Mariposas y sus biotopos - LEPIDOTERA IV

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MARIPOSAS Y SUS BIOTOPOS.
Reserva Natural El Regajal-Mar de Ontígola
Evolución de los Ropalóceros y sus plantas nutricias
Ningún grupo zoológico tiene tantos miembros como la clase de los insectos
al que las mariposas, denominadas científicamente Lepidópteros, pertenecen.
El gran éxito obtenido por estos fascinantes seres vivos se debe, en parte, a su
tremenda adaptabilidad y enorme variación de estilos de vida. Si a esto le añadimos la facultad y capacidad de volar, que poseen la inmensa mayoría de ellos, no
es de extrañar que, los insectos, colonicen y vivan en la mayoría de los hábitats
presentes en el planeta, incluidos aquellos lugares más recónditos y con las condiciones climáticas más desfavorables que existen en la Tierra. Todo ello les ha
permitido aumentar, de manera inusitada, sus posibilidades de supervivencia, al
haber logrado conquistar el aire, un medio que les ha proporcionado la capacidad
de buscar alimento por amplias zonas y, a la vez, aumentar las posibilidades de
huida ante el acecho de sus depredadores.
Con toda probabilidad, el gran aumento y variedad de plantas Fanerógamas, aquellos vegetales que tienen sus órganos reproductores visibles, que
existió durante el Cretácico, representa la culminación evolutiva en el Reino
Vegetal. Este hecho contribuyó al enorme éxito de los insectos y entre ellos el
de los Ropalóceros. La mayoría de las Fanerógamas dependen de los insectos
para su polinización.
Las plantas Angiospermas son vegetales que tienen las semillas encerradas
en un ovario y que al desarrollarse se convierte en fruto. Sus flores consisten
en una serie de hojas modificadas que forman una envoltura, la mayoría de las
veces muy vistosa por sus atractivas coloraciones, y con clara tendencia a que
la fecundación se realice entre flores de plantas distintas para aumentar así el
intercambio de material genético.
En contraposición a las anteriores, las plantas Gimnospermas, vegetales que
tienen las semillas desnudas o al descubierto, dependen del aire y el viento como
medio de transporte del polen. Este hecho ha llevado a estas plantas a ser grandes
fábricas superproductoras de microscópicos gránulos dorados, como consecuencia
adaptativa de la poca probabilidad que posee cada grano de polen de llegar a una
flor femenina de la misma especie. Estas plantas están representadas en su mayor
parte por las coníferas como pinos, abetos, alerces y tejos entre otros.
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Hojas y soros de algunas especies de helechos.
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Los granos de polen de las Angiospermas entomófilas suelen tener forma
esférica, y poseen la propiedad de pegarse a las patas de los insectos mediante
sustancias de naturaleza aceitosa. Gracias a la asociación con los insectos estas
plantas han llegado con mucho éxito a nuestros días, aunque obviamente esta
transcendental ayuda no les salió gratis. A cambio, las plantas tuvieron que soportar que los insectos pusieran sus huevos sobre ellas para que se alimentasen
sus descendencias y generaciones futuras en modo de orugas, larvas y ninfas.
Flor de Passiflora sp.
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Las plantas con flores han tenido que adaptarse para evolucionar conjuntamente con sus polinizadores (coevolución). Así, mientras las mariposas,
escarabajos, moscas, avispas y abejas, en su etapa adulta, se dedican a polinizar
las flores de las plantas, atraídos por el nutritivo polen o por el delicioso néctar,
estas mismas plantas deben producir follaje en exceso para poder realizar la
fotosíntesis y a la vez alimentar a las orugas y a los individuos en estado larvario
de, entre otros, las mismas especies de insectos que son sus polinizadores. Así se
explica que estas plantas repongan tan velozmente las partes y hojas dañadas,
lo que no ocurre con las plantas inferiores.
Los primeros insectos que se asociaron con las plantas con flores fueron
aquellos que se alimentaban de polen. La fabricación en abundancia de esta
sustancia supone un gasto importante de energía, por lo que muchas especies
de vegetales desarrollaron un sistema mucho más económico y versátil, como
fue la aparición de un líquido azucarado: el néctar. Debemos pensar que la
sofisticada estructura de las flores con néctar tiene como principal objetivo
asegurar una polinización óptima y segura, con los medios más económicos a su
alcance. Las variaciones fortuitas de los caracteres tienen valor en el individuo
sólo si permiten sobrevivir mejor. Inmediatamente los insectos, y sobre todo
los Lepidópteros, evolucionaron y desarrollaron órganos bucales especiales con
los que captar este nutritivo y dulce alimento. En el caso de las mariposas, la
probóscide o espiritrompa, fue la respuesta a la aparición del néctar. Con éste
órgano bucal en forma de largo, extensible y hueco tubo, las mariposas podían
Esfinge colibrí (Macroglossum stellatarum) libando néctar en pleno vuelo sobre Dittrichia viscosa.
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alcanzar los nectarios succionando y chupando el delicioso líquido almibarado.
Una vez saciado su apetito las mariposas recogen su probóscide arrollándola en
espiral a modo de trompa.
Se calcula que alrededor del 25% de las plantas con flores son polinizadas
por la acción de los Lepidópteros. Por ello son indispensables e imprescindibles
para el equilibrio de la cadena biológica, no sólo por constituir uno de los grupos
más numerosos y de mayor éxito en la escala zoológica, sino que, además, son
la dieta básica de múltiples vertebrados entre los que destacan muchos reptiles,
aves y micromamíferos que se alimentan de orugas, crisálidas e imagos. Por
consiguiente la desaparición de las mariposas supondría la ruptura del ciclo
reproductor de numerosas plantas con flores y una disminución considerable o
incluso la desaparición de la fauna superior.
Para atraer a los insectos, las flores han desarrollado “ingeniosas” estructuras
como plataformas de aterrizaje, señales de néctar, y matices cromáticos sutiles e
indetectables para el ojo humano. Los pétalos de las flores se llenaron de diseños
y colores llamativos para atraer y guiar a los insectos hasta el néctar. Pero la mayoría de estos diseños sólo son visibles a través de la luz ultravioleta (una parte
del espectro luminoso en la que funciona la visión de los insectos). Las flores que
no dependen de una asociación con animales para polinizarse no tienen color;
tampoco néctar ni aroma, ya que no les son de utilidad (caso de las Gramíneas).
Sin embargo, al contrario que estas últimas, los mecanismos de polinización de
las plantas con flores vistosas, están sorprendentemente evolucionados hasta el
punto de que, las flores de muchas Orquídeas, por ejemplo, producen néctar con
la única intención de atraer tan sólo a unos determinados y exclusivos insectos,
de los que dependen para llevarse a cabo la polinización.
