Hija de Romualdo A. Mora y Regina Vega, comienza su formación artística tomando lecciones de dibujo con el maestro italiano Santiago Falcucci en San Miguel de Tucumán. Allí ejecuta retratos de personalidades tucumanas y adquiere cierta notoriedad. En 1892, gracias a las gestiones de su maestro, expone en la sección de bellas artes de una kermesse organizada por las Damas de Beneficencia. Dos años más tarde exhibe una colección de retratos de gobernadores de la provincia de Tucumán en una exposición de la Sociedad de Beneficencia. Según Falcucci, el gobierno tucumano compra todas las obras en 5.000 pesos. En 1896 la artista gana una beca del gobierno nacional para formarse en Roma. Allí logra ser aceptada en el taller del pintor Francesco Paolo Michetti, donde conoce al escultor Giulio Monteverde, autor del monumento a Mazzini emplazado en marzo de 1878 en la ciudad de Buenos Aires, con quien comenzaría a estudiar poco después. Durante algunos meses el gobierno argentino suspende su pensión, razón por la cual la artista tiene que comenzar a vender sus obras para sostenerse. Sus protectores en Argentina e Italia logran que se le vuelva a otorgar una beca y facilitan su inserción en los círculos sociales de Roma, donde Lola encontraría en el futuro a varios comitentes. Su actividad en la ciudad italiana es, por otra parte, con frecuencia comentada en la prensa porteña, que publica noticias sobre los encargos y viajes por Francia, España y Alemania. Hacia fines de siglo expone con el seudónimo L. M. di Vinci el medio busto de una campesina en el palacio de Bellas Artes de Roma. En 1900 recibe su primer encargo oficial: dos bajorrelieves destinados a la Casa Histórica de Tucumán, que representan los sucesos del 25 de mayo de 1810 y del 9 de julio de 1816. El entusiasmo generado por aquel encargo la lleva a proponer al gobierno argentino, a través de la municipalidad de Buenos Aires, la realización de una fuente para la ciudad capital. Aceptada la oferta, se elige la Plaza de Mayo como destino de la obra, aunque ese emplazamiento inicial sería muy discutido con posterioridad, sobre todo una vez conocido y aprobado el boceto de la fuente, cuya temática mitológica y, en rigor, sus numerosos desnudos, no parecen haberse considerado adecuados para ser instalados frente a la Catedral. Entre 1900 y 1902 se aboca a la realización de la Fuente de las Nereidas. Comenzada en Roma, la obra es terminada y ensamblada en Buenos Aires, luego de innumerables dilaciones y debates sobre su emplazamiento, en los que no está ausente la discusión de su mérito artístico. Finalmente se decide ubicarla en el Paseo de Julio, y la obra es inaugurada en 1903. El 27 de mayo Leopoldo Lugones le dedica una página en el diario Tribuna que condensa muchos de los prejuicios y elogios que suscita su inauguración: “Sea como quiera, y con todos sus defectos que sería imperdonable callar [...] una obra en la cual hay tres estatuas de indiscutible mérito y cuya totalidad es bella, merece franco aplauso. El sexo de la autora, su juventud, sus estudios poco más que elementales en el género, y su cultura, indudablemente escasa como la de todas las argentinas, datos que, si no disculpan mamarrachos, suspenden las conclusiones severas, todo eso induce a presagiar para la próxima cosecha [...] el triunfo definitivo que Dios no quiera malogren las lisonjas o los desengaños”. En 1918 la obra es trasladada a la Costanera Sur. A pesar de los debates, en 1903 la artista vuelve a Roma con una enorme cantidad de encargos oficiales. Además, gana el primer premio de un concurso organizado en Melbourne para erigir una estatua de la reina Victoria en esa ciudad. Sin embargo, en circunstancias cuyos detalles se desconocen, vende el boceto al escultor que finalmente se encarga de su realización. En Roma proyecta y supervisa la construcción de su villa en Via Dogali, que se convierte en centro de reunión de intelectuales, artistas y visitantes ilustres. En 1906 regresa a Buenos Aires a terminar las obras destinadas al Congreso Nacional, que años después, en 1913, serían también separadas de su emplazamiento original. Instalada su residencia y taller en las dependencias del mismo Congreso, conoce a Luis Hernández Otero, funcionario de la institución, con quien se casa en 1909. Juntos retornan a Roma, y allí Lola Mora trabaja en los monumentos a Nicolás Avellaneda y a la Bandera, aprobados antes de partir. El de Avellaneda es inaugurado en 1913 en la localidad que lleva su nombre; el segundo es trasladado a destino pero nunca ensamblado, y sus diferentes partes quedan repartidas en distintos paseos de la ciudad de Rosario. Recién en 1997 se las reúne y ubica cercanas al Monumento Nacional a la Bandera, obra de Bigatti, Fioravanti, Bustillo y Guido. Separada de Hernández en 1917, hacia 1920 Lola Mora se asocia en Buenos Aires al inventor de una nueva técnica de proyección de películas cinematográficas a plena luz. Al parecer su invento despierta el interés de la prensa, pero no tiene éxito comercial. Se dedica durante esos años a la realización de mausoleos, la mayoría de ellos ubicados en el Cementerio de la Recoleta. Pocos años después se traslada a Salta, donde invierte todo su capital en el desarrollo de una actividad minera que finalmente no prospera. El gobierno acuerda otorgarle una pensión en 1935, un año antes de que falleciera en Buenos Aires, ya prácticamente paralizada por un ataque cerebral.