Conferencia "Jasper Fforde, Thursday next y la metaficción"

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Premio UPC de ciencia ficción 2007
Conferencia, 23/11/2007
Jasper Fforde
Jasper Fforde; Thursday next y la metaficción
En primer lugar, me gustaría agradecer al comité del Premio de Ciencia Ficción de la UPC que
me haya invitado a hablar aquí, en Barcelona, una ciudad que he visitado en muchas
ocasiones. Vine aquí por primera vez en los días anteriores a las Olimpiadas, cuando trabajaba en la industria del cine. Rodábamos anuncios de televisión en los baños públicos
abandonados frente al mar y en otros lugares que ahora han desaparecido. Regresé en
numerosas ocasiones en los años noventa, cuando Barcelona era el lugar de moda para el
rodaje de anuncios. Durante la pausa de la comida y en el poco tiempo que teníamos entre
montaje y desmontaje, solía escabullirme para hacer mi peregrinaje personal por el mundo de
Gaudí, tomaba el autobús que llevaba hasta su aldea inacabada para sentarme a pensar y, a
veces, sólo para sentarme. En otras ocasiones, salía en busca de los vestigios de la gran
Exposición Universal de 1929, ya que soy un gran admirador de aquellas magníficas exposiciones universales, los lugares donde Suecia exhibió una locomotora Steam Elephant mejorada y donde Bélgica construyó un ornamentado pabellón totalmente con chockcrete, un
material de construcción basado en el coco.
Pero después dejé de trabajar en la industria del cine -en Italia, en el Grand Sasso, en un
aburrido anuncio de Telecom Italia con un indiferente Leonardo DiCaprio- y mis visitas a
Barcelona cesaron abruptamente, y la escultura de Lichtenstein y los loros tuvieron que
arreglárselas sin mí. Eso fue en el 2000, y el motivo de que se produjera aquel cambio en mi
carrera fue que, asombrosa y maravillosamente, alguien había aceptado publicar los libros que
había escrito en los últimos diez años. Siete años después, sigo escribiendo y mis dos
primeros libros han sido publicados ahora por Ediciones B, a quienes estoy muy agradecido,
pues estoy firmemente convencido de que la Sagrada Familia nunca quedará terminada si no
inspecciono personalmente los progresos con cierta regularidad.
Ah, sí, debería también expresar mi agradecimiento a mi traductor simultáneo, que está
haciendo un trabajo fantástico convirtiendo mis desatinos en un festival de erudi-ción
intelectual.
(Pausa, mira al traductor)
Me pregunto si será bueno. Veamos: "Disculpe, excelencia, pero el sombrerero del herma-no
del tío de mi tía tiene alergia a los gorilas albinos".
No está mal. Me pregunto qué pasa si digo algo en español o catalán.
"Me llamo Jasper Fforde y mi libro se titula El caso Jane Eyre". (Compruebe si es correcto, por
favor!)
(Traductor (en inglés): "My name is Jasper Fforde and my book is "The Eyre Affair").
Queda un poco raro. ¿Y en alemán? "Haben sie mein dodo gesehen?"
(Traductor: "Gdzie jestv moje dodo")
Mm. Eso ha sonado a checo. Muy raro.
Como sea.
El título de mi charla iba a ser "Thursday Next y la metaficción", pero podría salirme por más de
una tangente. En primer lugar, porque así es como suelo pensar y escribir y, en se-gundo
lugar, porque no estoy exactamente seguro de lo que significa la palabra metafic-ción. Se trata
de uno de esos términos difusos con los que bromean aquellos a quienes les gusta más
estudiar la ficción que disfrutar de ella, y emplean expresiones como "topogra-fía narrativa",
"ausentación de la realidad", "eje paradigmático de asociaciones" y "cadena metafórica de
significantes desterritorializados".
(Miro al traductor)
¿Todo bien?
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Para aquellos que no conozcáis mi trabajo, quizá debería explicar en términos llanos qué es lo
que hago. Mi género es, creo, la "ficción-ficción". Escribo libros para personas a las que les
gustan las historias e historias para personas a las que les gustan los libros. El rico filón de
ideas con el que tropecé casi por accidente mientras jugueteaba irresponsablemen-te con
Dorian Grey una lluviosa tarde de martes fue que los personajes de los libros son reales y
están vivos, y son humanos -y sólo representan sus papeles ante nosotros, su pú-blico.
