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cuentos
con el mismo
papel
© de los textos: El espejo de Lara Croft y Amaia Cia
© Copyright de la edición de los cuentos:
Ayuntamiento de Logroño.
© Copyright del diseño e ilustraciones: Antonia
Santolaya.
Dep. Leg.:--------------No está permitida la reproducción total o parcial
de este libro, ni su tratamiento informático, ni la
transmisión de ninguna forma o por cualquier medio,
ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por
registro u otros métodos, ni su préstamo, alquiler o
cualquier otra forma de cesión de uso del ejemplar,
sin el permiso previo y por escrito del titular del
Copyright.
CUENTOS
.
CON EL MISMO PAPEL
.
2º CERTAMEN
· Había una vez...
El espejo de Lara Croft
· Souflé de queso...
Amaia Cia
Prólogo
H
abían quedado citadas en el Museo del Louvre,
en Paris. Los personajes de estos cuentos
literarios nos hablan de los deseos, del mundo, de
sus sentimientos. Nos trasladan con facilidad a sus
escenarios y compartimos las anécdotas felices,
fantásticas, respetuosas y sabrosas con las que nos
deleitan.
La Concejalía de Igualdad y la Concejalía de Derechos
Sociales del Ayuntamiento de Logroño, publican de
nuevo la recopilación de cuentos ganadores del II
Certamen Nacional de Literatura “Con el mismo papel”.
A través de estas publicaciones quiere hacer llegar a la
infancia ya la juventud los necesarios y amplios aspectos
de la Igualdad de género, de trato, de oportunidades, de
realidades, de vida.
Se encierran en estos cuentos un “soufflé de palabras”
bellas, armónicas y muy interesantes. Imaginar y
reflexionar son dos actividades necesarias para nuestra
mente. Esta que te ofrecemos es inmejorable. Lee y te
deleitarás. Habla con tus profesores y tu familia sobre
lo que has leído, dialoga con tus amigos y amigas,
explícales a tus abuelos el contenido mágico de estos
cuentos que te han hecho pensar y desear un mundo
más tolerante e igualitario.
Dicen que en cierta ocasión un discípulo le decía a su
maestro: “Siempre nos cuentas historias, pero nunca
nos desvelas su significado”.
El maestro le replicó:” ¿Te gustaría que alguien te
ofreciera fruta y la masticara antes de dártela?”
Te proponemos la lectura de este librito masticando su
contenido y sacándole todo su jugo. ¡Atrévete!
Tomás Santos Munilla
ALCALDE DE LOGROÑO
Concha Arribas Llorente
CONCEJALA DE IGUALDAD
· Había una vez...
El espejo de Lara Croft
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E
ra la hora de dormir y Laricha,
que se había quedado esa noche en
casa de sus abuelos, no tenía sueño.
–Abuelita, cuéntame un cuento.
–¿Un cuento muy bonito?
–¡El más bonito que conozcas!
–Si te lo cuento,
¿te dormirás pronto?
–Sí, abuelita, te
lo prometo.
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–De acuerdo… Había una vez
una princesa muy hermosa…
–¡Ah, sí! –contestó Laricha, muy
complacida– ¡La princesa guerrera!
La abuelita se
sorprendió un poco.
–No, cariño, ese no es el
cuento que yo me sé... Yo
no creo que las princesas
vayan a la guerra. Sólo
van los príncipes…
Como la nietecita no
quería discutir, hizo gestos
a su abuela para que continuara.
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–Pues bien –siguió la abuelita simulando
con la voz inflexiones de misterio–, había
una vez una princesa muy hermosa que
vivía en un palacio de cristal adornado por
un maravilloso jardín, con un lago lleno de
cisnes, y rodeado de un bosque encantado.
La princesita dormía en una cama de oro
con sábanas de seda, y todos los días un
centenar de sirvientas la peinaban con
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un peine de plata y la vestían con sus
trajes bordados… ¿A que a ti también te
hubiera gustado vivir en ese palacio?
–No sé, abuela. Depende… La princesa,
¿a qué jugaba? –preguntó bostezando–
¿Se escondía en el jardín? ¿Perseguía a
los cisnes? ¿Se subía a los árboles?
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–No, cariño, no –contestó la abuela
riendo–. La princesita no jugaba
a esas cosas… ¡Hubiera podido
manchar o romper sus vestidos!
