Del amor y los desórdenes de la identidad, Filosofía y sexualidad

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Filosofía y sexualidad, F. Savater (ed.), Barcelona, Anagrama, 1987
DEL AMOR Y LOS DESORDENES DE LA IDENTIDAD
CRISTINA PEÑA-MARÍN
Es probablemente su irremediable estupidez lo que hace tan obsceno el discurso amoroso «Inversión histórica: ya no
es lo sexual lo indecente, sino lo sentimental -censurado en nombre de lo que no es, en el fondo, más que otra moral». R.
Barthes). Fuera de su espacio, de la intimidad a dos, la conversación amorosa es, sin duda, la más ridícula: impresentable.
En vena sentimental, el sujeto no habla más que de pequeñeces. Cierra el mundo, lo hace íntimo, banal, intrascendente en
sus fútiles y personalísimas expresiones.
Sin embargo, es en esa relación, que desde fuera no puede ser vista sin sentir vergüenza, donde se juega todo para los
implicados y donde ambos tratarán de afinar al máximo sus armas, de lograr los mayores aciertos en las jugadas de las que
depende su propia identidad. Que la relación transcurra bajo el signo de la fascinación no significa que en su interior no
haya más que un vacío de inmóvil y asombrada admiración. Muy al contrario, de la inteligencia y habilidad táctica de
ambos depende que consigan mantener la tensión de la fascinación y el atractivo, la implicación mutua en el juego. Pero
se trata de un juego cuyas reglas son muy otras que las que rigen en los ámbitos «racionalizados» de la vida.
A diferencia de los otros juegos, en que el jugador lo es a tiempo parcial, quien se prende en el juego amoroso implica
en él lo más íntimo y entrañable de sí, hasta el punto de que no será separado de esa relación sin sentir una violenta
desgarradura o, en otros términos, una radical crisis de identidad. (Es esta implicación de su persona como un todo lo que
hace tan estúpido el enamoramiento. Sorprendidos en su trato íntimo, la falta de distancia con que los amantes dan rienda
suelta a la expresión de sus sentimientos o dirimen sus triviales disputas resulta inevitablemente obscena: como si alguien
se aviniera a participar en la escena social sin portar la indispensable máscara, sin el mínimo de fair play, de distancia y
desenvoltura que representa el control de la inteligencia sobre la expresión.)
Una inmersión semejante en el sentimiento parece propia de una inocencia incompatible con la inteligencia. La
lucidez, dueña cruel, desde su exterioridad distante al sujeto, disecciona y destruye las propias sensaciones y sentimientos.
Quien se apega a la inteligencia -por culto o por manía, dice Cioran- desemboca fatalmente en la privación del
sentimiento.
(También escribí en mis tiempos cartas de amor, / como todas, / ridículas. / Las cartas de amor, si hay amor, / tienen
que ser / ridículas (...) Mas al final/sólo las criaturas que nunca escribieron / cartas de amor / son las / ridículas. Alvaro
Campos.)
Si la «manía» de la inteligencia puede posesionarse de algunos hasta arrastrados a la sequedad de no poder sentir, una
mayor astucia del jugador le permite la circulación entre ambas actitudes. Hay un tiempo para la fascinación, el arrobo
pasional, la admiración ingenua en que el sujeto se halla prendido, como suspendidas sus facultades críticas. Cuando la
tensión de este estado decae -la intensidad máxima posee la cualidad de extenderse sólo el lapso de una duración
soportable: «lo bueno si breve... »-, el sujeto distraído, fatigado tal vez, comienza a percibir las grietas de una realidad
antes tersa, incontestable. Entra entonces en el tiempo de la inteligencia, de la observación distanciada de la escena y de
uno mismo, de la organización de la experiencia anterior en los códigos de la razón, del lenguaje y la cultura.
Este movimiento pendular marca nuestra relación con los otros, con el espectáculo de la política o de los medios de comunicación y atormenta particularmente a los amantes: de la fascinación a la ironía, del dejarse seducir, atrapar en el juego de
las apariencias, a la observación sensata y crítica de la experiencia propia como si fuera ajena.
Pero ¿se trata realmente de una oscilación pendular, de estados excluyentes que sólo podemos vivir en tiempos
alternos, o bien de territorios contiguos que en lugar de un muro separador poseyeran una intermedia «tierra de nadie»,
espacio de indeterminación, de difuminación de las actitudes que en él prevalecen?
