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NÚMERO 3
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triunfaron en tiempos del antiguo imperio las fantasías del balkt triunfa hov
en la Rusia bolchevik, un arte radical, ultraista y audaz
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A despecho del caos social que tantas instituciones económicas ha derribado lo*
artistas rusoi, muestran en las desoladas capitales del imperio rojo, en Moscou’y en
Retrogrado, los vtbrantes medios nuevos de expresión que han encontrado y el supremaüsmo
¿\ futurismo y demas modalidades afines, brillan en todo su esplendor
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Reciente esta el triunfo que el fantástico arte decorativo de Boris Anisfeld obtuvo en Nueva
York, después de un éxodo penoso a través de las estepas rusas, acompañado por su familia v
de una colección de lienzos que eran el resumen de su labor artística y que de Vladivostok v el
Japón trasladó al Museo de Brooklyn, donde obtuvo un éxito no superado hasta hov Dor nincmn
artista contcmuoránco.
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Sus fantasías sinfónicas en que el lapislázuli reverbera jugmdo con los esmeraldas v con
los profundos cambiantes rojos y amarillos, producto de un periodo de tensión febril es la
característica ce su arte, basado en un concepto sano de decoración, dentro del cual sp obstina
en conseguir en sus cuadres dos elementos para él esenciales: el color y la forma. «Siempre veo
las cosas en términos de color», dice. «Se me presentan como concepciones completas y raras
veces tengo que alterar el carácter esencial de ninguna de mis impresiones iniciales Tengo la
costumbre de recoger rápidamente estas visiones de color y de forma, tal como son y ampliar­
las e intensificarlas después, cuando me siento indinado a ello. Para mí, el Arte e s ante todo
cuestión de sentimiento y por lo general pinto lo que sueño en vez de lo que veo»
Su arte es el arte del reino impalpable de la fantasía.
El distinguido crítico norteamericano Sayler, cuenta su sorpresa cuando al visitar Moscou
y Petrogrado en los seis primeros meses del régimen bolchevik encontró abiertas las exposicio­
nes anuales, llenas de lienzos y mármoles, de ejemplares notables de las escuelas y modalidades
artísticas antiguas y reconocidas (y de expresivas) y de palpitantes obras estimuladas por los
nuevos métodos de expresión artística.
El grupo de artistas radicales rusos que domina y dírije David Burliuk, «padre del futu­
rismo ruso», como le denominan sus camaradas, expone anualmente en el Mir Iskusstra y el
Bubnory Valyet; en esas exhibiciones, se muestra clara la nota de la Rusia contemporánea.
El más revolucionario de todo el grupo radical es Malyerítch, fundador del suprematismo.
Malyentch, comenzó siendo cubista y describe el desarrollo de sus ideas sobre el Arte y sobre
la pintura en particular en un folleto que titula, «Del cubismo y el futurismo al suprematismo»
y del cual transcribo las siguientes frases: «El futurismo descubrió la rapidez en la vida
moderna». «Los realistas, al poner objetos vivos en los lienzos los privan de la vida del movi­
miento y así nuestras academias están llenas, no de «estudios de la vida», sinó de estudios de
la muerte».
«El suprematismo es el arte pictórico de los colores, cuya independencia no puede reducirse
a uno solo. La carrera del caballo puede representarse con lápices de un tono, Pero pintar el
movimiento de las masas rojas, amarillas o azules es imposible con el lápiz. Los pintores tienen
que abandonar los argumentos y las ideas, si es que har. de ser pintores puros».
Malyeritch, usa los colores y las masas por sí mismos, y ha renunciado a representar formas
o ideas, y en el tiempo que le dejan libre las ocupaciones que le retienen en las filas de la Guardia
Roja, como apasionado bolchevik, se dedica a escribir folletos explicando el significado de las
obras que expone en el Bubnory Valyet.
El arte de David Burliuk, es esencialmente futurista. El impulso de su radicalismo es
anterior a la Revolución, pero es indudable que el brusco cambio sufrido por su país influyó
notablemente en sus teorías, intensificándolas y modificándolas. El futurismo de Burliuk implica
una protesta contra «el Arte por el Arte». Su labor simboliza un arte para todos, para la mul­
titud, para la calle.
El mismo lo resume en sus palabras: «Todos los estilos, todas las épocas, todo lo bueno
del mundo entero. ¡El arte para el circo, y el circo para el arte!» Uno de sus
extraños
cuadros, es «El tonel de las danaídes de la guerra», en el que una inmensa caravana de madres
camina por la montaña para arrojar en i.n enorme tonel sus criaturas, mientras en el fondo
un crepúsculo de sangre alumbra la destrucción de los pueblos. Fue retirado por la muchedum­
bre del salón donde se exponía, y colgado al aire libre en una de las esquinas de más tráfico en
Moscou desde donde miraba de un modo siniestro a la multitud que, ávida de contemplarlo,
acudía diariamente. Esto demuestra el enorme triunfo obtenido por el «padre del futurismo
ruso».
Vassily Kamyensky, amigo íntimo de Burliuk, es una de las figuras más interesantes del
futurismo ruso. Su actividad es tan grande que no se conforma con pintar, sinó que también
escribe versos y novelas. Ante él se abre un vasto horizonte que le reserva grandes triunfos.
Un artista muy original, Aristid Syertuloff, se mantiene todavía entre el impresionismo y
el cubismo. Sus obras, de un gran sentido decorativo en el dibujo, sobresalen en las exposiciones
del Mir Iskusstra. En sus estudios del Kremlim de Moscou, alcanza, en la contorsión de las
formas, una graciosa fantasía decorativa.
La que mayor éxito ha obtenido del grupo cubista, es Alexandra Exter, de Kíeff, que
comenzó siendo impresionista en París, en sus días de estudiante, al igual que Burliuk y que
ha ido evolucionando rápidamente, hasta dar a sus expresiones artísticas un carácter esencial­
mente cubista. En sus trabajos para decoraciones y trajes escénicos ha conseguido grandes
triunfos.
El arte radical que hoy cultiva ese grupo de artistas audaces, tiene dos orígenes: uno, la
influencia de a moderna pjntura francesa sobre los artistas rusos que estudiaron en París; el
otro, el profundo conocimiento que los artistas rusos tienen de su arte antiguo,—el nikon, los
ábados populares, la decoración de sus utensilios de madera,—y el estudio del arte de la
lina y el Japón.
Hoy, en Rusia, sucede lo contrario de lo ocurrido en los países occidentales de Europa en
sus intentos de futurismo y de cubismo, que fueron acogidos con burlas y objeto de ridículo
general; porque el ruso, no importa de qué clase, rango o posición social, acoge siempre con el
mayor interés todas las manifestaciones del genio artístico de su país.—F ra n c isc o Miguel»
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DEL ARTE RUSC
PINTURA
EN
LA
CIÉNAGA
,e habían sentado en el diván, junto a la chimenea, y el fulgor rojizo de las llama , '
claridad en la estancia, les envolvía. El viento sacudía a intervalos la
haciendo más recio el batir de la lluvia, y de cuando en cuando, llegaba, apagado y
rápido, el trepidar de los coches en la calle.
