Poesía urgente para un mundo sin poesía

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LETRAS
RAÚL VALLEJO
Poesía urgente para un mundo sin poesía*
Mi patria no es la lengua portuguesa.
Ninguna lengua es la patria.
Mi patria es la tierra blanda y pegajosa donde nací
y el viento que sopla en Maceió.
LÊDO IVO, «Mi patria», Plenilunio, 2004.
Dimitris Christoulas se despide de Atenas
No es que abril sea el mes más cruel
Revista Casa de las Américas No. 271 abril-junio/2013 pp. 64-69
es que el año completo se ha convertido en la crueldad misma.
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La cólera canta, oh musa, del jubilado Dimitris Christoulas,
cólera funesta que reventó de un balazo su cabeza de ceniza
el miércoles 4 de abril de 2012 a las nueve de la mañana, su cuerpo
anciano, abandonado por él, cayó bajo un árbol de la plaza Syntagma
y el pueblo, transeúnte sin brújula, sintió el balazo en su propia sien.
La dignidad de la muerte por mano propia fue su última furia:
Dimitris arrebató su vida a las manos de la codicia que la ofendían.
Hoy no basta con acudir al templo y pagar impuestos
para el desasosiego no existe bufanda que nos proteja el cuello.
* Este conjunto de poemas ganó el XVII Premio Internacional de Poesía «José María
Valverde», promovido por las Comisiones Obreras de Cataluña.
Tampoco es suficiente como lo hiciera la hormiga de la fábula
ahorrar los granos de trigo en verano para cuando llegue el invierno,
Esopo no conocía la sevicia de la antipoética especulación financiera:
los granos en invierno no pertenecen al campesino que los recogió en verano
el trigo pertenece –oráculo del dios monetario y su fondo– al dueño del silo.
La ira de los justos reventará desde un kalashnikov que destruya el vidrio templado
tras el que los semidioses del Olimpo del Capital cercenan nuestra esperanza:
todos los Dimitris de la tierra están condenados a una vejez desahuciada y gris
aves de rapiña en el vecindario de los basureros, roedores de cloacas y olvido,
maleza destruida para abrir camino al bacanal de los semidioses que los
condenan.
La ira de los Dimitris se alimenta de las quiebras del poderoso que paga el débil
tienen hipotecada la vivienda igual que tienen hipotecado el descanso de la vejez.
Los semidioses hacen de Grecia la tumba de la civilización
Dimitris Christoulas se despide de Atenas con el decoro del que bebe cicuta.
Mis hermanos en la madre patria
En los domingos veraniegos del parque del Retiro
más amontonados que botellines de cruzcampo
con canastas repletas de tamales y cochinillo, mote y chicharrón,
una dicción que mezcla la cerrazón andina y el desparpajo costeño
con el acento madrileño de todos los sudacas que creen mimetizarse,
cantan mis hermanos que no conozco las tonadas tristes
con las que alegramos nuestra vida en la mitad del mundo.
Deslucen la modernidad de los españoles de sentimientos discretos,
elegantes, poco afectos al melodrama pese a las pelis de Almodóvar.
A los niños pijos de la Castellana les disgusta esa impertinencia migrante
que no olvida el viento melancólico de los páramos de las serranías
que recuerda con su caminar desinhibido el bochinche húmedo de un puerto.
Ah, estos pobres sudacas, que se vayan a los campos de Murcia
que manos se necesitan para esta vendimia, que se queden en Madrid
arreglando las habitaciones de los hoteles que llegan los turistas alemanes.
Pero, joder, que no salgan a las calles con esas cabezas de cerdas
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y esas barrigas que sobresalen por la pretina de los jeans MNG.
Mis hermanos ecuatorianos, sudacas de pequeña estatura y talla L,
mujeres bellas y dulces como un durazno de Ambato, que cuidan ancianos,
varones decididos a colocar mil bloques de cemento para el edificio del día.
Trabajan en todo lo que esos niños pijos jamás harían aunque les cayera
el ajuste del PP, la severidad de la Merkel y la abolición de la siesta.
Viven amontonados, ahorrando euros, con la sonrisa digna del honrado.
Hablan con faltas de ortografía al pronunciar las ces y las zetas
putean con arrogancia cuando exigen sus derechos en los consulados
tocan guitarra y cantan en los condominios para escándalo de sus vecinos
se visten de Zara y han aprendido el arte del cachondeo y la caña de mediodía.
Los domingos se multiplican en el Retiro y mis hermanos persisten
celebrando la vida, mezclando a Sharon con Julio Jaramillo,
llevando en procesiones a la virgen Churona,
maldiciendo y extrañando y llorando al paisito, imaginario y real; ¡ah!
y una foto de Barcelona Sporting Club, de Guayaquil, en la sala del piso en Lavapiés.
A veces, alguno de ellos, contempla desde el mínimo balcón de su piso
el atractivo vacío que besa el asfalto húmedo de Otoño
por si llegaran los alguaciles con el apremio de la orden de desahucio.
Rosa Elvira Cely, empalada en Bogotá
N
o solo es el suplicio inenarrable de tu agonía
entre los árboles solitarios del Parque Nacional.
Es la sevicia de un hombre
la complicidad de todos los hombres
la vasta crueldad de la condición masculina.
Tu sexo atravesado por la furia del falócrata
Tu vientre hollado por la violencia del amo
Tu cuerpo que ya no es tuyo sino del tormento.
Rosa Elvira Cely, 35 años, una niña de 12, martirizada
la dignidad de la vida con la atrocidad de tu muerte.
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El sargento Terán recupera la vista
1967
En un villorrio de las estribaciones de los Andes bolivianos,
al sargento Mario Terán le han dispuesto ejecutar a un bandolero.
Cuando llegué, el Che estaba sentado en un banco.
Al verme dijo: «Usted ha venido a matarme».
En La Higuera dicen que la orden vino de La Paz
y a Barrientos se lo han ordenado desde Washington.
¿Por qué a mí? –ojos de cuy acorralado, en su mano
una botella de singani barato es consumida sin tregua.
Yo no me atreví a disparar.
En ese momento vi al Che grande, muy grande, enorme.
El sargento conoce el ronquido de las armas escondidas
su cabeza es un fardo expuesto a las balas
y se sabe precario y prescindible en medio de la batalla.
Pero el cuerpo se le paraliza al entrar al aula de la escuela
el bandolero lo espera herido, desarmado,
sosegado ante la implacable certeza del combatiente.