La invitación realizada por estas plantas a sus comensales sirve para que
el polen de las anteras se adhiera a la cabeza de sus visitantes y luego pueda
ser depositado, por ellos mismos, en la superficie estigmática de otra flor. Los
agentes vivos polinizadores de las Orquídeas son muy variados y dependen de
la especie que se trate. Aunque la inmensa mayoría de sus flores son polinizadas
por insectos también las aves, murciélagos e incluso ranas pueden realizar este
trabajo. Todas estas adaptaciones, surgidas como resultado tras la coevolución
con los polinizadores, sólo explican el éxito en la producción de semillas, que
suelen producirse en gran número (existen frutos que pueden albergar hasta un
millón de diminutas semillas), pero no así la escasa biomasa de las Orquídeas en
los ecosistemas de las regiones templadas. Este comportamiento posiblemente
haya conducido a esta familia a tener un colosal y fabuloso éxito biológico y
ecológico; llega a ser la segunda en número de componentes (aproximadamente
unos 750 géneros que engloban unas 25.000 especies) superando así a familias tan
emblemáticas como las gramíneas (Graminae), labiadas (Labiatae) y leguminosas
(Leguminosae), aparentemente mucho más numerosas, pero sólo aparentemente.
La única familia que supera a las especies de Orquídeas en número son las Com65
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Diferentes flores de orquídeas presentes en el Parque Regional del Sureste, y algunas de ellas también en la Reserva Natura El Regajal-Mar de Ontígola.
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puestas (Compositae) con unas treinta mil especies censadas en todo el mundo.
Sin embargo, se ha de destacar la escasa representación de las Orquidáceas en la
flora de Europa, donde sólo se reconocen 35 géneros y algo más de un centenar
de especies, de las que casi la mitad se reparten entre los géneros Orchis y Ophrys.
En la Reserva Natural se presentan dos especies de orquídeas pertenecientes a
un único género (Ophrys). Estas especies, no demasiado abundantes, son Ophrys
speculum y Ophrys sphegodes, capaces de imitar la forma de las hembras de algunos himenópteros con su labelo e incluso producen feromonas miméticas que, a
modo de seductoras fragancias, acrecientan la invitación a la cúpula con la flor.
Otro ejemplo gráfico se da en las flores con forma de campanilla o trompeta, que
suelen ser polinizadas por ciertas especies de mariposas con largas probóscides,
inaccesibles pora otros insectos.
Pero la evolución de los Ropalóceros a lo largo de su historia en la Tierra,
como la de muchos Artrópodos, ha conseguido unas estructuras anatómicas muy
definidas, que apenas han cambiado a lo largo de millones de años:
•
•
•
Al contrario de los vertebrados, poseen un esqueleto externo (exoesqueleto), que protege los órganos internos.
Tienen el cuerpo funcionalmente dividido en segmentos.
Sobre estos segmentos se disponen apéndices articulados como las
antenas y patas igualmente segmentados.
El exoesqueleto está formado por una cutícula quitinizada (sustancia
químicamente parecida a la celulosa de las plantas), que dispensa propiedades
mecánicas de rigidez y, a la vez, de flexibilidad. La dureza protectora se adquiere al concentrar quitina en cada segmento, mientras que en las uniones entre
segmentos la cutícula es mucho más delgada y flexible, lo que les proporciona
movimiento y distensión. Pero existe un gran inconveniente, el exoesqueleto no
puede crecer. De esta manera una mariposa adulta o imago no crece en toda su
vida, sino que han tenido que adaptar su ciclo biológico a diferentes estadios, así
en su estado larvario las orugas cambian de cuatro a seis veces de muda, y en el
interior de un estuche semirígido, la crisálida, se produce la metamorfosis.
Los Ropalóceros tienen ojos compuestos y visión hemisférica que cubre un
ángulo de visión de 180˚, lo que permite ver a las mariposas en casi todas las
direcciones del espacio y captar movimientos desde todos los ángulos posibles.
Su visión del color es completa y excelente, ya que son capaces de captar desde
el rojo hasta el ultravioleta. Se sabe que los machos de Hipparchia semele tienen
determinadas preferencias en cuanto el color de las flores artificiales que se le
ofrecen y, durante el cortejo, prefieren a las hembras con tonalidades más oscuras.
El caso contrario lo encontramos en las hembras de Pieris rapae, capaces de atraer
a los machos por la emisión de una franja del espectro del color ultravioleta que
emana del reverso de sus alas.
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Papilio cresphontes. Ropalocero tropical originario de México.
Pero los Rapolóceros también han evolucionado conjuntamente con sus
plantas nutricias, lo que se conoce con el nombre de “coevolución”. Para IGLESIAS
(1996), el proceso por el cual evolucionan las relaciones entre especies puede
generar un proceso de cambio evolutivo recíproco. En un determinado proceso
ecológico, las especies interactúan entre sí fundamentalmente en relación a
aquellos rasgos que les suponen mayor ventaja adaptativa. Sólo cuando esa
interacción adquiere un nivel evolutivo podemos hablar de coevolución. Existe
coevolución cuando un determinado carácter de una especie evoluciona en respuesta a otro carácter de otra especie. Se trata de un concepto de gran utilidad,
pues alude a la evolución recíproca entre especies distintas: coevolución es la
evolución interdependiente de especies que interactúan ecológicamente. Las interacciones pueden ser antagonísticas (consumidor-recurso) o bien cooperativas
(mutualismo), como las relaciones entre Ropalóceros y hormigas. Las variaciones
que se producen en ciertas especies generan respuestas adaptativas en el resto
y viceversa, pues cada una de esas especies es un componente importante en el
medio ambiente en el que se desarrollan las demás.
Hablar de coevolución implica la producción de toda serie de variaciones
genéticas que van a ser transmitidas de generación en generación: la coevolución
genera una variación heredable en los caracteres de las especies que interac68
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cionan. Ciertos cambios en las poblaciones de organismos son el resultado de
cambios en las propiedades genéticas de los componentes de una población
como consecuencia de los procesos coevolutivos (THOMPSON et al., 1990; VIA,
1990). Los sistemas planta-patógeno, tales como hongos en cultivos, proporcionan modelos genéticos de este tipo: los genes que incrementan la virulencia
del hongo seleccionan genes para la resistencia en las plantas, conduciendo a
un ciclo continúo de cambio evolutivo.
El concepto de coevolución originalmente se desarrolló al estudiar la evolución de las defensas que las plantas desarrollan frente a los herbívoros, y en
base a las respuestas de tales herbívoros encaminadas a superar esas defensas.
