Un nombre, un hombre, una vida: la historia de Manuel “la vida no es un ensayo, aunque tratemos muchas cosas; no es un cuento, aunque inventemos muchas cosas; no es un poema, aunque soñemos muchas cosas. El ensayo del cuento del poema de la vida es un movimiento perpetuo” Augusto Monterroso Fue recién inaugurada la primavera de 1931 cuando el ensayo del cuento del poema de la vida que aquí se narra, comenzaba a echarse a rodar. No fue fácil para mis padres, inmigrantes rusos, transitar un continente tan extraño a sus sueños, tan forastero a sus paisajes y su historia; buscarse aquí, quedarse aquí con la nostalgia alojada en sus espaldas. Sin embargo, la esperanza de inventarse un nuevo territorio los hizo “América” y en ese andar dibujaron rostros y horizontes, sellaron pactos, recorrieron lágrimas, labraron hijos. Al penúltimo de sus seis descendientes lo llamaron Manuel, con la ilusión de que “ese Dios que está entre nosotros”, les prodigara las fuerzas necesarias para aprender a vivir – ya no como extranjeros-en las tierras puntanas. Mi infancia entonces, transcurrió entre el exquisito aroma de la madera fresca, que mis padres tallaban con ahínco para que devinieran en artefactos para el hogar y esas callecitas recién inauguradas de un San Luis que luchaba por conseguir un lugar al sol. Con el tiempo los lazos sociales sostuvieron el arraigo, y en ese andar nos fuimos haciendo dueños de una cultura y un idioma con el que pronunciar el mundo y hacerlo propio. Quizà, sin saberlo, mi padre al elegir el nombre para su negocio “La Mundial”, nos estaba habilitando a imaginarnos que, desde este punto pequeño del universo, se puede regresar al origen para rehacerlo con una nueva geografía. La Escuela “Juan Pascal Pringues” me ofreció los amigos de la niñez y los que aún perduran; me brindó el reaseguro de un capital cultural, social y simbólico con el que me fui alfabetizado, construyéndome en gran parte en el hombre que soy hoy. Esa escuela capaz de sostener el deseo de saber me habilitó para acceder al Colegio Nacional en donde transcurrió el Nivel Medio, como paso obligado para cumplir el sueño de mis padres de ingresr a la Universidad. En sus vericuetos, en sus paredes, en sus bancos quedaron las fidelidades de una infancia y una adolescencia trazada en la alquimia de aquellas preguntas esenciales y que me supieron responder de donde venía, hacia donde marchaba, quién era, quien podría llegar a ser. Fue así que en 1950 marché hacia la Universidad Nacional de Buenos Aires, soñando constituirme en médico como mi hermano mayor. Sin embargo, la vida que crecía entre clases de anatomía se juntó con la muerte repentina de mi padre y con ello, la renuncia a lo amado y el regreso a mi tierra natal para hacerme cargo del negocio familiar. Fueron años difíciles en los que la nostalgia de lo que pudo haber sido, se peleaba internamente con mis ganas de conquistar el mundo y bucear en él. Junto a otro amigo intentamos armar una pequeña fábrica de conservas en la provincia de Mendoza a la que, con la benevolencia de los años jóvenes destinamos “El Despertar”. No despertamos al éxito económico, no; sí a la alegría de sabernos vitales en las ansias de ir más allá, de cruzar a la otra orilla. Mi vida desde entonces fue una larga tolerancia por lo no alcanzado en el plano intelectual: mientras sostenía la mueblería paterna y la hacía crecer, intentaba estudiar Bioquímica y Farmacia en la Universidad Nacional de San Luis sin que ellas lograran atrapar mis emociones. Esa necesidad-necedad casi insensata de pedirme más, de querer “ser más” cuando se hace de la vida un desafío, inauguraba nuevos laberintos con infinitos senderos que se bifurcan. Y en uno de esos derroteros encontré a Rudy, mi compañera de casi cincuenta años y con ella dos hijos en los que fuimos edificando juntos las buenas razones para vivir. Juntos nos encargamos de inscribirlos en una herencia cultural que hoy, ya hombres, les permite saber “de quién son hijos”, con qué barros fueron amasados, que memorias colectivas corren por sus venas, cual es su origen, con qué se identifican, que itinerarios personales y sociales les están ayudando a construir sus hijos, nuestro nietos. Fue ese extraño ensoñamiento de transmitir y recibir, de ligar a una genealogía, de anudar generaciones; lo que nos encontró en las miradas, en los gestos cotidianos, en el pasado, en el presente y en lo por venir. Rudy puede atestiguarlo: no fui médico, tampoco bioquímico, sin embargo me fui comprometiendo, sin reservas, en la vida social allí donde mi saber se necesitaba. Fue así que entre los años 1962 y 1963 me pidieron que asumiera como Vicepresidente del Banco de la Provincia de San Luis, tarea que asumí con profunda convicción de que esta entidad tiene que estar al servicio de su gente. Nunca tuve una oficina a “puertas cerradas”, en