Pensé que con un movimiento rápido el Che podría quitarme el arma.
«¡Póngase sereno –me dijo– y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre!»
La muerte es una certeza fría en la profesión del guerrero
la vida es el latido de las sienes y el dedo en el gatillo;
el resto es literatura.
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2007
El sargento Terán ha envejecido y sus ojos se opacaron
nubosidad cargada de tormentos
su mundo está poblado de sombras desde La Higuera.
Un médico cubano en misión solidaria opera
las cataratas del sargento Terán, en Santa Cruz de la Sierra.
Las sombras desaparecen, la nubosidad se disipa y tras la operación
el sargento Mario Terán vuelve a contemplar al bandolero
como lo vio en el breve momento antes de ejecutarlo.
Ante él permanece el Che, grande, muy grande, enorme.
Indignados parias de la aldea global
Un fantasma recorre la posmoderna Europa arrastrando sus cadenas
no es el ectoplasma criminal de lord Simon de Canterville
es el ánima de la indignación de los parias de la aldea global.
Nos dicen que la historia ha terminado
y que la poesía es asunto de exquisitos
que el mundo y el capital son diamantes
y los han bendecido Murdoch y el Vaticano
que los pobres trabajan silbando y a destajo
y dan gracias al Cristo de su cofradía.
Este poema está preñado de mundo
no encuentra la imagen sin ira del bueno
la indignación, eclipse de luna que se prolonga
en un firmamento de soles muertos,
revienta en las calles donde la esperanza
es atropellada por el interés compuesto.
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Nos dicen que la democracia exige
el sacrificio del pueblo, su voto en silencio,
igual que los elefantes del África
cuando son inmolados por el rey haragán.
Cincuenta mil dólares para Hola es poca monta
el placer de matar va en la tradición de la realeza.
Somos los convidados a un banquete de migajas
y sobre la mesa reptan candelabros de codicia.
La metonimia es dura, la metáfora cruel,
el símil aúlla como un perro ciego con frío.
La naturaleza humana es testadura, señor Darwin,
los pobres de la aldea global se niegan a morir.
Cansado de mis personales decepciones
elegías del amor perdido en versos crípticos
humedezco este poema de sudores indignados.
Ánimas enardecidas se toman la puerta del Sol
las uvas de la ira están sembradas en Wall Street
los clásicos se sublevan en la Acrópolis de Atenas.
La acumulación originaria no se lava con agua bendita en la inauguración
de un banco
¡Ah, espectro de Marx! ¡Pícaro barbudo que desnudaste al buen
burgués!
Los indignados de esta tierra no son fantasmas y están luchando por perder
sus cadenas. c
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MEMPO GIARDINELLI
Estación Coghlan
Revista Casa de las Américas No. 271 abril-junio/2013 pp. 70-73
Mi amigo Luis Delgado, quien como yo siempre quiso morir a
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tiempo, ahora está esperando que lo mate. Todas las tardes me lo
pide. No puede hablar pero yo sé que me pide que lo mate, veo el
ruego en sus ojos.
Mi amigo quiere morir. Necesita morir. Cuadripléjico, está en
una silla de ruedas desde hace tres años y yo he visto su deterioro,
su creciente depresión.
Él amaba los ferrocarriles y era un tipo sano y fuerte, de esos que
la gente compara con los árboles más duros: Fulano es un roble, se
dice, o está fuerte como un quebracho. Esa manera de alabar la
fortaleza física se torna patética cuando un accidente cardíaco, o
incluso un mal movimiento, una caída desafortunada, dejan tu cuerpo en la miseria.
También es patético, más que paradójico, que yo que siempre
fui el más débil ahora lo lleve a pasear casi todas las mañanas, vencido como está y sin expresiones, colocado en la silla como un
muñeco de resortes oxidados.
Mi amigo Luis Delgado es ahora un hombre roto, una fortaleza
quebrada. Es irónico y chocante que él me devuelva –es un decir–
esa mirada inexpresiva que no sé si es de resignación, de agradecimiento, de envidia o de rencor.
Yo lo busco todas las mañanas, de lunes a viernes, lo acomodo en
el ascensor, lo saco a la vereda y lo llevo a dar una vuelta a la manzana. Después recorremos un par de veces el andén de la Estación
Coghlan en un sentido y en el otro, viendo pasar los trenes y observando las caras siempre serias, concentradas, de los pasajeros que
esperan o descienden. En algún momento me siento en un banco al final del andén, del lado que
da hacia Saavedra, y leo el diario tranquilamente, cada tanto le acomodo la frazada sobre las
piernas como para que él sepa que lo atiendo, y a veces hasta hago algún comentario en voz alta
sobre la actualidad política que me parece que él entiende. No sé, a mí me parece. O quiero
creerlo así. A él le encantaba discutir la política nacional, devoraba dos diarios cada mañana y
solía escribir artículos punzantes que repartía entre los amigos y alguno de los cuales se publicó
en La Nación en la sección «Cartas de lectores».
Cuando se va el tren de las 9:18 a Retiro, lo llevo de vuelta a casa y regreso a la estación para
el de las 9:37, porque tengo que ir a trabajar.
Esta rutina se repite desde hace tres años. Aquella mañana me avisaron del ataque que abatió
a Luis y, bueno, ahí comenzó esta, diría, tradición o costumbre de pasearlo de lunes a viernes.
Los fines de semana no, porque él se queda con su hermana, que viene de Carhué, y yo me voy
al Náutico a remar. Paso la noche en la hostería y regreso el domingo ya muy tarde.
Un día cualquiera lo veo especialmente triste, o así me parece a mí, que lo conozco tanto.
Siento que mira las vías cuando viene el tren, con una intensidad que me parece desusada. Es
algo muy raro. Lo enfrento y le digo: ¿Vos querés que te tire?
A mí me parece que se le iluminan los ojos y que su mirada se vuelve intensa para decirme que
sí. Hay además, o creo ver, un leve rictus en la comisura izquierda del labio que sugeriría también
esa afirmación.
Y es que más de una vez –cuando él era un hombre sano– fantaseamos con estas ideas. Yo
mismo, siempre lo digo y mis amigos lo saben, toda mi vida he sostenido que el acto de amistosa
piedad más hermoso que podrían hacer los que me quieren consistiría en ayudarme a morir, si
acaso yo quedara como está Luis. Creo en la eutanasia, en el derecho a disponer de nuestro
propio cuerpo y a decidir el final de la propia vida. Y si es menester la ayuda de terceros, pues
que queden libres de culpa y cargo.