–¡Ah! Entonces, se divertiría con el centenar
de sirvientas… Con tanta gente, siempre
habría alguien para jugar al escondite
o a la goma o al tejo, o para nadar en
el lago o salir al bosque a explorar…
–No, cariño, no… A la princesa no
le estaba permitido jugar con las
sirvientas… Simplemente, permanecía
en su hermoso palacio esperando a su
príncipe… ¡El príncipe azul! –y añadió
emocionándose:– ¡Iba a venir a buscarla
en un caballo encantado! ¡En el cinto,
la espada, y en la mano, un azor!
–¿Y por qué lo esperaba? –preguntó
Laricha, un poco aburrida de que
en ese cuento no pasase nada.
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–Bueno, las princesas… –la abuela
intentó ganar tiempo hasta encontrar
una explicación razonable a esa extraña
pregunta– las princesas siempre esperan
a un príncipe… ¡El cuento es así!
–Vale, abuela, el cuento es así…
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–resignándose, Laricha procuró ser
paciente con el particular relato de
la abuela–. Pero… ¿por qué esperaba
al príncipe? ¿Le traía algún juguete?
¿Alguna videoconsola? ¿Una espada?
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–No, no… Algo mucho mejor…
¡Venía a casarse con ella!
–¿A casarse? ¡Qué raro! –esta vez la
niña quedó absolutamente sorprendida,
pero sabía que discutiendo con la
abuela el cuento no podría mejorar.
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–Pasaban los días y, como el
príncipe no llegaba, la pobre
princesita languidecía de pena…
–Sí, qué pena…Pero, en vez de tanto
esperar, ¿por qué no salió ella a buscarlo?
–interrumpió Laricha, llena de razón–.
Si, por lo que fuera, no consiguió
llamar por teléfono, la princesita
podía montar en un cisne y escapar
del palacio, o salir hacia el bosque…
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–No, no, no… El cuento no dice eso…
–la abuela, ahora ya bastante
impaciente, intentó retomar el espíritu
de su melancólico relato– La princesita
lloraba, lloraba, porque el príncipe azul
aún no había encontrado el camino…
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Laricha ya no pudo aguantar la risa.
–¡Qué princesa más tonta! ¡Llorar por
esa payasada! Además… ¡yo nunca me
casaría con un príncipe tan lelo!
Aquello fue demasiado para la abuelita,
que se levantó indignada por el poco
éxito de su relato. Las niñas de ahora no
tenían sensibilidad, ni podían comprender
la poesía de los cuentos antiguos.
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Sería por culpa de la educación, o por culpa
de la televisión, o por culpa de internet
y los ordenadores… Las niñas de ahora
no sabían lo que querían. Seguramente
¡ni siquiera querían ser princesas!
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La abuelita, fracasada en su intento
de embaucar a la niña con
historias al parecer pasadas de moda,
se dispuso a salir de la habitación.
–Abuelita –la llamó Laricha, medio
dormida– ¿No me das un beso?
–Sí, tesoro, sí –se enterneció la
abuela–. ¿Ya no quieres el cuento?
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–Ya no, abuelita… Mañana me cuentas
otro… –y añadió mientras se dormía–
Pero que no sea de princesas…
Que sea de zombis, o de Narnia, o de
Lara Croft… algo que no sea tan increíble…
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· Souflé de queso...
Amaia Cia
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Al
atardecer, cuando el Museo del
Prado cerraba sus puertas al
público, la de la izquierda se quitaba los
zapatos dorados (que le apretaban un poco
en el empeine) y respiraba aliviada. La de
la derecha se ponía una bata de guatiné
azul cielo (pasada de moda pero muy
abrigada) y hacía un cafecito para las dos.
Así, la maja vestida y la maja
desnuda, la una quitándose ropa y
la otra poniéndosela, charlaban y
acercaban un poco sus diferencias.
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—¿Tú crees que alguna vez llegaré a ver la
Torre Eiffel? —suspiraba la maja vestida
mientras se servía dos terrones de azúcar.
Estaba aprendiendo francés con un
curso a distancia (ya sabía decir “un
croissant, s´il vous plait”) y no descartaba
completar sus estudios con unas lecciones
rápidas de acordeón. Dominaba la cocina
francesa (exceptuando el soufflé de
queso, que conseguía que subiera pero
se le desmoronaba en seguida). La pared
de su habitación se había convertido en
un mosaico de postales de la Torre Eiffel
(vista desde todos los ángulos). Una
amiga suya, una chica italiana monísima
que vivía allí, se las enviaba todos los
meses. Siempre sonriente, Mona Lisa, le
mandaba con cariño sus mejores deseos.
