Rebecca Larson 14 de mayo de 2016

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Índice
Portada
Dedicatoria
Cita
Prólogo
Primera parte. Desaparecida
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Segunda parte. El principio del fin
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Tercera parte. Adivina, adivinanza
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
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Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Cuarta parte. Caza de brujas
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Quinta parte. Toda la verdad y... ¿nada más que la verdad?
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Epílogo
Agradecimientos
Sobre la autora
Notas
Créditos
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A mi hijo, con toda mi alma
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Todo cielo tiene su lucifer y todo paraíso su tentación.
JOSÉ SARAMAGO
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Prólogo
24 de abril de 2016
Nueva York, Estados Unidos
—Mujer blanca, veintidós años, metro sesenta y cuatro, cabello oscuro, ojos castaños,
cincuenta kilos, complexión atlética..., estudiante de Periodismo en la Universidad de
California en Santa Cruz. Fue vista por última vez el 22 de abril en un club clandestino
llamado Tentación.
La detective Larson dejó por un instante de leer el informe policial de Deborah
Myers y, tras observar con detenimiento varias fotografías de primer plano de la joven,
alzó su penetrante mirada gris para unirla a la del teniente Robert Walter.
—Y... ¿eso es todo?
—Por el momento, es todo lo que tenemos.
—¿Ningún testigo? —preguntó ella altamente sorprendida.
—Nadie —replicó el teniente Walter sin muchos ambages—. O nadie vio nada, o
todos se dedican a hacer la vista gorda.
Ella enarcó una ceja perfecta y se quitó sus grandes gafas de pasta negra para
guardarlas en el interior de la funda.
—Rebecca, no me negarás que es un caso hecho a tu medida.
—Cierto, no te quito la razón. Sin duda es perfecto, tal y como a mí me gustan.
Aunque... —arrugó la nariz pensativa. Su sexto sentido la advertía de que había algo
más—, ¿acaso sospechas del dueño del antro?
Robert se carcajeó para luego doblar las piernas e inclinarse hacia delante con
evidente interés.
—Sigues siendo la mejor, Larson, y con diferencia. No sé cómo lo haces, pero...
—Eso de la mejor —lo interrumpió ella educadamente dibujando unas comillas en
el aire con los dedos— recuérdamelo una vez atrape al responsable de la desaparición
de esa pobre chica. Pero, mientras tanto, no adelantemos acontecimientos.
—Encontrarás a la chica y atraparás a ese cabrón..., y lo sabes, Rebecca.
La joven esbozó una sutil sonrisa de medio lado porque, a pesar de no
considerarse una persona ególatra, en su fuero interno reconocía que al nacer había sido
bendecida con un don especial.
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El cociente intelectual de Rebecca era sustancialmente superior a la media y,
además, poseía un innato y refinado olfato de sabueso para resolver los casos más
intrincados. No en balde había sido condecorada con la Mención Honorífica al Valor.
La detective ni siquiera titubeó. Sabía de antemano que removería cielo y tierra
hasta dar con el captor y desvelaría su identidad para luego meterlo entre rejas.
—Robert, has mencionado que se trata de un club clandestino, por lo que deduzco
que ése será precisamente el punto de partida de la investigación.
—Sí —asintió el teniente acariciándose el mentón—. Justamente en Tentación será
donde empezarás a mover ficha.
Rebecca se humedeció con lentitud el labio inferior y luego lo atrapó entre los
dientes.
—Al parecer, el nombre del antro deja poco a la imaginación... —añadió con un
brillo travieso en la mirada.
—Pues, aunque el dicho diga «piensa mal y acertarás», he de advertirte que en
este caso no es del todo cierto, ya que no estamos ante las dependencias de un burdel
convencional, sino de un club de citas de alto standing o, lo que es lo mismo, un lugar
en donde se reúne la crème de la crème...
Rebecca soltó un divertido silbido de admiración mientras el teniente aprovechaba
para deslizar un sobre blanco hacia su lado de la mesa.
—A partir de este momento dejarás de ser la detective Larson para meterte en la
piel de Olivia Hamilton, una nueva rica, heredera de un gran imperio: una prestigiosa
cadena de hoteles ubicados en Europa central.
Rebecca abrió el misterioso sobre sin ocultar una evidente curiosidad en sus
gestos y enseguida extrajo lo que éste contenía: un carnet falso a nombre de Olivia
Hamilton, una Merrill Accolades American Express Card sin límite de crédito, un
billete en primera clase con destino a Monterrey y las señas de la suite en la que se
hospedaría en el lujoso hotel InterContinental The Clement Monterey, ubicado en el
centro histórico de Cannery Row.
El teniente esperó con paciencia a que fuera poco a poco familiarizándose con el
nuevo caso. Mientras tanto, se incorporó de su sillón de becerro y se acercó a una de
las estanterías del despacho, quedando justo enfrente de una réplica bastante lograda de
Los nenúfares de Monet. A continuación, descolgó el liviano cuadro de los anclajes de
la pared y dejó al descubierto una vieja caja fuerte.
Bajo la atenta mirada de la detective, hizo girar el dial circular, primero un cuarto
a la derecha, después otro cuarto a la izquierda, otra vez a la derecha y, por último, a la
izquierda, completando de esta forma la secreta combinación numérica.
La puertecilla se abrió y él rebuscó en su interior durante unos segundos.
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Rebecca seguía observando desde su posición privilegiada. Lo oyó contar en voz
baja: uno, dos, tres, cuatro. Y cuatro fajos de billetes fueron precisamente los que el
teniente Walter depositó sobre la mesa del escritorio.
—No sabemos el tiempo que permanecerás de incógnito en California, por lo que,
desde un primer momento, es mejor no levantar sospechas. —Se peinó hacia atrás un
mechón del flequillo que le dificultaba la visión—. Diez mil dólares en billetes usados
y de distinta numeración.
—Perfecto.
—Dame tu revólver, lo cambiaremos por esta preciosidad...
Robert le entregó en mano una Colt Government 1911, sin numeración, sin registro,
sin nada que pudiera relacionarla directamente con el nombre de Rebecca Larson en el
hipotético caso de ser descubierta.
La joven abrió mucho los ojos. Sentía verdadera devoción por las armas y, en
especial, por las de fuego. La acunó entre sus manos y la acarició con extrema
delicadeza, como si de un bebé de días se tratara.
—Fría, rápida y segura...
—Es la mejor arma.
—Sin duda —sonrió agradecida.
—Vas a estar sola y quiero asegurarme de que estarás bien protegida.
—No te preocupes..., sé cuidar de mí misma.
—Lo sé.
Rebecca presionó el botón para liberar el cargador; luego metió las balas. Se oyó
un chasquido al insertarlo de nuevo. Quitó el seguro y apuntó sin miramientos a un
blanco en concreto situado a varios metros de distancia: al entrecejo de una escultura
tallada en mármol, un obsequio familiar en las bodas de plata de su superior.
Hinchó el pecho y cerró un ojo, imaginando que la estatuilla era el captor aún sin
rostro y sin identidad de la pobre Deborah Myers. Con la vista fija en ese punto, la
sangre fría circulando lentamente por el interior de sus venas y en su mente un único
pensamiento, pronunció:
—Estoy preparada, Robert.
—Me alegra oírte decir eso, Rebecca.
Se giró para mirarlo directamente a los ojos, impertérrita.
—Rebecca Larson ya no existe... Mi nombre es Olivia Hamilton.
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Primera parte
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Desaparecida
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1
El ignorante afirma; el sabio duda y reflexiona.
ARISTÓTELES
Deborah Myers
Treinta y cinco días antes de su desaparición
—Salida 278..., hacia California..., en dirección Lost Hills..., eso es...
En cuanto el concurrido tráfico me lo permitió, giré el volante con determinación a
la izquierda, hacia Paso Robles Highway, y suspiré hondamente. Contuve el aliento
unos segundos hasta que logré incorporarme con éxito a la carretera estatal 46.
Si era honesta conmigo misma, horas más tarde aún seguía preguntándome qué era
lo que realmente me había llevado a preparar las maletas de esa forma tan repentina y
dejar atrás Sacramento, una acomodada vida en casa de unos adorables padres y los
estudios a medias de Periodismo que tanto había anhelado en una de las mejores
universidades de Estados Unidos.
Suspiré de nuevo, pero esta vez, además, negué con la cabeza con resignación.
—Cameron...
Bajo susurros, su nombre escapó entre mis dientes.
—Yo y mis inconmensurables ganas de salvar el mundo...
Suspiré.
Cameron Lewis era...
He de confesar que tuve que parpadear porque me quedé completamente en
blanco, sin saber qué decir.
¿Cómo podría definirlo siendo lo más objetiva posible, más para convencerme a
mí misma de ofrecer un examen exhaustivo y ajustado de su personalidad que al resto
de los mortales?
Mientras meditaba para hallar una respuesta válida acorde a las circunstancias,
rocé con la yema de los dedos la preciosa amatista en forma de margarita a la que le
faltaban un par de pétalos y que pendía de un cordón de cuero negro alrededor de mi
cuello. Según él, aquella flor era el símbolo de nuestra unión.
Una unión que había comenzado hacía varias primaveras.
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A día de hoy, aún no sé muy bien qué fue lo que me llamó la atención de él. No era
precisamente un chico atractivo a primera vista, ni siquiera poseía un físico imponente,
sino todo lo contrario. Como suele decirse, era más bien del montón.
Sinceramente, imagino que lo que consiguió seducirme de su persona fue que
primero fuimos amigos, lo conocí en profundidad, y, poco a poco, me di cuenta de que
valía la pena darle una oportunidad.
Pero... Siempre hay un pero y, cómo no, este caso no iba a ser una excepción. Era
un PERO enorme, en parpadeantes letras de neón...
—Metedura de pata hasta el fondo, Deborah Myers... Nunca jamás rebases la
delgada línea amigo barra novio; repito: nunca... —me sermoneé a mí misma a
sabiendas de que ya era demasiado tarde, pues el mal estaba hecho.
Al doblar la esquina, logré divisar el final de Cannery Row, la preciosa casa
victoriana de estilo reina Ana construida en 1888 y reformada en 1994.
Continuaba igual o, por lo menos, tal y como yo la recordaba. Las paredes
revestidas en madera de un color gris claro, el blanco barrotillo inglés de las ventanas,
el oscuro techado de pizarra natural, el porche con su ruidoso balancín, la privilegiada
vista de los veleros desde la cubierta de la azotea...
Poco después, sonreí algo melancólica al recordar el suave olor a cítrico que
desprendía la piel de un limón acabado de recoger de uno de los árboles del patio
delantero...
Aparqué el vehículo y volví el rostro hacia la casa. La observé ceñuda desde la
distancia, percatándome de que alguien esperaba mi llegada sentado al pie de la
escalera, justo en el escalón que tenía una fea grieta atravesando de lado a lado la
madera encolada, mientras se fumaba un cigarrillo rubio con total parsimonia.
Sí, ése era Jordan, quién iba a ser, si no.
Nada más apearme, lo vi apagar la colilla con la suela de sus deportivas y
acercarse con ese porte algo chulesco en su forma de caminar, recto, altivo, y ese deje
extremadamente sexi que tanto lo caracterizaba.
—Welcome to California, Debbie —sonrió sin separar los labios, una verdadera
lástima, porque poseía unos preciosos dientes perlados y, además, lo sabía—. Espero
que hayas tenido buen viaje.
Se inclinó para robarme un beso en la mejilla.
Suspiré.
Mi hermano y sus estrictos formalismos.
—Sí, curiosamente hoy no me he topado con ningún atasco, ni manifestación, ni
siquiera con un tornado...
Me eché a reír yo sola, puesto que él ni se inmutó.
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—Me alegra —alegó sin aportar nada más a la conversación. Luego bordeó el
Volkswagen Beetle de color amarillo chillón y abrió el maletero.
—¿Esto es todo tu equipaje?
—Sí —contesté sucinta mientras me acercaba a él por la espalda.
Entonces me di cuenta de un pequeño detalle con el que no contaba. Al parecer, en
mi larga ausencia se había tatuado unos elegantes kanjis* tras la oreja izquierda.
—Nuestros padres..., ¿siguen bien?
—Eh... —Boqueé durante unos instantes como un pez fuera del agua. Aquel
sinuoso tatuaje se había embebido por completo toda mi concentración—. Sí, igual que
siempre. Papá con sus pequeños achaques y mamá con sus labores sociales, ya los
conoces.
Asió con una sola mano mi maleta de 55 por 82 centímetros mientras yo colgaba
del hombro izquierdo mi bolso con incrustaciones de cristales de Swarovski sin dejar
de observarlo.
—Gracias por acogerme en tu casa —dije.
Jordan se abrió paso tras cerrar de un golpe seco la puerta del maletero y, a medio
camino entre el vehículo y el porche de la casa, se volvió hacia mí para mirarme con un
refulgente brillo en sus preciosos y rasgados ojos grises y confesarme una vez más:
—Nunca has sido una carga para mí, Deborah Myers.
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2
La vida consiste en la repetición constante del placer.
SCHOPENHAUER
Monterrey, 25 de abril de 2016
Tres días después de la desaparición de Deborah Myers
Rebecca Larson alquiló un coche y se dirigió a uno de los hoteles más lujosos de toda
la ciudad, el InterContinental The Clement Monterey, ubicado en el centro histórico de
Cannery Row.
Si salía al exterior de la suite, a la terraza privada, podía gozar de unas
privilegiadas vistas de la bahía bañada por el océano Pacífico.
—Gracias, puede dejar las maletas ahí mismo.
Rebecca señaló un lugar junto al sofá de tres plazas de estilo italiano y luego
obsequió al botones con un billete de veinte dólares.
—Que disfrute de una buena estancia.
Con gratitud, el chico hizo un leve gesto con la cabeza y poco después se marchó
de forma silenciosa para dejarla a solas.
—Bueno, ya estamos en el punto de partida.
Soltó un suspiro mientras observaba a su alrededor con notable displicencia.
No era una mujer que se dejase impresionar con facilidad, y menos aún por la
apariencia de aquellos muebles carísimos, pues, a juzgar por la estrambótica cama de
madera de haya y el colchón confeccionado con lana de cordero, rizado de cola de
caballo y una capa exterior de cachemira pura, no sería de extrañar que el conjunto
superara con creces su sueldo como detective de homicidios de los años venideros.
Sin importarle lo más mínimo qué aspecto tendría el último ricachón que debía de
haber pernoctado allí después de follarse de mil maneras imaginables a una fulana de
alto standing, Rebecca se desprendió del arma, dejándola sobre la mesilla de noche.
Luego se quitó las manoletinas y, acto seguido, y sin retirar las sábanas de raso, se
acomodó en la cama apoyando la espalda en la cabecera al tiempo que telefoneaba al
servicio de habitaciones y pedía un sándwich vegetal con mucha mayonesa y una CocaCola light muy fresquita.
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Se sujetó la larga y espesa melena castaña en una coleta improvisada mientras no
dejaba de darse ánimos mentalmente porque aquella noche prometía ser la primera de
una larga sucesión de noches en vela. «Bienvenida a mis negras ojeras de oso panda y a
los rancios cafés de medianoche...»
A la detective Larson la fascinaba diseccionar cada caso, despellejarlo poco a
poco, desde la capa más superflua hasta llegar a lo más profundo para desenmascarar
sin apenas esfuerzo a quien ella consideraba desde un primer momento el principal
sospechoso. Jamás había errado, por lo que ese nuevo reto no iba a ser distinto del
resto.
Cogió el sobre con las fotografías de Deborah Myers y el blog de notas y eligió de
entre varios utensilios de escritura aquel diminuto lápiz roído por uno de los extremos,
que, según su fiel creencia, atraía como un imán la buena suerte. Se lo llevó a la boca y
lo sujetó entre los dientes mientras esparcía las instantáneas sobre la cama.
—Veamos qué me susurran tus facciones, Debbie... Porque me permites tutearte,
¿verdad?
Pinzó una de las fotografías de primer plano de la desaparecida para escudriñarla
concienzudamente durante varios segundos. Su capacidad de concentración al estudiar
la morfología facial de una nueva víctima era tan elevada que incluso en ocasiones su
ritmo cardíaco era capaz de descender de ochenta a cincuenta latidos por minuto, como
si de un corredor de fondo en reposo se tratara.
—Mirada honesta de ojos vivaces, castaños y almendrados: eres muy sensible y te
afecta cuando no te sientes aceptada por el resto.
Observó su nariz, delgada y pequeña.
—Nobleza. Tienes verdadero respeto hacia las relaciones de pareja, además de
tener una gran capacidad para enfrentarte a los problemas con mucha fuerza interior.
Deslizó sus felinos ojos grises hacia los labios gruesos, rosáceos...
—Sensualidad, sabiduría, lealtad e inteligencia.
Por último, dio un exhaustivo repaso general al resto de su fisonomía.
—Una barbilla poco pronunciada y regular, sumada a una armónica simetría facial
y a una cara en forma de corazón... Eres tremendamente soñadora, pero... también
posees una asombrosa capacidad de manipulación para conseguir tus propósitos,
especialmente los económicos, aunque para ello tengas que conjugar de forma
inteligente tus armas de seducción.
Rebecca enarcó una ceja y soltó el aire despacio.
—Para tu desdicha, eres toda una preciosidad: joven, apetecible y con una cara
angelical que te convierte en una presa fácil; una por la que cualquier descerebrado
baboso de tres al cuarto sería capaz de matar para conseguir simplemente un poquito de
atención por tu parte...
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3
Somos lo que hacemos de forma repetida.
La excelencia, entonces, no es un acto, sino un hábito.
ARISTÓTELES
Deborah Myers
Treinta y cuatro días antes de su desaparición
—En serio, Jordan —me giré en el asiento del acompañante y lo miré directamente a
los ojos—, te agradezco que hayas conducido varios kilómetros sólo para
acompañarme a casa de Cameron...
Mi hermano mayor siguió mirando al frente sin dejar de tamborilear con la yema
de los dedos el cuero que forraba el volante de su flamante descapotable, un Ferrari
F430 Spider de color gris Silverstone.
—Creo que no es necesario que hagas guardia hasta que salga. —Me mordí la
parte interna de la mejilla con intranquilidad y, tras concederme unos segundos, añadí
—: Mírame, he crecido. Ya no soy aquella niña pequeña a la que te gustaba cuidar...
—Tengo ojos en la cara. —Me espetó sin miramientos y, sin disculparse, sentenció
—: Esperaré en el interior del coche todo el tiempo que sea preciso y luego te llevaré
de regreso a casa.
Rebufé.
Recordaba vagamente lo terco y cabezota que llegaba a ser en el pasado sin
apenas proponérselo, pero... ¿tanto? Sinceramente, creo que no.
Miré una última vez su imperturbable y atractivo rostro de chico malo antes de
besarlo con suavidad en la mejilla y apreciar una exigua mueca por su parte. ¿Simulaba
tal vez una benévola sonrisa? No, en absoluto. Todo parecía indicar que era un simple y
vulgar tic nervioso...
—Dame media hora.
Por supuesto, no esperé respuesta por su parte. Así pues, salí del vehículo y
recorrí el camino adoquinado que serpenteaba el jardín hasta llegar al porche de la
vivienda.
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En ese momento, cuando me disponía a pulsar el botón del timbre, alguien abrió la
puerta de par en par, por lo que me dio la impresión de que había estado aguardando
tras ella durante todo ese tiempo.
—Pasa, él está en el patio trasero.
Jane Lewis, la madre de Cameron, me abrazó con efusividad nada más pisar el
parquet del vestíbulo con la suela de mis zapatos. De hecho, me estrujó tan fuerte que
no cesó de hacerlo hasta darse cuenta de que empezaba a emitir unos ruiditos
angustiosamente humillantes y que, además, hacía un par de segundos que no respiraba
por mis propios medios.
—¡Oh, lo siento, Debbie! Tenía tantas ganas de verte... que no he medido...
Observé un leve rubor en sus mejillas.
—No, por favor... No se disculpe.
La mujer, regordeta, de mediana edad y dorados rizos recogidos mediante un
pasador, se colgó de mi brazo con cariño y me invitó por segunda vez consecutiva al
interior de su casa.
—Va a hacer diez años que nos conocemos. Y creo que ya va siendo hora de que
empieces a tutearme, Debbie. Además —sonrió coqueta—, te confieso que eso me hace
sentir más... juvenil.
En eso tenía razón —debía de rondar la cincuentena—, así que, con benevolencia,
le devolví la sonrisa y luego asentí.
Me acompañó en silencio por el interior de la casa hasta el jardín. La puerta
corredera estaba abierta y, tal y como había pronosticado, Cameron aguardaba sentado
en uno de los bancos de madera.
Me disponía a salir al exterior cuando, de repente, Jane presionó con más fuerza
mi brazo, reteniéndome en el sitio.
—Te ruego que tengas paciencia con mi hijo. —Me miró suplicante—. Han sido
unas semanas muy duras para él, para todos...
Jane desvió la vista al jardín unos instantes y luego retomó con cautela el hilo de
la conversación.
—Tras lo ocurrido..., él..., Cameron se ha convertido en una persona solitaria. —
Se notaba que hablaba con nostalgia—. Si no es capaz de cruzar más de dos palabras
contigo, por favor, no se lo tengas en cuenta.
—Descuida.
Trató de sonreír pese a que las lágrimas que empezaban a bañar sus ojos delataban
su comprensible congoja. Y no era de extrañar, puesto que Cameron había sido acusado
y posteriormente exculpado de graves cargos de pederastia hacia una de sus alumnas de
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hip-hop. Los padres de la niña habían denunciado el extraño comportamiento que su
hija había adoptado en los últimos meses. Hallaron conversaciones subidas de tono en
redes sociales, fotografías de ella ligera de ropa en el disco duro de su PC...
Por suerte para todos, el calvario de Cameron acabó poco después de dar
comienzo. Las pruebas fueron refutadas por el juez y redirigidas hacia otra línea de
investigación: un antiguo alumno de Cameron con graves trastornos psicológicos. Éste
había suplantado su identidad para realizar con cierto grado de libertad sus fechorías y,
de paso, calmar su sed de venganza hacia su persona.
Pese a que se había demostrado la inocencia de Cameron, para muchos aún seguía
recayendo en él la sombra de la duda. Quizá con el paso del tiempo y mucha paciencia
quedara en el recuerdo como una simple anécdota.
Sin embargo, conociéndolo, como yo lo conocía, me temía lo peor. Mi exnovio era
un ser débil por naturaleza, de los que se ahogaban en un vaso de agua, por lo que
estaba convencida de que ese incidente lo marcaría de por vida.
Cogí aire y me impulsé mentalmente para acercarme a él.
Al llegar a su lado, lo observé en silencio. Tenía aquel gesto sombrío,
apesadumbrado..., de niño desamparado. El mismo gesto desolador del día que puse
punto y final a nuestra relación.
—Hola, Cameron.
Mi tono de voz sonó algo aséptico, lo confieso. Así pues, disimulé con decoro y
me senté en el banco, dejando algunos centímetros de separación reglamentaria entre
nuestros cuerpos.
—¿Cómo te encuentras?
¡Por el amor de Dios!...
Era obvio que no se encontraba bien. Había sido una pregunta insustancial que no
aportaba nada especial a la conversación. Nadie en su sano juicio podría estar cuerdo
tras ser acusado indebidamente de pederastia.
—Quiero que sepas que... —me quedé muda cuando él alzó la barbilla y ladeó
lentamente la cabeza en busca de mis ojos— que creo en ti. Sé que tú no eres capaz
de...
Su mirada... Su mirada estaba como enajenada..., y sus pupilas...
—Gracias, Debbie, muchas gracias por venir.
—Sabes que estaré siempre que me necesites.
Intenté fingir una sonrisa, una de aquellas que en ocasiones tenía postizas,
artificiales, enlatadas...
Y, por primera vez en mi vida, me sentí mezquina al descubrir que el único
sentimiento que en mi interior perduraba hacia él no era otro más que el de lástima.
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4
El hombre es la única criatura que rechaza ser lo que es.
ALBERT CAMUS
26 de abril de 2016
Cuatro días después de la desaparición de Deborah Myers
Rebecca Larson se cepillaba los dientes observando una de las doce instantáneas de
Deborah Myers que yacían adheridas al espejo mientras se fustigaba con la misma
pregunta una y otra vez: «¿Qué lleva a una chica atractiva, inteligente y con cara de no
haber roto un plato en toda su vida a un antro de perversión como Tentación?».
—Algo se me escapa... Pero ¿el qué? —rumió entre dientes antes de colocar las
manos bajo el grifo, tomar un sorbo, hacer gárgaras y escupir el agua sobrante—.
Piensa, Rebecca, piensa.
En ese momento, alguien golpeó en un par de ocasiones la puerta de la suite.
La detective, ataviada únicamente con una camiseta de licra y un minúsculo culote
que dejaba escapar muy poco a la imaginación, se paseó descalza por la amplia
estancia y se detuvo justo antes de abrir.
Por norma general, habría desenfundado su Colt Government 1911, además de
linchar a preguntas al desconocido mucho antes de plantearse siquiera la remota
posibilidad de invitarlo a pasar. Sin embargo, ese caso era muy distinto, pues esperaba
con voraz apetencia su llegada.
Cazó casi al vuelo unos vaqueros desgastados del perchero y cubrió con ellos sus
largas y atléticas piernas del color de la canela.
Abrió la puerta sin miramientos y ante sí apareció un atractivo joven de
enigmáticos ojos azules y mirada misteriosa. Era alto y delgado y, a juzgar por su look
estudiadamente descuidado, debía de rondar la treintena.
—Adelante, Jordan.
Rebecca lo invitó a pasar sin dejar de examinar sus elegantes movimientos, que
desentonaban con su sensual porte de chico malo.
—¿Te apetece tomar algo?
—Sí, ¿por qué no?
La detective se dirigió al minibar y se acuclilló para inspeccionar el interior.
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—¿Eres un tipo de los que se cuidan o de los que pasan de tópicos y se amorran a
una buena botella de alcohol destilado?
El joven enarcó una ceja y después la miró con notable interés.
—¿No está de servicio, detective Larson?
—Yo siempre estoy de servicio, Myers. Las veinticuatro horas del día y los
trescientos sesenta y cinco días del año. ¿Jack Daniel’s o Druide?
—Whisky.
Rebecca escogió una de las botellas en miniatura y después la lanzó por los aires.
Con gran pericia, Jordan la atrapó al vuelo, sin desplazarse siquiera un mísero
milímetro del sitio antes de que ésta cayera al suelo.
—Out! —dijo ella sonriente mientras éste desenroscaba el tapón, tras lo que se
acercó a él—. Debiste de ser un buen base.
—Siento discrepar —repuso él dando un breve trago a la botella—. Nunca
destaqué en el béisbol, no se me daba muy bien. Yo era más de fútbol americano. Me va
el... cuerpo a cuerpo.
La detective notó cómo la voz del joven se ahuecaba al pronunciar esas últimas
palabras y un brillo seductor se adueñaba de su mirada. No pudo evitar poner los ojos
en blanco. Desde una temprana edad, era consciente del efecto devastador que
provocaba en los hombres. Los atraía de igual forma que la miel a las moscas.
Debido a su imponente casi metro ochenta, sus ojos grises y su escultural silueta,
Rebecca Larson había tenido que demostrar hasta la saciedad y a lo largo de los años a
tanto machito alfa a rebosar de testosterona que era posible conciliar la fachada de
mujer hermosa con una mente prodigiosa.
Apoyó la cadera en el borde de la mesa y cambió de tema rauda.
—¿Cómo te hiciste la cicatriz de encima del labio?
Jordan la contempló con su absorbente mirada gris instantes antes de dibujar una
traviesa y sexi sonrisa mientras le respondía con un cierto deje de cinismo en sus
palabras:
—Me caí de una silla cuando no era más que un crío. —Deslizó lentamente la
punta de la lengua por la comisura del labio superior—. Tres puntos de sutura y una
buena reprimenda.
»Ya ni siquiera recuerdo qué era lo que buscaba en el último estante de la alacena.
Presiento que algo importante. Importante para un crío... —matizó—, pues al regresar
del hospital, aún aturdido por el golpe, no tardé ni medio segundo en subirme de nuevo
a la silla.
—¿Siempre has sido tan inquieto?
—Más que inquieto, curioso. Muy... curioso —respondió él relajado, y posó la
boca de la botella en sus carnosos labios. Luego bebió sin dejar de mirarla a los ojos.
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«Sensual y atrevido —se dijo Rebecca—. Pero, cuidado, los niños traviesos que
juegan con fuego... acaban quemándose.»
—¿El cuarto de baño?
La detective señaló la puerta que permanecía cerrada.
—¿Puedo?
—Por favor... —asintió realizando un gesto aprobatorio con la cabeza.
Mientras, ella se acomodó en el sofá a la espera de que volviera a aparecer en
escena. Por suerte, no se demoró demasiado, tan sólo varios minutos.
—Dejemos a un lado los dichosos preámbulos y formalismos —dijo ella aséptica.
El tono de su voz y la expresión de su cara se habían endurecido al instante—. Hace
cuarenta y ocho horas, decidiste ponerte en contacto con nosotros para buscar a tu
hermana pequeña. Según nos informaste, desapareció en la madrugada del 22 de abril.
Ella esperó a que él confirmara sus afirmaciones. Al ver que asentía levemente
con la cabeza, Rebecca prosiguió:
—Además, asocias abiertamente su desaparición con un club clandestino de citas
donde, presumiblemente, fue vista por última vez.
—Así es.
—¿Qué pruebas tienes? Ya que nadie vio nada, nadie oyó nada, nadie...
Rebecca dejó de hablar cuando oyó el sonido de una cremallera al abrirse. Su
confidente extrajo un pequeño cuaderno de notas del interior de su bandolera de marca.
—Mi testimonio es el diario de Debbie.
Ella no pudo evitar abrir mucho los ojos.
Ésa podría ser la prueba circunstancial que necesitaba para seguir los últimos
pasos de la joven antes de desaparecer sin dejar rastro. Ese bloc de hojas podría
ayudar a esclarecer todas sus dudas, todos los porqués y, a su vez, identificar el modus
operandi: ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde?
—¿Me permites ojearlo? —le preguntó con deferencia.
Él se lo entregó y Rebecca lo abrió en busca del último párrafo escrito.
Las hojas empezaron a bailar entre sus largos y estilizados dedos de pianista.
Pronto llegaría al final. Muchas páginas en blanco, quizá demasiadas, pensó. Incluso
parecían faltar algunas...
Rastreó la última de las páginas escritas de puño y letra de Deborah y después
leyó para sí:
Esta noche volveré a Tentación. Esta noche volveré a verlo, muero por verlo. Me
vestiré como a él le gusta: sexi pero elegante, y de riguroso negro.
Cuento las horas..., cuento los minutos...
Cerró la tapa. Por el momento, había tenido suficiente.
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—¿Puedes corroborar que se trata de su letra?
—Sí, sin lugar a dudas.
—Necesitaré algún documento que dé autenticidad a lo que afirmas.
—No hay ningún problema. Le traeré alguna de las libretas en las que tomaba los
apuntes en la universidad.
La detective lo miró en silencio.
Era extraño, pero no parecía en absoluto tenso y el ritmo de su respiración era
pausado. En ningún momento había roto el contacto visual, y sus brillantes pupilas no se
habían visto alteradas. Ni siquiera sus microexpresiones reflejaban un mínimo de
angustia.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
Jordan la invitó con la mirada a formulársela.
—¿Cómo es que no estás preocupado por ella?
—¿Quién dice que no lo esté?
—Tú y tu extraño comportamiento me lo están diciendo a gritos. Es más, cualquier
fiscal podría utilizarlo en tu contra en un juicio. —Hizo una pausa intencionada y luego
prosiguió—: Se trata de una actitud muy sospechosa. Tu hermana ha desaparecido sin
dejar rastro, mientras que tú...
—Padezco alexitimia —la interrumpió de golpe Jordan sin mucho decoro por su
parte—. Carezco de empatía. Me cuesta establecer y mantener vínculos afectivos.
Aparento ser una persona fría, además de pragmática.
—¿Algún desencadenante? ¿Depresión? ¿Pánico? ¿Estrés postraumático?
¿Adicciones?...
—Alcohol y... algún que otro estupefaciente.
—¿Qué tipo de estupefacientes?
—¿Acaso me está interrogando, detective Larson?
Jordan Myers la retó con la mirada.
—Toda esa mierda forma parte del pasado —rezongó, aclarándose la garganta—.
Y dudo mucho que sea relevante para la investigación de la desaparición de mi
hermana.
—Yo estoy al mando de esta investigación, por lo que las directrices las marcaré
yo, no tú.
Rebecca lo miró fijamente sin pestañear.
Después de unos segundos sosteniéndose las miradas, habría jurado que la de él
seguía imperturbable, como si estuviera debatiéndose consigo mismo.
—Si quieres encontrar a tu hermana con vida, te aconsejo que te dejes de naderías
y sigas rigurosamente mis reglas —lo instó, esta vez en tono acerado y sin florituras—.
¿Ha quedado claro?
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Mantuvieron una competición de miradas durante unos segundos hasta que Jordan
alzó de nuevo la botellita y, tras acabársela de un sorbo, le regaló a sus oídos una
disculpa en toda regla.
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5
El hombre es totalmente responsable de su naturaleza y de sus elecciones.
JEAN-PAUL SARTRE
Deborah Myers
Treinta y tres días antes de su desaparición
—¡Oh, Dios mío!
Grité profusamente y eché a correr hacia mi coche, atravesando con celeridad el
aparcamiento subterráneo de un viejo edificio en el centro de Monterrey donde se
encontraba estacionado. Al llegar junto a él, me detuve en seco al notar en mis propias
carnes todos los estados de ánimo que se experimentan cuando descubres que dos de
los neumáticos están rajados.
Sin percatarme, dejé caer las bolsas de la compra sobre el gris asfalto al cubrir mi
boca con las manos, observando el desastre con auténtico pavor...
En ese momento, dentro de mi desconcierto, logré advertir unos pasos que se
aproximaban a mi espalda y la sombra de un desconocido que cobraba vida en la
penumbra. Para cuando quise volverme, un hombre alto, delgado y muy apuesto se
había recogido cuidadosamente el bajo de la gabardina para acuclillarse ante mis ojos.
He de confesar que, gracias a las clases de arte dramático a las que asistí hace
años, logré llevar a cabo una de mis mejores actuaciones hasta el momento. Tal y como
premedité, debía parecer un encuentro fortuito, y así fue.
—Debe de ser obra de unos delincuentes callejeros cuya única intención es pasar
el rato —argumentó entre roncos murmullos mientras analizaba concienzudamente las
hendiduras—. A no ser que este hecho vandálico esconda otra pretensión muy distinta y,
en ese caso..., pueda interpretarse como una clara advertencia.
Pese a que seguía algo desorientada por el shock emocional, permití que se
levantara y esperé a tenerlo frente a frente para responderle.
—No me cabe ninguna duda de que se trata de la primera de las opciones —
concluyó, sin darme tiempo a decir nada.
Me miró de hito en hito y luego prosiguió tras aclararse la voz:
—Ni siquiera concibo la idea de que exista nadie en el mundo que quiera hacer
daño deliberadamente a alguien como tú.
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Tras esa ferviente declaración de intenciones, me obligué a apartar la vista de
golpe en cuanto sus ojos verdes azulados, intensos y brillantes como el jade,
desnudaron sin recato mi alma. Fue sólo un instante, el suficiente para sentir cómo toda
mi piel se erizaba vergonzosamente bajo mi ropa.
Justo entonces me dejó allí y empezó a rodear el vehículo para certificar que no
hubiese más destrozos.
Al acabar, volvió a acercarse a mí con un distinguido porte al caminar, sobrio y
elegante, rezumando sensualidad y seguridad a partes iguales.
—Lo apropiado en estos casos sería comenzar por las presentaciones.
Observé su mano tendida y seguí el intrínseco sendero de su brazo. Hombros
anchos; incipiente barba de unas horas; nariz recta, fina, altiva; pómulos altos y
orgullosos...
—Mi nombre es Daniel Woods.
Estreché su mano algo indecisa y, como era de prever, el contacto piel con piel no
me dejó indiferente. Daniel Woods provocó en mí un estrepitoso escalofrío que
recorrió raudo todo el largo de mi espalda, desde la primera vértebra hasta el coxis.
Y fue entonces cuando me atreví, por segunda vez, a mirarlo directamente a los
ojos, instigada por su profunda y escrutadora mirada, notando una oleada de rubor
sobre mis mejillas.
—Soy Deborah Myers.
De inmediato, sus labios se curvaron en una sexi, canalla e irresistible sonrisa de
medio lado. Una que no dejaba lugar a dudas. Resultaba evidente de que Daniel era
conocedor del devastador impacto que provocaba entre el género femenino, además de
ser uno de aquellos hombres maduros que solían andar con un cartel colgando de su
cuello en el que se indicaba en parpadeantes letras de neón: «¡Peligro, alto voltaje!».
Mientras yo seguía absorta en mis cavilaciones, él se tomó la libertad de avisar a
una grúa, dando instrucciones concisas de la ubicación del coche, de la matrícula y de
los escasos datos que conocía de mí.
Una vez concluyó, se giró.
—Disculpa mi osadía —empezó a decir—, he creído oportuno realizar la llamada.
El taller es de entera confianza, por lo que puedes estar tranquila —sonrió amable.
Asentí sin miramientos y de forma autómata, porque lo cierto era que en esos
momentos no me apetecía siquiera rebatir su postura. Toda opción me parecía
sobresaliente. Además tenía que dar a entender que cualquier cosa era mejor que
quedarme a solas en aquel tétrico aparcamiento.
Aquella tarde, y a pesar de mi fingida negativa, Daniel me acompañó a casa en su
deportivo: un espectacular Lamborghini Estoque en acabado negro mate, mientras la
canción Ain’t no Sunshine* versionada por Lenny Kravitz nos envolvía con tintes soul
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por las calles de la ciudad.
Por un momento, me encontré cuestionándome si sus gustos musicales harían
justicia a sus prácticas sexuales.
¡Dios!
Sentí que me ruborizaba escandalosamente de pies a cabeza como una vulgar
quinceañera enamorada de su profesor de instituto, imaginando su cuerpo desnudo,
tenso y pegado al mío, cubierto de una perlada capa de sudor y bramando enardecido
mientras me embestía con violencia por detrás.
De repente, me vi obligada a cruzar una pierna sobre la otra y a ejercer presión
con los muslos. Cubrí la boca con mi mano para enmudecer un gemido al sentir que los
músculos de mi sexo reclamaban algo más que mi atención.
El vehículo se detuvo tras varios giros de volante.
—Maravillosa casa victoriana de estilo reina Ana —sostuvo él mientras se
inclinaba hacia mi lado para observarla a través de la ventana del acompañante, lo que
permitió que su olor corporal, fusionado con el de un perfume caro que no supe
distinguir, aturdiera íntegramente mis sentidos.
Pasé varios segundos sin habla y sin mirarlo, rezando porque el evidente rubor de
mis mejillas se atenuase.
Me sentía ridícula.
Mi comportamiento distaba mucho de considerarse mínimamente admisible, y más
teniendo en cuenta que se trataba de un completo desconocido.
Volvió a su sitio y, tras hurgar en su billetero, extrajo una tarjeta. La pinzó con los
dedos índice y corazón y después me la ofreció.
—En este número de teléfono podrás localizarme a cualquier hora del día.
Alargué el brazo para atrapar la tarjeta, pero, con un acrobático movimiento, él la
ocultó en su palma.
—Antes debes prometerme que me llamarás para mi tranquilidad.
Su voz resonó más grave y varonil, si cabía, y yo únicamente me atreví a asentir de
la misma forma que lo haría una niña pequeña sentada en el regazo de su padre
momentos antes de recibir el anhelado regalo de cumpleaños. Me vi dando saltitos de
alegría y girando sobre mis talones al tiempo que mis coletas danzaban al viento...
«Vergonzoso, Debbie..., completamente vergonzoso.»
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6
Las heridas que no se ven son las más profundas.
WILLIAM SHAKESPEARE
27 de abril de 2016
Cinco días después de la desaparición de Deborah Myers
El Salinas Police Department de Monterrey sopesaba varias hipótesis sobre la
desaparición, sin causa aparente, de Deborah Myers: huida, trata de blancas, rapto o
secuestro, homicidio...
En cuanto su hermano Jordan interpuso la denuncia ante el juez instructor,
empezaron a movilizar a todo el condado. Solicitaron informes a la morgue, a
hospitales, en pasos fronterizos y cuerpos policiales de otras jurisdicciones.
Activaron todo un despliegue de mecanismos para la operación.
Por otro lado, la teoría de la detective Larson seguía estando a años luz de las
dispersas conjeturas policiales. Según su instinto, la autoría de la desaparición se debía
buscar en un límite de rastreo mucho más acotado: tenía que ser alguien de su entorno...,
alguien más íntimo. Por lo que, indiscutiblemente, Daniel Woods, pese a la Convención
Americana sobre Derechos Humanos y a su principio jurídico de inocencia, que
sostiene aquello de que «todo el mundo es inocente mientras no se demuestre lo
contrario», era un firme candidato a llevarse el codiciado galardón a la culpabilidad.
Sabía que al menos algo era cierto: que más pronto que tarde encontraría a
Deborah Myers. Viva o, tal vez, muerta.
Así era Rebecca Larson, una persona pragmática. Sin lugar a dudas, ése era el
adjetivo que mejor la definía en todos los ámbitos de su vida.
No obstante, por su larga y tortuosa experiencia en criminología, solía
posicionarse en el peor de los casos. De esa forma, el despeñamiento hacia la cruel
realidad resultaba siempre menos dramático.
Tampoco era amante del azar, pues no creía en él. Su dogma era irrefutable: todo
tenía un porqué, nada sucedía sin causa aparente y, por consiguiente, todo seguía con
rigurosidad el diagrama causa-efecto de Ishikawa.*
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Miró su reloj de pulsera sin quitar la vista del segundero y, cuando las manecillas
marcaron las diez de la noche, se bajó del vehículo.
No había caminado ni diez pasos en dirección norte de la calle Roosevelt cuando,
al curiosear uno de los escaparates, vio deslizarse el reflejo de su imagen en la vidriera
lateral. Sin poder evitarlo, se detuvo en seco y observó su cuerpo, paseando los ojos de
arriba abajo de manera inexpresiva.
A continuación, cuando finalizó el riguroso escrutinio, arqueó una ceja,
permitiéndose el lujo de adoptar una sonrisa irónica. De algún modo, la inconfundible
estampa de mujer adinerada que tenía ante sí (la cual distaba a años luz de su genuina
idiosincrasia) no la dejó indiferente. Era la misma mujer que horas antes se había visto
obligada a alquilar un vestido de cóctel negro y unas altísimas sandalias de la firma
Jimmy Choo, la misma que a sus treinta y dos años recién cumplidos jamás había tenido
la necesidad de subirse a unos tacones de aguja de más de diez centímetros,
convirtiendo algo tan elemental como caminar en toda una auténtica odisea.
Respiró hondo un par de veces y reanudó su camino. No quería llegar tarde al
encuentro. Desde que habían filtrado la información de que esa misma noche Tentación
abría de nuevo sus puertas, Rebecca se había puesto manos a la obra, removiendo cielo
y tierra para hacerse un hueco, junto al hermano de Deborah, en la lista de sus
miembros más selectos.
Dobló la esquina y enseguida atisbó lo que a simple vista parecía la silueta del
atractivo joven, vestido de riguroso negro y muy elegante, camuflado entre las sombras
de la noche mientras inhalaba con total parsimonia el humo de un cigarrillo rubio.
Al oír unos pasos acelerados que se acercaban, Jordan Myers ladeó la cabeza y,
tras dar una última calada, pisó la colilla.
Luego, sin perder más tiempo, se le aproximó con una mano en el bolsillo del
pantalón y un ritmo acompasado al andar.
—Buenas noches, detective Larson.
—Mi nombre es Olivia Hamilton, memorízalo —espetó ella de malos modos, sin
devolverle siquiera el saludo—. Ándate con pies de plomo desde este preciso
momento; de lo contrario, la investigación sobre la desaparición de tu hermana
fracasará incluso antes de dar comienzo.
Como demostraba el tono desdeñoso de sus palabras, su enojo estaba más que
justificado, pues el hecho de que el joven revelara su verdadero nombre en público,
además de ser un completo acto suicida, demostraba que aún no había comprendido la
magnitud del problema.
Eso no debía ocurrir bajo ningún concepto.
Jamás...
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—No te preocupes, no lo he olvidado —dijo él en tono despreocupado, algo
rimbombante incluso—. No era más que una inocente broma. Ya sabes..., para romper
el hielo.
Rebecca se le acercó amenazante, abalanzándose en picado desde lo alto, como un
halcón sobre su presa mientras se colocaba las manos en las caderas.
Soltó el aire con fuerza.
—¿Acaso me tomas por imbécil? —lo instó acortando las distancias y sin dejar de
mirarlo, sumergiéndose en su críptica mirada gris—. No vuelvas a vacilarme... ¡jamás!
La expresión de él seguía impertérrita tras el grito, mientras que ella no cesaba de
desprender furia por todos los poros de su cuerpo. Porque si había algo que detestaba
desde siempre era que un hombre la bamboleara a su antojo.
Por supuesto, Jordan siguió en sus trece, sin mediar palabra y dejando a propósito
que los segundos pasaran, arbitrando un violento silencio entre ambos. Luego,
aprovechando la cercanía de sus cuerpos, se permitió el lujo de recorrer lánguidamente
con los ojos el rostro de ella, para por último esbozar una juguetona y descarada
sonrisa de medio lado.
«Sensual, temperamental e inteligente —caviló para sus adentros—. Arriesgada
combinación en una mujer tan... sumamente atractiva.»
Al cabo de unos instantes, la acritud de Rebecca cambió de repente. Soltó el aire
retenido en sus pulmones y trató de relajarse. Y, de la misma manera que se había
acercado a él, se apartó también.
Una vez más, estaba dispuesta a hacer borrón y cuenta nueva, olvidar el incidente
y dar prioridad a lo esencial en todo aquel embrollo porque la investigación debía
seguir su curso, pesara a quien pesara.
Y, por supuesto, llegar al fondo de la cuestión, con la ayuda del incontrolable
Jordan Myers o... sin ella.
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7
Sólo viven aquellos que luchan.
VICTOR HUGO
Deborah Myers
Treinta días antes de su desaparición
Y así fue cómo actué, dejándome llevar no sólo por un fin, sino por las extrañas y
confortables sensaciones que Daniel Woods me transmitió desde nuestro premeditado
encuentro en el aparcamiento del centro de la ciudad, revelando la efigie de un carácter
caballeroso y atento, amable y respetuoso, a años luz de lo que durante tantos años
había esperado hallar...
Un carácter que, a su vez, dejaba demasiadas incógnitas por resolver.
Se acercaba la hora y mis nervios no cesaban de acrecentarse. Llevaba un par de
noches insomne, sin lograr conciliar el sueño, por lo que tardé siglos en ocultar bajo
una generosa capa de maquillaje las horribles ojeras que me ensombrecían la mirada.
Pegué un brinco en la silla del tocador cuando sonó el timbre.
—Es él —murmuré, y eché un rápido vistazo al reloj de la mesilla de noche para
comprobar la hora—. Debe de ser él.
Guardé el teléfono móvil junto a una barra de labios en el bolso y salí del cuarto.
Descendí al salón y allí estaba Jordan, sentado frente a su elegante tablero de ajedrez
de coleccionista, cuyas piezas de hueso de camello estaban talladas a mano por
artesanos de la India, jugando en solitario mientras se devanaba los sesos, retándose a
sí mismo.
—No me esperes despierto, llegaré tarde.
Movió el peón de la columna del caballo y colocó el alfil en ese hueco, ejerciendo
así su acción a lo largo de las dos diagonales mayores.
—¿Este vestido no es demasiado corto para esta época del año?
Noté que los ojos se me abrían como platos.
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Acababa de recordarme a mi padre, a nuestro padre. Y lo peor de todo era que ni
siquiera había levantado la vista del tablero de ajedrez.
—Es la medida justa, Jordan —me acerqué a él—, ni un centímetro de más ni uno
de menos.
Esperé en balde una respuesta que no se produjo mientras él seguía sin apartar la
mirada del juego.
A continuación, inspiré hondo e intenté no caer en su chantaje emocional: no vistas
así, no comas eso, no salgas con determinadas personas... ¡Por el amor de Dios! A
veces me sacaba de quicio. Constantemente le hacía ver que no necesitaba tantas
pruebas de amor fraternal, a sabiendas de que era una batalla perdida de antemano.
Después de todo, la única culpable era yo, que enseguida perdonaba su comportamiento
troglodita, pues sabía que en el fondo lo hacía porque me quería, aunque fuese a su
manera.
—Jordan, recuerda que...
—Ya no eres una niña —acabó mi frase. Cogió el paquete de cigarrillos de encima
de la mesa y, tras darle un par de golpecitos con los dedos, sacó uno, que se llevó a la
boca—. Ten cuidado.
—Siempre lo tengo —dije mostrándome solícita, tratando de empatizar con su
patológica obsesión de velar a cada momento por mi persona.
Me incliné y lo besé en la mejilla antes de que prendiera el mechero. Fue entonces
cuando alzó la vista y me miró, para poco después seguir con lo suyo. Así pues, me
despedí sin alargarme mucho y me giré sobre mis talones con la intención de dirigirme
al vestíbulo.
Abrí la puerta y me reuní con Daniel en la calle.
—Buenas noches, Deborah.
Jamás mi nombre de pila había sonado tan melódico en boca de nadie.
—Buenas noches —susurré circunspecta, notando una incómoda oleada de rubor
acrecentándose en mis mejillas. No sé cómo lo conseguía, pero aquel hombre
abotagaba cada uno de mis sentidos, en especial el del habla.
—Me he permitido el lujo de reservar mesa en un selecto restaurante a las afueras
de la ciudad. El Ambros II, una réplica exacta del Rubicon de San Francisco...
Dejé incluso de respirar por unos instantes cuando, pillándome desprevenida,
avanzó hacia mí y se inclinó ligeramente hacia mi boca, acercándose demasiado,
apenas dejando un par de centímetros de rigor, casi rozando mis labios con la intención
de besarlos. Pero, a mi juicio, no era eso lo que pretendía hacer, no por el momento,
sino sólo tentarme, echarme un pulso. Mostrarme con vil maestría sus cartas y dejar
muy claro, desde el comienzo, que le divertía jugar.
