Vida de zarigüeyas

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Dolly Freed
Vida de zarigüeyas
Cómo vivir bien sin empleo
y (casi) sin dinero
Preámbulo de David Gates
Traducción de Rubén Martín Giráldez
ALPHA DECAY
con t e n i do
Preámbulo Introducción 9
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1.Nos retiramos de la carrera
a codazo limpio 2.El coste de la vida 3.Ingresos 4.Armados de sentido común 5.Carne 6.Pescado 7.El huerto 8.Cereales 9.Tiendas de alimentación 1 0.Conservación de alimentos 11.Nutrición 1 2.Las «necesidades vitales» 1 3.Vivienda 1 4.Calefacción 1 5.Electricidad 1 6.Ropa 17.Transporte 1 8.La ley 19.Salud y medicina 2 0.Vida cotidiana 17
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Epílogo 203
PRE Á M BU L O
Cuando en 1985, en el altillo de la leñera de una destartalada casa de campo que había comprado en el condado de
Washington (Nueva York), me tropecé con un ejemplar
de Vida de zarigüeyas, firmado con el pseudónimo Do­lly
Freed, es probable que la edición estuviera ya agotada.
Los anteriores propietarios habían sido gente de ciudad
derrotada por aquella casa, así como por la muerte de un
familiar, y habían dejado tras ellos un montón de libros
cuyo contenido indicaba claramente que en su día alimentaron las mismas fantasías de vuelta a los orígenes que me
habían llevado a mí hasta allí. Muchos de aquellos volúmenes se ocupaban de asuntos tan específicos y prácticos
como la construcción de soportales o la conservación de
hortalizas; Vida de zarigüeyas, en cambio, era un manifiesto. Es cierto que proponía consejos sobre cuestiones
materiales —recetas culinarias con ingredientes tan poco
comunes como la hierba de santa Bárbara, sugerencias sobre cómo criar y descuartizar conejos, el esquema de una
estufa de leña fabricada con un bidón de aceite vacío—,
pero por encima de todo se trataba de una puesta al día
del discurso centenario que anima a abandonar la «economía monetaria» en favor de un modo de vida más libre
(«Freed» escogió su pseudónimo con sagacidad). Tanto la
cubierta del libro, de papel de Manila, como su tipografía, a imitación de la de una máquina de escribir, además
de la maquetación del texto, justificado a la izquierda, no
desentonaba con su subtítulo: Cómo vivir bien sin empleo
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Vida de zarigüeyas
y [la palabra casi intercalada, en falsa caligrafía] sin dinero.
También para mis padres la simplicidad rural había
sido una especie de fetiche —y hasta cierto punto habían
alcanzado tal aspiración—; durante mi infancia, una serie
de equivalentes a Vida de zarigüeyas de su generación se
hallaban presentes en sus estanterías: tratados de supervivencia condicionados por la Gran Depresión tales como
Five Acres and Independence de Maurice Grenville Kain
(1935) o We Took to the Woods de Louise Rich (1942).
Freed publicó su libro en 1978, en plena era Carter, en
la pequeña editorial Universe Books; al año siguiente,
Bantam hizo una segunda tirada en rústica dirigida a un
público más amplio. Tal vez partieron de la idea de que
agradaría a los mismos lectores con un gusto por el aire libre, contraculturales, básicamente nostálgicos, que habían
comprado el Whole Earth Catalog, los libros de la Foxfire y
Stalking the Wild Asparagus, de Euell Gibbons. Pero Do­lly
Freed deja claro desde el principio que no es una magnánima defensora de la pastoral americana: «¿Por qué se da
por hecho que uno tiene que ser un hippie o vivir en medio
de una selva inhóspita, o ser un paleto, trabajador infatigable, fanático de la vuelta a la naturaleza y comedor compulsivo de soja y yogur para mantenerse al margen de la economía monetaria?», escribe en la introducción. «Mi padre
y yo tenemos una casa en un terreno de dos mil metros
cuadrados, sesenta kilómetros al norte de Filadelfia (Pensilvania), a la que difícilmente podríamos referirnos como
“hogar de pioneros”; mantenemos una apariencia de clase media y vivimos bien sin empleo fijo ni ingresos regulares (y también sin matarnos a trabajar).» Freed se presenta
no como utopista, sino como una superviviente subversiva
en un mundo corrupto, sin ilusiones ideológicas. «Vivimos
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Preámbulo
así por una sencilla razón: es más fácil aprender a arreglárselas sin algunas de las cosas que se pueden comprar con
dinero que ganar dinero para comprarlas […] Así que si
esperas encontrar una serie de reflexiones sociológicas o espirituales, no pierdas el tiempo conmigo.» Como animal totémico, Freed escoge a la vulgar zarigüeya: «el animal más
estúpido que existe», aunque «regordete y pizpireto» y capaz de sobrevivir «prácticamente en cualquier sitio, incluso en las grandes ciudades». En lugar de echar mano de
otros iconos sentimentales, como el águila que planea por
el cielo o el lobo solitario, se identifica con un bicho más
bien poco atractivo.