El amor no transcurre en la experiencia de quien lo vive según una temporalidad lineal, orientada a un fin, como
aparece en las innumerables historias de amor que nutren los media. La organización de los avatares de la relación en una
«historia» exige la mirada de un observador exterior, sea este observador el propio sujeto implicado o un tercero: el
narrador que construye el relato para el cual establece convencionalmente un final al que los episodios tenderán entonces
como si fuera su sentido natural. Pero esta tarea es fruto del tiempo de la reflexión, aquel en que nos distanciamos de la
experiencia en curso, seleccionamos los elementos capaces de integrarse en una organización con sentido y los
componemos en una serie temporal que camina hacia su fin. Es decir, construimos un relato para nosotros mismos o para
los demás, hacemos comprensible según los esquemas de nuestra cultura la amalgama de sucesos, acciones y sensaciones
en que nos hemos visto inmersos.
Pero el sujeto que se encuentra en el centro de una relación amorosa vive la discontinuidad de estas dos series
temporales a veces dramáticamente, dada la intensidad de su implicación. El enamorado se deja absorber en su relación,
que se sitúa en un presente suspendido fuera del tiempo, ajeno a las determinaciones exteriores de la temporalidad
cotidiana. Es el tiempo del puro sentir en que el sujeto «embobado» olvida que haya que fijar algún norte a la actividad -la
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caricia que recorre el cuerpo - del otro divaga sin noción de sí, sin una finalidad, orientación o camino fijado de
antemano, sino según va siendo solicitada por el relieve de ese cuerpo, por la variable textura de su piel y por su reacción
al tacto-, se deja ir en el juego especular en que uno ama y se ve amado, con la misma inocencia con que de niño jugaba a
encarnar alguno de sus personajes favoritos. Cuando llega el momento del olvido, de la lucidez o del desengaño puede
verse incapaz de sostener aquel mundo que acaso percibe ahora como una ilusión falaz, o puede, en cambio, integrado en
la racionalidad de su vida cotidiana, hacer planes, conformar aquella relación de acuerdo con las convenciones y las
instituciones sociales que están ahí para eso. Pero eso es ya otra historia, su historia.
A la conciencia corresponde una temporalidad discontinua. La conciencia interrumpe, separa el presente del sujeto, su
estar aquí-ahora y, por el acto de reflexión, lo constituye en pasado: al reflexionar no puedo captarme tal como soy en el
momento en que reflexiono. Debo detener el flujo de mi conciencia, de modo que me observo siempre en el momento
inmediatamente anterior. La autoconciencia se da siempre, en palabras de Schutz, modo preterito. Esto significa que yo
me constituyo, en la autoobservación, en personaje de una historia, mi propia historia, construida, como corresponde a la
modalidad del relato, en tiempo pasado por un observador exterior.
Así el presente es inaccesible a la conciencia, o lo que llamamos presente, el introducirnos en el continuo fluir del
tiempo en el que la presencia de algo nos detiene. En este orden «dentro del cual actuamos» nuestros estados se fusionan
entre sí. Por el contrario, en el orden de la conciencia reflexiva en el que «nos vemos actuar» nos escindimos adoptando
simultáneamente las posiciones de observador y observado, sujeto y objeto. La conciencia introduce una distancia a la vez
espacial y temporal respecto a uno mismo: desde la exterioridad de un observador distante percibimos de nosotros mismos
fragmentos discontinuos que organizamos retrospectivamente en una serie, una sucesión con sentido. También el yo
permanece inaprehensible a la autoconciencia: el sujeto, el observador es precisamente aquello que queda fuera del campo
de visi6n.
La escisi6n interna constitutiva de la conciencia supone la introducci6n de la alteridad en el interior de sí: el sujeto
debe adoptar una perspectiva exterior sobre sí, verse desde otra posici6n o, como dice Mead, desde la posici6n de otro, y
también desde los esquemas de conocimiento y valoraci6n del otro en particular o los otros en general.
Malestar después de demasiada lógica (Kafka)
El pensamiento de la subjetividad se desplaza hoya la intersubjetividad porque tanto en la autoconciencia como en la
acci6n y en la palabra encontramos siempre al otro y a los medios colectivos que son el lenguaje y los sistemas de
conocimiento e interpretaci6n que nos sirven para dar sentido a nuestra experiencia. La interacci6n, la comunicaci6n
intersubjetiva es la instancia originaria productora de la subjetividad: la relaci6n con el otro precede a la constituci6n del
yo. (Pues no entro en la categoría de la persona más que desplazándome en la interlocuci6n entre las posiciones yo / tú /
él/nosotros... Es en el escenario de la relaci6n con el otro, cómplice, adversario, colaborador, testigo... donde juego las
posibilidades de realizaci6n de mi identidad, y es en la respuesta a la demanda que es la presencia del otro donde puedo
percibir su singularidad e imponer la mía.)
