claridad, la imposibilidad de concebir la propia
muerte); o Wittgenstein (“la muerte no es un evento de la vida, no se vive la muerte”), por sólo citar
a algunos. Por su parte, el psicoanálisis considera que, además de la pulsión de vida (Eros), la
pulsión de muerte (Thanatos) —que se manifiesta por el carácter repetitivo de los instintos— es un
elemento básico de la estructura de la psique humana, y el conflicto entre estos dos principios es un
elemento constitutivo de la civilización.
Estas versiones de la muerte, que nos llevan otra vez al punto de partida (a saber: la antropología
subyacente a esta aldea planetaria), nos abocan a la paradoja: por una parte, se da de lado a la muerte
como un evento colateral, ajeno a la experiencia humana, y, por otra, no se para de hablar
obsesivamente de ella. Pero no es obra de vanguardistas alejados de lo cotidiano; también nuestra
sociedad hace lo mismo que ellos preconizan: por una parte, se excluye a la muerte de la vida
pública, alejándola (crematorios, tanatorios, hospitales y residencias de terminales) y, por otra, se la
encumbra, mitifica y airea como en una especie de catarsis colectiva auto compensatoria (véanse las
perennes imágenes que nos ofrecen la televisión y la prensa denominada “rosa” o “del corazón”
cada vez que se muere un personaje famoso... por ser habitual en tales medios, sin ir más lejos la
muerte de Lady Di: la muerte como espectáculo). Mientras le pasa a los demás a mí no me pasa, y
puedo seguir en la alienación más estúpida.
La muerte se ve expulsada de la vida cotidiana y hasta de las ciencias del hombre: se priva al
moribundo de su muerte; se le da un nuevo lugar social: se ve como algo sucio y antihigiénico
(heces, sudor) que debe ocultarse (Sartre: La nausea); se busca la asepsia: alejamiento, tanatorios; se
la deprecia del valor moral y existencial: hoy la buena muerte consiste en “ha muerto mientras
dormía, sin enterarse”; se desprecia el duelo: cubrirse de cenizas, desgarrarse las vestiduras o
contratar plañideras son escenas inéditas, ridículas y execrables; aparecen nuevos ritos funerarios: la
incineración (en Francia, de cada 67 muertos, 40 son incinerados y 27 son inhumados, según las
estadísticas) o el funeral home de los Estados Unidos: un lugar donde se embalsama y maquilla al
muerto (además de rodearlo de flores y música ambiental), no para preservarlo de la corrupción, sino
para que parezca vivo: “she looks lovely now”; o se inventan lápidas multimedia en el que se
pueden contemplar escenas grabadas en video de la vida del finado mientras se le da sepultura o se
le incinera.
Como antes el sexo, ahora la muerte cotidiana de la gente vulgar es tabú. Así nos dice el sociólogo
Gorer: “No debe mostrarse, ni exhibirse en público, ahora la muerte es tabú. Antes los niños venían
de París, ahora se dice que los muertos se van de viaje". En este mismo sentido, George Balandier
(El desorden. La teoría del caos y las ciencias sociales), a propósito de un análisis del desorden
como forma estructurante de nuestra sociedad, dice que la enfermedad y la muerte son “la metáfora
del desorden expresada en lenguaje del sufrimiento y la precariedad humanos. La modernidad no ha
eliminado totalmente esas maneras de ver, pues la amenaza surge y el ascenso a lo arcaico se
produce bajo este impulso... el apocalipsis está a nuestra puerta... la figura del SIDA... otras
calamidades y amenazas que se unen a ella, que las simboliza a todas y da configuración a una
forma temible o aterradora. Se impone la figura principal de una cultura que se constituye en cultura
de la muerte... el peligro atómico, la desnaturalización, el riesgo genético, la patología del contagio,
la inseguridad y algunos otros males...”.
Derrida (Dar la muerte) la pone en relación con el sacrificio de Abraham. Es una reflexión sobre el
perdón, sobre la retribución, sobre la imagen de Dios, sobre la religión desde la irreligiosidad. Se
asombra de que Dios mismo se proponga a sí mismo para ser sacrificado en lugar del hombre (en
Isaac, en Abel, en Jesús), siendo él mismo el autor de la muerte para el hombre. Pagar la deuda del
deudor, al que él mismo le dio crédito y endeudó, por amor. Lo que Nietzsche llamaba el golpe de
genio del cristianismo: el sacrificio del sacrificio. La muerte es el secreto que Dios revela al oído de
Abraham y por el que Abraham pide perdón ad Dios, por haberle obedecido a él, en lugar de salvar
al otro hombre (Isaac). El problema de Derrida, como el de Nietzsche, es pensar que la muerte es el
mal, por que es el final. Es ininteligible la muerte para el hombre abatido por su finitud. El sacrificio
generoso de Cristo, de Dios, hace expresa la promesa, la superación por parte de Dios de ese
obstáculo para el hombre. No es un truco teatral, en un espectáculo cruel que comienza al haber
nacido, es la salida maravillosa del entuerto en el que un bien prodigioso nos metió: haber sido
creados libres, con dignidad divina.