La autora otorga a Vida de zarigüeyas la forma de un llamamiento al cambio vital: «Es factible», escribe en su peroración. «Es fácil. Puede hacerse. Debe hacerse. Hazlo.»
Sin embargo, su desinterés por cualquier clase de idealismo nos induce a creer que poco le importa lo que haga la
sociedad en general mientras la dejen en paz. Y, a pesar de
su insistente afirmación de que uno puede ser «vago» y sobrevivir con setecientos dólares al año (aunque hablemos
de dólares de 1978), la vida de zarigüeya parece bastante ardua: plantar, envasar, pescar, cazar y criar animales
para obtener carne, forrajear, cocinar, recoger leña (por
no hablar de la construcción de la estufa en sí). Y reparar
lo reparable. Freed y su padre compraron su vivienda sub­
ur­ba­na por seis mil cien dólares, pero las tuberías estaban deterioradas, las paredes se caían a pedazos, el suelo
del sótano era un barrizal, la instalación eléctrica dejaba mucho que desear y las ventanas estaban rotas. Según
nos informa, las reparaciones les llevaron menos de un
año, pero debió de ser una cruzada infernal. Seguramente todas esas tareas primitivas resultaron menos alienantes que el trabajo en la fábrica que el padre había decidido
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Vida de zarigüeyas
no volver a soportar jamás, pero tampoco debieron de suponer la edénica existencia con la que fantasea el Gonzalo de Shakespeare en La tempestad: «Ni ocupaciones: los
hombres, todos ociosos; / la naturaleza produciría de todo
/ para todos sin sudor ni esfuerzo. […] La naturaleza / nos
daría en abundancia sus frutos / para alimentar a mi pueblo inocente».
Con independencia de lo que Freed o sus editores creyesen que representaba Vida de zarigüeyas, yo lo veo a un
tiempo como un clásico del carácter intempestivo norteamericano —en la estela del Walden de Thoreau, el Moby
Dick de Melville, el «Build Soil» de Frost o El ABC de la
economía de Pound— y como una autobiografía críptica.
Se supone que tenía dieciocho años cuando escribió el libro —no hay razón para ponerlo en duda—, y nos proporciona ocasionales atisbos de un medio envenenado, inclinado a lo más bajo, de una violencia marginal, similar al
mundo de su contemporáneo Raymond Carver. «Un amigo nuestro», comenta como de pasada en un capítulo sobre el meollo de las leyes cotidianas, «perdió los nervios
y amenazó al abogado de su mujer en pleno juicio.» Los
propios padres de Freed estaban divorciados, y su padre, a
quien ella se refiere como el Viejo Majareta, también tuvo
problemas con el abogado de su esposa: «Así que aquella noche papá se plantó en su casa y captó su atención».
¿Cómo? No nos lo dice, pero entre sus consejos para tratar con un «adversario» figuran las llamadas telefónicas
anóni­mas de amenaza a altas horas de la noche, seguidas
de una visita a su casa durante la cual «haces algo que le
deje bien claro que, como enemigo, no tienes la menor intención de seguir las reglas de su juego» (cortarle el teléfono, lanzarle un ladrillo por la ventana, pincharle las
ruedas del coche o envenenar a su perro, por ejemplo).
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Preámbulo
Los amables lectores ecopuritanos de Euell Gibbons y el
Whole Earth Catalog —suponiendo que llegaran hasta esa
página de Vida de zarigüeyas— tuvieron que darse cuenta
de que Dolly y el Viejo Majareta no eran la clase de personas que considerarían de los suyos.