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Y así fue, ya que inmediatamente después dejé de sentir su cálido aliento acariciar
mis trémulos labios. Se acercó a mi oído y, apoyando una mano sobre la parte baja de
mi espalda, acabó la frase:
—Espero que te parezca bien.
Se separó de mí y esbozó una deliciosa sonrisa, invitándome a su Lamborghini con
un gesto de la mano. Porque conocía mi respuesta. La conocía incluso antes de que yo
la pronunciara:
—Todo me parecerá perfecto.
Abrió la puerta del acompañante y esperó a que me acomodara para cerrarla.
Entonces, cuando rodeó el vehículo, pude fijarme mejor en él. Y enseguida me di cuenta
de que vestía algo más informal que el día que lo conocí: unos ajustados vaqueros de
marca, jersey de cachemira con cuello de pico, camisa blanca y una americana negra de
pana, lo que daba la sensación de que quería enmascarar de alguna forma su edad. Sin
embargo, muy a su pesar, seguía encarnando su particular prestancia, que, sin apenas
proponérselo, lo convertía en un hombre absolutamente irresistible, de esos con los que
una cae ipso facto rendida a sus pies.
Sin entrar mucho en detalles, Daniel Woods era de ese tipo de hombres con los
que toda mujer es incapaz de no volver el rostro al cruzarse con él en su camino, o
incluso con el que una sueña despierta mientras se imagina cómo sería su vida si se
levantara al día siguiente a su lado.
Condujo a gran velocidad durante unos veinte minutos al sur de Monterrey. Luces
llameantes y figuras anónimas se desdibujaban ante mis ojos a través de la ventanilla
mientras descansaba mi cabeza en el reposacabezas de piel.
Cavilaciones. Todas ellas me acompañaron gran parte del camino. Pensar en la
situación, en no tener la sartén por el mango como de costumbre, en no saber qué iba a
ocurrir... Todas esas elucubraciones burbujeaban sin descanso en el interior de mi
mente.
—Estás demasiado ausente, ¿todo va bien?
—Sí —le mentí. En cualquier caso, ¿qué otra opción tenía? ¡Ah, sí! También le
sonreí.
—Ya casi hemos llegado.
Lo observé de soslayo. Era tan guapo, tan perfecto... y tan respetuoso que
mortificaba por completo cada recoveco de mi ser. Sin embargo, a juzgar por cómo me
miraba, inferí que había algo más tras aquellos traviesos ojos verdes. Me mordí el
labio inferior al imaginarlo. Tal vez... algo oculto, algo escabroso, algo sucio, quizá
perturbador. En cualquier caso, algo excitante.
Cinco minutos más tarde, las puertas del suntuoso restaurante se abrían ante
nosotros.
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Pronto, una preciosa chica alta, rubia, de rasgados ojos ambarinos y con una
enorme sonrisa que le iluminaba el rostro nos dio la bienvenida.
—Buenas noches, señor Woods. —Al reconocerlo, no dudó en ensanchar los
labios exhibiendo una perfecta hilera de dientes blancos e hizo una sutil reverencia con
la cabeza—. Si me acompañan, enseguida les mostraré su mesa.
Abrió el paso a través del amplio y reconfortante salón de estilo rústico, decorado
con muebles antiguos y una iluminación algo intimista.
Ascendimos a la segunda planta a través de una escalera de caracol con estructura
central helicoidal que terminaba en un comedor de unos treinta metros: fuego a tierra,
hilo musical independiente, una elegante mesa engalanada exclusivamente para dos
comensales y, junto al ventanal, un glamuroso sofá Chester tapizado en capitoné.
—Si de momento no requieren de mis servicios, me retiraré. Leonardo, nuestro
experto sumiller, vendrá enseguida. Bon appétit.
—Merci beaucoup, mademoiselle.
La joven cerró la puerta tras de sí y Daniel y yo nos quedamos a solas.
Me quedé paralizada en la puerta. Todo aquello era nuevo e inesperado para mí.
Me sentía abrumada, incluso confundida con la situación. Pero debía proseguir..., debía
continuar hasta el fin.
—No estés tan tensa.
Cogió mi abrigo por las solapas y lo deslizó lentamente por mis brazos hasta
desprenderme de él.
—Relájate, por favor. De momento, disfrutaremos de una tranquila cena, de un
buen vino y presumo que también de una dinámica conversación.
»No adelantemos acontecimientos. —Me alzó con suavidad la barbilla—. ¿De
acuerdo?
—Sí —asentí sin dejar de mirarlo a los ojos.
—Tranquilízate, Deborah —me susurró—. No haremos nada que no desees.
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8
Los que no quieren ser vencidos por la verdad son vencidos por el error.
SAN AGUSTÍN
27 de abril de 2016
Cinco días después de la desaparición de Deborah Myers
Aroma almizclado, iluminación tenue, música ambiental lounge y un gusto exquisito en
la decoración. Así era el club Tentación: íntimo, sofisticado, elegante, sensual, pero,
sobre todo, discreto. Muy distinto de como Rebecca se lo había imaginado, un lugar
exclusivo en donde los ingredientes principales, como el morbo, la diversión y el
erotismo, se fusionaban haciendo realidad las inquietudes y las fantasías de sus
miembros.
Un lugar donde todo estaba permitido y en donde los límites eran marcados por el
respeto.
Nada más acceder al vestíbulo, una exuberante mujer de mediana edad, cuyos
sugerentes rasgos orientales armonizaban con su rostro de porcelana, y que iba ataviada
con un kimono semitransparente, se les acercó para solicitar sus credenciales: una
invitación personal en donde debían figurar sus nombres.
Leyó las tarjetas y esbozó una amplia sonrisa de aprobación.
—Sean bienvenidos a Tentación.
—Gracias —respondió Rebecca en el acto.
—Si son tan amables de acompañarme, con mucho gusto les explicaré el
funcionamiento del club y sus normas. —La mujer hizo una pausa y después siguió
hablando—: Pero antes necesito que lean y que después firmen el contrato de
confidencialidad.
Hubo un incómodo silencio, luego un gélido cruce de miradas entre Rebecca y
Jordan y, por último, un gesto unánime mostrando su consentimiento.
Barbara, que así se hacía llamar la mujer, tras esperar paciente a que garabatearan
sus nombres al pie de los documentos, les explicó con todo lujo de detalles el
funcionamiento del club y la distribución del mismo.
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En la planta baja podían encontrar una barra y una pequeña discoteca, lugar en
donde se daban los primeros cruces de miradas y se establecía contacto.
Si ascendían a la segunda planta, hallarían la zona de aguas: un spa con jacuzzi y
una piscina climatizada. Y, en la tercera planta, había habilitadas varias salas, entre
otras, la de sadomasoquismo, la de los espejos o el cuarto oscuro. Todas ellas estaban
escasamente iluminadas, a excepción de la última, en la que no veías en absoluto a la
persona con la que practicabas el sexo.
En aquel local todo estaba permitido, lejos de cualquier prejuicio social, en un
ambiente en donde primaba el más absoluto respeto, preservando la discreción y la
fidelidad: intercambio de parejas, orgías, BDSM, parafilia, sexo extremo...
—Pueden escoger la máscara o el antifaz que más les guste.
Barbara les mostró una elegantísima vitrina en madera de caoba de estilo Luis XV,
apoyada en unas patas cabriolé con voluta hacia afuera sobre un tapón, decorada con
motivos vegetales y la cabeza de un angelito rematando el cuerpo central del mueble.
En cada uno de sus estantes de cristal se podían apreciar diversas máscaras
venecianas y antifaces de delicado diseño, todos ellos artesanales y decorados a mano
con una exquisitez deslumbrante: brocados, gobelinos, encajes, gasas, tules,
pasamanerías, camafeos, puntillas, flecos, plumas, perlas, cristales...
Rebecca avanzó lentamente, acercándose al mueble, admirando en silencio desde
su lugar privilegiado el magnetismo de esas piezas.
—En Tentación preservamos siempre la identidad de nuestros miembros, además
de dotar el ambiente con un halo de misterio y glamur con estas pequeñas obras de arte.
—La anfitriona abrió las puertecillas de la vitrina y cogió un antifaz al azar. Era de
encaje en color marfil, con incrustaciones de Swarovski enmarcando elegantemente el
contorno de los ojos y unas majestuosas plumas teñidas y tratadas en el propio atelier
artesanal de Habel Strauss—. ¿No cree que es exquisito, Olivia?
—Es simplemente... maravillosa.
Rebecca casi se quedó sin habla. Acercó su mano con la intención de tocar el
antifaz.
—Si me permite —dijo la mujer mientras rodeaba a la detective y se colocaba a
su espalda—. Creo que, por el tono aceitunado de su piel y el gris de sus ojos, este
antifaz la favorecerá enormemente.
Cuando Barbara acabó de ceñir las cintas a su cabeza, con atrevimiento cogió una
de sus manos y la acompañó frente a un espejo de pie de estilo rococó y moldura
dorada.
Rebecca tuvo que tragar saliva para aflojar el nudo que se había instalado en su
garganta.
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Pocas cosas la hacían enmudecer, por no decir ninguna, hasta el momento. Pero, al
contemplarse en el espejo ataviada con aquel sensual vestido de seda negro que
dibujaba escandalosamente su escultural figura, los altísimos zapatos de tacón y el
enigmático antifaz veneciano, tuvo que reconocer que todo aquello la hizo experimentar
un leve aturdimiento.
Ni siquiera era capaz de reconocerse...
—Estás... espectacular —le susurró Jordan cerca de su oído sin dejar de observar
su reacción a través del espejo. Ambos cruzaron las miradas, pero ella ni siquiera
respondió—. No entiendo cómo te quedas callada, como si no fueras consciente de lo
hermosa y sensual que eres. Deberías estar acostumbrada a que los hombres se
arrastren como babosas a tus pies...
Rebecca se volvió de golpe, sintiendo una oleada de calor que le ascendía desde
las entrañas hasta sus mejillas.
«¡Maldito seas, Jordan, deja de provocarme!»
De nuevo, al estar en presencia de extraños, tuvo que morderse la lengua, contener
un insulto y ceñirse exclusivamente a representar su papel para no inducir a sospechas.
Le costó sangre, sudor y lágrimas abstenerse y no estallar en un grito. Uno que, de una
vez por todas, le pusiera a su acompañante los puntos sobre las íes, de igual forma que
le dijese lo que realmente pensaba de su conducta infantil y de su insinuante verborrea
sin venir a cuento.
—Gracias..., Jordan —murmuró entre dientes a modo de mecanismo de defensa.
Llegados a ese punto, debía seguir a rajatabla el guion, porque lo único que era de vital
importancia era cerrar el caso de Deborah Myers cuanto antes.
Jordan la obsequió con una sonrisa de medio lado, una en la que se podía
distinguir un brillo victorioso con un cierto deje de satisfacción. Después se volvió
hacia la vitrina y escogió un elegante antifaz negro.
—Excelente elección, señor Myers.
Barbara le sonrió mientras lo ayudaba a anudar el lazo. Luego se retiró unos pasos
y los observó a ambos durante unos instantes con la misma intensidad con que se
admira una obra de arte.
—Sé que no debería opinar al respecto, pero... creo que hacen muy buena pareja:
tan jóvenes, tan sensuales, tan... apetecibles.
Los contempló de arriba abajo con deleite.
—Estoy absolutamente convencida de que aquí, en este club, encontrarán lo que
buscan. No me cabe la menor duda.
Dicho esto, se dirigió hacia una puerta batiente que guardaba el mismo estilo
decorativo que los muebles del vestíbulo y la abrió.
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Pronto, la sensual melodía de la canción No Ordinary Love* de Sade lo inundó
todo. Sin apenas darse cuenta, la elegancia de los muebles de estilo rococó los sumió
en un mundo paralelo de opulencia y deleite de placeres terrenales. Todo estaba lleno
de curvas y asimetrías, como las de una mujer, huyendo de la sobriedad; espejos de
suntuosos y ribeteados marcos; cortinas de terciopelo amplias, densas; retratos al
óleo...
Barbara aprovechó ese primer momento de aclimatación de los nuevos miembros
para acercarse a la barra y solicitar dos copas de Pernod Ricard, un carísimo champán
elaborado con una armónica mezcla de uvas sangiovese y syrah.
—Pueden tomarse su tiempo. No deben preocuparse por lo que ocurra a su
alrededor... —Ofreció una copa a cada uno—. Son libres de participar en el juego o...
simplemente de observar.
Jordan bebió un largo trago de champán y después rodeó lentamente la cintura de
Rebecca con un brazo, como si le perteneciera.
—De momento, observaremos —respondió mostrándole una amplia sonrisa—.
Gracias por todo, Barbara.
En cuanto la mujer se alejó, Rebecca hizo ademán de apartarse de él, pero Jordan
la retuvo, ciñendo más el brazo a su cintura.
—Tranquila, fiera. Recuerda que todo forma parte del juego. Tenemos que
aparentar ser una pareja bien avenida.
—Cierto, pero no hace falta que te lo tomes tan al pie de la letra. No es necesario
que marques continuamente tu territorio, orinando en cada esquina como un perro. ¡No
soy tu puñetera res...!
—Mira, observa y dime qué ves. —Jordan cambió de tema drásticamente.
—¿Qué?
—Mira a tu alrededor.
Rebecca se alejó de su grisácea mirada por unos instantes y observó con recelo su
entorno.
—Dime qué ves.
—¿Quieres que te lo describa con pelos y señales? ¡Por el amor de Dios, Jordan!
—Quiero que sepas dónde estás metida —pronunció esta vez severo—, porque
creo que aún no eres consciente de dónde te encuentras.
Rebecca abandonó por unos momentos sus instintos más primitivos, aquellos que
anhelaban arrancarle las pelotas de cuajo para colocárselas por corbata si seguía
deslizando la mano izquierda de la cadera hacia su culo, y lo miró amenazante.
—Echaré un vistazo y te diré lo que quieras saber en cuanto dejes de intentar
meterme mano.
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Jordan se rio jocosamente y la miró como si no supiera de lo que le estaba
hablando.
—No seas tan presuntuosa.
Rebecca le clavó la mirada y frunció los labios, ofendida. Pero él, lejos de querer
quitar hierro al asunto, añadió:
—Si quisiera meterte mano, ya lo habría hecho.
A continuación, la cogió de la mandíbula, obligándola a girar la cabeza.
—Vamos, ¿qué es lo que ves?
Ella pestañeó y miró dubitativa a su alrededor, con los nervios aún a flor de piel.
Observó atentamente y en silencio todo lo que estaba ocurriendo a tan sólo unos metros
de ellos. Fue entonces cuando se dio cuenta de que varios pares de ojos la estaban
desnudando con la mirada.
Miradas cargadas de lascivia y de vicio.
De pronto, todo empezó a tomar un nuevo cariz.
Sin darse cuenta, en su mente se recreó en forma de instantáneas una famosa
escena de la película Eyes Wide Shut, de Stanley Kubrick: antifaces y máscaras,
miradas de hombres y mujeres desconocidos, anónimos, sin identidad...
Pasmosamente, un súbito rubor emergió a sus mejillas, aunque no fue en el único
lugar de su cuerpo donde sintió bochorno.
Era la primera vez que sentía que era el centro de tantas miradas. Jamás, ni en sus
sueños más húmedos, se había sentido de esa forma, tan deseada ni tan... excitada.
Cerró los ojos ante el estupor y experimentó una sensación extraña.
Sintió rigidez y tensión de los músculos de su sexo y notó cómo toda su piel se
estremecía bajo el vestido.
Fantaseó imaginando que esos cuerpos sin rostros se arrojaban sobre ella,
arrancándole la ropa con las manos y con los dientes, para después follársela por turnos
como verdaderos animales.
—¿Y... bien? —ronroneó Jordan en su oído, impaciente—. ¿Al fin eres consciente
de dónde estás metida?
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9
Tienes que aprender las reglas del juego. Luego tienes que jugar mejor que nadie.
ALBERT EINSTEIN
Deborah Myers
Treinta días antes de su desaparición
—Sashimi amarillo de primero, cidre loche de granja frito con huevos de pato de
segundo y, para el postre, geranio rosa con pot de crème.
Después de oírlo recitar el menú, alcé la vista de los platos y ambos nos miramos
mutuamente durante varios segundos.
Allí estaba yo, con la saliva obstruyendo mi garganta y sintiendo repentinamente
una oleada de rubor enrojeciendo mis mejillas.
¡Santo cielo!, de nuevo mi mente deambulaba a su libre albedrío, haciendo que me
cuestionara si todo cuanto rodeaba a Daniel Woods era igual de sugerente que la
exótica cena, la elección de su ropa, la exquisita forma de tratarme, el timbre de su voz
resquebrajándose en un ronco y varonil susurro al término de cada palabra o sus
elegantes, sexis y estudiados gestos.
En honor a la verdad, todo, absolutamente todo cuanto lo rodeaba, exudaba morbo,
elevando la temperatura del ambiente varios grados.
Suspiré hondamente. La habitación me daba vueltas. No sabía si era culpa de las
dichosas feromonas que emanaban de su cuerpo, de su perfume o de mi subconsciente,
que volvía a jugarme malas pasadas disparando la atracción sexual hasta límites
insospechados.
—¿Te encuentras bien?
Se levantó de la silla y rodeó la mesa con una rapidez apabullante. Cuando quise
darme cuenta, en un visto y no visto, se había deslizado como un silencioso reptil y ya
estaba acuclillado frente a mí con la palma de su mano apoyada en mi frente mientras
me observaba con la cara ladeada, aguardando mi respuesta en riguroso silencio.
—S-sí. Me... me encuentro bien... —tartamudeé, y lo miré con expresión nerviosa,
mintiéndole deliberadamente—. Habrá sido una bajada de azúcar, nada grave.
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No. Por supuesto que no me encontraba bien, y el único culpable era él. Su
cercanía, su mano sobre mi piel y sus ojos verdes y brillantes, a la expectativa,
clavados en los míos, no ayudaban en absoluto.
No sabía los motivos, pero he de confesar que en ocasiones se apoderaba de mi
raciocinio una imperiosa necesidad de encerrar bajo llave las situaciones políticamente
correctas y sacar a pasear mi lado más atrevido.
Resultó extraño, pero en ese momento no me vi capaz de pensar en otra cosa más
que en besarlo, y empecé a imaginar cómo sería sucumbir a su boca, sentir cómo sus
labios acariciaban los míos y su incipiente barba cosquilleaba mi mentón.
De modo que ocurrió, ni siquiera sé cómo, simplemente sé que pasó. Nuestras
caras estaban muy cerca, tanto que dejé de ser paciente.
Sé que habría sido más fácil apartar la vista y fijarla en un punto que no fuesen sus
tentadores labios. Sé que habría sido más fácil no sucumbir a los placeres terrenales.
Sin embargo, seguí el irreprimible impulso sexual sin siquiera importarme lo más
mínimo las consecuencias, sin pensar que haría el mayor ridículo de mi vida, y,
asumiendo un alto porcentaje de rechazo, lo besé.
Cerré los ojos sintiendo la calidez de sus labios, una sensación que duró una
exhalación y que poco a poco empezó a disiparse.
Pronto descubrí que algo no iba bien. Daniel no reaccionaba a mi beso;
simplemente no reaccionaba. Se mantenía rígido, estático, con extrema y cruel frialdad,
como si fuese un maldito bloque de hormigón.
A los pocos segundos, se echó atrás, apartándose despacio de mis labios,
rechazando mi beso...
Me quedé patidifusa.
Imagino que en ese momento mi cara empezó a adoptar una expresión infantil, la
misma que cuando tienes seis años, viene otro niño y te arrebata la piruleta de la boca.
Me sentía abochornada, completamente absurda, una estúpida por haber sido tan
impulsiva, por haberlo besado. Al parecer, había descifrado mal el dichoso mensaje
subliminal: el de sus gestos y el de sus acercamientos. Y, cómo no, también el de sus
palabras...
Me sentí tan pequeña, tan minúscula, tan... insignificante.
Sin embargo, me dije a mí misma que descubrir la verdad, aunque ésta fuera
dolorosa, tenía sus efectos beneficiosos. Cualquier cosa era mejor que vivir en la
ignorancia. Y era obvio que Daniel Woods no se sentía atraído sexualmente por mí...
Bajé la vista al suelo y me quedé unos segundos mirando el gres.
—Cielo. —Colocó un dedo bajo mi barbilla, obligándome a mirarlo a los ojos—.
Antes de que empieces a hacer conjeturas, deberíamos hablar.
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¿Hablar? Por mí ya estaba todo dicho, las cartas sobre la mesa y mi autoestima a
la altura del betún.
Noté cómo el estómago se me encogía. Abrí la boca para decir algo, pero justo en
ese instante, Daniel se anticipó.
—En ningún momento quiero que se te pase por la cabeza que no me siento atraído
por ti, sino todo lo contrario. —Cogió una de mis manos, la que reposaba sobre mi
regazo, y empezó a acariciarla con el pulgar muy lentamente, trazando círculos y figuras
imaginarias sobre mis nudillos. Me estremecí, juro que me estremecí—. Sé que sonará
raro lo que voy a decirte, pero debes saber que sí me atraes como mujer, Deborah. —
Me miró un momento en silencio, clavando sus ojos en los míos como afiladas dagas—.
Y te deseo, quizá demasiado.
—¿Entonces? No comprendo tu...
—¿Actitud?
Asentí con los ojos humedecidos, a punto de echarme a llorar como una niña
melancólica.
—Te explicaré todo cuanto desees saber, pero será a su debido tiempo, Deborah
—ronroneó—. Todo a su debido tiempo.
Daniel Woods dejó de acariciar el dorso de mi mano y se encaminó hacia el
equipo de música. Eligió una canción y luego se volvió hacia mí.
—¿Te parece buena elección?
Sonaban los primeros acordes de All Night Long.* Pese a mi juventud, amaba
todas las canciones de Aretha Franklin. Su exuberante chorro de voz racial me volvía
loca.
—Maravillosa.
Daniel sonrió mientras ocupaba de nuevo su asiento.
—Quizá deberíamos empezar la casa por los cimientos, ¿no te parece? —dijo.
Sacó la botella de champán de la cubitera, la secó con una servilleta y después la
hizo girar con suavidad para hacer saltar el corcho con un suspiro. Colocó la mano
izquierda en la base y el pulgar sobre la picada de la botella. Luego me pidió que
inclinara la copa ligeramente para que el líquido se vertiera sobre la pared de cristal y
no sobre el fondo.
Lo miré alzando una ceja con curiosidad y él sonrió adivinando mis pensamientos.
—Al servir el champán de esta forma, conseguimos que las burbujas se mantengan
chispeantes por más tiempo.
—En ese caso, tomaré nota. —Le devolví la sonrisa y esperé a que se sirviera su
copa.
—Brindo por ti. —Alzó su copa y la hizo chocar con la mía—. Por nosotros.
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Bebí sin dejar de mirarlo a los ojos. Debía de estar loca, loca de remate, porque
era evidente de que Daniel Woods jugaba en otra liga; una liga distinta de la mía, una
que estaba deseando descubrir.
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10
No es lo que miras lo que importa, sino lo que ves.
HENRY DAVID THOREAU
27 de abril de 2016
Cinco días después de la desaparición de Deborah Myers
—Ven..., Olivia.
Jordan se sentó y palmeó el cojín, indicándole a Rebecca el lugar que debía
ocupar a su lado. Le guiñó un ojo, haciéndole saber que no había olvidado su nombre
en clave.
—Aquí estaremos más cómodos.
«Qué capullo eres. —La detective le sostuvo la mirada antes de claudicar—.
Cómo te gusta ejercer de macho dominante...»
Sin siquiera haber degustado un poco de su champán, aún frío, dejó la copa sobre
una mesita ornamentada con motivos arabescos y, después, se sentó en el sofá. Lo único
que quería era ser plenamente consciente de todo cuanto ocurriera a su alrededor, por
lo que prefería mantenerse alejada de las apetecibles y tentadoras burbujas doradas.
—Deberías probarlo y, de paso..., relajarte un poco.
—Estoy relajada, Jordan.
—A mí no me lo parece.
En ese preciso instante, un hombre de pelo rubio y ondulado, cuerpo atlético y piel
bronceada, miró hacia ellos. Luego murmuró algo al oído de su acompañante, una joven
de exuberantes pechos y figura curvilínea embutida en un sugerente corsé negro y una
falda plisada por encima de las rodillas, quien, tras establecer contacto visual con los
desconocidos, asintió en el acto. Justo después, la pareja pidió un par de copas más y
se acercó a saludar.
Él se presentó con el nombre de Mike y tomó asiento junto a Rebecca. Ella, por el
contrario, se acomodó en el sofá junto a Jordan.
—Hola, soy Abby —susurró pegando con descaro su cuerpo al de él.
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Inmediatamente después, y sin más preámbulos, acercó una mano a su nuca, hundió
los dedos en su pelo y, a continuación, lo atrajo lentamente hacia sus labios. Abby se
detuvo antes de besarlo, como si le estuviera pidiendo permiso. Al comprobar que
Jordan no hacía nada por rechazarla, sonrió de forma traviesa y empezó a devorar su
boca, saqueándola sin pudor.
Al acabar, cuando quedó satisfecha, se relamió y añadió:
—Un auténtico placer.
Rebecca se había quedado paralizada, sin saber cómo debía comportarse. Hasta el
momento, ni Jordan ni ella habían decidido qué harían en el hipotético caso de que se
acercaran unos extraños con la intención de practicar sexo, ya fuese los cuatro,
intercambiando las parejas, o en grupo. Por consiguiente, se encontraba fuera de juego.
—Aún no te has presentado. —Mike apoyó una mano en el muslo de Rebecca y
empezó a acariciar sutilmente la piel que quedaba expuesta—. Seguro que tienes un
nombre precioso y que además hace justicia a tu belleza.
Hubo unos instantes previos de incertidumbre en los que Jordan se dio cuenta de
que Rebecca permanecía inmóvil, sintiéndose incómoda con la situación. Una situación
que parecía estar sobrepasándola.
¿Dónde estaba su temperamental carácter? ¿Quizá se había esfumado como el
humo de un cigarrillo? Era obvio que había quedado relegado a un segundo plano, pues
ni siquiera era capaz de encararse a Mike y ahuyentarlo.
Jordan asumió que había llegado el momento de mover ficha por ella.
—Mike —Jordan le apartó las manos de la pierna de Rebecca—, creo que será
mejor en otro momento.
—Claro. —Él levantó las manos en el aire, mostrando las palmas, y asintió
respetuosamente—. Ningún problema.
—Perdonad la confusión —se disculpó Abby.
Luego ambos se levantaron del sofá, dejándolos de nuevo a solas. Habían captado
el mensaje al instante: la diversión había acabado, incluso antes de dar comienzo.
Rebecca se frotó la cara con las manos, se sentía algo aturdida. No sabía lo que le
había pasado. No se consideraba una persona libertina, pero tampoco una mojigata.
Jordan aprovechó para acariciar su espalda desnuda y tratar de calmar sus ánimos.
—¿Te encuentras bien?
—No lo sé. —Se inclinó hacia delante para alcanzar su copa y beber de un solo
trago todo el contenido.
—¡Eh, eh...! ¡Con tranquilidad, Rebecca, con tranquilidad! —Jordan le robó la
copa de las manos pese a ser demasiado tarde, pues ya estaba vacía—. Con
tranquilidad...
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—Olivia, joder... —La detective observó con cuidado a su alrededor—. Me llamo
Olivia.
Él sonrió condescendiente.
—Antes de decir tu nombre me he asegurado de que no hubiera moros en la costa,
nena.
—Eso nunca se sabe —dijo ella con la voz entrecortada—. No te fíes nunca de
nadie, ni siquiera de tu propia sombra...
—Esa lección la aprendí de pequeño. Puedes estar tranquila.
Se sostuvieron las miradas durante un largo rato y luego ella se levantó del sofá.
—¿Adónde vas?
Jordan la agarró de la muñeca.
—Al servicio. Y luego nos marcharemos de este lugar.
—¿Tan pronto? ¡Estarás de broma!
—No, en absoluto, Jordan. Lo siento, pero... en estos momentos no estoy en
condiciones de seguir con la farsa esta noche.
—Y... ¿qué pasa con mi hermana? —preguntó él molesto.
—No me olvido de ella. Te compensaré...
Rebecca tragó saliva con aspereza y, antes de que él pudiera seguir linchándola a
preguntas, giró sobre sus talones y echó a andar hacia la escalera.
Según hizo memoria, recordó que Barbara había dicho que los aseos se
encontraban en la segunda planta. Y, como era de prever, no figuraba ningún cartel
distintivo entre los de hombres y los de mujeres, sino que eran unisex.
La detective entró en uno de ellos y se dirigió al lavamanos. Apoyó las manos en
la cerámica y dejó caer el peso de su cuerpo con aflicción mientras se miraba al espejo.
«Maldita sea, ¿qué te pasa, Larson?»
Así permaneció un rato, antes de quitarse su anillo y dejarlo a un lado. Abrió el
grifo y colocó las manos bajo el agua fría. Se humedeció las muñecas y luego se dedicó
a refrescarse la nuca.
De repente, el corazón de Rebecca le propinó un fuerte latigazo y dio un brinco en
el sitio cuando, al alzar la vista y observar a través del espejo, se dio cuenta de que un
misterioso hombre de esmoquin negro se había situado justo detrás ella. Protegido por
un aire de indiferencia estudiada, ocultaba su verdadera identidad bajo una sobria
máscara blanca que le cubría tan sólo la mitad del rostro, lo que lo asemejaba a Erik de
El fantasma de la ópera.
El asombro y el estupor se abrieron paso en los ojos de Rebecca cuando el
desconocido, de forma silenciosa, se ciñó a su espalda, permitiendo que su cálido
aliento acariciara la piel desnuda de su nuca, estimulando sus sentidos al tiempo que la
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combinación casi narcótica de su perfume embriagador, del aroma masculino de su
cuerpo y del excitante olor de haber acabado hacía poco de practicar sexo le nubló por
completo el juicio.
No recordaba haber olido nada igual de perturbador en toda su vida.
—¿Se está divirtiendo?
La detective se volvió de golpe.
—Hasta el momento, sí —respondió en un perfecto tono acerado, fingiendo que su
presencia no la alteraba lo más mínimo.
Al estar a escasos centímetros el uno del otro, pudo contemplar de cerca sus ojos
de penetrante mirada verdosa, bordeados de unas masculinas pestañas oscuras, del
mismo color que su pelo, salvo por varios cabellos grises.
—No es lo que he percibido.
—¿Ah, no? Y ¿qué es lo que ha percibido?
—Parece alguien desubicada, acompañada de un hombre por el que no se siente
atraída sexualmente.
Rebecca sonrió con una mueca.
—Es usted muy observador. —Se aventuró a mirar sus labios perfilados,
sensuales, enmarcados por una barba de tres días que le daba un aire demasiado sexi.
—Me seduce observar al ser humano, examinar su comportamiento en cada
situación, en su entorno..., en su hábitat.
El tono de su voz había descendido casi una octava, convirtiéndose en un grave
susurro, un refinado, huraño y varonil susurro que rozaba con descaro casi lo erótico.
—Será muy observador, pero siento informarlo de que se ha equivocado usted con
respecto a mí y mi acompañante.
Él la observó en silencio, adueñándose de su mirada gris, estudiando cada uno de
sus lánguidos pestañeos durante largo rato, siguiendo el delicioso ronroneo de su
respiración, a la expectativa, como un auténtico depredador.
Rebecca inspiró hondo. Aquella conversación se estaba alargando demasiado.
—¿En serio? —repuso él—. Y, dígame, ¿qué es lo que está buscando en un sitio
como éste?
—Me imagino que lo mismo que buscan todos.
—Y ¿qué buscan todos? —preguntó él sonriendo con descaro.
—¿Qué busca usted? —se atrevió a preguntar ella.
—Morbo, juego, depravación..., sexo.
El tono lascivo con el que pronunció la última palabra, sumado a esa aura mística
que lo envolvía, provocó en Rebecca una reacción con la que no contaba, una
estimulante y placentera sensación que recorrió todo su cuerpo, encendiéndolo
rápidamente.
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—Usted, en cambio... —la observó de arriba abajo con atrevimiento, deteniéndose
más de lo debido en sus carnosos labios—, no es eso lo que ha venido a buscar.
Rebecca notó cómo el aire se congelaba en sus pulmones y se le cortaba el aliento,
cómo la situación que creía tener bajo control se le empezaba a escapar de las manos,
porque si alguien descubría su verdadera identidad o los motivos reales por los que se
había infiltrado allí, sería nefasto para la investigación.
Apoyó la mano en el torso del desconocido y, luego, lo apartó con sutileza para
alejarse y huir cuanto antes de allí.
—¿Adónde cree que va, señorita Hamilton? —Él la sujetó del codo sin
indulgencia.
Rebecca Larson abrió mucho los ojos y se volvió de golpe.
—¿Cómo sabe mi nombre?
Él dibujó una sonrisa de suficiencia sin separar los labios y, más tarde, añadió:
—Conozco a cada uno de los miembros de este club, a todos. Conozco sus gustos,
sus excentricidades, sus manías, incluso sus paranoias... —hizo una pausa intencionada
sin dejar de observarla ceñudo y en completo silencio, analizándola, estudiando
cualquier conducta extraña, cualquier atisbo de falsedad en sus actos o en sus palabras
—, y usted no es como nosotros. Usted es diferente.
Sintiéndose cazada, Rebecca tragó saliva con desazón.
—Por encima de todo, aquí prima el respeto —continuó él—. En alguna ocasión
se han infiltrado agentes de policía tratando de desmantelar algún tipo de negocio
turbio: drogas, blanqueo de capitales, trata de blancas... —La retó con la mirada—.
Deme una razón, una sola, que me ayude a no desconfiar de usted.
La detective contuvo el aliento mientras pensaba con celeridad.
—Antes exijo saber cuál es su nombre, quién se esconde tras esa máscara.
Él no respondió, sino que se limitó a permanecer unos segundos en silencio.
—Verá —dijo al cabo—, a menudo acostumbro a dejarme guiar por mi intuición y,
aunque pueda generar controversia, no suelo errar. —Sus ojos empezaban a adquirir un
tono oscuro, atezado—. No parece haber acudido aquí en busca de sexo. Sin embargo,
también puedo estar equivocado.
—Le aseguro que se equivoca al poner mi actitud en tela de juicio.
Él sonrió.
—¿Cree poder convencerme de lo contrario?
Rebecca estaba dispuesta a todo para seguir con la investigación. Y a todo
significaba a todo. Nada se interpondría en su camino, nada la detendría. Había
aceptado el caso porque era perfecto para ella, estaba hecho a su medida. Jamás había
abandonado un caso, jamás. No estaba dispuesta a permitir que ningún contratiempo
manchara el impoluto expediente laboral que tanto le había costado labrarse.
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Le cogió la mano al desconocido y la acercó a su cuerpo. Él no hizo ademán de
retirarla.
—No soy ninguna agente encubierta, no llevo micros, ni armas... —explicó ella.
Luego le guio la mano a través de sus curvas. Permitió que los largos dedos de él
se deslizaran sin pudor por encima de la ropa. El simple roce de las yemas sobre sus
pechos estimuló sus pezones, endureciéndolos, marcándolos descaradamente a través
de la fina tela del vestido.
El modo en que sus manos avanzaban por su cuerpo le calentó la piel, poniéndole
la carne de gallina, estremeciéndola de placer y haciendo que, en parte, se sintiera fuera
de lugar.
Aquello no debería estar pasando, no debería estar sintiendo lo que aquel hombre
le estaba haciendo sentir. Estaba excitada, nerviosa, expectante, asombrada.
Cuando la mano de él descendió de la cintura a las caderas y luego a los muslos
por debajo de la ropa, un gemido involuntario huyó de su boca e, instintivamente, cerró
los ojos.
Poco después, cuando él quedó complacido, retiró la mano y le recolocó el bajo
de la falda como si allí no hubiera pasado nada.
—Mi intuición tal vez haya fallado en algo, pero no en todo: usted no es como los
demás..., pero lo será —osó decir y, antes de desaparecer, añadió—: A propósito, mi
nombre es Daniel Woods.
Rebecca abrió los ojos desconcertada.
—Sea bienvenida a Tentación, señorita Hamilton.
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11
La mejor manera de librarse de la tentación es caer en ella.
OSCAR WILDE
Deborah Myers
Treinta días antes de su desaparición
Me miré al espejo por enésima vez consecutiva antes de apagar la luz del cuarto de
baño y regresar de nuevo a la cama para intentar conciliar el sueño, aún sin dar crédito
a lo que había sucedido esa noche o, más bien, a lo que no había llegado a suceder:
Daniel Woods, yo, unas copas de champán y otras de vino. Charla. Cena. Postre. Baile.
Y... C’est fini! Au revoir!
Bien era cierto que tan sólo habían transcurrido unas pocas horas, no más de tres.
Sin embargo, ya sentía su ausencia, aunque resulte rocambolesco, lo sé. Echar de menos
a alguien a quien apenas conoces es sólo un sinónimo de inmadurez.
Y lo peor de todo era que, aunque era consciente de ello, no me sentía aliviada,
sino todo lo contrario.
Entorné la puerta del baño y me metí en la cama, tapándome hasta la barbilla con
las sábanas y adoptando la misma posición fetal de cada noche.
Al cabo de un minuto, cuando al fin empecé a sentir que los párpados me pesaban
como piedras, Jordan irrumpió en la habitación.
—Toc, toc... —simuló golpear la puerta con los nudillos. No obstante, no rozó
siquiera la madera—. ¿Puedo pasar?
Nos envolvió un escueto silencio.
—Adelante, como si fuera tu casa...
Jordan lo pensó un segundo y luego cruzó la estancia, descalzo y vestido
únicamente con un pantalón de pijama azul con la cinturilla baja. Llevaba al
descubierto el fibroso y atlético torso libre de vello, salvo por el sexi caminito que
descendía del ombligo y se perdía tras la delgada goma de sus eslips.
Llegado el momento, puse los ojos en blanco, viéndome obligada a agregar que mi
hermano era un hombre muy atractivo, marcado por una belleza inusual y dotado de un
magnetismo genuino para atraer a féminas a las que, en ocasiones, eran sustancialmente
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mayores. Aun reconociendo su éxito entre las maduritas, sobre todo mujeres casadas, su
debilidad eran las veinteañeras o, al menos, eso pude averiguar una noche, entre trago y
trago de una Budweiser bien fría, a raíz de sus confesiones a la luz de un farolillo en el
porche de la casa de nuestros tíos.
Aquella noche tuve la suerte de descubrir muchas cosas que no sabía de él, cosas
que a día de hoy aún no sé si eran falsedades o verdades como puños. De todas formas,
bien es cierto que Jordan jamás había sido muy dado a desvelar sus intimidades, por lo
que, a estas alturas de la película, ya ni lo sé.
Me senté en la cama, apoyando la espalda en la cabecera tapizada en capitoné, y él
se sentó a mi lado.
—Estaba preocupado por ti —me confesó inclinándose hacia delante para rozar
con el codo mi brazo, propinándome un suave golpecito.
—Pues no entiendo el motivo.
Noté cómo la mano de mi hermano se acercaba a la mía, que reposaba sobre el
colchón, pero, al segundo, la cerró en un puño antes siquiera de rozar mi piel.
Luego la retiró.
—Eres mi hermana pequeña, tengo derecho a preocuparme.
Inspiré hondo y no pude evitar poner los ojos en blanco.
—Jordan...
—Dime, Debbie.
—¿Cuándo dejarás de verme como a una niña pequeña?
—Nunca —me espetó mirando al frente y, a continuación, añadió—: No entiendo
por qué te empeñas en preguntármelo cuando ya sabes la respuesta.
No me apetecía discutir a esas horas; en realidad, no me apetecía discutir nunca, ni
con él ni con el resto de los mortales. No sé en qué momento había dejado que
controlara mi vida, mis relaciones, mi mundo. Ni cuándo había permitido que aquella
situación engordara como una enorme bola de nieve.
Suspiré hondo.
Para ser sincera, la situación era tan desmesurada que, por más que quisiera, ya
era prácticamente imposible detener el inminente alud.
Me miró con aquella expresión tan serena y tranquilizadora que tanto me enervaba,
la misma con la que me obsequiaba cuando tenía un pensamiento entre ceja y ceja y
esperaba la señal idónea para completar su alumbramiento.
—Deberías confiar un poco más en mí —le recriminé volviéndome hacia él con
los ojos muy abiertos—. Ya verás como todo saldrá bien.
Enfaticé a propósito la última frase, y él evitó mi mirada.
Silencio.
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Me premió con uno de sus largos y espeluznantes silencios, aquellos que parecían
no tener fin. Y es que Jordan era la única persona con la asombrosa capacidad de
hacerme sentir como si volviese a tener tan sólo diez años.
A decir verdad, ni siquiera albergaba un vago recuerdo de mis padres
esforzándose tanto para intentar protegerme.
—Jordan, mírame.
No tardó en sucumbir a mis deseos. Enseguida ladeó la cabeza y me miró a los
ojos.
—Puedo asegurarte que, de no estar completamente segura de adónde me llevarán
mis actos, no habría dado el primer paso.
—¿Eres consciente de que, una vez que muevas la manivela y se active el
mecanismo, ya no habrá vuelta atrás?
—Sí, lo soy.
Me obligué a asentir con ímpetu en un par de ocasiones para no desacreditar mis
palabras.
—Además, tú y yo sabemos que es algo que los dos ansiamos desde hace años.
—Desde hace demasiados años... —me corrigió—. Siete concretamente.
«Exacto: siete largos y tortuosos años...»
Y eso fue lo último que dijo aquella fría madrugada del mes de marzo, antes de
levantarse de la cama y regresar a su habitación, la que quedaba contigua a la mía,
puerta con puerta.
Cuando entornó la mía y me quedé de nuevo a solas, pude tumbarme en la cama y
apoyar la cara sobre la almohada mientras repetía en sonoras retahílas sus palabras en
mi cabeza, hasta quedarme profundamente dormida: «Una vez que muevas la manivela y
se active el mecanismo, ya no habrá vuelta atrás..., ya no habrá vuelta atrás..., ya no
habrá vuelta atrás...».
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12
El destino es el que baraja las cartas, pero nosotros somos los que jugamos.
WILLIAM SHAKESPEARE
27 de abril de 2016
Cinco días después de la desaparición de Deborah Myers
¿Qué había ocurrido en aquel club? Rebecca Larson no dejaba de preguntárselo. El
primer contacto con Daniel Woods había sido morboso, excitante, caliente. Jamás en su
vida nadie la había hecho sentir de ese modo. Aún le temblaban las piernas, aún
guardaba en su mente el olor a sexo que emanaba en cada poro de su piel..., aún le
dolían los pezones al recordarlo. Estaba convencida de que, si hubiera seguido
tocándola de aquella forma, se habría corrido allí mismo y en cuestión de segundos.
En cuanto pisaron el gris asfalto de la calle, una oleada de aire helado los golpeó
en la cara. Pero ese hecho a Rebecca no le importó lo más mínimo. Había salido de
Tentación como alma que lleva el diablo, encaminándose descalza y a toda prisa hacia
el vehículo estacionado tan sólo unas calles más al norte. Llevaba el abrigo y el bolso
colgando de un brazo y sujetaba las sandalias de tacón de aguja por las tiras.
Jordan echó a correr tras ella y, cuando le dio alcance, la agarró del brazo y la
detuvo en seco.
—¿Va todo bien?
—Sí —mintió ella.
—¿Estás segura?
Rebecca se volvió hacia él, parecía consternada.
—Jordan, deja de preocuparte por mí.
—Y tú deja de decirme que no me preocupe por ti, joder. No sé qué coño te ha
pasado ahí dentro —empezó a decir—. Por lo poco que sé de ti, sé que eres una mujer
de armas tomar, brillante e independiente. Una mujer que no se deja amilanar ni
impresionar fácilmente.
—¡Cállate, no sabes lo que dices! —se le encaró con brusquedad y de malas
formas. Aunque en el fondo era consciente de que aquel grito no iba dirigido a él, sino a
la situación que la estaba desbordando por momentos—. No sabes nada de mí.
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—Cierto. No te conozco...
Un largo silencio se instaló entre ambos.
—Sólo sé que soy un puto chiflado carente de empatía devanándose los sesos
mientras busca la forma de hacer sentir mejor a una mujer.
Jordan ensanchó los labios y le mostró la hilera de dientes blancos.
—Vamos, preciosa..., no seas tan dura conmigo. —Clavó una rodilla en el suelo y
unió las palmas en forma de ruego—. Concédeme una tregua.
Subió y bajó las cejas rápidamente y de forma teatral al más puro estilo de
Groucho Marx —sólo le faltaba el habano y unas gafas de montura metálica—, y
Rebecca no pudo evitar hacer una mueca esbozando una sonrisa.
—¿Eso es una sonrisa? —le preguntó él, animándola.
Ella negó con la cabeza.
—Vamos, nena... No me mientas, eso ha sido una sonrisa... Pero no una cualquiera,
sino una de campeonato, de las que merecen la medalla olímpica. Vamos, muéstramela
de nuevo.
—Jordan...
—¿Qué? —se encogió de hombros.
—No puedo creer que esté teniendo está conversación —murmuró ella en voz
baja.
—Sonríe, Larson —la animó de nuevo—. Porque la vida son cuatro días y ya
hemos desperdiciado dos en estúpidas riñas.
Por un momento, Rebecca dejó de adoptar aquella actitud tan negativa y empezó a
liberar el aire de sus pulmones, esta vez, con mayor tranquilidad. Y fue entonces cuando
se produjo el milagro: curvó sus labios en una mueca ascendente, dedicándole una
sonrisa. No se podía definir como una de sus mejores sonrisas, pero, a fin de cuentas,
era una sonrisa con todas las de la ley.
—Eso es, así me gusta.
—No cantes victoria tan pronto, Myers. Me has pillado fuera de juego; estoy
agotada tanto física como mentalmente y no me apetece seguir discutiendo ni
enfrentarme a una batalla dialéctica lo que queda de camino.
Jordan sonrió de medio lado sin hacer alusión a sus palabras.
Lo fundamental era que había logrado hacerla sonreír sin por ello ignorar su
enérgico temperamento.
Sacó una cajetilla de tabaco del bolsillo de su americana y, tras llevarse un
cigarrillo a los labios, le ofreció otro a ella.
—No fumo.
—Lo sé, detective. Pero opino que quizá éste sería un buen momento para
empezar.
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Jordan le guiñó un ojo y ella dejó escapar un suspiro.
—¡Qué demonios! —farfulló al darse cuenta de que era demasiado fácil caer en la
tentación.
Si aseguraban que cualquier momento era bueno para dejar de fumar, también
cualquiera debía de serlo para empezar. Era una verdad palpable.
No obstante, Rebecca admitió que cualquier pretexto era válido para dejar de
pensar por unos momentos en el enigmático y misterioso Daniel Woods.
Se abrieron paso a través de las calles desérticas del centro de Monterrey,
degustando cada cual su pitillo mientras a esas horas de la madrugada reinaba el más
absoluto silencio.
—Me gustaría acompañarte al hotel, saber que...
—Jordan, estoy bien —gruñó ella—. Te lo ruego, no te pongas en plan protector.
No lo soporto. Me dan alergia esos roles machistas.
Él soltó una risotada.
—¿Me creerías si te confieso que no puedo evitarlo, que he acudido incluso a
terapias para tratar de paliarlo? Pero, al parecer, soy así. Tengo un defecto de serie en
mi puto cerebro que me convierte en un cabrón controlador. Te juro que lo hago sin
darme cuenta. Lo hago con todo el mundo. Lo hago con mis tíos, lo hago con mi
exnovia, lo hago con mis mascotas..., incluso lo hacía con mi hermana Debbie.
Rebecca se retiró el pitillo de los labios en el acto, soltó el humo por la boca y lo
miró fijamente.
—¿Lo hacías?
—Sí, ya te lo he dicho.
—¿Por qué hablas de ella en pasado? No ha fallecido, que sepamos... De
momento, sólo está desaparecida.
Jordan apretó los labios y tardó unos segundos en responder.
—Únicamente era una forma de hablar, ya me entiendes... Hablar sin pensar.
—Pues te aconsejo que a partir de ahora pienses antes de hablar. Un desliz así
podría acarrearte problemas, muchos problemas. Además de hacerte parecer...
sospechoso.
—¿Sospecho? —Sacudió la cabeza con brusquedad—. ¡Por Dios bendito!
—¿De qué te sorprendes? No sería ni la primera ni la última vez que se cometiese
una atrocidad dentro del seno de una familia.
Rebecca se dio cuenta de que sus ojos empezaban a adquirir un tono más oscuro y
que tensaba con fuerza la mandíbula, produciendo un sutil chirrido con los dientes.
—¿Crees que tal vez haya algo que quieras compartir conmigo?
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Jordan permaneció unos segundos en silencio, siete, para ser exactos. Luego
respondió:
—Verás..., no es la primera vez que Debbie desaparece. De hecho, fueron varias
veces.
—¡Me aseguraste que era la primera vez que ocurría! Ésa es la información que
nos proporcionaste. ¿A qué viene ahora este arranque de sinceridad?
—Bueno..., a veces las cosas no son blancas o negras...
—¡Oh, vamos, por el amor de Dios! —Rebecca alzó la voz y se frotó la frente con
la mano libre. Estaba tan fuera de sí que, de haber gozado del privilegio de tener carta
blanca en nombre de su superior, lo habría estrangulado allí mismo con sus propias
manos—. ¿Estás diciendo lo que creo que estás diciendo? ¿Eres consciente de que has
mentido y de lo que eso significa?
—Bueno, en cualquier caso, y teniendo en cuenta las circunstancias, simplemente
he obviado algún dato.
La detective se echó a reír, negando con la cabeza.
—¿Cuándo? —preguntó de inmediato.
—Hace unos años.
—¿Cuándo? Sé más preciso.
Él respiró hondo.
—En mayo hará siete. Siete años de la desaparición que duró más sin saber de
ella.
—¿Por qué? ¿Qué paso para que desapareciera?
Jordan la miró sin pestañear, cogió aire y respondió tras soltarlo ruidosamente por
la nariz.
—Nos pillaron a Deborah y a mí... en una actitud... muy cariñosa.
—Define «muy cariñosa».
Él apretó los labios y la miró a los ojos.
—Nos pillaron desnudos y follando en casa, en mi propia cama.
Rebecca se esforzó en no parecer sorprendida y trató de guardar la compostura lo
mejor que pudo, aunque fuese una ardua tarea.
Sintió una involuntaria arcada emergiendo de sus entrañas cuando, sin desearlo,
recreó en su mente la insólita imagen de un incesto.
—No querría hacer de abogado del diablo, pero me veo en la obligación moral de
preguntarte por qué.