Todos conocemos ejemplos típicos de coevolución: es el caso del predador y su
presa, del parásito y su hospedador, de la planta y los herbívoros que de ella se
alimentan, o de las relaciones competitivas entre especies. Está referido, por
tanto, a un proceso de selección mutua y de respuesta adaptativa, dentro de un
conjunto de especies que va configurando nuevos rasgos para el sistema. Los
ejemplos más claros de las consecuencias de un proceso coevolutivo vienen dadas
por parte de especies mutualistas (HUXLEY, 1978; HEITHAUS et al., 1980; KEELER,
1981; BOUCHER et al., 1982; CARROL & LOYE. 1987). Quizá el caso más conocido
es el de las hormigas y la acacias de Centro América estudiadas por Janzen (véase
JANZEN, 1985): Pseudomyrmex ferruginea mantiene una relación tan estrecha con
Acacia cornigera que un organismo no puede sobrevivir sin el otro.
El desarrollo del concepto actual de coevolución tiene sus inicios en el
artículo de C.T. Brues “The slection of food plants by insects, with special reference
to lepidopterous larvae” (BRUES, 1990), en el que fueron descritos una serie de
patrones de especialización en la alimentación de ciertos herbívoros. Brues
explicaba la existencia de una estrecha asociación biológica entre insectos y
plantas y señalaba que, un aumento de la especialización de uno de los dos
elementos de la interacción determinaba el mismo efecto en el otro. Sugirió que
los animales podían cambiar en respuesta a adaptaciones defensivas por parte
de las plantas: fueron los inicios del desarrollo de un concepto tan importante
hoy en día, si bien por entonces su idea no fue acogida con demasiado interés
en las esferas científicas.
Sin embargo, el verdadero inicio del concepto de coevolución podemos
encontrarlo en el artículo de EHRLICH & RAVEN (1965), titulado “Butterflies and
Plants: A Study in Coevolución”; un concepto ignorado hasta entonces. EHRLICH
y RAVEN explicaron cómo ciertos grupos de mariposas estaban especializados en
alimentarse de grupos particulares de plantas, y especulaban acerca de cómo
las preferencias en la alimentación están basadas en características químicas,
concretamente en ciertas sustancias desarrolladas por las hojas. Es el escenario
típico de un proceso coevolutivo: plantas que desarrollan nuevos compuestos
químicos para mejorar sus defensas e insectos que evolucionan hacia nuevos
mecanismos para librarse de su efecto nocivo.
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Hasta este punto sólo se han tenido en cuenta las interacciones entre especies. Ahora bien, todo el proceso se desarrolla en el seno de una comunidad. La
coevolución implica la evolución independiente de varias especies que se hallan
en un sistema de interacción ecológica (LINCOLN, 1982): un conjunto de especies
que integran una determinada comunidad biológica, ejercen entre sí una serie de
interacciones que se prolongan en el tiempo como parte del proceso evolutivo
(COURTNEY & CHEW, 1987). Por lo tanto, los organismos pertenecientes a una
comunidad inevitablemente ejercen selección unos sobre otros, y el solapamiento
de las interacciones específicas en redes de interacción es el causante de fenómenos
de tipo adaptativo (WILSON, 1976). En este sentido, y visto desde una perspectiva
global, las interacciones entre los elementos, o especies que componen una determinada comunidad biológica, también van a determinar, a lo largo del proceso
evolutivo, propiedades relativas a la estructura y función de la comunidad.
Pero lo que no se debe olvidar es que es un proceso evolutivo y, como tal,
presenta una serie de limitaciones, como las genéticas y ecológicas. Las restricciones genéticas se refieren básicamente a que el cambio adaptativo debe discurrir
por unas vías determinadas; las restricciones ecológicas van a actuar básicamente
sobre el proceso de selección de caracteres, limitándolo.
Las implicaciones últimas de un proceso coevolutivo son importantes
para entender la evolución en un sentido global: la evolución recíproca puede
culminar en un proceso de especialización. Las consecuencias finales de las
interacciones entre organismos: la coespeciación. Lo que en un principio fue una
simple interacción a nivel ecológico, entre un par de especies, puede derivar en
un proceso, a partir del cual otras especies pueden evolucionar (LACHAISE, 1977,
1982). Es decir, sobre un determinado grupo de seres vivos actúa la selección,
y otros organismos que viven en la misma comunidad también se van a ver
afectados. Este grupo inicial podrá desarrollar procesos de coespeciación entre las
especies que lo componen y también entre otras especies, quizás no relacionadas
al principio del proceso. Particularmente, el mutualismo es un tipo de interacción
que genera evolutivamente nuevos recursos (tales como los frutos o el néctar
de las flores), y es el proceso ecológico que, desde una perspectiva evolutiva,
se desarrolla más rápidamente entre especies no relacionadas (SCHMSKE, 1981;
DAFNI & BERNHARDT, 1990).
Lo que muchas veces podríamos describir como una simple adaptación
ecológica entre especies puede tener unas repercusiones a muy largo plazo;
puede ser el producto de mucho tiempo de evolución recíproca, que incluya no
sólo a las especies directamente afectadas por el proceso, sino a todo el grupo
de especies de la comunidad, que directa o indirectamente, están relacionadas
con ellas. Los ecosistemas no solamente son producto de interacciones en el
presente, sino también de una historia que se remonta mucho tiempo atrás y
que es la que ha permitido configurar las comunidades tal y como hoy en día
las vemos (IGLESIAS, 1996).
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Las relaciones entre las plantas y los insectos son tan antiguas como variadas. Su intensidad y complejidad confieren un enorme interés a este campo de
la ecología evolutiva, en el que (hay que adelantar) no siempre se puede hablar
de coevolución, ni aun en el amplio sentido de coevolución difusa que hemos
Flores de Eichornia crassipes.
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adoptado. Entre las múltiples relaciones entre plantas e insectos, podemos
destacar y detallar dos: la fitofagia y la polinización, aunque hay muchas otras,
como la cecidogénesis (formación de agallas en las plantas), la mirmecofilia
(coevolución entre ciertas plantas y hormigas), la dispersión de semillas por
insectos (en particular hormigas) o las plantas insectívoras.
Fitofagia
Fitofagia es el régimen alimenticio que tienen los animales que ingieren
únicamente materia vegetal. También en este caso adoptamos un criterio amplio,
e incluimos en el concepto no sólo la alimentación con tejidos vegetales vivos,
sino también muchas otras sustancias producidas por las plantas, como savia,
polen, esporas o madera. La diversidad de los insectos fitófagos es asombrosa.
