RECUERDOS Rosa Duran

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RECUERDOS
Rosa Duran
Acogiéndome a la iniciativa de Vivencias, me dispongo a poner en orden
recuerdos de mi vida, a los 78 años ya cumplidos.
Nací en Barcelona el 24 de julio de 1928.
Lo haré en castellano, a pesar de pensar y sentir en catalán, por el hecho de
haber sido educada "en el idioma del imperio".
Mi padre, Ramón Durán Aguilar, nació en Barcelona, de padre catalán y madre
aragonesa; tengo su partida de bautismo de la iglesia de San Justo y Pastor, ya
que nació en la calle Lledó, en una carbonería. De muy pequeño, su padre
abandonó a la familia, mujer y una hija, para ir a Chile, de donde nunca volvió.
Poco sé de él, sólo que mi padre contó que, cuando estaba cerca de quintas,
se preocupó para que se librara. Mis abuelos se llamaban Jaime Durán
Oliveres y Gregoria Aguilar Gargallo.
Por la falta del padre, mi abuela dejó a sus hijos en la lejana provincia de
Teruel. Su casa era del herrero del pueblo (Bordón), y allí pasó hasta que, en
tiempo de trabajar, volvió a Barcelona. Mi abuela estaba al servicio de una
familia de buena posición, y conservó su piso (donde yo nací). En dicha casa
conoció a mi madre y en 1927 se casaron.
Mi madre, Enriqueta Lloret Sauret, era de la provincia de Lleida, cerca de
Tremp, de un pueblo llamado Moror, situado en la cima de una montaña, y que
había tenido un castillo moro. Por cierto, en el museo románico de Montjuïc hay
referencias de este pueblo. Era hija de un primer matrimonio de Juan Lloret
Miret y Concepción Sauret. Además de dos hermanas, hubo un chico; la madre
murió de parto y el padre contrajo segundas nupcias con Dolores Català, con la
que tuvo dos hijos más. Las hermanas del primer matrimonio se llamaban
Conchita y María, y el hermano José; las hijas del segundo matrimonio eran
Teresa y Dolores. El campo no daba para alimentar a tanta familia, e iban
desfilando por edad a la capital, Barcelona, para servir en casas de más o
menos categoría, donde acostumbraban a salir para casarse. Mi madre estaba
al cuidado de tres niños, dos chicas y un chico. Esta familia fue para mí como
unos segundos padres. La abuela fue mi madrina y siempre me mostraron gran
aprecio. Por circunstancias de la vida, ha desembocado el final de su amistad,
pero ya en vida de la segunda generación.
Volviendo a mi padre, su primer trabajo, por mediación de dicha familia, fue en
Riegos y Fuerzas del Ebro, la actual FECSA. Me había contado que estuvo en
la central de las tres chimeneas del Paralelo, para pasar a las llamadas del
quince de Horta. Yo había estado en dicho lugar, y me impresionó mucho la
grandiosidad de sus máquinas y el ruido, que era ensordecedor. Allí había dos
operarios; mi padre era el primer oficial. Poco trabajo había, sólo vigilar y correr
en casos de emergencia, que no eran frecuentes. Suministraban corriente a los
tranvías y dicha central estaba dentro de unas cocheras, que hasta hace poco
han existido. Más adelante, después de su enfermedad, que contaré más
adelante, y hasta su jubilación, pasó a la calle San Luis, de Gracia, y algún
tiempo en Ausiàs Marc y, como había trabajado siempre en la misma empresa,
se jubiló antes de la edad, pero con el sueldo máximo. No era en aquellos
tiempos una empresa que pagara mucho, pero era cosa segura.
Mis padres creo que fueron normales, es decir, trabajadores y querían para mí
lo mejor; ellos no habían tenido estudios y cuando en 1939 se planteó que
quería estudiar no hubo inconveniente en que empezara el bachillerato. En el
capítulo escuela contaré mi educación.