ella encontraban calma los vecinos que, agobiados por la situación económica, pedían una tregua para sus pesares. La confianza en el otro y la esperanza de ser un puente, simplemente un puente, fueron mi horizonte en esta empresa. O aquella otra actividad a la que entregué tantos y tantos días y noches de mi vida sin que mediara mas que el reconocimiento social, como lo fue participar de la conducción de la Cámara de Comercio de San Luis. Ingresè a ella como vocal en 1957, más tarde Secretario y entre 1980 y 1982 asumí como Presidente para recuperarla de la intervención a la que la había sumido la Dictadura Militar desde el ’76. Participé en ella hasta el año 2006, aún cuando mi vida había dado un giro definitivo hacia otros horizontes. Ya en 1968, preocupado por el destino social, económico y productivo de una provincia que históricamente se había constituido como “lugar de paso” hacia las rutas mendocinas y chilenas, integré la “Comisión de Estudio de la Promoción Industrial” en conjunto entre Nación y Provincia. Pasaron años para que se pudiera concretar ese proyecto: la historia dolorosa de un país arrebatado por la violencia de Estado, las ficciones de un plan económico que acrecentó la brecha entre los que más y menos tienen y, luego de tanta pérdida, los sueños de la democracia y con ella el “Acta de Reparación Histórica” con lo que San Luis pudo honrar la vida a quienes la dieron en el Ejército Sanmartiniano. A lo largo de la década de los ’80 vi transformarse la geografía sanluiseña, así como a fines del Siglo XIX encontraron aquí refugio los exiliados pobres de nuestra mestiza. Eran otras épocas y otras gentes con las mismas angustias y esperanzas y, puesto que migrar tiene su precio –el desarraigo- con este proceso de Promoción Industrial en el que me involucré desde la Cámara de Comercio, sentía que podía comprender más profundamente la desazón y el desamparo que habían experimentado mis padres, cuando el hambre los alejó definitivamente de su contexto de origen. Mi vida, en ese movimiento perpetuo, en ese interrogarme sin flaquezas y sin consentimientos, en esa búsqueda incesante y poco acostumbrada al conformismo me llevó hacia lo más subterráneo de mi subjetividad y allá por 1996, cuando el estado de jubilación me venía siguiendo los pasos, me redescubrí y me proyecté en esa necesidad casi atávica de volver a retomar los estudios. Ya no fue la medicina la que me convocaba, o quizá si pero desde otra mirada. Era la condición humana misma, la salud y el bienestar psíquico de quienes transitan la Tercera Edad y la longevidad, lo que me invitó a cursar la carrera de Psicología Social, en Buenos Aires. Infinitas rupturas, quiebres, crisis de identidad, pusieron en cuestión a aquel Manuel comerciante que se había construido a lo largo de tantos años. Ellas calaron en las inmensidades de mi ser y ese punto de inflexión me con-movió a atravesar “ la tranquera” y decirle ¡no! a los múltiples “no” que me había impuesto en la vida. Una y otra vez ensayaba formas de comprender los textos académicos, tan alejados de mi oficio y, como los niños que inventan formas de atrapar la sortija de una calesita, yo intentaba inventarme a mi mismo en esta nueva forma de estar siendo en la vida. Por entonces, mis incursiones por el mundo de la gerontología crítica articulados con los aportes de la Psicología Social de Enrique Pichón Riviere, habían hecho y rehecho mis ansias de saber más para ofrecer más y mejor a quienes, junto a mi generación transcurrían su devenir por la Adultez Mayor. En un comienzo y aún antes de estudiar Psicología, fue la cátedra de Adultos Mayores de la Universidad Nacional de San Luis la que cobijó mis deseos de darme, dar y recibir y, desde allí, el mundo se tornó más ancho y profundo: el Club de Abuelos de San Luis del que soy miembro activo, delegado por sus miembros para representarlos ante eventos científicos, el Parlamento de la Tercera Edad del que fui su co-autor, miembro activo de la Red Iberoamericana de Adultos Mayores y la Red Nacional de Asociaciones de Adultos Mayores, Miembro de la Federación Internacional de la Vejez. Sin embargo, a cada paso las certezas desayunaban dudas, como dice nuestro escritor uruguayo Eduardo Galeano, y buscaba incansablemente espacios y tiempos y gentes con los que con-llevar mis reflexiones. Vinieron a mi auxilio Clotilde De Pauw, una docente dela Universidad de San Luis con la que hace quince años comparto utopías, reflexiones, y con quien hemos aprendido a co-pensar, luego de la Universidad de Maimònides, la Universidad de Palermo, Eugenio Semino, Ricardo Iacub, el Dr. Salvarezza, Norma Tamer, Virginia Viguera, Mariana Gancedo David Zolotow y tantos otros/nosotros con los que cobijamos las mismas preocupaciones y ocupaciones. En el ir y venir, en el andar haciendo camino, la escritura de mis reflexiones y