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Callaban los dos pensando en lo mismo, siquiera su meditación les llevara e a
p
cauce distinto. Se resistía Luciano a quebrar el encanto, largo tiempo ambicionado > prome i o,
de aquella tarde única. La tenía allí, a su lado, en su casa, en donde hubiera queri o se
y verla siempre, con el abandono de las confianzas absolutas que nada reservan po q
tienen que temer. Le llegaba en el aíre el perfume que le era familiar y en el tibor langui ecian
los pálidos crisantemos, las flores tan amadas por ella, presintiendo la caricia de sus manos.
Sin embargo, sería forzoso resig­
narse. Habría de conformarse con la
breve concesión de unas horas hurtada.',
a la regularidad de su vida de mujer in
tachable, perfecta guardadora de la rígi­
da ley moral en que iba forjando su re­
putación. Bien claro lo había dicho ■'ella
hacía un instante, sin dejar la más leve
esperanza para la enmienda de su des­
tino: el amor es renunciación.
Se revolvía Luciano como bajo un
hierro enrojecido ¡Ah, sil Bella palabra:
renunciación. Bien que se renuncie a lo
que poseemos, a lo que ha sido nuestro
alguna vez... ¿A qué podría renunciar él?
Y sí al menos ella fuese feliz. Pero bien
sabía que no lo era, que no podría serlo
cerca de un hombre roído por el mal que
le trajeron sus vicios; un paralítico egoís­
ta que se casó para tener una enfermera
y una esclava encadenada a su vida de­
crépita y torpe.
Habló ella:
—¿En qué piensas?
—En tí; en nosotros. Recordabas
antes mi vida inútil, desordenada, quizá
un poco turbulenta; pero no sospechas
la gran tristeza que hay en ella. Soy un
hombre que llegó tarde a la hora de la fe­
licidad y no puede resignarse a no lograr- 1
la. Tú no comprenderás nunca lo que es una idea fija, un pensamiento constante: soñar todas
las noches que la dicha está junto a nosotros y despertar cada mañana con los brazos vados...
Se le atropellaban las palabras con la vehemencia del deseo de convencerla. Evocaba
el pasado, acercándose a ella en el recuerdo de las emociones comunes. La vieja casona de la
montaña, las vacaciones cerca de la tía Rosario, los juegos en el bosque... Había cisnes en el
estanque y las palomas iban a comer en sus manos. Una tarde se perdieron en el pinar; ella
llevaba un traje blanco y el pelo desparramado sobre los hombros. Les sorprendió la noche y
se abrazaron llorando. ¡Qué distante todo aquellol Incoherentemente, saltando de un motivo a
otro, de uno a otro recuerdo, habló de su alejamiento, de los viajes y las luchas de él, de la
boda de ella, de su martirio también.
No lo niegues, María Eulalia. Hace tiempo que conozco el porqué del círculo morado de
tus ojos, hartos de llorar en silencio... ¿Cómo puedes vivir en ese suplicio de todos los días, de
todas las horas?
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—¡Oh, no sigas! Me mortificas... Si adivinas lo que es mi vida,
ten algo de piedad y de silencio para ella. Medita en todas esas
amarguras calladas, ocultas, que nos hacen sorbernos las lágrimas
para que los demás no sorprendan el dolor inconfesable, y dime si
ellas mismas no son razón bastante para no oirte. No valdría la
pena de haber sufrido tanto para, así, en una hora, en un instante
egoísta, enlodar la claridad de nuestra conciencia que ya no sabría
perdonarnos nunca.
Se enternecía con la exaltación de la propia pena.
—Eres un niño que hace el mal si saberlo. ¡Si supieras cuanto
he deseado sentir cerca una mano amiga; alguien que me comprendiese y me compadeciese, sin
necesidad de las palabras que no deben pronunciarse por que serían una queja contra los
demás. Yo no he sabido nunca más que resignarme. Todo lo daría por la felicidad de los míos...
Por eso, cuando me pareció ver en Emilio la salvación de nuestra casa, me uní a él, enfermo,
inútil; segura de que era aquella la cruz que debía cargar sobre mis hombros por amor de mis
hermanos... Por eso también estoy aquí. ¡Me llamaste tantas veces y era tan poco lo que pedías!
Además, nadie me había hablado nunca como tú. Comprendí que sospechabas toda la triste
verdad de mi vida y me acobardaba la idea de que pudieras ser como los demás.
—Has hecho bien en fiar en mí. Todas tus desventuras me hieren como si fuesen propias y
acaso por esto es más grande mi cariño, que nada acerca tanto las almas como el dolor.
—Si, si. Creo en tí; necesito creer en alguien que me haga olvidar un poco el diario sufri­
miento, mucho mayor de lo que imaginas. Mira, mira. ¿Comprendes?
Un rápido ademán le descubrió el brazo hasta el hombro, dejando ver la blanca maravilla
de la carne, er. donde las huellas de los golpes ponían sus cárdenas manchas.
—¿Te ha pegado?
—¡Y qué podía yo hacer! En sus arrebatos de furia, desesperado de verse sujeto en su sillón
por una enfermedad que no le consiente una hora de sosiego, se vuelve contra mí y me injuria
y me golpea, y tengo que morderme las manos para no gritar y evitarme el bochorno de que los
demás, mi madre, mis hermanos, los criados, sepan lo que tú, únicamente tú, sabes ahora.
La tenía tan cerca que su aliento le bañaba la cara. Habíale resbalado el abrigo sobre la
espalda y de la negrura del ropaje surgía, como un mármol, el prodigio de la garganta en la
iniciación del amplio descote. Nunca la había sentido tan inmediata y tan hermosa. Y sin que­
rerlo, el abrazo fraternal se estrechaba con fuerza de caricia codiciosa, reteniéndola, apretán­
dola ansiosamente, con un afán creciente e invencible.
—¡Mi dulce mártir!
¿Qué advirtió ella en los ojos varoniles que la hizo replegarse en sí misma, abrasada de
rubor?
—Déjame, Luciano... Suelta. ¡Me haces daño!... ¡Aparta!
Bruscamente, con la violencia del instinto, despertó en el amador el deseo, y sus maao^
fueron garras sobre la carne estremecida y recelosa que en vano trataba de esquivarle. Irritado
por la resistencia, ahogándole los gritos con la mordaza del beso, estrujándola, ya sin palabras,
la caricia no era si no un zarpazo de bestia encelada.
Rodaron sobre la alfombra, la boca contra la boca y las uñas en la carne. Al fin, logró
ella librarse del ultraje y ponerse en pie.
—¡Oh! ¡Qué infamia, Dios mío, qué infamia!
Previniendo la fuga, fué él a la puerta, la cerró, tiró la llave bajo un mueble y avanzó re­
suelto. De espalda a la pared, con las manos extendidas, pegada al muro, alzándose en la punta
de los pies, le miraba ella, empavorecida y temblorosa, como si de la ciénaga en que iba a hun
dirse levantase su chata cabeza la víbora del pecado.
—¡Cómo te odio! ¡Cómo te odiol
Una ráfaga de aire avivó el fuego en la chimenea y las sombras reptaron espantadas hasta
el techo, para caer luego, más juntas, más densas...