Mi padre tenía un carácter más bien callado, todo lo contrario de mi madre, que
creo que “llevaba los pantalones”, como se dice vulgarmente. Siempre quería
tener razón; era muy trabajadora y lista. En épocas difíciles, ella no dudó en
trabajar y aprendió de callista y hacía muchos servicios y tenía muchos clientes
(iba por las casas). Jamás la vi sin hacer nada: labores, cocina etc. Pero era
mandona. Recuerdo que una vez llegamos a discutir. En la cocina teníamos un
salero colgado en la pared; ella me enseñaba a cocinar y, en el momento de
coger la sal, yo lo hice con la mano izquierda, creo porque soy ambidiestra y,
por otra parte, era más sencillo hacerlo así, ya que con la mano derecha era
necesario hacer un giro. Por esto discutimos...
Otro gran problema que me enfrentó con ella fue que a los 14 años conocí al
que sería mi marido; él tenía mi misma edad, unos meses menos. A ella, al
darse cuenta de mi preferencia por él y que en mi ambiente estudiantil había
muchachos con más posición intelectual, no le gustó. Yo siempre había tenido
muchos amigos, pero me enamoré del que se puso a trabajar y no le gustaban
los libros. Con todo ello, fueron pasando los años y sólo nueve meses antes de
la boda no subió a mi casa. Fueron unos años duros para mí, entre dos fuegos;
en total, nueve años entre peleas y reconciliaciones, ya que nos casamos a los
23. Mi padre no se oponía, pero fueron cosas que recuerdo con desagrado; nos
queríamos y lo superamos todo. Una vez casados, fue un descanso, ya que no
sabía dónde poner a mi marido. Enfermó del corazón y en 1964 nos
trasladamos a casa de mis padres, ya que mi suegro vendió la casa familiar.
Allí aterrizamos ya con cuatro hijos. En verano del 1965 murió; quedó mi padre
con nosotros, ella tenía 6o años y mi padre le sobrevivió hasta los 80, dócil
como siempre, pero no muy amigo de mis hijos, les quería pero parecía que le
molestaran. No fue jamás cariñoso, pero tengo de él un buen recuerdo. Las
fechas de sus nacimientos fueron mi padre el 2 de marzo de 1902 y mi madre
el 24 de junio de 1906.
Tal vez sea interesante recordar los años de la guerra, años para él difíciles,
por su edad. Hubiera tenido que estar en filas, pero por el hecho de trabajar en
lo que se llamaba industria de guerra, se libró. Otro hecho de su vida es que en
los años 1945 sufrió una amnesia. Recuerdo que se dijo que fue consecuencia
de una transfusión de sangre, de brazo a brazo, y que dio precisamente a un
miembro de la familia que habían servido su madre y su mujer; una persona
para él entrañable. Se comentó que fue para él un shock, ya que la persona
murió. Tengo presente haberle acompañado a un médico en la Via Laietana, a
unas sesiones de electro-shock que estaban de moda por aquellos años. Era
muy doloroso verle en aquel estado. Se curó, pero yo creo que estas cosas
pueden dejar secuelas. Un recuerdo de aquel año fue la llegada de una imagen
de Santa Rita, que aún tenemos en casa en una hornacina, que mamá puso en
agradecimiento por su curación; tengo la costumbre de saludarla cada día y
visitar alguna iglesia el 22 de mayo. Otro rasgo del carácter de mi padre era
que le gustaba guardar todo lo que hacía referencia a electricidad. Cuando
empezó la radio, en 1926, él ya confeccionaba aparatos de los llamados de
galena; arreglaba planchas y aparatos de radio cuando ya eran de bombillas;
tenía mucha paciencia, le recuerdo con un soldador en las manos en una
habitación que tenía para él, atestada de trastos, que era el desespero de mi
madre. Ya viejo, siguió en aquel rincón; entonces repasaba sus libretas de
ahorro. En mi casa la radio ha estado presente en todas las horas del día y de
la noche: música, radio-teatro, noticias, en aquellos célebres aparatos llamados
de capilla. En 1957 nació mi primer hijo y en mi casa entró la televisión, y a él
también le gustaba mirarla, pero seguía siendo de pocas palabras. Otra cosa
que me gustaría relatar es el régimen de trabajo que tenía: eran tres turnos de
ocho horas seguidas, mañana tarde y noche, y sólo un día de fiesta a la
semana. Por eso había comido en Navidad a las 13 horas, por tener él el turno
de tarde.