—Ésa es una pregunta que no tiene respuesta. Las cosas ocurren, sin más y sin
explicación. —Jordan la observó antes de proseguir—: Es de insensatos tratar de
buscar los tres pies al gato porque es obvio que jamás ha dejado de tener cuatro.
Hizo una pausa y luego continuó:
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—Lo único que puedo decir, para tu consuelo moral, es que los lazos que nos unen
a Debbie y a mí no son precisamente de sangre.
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13
El hombre es mortal por sus temores e inmortal por sus deseos.
ARISTÓTELES
Deborah Myers
Veinticinco días antes de su desaparición
Vestido corto a la altura de las rodillas, medias de liga negras con encaje, tacones de
aguja de diez centímetros y unas gotitas de Miss Dior en las muñecas, tras los lóbulos y
en el principio del escote.
Los deseos de Daniel Woods eran claros, concisos e irrevocables, salvo porque
enseguida supe que se trataba de un mandato en toda regla disfrazado de plegaria. Pese
a esa evidencia, acepté.
A las once en punto de la noche salí de casa de mi hermano y conduje al centro de
Monterrey, tal y como habíamos acordado, hacia el punto de encuentro: un lugar
llamado Tentación.
Ésa sería la tercera vez que Daniel y yo nos encontraríamos. En esa cita, al igual
que en las anteriores, seguía notando un angustioso nudo en la boca del estómago, y aún
me sentía más nerviosa..., más ansiosa, si cabe.
Encendí el reproductor de CD y busqué en el menú aquella lista que había
bautizado con el nombre de «Mis debilidades Myers». Se podría decir que echaba
mano de ella en los momentos en que necesitaba una dosis extra de mi cantante
británica favorita: Ellie Goulding. Su dulce voz y sus canciones pop lograban evadirme
transitoriamente de mis estados de insomnio e histerismo nocturno.
Seleccioné la número tres, On My Mind,* y seguí la ruta por las concurridas calles
de la ciudad. Al llegar unos minutos más tarde, estacioné mi Volkswagen Beetle en
batería, apagué el motor y recogí mi abrigo tres cuartos y mi bolso del asiento trasero
antes de apearme.
Inspiré hondo.
Fuera, en la calle, un aire helado era capaz de congelar hasta las mismísimas
entrañas de cualquier ser humano, por lo que, sin planteármelo siquiera, eché a correr
sin detenerme hasta llegar a la portezuela de hierro forjado que presidía el gran
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edificio.
Una vez allí, entré en el vestíbulo y me dirigí al fondo del pasillo, donde un
ascensorista de frente ancha y pómulos altos y pronunciados esperaba para abrir las
puertas interiores y de seguridad, desearme buenas noches y preguntarme a qué piso me
dirigía.
—A la quinta planta —repuse aún con el corazón desbocado.
Sin postergar mucho la espera, cerró las puertas y, acto seguido, pulsó el botón
correspondiente y accionó la palanca de movimiento hacia atrás para que el cubículo
iniciara su ascenso.
En el corto trayecto, metí las manos en los bolsillos y palpé con los dedos la
tarjeta acreditativa: la invitación que Daniel me había regalado y que necesitaba para
acceder al club.
Solté el aire de mis pulmones y permanecí inmóvil en el sitio mientras mantenía la
vista fija al frente. Era curioso, porque creí que el silencioso hombre entablaría algún
tipo de conversación para averiguar quién era yo, pero no fue así. Se mantuvo en todo
momento erguido y con una media sonrisa dibujada en su triangular rostro.
—Buenas noches, que se divierta —rompió el silencio, y se hizo a un lado
permitiéndome el paso.
—Buenas noches.
Di unos pasos y salí del ascensor. Oí el rechinar de las bisagras tras de mí al
tiempo que sentía cómo la boca se me secaba al instante. Miré al fondo del pasillo y
vislumbré el letrero en letras doradas en el que se apreciaban dos «T» entrelazadas:
«Tentación».
Aguardé unos segundos sin atreverme a apartar la vista de aquellas siglas que
coincidían con las que figuraban inscritas en mi tarjeta y después me armé de nuevo de
valor y me abrí paso hacia allí. Me recoloqué un mechón rebelde tras la oreja y planché
con las manos la falda de mi vestido.
Estaba realmente nerviosa, atacada.
He de confesar que por un segundo dudé, debatiéndome entre dar media vuelta y
volver sobre mis pasos o permanecer allí...
—Buenas noches.
Una hermosa mujer madura, esbelta y de delicados rasgos orientales me dirigió
una mirada excesivamente afectuosa invitándome a pasar. Mientras le ofrecía mi abrigo,
eché un vistazo rápido al lugar, a lo que parecía ser la antesala de algo mayor.
Enseguida pude apreciar que el exquisito y cuidado estilo rococó reinaba por doquier.
Un tapiz enmarcado por boiseries de dibujos pictóricos y una preciosidad de mesita de
marquetería con losanges, custodiada por dos sillones de respaldos estilo Luis XV,
presidían la singular estancia.
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—Si es tan amable —me apremió la mujer sin borrar la sonrisa de sus
maquillados labios, de un tono borgoña oscuro—, ¿me permite sus credenciales?
Extraje la tarjetita del bolsillo y se la tendí.
—Barbara, no será preciso, gracias —oí un ronco bisbiseo a mi espalda. Casi
podía sentir su sosegada respiración y el cálido aliento acariciar mi nuca desnuda—.
Deborah es una invitada especial.
—Por supuesto, señor Woods.
Sin apartar la mirada de Daniel, la mujer hizo una especie de modesta inclinación
con la cabeza, semejante a una reverencia en toda regla. No estaba segura, pero el leve
rubor en sus altos pómulos, acompañado del lánguido aleteo de sus pestañas, consiguió
dirimir mis sospechas: aquella complicidad daba por sentado que en algún momento
del pasado había habido un intenso affaire entre ellos.
—Bienvenida, mademoiselle —pronunció él con voz queda.
Tendió una mano hacia mí y yo le cedí la mía en el acto. Me miró a los ojos con tal
profundidad que pude sentir cómo el ardiente deseo traspasaba mis pupilas y recorría
intrínsecamente todas mis terminaciones nerviosas. Luego, como si de un noble
caballero se tratara, llevó mi mano a sus labios y besó lentamente el dorso. Juro por
Dios que en ese instante el mundo se detuvo a mi alrededor. Tan sólo existíamos él y yo.
El resto... quedó relegado a un segundo plano.
Justo entonces pude darme cuenta de que acababa de accionar la manivela del
destino y ya nada volvería a ser como antes... Nada.
En cualquier caso, supongo que lo que ocurrió después tenía que suceder tarde o
temprano.
De inmediato, y sin soltar mi mano, Daniel me guio a una habitación contigua.
Abrió la puerta y me invitó a pasar. En el interior, se detuvo frente a una deslumbrante
vitrina en madera de caoba de estilo Luis XV. Me la quedé mirando boquiabierta. Mi
secreto a gritos es mi gran devoción por el arte en general y el rococó en particular.
Toda mi vida había soñado con decorar mi casa con mobiliario de ese movimiento
artístico.
Abrió la puertecilla y escogió dos antifaces.
Poco después, se volvió y rodeó mi cuerpo hasta quedar justo a mi espalda.
—Estás absolutamente deslumbrante —susurró en mi oído al acabar de colocarme
el antifaz cubriéndome parte del rostro.
Luego, sin apartar la boca de mi lóbulo derecho, deslizó un par de dedos con
delicadeza, acariciando mi piel expuesta y desnuda, resiguiendo con la yema desde el
arco del cuello hasta el principio de mi hombro. Me estremecí de pies a cabeza cuando
posó la nariz en mi cuello y empezó a deslizarla lentamente sobre él, muy... muy
despacio.
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—No puedes llegar a imaginar las ganas que tengo de mostrarte quién es Daniel
Woods.
Percibí cómo olía mi piel sin disimularlo siquiera. Oí que profería una especie de
ronroneo al tragar saliva, y mentiría si no reconociera que todo mi cuerpo reaccionó al
instante.
Estaba excitada... y muy confundida.
Daniel se colocó el antifaz y cogió mi mano.
Lo siguiente que recuerdo fue salir de aquella habitación, entrar en una sala más
amplia con numerosos desconocidos, una tenue luz envolviéndonos al son de una
melodía sensual, y, a un par de metros, al fondo, una barra de bar.
Nos dirigimos hacia allí.
—Giselle, dos copas, por favor.
La mano de Daniel no tardó en rodear mi estrecha cintura.
—Estás muy callada, Deborah.
Me observó con tal intensidad que daba la sensación de que incluso podía ser
capaz de adentrarse en mi cabeza y leer cada uno de mis pensamientos.
—Estoy... un poco a la expectativa.
Daniel sonrió.
—Haces bien.
Miré a mi alrededor algo azorada.
—Verás, yo... Todo esto es nuevo para mí y...
—Deborah —me interrumpió educadamente sujetándome la barbilla—. Es
importante que recuerdes dos cosas. La primera: no permitiré que te separen de mi lado
bajo ningún pretexto. —Hizo una breve pausa intencionada—. Y la segunda: debes
empezar a liberar tu mente.
Colocó el dedo índice en el centro de mi frente.
—En cuanto a lo demás..., deja que forme parte del juego.
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14
La esencia de la verdad es la verdad de la esencia.
MARTIN HEIDEGGER
28 de abril de 2016
Seis días después de la desaparición de Deborah Myers
—Robert, en el informe policial de Deborah Myers hay grandes lagunas, además de
varios errores que...
De súbito, al oír esas palabras, el teniente Walter se incorporó de un salto de su
cómodo sillón de becerro y empezó a deambular por el despacho como un león
enjaulado con el inalámbrico pegado a la oreja.
—¿A qué tipo de lagunas y errores te estás refiriendo, Rebecca? —inquirió
alterado a la par que molesto.
La expresión afable y natural con la que acostumbraba a exhibirse ante los demás
acababa de desfigurarse de forma contundente, y su rostro ovalado enrojeció con
sutileza. Cualquier error, por pequeño que pudiera parecer a simple vista, era
absolutamente inexcusable.
Se detuvo un momento en medio de la sala y tomó una bocanada de aire
procurando tranquilizarse.
—Te ruego que disculpes mi tono, Rebecca —empezó a decir—. Hace años que
nos conocemos. Conoces mi temperamento, mi forma de proceder y de conducir este
departamento. Por otro lado, está de más añadir que detesto los errores. —Carraspeó
—. Detestar quizá no sería la palabra adecuada, sino más bien aborrecer.
—No te preocupes, Robert —dijo ella muy seria, dando por sentado que no
acostumbraba a hacer juicios de valor y menos en referencia a él—. Como bien
afirmas, ya nos conocemos, por lo que están de más las disculpas.
—Te lo agradezco.
Rebecca quiso retomar enseguida el hilo, explicándole los motivos de su
inesperada llamada. Extraños aspectos estaban enturbiando la investigación, como, por
ejemplo, la ocultación de información tan elemental como el verdadero parentesco
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entre Jordan y la desaparecida, quien, hacía varios años y a efectos legales, había sido
adoptada por la familia Myers.
—Dentro de un par de horas volaré a California y me trasladaré a Sacramento.
Mañana, los padres adoptivos de Deborah recibirán mi visita. Estoy impaciente por
hablar con ellos y esclarecer varios asuntos que ahora mismo no hacen más que
inquietar mi mente.
—Me parece una buena idea. Recuerda mantenerme informado.
—Descuida.
Rebecca dio por concluida la llamada y se incorporó de la cama para dirigirse al
minibar. Abrió la puertecilla y escogió una bebida sin gas. Tras desenroscar el tapón y
dar un breve sorbo, se aproximó al escritorio, sobre el cual estaban colocadas
cronológicamente las fotografías de Deborah Myers, y observó por enésima vez su
rostro. La detective habría jurado que, salvo por su expresión risueña, los almendrados
ojos de la joven estaban desbordados, deseosos de decirle algo más; quizá un mensaje
oculto, o un enigma, tal vez.
—Hay algo extraño en este caso... —murmuró por lo bajo para sí—, aunque aún
no logro descifrar qué es.
Apuró la botella y la encestó en la papelera que había al pie del escritorio. A
continuación, entró al aseo dispuesta a prepararse un baño de burbujas, encendió el
iPod, rememorando la canción Sea of Love* de Phil Phillips, y en ese instante unos
nudillos golpearon discretamente la puerta de la habitación en la que se hospedaba. No
esperaba visita, no que recordara. Ni siquiera había solicitado los servicios del hotel.
Salió del cuarto de baño y aprovechó para echar un rápido vistazo al reloj
despertador situado encima del tocador. Eran las diez de la noche pasadas.
«Para mi gusto, una hora un poco intempestiva para recibir visitas», reflexionó.
En el corto espacio de tiempo en que la detective se demoró en guardar las
instantáneas en el sobre y colocarse tras la puerta, el desconocido insistió en tres
ocasiones más.
—¿Sí?
—¿Es usted Olivia Hamilton?
Rebecca arrugó el entrecejo altamente intrigada, pues consideró que el timbre de
aquella voz le resultaba demasiado familiar.
—Tal vez —manifestó con cierto recelo.
—Tengo algo que tal vez pueda interesarle —apuntó él con énfasis al mismo
tiempo que lanzaba el anzuelo de la curiosidad al otro lado de la puerta.
—Y ¿usted es...?
—Erik, el fantasma de la ópera.
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Estupefacta y completamente desprevenida, Rebecca optó por entreabrir la puerta,
mirar a través de la rendija y así poder corroborar sus sospechas. Ante sí, y para su
desconcierto, la imagen de Daniel Woods tomó forma.
Sin poder evitarlo, observó con detenimiento su vestimenta, algo que le llamó
poderosamente la atención. Llevaba un look muy diferente del que recordaba, algo más
juvenil, sin desairar su peculiar elegancia: camisa blanca básica, pantalones pitillo de
color beige claro y botines marrones cosidos a juego con la cazadora de piel de estilo
aviador.
—¿Es usted de las que invitan a pasar a los desconocidos?
Rebecca alzó rauda la vista a sus ojos, de un verde azulón intenso. Deslumbrada
por la arrebatadora intensidad de su mirada, pestañeó en repetidas ocasiones.
—¿O es de las que prefiere mantener las conversaciones privadas en el pasillo de
un hotel?
—En absoluto —balbuceó con torpeza antes de abrir la puerta de par en par,
cortar por lo sano y escapar temporalmente de su hipnótica mirada añil—. Pase, por
favor.
Daniel entró, paseándose con total libertad por la estancia, con las manos cogidas
a la espalda y observando a su alrededor, dando la impresión de que no era la primera
vez que pisaba aquel suelo enmoquetado.
Rebecca seguía con la mirada fija cada uno de sus movimientos, confiscando cada
nuevo paso, vigilando cada nuevo gesto, cotejando cada nueva exhalación.
—¿Le apetece tomar algo?
—Sí, ¿por qué no? —murmuró él sin dejar de observar a través del enorme
ventanal de acceso a la terraza las luces de los barcos atracados en la bahía.
—¿Cerveza, whisky, vodka...?
—Cualquier cosa estará bien, no se preocupe.
Mientras se mantenía abstraída en la preparación de dos vasos de whisky con
hielo, Rebecca no dejaba de pensar en los motivos que habían llevado a Daniel a
rastrear su paradero hasta dar con ella. Pero, por más que se devanaba los sesos, no
hallaba la respuesta.
Sin embargo, no podía negar que la suerte corría de su parte. Allí, a bote pronto y
sin planificarlo, tenía al principal sospechoso del caso, a escasos metros de ella y a su
entera disposición, una condición que no estaba dispuesta a desaprovechar.
—Espero que sea de su agrado —dijo ofreciéndole uno de los vasos a medio
llenar.
Antes de degustar despacio el brebaje, Daniel hizo bailar los cubitos en su interior
y luego echó un vistazo a la botella que seguía sobre la mesa.
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—The Macallan 1947 —ronroneó, aún saboreando las últimas gotas de licor que
permanecían en su paladar, negándose a deslizarse por su refinada y experta garganta
—. Sin duda, una edición excelente.
Rebecca no quiso hacer alusión a su comentario ni ofrecer información sobre la
procedencia de la exclusiva botella, que, por otro lado, había sido un merecido
obsequio de su superior, el teniente Robert Walter, en reconocimiento a su gran labor de
los últimos cinco años. Simplemente se limitó a guardar un etéreo silencio y a mostrarle
la palma de la mano invitándolo a tomar asiento en el sofá.
Ella siguió sus pasos y, en cuanto su prieto trasero se acomodó en el mullido cojín,
se dispuso a hablar:
—¿Y bien? —Le clavó su mirada más escrutadora, dispuesta a fingir que aquel
hombre conseguía perturbar su estabilidad emocional con su sola presencia—. ¿A qué
debo el honor?
—Me fascina usted, Olivia —sostuvo él—. Siempre directa al grano, sin pérdidas
de tiempo.
Por algún motivo, se echó a reír mientras ella se lo quedaba mirando. No había
que ser muy observador ni entrar mucho en materia para llegar a la conclusión de que
Rebecca Larson era una persona práctica e impaciente, sin tiempo que perder ni
hacérselo perder a nadie.
—Quizá me esté metiendo en camisa de once varas, pero intuyo que a Daniel
Woods tampoco le gusta andarse por las ramas.
—La vida es demasiado corta para limitarse a andar por ellas, ¿no cree?
—Así es —asintió ella.
Por primera vez, no le quedaba más remedio que reconocer que ambos estaban de
acuerdo en algo.
Rebecca se mordisqueó los labios sin vaticinar, contra todo pronóstico, que
Daniel estaba a punto de cumplir sus deseos. Él hundió la mano en el bolsillo de su
cazadora y sacó una bolsita aterciopelada del color del rubí.
—Muéstreme la mano.
Daniel deshizo el nudo de la cinta de raso y depositó una alianza de oro sobre su
palma.
—¡Oh, Dios mío!...
Rebecca se llevó la mano al pecho y soltó un suspiro de alivio, pues había perdido
toda esperanza de encontrarla. Llevaba días sintiéndose culpable, más por el valor
sentimental que por el económico, pues era el único recuerdo material que conservaba
de su madre. Ése y varias cartas manuscritas.
—Me he permitido el lujo de devolvérselo personalmente.
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La detective hizo una mueca que, a decir verdad, se asemejaba más a una media
sonrisa que a un simple gesto. Descubrir que Daniel Woods no se fiaba de sus
semejantes, en cierta forma, lo hacía parecer humano e imperfecto. Sin duda, una
imagen distorsionada de la realidad que ambicionaba mostrar.
—¿Le importa si enciendo un cigarrillo? —le preguntó él mientras dejaba su vaso
sobre la superficie de cristal de la mesita y palpaba los bolsillos de su cazadora.
—En absoluto.
—¿Le apetece uno?
Ella miró sus manos y luego las boquillas que asomaban de la cajetilla. La primera
vez que había degustado un pitillo había sido a la salida del club, junto a Jordan. Aún
recordaba en lo que había derivado la charla; entre otras cosas, había descubierto que
Deborah era hija adoptiva de la familia Myers.
—No, gracias —repuso—. Primero preferiría acabarme la copa.
Daniel dio la vuelta al paquete y, tras propinarle un par de golpecitos, se llevó un
cigarrillo a la boca. Lo encendió y empezó a saborearlo lentamente.
—¿Puedo preguntarle algo? —dijo ella entonces.
Él enarcó una ceja con notable interés.
—Adelante, dispare —aseveró en un sutil y llano tono sarcástico.
—¿Por qué se ha presentado en mi habitación de hotel? ¿No habría sido más fácil
encomendar la devolución del anillo a otra persona?
—Verá, es muy sencillo —empezó a decir él—. Estoy convencido de que, si
quieres que algo llegue a buen recaudo, debes llevarlo tú mismo. Reconozco que soy de
mal confiar.
Rebecca lo miró discretamente y, en apenas un instante, mientras se planteaba si de
verdad sería tan receloso en todos los ámbitos de la vida como en el plano personal, se
dio cuenta de que daba una nueva calada al cigarrillo sin apartar los ojos de sus labios.
—Si me permite, creo que ha llegado mi turno. —Daniel esbozó una insinuante
sonrisa de medio lado antes de seguir hablando.
—Adelante, soy toda oídos.
Rebecca guardó devotamente silencio varios segundos, cediéndole la palabra.
—Créame si le confieso que, desde el sábado, trato de dilucidar por qué alguien
como usted se marcha despavorida del club como si se hubiese topado con el
mismísimo Satanás.
Aunque a Rebecca la pregunta no la pilló desprevenida, pues lo cierto era que la
estaba esperando desde el preciso instante en que Daniel había entrado por la puerta, se
tomó la libertad de permanecer en silencio un tiempo prudencial antes de responder.
Necesitaba meditar, pensar y, así, reforzar su argumentación para no levantar sospechas
sobre las verdaderas intenciones que la habían conducido hasta aquel antro.
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Bajó la mirada hacia sus manos, apuró su vaso de whisky de un par de sorbos y,
por último, alzó la mirada a sus ojos con precaución.
—Lo poco agrada y lo mucho cansa —aseveró en un tono algo teatral al tiempo
que se encogía de hombros y rezaba para que sus palabras resultasen mínimamente
creíbles.
A continuación, hizo una pausa para ver si Daniel apostillaba algo a su comentario
y, al ver que se mantenía serio y en silencio, prosiguió con su falso alegato:
—Preferí saborear un poco ese día y dejar lo mejor para el siguiente.
Quizá fuera por el cansancio acumulado de los últimos días o quizá por la
incómoda mirada de Daniel, que apenas la dejaba razonar con coherencia, pero, fuera
por lo que fuese, reconocía que no había sido una de las habituales y brillantes frases
que la caracterizaban.
Daniel alzó la ceja izquierda.
—De modo que la experiencia no fue tan aterradora, después de todo —sonrió.
—Tal vez.
«Tal vez... —retumbó en su mente como un prolongado eco en el tiempo—. Tal
vez...»
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15
El cuerpo es la cárcel del alma inmortal.
PLATÓN
Deborah Myers
Veinticinco días antes de su desaparición
Varias copas después, y algo achispada por los efectos del alcohol, acompañé a Daniel
agarrada de su mano a una nueva sala. Aunque, a decir verdad, la definición que le
hacía más justicia era la de habitación.
Entramos y él cerró la puerta a sus espaldas.
Fue entonces cuando observé estupefacta todo cuanto nos rodeaba. La diáfana
estancia estaba enmarcada por cuatro paredes decoradas con papel tapiz damasco en
terciopelo negro con motivos florales, de escasa luminosidad, salvo por unos apliques
en el zócalo casi imperceptibles, y desprovista de decoración. En el centro había una
enorme cama redonda y, sobre ella, una pareja de mediana edad. Ambos semidesnudos,
ella estaba tendida sobre las sábanas, mientras que él, sentado a horcajadas sobre sus
caderas, lamía con concupiscencia el piercing que atravesaba el endurecido pezón de
uno de sus voluptuosos senos.
—Vamos, acomodémonos —propuso Daniel señalando un sofá biplaza.
No pude evitar mirarlo ojiplática, anclada en el sitio. ¿Acaso me estaba
proponiendo que nos quedásemos allí, en primera fila, como si fuésemos a disfrutar de
una plácida sesión de cine?
Pestañeé, observé de nuevo a la pareja de soslayo y luego tragué saliva.
Mentiría si no admitiera que, como ocurría con cualquier hijo de vecino, alguna
película pornográfica había caído en mis manos, pero jamás había presenciado sexo en
directo. En absoluto me considero una mojigata, y mucho menos una santa, pero he de
reconocer que aquello distaba años luz de mi comprensión. No podía dejar de sentir
cierta curiosidad por saber en qué momento una pareja decide follar ante unos
completos desconocidos, pero, sobre todo, me moría por conocer los motivos por los
cuales uno de los dos se lo plantea al otro como si fuese algo tan normal como decidir
qué camisa debe ponerse: la blanca o la azul.
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—Deborah.
Volví la cara y miré a Daniel. No había perdido el tiempo. Ocupaba un lugar en el
sofá mientras extendía su brazo ofreciéndome su mano.
—Ven.
Juro que ese ven, entonado con esa voz rota y esa mirada felina, me hizo
estremecer de pies a cabeza como a una simple chiquilla. Y en esa ocasión no era por
culpa del alcohol; la única culpa la tenía su sola presencia, porque cuando Daniel
Woods aparecía, el aire a tu alrededor se volvía denso, erótico y casi narcótico...
Cogí su mano y me acomodé a su lado, momento que él aprovechó para rodear mis
hombros con el brazo izquierdo y susurrarme al oído:
—Recuerda: nunca haremos nada que no desees —pronunció tranquilo para
afianzar sus palabras al tiempo que enmarcaba mi rostro con una dulce caricia—. ¿De
acuerdo?
—Sí —asentí aún con la saliva apelmazada en el paladar sin apartar la vista de la
pareja, que ahora se mostraban ante nosotros completamente desnuda.
—Sé que en este momento te asaltan demasiadas dudas, dudas que, por otro lado,
iré disipando con paciencia.
Deslizó lentamente el pulgar por el contorno de mis labios, de forma casi
enfermiza, primero el inferior y después el superior. ¡Por el amor de Dios! Sólo con ese
gesto, que a simple vista resultaba inofensivo, consiguió tenerme completamente a su
merced.
—El morbo, Deborah... —siguió diciendo entre roncos susurros—. Morbo por lo
prohibido, por lo desconocido...
Apoyó la mano en uno de mis muslos y empezó a acariciar mi piel por debajo de
la falda.
—No te obsesiones en buscar demasiadas explicaciones, porque creerás volverte
loca antes de hallar respuestas.
Ascendió lentamente y, al llegar a la cara interior del muslo, se detuvo para
observarme. Su mirada lo delataba: era una mirada lujuriosa, hambrienta de deseo.
Demasiado hambrienta.
—Incorpórate sólo un poco.
Con esas palabras, supe que había llegado el momento. El momento que marcaría
un antes y un después entre él y yo. El momento que anhelaba desde hacía días, porque
desde entonces sólo tenía una cosa en mente: a él.
Así pues, sin cuestionarlo siquiera, hice lo que me pedía. Separé el trasero un
palmo del cojín y él aprovechó para quitarme el culote. Sin embargo, no lo hizo como
lo haría un vulgar adolescente, exaltado y con urgencia, sino con una delicadeza y una
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dedicación extremas. Hundió los dos pulgares en la cinturilla y se desprendió de la
ropa interior sin que apenas me diera cuenta.
—Buena chica —sonrió de medio lado—. Ahora siéntate sobre mis rodillas, de
cara a la pareja que juega encima de la cama, y separa las piernas.
«¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!»
Mi corazón empezó a bombear de un modo frenético, y no fue lo único que noté
palpitar. Inconscientemente, contraje los músculos de mi vagina al imaginar lo que se
avecinaba, al tiempo que sentía cómo se impregnaban de humedad las paredes de mi
sexo. Creo que nunca en mi vida me había excitado tan rápido. La inusitada situación, la
anónima pareja fornicando a tan sólo un metro de distancia de nosotros, el olor a sudor,
a perfume caro y a sexo provocador... no hacían más que entremezclarse de forma
perniciosa en el ambiente e intensificar mis apetencias por que Daniel rebasara la
delgada línea y, de una vez por todas, diera rienda suelta a su particular juego.
Porque ahora, más que nunca, anhelaba ser su peón...
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16
La angustia es la disposición fundamental que nos coloca ante la nada.
MARTIN HEIDEGGER
29 de abril de 2016
Siete días después de la desaparición de Deborah Myers
—He de colgar, Robert.
Rebecca resopló con fuerza contra el auricular. Estaba cabreada. Al margen de
que todo apuntara a que el día había comenzado con mal pie y de que solía tener el don
de la impuntualidad —una de sus reconocidas asignaturas pendientes—, cabía añadir
que, por culpa del maldito despertador, que no había sonado a la hora programada, se
había quedado dormida. Su vuelo salía en breve y ni siquiera había tenido ocasión de
tomar un desayuno en condiciones; dos sorbos rápidos de leche de un cartón del
minibar y nada más.
—Recuerda que ya está en camino la muestra de la colilla para que el laboratorio
extraiga el ADN de Daniel Woods —añadió.
—Estás haciendo un buen trabajo, Larson —la elogió el teniente—. Lo más
probable es que a tu vuelta de Sacramento ya contemos con los resultados.
—Sería perfecto.
—Espero que saques muchas cosas en claro de tu visita.
La detective se despidió de su superior dando por finalizada la conversación y, sin
perder más tiempo, se sentó con torpeza sobre la maleta para probar suerte. Desde
hacía un par de meses, ésa era la única forma en que conseguía cerrar la cremallera y,
como de costumbre, funcionó.
A continuación, se calzó a toda prisa las manoletinas, agarró la maleta por el asa
extensible y cazó al vuelo el abrigo de color morado de cierre cruzado. Luego, tras
echar un último vistazo a la habitación con el billete sujeto entre los dientes (para
asegurarse de no olvidarlo en cualquier rincón de esas cuatro paredes), salió y cerró la
puerta con un discreto chasquido.
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Casi siete horas más tarde, un vuelo apacible y un par de cafés insustanciales, pisó
el condado de Sacramento.
Particularmente, no era muy amiga de los taxis, pero como su llegada había sido
imprevisible y no la esperaba nadie en particular, no tuvo más remedio que acudir a ese
servicio.
—A Crow Canyon Manor, por favor —le indicó al conductor.
Le mostró una sonrisa de cortesía y, rápidamente, se acomodó en el asiento trasero
del vehículo, centrando su atención, una vez más, en repasar a conciencia el expediente
policial de Deborah Myers.
A su llegada a la zona residencial, a cuarenta kilómetros del centro de Sacramento,
se apeó frente a una coqueta casa a cuatro vientos de estilo Tudor situada muy cerca de
la histórica Sutter Street de Folsom.
Asió la maleta y, en un ágil movimiento, se echó su larga y lacia melena por detrás
de los hombros. Casi había llegado al porche con la intención de pulsar el timbre
cuando el móvil vibró en el interior de su chaqueta.
Comprobó el número antes de responder.
—¿Qué quieres, Jordan?
Se oyó una breve risotada al otro lado del auricular.
—Buenos días, detective.
Imaginó al joven sonriente, mostrando una hilera perfecta de dientes blancos y su
lado más canalla, por lo que hizo una pausa intencionada. Al poco, retomó la
conversación evitando seguir la pauta que él había marcado.
—Al grano, Myers.
Jordan fingió estar molesto.
—Vamos, Larson, un poco de relax no te vendría mal. Estás demasiado... tensa.
—Aquí el único que debería estarlo eres tú. Si mal no recuerdo, eres tú quien
busca desesperadamente a su hermanastra.
—Hermana.
—Ése no es precisamente el término a efectos legales, y lo sabes. O... quizá tienes
algo más que querrías compartir conmigo —empezó a decir en tono irónico—, porque
se te da de fábula ocultar datos relevantes para la investigación, como vuestro
verdadero parentesco o vuestros escarceos sexuales...
—Ése ha sido un golpe bajo, Rebecca.
—Las cartas sobre la mesa, Myers. Nada de jueguecitos —lo interrumpió ella de
sopetón—. No pienso permitirte más errores ni más sorpresas. Ni una más.
Jordan enmudeció en el acto.
—¿Me has oído?
Él siguió sin responder.
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—Eres un tipo listo, por lo que habrás comprendido que, al más mínimo error, una
servidora cogerá su bonito culo de Chicago y pillará el primer vuelo de regreso a
Nueva York. Una vez allí, me dedicaré a otro caso de desaparición similar al de
Deborah y tú te quedarás igual que cuando solicitaste nuestros servicios: perdido en el
limbo.
Silencio.
Rebecca reconocía que en ocasiones la repugnaba sacar su lado más ordinario. Sin
embargo, con el paso de los años se había dado cuenta de que el método era infalible
con tipos sabelotodo como Jordan Myers.
—Sólo llamaba para desearte feliz día.
—Pues ya lo has hecho.
La conversación quedó zanjada en ese punto y la detective colgó el teléfono antes
de guardarlo en el mismo bolsillo. Entonces, de repente, la puerta se abrió, para su
asombro.
Al parecer, se trataba de un hecho aislado, una mera casualidad. Una distinguida
mujer de unos cincuenta y tantos años, de porte sobrio pero elegante, con un corte de
pelo sofisticado y adecuado a su edad, se disponía a salir a la calle.
La garganta de Rebecca se llenó de saliva. El inconfundible color de sus iris captó
toda su atención. No había lugar a dudas: tenían el mismo tono grisáceo que los ojos de
Jordan, por lo que no tuvo más remedio que admitir que la mujer que tenía ante sí era su
madre.
—Disculpe, ¿es usted Fiona Myers?
—Y ¿usted es...?
Rebecca enarcó una ceja perspicaz: responder una pregunta con otra pregunta.
«Muy Myers», pensó, lo que provocó que se reafirmara en que estaba ante la madre del
joven.
—Tal vez una vieja amiga de su hija.
Fiona aprovechó su inmediato silencio para escrutarla sin contemplaciones.
—Su lista de amistades no es muy extensa, por lo que me temo que recordaría su
cara si fuese usted quien dice ser.
—Bueno, digamos que soy más bien una conocida. Alguien que ha venido para
ayudar a arrojar algo de luz a todo cuanto envuelve su misteriosa desaparición.
—¿Quién es usted? —le preguntó esta vez la mujer sin evasivas, directa al grano.
—Soy Rebecca Larson, detective de homicidios. Su hijo Jordan denunció la
desaparición de su hermana y me han asignado a mí el caso —dijo ella de forma
sosegada, observando cada gesto, cada pestañeo, cada señal no verbal por parte de la
mujer—. Y he venido desde Monterrey para obtener respuestas.
Fiona Myers inspiró hondo y luego terminó de abrir la puerta.
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—En ese caso, por favor, pase dentro.
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17
La debilidad de actitud se vuelve debilidad de carácter.
ALBERT EINSTEIN
Deborah Myers
Veinte días antes de su desaparición
A partir de aquella última noche, entre Daniel y yo todo comenzó a ir a un ritmo
vertiginoso. Nuestros encuentros sexuales fueron primero simples escarceos que pronto
se intensificaron. Cada vez nos citábamos con mayor urgencia. Fornicábamos
salvajemente en cualquier lugar, de forma íntima o ante un selecto público en el club,
pero siempre bajo un común denominador: jugábamos a follar como animales hasta
caer desfallecidos, alimentados por un voraz apetito que no conocía límites.
A todo ello había que añadir que una noche Daniel admitió que, después de
muchos años, al fin había encontrado la horma de su zapato. Yo era como un manejable
molde que se acomodaba como un guante a sus innumerables apetencias sexuales.
Pronto empezó a bautizarme de varias formas suculentas y deliciosas. He de
admitir que entre mis preferidas se encontraban dos: mi sexi kinbaku* y mi fiel
neófita... Y, para cuando quise darme cuenta, estaba enzarzada en las redes de un
indómito dios del sexo.
—¿Por qué atar a alguien?
—La atadura es lo más parecido a un abrazo fuerte —me explicó—. Cuando las
cuerdas ejercen presión sobre las zonas erógenas y los puntos sensibles, éstas son
capaces de convertirse en una extensión de los dedos del que ata. Saber que la otra
persona confía en ti, que deja su cuerpo por completo a tu disposición, a tu merced..., es
simplemente indescriptible. Se trata de comunicar sensaciones, de intercambiar
emociones. Compenetración para llegar al alma de la mujer... Es la liberación a través
de la restricción.
Respiré hondo, muy lentamente, porque sabía que, una vez que materializara mis
pensamientos, no habría vuelta atrás.
—Me gustaría que me adoctrinaras.
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Me miró con tal profundidad que por un momento me aterré. Me imaginé atada,
sometida, sin libertad, y a punto estuve de desdecirme cuando él pronunció de forma
severa y sin titubeos:
—En estos momentos no existe nada que pudiera excitarme más, Deborah. —
Hinchó su pecho pausadamente—. Lo haré.
A partir de ese momento, se dedicó en cuerpo y alma a explicarme su dogma con
palabras que hasta entonces no sabía ni que existieran. Me inició poco a poco en el
arcano mundo del shibari: cuerdas, ataduras, estética, sensualidad, sumisión,
dominación...
Muy pronto, y sin apenas darme cuenta, Daniel se convirtió en mi antídoto, el
único que podía colmar mi sed por lo desconocido y mi voraz apetito de un enigmático
mundo por descubrir. Dejé de tener vergüenza y me dediqué a dar rienda suelta a sentir,
a dejarme llevar y, sobre todo, a conocerme a mí misma, tanto mi cuerpo como mi
mente. Dejé de hacer lo correcto o, dicho de otro modo, dejé de hacer todo cuanto el
mundo esperaba de mí.
Primero se inmoviliza el tronco, después los brazos y, por último, las piernas. Eso
fue lo primero que me mostró: la interpretación en la escenificación.
—Paso a paso te iré explicando todo lo que voy a ir haciendo. —Inspiró hondo,
esperando mi aceptación. Yo asentí en silencio y fue entonces cuando él se decidió a
proseguir—: Utilizaré estas cuerdas.
Me las mostró. A simple vista pude contar unas cinco.
—Siempre son de fibra natural: de cáñamo, coco, yute o arroz. Son de unos siete u
ocho metros y están pensadas para proporcionar placer, por lo que, pese a su primitiva
apariencia, no debes temer nada.
El siguiente paso no se hizo esperar. Inmediatamente, Daniel me exhortó, de forma
concisa pero sin urgencia, a que me desvistiera y después a que me arrodillara en el
suelo, colocándome en la misma posición que si estuviera rezando.
—Lleva tus brazos a la espalda.
Bajó el tono de voz y empezó a hablarme más lento, dándome instrucciones,
cerciorándose a su vez de que yo las aceptaba.
Ushiro, así fue cómo denominó a la atadura por la espalda en forma de «U» o de
«X».
—¿Qué sientes, Deborah?
Rodeó mi cuerpo desnudo con pasos cortos mientras acariciaba con la yema de los
dedos mi piel expuesta.
—Extraña —le confesé apreciando un ligero escalofrío que recorría el largo de
mis extremidades mientras me preguntaba a cuántas mujeres habría sometido de esa
forma: ¿decenas?
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Obviamente, mi sexto sentido me advirtió de que era muy probable que la
escalofriante cifra estuviera formada por tres dígitos y no por dos, como sospeché en un
primer momento...
Pronto se arrodilló ante mí. Alcé la vista y lo vi sonreír. Dios, su mirada cargada
de deseo me abrasaba.
Todo aquello lo excitaba, no cabía duda. Que confiase en él lo excitaba. La
apropiada escenografía y la escasa luminosidad, la sensual música recreando el
ambiente, el hecho de que estuviera bajo su voluntad lo excitaba.
El verme sometida y privada de libertad... lo excitaba.
Daniel se desnudó, dejando al descubierto y para deleite de mis sentidos un
cuerpo cincelado y perfecto, sin un milímetro de desperdicio, sin una sola imperfección
y dotado de un miembro viril fuera de lo común.
—Esta noche será para ti, sólo para ti. Quiero ver cómo tu cuerpo se abre ante mí.
Cómo se expone, cómo se somete al mío. —Noté cómo mis mejillas se sonrojaban con
tan sólo oír el timbre roto de su voz. Me sentía extrañamente expectante e impaciente—.
Quiero descubrir a la verdadera Deborah..., y no sólo a la carnal.
Sus palabras acabaron por acrecentar mi deseo. Jamás me había sentido atraída
por el sexo violento ni duro. Sin embargo, todo mi cuerpo le estaba pidiendo a gritos
que me follara para acabar con esa tortura morbosa.
Me dolía todo. Necesitaba liberarme, explotar, correrme hasta diluirme de
placer...
Por fortuna, mis súplicas pronto se vieron satisfechas.
Me agarró un pecho y se llevó el pezón a la boca para succionarlo perezosamente,
sin prisas. Dejé escapar un lánguido suspiro cuando su mano empezó a dibujar senderos
sobre mi piel desnuda y temblorosa.
—Cierra los ojos... —me recomendó entre susurros—. Sólo siente.
La intensidad de las caricias fue incrementándose, al igual que el ardor en todas
las partes de mi cuerpo. El hecho de estar atada y privada de movimiento encendía más
aún mi deseo. Arqueé la espalda cuando dos de sus largos dedos surcaron los nudos de
mi clítoris, se abrieron paso entre los pliegues y se deslizaron con maestría en el
interior de mi vagina.
Daniel gimió y sonrió burlón al observar cómo me mordía el labio al hacer girar
los dedos en mi interior y darse cuenta de que estaba tan húmeda y excitada como
probablemente ansiaba.
—No me había equivocado. Eres muy receptiva, y esa cualidad te aportará mucho
placer, puedes estar segura.
Tragué saliva, imaginando a qué placeres se estaba refiriendo.
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Debo confesar que, al instante, un amplio abanico de posibilidades se abrió ante
mis ojos esa misma noche.
—Siente, Deborah, sólo siente.
Estaba tan cerca de mi cuerpo que las venas de su enorme pene rozaban con
descaro mi vientre.
Después, con extremo cuidado, me agarró de un codo y me obligó a levantarme del
suelo. Lo siguiente que recuerdo fue que me guio hacia una mesa, tumbó mi cuerpo y
aplastó mis pechos sobre la fría madera, levantó mis caderas y abrió mis nalgas sin
contemplaciones para penetrarme desde atrás. De forma controlada, sacó su miembro y
lo volvió a meter, despacio, muy... despacio. Pude notar cada movimiento, cada envite.
Piel con piel, friccionando deliciosamente mis paredes y empapándose, envolviéndose
de mi humedad.
Gemí, gemí con fuerza, con rabia.
Era demasiado tortuoso y a la vez delirantemente extenuante. No recuerdo haber
notado nunca antes que el espacio-tiempo desapareciera ante mí. Perdí la cuenta de los
minutos que estuvo martirizándome de gozo. Lo único que recuerdo es que me corrí,
pero no una, sino tres veces consecutivas.
Cuando acabó, empezó a desatarme.
Cada marca que las cuerdas habían dejado en mi blanca piel fue cubierta de besos.
Todas. No olvidó ninguna.
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18
Logro resistirlo todo, salvo la tentación.
OSCAR WILDE
29 de abril de 2016
Siete días después de la desaparición de Deborah Myers
—Digamos que Deborah es una persona muy reservada. —Fiona Myers carraspeó con
disimulo—. Lo ha sido siempre con todos, sin excepciones.
—¿Incluso con Jordan? —inquirió Rebecca con notable interés.
—En honor a la verdad, no.
La mujer negó con la cabeza con desazón e hizo una pausa intencionada para
llevarse la taza a los labios y sorber con una delicadeza sin igual un poco de té.
Después la retuvo entre las manos, permitiendo que el calor de la loza calmara sus
ánimos, pues pensar en los misteriosos motivos que habían causado la desaparición de
su hija adoptiva la trastornaba.
—En cierto modo, la relación entre Deborah y Jordan ha sido siempre muy distinta
de la que ella ha mantenido con el resto de la familia. ¿Para qué negarlo?..., de todos es
sabido que entre ellos siempre ha existido una conexión mucho más... —meditó las
palabras que debía utilizar para no dar lugar a equívocos— profunda. Sobre todo, de
Jordan hacia ella.
Rebecca se inclinó ligeramente hacia su anfitriona, que seguía observándola con
discreción.
—¿Insinúa que su hijo ha acabado enamorándose de su hermanastra?
Fiona no quiso disfrazar la breve risotada que soltó y que inundó las cuatro
paredes de la generosa estancia, además de dedicar a su invitada un descortés suspiro
pesaroso.
—No... Bajo mi humilde opinión, enamorado no sería el término más apropiado.
No está enamorado platónicamente de su hermanastra —hizo hincapié en esas palabras
—. Sin embargo, en múltiples ocasiones he llegado a pensar que Jordan ejerce una
desmesurada protección hacia ella.
Rebecca se mantuvo unos segundos en silencio, pensativa.
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—¿Cree que tal vez estaríamos hablando de obsesión?
Fiona alzó la mirada de golpe, dedicando toda su atención a la mujer que tenía
sentada a su lado, en una confortable y carísima chaise longue de piel de vacuno.
—Eso debería preguntárselo a él, ¿no le parece? —Dejó la taza sobre el diminuto
plato de porcelana que yacía sobre la mesita rinconera—. Por lo que tengo entendido,
mi hijo se encargó personalmente de contratar sus... servicios.
—Así es.
—Pues, en ese caso, me temo que no creo que pueda serle de más ayuda.
La mujer se incorporó del sofá, mientras que Rebecca permaneció sentada,
tratando de asimilar o de comprender por qué todos actuaban de una forma tan
aparentemente normal ante la desaparición de un ser querido.
—No logro entender... —murmuró con un gesto reprobatorio y el ceño fruncido.
—¿Cómo dice?
—Disculpe mi osadía. —Rebecca negó con la cabeza, como si le estuviera dando
vueltas a un asunto en el que se sintiera atada de pies y manos y no tuviera más opción
—. Las circunstancias de su desaparición no son precisamente lo que más me preocupa,
sino el hecho de que una hija suya lleve siete días desaparecida y que nadie muestre un
ápice de preocupación.
—¿Ésa es la conclusión a la que ha llegado, detective Larson?
—Francamente, sí. Así es.
Fiona se frotó las manos y luego se las metió en los bolsillos.
—Verá, como todo en esta vida, resulta de fácil explicación —empezó a decir con
categórica serenidad—. La primera vez que Deborah desaparece, te asustas, crees
morir cuando pasan las horas sin saber de su paradero. Remueves cielo y tierra para
encontrarla y, cuando regresa a casa por su propio pie, respiras aliviada. La segunda
vez que desaparece de nuevo vuelves a poner el mundo patas arriba con tal de
recuperarla. Pero, lamentablemente, cuando ese hecho no resulta aislado, cuando se
convierte en un capricho, cuando te das cuenta de que tu hija lo que está pidiendo a
gritos es más atención, dejas de seguirle el juego.
—¿Cree que está jugando?
—No sólo lo creo, sino que además estoy absolutamente segura de que, antes de
que acabe la semana, estará de vuelta en casa, arrepentida, pidiendo perdón y con el
rabo entre las piernas.
—Según tengo entendido, Deborah jamás se había ausentado de casa más de tres
días consecutivos.
—Ciertamente, esa observación parecería relevante en el hipotético caso de que el
número de días y de escapadas no aumentara en la misma proporción que mi
desconfianza hacia ella.
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»No olvide que fue Jordan quien los buscó a ustedes, no yo. —La escrutó con
serenidad, mostrándole un rostro carente de expresión—. Tenga por seguro que la
«supuesta» —dibujó unas comillas en el aire— desaparición de mi hija no me inquieta
lo más mínimo, pues sé que no es más que una nueva rabieta que pronto llegará a su fin.
Una oleada de desconcierto envolvió los ánimos de Rebecca, quien aún no
concebía la insólita reacción de una madre por la desaparición de su hija. Cierto era
que a la joven no la avalaban unos precedentes de comportamiento muy ejemplares, sin
embargo, bajo su humilde opinión, el instinto inmediato de una madre es proteger a sus
cachorros cuando éstos corren peligro, y no esperar sentada a que todo se solucione por
sí solo.
—¿Podría ver su habitación, sus objetos personales?
—No veo por qué no.
Con una leve inclinación de la cabeza, Fiona señaló hacia el vestíbulo, en donde
se hallaba la escalera de ascenso a la primera de las cuatro plantas.
—Acompáñeme, si es tan amable.
La mujer abrió paso y Rebecca, girando sobre sus talones, la siguió en silencio
mientras no perdía detalle de todo cuanto la rodeaba: muebles, retratos, esculturas,
cortinas, alfombras...
Enseguida se dio cuenta de que era una de esas mansiones tan artificiales que
habían perdido todo el calor de hogar, convirtiéndose en un lugar incómodo, sombrío y
algo mortificante.
En definitiva, uno de esos sitios carentes de alma.
—Ya hemos llegado. —Fiona señaló una de las puertas que permanecían cerradas
—. Ésta es la habitación de Deborah.
Sacó un juego de llaves de su bolsillo e introdujo una en la cerradura.
—Desde que se marchó a Monterrey, se ha mantenido cerrada bajo llave, tal y
como a ella le gusta que esté, pues detesta que alguien husmee en sus cosas.
—Lo entiendo.
—Pero no se preocupe: cuenta usted con mi beneplácito.
—En ese caso, ¿se me permite la entrada?
—Por supuesto.
—Gracias.
—Eso sí, yo me ausentaré para que pueda trabajar con libertad y la esperaré en el
salón, tomando otro té.
A Rebecca le pareció una alternativa de lo más razonable, puesto que Deborah
odiaba que revolvieran sus cosas y ella prefería trabajar sola, curiosear a sus anchas,
sin tener que dar explicaciones y sin notar permanentemente un par de ojos pegados a su
pescuezo.
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En cuanto se quedó a solas, se dio cuenta de que Fiona había mentido. O eso, o el
servicio doméstico se perfumaba generosamente en horas laborales con uno de los
perfumes más caros del mundo: Poivre de Caron, una exclusiva fragancia que podía ser
usada tanto por hombres como por mujeres y que sólo un selecto número de bolsillos
podía permitirse.
Abrió armarios, inspeccionó cajones, rebuscó entre la ropa, registró bajo el
colchón... Exploró exhaustivamente cada recoveco, tratando de hallar alguna pista que
seguir, pero nada. No obtuvo nada, salvo la instantánea de una niña pequeña entre las
medias de seda y la delicada ropa interior.
La observó detenidamente.
A pesar de la mala calidad de la imagen, habría jurado que la personita que
protagonizaba la escena debía de rondar los tres años y guardaba un asombroso
parecido con Deborah Myers.
La detective se quedó muy pensativa, barajando las diferentes posibilidades, sin
descartar que era muy probable que se tratara de un familiar, tal vez de alguno muy
cercano, dado su enorme parecido físico. Fuera por lo que fuese, su instinto más
primigenio la alertaba de que aquella fotografía no estaba allí por azar. Así pues, se
aseguró de que no hubiera nadie merodeando cuando la sustrajo del cajón y la guardó
en uno de los bolsillos de su chaqueta.
De repente, Fiona apareció de la nada con dos tazas de té negro. Rebecca pegó un
brinco y se giró de golpe.
—¿Le apetece tomar otra taza, detective Larson?
—Quizá en otro momento —se excusó desfilando por su lado, rodeando su cuerpo
y dejándola con la palabra en la boca mientras se disponía a cruzar la puerta—. Siento
haberme presentado sin avisar y con el tiempo pisándome los talones.