M.
BarbcUou Herrera.
RUDO
REIR...
Aquella blanca virgen que me amaba,
aquella enloquecida por mis besos
que fué una tarde gris, cuando las sombras
cubrían a los campos en silencio
tan mía, que su boca era mi boca
y míos sus gemidos de deseo,
murió... Hoy lo he sabido... Su figura
surgió con nitidez en mi cerebro
manchando el cielo azul de mis olvidos
igual que al horizonte un pino esbelto.
Aquella maravilla de tus brazos,
cintura apasionada de mi cuerpo,
desmayas sobre el tuyo y tus dos manos
juntólas el pudor donde no hay sexo...
La tierra negra y sucia entró en tu cráneo
y es tu definitivo pensamiento...
Cambióse aquel tu aroma de jazmines
por otro, penetrante y cadavérico
y en donde yo besé, hierven gusanos
y el cielo en que te abismas es un féretro.
La amé o no la amé? Ni sé yo mismo.
En cambio, sé muy bien que, cuando el tiempo
pasó, seguí tranquilo mi camino
y atrás quedó olvidada... Hoy, de nuevo
fijé en tí mis miradas, blanca virgen
y ausente de mí espíritu el recuerdo
te veo como estás, rígida y fría,
tendida en un absurdo cementerio.
Tu boca la plegaba la tristeza
y hoy muestra la sonrisa del secreto
final. Donde brillaban tus dos ojos
un bárbaro estupor abrió dos huecos...
Es vano que suscite la piedad
e invoque compasión para tus restos
mortales... Yo me río como nunca,
me río como un trueno gigantesco.
Igual tu reirías si supieses
mi alma en las tinieblas del misteriol
Oh virgen! Blanca virgen! Tu pudiste
reir igual que yo, si aquel momento
de aquella tarde gris que te entregaste
supiera tu puñal partirme el pecho.
Jutio
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(D A S D E M UJER
MAESTRAS NACIONALES
(INDICE)
NORM ALISTAS.
« ..Somos en clase 35 alumnas. Todas unidas en un solo deseo. Terminar a escape los estudios para poder fijar posición en la vida. E l Estado, que da carácter
oficial a nuestra profesión, parece haberse compenetrado con ese mismo deseo y nos brinda su ayuda,
acumulando asignaturas en cada curso para que éstos sean pocos. Ahora, en el tercero, tenemos, entre
clases teóricas y prácticas, más de quince. Si fuésemos a ofrecer el tiempo preciso para su adquisición no
llegarían otras quince horas diarias.
Se piensa, acaso, en que esa falta de tiempo para la
reflexión, puede suplirse con el esfuerzo aclaratorio y
transmisor del catedrático. Nada más erróneo por desdi­
cha. Nuestras profesoras, al igual que casi todos sus cole­
gas, por falta de un régimen racional de enseñanza, se
limitan, como decimos vulgarmente, a tomar la lección y
apuntar en unas listas de asistencia la calificación que a
su juicio merece, y en época de exámenes, cubriéndose
con toga de juez inflexible, a administrar suspensos y
aprobados con el mismo criterio con que impondrían o
alzarían multas por trasgresiones legales. Nuestros padres
y sus amigos encuentran esto naturalísimo y adjudican
siempre el dictado de recto profesor al que suspende la
mayor parte de la clase, haciendo votos porque todos los
demás profesores sigan a este arquetipo, única forma, di­
cen, de regenerar la enseñanza.
■ y aquí expongo una confusión que siempre me ha
inquietado. Profesor, dicen mis diccionarios, es voz que se
aplica a todo el que enseña alguna ciencia o arte, y siendo
así ¿cómo es que nuestros profesores no enseñan? porque,
indudablemente, si enseñaran, creo yo que no tendrían que
reprobarnos, pues, de lo contrario, ese suspenso se lo da­
rían a su métodt. De modo que, o se acabó la lógica o no
hay tales profesores...
Y así vamos trampeando por el transcurso de nuestra
carrera. Sin vocación para su ejercicio, ya que a la m ayor
parte nos orienta la necesidad; sin una base sólida de
estudio a causa de un régimen arbitrario, y, por ende, sin
un estado firme de conciencia para la responsabilidad de
nuestra misión, ésta ha de resultar, naturalmente, estéril o
perniciosa.
¡Debiendo ser la más augusta, la soberana entre todas!...*
O PO SITO RAS.
ii
«...Por lo visto, este título fla— ■— -------------- mante en que el Estado nos acre­
dita la aprobación de todos los estudios y que más bien
pudiera considerarse como una factura comercial por ad­
quisición de determinados derechos, resulta papel moja­
do. De nada vale acreditar tal suficiencia. Si quiere ejer­
citarse ha de ser mediante una ruda oposición que, inevitablemente, causa víctimas. En este punto, otra contra­
dicción me atormenta. ¿Las maestras reprobadas en opo­
siciones no han sido declaradas aptas en sus centros de
enseñanza, y acaso por los mismos jueces que ahora las
repelen? ¿Es que sus conocimientos no tienen el mismo
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valor en ambos sitios o es que la calificación se acondiciona a circunstancias ajenas al juicio libre y sereno.
Son 45 plazas y nos presentamos 2.750 opositoras. Los ejercicios que podían ultimarse en un mes, a
lo sumo, duran, no sé porque causas, tres o cuatro, y al cabo de ellos, y sin haber llegado a com prender
aun los programas, comienza la ampliación del esfuerzo p e rla falange enorme de nuestros amigos y corres­
pondientes. Es una verdadera lluvia de promesas, de peticiones y aun de amenazas la que cae sobre c
alto tribunál, que al fin, y tras de laboriosa gestación firma una propuesta que suele ir sin el m archam o de
la equidad. Todos lo lamentan y hay quien se indigna contra tal estado de cosas después de haber uti 1zado, sin éxito, claro, los mismos recursos.
M A E ST R A S .
«...Nos destinan, primeramente, a una aldea, situada en cualquier montaña, al mar~— ~~—
— L gen de toda sensación de vida y progreso. El caserón alberga, por lo general, a a
vez que nuestra escuela, algún establo, o taberna, o salón de baile. Los muros, desconchados, gotean cons­
tantemente la humedad del país y sobre el suelo, sin cubrir, hielan sus pies estas criaturas, que vienen a
recibir enseñanza como un castigo impuesto por sus progenitores a las travesuras de su infancia.
Sin elementos, sin ambiente para ejercerla, nuestra labor se marchita, y cuando el horizonte de u n a
mayor aspiración nos colma el alma de espejismos, llegamos a sentir insoportable e6ta vida cercad 1 de
hostilidad y perdida en la bruma de lo inútil; con este tormento se nos presenta el único remedio para
no sufrirlo: buscar una sustituta que por una parte de nuestro salario se haga cargo de la vacante, rcduciendo la profesión, a lo que su incapacidad y su trabajo cuotidiano le obligan. A cuidar de los alumnos,
con la misma disposición con que cuida sus cerdos o gallinas, aunque sin el celo que la diferencia de inte­
reses pone en su ánimo de buena administradora...*
Jacobo Casal-
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3 2
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C U E N T O
por el año 2500. Y a existían entre los hombres muchos ejemplares de acero, grite*. v
automáticos, de músculos metálicos y organismo mecánico, como predijo Marinetti o los sofló
Villiers de l‘Isle Adam. La mujer era una cosa más, que llenaba como una cufta, la falta dtl
obrero del taller o del subterráneo.