PRIMEROS RECUERDOS
Yo sitúo mis primeros recuerdos en la casa donde nací, en la calle Legalidad,
número 2, esquina Torrente de las Flores, muy cerca de la Plaza Rovira.
Entonces esta calle estaba cerrada a la altura de Escorial; me parece que la
abrieron por los años 50. El piso era lo que ahora se llama un ático, un tercer
piso al que se llegaba por una escalera muy mala. Recuerdo perfectamente su
distribución: una habitación grande; otra pequeña con un pasillo central que
daba a un gran terrado y al que se subía por unos peldaños; el comedor, que
estaba situado detrás de la puerta de entrada, y donde teníamos una mesa con
un hule verde; la cocina era pequeña, con fogones de carbón; seguía una
galería descubierta, donde estaba el servicio- la comuna-, como la llamábamos
nosotros; no había lavadero en las casas, y la ropa se lavaba en unos
lavaderos públicos. Había uno en la calle de Las Tres Señoras, muy cerca de
mi casa. Nos alumbrábamos con luz de gas; el contador estaba detrás de la
puerta de entrada. Tuve una graciosa ocurrencia propia de mi edad, referente a
dicho contador. Un día bajé al piso 1, donde vivía un tío de mi padre que se
llamaba Salvador; era pintor de brocha gorda y cuando regresaba a casa
compraba pan y me daba a mí un trozo de llonguet, un panecillo de aquellos
tiempos, que era muy bueno. Pero éste no es el asunto; al llegar, como
siempre y tras el ritual del pan, le dije: “Tío Salvador, en mi casa somos muy
ricos, tenemos la mesa del comedor llena de céntimos”. La verdad era que
había venido el cobrador del gas y había vaciado el contador, que funcionaba
con las monedas de cobre de uso legal, y que se introducían por una ranura
para saber el consumo. Ésta era nuestra gran fortuna; esto me lo han contado,
pero el contador lo recuerdo perfectamente.
En esta casa no vivimos mucho tiempo, ya que nos mudamos a la calle Laurel,
esquina Sors; era un primer piso con balcón a la calle y terrado en la parte
posterior, con comuna. Subíamos por unas anchas escaleras, que aún salen en
mis sueños. En la puerta de enfrente vivían los dueños del colmado, que tenía
dos puertas, una en Laurel y otra en Sors, y se llamaba La Palma. Los dueños
eran un matrimonio sin hijos, ya mayores cuando yo les conocí, y con ellos
estaba una hermana soltera del señor. Él se llamaba José Romañach; Amelia
Tarrés, la señora; y la hermana, Lola. Me querían mucho y yo me lo pasaba
muy bien en el jardín que tenían detrás de la tienda, donde criaban gallinas.
Tenían un gran gallinero, que era mi asombro cuando al anochecer iba a ver
dormir las gallinas sobre un palo y con una sola pata. Había un lavadero
grande, árboles, plantas y flores y una magnífica parra de uva moscatel.
También tenían teléfono; recuerdo que era de cinco cifras, y otro que era
interior, para comunicarse con el piso de arriba. Había, como es natural,
electricidad. Nuestra amistad fue entrañable y duradera. Tengo infinidad de
buenos recuerdos. Molían café en el rellano de los pisos cuando yo estaba
enferma, para que me llegara el aroma, que me encantaba. Hacían crías de
polluelos en un almacén muy grande, con género, donde había una báscula,
que yo usaba para saber mi peso. Vi muchas veces salir los polluelos del
huevo, muy amarillos y mojados, con su constante pío-pío; con ellos seguían
unas experiencias maravillosas; tiraban los huevos con una bombilla, no sé por
qué, pero todo esto vuelve a mi memoria. Unos cajones en la tienda llenos de
grano, las paperitas de papel, una caja registradora metálica y reluciente que al
abrirse sonaba una campanita, los potes en los estantes rotulados, etc. Yo
siempre he dicho que mi infancia fue muy feliz; todo esto fue antes del 36, pues
en 1934 nos mudamos a la calle Salut, que ahora se llama Mare de Déu de la
Salut, donde vivo ahora. Al casarme, viví en Paseo del Monte, para volver a
Salut.