Comprobó la hora en la pantalla de su teléfono móvil y luego añadió:
—En poco menos de cuarenta minutos estaré sobrevolando el condado rumbo a
Monterrey.
—No se preocupe. Vuelva cuando lo desee —sonrió Fiona con un leve deje de
tirantez—. Mi casa es su casa.
—Y la de sus hijos: Jordan y Deborah —matizó ella.
—Por supuesto. —La mujer volvió a sonreír, esta vez sin mostrar los dientes—.
La mía y la de mis hijos.
»Es un dato tan evidente que no le he dado mayor importancia.
—Claro.
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En el vuelo de regreso, tras anotar en su cuaderno de anillas los últimos hallazgos
sobre el caso Myers, Rebecca no dejó ni un instante de dar vueltas a lo acontecido. O,
dicho de otro modo, a los extraños acontecimientos: un hermanastro con un
comportamiento obsesivo, una madrastra carente de preocupación por uno de sus
cachorros...
Empezaban a manifestarse demasiadas piezas del puzle con demasiados huecos
para hacerlas encajar.
Quizá demasiados...
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19
El más ignorante sabe cosas que el más sabio ignora.
MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA
Deborah Myers
Dieciocho días antes de su desaparición
—¡Toc, toc, toc!
—Adelante, Jordan.
Mi hermano acabó de abrir la puerta empujándola con el pie y entró en el cuarto
de aseo. Obviamente, no era la primera ocasión en que entraba mientras me daba un
baño de espuma. De hecho, me atrevería a poner en duda que ésa fuese la última vez.
Sé que nuestra estrecha confianza jamás había sido comprendida, mucho menos
aceptada, y por supuesto era conocedora de las habladurías que campaban a sus anchas
por la ciudad y que ponían en tela de juicio nuestra cordura. ¿Dos hermanos tan unidos?
Aberración lo llamaban algunos; degenerados, decían otros. Los más osados se habían
atrevido a escupir la palabra incesto en nuestra cara y después la pintaron en la fachada
de nuestra casa para asegurarse de que todos lo supieran.
Sin embargo, eso jamás me importó lo más mínimo, ni a mí ni a Jordan. Nosotros
sabíamos lo que nos unía, nosotros y sólo nosotros; ese vínculo tan especial, ese hilo
conductor que nos envolvía estando a tan sólo unos centímetros o, incluso, a kilómetros
de distancia.
Me incliné hacia delante al ver cómo se sentaba en el borde de la bañera, me
robaba con sutileza la esponja de las manos y me retiraba la melena sobre uno de los
hombros para frotar mi espalda. De arriba abajo y luego en círculos, como él sabía que
tanto me gustaba.
—Me pediste que, salvo que me necesitases, me mantuviera al margen de todo.
—Así es, Jordan. De momento, todo sigue su curso y nada ha cambiado.
No era capaz de ver su rostro porque quedaba oculto tras mi espalda; no obstante,
pude oír el profundo ronroneo de su pecho al hincharse y soltar luego el aire
lentamente.
—¿Pero? —inquirí.
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—Pero necesito saber que merecerá la pena. Que todo a lo que te estás
exponiendo merecerá la pena.
—Ya hemos hablado de esto, Jordan.
—Lo sé, cariño.
—Entonces sabrás lo que opino al respecto.
Se hizo un silencio.
—Te prometo que todo sacrificio será recompensado —concluí muy segura de mí
misma, avalando y dando énfasis a mis palabras o, tal vez, tratando de justificar lo
injustificable.
Jordan dejó de frotar mi piel durante al menos cinco segundos, luego reanudó el
masaje y yo respiré hondo.
—Y no dudes de que allí estaré, viendo cómo estás lista para hacer jaque al rey.
—Shâh mâta.*
—Shâh mâta —repitió él con un exquisito deje árabe—. El rey ha muerto.
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20
La excelencia moral es resultado del hábito. Nos volvemos justos realizando actos de
justicia; templados, realizando actos de templanza; valientes, realizando actos de
valentía.
ARISTÓTELES
29 de abril de 2016
Siete días después de la desaparición de Deborah Myers
—Era Melanie, la hermana pequeña de Debbie.
—¿Era?
Rebecca permaneció sentada junto a Jordan mientras le mostraba la fotografía que
había sustraído de casa de los Myers en Sacramento. Luego, el joven se la devolvió en
silencio y se levantó del sofá, dejando escapar un sigiloso carraspeo.
—¿Te apetece un café? —murmuró de camino a la cafetera con toda la libertad del
mundo, como si estuviera en su casa y no en la habitación del hotel.
—Claro.
La detective se quedó pensativa, observando por enésima vez el rostro de la niña,
enterrando la vista en aquellos angelicales gestos. Si bien era cierto que podría ser muy
fácil hacer miles de conjeturas, imaginar docenas de aparentes causas para su
fallecimiento, ninguna rozaba la realidad lo más mínimo. Ninguna.
Alzó la mirada cuando Jordan regresó con un par de tazas de cerámica, sin
bandeja y sin platos.
Los días que había compartido con la detective le habían permitido conocer
algunos de sus gustos y manías y alguna que otra excentricidad, como, por ejemplo, que
el café lo tomaba solo, muy caliente y sin azúcar.
—Gracias —dijo ella con un deje de amargura—. Lo siento mucho, Jordan.
—Bueno... —Él ocupó su lado en el sofá—. Melanie y yo no éramos hermanos; de
hecho, sabía de su existencia porque Debbie me habló de ella, de lo mucho que la
quería..., que se querían —corrigió rápidamente—. Tenían una conexión muy especial,
casi mágica. Tal vez la culpable fuera su frágil salud.
—¿Estaba enferma cuando murió?
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Jordan observó detenidamente a la detective y luego clavó la mirada en su taza. La
sujetó con firmeza y la hizo girar sobre su palma derecha para buscar el asa. Más tarde
sopló, asegurándose de que el café no le quemara el paladar.
Rebecca advirtió que estaba meditando demasiado las palabras que supuestamente
debía pronunciar, por lo que daba la impresión de estar nervioso. Parecía incluso algo
inestable, cosa extraña en él, cuando lo habitual era que mostrase inexpresividad en sus
gestos. Pensó que, tal vez, el simple hecho de que hurgar en los recuerdos en ocasiones
es un acto doloroso, o quizá necesitaba tiempo antes de caer en el error de hablar más
de la cuenta. Fuera lo que fuese, era evidente que Jordan le debía una explicación, y
ella contaba con todo el tiempo del mundo para oírla.
—Cuando Debbie era casi una adolescente, nació Melanie. Fue una niña muy
deseada. Pero la vida es injusta en ocasiones, y aquella niña tan deseada llegó al mundo
con graves problemas. Ya en los meses de gestación, los médicos detectaron que
nacería distinta del resto y que, además, tendría que estar sometida a una constante
lucha por sobrevivir.
Una oleada de tristeza abrazó a la detective.
Dejó reposar la taza sobre sus muslos porque de repente tuvo la sensación de que
pesaba toneladas.
—A Melanie se le detectó una miocardiopatía.
—¿Una enfermedad del corazón?
—Sí, se trata de una enfermedad del músculo cardíaco que produce la pérdida de
la capacidad del corazón para bombear sangre eficazmente.
Rebecca no dijo nada más, se limitó a observarlo sin mediar palabra.
—De modo que su infancia la pasó entre hospitales, conectada a un corazón
artificial que la mantenía con vida y a la espera de un trasplante.
—Un trasplante que jamás llegó a producirse...
—Lamentablemente, así fue. La pequeña Melanie falleció hará unos años, sin que
nadie pudiera hacer nada por salvar su vida.
—¿Siete?
—¿Cómo dices?
—Te pregunto que si fue hace siete años.
—Sí, exacto.
—Los mismos años que hace que Deborah desapareció por primera vez...
Jordan enarcó una ceja perfecta, admirado por la perspicacia de la joven.
—Por favor, necesitaría aclarar un dato importante que no figura en el expediente
de tu hermana.
—¿De qué se trata? Intentaré ayudarte en todo lo que esté en mi mano.
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—Verás, hay discrepancias en el año en que fue adoptada y en las misteriosas
causas del fallecimiento de su madre biológica, Helena Carter.
Jordan guardó un riguroso silencio durante varios segundos.
—¿Qué indica el expediente?
—¿Me respondes con una pregunta? —lo instó Rebecca de inmediato—. Muy
poco ético viniendo de ti, Myers.
Como siempre, él se tomó todo el tiempo que quiso para reflexionar la respuesta.
—A los pocos meses de fallecer primero Melanie y luego Helena, Debbie fue
adoptada por nuestra familia al no hallar a nadie que reclamara su custodia, ya que su
padre biológico las abandonó cuando ella no era más que un bebé. Por lo tanto, los de
asuntos sociales dictaminaron que, al no tener más familiares directos, mis padres
cumplían a pies juntillas los requisitos y las condiciones legales para tal fin. Supongo
que el hecho de que no se tratara de una desconocida para nosotros jugó en su favor.
—¿No lo era?
—No. Debbie solía veranear en Sacramento, en casa de una amiga. Así, su madre
podía dedicar más tiempo a los cuidados de Melanie, y ella, a disfrutar de una vida más
acorde con su edad, olvidarse por unos meses de hospitales, tratamientos y batas
blancas.
—Y os conocisteis entonces...
Jordan asintió con la cabeza.
—Sí, uno de esos veranos, en la piscina del pueblo. El destino hizo que se cruzara
en mi camino cuando unos adolescentes empezaron a incordiarla. Se burlaron de ella y
de sus coletas, y yo..., yo no pude permanecer sentado sobre la hierba siendo testigo de
aquello. Sentí cómo la sangre empezaba a hervirme, correteando furiosa por el interior
de mis venas. Me levanté de un salto y me dirigí veloz hacia allí. El resto puedes
imaginártelo.
Rebecca sonrió.
—Fuiste su salvador.
—Hice lo que cualquier hijo de vecino con dos dedos de frente habría hecho.
—No restes importancia a tu hazaña.
—No lo hago. Ya te digo que hice lo que creí justo en aquel momento.
—Y me alegro.
—¿Por qué?
—Porque eso demuestra mi hipótesis.
—¿Podrías compartir esa hipótesis conmigo? Me tienes en ascuas, Larson.
—Mi hipótesis es la siguiente: que desde el mismo instante en que apareció en tu
vida, supiste que estabais destinados a estar juntos. Tú la protegerías y ella se dejaría
cuidar.
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—Podría definirse así, como un intercambio. Tú me das y yo te doy: quid pro quo.
»En referencia a las misteriosas circunstancias de la muerte de Helena, podrían
enumerarse tres causas: la policía alegó sobredosis de pastillas y las cotorras del
pueblo murmuraron que se debió a un ataque cardíaco, pero Debbie sostuvo desde
siempre que su madre murió de pena.
Jordan miró a Rebecca fijamente a los ojos y luego prosiguió:
—Puede que sea la más fantasiosa de todas, pero a mí siempre me ha parecido la
más plausible.
»Morir de pena —siseó entre dientes—. Sólo unos pocos creen que un dolor tan
grande como la pérdida de un hijo puede conducirte a la muerte.
Rebecca sintió cómo el corazón le daba un vuelco y cómo Jordan se daba cuenta
de que su afirmación había escarbado en lo más profundo de su alma.
—¿Tú también lo crees, detective?
Era evidente que Jordan era conocedor de algo que ella guardaba celosamente en
sus recuerdos. Su tono conciliador y su media sonrisa comprensiva lo delataban.
—¿Morir de pena? —Rebecca tragó saliva con resquemor y aguantó unos
segundos la respiración—. ¿Por qué no? El ser humano es impredecible por naturaleza.
Nadie es capaz de saber a ciencia cierta cómo actuará en determinadas situaciones
límite.
—Exacto —añadió él tajante apretando los labios, y dio una vuelta al anillo que
rodeaba su anular izquierdo.
Luego dejó la taza a un lado y se levantó para aproximarse al mueble bar. Eligió
una botella de vino, la abrió y sirvió dos copas.
—¿Sabes, Larson? —empezó a decir acercándose a ella con pasos cortos pero
decididos, emulando los de un noble caballero de la Edad Media—. Lo único que sé es
que por Deborah estaría dispuesto a hacer cualquier cosa sin importarme lo más
mínimo las consecuencias.
Le ofreció una de las copas de cristal de Bohemia y después dio un par de tragos a
la suya.
—¿Sabes, Myers?
—No, no lo sé, Rebecca.
De inmediato, una pícara sonrisa cobró vida en el rostro de ella.
—No es algo que me pille por sorpresa, te lo aseguro. Es más, estaba esperando el
momento en el que te atrevieras a confesármelo abiertamente.
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21
La tentación más frecuente en las personas preocupadas por su progreso espiritual es
que, bajo el pretexto de una influencia apostólica más grande, el demonio los hace
desear una ocupación distinta de la suya.
SAN FRANCISCO DE SALES
Deborah Myers
Quince días antes de su desaparición
—¿Qué escribes?
Jordan miró por encima de mi hombro.
—Un diario.
—¿Desde cuándo te dedicas a perder el tiempo de esa forma?
—Bueno —me encogí de hombros—, digamos que últimamente estoy viviendo
situaciones muy intensas que necesito compartir y he pensado en plasmarlas en un
papel.
—Jamás te he visto escribir un diario, ni siquiera cuando eras una adolescente.
—Puede que tengas razón, pero también es cierto que nunca es tarde para empezar
cosas nuevas.
Me observó y luego desvió la vista a mis últimas anotaciones.
Daniel, quien prefiere que en la intimidad lo llame nawashi,* me ha prometido que
no tardará en practicarme una suspensión con las cuerdas. Quiere fotografiarme y que
experimente la sensación de volar, de sentirme libre..., mientras inmortaliza mi belleza.
—Joder, Debbie... Me asusta que no tengas límites.
—No te asustes, en todo momento sé lo que hago.
—¿Estás segura?
—Sí, Jordan, lo estoy.
Se apoyó en la pared y me observó unos momentos antes de volver a hablar.
—¿Hasta dónde estarías dispuesta a llegar? —me preguntó, aunque sonó a
reproche.
—Hasta donde sea..., hasta que me confiese la verdad...
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22
La situación de ser tentados nos ayuda a conocernos a nosotros mismos y a crecer en la
virtud.
PADRE EVARISTO SADA
30 de abril de 2016
Ocho días después de la desaparición de Deborah Myers
Rebecca Larson lo había hecho cientos de veces. Citarse a solas con el presunto
responsable de la desaparición de otra persona y tener que moverse en un terreno
desconocido y fangoso no la acoquinaba en absoluto, sino todo lo contrario. O eso
había sostenido siempre, hasta el momento...
Aceptar la inesperada invitación del seductor Daniel Woods en su propia mansión
no sólo le ocasionó varios quebraderos de cabeza, sino varios sueños húmedos y
alguna que otra ducha de agua fría.
Desde aquel primer contacto en Tentación, él se había convertido para ella en casi
una obsesión. Y, aunque Rebecca se negara a la evidencia, todos sus pensamientos iban
encaminados en una única dirección, una que a su vez era tan deliciosamente apetecible
como prohibida.
Después de degustar una copa de vino y de acomodarse en el sofá, la detective
empezó a dirigir la conversación entre Daniel y ella hacia su terreno o, al menos, ése
era su deseo. Necesitaba persuadirlo para averiguar más datos, para conocer
referencias determinantes que la ayudaran a proseguir con la investigación, haciendo
hincapié en los aspectos tanto íntimos como ignominiosos del club.
—Tengo entendido que hay miembros que no suelen besar durante los intercambios
de parejas.
»Es como si, en cierta forma, fuera un tabú. Una consigna, tal vez una norma, un
acuerdo no escrito entre ellos.
Rebecca dejó la aserción de aquellas palabras ondulando en la atmósfera que los
envolvía y que los soliviantaba por momentos.
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—Bueno, en realidad yo nunca beso —le confesó él.
Ella aleteó las pestañas a causa del descubrimiento.
—Nunca beso en la boca —matizó Daniel.
—¿Nunca? ¿Jamás has besado a nadie en los labios? —preguntó Rebecca con
curiosidad al tiempo que enarcaba una de sus oscuras cejas—. ¿Por qué?
—Besar es un acto demasiado íntimo, además de peligroso.
—¿Y besar otras partes del cuerpo no lo es?
Él negó con la cabeza sin dejar de sonreír.
—No. Esos besos forman parte del juego. En cambio, besar en los labios puede
llegar a confundir los sentimientos.
Daniel se incorporó hacia un mueble situado junto a la escalera de acceso a la
segunda planta. Buscó el mando a distancia del equipo de música y, a los pocos
segundos, empezó a sonar I’m God,* de Clams Casino.
—Una canción muy sugerente, Daniel...
Él ni siquiera le respondió, sino que se limitó a sonreír sin mostrar los dientes
mientras se desprendía de la americana hasta quedarse en mangas de camisa y se
aflojaba el nudo de la corbata.
Después colocó una silla en el centro del salón y le pidió a Rebecca que se
sentara.
—¿Que tome asiento?
—Sí. Vamos a hacer una prueba.
La detective, a la que le gustaba sorprender pero, sobre todo, ser sorprendida, ni
siquiera dudó. Se sentó y esperó en silencio mientras recibía las nuevas órdenes.
Daniel rodeó su cuerpo lentamente, como al ritmo de la música, y, cuando se
colocó detrás de ella, se inclinó para susurrarle al oído:
—Cierra los ojos...
Tan sólo bastó el ronco sonido de esas palabras sumado a su cálido aliento
acariciándole la nuca para que Rebecca sintiera que se le erizaba todo el vello de su
cuerpo. Imaginar el resto de las sensaciones que aquel hombre podría hacerla sentir
provocó que su corazón empezara a latir sin control.
—Relájate...
Daniel le apartó el pelo dejándolo sobre uno de sus hombros y posó la nariz en el
arco de su cuello. Después empezó a deslizarla sobre él, como si quisiera memorizar su
aroma, como si quisiera embriagarse con el olor de su piel.
—¿Nunca te has enamorado?
—Soy de esa clase de hombres que piensan que la vida es demasiado corta para
malgastarla con sentimentalismos. —Sonrió para sí—. ¿Eso responde a tu pregunta?
—En parte.
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—Shhh... Vamos, Olivia, deja de hablar y céntrate... —murmuró desde atrás con
los labios pegados a su piel, suaves y calientes—, libera tu mente.
Lamió pasmosamente su clavícula, calentándola, haciéndola vibrar bajo su experta
lengua mientras sus dedos le sujetaban la cara a la altura de la mandíbula. Besos cortos,
besos largos, lametones húmedos, pequeños mordiscos calientes..., precipitándose,
intensificándose poco a poco, al igual que los jadeos, los gemidos y las sonoras
respiraciones.
Sin dejar de sujetarle del pelo, Daniel empezó a deslizar una mano por encima de
su blusa, dibujando con las yemas de los dedos el contorno de sus pechos, de su vientre
y de sus caderas mientras dejaba un reguero de besos en su espalda desnuda, en su
escápula, en sus hombros.
Desabrochó con una sola mano los primeros botones del pantalón, deslizando la
palma hacia abajo por dentro de la ropa interior. Rebecca jadeó sorprendida como una
vulgar adolescente cuando los suaves dedos de él se introdujeron entre los pliegues de
su sexo y le acariciaron con maestría el clítoris. Arqueó la espalda y alzó un brazo,
enterrando los dedos entre los mechones de su espesura, agarrándose con fuerza a su
cabello.
Jamás había imaginado que nadie podría hacerle sentir tanto, excitarla tanto, sin
siquiera probar sus labios, sus besos, su lengua, el sabor de su saliva fusionándose con
la suya. No comprendía cómo alguien podía avivar su cuerpo de esa forma, cómo podía
su piel temblar bajo los dedos de un hombre de esa manera. Era como si hubiese estado
adormecida durante todo ese tiempo, como si nadie antes le hubiese dado lo que
ansiaba. En pocas palabras: jamás nadie había conseguido ponerla tan cachonda tan
deprisa. Aquello no era sólo excitación, ni sexo, ni vicio, ni deseo.
Era mucho más.
Era todo eso unido al morbo, al juego..., a lo desconocido.
—El sábado te habría arrancado la ropa con los dientes y te habría follado en los
aseos de Tentación hasta hacerte enloquecer de placer... —gruñó él excitado al
introducirle un par de dedos y darse cuenta de que estaba empapada. Luego los hizo
girar en su interior mientras la masturbaba con deliciosa lentitud durante unos segundos
—. Y lo haría ahora, aunque... ahora no es el momento...
Daniel sacó la mano de su ropa interior, dejando a Rebecca excitada y al borde
del delirio, a sabiendas de que le dolería todo el cuerpo y de que éste no dejaría de
arder hasta quedar liberado, hasta que le diera lo que necesitaba.
La detective se forzó a pestañear con los ojos como platos. Lo miró estupefacta,
con la respiración desbocada mientras lo veía alejarse de su lado en dirección a la
escalera, apoyar la mano en la barandilla y empezar a ascender a la primera planta
antes de desaparecer de su vista.
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Corrió en su búsqueda.
No podía dejarla así, tan caliente..., tan desesperada.
Subió la escalera rauda, sin perder el tiempo. Abrió puertas y lo buscó por toda la
segunda planta, jadeante, nerviosa, sintiendo cómo los latidos de su corazón zumbaban
en sus oídos.
Tan sólo quedaba por descubrir la última de las habitaciones, la del final del
pasillo. La única que permanecía entreabierta y a oscuras, salvo por la tenue
luminosidad de un par de velas aromáticas.
Nada más entrar, Daniel le dio la vuelta y la colocó de cara a la puerta,
inmovilizándola y sin poder separar la mejilla de la madera, mientras pegaba su cuerpo
al suyo como una segunda piel. Estaba completamente desnudo, y clavó su dura
erección en el bajo de su espalda. La agarró del pelo y tiró con fuerza de él hacia atrás.
—No te muevas —jadeó en su oído, y después deslizó la lengua desde el lóbulo
derecho hasta la clavícula de forma morbosa y caliente y, luego, le clavó los dientes.
Ella obedeció. Permaneció quieta sintiendo cómo se le ponía la carne de gallina.
—¿Quieres jugar?
Metió la mano por dentro de su blusa, manoseó uno de los pechos sin indulgencia,
deslizando la yema por la aureola y, después, pellizcó con fuerza el pezón.
—Dilo.
Rebecca soltó un gemido de dolor teñido de sorpresa, un dolor que pronto se
convertiría en placer.
—¿Te atreves a jugar? ¿Quieres que haga que te corras?
Daniel insistió, más excitado si cabía:
—Dilo, Olivia, dímelo... Pídemelo.
—¡Sí, Daniel...! —jadeó ella con rabia sintiendo cómo su vagina se contraía de
puro deseo—. Me atrevo a jugar...
Totalmente a su merced, y sin tener el control de la situación, Rebecca cerró los
ojos. Él le desabrochó el resto de los botones del pantalón; la tela se deslizó por sus
piernas y finalmente cayó a sus pies con un suspiro.
De repente, Daniel le dio la vuelta y la levantó en el aire, obligándola a rodear las
caderas con sus piernas.
—Ahora sabrás el efecto que causas en mí.
Clavó su enorme miembro en su sexo de una sola vez, penetrándola hasta el fondo
con posesión, con fuerza.
Rebecca pegó un grito por la anticipación y el torbellino de sensaciones que
estaba sintiendo. El bombeo era trepidante, demencial, sin dejar de friccionar las
húmedas paredes de su vagina en cada nueva embestida.
Acercó los labios a su boca para besarlo, pero él se apartó de inmediato.
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—Nada de besos, Olivia —la sermoneó sin indulgencia.
Sus ojos se encontraron y ella sintió que su mirada la abrasaba.
—Jamás lo olvides.
«Besar implica sentimientos», recordó ella.
—Ahora no pienses, sólo siente —la exhortó Daniel con frialdad—. Déjate
llevar..., abandona tu mente.
Pronto, el orgasmo la sacudió por todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo,
sin dejar ni una sola.
Un grito de sorpresa le advirtió a Daniel que estaba llegando al punto más álgido
del clímax, por lo que aceleró el ritmo de sus acometidas para alcanzarla en el
orgasmo.
—Olivia, haz que me corra...
Su imperiosa orden pronto dio los frutos esperados. Rebecca cerró los músculos
de la vagina alrededor de su pene, envolviéndolo, succionándolo, atrapándolo entre sus
paredes.
—¿Así? —gimió ella—. ¿Así es como te gusta?
—Joder, sí, joder, Olivia...
Daniel gruñó con rabia, con furia, exhalando el aire de sus pulmones entre dientes
mientras no dejaba de clavar los dedos en la redondez de sus glúteos. Simplemente le
bastaron tres penetraciones para unirse y correrse con fuerza, vaciándose en su interior,
extrayendo hasta la última gota de semen. Permanecieron abrazados durante unos
segundos, aún jadeantes y con el pulso acelerado antes de que él la dejara de nuevo en
el suelo. Luego, recogió el pantalón que yacía a su lado y se lo entregó.
—Vístete —le ordenó sereno y, a continuación, se dio media vuelta brindándole a
Rebecca una generosa visión de su espalda—. Se me ha abierto el apetito. Bajaremos a
cenar algo.
Ella miró la prenda y luego a la figura desnuda que se alejaba entre las sombras de
la habitación, notando cómo sus piernas temblaban aún a causa de la excitación y del
esfuerzo mientras trataba, a duras penas, de coger aliento y sostener el peso de su
cuerpo.
«Nada de sentimientos, nada de perder el norte y, sobre todo, nada de
encapricharte del enemigo...», se dijo mentalmente para tener muy presente que había
acudido a aquella casa por una única razón: desenmascarar al culpable de la
desaparición de Deborah Myers.
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23
Las tentaciones, a diferencia de las oportunidades, se nos presentan muchas veces.
O. A. BATTISTA
Deborah Myers
Ocho días antes de su desaparición
Y llegó la noche esperada.
Daniel sabía que ansiaba desde hacía mucho que llegara este momento. Me había
mostrado fotografías, incluso habíamos presenciado algún que otro espectáculo de
suspensión, pero en mi fuero interno sabía que no podía ser lo mismo porque tenía que
experimentarlo, tenía que percibirlo y tenía que sentirlo en mi propia piel.
—Deborah, en todo momento debes hacer caso de mi voz. Yo te guiaré, yo te
mostraré los pasos que debes seguir. Yo te adoctrinaré.
—Sí, Daniel.
—Sí, ¿qué?
Pensé con celeridad y rectifiqué enseguida mi torpe descuido, el de no recordar
que, cuando me sometía a él, en cuanto me subyugaba a su precepto, debía llamarlo de
una forma distinta. A Daniel lo excitaba que lo llamara por otro nombre, y lo cierto era
que a mí también me ocurría. Siempre que estábamos inmersos en el juego, era como si
nuestras personalidades se desdoblaran y nuestras mentes peregrinaran a un lascivo
lugar terrenal.
—Sí, nawashi.
Sonrió antes de coger un manojo de cuerdas de yute y, con un elegante gesto, dio
un tirón rápido (similar al de extraer la anilla a una granada) y las desplegó ante mis
ojos.
Después me pidió que llevara las manos a la espalda y cruzara las muñecas. Tensó
la cuerda alrededor de los brazos y los hombros y comenzó a inmovilizar mi cuerpo.
Ayudado de un arnés que servía de apoyo, me suspendió del techo.
Es increíble cómo tan sólo un par de tirones consiguieron hacerme volar girando
sobre mí misma.
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—Preciosa. Eres realmente preciosa —lo oí murmurar al tiempo que la luz de un
flash perpetuaba aquel momento para siempre.
Luego cortó las cuerdas del arnés con la ayuda de unas tijeras y me cogió en
brazos. Lo siguiente que ocurrió fue absolutamente cabalístico: misterioso, hechizante,
fascinante. Me llevó a la cama y, sin desatar mis manos, me folló de todas las formas
imaginables. Tantas que perdí por completo la cuenta... y el sentido.
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24
Las tentaciones contra la fe y la pureza son cosas puestas por Satanás; no le temas,
desprécialo. Mientras él aúlle, no se apoderará de tu voluntad.
SAN PÍO DE PIETRELCINA
1 de mayo de 2016
Nueve días después de la desaparición de Deborah Myers
Al llegar a la habitación del hotel InterContinental, Rebecca se desvistió de camino al
cuarto de baño, dejando un sendero de ropa arrugada por el suelo. Se sirvió una copa
de vino mientras se llenaba la bañera.
Pronto pudo zambullirse en su interior. El agua la cubría a la altura de los pechos.
Se recogió el pelo con un pasador y sorbió de la copa antes de colocarla a un lado.
Cerró los ojos tratando de dejar la mente en blanco, pero ésta la traicionó.
Enseguida, las imágenes en tropel de su último encuentro con Daniel Woods
aparecieron de la nada: su mansión, el salón, la conversación que habían mantenido...
Inmediatamente empezó a recordar sus grandes y sedosas manos acariciando su
piel, manoseando sin censura todo su cuerpo. Sus senos, su cintura, sus caderas, sus
glúteos..., su sexo.
Odiaba pensar que aquel hombre había engendrado en ella la necesidad, el
deseo..., la tentación por lo prohibido; el morbo por lo desconocido.
Y, sin más, dio rienda suelta a sus instintos más primarios. Empezó a tocarse, a
acariciar sus muslos con sensuales movimientos circulares, arriba y abajo, deslizando
las manos hacia el vértice de sus piernas. Un gemido gutural emergió de su boca al
sentir el roce de sus yemas estimulando el rosáceo nudo de su clítoris.
Comenzó a masturbarse, primero lentamente y luego intensificando la velocidad y
los movimientos, imaginando que ésas no eran sus manos, sino las de él.
Gritó como nunca antes había gritado al llegar al orgasmo, arrancando jadeos de
su garganta.
Cerró las piernas acentuando la fricción, implorando que esa sensación no acabara
nunca..., aunque comprendiera que no estaba bien, como no lo había estado caer en la
tentación y acostarse con el principal sospechoso de la desaparición de Deborah
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Myers.
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Las locuras que más se lamentan en la vida de un hombre son las que no se cometieron
cuando se tuvo la oportunidad.
HELEN ROWLAND
Deborah Myers
Siete días antes de su desaparición
Observé la fotografía con nostalgia, una réplica exacta de la que guardaba en la
habitación de casa de mis padres en Sacramento y, después, acaricié con mis dedos
trémulos el papel. Sentía como si el tiempo no hubiese transcurrido, como si todo
hubiese quedado inmortalizado en esa instantánea, como si desde aquel maldito día
todo hubiese quedado plasmado en esa imagen para siempre.
Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano y volví a guardarla entre la ropa
del segundo cajón de la mesilla de noche.
Abrí las sábanas para meterme en la cama, pero no podía dormir. Por más que
cerraba los ojos, las imágenes de Daniel Woods y de aquel fatídico día bombardeaban
mi mente, saqueándola sin censura, recordándome una y otra vez que, a partir de ese
instante, hace siete años, dejé de estar viva... Simplemente, intenté sobrevivir.
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Los locos abren los caminos que más tarde recorren los sabios.
CARLO DOSSI
2 de mayo de 2016
Diez días después de la desaparición de Deborah Myers
—¿Adónde vamos?
—Te tengo preparada una sorpresa en Tentación.
«¿En el club?»
—No me gusta que me sorprendan.
Rebecca se humedeció los labios, esperando una respuesta capaz de convencerla
de lo contrario.
—Bueno, eso puede cambiar a partir de ahora.
—¿En serio? Y ¿por qué estás tan seguro?
—Porque sé que hasta el momento nadie te había sorprendido de verdad.
Daniel dio por finalizada la conversación y encendió el motor de su coche. Ella,
en cambio, se dedicó a observar pensativa a través de la ventanilla, al tiempo que se
dejaba envolver por el sensual olor del perfume de su acompañante unido al de su piel.
Veinte minutos más tarde llegaron al edificio, entraron y, en medio del vestíbulo,
se encontraron con un hombre de porte elegante que se dirigía al ascensor.
—Buenas noches, señor Woods.
El desconocido los miró y compuso una sonrisa un tanto forzada, dejando claro
que no era la primera vez que Daniel y él se encontraban y que, además, sabía
perfectamente que tenía ante sí al dueño del club.
—Buenas noches, Elliot.
Ambos hombres se regalaron una inclinación de cabeza al unísono. Luego, Elliot
Cabbot se permitió el lujo de observar con detenimiento a Rebecca, de arriba abajo, sin
dejar una sola parte de su anatomía por estudiar. A juzgar por la expresión de su rostro
y por la media sonrisa dibujada en sus labios, quedó fascinado con su presencia. Al
percatarse de su insolente descaro, pues no dejaba de desnudarla con la mirada,
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Rebecca comenzó a abrocharse los botones de su americana para prohibirle que
siguiera violando su intimidad de esa forma tan bochornosa. En otras palabras, gracias
a su actitud había conseguido sentirse como si fuera carnaza.
Dándose cuenta de lo que estaba sucediendo, Daniel no tardó en intervenir.
—Elliot, recuerda que las normas deben aplicarse desde el preciso momento en
que se pone un pie en el edificio —lo sermoneó sin delicadeza por si, después de tantos
años, aún le quedaba alguna duda.
Tras la reprimenda, el hombre dejó de inmediato de mirar a Rebecca y tosió en su
mano antes de obsequiarlo con una disculpa en toda regla.
—Mea culpa —dijo Elliot, y sus ojos miraron fijamente a los de Daniel, quien le
devolvió una mirada vacía—. Puedes estar tranquilo, te doy mi palabra de que no
volverá a pasar.
Justo entonces, las puertas del ascensor se abrieron de nuevo.
—Las damas primero. —Elliot le dirigió a Rebecca un refinado gesto con la
mano, cediéndole el paso.
No obstante, a decir verdad, más que un gesto parecía un «Disculpa mi
impertinencia, soy un cretino incapaz de mantener la polla quieta; aun así, preferiría
hacer borrón y cuenta nueva y empezar de nuevo».
Al cabo de un rato, tras acceder a Tentación, Daniel le ordenó a Rebecca en un
tono acerado con un tinte seductor que acompañara a Brenda, una de las muchas
empleadas del club.
—¿Puedes preparar a Olivia, por favor?
—Por supuesto —asintió Brenda, y luego miró a Rebecca para mostrarle el
camino—. Por aquí, por favor.
La detective siguió sus pasos muy de cerca por un pasillo que recorría la estancia.
Pronto sintió una punzada de curiosidad, lo que la obligó a romper el incómodo
silencio.
—Si he entendido bien, me has de preparar. —Frunció el ceño—. Pero
prepararme... ¿para qué?
La mujer se volvió sólo un poco y luego le sonrió, pero no le respondió. O, al
menos, no de inmediato.
—Nyotaimori —dijo al cabo de un rato.
—¿Cómo dices?
Brenda la obsequió con un nuevo silencio, más largo aún que el anterior.
Abrió una puerta y luego otra. Entraron a la habitación del fondo, donde
aguardaban dos mujeres más. Todas eran morenas y menudas, iban vestidas únicamente
con unos kimonos y llevaban el pelo recogido en un moño alto; tenían sendas sonrisas
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en los labios y un mutismo que, para qué negarlo, daba grima.
Rebecca se fijó en la estancia. Era espaciosa y se parecía mucho a un centro de
masajes: camilla en el medio, toallas limpias y esponjosas, utensilios de estética,
aceites de diferentes fragancias y texturas, e incluso una enorme bañera colonial con
grifería dorada.
—Desvístase y luego túmbese boca arriba en la camilla —le pidió entonces la tal
Brenda.
Ella abrió unos ojos como platos. No comprendía nada de lo que estaba
ocurriendo. Tres mujeres con kimono la observaban expectantes mientras esperaban a
que se quedara en paños menores, como Dios la trajo al mundo. Pero... ¿por qué
motivo? Todo aquello se le escapaba.
—Antes de mover un dedo, necesito..., exijo... —matizó en tono desdeñoso— que
alguien me dé una explicación.
—Verá, nosotras no estamos autorizadas a dar información a las sumisas, pero...
—¡¿Sumisas?! —exclamó mientras agitaba las manos en el aire contrariada—.
Aquí ha habido un error... Un enorme error. Yo no soy una sumisa...
—Relájese —siseó con voz melosa la mujer más joven—. Si se relaja, se desviste
y se tumba en la camilla, yo misma se lo explicaré.
Y así lo hizo. Fiel a sus palabras y ante las miradas reprobatorias de sus
compañeras, la mujer comenzó a enumerar brevemente todo lo que iba a ocurrir en esa
habitación a partir de ese momento: primero la depilarían de pies a cabeza, incluyendo
el vello púbico; después tomaría un baño usando un jabón especial sin aroma y, por
último, se ducharía con agua fría para ir bajando poco a poco la temperatura del
cuerpo.
—El nyotaimori es el arte de servir alimentos sobre el cuerpo de una mujer
desnuda. Hoy se servirán sobre su cuerpo. Varios hombres degustarán esos alimentos,
que su propio cuerpo ofrecerá.
De forma concisa y clara, le explicó tres datos importantes que debía tener en
cuenta: en primer lugar, la forma como debía controlar la respiración, es decir, de
manera profunda y constante. En segundo lugar, cómo debía soportar una exposición
prolongada de la comida sobre su piel y, en tercer lugar, pero no menos importante,
cómo debía mover el cuerpo de modo casi imperceptible.
Rebecca se quedó atónita y sin habla.
—Yo... yo jamás me he desnudado ante los demás, ni me he expuesto de esa forma
ante ningún hombre, ni siquiera me siento una sumisa...
—Nada de eso importa, pues siempre hay una primera vez para todo —respondió
la mujer a sus angustiosas afirmaciones.
—Pero yo...
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—El señor Woods nos ha dado instrucciones al respecto.
—¿Qué clase de instrucciones?
—Realizar nuestro trabajo con un tacto especial por tratarse de usted, con mucho
mimo y dedicación, para que en todo momento se encuentre cómoda.
Por algún motivo, el cuerpo de Rebecca adoptó de inmediato una pose menos
rígida y su mente empezó a abrirse a nuevas sensaciones.
Una media hora más tarde, sin ropa, Rebecca caminó al salón contiguo, en donde
la esperaba una mesa cubierta con una especie de mantel negro.
—Túmbese mirando al techo e intente no moverse mientras nosotras le colocamos
el sushi, el wasabi y las rodajas de limón sobre la piel.
Ayudada de una escalerilla de dos escalones, Rebecca se subió a la mesa.
Enseguida, su respiración se aceleró al quedar expuesta en esa posición. Sus pechos,
sus pezones, su sexo..., todo temblaba.
«Puedo hacerlo, puedo hacerlo —oía su propia voz lastimera en el interior de su
cabeza como si de un mantra se tratara—. Puedo hacerlo, puedo hacerlo...»
Pronto oyó murmullos de varios hombres acercándose y fue entonces cuando se le
pasó por la mente salir corriendo de aquel lugar.
«Quédate quieta, Larson. No has nacido para salir huyendo de ninguna situación,
de ninguna. Hoy no va a ser la excepción.»
Seis hombres de porte elegante y con trajes de firma se sentaron alrededor de la
mesa sin dejar de observar cada milímetro de su cuerpo, desde el dedo gordo del pie
hasta el último pelo de la cabeza.
«Cierra los ojos, Rebecca, y concéntrate. Nadie te conoce. Nadie sabe quién
eres.»
Oyó sensuales piropos acariciar sus tímpanos, voces varoniles envolviéndola con
suavidad, y percibió una mezcla de perfumes caros que acentuaba el erotismo del
momento.
De inmediato, los palillos empezaron a acercarse a su cuerpo, algunos con cautela,
otros arrastrando el sushi, jugueteando, antes de llevárselo a la boca.
En todo momento, Rebecca fue tratada con respeto y, sorprendentemente, no se
sintió incómoda, pues ninguno de los hombres hizo ademán alguno de tocarla de manera
indebida ni profirió palabras obscenas, sino todo lo contrario. Al final, la situación se
convirtió en algo casi íntimo.
Cuando la cena concluyó, aquellos hombres de identidad y rostros desconocidos
abandonaron el salón y Rebecca se quedó a solas.
Pestañeó contrariada con la intención de incorporarse.
—¿Qué has sentido?
La grave y sexi voz de Daniel tomó forma ante la perplejidad de ella.
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—Al principio..., vergüenza, nerviosismo, tenía ganas de esfumarme de aquí.
—¿Y... después?
Daniel se acercó a ella con pasos cortos pero seguros.
—¿Qué has sentido después?
Rebecca quiso levantarse de la mesa, pero él la sujetó con delicadeza de los pies
antes de besarle morbosamente el empeine.
—Que todas esas incómodas sensaciones han ido desapareciendo poco a poco.
Ahogó un lánguido gemido mientras se mordía el labio inferior para luego apretar
los ojos con fuerza.
—Descríbeme con palabras lo que has sentido —insistió Daniel.
Lamió perezosamente el largo de una pierna de forma ascendente, desde el tobillo
hasta los glúteos, sin olvidar un solo milímetro.
Rebecca se estremeció de pies a cabeza, percibiendo cómo se erizaba todo el
vello de su cuerpo, arqueando la espalda y notando cómo, sin previo aviso, perdía por
completo la razón y el control de sus sentidos.
—¿Te ha llegado a gustar?
Daniel le separó las piernas.
—Sí. —Contuvo el aliento—. Mucho, quizá demasiado.
Acarició su pubis recién depilado y luego separó los labios vaginales antes de
succionar su clítoris.
—¿Has llegado a sentirte... deseada?
—Sí..., como nunca me había sentido.
Rebecca se retorció de placer al sentir la punta de su lengua saborear la humedad
de su sexo. Cerró los ojos una vez más, dejándose arrastrar por todas las sensaciones
que aquel hombre la hacía experimentar.
—Saber que otros hombres te desean me excita, Olivia. Saber que ellos te desean
pero que sólo soy yo quien te folla me excita —gruñó él mientras le introducía varios
dedos de golpe. Luego empezó a bombearlos con fuerza, casi de manera enfermiza—.
Pero lo que más me gusta es saber que no sólo soy el único que te folla, sino también el
único que decide cuándo te corres. Yo decido el momento, el lugar y la forma.
Rebecca quiso responder a eso, pero no logró articular palabra. Los movimientos,
la fricción de sus expertos y decididos dedos no le concedieron tregua. Daniel bombeó,
succionó, lamió, mordisqueó dándole placer, estimulando sus sentidos para asegurarse
de que no olvidara esa noche el resto de su existencia.
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27
No son los motivos perversos los que llevan a una conducta perversa, sino todo lo
contrario: la conducta perversa, con el tiempo, genera motivaciones perversas.
GUY KAWASAKI
Deborah Myers
Seis días antes de su desaparición
Sonreí mientras cepillaba mi pelo antes de irme a dormir.
—Va a ser pan comido.
Observé a Jordan a través del espejo del aseo.
—Es un desgraciado y morirá ahogado en su propia mierda.
—¿Cómo estás tan segura de eso?
Dejé el cepillo de cerdas antes de responder a su pregunta.
—Porque, como en todo en esta vida, hay fisuras. Y su imperfecta vida no es
distinta de la de los demás.
—¿A qué tipo de fisuras te estás refiriendo? ¿Drogas, prostitución, tenencia ilícita
de armas...? —preguntó Jordan mientras enumeraba con los dedos.
—Todo eso y mucho más...
—Joder, Debbie..., entonces lo tenemos, tenemos a ese hijo de puta cogido por las
pelotas.
Me enjugué la boca y me alcé de puntillas para abrazar a mi hermano.
—Exacto, lo tenemos.
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28
La sospecha es la combinación de la impotencia y de la perversidad humana.
CONCEPCIÓN ARENAL
2 de mayo de 2016
Diez días después de la desaparición de Deborah Myers
—¿Qué pasa por la mente de una persona cuando decide abrir un club de sexo extremo
como Tentación?
Daniel sonrió.
—¿De verdad quieres saberlo?
—Lo cierto es que me gustaría.
—¿Por qué? —preguntó él entornando los ojos como si así fuera capaz de leer a
través de los de ella—. Dame una razón.
—Porque eso me ayudaría a entenderte mejor. Llegar más a ti...
—No necesitas entenderme.
—Crees eso porque nunca has tenido la necesidad de abrirte ante nadie. Eres un
ser solitario e independiente.
—Puede que sea cierto.
—¿Sólo... puede?
—No todo en esta vida tiene un porqué.
—Pero estoy convencida de que, en tu caso, sí lo tiene.
—¿Ah, sí?
Daniel sonrió abiertamente.
—¿Cómo estás tan segura, Olivia?
—No lo estoy, Daniel. Es simple intuición.
Rebecca lo retó con la mirada, como si de una batalla de titanes se tratara. Sin
pestañear, sin dedicarle ni una sola palabra, tan sólo esperó. Acababa de lanzar el
anzuelo, únicamente cabía esperar a que él lo mordiera.
Y, en efecto, al poco, él se aflojó el nudo de la corbata hasta acabar quitándosela.
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—No vas mal encaminada —empezó a decir, no sin antes tragar saliva—. Hace
unos años ocurrió algo en mi vida, algo... que no debería haber ocurrido nunca. Un
error, así es como lo bauticé. Un nefasto error que arrastro desde entonces. Uno que se
convirtió en mi sombra pero con el que he aprendido a convivir con el paso del tiempo.
—¿Por qué un club?
—Un club, un hotel, un gimnasio, una sala de fiestas... —Se quedó de nuevo en
silencio, tratando de ordenar sus palabras—. Eso es lo de menos.
—Necesitabas algo para mantenerte ocupado y, a la vez, alejado de tus
pensamientos.
—Básicamente, así fue.
—Y parece que lo lograste.
Daniel se quedó en silencio unos instantes para luego retomar la palabra.
—Digamos que se convirtió en mi propia terapia de choque.
En realidad, era una verdad a medias. Ni siquiera con el club había logrado jamás
olvidar su pasado...
Rebecca Larson miró la hora en su reloj: las diez en punto. Suspiró mientras
acababa de acicalarse frente al espejo del aseo. Un vestido corto a la altura de las
rodillas con algo de vuelo, ésa fue la única condición que Daniel le pidió para
acompañarlo a cenar. A cambio, su promesa sería una cena íntima en uno de los
restaurantes más lujosos de la ciudad.
Por supuesto, ella aceptó sin siquiera meditarlo, pues la ocasión de estar de nuevo
a solas con aquel hombre oscuro y seductor bien lo merecía. O sería más propio
afirmar que la investigación lo merecía. Fuera por lo que fuese, no estaba dispuesta a
perder la oportunidad que se le ofrecía en bandeja de plata.
Alrededor de las once, llegaron a su destino. Daniel cedió las llaves de su
flamante Lamborghini Estoque a uno de los dos aparcacoches y después lo obsequió
con un generoso billete de veinte dólares.
Luego le ofreció el brazo a la detective y ella se colgó de éste sin siquiera hacer
ademán de protestar. De hecho, fue una acción que la llenó de alivio: mayor
acercamiento significaba mayor confianza. Mayor confianza era sinónimo de probables
confesiones.
El restaurante superó con nota sus expectativas, al igual que la atención del
servicio. En pocas palabras: era exquisito. Un lugar refinado de altos techos, de los que
colgaban espectaculares arañas de cristal, interminables pasillos que daban vida a otras
estancias y una delicada decoración cuidada hasta el más imperceptible detalle.
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Pronto se dirigieron al comedor principal escoltados por un discreto y
considerado maître. Al llegar a la mesa reservada, éste les deseó que pasaran una
agradable velada y los dejó acompañados de una burbujeante copa de Moët &
Chandon.
—Por ti, Olivia —brindó Daniel alzando el brazo—. Por una noche inolvidable.
—Por nosotros. —Rebecca acercó su copa hasta chocar con la de él—. Brindo
por que así sea.
—Lo será. No te quepa duda.
Daniel bebió sin dejar de observar a su acompañante a través de sus rizadas y
oscuras pestañas. En cambio, Rebecca tomó una profunda inspiración y trató de
relajarse para reprimir el impulso de responder a su afirmación. A su parecer, lo más
sensato era dejar que él tomara las riendas de la situación y, además, permitir que
pasara lo que tuviera que pasar.
A media cena, mientras esperaban el segundo plato, Daniel se levantó de la silla
para colocarla más próxima a la de ella. Ahora estaban el uno al lado del otro.
—¿Ocurre algo? —le preguntó Rebecca ceñuda.
—Aún no.
Y, dicho esto, le colocó la mano derecha sobre uno de sus muslos. Luego se acercó
a ella y le susurró al oído:
—Súbete la falda y abre las piernas. Voy a masturbarte hasta hacer que te corras.
—Debes de estar bromeando, ¿no? —inquirió ella, atragantándose con su propia
saliva—. En este comedor debe de haber más de...
—Treinta y dos personas, contándonos a nosotros.
Rebecca observó alrededor con los ojos muy abiertos al tiempo que notaba cómo
el aire escapaba de sus pulmones.
—Súbete la falda, Olivia. No te preocupes por la gente, aquí sólo estamos tú y yo
y mis ganas de follarte con los dedos. Nada más...
Los ojos de Daniel se clavaron en los de ella.
—Vamos, sé buena chica y haz lo que te he pedido.
Una vez más, Rebecca tragó saliva sin dejar de observar la sala: parejas, personas
que cenaban solas, camareros, sumilleres... Aunque cerrara los ojos seguía viéndolos,
como si fuesen testigos de lo que estaba a punto de suceder.
«¡Dios santo! —pensó—. No podré disimular, estoy segura de que mi cara será el
vivo reflejo de todo lo que pase bajo el mantel...»
—No puedo, Daniel, no voy a poder...
—Sí que puedes, y yo voy a demostrártelo.
Arrugó la tela de la falda para acortar la largura de la prenda y así poder deslizar
la mano por debajo de ésta. A Rebecca se le puso la carne de gallina al instante.
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—Detente, por favor.
Alargó la mano en busca de la de él y, cuando dio con ella, Daniel chasqueó la
lengua y después la retiró para apoyarla sobre el mantel.
—No, nena —le susurró levantándole la barbilla y colocándole luego un mechón
tras la oreja—. No desvíes la mirada, mira al frente. No respires aceleradamente y
déjame el control en todo momento. —Hizo una pausa y concluyó—: Piensa que, si
ambos tenemos las manos bajo la mesa, crearemos expectación, pero si sólo la
mantengo yo, te doy mi palabra de que nadie notará nada.