De igual modo se expresan E. Morin y Braudillard: el ansia de inmortalidad de nuestra sociedad se
basa en la necesidad de encontrar una salida a un callejón sin salida. Una paradoja, que no una
contradicción, en la que se pierden los signos de la muerte, mediante una transmutación de los
símbolos que la sostenían. Proyectos como Biosfera II, -ya obsoleta, pero viva bajo otras formas
nuevas como la búsqueda de la vida a partir de la investigación con células madre-- pretendían la
reconciliación del hombre con la naturaleza, la perpetuación-inmortalidad del ser humano mediante
la ciencia, la investigación del envejecimiento, implican la imposibilidad de la reconciliación del
hombre consigo mismo, con su realidad existencial. Se trata de un “simulacro de resurrección ideal,
por eliminación de todos los rasgos negativos. Ni asomo de virus, de gérmenes, de escorpiones, o
reproducción. Todo está sublimado, idealizado, inmunizado, inmortalizado por transparencia,
desencarnación, desinfección, profilaxis —exactamente como el paraíso...” (Braudillard: El
intercambio simbólico y la muerte). No se puede criticar un sólo detalle de inconsistencia, de la
irrealidad de un mundo sin obstáculos; se trata de expurgar el sufrimiento evitando hablar de lo que
lo explicita: la libertad, el mal, la enfermedad, la muerte.
En “The Girard readers” (reciente recopilación de James Williams), nos dice René Girard respecto
a otra de las grandes vertientes modernas del tema de la muerte, la eutanasia: “la preocupación por la
muerte es, en un sentido subjetivo, una peculiaridad de las sociedades occidentales modernas. En las
sociedades arcaicas la muerte no tiene el mismo significado. La mayoría de las veces, la muerte se
interpreta como una consecuencia de la violencia, humana o sobrenatural... Hoy día, la experiencia
de la muerte va siendo cada vez más penosa, contrariamente a lo que mucha gente cree. La eutanasia
que se acerca la va a hacer aún más penosa, porque pondrá el énfasis en una decisión personal
“felizmente” extraña a la forma de morir de los tiempos antiguos... subjetivamente intolerable,
sentirse responsable de la propia muerte y sentirse moralmente obligado a liberar a los familiares de
su no querida presencia. La eutanasia intensificará aún más todos los problemas que intenta resolver.
El creciente poder subjetivo de la muerte converge con el hecho de que la gente vive cada vez más
tiempo. Lo cual es un enorme problema ético y religioso a mí entender. Nuestra utopía
supermoderna parece más bien, a veces, una regresión al terror arcaico”.
La muerte no es un acontecimiento que simplemente está por venir y que, por lo tanto, no tiene
realidad hasta que no acontezca, y que cuando acontezca ya no me pertenece, como subrayan los
epicúreos, hedonistas, existencialistas y demás, sino que es inminente en cada instante, porque cada
momento puede ser el último, un acercamiento irreversible del “acabose”. El tiempo siempre
recuerda que caminamos hacia ella. En la actualidad no se habla de otra cosa, pero el efecto es
neutralizador: de tanto ver morir en la televisión, y hablar de violencia y miseria, el hombre se ha
vacunado contra su efecto reflexivo, interiorizador, y la ha banalizado. No tenemos experiencia de la
muerte del otro, ni del dolor, alejamos los signos que nos hablan de ella con seriedad y preferimos su
teatralidad o representación. Ya no se muere en casa, sino en el tanatorio (Thanatos: muerte), ya no
se va al cementerio (dormitorio, en griego) sino al “Jardín del recuerdo”. Ya no podemos extraer la
lección de ella que nos ayude a vivir, y a potenciar desde su inaplazabilidad la esperanza, es una
desgracia que hay que alejar lo más posible de nosotros. Es más en EEUU la muerte se está
convirtiendo en un acontecimiento social del tipo boda o bautizo, que sirve de encuentro místico,
nostálgico, envuelto en panegíricos y loas al muerto y a sus gracias y virtudes, que acaba como los
banquetes sacrificiales de las religiosidades precristianas: comilonas y borracheras compartidas.
Cada vez será más vivo el recuerdo del dios Dionisos, tanto, que empezaremos a echar de menos al
cristianismo.
Curiosamente, esa pérdida del sentido de la muerte está en relación directa con la pérdida del sentido
de “pecado”. La consciencia de que el pecado causa daño, dolor a otro, nos hace conscientes de la
relatividad de la vida del otro, y viceversa. Para olvidar la perenne presencia de esta muerte, la óntica
–del ser psíquico, personal – y la del ser físico, corremos hacia adelante en un carpe diem alocado
que nos lleva al riesgo inútil, puramente estético, placentero, a una carrera desaforada por extraerle a
la vida goces y juegos, emociones inéditas.
¿Qué es lo que queda entonces? – se pregunta Emiliano Jiménez en ¿Quién soy yo?, frente a Camus
y los existencialistas – ¿vivir sin esperanzas, pero sin caer en la desesperación?, ¿extraer al presente
todo su sabor? Él mismo nos contesta: “Si la angustia es profunda, si la nada devora las entrañas, si
la existencia es un absurdo, se impondría al menos el silencio; ¿para qué los libros y el afán de
comunicación? Recuerdan la inanidad y la vacuidad de la vida abocada a la muerte para apurar el
galopante presente, es el carpe diem de Lucrecio: “aprovecha el día que transcurre”.