No es por casualidad que sólo puedas tener abiertas dos páginas frente a ti cuando estás
leyendo un libro, porque si pudieras leer tres páginas más adelante, verías a los ocupantes del
libro intentando prepararse frenéticamente para la inminente escena y si pudieras mi-rar tres
páginas más atrás, verías cómo se desmontan los decorados y se envían hacia otros libros
donde los necesitan -de hecho, he descubierto que sólo hay doce pianos en la ficción, y es
necesaria toda una brigada especial de expertos en la logística de la narrativa con pia-no para
comprimir y enviar esos instrumentos a través del espacio intergénero allí donde se les
necesita a continuación. En esta zona "postlectura" los personajes se relajarían y se felicitarían
mutuamente por una escena bien interpretada, diciendo cosas como:
(voz teatral)
"Has estado deslumbrante, cielo, todo el género del espionaje habla de ti".
En un instante, ellos, también, serán transportados hacia otro libro, donde, con un rápido
cambio de género y con un sombrero diferente, representarán otro papel en otro género. De
hecho, llegaría incluso a decir que cada libro que posees, cuando está en reposo, está
totalmente en blanco, con quizá sólo un cuidador descrito toscamente en la página noven-ta y
siete, sentado junto a un brasero resplandeciente, calentándose las manos, bebiendo una taza
de té y sumido en sus sueños de grandeza, en los que, si estudia verdaderamente mucho en la
Escuela para Personajes de San Tabularasa, algún día podrá combatir con alienígenas del
espacio en el cuadrante gamma a bordo de una novela de ciencia ficción de dudosa calidad.
Con este telón de fondo, he inventado un personaje que nos guiará, como Alicia, por un
extraño paisaje de personajes díscolos, peligrosos virus de errores ortográficos, patrullas de
ataque con el objetivo de asesinar a Heathcliff de Cumbres Borrascosas y formas de vida
parasitarias decididas a devorar la gramática. Se llama Thursday Next y no le importa na-da de
nadie, a excepción de Miss Havisham de Dickens, con quien no deberíais cruzaros, ni
mencionarle su boda.
En la primera de las series, The Eyre Affair, presento a Thursday e introduzco el universo
paralelo al que ella llama hogar: un mundo de aeronaves, dodós de reingeniería, neander-tales,
tíos inventores chiflados y una población que ama la literatura mucho más que noso-tros en
este mundo. En el mundo de Thursday no hay hooligans pegándose unos a otros por equipos
de fútbol, sino hooligans que se pegan sin sentido por discutir si fue Shakes-peare o Marlowe el
mejor autor teatral isabelino -ya veis, un lugar mucho mejor. Thursday trabaja para los
detectives literarios y está en el caso de alguien que ha secuestrado a Jane Eyre del libro que
lleva el mismo título. Puesto que el libro está narrado en primera perso-na y Jane fue
secuestrada del manuscrito original, todos los ejemplares de Jane Eyre están en blanco a partir
de la página 206 y Thursday debe devolver a Jane a su libro, derrotar el tercer hombre más
malvado del mundo, mejorar el final de Jane Eyre y, al mismo tiempo, intentar cubrir las
lagunas de su vida profesional y amorosa.
No contento con endosar mis, en cierto modo, extrañas ideas al público lector, saqué una
segunda serie, Lost in a Good Book, en la que conocemos mejor el mundo de los libros, don-de
toda la ficción existe en un estado de caos ordenado dentro de una "Gran Biblioteca" en la que
se encuentran todos los libros que se han escrito. A Thursday le encanta poder pa-sar de un
libro a otro, rellenando huecos de la trama o llevando a cabo tareas de manteni-miento
generales para conservar las novelas en buen funcionamiento. La idea central de todo esto es
que, a pesar de la noble intención de la ficción de entretener e ilustrar, las co-sas nunca son
tan simples. Y en los libros, como en la vida, el drama y el peligro nunca es-tán muy lejos.
Puesto que cualquier cosa que haya sido creada por la humanidad tiene que llevar el error y la
malicia incorporados desde su concepción (por ello la energía nuclear nunca podrá ser 100 %
segura) propongo que los libros no sean diferentes, y si los perso-najes menores quieren tener
un papel mejor y si el asesinato y la violencia no sólo proba-blemente, sino positivamente, se
fomentan como una necesidad narrativa, es necesario que haya una agencia de control dentro
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de la ficción. No sólo para mantener una vigilancia cuidadosa de los personajes ansiosos por
avanzar en el mundo añadiendo sus propios diá-logos, sino también la autorización de nuevas
ideas, la confiscación de dispositivos para pasar páginas mal construidos, el peligro de las
historias de fondo autoextraíbles, disposi-tivos errantes de trama "cabeza en una bolsa" y otras
ostentaciones basadas en la historia demasiado numerosas para mencionarlas.
Esta agencia de control se llama Jurisficción y la dirigen personajes de ficción, así como varios
personajes que yo mismo creé para que pudieran ser prescindibles, como la cara irreconocible
que vemos al comienzo de un episodio de Star Trek. Y, por supuesto, la pro-pia Thursday Next,
que se lanza a un mundo de ficción extraño donde ocurre cualquier cosa y se espera cualquier
cosa -al fin y al cabo, es ficción y esa es la cuestión.