Pero una vez enunciada esta posici6n -pensar la subjetividad desde la intersubjetividad- se plantean una serie de
problemas desde la perspectiva del yo. En primer lugar, la relaci6n con el otro nos constituye limitándonos. Cada uno de
nosotros no posee del otro más que los signos que éste emite con su conducta expresiva. La comprensi6n procede por
sucesivas aproximaciones, hip6tesis de interpretaci6n de esos signos confirmadas o desechadas hasta encajar lo
desconocido -la persona del otro que deseamos conocer- en alguna de las categorías o tipos disponibles en la cultura a que
cada uno pertenece. Aplicada a nosotros mismos, la definición que pretende abarcarnos en una combinación de estas
categorías siempre nos ofende: algo de nosotros, tal vez lo más esencial, parece quedar fuera de una definición del tipo
«una persona tal y cuaL.». Pero también percibimos que algo del otro se sustrae a nuestra categorización, algo que sin
embargo está bien presente en nuestra relación con él.
Además, en muchas de las relaciones en que nos vemos envueltos somos conscientes de actuar representaciones ad
hoc de nosotros mismos, de ejecutar un papel con el que no nos sentimos identificados. De hecho la modernidad sitúa al
sujeto en ámbitos de relación despersonalizados donde es únicamente una función, una pieza en un mecanismo -la
persona, su «vida interior», son totalmente ajenos y no pertinentes en el mundo del trabajo o en las relaciones con las
instituciones.
El conflicto moderno de la identidad (el verse en la necesidad de tener que buscar una respuesta a la pregunta ¿quién
soy yo?) surge porque la persona se encuentra comprendida en múltiples círculos de relación en los que participa a
menudo no como una persona completa, que diría Simmel, sino que sólo entra en juego una parte de sí mismo, aquélla
implicada por la tarea, la afición, o el objetivo al que se orienta la relación. Estos círculos poseen además códigos de
comportamiento y esquemas de interpretación muy diversos entre sí, o incluso contrapuestos, de manera que, según pasa
de un círculo a otro, la persona se puede ver obligada a comportarse conforme a reglas distintas y a representarse a sí
misma de muy diferentes o hasta contradictorios modos.
Los diferentes círculos por los que transita el individuo a lo largo de sus días no convergen en una unidad de sentido –
no existe una creencia trascendente y englobante como la religión, que integraba las diferentes actividades parciales en un
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sentido superior- sino que el hombre actúa en el ámbito laboral, en el político, en muchas de sus relaciones de acuerdo con
las raciona1idades específicas que rigen en cada uno de esos ámbitos, dotados de lógicas y éticas autónomas. La
individualidad surge precisamente por la posición en que se encuentra el hombre moderno, situado en una peculiar
intersección de círculos sociales en la que es prácticamente imposible que coincida ningún otro hombre (Simmel).
Esta situación, que hace posible el desarrollo de la individualidad en su complejidad y en su diferencia respecto a
todos los demás hombres, implica la fragmentación y, al tiempo, la centralidad del yo. El hombre, liberado de la tradición
y de los lazos comunitarios que determinaban su destino y decidían por él gran parte de las opciones que se abrían a su
vida, se ve obligado a buscar por sí mismo los criterios conforme a los que guiarse. La duda que abre su libertad se hace
ineludible ya que ahora él deberá ser una creación de sí mismo (conforme a la mitología del individualismo, que se
desarrolla paralelamente a la obsesión por el desarrollo de la subjetividad -la apertura sin límites a todas las posibilidades
de desarrollo de sí y a todas las sensaciones- y de la autenticidad -el desvelamiento de la interioridad, tanto de uno mismo
como de los otros, que se supone oculta tras las máscaras sociales).
La identidad no le es dada al hombre moderno. Antes bien, hallada será un asunto central de su existencia. Le están
abiertas múltiples posibilidades de ser conforme a órdenes de significado muy distintos, al tiempo que cada opción que
realice, la actitud que adopte en sus relaciones, etc. perfila los rasgos que le definen para los otros y para sí. Pero las
definiciones de una misma persona son tan heterogéneas como los mundos en que las realiza. Por ello, cómo sea él
mismo, en cuanto mismo, persistente en sus diferentes momentos, es una cuestión indecible que le somete a crisis más o
menos radicales cuando la identidad proyectada en una situación resulta desmentida o no se ensambla con la
representación contigua y el sujeto cae en el vacío entre dos imágenes de sí.