He hecho chistes al respecto durante los últimos treinta años e incluso mis hijos suelen burlarse de mí cuando menciono este asunto. Todos los que me conocen saben que he sido y soy
brutalmente franco haciendo bromas acerca de la muerte, los geriátricos en los que debo ser
confinado y demás crueldades que no son otra cosa, lo sé, que cábalas y pensamiento mágico
disfrazados de humor negro para disimular el miedo.
Lo notable es que fue con Luis Delgado con quien más he fantaseado acerca de esto. Puedo
decir, incluso, que alcanzamos a hacer casi un pacto. Implícito, pero, dada la confianza y el entendimiento mutuo de todos estos años, casi veinte de vivir juntos, de ser camaradas en el trabajo y en
la vida, pacto al fin. Y consistente en que uno de los dos, el que estuviese bien de salud, arrojaría
por el balcón al enfermo; o lo tiraría bajo las ruedas de un colectivo o de un tren. Cualquier cosa
con tal de acabar el seguro sufrimiento del otro. Ninguno querría ser verdugo del amigo, desde
luego, pero menos querría ser víctima impotente de una enfermedad o accidente terminal, y para
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evitar el deterioro humillante contábamos con nosotros mismos. Siempre pensamos, sin decirlo,
que este sería un acto de amor perfecto, un gesto sublime basado en la piedad y la generosidad
hacia el otro, cuando el otro es el amado que sufre.
La vida tiene estas cosas. No es verdad que todo lo que uno sueña nunca se realiza, como no
lo es que los pensamientos previos ahuyentan lo inexorable de los hechos. Las cábalas no siempre se cumplen. No siempre. A veces lo que uno más ha deseado se concreta, y a veces sucede
todo lo contrario. La vida es más tómbola que ciencia, y no por haber meditado intensamente un
acontecimiento, el acontecimiento deja de producirse. Ni la fuerza de un deseo lo concreta.
Lo que quiero decir es que he venido presintiendo estos sucesos. Día a día he visto cómo le
cambia la mirada, cómo hay un brillo nuevo que sin embargo, lo sé, no denota mejoría de salud.
¿Es clemencia, es ruego, deseo inexpresable, exigencia? Quién sabe. Pero yo vengo sintiendo la
intensidad de su deseo cada vez más, y eso es un hecho. Sin ir muy lejos, ayer me pareció que
sus ojos me buscaban todo el tiempo, y tuve la sensación de que me estaba pidiendo o, mejor
dicho, exigiendo algo. Le pregunté, incluso, si quería pedirme algo, le rogué que al menos pestañeara para indicarme un sí o un no, pero claro, sus ojos no se mueven, no alza las cejas y no hay
reacción en sus dedos. No hay modo de saber qué es lo que él desea, siempre hay que adivinarlo o lisa y llanamente equivocarse, pero a mí me pareció que él ayer me quería pedir algo. Y yo
sabía qué.
Pero no puedo. Esa es la verdad. No es que no quiera, porque sé que sería un alivio para él
y para todos: para sus familiares, que están gastando lo que no tienen, e incluso para mí, que le
dedico a mi amigo una hora por día, todas las mañanas, y no podría decir que no me afecta
porque sí me afecta y mucho. Quiero a Luis, lo he querido desde hace casi veinte años. Pero no
puedo. Debería poder, pero no puedo.
A veces me desespero. La otra noche tuve un sueño horrible, y la semana pasada también.
Desespero porque lo vengo planeando, me doy cuenta de que lo tengo perfectamente planeado.
He pensado cómo hacerlo, cómo será todo, y siempre me digo que un día de estos voy a
terminar haciéndolo. Cuando caminamos por el andén puedo hacerme el distraído, como que
con una mano lo empujo suavemente y con la otra sostengo La Nación, que es un diario incómodo por su tamaño, y sin darme cuenta tropiezo, se me escapa la silla y él cae a las vías justo
cuando el de las 8:47 que va a Retiro entra a la estación. Yo grito, la gente grita, el convoy se
detiene, sufro una crisis de nervios, grito mi culpa y mi dolor, me calma el jefe de estación
mientras llaman a la policía. Lo demás serán trámites, porque nadie tendrá por qué sospechar
nada, yo soy su mejor amigo, un tipo abnegado que no tiene ningún interés más que pasear a su
amigo de casi toda la vida, hace tres años que lo hace, todo el barrio lo ha visto y lo sabe.
Pero no puedo, no puedo, y no puedo por la culpa. No la de hacerlo, sino la previa, la que
siento ahora mismo y cada vez que imagino el «accidente» y lo veo como en una película que se
pasa en el cine que es mi cabeza.
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Pero todo tiene un límite y yo no doy más. Por eso decidí ir a hablar con Claudio. Es uno de
mis más sólidos amigos de toda la vida. Es cura y vive en Oregon, en los Estados Unidos.
Fuimos compañeros de colegio cuando chicos, en el Don Bosco, y nos juramos amistad eterna
y la hemos cumplido. Es el padrino de mi hijo mayor y la única persona en quien puedo confiar
absolutamente. Y además conoció a Luis Delgado la última vez que vino a Buenos Aires. Yo ya
no soy religioso, ni siquiera me siento cristiano, no sé, me considero un agnóstico, un ateo, un
descreído, no importa qué, aunque la culpa la siento como un judío.
He conseguido la visa y he comprado los boletos. Mi vuelo es esta noche, debo estar en
Ezeiza a las 19 y 30. Dentro de doce horas.