Rebecca notó cómo los rasgos de él se suavizaban al instante, de igual forma que
si aquello fuera un maldito juego de niños. Estaba completamente tranquilo, con el
rostro sereno y aparentando una seguridad fuera de lo común. Luego le regaló una
sonrisa descarada.
—Tienes las cartas sobre la mesa. —Deslizó el pulgar en dirección a su
entrepierna y se detuvo al rozar con la yema la fina tela de sus braguitas—. Corta la
baraja. Sólo tú tienes la autoridad para cortar la baraja, repartir los naipes y que el
juego dé comienzo.
Rebecca lo miró, y sus ojos grises brillaron expectantes.
—No hace falta que digas una sola palabra, puedo leer en tu mirada —añadió
Daniel.
A continuación soltó un gruñido de satisfacción al apartar su ropa interior a un
lado y derribar de esta forma la única barrera que lo separaba de notar la humedad de
su sexo entre los dedos.
El ritmo del corazón de Rebecca se disparó al instante cuando, con maestría, él le
separó los labios vaginales y comenzó a estimularle el clítoris muy despacio. Se le
secó la boca cuando la primera falange de un dedo se deslizó en su interior. Luego
Daniel siguió introduciéndolo hasta el fondo.
—Oh..., santo Dios... —gimoteó ella, y dio un pequeño respingo en la silla al
sobresaltarse a causa de lo que acababa de experimentar: una mezcla entre asombro,
estupor y excitación.
—No te muevas —dijo él en tono autoritario sin dejar de masturbarla—. Y respira
despacio.
Ella notó cómo el calor en sus mejillas era cada vez más patente mientras él
estimulaba el nudo de nervios de su clítoris.
—¿Aún no te he dicho lo preciosa que estás esta noche? —le preguntó Daniel con
calma sin dejar de darle placer—. ¿No?
Ella negó con la cabeza con los ojos muy abiertos.
—Qué desconsiderado por mi parte. El leve rubor de tus mejillas aún acentúa más
tu belleza.
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Aceleró el ritmo de golpe y ella arqueó la espalda.
—No te muevas.
Casi de inmediato, con ese nuevo mandato, Rebecca notó cómo una descarga
eléctrica invadía todo su cuerpo y un orgasmo empezaba a formarse en el vértice de su
entrepierna. Excitación, morbo, juego..., todo comenzó a tomar un nuevo cariz.
Aunque no supo cómo lo logró, al final pudo olvidarse del resto de las personas
que estaban cenando a su alrededor. Por un momento, todos desaparecieron; allí sólo
estaban Daniel y ella.
Jadeó una vez y luego ahogó en su garganta un largo gemido cuando un devastador
orgasmo la invadió sin previo aviso. Instantes después, él apartó la mano y se llevó un
dedo a la boca.
—Delicioso. —Lo succionó perezosamente y luego sonrió glorioso.
Rebecca lo miró anonadada, quedándose muda.
En ese momento apareció en escena el camarero y depositó los segundos platos.
En cuanto volvieron a estar a solas, Daniel ocupó de nuevo su lugar, frente a ella.
No pudo evitar sonreír al alzar la vista y darse cuenta de que aún respiraba
trabajosamente y el color rojizo de su cara seguía todavía presente.
—Apuesto a que jamás te habías corrido así entre los dedos de nadie.
Ella no quería contestar, aunque en su fuero interno sabía la respuesta. Por
supuesto que todo lo que rodeaba a Daniel Woods la excitaba: sus formas, sus palabras,
sus acciones, sus juegos..., incluso más de lo que jamás habría imaginado.
—No, nunca.
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Segunda parte
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El principio del fin
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29
En la profundidad de la mentira siempre hay algo perverso.
ELENA GARRO
2 de mayo de 2016
Diez días después de la desaparición de Deborah Myers
—¿Adónde vamos?
—Al club.
—¿A Tentación?
Daniel Woods miró a Rebecca fijamente a los ojos.
—Sí, a Tentación. Quiero mostrarte algunas de las habitaciones a las que sólo se
puede acceder con el consentimiento previo de los miembros.
—¿Habitaciones en las que se practica el sexo extremo?
—Básicamente, sí —repuso él con algo de sequedad mientras colocaba una mano
en el bajo de su espalda. Abrió la puerta del acompañante de su vehículo y le regaló un
caballeroso gesto invitándola a entrar—. Me confesaste que tenías curiosidad por
experimentar más sensaciones. Sensaciones más intensas, más... fuertes.
—Así es —aseveró Rebecca decidida, a pesar de que por dentro la asaltaran mil y
una dudas.
Daniel acercó la mano a su cara y deslizó el pulgar por su mejilla, recorriendo el
pómulo muy despacio.
—He decidido que hoy voy a mostrarte algunas de esas sensaciones.
«¿Podré? —pensó ella para sus adentros disimulando una expresión de pánico—.
¿Seré capaz de ver sexo extremo?»
Todas esas cavilaciones y otras más la acompañaron hasta el aparcamiento
subterráneo del edificio. De vez en cuando, Rebecca se sentía observada por él. En
silencio, percibía cómo la miraba, como si fuera capaz de leer sus pensamientos.
—¿Nerviosa?
—Más que nerviosa, expectante.
Daniel bajó del coche y después lo rodeó para abrir su puerta.
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—Sentirse expectante es algo completamente lícito, sobre todo si jamás lo has
presenciado en directo.
»La clave está en abrir la mente. Si lo haces, infinidad de sensaciones se
manifestarán ante ti.
«Abrir la mente... Abrir la mente... —se repitió la detective en varias ocasiones
como si de un mantra se tratara—. Abrir la mente...»
De algún modo, ya estaban allí y ella no iba a echarse atrás. Ya no sólo por la
investigación, sino por su propia curiosidad personal. Debía reconocer que la
perspectiva de estar presente en una de esas habitaciones mientras allí se llevaban a
cabo prácticas sexuales poco corrientes la excitaba.
De camino al club, Rebecca se mantuvo en silencio. Al llegar, Daniel introdujo
una tarjeta dorada en un lector y, a continuación, la puerta se abrió.
«De vuelta al punto de partida de la investigación. —Rebecca contuvo el aliento
—. Pero esta vez cogida de la mano del principal sospechoso...»
Daniel y ella se cubrieron los rostros con sendos antifaces y, tras coger una copa
de champán, ascendieron con apremio a la tercera planta. Antes de acceder a la puerta
del fondo del pasillo, él se detuvo, la soltó de la mano y se colocó frente a ella.
—Antes de entrar necesito explicarte varias cosas. Primero: todo lo que va a
ocurrir ahí dentro es libremente aceptado por los participantes, todos han dado su
consentimiento.
Ella asintió una vez.
—Segundo: todos ellos son expertos en esas prácticas sexuales, por lo que se
reduce al máximo el riesgo de sufrir algún daño.
Daniel la observaba estudiando sus gestos.
—Tercero: todos, incluidos los voyeurs, es decir, nosotros, acuden a esta
habitación para excitarse y disfrutar del sexo.
A continuación se hizo un incómodo silencio entre ambos.
—¿Necesitas preguntarme algo más? —añadió él.
—¿Tú... serás parte activa?
—No, hoy no voy a participar. Hoy tan sólo seré un mero espectador, al igual que
tú, Olivia.
Daniel deslizó su tarjeta codificada por el nuevo lector y la puerta se abrió,
dejando al descubierto una sala oscura, alumbrada débilmente por unos candelabros
colocados de forma estratégica en determinados puntos y dos antorchas que colgaban de
las paredes. Una especie de lecho de madera completamente plano presidía el centro de
la estancia, en la que debía de haber una docena de personas.
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—Se preparan para realizar una momificación —le susurró Daniel al oído.
Rebecca frunció el ceño; no entendía de qué le hablaba—. Lo que se suele buscar con
esta práctica es la privación de los sentidos con la inmovilización total.
»El gusto, el tacto, el oído... Se priva a la persona de esos sentidos y se la aísla,
así, de los estímulos exteriores.
Daniel dejó de hablar por un momento y luego prosiguió:
—Cierra los ojos e imagina.
Ella hizo lo que le pedía.
—Cuando estás aislado tan sólo queda el sonido de tu propia respiración y un
sentimiento de vacío que provoca la pérdida de la noción del tiempo, lo que te obliga a
concentrarte en el resto de las sensaciones que te rodean. Todo se vuelve lento y
relajado...
»Para acentuar la privación sensorial, suelen taparse los oídos con tapones y
vendarse los ojos. Y, para aumentar la sensación de aislamiento, se aconseja envolver
por separado los brazos y las piernas, para evitar que la piel se roce.
A tan sólo unos metros de ellos había un hombre de mediana edad, corpulento y de
facciones rudas, que se exhibía ante los demás desnudo y sin tapujos.
Rebecca fue testigo directa de cómo dos personas procedían a momificar al
sumiso con la ayuda de film transparente y cinta adhesiva. Una sujetaba al hombre en
posición vertical mientras lo envolvía para luego colocarlo en horizontal al acabar.
Lo primero que hicieron fue vendarle los ojos para asegurarse de que el hombre
no podía ver. Luego siguieron envolviendo los brazos, las manos y las piernas.
Seguidamente, los hombros y el torso, dejando los genitales al descubierto. Y, por
último, lo más esperado por todos: la cabeza.
—Cuando se priva de la visión, como en este caso, los efectos se multiplican y la
persona puede perder el control de sí mismo. Sufrir angustia e incluso desesperación.
—¿Cuánto tiempo permanecen así?
—Es preciso traspasar la frontera entre la lucha y el rechazo y, cuando eso sucede,
la mente del sumiso toma el poder y se libera, aunque siga atado e inmóvil, pero
completamente dependiente del amo.
En la sala se hizo un silencio absoluto cuando acabaron de envolver la cabeza del
hombre y la angustia tomó el relevo. El amo clavó un tubo en el orificio de su boca para
preservar una correcta respiración.
En ese momento, Rebecca sintió cómo una arcada ascendía por su garganta,
amenazando con salir. Todo a su alrededor se volvió oscuro, tenebroso, y una sensación
de vacío se adueñó de su ser y de su raciocinio.
«¿Qué hago yo aquí? ¡No debería estar aquí...!»
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Echó a correr hacia la puerta con pasos inseguros e inestables y salió dando
bandazos de la habitación.
Si alguna vez había fantaseado con descubrir cuáles eran sus límites, a partir de
ese momento ya no tenía dudas.
Se arrancó el antifaz de un manotazo y lo dejó caer. Rauda, bajó la escalera
sujetándose del pasamanos para no trastabillar y caer de bruces contra el suelo. No
podía seguir allí por más tiempo, no podía continuar en aquel antro de perversión...
La situación se había desbordado. Acababa de perder el control de sí misma.
«¡Esto ha dejado de ser un maldito juego!»
—¡Olivia! —oyó tras de sí al llegar a la calle—. ¡¡Olivia...!!
Daniel la sujetó del brazo y la obligó a detenerse en seco.
—¡Mírame, joder!
Cuando se volvió, él se dio cuenta de que estaba aguantándose las ganas de llorar
y su corazón palpitaba demasiado deprisa.
—Relájate, no es más que un juego.
—¿Un juego?
—Sí, un juego en el que ambas partes dan su consentimiento.
—¡Deja ya de enmascarar la verdad con palabras bonitas! Lo que acabo de
presenciar es... es... completamente humillante.
—No para quien lo practica. Puedo asegurártelo.
Rebecca negó con la cabeza.
—¡Se acabó, Daniel! Ya he tenido bastante... No... no puedo seguir tus juegos..., no
puedo ser partícipe de lo que sucede en Tentación. No puedo, ni quiero.
»Confieso que deseaba jugar, aprender, experimentar. Deseaba sentir lo que tú
sentías..., pero no estoy hecha de la misma pasta que tú.
—Ya sabes el dicho: quien juega con fuego acaba quemándose.
—No podrías haberlo descrito mejor. —Rebecca forzó una sonrisa—. Porque
acabo de abrasarme.
Ésas fueron las últimas palabras que pronunció antes de abandonarlo en medio de
la calle y alejarse a toda prisa de allí. Las mismas palabras que la acompañaron
durante el camino de vuelta al hotel InterContinental y las mismas que resonarían más
tarde en su cabeza cuando quisiera conciliar el sueño.
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30
No dejes que muera el sol sin que hayan muerto tus rencores.
MAHATMA GANDHI
Deborah Myers
Cinco días antes de su desaparición
«Lo ha confesado... El muy hijo de puta, al fin, me lo ha confesado entre las asquerosas
sábanas de su cama.»
Elevé la vista al cielo estrellado de la ciudad. Todo parecía estar en calma, todo
parecía un maldito cuento de hadas, pero... yo sabía que no lo era.
Varias lágrimas se precipitaron por mis mejillas, las mismas que retiré a
manotazos sin miramientos.
—Por fin, Dios mío..., al fin.
Noté cómo se me escapaba un hipido a causa de la conmoción del momento.
—Siete años de inmunda tortura han merecido la pena. Ya lo creo que han
merecido la pena...
Ahora ya nada podría detenerme.
Nada ni nadie.
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31
No es lo que vivimos lo que forja nuestro destino, sino lo que sentimos por lo que
vivimos.
MARIE VON EBNER-ESCHENBACH
3 de mayo de 2016
Once días después de la desaparición de Deborah Myers
Sangre, sudor y lágrimas le había costado al teniente Robert Walter dar con el taxista
que había llevado a Deborah Myers al club la trágica noche de su desaparición. Según
su testimonio, la joven había pagado la carrera, no había solicitado ningún tique y había
entrado en el edificio pasadas las diez de la noche.
—Lo que ocurrió después no es cosa mía —relató el individuo sin entrar en
detalles, mordisqueándose la uña del menique.
Rebecca Larson lo miraba en silencio, sin dejar de estudiar su comportamiento,
algo extraño.
—¿Durante el trayecto no le comentó nada?
—Mire, señorita... —El hombre carraspeó con apatía—. Está repitiendo las
mismas preguntas. Ya se las he respondido esta mañana a un tal... no sé qué Walter.
—El teniente Walter, de Nueva York.
—Sí, el mismo. —El taxista hizo una mueca con la boca como si el nombre
completo o el cargo que ocupaba su superior no le importara lo más mínimo.
—No veo qué le impide volver a responder las preguntas —replicó Rebecca.
A continuación, entornó los ojos y dio un osado paso al frente. Se dijo que tal vez
su imponente metro ochenta y su sombría mirada pudieran amilanar lo justo al hombre
para proseguir con el interrogatorio, pues era de vital importancia contrastar con él la
información que le habían proporcionado.
—Te recuerdo que una chica ha desaparecido y que, por fortuna o por desgracia,
fuiste tú la última persona que la vio con vida. Pero, claro, si guardas silencio y no
respondes a mis preguntas es porque quizá prefieras acabar esta conversación en
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comisaría. —Se aproximó aún más a él—. Te aseguro que allí cantarás de lo lindo,
porque mis colegas de profesión no van a ser tan amables y considerados, ni siquiera
tendrán tanta paciencia como la estoy teniendo yo en estos momentos.
»Así que espero que, por tu bien, desembuches todo lo que sabes, porque te
aseguro que no voy a darte más oportunidades.
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32
Sólo aquellos que nada esperan del azar son dueños del destino.
MATTHEW ARNOLD
Deborah Myers
Cuatro días antes de su desaparición
—Jordan, fue él. Me lo confesó anoche, después de...
—De follar con él.
Se creó un incómodo silencio entre nosotros durante medio minuto. Estábamos
sentados en el sofá, frente a frente, sin retirar la mirada el uno del otro.
—Ambos sabemos que ésa era la única forma de que pudiera llegar a confiar en
mí y admitirlo —me defendí.
Mi hermano me cogió de la mano y la sostuvo entre las suyas. Luego comenzó a
acariciarme los nudillos con suavidad. Abrió la boca para decirme algo, pero por su
forma de mirarme estoy convencida de que a última hora cambió de parecer.
—De acuerdo... Bueno, no te preocupes —me susurró con sensatez y se encogió de
hombros, restándole importancia al hecho—. Cariño, te aseguro que ahora mismo eso
es lo que menos importa en todo este condenado asunto.
Por un instante noté que se me encogía el estómago al darme cuenta de hasta dónde
es capaz de llegar el ser humano para conseguir un fin. O, mejor dicho, de hasta dónde
había sido yo capaz de llegar para lograr mi objetivo.
—¿Te ha reconocido?
—No. No sabe quién soy. No sabe que soy la misma persona que abandonó a su
suerte aquella maldita noche.
—¿Ni siquiera puede llegar a sospecharlo?
—No, Jordan —le manifesté con rotundidad—. Me he asegurado de que así sea.
—En cualquier caso, debemos continuar. No hemos llegado hasta este punto para
echarnos atrás ahora.
Me mostró una sonrisa de preocupación, por lo que dejé pasar unos segundos en
silencio sin parar de observar su semblante. Más tarde, proseguí:
—Por supuesto que debemos continuar con el plan.
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Me deslicé en el sofá para aproximarme más a él. Acerqué mis labios a los suyos
y lo besé muy despacio sin cerrar los ojos.
—Necesito que se haga justicia, Jordan. Te juro que lo necesito. Los tres lo
necesitamos.
Acarició mi mejilla con el dorso de su mano y vi cómo su mirada se iluminaba con
un brillo distinto. Nada de resentimiento, ni aflicción, salvo que su voz sonó rota:
—Te prometo que se hará justicia.
Al final pude respirar tranquila porque me di cuenta de que, si eres bendecido con
el don de la paciencia, tarde o temprano todo acaba llegando en esta vida: el río vuelve
a su cauce y a cada cerdo le llega su sanmartín.
Y, de no ser así, debes provocar que suceda... para no permitir que nadie, ni
siquiera Daniel Woods, siga viviendo exento de culpa.
Ya era hora de que alguien pagara por la muerte de Melanie.
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33
Cuando avanzamos en la existencia advertimos que en toda nuestra vida no hemos
hecho otra cosa más que gritar a los cuatro vientos todo el secreto de nuestro modo de
ser, que tanto queríamos ocultar.
JOSÉ ORTEGA Y GASSET
5 de mayo de 2016
Trece días después de la desaparición de Deborah Myers
Una llamada fue la causa del sobresalto de la detective Larson mientras dormía. No
podía ser nada bueno a esas horas de la madrugada. Lo supo tan pronto trató de
encender la lamparilla de sobremesa y averiguar que se trataba de su superior, el
teniente Walter.
—Robert, son más de las tres... ¿Qué ocurre? —preguntó sin dejar de frotarse los
ojos aún en estado somnoliento.
—Rebecca..., te aseguro que nada bueno, nada bueno...
La voz de él, ronca y algo hosca, disparó todas las alarmas en la mente de la
detective, quien no tardó en apoyar la espalda en la cabecera de la cama, temiéndose lo
peor.
El teniente, curtido en dar malas noticias, ni siquiera trató de maquillar la
situación.
—Acaban de encontrar el cuerpo sin vida de Deborah Myers.
En apenas dos segundos, toda la investigación dio un giro de ciento ochenta
grados.
—¡Oh, Dios mío! No es posible, Dios...
Rebecca saltó de la cama y se quedó de pie, cubriéndose la boca desconcertada,
sin dejar de menear la cabeza involuntariamente, con el rostro desencajado.
Aquel fatídico desenlace no entraba en sus planes; ni en los de ella ni, por
descontado, en los de Jordan.
Maldijo en voz baja y tragó saliva con brusquedad, notando cómo una arcada
cobraba vida en la boca del estómago y ascendía rauda por la tráquea hasta detenerse
justo al comienzo de la garganta en forma de amargo esputo.
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No daba crédito. Por un lado, habían hallado a Deborah, lo cual era parte del
acuerdo, pero, por otro, seguía sin entrarle en la cabeza que la joven hubiese aparecido
muerta.
Parecía una broma pesada o incluso el final de un chiste malo; sin embargo, una
vez más, la realidad superaba la ficción.
—¿Dónde? —logró preguntar con gran esfuerzo tras recomponerse.
—En un barrizal, a orillas del Monte Lake, en avanzado estado de
descomposición.
Pronto, Rebecca empezó a dar rienda suelta a sus pensamientos, los cuales
vagaron libremente y sin censura. Pensó en él, en Jordan, haciendo apuestas sobre lo
que pasaría con ese pobre diablo a partir de ese momento. Ese ser taciturno que vivía
o, más bien, que subsistía con una única obsesión: su hermana pequeña.
Un hecho que, por otra parte, rozaba lo absurdo.
Después pensó en esos padres, en Fiona y Randall Myers, que, pese a no ser sus
padres biológicos, padecerían en sus propias carnes la irreemplazable pérdida como la
peor y más temida de sus pesadillas.
Y, por último, pensó en Daniel Woods, ese misterioso y oscuro galán, en quien,
justificadamente o no, por ser el único y principal sospechoso, se centraban todas las
miradas del FBI y las fuerzas policiales del condado de Monterrey.
Una vez hallado el cuerpo del delito, Rebecca sabía que ese hecho lo iba a
cambiar todo. El caso había dado un giro de ciento ochenta grados. Podría practicársele
la autopsia al cadáver para esclarecer no sólo la causa de su muerte, sino también el
momento en el que se produjo, a través de la datación cadavérica. Realizar exámenes
toxicológicos del contenido del estómago y de los pulmones, y un largo etcétera.
En definitiva, que el o los culpables tenían los días contados en libertad. Sólo era
cuestión de tiempo acertar con el hilo conductor y tirar de él y dar, porque, según
Rebecca, no existía ningún crimen perfecto, sino un sinfín de errores que el homicida
solía cometer inconscientemente.
—Ya han procedido al levantamiento, por lo que requiero de tu presencia en el
depósito de cadáveres. Averiguar que...
—¿Cuándo la hallaron? —lo interrumpió Rebecca.
—Hará unas horas.
—¿Cuántas?
La detective apretó los dientes y frunció el ceño.
—Muchas, Rebecca. Demasiadas.
—¡Y ¿por qué no se me ha informado antes?! —alzó la voz desconcertando al
teniente, aunque a decir verdad él no fue el único, pues ella misma se sorprendió de su
repentino modo de proceder.
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—Rebecca, tranquilízate, por favor.
—¡Tú no lo entiendes! ¡Es mi caso! ¡Joder..., mi caso!
—Te equivocas —replicó él circunspecto—. La investigación ha cambiado de
trayectoria. Ahora ha pasado a manos de los federales.
Hizo una pausa para dar un par de profundas caladas a su cigarrillo y luego
proseguir.
—Conoces el protocolo y lo conoces muy bien —dijo tratando de mantener la
calma. Era de vital importancia que uno de los dos mantuviera el temple, marcando los
límites de la confrontación—. No eres una vulgar novata.
—Por supuesto que no lo soy —aseveró ella altamente molesta.
—No estarás tomándote este caso como algo personal, ¿verdad?
—Tus insinuaciones me ofenden, Robert —gruñó Rebecca con fiereza—. No te
imaginas cuánto.
Conectó de malas maneras el manos libres y abrió el primer cajón de la cómoda
en busca de un conjunto de ropa interior.
—Sabes que ésa no es mi intención.
Ella no respondió.
—Rebecca, no te quedes en silencio, háblame.
Suspiró profundamente.
—Creo que me conoces lo suficiente.
—Por supuesto que te conozco, aunque en estos momentos creo no reconocerte.
—Me conoces tanto como para saber que, punto número uno: jamás mezclo trabajo
con placer, y, punto número dos: mi trabajo es lo primero —replicó ella algo más
serena pero, aun así, tajante. Luego inspiró en un par de ocasiones y concluyó—: Y
nunca permito que nada ni nadie se interponga..., jamás.
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Tercera parte
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Adivina, adivinanza
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34
Huye de las tentaciones, pero despacio, para que te puedan alcanzar.
ANÓNIMO
Jordan Myers
22 de abril de 2016
La noche de la desaparición de Deborah Myers
Ser humano: Homo sapiens. Sapiens significa «sabio» o «capaz de conocer», y se
refiere a la consideración del ser humano como «animal racional», al contrario que
todas las demás especies.
¿Racional?... No puedo evitar soltar una carcajada ante tal abstrusa definición. El
ser humano es una puta máquina impredecible y el único animal capaz de matar por
diversión (a excepción de algunas especies animales, como el zorro, el delfín, el oso o
los lémures). Me ratifico: somos verdadera escoria...
Un día cualquiera, como hoy, me miro al espejo y no veo más que el espectro de lo
que fui antes de que Debbie reapareciera en mi insulsa, tediosa y miserable vida. O
llamémosla de otro modo: oquedad existencial.
Os confieso que no entraba en mis planes volver a verla en mucho tiempo, aunque,
por supuesto, desease lo contrario y muriera por volver a saber de ella. De modo que,
cuando años más tarde regresó a mi vida, supe que estaría dispuesto a todo, a cualquier
acto irracional si ella me lo propusiera. Sin embargo, soy plenamente consciente de que
jamás existirán excusas que justifiquen dichas acciones.
Recuerdo aquella noche, cada jodido segundo de aquella maldita noche. Recuerdo
despertarme con brusquedad al oír la puerta de la entrada cerrarse con un estruendoso
portazo. Recuerdo el tintineo de unos tacones cruzando raudos el pasillo y perdiéndose
escaleras arriba. Recuerdo un segundo portazo algo más leve, el de su habitación.
Recuerdo levantarme del sofá y seguir fielmente sus pasos por el interior de la
vivienda, perseguir el inconfundible rastro floral y acidulado de su perfume aunado con
el de la bergamota y el cardamomo de él.
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Recuerdo abrir la puerta y, al entrar en su cuarto, sentir cómo un tremebundo dolor
invadía mi pecho partiéndome el alma en dos al verla llorar... Jamás la había visto
llorar de esa manera, jamás..., salvo hace siete años. Era lo más parecido al llanto de
alguien que acaba de perder a un ser esencial, vital e irreemplazable en su vida. Así
que, sin siquiera meditarlo un instante, me acerqué a la cama en donde yacía acurrucada
de igual forma que lo haría una niña asustada: abrazándose las rodillas y ocultando la
cara entre las piernas.
—Debbie, cariño...
Me senté junto a mi hermana, observándola durante unos segundos, y después le
retiré con suavidad los mechones de pelo que tapaban su rostro.
—Debbie.
—Márchate, por favor, déjame sola...
—No digas tonterías, sabes que no voy a hacer tal cosa.
Deborah comenzó a sollozar entre hipidos al oír eso.
—Vamos... —Le froté la espalda como solía hacerlo cuando, en el pasado, había
atravesado algún momento complicado en su vida—. Cálmate.
—No puedo..., no puedo.
—Claro que puedes, venga..., yo estoy aquí. Yo te ayudaré, puedes utilizar mi
hombro para desahogarte como tantas otras veces. —Inspiré hondo—. Cariño, yo
siempre cuidaré de ti, lo sabes.
—Esto es diferente, muy diferente... —Sorbió por la nariz y gimoteó después.
—Sea lo que sea, no te preocupes. Yo te ayudaré a buscar una solución.
—No lo entiendes...
—No puedo entenderlo porque no me lo explicas, pero si...
Levantó la cara y me miró directamente a los ojos para confesar aquello que le
estaba consumiendo el alma.
—Estoy embarazada... de él.
¿De él? ¿Embarazada de ese bastardo?
Al oír pronunciar esas palabras en boca de Debbie, juro por Dios que mi corazón
se saltó un latido, o tal vez dos. Sentí la sangre congelarse en el interior de mis venas.
Y mentiría si no dijese que tuve exactamente la misma atroz sensación que la de una
afilada daga desgarrándome poco a poco la carne mientras se clavaba sin escrúpulos
hasta lo más profundo de mi pecho.
Los dos guardamos silencio, un silencio aterrador. Todo a nuestro alrededor se
tornó denso, oscuro, impregnándose de confusión.
Todo acababa de desmoronarse ante nosotros. Tantos años de sufrimiento
acababan de verse reducidos a nada.
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Me incorporé como un resorte del colchón, impulsado por la furia de mil
demonios. Me dirigí a la primera pared que se cruzó en mi camino y descargué toda mi
ira contra ella. Si en ese momento hubiera tenido a Daniel Woods enfrente de mí, le
habría asestado un puñetazo y fracturado el tabique nasal para cerciorarme de que no se
olvidase de mi cara en mucho tiempo.
—Joder... —Sacudí la mano violentamente, aún sin dar crédito, y luego me volví
hacia ella en busca de las respuestas que, por más que lo intentaba, no hallaba—.
¿Cómo has dejado que pasara...? ¿Cómo?
Abrió la boca con la intención de decir algo, pero no lo hizo. Aun así, no hacía
falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que sus lágrimas únicamente tenían un
origen: Daniel se había desentendido de su responsabilidad como hombre y la había
echado de su acomodada, lujuriosa y repugnante vida de señoritingo sin
contemplaciones.
—¡¿Cómo?! —le grité como un asqueroso energúmeno—. ¡Joder! ¡¿Qué coño pasa
con los putos preservativos?! ¡Explícamelo, porque no lo entiendo...!
—No lo sé, no lo sé... —balbuceó Debbie.
Me acerqué a ella con expresión inquisitiva. No necesitaba observar mi imagen en
un espejo para saber que causaba auténtico pavor.
—¡El puto plan se acaba de ir al garete! —Esta vez incluso vociferé con más vigor
—. ¡¿Eres consciente?! ¡¿Eh, Debbie?!
Bajó la vista hacia sus manos y, al sujetarla de los brazos, cuando pretendía
someterla a mi voluntad para volver a recuperar su mirada, sentí que toda ella temblaba
de pies a cabeza, incluso creí oír el castañeteo de sus muelas.
—Si no te conociera como te conozco, pensaría que no ha sido una imprudencia
por tu parte.
Alzó la cabeza de golpe y me obsequió con una mirada de incredulidad.
—¿No pensarás ni por un momento que yo..., que yo...? ¡Oh, Dios...! Lo que
insinúas es completamente...
—¡¿Qué?! —bramé escupiendo aquella palabra y, después, clavé mis dedos en sus
carnes sin dejar de sujetarla por los brazos—. Hace días que debería haberte prohibido
que lo vieras, joder. Desde el mismo puto momento en que me di cuenta de que te
estabas enamorando de él...
Miré sus ojos a la espera de que rebatiera esa realidad, pero Debbie no hizo tal
cosa, se mantuvo en silencio. No me había equivocado; al parecer, estaba en lo cierto:
mi hermana se había enamorado de aquel malnacido.
En ese momento, preso de la furia, la zarandeé a mi antojo como a una simple
muñeca de trapo y, aunque era consciente de que le estaba haciendo daño, seguí
dándole fuertes sacudidas.
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—Mañana mismo iremos a una clínica, mañana mismo nos desharemos de ese
error y seguiremos con nuestro cometido, el mismo por el que tú me pediste amparo.
—No, noooooo... —Le falló la voz. Meneó la cabeza y varias lágrimas se
desprendieron de la comisura de sus ojos—. No, no, no, Jordan.
—¡¿No?! —gruñí—. ¿A qué coño estás jugando?
—No quiero seguir con esto..., no, no quiero.
—No olvides que él es el hijo de puta que arruinó tu vida, la tuya y la de...
—¡No sigas...! —se zafó de mi agarre, se apartó bruscamente de mí y, acto
seguido, se cubrió las orejas con las manos para evitar seguir oyendo más verdades—.
No la menciones, te lo ruego. Sus recuerdos no hacen más que devolverme a aquel
infierno..., y no quiero..., ya no.
Me miró durante unos segundos de forma casi suplicante, rogándome con los ojos
que no siguiera martirizándola, pero era necesario. Era preciso recordarle los
verdaderos motivos por los que toda aquella mierda había dado comienzo. Le dolieran
o no. No podía permitir que todo se redujese a simple ceniza.
Se incorporó de la cama y seguí sus pasos a grandes zancadas y pronto le di
alcance, justo en el rellano, al pie de la escalera de acceso a la planta baja.
—¡Debbie!
Hizo oídos sordos, me dio la espalda y empezó a descender los primeros
escalones ayudándose del pasamanos. Fue entonces cuando mi osadía tomó el relevo a
la sensatez, cuando la locura se adueñó de la poca cordura que me quedaba. Cuando,
sin pretenderlo, ignorando el peligro que se avecinaba y sin saber que estaba a punto de
cometer una estupidez, la sujeté del codo y su menudo cuerpo se tambaleó al pisar el
tercer escalón.
Fue entonces cuando mi hermana se giró con la vista nublada por las lágrimas, las
mejillas teñidas de un delicado tono bermellón y los labios henchidos y entreabiertos,
sin dejar de tiritar. No obstante, eso no me privó de presionar con rudeza mis dedos en
su delgaducho brazo. De hecho, me atreví a ir un paso más allá...
—¡Ni se te ocurra huir, largarte a Sacramento y tener el bebé!
Elevó la vista y me observó sin mediar palabra. Frunció los labios lentamente en
una fina línea y, a diferencia de su expresión de hacía tan sólo unos segundos, percibí
cierta frialdad en su mirada. Era más glacial, más sombría, más... distante, como si algo
dentro de ella hubiese muerto para siempre. Y, como por arte de magia, en ese preciso
instante supe que mi opinión, que antes tanto le importaba, había sido relegada a un
segundo plano, y que mis consejos que tanto admitía necesitar ahora carecían de validez
para ella...
—No voy a abortar.
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Debbie dio un último tirón, liberándose de mi agarre, y luego me empujó para
asegurarse de que no la seguía, pero... resbaló y perdió el equilibrio, perdió el
equilibrio..., perdió el...
La vi rodar escaleras abajo, ante mis ojos y sin poder hacer nada salvo
permanecer inmóvil, con los músculos agarrotados, el corazón dejando de latir en el
interior de mi pecho y la saliva agolpándose con un regusto amargo en mi garganta.
Lo siguiente que sucedió lo tengo grabado a fuego en mi retina. Todos nuestros
recuerdos, todas nuestras vivencias..., toda su vida desfiló como una puta secuencia de
diapositivas que mataría por hacer desaparecer de mi mente. Todo transcurrió en unos
segundos..., los necesarios para que el resto de nuestras vidas cambiara para siempre.
Su cuerpo menudo impactó brutalmente contra el último escalón.
¡Crac!
Oí con claridad el espeluznante crujido de unos huesos al fracturarse.
Horrorizado, al fin logré reaccionar. Descendí la escalera a trompicones, de dos
en dos o de tres en tres, perdí la cuenta. Y, al llegar a su lado, me arrodillé. Ella yacía
en el suelo.
No se movía, no respiraba, ni siquiera se quejaba ni se retorcía de dolor.
—Debbie..., joder..., Debbie...
Cogí su cabeza con sumo cuidado, de la única forma que mis manos temblorosas
eran capaces de sostenerla para no hacerle daño. La acuné y, al apoyarla sobre mi
regazo, me di cuenta de que mis manos estaban manchadas de sangre. De su sangre...
—¡Dios! Debbie... Debbie... —Sujeté su cara entre mis manos—. Debbie...
No reaccionaba ante mis palabras, ni ante mis súplicas, ni ante mis caricias... No
reaccionaba ante nada.
La mecí entre mis brazos muy despacio, como cuando hace años solía despertarse
a medianoche a causa de sus recurrentes pesadillas y yo irrumpía en su habitación a
oscuras para consolarla, para tratar de calmar sus miedos con uno de mis cuentos
inventados y permitir que durmiera acurrucada en el hueco de mi pecho.
No respiraba...
No tenía pulso...
No parecía estar viva...
Pronto asumí que Debbie jamás volvería a abrir los ojos. Enseguida supe que no
volvería a verla sonreír, de igual forma que sentencié que Daniel Woods era el único
culpable de aquel fatídico desenlace, el único responsable de su muerte y el único ser
miserable que debía pagar por ello.
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35
Hay muy buenas protecciones contra la tentación, pero la más segura es la cobardía.
MARK TWAIN
Rebecca Larson
5 de mayo de 2016
Mientras voy de camino a la morgue, mil preguntas asaltan mis alterados pensamientos:
¿cómo? ¿Por qué? Y lo más importante de todo: ¿quién ha asesinado a Deborah Myers?
¿Quién ha tenido la sangre fría de arrebatarle la vida con tan sólo veintidós años?
Suspiro al darme cuenta de que lo que empezó como un rutinario y aburrido caso
de desaparición se ha ido convirtiendo en algo más personal. Incluso sería más justo
designarlo como algo abiertamente... emocional.
Yo, condecorada con la Mención Honorífica al Valor y con más de una veintena de
casos resueltos favorablemente a mi espalda, había permitido que los sentimientos
cegaran mi raciocinio por completo, de forma que ya no era capaz de discernir la
realidad de lo ilusorio.
Hoy por hoy, mientras entro en el vetusto edificio de dos plantas, lo único que
tengo entre ceja y ceja y lo único que me roba el sueño es cazar al responsable de la
muerte de esa pobre chica. Ése es mi único propósito. Miento. En honor a la verdad, mi
verdadero propósito es asegurarme de que ese bastardo cumpla su castigo. Y, si hago
honor a la verdad, debería confesar que no hay nada en este mundo que me satisfaría
más que verlo muerto antes que entre rejas, a sabiendas de que es un pensamiento poco
ético viniendo de una profesional como yo.
Muestro mi acreditación al personal de recepción y me dedico a buscar la sala de
autopsias. Si sigo fielmente las indicaciones del personal administrativo de turno, la
encontraré al final del pasillo de la planta baja, junto a la cocina.
Es fácil adivinar en cuál de las puertas batientes se encuentra, pues el
inconfundible olor a muerte la delata. Ese característico olor fuerte que se filtra por las
fosas nasales, quemándolas a su paso hacia la tráquea. Una nauseabunda mezcla de
carne en descomposición, humedad y formol.
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Las ganas de vomitar son inconmensurables, pero esta vez no me pilla de
improviso. Con premura, hurgo en el interior de mi bolso y pronto hallo lo que busco:
un pañuelo blanco de tela en el que rocío un poco de mi perfume. Luego me cubro la
nariz con él y aspiro hondo en un par de ocasiones. Sorprendentemente, el fuerte hedor
queda enmascarado y reanudo el camino.
Accedo a la sala y, allí, ya me espera el forense Smith, un hombre que ronda la
cincuentena, de penetrantes ojos de color café, sonrisa estudiada y una cabellera gris
que le confiere un distinguido halo de sobriedad.
Inspiro hondo.
Ha llegado la hora de conocer a Deborah Myers, pese a ser en el peor de los
casos: sin vida.
—Doctor Smith, soy la detective Larson.
Me acerco a su lado y le tiendo la mano con deferencia.
—Un honor.
Sonríe sin apenas separar los labios, indicio inequívoco de su falta de confianza.
Es obvio que no soy bienvenida en su territorio.
Pronto, da un paso al frente y envuelve mi mano con la suya, de forma firme y
decidida, sin ejercer excesiva fuerza y sin perder el contacto visual en ningún momento.
—Todo el mundo sabe que, por desgracia, el tiempo es un bien escaso y, como
deduzco que no anda muy sobrada de él, le ruego que me acompañe a la sala contigua y
así podré mostrarle detenidamente el informe forense.
Asiento y camino siguiendo sus pasos mientras dejo que varios metros de rigor nos
separen.
En silencio, el forense se dirige a uno de los refrigeradores mortuorios de dos
compartimentos y abre el superior. El chirriante sonido de la puertecilla al abrirse y el
deslizarse de la camilla por la guía de metal después me resultan escalofriantes.
El cadáver que aparece ante mis ojos está cubierto en su totalidad por una sábana
blanca mientras descansa en decúbito dorsal.
—¿Cuál es la valoración preliminar de la causa de la muerte?
Me asombro al darme cuenta de que escupo la pregunta sin siquiera ser consciente
de ello. Pura rutina, así es como justifico de algún modo mi indolente proceder.
Enseguida, trato de fingir como la mejor de las actrices que el cuerpo sin vida que yace
a escasos centímetros de mí me resulta completamente indiferente.
Vuelvo la cabeza y mis ojos ruedan hacia las manos de Smith, quien, con solemne
apatía, se apodera de la tablilla metálica situada a los pies de la chica.
—Veamos... —Levanta la tapa y comienza a leer para sí antes de compartirlo de
viva voz conmigo—. Desde el punto de vista forense, se podría afirmar que la persona
falleció como consecuencia de un grave traumatismo en la base del cráneo.
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Retira un poco la sábana, dejando al descubierto el rostro de la joven y parte de su
grácil anatomía. La mitad de su cuerpo desnudo queda expuesto sin censura, de la
cabeza a las caderas, sus pequeños y redondos pechos, su vientre plano y perfecto,
como si se tratara de un trozo de carne pendiendo de un gancho previo a su venta al
mejor postor en uno de esos mercados tercermundistas...
Experimento una oleada de escalofríos recorriendo raudos mi espalda porque creo
tener ante mí la viva imagen de un hermoso ángel con los ojos cerrados y las alas
quebradas.
Es tan bella que incluso parece que sólo esté durmiendo...
—Salvo que la autopsia ha dictaminado que el traumatismo no fue la verdadera
causa de la muerte, sino el ahogamiento.
—¿Insinúa que fue ahogada hasta morir?
—La hipótesis es que el primer golpe la dejó inconsciente pero no le provocó la
muerte.
»Quien la abandonó a su suerte muy probablemente creyó que ya estaba muerta.
Craso error. —El forense chasquea la lengua y después me muestra unos análisis—.
Pese a que han transcurrido varios días desde su fallecimiento, hemos hallado la
presencia de diatomeas* en hígado, riñón y pulmones.
»Si bien es cierto que un cuerpo que hubiera sido lanzado al agua después de
muerto podría alojar este tipo de alga en los pulmones, se ha producido un desgarro en
los capilares pulmonares debido a los esfuerzos respiratorios, además de una ruptura
de los tabiques entre los alveolos y derrame de sangre en el espesor del pulmón.
»Por último, la autopsia ha revelado que presentaba hiperemia, edema y
destrucción de los espacios aéreos, tanto los alveolos como los bronquiolos terminales.
Le devuelvo los análisis y rodeo a paso lento el cuerpo de Deborah Myers.
Examino con detenimiento cada centímetro de su menudo cuerpo, cada extremidad, cada
recoveco, hasta que distingo algo que llama mi atención.
—¿Marcas en muñecas y en tobillos?
Pese a que me esfuerzo en aparentar que no estoy desconcertada, las observo con
los ojos muy abiertos y me doy cuenta de que todo hace sospechar que es la obra de un
sádico.
—¿Qué tipo de ligaduras son? —pregunto sin apartar la vista de las señales—.
¿Bridas, lazos, cuerdas?
—Cuerdas. Las bridas le habrían cortado la piel y los lazos no habrían dejado
apenas lesiones.
Asiento en silencio y lo miro esperando a que siga respondiendo a todas mis
dudas.
—Hojōjutsu.
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—¿Cómo dice?
—Según un experto en la materia, hojōjutsu es el nombre que recibe el arte
marcial japonés de atar utilizando cuerdas con el fin de provocar una reacción sensual
—explica Smith mientras traza círculos con el dedo índice señalando las lesiones en la
muñeca de Deborah.
Me quedo pensativa durante unos instantes y muy pronto noto cómo la lengua se
apelmaza en mi boca cuando las piezas del puzle empiezan a encajar y todos los cabos
sueltos comienzan a cobrar sentido: cuerdas, shibari... Daniel Woods.
—Por otro lado... —Hace una breve pausa para señalar las marcas de las
extremidades superiores mientras yo sigo a la expectativa e impaciente, esperando el
final de su explicación—. Llegados a este punto, se nos plantea un dilema.
Alzo una ceja aún más intrigada, si cabe.
Al poco, Smith continúa con sus conjeturas:
—Todos los indicios hacen sospechar que fue atada después del tremendo golpe
en la nuca.
Se acaricia el mentón lentamente.
—Por tanto, ¿qué sentido tiene practicar ese juego erótico con una persona
inconsciente? Es imposible que pueda experimentar ningún tipo de placer.
—Sin duda, no estamos ante un dato aislado, sino ante un aspecto relevante que
habrá que tener en cuenta a la hora de esbozar el perfil psicológico del asesino.
—En efecto.
Smith me cede el informe de la autopsia y en silencio lo sigo leyendo, un completo
dosier compuesto por varias fotografías: cinco en blanco y negro del cadáver en la
escena del crimen y ocho diapositivas en la mesa de autopsias. Éstas no están
numeradas, por lo que presumo que siguen un orden lógico, de lo general a lo
específico.
Deslizo los folios entre mis dedos. Leo sin decir nada; simplemente leo.
«Fecha y lugar de la muerte, así como la fecha y hora de la autopsia. Valoración
del examen externo: ojos, cavidad bucal, cuello, tórax, extremidades superiores e
inferiores, livideces (erupciones post mortem), cicatrices o señales antiguas, genitales
femeninos...»
Alzo la mirada. Creo haberme dado cuenta de un detalle, uno que ignoraba.
Acorto las distancias y me aventuro a acabar de retirar la sábana, por lo que
expongo por completo el cuerpo desnudo de Deborah Myers.
Y... voilà! Ahí está la prueba: una marca transversal de unos siete centímetros a la
altura del pubis. Medito y mis pensamientos se dirigen hacia una única explicación:
juraría que se trata de una incisión de Stark, por la altura y el tamaño de la cicatriz. La
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única diferencia entre una cesárea normal y esta última es que, tras un pequeño corte en
la piel con el bisturí, los tejidos se abren con la ayuda de los dedos.
—El pasado siempre tiene memoria —murmuro en voz baja, y después prosigo de
viva voz—: ¿A Deborah Myers se le practicó una cesárea?
—Así es.
—¿Cuándo?
—Hemos revisado todos los archivos que contienen información sobre la
fallecida, pero, sorprendentemente, no hay ninguno que recoja esa intervención —niega
Smith al tiempo que se encoge de hombros—. Es como si jamás se hubiese llevado a
cabo.
—Lo que nos lleva a pensar que, cuando se produjo el nacimiento del bebé,
interesó que ese hecho se mantuviera oculto. —Lo miro intensamente, penetrando con
fuerza en sus ojos. Pronto percibo cómo sus pupilas se dilatan—. La cuestión es
averiguar por qué.
Alza una ceja, la derecha, deduzco que a causa de la obviedad.
—Me temo que ésa es la única explicación coherente.
Por algún motivo, me llevo los deberes a casa. De un tiempo a esta parte, mi mente
se empeña en viajar en una sola dirección, y no es otra que en la de Deborah Myers.
Instantáneamente, al hallarla muerta, toda mi atención se encauza en un nuevo
rumbo: desenmarañar de una vez por todas las causas de su muerte y, lo que más me
quita el sueño, atrapar a su asesino.
Sé que la noche va a ser una de las más largas de mi vida. Diapositivas,
instantáneas, informes... Todo ello me aguarda esparcido sobre las sábanas de la cama,
pero tendrán que esperar un poco más. Antes me preparo en un vaso ancho de cristal,
con un par de cubitos de formas imposibles, una de las bebidas que prometí que no
volvería siquiera a oler, pero ya es demasiado tarde. Varios tragos de ese brebaje, de
esa bebida amplia, profunda y rica en matices, tienen la culpa.
Observo la botella y leo de nuevo la etiqueta: «Glenmorangie Lasanta».
«Te guardaba para ocasiones especiales y, sin duda, ésta lo es.»
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36
Sabemos lo que somos, pero no lo que podemos llegar a ser.
WILLIAM SHAKESPEARE
Jordan Myers
6 de mayo de 2016
Sé que muchos os preguntaréis cómo pude obrar con esa sangre fría. Abandonar a mi
hermana en aquel barrizal como si no me importara nada. En absoluto: lo hice porque la
quería, tanto que hasta incluso creí quererla más que a mi propia vida.
Sin embargo, para qué engañarnos, el mal ya estaba hecho, así que la única opción
que me quedaba era actuar en consecuencia. Decidí que, a pesar de que los planes
habían variado circunstancialmente, había llegado el momento de poner fin a todo
aquello. No podía permitir que ese hijo de puta saliera indemne. Daniel Woods debía
pagar por todo el daño que le había causado a Deborah en el pasado.
La partida de ajedrez estaba llegando a su fin, y yo no estaba dispuesto a
permanecer en segundo plano como un mero espectador...
Ocho de la mañana. El olor a café recién molido inundando por completo la
estancia y, a su vez, accionando el despertar de todos mis sentidos.
A día de hoy soy incapaz de empezar un nuevo día sin tomar mi habitual dosis de
cafeína. A pesar de que la necesito casi tanto como respirar, no me considero un adicto,
sino un gran amante de ese placer.
Deslizo las hojas del ventanal y salgo al jardín. Me pongo a caminar descalzo
sobre la hierba cubierta de diminutas gotas de rocío y, después, me siento en el borde la
piscina, en la parte más profunda.
Sonrío al recordar a Debbie. Ella y yo solíamos introducir los pies en el agua y
balancear las piernas creando diminutas ondas en la superficie. Gran parte del tiempo
lo dedicábamos a degustar un humeante café, el mismo que tengo ahora entre mis
manos.
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Recuerdo que los minutos volaban a su lado mientras me contaba los sueños que
había tenido la noche anterior.
Soy consciente de que es muy probable que haya quien lo considere un acto
absurdo. Sin embargo, puedo asegurar que para nosotros aquello era algo muy distinto,
una especie de privilegio del que únicamente gozaba yo. Reconozco que, a través de
esa rutina, el hecho de que mi hermana me confesara sus vivencias permitió que me
acercase más a ella y la conociese en profundidad.
Respiro hondo y cierro los ojos, dejando que el recuerdo de su dulce sonrisa,
unida al esplendor de sus ojos, inunde cada uno de mis pensamientos. Al cabo de un
rato, en cuanto los vuelvo a abrir, oigo el seco ruido que emite la aldaba de bronce al
ser golpeada contra la puerta de casa.
Tras dejar escapar un suspiro de resignación, deposito la taza en el suelo, saco los
pies del agua y me incorporo de un salto.
Deduzco que se trata de un extraño, pues quien me conoce sabe perfectamente que
no soporto esa estridencia infernal.
Descalzo, y con las piernas aún goteando, me dirijo a abrir. Cruzo a toda prisa el
jardín para que quienquiera que sea que esté aguardando bajo el porche delantero deje
de tocarme la moral de buena mañana, pues éste suele ser mi mejor momento del día.
Unos segundos más tarde, me detengo frente a la puerta. Espero un poco y, luego,
deslizo el pestillo a la izquierda. Echo un rápido vistazo por la mirilla.
Finalmente, abro circunspecto.
La detective Larson queda semioculta tras dos agentes uniformados del cuerpo de
policía de Monterrey.