Pero, ¿de dónde ha salido lo de escribir ficción sobre la ficción? ¿Y cómo se puede crear un
subtipo de género totalmente nuevo que encajará con la misma facilidad en los estantes de
fantasía como en los de ciencia ficción, crimen, ficción literaria y ficción general? Al prin-cipio
no estaba muy seguro, pero, con los años, lo tengo más claro.
Las historias están a nuestro alrededor. Están por todas partes. Aprendemos de ellas,
hablamos sobre ellas y nos entretienen. No hay ninguna faceta de la actividad humana que no
se vea influida por una narrativa de algún tipo. Cuando erais niños vuestros padres os decían
que si tocabais el horno os quemaríais y después lo lamentaríais -y esto, en sí, es una pequeña
tragedia en tres actos. Nos involucramos con otros en historias cuando chis-meamos o
contamos un chiste, o relatamos un fin de semana. Muy a menudo, añadimos detalles a las
historias para que suenen más excitantes y, a veces, nos inventamos las cosas por completo.
El don del pensamiento abstracto que nos ha permitido sobrevivir tan bien en un entorno hostil,
también nos ha dado la habilidad de inventar o modificar la realidad -en ocasiones con
finalidades nefastas y, en ocasiones, como entretenimiento. Básicamente, los escritores se
ganan la vida contando mentiras enormes -pero la gente ya lo sabe, así que no importa.
Curiosamente, a menudo, los escritores pueden imbuir más emoción en la ficción que en un
relato de acontecimientos reales -la realidad queda mucho mejor si se la embellece un poco.
Las historias, en todas sus formas, ya sean libros, chistes, guiones de radio, cine, teatro y lo
que sea no son más que una extensión natural de lo que los humanos hacen mejor: pueden
pensar de manera abstracta y crear escenarios alternativos en sus mentes a partir de una
asombrosa gama de variables, y lo hacen muy bien.
Pero lo extraño es que, en la mayoría de los casos, no sabemos cómo lo hacemos –o, ni siquiera, que lo hacemos. El gran escritor americano de relatos breves Ambrose Bierce dijo una
vez: "Cualquiera puede contar algún tipo de historia, la narración es uno de los pode-res
elementales de la raza". Tenía razón. La narrativa se infiltra en nosotros desde nuestros
primeros días e infunde, como el lenguaje, una manera de ver el mundo, de ordenar los
acontecimientos para darles sentido, y una comprensión innata de la gramática de la na-rrativa.
De hecho, sería imposible imaginar un mundo sin historias -incluso los escenarios que
visualizas en tu mente cuando proyectas hacer algo: los posibles resultados de posi-bles
acciones no consisten, ni más ni menos, que en tejer una serie de eventos probables; cualquier
decisión importante en tu vida a la que hayas dado profunda consideración ha sido tomada
después de haber visualizado diversos resultados en tu mente -relatos breves, por decirlo así,
proyecciones de lo que podría ser.
Pero las historias que más nos interesan aquí son las que utilizamos para entretener y esas
historias son como la vida -parece que surgen espontáneamente de la nada, evolucionan, se
extienden como un virus, se quedan latentes y después vuelven a la vida de nuevo años
después. Como la vida, sólo quieren ser, aunque no demasiado. Se contentan con vivir en una
confortable simbiosis con sus amos. Dependen de nosotros para que les demos poder y
relevancia y nosotros dependemos de ellos para que nos entretengan y nos ilustren. Las
historias son universales. No existe ni una sola cultura en la tierra que no tenga una com-pleja
tradición narrativa y, por lo general, del mismo tipo. Chico conoce a chica, chico no puede
conquistar a chica porque algo se interpone -normalmente, un padre- y la historia adquiere
complejidad de ahí en adelante.
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La mayoría de escritores estará de acuerdo en que, por lo general, no sabemos muy bien qué
hace que una historia sea buena, o un personaje excéntrico, o una situación intrigante, o
porqué algo es divertido; o qué es particularmente triste, o conmovedor. Por lo general, las
cosas "quedan bien" y es un escritor muy controlado el que es totalmente consciente de que la
intuición tiene el papel principal. En mi caso, era un papel mucho más principal del que había
creído al principio.