Y mientras me afeito antes de buscar a Luis como todas las mañanas, me pregunto si podré,
si seré capaz de, digamos, de este acto generoso para el amigo que amo. Y me digo que sí y que
cuando el avión levante vuelo, y durante las muchas horas hasta llegar a Portland, todo lo que
voy a sentir será una jodida culpa infinita, profunda y grande como el océano de ahí abajo. No
sé si Claudio es la persona capaz de perdonarme, pero sé que, por lo menos, va a entenderme
y no me juzgará mal, y quizá sepa decirme qué hacer, cómo vivir de ahora en adelante. c
Por 4 caminos, 1995. Técnica mixta, 274 x 262 cm
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JOSÉ ANTONIO MAZZOTTI
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Muerte por fuego*
Cicatriza por el cielo una raya un flash cortante
Revista Casa de las Américas No. 271 abril-junio/2013 pp. 74-77
Descuelga su trenza Kalypso el prófugo de los humanos
Encerró el abanico refrescado siete años por la brisa
Que creó del Soplo Divino el duradero el que fecunda
Las piedras en la playa y la espuma del pez espada
Las plantas transparentes del sobaco de los puentes
Los huevos de esmeralda de las aves legendarias
Su soledad de halo jubiloso que refrescaba la noche
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En Ogigia gustaban sus gotas bailar y asomaba la cabeza
Buscando al peregrino abandonado en el cuaderno silente
Él lo escribió pero ahora nada dice ahora desapareció
Secuestrado por los malignos elementos las mareas
Solía cantar en las mañanas y el suelo relumbraba
Su risa dirigía las orquestas de abejorros sus delgados
Labios pronunciaban discursos de chubasco el pueblo
Le era devoto y ofrendaba coca y cuyes en su santuario
Amó con la calma intensidad del cometa contempló
Atardeceres simultáneos con su Herida Abierta
Porque el Reino del Señor se extiende de sus plantas
Y crecen rosales rozando tus tobillos oh Aparecido
Salve tu amor mi amor ausente Salven
Tus manos las montañas horadadas las planicies
* Estos poemas pertenecen a Arrasadas las profundidades donde caen los moluscos
la serie Apu Kalypso / palabras de la bruma, de próxi- Al vertedero insaciable Líbranos Apu Kalypso
ma aparición.
De amar todos los seres sin poder tocarlos
c
Abrumado por los menesterosos desapareciste en el mar
Abandonaste puro tus huestes por delito de insolencia
Y ahora la miasma radiante la mancha de fuego se apodera
De las caparazones de los boticarios de la piel de la arena
Perdidos en su ignorancia rampan despampanantes
Los corazones macerados en vinagre de ajenjo y miel
Amenizando las almenas curioseando en los portones
Donde abandonan las madres a sus recién nacidos
Esta ladera de iglesia de orines radioactivos
Esta cuchilla saliendo del mástil del aire perdido
Este chillido de ave avezada enviada para comer vísceras
Este revólver de sentidos indistintos y balas babosas
Compiten ante ti y ante ti coleópteramente murmuran
Tu fama curadora de cristales y de labios de aluminio
Tu figura alargada que erecta los espíritus del valle
Tu sombra soberana creciente mientras el Sol se oculta
Y agitas tu fragancia de orquídeas tu chaleco espacial
Vuelves para tatuarnos los olvidos bienintencionados
Incurres en manías monetarias y en cálculos minuciosos
Hablas poderoso por los ríos secos por los altoparlantes
Inundas los temores con arrepentimiento y alcohol
Ah parecido ya seas hombre / ya seas mujer / permítenos
Acariciar los pétalos de plata besar la espuma de felpa
De bocas de los copos de sabiduría eterna y retornable
Salve esa cresta de obsidiana de abultada penumbra
Su amor caracolesco de chasquidos y troncos flotantes
Su sangre insuflada de polen y de savia de dolores
Infinitos por la ausencia de estrellas por la sombra
De la lluvia ascendente como espina y su boca de rosa
Salve grandísimo puto de los avernos insaciables
Donde se pierde el niño acurrucado de bakelita
En una masa insomne y en un bulto sin cabeza
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4
La Catedral (Paracas)
Se ha caído la O que separaba los labios de la arena
El aura que bordaba cada momia con guirnaldas
Para siempre su bulla de ultratumba se ha callado
Arco donde las sombras se doblaban infinitas
En gotas de nieve salada dibujando el fragor
Cósmico per secula pendulorum de la Infanta
Era una niña loca que daba de alaridos y corría
Sobre los pastos descalza anunciando el panal
Del aguijón con miel que foguea la tarde
Era el azul dorado de su risa y el aire travieso
Los pantalones cortos y las piernas movedizas
Luciendo su lujuria inocente de virgen desolada
La Infanta destrozaba los vidrios con su boca verde
Mamaba la longura de gaviotas que la atravesaban
Bramaba como un cebú cebando la cerradura córnea
Era una anguila extremada de pausadas formas
Que alargaba su energía como un rayo de tormenta
Rarísima en los bordes del desierto sulfúrico
Llevó al navegante a habitaciones subterráneas
Lo desnudó ante el calor de marzo cuando estallan
Las paracas y su espíritu anciano trepanando cocona
Sopla los nombres de los aparecidos enrollados
En firmamento de plumas guacamayas y en arañas
De bisturí prolongando sus patas en las hebras
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Excavó bajo las piedras el contorno de las cuevas
Supo bordar las cuentecillas cadmio de la playa
Atizó la mirada con la que se entra al mundo
La Infanta cruzó los arenales con la ternura tenue
Del que lo sabe todo los diseños pentamilenarios
Y los cilindros de barro donde se mezcla el helado
Dibujó los recorridos de los astros australes
Con la tranquilidad del viento que amasa las dunas
Y el soplo veloz del sol que las envuelve y las vela
Ella no previno esos huesos enterrados en grupo
Momias de otro infierno con fardos de fibra óptica
Amigos mochados como flores de furia delicada
Paró su carrera cuando cruzó su parto con el aire
Fétido de los pliegues fusionados de siglos dolientes
Y rostros con nombre de chocolate con nueces
La Infanta lloró ante sus hermanos caídos los duros
Y los blandos los mortales y los inmortales hermosos
De piel hendida a tajos de púrpura heterónima
Les dieron por la espalda con una espada de granito
Los besaron con un soplete de uranio en el corazón
Cortaron sus pies con un hacha roedora y peluda
No pudo resistir el formol de las enfermerías y se fue
Errando por el desierto hasta perder el rostro hasta
Evaporarse en el polvo vidrioso de los deseos rotos
Y plantó una semilla bajo los trapos de la costra de barro
Dejó brotar sus vellos desde los choros adheridos
Apagó su canción de cráter milenario y calló para siempre
Por sus hermanos encorvados en el fondo del alma
Por sus veranos imposibles y su muerte ahora que
Se ha caído la O que separaba los labios de la arena
c
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MARCELINO FREIRE
Solar de los príncipes
Revista Casa de las Américas No. 271 abril-junio/2013 pp. 78-79
Cuatro negros y una negra frenaron en la entrada de este edificio.
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El primer mensaje del portero fue: «¡Dios!». El segundo: «¿Qué
quieren?» o «¿Qué piso?». O «¿Por qué todavía no arreglaron el
ascensor de servicio?».