Del millón de especies de insectos que se conocen, cerca de cuatrocientas mil
son fitófagas (STRONG & al., 1984). Para establecer comparaciones, podemos
señalar que de las aves se conocen 8.500 especies, y de mamíferos 4.500. Pero
probablemente las cifras de insectos fitófagos se quedan cortas, pues la mayor
parte de la entomofauna de los trópicos y selvas ecuatoriales se desconoce, por
lo que no sería exagerado afirmar que es probable que haya varios millones de
especies de insectos, la mitad de los cuales pueden ser fitófagos. Sin embargo, esta
exuberante diversidad que se muestra en los niveles taxonómicos más bajos, la
especie, el género o la familia, no se corresponde con los patrones de organización
general, es decir, con los órdenes, ya que de los 29 que se han reconocido en la
clase de los insectos, sólo 9 tienen una apreciable cantidad de especies fitófagas:
Coleópteros (con unas 330.000 especies conocidas, el 35% de las cuales son
fitófagas), Lepidópteros (más de 150.000 especies, 99% fitófagos), Himenópteros
(100.000 especies, 11% fitófagos), Dípteros (85.000, 29%), Hemípteros (82.000,
90%), Ortópteros (17.000, 99%), Tisanópteros (5.000, 90%), Fásmidos (2.500,
99%) y Colémbolos (1.500, 50%).
En apariencia las plantas ofrecen una residencia ecológica óptima para los
insectos: son abundantes, no se mueven, y por lo tanto no pueden escapar, y
tienen considerable materia orgánica susceptible de ser ingerida. Sin embargo,
las plantas no suponen un lugar de residencia tan cómodo como parece, ni
alimentarse de ellas es tan ventajoso. Veamos por qué.
La vida sobre las plantas supone tres principales riesgos: desecarse, caerse
y ser devorado. La desecación no es problema menor en la vida de los insectos,
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ya que, como animales de pequeño tamaño, la relación entre su superficie y su
volumen es bastantes alta, por lo que la pérdida de vapor de agua a través de sus
tegumentos es alta. Los fitófagos han desarrollado mecanismos que, por un lado,
evitan lo más posible exponerse a la desecación, o compensan las pérdidas con
la ingestión de alimentos jugosos. Lo primero lo consiguen colocándose en zonas
protegidas del sol o del viento, cubriéndose de secreciones (como los Cóccidos y
otros Homópteros) o, mejor aún, penetrando en los tejidos de la planta (por lo
que se les llama endófitos). Lo segundo lo logran mediante dietas a base de tejidos
acuosos de la planta (hojas tiernas, frutos frescos, etc.) o directamente tomando
savia; en este último caso, el problema es el contrario: el alimento es en exceso
diluido, y deben desarrollar mecanismos que lo concentren, por lo que los insectos
chupadores de savia expulsan residuos digestivos líquidos. Es obvio que los insectos
fitófagos también pueden beber, aunque esto no es siempre posible.
La superficie de las plantas suele ser lisa y escurridiza o aterciopelada y pilosa. En cualquier caso, los insectos que caminan por tallos, hojas, flores o frutos,
tienen que haber desarrollado mecanismos de anclaje que les eviten las caídas.
Así, no es raro encontrar adaptaciones en las patas tales como garfios, pequeños
pelos tarsales (que se adhieren como el “velcro”), y otros mecanismos. Asimismo
algunos insectos segregan hilos de seda, con los que tejen almohadillas que les
sirven de sujeción; otros (en especial los Hemípteros) se agarran a la planta
por el rostro, que no es sino su aparato chupador. Algunos, en fin, solucionan
el problema del enganche mediante la introducción de todo su cuerpo en los
tejidos de la planta, que les sirve tanto de refugio (en galerías, minas, etc.) como
de alimento; son los endófitos.
Pero, con todo, la principal dificultad de los insectos fitófagos es la calidad
misma del alimento. El contenido energético de la materia vegetal, como media,
es un 20% menor que el de los tejidos animales; además, la eficiencia, es decir, la
proporción entre la biomasa asimilada con respecto a la ingerida, es sensiblemente
peor en los fitófagos que en los carnívoros: mientras que éstos convierten en
tejidos propios entre el 38% y el 51% de su alimento, los fitófagos sólo entre el 2
y el 38%. A esta escasa eficiencia alimenticia se une una circunstancia bastante
destacable, y que supone un factor limitante más; se trata del bajo contenido
en nitrógeno de los tejidos vegetales (MATTSON, 1980), en los que raramente
alcanzan niveles de un 5% de nitrógeno en peso seco, nunca se supera el 10%,
y lo común es de un 2 a un 4%. Los órganos vegetales más ricos son las semillas
y el polen, mientras que la savia elaborada apenas alcanza el 1%, algo así como
la madera. En los tejidos animales, el nitrógeno está presente en una proporción
que oscila entre el 10 y el 20%. Esta deficiencia supone un contratiempo para el
fitófago, que tiene que ingerir grandes cantidades de materia vegetal para obtener
un mínimo aporte de nitrógeno, elemento fundamental para su metabolismo, en
especial su crecimiento y reproducción. Si nos detenemos a analizar el resto de
las sustancias que forman los tejidos vegetales, veremos que la mayor parte es
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celulosa, hemicelulosa y lignina, constituyentes principales de la pared celular;
estas moléculas son de difícil, si no imposible digestión, por lo que es evidente
la baja calidad de la dieta de un fitófago.
Por si fuera poco, las plantas han añadido a su estructura y composición
química una amplia panoplia de armas defensivas que han obligado a los insectos
fitófagos a una considerable especialización para poder seguir explotando este
recurso. Ello ha generado una “carrera de armamentos” entre las plantas que se
defienden con mecanismos diversos y los insectos que tratan de superar estas
barreras defensivas.
Los mecanismos defensivos de las plantas frente a los insectos fitófagos son
de dos tipos: morfológicos y químicos. Las defensas morfológicas se refieren a
los siguientes aspectos:
Color.- Algunas plantas pueden amarillear y con ello aparentar una debilidad que aleje a posibles y molestos visitantes.
Forma.- Ciertos órganos de las plantas pueden adoptar formas que disuaden
a los insectos de acercarse a ellas. Es el caso, por ejemplo, de las enredaderas
sudamericanas del género Passiflora, cuyas hojas pueden imitar los huevos de
las mariposas del género Heliconius; con ello consiguen engañar a las hembras
de los Lepidópteros, que creen que las hojas con semejante estructura ya han
sido visitadas por otra hembra, por lo que se buscan una hoja libre sobre la que
depositar su huevo (WILLIAMS & GILBERT, 1981).
Nectarios extraflorales.- Para ciertas plantas (Acacia, Passiflora, etc.)
ha resultado ventajoso desarrollar órganos de producción de néctar, cuerpos
amiláceos, oleaginosos (elaiosomas), etc., con los que recompensar los servicios
defensivos prestados por hormigas que expulsan a los insectos fitófagos, o defienden de cualquier otra manera a la planta.