Sólo si el hombre se pregunta qué significa morir puede hallar respuesta al eterno interrogante del
¿quién soy yo? “¡Eternidad, eternidad! Este es el anhelo, la sed de eternidad es lo que se llama amor
entre los hombres; y quién a otro ama es que quiere eternizarse en él. Lo que no es eterno tampoco
es real”, clamaba Unamuno (El sentimiento trágico de la vida).
El temor y el temblor que es la vida, nos aboca a la paradoja kierkegaardiana, que no requiere
solución, que no es estéril, sólo requiere que se mantenga la tensión entre la muerte y la vida,
ineludible, pero lo más humano de lo humano.
Y así, en comunión con Berdiaef y Tillich, Rahner, que, sin querer escapar de la paradoja finitudinfinitud, muerte-vida, se queda – nos quedamos – con lo mejor de la persona: la plenitud que busca
en el Otro el sentido, el arrepentimiento y el perdón, en el transcenderse de la historia y de sí mismo,
ahora. El apunte de eternidad que existe en este ahora, en el misterio, plenitud no alcanzada, nos
abre a la esperanza en lugar de a su reverso, la nada o el absurdo. En este sentido la Iglesia ha dado
un paso paradigmático, como dice Jean Daniel1, pues es la única institución que salva la dignidad del
ser humano arrepintiéndose, manifestando públicamente la petición de perdón, en la persona de Juan
Pablo II, de los errores cometidos por la Iglesia en la historia, por ejemplo. Con esa actitud revitaliza
la historia, evita repetirla, y es un comportamiento singular y único, que redimensiona el sentido de
la muerte para la plenificación de la vida. La vida tiene un sentido si puede servir para reparar
1
Jean Daniel es Director de la Rvt. Le nouvelle observateur. Cf. art. en El País, del 19-Nov-97.
errores, pedir perdón, o amar a alguien, por lo menos. La muerte es el plazo en el que eso se puede
hacer, y eso que puede ser hecho es la antesala de la eternidad.
En el transcurso de la vida, la muerte se anuncia: soledad, incomunicación, enfermedad, etc. El
hombre ha de vivir de cara a la muerte, tomar conciencia de qué y quién es, descubrir que es un
embrión, un proyecto concebido para el amor, y para no realizarse definitivamente aquí, pues la
muerte-vida sólo podrá ser comprendida “desde el que no muere, desde Dios, que es la superación y
la solución de la muerte misma” (K. Rahner: Sentido teológico de la muerte). Así la muerte se abre a
la fe, y ésta al misterio y a la esperanza. Rahner es explícito: “La muerte no es para el hombre ni el
fin de su ser, ni tampoco un mero tránsito de una forma de existencia a otra que tendría lo esencial en
común con la anterior, es decir, su inconclusa temporalidad. No, la muerte es, más bien, el comienzo
de la eternidad, si es que cuando se trata de lo eterno podría hablarse todavía de comienzo”.
San Agustín, profeta de esta nueva era, para expresar lo inexpresable más que a duras penas, dice:
“¿Quién es el hombre que soy yo?... Entré y vi con el ojo de mi alma una luz inconmutable” (De
vera religione). El misterio de esta luz, de la que también nos habla el evangelista san Juan, conduce
a los santos al gran descubrimiento de la paradoja de Dios: lejano y cercano a la vez, íntimo y
sublime, que nos hace más humanos cuanto más nos acercamos a Él, que no nos permite descansar
en nada que no sea Él. Cuanto más alejemos de nosotros la muerte, más alejamos de nosotros a
Dios. ¿Será por esto que los místicos y los Santos, la desean? ¿Será por eso por lo que son retratados
con ella en la mano en forma de calavera?
Para Enrique Bonete la muerte es resituada en el contexto de la crítica a una sociedad que necesita
enfrentarse a la muerte sin quitársela de encima, una llamada sin tapujos a la verdad y a la esperanza
en el sentido cristiano (Éticas en esbozo, De política, felicidad y muerte, Ed. Desclée de Brouwer,
Bilbao, 2003). Son pocos los que se atreven a replantearse las antiguas respuestas cristianas a las
preguntas de siempre. ¿Para qué vivo? ¿Quién soy yo? ¿Tiene sentido la vida del hombre? ¿Es
posible seguir hablando de la felicidad en una sociedad descreída? Tal vez hayamos dado carpetazo
y paso de página a un cristianismo del que creemos que lo sabemos todo, y hace falta una revisión de
sus argumentos. En su libro último libro en la colección de ética aplicada de la misma editorial,
(¿Libres para morir? En torno a la tanato-ética) vuelve sobre el tema para abundar en las
dimensiones morales de la muerte. La relación entre la libertad y la imposición de la muerte nos
lleva a una reflexión sobre el suicidio y la muerte digna donde se esclarecen los términos del
problema moral con una claridad meridiana desde el personalismo cristiano,
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