«Estamos haciendo una película», respondimos.
Caroline aclaró: «Un documental». No tengo ni idea de qué es
eso, qué sé yo, no sé. Que cada uno de nosotros muestre sus documentos de identidad y listo.
«Estamos filmando».
¿Filmando? ¿Espiando? Los ladrones hacen eso cuando quieren
robar. Vigilan el día a día, las costumbres, los horarios en que la víctima se va a trabajar. En el edificio hay un gerente de banco, un médico, un abogado. Menos el administrador. El administrador nunca está.
–¿De dónde son ustedes?
–Del Morro do Pavão.
–Vinimos a grabar un largometraje.
–¿Un metra qué?
Metralladora, caño largo, granada, negros armados hasta las
encías. ¿No lo dije? Voy a salir corriendo. Los nordestinos son
hombres. ¿Los porteros son o no son hombres? Caroline inició un
diálogo así: «La idea es entrar a un departamento del edificio, de
sopetón, y filmar, hacerle una entrevista al que vive ahí».
El portero: «¿Entrar a un departamento?».
El portero: «No».
El pensamiento: «Estoy jodido».
Fue mía la idea, lo confieso. Las personas viven subiendo al morro
para hacer películas. Les abrimos nuestras puertas, les mostramos
nuestras cacerolas, mierda.
Así fue: compré una cámara de tercera mano, nos pusimos de acuerdo, ensayamos unos días.
Imágenes exclusivas, tomadas de la vida de la clase media.
Caroline: «Querido, por favor, cariño». Caroline le mostró el micrófono, de lejos. Con sus
labios le llamó la atención, no sé.
¿Van a golpearme con el micrófono? El micrófono nos lo prestó un santero que nos patrocinó.
El portero llamó a los departamentos 101, 102, 108. Fue pasando por todos los pisos. Me
están asaltando, presionando, llamen al 190, qué sé yo.
La gracia era que nadie se enterara. Se pierde la espontaneidad de la entrevista. Que los
vecinos cuenten cómo es vivir con autos en el garaje, con sueldos, con piscina, con computadoras
modernas. Festival de Brasilia. Festival de Gramado. Mostrar la película en el barrio y también
ahí en el salón de fiestas del edificio.
No.
Nosotros no solamente oímos samba. No solamente oímos balas. Este portero no parece
negro, al dejarnos presos del lado de afuera. El morro está ahí, abierto las veinticuatro horas.
Nosotros les damos la bienvenida de brazos abiertos. Entran los malandros, investigan sobre
nuestro pasado. Nosotros nos desahogamos como loros. Hablamos demasiado, ofrecemos
hasta lo que no tenemos, agua, café, coca-cola.
La mierda del portero no nos deja empezar. Qué cagada. Domingo, hoy es domingo. Solo
queremos saber cómo almuerzan las familias. Si hacen la misma fiesta que nosotros. Platos,
feijoada, servilletas. Carajo, no hacía falta el administrador. Escuche. Vamos a sacar la cámara
del bolso. Le mostramos que somos buenos, que solo queremos mejorar, eso, nuestra fama.
Hacer cine. Cine. Piense en la gran dama Fernanda Montenegro, casi se gana un Oscar.
–Fernanda Montenegro, no, ella no vive acá.
Y nos advirtió: «Voy a llamar a la policía».
Nosotros: «¿Llamar a la policía?».
A nadie le gusta la policía. No queremos ese tipo de noticias. Hicimos todo esto con un
esfuerzo del carajo. Nicholson dejó de ir a vender churros. Caroline faltó al trabajo. Yo dejé a
mi esposa, mi cachorra y mi hijo. No es un largo, es un corto. La alegría de los pobres es dura
y dura poco. Filmen. ¿Qué? Les di la orden: filmen.
Empezamos a filmar todo. Algunos vecinos posando la cara en los balcones. El tránsito transitando. La sirena de la policía. ¿Eh? La sirena de la policía. Toda película tiene sirenas de
policía. Y tiros. Muchos tiros.
En cámara violenta. Mierda, Johnattan saltó el portón de hierro. El portero se encerró detrás del
vidrio. Aterrador. Aparecieron personas de todo tipo. Y esa no era la idea. Tuvimos que improvisar.
No hay problema, todo bien.
Pedimos que lo corten al editar. c
Traducido del portugués por Lucía Tennina
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MARÍA TERESA ATRIÁN
Luz inerte
Siembra la tarde una alegría inerte
Los vasos en reflejos apagados
En piedras de su envoltura suave
Vuelven las nubes al baño de las olas
Con sonrisas que caen en la arena
Un tiempo inocente para quererte
Una casa de sueño donde guardo tu olor
Revista Casa de las Américas No. 271 abril-junio/2013 pp. 80-82
La vida es tan pura y benigna y última
Que no deja crecer nada más
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Otro día tocará nuestras puertas
De luz fracturada y mano tendida
Otra ausencia cegará tus palabras
Con quimeras de afanes prodigiosos
Pero hoy
Si acaso se desploma la claridad del mundo
En confesiones pinceladas, a solas
Hoy
La penumbra tensará su arco
De promesas, cenizas y deshoras
Eres también mi casa
Sus rincones alados, su lejanía
La noche de goteras y la bombilla azul
Las sillas que esperaron
La urdimbre de la hamaca
La primavera en rama
La tarde bajo el humo
Las arañas
Eres también mi casa
El papalote de varas desandadas
El agua ausente, la risa de la tarde
El sueño más amado, los tejidos de ausencia
Caricia de nocturnos, el polvo en las ventanas
Eres también mi casa
El hombre que pide agua, la olla rota
Las campanas que incendian
Los muertos y las ranas
Eres también mi casa
Cuando los ecos andan
Cuando de lejos almas
Cuando la piel palabra
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El peso de la ausencia
Qué sé yo de las estrellas primitivas
O de galaxias que se autoconstruyen
Tampoco entiendo densidades de hoyos negros
Tal vez puedo adivinar –si acaso
Que esa luz a lo lejos
El cansancio de tus ojos
Que el peso de la ausencia
Tu cuerpo ladeado en la cama
Y aquel rumor aprisionado
La respiración lenta de tus sueños
No sé del antes y después del tiempo
De la materia que no acaba
Del polvo solar y su memoria
Solo tengo la intuición –borrosa
Del calor de unas manos
Del sabor agridulce de tu boca
Y de una voz siempre tuya
Que nos nombra c
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EDDA FABBRI
El cometa
y se fue aunque sé, como casi cualquiera, que él no llega a ningún
lado ni se va. Digo llegó y me refiero solamente a nuestro campo
visual, del que después se fue. Digo como un niño porque junto con el
cometa llegó a mi cuerpo, que es decir a mi vida, un niño con nombre
de piedra.