Enormes bombas desinfectantes absorbían en exactos intervalos de tiempo el aire viciado de la
ciudad.
Los burgueses se transportaban sobre la urbe en vagonetas especiales, que cabalgaban, fantasticaa,
en las ondas invisibles de poderosas corrientes eléctricas.
La sirena oficial despertaba al negro ejército laborioso por la mañana y le enviaba a encerrarse, para
la futura labor, a una justa hora de la noche.
El sueño, el Sol el pan, el aire, el alcohol, «1 azul se repartían equitativamente con el control de los
directores del pueblo: higienistas, financieros, sociólogos...
Los privilegiados, en convivencia con un gobierno,— que emanaba de ellos,— habían instituido el
servicio del trabajo obligatorio, y ya no se veían por las calles pulidas y relucientes y por las plazas de
mármol, fastuosas y deslumbrantes como jardines encantados,— a los simpáticos y astrosos vagabundos
ni a los dulces y bohemios gorriones...— Por ese entonces, en el piso cuarenta y tres de un enorme
casillero, donde se alojaban artesanos, nació un chiquillo que presentaba alarmantes síntomas morbosos.
El Consejo de Salud Social que había venido a inscribir al novel soldado, al nuevo guarismo
ciudadano, a quien correspondió el número 32.584,007, dictaminó que se le llevase a la Junta de Médicos
para someterle a examen.
Los sesudos hombres de ciencia, de voluminosas cabezas mondas, tras una prolija y laboriosa
observación, expidieron su fallo: aquel fenómeno era un ejemplo de ancestralismo, algo como un €salto
atrás» en la maravillosa evolución del hombre; probaba hipótesis científicas relegadas al olvido. Era
digno de atención aquel montoncito de materia rosada y fofa, que tenía dentro una cosa rara, una roja
viscera sensitiva, palpitante, ¡un corazón! Se pensó en extraerle el órgano, ridículo en tal época; pero,
previamente, quiso un sabio erudito, especializado en paleontología, dar una conferencia sobre el «homo
sentimentalis*, especie desaparecida compuesta de antepasados absurdos, altruistas y sentimentales, e
individuos ociosos que cantaban lamentables, el dolor, el misterio y los claros de luna!...
Se exhibieron en un anfiteatro de disección, traspasados por los rayos ultrapotentes de cincuenta
aparatos escrutadores
ra
Se resolvió conservar el curioso ejemplar, analizando el curso de su vida y sus probables complicadas
y desconocidas manifestaciones.
El 32 millones y pico, contra los pesimistas augurios, se desarrolló saludablemente, y resucitó, par*
asombro del mundo, un antiguo vocablo olvidado, sobre el cual había leyendas de sortilegio: afru?r. Se
iluminó con ese sentimiento; ¡amó y lo amó todo!
Sintió la dentellada feroz de la injusticia y
[uiso luchar contra ella. En su jardín interno el
mor se volvió y cantó y nació con alas, con una
palpitación de libertad virgen!
Aquello hubiera sido sorprendente si no
fuese disparatado.
Le encerraron en un manicomio. Logró eva­
dirse.., y en la sombra, en el fondo de los sub­
terráneos y sobre las mas altas torres, valido de
todos los recursos de la época, se dió a una pro­
paganda furiosa, desesperada.
Conquistó muchos adeptos, infinidad de pro­
sélitos, porque inventó un reactivo: el descon­
tento.
Proclamó la violencia; clamaba su verba:
€Existe otro vivir jyo lo anuncio, aquí dentro can­
ta una voz augural la belleza de una futura ciu­
dad de armonía y de amor! Es preciso destruir
esto! Nada se alzará sobre los cimientos de lodo.
*
No han de surgir los frutos de oro de las raíces
podridas! {Acción!» Y la multitud, afónica de en­
■ ’ ' ':í ’f
tusiasmo, ebria de un vino de desquite, clamaba
su trágica amenaza ¡matemosl ¡quememos! ¡des­
y ' '
■• • •
truyamos!
Todo se llevó en una perfecta reserva. El
hilo de las conspiraciones fué enredando, veladamente, los viejos organismos contemporáneos.
Los guarismos (que parecían volverse hombres)
obraban muda y eficazmente.
Un dia estalló la incontenible explosión ven­
gadora, empezó a retemblar la inmensa cosmópolis, como si un fabuloso movimiento seísmico
la extremeciera; se derrumbaban las iglesias, las
casas de banca, los cuarteles, las academias...
entre formidables detonaciones y estrepitar apo­
calíptico.
Los burgueses con sus familias volaron en
los aeroplanos; algunos, menos previsores, se
dejaron sorprender y murieron
Los químicos asalariados del Estado, y los
sefiores, hicieron nuevamente, de la ciencia, un
instrumento reaccionario: una sola descarga de
gases semi-asfixiantes inmovilizó al negro ejército
reivindicador.
Bajaron los com isaros, provistos de escafandras, como los buzos, a dominar el grisú de la rebeldía.
La vida— como quizá tantas veces,— fué más fuerte que el ideal. No pasaban muchos minutos cuando
la marea arrolladora se sometía con un hondo gruñido de rabia contenida.
Entonces, aquella enorme hidra enfurecida, quiso vengar en alguien su ira, su duro sufrir, su negra
esclavitud, y recordó al 32.584,007, maldito, que les había engañado, que les había deslumbrado con la
bella utopía. Su fobia tenía que saciarse con sangre.
Los guarismos máximos creyeron, filosóficamente, que aquella sería su mejor venganza. Y desde las
atalayas de sus observatorios asestaron sobre la plebeya tragedia los discos puros de sus gemelos.
E l ejército negro recorría las calles estremecidas a su clamor salvaje. Un olor de crimen y de calvario
les nimbaba ferozmente. Se preparaban al apóstol visionario bárbaro martirio: su carne alimentaría como
aceite diabólico los engranajes de las máquinas monstruosas.
La obscura multitud aullaba y se revolvía amenazante, pareciendo los mil anillos de una estupenda
boa enfurecida.
El 32.584,007, se sintió perdido; desde la ventana de su rascacielo les miró venir. Su madre lloraba!
(aiín restaban en la humanidad las benditas lágrimas de las madres!) El se lleno de un gran arrepenti­
miento y de un deseo imperioso de vengarse de su utopía, de su hermoso sueño fracasado.
Sintió estremecerse aquello que llevaba en su pecho rojo, palpitante, sensitivo! ¡el gran equivocado!...
Se lo arrancó altivamente y lo arrojó, como un pedruzco sanguinolento, a la muchedumbre aullante
que llegaba con el sordo rumor de sus vociferaciones bajo su ventana...
Tembló en el aire una roja parábola imaginaria entre el soñador y el pueblo!
¡Esta es la historia del último corazón!