Referente a la familia de la calle Laurel, no dejé de visitarles muchos domingos,
cuando estaban jubilados. Él falleció y ellas se fueron a vivir a Rosas, donde
tenían propiedades. Allí pase yo, desde el verano del 40 hasta que me casé,
todos los veranos por lo menos un mes. Puestos a contar, ella había hecho
testamento, algo a mi favor, lo sé por mi madre, pero no llegué a cobrarlo, ya
que el administrador se suicidó por haber hecho un desfalco. Y lo gracioso del
caso, si así puede llamarse, es que también era el administrador de mi
madrina, que también me había dejado algo. En fin, que de pobre no he
pasado.
La señora Amelia era hija de una familia acomodada del barrio y, al
enamorarse del tendero, un día antes de la boda en el jardín de su casa quemó
todos sus sombreros, para dar a entender que no los necesitaría en su nuevo
estado. La quise mucho, yo siempre he estado rodeada de mucho cariño.
La casa donde vivíamos tenía tres habitaciones, una galería en la parte
posterior, con lavadero y comuna, y un balcón que daba a la calle Laurel.
Tengo el recuerdo de estar peinando a mi madre, que le gustaba mucho que le
tocaran la cabeza, cosa que a mi me molesta muchísimo. Teníamos luz
eléctrica, en fin, que fue una mejora que seguimos al ir a la calle Salut, y fue
porque los que nosotros llamábamos los señores, ya he contado el origen,
tenían una muchacha, hija del patrón de pesca de su barca, que faenaba en
Torredembarra, que quiso venir a Barcelona. Era modista y acordaron que
viviera con nosotros; el alquiler era de cien pesetas y ella pagaba una parte.
Primero ocupó dos habitaciones de las cuatro que tiene la casa, ya que tenía
un taller con algunas chicas, y luego pasó a ir por las casas. Tenía muy buenos
clientes. Por aquel entonces, era costumbre hacer en casa la ropa blanca:
uniformes, etc. Y estas profesionales siempre tenían trabajo. En mi actual
domicilio yo llegué a los 6 años. Son tantos los recuerdos que podría llenar
muchas páginas. Allí empezó la guerra, que cuento en otro capítulo. Con mis
amigos de la calle jugábamos principalmente por la noche y en verano, ya que
de coches no veíamos nunca. Íbamos en bicicleta y de día poníamos una
cuerda entre dos casa, en sentido horizontal, para jugar al tenis, para emular a
nuestro club de Tenis la Salut, que está a pocos metros, en el número 75 y mi
casa en el 81. Allí se celebraban las famosas verbenas de San Pedro, el 28 de
junio, donde se reunía lo mejor de Barcelona. Entonces sí que salíamos a
contar los numerosos coches que llenaban nuestras calles adyacentes. La
convivencia con dicha modista fue buena; se marchó en 1952, cuando yo me
casé. Es curioso hacer notar que, a pesar de pasar los veranos en playas,
jamás aprendí a nadar. Me encantaba contemplar el mar a todas horas, de día
y de noche, pero el gran respeto que me daba hizo que sólo ya con 40 años, y
en piscina, aprendí para acompañar a mis hijos, y sólo un poco.
PRIMERA ESCUELA Y EDUCACIÓN
Mi primera escuela fue una escuela pública en la calle Argentona, casi en
esquina con Escorial. Allí empecé a ser feliz; soy hija única y siempre el colegio
me ha gustado mucho, hasta el punto de preferir el invierno al verano. En este
periodo iba a Torredembarra, a casa de la chica que vivía con nosotros, desde
el 34 al 39. En este pueblo, que está dividido por la carretera, está el barrio
marítimo y el pueblo arriba. Yo vivía junto al mar, en una casa de pescadores
con puerta trasera, que alguna vez había servido para que saliera el mar
embravecido. Yo no lo vi nunca, pero lo contaban. Un recuerdo sí que tengo y
es la muerte de un político, que se llamaba Rafael Campalans, que sufrió un
corte de digestión. Murió en un sitio que se llamaba las rocas.