Escruto sin pudor a la persona que queda más próxima a mí. Es un hombre alto,
imponente, y con cara de no gustarle perder el tiempo. A su derecha se halla una mujer
hispana, de mediana estatura y dotada de unos grandes ojos negros que no dejan de
contemplarme en un tétrico y oneroso silencio.
En ese preciso instante, Rebecca y yo cruzamos las miradas. Por su forma de
observarme, sé perfectamente que algo la está carcomiendo por dentro, algo...
importante.
Antes de notar cómo se me encoge el estómago al imaginar qué será, uno de los
agentes sesga el incómodo momento:
—Señor Myers, soy el agente Jones, y ella es la agente Rodríguez.
Instintivamente, deslizo la mirada de sus ojos a una de sus manos, la misma que
descansa sobre la culata de una pistola. Al poco, cuando se da cuenta de que observo el
arma sin alterarme lo más mínimo, retira la mano y hace crujir los nudillos.
—¿Acaso han encontrado a mi hermana?
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Claudico, rápido y conciso, denotando un cierto deje de preocupación en mi tono,
pero sin llegar a resultar exagerado. Hago exactamente lo que esperarían de alguien que
aún desconoce que su única hermana está muerta...
«Tranquilo, Jordan... Conoces esta parte, es la que has ensayado cientos de veces.
Todo está perfectamente estudiado y no has dejado nada al azar.»
Estoy seguro de que nada puede salir mal... Nada.
—Hace doce días denunció usted la desaparición de su hermana, Deborah Myers.
Respiro hondo en dos ocasiones, la última lo hago con algo más de sosiego. Aún
no puedo mostrarme sorprendido, aún no. De momento, inspirar profundamente me
ayuda a mantener el temple, al menos hasta que reciba la nefasta noticia de boca de
unos completos desconocidos.
—Así es —respondo con el semblante muy serio mientras mantengo contacto
visual con el agente Jones.
En ese lapso de tiempo, la agente Rodríguez aprovecha para estirar el cuello por
encima de mi hombro y estudiar concienzudamente el interior de la casa.
—¿Está usted solo? —me interpela, y su chirriante voz me atraviesa el tímpano.
—Vivo solo —le respondo sin más.
—¿Tendría algún inconveniente en acompañarnos?
—¿Puedo saber el motivo?
Dejo de mirar a la agente por unos segundos y centro mi atención en Rebecca, que
sigue inmóvil en el sitio y silenciosa como una tumba hasta que percibe que mi mirada
le pide respuestas a gritos.
—Se trata de Deborah, Jordan. —Da un par de pasos cortos y se alinea con los
dos agentes—. La hemos encontrado.
—¡¿Dónde está?! ¿Está bien? ¿Ha dicho algo? ¿Dónde ha estado todo este tiempo?
¡Eso es! Reconozco que mi actuación ha sido brillante. ¿Qué digo, brillante? Ha
sido completamente magistral. Cuando llevas tanto tiempo ensayando, la manipulación
de los sentimientos y las expresiones del rostro se convierten en un juego de niños:
oculto la sonrisa, abro mucho los ojos, pongo gesto de sorpresa, frunzo el ceño. Por
último, me mantengo a la espera y dejo que los otros muevan ficha.
—Deberías acompañarnos, luego podremos charlar con tranquilidad.
Pese a que el tono de Rebecca es conciliador y se esfuerza en mostrar
indiferencia, ella y yo sabemos que está fingiendo.
La observo detenidamente al tiempo que me muerdo la lengua y así evito sonreír,
porque en el fondo sabe que no puede impedir que la muerte de Debbie la afecte.
Resopló en mi interior. No me esperaba la revelación de un hecho de esa
envergadura, pues una detective que se precie jamás debe permitirse la osadía de
cruzar la delgada línea que separa lo profesional de lo personal.
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«Y, en este caso, tú, Larson, la has cruzado...»
—¿Ocurre algo malo, Rebecca? —le pregunto altamente nervioso, cambiando el
peso de un pie al otro para acentuar mi inquietud sin dejar de girar el anillo alrededor
de mi pulgar.
Ella aparta la vista durante unos segundos y al poco me sostiene de nuevo la
mirada. Es la mirada de una persona que ha perdido algo, una apuesta, un juego...
Furiosa y, a la vez, decepcionada.
Casi puedo leer sus pensamientos y oler la controversia que emana de sus ojos.
Abro los míos, extenuado ante el descubrimiento del asombroso hallazgo: la exitosa
Rebecca Larson, la eminencia en encontrar en tiempo récord a personas desaparecidas,
la misma que confía ciegamente en mi persona, no sólo se siente una fracasada, sino
que, además, incluso creo que se culpa de no haber encontrado con vida a mi hermana.
—Jordan, deberías acompañar a los agentes —insiste.
Les muestro una sonrisa de no entender lo que está pasando y los informo de que
voy a buscar la cazadora y las llaves del Ferrari justo en el momento en que el agente
Jones me indica que no será preciso, pues ellos mismos se encargarán de llevarme y de
traerme de vuelta en su coche patrulla.
Afortunadamente, el trayecto no es muy largo. La morgue se encuentra a unos
minutos de casa, hacia las afueras. Me repatea el silencio, y más si es custodiado por
varios agentes de la ley.
Zapateo con impaciencia, esperando el momento de reencontrarme con ella.
No hago más que prepararme mentalmente, pues sé que no estará en el mismo
estado en el que la abandoné. Porque, aquella noche, cuando la dejé en el agua, parecía
que sólo estaba dormida...
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37
El inconsciente no es algo malo por naturaleza, es también la fuente de bienestar. No
sólo oscuridad, sino también luz, no sólo bestial y demoníaca, sino también espiritual y
divina.
CARL JUNG
Rebecca Larson
Cementerio de El Encinal, 11 de mayo de 2016 Monterrey, California
Todas las personas que me conocen saben que los funerales nunca han sido santo de mi
devoción, y que hace ya muchos años que no piso un cementerio. Pero una extraña
sensación, algo que no sabría definir muy bien, consigue arrastrarme hasta allí.
Jamás, durante casi una década, es decir, durante el tiempo que llevo prestando
mis servicios como detective de homicidios, he acudido a las exequias de ninguna de
las víctimas de los casos que he llevado. Así pues, me doy cuenta una vez más de que
Deborah Myers se ha convertido en mi gran excepción.
Observo ceñuda a mi alrededor. A Jordan y a sus padres. El resto no son más que
un conglomerado de caras desconocidas y de rostros sin identidad.
Me mantengo a cierta distancia, en un segundo plano, pero sin dejar de mirarlos
fijamente y sin pudor, estudiando con minuciosidad cada gesto, cada mueca, aguardando
algún indicio que delate al asesino, pues un pálpito en el pecho me advierte que se
encuentra entre nosotros, en este mismo velatorio.
Hasta cierto punto, puede considerarse un ser afortunado porque yo ignoro aún
quién es. Pero si es inteligente, como estoy convencida de que lo es, debería
mantenerse alerta y no dormirse en los laureles, porque... muy pronto lo averiguaré.
Y, a pesar de no querer parecer osada ni ególatra, admito que la experiencia me
avala y la paciencia me cobija. Además, sé de buena tinta que, a día de hoy, no existe
ningún caso de asesinato en el que el culpable no cometa un error, cualquiera, por
pequeño que sea. Por lo que, llegados a este punto, la respuesta es fácil: tarde o
temprano, su error aflorará ante mí y será en ese instante cuando, al fin, el cazador será
cazado.
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Pasan de las doce del mediodía cuando el sacerdote pronuncia la última palabra,
momento en el que el cuerpo de Deborah recibe sepultura y en el que los sollozos de
algunos presentes se entremezclan con mi acelerada respiración.
Trato de respirar hondo y calmar los ánimos, debo concentrarme en la búsqueda
del criminal, aunque reconozco que a simple vista todos me parecen sospechosos.
A mi juicio, nadie queda libre de culpa.
Entonces mis ojos advierten algo. Miro hacia un grupo de cipreses, junto a una
réplica exacta de El beso de la muerte de Jaume Barba: un esqueleto alado, la muerte,
que en una actitud casi erótica besa la sien de un joven que se desploma entre sus
brazos. Se dice que la escultura inspiró la película El séptimo sello, de Ingmar
Bergman.
A lo lejos logro identificar a alguien semioculto tras las canaladuras verticales del
tronco de un ciprés. Es un joven de pelo negro y enmarañado, de mediana estatura y
vestido de manera informal: chaqueta tejana, pantalones de algodón algo arrugados y
unas sencillas y discretas deportivas blancas, y no deja de observar todo lo que sucede
a su alrededor.
Ahora mismo, no deja de mirar al frente, hacia los presentes en la ceremonia.
Su expresión es tensa. Tiene los labios apretados en una mueca disconforme y las
manos cerradas en sendos puños.
Muy pronto, niega con la cabeza y, acto seguido, varias lágrimas ruedan por sus
mejillas antes de girarse sobre sus talones con la clara intención de alejarse del lugar
cuanto antes.
Entonces, entro en acción, decidida e impulsada por un presentimiento.
Dejo atrás el sepelio y me dispongo a seguir al individuo. Camino unos pasos y
pronto echo a correr tras él, de modo que, sin apenas darme cuenta, le doy alcance.
En ese momento, oigo las palabras de mi padre bombardeando mi cabeza: «No
siempre las primeras impresiones son las acertadas».
Cierto, no parecía ser alguien tan ágil y escurridizo.
—Disculpa...
Consigo atraer su atención agarrándolo del brazo. Se da la vuelta y nos miramos
en silencio antes de ser testigo de cómo sorbe por la nariz y seca sus húmedas mejillas
en la desgastada manga de la chaqueta.
—¿La conocías? —le pregunto al tiempo que libero su brazo, aún con la
respiración agitada por el esfuerzo tras la carrera.
No obtengo respuesta.
Permanezco unos segundos en silencio, esperando. Sin embargo, el chico continúa
en sus trece. Se limita a cambiar el peso de su cuerpo de un pie a otro y a meterse las
manos en los bolsillos.
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Suelto la última bocanada de aire e insisto, a sabiendas de que lo único que voy a
conseguir es acrecentar su incomodidad.
—¿Conocías a Deborah Myers?
—Por supuesto —dice al fin, y su voz tiembla en su garganta como una frágil hoja
caída de un árbol.
Puedo ver en su rostro una enorme oleada de desolación antes de que lance un
suspiro y confiese abiertamente sus sentimientos a una extraña:
—La amaba...
Si soy sincera, su respuesta no me pilla por sorpresa. Soy incapaz de poner en tela
de juicio sus palabras. Sus ojos no mienten. Tiene esa mirada melancólica que no deja
un solo resquicio de duda. A mi parecer, el muchacho está siendo completamente
sincero conmigo.
—¿Eres Cameron? —pregunto.
—Sí.
—Soy la detective Larson —me presento, directa al grano y sin muchos
formalismos para no perder la costumbre. Ni siquiera le tiendo la mano, cosa que, por
otro lado, advierto que agradece—. Contrataron mis servicios a los pocos días de su
desaparición.
Lo observo.
No dejo de escrutarlo con la mirada...
Parece estar al corriente de toda la información en referencia al caso Myers, pues
no muestra ningún signo de desconcierto en sus anodinas facciones. Una de dos: o bien
sabía de mi existencia o, en caso contrario, tengo ante mí a un excelente actor. Uno de
esos que acostumbran a ser galardonados con la estatuilla del Oscar.
Respira hondo con desazón; tanta que puedo percibir un débil malestar en el pecho
al ponerme en su piel, pues me doy cuenta de que lidia una particular batalla interior.
Flaquea.
Cierra los ojos y, a continuación, se derrumba ante mi presencia.
—Tranquilo —le susurro, y se echa a llorar como un niño.
Al ver que mis palabras no apaciguan su angustia, decido frotar su hombro muy
despacio, con suavidad, permitiendo que note mi cercanía de la misma forma que lo
haría un amigo.
—Cameron, me gustaría tener una conversación contigo. Pero... en otro momento
—matizo, sin hacer mucho hincapié en ese hecho—. Me gustaría sentarme con
tranquilidad a tomar un café y que me hablaras de ella.
Francamente, ignoro qué es lo que va a responder. Sólo espero que no lo decida a
la ligera y que medite, en la medida de lo posible, la mejor solución. Conocer aspectos
de la vida pasada de Deborah podría ser esclarecedor y a la vez decisivo para resolver
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el caso.
Le coloco la mano en el otro hombro y presiono con los dedos levemente.
—No es preciso que sea hoy... —sigo diciendo con cautela—. Además, te doy mi
palabra de que resultará lo más parecido a una charla entre conocidos.
»Y, si en algún momento noto que estás incómodo con la situación, no insistiré.
Automáticamente, tras oír mis palabras, se enjuga los ojos, hace una mueca
arrugando la nariz y medio asiente con la cabeza. Luego, con un gesto triste, echa a
andar en dirección a uno de los vehículos aparcados en la explanada de tierra destinada
para tal fin.
No lo culpo.
La pérdida de un ser querido siempre es difícil de superar, más aún la de la mujer
de la que se está locamente enamorado.
Sin embargo, una apática apariencia y un aire alicaído no lo eximen en absoluto de
responsabilidad.
A mi juicio, Daniel Woods, los padres adoptivos de Deborah, Jordan Myers,
Cameron Lewis... Todos ellos son posibles culpables de homicidio en primer grado
mientras Rebecca Larson no demuestre lo contrario.
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No hay virtud tan fuerte que pueda estar segura contra la tentación.
IMMANUEL KANT
Jordan Myers
11 de mayo de 2016
Restos de sangre, filamentos de fibra natural de cáñamo y el colgante en forma de
margarita deshojada que le había regalado su exnovio, Cameron Lewis, el mismo que
mi hermana llevaba siempre consigo desde hacía varios años y hasta la noche de su
desaparición.
Lo planifiqué todo, hasta el último detalle. Ahora sólo queda palmearme la
espalda, acomodarme en un buen asiento y esperar a que el FBI reúna las pruebas
necesarias para incriminar a Daniel Woods por el asesinato de Deborah.
Lo que sucederá después: detención, juicio, encarcelamiento... Todo ello vendrá
rodado, una cosa tras otra, simulando un divertido efecto dominó. En cuanto
inspeccionen el maletero de su coche, se activará el temporizador de la bomba Woods:
«¡Tic, tac, tic, tac...!».
En primera instancia se toparán de bruces con el colgante que siempre llevaba
Debbie y que más tarde le arrebaté. Luego, con un poquito de suerte (cruzo los dedos),
uno de los agentes examinará el maletero más a fondo y hallará varios filamentos de
cuerda (casualmente, del mismo material con el que Debbie fue atada de pies y manos).
Y, en tercer lugar, si mi instinto no me traiciona y la mosca cojonera zumba tras las
orejas de los agentes, el siguiente paso será realizar la prueba del luminol (ésa es mi
preferida, pues, a mi parecer, es la más incriminatoria de las tres).
En cuanto los técnicos la lleven a cabo, la tapicería se iluminará como un árbol de
Navidad, al menos, en tres zonas...
¡Booom!
Daniel Woods pasará de ser un adinerado y distinguido empresario a convertirse
en uno de los asesinos más atroces de los últimos tiempos.
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Ahora que estoy en casa, fumando tranquilamente en el salón y con los pies sobre
la mesita, he de reconocer que, aunque suene jactancioso, no ha resultado tan
complicado. A decir verdad, me ha parecido un simple juego de niños.
Desde siempre me he caracterizado por ser un tipo con suerte. Todo lo que me he
propuesto, todo lo que se me ha antojado y todo lo que se me ha metido entre ceja y
ceja lo he conseguido. De modo que Daniel Woods, pese a ser una persona fría y
calculadora, posee un grave defecto: llevar una vida demasiado estructurada. Su
obsesión por el orden me ha facilitado las cosas. Sin sospecharlo, ha dejado abierta una
fisura por la que he podido penetrar sin dificultad.
Su agenda semanal no suele sufrir variaciones, o lo que es lo mismo: su agenda es
igual de insulsa y simple que él. Aunque se esfuerce en aparentar ser una persona, no es
más que un desecho humano, un excremento de la sociedad...
Alguien que no merece siquiera el aire que respira. Alguien que debe pagar por lo
que hizo, por todo el daño causado. Alguien que, aunque sea lo último que haga, pagará
por la muerte de Melanie y de Debbie, porque yo me encargaré personalmente de que
así sea.
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El que no sienta ganas de ser más llegará a no ser nada.
MIGUEL DE UNAMUNO
Daniel Woods
12 de mayo de 2016
—¿Es usted Daniel Woods?
—Sí, soy yo.
—Queda detenido por el asesinato de Deborah Myers.
—¿Cómo dice?
—Tiene derecho a permanecer en silencio —oigo relatar al agente mientras rodea
mi cuerpo y me coloca las esposas—. Cualquier cosa que diga podrá ser utilizada en su
contra ante un tribunal. Tiene derecho a un abogado. En el supuesto de no disponer de
recursos...
De repente, noto cómo la voz del agente queda relegada a un segundo plano, cada
vez más difusa, cada vez más tenue, hasta acabar siendo sólo un simple murmullo,
similar al sonido de las olas en el interior de una caracola de mar...
¿Detenido por la muerte de Deborah Myers?
A empujones, me arrastran fuera de mi casa. Acababa de levantarme porque he
dormido hasta tarde. Ayer, en el club, hubo un altercado que me mantuvo en vela hasta
altas horas de la madrugada.
Sigo aturdido. Mi cerebro aún no es consciente de lo que acaba de pasar.
¿Deborah? ¿Muerta?
La última vez que la vi fue en Tentación. Recuerdo que mantuvimos una acalorada
discusión. Ella me anunció que estaba embarazada y que el bebé que esperaba era mío.
Por supuesto, la eché, y no sólo del local, sino también de mi vida. Porque o bien
era una embustera o bien no tenía dos dedos de frente, ya que en muchas ocasiones
tuvimos sexo con extraños. No éramos una pareja al uso, ni siquiera podíamos
considerarnos una pareja. Follábamos, sí. Nos divertíamos, sí. Pero nada más.
Lo nuestro no era más que un juego, uno que, además, tenía fecha de caducidad. Un
maldito juego cuyas reglas quedaron claras desde un primer momento.
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Acusado de asesinato en primer grado. Ésos fueron los cargos que se presentaron
en mi contra. La fiscalía se había permitido el lujo de aportar pruebas determinantes en
la investigación policial. Al parecer, el ADN que habían extraído de una colilla
coincidía con el hallado en el cuerpo sin vida de Deborah Myers. Entre otras cosas,
identificaron restos de mi piel bajo sus uñas, fluido seminal, tanto en su ropa íntima
como en la boca y en la vagina. A eso último no tenía nada que objetar: la noche de su
desaparición practicamos sexo, de la misma forma que ocurría en todos y cada uno de
nuestros encuentros.
Enseguida se han tomado la libertad de tomarme fotografías, huellas digitales,
muestras bucales con hisopos estériles que me han pasado con cuidado por la lengua,
las encías, los dientes y el paladar. Me han cosido a preguntas durante más de tres
horas. A todo ello, no he respondido a nada. Me he negado a hacerlo sin la presencia de
mi abogado, acogiéndome a mi derecho a guardar silencio y a no presentar declaración
si no deseo hacerlo. Soy inocente y estoy siendo injustamente culpado.
Pese a ello, encontraré la manera de demostrarlo, aunque sea lo último que haga.
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40
El futuro no pertenece a nadie. No hay precursores; sólo existen retardatarios.
JEAN COCTEAU
Rebecca Larson
14 de mayo de 2016
Hoy hace un calor selvático insoportable. En Monterrey es un hecho inusual, pues el de
aquí es considerado un clima oceánico, es decir, con temperaturas frescas y una media
anual de trece grados centígrados.
Me encuentro en el salón de la casa de Cameron Lewis. Estamos sentados el uno
frente al otro mientras lo observo en silencio, con cautela.
No sé qué me pasa con este muchacho, pues llevo diez minutos de reloj buscando
la forma de entablar una conversación con él, pero ninguna alternativa me parece la más
acertada.
Desde que lo vi por primera vez en el cementerio de El Encinal, temo herirlo con
mis palabras al ahondar demasiado en sus recuerdos de Deborah. Posee esa apariencia
tan sensible y tan... frágil, y ese halo de tristeza que lo acompaña todo el tiempo...
Desvía la mirada de sus manos y las centra en su madre, Jane Lewis, una mujer de
mediana edad con una vestimenta más propia de los setenta que de la época actual, que
nos acerca una jarra de limonada desbordada de cubitos y dos vasos de plástico
desechables.
De pronto recuerdo los años en que, de niña, veraneaba en Illinois, cuando mi
madre preparaba para mí y mis amigas limonada recién exprimida y galletitas de azúcar
glaseado mientras nos bañábamos en la piscina hinchable.
—¿Lo prefiere lleno o por la mitad?
Pestañeo y miro a Jane a los ojos, a esos ojos vidriosos y algo esquivos que
parecen esconder tantos secretos... Antes de responder un escueto e insulso «Lleno,
gracias», hago una pausa y observo las profundas arrugas que surcan las comisuras de
sus ojos, en los que es fácil descifrar que están cansados y más preocupados que de
costumbre.
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Deja de servir la limonada instantes después de regalarme una sonrisa, a mi
parecer, fingida. Es evidente que mi presencia en su casa no le es del todo grata.
Afortunadamente, pronto nos deja a solas, gesto que agradezco, pues no me
apetece lo más mínimo interrogar a su cachorrillo estando ella presente. Porque a eso
he venido, a interrogar a Cameron, aunque para conseguirlo haya tenido que maquillar
mis palabras alegando que sólo acudía a charlar.
—Me gustaría saber cómo os conocisteis.
Cameron alza la mirada y, por algún motivo, medita la respuesta durante un rato.
Se adueña de su vaso de inmediato y da un sorbo. Uno corto. Y, al hacerlo, le tiembla el
labio inferior.
—Hace... unos años —entona él sin mirarme, como si yo no estuviera presente. Y,
antes de proseguir, deja escapar un suspiro casi imperceptible—. Nos conocimos en la
facultad de Periodismo de la Universidad de California en Santa Cruz.
—Perdona mi indiscreción, pero ¿fuisteis amigos antes de ser pareja?
—Sí. —Me quedo mirándolo en silencio, pues creo percibir una sutil sonrisa en
sus labios y no querría que la borrara por el momento—. Aunque para mí jamás fue tan
sólo una amiga.
Se sonroja sutilmente, al tiempo que deja el vaso sobre la mesa y aprovecha para
retorcerse las manos.
Es evidente que hablar de ella lo afecta, y mucho.
—Me enamoré en el mismo instante en que la vi.
Lo dejo hablar, permito que me abra su corazón sin presiones. Sin embargo, ahora
soy yo la que sonríe al conmoverme por su sinceridad, pues desde siempre he pecado
de ser una persona fría y calculadora, una especie de máquina diseñada sólo y
exclusivamente para trabajar, sin sentimientos ni remordimientos, quien, además, jamás
actúa por caridad y mucho menos por lástima.
Eso dicen las malas lenguas sobre mí..., habladurías de gente que no me conoce en
absoluto y que, tengo por seguro, nunca me conocerán.
—Era tan preciosa y tan... inalcanzable. Y yo, en cambio, era un palurdo que a lo
único a lo que podía aspirar era a mantener una simple amistad con ella.
Enarco una ceja al notar cómo sus facciones cambian ante mí: sus ojos se
iluminan, de igual forma que lo hace su sonrisa, ensanchándose y dejando al
descubierto unos dientes perfectamente alineados gracias a una ortodoncia correctiva
en la infancia.
Cameron Lewis amó con todo su ser a esa mujer, no me cabe la menor duda...
—Sin embargo, no ocurrió así —continúa.
—¿No?
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Por algún motivo, me inclino hacia delante, inquieta. Siento verdadera curiosidad
por conocer qué provocó la chispa entre ellos, qué hizo que después se prendiera la
mecha y Deborah se enamorara de él, porque lo cierto es que no estoy ante un joven
apuesto, ni siquiera ante un cerebrito. Cameron es más bien un chico del montón,
alguien con una sensibilidad extraordinaria que he reconocido en muy pocas personas.
Únicamente en dos: en mi madre, Sophie Larson, y en mi Candance...
—No.
En ese momento, detrás de mí se oye el crujir de la madera cuando Jane Lewis
hace acto de presencia de forma sigilosa, sin avisar y casi a hurtadillas, como si
hubiese esperado el momento exacto para entrar en escena y echar por tierra todo mi
trabajo de investigación.
—Disculpad. —Me lanza una mirada de reojo de la que no consigo adivinar el
motivo. Poco después, centra toda su atención en su hijo—. Es Natalie.
En cuanto oye pronunciar ese nombre, Cameron se tensa al instante. Todo su
cuerpo se convierte en un bloque de cemento, tan rígido y tan paralizado que incluso
por unos instantes parece que deja de respirar.
—Dice que es urgente.
Su madre le ofrece un teléfono inalámbrico.
—Yo de ti no la haría esperar —insiste, a mi parecer, demasiado.
En cuanto Cameron sale del salón para hablar con la tal Natalie, me doy cuenta de
que Jane ha conseguido su propósito: alejar a su hijo de mis garras detectivescas.
—Se está equivocando por completo, señorita Larson, o... tal vez sería más
apropiado llamarla detective Larson.
Se acerca a toda prisa y me aparto de golpe cuando noto su aliento golpearme en
la cara.
—Le prohíbo que venga a esta casa a insultar mi inteligencia y la de mi familia.
¿Cómo se atreve a venir con mentiras y a husmear en la vida de mi hijo sin mi
consentimiento?
—Creo que no comprende...
Muestro las palmas de mis manos para tratar de poner calma a la agitada
conversación.
—¡Mi hijo no tiene nada que ver con la muerte de esa pobre chica! ¡Nada!
—En ningún momento he insinuado que...
—Le juro por la memoria de mi difunto marido que la próxima vez que hable con
Cameron será... ¡ante la presencia de nuestro abogado! ¿Me ha oído bien?
—Señora Lewis, por favor...
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—Márchese antes de que informe a las autoridades de que pretendía obtener el
testimonio de un inocente. ¡Un inocente! —Señala la calle presa de la ira y bañada en
unas gruesas lágrimas que se precipitan por sus orondas y abochornadas mejillas—. De
lo único que se puede acusar a mi hijo es de haber idolatrado, amado y respetado a
Deborah Myers hasta lo indecible, ¡de nada más!
Trato de pensar con rapidez para intentar darle sentido a todo aquello, pero no
consigo entender lo que está pasando. Necesito aclarar cuanto antes que mi objetivo en
ningún momento es interrogar a Cameron.
—Si me deja explicarle, yo...
Abro la boca con la intención de rebatir sus desacertados argumentos, pero, ante
mi sorpresa, ella me invita nada cortésmente a abandonar la casa.
Conduzco de regreso al hotel en el que me hospedo desde hace varios días
abstraída en mis pensamientos.
Pocas veces en mi vida me he sentido tan fuera de lugar y tan despreciada. Pero lo
peor de todo no es esa dolorosa sensación que me oprime el pecho y me dificulta
incluso respirar con normalidad, sino la certeza de saber que sigo anclada en el mismo
sitio, en el mismo barrizal. Cuanto más quiero avanzar, más me hundo en él.
Por primera vez en muchos años me doy cuenta de que a estas alturas de la
investigación he vuelto al punto de partida o, incluso peor, de que no dejo de caminar
en círculos dando palos de ciego.
He llegado a la conclusión de que no tengo nada en claro; tan sólo me siento
perdida y más fuera de lugar que nunca... Todas las pruebas incriminan a Daniel Woods,
pero...
A veces me asalta el pensamiento de que lo mejor sería apartarme del caso y
olvidarme de Deborah, de su hermano, de Cameron y de David Woods..., pero no
puedo, algo me lo impide.
Tal vez sea debido a una especie de conexión, quizá a un simple pálpito que me
obliga a quedarme y a llegar hasta el final. Sea por lo que sea, quiero averiguar qué
pasó la noche de ese 22 de abril.
Reconozco que, ahora mismo, lo que necesito saber con urgencia es qué me sigue
reteniendo en este lugar...
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41
El amante valiente no sucumbe a las tentaciones ni hace caso de las hipócritas
sugerencias del enemigo.
TOMÁS DE KEMPIS
Daniel Woods
14 de mayo de 2016
Estoy extenuado. Hastiado de los interminables interrogatorios, de la declaración, de
las tediosas pruebas de ADN, de las absurdas muestras biológicas y, cómo no, también
de las idas y venidas de los agentes del FBI, locales y especiales, a cuál más inepto e
incompetente.
—Me has telefoneado pidiéndome ayuda, pero... aún sigo preguntándome por qué
he venido si todas las pruebas te incriminan a ti. ¡Todas, Daniel! ¿Acaso eres
consciente de lo que eso significa?
Observo primero al alguacil que custodia celosamente la sala de interrogatorios y
luego a ella, a Olivia Hamilton.
Me mantengo en silencio, mirándola.
Veo cómo cruza los brazos bajo sus pechos en un intento por mantener la distancia
entre nosotros (la proxémica, en comunicación no verbal), como si realmente fuésemos
dos desconocidos, pero me es del todo imposible no perderme en el intenso brillo de
sus ojos grises, que no cesan de juzgarme una y otra vez. «Culpable, culpable...», me
acusan sin cesar.
—Yo no maté a Deborah Myers —alego con convicción—. Puedo ser muchas
cosas, pero te aseguro que no soy un asesino.
Ella niega fervientemente con la cabeza y, al hacerlo, los negros y ondulados
mechones acarician su rostro por un instante.
Sin darme cuenta, profiero un ronco gemido que escapa de mi garganta cuando a
mi mente acude el recuerdo de la sedosidad de su pelo envuelto en mi mano al tirar de
él mientras me corría en su boca.
—¿Cómo puedes ser tan cínico?
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Sale de la habitación a grandes zancadas pero, cuando quiero darme cuenta, ya
está de vuelta. Sostiene algo entre las manos. Es un sobre marrón, y de su interior extrae
unas fotografías que esparce sobre la pequeña mesa de madera que hay junto a la
grabadora.
Escoge una, imagino que no al azar, y me la muestra.
—Primero la golpeaste brutalmente hasta que quedó semiinconsciente y luego la
dejaste morir ahogada...
Trago saliva con resquemor al imaginar el horrendo sufrimiento al que Deborah
tuvo que ser sometida antes de perder la vida.
Apoyo los codos sobre la superficie lacada y noto cómo se clava en mi piel el
gélido acero de las esposas que me privan de la libertad de movimiento.
Entonces, y sólo entonces, un escalofrío recorre mi espalda de arriba abajo al
darme cuenta de que el FBI, la policía de Monterrey, los padres de la joven e incluso
Olivia me señalan como al principal sospechoso de la muerte de Deborah Myers.
—¡Míralas, joder! —me grita furiosa, y da un golpe sobre la mesa. Está a punto de
echarse a llorar; sin embargo, por alguna razón, prefiere aguantar el tipo—. Sólo así
podrás imaginar qué sintió al morir...
—¡Yo no la maté! —balbuceo abruptamente, turbado.
En ese momento, el alguacil separa la espalda de la pared y se acerca amenazante.
—Te aconsejo que te calmes o irás derechito a la celda.
Respiro pesadamente sin siquiera mirarlo a la cara.
De forma inconsciente, mis labios ejecutan una mueca involuntaria de
desaprobación, de modo que me pone la mano en el hombro e insiste de nuevo. Esta
vez, en un tono menos amable y más amenazador:
—Ni una palabra más alta que otra, Woods. O ya puedes olvidarte de la ducha y
de la cena en lo que queda de semana, ¿entendido?
Asiento y me mantengo en silencio, dando la callada por respuesta. Será mejor que
actúe así a partir de este momento si Howard, mi abogado y buen amigo, no está
presente. No quiero contratiempos, no voy a permitir que me acusen de algo que no he
hecho.
De repente, la puerta se abre y aparece un agente uniformado, alguien a quien no
había visto antes y que entrega en mano un dosier a Olivia.
—Detective Larson, éste es el informe que solicitó.
Observo ceñudo la escena, aún sin dar crédito.
Silencio...
Cruce de miradas...
Respiración lenta y profunda...
Más silencio...
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Apenas siento el corazón palpitar en el interior de mi pecho...
«¿Detective Larson?»
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42
El hombre es incapaz de elegir y siempre cede a la tentación más fuerte.
ANDRÉ GIDE
Rebecca Larson
14 de mayo de 2016
Sé perfectamente que jamás, en lo que me queda de vida, podré olvidar la expresión de
su mirada. Jamás...
Decepción, engaño, mentiras...
Daniel Woods confiaba por completo en mi otro yo, en Olivia Hamilton, una joven
heredera que una noche se dejó seducir por las entrañas de su club Tentación, pero no
en la detective Larson, quien engatusó, aprehendió, utilizó y violó su confianza para
lograr un fin, mi fin: encontrar a Deborah Myers, sin importarme lo más mínimo cuántas
cabezas acabarían rodando, entre ellas, la de él.
—Rebecca, piénsalo, por favor.
—No hay nada que pensar, Robert.
—Lo digo en serio.
«Erre que erre...», murmuro para mis adentros mientras suspiro hondo y salgo a la
terraza de la habitación del hotel InterContinental The Clement Monterey para respirar
aire fresco.
A lo largo de mi vida, me he topado con infinidad de perfiles, a cuál más singular.
Sin embargo, reconozco que nunca he conocido a nadie tan obstinado como Robert
Walter, mi superior. Nadie, sin tener en cuenta a mi propia persona, claro está.
Supongo que, por ese motivo, hemos sido siempre tan afines y hemos tratado de
respetar tanto el trabajo del otro. Hay quien afirma que somos uña y carne; otros, en
cambio, dicen que somos tal para cual.
—Debes seguir con la investigación. No abandones ahora que estamos tan cerca.
—¿Cerca? —lo increpo al instante—. No tenemos nada, no tengo nada.
—Te equivocas, Rebecca, y lo sabes.
—No puedo, Robert..., no puedo seguir... —le confieso con un angustioso nudo en
la garganta, casi en un lamento.
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—No te comprendo, de verdad que no te comprendo. Este caso estaba hecho a tu
medida... Está hecho a tu medida, joder.
—Este caso me está asfixiando... Y creo firmemente que debería marcharme.
—¿Y... abandonar?
A él no puedo engañarlo, no puedo. Robert es un maldito perro viejo que huele mi
derrota a kilómetros de distancia. Ni siquiera soy capaz de fingir mi aflicción a través
del hilo telefónico. Ya no me siento con fuerzas para afrontar el caso, pues en el preciso
momento en el que mi desaparecida reapareció muerta, todo se desvaneció.
Mi misión es encontrar a gente perdida, no cadáveres...
—Rebecca, me gustaría que me respondieras a algo, pero antes de hacerlo quiero
que lo medites. Quiero que seas completamente sincera contigo misma y, luego, si así lo
crees conveniente, que también lo seas conmigo.
Cierro los ojos porque presiento qué es lo que necesita saber de mí y no deseo
responder a eso...
—Tu implicación en el caso Myers ha dejado de ser exclusivamente profesional,
¿me equivoco?
De inmediato, siento que mi corazón da un brioso latigazo y, luego, cómo mi pulso
se acelera. Nuevamente, Robert ha dado en la diana.
Es la segunda vez que percibo la preocupación envolviendo su grave timbre de
voz, una voz quebradiza que me habla sin necesidad de palabras...
La primera ocasión en que se dirigió a mí de esa forma fue hace siete años.
Acudió a mi casa en Illinois y me ordenó que me sentara. Me habló de forma clara y
concisa y me rogó que no interfiriera en su discurso hasta que terminara de hablar.
Varios minutos después, tras su monólogo, me exhortó a abrir mi mente para,
paulatinamente, hendir mi corazón.
Jamás olvidaré ese momento. Él me ayudó a emerger del infierno en el que había
caído y del que era incapaz de salir por mí misma...
—Rebecca...
Mi estómago se contrae sin previo aviso. Siento náuseas al paladear restos de
bilis en mi boca. Apenas puedo oír el sonido de su voz... Todo da vueltas a mi
alrededor y me pesan los párpados.
No puedo ni debo admitir que todo se ha convertido en algo personal. Pero, por
otro lado, tampoco me encuentro con ganas de continuar....
Emocionalmente siento que he traspasado la delgada línea y que he llegado al
límite de mi autocontrol sin sospechar hasta qué punto me estaba implicando en el caso,
hasta qué punto Deborah, Jordan y Daniel me afectan.
Cierro los ojos y respiro hondo antes de responder entre tímidos bisbiseos a su
pregunta:
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—Abandono, Robert...
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Cuarta parte
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Caza de brujas
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43
El mundo está lleno de supuestos «rebeldes» que lo único que desean en el fondo es
que los castiguen por ser libres, que algún poder superior de este mundo o de otro les
impida quedarse a solas con sus tentaciones.
FERNANDO SAVATER
Rebecca Larson
14 de mayo de 2016
No tardo nada en preparar la maleta. Me marcho con la misma ropa y los mismos
efectos personales de hace casi tres semanas. A diferencia del día en que me alojé en
esta habitación por primera vez, escapo de este lugar con los sentimientos a flor de
piel, alterados, desordenados, asaltando a cada momento mi mente.
Alguien llama enérgicamente a la puerta, pero no espero a nadie. No adivino quién
puede ser. Salvo Robert Walter, Jordan Myers y Daniel Woods, nadie sabe en qué hotel
me hospedo.
Permanezco en el sitio, sopesando si responder o no. Es extraño, pues ni siquiera
he solicitado el servicio para que me ayuden con el equipaje ni he pedido un taxi.
—¿Rebecca?
«Esa voz...»
Camino hacia la puerta, la abro de inmediato y me encuentro a Cameron Lewis de
pie frente a mí, con la ropa completamente empapada y el pelo enmarañado y adherido
a su cráneo como una fina malla de rejilla.
—¿Puedo pasar? —tartamudea.
En primera instancia pienso que tiembla a causa del frío, pero enseguida me doy
cuenta de que ése no es el motivo.
Antes de entrar y cerrar la puerta tras de sí, observa el pasillo del hotel durante
unos segundos. A mi juicio, lo hace para cerciorarse de que nadie lo sigue.
Luego inspecciona la estancia con la mirada y echa una ojeada a la terraza tras
apartar un poco las cortinas a través del gran ventanal con vistas a la bahía bañada por
el océano Pacífico.
Soy capaz de sentir su nerviosismo, es evidente que algo lo perturba.
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—¿Se puede saber cómo diablos me has localizado?
Guarda un silencio aterrador, uno que a mi parecer se prolonga demasiado, tanto
que acaba por enervar mi mermada paciencia.
—¡Responde, Cameron!
Alzo la voz para que reaccione, pero no lo consigo. Parece estar enajenado, como
en una especie de trance.
Lo escruto sin reservas y me resulta evidente que no estoy ante la misma persona
que vi oculta tras el tronco de un ciprés en el cementerio de El Encinal. Ni siquiera es
el mismo chico con el que horas antes compartí unos minutos en el confortable salón de
su casa.
—¿Qué es lo que pasa?
Desciendo el tono de mi voz, pues mi chillido parece haberlo afectado. Mi
intención no es sermonearlo, ni tan siquiera trato de reprenderlo; no obstante, me
horroriza no saber cómo ha llegado hasta mí.
El otro día leí por completo su expediente policial y, pese a que fue absuelto tras
ser acusado de abusos a una menor, confieso que intuyo una inquietante aura que sigue
rodeando la vida de este joven.
—Me gustaría mostrarle algo... —dice.
Me dispongo a replicar, pero prefiero asentir con la cabeza y dedicarle un mero
gesto de aprobación. Cameron hurga entonces en el bolsillo interior de su cazadora y
saca una fotografía en muy buen estado de conservación.
Antes de cedérmela, arruga el entrecejo con timidez. Por la expresión de su rostro,
intuyo que lo que está retratado en el papel fotográfico es sumamente especial para él.
Y, después de observarla con detenimiento, descubro que, una vez más, estoy en lo
cierto. Se trata de una fotografía tomada aquí, en Monterrey; como telón de fondo, el
Fisherman’s Wharf, en la bahía, un lugar conocido por sus excursiones para observar
las ballenas y los delfines en libertad, y en primer plano, Melanie, acomodada en las
faldas de Cameron. Ambos van vestidos con una camiseta blanca de manga corta, cuya
serigrafía de vivos colores hace propaganda del restaurante Bubba Gump, el primero
que abrieron después de la película Forrest Gump.
—¿Conociste a Melanie, la hermana pequeña de Deborah Myers?
—Sí.
Cameron sonríe con nostalgia mientras sorbe por la nariz. Noto cómo trata de
continuar hablando, pero las emociones le juegan una mala pasada.
—No te preocupes si no te salen las palabras —empiezo a decir—, simplemente
asiente o niega con la cabeza —añado—. ¿Os veíais con frecuencia? ¿Solías tener trato
asiduo con la pequeña?
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Cameron asiente y percibo cómo el nudo de su garganta se manifiesta, haciéndose
cada vez más visible.
—¿En Sacramento?
Niega con desdén.
—¿Aquí, en Monterrey?
—Sí —logra articular al fin tembloroso.
—Durante vuestros encuentros, ¿solíais estar los tres a solas, sin la presencia de
un adulto?
—Sí.
Detengo un momento el interrogatorio, pues hay algo que no encaja. Las fechas no
coinciden. Eso o me ha mentido horas antes en el salón de su casa.
—Calculo que en esta fotografía Melanie debía de tener... alrededor de un año y,
por su aspecto, fue antes de enfermar mucho más.
Asiente en silencio y veo cómo la nuez sube y baja en el interior de su garganta al
tragar saliva.
—Corrígeme si me equivoco —inspiro cogiendo aliento—, pero... si aseguras que
Deborah y tú os conocisteis hace cinco años en la Universidad de California en Santa
Cruz...
—Mentí.
Me interrumpe de sopetón ante mi asombro y toda mi atención se centra en él.
—Explícate, Cameron.
Traga de nuevo saliva y observa a su alrededor. En la habitación de hotel sólo
estamos él y yo. No adivino qué es lo que teme. ¿Cámaras? ¿Micrófonos?
—No te preocupes, lo que digas quedará sellado con mi silencio.
Frunce los labios en una fina línea y, de nuevo, aparta su mirada de la mía.
—Te doy mi palabra —concluyo.
Es lo único que puedo ofrecerle: mi silencio a cambio de su confesión.
—¿Podría darme un vaso de agua? Tengo la boca seca.
—Claro.
Abro el minibar. Como de costumbre, el servicio de habitaciones hace honor a su
nombre y en el estante de la puerta encuentro un par de botellines de agua mineral sin
gas.
—He pensado que podríamos tomarla en el sofá. Allí estaremos más cómodos,
porque te aseguro que en este momento lo que más me importa es que te sientas como en
tu casa.
»Y..., por favor, relájate, Cameron.
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Le ofrezco una botella y se toma unos segundos antes de decidir qué hacer. Al
cabo de un rato, la agarra por el cuello y se acomoda en uno de los extremos del sofá.
Ni siquiera bebe de ella, sino que se dedica a rascar la etiqueta hasta que consigue
desprenderla, hacer una bola con ella y guardársela en uno de los bolsillos traseros del
pantalón vaquero.
De nuevo nos envuelve esa especie de silencio mórbido, casi insano. Soy yo la
única que mantiene el contacto visual, Cameron sigue meditabundo, absorto en su
propio e infranqueable mundo.
Desde el primer momento en que lo vi, supe que era uno de esos chicos con una
personalidad complicada. Poco habladores, sumidos en sus vidas de fantasía y a los
que hay que arrancarles las palabras de cuajo. Huraño, apático y algo misántropo
también.
Y, visto lo visto, en esta ocasión, vuelvo a acertar.
—Deborah y yo nos conocimos años antes —dice finalmente—, cuando no éramos
más que unos adolescentes. Ambos teníamos trece años. —Simula una especie de
media sonrisa, más semejante a un mohín—. Primero fuimos amigos, muy buenos
amigos, los mejores.
La habitación de nuevo permanece en silencio.
Cameron deja de hablar y se detiene un instante para retomar el aliento. Se lo ve
tan alterado que soy capaz de percibir su nerviosismo crecer por momentos. Incluso,
logro apreciar cómo la vena carótida de su cuello late al mismo ritmo frenético de su
pulso.
—Pero tú sentías más por ella —añado de forma cariñosa.
—Me enamoré perdidamente de Deborah —afirma sin contenerse, lo que logra
conmoverme.
—Y ¿ella también acabó enamorándose de ti?
—No lo sé.
—¿No lo sabes?
—Lo que sé a ciencia cierta es que desde siempre estuvo enamorada de otra
persona.
—¿De quién?
Alza la vista y me responde con la mirada antes de hacerlo con palabras:
—De su hermano, Jordan Myers.
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44
Nunca resisto la tentación, porque he descubierto que lo que es malo para mí no me
tienta.
GEORGE BERNARD SHAW
Jordan Myers
14 de mayo de 2016
«¿Qué hace ese hijo de puta aquí?»
Nunca he creído en el destino y, en cambio, sí en las casualidades.
Estaba a punto de salir del ascensor para dirigirme a la habitación de Rebecca
cuando lo he visto dándole un abrazo y despidiéndose de ella... Pero ¿quién coño le ha
dado vela en este entierro? ¡Joder! No voy a permitir que ni Cameron ni que nadie
frustre mi plan...
Me oculto dentro del cubículo, pulso el botón de la planta baja y después aguardo
resignado a que el niñato haya salido del edificio.
Al cabo de unos minutos, asciendo a pie por la escalera. Hace tiempo que no
practico ningún deporte, así que el esfuerzo de subir de dos en dos los escalones logra
fatigarme.
Golpeo la puerta con los nudillos y espero.
—¿Jordan? ¿Qué estás haciendo aquí?
Guardo unos segundos de silencio y observo a Rebecca con detenimiento, sin
prisas. Estudio sus ojos y sus gestos. Su boca, sus labios. Esos labios que humedece
con la punta de la lengua sin ser consciente de la excitación que provoca en alguien
como yo.
Está desconcertada, lo sé. Lo percibo, lo noto..., lo olisqueo de igual forma que un
depredador huele el miedo de su presa a varios metros de distancia.
Mira a su alrededor incómoda y yo sonrío al saber que mi presencia consigue
perturbar su perfecto orden.
Vuelvo a sonreír y no disimulo ni un ápice.
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Sé que no esperaba verme tan pronto, y no la culpo. Es del todo legítimo
considerar que éste no es precisamente el lugar en donde debería estar, pues ni siquiera
ha transcurrido una semana desde que el cuerpo de mi hermana fue enterrado en el
cementerio de El Encinal, a dos metros bajo tierra.
La ética y la moral pero, sobre todo, la religión, me gritan a pleno pulmón que
ahora, en este momento, lo que debería estar haciendo sería estar llorando su muerte.
Porque, según la inmensa mayoría de los habitantes de este planeta denominado Tierra,
lo apropiado sería andar como un alma en pena, guardándole riguroso luto. Pero eso no
va conmigo, yo no soy así. No estoy hecho de la misma pasta que el resto de los
mortales.
—¿En serio crees que éste es el recibimiento que me merezco?
—No deberías estar aquí.
Pongo los ojos en blanco...
«¡Señoras y señores, un aplauso para la morena de ojos grises! Pues claro que no
debería estar aquí.»
—Me he tomado la libertad de venir, pero si estás muy ocupada...
Pongo cara de perro desvalido. Eso da buen resultado y nunca falla.
—Me mentiste, Myers —me suelta de golpe. Luego niega con la cabeza y
acompaña el gesto con una mueca de disgusto, sin que yo sepa a qué coño se está
refiriendo.
—No acostumbro a mentir, Larson.
Deja de mirarme a los ojos a través de sus oscuras y largas pestañas para observar
de lado a lado el pasillo al oír el crujido de una puerta. De repente, una pareja de
ancianos sale de la habitación de enfrente, momento que Rebecca aprovecha para
cogerme de la solapa de la cazadora y tirar de mí con fuerza.
—Entra, ni se te ocurra quedarte plantado en el pasillo —masculla entre dientes.
No me sorprende en absoluto su forma de actuar. Rebecca es así, llena de
impulsividad. Nunca se sabe por dónde arrancará a correr, si por la derecha o por la
izquierda, aunque lo cierto es que podría simplemente saltar.
—En primer lugar —continúa hablando—, ¿qué haces aquí?
—Joder, Larson, es la puta tercera vez que me lo preguntas. ¿Tienes cerveza?
No espero su respuesta. Abro el minibar y escojo una, la que tiene la superficie
del cristal más fría. Tengo mucha sed.
—Y te lo preguntaré hasta la saciedad si no me respondes.
—No me apetecía estar solo y tenía ganas de verte. —Me vuelvo y hago saltar la
chapa del cuello de la botella. La observo con vehemencia mientras doy un trago. Ella
frunce el ceño y, acto seguido, coloca los brazos en jarras—. ¿Responde eso a tu
pregunta?
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—En parte, sólo en parte.
—¿Qué parte necesitas que te aclare?
Mi tono es algo chulesco, lo sé. Pero admito que, desde siempre, su presencia me
altera. Demasiado... También reconozco que intuyo su respuesta, pero me gusta ponerla
entre la espada y la pared, no puedo evitarlo.
—¿Por qué tenías ganas de verme?
—Siempre tengo ganas de verte, Rebecca.
Mi declaración la deja muda. Parece que la señorita detective no esperaba esa
respuesta y, ciertamente, me complace descubrirlo.
Aguarda una explicación, una que la satisfaga. En consecuencia, doy unos pasos y
me acerco a ella, acortando las distancias.
Cuando estoy a escasos centímetros, doy un nuevo trago a la botella, el más largo
de todos, apurando los restos del contenido. Después la dejo sobre la mesilla de noche
y, examinando la cama, advierto su equipaje preparado encima de las sábanas.
—¿Te marchas? —le pregunto extrañado.
—Ya no. —Me dedica una sonrisa fingida y un irónico alzamiento de cejas, como
si debiera saber a qué coño se está refiriendo.
Descolocado y fuera de juego, así es como me siento. Ésos serían sin duda los
términos más apropiados para definir en este preciso momento mi estado de ánimo: no
comprendo nada...
—¿Te ibas y te lo has replanteado?
—Eso he dicho —sentencia—. El caso está prácticamente cerrado. Han
encontrado a Deborah o, más bien, han hallado su cuerpo —matiza severa—. La
justicia dispone de pruebas suficientes que incriminan al único sospechoso, que, a día
de hoy, sigue encarcelado y pendiente de sentencia.