No es difícil representarse al Viejo Majareta: Freed se
refiere a él como «un currante» que a veces «ganaba pasta y se sentía un pez gordo» y otras «se quedaba sin trabajo y vivía con el alma en vilo». Por lo visto, fue un excéntrico autodidacta. «Recuerdo que cuando era pequeña papá
pintó un retrato de Diógenes sentado en su barril mientras tiraba la copa al suelo. Añadió una leyenda que decía
“¿Eres diogenista?” y lo colgó en la pared de la sala de estar para que nos sirviese de inspiración. Para mamá no lo
fue.» Sin embargo, Dolly todavía está formando su carácter. En un momento dado se expresa con la rotundidad de
una libertaria de derechas —«Los norteamericanos de mi
estrato social no confían demasiado en el Gobierno ni en
sus leyes. Creo que no conozco a ningún hombre adulto
que no tenga una pistola (“sólo por si acaso”)»—, y al siguiente es la chica recatada típicamente norteamericana —«Y luego están ¡los chicos! (Pero vamos a dejarlo ahí)»—. Sin que venga al caso inserta un poema con un
título sin pretensiones, «Ripio otoñal de Dolly»: «El sol
besa una mejilla, la brisa revuelve el pelo, / el ganso nos
llama desde lo alto del cielo». Uno de los placeres de la lectura de Vida de zarigüeyas consiste en observar cómo cambia de personaje, componiendo un rostro esperanzador en
lo que a menudo debió de ser una existencia complicada.
Este libro me cambió la vida, sin duda, aunque de un
modo que seguramente Dolly Freed no pretendía. Inspiró directamente algunas partes de mi primera novela, Jernigan, que supuso el inicio de mi carrera como escritor de
13
Vida de zarigüeyas
ficción y, después, como profesor. Al igual que Dolly y el
Viejo Majareta, la novia de mi protagonista es una adepta suburbana a los métodos de supervivencia que se dedica a criar conejos en el sótano; la pistola de calibre 22 que
utiliza para matarlos deviene un elemento crucial en el relato. De no haberme topado con Vida de zarigüeyas, Jernigan no sería la misma novela; es posible que ni siquiera
hubiese llegado a serlo. Cito su libro en los agradecimientos, pero nunca he tenido noticias de Dolly, donde quiera que esté (eso fue en 1991, y mi perro y mi línea telefónica siguen bien). Le debo una, y espero que al presentarla
a una nueva generación de lectores pueda devolverle algo
de lo que ella me dio.
David Gates
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IN T RODUC C IÓN
Mucha gente, tal vez tú entre ellos, no tiene el temperamento adecuado para participar en la carrera de ocho horas diarias a codazo limpio, pero en general parte de la
base de que no existe otro modo de vida. ¿Eres demasiado orgulloso para vivir de la caridad (seguridad social, cupones de alimentos) y no te interesa en absoluto unirte a
una comuna hippie, ni emprender ninguna aventura en el
quinto pino, ni dedicarte a bregar y trapichear en el mundo de los negocios o el crimen? ¿Qué te queda, entonces?
Otros están en el paro y muertos de angustia. ¿Están realmente justificadas estas reflexiones y temores?
¿Por qué se da por hecho que uno tiene que ser un hippie
o vivir en medio de un entorno inhóspito, o ser un paleto,
trabajador infatigable, fanático de la vuelta a la naturaleza y comedor compulsivo de soja y yogur para mantenerse
al margen de la economía monetaria? Mi padre y yo tenemos una casa en un terreno de dos mil metros cuadrados,
sesenta kilómetros al norte de Filadelfia (Pensilvania), a
la que difícilmente podríamos referirnos como «hogar de
pioneros»; mantenemos una apariencia de clase media y
vivimos bien sin empleo ni ingresos regulares (y también
sin matarnos a trabajar). (Por supuesto, la expresión «vivir
bien» está abierta a varias interpretaciones. Nosotros consideramos que vivimos bien, otros no estarán de acuerdo.)
Uno de los elementos básicos de nuestro bienestar consiste en ser capaces de escuchar las noticias sobre las finanzas sin figurarnos que el fin del mundo está al caer.
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Vida de zarigüeyas
Los indicadores económicos principales, el balance de pagos, la crisis energética, la inflación, el desempleo, el pib ,
¿qué significan para nosotros? Cada tarde en las noticias
de las seis los economistas, herederos naturales de los teólogos medievales escolásticos, sacan a relucir sus chorradas y nos las presentan como si fueran de una relevancia
cósmica. Bueno, y ¿a qué se debe esto? A fin de cuentas,
la humanidad ha vivido en la Tierra —y, a menudo, ha vivido bien— durante miles de años antes de que se inventase
el dogma del «desarrollo» y el resto de nuestro actual catecismo económico.