Además, se preocupaba de elegir un sello
bonito (con preciosos dibujos de Mon
Matre o del Sena), para que ella se pusiera
contenta. Como despedida, firmaba:
“La Torre Eiffel te espera, maja. Aurrevoire”.
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En resumen, la maja vestida
estaba locamente enamorada
de nuestro país vecino.
—No hay que perder la esperanza
—le animaba la maja desnuda,
comiéndose un pastelillo petit-choux,
recién sacado del horno—. Aunque es
verdad que París está muy lejos. Ser
pintura tiene sus limitaciones. —Y ser
mujer ni te cuento —le replicaba la
maja vestida, bastante desanimada.
En eso tenía razón. Estaban allí desde
hacía más de dos siglos y, en aquellos
tiempos, no les debía parecer demasiado
elegante que las mujeres leyeran, supieran
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multiplicar o se aprendieran de memoria el
nombre de todas las capitales del mundo.
Por eso las habían retratado así,
tumbadas a la bartola, sin hacer nada
más que sonreír. Sin un triste librito
entre las manos, (¡con lo que disfrutaban
ellas leyendo novelas policíacas!).
Imaginad el lío que se hubiera armado si, un
buen día, los visitanteshubieran descubierto
a la maja desnuda leyendo un tratado de
medicina o a la maja vestida hojeando unos
cuadernitos de gramática francesa. Todo
el mundo se habría arremolinado, con los
ojos desorbitados, comparando los cuadros
con los dibujitos de la guía ilustrada de
Madrid (¡menuda cola se habría formado
en el mostrador de “Reclamaciones”!) A
la Dirección del Museo le iba a importar
bien poco que la maja vestida pudiera
decir “un croissant, s´il vous plait”, con
una pronunciación casi perfecta.
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Mirándolo bien, no se podían quejar. Era
un trabajo cómodo, aunque les dejaba poco
tiempo libre. Mucho peor lo tenían “Las
hilanderas”, dándole a la rueca sin parar.
Sin embargo, ellas estaban agradablemente
recostadas en un diván. Era cierto que, a
veces, se les dormían un poco los brazos.
Tenerlos siempre doblados detrás de la nuca
les producía un ligero hormigueo. Pero, ¿qué
profesión no tiene algún inconveniente?
Tomando su café humeante, aprovechaban
para contarse las incidencias del día, leer el
periódico o jugar una partidita de parchís.
—¿Cómo crees que serán los franceses?
—preguntaba la maja vestida, entornando
los ojos y suspirando un poquito.
—Pues no lo sé… afrancesados, supongo.
Con una barra de pan muy larga
debajo del brazo y muchas dificultades
para pronunciar frases como “mi
perro marrón come macarrones”.
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La maja vestida decidió, en ese preciso
instante, no tener mascotas por si
algún día se enamoraba de un francés
(como mucho tendría un gato blanco,
pero jamás un perro marrón).
—Estoy segura de que en París
encontraría mi media naranja. Es
más,¡París misma es mi media naranja!
—Pero, qué tonterías dices —le recriminó
la maja desnuda—. Como si sólo fueras
una mitad que necesitaras de otra para
ser algo. ¿Te has fijado cómo se quedan
las medias naranjas dentro de la nevera?
Resecas, pachuchas y arrugadas. ¡No
quiero volver a oírte decir esas sandeces!
A la maja desnuda le sacaban de quicio esas
afirmaciones. El día en que “El caballero
de la mano en el pecho”, compañero de
trabajo de su marido, le dijo a modo de
piropo: “detrás de todo gran hombre, se
esconde una gran mujer”, estuvo a punto
de lanzarle un zapato, gritándole:
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—Y detrás de toda gran mujer ¿qué
hay? ¿Una buena lavadora?
Pero se contuvo, porque no tenía a
mano ningún zapato (recordad que
ella era la maja desnuda) y porque era
muy educada. Y, además, porque sabía
que, en el fondo, el caballero era un
antiguo (llevaba hasta corbatita blanca
ondulada, de esas que ya no se usan).
A la maja desnuda le molestaba muchísimo
que a las mujeres sólo se las valorara si
ayudaban discretamente a sus maridos, sin
llegar a tener nunca el protagonismo. Menos
mal que los tiempos estaban cambiando.
—Las mujeres tenemos una gran
responsabilidad —decía la maja
desnuda, con mucha razón— y no nos
debemos dejar avasallar, pisotear o
tratar como si no pintáramos nada.