Había empezado a escribir mucho antes de aquel último trabajo en el Grand Sasso para
Telecom Italia en el 2000. Fue en 1988, yo tenía veintitantos años y empezaba a darme cuenta
que no era necesario que tuvieras letras detrás de tu nombre para coger un bolígra-fo. Yo era
el único no académico de una familia muy académica, y dejé la escuela a los die-ciocho años
sin los beneficios de una educación universitaria. Sólo quería trabajar -en el cine, en aquel
momento, aunque en nada creativo, simplemente era un técnico de cámara, alguien que
evitaba que los actores se salieran de encuadre y que encendía la cámara, que se podría
afirmar que es el trabajo más importante que hay. No, sólo trabajaba en el cine porque eso era
lo que quería hacer -trabajar en HISTORIAS, y estar cerca del proceso na-rrativo. Estuve
componiendo guiones de cine durante un tiempo ya que, como todos los demás en el mundo
del cine, quería dirigir antes de los veinticinco. (Un legado de Orson Welles, me temo, que
tristemente ha dejado un rastro intermitente de malas películas hechas por jóvenes arrogantes
que querían hacer cine pasara lo que pasara. Curiosamente, estoy firmemente convencido de
que Orson Welles vivía su vida a la inversa. En lugar de empezar por crear una de sus mejores
películas y después hacer películas cada vez peores para acabar haciendo anuncios de jerez,
debería haberlo hecho al revés). Para ayudarme en mi fantasía wellesiana, empecé a escribir
guiones de cine, ya que Bob Zemeckis (el de las famosas Regreso al Futuro y, más
recientemente, Beowulf) dijo una vez que siempre puedes abrirte camino hasta el cine
escribiendo, algo que es tan cierto ahora como lo era entonces, ya que la cantidad de guiones
decentes que salen de Hollywood puede escribirse en letras muy grandes sobre una pequeña
hormiga y que, presas del pánico, los producto-res sólo hacen secuelas y nuevas versiones y
héroes del cómic y, después, secuelas de los héroes del cómic y, en un caso, una nueva
versión de una secuela de un héroe del cómic. En cualquier caso, creía que escribiría un guión
extraordinario y después me sentaría a es-perar los cheques que Hollywood me haría pasar
por debajo de la puerta. Unos años des-pués había escrito varios guiones, todos ellos bastante
decepcionantes. Entonces, al ente-rarme de que Graham Greene escribía tratamientos de
10.000 palabras para comprender mejor a los personajes y, después, los convertía en guiones
de cine, se me ocurrió hacer lo mismo y empecé a escribir relatos breves.
Doce relatos después, y al ver que ninguno de ellos se había convertido en guión y que
disfrutaba con ellos tremendamente, decidí que escribir era mucho más divertido y, a pe-sar de
que no tenía titulación ni formación para ser escritor (aparte de ser un ser humano, que se
supone que es toda la titulación que necesitas) decidí, con cierta arrogancia, que lo intentaría y
vería adónde me conducía. En última instancia, aquello me ha llevado a estar hablando ante
vosotros ahora, con siete libros publicados en dieciocho idiomas y más de dos millones de
ejemplares impresos. Pero el camino que me llevó hasta ahí fue inusual en cuanto a que... yo
no tenía ni idea de qué estaba haciendo y sólo ahora he conseguido de-terminar qué es lo que
hago, porqué parece funcionar bien, y que mi carrera de escritor se ha desarrollado a la inversa
-primero escribir y, después, entender vagamente lo que esta-ba haciendo en realidad.
Cuando empecé a escribir, todo parecía muy divertido (todavía lo es, ahora que lo pienso) y me
divertía, como lo sigo haciendo en el presente, imaginando escenarios totalmente improbables
y, después, envolviéndolos en un mundo narrativo en el que estas mismas nociones extrañas e
improbables no sólo fueran plausibles, sino probables. En lo más pro-fundo de mi
subconsciente creo que allí se encontraba mi zona de confort. Después de to-do, el motivo que
me había llevado al cine era que me gustaba la idea de crear realidades a partir de la nada,
más que del humo y los espejos -los decorados de cine en los que en un lado aparecía roca
sólida y, en el otro, poco más que escayola y cuatro por dos. Tras unos comienzos vacilantes
en los que mis ideas pasaron de lo extraño -la noción de todo un sis-tema solar formándose y
después muriendo en tu propio salón en un período de tres días- pasando por lo muy extraño,
alguien convirtiéndose en banana, hasta lo sólo suavemente extraño, un embaucador de
gorilas, descubrí hasta qué niveles de extrañeza podía llevar la narrativa y salir bien parado.
Curiosamente, no fueron las extrañas ideas con las que había soñado, sino el mundo que las
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rodeaba. En realidad, fue un subterfugio -por raro que sea el concepto, haz que el mundo sea
aún más raro y quedará bien- siempre que ese mundo si-ga siendo familiar. Muy pronto me di
cuenta de que los lectores suspenderían su incredu-lidad si la tela sobre la que se pintaba la
historia parecía... reconocible.
