La muerte de mi padre

Anuncio
Tomado de El Colombiano Domingo 25 de Agosto de 2002
Por: Héctor Abad
La muerte de mi padre
Han pasado quince años desde que lo mataron, y durante estos quince años yo he sentido que
tenía el deber, no de vengar su muerte (pues a nosotros nunca nos enseñaron a vengarnos),
sino de contarla. No puedo decir que su fantasma se me haya aparecido por las noches, como
el fantasma del padre de Hamlet, a pedirme que vengue "su monstruoso y terrible asesinato".
Las pocas veces que he soñado con él, en esas fantasmales imágenes de la memoria y de la
fantasía que se nos aparecen mientras dormimos, nuestras conversaciones han sido más
plácidas que angustiadas, y en todo caso llenas de ese cariño físico que siempre nos tuvimos.
No he soñado con él -ni él ha soñado conmigo- para pedir venganza, sino para abrazarnos. Tal
vez sí me haya dicho, en sueños, como el fantasma del rey Hamlet, "recuérdame", y yo, como
su hijo, puedo contestarle: "¿Recordarte? Ay, pobre espíritu, sí, mientras la memoria tenga un
sitio en este globo alterado. ¿Recordarte? Sí, de la tabla de mi mente borraré todo recuerdo
tonto y trivial, las enseñanzas de los libros, las impresiones, las imágenes que la experiencia y
la juventud allí han grabado, y tu deseo solo vivirá dentro del libro y volumen de mi cerebro,
purgado de escoria". Si recordar es pasar otra vez por el corazón, siempre lo he recordado. No
he escrito por un motivo: su recuerdo me conmovía y al contarlo las palabras me salían
húmedas, untadas de lamentable materia lacrimosa. Ahora han pasado tres veces cinco años y
la herida sigue ahí, en el sitio por el que pasan los recuerdos, pero más que una herida es ya
una cicatriz. Creo que es hora de escribir mi recuerdo. Sus carcajadas ya no resuenan en
ninguna parte, salvo en mi memoria. No puedo resucitar su risa con palabras, ni devolverle al
mundo su alegría. Sus tristes y amargados asesinos, en cambio, siguen libres, y cada día son
más y más poderosos. Preferiría hablar de su vida que de su muerte, pero antes tengo que
contar cómo lo mataron. ¿Para qué? Para nada. O para lo más simple y esencial: para que se
sepa. Contaré, primero, lo que estábamos haciendo tus hijos cuando te mataron. Empiezo por
mí. Llegué a las cinco de la tarde a tu oficina, y en ese momento estabas saliendo. Que ibas
para un velorio, me dijiste, de un maestro que habían asesinado esa mañana. Tenías 65 años y
yo 28; nos despedimos de beso, como siempre, después de comentar que otra vez me habían
negado un puesto de profesor de cátedra en la Universidad. Optimista hasta el último
momento, me contestaste que algún día ellos mismos me iban a llamar. Me puse a trabajar y a
las seis de la tarde empecé una junta. Mientras leía el acta anterior, me llamaron al teléfono.
Era un periodista de radio. Me dijo: "Menos mal que te oigo. Por aquí estaban diciendo que te
habían matado". Yo colgué y en ese mismo instante sentí el relámpago de una certeza: si no
me habían matado a mí, tenían que haber matado a alguien que se llamaba con mi mismo
nombre. Fui a la oficina de mi mamá y le dije: "Creo que mataron a mi papá". Dije "creo" como
en un último intento por mitigar la certeza con una última esperanza de que no fuera cierto. Mi
mamá sólo pudo decir, "Ay, no, no, no", y por mucho tiempo solamente repitió ese monosílabo:
no, no, no, no. En esos días mataban a todos los activistas de izquierda, uno tras otro, como si
fueran moscas. Esa misma mañana, por radio, habían leído la lista de las personas que un
escuadrón de la muerte planeaba asesinar en el país. En la lista había periodistas, actores,
activistas por los derechos humanos. Ahí estaba su nombre. Salimos de la oficina y caminamos
hacia la calle Argentina, donde sabíamos que estaban velando al maestro. Caminábamos
rápido, y conservábamos una última ilusión de que todo fuera un malentendido, pero la gente
del corrillo se abrió a nuestro paso y un empleado de la oficina asintió con la cabeza. Estaba en
el cruce de Argentina con Girardot. Lo encontramos boca arriba, en un charco de sangre, entre
la acera y la calle, cubierto a medias por una sábana blanca que se iba tiñendo de rojo. Lo
toqué con el temor con que se toca a un niño recién nacido, como si un simple roce pudiera
hacerle daño. Aún estaba tibio pero no respiraba ni se movía. Mi mamá le quitó el anillo de
matrimonio. Yo encontré en los bolsillos de su chaqueta tres cosas: una bala que no alcanzó a
entrar, la lista de los amenazados y un poema de Borges. Por la lista y el poema (una especie
de epitafio que empieza: "Ya somos el olvido que seremos?" supimos que él sabía con qué se
iba a encontrar a la vuelta de la esquina. Adentro, en la sede del sindicato de maestros, estaba
también el cuerpo exánime de Leonardo Betancur, uno de sus discípulos más queridos en la
Facultad de Medicina. Supimos días después que los sicarios, dos, llegaron en moto, pero
fueron recogidos a pocas cuadras de ahí por un Mercedes último modelo. La justicia de
Colombia dice no saber quién lo mató. Yo creo saber, en cambio, quiénes lo mataron. No tengo
las pruebas, y como aquel inseguro personaje de Shakespeare, sólo puedo organizar una
pequeña representación de su muerte. Esa representación será un libro que escribiré poco a
poco.
http://atletasmaster.com.ar/Poetas/mi_padre.htm
Documentos relacionados
Descargar