Mi padre y yo producimos la mayor parte de nuestra comida y toda nuestra bebida (y bien buenas que son, nuestra comida y bebida, perdonadme que os diga) y gastamos
sólo setecientos dólares al año. Y, como decía, consideramos que vivimos bien. Aunque no somos especialmente
religiosos, seguimos la enseñanza bíblica de que «todo
hombre coma y beba, gozando en medio de sus fatigas, eso
es don de Dios» (Eclesiastés 3,13).
Fíjate en que dice «Dios», y no «pib ».
No somos magos. No hacemos nada que cualquier persona normal y corriente —tú, sin ir más lejos— no pueda
hacer.
En este libro encontrarás una buena cantidad de información práctica para ahorrar dinero, pero decirte cómo
hacerlo no es cosa mía. Francamente, me gustaría que llegaras a reflexionar por tu cuenta sobre la economía en lo
que se refiere al curso de tu vida individual ahora mismo y
a la «época de escasez» venidera.
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1
No s r e t i r a mo s de l a c a r r e r a
a c oda zo l i mpio
¿Te acuerdas de la historia de Diógenes, aquel ateniense
chiflado de tiempos remotos? Es el que se desprendió de
todas sus posesiones porque, según decía: «La gente no
tiene posesiones, sus posesiones los tienen a ellos». Tenía
una copa en la que se servía la bebida, pero un día se fijó
en un niño que recogía agua en el hueco de la mano y decidió deshacerse de ella. Para combatir la crisis inmobiliaria
colocó un barril abandonado en un parque público y ésa
fue su casa desde entonces.
La máxima filosófica de Diógenes era: «Los dioses han
dado al hombre una vida sencilla, pero el hombre la ha
vuelto compleja al emperrarse en sus lujos».
Por lo que se cuenta, vivió de acuerdo con estos principios. Y, a pesar de esas restricciones, parece que disfrutó
de la vida social más interesante que podamos imaginar.
No sólo ocupaba la «Gran Manzana» de su época (Atenas,
siglo v a.C.), también se ganó el aprecio y la compañía de
los ciudadanos más respetados, ricos e influyentes, así
como la de la prostituta más cara del lugar.
Alejandro de Macedonia, que posteriormente llegó a
conquistar el mundo conocido, honró a Diógenes con su
visita durante su viaje por Grecia. El monarca admiraba
las ideas del filósofo hasta tal punto que le dio la oportunidad de pedirle cualquier regalo que se le ocurriese. Diógenes, que en aquel momento estaba intentando ponerse
moreno, por todo regalo le pidió a Alejandro que se reti17
Vida de zarigüeyas
rase un poco para que no le tapara el sol. Y eso al hombre
más rico y poderoso del mundo occidental.
Al marcharse, Alejandro señaló: «Si yo no fuese Alejandro, querría ser Diógenes». Diógenes siguió con su soleada siesta.
El filósofo era justo y honrado, pero no reconocía la validez de las leyes que establecía la sociedad. Era un buen
hombre, uno de los primeros bichos raros encabezonados
con la vuelta a los orígenes de que se tiene constancia. Llegó
a vivir más de noventa años; Alejandro Magno, el Conquistador, terminó de apurar sus días a la edad de treinta y tres.
Pues bien, este «san Diógenes» ha sido durante años el
ídolo de mi padre. Recuerdo que cuando era pequeña papá
pintó un retrato de Diógenes sentado en su barril mientras tiraba la copa al suelo. Añadió una leyenda que decía:
«¿Eres diogenista?», y lo colgó en la pared de la sala de estar para que nos sirviese de inspiración.
Para mamá no lo fue.
En aquella época papá era un currante como tantos
otros. Había temporadas en que ganaba pasta y se sentía
un pez gordo; otras se quedaba sin trabajo y vivía con el
alma en vilo. En aquellos tiempos, nuestro bienestar estaba sujeto a las fluctuaciones de la economía, como les sucede a otros tantos millones de personas.
¿Qué necesidad hay de que sea así? ¿Qué hizo Diógenes, aparte de vivir dentro de un barril, que no podamos
hacer hoy? La economía de su sociedad no era tan próspera como la nuestra y, sin embargo, no trabajaba ni se moría de hambre.