Esta suspensión de la incredulidad me fascinaba, y todavía lo hace. Representa los rasgos
humanos extremadamente positivos de la adaptabilidad, la confianza, la curiosidad y la
imparcialidad que diferencian a los autores del género de la fantasía y la ciencia ficción de los
demás. Es una extraña barrera invisible, la del "horizonte de la incredulidad", y si la traspasas,
los lectores dejarán el libro a un lado. Pero, por lo general, los autores de fanta-sía y ciencia
ficción han aprendido a surfear por el "horizonte de la credibilidad" dentro de lo que es
aceptable. De vez en cuando, caes al agua, pero siempre que estés atado a la tabla de surf,
puedes recuperarte, rehacerte, empezar de nuevo un capítulo y volver a intentar-lo.
Hacia 1992 empecé un relato breve que acabaría convirtiéndose en mi primera novela acabada. El concepto era simple: imaginé que los personajes que conocíamos de los cuentos
infantiles eran, en realidad, personas reales y las historias que escuchábamos al acostarnos
eran sólo débiles ecos de lo que había ocurrido en realidad y que los años habían suaviza-do
hasta convertirlo en algo aceptable para los oídos infantiles. Me gustó esta idea y utilicé a
Humpty Dumpty como asesino misterioso en un mundo donde los personajes de los cuentos
infantiles se movían con bastante libertad, pero, por lo general, no eran conscien-tes de su
legado de ficción. Curiosamente, la mayoría de los cuentos infantiles son muy violentos y son
buenos thrillers: en Hansel y Gretel se mezclan el abandono de niños, el se-cuestro, el falso
encarcelamiento, el canibalismo y el ser quemado con vida. Un buen mate-rial para los niños,
por supuesto, pero no para los adultos, de naturaleza nerviosa. Al mez-clar los cuentos
infantiles con el crimen, rompí inadvertidamente una regla cardinal: la de no cruzar géneros.
Por suerte, no había oído hablar de esta regla. De haberlo hecho, nunca me habría atrevido a
romperla.
Me gustaba mucho la idea de volver a contar los cuentos infantiles, y pensando en ello más
tarde, había recurrido a algo a lo que todo los escritores recurren cuando escriben un libro: la
mente del lector. Pero, allí donde normalmente se recurre a emociones comparti-das,
situaciones y hechos familiares, yo explotaba un rico filón de memorias infantiles que habían
quedado cubiertas de una fina capa de polvo desde el momento en que habían quedado
superadas por la inminente madurez. Recurrir a algo al parecer tan fijado y des-pués empezar
a jugar con estas memorias tenía un gran atractivo. Después de todo, ¿a quién no le gustaría
saber qué ocurría en realidad en aquellos extraños cuentos infantiles? En cuanto hube
terminado The Big Over Easy (y no conseguía encontrar una editorial, na-turalmente) escribí la
secuela de un libro que no conseguía publicar. Éste se llamaba The Fourth Bear y reexaminaba
algunos acontecimientos extraños relacionados con el cuento de Ricitos de Oro y los tres osos.
De nuevo, un tema con equilibrio narrativo que podía resis-tir cierto grado de agitación. Puesto
que la fantasía y la ciencia ficción presentan una vi-sión del mundo sesgada, donde esperas
ver lo oculto detrás de lo normal, planteé algunas preguntas, al parecer obvias, relativas a los
tres osos que nunca habían recibido una res-puesta satisfactoria. En primer lugar, ¿por qué
mamá oso y papá oso dormían en camas separadas? Parece un caso de discordia marital
dentro de la unidad familiar oso. En se-gundo lugar, ¿por qué la temperatura de la sopa del
osito que estaba en el plato pequeño era idónea, mientras que la de mamá osa, en el plato
mediano, estaba demasiado fría? Puesto que sabemos que todas se sirvieron al mismo tiempo,
nos encontramos ante un problema termodinámico. Añadamos a esto una rubia enigmática que
desaparece y creo que estare-mos de acuerdo en que ahí hay un misterio indescifrado que
necesita respuesta -y ha esta-do ahí, sin resolver y desapercibido ante nuestros ojos, durante
casi dos siglos.
Obviamente, estos libros no podían basarse en una única premisa central, del mismo mo-do
que en un tiovivo no puede haber sólo un poni, de modo que empecé a inyectar otros
elementos que me interesaban y ahí es donde se abre el segundo frente de mi obra. Me interesaba el material. El material de los cuentos, el material del cine y la televisión, el mate-rial
de los libros, el material científico, el material de las culturas populares -todo tipo de material. Y
con este material empecé a embellecer mis historias con nociones que me gus-taban pero que,
por otra parte, eran apátridas: una forma de energía nuclear de fusión fría basada en agua
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pesada dentro de pepinos, la idea de que los alienígenas viven en mi mundo narrativo, pero
nadie les habla porque son demasiado aburridos, y que en una no-vela de suspense, puedes
introducir tantas referencias como sea posible al gastado género del crimen de una manera
satírica -y salir bien parado.