experiencias en relación a la Tercera Edad, la longevidad, el tránsito por la Adultez Mayor, me permitieron objetivarlas y compartirlas en Congresos y Seminarios. Me obstiné entonces en abrir espacios de interrogación y problematizaciòn acerca de esta temática, allí donde se diese la oportunidad de hacerlo. Así es que hace más de cuatro años coordino un grupo de Adultos Mayores de la Sociedad Israelita de la Ciudad de San Luis y en el que perseguimos construir un espacio de reflexión y acción en relación a la construcción de la identidad en este momento vital. Sin embargo, hoy más que nunca me interrogan las generaciones intermedias, las que recién se inauguran en este mundo y el lugar que los Adultos Mayores tenemos como transmisores de la memoria colectiva. Me inquietan los niños y niñas, los jóvenes de este nuestro Siglo XXI, a quienes estamos dejando sin futuro, y me conduele aún más, que los adultos estén dejando vacante su función arcóntica, narradores de la memoria histórica. Son estos niños-mundo, los que nos invitan a reinterpretar nuestra tarea y nos obligan a hacernos cargo de asegurarles un legado que los afilie a una cultura y los habilite para compartir una herencia común: la de ser miembros de esta tierra. Casi al borde de otra promavera queme verà cumplir mis ochenta años, puedo decir con humildad que creo estar cumpliendo mi tarea histórica. Si la vida es eso: un movimiento perpetuo, en el que se ensayan formas, se inventan cuentos, y se la escribe como un poema, no puedo más que decir ¡gracias a la vida que me ha dado tanto! Pregunté entonces a mis hijos Miguel y Daniel que significaba para ellos su papá y con esa alegría de saberme inacabado, humildemente transcribo sus voces: Para tratar de responder a tu pregunta, intentè ponerme en el lugar de cualquiera de las numerosas personas que lo conocen. En este sentido, Manuel Sternik seguramente será para ellas un compendio de bellas palabras expresadas todas al mismo tiempo: honestidad, ética, generosidad, solidaridad, respeto y la lista podría ampliarse todavía mucho más. Sin embargo para mì es simplemente un SEÑOR. Sí, con mayúsculas. Habiendo sobrepasado ya la mitad de mi existencia, lo que no es poco, he aprendido a valorarlo hasta la más profunda admiración. Algo que no me ha ocurrido con ninguna otra persona de las tantas que mi largo trajinar me ha permitido conocer. Son muchas sus cualidades y si tuviera la complicada tarea de elegir sólo una, no dudaría en resaltar su compromiso. Su historia de vida lo resume inequívocamente: compromiso hacia su madre y hermanos frente a la muerte de su padre, compromiso hacia sus amigos, compromiso hacia su esposa e hijos y, habiendo cumplido ya con todos, merecidamente compromiso hacia él mismo (Miguel). Considero que como padre nos dio a mi hermano y a mí todo lo que todo lo que cualquier padre podría y haría por sus hijos. Cada acción, cada consejo siempre ha tenido y tiene hasta hoy un mensaje claro que implica lo que en esencia es “el mismo”: honestidad, compromiso, respeto, vocación, esfuerzo y pasión por lo que uno quiere y hace. Innumerables virtudes podría destacar de mi padre, pero considero como sobresaliente su enorme capacidad para poder, frente a la adversidad, Sobreponerse y expresarse al máximo en cada actividad que ha realizado durante su vida: como padre, empresario, dirigente o como psicólogo. El ha logrado desarrollar su potencial en forma íntegra y ha puesto en cada cosa esa impronta “innovadora y diferente” que hacen de èl un gran estratega de la vida…no dejan de emocionarme y sorprenderme las numerosas acciones solidarias (muchas desconocidas por mí) para con sus amigos, compañeros e instituciones y un gran compromiso social con sus pares de hoy, los Adultos Mayores. El hecho de escuchar hablar de El en términos superlativos de respeto y admiración, generan en mí una satisfacción y sensación difícil de transmitir en palabras (Daniel) Así, como siempre, hoy su vida transcurre con la misma intensidad: la de una persona vital. Es quizàs esta caracterìsitica suya la que yo he tratado de apropiarme sin pedirle permiso. El me enseñó, tal vez sin preponérselo, a no renunciar jamás a intentar conjugar la palabra más valiosa que posea una persona: vivir. Habiendo sido él mi guía en este camino que muchos se empeñan en llamar vida, mi única recompensa será haber estado a la altura de sus expectativas. Vuelven ahora a mi memoria las palabras de un amigo después de una habitual charla con él durante nuestra adolescencia: para vos es fácil se hijo. El paso de los años ha completado aquel concepto: también fue, es y ha sido un honor ser el hijo de Manuel Sternik (Miguel). He aquí una Historia pequeña, una Historia sencilla, una Historia de un hombre común, una Historia de vida… UN NOMBRE, UN HOMBRE, UNA VIDA: LA HISTORIA DE MANUEL Manuel Sternik