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Para muchos de los estudiosos de la modernidad, un elemento esencial en la conformación de la individualidad es la
segregación moderna de los espacios público y privado: las relaciones se despersonalizan en los ámbitos públicos y se
hacen funcionales. La segmentación de estos ámbitos y la progresiva racionalización de sus normas crean una fractura
entre el hombre y el mundo, entre lo subjetivo y lo objetivo, que hace a esos ámbitos limitados en su capacidad de
proporcionar un significado a la existencia individual. El mundo privado, el de las relaciones familiares e íntimas, se
autonomiza también de los mundos públicos como aquel en que el individuo no está completamente conformado a las
exigencias del medio. Espacio estable, comprensible, ajeno a la competitividad y el arribismo, donde el individuo
desarrolla su sexualidad, sus afectos, sus relaciones libres de constricciones y donde debe descubrir una presunta
«identidad esencial» expulsada de los mundos donde actúa representaciones parciales y condicionadas de sí.
Antes de volver al análisis de la subjetividad desde la intersubjetividad, o para entrar de lleno en él, habrá que
considerar algunos problemas implícitos en esta perspectiva. El aumento de las relaciones impersonales en el ámbito
público (así como el enrarecimiento de ese ámbito, en que cada uno está sometido a la vigilancia de los otros, a la mirada
indagadora que trata de descubrir las «verdades intencionadas» del desconocido a través de los indicios que deje
transparentar, a la valoración monetaria de su persona en términos de estatus, etc.) y la intensificación de las
relaciones personales y de las vinculaciones afectivas en el ámbito de la familia y las relaciones íntimas me parece un
hecho incontestable de la modernidad. Sin embargo, es preciso distinguir aquí entre el orden social, sus instituciones, sus
reglas, sus legitimaciones, etc. de una parte, y las actitudes de los sujetos respecto a ese orden, de otra.
Como actores sociales adoptamos una serie de actitudes que van desde la identificación subjetiva con la
representación de uno que el orden prevé hasta los más diversos y perversos juegos con las reglas y las instituciones;
juegos cuyo objeto es preservar una cierta autonomía personal mientras se mantiene la apariencia de íntima fidelidad a ese
orden.
En la «hipótesis normativista», se daría una conformidad total de la existencia individual en un sector de la propia
vida -todo es orden, reglas, intereses en el ámbito público- frente a la autonomía absoluta en el otro, el llamado privado.
Sin embargo, el individuo que se encuentra ejecutando un rol, actuando en «calidad de» peón, ejecutivo, revisor o ama de
casa muestra a menudo lo que Goffman llama «distancia del rol»: actúa el rol de modo que quede claro para los
espectadores que él no se identifica con el papel que está representando o que una parte de su persona queda libre de las
constricciones del rol. Con ello el sujeto, mientras actúa respondiendo a las exigencias de la institución en aquello que ésta
le puede reclamar, muestra la posibilidad de entablar una «relación personal» por debajo de la relación meramente
funciona! en que él y su interlocutor se ven envueltos según impone la lógica de ese ámbito. Lo que muestra de su persona
como independiente del rol está dirigido a! juego con el otro, al salto sobre las reglas, a la complicidad, a la posibilidad,
en suma, de una relación «personalizada».
Así la autoironía, la sobrerrepresentación del rol y tantas otras formas de jugar con el personaje que uno está representando, así como el guiño de entendimiento, el humor, la sugerencia de una posible aproximación erótica, etc. se interfieren
en las «despersonalizadas» relaciones funcionales para dar un espacio al flujo creativo que se abre de una conciencia a
otra, donde el otro no es nunca la repetición de alguien ya visto, sino una singularidad que extrae de mí cada vez algo
también absolutamente singular. (Parece innecesario, por otra parte, señalar que el ámbito privado no está libre de las
interferencias institucionales que se introducen, por ejemplo, a través de la distribución de los roles familiares: padre/hijo,
esposa/amante, etc. y actualmente de las instituciones que sustituyen la conversación íntima -psicoterapias- o los vínculos
afectivos -agencias que gestionan el tiempo libre, la compañía, etc.)
La visión del otro nos cosifica, nos parcela y nos recompone en múltiples imágenes-pastiche en que se ensamblan las
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categorías con que por el lenguaje accedemos a la comprensión prospectiva y retrospectivamente (avanzamos hipótesis de
encasillamiento del otro y concluimos un retrato que lo concluye). Pero la relación con el otro es también, y
fundamentalmente, presente, presencia que nos arrastra en un ritual particular y nos sume en un «nosotros» más allá de mí
y del otro.