J. Monüel Ballesteros.
E M IG R A N T E S
(D ibujo
db
Tito ).
Levántese el grabado
A l_
M A
R
G
E
N
Leo otro canto entuasiasta al primitivismo. V esta
namiento de la época, con un absurdo himno al re­
vez en unas páginas definidoras de anarquía. El gran
troceso. Con todas sus enormes simas el tránsito del
sofisma de Rousseau, inspirado por Diderot, sigue
siglo sigue al de otras diez y siete centurias y algún
haciendo estragos. Por el peligro que en este caso,
barro habrá quedado en el sendero. ¿Que con el pro­
como en todos los que la absurda teoria ostente fir­
greso de todo orden científico y artístico no corres­
mes caracteres de dogma, ofrece para sus fáciles ob­
ponde el del sistema moral indispensable para la vida
servadores. es conveniente y casi obligado componer
de relación? Primero analícense los fundamentos de
unos párrafos de repulsa que aun con su corto al­
la doctrina y véase si su incumplimiento es secuela de
cance, signifiquen una espontánea protesta para la
alardes de erudición o suprema o calculada ignoran­
feroz diatriba.
cia de sus exigencias. Todo antes de establecer pric -
Comencemos por afirmar que abominando de las
secreciones de esta civilización no puede ni plantearse
rEticamente que el estado mental caótico es congruo
con el de una perfección absoluta.
en serio el extraño predicado. ¿ Es que el afán de
La dislocación imaginativa, el declive y derrumba­
superarse re-ponde únicamente a una sórdida ambi­
miento de principios angustos, todo esto que se se­
ción de refinamiento material? ¿Y el vigor y forta­
ñala como tara de nuestra civilización, ¿qué es sino
leza físicos son de todo punto incompatibles con la
relieve de origen de nuevos órdenes, signo promete­
mayor caj ead dad moral en que inspirar nuestra mo­
dor de transformadoras energías, y magna expresión
vilidad? Claro que si el contraste se establece con los
de fuerza, de vigor? En el plano de equilibrio indi­
únicos ejemplos de Montaigne, pudiera acaso acce-
ferente a que se quiere someter nuestra actracción
derse a ello; j>ero hay que argumentar de modo más
sobran, desde luego, esas renovaciones vitales. Donde
amplio y desde luego sin asomo de brillantez para no
nada se ha perdido, nada puede buscarse tampoco.
indisponernos con el hábil y elegante panegirista.
C laro que tan extraña como la tesis del famoso
Aceptemos simplemente esos estados paradisíacos
Discours, es su apología por e tos predicadores de
que Rousseau situaba con esplendor escénico, ¡ oh ma­
un mundo mejor, que no ha de c earse ni por inter­
lograda predicción! en el Nuevo Continente. De la
sección divina, ni por espontánea generación, sino
grey sumisa ¿no saldría jamás algún deseo nonocorde
situando los nuevos gérmenes sobre los escombros de
de inquietud ni una sola mirada tanteando al infinito
lo va existente. Y seria curioso saber de qué modo
con inmensidad
sugerir el ansia
alcanzaríamos ese derrumbamiento con una parálisis
eterna de avance? Ello equivaldría a suponer que pue­
en nuestra evolución que ahogase todos sus impul­
de acatarse un mandato de castración anímica con
sos y afanes...
de misterio para
el mismo gesto de fatal asentimiento que se otorga
¿Xo será que se padece un vulgar extravio entre
a una ley física, de indiscutible observancia. ¿De qué
los ajenos conceptos de sublime e inefable: Mediten
rara composición formaríamos el espíritu de esas
los resueltos cruzados sobre esta fácil confusión y
maravillosas entelequias ?
entre tanto no sobraría una ojeada a la réplica de
El devaneo del filósofo ginebrino bien está para su
extraña posición en un huero concurso, pero no debe
trocarse el anatema contra el pretendido perfeccio­
Gautier, que aun menguada y timorata, sirve de pri­
mera v conveniente posada en el erróneo camino.
j acubü C a s a l .
11
■
Monticl Ballesteros, que admite
los versos serios, trascendentales
v correctamente medidos, opina
sobre los 36 poemas de Julio
J. Casal.
Con Ir* versos nuevos sucede lo <!« con t e refina­
mientos decorativos en casa de un h-mbre ««mi-lá­
baro, y hasta con los utensilios de t e menesteres do­
mésticos. Para el analfabeto en cultura (cultura no
es erudición), en educación, en e-icritu. son un engo­
El hnmbn prodigio jugaba sorprendentemente con
sus pelotas de goma, con sus siete sombreros y sus
rro el baño, las servilletas, los
—; Y qué me dice usted de
vertiginosos vuelos a sus amaestrados elementos y el
El
lie aqui que de pronto el pruebista, uo conforme
para el pos-
tre v el cepillo de los dientes.
cuchillos ñ!<isos. Malaljurista asombroso hacia girar en
“ respetable" se divertía y aplaudia.
cu ch illos
guardia civil no admitirá
manjares ;...
cocido
sino
y
asado
y
l>asta.sciutn!
Hombre de las cavernas!
con sus suertes, ensaya otras, y las digestiones del
* * *
público se alteran; aquello de:
—Ahora la mujer los descubre; ahora el hombre
la asesina; ahora la policía, etc., con que los inteli­
56 poemas son una fii
sutil >•'«irisa civilizada.
gentes se adelantan al drama en el cinematógrafo,
Cosa de buen gusto, re
y aristocrática.
fracasaba, y cuando después de un domesticado “ Co­
Postres. Licores. Sorbete
razón" se esperaba una lógica “ Pasión", el poeta sale
Necesitan paladares, no t
hablando de la raiz cuadrada, porque la Vida es com­
No ijon “ Marcha de San I
pleja, paradojal, y él ahora la comprende de una ma­
ra, mi bandera, mi banderaaa
igo?.
•>” ni “ Mi bande­
Son Música, color, madrigal.
nera diversa.
—Y existe quién niega ese derecho?...
—Si. Yo he visto a un guardia civil de las letras
intentar llevarse presos, atados codo con codo, a es­
le
risa entre sabia e irónica.
La sonrisa es la espuma deí champan de la civili­
zación.
tos 56 Poemas que de vez en vez no quieren marcar
♦ * *
el paso y al andar hacen piruetas y se ríen demasia­
do fuerte.
Comprendo: el pobre guardia civil, con la cuestión
del sistema métrico decimal, y no poseyendo él más
Si al guardia civil no le agradan o no sabe lo que
son los helados, no ordene:
que un metro, quiere resolver horizontalmente todas
—No se deben hacer más helados.
las dimensiones y, es lógico, mide, pesa, calcula y re­
No, señor.
duce a una unidad el oro, el color, el ritmo y la me­
Que los guarde para su prole que tal vez los guste,
y para llevárselos no se los meta dentro de la faja,
dida de los versos!
como el baturro del cuento!
* * *
M o xtjzl
B .u x e s t e r o s .
EMIGRANTES
al muelle, sobre unos viejos sacos, aguardan los emigrantes. En vano ha dicho
la voz amiga que en todas partes se sufre. América flota en torno de ellos como una
visión de leyenda... No se concibe morir sin ver las tierras desde niños soñadas. Cifran
su ideaTen realizar el verso de Rimbaud «Irse, no importadonde».