Pared celular.- La propia pared de la célula vegetal sirve de protección a
su contenido. Como hemos mencionado antes, la celulosa, la hemicelulosa y
la lignina, componentes principales de la pared celular, son de difícil digestión.
Respuesta a la herida.- A veces, las plantas responden a la lesión producida
por un fitófago con una rápida proliferación celular, que llega incluso a aplastar el
huevo o la larva que ocupa el lugar de la picadura. Otras veces es la masiva producción de líquidos pegajosos el inconveniente que ha de sufrir el fitófago, como ocurre
con la resina, en el caso de las Coníferas, o del látex, en el de las Euforbiáceas.
Tricomas.- Con frecuencia las plantas cubren sus órganos, en especial las
hojas, de un tomento protector; esto es un fino vello que dificulta la alimentación
de los insectos, particularmente de los Hemípteros, muchas de cuyas especies
no pueden alcanzar los vasos de savia por el estorbo que suponen estos tricomas
o pelos protectores.
Las defensas de tipo químico son en extremo variadas y pueden ser tanto
toxinas o venenos, como sustancias que interfieren en la digestión, el desarrollo
o la reproducción del fitófago.
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Toxinas.- Se conocen más de 1.180 especies de plantas con sustancias
tóxicas para los insectos (HARBORNE, 1988). Estos venenos son de muy diferente estructura química, pero entre ellos hay muchos compuestos nitrogenados,
algunos de los cuales son:
• Aminoácidos no proteicos.- Se trata de aminoácidos muy parecidos
a los proteicos, a los que incluso sustituyen en las cadenas polipeptídicas, ya que la maquinaria bioquímica de la célula es incapaz de
distinguirlos de los auténticos. El resultado son proteínas “erróneas”
e inútiles para el insecto, con el correspondientes perjuicio. Ejemplos
de estos aminoácidos son la L-DOPA, con respecto a la tirosina, y la
canavanina, con respecto a la arginina.
• Alcaloides.- Son las plantas vegetales más abundantes y variadas, pues
se conocen más de 6.500 y con seguridad hay muchas más aún desconocidas. Son moléculas de variada estructura, pero que contienen
al menos un átomo de nitrógeno, en general de carácter básico y que
suele formar parte de un sistema heterocíclico. Se han hallado alcaloides
en más del 20% de las familias de Angiospermas, entre las que están
las Umbelíferas y las Solanáceas; como ejemplos de alcaloides de estas
familias se pueden citar la coniina de la cicuta (Conium maculatum),
la nicotina del tabaco (Nicotiana tabacum), la solanina de la patata
(Solanum tuberosum), la atropina de la belladona (Atropa belladona),
entre otros muchos.
• Glucósidos cianogénicos.- Esta moléculas complejas en sí mismas no
son tóxicas, pero su rotura enzimática libera ácido cianhídrico, una
de las sustancias más venenosas que se conocen, ya que actúa sobre la
cadena respiratoria de la mitocondria. Su presencia se delata por un
característico olor a almendras amargas. Como la toxicidad afectaría
también a la propia planta, el veneno sólo se libera cuando los tejidos
vegetales son destruidos.
• Glucósidos del aceite de mostaza.- Relacionadas con las anteriores,
estas moléculas deben su toxicidad a la liberación de tiocianatos, que
producen bocio en los mamíferos y envenenan a los insectos. Son
comunes en las Crucíferas.
• Proteínas.- Aunque raras, algunas proteínas de las plantas pueden ser
tóxicas, en particular ciertas semillas de Leguminosas. También se han
encontrado péptidos tóxicos, los más conocidos de los cuales son el
del muérdago y la amanitina, del hongo Amanita phalloides.
Entre las toxinas no nitrogenadas se pueden mencionar:
• Compuestos terpenoides.- Aquí se incluyen saponinas como el ácido
medicagénico de la alfalfa, lactonas como la himenovina o los iridoides,
o los glucósidos cardiacos.
75
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•
•
Cumarinas.- Su ingestión provoca una fotosensibilidad especial en los
animales que, expuestos al sol, pueden morir con más facilidad; esto
se ha comprobado que sucede con la chirivía (la umbelifera Pastinaca
sativa), en la que una furanocumarina lineal provoca gran mortandad
entre las orugas de Lepidópteros que la ingieren y se asolean; para
evitarlo, algunos insectos enrollan las hojas antes de comerlas, por lo
que su alimentación se produce a la sombra.
Piretrinas.- Son venenos específicos para insectos, que se encontraron
por primera vez en los crisantemos. Hoy se producen industrialmente
para su uso como insecticidas domésticos.
Algunas sustancias secundarias de las plantas no son propiamente tóxicas, aunque su ingestión puede provocar trastornos de diferente naturaleza.
En este caso están los taninos, cuya acción consiste en unirse a las proteínas y
desnaturalizarlas. Se trata de compuestos fenólicos complejos, conocidos desde
la antigüedad por sus efectos curtientes, y que son la principal defensa química
contra los herbívoros de las hojas de muchos árboles y arbustos. Su ingestión
simultánea con el alimento impide o dificulta la asimilación de las proteínas,
ya de por sí escasas.
Conectada con esta defensa, en algunos caducifolios aparece un mecanismo
sorprendente que revela una auténtica comunicación química entre árboles, ya
que se ha demostrado (BALDWIN & SCHULTZ, 1983) que arces y chopos atacados
por insectos defoliadores emiten una sustancia volátil que avisa a pies de planta
próximos de la presencia del enemigo, y éstos aumentan en cuestión de horas la
cantidad de taninos en sus hojas.
Otras sustancias vegetales tienen una curiosa coincidencia con hormonas
de los insectos. Se trata de la fitoecdisona, las juvabionas y los precocenos. Todas
ellas son compuestos que interfieren en el proceso de la muda. La fitoecdisona
es un esteroide idéntico a la hormona de la muda de los insectos (la ecdisona),
aunque de origen vegetal. Aparece en los helechos y en algunas Gimnospermas
y puede provocar trastornos en el desarrollo de algunos insectos, al inducir
mudas extemporáneas. La presencia de estas sustancias en plantas primitivas
ha sugerido la posibilidad de que este sistema defensivo hubiera tenido gran
importancia en el Mesozoico.