Quizá fue nuestro común sentido del humor lo primero que hizo que nos entendiéramos. La auténtica unión espiritual se da cuando
dos personas cualesquiera tienen un sentido del humor o de la ironía entonado en -la misma nota exactamente, de forma que cuando
contemplan un determinado tema sus miradas se entrecruzan como si fuesen los haces de varios reflectores. He tenido varios amigos
con los que me faltaba ese nexo, pero la verdad es que nunca fueron amigos íntimos; en ese sentido Henry James fue quizá el amigo
más íntimo que he tenido, aun cuando en multitud de cosas éramos tan diferentes.
Edith WARTON, A Packward Glance, citado por Wayne C. Booth, Retórica de la ironía.
No deja de ser curioso que las metáforas que tratan de expresar ese tipo de afinidad personal que va más allá del
acuerdo racional o del compartir aficiones, espacios o relaciones sean a menudo metáforas musicales.
Schutz analiza el tipo particular de relación que se produce entre los músicos que tocan juntos una pieza, y la nombra
con un término, naturalmente, musical: la relación de sintonía. Los músicos comparten un tiempo interno, vivido como un
intenso presente que parece suspender se fuera del tiempo exterior. No es un presente estático, es un fluir en el que se
articulan paso a paso las corrientes de la conciencia de los participantes. El tiempo interno de la conciencia de cada
músico se desarrolla sobre la experiencia común de un presente vivido simultáneamente con el otro. Schuzt concibe una
suerte de unión del tiempo interno y externo, ya que la interpretación de cada ejecutante del flujo de experiencias internas
del otro se realiza a través de la simultaneidad en el mundo exterior de ambas experiencias internas y de ambas
interpretaciones.
El encuentro entre los músicos que tocan juntos una obra no es, para Schutz, más que el caso paradigmático de la
relación de sintonía que está en la base de toda comunicación. En otras ocasiones se refiere a la «relación nosotros» como
el encuentro cara-cara en el que cada participante, mientras vive su propio flujo de conciencia, percibe el articularse del
pensamiento del otro a medida que se va desarrollando.
En la relación interlocutiva, el «nosotros» no es un simple agregado de yo + tú, es el medio originario en cuyo interior
cada participante desarrolla facetas imprevistas de su persona y en el que cada uno se ve visto por el otro en modos que
sobrepasan sus propias intenciones (el lenguaje no es ajeno a este desbordamiento de las personas de los interlocutores en
el diálogo. Cuando tomo la palabra siempre resuenan otras voces distintas de la mía que han utilizado antes los términos o
expresiones que yo ahora actualizo, como si por mi voz hablaran una legión de otros locutores, grupos, ideologías que
involuntariamente convoco a expresarse por ella; otros sentidos no previstos por mí vienen a asociarse a mis palabras en la
interpretación de mi interlocutor).
Pero me interesa ahora entrar en esa particularidad de la comunicación intersubjetiva señalada por Schutz como
básica para toda comunicación, en la que la articulación de los tiempos internos permite simultáneamente a cada actor
situarse dentro y fuera del juego relacional, en el tiempo interno de sus propias experiencias y en el externo en que se
articulan con las experiencias del otro. Podemos interpretar esta simultaneidad de tiempo interior y exterior también en
términos espaciales.
Cuando suenan las notas, lo que percibe quien escucha música es el abrirse de un espacio en el que los elementos
musicales, notas, silencios, movimientos tonales, adquieren las características de los cuerpos en el espacio: los elementos
se unen y separan unos de otros, establecen relaciones entre sí formando figuras -líneas, planos, volúmenes-. Un orden en
el que se trazan recorridos entre cosas que se sitúan en planos más próximos y más alejados, que a su vez pueden cambiar
sus respectivas posiciones sugiriendo posibles dimensiones de los sentimientos. Un espacio cuya abstracción parece
habitada por lo más humano.
Como la duración en que estamos inmersos cuando nos encontramos entregados a la acción o a la sensación, en cada
instante de la composición musical están contenidos el pasado y el futuro. Cada nota se abre al pasado, en cuya secuencia
está inserta, y al futuro que anuncia e inicia. Tal vez sea esta afinidad con la dimensión durativa del tiempo, de la que
Bergson daba noticia, la que hace a la música tan apta para expresar aquellas experiencias que tienen lugar en la faceta de
la persona no dominada por la conciencia.
Pero, mientras percibimos -aun sin detenerlo, segmentarlo y formularIo en los términos del lenguaje- nuestro fluir
interno abierto, no nos es dado entrar en el del otro, salvo en encuentros del tipo «tocar música juntos» o hacer el amor, en
relaciones «de sintonía» que, por otra parte, advierte Schutz, son lo esencial de las relaciones interpersonales.