Vivir junto al hogar, frente al pedazo de campo, al abrigo de las montañas natales, es una
cobardía. Solo los enfermos se suicidan respirando el aire de sus aldeas; los brazos fuertes,
resultan débiles en el país del Sol. La inquietud de lo que no se conoce vibra en sus almas.
Muchos saben que a veces entre las auroras americanas se esconden sombras, mas ¿que importa?
La cuestión es marchar, aunque el retorno sea problemático y triste. Estoicos, indiferentes al
peligro. Aman lo inseguro.
El dolor no los arredra. Es cierto que temen la vida, pero también desprecian la muerte.
Envueltos en sus capas, unos serios, otros risueños se entretienen jugando con canciones. El
canto que lo alegra todo, tiene el don de aturdir y hacer olvidar, ocultando los recuerdos
angustiosos, entre el ruido de las olas. Nos transporta al lugar anhelado. En el silencio las
horas pasan más lentamente.
La soledad permite darnos cuenta de nuestro estado, de la amargura qne existe en toda
partida. Por eso no se piensa. Se vislumbra en esos momentos de espera la realización de un
ensueño. Los que se van rien, los que se quedan lloran. La pena de ambos es igual, sin embargo
el ánimo es distinto. Los emigrantes deben embarcarse con los ojos secos. Una niña sollozaba
abrazada a su padre, que la reñía: «no llores porque los médicos te revisarán la vista» La ley
no admite lágrimas, ni le interesa su origen. Hay que embarcase sano y alegre. El porvenir
puede depender de una sonrisa. Un emigrante que había leído «El hombre que rie», me
recordaba irónicamente aquellas páginas: «reia su cara insólita que la casualidad, o una
industria extrañamente especial le había compuesto. Reía sola. Es cierto que el exterior no
dependía del interior. Aquella risa que él no había puesto en su frente, ni en sus mejillas, ni en
sus cejas, ni en su boca, él no podía quitar de allí. Se le había quedado para siempre en la
cara. Una admiración que hubiera experimentado no habría hecho más que acrecer aquella
hilaridad de los músculos; si hubiera llorado, habría reido»—quien pudiera —decía el que
soñaba con América—desprenderme de esta enfermedad que llevo en los ojos y poder tener la
cara jovial del maravilloso y fantástico Quynplaine!
Europa, gritan todos, está insoportable, aquellos países están más en consonancia con
nuestras aptitudes para el trabajo y hay una perspectiva bien halagadora, en los datos que
adornan las guías que se relacionan con los salarios de las clases obreras. Y luego, allí no hay
reyes, se tiene admiración
por las repúblicas, aunque
estas son, algunas veces,
menos libres que los rei­
nos. Todos desean irse y
hacen bien ¿Que los medios
de subsistencia son los
mismos en todos lados? Se
V. • •**v~habrán conocido otros ma­
res, costumbres diferentes,
personalidades nuevas y
se llegará a saber por ex­
periencia propia, que bajo
distintos cielos se desarro­
SgR3. ./ .
lla la eterna comedia hu­
mana con sus encantos y
sus injusticias.
I l i 'g •
¿«Ski?
Regresando a la ciu­
i
H«MB .
dad, pensé una vez más en
los que se quedan, viendo
una pobre madre, sentada
sobre una roca, con la ma­
no puesta sobre los ojos,
a fin de ver mejor el b ar­
co que se perdía como un
ala, allá lejos, entre la va­
ga línea del horizonte.
ente
/ 7- C.
d
o
n
e
s
d
(APÓLOGO
Sucedió— no hace mucho tiem­
po de esto— que un dios oriental,
salido del maravilloso huevo hrshwiáulco, más brillante que mil
soles, reencarnó bajo la dora a
piel de una naranja m andarina,
se dejó empaquetar, mezclada con
otras vulgares naranjas, de prosa­
pia exclusivamente betónica, en
una caja de problem ática solide»,
y embarcada a bordo de en tr.is
atlántico d«' tres chimeneas con
destino a Inglaterra, vino a dar,
no con sus huesos, sino con sus
pepites Acidas, su pulpa azuca­
rad* y su piel escabrosa e im ­
pregnada de aceite esencial, en la
aljofarada arena de una playa
gallega.
Al ser arrebatada por un golpe
de m ar la caja en que viajaba el
dios kabirico, el ciclo se estrem e­
ció de gozo, y del fondo del océa­
no bruto un grito de aleluya, en
tanto que la playa reverberaba
bajo la canción del sol m atinal al
tenderse sumisa bajo la planta
divina de la Potencia oriental,
vuelta a su prístina forma de dios
andariego y transm igrante.
Con paso majestuoso avanzó la
divina aparición, cruzando con
rápido adem ás la m aravillosa al­
catifa que se extiende sobre los
jngosos esteros de la M anfla. Y
deam bulando uin rum bo, entre
olorosos juncales y cencidos plan­
tíos de orondas coles y maizales
en flor, la celeste aparición, ro­
deada de luminoso balo, topó con
un hom bre que, sobrecogido de
espanto, so apresuró a ocultarse
entre la fronda palustre.
— Hijo— exclamó el dio», le­
vantándolo y acariciándole eon
su m irada de infinita com placen­
c i a ; - n o »e dirá que un hom bre
baya podido contemplarme sin
provecho. Te baró un don, según
tu deseo, como lo pida tu fanta­
sía; hazme un ruego y prométeme
reservur para ti el beneficio que
te conceda. El hom bre se llam aba
Ju a n . Aceptó, prometió, y tím ida­
mente expuso su deseo de que el
dios le obsequiase con un billete
de cien pesetas. E l dios revolvió
en la faltriquera, sacó uu fajo de
billetes que llevaba a guisa de
viático, y dió uno al peticionario.
Ju an , loco de alegría, arrebató el
billete y corrió a llevárselo a su
m ujer. En el camino encontró a
su compadre Blas, el cual, advirtiendo el jú bilo que resplandecía
en el rostro de J u a n , le preguntó
que le ocurría.
— Tengo veinte duros, regalo
de un alm a del otro m undo.
B las examinó el billete, y cuan­
do hubo com probado su autenti­
cidad, sentenció:
— Puesto que te costó tan poco
el ganarlo, tú serás tan bueno que
me los prestes. Maflana tengo que
ir a la feria, y al otro día te de­
devolveré ese dinero.
J u a n aguardó el otro día, y el
otro y el otro, que no llegó nun­
ca. D esconsolado se fué al ju n cal
i
v
i
n
o
s
INDIOJ
eon ánim o de tirarse al agua. A.
poco apareció el dios.
—¿Qué has hecho del dinero,
íotnbre?
— Xto he prestado y no m e lo
jan devuelto. Q uisiera otra cosa
}Ue solo me aprovechase a mí.
El dios, siem pre com placiente,
¿otó un libro que llev ab a debajo
brazo y se lo dió a J u a n ,
)uiéu, satisfecho como un coleí'rnl con un prem io de aplicación,
echó a correr h acía su casa.