Lo que os digo es que algo así como una vida diogenista todavía es posible, y sé de lo que hablo porque es precisamente la que llevamos papá y yo. Las cosas fueron como
sigue:
18
Nos retiramos de la carrera a codazo limpio
Después de que papá pintase aquel cuadro se tomaron
ciertas medidas de austeridad. Él quería que tuviésemos
algo más de dinero en el banco para alcanzar mayor estabilidad e independencia. El pasatiempo de mamá, que
era hacer velas, se puso bajo examen. La casa estaba repleta de velas de una punta a otra, y los utensilios y el
material necesarios representaban un despilfarro. En lugar de abandonar la fabricación de velas, mamá decidió
empezar a venderlas para recuperar el dinero invertido.
Para nuestra gran sorpresa, comenzó a conseguir bastante pasta con ello. En menos de tres meses estaba ganando
más de lo que papá aportaba con su trabajo en la fábrica.
¡No dábamos crédito! Sin que lo sospechásemos siquiera —mamá la que menos—, resultó que tenía un don para
la artesanía y unas dotes comerciales absolutamente inu­
sitadas. Aquello era la fantasía reprimida de una mujer
hecha realidad: una madre y ama de casa descubre de repente que tiene la capacidad de ganar dinero por su cuenta. En resumen, mamá alquiló un local y abrió un negocio al uso. Papá dejó su trabajo en la fábrica para ayudarla
a ponerlo en marcha. Como se le dan bien los números
y es bastante tacaño, se encargó de la contabilidad y de
todo lo relacionado con la financiación. Dado que no tenían ninguna experiencia previa ni conocimiento alguno
de los principios que rigen un negocio o la economía, ambos andaban a tientas, sin saber muy bien lo que hacían, y
fueron perfeccionando sus métodos confiando en el sentido común.
Hicieron un batiburrillo con todo. O mejor dicho: extrajeron lo esencial de diversos libros y se las ingeniaron
para aprender un montón de cosas. Pero no éramos felices, así que a los tres años vendimos el negocio y la casa
para instalarnos en una zona más rural. El plan era mon19
Vida de zarigüeyas
tar una tienda más pequeña en nuestra propia vivienda
—lo justo para pagar las facturas—, relajarnos y disfrutar de
la vida, para variar.
¡Ay, pero no iba a ser posible! Mis padres comenzaron
a discutir cada dos por tres. Por dinero, cómo no. Cuando
estaban sin blanca no discutían sobre ello, pero en cuanto empezaron a ir más boyantes llegaron los problemas.
Mamá descubrió que no le apetecía renunciar al gusto que
le había cogido al dinero y al cambalache. Poco diogenista, ella. Así que agarró a Carl, mi hermano pequeño, y se
marchó. No tardó mucho en obtener el divorcio.
En fin, de eso hace ya cuatro años. En cuanto las aguas
de la separación volvieron a su cauce, papá y yo nos encontramos con que no teníamos coche, ni tele, ni electrodomésticos, ni trabajo, ni perspectivas de trabajo, ni ingresos. Sin mamá no podíamos seguir con el negocio de
las velas, y papá no tenía la menor intención de volver a
trabajar en una fábrica.
Lo que nos quedaba era esta casa, pagada y sin cargas, y
algo de dinero en el banco.
Para gente sensible como nosotros un divorcio puede
representar una experiencia penosa. Durante algún tiempo nos ha resultado difícil tomar decisiones, así que no hemos tomado ninguna. Al Viejo Majareta le gusta decir que
aún no sabe qué quiere ser de mayor. Y, sinceramente, no
tener que tomar decisiones es uno de los mayores lujos de
la vida (sólo comparable a no tener que trabajar).
Nos limitamos a dejar que los días vayan pasando. Tenemos un techo, ropa y los alimentos necesarios. Encontramos o tomamos las cosas buenas de la vida con tanta
facilidad que sería una estupidez meternos en cualquier
empleo aburrido, absurdo y frustrante para ganar el dinero que nos permitiera comprar eso mismo, aunque sea
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Nos retiramos de la carrera a codazo limpio
lo que hace la mayoría de gente. «Ganarse la vida», lo llaman. «Esclavismo», diría yo.