Volviendo a la escuela, cuyo edificio aún existe y ha sido escuela hasta hace
poco, tenía un jardín muy grande, había árboles, un níspero, si lo recuerdo
bien, junto a la escalera, un columpio, que no era de mi agrado, ya que soy
algo miedosa en cosas que no me siento firme y poco amiga de sensaciones
peligrosas, pero me lo pasaba muy bien con los juegos de conjunto (tocar y
parar, poner un objeto entre las manos cerradas, juegos que acompañábamos
con canciones, etc.). Las escaleras para llegar al jardín eran muy anchas, las
clases eran dos y muy espaciosas, una de juegos y otra de docencia. Los
pupitres lo ocupábamos dos chicas; yo sólo recuerdo niñas. Mi compañera se
llamaba Carmen Parot, que vivía en la plaza Rovira y cuyo padre murió en el
frente. La escuela estaba en un primer piso y la puerta era estrecha y con
escalones empinados. Al entrar, a mano derecha, estaba el despacho de la
directora, Doña Carmen; seguía una estancia con lavabos y perchas para
colgar los uniformes, con nuestros nombres o números; teníamos también
vasos. A la izquierda estaba la clase de juegos, con un piano, a cuyo son
hacíamos rítmica. Recuerdo un juego que consistía en unos cartones que
formaban una muralla que encerraba unas figuras de diversos peces con
números, y nosotros, con una caña que tenía un anzuelo con imán,
procurábamos pescar. La suma de los números conseguidos era el premio. Yo
creo que había más juegos, pero yo recuerdo éste. La clase de docencia era
muy espaciosa, con una gran pizarra que cubría toda la pared de la derecha;
en la izquierda estaba la puerta que daba al jardín y unas grandes ventanas.
En esta pizarra dibujábamos con tizas de colores. Yo he sido una calamidad
con el dibujo. En segundo de bachillerato el maestro Palmero me suspendió, y
mis actuaciones eran unas casas tipo cabaña valenciana, con chimenea, humo
y un lavadero adosado, con puerta y alguna ventana; también hacía palmeras.
En las ventanas de la clase recuerdo que, en el primer año de guerra, que aún
fui allí, pusieron unos papeles engomados para que, en caso de rotura, no
hubiera daños. Como cosa curiosa contaré que, debajo del piso, había una
imprenta, que hacía mucho ruido, un ruido sordo. Un día, mientras hacíamos
silencio, una práctica frecuente, pararon las máquinas y yo me dormí. Con mi
compañera Carmen nos sentábamos en las últimas filas y intercambiábamos
los trabajos manuales. Yo no sabía hacer lazos y me los hacía ella, y yo le
pasaba los corchetes u ojales. Aprendimos a dividir con unos potes forrados de
papeles de colores y con habas secas. La enseñanza era en catalán, que luego
he olvidado; lo leo mucho, pero no me atrevo a escribir, ya que haría muchas
faltas.
El segundo año pasé a una escuela que pusieron en una masía que se llamaba
Can San Pere, entre Cerdeña y Secretario Coloma, que entones se llamaba
Pablo Alsina. Era una casa muy grande, con un inmenso jardín. La casa tenía
una capilla que, como es natural, fue profanada. De los árboles, recuerdo unas
palmeras pequeñas que daban como fruto una especie de dátiles con gusto de
coco. Detrás del edificio había un gran pinar, que llegaba a la calle Camelias.
Este solar es ahora el campo del Europa, que entonces estaba en la calle
Providencia y que luego pasó al Hispano Francés. Todos estos cambios los
recuerdo perfectamente, pues terminaron con los rascacielos del alcalde
Porcioles. A mis padres no les gustó la escuela y me pusieron en la de la calle
San Salvador, esquina con Vilafranca: la primera escuela de Doña Rosario
Climent. Recuerdo un invierno con una gran nevada. Aprendí mucho, me
gustaba sobretodo la geografía, hasta el punto que la profesora Srta. Pilar me
dejaba enseñar con los mapas a los más pequeños.