En estas relaciones, los espacios y los movimientos interiores del otro se hacen accesibles a mi percepción por ocupar
una posición a la vez exterior e interior a él. O más bien, los movimientos que ocurren en el interior de cada participante
ocurren en la expresión misma. No hay desfase entre el acontecimiento interior y su expresión exterior. Lo que acontece
es la expresión, la particular interpretación de la obra musical que cada uno realiza. La música no es, por tanto, un medio
para la expresión de los sentimientos o de cualesquiera acontecimientos internos, es lo que ocurre en el interior de cada
uno. Pues la música no existe antes de ser interpretada, y la interpretación es la forma en que ésta penetra en él y hace
resonar su sensibilidad: hace salir de él la misma pieza ahora ya expresión de los propios movimientos interiores que ella
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misma ha producido.
La percepción de lo que acontece en el interior del acompañante se da junto con el surgir de las propias sensaciones,
de modo que ambas corrientes internas fluyen conjuntamente en el movimiento de la música que ambos van
construyendo. No hay identidad entre ellos, hay simultaneidad en el tiempo exterior de sus procesos, en los que se da una
suerte de acuerdo automático surgido de la fuerte presencia en cada uno del otro a través de la forma exterior de la música
en que uno y otro se expresan.
La intimidad entre dos no surge del desnudamiento, del exhibir el uno ante el otro una subjetividad preexistente al
encuentro. Como indica el texto de Warton, surge del hecho de ser ambos capaces de construir conjuntamente una
realidad, o una misma versión (en el sentido tanto musical como cognitivo y experiencial) de la realidad. Cuando están
juntos, Edith Warton y Henry James «entonan» sus respectivos sentidos del humor y de la ironía en la misma nota
exactamente. Ven la otra cara de la realidad, pero no cualquier otra; coinciden en ver aquello en que pretende
fundamentarse el orden de 10 real y «le siguen la corriente» o desvelan sus leyes desde fuera de ese orden, aunque no
desde cualquier punto exterior, sino ambos desde el mismo.
Los amantes logran a menudo ese tipo de acuerdo que Schutz llama de sintonía en el encuentro erótico, en que el
cuerpo desaparece como frontera física, envoltorio rígido que mantiene fuera de sí al otro, para convertirse en lugar de
paso, tránsito de lo uno a lo otro donde uno y otro se hacen interpenetrables. La pérdida de la conciencia en el puro
presente-presencia del «nosotros» es también olvido de sí por parte del cuerpo: desplazamiento del centro del cuerpo
propio al continuo movimiento que va de mí a ti y hace a cada uno proyección del otro, hasta que los cuerpos mismos se
hacen invisibles en esta incesante metamorfosis (aquel que conserva la mirada en el éxtasis erótico introduce a su
«persona» como espía o voyeur en el interior de la escena de la que él mismo se ha ausentado como participante). La
fatiga que pone fin a la tensión señala la reclamación de los cuerpos de su derecho a estar presentes, a ser nuevamente
centro de sí mismos.
Los amantes no están únicamente en sintonía en el encuentro erótico, lo están también en sus conversaciones «<el
amor es el más charlatán de los sentimientos y consiste en gran parte en la charla misma», Musil), y en ellas la palabra y la
mirada cumplen la misma función que cumplía la música en el tocar juntos: la expresión de sus movimientos internos y, al
tiempo, lo que los suscita. Pero mientras la pieza musical es, como forma exterior, comunicable, y quienes asisten a la
interpretación pueden no sólo disfrutar de la audición, sino también participar en cierta medida de los acontecimientos
interiores que expresa, la conversación de los amantes es idiolecto a dos, un código privado de ambos que los extraños no
pueden compartir (solamente el cine conseguirá en algunos momentos hacemos participar de las vivencias que expresan
los amantes gracias a su posibilidad de adoptar simultáneamente el punto de vista objetivo y el subjetivo).
Mediante ese lenguaje común, lo que los amantes van creando es su propia persona, o una faceta de su persona antes
inexistente que ha ido surgiendo como creación conjunta, en parte el despertar de algo que estaba como dormido en el
fondo de uno esperando a quien pudiera hacerlo salir a la superficie, en parte el reflejo del propio juego y de la faceta de sí
mismo que del otro surge en la relación. Por eso no somos los mismos en cada nueva relación amorosa y, sin embargo,
somos en cada una algo muy esencial de nosotros mismos.