A veces papá salta con lo de que nuestra vida es más o
menos como la de las zarigüeyas. La zarigüeya es capaz de
vivir prácticamente en cualquier sitio, incluso en las grandes ciudades. Es el animal más estúpido que existe, pero
el caso es que ha habido zarigüeyas en la Tierra desde millones de años antes de la aparición del hombre y ahí siguen, más fuertes que nunca. ¿Quién se atreverá a decir
qué especie va a sobrevivir a la otra en nuestro viejo planeta azul? Son animales regordetes, pizpiretos y amantes de
la vida (o eso me gusta creer), y desde luego no habría manera de convencerlos para que trabajasen en una fábrica o
en una oficina. «Vida de zarigüeyas» es como llamamos a
nuestro actual modo de subsistencia.
¿Así que vivimos como zarigüeyas? ¡Vaya…! Yo diría
que incluso mejor.
21
2
El c o st e de l a vida
¿Cuánto crees que cuesta vivir en este país hoy en día, en
1976? Según el Departamento de Sanidad, Educación y
Bienestar, el Departamento de Agricultura o cualquier
otro de esos absurdos organismos —he olvidado cuál—, una
familia de cuatro personas invierte cinco mil quinientos
dólares anuales en mantener un «nivel de vida civilizada
decente acorde a los estándares normales», o una chorrada similar (eso lo tengo guardado en alguna parte con mis
recortes de periódicos, pero ahora no lo encuentro). Si
esto es cierto, se supone que mi familia de dos personas
que gasta una cuarta parte de ese dinero es civilizada sólo
a medias; igual estamos a medio camino entre los salvajes del neolítico y los agricultores bárbaros armados con
sus azuelas.
Uno de nuestros vecinos gana treinta mil dólares al año
y, por lo visto, considera que su vida entera es un fracaso porque su padre lo convenció para que dejase un trabajo en el que le pagaban treinta y cinco mil. El empleo
en cuestión significaba un contrato de cinco años en el desierto del Sahara o algo así, creo.
Es probable que aquellos a quienes envidia —esos que
están ganando treinta y cinco mil— no puedan soportar la
idea de que Fulano, que no es ni la mitad de hombre que
ellos, esté ganando cuarenta de los grandes, un salario
que les permitiría vivir como deberían. Y es posible que
Fulano, a su vez, también se sienta defraudado. No es muy
recomendable ocuparse de los Fulano, porque en el ins22
El coste de la vida
tante en que uno supera a los Fulano conocidos aparecen
en el horizonte nuevos Fulano por conocer, así que ¿para
qué perder el tiempo?
Vamos a centrarnos en un razonamiento lógico y simplista. No te gustaría tener el dinero que tiene Howard
Hughes si eso implicara llevar la vida de Howard Hughes,
¿verdad? Y tampoco te apetecería verte reducido a una
vida de zarigüeya llevada al extremo, ¿me equivoco? Ergo,
ipso facto, tiene que existir un nicho de ambición financiera en algún punto localizado entre esos dos extremos
que sea el apropiado para ti. En tu mano está decidir dónde se sitúa tu nicho.
Sin embargo, por si te sirve de algo, permíteme que trate de persuadirte con nuestro ejemplo para que le dediques un poco de atención al extremo inferior de la escala zarigüeya / Hughes. A papá y a mí nos encontrarás más
o menos en el penúltimo peldaño. Entre el 1 de agosto de
1975 y el 1 de agosto de 1976 gastamos mil cuatrocientos noventa y ocho dólares con setenta y cinco centavos.
Cuando calculé la cifra total se la pasé a papá y se puso pálido. Se sentó y comprobó que el corazón aún le latía.
—¡Imposible! —gritó—. ¿Adónde ha ido a parar todo este
dinero?
Ya era demasiado tarde para ponerle remedio. Tuve que
hacerle un desglose, artículo por artículo. Aquí es adonde
fue a parar el dinero:
Comida
268,89 $
Ingredientes para destilar licor casero 98,37
Jabón y productos de papelería
47,45
Petróleo para las lámparas
161,66
Gas butano
87,01
Electricidad
101,24
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Materiales para restaurar la casa
(cemento, pintura, etcétera)
335,43
Impuestos sobre la propiedad
286,00
Ropa
13,33
Capricho 25,05
Otros (herramientas, lavandería,
anzuelos de pesca, etcétera)
74,32
1.498,75 $
Entonces, para que se calmase, le dije que tuviese en cuenta que el artículo «Materiales para restaurar la casa» se trataba de un gasto puntual y que, dado que aquello se había
empleado en aumentar el valor de nuestra propiedad, podíamos considerarlo como si fuese dinero que habíamos
metido en el banco. Si restamos ese concepto, obtenemos
un presupuesto de mil ciento sesenta y tres dólares con
treinta y dos centavos.