Se mantiene en silencio durante unos instantes antes de proseguir.
—Creía que ya nada me retenía aquí..., hasta que ha sucedido algo que me ha
hecho cambiar de parecer.
—¿Algo o alguien?
«Acabo de poner las cartas sobre la mesa. Evidentemente, se trata de alguien —
me respondo a mí mismo—; se trata de Cameron Lewis, el metomentodo.»
—Eres demasiado sagaz, Jordan, demasiado. Y, con franqueza... —sonríe sin
separar los labios, esos sugerentes y carnosos labios—, considero que deberías
replantearte tu trayectoria profesional.
Me río a carcajadas, no en su cara, sino por la situación, que me parece irrisoria.
—¿Detective Myers? —me jacto, preguntándole con sorna—. Te aseguro que no
necesito acrecentar mi ego más de lo que ya está.
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Rebecca me observa de una manera inusual. Luego se acerca a la mesa del
escritorio y abre el primer cajón. Enseguida regresa con algo entre las manos.
—¿Reconoces a las personas de esta fotografía?
Echo un vistazo rápido a la instantánea y lo que veo me repatea el hígado...
Imagino que lo que diga a continuación Rebecca podría utilizarlo en mi contra. Así
pues, no respondo al momento. Medito, medito y vuelvo a meditar. Esta mujer es como
un puto zorro, ladina y astuta hasta decir basta, y un simple traspié por mi parte podría
originar un nefasto efecto dominó.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—Es una pregunta muy sencilla, Jordan. No requiere profundizar mucho en la
materia —insiste—. ¿Los reconoces?
Entorno los ojos y observo con detenimiento la fotografía, aunque esto no sea en
absoluto necesario.
Al final, claudico. Sabe que en estos momentos me tiene entre la espada y la
pared...
—Son Melanie y Cameron Lewis —digo.
Ella sonríe ensoberbecida.
—Y ¿no te parece, como poco, curioso?
—¿Por qué debería parecérmelo? —replico representando el papel del asombro.
—Me resulta curioso y, en cierto modo, hasta insultante porque esta fotografía es
muy anterior a la época en la que afirmas que se conocieron Cameron y Deborah.
—Bueno, tal vez... —titubeo— confundí las fechas. A veces soy un poco...
«¡Mierda! Ese grandísimo cabrón se ha ido de la lengua...»
—Jordan —me interrumpe Rebecca con hastío. Parece estar muy disgustada—.
Creo que, aparte de ser de cajón, ya eres suficientemente mayorcito para saber que las
mentiras tienen las patas muy cortas.
»Además, lo único que ocasionan las mentiras es que nada de lo que me has
contado hasta la fecha tenga validez.
—Todo lo que te he contado es cierto.
—¿Todo? —Hace una pausa y luego me mira con el ceño fruncido—. ¿Estás
completamente seguro?
—Joder, sí. Por el amor de Dios, ¿adónde coño quieres llegar? ¡Escúpelo ya,
Rebecca!
—Está bien, Myers...
Se permite unos instantes para coger aire antes de formularme la jodida pregunta
que tiene en mente:
—¿Por qué no me dijiste que Melanie no era la hermana de Deborah, sino su hija?
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Sus palabras me golpean en el estómago como si se tratara de un bate de béisbol.
Intento conservar la calma, pero no lo consigo. Tengo unas enormes ganas de vomitar,
pero procuro permanecer inexpresivo durante unos segundos para que no note lo
alterado que estoy.
Lo único que leo en su retina es la palabra mentiroso.
Joder, voy a matar a ese cabrón. Voy a matarlo, pero pienso hacerlo con mis
propias manos...
Lentamente...
Muy muy lentamente...
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La muerte es un castigo para algunos, para otros un regalo y para muchos un favor.
SÉNECA
Daniel Woods
15 de mayo de 2016
—Estás en libertad, Woods.
—Libertad bajo fianza, Howard, y a la espera de juicio —matizo con énfasis sus
inapropiados términos.
Por todo el mundo es sabido que, por norma general, el sistema judicial es una
ignominia. Y reconocer lo sencillo que resulta salir airoso siendo un presunto asesino
por el simple hecho de pagar una generosa compensación económica (una puta fianza,
vamos) me produce arcadas.
Todo el mundo tiene un precio, todos, sin excepciones. Simplemente se trata de
conocer cuánto vale tu dignidad.
Es repugnante averiguar la cifra en algunos casos, lo poco que les cuesta a las
personas arrastrarse por los infiernos y vender su alma al diablo por unos miserables
ceros en sus cuentas bancarias...
No es novedoso saber que un opulento caudal en fortuna, engalanado de los
servicios del mejor abogado del condado, el honorable y mediático Howard Stevens,
tiene sus beneficios.
No nos engañemos: ser asquerosamente rico tiene su recompensa y, por supuesto,
no iba a desaprovecharla en esta ocasión. Tanto si fuese culpable... como si no.
—Cierto, en libertad provisional. —Howard me sonríe mostrándome su hilera de
perfectos dientes con notable endiosamiento. Es un cabrón ególatra, y lo sabe. El puto
amo de las leyes—. Pero eso no me preocupa, Daniel. Pasarán meses antes de que
comience el juicio. Además, no tienes antecedentes penales, no existe riesgo de fuga y
ni siquiera cuentas con una jodida multa de tráfico pendiente de pagar.
Chasquea la lengua, sonríe abiertamente y me da una palmadita en el hombro.
—Te doy mi palabra de que muy pronto recordarás este desafortunado incidente
como un torpe error por parte de las autoridades.
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Saca una cajetilla de tabaco de la guantera y se enciende un cigarrillo. Me ofrece
uno, que rechazo, y remata su intervención con una de sus típicas frases contra el
sistema judicial:
—Unos ineptos clasistas, eso es lo que son todos.
Por supuesto, Howard me dice lo que quiero oír, ni más ni menos. Forma parte de
su rol. Yo soy su cliente, el que paga sus honorarios y el que nutre parte de su pudiente
existencia: una bonita y confortable mansión con jardín a las afueras de Monterrey y un
Aston Martin Vanquish, un precioso cupé plateado de techo duro custodiando la entrada
de la misma.
Cierra el maletero del vehículo y corre a ocupar su asiento. Ajusta el espejo
retrovisor interior y, sin esperar un ápice, hace rugir 573 caballos de potencia por las
calles de la ciudad.
—¿Crees en mi inocencia?
Howard se vuelve para mirarme.
—Pero ¿qué mierda de pregunta es ésa?
Hace un mohín y niega con la cabeza.
—Estás libre, en la puta calle, ¿no? Pues olvídate del resto.
—Quiero saber qué piensas.
Ahora se ríe abiertamente y me lanza una mirada de incredulidad.
—¿Que qué es lo que pienso?
Asiento con la cabeza en silencio, sin dejar de observarlo.
—No pienso nada, Daniel.
—Imagino que tendrás tu propia opinión al respecto.
—¡Vamos, no me jodas! ¿Desde cuándo me pagas una fortuna para que haga juicios
de valor..., y más contigo?
—Dime lo que piensas, pero no como un jodido letrado.
Detiene el vehículo frente a un paso peatonal. Arranca y, tras hacer girar el volante
a la izquierda, entra en una rotonda.
—En cuanto llegues a tu casa, pégate una ducha y dedícate a descansar. Abre una
de esas botellas de whisky que llevan dormidas más de una década y... relájate.
Resoplo al darme cuenta de que no sacaré nada en claro de este asunto.
—Daniel, mi consejo es simple: no pienses en nada. Y cuando digo en nada...
quiero decir en nada.
Resulta increíble que ni siquiera tu abogado de confianza crea en tu inocencia.
Pero, si soy honesto conmigo mismo, era un hecho que presentía y que esperaba.
¿A quién pretendo engañar? Sé de buena tinta desde hace muchos años que
Howard Stevens es otra de las marionetas de este universo legal, y no mueve un solo
dedo si no es previamente espoleado por la cara de George Washington impresa en
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cada maldito billete de dólar.
Aparto la mirada de él y la dirijo al frente, al caótico tráfico de media tarde.
Reclino la cabeza en el respaldo de cuero e inspiro hondo en dos ocasiones.
«Tal vez no sea tan mala idea abrir esa empolvada botella de whisky...»
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46
La más hermosa de las jugadas del diablo es persuadirte de que no existe.
CHARLES BAUDELAIRE
Rebecca Larson
15 de mayo de 2016
Descubrir que nadie dice la verdad sino que todos mienten es, sin duda, el presagio de
que toda la investigación empieza a desmoronarse, y que lo más prudente sería
abandonar el barco antes de que éste se hunda...
A mi parecer, no hay caso, tan sólo el hallazgo de un cuerpo sin vida, el de una
víctima inocente.
Pero ¿tan sólo hay una víctima inocente en todo esto?
Sinceramente creo que es posible que esté equivocada y que tal vez seamos varias
las víctimas: Deborah, Cameron, Jordan, Daniel... e incluso yo. Una preciosa chica con
un futuro prometedor truncado en lo mejor de su vida, un exnovio vagando como alma
en pena por la ciudad, un joven obsesionado por su hermanastra, por la que habría sido
capaz de cualquier cosa, y el dueño de un excéntrico local clandestino con una
personalidad completamente perturbadora como principal sospechoso del crimen...
Y así me encuentro yo: perdida.
Por primera vez en mi carrera como detective de homicidios, me siento insegura y
atrapada, casi como en mis comienzos. Sin embargo, esa percepción jamás conseguirá
que abandone el barco antes de que la tripulación esté a salvo.
Antes he de descubrir quién se esconde tras la vil máscara del asesino.
Por algún motivo, después de pasar la noche en vela, decido volver a ver a Cameron,
porque mi cabeza no deja de darle vueltas a un pensamiento. Desde ayer tengo la mosca
detrás de la oreja y la sensación de que aún quedan demasiadas cosas en el tintero. De
modo que, en cuanto amanece, me pongo en camino.
«Sé que hay algo que se me escapa...»
Al llegar a mi destino, me encuentro con algo que no espero.
Oigo gritos espeluznantes, sollozos desgarradores y más gritos..., muchos más.
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La entrada de la casa de Cameron Lewis está cercada por un precinto policial de
color amarillo chillón en el que figura inscrito en letras negras: «Police line. Do not
cross». En la acera, un par de coches patrulla con las luces estroboscópicas
encendidas.
De repente, Jane Lewis, la madre de Cameron, sale del interior acompañada de
una agente. Enseguida me doy cuenta de que la uniformada la sujeta del brazo por temor
a que la mujer se desplome en cualquier momento.
Ella, al verme a lo lejos, grita encolerizada:
—¡¡Usted tiene la culpa!!
De un fuerte tirón, consigue zafarse de la mano que la retiene y, sacando fuerzas de
flaqueza, arrastra los pies hacia donde yo me encuentro.
—¡¡Por su culpa, mi hijo está muerto!!
Aúlla como un animal, señalándome con un dedo mientras me acusa sin pudor
delante de varias personas, que, guiadas por el morbo, forman un improvisado corrillo.
Percibo cómo todas las miradas me acribillan..., una tras otra.
—¡¡Se ha suicidado por su culpa!!
Retrocedo, doy unos pasos atrás por instinto...
Jane Lewis tiene el rostro congestionado, los labios temblorosos y los ojos
desorbitados. Está completamente enajenada, desquiciada..., ha perdido el juicio.
Varias lágrimas ruedan por sus mejillas enrojecidas.
Sé que me detesta, lo sé desde el primer momento en que nuestras miradas se
cruzaron en esta casa, pero acusarme del suicidio de Cameron simplemente roza lo
absurdo...
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Quinta parte
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Toda la verdad y... ¿nada más que la verdad?
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47
Bueno es carecer de vicios, pero es muy malo no tener tentaciones.
WALTER BAGEHOT
Rebecca Larson
16 de mayo de 2016
Me estremezco...
Siento un escalofrío recorrer mi espalda, de arriba abajo.
Esto es perturbador...
Me encuentro sentada sobre la cama de mi habitación en el hotel InterContinental,
a la espera. Llevo cerca de una hora observando el sobre blanco, sin matasellos, sin
remitente, únicamente con un nombre manuscrito con letra trémula: Rebecca Larson.
Según la policía, alrededor de las cuatro de la madrugada de ayer, Cameron Lewis
se quitó la vida con un Winchester, un rifle del calibre 270 que su padre solía utilizar
para ir de cacería: ciervos, jabalíes, gamos...
Por supuesto, Cameron estaba solo cuando ocurrió. Aprovechó que su madre había
acudido a un acto benéfico para meterse el rifle en la boca y apretar el gatillo después
de escribir esta nota de suicidio.
Me siento extremadamente confundida porque, por insólito que parezca, soy
incapaz de derramar una sola lágrima por él, por su pérdida, y no sólo en relación con
el caso, sino por su familia y por las personas que llegaron a conocerlo.
No querría que su nombre pasara a engrosar la ominosa lista de las víctimas de
suicidio. No obstante, sé que su muerte no ha sido en balde, pues reconozco que una
corazonada me dice que no ha sido un hecho aislado ni fortuito y que, probablemente,
esté ante el maldito vértice del iceberg del caso Myers.
Me levanto de un salto de la cama y entro a trompicones en el cuarto de baño.
Enciendo la luz de un manotazo y giro la llave del grifo antes de zambullir mis manos
en el agua fría.
Alzo la vista y me encuentro con la imagen que me devuelve el espejo: Rebecca
Larson. Alguien irreconocible a simple prevista. Una mujer ojerosa que ha perdido
varios kilos en pocos días y que se resiste, aferrándose con uñas y dientes, a abandonar
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este caso.
Me humedezco la nuca y me doy la espalda a mí misma.
Detesto verme en este estado.
Odio perder el control de la situación.
Aborrezco sentirme así...
Después de lo sucedido con Candance hace siete años, creí que jamás volvería a
sentirme tan perdida, hasta este momento.
Me despojo de la camiseta y de los pantalones de pijama y me meto en la ducha.
Abro el grifo y dejo que el agua empape mi piel, mi pelo, mi cabeza... y mis escabrosos
pensamientos.
Necesito recordar la sensación del agua golpeando mi cara, mis ojos, mis labios
para sentirme de nuevo viva. O, al menos, para intentarlo...
Sé que sería muy fácil acabar con este calvario. Sería demasiado fácil salir de
esta habitación, de esta ciudad y de la vida de estas personas..., pero no lo hago. Puedo
ser muchas cosas, pero jamás me he caracterizado por ser una cobarde.
«Se trata de disciplina —me digo para darme ánimos y dejar de castigarme—, tan
sólo se trata de responsabilidad y de mantener la mente fría en todo momento...»
Salgo del baño y, después de dar un par de vueltas en círculos por la habitación,
me acerco a la cama y me apodero del sobre. En esta ocasión, lo abro sin titubear.
En su interior sólo hay un folio doblado por la mitad.
Con apremio, noto el palpitar de mi pulso en la yema de los dedos, cubiertas por
una fina película de sudor.
Desdoblo la hoja y comienzo a leer:
Rebecca:
Si está leyendo esto significa que he logrado mi propósito y ya no estoy en este
mundo.
Creo que siempre se me ha dado mejor escribir que hablar cara a cara con las
personas. Tal vez es más fácil bajar la cabeza en dirección al papel que mirar a los
ojos del otro.
También sé que no soy hombre de despedidas, por eso no alargaré la mía.
Sin embargo, antes quiero confesar, porque nunca es tarde para reconocer los
errores... Porque simplemente ya no puedo seguir mintiendo a los seres que quiero y
que han confiado en mí.
Durante estos meses he estado evadiéndome de una culpa que desde el principio
fue sólo mía. Yo abusé de esa pobre chica, de Sandra Moore. Yo la incité a practicar
sexo conmigo, yo... abusé de su confianza.
Yo y sólo yo soy el culpable de su calvario.
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Por favor, perdonadme..., Sandra, mamá, Deborah.
No puedo seguir destrozando la vida de los demás.
Cameron Lewis
Al acabar, releo la nota en tres ocasiones más, pues se me plantean varias dudas.
La primera: ¿por qué la carta va dirigida a mí y no a su madre, a Sandra o, en su
defecto, a las autoridades?
Y la segunda: ¿por qué pide perdón a Deborah Myers? Puedo entender su súplica
al resto, pero ¿a ella?
Lo que más perplejidad me crea es su conducta suicida. Cameron no daba el
perfil, no... tenía motivos. Una persona que piensa en el suicidio no dedica sus últimos
momentos a una detective, a una completa desconocida, ni se esfuerza siquiera en
desvelar que Deborah no era la hermana de Melanie, sino su madre biológica.
Todas estas incongruencias no hacen más que suscitarme desconfianza.
Debería solicitar cuanto antes la autopsia psicológica, la AP,* de igual forma que
se practica la necropsia a nivel médico, pues ayuda a diferenciar una muerte por
suicidio de otro tipo de muerte violenta, como la simulación de un suicidio cuando es
un asesinato.
Introduzco la carta en el sobre, la guardo a buen recaudo en el bolsillo de mi
cazadora y me calzo los zapatos.
De camino al aparcamiento, antes de subir al vehículo, realizo una llamada a mi
superior para ponerlo en antecedentes y solicitarle la AP.
Como esperaba, no pone ninguna objeción.
Salvo porque el sol luce en lo alto y la gente en la calle parece sonreír por
doquier, presiento que hoy será un día largo, uno de esos agotadores que no tienen fin.
Y, aunque el mundo siga girando a mi alrededor, la investigación debe continuar, le pese
a quien le pese.
Ciertamente necesito descartar algo que ronda por mi cabeza: presumo que la
muerte de Deborah y el suicidio de Cameron no son dos casos aislados y que, por
consiguiente, cabe la posibilidad de que exista un vínculo entre ellos.
Sé que me estoy aferrando a un clavo ardiendo y que además no tengo pruebas
fehacientes en las que basarme, salvo mi intuición. Pero es un pálpito demasiado
intenso como para dejar pasarlo sin prestarle atención.
Por algún motivo, tengo fe ciega en ello y estoy plenamente convencida de que, si
sigo adelante con mis impresiones, hallaré las respuestas que ahora mismo no soy capaz
de encontrar.
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Y, de estar equivocada, asumiré la derrota, recogeré mis pertenencias y regresaré
de vuelta con los deberes hechos, la lección aprendida y la compensación moral de
saber que he hecho cuanto estaba en mis manos...
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48
El hombre es el animal que observa sus propios excrementos.
PLATÓN
Jordan Myers
16 de mayo de 2016
Exhortar, incitar, obligar...
Podéis buscar el término que más rabia os dé, porque lo cierto es que me la trae
floja.
Aunque he de haceros saber que, para mí, el resultado será siempre el mismo.
Sí, no acostumbro a regocijarme con mis propios actos, pero sencillamente ha sido
demasiado fácil engañar a ese pusilánime despojo humano. Tan simple como ponerle el
caramelo en la boca, el Winchester de su padre en sus manos, culparlo de todos los
pecados capitales del universo y... esperar.
Ser testigo de cómo anoche, de madrugada, redactaba esa nota de suicidio y,
segundos después, encañonaba el rifle mientras se meaba en los pantalones fue
jodidamente estimulante.
(Me echo a reír.)
Aunque he de confesar que lo mejor de todo fue ver explotar su cabeza como una
jugosa sandía de cuatro kilos y contemplar cómo sus sesos se esparcían por la
habitación como en una puta película de gore extremo (no apta para estómagos
sensibles), pero en este caso, en directo...
(Carraspeo.)
Un poco sanguinolento, lo sé, pero era la única forma de hacerlo desaparecer del
mapa sin ensuciarme las manos. Ya se me estaban empezando a inflar los cojones con
tanta pantomima de exnovio enamorado...
Lo único que importa de toda esta mierda, que, dicho sea de paso, ya comienza a
apestar, es que Daniel Woods pague por todas las muertes.
Creo firmemente que, en el momento en que el juez dicte sentencia y se confirme
que el destino de ese hijo de puta no es otro más que pudrirse entre rejas hasta el fin de
sus días, entonces, Melanie, yo y, sobre todo, mi hermana descansaremos por fin en paz.
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49
Lo que se busca se encuentra; lo que se descuida se pierde.
SÓFOCLES
Rebecca Larson
18 de mayo de 2016
Pasar página no va conmigo. Abandonar, aún menos.
Deborah Myers y Cameron Lewis han fallecido; Daniel Woods ha sido puesto en
libertad bajo fianza, y Jordan Myers... Jordan es, a mi parecer, un lince; un astuto,
escurridizo e imprevisible lince.
Llegados a este punto, no me queda otra alternativa más que jugármela a todo o
nada, porque si el asesino no comete errores, yo provocaré que los cometa.
Por una vez, seré yo quien se salte las reglas del juego...
Tras acudir al funeral de Cameron Lewis, me dirijo a casa de alguien a quien
esperaba encontrar en el velatorio, pero que, ante mi absoluto desconcierto, no se ha
presentado.
Doblo una esquina en Cannery Row y una preciosa casa victoriana de estilo reina
Ana aparece ante mis ojos.
Confieso que me resulta muy extraño pensar que una casa a simple vista tan
acogedora y funcional da cobijo a un individuo con la excéntrica personalidad de
Jordan Myers.
Antes de pulsar el botón del timbre, permanezco inmóvil en el sitio, tratando de
ordenar mis pensamientos. Por algún motivo, me doy cuenta de que todavía no he
pisado el suelo de esta casa, cuando lo normal en otros casos habría sido hacerlo desde
el primer momento en el que el cliente hubiese solicitado mis servicios.
¿Es posible que haya pasado algo por alto?
Todos mis encuentros con Jordan Myers han sido fuera de aquí: en mi habitación
de hotel, en el club Tentación, en el funeral de su hermana Deborah...
¿Casualidad?
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¿O tal vez alguien lo suficientemente suspicaz se encargó de que nadie metiera el
hocico en territorio pantanoso?
Fuera por lo que fuese, ya estoy aquí y no me marcharé sin haber saciado mi sed
de búsqueda de la verdad.
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50
Quien evita la tentación evita el pecado.
IGNACIO DE LOYOLA
Jordan Myers
18 de mayo de 2016
«¡Mierda!»
Abro la puerta y me encuentro con alguien que no espero. Una grata sorpresa si no
fuera porque tengo demasiada mierda que ocultar bajo los cimientos de esta casa.
—Detective Larson..., ¿a qué debo el honor?
Esbozo una de mis encantadoras sonrisas de anfitrión simulando que me
entusiasma su inoportuna visita.
—Casualmente pasaba por aquí y, de repente, me han entrado ganas de tomar una
copa.
Me observa en silencio, esperando mi aprobación. Aunque trate de fingirlo, siento
cómo sus ojos me están desafiando mientras permanecemos inmóviles, uno frente al
otro, como si estuviéramos batiéndonos en un duelo de miradas.
De inmediato, los engranajes de mi cerebro empiezan a acelerarse y un «¡Alerta!»
aflora en parpadeantes letras luminosas dándome un aviso.
A veces tengo la sensación de que es capaz de leer a través de mis ojos, y os
aseguro que eso es algo que me enerva, que me pone muy nervioso...
«Con Rebecca Larson he de ir con pies de plomo, por lo menos hasta que dé por
concluidas las causas de su peregrinación a Monterrey y se largue lejos para no volver
nunca más...»
—Entonces ¿me invitas a pasar?
Por supuesto, y aun teniendo varias opciones, ni siquiera pierdo el tiempo en
preguntarle en calidad de qué se ha presentado en mi propiedad.
En calidad de detective de homicidios.
En calidad de conocida indiscreta...
Ha sido casualidad...
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Es una memez que ni siquiera llego a cuestionarme, pues es obvio que se trata de
la primera de las opciones. Cae por su propio peso.
Todo el que conoce a Larson sabe que siempre está de servicio, las veinticuatro
horas del día y los trescientos sesenta y cinco días del año. Con un ojo abierto mientras
duerme y agarrando con una de las manos su revólver cargado.
—Claro, pasa. Mi casa es tu casa.
—Qué amable de tu parte...
Cierro la puerta tras de mí y la observo de espaldas. Su andar felino me incita a
seguir mirándola sin apartar la vista de su cuerpo. Tiene un trasero perfecto, ni muy
grande ni muy pequeño. Prieto y jugoso, como los que a mí me gustan.
«¡Mmmm!»
Salivo deleitándome sin recato.
Tiene, además, unas interminables piernas que invitan a pensar en cosas
prohibidas..., demasiado prohibidas.
En cuanto avanza unos pasos, se da la vuelta. Parece gustarle lo que ve, la casa.
Luego me mira de soslayo mientras se deshace de la cazadora. Un inconfundible bulto
en la ropa me advierte de que, efectivamente, no va a ninguna parte sin su arma.
—¿Tienes whisky?
—¿En serio me lo preguntas?
Sonríe y luego me responde:
—Supongo que no deja de ser una pregunta retórica.
Le devuelvo la sonrisa y señalo hacia el sofá.
—Ponte cómoda, vuelvo enseguida.
Espero a que tome asiento y luego entro en la cocina a por dos vasos de cristal y
varios cubitos de hielo. Al poco, regreso. No me apetece dejarla sola más tiempo del
necesario.
No me fío ni un pelo de ella...
—A nuestra salud. —Alza su vaso y lo hace chocar contra el mío en un brindis—.
Y por la memoria de Deborah.
—Por Deborah —repito.
—Y... por la de Cameron Lewis...
Se acerca más a mí y vuelve a brindar antes de dar un trago.
Sé perfectamente que está tratando de ponerme a prueba. Pero lo que ella no sabe
es con quién está tratando. Si creía que iba a notar un ápice de inquietud en mis
facciones o en mis gestos, está claro que me subestima.
—Por Cameron —murmuro entre dientes.
«Hija de puta...»
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Deja el vaso sobre la mesita y se incorpora. Pasea lentamente con las manos a la
espalda. Da vueltas por la estancia, recorriendo el salón de un extremo a otro.
Escudriña a su alrededor y me doy cuenta de que no deja un solo rincón por
inspeccionar.
Es rápida. Demasiado rápida...
—¿Buscas algo, Larson? ¿Necesitas que te ayude?
Se detiene frente a una fotografía junto al aparador, una que Deborah y yo nos
hicimos en el puente de Brooklyn hace apenas unos años.
—De momento no, gracias.
Sin embargo, yo sé que no es cierto. «A mí no me engañas, Rebecca. A otro podrás
engatusarlo, pero te aseguro que a mí, no.»
—¿Más whisky?
—No te molestes, por mí está bien. —Me muestra las palmas de las manos en
señal de conformidad—. ¿El baño?
—Al fondo del pasillo, la puerta de la derecha.
Pasa por delante de mí y sigue mis indicaciones. Atraviesa el salón y yo alargo el
cuello hasta perderla de vista.
No me gusta, no me entusiasma especialmente que campe a sus anchas por la casa.
Es una maldita sabueso sedienta de rastrear las marcas de orina que los demás dejamos
por doquier.
Al cabo de un rato de mantenerme en guardia, oigo el chasquido del cerrojo al
deslizarse de un lado a otro. Pronto sale del aseo y yo vuelvo al salón. Desde donde
estoy, puedo observar sus movimientos por el reflejo del espejo de pie que hay junto a
una rinconera y el perchero del recibidor. Uno que permite visualizar todo lo que
ocurre en esa parte de la vivienda.
Rebecca camina despacio, apenas levanta la planta de los pies.
Está estudiando minuciosamente cada recoveco, cada esquina, cada cuadro, cada
mueble y adorno.
«Mierda.» Se detiene al pie de la escalera más de la cuenta. Se arrodilla para
observar más de cerca y acaricia la madera acabada de encerar del último escalón. El
mismo en el que Deborah se golpeó la nuca antes de perder el conocimiento...
Me acerco con diligencia. Discurro algo rápido. No puedo permitir que saque sus
propias conclusiones.
—¿Has perdido algo?
—No.
Me mira, sólo me observa. Imagino que me está examinando.
—¿Tienes alguna afición escondida, Myers? ¿Algo que debería saber? ¿Tal vez
eres ebanista en tus ratos libres?
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Me echo a reír.
—Pues lo cierto es que no me atrae el tema en absoluto.
Se incorpora y se humedece los labios.
—¿No?
Niego con la cabeza.
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque me ha llamado la atención ese escalón. El último —señala con el dedo
—. Apostaría a que no hace ni un mes que lo cambiaste. Tiene un aspecto impecable, a
diferencia del resto.
—Bueno, es posible. No sé si hace una semana o un mes, el tiempo pasa muy
deprisa.
—Sí, en eso te doy la razón. El tiempo pasa demasiado rápido.
«¡Joder!» No aparta la mirada de mis ojos.
¿Ahora se dedica a calcular el tiempo que hace que cambié el puto escalón? «Sí,
maldita zorra, es el mismo tiempo que ha pasado desde que murió Deborah.»
—Te habrá costado encontrar ese material. Es un tipo de madera que suele
utilizarse para tablas de skate y longboard, pero no para escaleras. —Frunce el ceño
extrañada—. ¿Es auténtico guatambú?
—Sí, creo que sí —afirmo.
Vuelve a arrodillarse al pie de la escalera. Desliza lentamente la mano por la
huella y la contrahuella.
—Observa, Jordan.
Hace presión con la palma de la mano en la superficie y en las esquinas. El
escalón que me esforcé en colocar cede y se balancea sutilmente ante mi sorpresa.
—Deberías pedir daños y perjuicios porque quien lo colocó no hizo bien su
trabajo. Es fácil tropezar en este tramo y caer. No sería la primera vez que alguien se
desnuca al caer por una escalera...
«Joder, joder... ¡Joder! ¡Maldita sea!»
—Te recomiendo que lo repares cuanto antes, no querría que corrieras ningún
riesgo y tener que lamentar más pérdidas.
Justo entonces, en ese preciso instante, me percato de algo que puede
comprometerme. Una hilera de color rojo ha quedado al descubierto tras desplazar la
madera.
«¡No puedo creerlo, aún quedan restos de sangre por limpiar del cuerpo de
Deborah!
»¡No puedo permitir que lo descubra o soy hombre muerto!»
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En un acto reflejo, me agacho rápidamente. Me acuclillo sobre una rodilla y la
rodeo por la cintura, de manera que consigo levantarla con muy poco esfuerzo. En
cuanto estamos cara a cara, le agarro con fuerza de la nuca.
—¿Qué pasa, Larson? ¿Acaso temes que pueda sucederme algo?
—¿Eso es lo que piensas? ¿Acaso crees que me importas?
Acerco mis labios a los suyos sin llegar a rozarlos, sintiendo el golpeteo de su
cálido aliento acariciar los míos.
—No lo creo; lo afirmo.
No espero a que me responda, no le permito siquiera un segundo de reacción. Me
inclino hacia ella y saboreo su boca.
En el fondo no deja de ser la materialización de algo que deseaba desde el puto
primer momento en que la vi.
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51
Cree que, tan cierto como que estás en los caminos de Dios, encontrarás tentaciones.
JOHN BUNYAN
Rebecca Larson
18 de mayo de 2016
No soy mujer de arrepentirme de mis actos. Naturalmente, reconozco que acostarme con
mi cliente, además de generarme un conflicto moral, va en contra de mis principios. En
cualquier caso, y siendo justa, he de buscar el lado práctico: me ha servido para ganar
tiempo, un valioso tiempo en esta cacería del villano a contrarreloj.
En ocasiones, por muy mal que nos parezca, es cierto que el fin justifica los
medios...
Vuelvo al hotel sin despedirme de Jordan. A fin de cuentas, no somos nada y, por
consiguiente, no nos debemos nada.
Mientras espero al teléfono oyendo los tonos de llamada, enciendo un cigarrillo,
pues la ocasión lo merece. Asumo que hay algo en mi interior que ha cambiado, esta
vez estoy convencida de haber dado al fin con la llave que abre la caja de Pandora en
el caso Myers.
—Teniente Walter al habla.
—Robert, soy Rebecca.
—Joder, ¿dónde te metes? —gruñe al otro lado del hilo telefónico. Él y su dichosa
vena paternalista, que me repatea hasta las entrañas—. Te espero desde ayer. Desde que
me aseguraste que ibas a dejar de indagar.
—Pero ha habido cambios.
—¡¿A qué demonios de cambios te estás refiriendo?!
Su malhumorada voz resuena en mis tímpanos.
—Cálmate, Robert —trato de serenarlo con mis palabras—. He hallado varios
indicios en casa de Jordan Myers. Pruebas que podrían volver las tornas de la
investigación. Un inesperado giro que...
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—¿Un inesperado giro?
—Eso he dicho.
Supongo que lo que le estoy diciendo puede sonar osado, pero aunque parezca un
disparate, esta vez creo estar en posesión de la verdad.
—La autopsia dictaminó que Deborah Myers murió por ahogamiento —prosigo—,
aunque primero perdió el conocimiento debido a un fuerte golpe en la nuca.
Ordeno mis pensamientos al tiempo que detengo el vehículo al pie de la calzada
para escoger las palabras adecuadas. Necesito obtener su beneplácito o mi causa se
verá reducida a nada.
—Jordan Myers ha reparado recientemente el último peldaño de la escalera de su
casa. ¿No te resulta extraño?
—Por favor, Rebecca. Ese hecho no prueba nada, el mantenimiento del hogar es
algo habitual en todas partes del mundo.
—¿Y si además te dijese que el escalón tiene juego y, bajo éste, Jordan olvidó
limpiar varios restos de sangre?
—¿Cómo? —se le crispa la voz por momentos—. ¿Estás segura de lo que dices?
—Completamente.
Se crea un incómodo y largo silencio. Luego el teniente profiere un ruido extraño.
Creo que traga saliva mientras aprovecho para apoyar la frente en el volante y dar un
par de golpecitos contra el cuero. No está creyendo ni una palabra de lo que le digo...
—A ver, Rebecca..., vayamos por partes.
«Mierda.» Contengo una risa nerviosa, pues la conversación está yendo por
derroteros que no esperaba.
Toda mi euforia acaba de estamparse contra la luna delantera.
—Sabes perfectamente que eso no va a ser posible. El caso Myers ha pasado a
disposición judicial, quiero decir que tenemos a Daniel Woods como principal
sospechoso de la muerte de la joven.
—Necesito una orden de registro.
—¡¿Una orden?! —espeta sin poder contenerse.
—Robert..., necesito esa orden.
—Pero ¿por qué?
—Porque estamos acusando a la persona equivocada. Daniel Woods no es el
asesino de Deborah Myers.
—¿Has perdido el juicio, Rebecca? —suena preocupado—. Absolutamente todos
los indicios lo incriminan: la sangre, el semen, las marcas, las cuerdas, el modus
operandi...
Niego con la cabeza con ímpetu.
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—Por el amor de Dios, lo incriminan porque alguien se ha tomado la molestia de
hacer que parezca el asesino. Y lo mejor de todo es que pienso demostrarlo, sea con
esa orden de registro o sin ella.
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52
El demonio sólo tiene una puerta para entrar en nuestro espíritu: la voluntad... Nada es
pecado si no ha sido consentido por la voluntad.
SAN PÍO DE PIETRELCINA
Daniel Woods
19 de mayo de 2016
Todo el mundo es inocente mientras no se demuestre lo contrario..., o eso afirman.
En mi caso, la presunción de inocencia se la han saltado a la torera.
Acusado del asesinato de Deborah Myers y puesto en libertad bajo fianza. ¡Por el
amor de Dios! No he llevado una vida ejemplar, no me considero ni mucho menos un
mojigato, pero jamás atentaría contra la integridad de nadie, jamás le pondría la mano
encima a nadie y, mucho menos, le arrebataría la vida.
Joder. Me gustaba esa chica. No estaba enamorado de ella, pero congeniábamos en
muchos aspectos, y no sólo sexualmente hablando. Por otro lado, me gusta pensar que
éramos como Bonnie Parker y Clyde Barrow, los famosos fugitivos Bonnie y Clyde, en
el símil de que ellos se caracterizaron (además de por robar bancos) por vivir un gran
amor que alcanzó tal punto que lo único que los separó fue la muerte.
En el caso de Deborah y yo puedo afirmar que nos unía una gran complicidad en el
plano sexual.
Lo que enturbió nuestra relación fue el conocimiento de que estaba embarazada y,
además, me otorgaba la autoría de los hechos, es decir, me señalaba, sin ningún tipo de
duda, como el padre de dicha equivocación.
En mi defensa, pues soy inocente, he de decir que me eximo de toda
responsabilidad ante el hecho de que se quedara embarazada, ya que desde un primer
momento Deborah fue advertida de las consecuencias en el caso de no tomar medidas
oportunas para poner remedio y, en el hipotético caso de meter la pata, de las medidas
que pensaba adoptar al respecto.
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Me dispongo a salir cuando llaman a la puerta. Miro el reloj de la pared: las once
de la mañana. No espero a nadie. De hecho, pocas personas saben donde vivo. Siempre
he sido extremadamente celoso de mi intimidad...
Abro la puerta después de echar un vistazo por la mirilla.
—Olivia Hamilton —comienzo a decir sin mucho entusiasmo—. Oh, perdón...,
quizá sería más apropiado decir detective Larson.
El cruce de miradas entre nosotros es mortífero. Si fuese posible ver las dagas
afiladas que van de un lado al otro, sería caricaturesco.
Francamente, toda esta historia me resulta cómica.
—Adelante. —Abro más la puerta y, con un educado gesto de la mano, la invito a
pasar al vestíbulo—. Entra. Así podrás comprobar por ti misma que no tengo nada que
ocultar.
Sé que mi frase ha sido desafortunada, pero quiero hacerle entender que no
escondo nada, ni a la policía ni a ella.
Me dirige una mirada hostil y, sin mediar palabra ni dejar de observarme, da un
par de zancadas hacia el interior. Enseguida, al desprenderse del abrigo, su esbelta y
sexi figura queda expuesta. Lleva un sencillo suéter de cachemir y una falda de tubo
ceñida a sus atléticas piernas por encima de las rodillas.
—Creo que deberíamos dejar a un lado las discrepancias y centrarnos en el
verdadero motivo por el que estoy aquí.
Me retiene el gris de su mirada durante varios segundos.
—Tu apreciación me parece muy razonable, Rebecca.
Estudio su rostro, me deleito y, sin demorar más la espera, le pregunto por el
motivo de su visita.
—He venido porque quiero ayudarte.
—¿De qué forma?
—De momento, creyendo en tu inocencia. Ése es mi objetivo principal.
Estoy a punto de preguntarle por el objetivo secundario cuando ella prosigue:
—El segundo será demostrar tu inocencia. Pero para eso debemos empezar por el
principio.
—¿Qué necesitas saber?
—Cada detalle, cada instante, cada momento íntimo, cada recuerdo que tengas de
tu relación con Deborah Myers. Necesito saberlo todo, Daniel.
Y así será, porque ella es la única persona que cree en mi inocencia. La única. Ni
siquiera cuento con el apoyo moral de Howard, mi abogado, quien, según él, se cree
con capacidad para defender causas perdidas o, literalmente, para «defender lo
indefendible».
«Así que, todo lo que quieras saber, Rebecca Larson, lo sabrás.
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»Absolutamente todo...»
—En primer lugar deberías saber que, según las fotografías que me mostraste, los
nudos de las cuerdas con las que Deborah Myers fue atada antes de abandonar su
cuerpo en el Monte Lake fueron ejecutados por una persona zurda, no diestra.
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53
La mayor tentación es conformarse con demasiado poco.
THOMAS MERTON
Rebecca Larson
19 de mayo de 2016
Jamás habría imaginado que un hombre como Daniel Woods me confesaría abiertamente
y sin ningún tipo de reserva sus intimidades. Tiene ese perfil, esa personalidad de
manual tan marcada: egocéntrico, algo misántropo y con cierta aversión a desnudar su
alma al resto de los mortales. Lo cierto es que pensaba que se andaría por las ramas
para evitar entrar en detalles, pero me equivocaba. Durante el tiempo que hemos
hablado, ha participado activamente y en todo momento se ha mostrado colaborador. Y
debo añadir que, para mi sorpresa, no ha sido nada reticente, a pesar de saber que se
sintió engañado al destaparse mi falsa identidad.
Daniel Woods, un adinerado empresario de Monterrey que, por algún motivo que
desconozco, necesitó abrir las puertas de un antro llamado Tentación para tratar de
exorcizar parte de su arcano pasado.
Me dirijo al pie de la cama y, tras desprenderme de la sobaquera y el arma, me
recojo el pelo en una coleta improvisada y me pongo en contacto con el teniente Walter.
—Necesito urgentemente el certificado médico de defunción de Melanie, la hija
secreta de Deborah Myers.
—Sabes de sobra cómo funciona esto, el término urgente no forma parte del argot
policial. Es jueves... Dame hasta el lunes por la tarde...
—No dispongo de tanto tiempo.
Conecto el manos libres y me encamino hacia el minibar. Me sirvo una copa de
vino al tiempo que imagino a Robert sentado en su silla de piel de becerro, frente a la
mesa de escritorio de su diminuto despacho repleto de estantes mientras se acaricia
muy lentamente la barba, gesto inequívoco de que no puede darme lo que le pido.
Instantes después, ratifica su negativa.
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—Pues, sintiéndolo mucho, deberás de disponer de este tiempo, Rebecca.
—Mierda... —mascullo entre dientes. El sistema, como de costumbre, facilitando
las cosas.
—Pero eso no es todo.
—Sorpréndeme —barboteo mientras pongo los ojos en blanco. Suerte que no
puede verme. Acostumbra a reprobar mis gestos cuando denotan un atisbo de
inmadurez.
—Tampoco he logrado conseguirte esa orden de registro. El juez ha denegado la
petición al considerar que no existe una base que la justifique.
—¡Maldita sea, Robert!
—He hecho todo cuanto ha estado en mi mano. —Lo oigo inspirar hondo al tiempo
que noto un deje de resignación en sus palabras—. No está de más decirte que lo siento
mucho, Rebecca. Lo siento de veras...
«Mierda, mierda, mierda...»
Niego con la cabeza y doy por finalizada la llamada sin siquiera despedirme de él.
Al poco, suena el teléfono.
Lo apago. No necesito sus palmaditas en la espalda, en este momento lo único que
necesito es cerrar los ojos mientras permanezco quieta y en silencio durante varios
minutos.
Pensar, eso necesito... Y rápido.
En estos instantes, mi cabeza es un hervidero de ideas descabelladas burbujeando
en mi mente. De lo único que tengo ganas es de gritar, de patalear, de lanzar objetos
contra la pared... y de verlos hacerse añicos.
Noto cómo se me seca la boca, y la lengua se me apelmaza en su interior.
Ahora mismo, en que nada tengo y en que nada puedo perder, me planteo
demasiadas cosas.
Sin una jodida orden de registro, no puedo hacer nada.
Me acaban de cortar las alas, joder.
«Piensa, Rebecca..., piensa.»
Hago memoria y me doy cuenta de que he dedicado casi una década a destacar en
mi profesión. Ser la mejor. Mi labor siempre ha sido objetiva, lícita e íntegra. Jamás
me he sublevado ante un superior ni he quebrantado la ley. Ni siquiera se me ha pasado
por la cabeza semejante descarrío...
Pero...
Todo en esta vida tiene un límite, y ese paso fronterizo hace horas que lo he
rebasado.
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Así pues, como el sistema no es capaz de dotarme de armas para combatir las
injusticias, va siendo hora de que yo las busque en otro sitio o incluso de otras formas,
a sabiendas de que no son las más apropiadas.
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54
El mundo no está en peligro por las malas personas, sino por aquellas que permiten la
maldad.
ALBERT EINSTEIN
Jordan Myers
19 de mayo de 2016
Por supuesto que me di cuenta. Desde el preciso momento en que la vi de pie frente a la
puerta, bajo la tenue luz que alumbra el porche, supe a qué había venido. Sus estúpidas
palabras la delataron: «Casualmente pasaba por aquí y, de repente, me han entrado
ganas de tomar una copa».
«Joder, ja, ja, ja...»
(Aplaudo con sarcasmo.)
Me asquea el solo hecho de recordar su patética actuación.
La muy zorra será todo lo lista que se proponga, pero no es lo suficientemente
perspicaz como para haber descubierto de qué pasta estoy hecho. Porque desde el puto
día en que falleció mi hermana, lo único que habita mi interior es un ser demente, un
despiadado asesino sin escrúpulos y sin remordimientos de conciencia, dispuesto a
todo.
Muchas son las ocasiones en que he suplicado que la historia de ella pudiese ser
reescrita. Ojalá fuese tan fácil como en los libros y pudiésemos escoger el final que
mejor nos conviniese. Pero no nos engañemos: la cruel realidad, como siempre, es otra
bien distinta. Y lo único que nos queda es aprender a asumir los errores que
cometemos. O, en su defecto, a hacer justicia: derecho, razón, equidad.
Mi justicia, nuestra justicia...
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55
El castigo del embustero es no ser creído, aun cuando diga la verdad.
ARISTÓTELES
Rebecca Larson
20 de mayo de 2016
Cannery Row, Monterrey
Observo las manecillas de mi reloj de pulsera y dejo escapar un lánguido suspiro.
Son cerca de las siete de la tarde y, dentro de tres minutos, se cumplirán dos horas
ininterrumpidas de guardia en el interior de mi vehículo, frente a la casa de Jordan
Myers.
He de suponer que tarde o temprano saldrá a la calle y se ausentará el tiempo
necesario para que yo pueda realizar mi trabajo con absoluta tranquilidad.
Lo sé, lo sé..., sé perfectamente que el allanamiento de una vivienda sin una orden
de registro firmada por un juez puede acarrearme la retirada de la placa, además de
manchar mi inmaculado expediente, pues es considerado una diligencia ilícita.
Sin embargo, ahora mismo me temo que ya es tarde para lamentarse...
He traído conmigo mi equipo; entre los diversos objetos: luminol. Se trata de un
reactivo para crear quimioluminiscencia que se utiliza en química forense para la
detención de restos de sangre.
Entonces, cuando desenvuelvo un chicle de menta y estoy a punto de metérmelo en
la boca, la puerta de la casa se abre y, tras ponerse una gorra de visera, Jordan se
encamina en dirección sur.
Sigo sus movimientos a través del espejo retrovisor hasta que lo veo subirse a un
taxi y perderse al doblar la esquina.
Me aseguro de que no hay nadie merodeando cerca antes de bajar del vehículo,
echar a correr y colarme en la propiedad como una vulgar ladronzuela, y todo ello a
plena luz del día, con el agravante moral de violar su intimidad.
Y, con un poquito de suerte, también su dignidad...
Bueno, ¿acaso un asesino merece tener dignidad?
Definitivamente, no.
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56
Es peor cometer una injusticia que padecerla, porque quien la comete se convierte en
injusto, y quien la padece, no.
SÓCRATES
Daniel Woods
20 de mayo de 2016
Bebo a tragos medio vaso de whisky sin hielo mientras mantengo la vista perdida al
frente, fija en el gran ventanal. Ni siquiera he retirado las cortinas, pues la luminosidad
del exterior se filtra por los diminutos orificios del delicado tejido, permitiéndome ver
a través de éste el jardín y el resto del mundo, que sigue girando a pesar de todo.
Necesito mantener fría y en blanco mi mente el mayor tiempo posible.
De modo que abstraerme y no pensar en nada me ayuda a afrontar mejor los días,
las horas, los minutos..., mi vida. O en lo que se ha convertido mi vida de la noche a la
mañana.
Conocidos, personajes de renombre, gente adinerada..., asiduos miembros del club
desde hace años. Todos ellos han dejado de frecuentar Tentación. Las malas lenguas se
han encargado de que así sea, de hundirme y, más tarde, de asegurarse de que sigo
hundido en la mierda.
Todo el aire a mi alrededor está impregnado de un olor a derrota. Huele a
excremento, a defecación humana...
Siento una oleada de furia que me obliga a abandonar la poca serenidad que me
queda por momentos...
¡No soy un puto asesino, joder!
Entierro el rostro entre las manos y me froto la cara instantes después de lanzar
violentamente el vaso de cristal contra la pared, lo que produce un ruido estruendoso.
Ahora que vuelvo la vista atrás, me doy cuenta de que demasiadas cosas me han
sucedido en la vida y, aunque pueda presumir de que la gran mayoría han sido
positivas, las desagradables no han conseguido doblegarme.
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En honor a la verdad debo decir que jamás me he considerado un hombre de
personalidad frágil. Siempre he sabido salir airoso de cualquier contratiempo. Sin
embargo, a veces pienso que he llegado a un punto de no retorno en el que he empezado
a perder el norte. Incluso noto cómo rápidamente la situación empieza a dominarme por
completo...
De repente, el golpeteo de unos nudillos resuena en mi cabeza. Alguien llama a la
puerta de casa. No espero a nadie...
Me abro paso hacia el vestíbulo, esquivando el vaso hecho añicos y esparcido por
el parquet. Al caminar descalzo, temo clavarme uno de los jodidos trocitos de cristal.
Al llegar frente a la puerta, echo un vistazo por la mirilla. La imagen de la persona
que espera al otro lado no me resulta familiar. Juraría que es la primera vez que la veo.
—Buenas noches.
Nos miramos mutuamente en silencio varios segundos antes de responder.
—Buenas noches.
Un solo instante me ha servido para darme cuenta de que me resulta un ser algo
extraño, sibilino. Alguien que, de buenas a primeras, me transmite desconfianza, por lo
que le dedico una mirada vacía, hueca. Los ojos de él, en cambio, adoptan un matiz más
oscuro, casi pétreo, que me causa verdadero pavor.
—¿El señor Woods?
Atisbo una fina capa de sudor cubriendo su frente.
—Lo tiene usted delante —afirmo contundente—. ¿Qué desea?
Por algún motivo, se mantiene en silencio durante varios segundos y, aunque se
esfuerce en disimular, percibo que algo lo inquieta. Aprovecho ese lapso de tiempo
para escrutarlo de arriba abajo.
Es un joven apuesto, alto, delgado y moreno, de avispada mirada gris. Agraciado,
con unos generosos labios escindidos por una antigua cicatriz. Luce ropa informal, pero
con un deje elegante, de firma, por supuesto. Como suele decirse, un niño bien. El tipo
de individuo que no suele amedrentarse ante nada y que ha sido bendecido con el gen, o
con el don, de conseguir todo aquello que se propone.
Entorno los ojos al ver que de uno de sus hombros cuelga una mochila, lo que, en
cierta forma, desentona con el resto de su apariencia. No es una bolsa de deporte ni un
bolso masculino. Y lo más misterioso de todo es que ni siquiera parece un vendedor
ambulante.