Las juvabionas son un conjunto de moléculas terpenoides que imitan a la
hormona juvenil de los insectos. Su descubrimiento y aislamiento constituyen
un capítulo memorable de la historia de la Biología. Hacia 1964, C. M. WILLIAMS,
entomólogo de la Universidad de Harvard, invitó a su colega checoslovaco
KAREL SLÀMA a una estancia en su centro para trabajar sobre la fisiología del
hemíptero europeo Pyrrhocoris apterus. Para su sorpresa, SLÀMA y WILLIAMS, no
conseguían que los chinches criasen en el laboratorio norteamericano, a pesar
de que reprodujeron cuidadosamente todas las condiciones en las que Slàma
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los criaba sin problemas en Checoslovaquia. Los chinches crecían y mudaban
con normalidad hasta llegar a la quinta edad, pero no se producía la muda que
habría de dar el adulto, todo lo más conseguían algunas ninfas de sexta edad,
anormales y estériles. Tras cambiar numerosos elementos de las placas de cría,
descubrieron que la clave del enigma estaba en el papel de filtro que servía de
forro en los recipientes donde estaban los chinches. Los papeles norteamericanos
impedían la reproducción de los insectos, mientras que los europeos, no; así,
probaron con Science y vieron que no había reproducción, mientras que con
Nature sí; con el New York Times, no, con el Times, sí; etc. Siguieron la pista al
proceso de fabricación del papel, y descubrieron que en Norteamérica se empleaba el abeto Abies balsamea, mientras que la industria papelera europea utilizaba
coníferas diferentes. El análisis fino de la pasta de papel y de la madera de la que
procedía reveló que en el abeto americano había un compuesto terpénico, en un
principio llamado “factor del papel”, que no aparecía en las coníferas europeas
(SLAMA & WILLIAMS, 1966).
Esta sustancia química, a la que después se le llamó juvabiona, tiene una
composición y efectos muy semejantes a la hormona juvenil de los insectos, en
los que el proceso de la muda está regulado por varias hormonas, de las que las
más importantes son la hormona protoracotrópica (iniciadora del proceso), la
Flores de Bougainvillea x buttiana “Crimson Lake”.
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ecdisona (desencadenante de la muda) y la neotenina u hormona juvenil, la
cual, una vez sintetizada en el cerebro y en conjunción con la ecdisona, produce
otra fase juvenil y no un adulto. Así pues, Abies balsamea contiene una sustancia, la juvabiona, que interfiere en el desarrollo normal de Pyrrhocoris apterus,
permanece a lo largo del proceso de fabricación del papel, y es eficaz incluso por
impregnación o inhalación a partir del papel de filtro que forraba las cajas de
cría. Este descubrimiento alentó otras investigaciones, que dieron por resultado
el hallazgo de más sustancias vegetales imitadoras de la hormona juvenil.
En algunas especies de compuestos se han encontrado unas sustancias de
acción opuesta a la hormona juvenil, a las que se les ha denominado precocenos.
Los insectos que ingieren estos compuestos secundarios durante su fase juvenil
reducen el número de mudas y alcanzan el estado de adultez antes de tiempo
(de ahí su nombre), lo que se traduce en esterilidad y, por tanto, disminución
de las poblaciones (HARBORNE, 1988).
Polinización
La polinización es la transferencia del polen desde las anteras a los estigmas
en las Angiospermas o al micropilo en las Gimnospermas, con el propósito de
fertilizar la flor. Los agentes polinizadores son de tres tipos: el aire (viento), al agua
y los animales. A las plantas que son polinizadas a través del viento se les llama
anemógamas, un buen ejemplo de ellas son las Gramíneas; a las que lo son por el
agua, higrógamas, y un ejemplo de ellas son las Zosteráceas; a las que utilizan a
los animales como vectores del polen se las conoce como zoógamas. Entre éstas,
las hay adaptadas a las visitas de murciélagos (y se les llama quiropterógamas) y
otros mamíferos, de las aves (ornitógamas) y de los insectos (entomógamas).
Las plantas entomógamas son mayoría entre las Angiospermas, puesto que de
las 30 familias con más de dos mil especies, veinticuatro son fundamentalmente
polinizadas por insectos, cuatro por el viento, una por ambos agentes y otra tanto
por aves, como por insectos. Estos organismos reúnen muchos de los requisitos
necesarios para esta función: son pequeños, móviles (incluso vuelan) y muy numerosos. Es evidente, por tanto, la ventaja que ha supuesto para las plantas con flores
encontrar en su camino evolutivo unos agentes tan apropiados para transportar
el polen. Incluso podemos afirmar que las flores, tal y como las conocemos, con
sus colores y fragancias deben su existencia a los insectos, pues sus características
en gran parte se han modelado en el crisol evolutivo de los insectos.
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El origen de la polinización entomógama se ha buscado en los remotos
tiempos de la propia génesis de los insectos y de las plantas terrestres, es decir,
en el Devónico. KEVAN & BAKER (1983), han señalado la predisposición ecológica y evolutiva mutua de plantas e insectos en este período, mucho antes de la
radiación explosiva de las Angiospermas y de los órdenes de insectos superiores
en el Cretácico. Quizá los insectos empezaron a buscar el polen caído en el suelo
y después fueron directamente a los lugares de producción.
Entre tanto, las plantas hallaron ventaja adaptativa en ahorrarse mucho
polen al contar con agentes que accidentalmente lo transportasen de una flor a
otra; eso sí, a cambio de alguna contrapartida. Cabe pensar que lo primero que
buscaran los insectos fue la recompensa del propio polen, pero pronto las plantas
debieron desarrollar otras, como por ejemplo el néctar. KEVAN & BAKER (1975),
sugieren que el origen evolutivo del néctar estaría en alguna sustancia nutritiva
que contribuyese a la germinación de las esporas o del polen.
Muchas son las razones que conducen a los insectos a las flores, pero las
más importantes son el alimento, el refugio y el calor. A la búsqueda de alguna de
estas recompensas (principalmente de la primera) los insectos acuden a las flores
atraídos por señales visuales o químicas que asocian a la recompensa buscada.
En general, la visión de los insectos muestra una especial sensibilidad a longitudes de onda entre 300 nm (ultravioleta) y 650 nm (amarillo-anaranjado), es
decir, está desviada unos 100 nm con respecto a la sensibilidad del ojo humano.
Abeja libando nectar en vuelo.
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Ello hace que haya más flores entomógamas azules que rojas. Incluso se han
encontrado manchas y líneas en las corolas, algunas invisibles al ojo humano,
pero aparentes a la luz ultravioleta; estas marcas florales se denominan guías de
néctar, y son señales para facilitar la rápida localización de la recompensa. La
forma y el contraste de la flor con el fondo también sirven para atraer al insecto,
en particular durante el crepúsculo.