Terminada la guerra, el 7 de mayo hice la primera comunión en la parroquia de
San Juan de Gracia, que era la iglesia donde se habían casado mis padres y
yo había sido bautizada. En verano del 39, precisamente el 16 de agosto, hubo
una convocatoria extraordinaria para poner al corriente los estudios que se
habían invalidado. Yo me presenté de ingreso y primero en el Instituto
Maragall. Entonces el bachillerato constaba de siete cursos. Estaba preparada
y aprobé, y en septiembre empecé el segundo. Fue toda una experiencia pasar
de una escuela privada a un instituto, con tantas asignaturas; costaba y
suspendí el francés y el dibujo, y aprobé en septiembre, pero siguió otra gran
equivocación. Se conmutaba un curso y pasé al cuarto, pero, al no estar
preparada, el alemán, las matemáticas y alguna cosa más que no recuerdo
fallaron y no pasé el curso. Para ir al instituto cogía el tranvía 24, que
empezaba en la Travessera de Dalt, esquina con Escorial, hasta Provenza, que
es donde está el Maragall. El billete costaba, creo, 15 céntimos y había
trayectos. Según el recorrido aumentaba, creo, hasta 25 céntimos. No había
semáforos, palabra que luego aprendimos. Recuerdo que en la Diagonal con
Paseo de Gracia había un guardia urbano y unas rayas blancas en el suelo, y
la infracción era de dos pesetas si los peatones no cumplían.
Así terminó mi experiencia en el instituto, ya que tenía que repetir el cuarto y, al
haber problemas en mi casa por la enfermedad de mi madre, pasé unos meses
en el colegio de las Esclavas del Sagrado Corazón de la calle Salut, donde
estaba una maestra que en ocasiones me había dado clases. Sería muy largo
de contar todos aquellos días que iba a su casa en el Club de Tenis la Salut,
donde ella vivía, pero esta escuela no estaba homologada para bachillerato y
decidí volver a mi querido colegio de doña Rosario, que por aquel entonces se
había trasladado a la misma calle, pero esquina con Rabassa. Era una torre
con un piso muy grande y un buen jardín. Habitaba en el piso inferior, con su
madre y luego con el marido; se casó muy mayor y vivió hasta los 92 años
cumplidos. Murió en una residencia en La Atmetlla, donde con mis amigos la
visitamos a menudo, hasta un mes de diciembre, que falleció repentinamente.
También en el piso de abajo teníamos una clase, con máquinas de escribir
para los que estudiaban comercio. Allí llegué hasta el séptimo curso. Era en
1945, el año en que terminó la Segunda Guerra Mundial. Ésta fue mi última
escuela, donde pasé unos años inolvidables, con unos amigos que aún
conservo. Nos reunimos frecuentemente y nos queremos mucho. En aquellos
tiempos nos juntábamos con los alumnos de los colegios cercanos: el Palacio
de la Cultura, en la travessera de Dalt; el colegio de monjas las
Concepcionistas; Corazón de Maria, y los Hermanos de la Plaza Lesseps. De
éste último conocí a mi marido en 1943, cuando me presenté al examen de
estado, que no aprobé. Como debo terminar mi relato en este año, no hago
referencia a mis estudios posteriores, que siguieron con gran caudal de
recuerdos que llenaron de felicidad mi juventud.
GUERRA CIVIL
Cinco días me faltaban para cumplir 8 años en 1936, y los que hemos vivido
estos días tenemos algunas cosas que contar. Salvo a un hermano de mi
madre, a los de nuestra familia no nos pasó nada. Aquél se exilió a Francia con
la retirada de las tropas, y fue una verdadera odisea. En medio del gran
desastre, que los franceses no pudieron o no quisieron controlar, pudo
esconderse en casa de unos parientes de un compañero, enfermó y, con todo
esto, llegó el 1 de septiembre, en el que empezó la Segunda Guerra Mundial.
Fue prisionero de los alemanes en la isla de Guarnesey. Mi madre, por
mediación de la Cruz Roja, tenía noticias suyas. Pasó muchas vicisitudes. Era
sastre de profesión y creo que, bueno, se casó con una francesa y vivió en
Cherbourg hasta su muerte. Sólo volvió a España en una ocasión, en 1956,
con su esposa e hija, llamadas Juliette y Chantal. Con dicha prima me carteo
por lo menos cuatro veces al año.