J u n to a la pu erta halló a su
vecino Benito, el m aestro del lugar. '
— ¿Qué llevas ahí?
— Un libro que acab a de regaun santo que anda de m i­
sión.
— ¿A ver qué libro? Vam os,
hom bre, ¡si a ti te e sto rb a lo ne*
g ro !
Y diciendo y haciendo se*quedó con el libro.
J u a n , m ohíno y cabizbajo, v o l­
vió sobre sus pasos y buscó al
P rotector, que se disponía a re ­
e n c arn a r en otro producto de ex*
portación hortícola.
— Señor— gimió J u a n , hipando
de emoción;— tú me has dado di­
nero, lo he prestado y no me lo
han devuelto; me has dado un
libro, y me lo dejó quitar. Dam e
una cosa que yo esté com pleta­
m ente seguro de q»e h a de ser
p a ra mi solo y que nadie podrá
a rreb atarm e.
E ntonces B ra h m a — porque en
realid ad era el mismo que viste y
c a lz a — le dijo con p u ro hum oris­
m o indostánico:
— Te di dinero p a ra que ap re n ­
dieras a ser rico, y no supiste
guardarlo; te di u libro p a ra que
fueras sabio, y sigues tan necio
como antes. A unque vengo de
ju n to al Him&laya, no me place
h acer el indio. Voy a satisfacer
definitivam ente tu gusto y a reg a­
larte algo que nadie podrá qui­
tarte ja m á s y que, ai lo das a tu
vez, puedes estar seguro de que
h a b rá n de devolvértele.
Y haciéndose un poco a trá s,
recogido el divino m anteo, alzó el
brazo y descargó dos soberanas
bofetadas en las orondas m ejillas
del sim plicisim o Ju a n .
— Tom a, hijo m ío, tom a ese
regalo que te hago con m uchísim o
gusto p a ra que aprendas a h a c er­
lo a tu vez a quien quieras; pue­
des e s ta r seguro de que nc te las
q u ita rán jam á s y en un favor que,
cuando lo p restes, te lo devolverán
en el acto.
Y dicho y hecho, B rahm a Be
in tro d u jo en la cáscara de u n a
cebolla, m ientras J u a n se frotaba
los ojos bajo la im presión lac ri­
m ógena del divino arom a del b u l­
bo sim bólico y la o riental c aricia
de cuello vuelto.
J. 6 . Acuña.
EL CRIADERO DE LOS SUEÑOS
A BIANCA VALORIS
K p-^^E C O R D A IS el cuadro «Oyendo a Beethoven», lanzado al ancho río de la vulgaridad por
B lilp y i *a cromotipia? ¿Tenéis en la memoria aquel interior, sahumado de romanticismo, de
mísfica gravedad, de crepuscular sortilegio? Pues bien: aquel es un nido de la emoción,
\ú**?^M * un tabernáculo donde laten las sensaciones más limpias de la vida, una tácita fragua
de ideales.
La música reparte alas a los ápteros galeotes y desencadena los amargos Prometeos ama­
rrados al peñasco de la desventura. Es una grúa para corazones.
Si bien se mira, Dios echó a nuestros primeros padres del sibarítico jardín natal por no
consentir una descarada vulneración de su ley. Y Adán se encaró con el Dolor y barnizó su
frente con el sudor del esfuerzo expiatorio; pero Dios,—misericordia sin fondo y sin orillas —
endulzó la condena prístina creando un báculo florido para el cuerpo cansado, una fontana de
miel para el corazón reseco, un alcázar de astros para el alma tundida y jadeante. Y nació la
Música, eso que molestaba a Napoleón porque, sabedor de su sugestión sobre las fieras,la temía
personalmente. El refrán tocaba al corso de cerca.
Los grandes pintores del Renacimiento italiano apostaban tras los tapices del taller legiones
de músicos exquisitos. Así las mujeres de aquella época nos brindan desde el lienzo miradas y
sonrisas inmortales, psicologías incorruptas en la abreviatura del gesto.
Y ningún arte tiene la gigantesca elocuencia, esa sugestión total de la música. La novena
sinfonía, hace enana a la voz de C icerónTodo en la creación tiene su signo, su embajador, su culminación musical. La mañana es la
alondra y el ruiseñor es la noche. La tempestad es estruendo de olas y mugidos del viento. El
sol, es la cigarra. La guerra, es el clarín. La alegría duerme en una pandera y espera en un cas­
cabel. La muerte, es la campana. Grecia, es la lira. España alienta en el ardor y en la tristeza de
la guitarra. La flauta de siete cañas, es el paganismo. El órgano, es Dios.
Desde la peña monda donde el caramillo pastoril suena, alegrando en Arcadia la aurora
del mmndo, baja la música a las cámaras de mármol de las ciudades. Motejan al Greco de vo­
luptuoso los inquisitoriales sabuesos de Toledo, porque tañen instrumentos en su morada, ínte­
rin el pintor de Creta yanta o cena. Se refugia en aquel cuarto humilde donde Beethoven el divi­
no colgó su corazó.n en un claro de luna. Va en las góndolas de Venecia y en la barca de Cleopatra, ayuda a Don Juan y vende a Melibea.
Duerme en el arpa becqueriana que ocupa el ángulo obscuro del salón.
Es filtro de pecado en el trovador y rampa que conduce a lo alto en el monje.
Fué a las trincheras como supremo bálsamo a dejar sobre el cieno una claridad de resig­
nación.
Y como es la emperatriz de las artes bellas, esta edad comprensiva y refinada comenzó a
instalarla en suntuosos alojamientos, y 'desde el «home» inglés hasta el castillo que se mira en
el Rhín como un provecto Narciso de granito, desde ej palacio de la Quinta Avenida hasta la
«torre» catalana, no hay ya gran casa que no dedique a trono de la música una estancia magní­
fica, digna de su jerarquía y de su delicadeza.
.
En un ángulo—lleno de luz y antítesis del helado y taciturno rincón de la Rima—el piano
de cola mantiene en cautividad la divina regalía.
El sembrador de éxtasis y de estremecimientos, reposa. La victoria de Samotracía yergut.
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abricos líricos, estas capilla}
« s s s a s r u » » * . *
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de melodías, de cisterna del pensamiento.
estéticos. En sus divanes se derrumban Ioj j
Algo litúrgico flota en el aire de estos
^ o S Con sensibilidad, los aristócratas q u e j
tíranos del oro, los ricos con inteligencia, los
1 ^es.
conservan el tinte de selección en sus ” ery*°?>
s cavjiaciones, adormece sus codicias, espar
Allí el hechizo intenso de la música k s 1
.
da a sus espíritus calcinados la tibia
ce sus pesimismos, iza como»bandera;s lo
fa c 0 ¿ paSiva hembra bíblica, enjuga después
sensación de un baño aromático. La música, c o m o ía conip
con sus líricos cabellos los piesk^olondos e
cn un miSterioso y deslumbrador harén.