Y así Calixto y Melibea quedaron enlazados por el sueño de cada uno, que resultaban ser las dos mitades de un sueño único.
ZAMBRANO
«Yo mismo en tanto que amante soy otro que antes de amar (pues no ama esta o aquella de mis "partes" o energías
sino el hombre en su totalidad»>, escribe Simmel, quien atribuye esta creación del otro y de uno mismo en el amor a la
forma en que este sentimiento se enlaza con su objeto -más estrecha e incondicionadamente que ningún otro sentimiento-,
de modo que éste, el objeto, no está ahí con anterioridad a la relación sino a través de ella. Cuando admiramos o tememos
a alguien, continúa este autor, lo hacemos a partir de alguna cualidad u ocasión que le hacen admirable o temible, pero es
propio del amor abarcar enteramente y libre de mediaciones a su objeto. Como en ningún otro sentimiento, la interioridad
del sujeto se vive puramente con respecto al otro como absoluto. En un frente-a-frente insuperable, ambos se acomodan
incondicionadamente a la corriente en que están enlazados, de modo que no cabe entre ellos una instancia intermedia.
En el análisis de Simmel aparece nuevamente la penetrabilidad de la frontera entre yo y el otro, como si, arrastrados
por la corriente que los enlaza, la membrana entre lo de adentro y lo de afuera Se hubiera hecho permeable. Pero no se
trata de que la interioridad de cada uno se haga transparente para el otro, aunque ésa es la ilusión que se hacen a menudo
los amantes. Luhmann señala la inseguridad como condición necesaria a la semántica del amor. 10 extraordinario del
mundo-a-dos y la importancia que cada uno tiene en el mundo del otro deben ser continuamente reactualizados. Sin
embargo, la repetición del gesto amoroso, señala Luhmann, no debe indicar una costumbre reiterada, sino que debe hacer
percibir que la persona se identifica con su acción, por lo que se plantea continuamente la cuestión de si se es sincero o no.
Este traspasar la acción para ir a la «esencia» individual propio de la relación amorosa tiene una doble vertiente: de
una parte sólo es posible en el encuentro de sintonía, en que cada uno percibe y comparte el devenir abierto del otro, y los
diferentes papeles que adopte cada uno en el juego amoroso no ocultarán al otro sus sentimientos y movimientos
interiores, antes bien, servirán para expresarlos, pues surgen en ese mismo juego. Pero esa visión interior al «nosotros» es
rota en numerosas ocasiones a lo largo de la relación y sustituida por la visión exterior sobre el otro y sobre la relación, la
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visión que concluye al otro retrospectivamente y lo fija en unos rasgos y unas posiciones en los que ha sido anteriormente
valorado por mí, o en los que querría verlo realizado, impidiéndole así abrirse a nuevas posibilidades de ser, cerrándolo en
una reclamación de identidad definida desde fuera por mí.
La superposición de lo interior con lo exterior se da también, según Bajtin, en el baile: «En la danza se funden mi apariencia, vista sólo por los otros y existente para los otros, y mi actividad orgánica interna. Todo lo interior en mí aspira a
salir fuera, a coincidir con la apariencia. Yo me concentro en el ser, iniciándome en el ser de los otros. Mi existencia
danza en mí afirmada valorativamente desde el exterior; es el otro quien danza en mí». También lo activo y lo pasivo
confunden sus posiciones, pues la actividad de quien baila o quien ama surge del recibir la acción del otro, del dejarse
poseer por la música o por la gracia del otro (el encuentro erótico sólo puede ser considerado «aburrido» --expresión que
he escuchado en algunos de los filósofos participantes en este encuentro-- por quien adopta únicamente la posición activa
y busca en cada ocasión un hallazgo, una posición, un gesto nuevos, el cual se verá abocado a repetirse a sí mismo, pues
este sentido de lo nuevo es inencontrable donde el repertorio de gestos y combinaciones es limitado. La novedad sólo es
posible para la sensibilidad receptiva, tradicionalmente la femenina, para la que se abre con total disponibilidad a la
percepción de la melodía mil veces oída, y la deja entrar en sí para hacerla resurgir con las nuevas resonancias que le da
en cada ocasión el paso por su particular sensibilidad, del mismo modo que, señala Lorca, puede surgir el «duende» en la
enésima repetición del mismo canto por el cantaor que se deja penetrar por el diablo del cante y permite que éste haga
resonar todas sus fibras de manera que, una vez más, se produzca lo inesperado).
La pasión por el otro es pasión por la relación que me disuelve como «yo» a la vez que me construye como alguien
nuevo: pierdo mi propia solidez y conclusión para hacerme penetrable a la diversidad insondable del otro.