Tan importante o más que el color o la forma es el olor de las flores para
atraer los insectos. En general, las flores polinizadas por insectos crepusculares o
nocturnos tienen olores penetrantes y persistentes, que advierten de la presencia
de la flor a larga distancia, mientras que ya en las proximidades de ella, el insecto
se guía por la silueta pálida de la flor. Plantas de este tipo son las madreselvas
(Lonicera spp.), e insectos polinizadores crepusculares son los Lepidópteros Esfíngidos. Por el contrario, las flores visitadas por insectos diurnos suelen tener
olores fragantes y frescos, aunque la gama olorosa es mucho más amplia, pues
diurnas son tanto las fragancias de los romeros y espliegos, como el embriagador
perfume del azahar, o el hedor de las flores de algunas Aráceas. Este último caso
es un buen ejemplo de atracción engañosa, pues el insecto no obtiene recompensa alguna; en efecto, el olor a carroña o a estiércol, que tienen las flores de las
Aráceas, y algunas otras plantas, atrae a escarabajos y moscas que se alimentan
de animales muertos o de excrementos, estos insectos caen en la inflorescencia
grande y cónica, se embadurnan de polen en su intento por salir y, cuando al fin
lo consiguen, vuelan a otro señuelo. Olores engañosos tienen también ciertas
Orquídeas, que emiten efluvios idénticos a la feromona de atracción sexual del
abejorro polinizador que, atraído por el olor y la forma de la flor (semejante a
los de la hembra de su especie), intenta copular con ella; en su trajín floral, el
Himenóptero poliniza la planta (STOWE, 1988).
Llegado a la flor, el insecto busca la recompensa, en general polen o néctar,
por sus servicios. En esta transacción están basados gran parte de los aspectos
coevolutivos entre las flores y sus visitantes. Se establece por un lado un balance
energético entre lo que le cuesta a la planta producir la recompensa y la ventaja
que obtiene con su entrega al insecto; pero por otro también debe haber un
equilibrio entre la energía que gasta el insecto en desplazarse de flor en flor, y
la energía que le proporciona el alimento tomado (HEINRICH, 1975); KEVAN &
BAKER, 1983).
En este complejo entramado de relaciones mutuas intervienen factores
tan diversos como la efectividad de la polinización, la constancia floral, el valor
calórico y la concentración del néctar, la capacidad de aprendizaje del polinizador,
la distancia entre flores y los visitantes ilegítimos, entre otros factores.
El vuelo es el modo de locomoción más dispendioso que existe, puesto
que el insecto debe alcanzar antes una temperatura torácica de más de 30˚ C;
ello lo consigue o bien asoleándose, con lo que el calentamiento le sale gratis,
bien quemando su propia glucosa en unos aleteos previos; por tanto, a mayor
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Inflorescencias de Scadoxus multiflorus.
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temperatura ambiental, menor gasto energético en lo que al periodo previo al
vuelo se refiere. A cero grados un abejorro gasta entre mil y dos mil veces más
energía que a treinta grados (KEVAN & BAKER, 1983). Otro factor que interviene
en el balance calórico es el tamaño del insecto, puesto que la inercia térmica
del cuerpo es proporcional al tamaño: los abejorros grandes tardan más en calentarse y en enfriarse que los pequeños dípteros Sírfidos. Llegados a un punto,
los insectos deben decidir si les compensa volar para alimentarse o permanecer
quietos para no consumir energía; igualmente deben sopesar si ante un racimo
de flores les conviene más caminar de una a otra, con la consiguiente inversión
de tiempo (pero ahorro de energía), o volar.
Todos estos factores influyen en la distribución espacial y temporal de las
flores en el campo. Así, una flor expuesta al sol concentra más su néctar que otra
a la sombra, pero ésta es menos apetecida por los insectos por la pérdida de calor
que puede acarrear posarse en un lugar umbroso. La capacidad de aprendizaje
del polinizador entrenado encuentra antes su recompensa y abandona enseguida
la flor, por lo que realiza más visitas que un novato en el mismo tiempo. Este
fenómeno llega a su perfección en las abejas melíferas, capaces de transmitir la
dirección y distancia hasta el alimento, mediante un asombroso lenguaje (FRISCH,
1967; WINSTON, 1987).
Pero además de néctar, los insectos pueden ingerir polen de las flores, lo
que les proporciona valiosos aminoácidos. Algunos insectos palinófagos trituran
los granos, otros los perforan, pero la mayoría extraen el contenido del grano
por difusión. Himenópteros pecoreadores como los Ápidos han desarrollado
mecanismos para la recolección y el transporte del polen, como pelos plumosos,
cepillos recolectores de las patas anteriores, o cestillos de las patas posteriores
(corbículas).
Si bien el alimento (néctar, polen u otros) es la recompensa más importante,
los insectos pueden ir a buscar otras ventajas a las flores, como protección, calor
o un lugar donde emparejarse o poner los huevos, como hacen los himenópteros
Agaónidos con los higos (WIEBES, 1979).
Algunos insectos se llevan la recompensa de las flores de modo gratuito; son
los visitantes ilegítimos, que roban el néctar o se comen la flor sin polinizarla.
Sin embargo, la mayoría cumple su función polinizadora. Entre los diversos
órdenes de insectos polinizadores destacan los Coleópteros, los Dípteros, los
Lepidópteros y los Himenópteros.
Los Coleópteros están entre los polinizadores más primitivos. Se diferenciaron a la vez que las Angiospermas, a finales del Jurásico y comienzos del Cretácico. Sin embargo, la mayor parte de los Coleópteros florícolas actuales no son
realmente polinizadores, sino más bien comedores de la flor; muchos destruyen
pétalos, estambres o carpelos. No obstante, algunos de estos visitantes pueden
polinizar las flores, que en este caso tienen un conjunto de características (cantarofilia) particulares: inflorescencias abiertas y más o menos planas, como las
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de las Compuestas, o flores grandes y globosas como la magnolia, el lirio de agua
o los rosales silvestres. Las flores visitadas por Coleópteros suelen tener fuertes
olores y colores claros, y protegen los primordios de las mandíbulas de los escarabajos. Entre las familias que tienen especies florícolas están los Cerambícidos,
Escarabeidos, Elatéridos, Cléridos, Crisomélidos, Estafilínidos y Meloideos.
Los Dípteros son también polinizadores primitivos. Aunque son muchas las
familias y las adaptaciones que presentan, sólo mencionaremos dos: los Sírfidos
y los Bombílidos, ambas con una manifiesta semejanza con los Himenópteros.
Los Sírfidos buscan sobre todo el polen, y visitan Umbelíferas, Plantagináceas
y algunas flores profundas de Viola, Primula, Labiadas, Escrofulariáceas y Compuestas. Los Bombílidos son más rechonchos y peludos que los Sírfidos, y tan
expertos voladores como ellos; de adultos, su alimento principal es el néctar y
pueden alcanzar nectarios profundos.