Por eso, una vez que un novio que
tuvo cometió la torpeza de decirle:
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—Cariño, estás preciosa cuando te enfadas.
Ella lo plantó así, sin más. Le dijo:
—Vicente, ahí te quedas. No
quiero verte ni en pintura.
Él se cortó una oreja (que tampoco
era para ponerse así) y mucho más
tarde, se convirtió en un pintor muy
famoso llamado Van Gogh. Pero esa
es otra historia que no viene al caso.
Lo importante, según contaba la maja
desnuda, era que aquel mequetrefe se había
dado cuenta de que ella hablaba en serio y
de que no se le podía tratar como si fuera
un objeto, por mucho que fuera un cuadro.
—Querida, claro que tenemos fallos.
¡Como todos! —decía la maja desnuda—
pero somos muy majas, y pensamos, y
tenemos opiniones propias, y sueños que
queremos ver cumplidos. Así que tú no
pierdas nunca la esperanza de llegar a ver
la Torre Eiffel. ¡Sigue estudiando francés!
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La maja vestida, suspiraba mientras
seguía horneando petit-schoux y
tirando a la basura soufflés de queso.
Así, con cuatro pinceladas, os podéis
hacer una idea bastante aproximada
de cómo era la vida de las majas.
Pero un buen día sucedió algo que
dejó a todo el museo…a cuadros. A los
impresionistas los dejó impresionados.
A los realistas realmente anonadados.
Los expresionistas no podían dejar de
expresar su asombro. Los surrealistas creían
estar viviendo un sueño. Las esculturas se
quedaron de piedra. ¡No era para menos!
El servicio de restauración del museo,
descolgó los dos cuadros de las majas un
lunes por la mañana (esto no fue lo extraño:
cada cierto tiempo todas las pinturas
pasaban por el taller de conservación).
Allí, la maja desnuda se enteró de que se
estaba organizando una exposición y se
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le ocurrió una brillante idea. Una noche,
aprovechando que todo el mundo dormía
(y la maja vestida soñaba con la Torre
Eiffel), la maja desnuda, sigilosamente,
se acercó al dormitorio de su amiga y
abrió su armario ropero. Si alguien le
hubiera estado espiando habría podido
ver cómo la maja desnuda se llevaba toda
la ropa de la maja vestida. ¡Qué raro!
Quince días más tarde devolvieron a la sala
solamente uno de los cuadros. En el hueco
que quedó, colgaron un cartelito que decía
“Esta pieza se encuentra, provisionalmente,
en el Museo del Louvre, París, en la
exposición Desnudos de mujer a través
de la Historia. Disculpen las molestias”
La maja desnuda se puso un vestido de
gasa blanco muy vaporoso, un cinturón de
seda rosa y una chaquetilla tipo bolero con
encajes negros. La ropa le quedaba un poco
justa porque ella siempre había estado más
rellenita que la maja vestida. Al acabar de
arreglarse, se recostó en el diván, para hacer
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tiempo (el Museo del Prado nunca abría al
público antes de las nueve de la mañana).
Mientras terminaba de desayunar, volvió
a leer la postal que acababa de recibir.
Tenía matasellos de París. La imagen,
cómo no, era de la Torre Eiffel.Pensó que,
verdaderamente, era una preciosidad.
Después sonrió al ver lo bonito que era el
sello. Y releyó con cierta dificultad (porque
la maja vestida, tenía bastante mala letra):
“Querida maja desnuda:
No te lo vas a creer. No sé cómo he llegado hasta
aquí ni quién me ha robado la ropa, pero…
en el fondo ha sido un golpe de suerte porque
gracias a eso ¡la veo a través de la ventana!
¡La Torre Eiffel me estaba esperando, maja!
Aurrevoire!
La maja vestida.
P.D.: ¡He aprendido a hacer soufflé de queso!”
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La maja desnuda (ahora vestida), sonrió,
mientras pensaba: “Para que luego digan
que las mujeres no podemos conseguir
todo lo que nos proponemos. ¡Es que
las mujeres pintamos mucho!” Y luego
añadió: “Verdaderamente estos zapatos
aprietan en el empeine, en cuanto la maja
vestida regrese a Madrid, se los devuelvo”.
Después levantó los brazos y los apoyó detrás
de la nuca porque sólo faltaban dos minutos
para que dieran las nueve y el Museo del
Prado abriera sus puertas al público.
§§§
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