La relación amorosa es la pasión de la constitución de sí mismo por el otro, la relación fundadora de la identidad.
Cuando la literatura se adentra en el espacio interior, cuando transcribe el «monólogo interior», descubre su fundamental
heterogeneidad: una multiplicidad de personajes dialogan en el interior del yo y su discurso se construye como un pastiche
en que fluyen y se ensamblan palabras de otros, fórmulas anónimas, tópicos, dichos de individuos o colectivos que acuden
a hablar por el discurso interior de un sujeto en conversación consigo mismo.
Sin embargo, es preciso elaborar la propia voz desde las voces ajenas, lograr el inestable equilibrio entre los
fragmentos que componen el uno. Entre las múltiples imágenes de sí, el sujeto construye algún intersticio propio. Las
miradas que le han elegido le han proporcionado algún asidero donde elegir entre sus posibilidades de ser, donde
determinarse, de modo que sus opciones pasadas se encuentran en las decisiones que en cada presente le definen, en el
gesto que enlaza sus diferentes actitudes en los diversos escenarios en que se representa. La definición de uno mismo,
además, nunca está totalmente concluida en «el yo que soy ahora» o en la construcción retrospectiva del yo que he sido.
«Sólo en el futuro se ubica el centro real de definición propia», afirma Bajtin. La identidad queda siempre abierta a lo
inminente, a lo que debo y deseo ser, a la posibilidad de una nueva creación de mí mismo, origen de gran parte de las
mentiras sobre el yo «Qué vitalidad, qué apetito de ilusión, qué resplandor en cualquier mentira nueva, e incluso vieja».
Cioran).
Mientras yo no coincido nunca totalmente conmigo mismo y mi ser siempre está abierto desde mi interior, mi visión
sobre el otro -salvo en la fugaz relación de sintonía- es necesariamente exterior: una visión categorizadora que le petrifica,
de modo similar a cuando me aplico a mí mismo la visión retrospectiva por la que me convierto en un «tipo», el personaje
de una historia, o en el aterrador retrato de mí mismo que emerge de mi curriculum. Pero estos perfiles solidificadores de
uno mismo se presentan como ocasionales rendimientos de cuentas elaborados para sí o para otros según las exigencias
del momento en que se realizan, pero estamos siempre prestos a desmentirlos, a renovarlos o a imaginamos renacer en la
fantasía de un nuevo yo, generosidad y apertura que nuestra exterioridad sobre el otro no nos permite concederle a él.
La batalla entre los amantes dramatiza el conflicto entre hacerse permeable y resistir a la pasión devoradora, entre
identidad y diversidad, entre la mirada que nos abre y la que nos concluye. Como el actor que interpreta un papel y al
tiempo se escucha y se ve interpretar; el músico que se absorbe en su ejecución pero no pierde la conciencia de sí, del
entorno y de la pauta que marca el director de orquesta, por ejemplo, cada uno nos introducimos en el curso de una acción
o una relación y simultáneamente, como en un segundo plano, controlamos nuestra actuación, el efecto que está teniendo
en los otros, etc., situándonos así en una zona intermedia entre el sentimiento y la inteligencia crítica en que ambas
actitudes se hacen compatibles. Podemos caer en la fascinación del otro mientras la conciencia alerta nos permite
recuperar la libertad de la distancia y guiar nuestra estrategia. (La racionalidad cotidiana habrá destruido el mundo
extraordinario creado por la relación amorosa, y los amantes se convertirán en identidades transparentes, archiconocidas y,
por tanto, invariables -como ocurre, de hecho, en la familia-, cuando hayan perdido la capacidad de compatibilizar ambas
actitudes o, al menos, de circular entre ellas, la posibilidad de entrar en el sueño del otro.)
Ese equilibrio entre la embriaguez y la lucidez (ese «punto» tan fácil de perder, como sabe todo bebedor), entre la
visión interior a la relación y la exterior, consistente en el hábil manejo de la dinámica entre lo que cae bajo el foco de
nuestra atención y lo que queda en la zona de sombra sin desaparecer en la total oscuridad, es lo que puede permitimos
conservar la gracia y la accesibilidad a la gracia del otro sin perdemos o sucumbir a la petrificación; lograr un punto entre
los extremos en que, según refiere Deleuze, definía Kleisa la gracia, que habita «en el cuerpo de un hombre desprovisto de
toda conciencia y de aquel que posee una conciencia infinita». O tal vez la gracia consistía precisamente en no detenerse,
no fijarse en ninguno de ambos extremos.
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