Muchos Lepidópteros visitan flores, en general a la búsqueda de néctar. Las
flores visitadas por Ropalóceros tienen colores brillantes, incluso el rojo, y olores
fragantes; mientras que las visitadas por Heteróceros son de formas tubulares,
colores claros y perfumes penetrantes. Entre las primeras hay muchas Compuestas
(cardos), Geraniáceas o Escrofulariáceas; entre las segundas hay Solanáceas (Nicotiana), Caprifoliáceas (Lonicera), y muchas otras. Los Ropalóceros (Papilinoidea
y Hesperioidea) son típicos Lepidópteros que visitan flores para tomar néctar;
sin embargo, su papel polinizador no está suficientemente aclarado. Entre los
polinizadores nocturnos (o crepusculares) destacan los Esfíngidos, algunas de
cuyas especies poseen larguísimas espiritrompas con las que consiguen llegar a
profundos nectarios.
Los Himenópteros constituyen el principal grupo de insectos antófilos.
Aunque se conocen algunos casos de sínfilos, la mayor parte de los Himenópteros que visitan flores son apócritos. Dentro de éstos, algunos parasíticos tienen
gran interés como polinizadores (Calcídidos sobre Ficus, por ejemplo), pero son
sobre todo los Aculeatos los que presentan muchas familias asociadas a flores, en
particular las de la superfamilia Apoidea, a la que pertenecen abejas y abejorros.
La mayoría de estos insectos (unas 20.000 especies) recogen tanto polen como
néctar, algunos para consumo individual, otros para el consumo comunitario en
complejas sociedades; para ello presentan adaptaciones morfológicas y etológicas asombrosas. Las flores abejeras (en término más técnico, himenopterófilas)
suelen ser zigomórficas, tienen pétalos vistosos, amarillos o azules en general,
y plataformas de aterrizaje, así como guías de néctar, nectarios escondidos solo
asequibles a lenguas largas, y aromas suaves. En los climas templados, algunas
de las familias vegetales polinizadas por los Ápidos son Leguminosas, Labiadas,
Violáceas, Escrofulariáceas y Orquidáceas (VIEJO, 1996).
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En el mundo de los Lepidópteros el mimetismo es una forma de evolución
convergente, un mecanismo protector que permite a un organismo obtener una
ventaja, a base de evolucionar hasta parecerse mucho a otro. Podríamos poner
muchos ejemplos, entre ellos se encuentra la familia de los Sésidos adoptando e
imitando los colores y formas de las avispas. En países tropicales se acentúa más.
La imitación del color y forma de una especie incomestible por parte de otra
que sí lo es; con ello se consigue que, engañados por el color, los depredadores
respeten también a la segunda: la inofensiva mariposa Acrea encendon “copia”
literalmente a la venenosa Danaus chrysippus. Igualmente ocurre con la mariposa
virrey (Limenitis archippus) imitando a la mariposa monarca (Danaus plexippus)
con la consecuencia de que los pájaros depredadores la evitan. Otras especies
han adquirido por evolución características físicas y de conductas que les permite
sobrevivir. Un buen camuflaje provoca que una ausencia de estímulo visual para
el depredador inhiba sus instintos agresivos.
La selección natural es el factor causal distintivo de la evolución darviniana
de plantas y animales. Todas las especies tienden a reproducirse en cantidades
mucho mayores de las que tienen posibilidad de sobrevivir. Por tanto, deben
enfrentarse en una dura competición con el fin de alcanzar los medios necesarios
para conseguir la supervivencia, en la que la mayoría de los participantes serán
perdedores. Además, como ya se ha dejado claro, la mutación genética da lugar
a un amplio dominio de variabilidad heredada en todas las especies.
Los cambios que se producen en todos los ecosistemas aquí tratados, y en
el resto de los existentes en otras latitudes, producen en los seres vivos que los
pueblan profundas adaptaciones como respuesta a dichos cambios. La selección
natural actúa limitando el éxito reproductivo de los genotipos menos adaptados
y favoreciendo el de los mejor adaptados. Uno de los mejores ejemplos de selección natural en poblaciones silvestres nos lo ofrece el fenómeno conocido como
melanismo industrial. Ya hemos visto que muchas especies de mariposas vuelan
de noche y, durante el día, descansan en los troncos de los árboles. Antes de la
Revolución industrial, la corteza de los árboles en los que descansaban presentaba un color bastante claro y estaba cubierta en gran medida de líquenes cuya
coloración era más clara todavía.
Por lo general, la tonalidad de las mariposas era también bastante clara, y
armonizaba con los troncos de los árboles en los que permanecían todo el día.
Algunas de estas mariposas mutaban hacia un modelo más oscuro, pero siempre
constituían una pequeña parte de la población. Hacia la mitad del siglo XIX,
sin embargo, la Revolución industrial había progresado lo suficiente como para
cambiar la ecología de las regiones industriales. Depósitos de humo industrial
empezaron a oscurecer la corteza de los árboles y las toxinas de estos depósitos
impidieron el desarrollo de los líquenes. Las mariposas melánicas empezaron
a prosperar, y en los primeros años del presente siglo las mariposas de claros,
abundantes en otro tiempo, eran ya muy raras en las regiones industriales. La
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explicación más obvia de este hecho era la de que la coloración clara tenía efectos
protectores en las condiciones originales, mientras que la coloración oscura los
tenía en las condiciones posteriores, industriales. A esto se objetó que la visión
de los predadores podía muy bien ser de tipo distinto a la visión humana, y se
ofrecieron otras explicaciones alternativas.
KETTLEWELL estudió un interesante ejemplo de melanismo industrial en la
mariposa Biston betularia, pudiendo probar que la coloración de las mariposas
nocturnas es, en efecto, protectora. Distintos pájaros se alimentaban comúnmente de las mariposas citadas; KETTLEWELL liberó grupos mixtos de mariposas,
que contenían individuos tanto claros como oscuros, en bosques de regiones
industriales. Observó y fotografió la captura de mariposas nocturnas por parte
de los pájaros predadores. En los bosques oscuros desprovistos de líquenes, que
se encuentran cerca de las ciudades industriales, las mariposas de coloración
clara fueron capturadas por sus predadores en cantidades desproporcionadamente grandes, mientras las mariposas melánicas sólo fueron capturadas en una
proporción mucho menor.
Cuando se repitió el experimento en un bosque limpio y rico en líquenes, lejos de las ciudades industriales, los resultados se invirtieron. Allí, las mariposas de
colores claros estaban protegidas y, en cambio, las melánicas sufrieron seriamente
los efectos de la predación. Está claro, pues, que en los tiempos preindustriales
el melanismo aparecía como un mutante ocasional (KETTLEWELL ha demostrado
que se debe a un único gen dominante en la mariposa B. betularia), incapaz de
propagarse a causa de que los individuos melánicos eran muy visibles para sus
depredadores. Sin embargo, a medida que la Revolución industrial avanzaba,
los bosques se oscurecían y los líquenes se intoxicaban, dando como resultado
una inversión de los valores selectivos: el melanismo se vio favorecido y las
mariposas claras escasearon.
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