En la rambla la gente sentada en el murito miraba hacia el mar.
Algunos tenían largavistas y esperaban. En el muro había todavía
lugares libres y el cielo conservaba mucha luz. A esa hora –eran
como las nueve y media– nadie hablaba del cometa. Parecía que no
pasaba nada.
Aun así, había que elegir con cuidado el lugar. Antes de que llegara la camioneta de la que salió un grupo de gente con el telescopio, apareció Venus. Decían por la tele que el cometa se iba a ver
allí, cerca del lucero. Entonces empezamos a hablar, por Venus, a
mirarnos un poco. ¿Será Venus? No; es el lucero. Comentarios así.
Los del telescopio alborotaban en la vereda. Había varios adolescentes que se reían de todo, un niño chico y un hombre joven
que desplegaba el trípode y luego intentaba enfocar. Daba tranquilidad pensar que allí había alguien que sabía. Aunque eso nadie lo
dijo.
Mientras el hombre se ocupaba del telescopio, Pedro corría por
la vereda, hacía preguntas y no dejaba tranquilo a su padre, el que
sabía. Estaba más ansioso que nosotros y hablaba. Esa era una de
las diferencias. El padre sabía además que tenía que cuidar al niño
de los autos que pasaban cercanos y de que no se asomara mucho
por el murito sobre el mar, y todo eso lo puso de mal humor.
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El cometa llegó y se fue igual que un niño. No digo pasó, digo llegó
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Venus se hacía más brillante cuando me senté con Pedro a mirar el mar. Sobre el horizonte se
estiraba una nube ancha y oscura que de a poco fue tomando el mismo color que el mar, y el
horizonte desapareció. Por encima de esa nube, el cielo claro estaba atravesado cada tanto por
unas nubes como líneas de color gris claro que uno podía contar de abajo hacia arriba como si
fueran renglones, numerarlas para poder indicar hacia dónde estábamos señalando. Por encima
de la tercera vimos al cometa. Una bomba de humo, dijo Pedro, y eso parecía la cola, elegante
en el descenso lento. Venus quedó sola.
No sé cuándo Pedro se acurrucó pegado a mi cuerpo ni supe entonces por qué lo hizo.
Recuerdo claramente su cabeza redonda y suave. Recuerdo sus ojos y la boca sin dientes
(algunos niños, y Pedro es uno de ellos, pierden todos los incisivos al mismo tiempo). Me preguntó a dónde va el cometa, qué hacía aquella gente en unas rocas oscuras. Miramos un avión y
dijo que si él tuviera uno se iría a buscar el cometa, a ningún otro lado. El viento de la rambla no
era frío y pensé, cuando le dije que estaba muy bien lo de ir a buscar el cometa, que yo me sentía
muy bien con él y que, por cierto, había elegido un buen lugar. Le pregunté si había visto antes un
cometa. Me dijo que sí. El avión se iba despacio, la gente de la roca pescaba en la distancia. Fue
entonces cuando reparé en su boca, mientras me explicaba. Fue en un video que lo vio. Como
Pedro no tiene ni un diente, siempre se le ve la lengua. Él se esfuerza para pronunciar lo mejor
que puede las consonantes difíciles. Ese esfuerzo es conciente y parece apoyado por los gestos
de las manos, que separa a los costados de la cara como dibujando paréntesis. El Principito se
agarró del cometa, me dijo, en el video. Estaba solo en su planeta, por eso se fue. No había nada
en ese planeta, solo un asiento para sentarse él. Las manos dibujaron la esfera en el aire, el
asiento chiquito. El Principito se agarró de la cara del cometa –siguió– y llegó al desierto. Antes
allí se había caído un avión.
Las personas que pasaban miraban el telescopio y dudaban un poco antes de preguntar si
había que pagar. Pedro dijo que no, que el telescopio era de su padre y se podía mirar. Nosotros
ya habíamos mirado: enmarcado en el círculo estricto del telescopio el cometa parecía arrancado del cielo, de su paisaje. La cola como de humo, la cabeza ciega, sin brillo. Volvimos al murito.
Pedro sintió frío o no sé qué. Creyó necesario que lo abrazara y con un solo movimiento puso
mis brazos alrededor de su cuerpo. No creo que quisiera dormir. En el horizonte, la nube azul
oscuro parecía de piedra.
El cometa se fue y yo no sé cuándo va a volver a pasar. Dicen que en cuarenta años. Es
mucho tiempo. Sé que acercó a mi vida –como dije– a un niño sin dientes y confiado. Un niño
que hace solo de niño; que puede hacerlo. Con preguntas y deseos extensos, con apuro, mirándose en un personaje que se le parece. El murito de la rambla sigue siendo inmenso, pensé,
mientras lo dejaba atrás como al horizonte, invisible. El cometa trajo un niño o dos. No sé
cuándo va a volver a pasar. c
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MARCIA COLLAZO IBÁÑEZ
Ella
suspendido del cielo azul cobalto, azul tragedia griega, azul amores
bravos, allá en el terreno verde gris cercano a un bañado revuelto
entre pajonales, a Martín/Martina casi le vino un ataque, pero no de
desesperación ni de pena, sino de pura y cristalina emoción. Era
que un hombre se iba a matar por ella, y en ese hecho singularísimo,
descomunal, casi portentoso, en ese hecho que quebraba la superficie espesa de sus días de estanque adormecido, tan poblado de
secretos terribles, de monstruos escamosos enredados en líquenes
delgados como venas, se iba a resumir todo un recodo de su historia. Porque el rengo Alcides se agarraba a la columna, allá arriba, y
era ya un murciélago acongojado, o un mirlo escurridizo, o una
golondrina cobarde con una pata rota, y la madera de la columna
había pasado a ser su mástil, su cruz o su cuña de locura y de
miedo, y gritaba eso: que se iba a matar por culpa de ella. Y todo
era verdadero; y miren si no me creen, hasta la policía había venido,
con su uniforme azul marino, y era de mañana temprano todavía, y
era entrado el otoño, y por eso a Martín/Martina la piel le temblaba
de frío debajo de la tela ligera de su camisón, y por eso el rocío
blanqueaba el techo ruinoso del galpón y se extendía por los campos, hasta el límite del orbe conocido, es decir, hasta la franja amarillenta de los álamos que a lo lejos contemplaban la escena.