No es extraño que se la !,loJ c1co
francés René Arcos, «surgen graves las almas con su
silentíod” ol-“
« d a ¿ o í ^ d S hace de su árido « p l r i m u ^ r o ^ a n í e y umbrío oasis .de
S“ Csíqu?reC¡sdta°sIrfcon' « ’acHtad ™ refiMmientofla ciarm e, el señorío de fondo de una casa,
id a v e r lfs á la d e mús ’ca Es la piedra de toque de la c ie g a n » contemporánea. Es la nueva
C° r°Como queheT efsSiüoqd S ,deSel hombre se siente mejor... acaso porque alli las zarpas se cubrtn de b ^ a p l u m a y se truecan en alas y porque el corazón se carga de Ir,fumo.
Ramón
L I B E O S
TernándeMato.
W T J E V O S
L a A m ad a Inm óvil. Amado Ñ ervo.
Una gran cantidad de las poesías que aparecen en este tomo de las obras completas de
Amado Ñervo, tienen el carácter de inéditas.
Y por esto, no por hacer un juicio crítico del autor, le dedicamos estas lineas.
Desde luego resplandece en todas las páginas una intimidad acongojante, un dolor sincero
que engarzado en rimas que son cuentas de obsidiana constituye el collar que el poeta ofren da
a su^muerta.^
por veccs alcanza en otras toda la estridencia de un desvarío y en
algunas composiciones el amante en la noche de su desolación, suplica reiteradamente a la
muerte que lo conduzca a través de la Estigia, a los lugares donde indefectiblemente le aguarda
su amada con los brazos abiertos y los labios con fiebre de besos.
Pobre Nervol Preveía a caso su pronta reunión con la desaparecida y ya salvados los
vórtices, los abismos, las cimas y los cataclismos que los distanciaban, gozará perdurablemente
de esa fusión mística y espiritual tan soñada...
D*o Ermo. N oriega Varela.
4k
•
Desde la sombra, fresca y gris de su montaña, el rudo forjador de ensueños, nos emociona
con esa humilde y orgullosa música de sus canciones. Noriega Varela ha hecho de su corazón
un santuario, a cayo cáliz rebosante de sentidas estrofas, él va con mano trémula a recogerlas
para brindarlas como hostias de ensueño, a los que ávidos de verdad se acercan a su arte para
recibir la divina y espiritual comunión...
Así es el libro del pensador orensano... Zarza trepadora... Brizna de hierba... Brizna de
hierba que (según el ángel turbulento y sensual) no es inferior a la jornada de los astros...
MI B áculo. Juan Mario Magallanes.
De las hojas mustias que alfombran los caminos desiertos, el poeta arranca una nota sabia
en tristeza, y de los rosales que decoran los jardines de estío, nos envía el más tierno y
fragante aroma de alegría.
Este lírico, a pesar de su juventud, no sufre reminiscencias extranjeras, y hace brotar de
su cristal, nuevas y sentidas modulaciones, y giros intensamente claros y melodiosos.
Sobre la s Cumbres. E mma C alderón
y de
G álvez.
Por el reloj de nuestro ocio, las horas literarias de este libro, se han deslizado de prisa,
como todo lo bello, dejando un fragante reguero de claridad. Más de una vez, nos habíamos
acercado a la fuente lírica de la poetisa, cuyo elogio, para ser justo, tendríamos que matizarlo
con una diafana procesión de adjetivos sonoros.
,
«Sobre las cumbres», reclama para la incomparable soñadora, uno de los mejores sitios de
la literatura contemporánea, en ese díficil embrión de novela—tan superior a la novela—que es
rtbrarim vs ?» fíJíal?-’, d e l u d i é n d o s e del ropaje impuesto por el verse, agita con cálidas
vibraciones, la fantástica seda de una prosa musical y limpia.
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.a iglesia más antigua de Galicia
Santa Comba de Bande
Casi escondida en lo más apartado de Ga­
licia, allá muy cerca de las altas montañas que
cierran el horizonte en los límites con Portugal,
pero en el centro casi del antiguo convento
jurídico de Braga, que constituyó por largos
siglos parte consustancial del pueblo galaico,
hállase emplazado este humilde pero singula­
rísimo monumento en medio de recuerdos im­
borrables de nuestro pasado al que está ínti­
mamente ligado, y no muy lejos de las intere­
santes ruinas y vestigios de la época romana
que recuerdan la importancia que por enton­
ces tuvo esta parte tan poética y hermosa de
las márgenes del Limia.
Como casa monástica y, al parecer, de he­
rederos la erigieron aquellos tiempos en que la monarquía visigótica empezaba a desmoronarse,
allá por los últimos años de la séptima centuria, y restaurada más tarde por uno de los perso­
najes más ilustres de Galicia, adquiere una importancia extraordinaria cuando acosados por la
invasión de los árabes unos cristianos fugitivos la escogen, por solitaria, para escondido sepiilcro del cuerpo del obispo de Guádix San Torcuito, en la segunda mitad del siglo VIII: a tan
lejanas fechas alcanzan los documentos y responde, eu absoluto, el edificio.
La piedad de las gentes, haciendo de esta humilde y apartada iglesia punto obligado de
constantes peregrinaciones y visitas, movió de tal manera la ambición de los poderosos de
Galicia que nobles y prelados se disputaron durante los años del siglo X la posesión de este
monumento que no pudieron arrancar de manos de sus legítimos herederos, porque en demanda
de justicia, que lograron, acudieron ante Ordoño II en el Concilio de Lugo y Ramiro II en el de
León.
Donada, por fin y para término de disputas, al monasterio de Celanova en los últimos años
de la décima centuria y trasladado a sus naves el cuerpo santo que tanta fama le diera quedó
este curioso monumento abandonado, casi, a la humildad de su ropaje, adquiriendo para el Arte
la importancia que para la Religión perdiera.
La tradición de su antigua reliquia y el sarcófago de mármol que largos años la contuvo,
arrinconado en una de las naves del crucero, han conservado por fortuna este edificio, del que
sólo se ha perdido la fachada, constituí e s e s
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"""interesantes de España,
tanto que, dentro de su estilo bien ciar.
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frece
su trazado y armónica disposición.
Su planta de cruz griega, las bóvedas de can»H ¡¡
del crucero, la celosía de piedra que tamiza al fondo del ábside ia
de herradura de las naves y de ingreso al reducido pero curioso p ré sb ita
mas clásicas degeneradas y cuantos elementos constituyen la estructura arquitectónica de es.
te monumento permiten clasificarlo, sin duda
alguna, como uno de los ejemplares más inte­
resantes y curiosos del estilo visigótico de tra ­
dición bizantina, tan propio de los siglos VII al
IX ; y estando en esto de perfecto acuerdo el
dato histórico, que repetidamente nos habla de
este templo en tan lejanas centuria» con la a r­
quitectura del edificio, en muchas cosas tan
similar a los mouumentos que de este estilo se
conservan en el resto de España, puede afir­
marse con toda seguridad que Santa Comba
de Bande es la iglesia más antigua de Galicia.
Angel del Castillo.
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Redacción y Administración: Real, 49
Dirección de V I D A , respondiendo a sus fines de divulgación y perfecciona
miento artístico y literario, acogerá libremente cualquier trabajo de colaboración
que responda a un criterio sano y elevado.
Los originales no admitidos, se inutilizarán, sin sostener sobre ellos
correspondencia alguna.
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