Bueno, murmuró, y aún refunfuñó durante un rato (más
por costumbre que por otra cosa), pero se fue con una sonrisa en la cara. Si incluso una zarigüeya puede reunir mil
ciento sesenta y tres dólares con treinta y dos centavos anuales, imagínate dos zarigüeyas.
Ahora que ya te he contado en qué gastamos el dinero,
deja que te cuente en qué no lo gastamos.
Para no andarme con rodeos: en prácticamente todo lo
que nos sea posible hacer sin él. Hay gente que parece estar
buscando sin descanso distintas maneras de despilfarrar su
dinero e incluso se pone nerviosa y se siente contrariada si
no logra deshacerse de todo lo que tiene comprando con
desenfreno en cualquier tienda. Como suele decirse, tienen un agujero en el bolsillo. He sido testigo —seguramente tú también— de este «síndrome del manirroto» en toda
clase de personas. Es algo que no puedo entender. Con el
24
El coste de la vida
pretexto de que tienen necesidades, caen en ello incluso tipos muy metidos en el rollo de la vuelta a los fundamentos.
¿Una motosierra de doscientos cincuenta dólares, una estufa Franklin de cuatrocientos cincuenta, un deshidratador de alimentos de noventa o una moto de nieve de mil
doscientos se consideran «necesidades básicas»?
Nos hace gracia la anécdota del tipo que está de paso en
un pueblecillo de Vermont: mientras el forastero pasea por
la calle se fija en que el hombre que va delante de él provoca un comportamiento peculiar en los demás; le echan miradas o lo amenazan con el puño, las mujeres fruncen la
nariz a su paso, los niños huyen alborotadamente para no
cruzarse con él.
—¿Qué sucede? ¿Es un maltratador? ¿Un traficante?
¿Un pederasta? —pregunta el viajero a uno de los vecinos.
—Qué va. Es uno que se sirve de su propio capital.
¡Éstos son los que me gustan a mí! Estoy segura de que
me vendría de perlas para exponer toda una teoría de la
austeridad; y lo mismo para mis opiniones religiosas y políticas, pero no voy a hacerlo. O naces con el viejo instinto
de un Silas Marner, un Hefty Green, un Jack Benny, o no:
toda la retórica del mundo no hará que cambies de postura, eso lo tengo pero que muy claro.
Sin embargo, me gustaría decir algo sobre la frugalidad.
Si eres de esos a los que «les resulta imposible ahorrar»,
haz un simple cálculo: toma tus ingresos anuales, después
de descontar los impuestos, y réstale los seis mil dólares
que supuestamente se necesitan para permanecer dentro
del orden de lo civilizado. Ahora multiplícalo por, pongamos, cinco. ¿Te parece una cifra apetitosa? ¿Valen realmente eso los juguetitos y toda la basura —el «nivel de
vida confortable»— que vas a comprar en los próximos cinco años?
25
Vida de zarigüeyas
Aquí van unas cuantas cosas en las que no gastamos dinero:
· Las compañías aseguradoras jamás sueltan ni un centavo.
En una ocasión, cuando mamá y papá aún estaban casados, un
conocido nuestro se metió en el negocio de los seguros e intentó venderles uno. «Si me muriese, ya me contarás qué le importaría a ella el dinero», dijo papá mirando fijamente a mamá. Es
probable que ésa fuera la primera vez en la historia del mundo
en que un agente de seguros no supo qué replicar.
· No nos hemos hecho un seguro contra incendios porque
nuestra casa es de ladrillo; tenemos un extintor, una manguera lo bastante larga como para llegar a todos los rincones de la
vivienda, un pararrayos, una instalación eléctrica bien aislada,
ninguno de nosotros dos fuma y no pasamos demasiado tiempo
fuera. No nos hace falta un seguro contra inundaciones, ya que
vivimos en una colina; ni tampoco uno contra robos (el total
de nuestras posesiones materiales no suma ni doscientos dólares). No nos parece necesario contratar un seguro a terceros.
Al no tener coche, nos ahorramos cualquier seguro que se derive de ello.
· Las vacaciones, otra fuente de derroche muy extendida, no
nos hacen falta: nuestra vida diaria es un enorme periodo vacacional. No sentimos la necesidad de «olvidarnos de todo» porque no hay nada que queramos olvidar.