A Martín/Martina todo el mundo la trataba de «ella». El mundo
era su círculo de amigos, su cambiante y candente universo de gentes a las que seguía sin pausa por las calles nocturnas, con su andar
de potrillo mal comido, y también por las mesas y los mostradores
y los cuartitos de atrás de ciertos bares que ella se empeñaba en
encontrar alegres y muy a propósito para lucir sus piernas recién
depiladas, tomarse un trago si había dinero y conseguir algún ami-
Revista Casa de las Américas No. 271 abril-junio/2013 pp. 85-89
El día que el rengo Alcides se trepó a la columna de la luz y quedó
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go-cliente que le diera un rato de pasión, o por lo menos de ternura, o por lo menos una sola
caricia que le dure hasta el lunes, como dice la canción. Si también le quería dar unos pesos,
mejor; pero ella (acaso por un oscuro instinto de conservación de lo sagrado) jamás cobraba.
Le habían tomado por asalto tantas veces el cuerpo, desde edades inciertas que se empeñaba en
olvidar (salvo por los olores del sacrificio, reconocibles en la soledad de alas de cuervo que la
acometía en los baños públicos, o en el vómito que la doblaba en dos en la vereda), que dar ese
cuerpo voluntariamente, darlo de corazón, darlo porque se le daba la puta gana, era ya en sí
enarbolar un poder antiguo, maravilloso y secreto, un poder que era solamente de ella y que
ningún dinero del mundo podía comprar. Es que, en el fondo, Martín/Martina era una soñadora
incurable, una romántica seguidora de folletines y telenovelas que solo anhelaba dos cosas en
esta vida: poner una peluquería de señoras y hallar el amor ideal, puro y perfecto como el que
nos prometen las brujas cuando se inclinan sobre su esfera mágica; un amor redondo y luminoso,
una bola de cristal donde flotarían ella y su enamorado, por los siglos de los siglos, eternamente
felices y rodeados de chispitas celestes y rosadas que se apagan y se prenden como destellos de
un corazón latiente.
Martín/Martina vivía –o malvivía– en un cuartito miserable al fondo de un galpón de chapas
(creo que ya se los dije) más miserable aún. El galpón tenía dueño y el dueño era Mena, hombre
bigotudo, porfiado y no demasiado amigo de toda esa gente rara que la gente no rara denomina
travestis, gays, mariposones y demás motes, con el mismo tono que emplearían para referirse a
alguna extraña fauna de reptiles o arácnidos. Pero Mena siempre supo ser un rebelde, a su
manera cerril y autodidacta, y por rebelde era desconfiado, y por desconfiado, proclive a no
caer así nomás en el redil de los prejuicios y lugares comunes. Además, un vago lazo de afecto lo
unía a Martincito, como él lo llamaba. Martín/Martina se había pasado casi toda su corta y
azarosa vida en el hospicio público para niños y adolescentes, verdadera máquina infernal donde
iba a parar cada vez que sus padres se emborrachaban hasta el delirio e intentaban darse muerte uno
al otro de las maneras más inverosímiles. Salía en ocasiones de aquel antro de flagelación, se
olvidaba por un rato de los olores a tajo y a quemadura de la carne, a mugre que se arrastra y a
estertores de ahorcado, y se daba una vuelta por los sitios conocidos, un poco más amables,
entre los que estaba aquel galpón donde había trabajado durante diez años uno de sus hermanos; de ahí que se pueda decir que el hombre bigotudo la había visto crecer. Uno de esos días,
un poco por benevolencia y otro poco por conveniencia, le dio casa y comida a cambio de
trabajo. De modo que ella aprendió un oficio más propio de Martín que de Martina, como el
príncipe del cuento ruso a quien la bella aldeana Anahí accedió a dar su mano, a condición de
que se hiciera tejedor. Martín/Martina no tejía, pero en cambio golpeaba el hierro con la fuerza
de un Hércules, cortaba el metal empuñando tijera y sierra, pulía y soldaba, y daba los toques
finales con la delicadeza de una señorita inclinada sobre su bordado. Era hábil con las manos en
todos los sentidos, según pregonaba con risita descarada y pespunteada de recóndita tristeza;
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pero no dejaba de hacer gala (sobre todo cuando había espectadores varones) de cierta torpeza
equívoca, propia de su gemela condición: la de «ella». Me olvidé de decirles que Martín/Martina
tenía un cuerpo largo, blanco y delgadísimo, más oblea de almidón que cuerpo, más cinta de
raso amarillenta que cuerpo. Llevaba el pelo teñido de un rubio casi insolente. Las manos anchas, huesudas y callosas, terminadas en unas afiladas y gruesas uñas rojas, parecían las garras
de algún animal poderoso y exótico. Cuando salía, de minifalda amarilla y remera ajustada, su
paso cimbreante y lánguido causaba estragos en muchos corazones masculinos. Casi no comía,
porque compartía con los héroes, los santos y los locos una cierta condición espartana que,
acaso sin ella saberlo, le preservaba todavía la inocencia y la elevaba por sobre sus desgracias,
estallidos de rabia, dudas y exaltaciones. Dormía breve y profundamente, con la boca medio
abierta en un hilo babeante por donde se le descolgaban los pecados ajenos. Si se ganaba
doscientos pesos, se los gastaba de inmediato en cosas triviales y encantadoras como un nuevo
lápiz de labios, cigarrillos rubios y alguna cerveza que se tomaba de pie en el boliche Sahara
Smith, loca de alegría, con una mano en la cadera y la boca crispada de expectación, y mientras
contemplaba su propia imagen reflejada en el espejo cagado por las moscas y todo pegoteado
de calcomanías, seguía soñando con la peluquería de señoras, que iba a estar pintada de rosado,
con macetas de cretonas y cortinitas de gasa bordada. Así hasta el día en que el rengo Alcides se
trepó a la columna de la luz. Antes, se mudó con ella al galpón, puso cama de fierro y colchón de
resortes que, según aseguró, se había encontrado tirado en medio de la calle, le regaló el rosario
de hueso que había pertenecido a su abuela y le propuso matrimonio. Ella hacía mohínes de niña,
sacudía los mechones endurecidos por el agua oxigenada como una estrella del cine mudo, y con
los ojos entrecerrados echaba sus cuentas. En el fondo, no lo quería ni un poquito al rengo,
sobre todo desde que empezó a pegarle, pero como Martín/Martina nunca pudo discernir muy
bien dónde terminaban los golpes y empezaba el cariño en la gente, terminó por decirle que sí.