Ese libro tampoco encontró editorial, al menos no hasta 2005-2006, cuando fue publicado junto
con el libro de Humpty Dumpty. No estaba seguro de qué había aprendido de aque-llos libros,
aparte de que las editoriales se aterrorizan cuando les envías un extracto que parece extraño.
Llega un momento en la carrera de cualquier escritor que no haya sido pu-blicado en el que
empiezas a plantearte preguntas de búsqueda, como "¿van a publicar-me?" o "¿qué debo
escribir para que me publiquen?". Pensé en seguir un curso de escritu-ra, pero lo rechacé,
pues quería descubrirla por mí mismo, cometer mis propios errores y, de ser posible, encontrar,
en todos aquellos errores, algo que pudiera ser nuevo y diferen-te.
En la actualidad, cuando hablo con escritores que no han sido publicados les digo, independientemente de su edad, que deben pensar a largo plazo. Los escritores, salvo unos pocos
dotados, rara vez tienen éxito de la noche a la mañana o, si lo tienen, les ha costado una
década conseguirlo. Una regla general dice que si quieres que te publiquen puedes prever que
escribirás siete libros en diez años. Por otra parte, podrías tener un tío en el sec-tor editorial, o
ser una celebridad, o sólo poner "Da Vinci" en el título, pero eso son excep-ciones. En términos
más simples, si puedes pasar del rechazo de tu quinto libro a empezar el sexto sin perder el
entusiasmo, tienes lo necesario para ser escritor. Las buenas ideas son útiles, pero la
verdadera habilidad está en ser capaz de sentarse y mirar un teclado duran-te diez horas al
día, semana a semana, anotando tus ideas, sólo para borrarlas, reescribirlas y volverlas a
borrar.
Me encontraba en esa encrucijada en invierno de 1994 y con dos libros saludablemente rechazados por todos aquellos a quienes se los había enviado -había llegado el momento de
pensárselo bien. ¿Me rendía? Claramente, no había mucho interés. Pero yo me estaba divirtiendo, así que, en lugar de preocuparme porque me publicaran, debía darle a aquello menos
importancia en mi lista de prioridades y embarcarme en un nuevo proyecto que era totalmente
invendible, pero que contenía todos los elementos extraños que me gustaban -nociones
centrales inusuales, un mundo extraño donde enmarcarlo todo y muchos mate-riales raros que
me atraían.
De modo que ahí va un consejo para todo aquel que quiera ser escritor: escribe como si nunca
fueras a publicar, escribe para ti, porque te gusta. Eso es lo que hice. Todo lo raro que se me
ocurría iba a la mezcla y cuando salió el pastel era casi por completo impublica-ble.
Entremezclaba géneros, rompía reglas, mezclaba a Jane Eyre con los hombres lobo, el viaje
en el tiempo con el romance, la sátira con los chistes tontos y el horror con la narrati-va
alternativa. Nadie quería publicarlo y, de hecho, nadie quería leerlo. Me puse a escribir otros
tres libros igualmente impublicables y tuve que esperar otros seis años antes de sa-carle el
polvo al manuscrito y enviárselo a un agente, quien al cabo de una semana lo había colocado
en mi editorial. No lo entendí muy bien, pero pronto me quedó claro que su fuerza estaba en su
misma rareza, el mismo motivo por el que no conseguía publicarlo era el motivo por el que
podría hacerlo. A las personas les gusta lo diferente y, a veces, las editoriales asumen riesgos.
El libro era The Eyre Affair -el de Thursday Next que he mencionado antes. Se trataba de un
libro que escribí usando unas pocas ideas que había aprendido de los libros infantiles -que es
una gran ventaja tomar personajes de nuestro pasado colectivo y darles ligeramente la vuelta
para ver otro ángulo. Los cuentos infantiles estaban bien, pero, se me ocurrió pen-sar qué
pasaría si atacaba los clásicos del mismo modo. Al pensar en ello diez años des-pués de
haberlo escrito, finalmente vi porqué tenía sentido. Atacar, de manera irreverente, el "territorio
sagrado" de los clásicos, tiene en sí cierto sentido de "reírse desde el fondo en clase de inglés",
el estallido de rebeldía que siempre quisimos tener en la escuela; las irre-verentes, pero
verdaderas, observaciones sobre los clásicos que pueden destacarse con fi-nalidad
humorística: que en El Mercader de Venecia no se haga mención a los canales, o que no había
relojes en tiempos de Julio César, o que Hamlet, sin igual en su propio libro, de-bería
emparejarse con Iago en una obra secundaria titulada Hamlet V Iago, del mismo mo-do que los
cineastas creen que han dado con una veta de oro macizo con Predator V Alien. Pero no
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parecía adecuado insultar a los clásicos, ya que, por lo general, son bastante bue-nos (excepto
Cumbres Borrascosas; ése nunca me gustó). De modo que volví a ellos sin la ventaja de una
titulación en inglés, estudié las historias desde mi propio punto de vista y observé los fracasos
(y los triunfos) ya que los veían sin las, a veces, convencionales nocio-nes que se difunden en
las escuelas.