En resumidas cuentas, él, y todo su conjunto, lo único que me suscita es
desconfianza.
De pronto coge aire y respira pesadamente. Luego se seca la frente con un pañuelo
y, tras acortar más las distancias, responde a mi pregunta.
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—Hace mucho tiempo que esperaba este momento. Siete años, para ser exactos.
Lo miro ceñudo.
—¿De qué estás hablando? —replico, poniéndome a la defensiva.
Una vez más, un incómodo silencio se instala entre ambos.
—Es curioso cómo la mente humana es capaz de olvidar unos acontecimientos
pasados y otros no. Muy curioso...
—¡¿Qué coño quieres?! —digo abruptamente.
Su mirada clavada en la mía, su cínica manera de hablar y su palabrería en forma
de código secreto me están sacando de quicio.
—Haz el favor de no utilizar ese tono conmigo, Daniel.
Realmente no estoy de humor para sandeces, y mucho menos viniendo de un
desconocido que se toma demasiadas libertades en el porche de mi propiedad. Así
pues, doy unos pasos atrás con la intención de darle con la puerta en las narices y zanjar
esta ridícula conversación, pero, de pronto, él me lo impide colocando su pie entre ésta
y el marco.
—Te refrescaré la memoria, Daniel Woods —comienza a decir—. Hace siete
años, un hijo de puta acostumbrado a participar en carreras ilegales de coches de lujo
se dio a la fuga tras embestir violentamente a otro vehículo, dejando a una niña
agonizando al borde de la muerte y a una madre inmovilizada en el amasijo de hierros
del coche, incapaz de socorrer a su pequeña.
Noto cómo una oleada de angustia me obstruye la garganta en cuestión de segundos
y se me remueven dolorosamente las entrañas.
—Nadie puede llegar a imaginar lo que se siente al ver cómo la sangre de tu
sangre muere a menos de un metro de ti sin poder hacer nada...
Aparto la mirada de él.
—Soy el hermano de Deborah Myers, la madre de Melanie.
Alzo la mirada de golpe y lo observo con expresión nerviosa.
—No puede ser cierto... —siseo atragantándome con la saliva.
Noto cómo todo a mi alrededor se nubla al instante. Su cara se desfigura ante mí
sin que pueda hacer nada por evitarlo.
—Y ya va siendo hora de que se haga justicia. Nuestra justicia.
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El orgullo engendra al tirano. El orgullo, cuando inútilmente ha llegado a acumular
imprudencias y excesos, remontándose sobre el más alto pináculo, se precipita en un
abismo de males del que no hay posibilidad de salir.
SÓCRATES
Rebecca Larson
20 de mayo de 2016
Lo más terrible de todo no es descubrir la verdad, sino haber estado tan ciega y no
verla.
Así es como me siento cuando vierto el luminol en los puntos de la escalera en los
que creo que puedo hallar rastros de sangre. Y no me equivoco, pues al momento se
ilumina de azul como un maldito árbol de Navidad. Lo más impactante de todo es que
no se trata de unas cuantas salpicaduras de sangre, sino de una generosa cantidad. Una
cantidad que bien podría haber manado de una herida producida por un terrible golpe
en la cabeza... Pongamos, por ejemplo, una herida provocada por una caída desde gran
altura, desde lo alto de la escalera.
Todo el mundo debería saber que, incluso después de limpiar, quedan restos de
sangre. Todo el mundo, o por lo menos alguien que pretende ocultar un crimen y salir
indemne.
Aún se me escapan los motivos que condujeron a Jordan —un tipo aparentemente
normal— a asesinar a su hermana pequeña y a dejar que acusaran a un hombre inocente,
a denunciar su desaparición a la policía para que la encontraran con vida y a hacer el
mayor papel de su vida.
Aplaudo, sí, señor. Aplaudo su soberbio y brillante papel de interpretación. He de
reconocer que nos ha estado engañando a todos y nos ha manejado a su antojo como a
los simples títeres de una función callejera.
O como a las piezas de un ajedrez...
Recojo una muestra de sangre con un hisopo y enseguida la guardo para evitar su
pérdida, su degradación o su contaminación. Posteriormente será sometida a examen en
el laboratorio de ADN y se identificará a la persona de la que procede el material
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biológico. Sonrío. ¿Acaso sería necesario? No necesito un informe forense para saber
que la muestra de sangre hallada al pie de la escalera pertenece a Deborah Myers.
Se me ocurren demasiadas cosas en este momento, entre ellas, atrapar a ese
malnacido. Ni siquiera me importan los motivos que lo llevaron a cometer semejante
atrocidad. Lo único que me importa es hacer justicia y que alguien cumpla condena por
la muerte de esa pobre chica. Sé que no tengo pruebas, y las que tengo carecen de
validez ante un juez desde el momento en que he allanado una propiedad privada.
Me trago la resignación al no poder detener y meter a ese criminal entre rejas.
Corro hacia el coche antes de mirar a mi alrededor y comprobar que nadie me ha visto
salir de la vivienda.
Apenas recuerdo el trayecto por Cannery Row en dirección al hotel
InterContinental. Sólo sé que, tras llegar a mi habitación y echarme un rato sobre las
sábanas de la cama con la mirada fija al techo, me levanto para ir al baño.
Necesito con urgencia humedecerme la cara con agua fría. Tengo la sensación de
perder la visión por unos momentos. Cierro los ojos y lo único que veo es oscuridad y
luego sangre. Mucha sangre manando a borbotones. Sangre intensa, densa..., casi
purpúrea. La sangre de Deborah Myers tiñéndolo todo: la madera, el suelo, las manos
de Jordan..., incluso las mías.
Aunque no sea escuchada, debo desvelar la verdad. No puedo seguir teniendo las
manos manchadas, no soporto ser cómplice de un acto semejante...
Todavía con varias gotas de agua surcando mi rostro, abro la ventana para que
entre un poco de aire.
En ese momento suena el teléfono en el interior del bolsillo de mi abrigo. Camino
descalza hacia allí y descuelgo. Es mi superior, el teniente Walter.
—Al fin te localizo, Larson.
Efectivamente, al descolgar me he dado cuenta de que tenía varias llamadas
perdidas.
—Lo siento, estaba algo indispuesta. —Sé que parece una mentira piadosa, pero
en realidad es así como me siento.
—¿Todo bien?
—Sí, estoy bien, no te preocupes. Nada grave. Nada que no reparen unas horas de
sueño.
—En cualquier caso, te necesito íntegra. Necesito que te sientes en el supuesto de
que estés de pie.
—¿Malas noticias? —pregunto antes de poder contenerme, y me doy cuenta de que
mi tono ha sonado más impetuoso que de costumbre.
—Por favor, te pido que antes me permitas hablar y, cuando acabe, podrás sacar
tus propias conclusiones.
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—Por supuesto. Adelante.
Lo oigo respirar, haciendo una pausa antes de proseguir.
—Buena chica —sisea—. ¿Estás sentada?
—¿Acaso lo dudas? Estoy sentada al pie de la cama —le miento. Necesito
deambular de un lado a otro de la habitación. Él tiene la culpa, por haberle añadido
misterio a la llamada—. Continúa, por favor.
—Está bien.
Carraspea.
—Uno de mis contactos ha logrado infiltrarse en el sistema informático forense y,
buceando por él, ha conseguido una copia del certificado médico de defunción de
Melanie, la hija secreta de Deborah Myers.
—¿Hablas en serio? —Abro unos ojos como platos—. Y ¿cuál fue la causa de su
muerte? ¡Por el amor de Dios, habla!
—Rebecca, tranquilízate... —me interrumpe de forma serena—, si no, no podrás
oír lo que tengo que decirte.
—Lo siento, lo siento mucho. De acuerdo...
Mi corazón late de forma desmedida en el interior de mi pecho. Al otro lado de la
línea, oigo el crujido de un papel al desdoblarse.
Robert empieza a leer el certificado médico.
—Nombre de la fallecida: Melanie Carter. Datación y lugar de la muerte: 17 de
marzo de 2009, a las 19.03 horas, en el kilómetro 277 de la carretera Ángeles Crest.
Causas inmediatas y fundamentales del fallecimiento: traumatismo craneoencefálico,
traumatismo torácico y laceración de órganos internos.
La noticia me sobresalta.
—¿Has dicho que ocurrió el 17 de marzo de 2009?
—Sí, Rebecca. Hace siete años.
—¿Fue en un accidente de tráfico, cuando otro vehículo sin identificar colisionó
con el de Deborah Myers...?
—Sí, ¿cómo lo sabes? —me apremia.
—Porque, casualmente, en esa misma fecha, Daniel Woods fue ingresado en el
hospital por la ingesta de PCP, una droga que se conoce comúnmente como polvo de
ángel, hierba mala o píldora de la paz, tras haber sufrido un accidente de tráfico.
—¿Insinúas que no se trata de dos casos aislados?
—Ajá. Salvo que no lo insinúo, sino que lo afirmo.
—Espera un momento, Rebecca... —Esta vez habla con nerviosismo—. Vamos a
ver, centrémonos, por favor.
Me mantengo callada para concederle unos segundos y que pueda ordenar sus
pensamientos.
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Lo sé, ciertamente la historia en sí parece extraída de una novela de ciencia
ficción más que de la vida real.
—El 17 de marzo de 2009, Deborah Myers y su hija secreta, Melanie, circulan por
la carretera Ángeles Crest cuando Daniel Woods, ciego de PCP, las embiste con su
vehículo y se da a la fuga. Siete años más tarde, Jordan Myers acude a nosotros para
buscar a su hermana, desaparecida en circunstancias misteriosas en un club llamado
Tentación, cuyo dueño, casualmente, es el presunto homicida de la pequeña por omisión
del deber de socorro.
—Exacto.
—Esto es completamente...
—Lo sé, lo sé..., parece demasiado rebuscado. Pero aún hay más...
—¿Más? Sorpréndeme, Rebecca.
—Deborah Myers no murió a manos de Daniel Woods, sino que fue su hermano
quien se encargó de engañarnos a todos, ideando un excelente plan para que las culpas
de su fallecimiento recayeran sobre el adinerado empresario y no sobre él.
Incluso al oírme a mí misma reconozco que suena rocambolesco, pero dados los
restos de sangre hallados en la casa de Jordan Myers, no hay duda posible. Al fin, todo
encaja y todo cobra sentido: las fechas, las pruebas, el modus operandi.
—Jordan Myers es el verdadero asesino.
—Tal y como sospechabas.
—Pero ahora lo sé.
Echo un vistazo al reloj de la mesilla. Las diez de la noche.
—Debo dejarte, Robert.
—¿Qué piensas hacer?
—No puedo quedarme de brazos cruzados.
—Deja que realice unas llamadas telefónicas.
—Aún me queda una última cosa por hacer...
—Ni se te ocurra salir del hotel, Rebecca.
—Voy a colgar...
—Detective Larson, ni se te ocurra salir del hotel... ¿Me has oído?
—Demasiado tarde, Robert.
—¡Es una orden!
Doy por finalizada la llamada y salgo a toda prisa de la habitación.
Ahora sí que ya nada ni nadie me detendrá...
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58
Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno.
WILLIAM PAUL YOUNG
Deborah Myers
17 de marzo de 2009 (hace siete años)
En una carretera secundaria de San Bernardino, California
—Mami, ¿cuánto falta?
—Ya falta poco. —Miro a través del espejo retrovisor y le sonrío dulcemente—.
Muy pronto llegaremos a casa, cariño.
—Tengo muchas ganas de llegar.
—Lo sé, mi cielo.
Es el cumpleaños de Melanie, su cuarto aniversario, y, a diferencia de otros años,
éste será muy especial. Después del trasplante y de la larga convalecencia, regresamos
por fin a casa.
Han sido unas semanas muy duras, sobre todo los primeros días: miedo al rechazo
hiperagudo (el que se produce a las cuarenta y ocho horas), infección, anticuerpos que
pudieran atacar el órgano, oclusiones vasculares... (Inspiro hondo.) Pero, gracias a
Dios y al equipo médico, logramos que su sistema inmunológico se fortaleciera y
Melanie pudiera combatir todas esas adversidades.
De repente, en cuestión de segundos, todo cambia a nuestro alrededor. La lluvia
golpea con fuerza el parabrisas del coche. Luces cegadoras zigzaguean en la carretera y
el murmullo del viento azota la carrocería...
Imágenes desordenadas desfilan en tropel ante mí sin que yo pueda hacer nada por
impedirlo...
Más luces, más lluvia, más oscuridad. Y, luego..., la maldita curva cerrada y el
escalofriante chirrido de los neumáticos al derrapar quemando el asfalto.
Consigo detener el coche a tiempo, quedando a un palmo del precipicio que
bordea la carretera y con el corazón a punto de salírseme por la boca.
Oigo a mi hija gimotear. Al girarme, la veo frotarse la cara. Es muy probable que a
causa del brusco derrape se haya golpeado la cabeza con el asiento delantero.
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—¿Estás bien, Melanie?
—Me duele la frente —lloriquea—. Mira...
Se libera del cinturón de seguridad para levantarse del asiento y poder mostrar
mejor su pequeña contusión.
—No te preocupes, mi vida —le digo para calmar su angustia—. Seguro que no ha
sido nada. Vuelve a sentarte y ponte el cinturón.
—Pero... me duele...
—¡Melanie, siéntate y ponte el cinturón!
Le grito. Jamás lo hago, pero las prisas por salir cuanto antes de allí me han hecho
perder los estribos. Estamos en medio de una curva en una carretera secundaria, al
borde de un precipicio y en mitad de una tormenta. Y tenemos que salir deprisa de aquí.
Sin embargo, cuando llevo la mano a la llave para hacerla girar en el contacto...
—¡Mami...! —grita la niña señalando al exterior—. ¡Mamiiiiiiiiiiii!
Ni siquiera tengo tiempo de reaccionar. Veo dos faros blancos como dos bolas de
fuego que lo inundan todo, devorándonos, engulléndonos hacia las entrañas del
mismísimo infierno...
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59
No necesito castigar a las personas por haber pecado. El pecado lleva en sí mismo su
castigo, al devorarte por dentro. Castigar no es mi propósito; curar es mi alegría.
WILLIAM PAUL YOUNG
Rebecca Larson
20 de mayo de 2016
No puedo evitarlo, cada vez que estoy próxima a resolver un caso siento cómo se
incrementa mi frecuencia cardíaca, mis vasos sanguíneos se contraen y se dilatan mis
vías aéreas. En definitiva, la adrenalina fluye por mis venas, recorriendo de cabo a
rabo todo mi cuerpo. Es una sensación difícil de describir, en ocasiones la he
comparado con la que se puede sentir al lanzarse en caída libre a una velocidad
aproximada de doscientos kilómetros por hora. La sensación del tiempo desaparece,
sólo existe el instante.
Ha llegado el momento..., se acerca el final.
Conduzco a gran velocidad por las calles de Monterrey, acompañada de mi única
y más preciada compañía, mi Colt Government 1911, y un objetivo en mente:
salvaguardar la vida de Daniel Woods.
Aprieto los labios cuando salta por tercera vez consecutiva el contestador de su
teléfono y luego me mordisqueo el inferior con los dientes. No logro ponerme en
contacto con Daniel.
Respiro hondo y retengo el aliento en mi garganta. Piso el acelerador a fondo. Ya
casi llego. Sólo me separan varias calles...
Cruzo Monterrey de forma vertiginosa. Probablemente me he saltado algún que
otro semáforo en rojo y me he ganado alguna que otra palabra malsonante y más de un
corte de mangas, pero ahora no puedo detenerme. Me duele reconocerlo, pero tengo un
mal presagio. No sé por qué tengo la impresión de que algo no marcha bien. Espero
equivocarme en esta ocasión y no ser una vez más tan intuitiva...
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Minutos más tarde, bajo del vehículo y, tras abrir la portezuela de la verja que
rodea la casa, atravieso el jardín. Mis ojos se mueven de lado a lado, observando a mi
alrededor, inspeccionando hasta el más mínimo detalle. Frunzo el ceño extrañada, el
Lamborghini Estoque se encuentra aparcado frente a la puerta del garaje. Por tanto, él
sigue en el interior de la vivienda.
De repente, una sensación aún peor se apodera de mí. No contesta a mis llamadas
y su coche está aparcado en su propiedad mientras un jodido psicópata campa a sus
anchas sin que nadie lo detenga.
Inevitablemente, incluso deseando mantener la calma, noto cómo la garganta se me
cierra por completo y un escalofrío recorre el largo de mi espalda.
Accedo al porche, pero no llamo al timbre y espero, sino que actúo. Bordeo la
propiedad en busca de alguna posible entrada. Una ventana, una puerta entreabierta, un
recóndito acceso, el cobertizo...
Vuelvo a dedicar mi atención al interior de casa; observo a través de una de las
ventanas contigua la cocina. La cortina dificulta la visión, así que debo aguzar más mis
sentidos.
Abro los ojos desconcertada. Dos siluetas difusas y yuxtapuestas se desplazan de
lado a lado de la casa. Creo reconocer a la primera, es la de Daniel Woods, quien, ante
la imposibilidad de hacer nada, es empujado y lanzado de rodillas contra el suelo por
la segunda: Jordan Myers.
Ha llegado el momento de adelantarme a sus movimientos, de echarle valor y
actuar.
Deslizo la mano por el marco de madera, buscando el mecanismo de apertura.
Afortunadamente se trata de una simple manija. Violar su cierre resulta un inocente
juego de niños.
A hurtadillas, accedo al interior, escabulléndome y caminando de puntillas para no
delatarme.
Saco mi arma y cruzo el pasillo.
Al llegar al salón, me doy cuenta de que Jordan está plantado en mitad de éste,
encañonando en la cabeza a Daniel, que permanece amordazado con un pañuelo y
maniatado con unas bridas de plástico.
Me planto delante de ellos, empuño el arma y apunto al objetivo desde la
distancia.
—¡Se acabó el juego, Jordan! —grito con prudencia, sin perder el juicio. Necesito
mantenerme íntegra en todo momento o, por lo menos, aparentarlo—. ¡Tira el arma!
Él levanta la vista y la clava en mí.
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Tiene la mirada de un loco: pupilas dilatadas, brillantes, enfermizas y
desprendiendo furia. La boca entreabierta, jadeando y respirando entrecortadamente...
Está muy alterado. Mala señal. Una persona que no consigue mantener los nervios a
raya es sinónimo de ser capaz de cualquier cosa.
—Alguien debe darle una lección.
—Y ¿has decidido ser tú?
Se ríe.
—Por supuesto. He esperado demasiado tiempo para que la sociedad hiciera
justicia, pero lo único que he conseguido es que se rieran de mí, de nosotros. ¿No crees
que algo falla cuando un hijo de puta asesina a una niña pequeña y sale indemne del
castigo?
Mantiene sus ojos fijos en mí.
—¡Contesta!
«Está bien, está bien... Lo que necesita es que alguien lo escuche. Que alguien
comprenda su dolor y el dolor de su pérdida. Seguirle la corriente puede hacerme ganar
su confianza y un valioso tiempo.»
—Tienes razón. La justicia no existe en este país —digo, y hago una pausa—.
Pero, si todos nos la tomáramos por nuestra mano, nos convertiríamos todos en
verdugos, a la par que en asesinos. Por el amor de Dios, te ruego que recapacites. No
puedes ir repartiendo castigos sin contemplaciones.
—Él no tuvo contemplaciones, las abandonó en una cuneta. No le importó que
Melanie se ahogara en su propia sangre y agonizara hasta morir. ¡No le importó, maldita
sea!
Jordan presiona con rabia el cañón contra la sien de Daniel.
—¡Voy a matar a este hijo de puta! —jadea exhalando ruidosas bocanadas de aire
—. ¡Ahora!
—¡Nooooo...! —grito con todas mis fuerzas al tiempo que Daniel gargajea mil
súplicas por salvaguardar su vida—. ¡No lo hagas!
Los oídos se me taponan y noto los latidos de mi corazón zumbando en ellos. No
puedo permitir que lo haga. ¡No puedo permitir que arrebate la vida a más inocentes!
Mi corazón late desbocado. Me cuesta respirar, el aire se ha vuelto denso, muy
denso, y unas gotas de sudor surcan el contorno de mi sien. No más muertes..., no, no
más irreparables pérdidas..., no más jóvenes vidas sesgadas... Melanie Carter, Deborah
Myers, Cameron Lewis... ¡Basta ya de muertes...!
Jordan cierra los ojos dispuesto a ejecutar la barbarie, pero en el último instante,
por algún motivo, se echa atrás.
—¿Sabes qué? —dice.
Sonríe abiertamente al tiempo que gorjea tragando saliva.
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—No voy a ser yo quien apriete el gatillo, sino tú —propone con cierto regocijo.
«¿Se ha vuelto loco?»
Sonríe de esa forma que días antes me resultaba atractiva, propia de un seductor
joven que está acostumbrado a robar suspiros dondequiera que va.
—¿Alguna vez te molestaste en averiguar qué pasó tras la donación de órganos de
tu pequeña Candance?
Me quedo sin habla al recordar a mi hija, quien falleció de muerte súbita a muy
temprana edad. Un sentimiento de melancolía me invade el alma. Durante los siete años
posteriores a su muerte, me he negado a recordarla porque eso significa seguir
manteniendo la herida abierta, significa seguir sufriendo. Jamás he logrado superar el
duelo. Ni con ayuda psicológica, ni familiar, ni siquiera con fuerza de voluntad.
Porque nada es comparable a la muerte de un hijo, absolutamente nada.
—¿Se te ha comido la lengua el gato, detective Larson?
Me debato conmigo misma. No puedo permitir que tome el control de la situación,
debo evitarlo a toda costa.
—¿Cómo conoces mi pasado?
—Sé demasiadas cosas, Rebecca. —Chasquea la lengua—. ¿En serio crees que te
elegí al azar? ¿Tal vez debido a tus importantes condecoraciones?
Sonríe con sorna antes de añadir:
—Nada más lejos de la realidad. Las casualidades no existen.
Trago saliva con resquemor.
—Vamos, Rebecca. Haz memoria, coteja fechas, tira del hilo conductor... No
puede ser tan complicado, y menos para una detective que ha sido condecorada con la
Mención Honorífica al Valor.
—Ésa es una información confidencial, nadie puede acceder a los registros de
donantes, ni saber quién es el donatario... —Noto cómo arrastro las palabras al
pronunciarlas.
—No subestimes al ser humano, por favor. —Jordan ensancha los labios en una
sonrisa de circunstancias, como si hubiera desentrañado el gran enigma de la
humanidad—. Todo el mundo tiene un precio, es tan elemental como averiguar a qué
precio estarías dispuesta a venderte. Te aseguro que nadie es inmune a eso. Nadie.
Por un segundo, hago lo que me dice. Pienso en el 17 de marzo de 2009, en el
fallecimiento de mi hija Candance, en el trasplante de Melanie Carter y la donación... y
me doy cuenta de que la hija de Deborah llevaba trasplantado el corazón de mi
pequeña. De repente, todo cobra sentido como un alumbramiento. Los sucesos y las
fechas encajan como pequeñas piezas de un puzle: el mismo accidente de tráfico en el
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que Daniel Woods se vio implicado, la misteriosa desaparición de Deborah Myers
varios días antes de la contratación de mis servicios, el club Tentación, el extraño
suicidio de Cameron Lewis...
Me doy cuenta de que todos hemos formado parte de un juego, un entramado, un
codicioso y demoníaco juego dirigido por un ser repleto de odio hacia los demás,
alguien capaz de todo por conseguir su propósito. Y, por primera vez, siento lástima por
él, porque intento comprender sus actos, trato de empatizar con sus pensamientos... Tal
vez no la mató, quizá fue un terrible accidente, algo que jamás debió suceder.
—Deja el arma, Jordan, y te prometo que haré cuanto esté en mi mano para buscar
ayuda, juntos buscaremos una salida.
Él cierra despacio los ojos, como si le pesaran los párpados, y luego ríe
entrecortadamente.
—Nada de tratos, detective. Nada de intentar convencerme de lo contrario. —
Carraspea para aclararse la voz y prosigue—: Voy a matar a este hijo de puta, y... ni tú
ni nadie me lo impedirá. Como en una jodida película policíaca, los buenos ganan y los
malos... pagan por sus pecados.
Jordan empuña el revólver por el cañón y golpea con saña a Daniel en la cabeza,
lanzándolo contra el suelo.
—¡¡Basta ya!! —le grito con rabia. No puedo seguir presenciando cómo lo
maltrata.
Enseguida, un gruñido de dolor inunda la sala mientras un hilo de sangre cae por la
frente de Daniel y motea su ropa de un rojo intenso.
Luego Jordan se abalanza sobre él, le pone una mano encima y, tras arrancarle el
pañuelo que servía de mordaza, lo levanta con desprecio y sin apenas esfuerzo.
A continuación, vuelve a apuntar a Daniel en la cabeza con el arma.
—Ahora vas a ser un buen chico y vas a escuchar lo que voy a decirte —gruñe
entre dientes colmado de rabia—. Primero pedirás disculpas y luego suplicarás
clemencia... Venga, vamos a ver qué tal lo haces.
El cuerpo de Daniel se tambalea, no es capaz de mantenerse erguido más de dos
segundos. Parece aturdido; es muy probable que el tremendo impacto en la cabeza le
haya hecho perder el conocimiento por unos instantes.
—¡Vamos! ¡Quiero oírte pedir disculpas, hijo de puta...!
Daniel intenta revolverse y protestar sin éxito. Lo único que consigue es que
Jordan lo golpee de nuevo. Esta vez tose hasta que regurgita saliva mezclada con
sangre.
—¡Noooo, déjalo marchar!
—¡Vamos, cabrón, pide disculpas!
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—¡Que te jodan! —grazna Daniel a duras penas, acto que provoca un tercer voleo,
un nuevo castigo, esta vez, un severo puñetazo en la mejilla acompañado de un puntapié
en el costado, cerca de las costillas.
—Mala contestación, Woods..., mala contestación. —Jordan niega con la cabeza
—. A partir de ahora, a la siguiente ofensa, un balazo... y, para muestra, un botón...
—¡No lo hagas, no lo hagas...!
Jordan le apunta a la pierna y dispara.
Siento cómo empieza a faltarme el aire y los ojos se me nublan por culpa de las
lágrimas.
—¡Ahhhh...!
Daniel grita, brama y se retuerce a causa del dolor. Por la cantidad de sangre que
mana de la herida y la trayectoria que ha seguido la bala es muy probable que le haya
perforado la tibia.
Varias lágrimas se deslizan lentamente por mis mejillas. Las retiro con la mano y,
ante mi asombro, me doy cuenta de que jamás había llorado ante el sufrimiento de
alguien que me importara, hasta este momento. Mi corazón late desbocado ante el
descubrimiento: Daniel Woods me importa, quizá más de lo que creía. Tal vez
demasiado.
Y entonces, de repente, todo se vuelve caótico. Varios federales irrumpen en la
propiedad armados hasta los dientes y protegidos con chalecos antibalas. En cuestión
de segundos, todo parece cambiar. El ambiente se carga de una tensión palpable que
nos invade por completo a todos los presentes.
—¡Que nadie se mueva!
—¡Soy Rebecca Larson! —grito dirigiéndome a uno de los uniformados.
Siento mis labios temblar. Alzo las manos en señal de rendición al ver que el
agente no deja de apuntarme con la pistola.
—¡Soy la detective Larson! —enfatizo con desesperación. Temo que por un error
humano pueda ser ametrallada.
El hombre me escruta con el ceño fruncido y, tras unos segundos de indecisión,
asiente con la cabeza.
—¡Retírese! Abandone inmediatamente el salón. —Aprieto el puño en un intento
infantil por mantenerme en el lugar. No pienso irme, no voy a marcharme. Le sostengo
la mirada al policía hasta que éste insiste con un nuevo y frenético alarido—: ¡Ahora!
¡Es una orden, detective Larson!
—¡Deje el arma en el suelo y coloque las manos detrás de la nuca! —brama otro
de los agentes dirigiéndose a Jordan.
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De pronto, entre el bullicio y el caos, entre los estruendosos gritos y el aluvión de
agentes, mi mirada se cruza por un momento con la mirada gris de Jordan Myers. Justo
en ese instante, siento como si cayera a un profundo abismo, oscuro, inmenso...,
insondable. Puedo leer en sus ojos, soy capaz de ver a través de ellos cómo lentamente
germina en su interior el mal..., un pensamiento, un deseo que poco a poco va tomando
forma...
Abro los ojos conmocionada y hago un intento fallido de correr hacia él.
«¡Oh, Dios mío...! ¡Nooo! ¡Nooooo...!»
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Epílogo
Allá por donde pise, todo lo que toque, todo lo que deje tras su paso, aun
inconscientemente, servirá de prueba silenciosa contra él. No sólo sus huellas
dactilares o las huellas de sus pisadas, sino también su cabello, la fibra de sus prendas
de vestir, el vidrio que rompa, las marcas de las herramientas que utilice, los rasguños
en la pintura, la sangre o el semen que deje o que recoja... Todos estos elementos, entre
otros, serán testigos mudos contra él. Son pruebas que no olvidan. No se dejan
confundir por la emoción del momento. Aunque no haya testigos humanos, ellas están
ahí. Son pruebas concretas. Las pruebas materiales no pueden equivocarse ni pueden
prestar falso testimonio, no pueden estar totalmente ausentes. Sólo su interpretación
puede ser errónea. Sólo el hecho de que el ser humano no las encuentre, las estudie y
las interprete debidamente puede mermar su valor.
PAUL KIRK
Rebecca Larson
Estado de Illinois, seis meses más tarde
«Si nada tienes que perder, nada puedes temer. Shâh mâta, el rey ha muerto.»
Ésas fueron las últimas palabras que pronunció Jordan Myers sin dejar en ningún
momento de mirarme fijamente a los ojos, tras encañonar con su revólver la sien y
volarse la tapa de los sesos.
Incluso después de tanto tiempo, la intensidad del gris de sus ojos, unido a esas
palabras, me sobresalta por las noches en recurrentes pesadillas. Me despierto bañada
en sudor frío, con el corazón desbocado y una amarga sensación... Quizá podría haber
intentado salvar su vida, no sé cómo, pero habría tratado de buscar la forma de
conseguirlo en vez de perder el tiempo en proteger la mía. Sí, es la vida de un asesino,
pero es una vida, al fin y al cabo.
Quién sabe, tal vez el destino le tenía reservado ese fatídico final, pues las
obsesiones son malas consejeras, y Jordan vivía obsesionado con Deborah, su hermana
pequeña. Una obsesión que lo llevó a convertirse en un asesino y en un suicida y, a su
vez, en juez y verdugo; un ser sin escrúpulos capaz de arriesgar y de darlo todo por
ella.
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En ocasiones doy gracias por que jamás descubriera la verdad. Saber que su
hermana no murió del fuerte impacto recibido en la nuca al caer por la escalera, sino
ahogada en el Monte Lake, estoy segura de que lo habría catapultado a un desenlace
similar y que, más pronto que tarde, de una forma u otra, habría acabado quitándose la
vida de todos modos...
He vuelto al estado de Illinois, apodado The Prairie State (el estado de la
Pradera), en la región del Medio Oeste, más concretamente al área metropolitana de
Chicago, mi ciudad natal. Había llegado la hora de retomar de alguna forma las riendas
de mi desestructurada existencia.
Me he concedido el privilegio de regalarme un año sabático, un tiempo al que
muchos denominan así cuando lo que pretenden es desaparecer del mapa sin dejar
rastro. Nada de contactos, ausencia de familia, cero amigos...
Hace unos años hui para olvidar. Hoy, en cambio, regreso para recordar.
De modo que aquí estoy, en el cementerio de Oak Park, en Springfield, el mismo
donde están sepultados los restos del presidente estadounidense Abraham Lincoln y los
de mi pequeña Candance.
Observo la lápida de mármol pulido. En ella pueden verse dos alas de ángel junto
al epitafio que yo le puse: «Siempre serás mi luz, mi vida y mi amor eterno». Bajo éste,
un fragmento de la oración Alas de ángel, de Javier Leoz:
Dicen que, cuando un niño cierra los ojos en el mundo,
un nuevo ángel nace en el cielo.
Que cuando sus manos se cierran en la tierra,
dos alas se despliegan en la eternidad.
Dicen que, cuando un niño deja de palpitar,
un corazón limpio y puro late junto al de Dios.
Que cuando dos pies virginales dejan de caminar,
un gran sendero, con flores y plantas, espera en
lo más alto de la cumbre.
Dicen que, cuando un niño deja de vivir,
Dios lo recoge para que siga viviendo eternamente.
Me enjugo los ojos con el dorso de la mano y, por primera vez, soy consciente de
que, en ocasiones, siete años suele ser poco tiempo para algunas cosas; sin embargo,
para otras, no es más que una lacerante eternidad.
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Desde hace unos días no dejo de evocar en mi mente la canción Shelter* como si
se tratara de un bucle sin fin. Candance estaba enamorada de las canciones de Birdy.
Sonrío para mis adentros... Tan pequeñita y ya amaba la música como yo... De tal palo,
tal astilla.
Deposito sobre la tumba una rosa con infinidad de pétalos anidados de un rojo
púrpura intenso y, tras reseguir su precioso nombre esculpido en la piedra, le susurro
que la quiero y me despido de ella con un beso.
Al anochecer, tras darme un relajante baño, desempolvo un vino tinto gran reserva
que guardo en la bodega desde hace cinco años y lo abro. Lo habitual en estos casos
sería esperar una media hora a que se oxigenara para que sus olores y sus sabores se
«abrieran» y se percibieran mejor, pero, seamos sinceros, en estos momentos lo que
más necesito es un buen trago y me importa bien poco esa nimiedad.
De repente me sobresalto al oír que alguien llama al timbre de la puerta. Debe de
ser el servicio de comida a domicilio. He solicitado un menú de comida asiática ideal
para personas solitarias, sin planes un viernes por la noche.
Me cubro con una fina bata y, tras anudar el lazo, abro la puerta de par en par. Lo
que ven mis ojos a continuación me provoca un momentáneo espasmo nervioso. Frente
a mí se encuentra el responsable de innumerables noches en vela y de muchos
quebraderos de cabeza. Confieso que los primeros días sin saber de él resultaron de los
más espantosos de mi vida. Luego, a medida que avanzaban las semanas, preferí, por mi
bien, empezar a olvidarlo y, cuando se cumplió el primer mes, decidí regresar a mi
Illinois para permitir que mis recuerdos me diesen el cobijo y la fuerza para seguir
adelante sin la necesidad de echar la vista atrás.
Sin embargo, meses más tarde, Daniel Woods regresa de nuevo a mi vida. Tan
atractivo y tan elegante como de costumbre, con un traje negro y una camisa blanca
ajustada a su atlético cuerpo. Tal y como lo recordaba, idéntico a uno de esos galanes
recién salidos de la gran pantalla y a punto de desfilar por la alfombra roja de algún
acto social.
—Buenas noches, Rebecca.
Intercambiamos una mirada en completo silencio al tiempo que me quedo sin aire.
Es inevitable quedarse muda ante su presencia.
—¿Cómo has averiguado donde vivo? —pregunto al fin.
—En honor a la verdad, no ha resultado complicado, aunque eso, ahora mismo, no
es importante. He venido, estoy aquí.
Me cruzo de brazos y entorno los ojos al ver que va acompañado de unas muletas.
Presumo que aún debe de seguir convaleciente tras el disparo en la pierna. Por lo
general, esas heridas tardan en cicatrizar, sobre todo si el paciente es terco como una
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mula y hace caso omiso de las indicaciones de los médicos.
—Dime a qué has venido, Woods —replico con frialdad, ocultando que en
realidad hace meses que deseaba ese encuentro.
Daniel me mira directamente a los ojos.
—En realidad, por varios motivos, pero fundamentalmente sólo por uno.
—Lo cierto es que es tarde y no me apetece jugar a las adivinanzas, tengo
demasiadas cosas que hacer —miento. Miento como la mejor actriz—. No me importa
lo más mínimo cuáles son tus motivos, por lo que mejor ahórratelos.
Se acerca a mí con la intención de acortar las distancias. Yo doy un paso atrás.
—¿No sientes curiosidad, Larson?
—En absoluto —replico, y me limito a sonreír.
—Sin embargo, presiento que sabes perfectamente a qué he venido.
—Ponme a prueba.
—Necesitaba verte en persona para agradecerte tu rápida actuación aquel día.
Gracias a ti, sigo con vida. De lo contrario, hace meses que estaría a dos metros bajo
tierra criando malvas.
No le respondo, pues, efectivamente, está en lo cierto. Si no llego a irrumpir aquel
día en casa de Daniel, me temo que a día de hoy no estaríamos manteniendo esta
conversación.
—Simplemente estaba cumpliendo con mi deber, nada más —digo—. ¿Eso es
todo? —añado con sequedad.
—¿Quieres más? —me exhorta de inmediato.
¿Más? Por supuesto que quiero más. Una parte indomable y perversa de mi fuero
interno quiere que se quede, que me quite la ropa y que después me someta a toda clase
de aberrantes y excitantes sensaciones. La otra parte, es decir, la Rebecca cabal y cauta
que acostumbro a ser, lo único que desea es que dé media vuelta y se marche por donde
ha venido y, de paso, que desaparezca para siempre de mi vida (aunque yo muera por
dentro poco a poco).
—No, no quiero más —replico negando fervientemente con la cabeza—.
Agradezco que hayas viajado desde tan lejos sólo para expresarme tu gratitud, pero
creo que con una simple llamada telefónica o un correo electrónico habría bastado.
Por la expresión de su cara creo haber dado en el clavo. Acaba de darse por
aludido. Por fin se da cuenta de que no obtendrá de mí más que indiferencia. Nada
más... Porque tal vez sea mejor así.
—De todos modos, he cumplido con mi obligación, que no era otra más que darte
las gracias. Ahora bien, llegados a este punto, será mejor que regrese a Monterrey, pues
es absurdo permanecer en un lugar donde nada me retiene.
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Me tiende la mano como si se tratara del cierre de un acuerdo y yo enarco una
ceja. No sé cómo lo consigue, pero he de reconocer que Daniel Woods es el único ser
sobre la faz de la Tierra que con su actitud logra desconcertarme por momentos.
Finjo sobriedad a la par que indiferencia; sin embargo, cuando se despide de mí y
se aleja hacia un taxi que lo espera en la calzada, siento de nuevo una extraña
sensación. Algo con lo que no contaba...
Cierro la puerta de casa y permanezco un rato con la espalda apoyada en la
madera. Se acabó. He pasado página, ya no volveré a saber de él. A partir de este
momento, Daniel Woods forma parte del pasado.
«¿Estás segura, Rebecca?»
Inspiro hondo y cierro los ojos.
Entonces ¿por qué estoy experimentando una inexplicable sensación de vacío?
Después de todo, no es nadie para mí. Tan sólo un hombre que formaba parte de la
ecuación de mi investigación. Un simple peón dentro del juego, nada más.
«¿Nada más?»
Justo entonces suena de nuevo el timbre. Doy por sentado que es el servicio de
comida a domicilio y abro la puerta sin ojear por la mirilla.
—¿Ha pedido comida asiática, señorita Larson?
Es Daniel, sonríe con una bolsa de comida en la mano al tiempo que paga con un
billete de cincuenta dólares al repartidor, y éste, a su vez, se aleja jubiloso. Apuesto a
que su trabajo jamás había sido retribuido con tan generosa propina.
¡Dios! Miro a Daniel y en este preciso instante en lo único que pienso es en
abofetearlo. No debería estar aquí..., no debería inmiscuirse en mi vida..., no debería
hacerme sentir como me siento.
No debería...
—No podía irme sin que supieras que el motivo fundamental por el que he
recorrido más de tres mil kilómetros... eres tú, Rebecca. Lo demás eran sucias
artimañas. Excusas banales para llegar a ti.
Se me aproxima con cautela, imagino que por temor a mi rechazo.
Contengo el aliento a duras penas...
Acorta generosamente las distancias y oigo el ronroneo de su respiración cerca de
mí.
—Desde que te conocí tuve la necesidad de saber qué se siente.
Acerca su mano a mi cara y la desliza suavemente por mi piel.
Me estremezco como una niña pequeña...
—¿Saber qué se siente?
Trago saliva con dificultad.
—Sí, saber qué se siente al besar a alguien.
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Acaricia la comisura de mis labios con el pulgar y observa cómo éstos tiemblan
antes de inclinarse y atreverse a dar el siguiente paso.
—Besarte a ti, Rebecca.
Y, sin más preámbulos, su boca atrapa la mía despacio, con timidez, de forma
indecisa, casi trémula.
—Daniel... —gimoteo.
Mis manos se hunden en su pelo y un débil jadeo emerge de mi boca cuando
mordisquea sensualmente mis labios. Siento el roce de su aliento cálido, narcótico,
íntimo... Mi pulso se acelera al mismo tiempo que nuestras húmedas lenguas se
entrelazan intensificando el deseo.
A mis treinta y dos años, muchos son los hombres que han pasado por mi vida y a
los que he besado, pero he de confesar que jamás nadie me ha besado como él. Es una
mezcla de pasión y dulzura, de erotismo y delicadeza, de seducción y rendición...
Como de costumbre, todo el halo místico que rodea a Daniel Woods engendra en
mí confusión, hace que me sienta completamente turbada, incluso logra que aflore mi
lado más indefenso.
Entonces me pregunto: «Y ¿qué hay de malo en todo eso?».
Ya es hora de que, por una vez en mi vida, me deje llevar. Quiero sentir, deseo
experimentar..., explorar con él.
Sonrío.
Y, ¿por qué no?, también... caer en la tentación.
Un año más tarde
—Mujer blanca, treinta años, metro setenta y dos, cabello castaño, ojos azul
violáceos, sesenta y cinco kilos, complexión normal... Trabaja como jefa de cocina en
Chick-fil-A, en Nueva Jersey, uno de los mejores restaurantes de comida rápida de
Estados Unidos. Fue vista por última vez el pasado viernes, sobre las cinco de la tarde,
saliendo de su casa y subiendo a su vehículo, un Mitsubishi RVR 2015 Showroom azul
centauro, en dirección al restaurante. A la misma hora y en la misma dirección que toma
de martes a domingo.
Por un instante dejo de leer el informe policial de Amanda Price y observo con
detenimiento varias fotografías de primer plano de la joven. Las analizo, estudio hasta
el más mínimo detalle. Memorizo al milímetro su rostro y dejo que me hable su dulce
mirada.
—Un caso hecho a tu medida —declara Robert—. ¿No, Rebecca?
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Me mantengo en silencio, absorta y sin levantar la vista de las instantáneas. Al
cabo de unos momentos, asiento con la cabeza, dándole las gracias con una media
sonrisa.
Es el primer caso que me atrevo a aceptar después del de Deborah Myers. Pronto
se cumplirán dieciocho meses de su muerte y no hay un solo día en el que su recuerdo
no acuda a mi mente. Su recuerdo, pero también el de su hermano Jordan. Sin embargo,
hoy por hoy, necesito hacerlo. Necesito encontrar a personas desaparecidas para
devolver la rutina a mi vida y mantener mi mente ocupada el mayor tiempo posible.
—A partir de este preciso momento dejarás de ser la detective Larson para
meterte en la piel de Naomi Jones...
Rápidamente, las últimas palabras del teniente Walter se desvanecen ante mí como
el humo de un cigarrillo. En cuanto la ocasión me lo permite, cierro el expediente,
recojo mis pertenencias y me apresuro a salir del edificio para respirar hondo y sentir
el alivio de la brisa matutina acariciar mi piel.
Me concedo unos minutos antes de pedir un taxi y regresar a casa, a las afueras de
Nueva York. El trayecto no dura más de media hora, pues el tráfico a estas horas es
fluido.
Nada más llegar, Daniel se dirige hacia mí y me besa en los labios. Creo
reconocer la canción Your Song,* de Elton John.
—¿Cómo ha ido?
Me ofrece una copa de vino tinto. Observo que la suya está por la mitad.
—Bien, imagino.
Frunce el ceño pensativo.
—Te noto algo baja de moral.
Siento el impulso de explicarle con pelos y señales todos los estados de ánimos
por los que he pasado desde que me he levantado, pero me abstengo. Hoy es su
aniversario y lo último que desearía sería preocuparlo.
—Estoy un poco cansada, eso es todo. —Sorbo de la copa y le regalo una sonrisa
para su tranquilidad—. ¿Sigue en pie lo de esta noche?
—¿Te apetece?
Esta noche, un antiguo miembro de Tentación abre las puertas de un nuevo club en
la ciudad, por lo que Daniel se ha comprometido a asistir.
Máscaras, antifaces, lentejuelas, pajaritas, tacones de aguja...
Morbo, desenfreno, sexo...
Me quita la copa de las manos y rodea mi cintura con los brazos. Acerca sus
labios a mi cuello y, tras oler mi perfume, deposita un reguero de besos en mi piel con
tortuosa lentitud.
—Por supuesto.
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—La última vez que estuviste en un lugar parecido te marchaste al poco de entrar.
—Pero hoy es diferente.
—¿Por qué?
Enarca una ceja con impaciencia y yo le sonrío traviesa antes de coger su mano y
meterla bajo mi falda.
—Porque hoy sí me apetece —respondo, susurrándole al oído al tiempo que
deslizo sus dedos por encima de mi ropa interior—. Porque hoy, a diferencia de aquel
día, sí me atrevo a jugar... y caer en la tentación.
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Agradecimientos
Dar las gracias es siempre complicado, ya que temes olvidar mencionar a alguien
importante que ha estado a tu lado, más o menos activamente.
Me gustaría empezar dando las gracias a mis preciosas y maravillosas lectoras,
apodadas mis LOKAS, mis niñas. A todas ellas sin excepción. Por su empuje, por sus
palabras de aliento, por sus risas, por sus comentarios, porque todo ello ha ido
alimentando día a día los engranajes de mi motor principal para que siguiera
funcionando, sin mirar atrás.
A las blogueras, por su trabajo desinteresado y tan necesario para las autoras
noveles como yo que inician el duro recorrido de las letras.
A los grupos que promueven la lectura e incentivan a l@s lector@s para que sean
partícipes de nuestro trabajo.
A mi editora, Esther Escoriza, por creer en mí y en mi trabajo desde un primer
momento y darme la oportunidad de formar parte del Grupo Planeta.
A mi amiga Ana Silva por seguir a mi lado desde hace tanto tiempo, siempre al pie
del cañón, tanto si llueve, como si truena o luce el sol. Gracias por tu apoyo
incondicional, mi niña.
A Jordi Aparicio, por ser ese alguien inesperado que irrumpió en mi vida para
quedarse en ella y hacerme tan y tan inmensamente feliz. Por todos los «¿Sabes qué?»
pasados y todos los que están por venir. Por robarme cada día tantas sonrisas, por
forjar un futuro en común y colmar mi alma de ilusión. Gracias, mi vida, por ser como
eres: tan especial. No olvides nunca que te quiero con todo mi ser.
Como siempre, sólo me queda dar las gracias a mi hijo, Aleix Subirà, que no por
ser el último en la lista es el menos importante, al contrario. Él es mi vida completa y
mi razón de existir; la sangre que corre por mis venas, el aire que exhalo a cada
segundo. Él es mi pasión y mi sueño. Por él merece la pena todo: las noches en vela, el
comer a deshoras, la impotencia por no hallar la palabra adecuada. Por él, y sólo por
él, merece la pena seguir luchando, creando sueños para vosotr@s...
¡Gracias infinitas, de todo corazón, por hacer de mi sueño una hermosa realidad!
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Nací en Barcelona hace cuarenta y un años. Diplomada en Ciencias Empresariales por
la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona en el año 2006, me considero contable de
profesión, aunque escritora de vocación.
Soy madre de un precioso niño de ocho años —Aleix—, a quien dedico en cuerpo
y alma mi vida y mi obra.
A principios de 2013 me decidí por fin a tirarme de lleno a la piscina y
sumergirme en mi primer proyecto: la saga «Loca seducción». Todo empezó como un
divertido reto a nivel personal, que poco a poco fue convirtiéndose en una gran pasión:
crear, inventar y dar forma a historias, pero sobre todo hacer soñar a otras personas
mientras pasean por mis relatos.
Encontrarás más información sobre mí y mi obra en:
<http://laslokasdeevapvalencia.com/>;
<http://www.evapvalencia.blogspot.com.es/>;
<http://evayaleix.wix.com/evapvalencia> y
<https://www.facebook.com/evapvalencia/?fref=ts>.
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Notas
* Sinogramas utilizados en la escritura del idioma japonés.
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* Ain’t no Sunshine, Virgin Records, interpretada por Lenny Kravitz. (N. de la E.)
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* También llamado diagrama de espina de pescado, diagrama de Grandal o diagrama causal, es una herramienta
que representa la relación entre un efecto (problema) y todas las posibles causas que lo ocasionan.
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* No Ordinary Love, Sony, interpretada por Sade. (N. de la E.)
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* All Night Long, Confetti Recordings, interpretada por Aretha Franklin. (N. de la E.)
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* On My Mind, Universal Music Spain, interpretada por Ellie Goulding. (N. de la E.)
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* Sea of Love, Crimson, interpretada por Phil Phillips. (N. de la E.)
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* El shibari (literalmente, «atadura») o kinbaku («atadura tensa») es un estilo japonés de bondage que implica atar
siguiendo ciertos principios técnicos y estéticos y empleando cuerdas generalmente de fibras naturales.
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* En ajedrez, la posición de jaque mate, expresión procedente del persa y del árabe y que literalmente significa «el rey
no tiene escapatoria».
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* Literalmente, «maestro de la cuerda» o «fabricante de cadenas». Nawashi son aquellos que tienen alguna habilidad
reconocida en el arte erótico histórico del kinbaku.
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* I’m God (Instrumental), interpretada por Clams Casino. (N. de la E.)
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* Alga unicelular que vive en el mar, en agua dulce o en la tierra húmeda.
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* AP: estudio retrospectivo indirecto de la conducta, personalidad y estado emocional previos al fallecimiento de la
persona.
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* Shelter, Atlantic Records UK, interpretada por Birdy. (N. de la E.)
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* Your Song, Universal Music Spain S. L., interpretada por Elton John. (N. de la E.)
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Tentación
Eva P. Valencia
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su
transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u
otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser
constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal)
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04
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© Imagen de la cubierta: HixnHix and Jag - Shutterstock
© Fotografía de la autora: archivo de la autora
© Eva P. Valencia, 2016
© Editorial Planeta, S. A., 2016
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www.editorial.planeta.es
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Primera edición en libro electrónico (epub): septiembre de 2016
ISBN: 978-84-08-16117-2 (epub)
Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L. L.
www.newcomlab.com
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