Volviendo a la vida cotidiana de la guerra, mi madre solía ir a San Adrián del
Besòs, a casa de una amiga que tenía una lechería, y así podía cambiar la
leche por otros productos. Asimismo, mi padre, por la Central de Riegos y
Fuerzas del Ebro, tenía un economato y algunas veces traía arroz con lentejas
y huevo duro, que estaba muy bueno. Durante un bombardeo y mucha lluvia,
mi madre vio caer el puente del río Besòs, al que se llegaba con un tranvía que
salía de la calle Trafalgar. Al quedarme yo en casa, iba con una vecina al cine
Ibèric, que estaba en la calle Praga. Algunas veces interrumpían la sesión por
falta de luz y nos quedábamos esperando pacientemente la reanudación de la
película. Muchas eran sin doblar, pero yo ya sabía leer. He visto mucho cine,
ya que era costumbre de mi familia ir, por lo menos, una vez a la semana. Se
proyectaban, como mínimo, dos películas y alguna vez hasta tres. Ahora, a mi
vejez, ya no me gusta tanto, porque me da pereza salir. Veo la televisión, ya
que me encanta el cine antiguo en blanco y negro. Por ejemplo, El tercer
hombre la he visto por lo menos 15 veces desde que la vi por primera vez en
1952. Recuerdo que pagábamos en taquilla con unos cartoncitos redondos con
unos sellos pegados. También había billetes que, por cierto, al final de la
contienda no tuvieron valor, cosa para mí inconcebible. Sólo se aceptaba la
moneda de plata, hasta que se normalizó, no sé cómo.
El primer día de la guerra lo puedo recordar perfectamente, por un hecho que
contaré. En la última casa de la calle de la Salut vivía un periodista llamado
Ibáñez Escofet, y la noche del l8 al 19, con mis padres, regresábamos del cine
Ibèric. Era un sábado. Con esto, al doblar la Plaza Sanllehy, dicho señor salía a
toda marcha de su casa con el coche. Hay un garaje dentro de la casa, y las
escaleras están a un lado. La casa sigue en pie, no en cambio las otras que
ocupaban entonces los periodistas, que no pudieron acceder a las torres del
llamado barrio de los periodistas, en la actual carretera del Carmelo. En la
acera de aquel trozo, hasta el número 81, que es mi casa, había unos cipreses
que Josep Maria Folch i Torres nombra en una de sus Páginas Vividas. Este
barrio se construyó en 1927. Siguiendo con la fatídica noche del caluroso julio
del 36, mi padre, al ver la rapidez del vehículo, exclamó: “On va aquest
ximple?”. Aquel ximple, sabiendo lo que se avecinaba, huía a toda marcha.
El domingo por la mañana aún hubo alguna misa en la capillita de la calle Pau
Alsina, ahora Secretario Coloma, que era de unos carmelitas. De la capilla de
la Salut no me acuerdo, pero al llegar al mediodía el panorama cambió. Ya se
oyeron rumores de quema de iglesias y disturbios en la Plaza de Cataluña.
Siguieron días de gran inquietud, y llegaron los bombardeos, que agravaron la
situación. Recuerdo una bomba o metralla que llegó a la calle Camelias y
también a la calle Salut, cerca de la capillita que ya había sido destruida por los
incendiarios. Este bombardeo creo que fue el del barco, pero recuerdo que las
ventanas de mi casa se abrieron y la vajilla que teníamos en el aparador se
rompió, quedando tan sólo cuatro copas que, por cierto, con una de mis nueras
las preferimos a las modernas alargadas, y las llamamos “las supervivientes”.
No íbamos al refugio, pero una vez sí que recuerdo haber ido a una especie de
mina, en una casa cerca del Parc Güell, donde actualmente aparcan los
autobuses de los turistas. Pero me causó tanta claustrofobia, que jamás he
podido estar en sitios semejantes, y aún lo sueño con horror algunas veces. Yo
hacía una vida normal, me gustaba mucho el colegio hasta que llegó el final, el
26 de enero. Con un primo tres años mayor que yo, su hermana y una amiga
del colegio fuimos a ver a los árabes, que estaban acampados en la plaza,
debajo de los célebres bancos. Tenían fuegos encendidos y recuerdo que
hacía mucho viento. Cuando se enteraron mis padres se enfadaron mucho,
pero no pasó nada. Mis primos estaban en mi casa desde hacía unos días, ya
que al vivir en el Paralelo tenían muchos bombardeos y mi madre acogió a su
hermana. Para mí la guerra fue un episodio que no llegó a ser penoso, por lo
bien que me lo pasaba en el colegio.
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