Y así es como comprendí cómo funcionan los libros y cómo convertirlos en tema de mi propio
trabajo. Parecía muy simple: no estaba recurriendo a mi propia memoria, sino a nuestra
memoria compartida, ya que a la mayoría no le gusta Cumbres Borrascosas, y Milton todavía
interesa menos. Al comprender esto me di cuenta de que así es cómo funcionaban todos los
libros -recurren a la memoria colectiva que contiene las experiencias similares que tenemos
como humanos. Flota por encima de nosotros como una enorme nube, una especie de Internet,
pero sin conexión, y todo el mundo pertenece a ella y contribuye a ella.
Iría más allá y diría que leer y escribir es, en realidad, lo más cercano que tenemos al teletransporte: un escrito toma una idea o una emoción, primero la transforma en un escena-rio,
después codifica lo que es texto bruto -nada más que garabatos de tinta en una página. El
lector toma ese texto sin vida y recodifica las palabras, compara ese escenario con algo similar
en su propia experiencia vital y reconstruye el escenario en toda su gloria. Cuando un lector
felicita a un escritor, debería reservarse algún elogio para sí mismo -después de todo, son los
lectores quienes hacen todo el trabajo.
Que podamos hacer esto es bastante asombroso, hasta que tenemos en cuenta que, en realidad, podríamos ser mucho más parecidos de lo que creemos. La idea no es bien recibida,
pues a todos nos gusta pensar que somos individuos libres con total control sobre nuestro
destino. El hecho de que puedas predecir la reacción de tu mejor amigo a algo podría su-gerir
que el libre albedrío es limitado. A menudo sabemos qué esta pensando la gente. Só-lo con un
movimiento de cabeza, una risa nerviosa o una mirada extraña. Estas habilida-des son las que
permiten a un escritor dedicarse a su trabajo.
Esto sale ligeramente del tema, pero forma parte del viaje del escritor, el descubrimiento de
hechos destacados sobre el oficio que puedes usar y de los que puedes abusar a medida que
tu carrera progresa. Con una mejor comprensión de los mecanismos de las expectati-vas del
escritor, mejor puedes engañar correctamente a tus lectores, y a medida que mis series
avanzaban, decidí que convertiría esa fascinación por la relación especial entre lec-tor y
escritor en el tema central de mi trabajo: libros sobre libros -o ficción-ficción.
Pero no iba a tratarse de un libro de texto frío, iba a ser una fantasía donde los géneros individuales se sometían a análisis y donde los personajes podían pasar de un género a otro,
subvirtiéndolos en el proceso. Quería tomar géneros gastados, contemplarlos bajo una nueva
luz y revitalizarlos a través de una irreverencia saludable.
La subtrama del viaje en el tiempo es un ejemplo claro. En la actualidad, escribir una nove-la
sobre viajes en el tiempo es un asunto complejo, especialmente, porque el género tiene su
propia gramática narrativa y sus propias reglas, lo que parece raro cuando considera-mos lo
imposible que es en realidad el viaje en el tiempo. ¿Por qué estoy tan seguro? Bue-no, si el
viaje en el tiempo fuera posible habría millones de turistas en el sermón de la mon-taña y en
otros varios destinos turísticos del continuo. Que no existan es prueba suficiente y el resto es
gimnasia teórica. Pero la cuestión es que, por un motivo u otro -el amor humano por el orden y
la repulsión por la paradoja, con toda probabilidad- hay ciertas re-glas que rigen el género. Por
ejemplo, no puedes viajar atrás en el tiempo y matar a tu propio abuelo cuando era niño,
porque entonces no existirías. Yo lo veo así: "¿Por qué no? ¿Lo ha intentado alguien?". Quizá
la industria del tiempo sea así -llena de paradojas inex-plicables que nadie puede resolver, pero
te acostumbras a ello. El padre de mi heroína es un agente erradicado de la élite de los viajes
en el tiempo conocido como el cronoguardián y unas veces existe y otras no, y, a veces, ambas
cosas. Que Thursday naciera sin un padre es desconcertante, pero se acostumbra a ello. Más
adelante en la historia, el marido de Thursday también es erradicado, asesinado por la
cronoguardia a la edad de dos años, es arrancado del presente. Pero, por algún motivo,
Thursday todavía le recuerda, y busca consuelo en un grupo de autoayuda llamado
Erradicaciones Anónimas, donde las perso-nas que creen que una vez tuvieron un pasado
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diferente se reúnen para hablar de la vida que debieron haber llevado. Al tomar estas ideas por
los cuernos e ir intencionadamente contra la corriente predominante, a uno se le pueden ocurrir
nuevas e interesantes pers-pectivas sobre el género, pero que sólo están ahí porque el género
ya se ha establecido en una dirección.