· Nuestras aficiones no nos cuestan mucho dinero. Para la
mía, que es la observación de pájaros, no se requiere más que
unos prismáticos y un libro con el que identificarlos; y, además,
ambas cosas duran muchísimos años. Cada uno tenemos un par
de zapatillas deportivas de diecisiete dólares que también duran
bastante. Nos compramos unas palas de bádminton por once
dólares (apuntadas en concepto de «Caprichos»), pero incluso
esto nos garantiza años de disfrute.
· No celebramos las Navidades. En casa, el 25 de diciembre es
una fecha como otra cualquiera. Es la época del año que todos
eligen para comportarse de manera codiciosa, ostentosa, empalagosamente sensiblera, frenética, histérica, para beber como
26
El coste de la vida
cosacos y dar rienda suelta a los instintos suicidas, y no nos parece que tengamos que fingir lo contrario. Así que fingimos que
no existe con la esperanza de que pase rápido. La Navidad se
ha convertido en un caballo con la pata rota: no puedes disfrutar del caballo y obviar al mismo tiempo que le falla una pata; lo
único decente que puedes hacer es sacrificarlo y terminar con
su sufrimiento. Si eres religioso, estarás de acuerdo conmigo en
que la orgía consumista del 25 de diciembre tiene muy poco que
ver con Cristo; puede que sí con Mammón o con Baco, pero no
con Cristo, desde luego. Así que hazle un favor a tu religión y a
ti mismo y no entres en el juego. Si lo ignoramos todos, tarde o
temprano acabará pasando.
· Los impuestos sobre nuestro salario no aparecen listados en
nuestro presupuesto, como habrás notado. No pagamos nada
en absoluto, porque nunca llegamos a la cantidad necesaria para
estar obligados a hacerlo. ¿Te das cuenta del lujo que esto supone? Esos estafadores sin vergüenza de Washington no se están llenando los bolsillos con mi dinero. Yo no estoy pagándoles a esos oportunistas del Bienestar Común para que engorden
como cerdos. Los ridículos proyectos federales de autobombo
no me cuestan ni un centavo. ¡Ni te imaginas la diferencia entre
la presión arterial de uno que paga impuestos y la de otro que no
lo hace mientras leen el periódico!
· Pagamos impuestos sobre la propiedad porque no nos queda otra (si te niegas, te embargan de todas, todas), pero en cuanto al resto de impuestos municipales, nos hacemos los locos.
Cuando se presentó el tipo que recauda lo de la «tasa de ocupación per cápita» le dijimos simplemente que no vivíamos allí,
que estábamos arreglando la casa para alquilarla. Nunca más se
supo de él. Hace un par de años recibimos un impreso por correo sobre un «impuesto de ocupación», pero como no tenemos
de eso, no nos dimos por aludidos.
· Al convertirnos en unos artistas de la austeridad hemos descubierto que podemos pasar sin todos esos pequeños detalles en
absoluto esenciales que no hacen más que aumentar la suma:
peluquería, artículos «para la higiene personal», mascotas, ador-
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Vida de zarigüeyas
nitos y otras chorradas decorativas, aperitivos y alimentos precocinados, mobiliario, elegantes reuniones de salón (a mí no
me hacen falta), revistas y diarios (para eso está la biblioteca),
línea telefónica, películas, pasta de dientes (elaboramos la nuestra: partes iguales de sal y bicarbonato disueltas en agua), tabaco, aportaciones a la beneficencia, regalos (un cuarto de litro
de vino o de licor destilado casero, o un conejo en escabeche hacen las veces de regalo)… Bueno, imagino que ya te vas haciendo una idea. Llevamos la cuenta de lo que gastamos hasta el último centavo, así que tenemos una idea muy clara de adónde va
a parar la pasta. Anímate a hacer lo mismo: te sorprenderá ver
cuántas cosas te suponen un desembolso de dinero, que a fin de
cuentas es el producto de tu tiempo y esfuerzo. Si uno va a comprar algo pagando al contado desea saber el porcentaje exacto
de impuestos e intereses que le han aplicado, evidentemente.
—Pero ¿no queréis Cosas Bonitas? —pregunta la gente—.
¿No os gustaría salir por ahí y pasar un Buen Rato?
—Pues no —respondemos—. Le sacamos mucho partido a
quedarnos leyendo en casa.
—Ah, ¿sí? Y ¿qué leéis, si se puede saber?
—Nuestra cuenta bancaria.
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