Mientras tanto, de lejos y como quien no quiere la cosa, el hombre bigotudo observaba. A
veces hablaba. Sobre todo cuando lo de la policía.
–Pero a ver, Martín: ¿A vos no te importa que el rengo se mate? ¿Por qué no le decís que
baje, que lo vas a cuidar, aunque sea para que los milicos se lo puedan llevar?
–Porque no... por mí que reviente ese hijo de puta –contestó ella con una mirada de veintidós
años y tres meses de prolijo rencor acumulado.
–¡Ella tiene que entender! –gritaba el rengo, y siguió gritando lo mismo mucho después de que
lograron bajarlo y lo metieron a empujones por un pasillo del hospital Vilardebó, adonde van las
almas descarriadas para que dios o el diablo se encarguen de enderezarlas; un pasillo ciego y
sordo, vencido y descascarado que tenía un vitral largo y cruel como un escalofrío.
–Vos no sos «Martina» –decía también el hombre bigotudo, cuando perdía la paciencia,
pretendiendo instruirla. Entonces agregaba, mirando la lejanía y señalando con el dedo–. A ver si
entendés. Aquella oveja, ¿es una vaca?
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–Es una oveja –contestaba Martín/Martina de ojo extraviado, con la boca fruncida.
–¿Te das cuenta? Es una oveja... o es una vaca tanto como vos sos «Martina»...
Otras veces le preguntaba:
–¿Vos te cuidás cuando tenés sexo? ¿No le tenés miedo al sida? ¿No tenés miedo de que un
día te dé positivo, como a esos amigos tuyos que después andan llorando por los pasillos del
Clínicas?
Ella se encogía de hombros y le daba duro al torno, y el torno cortaba el aire, tatuaba el
silencio, azotaba a las palabras, hacía aullar a los pensamientos, como por encargo de ella.
Volaban las esquirlas de la madera, del metal, de las ruindades, como penas negras aventadas al
suelo.
El día del incidente con la columna de la luz, el rengo había salido del cuartito hecho un loco,
después de haberle dado una señora paliza a Martín/Martina. Si hasta le dolía la mano golpeadora,
de tanto descargarla, y le dolían también la espalda golpeadora y la lengua jadeante (golpeadora
también), y ese punto entre las cejas que es como el tercer ojo de la verdad o del escándalo, de
la vergüenza o de la impudicia, de la miseria o de la culpa. Parece que dio vueltas por el lugar
pensando cómo se iba a matar. Al final le dio por treparse a la columna. Se subió rápido, a lo
mono, porque era pequeño y ágil, porque de rengo no tenía más que el apodo, y porque habría
descubierto tal vez una forma gloriosa de ponerse a salvo de ella, de sí mismo, del cielo azul que
lo miraba y de su propia cobardía (los actos, después de las palabras, suelen ser nuestros
mejores intérpretes). Martín/Martina, en el cuartito, escuchaba el silencio de afuera y el silencio
de adentro, es decir, el de los pastos y las nubes y el de sus propios huesos. Estaba arrollada en
la cama de fierro, con el pinchazo de los dolores clavado en la piel ardiente y todos sus demonios danzándole alrededor. Se tocaba la boca abultada por los golpes, se lamía los dientes
manchados de sangre, heridas de manteca hirviente, de floraciones púrpura como algún absurdo
fruto del martirio; se pasaba la mano por la oreja festoneada de frío, por el acontecer desfalleciente de sus veintidós años. Y escuchaba, y trataba, de una manera turbia, de aclarar sus ideas,
de no echarse a gritar, de anclarse en algún sitio. Pero las imágenes que le venían eran, por
demasiado conocidas, una terrible repetición de sus viejas fatigas: solamente veía cuerpos y más
cuerpos (de la mayoría no recordaba ni el nombre) entreverados en el sudor casi gelatinoso, la
mugre casi cortante, los gemidos casi rugidos. Veía los ojos desorbitados y las lenguas desaforadas, espesas y mezquinas; los vientres que buscaban su vientre sin cariño y sin cuidados, las
puntas y las dagas y los arietes que la comprimían y la horadaban, la escaldaban y la hacían
sangrar, y encima a ella tenía que gustarle; cuánta fuerza hacía para que le gustara, se lo repetía
a sí misma como un rezo, una y otra vez, mientras era sacudida por las embestidas: cuanto más
dolor y más sangre, mejor. Pero en esta mañana de otoño se da cuenta de que no puede repetir
esa frase, ni decir nada nuevo, y que todo lo viejo ha pasado a ser, de pronto, pura mierda,
aunque sea por un rato, y que ojalá que el rengo hijo de puta se mate de una buena vez; entonces
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se decide a salir a comprobar si es cierto que este cerdo ha decidido morir por ella, a ser la
protagonista principal de la película, de la telenovela, del noticiero de esta noche, a lo mejor.
Sale a los tumbos, medio desnuda y tapándose la cara golpeada con un mechón de pelo. Linda
la cosa. Como el rengo aullaba tanto, había empezado a caer gente de los alrededores, diez,
quince vecinos; con termo y mate caen, y entre sorbo y sorbo de la yerba verde con agua
caliente contemplan el panorama, se ríen por lo bajo, comentan; alguno se ha quedado con la
bicicleta recostada a las rodillas, otro con los niños de tiro o la bolsa de la compra en la mano. Y
también había venido la policía, eso ya se los dije. El rengo no dejaba de gritar que se iba a matar
por culpa de ella. Ella, en medio de la rabia y la sofocación, y el dolor y el frío y el asco, no dejó
de sentir un estremecimiento de placer que le corrió por el pecho blanco y largo, salpicado de
músculos y de venas latientes. Uno de los milicos (el más viejo) le gritaba al rengo que si no
se bajaba iban a traer una grúa, o que si no, lo iban a bajar de un tiro. El otro, bajito y flaco, se le
arrimó despacito a Martín/Martina, que llevaba nada más que un babydoll rosado salpicado
de motitas plateadas, comprado de tercera mano en la feria de Piedras Blancas, y aprovechó
para pedirle el número del celular. c
Acuarela No. 3, 1995. Técnica mixta, 142 x 110 cm
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