Más adelante, en la serie, creo nuevas paradojas propias usando la gramática que he desarrollado de los viajes en el tiempo: resulta que nadie en la cronoguardia tiene idea de có-mo
viajan a través del tiempo y, aunque haya "máquinas del tiempo" y cosas así, nadie sa-be quién
las inventó ni porqué. El argumento parece sólido: la cronoguardia ha estado uti-lizando algo
llamado "ingeniería de retrodéficit" que, esencialmente, significa que puedes usar una
tecnología ahora, sabiendo a ciencia cierta que se inventará en algún momento del futuro.
Todo aquel que tiene una tarjeta de crédito sabe exactamente cómo funciona. El problema es
que los cronoguardianes están llegando al fin del tiempo y han descubierto, para su decepción,
que el viaje en el tiempo nunca ha sido inventado y, de hecho, es impo-sible -por lo que todos
desaparecen del aquí y ahora, dejándolo todo como estaba. Una pa-radoja, naturalmente, pero
dentro de la subversión del género, totalmente aceptable.
Y esto es importante, ya que como escritor de ciencia ficción o fantasía, básicamente creas las
reglas de tus propios libros. Además, las reglas pueden y deben romperse, aunque po-dría ser
útil dejar los fragmentos para que las líneas de fractura sean visibles si alguien ne-cesita mirar.
Romper las reglas, pero mantener una reserva de convenciones. Tengo unas treinta
convenciones o así que son bastante inflexibles y que incorporo constantemente. Son una
mezcla de las habituales "dar al público lo que quiere, pero no cómo lo espera", pasando por
las correctas "no hagas que el lector se sienta estúpido", o las más personales, como "toma el
camino menos trillado", hasta las más estúpidas, como "no usar la palabra 'majestuoso". La
cuestión es que la suspensión de la incredulidad de la que hablaba antes es importante y sutil
de un oscuro modo académico. Casi no hay límite en cuanto al punto hasta el que puedes
doblar las reglas. En mis libros tengo un mundo de fantasía. Dentro de él hay un mundo de los
libros y, dentro de él, están los libros individuales dentro de los que Thursday puede saltar.
Mundos dentro de mundos dentro de mundos. Es complejo pero, sin embargo, el lector no tiene
ningún problema con ello. Es su triunfo, no el mío. Cambiar las reglas, doblar las reglas, romper
las reglas -pero mantener la lógica interna. Éste es el esqueleto en el que se basa la integridad
del libro.
La cuestión respecto a todo esto es que palabras como metaficción y teoría de la escritura no
te ayudan en nada si quieres intentar algo auténticamente nuevo -debes adoptar un nuevo
ángulo, donde no te domine o te manche el pensamiento convencional, y esto es especialmente cierto en el género de la fantasía y la ciencia ficción. Me gusta pensar que es-tos
días estoy más sintonizado con cómo piensan e interactúan los humanos, y esto me ha hecho
darme cuenta de que todos somos esencialmente iguales; las diferencias son sólo de una
sutileza que estamos especialmente adaptados para captar, o se basan en divisiones
arbitrarias que creamos nosotros mismos. Yo no he hecho mi forma de escribir, mi forma de
escribir me hace a mí.
Pero, finalmente, averigüé qué significaba la palabra metaficción. Se trata simplemente a un
trabajo creativo que se refiere a sí mismo o a las convenciones del género. De eso, me declaro
culpable. Pero la cuestión es que no tenía idea de lo que era la metaficción cuando escribía
sobre ella, ni de que existiera en absoluto. Y eso demuestra, creo, lo que siempre había
pensado: que los análisis críticos sólo pueden seguir a la creación, ya sea en la prosa, la
pintura o la música. Si puedes encontrar tu camino antes de que la "intertextualidad" y la
"demodernidad postconstruccionista" empiecen a obstaculizar el bosque, mucho mejor. Porque
demasiada razón agota el corazón y la mejor prosa es la expresión salvaje de la propia
intuición, sin la carga de largas palabras y sin el ahogo de los rigores de la conven-ción. La
narrativa nos ilustra, nos entusiasma y nos hace avanzar. Las personas no hacen historias, las
historias hacen a las personas.
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