Juventud y sentido - "Youth and sense"

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Metamorfosis
Revista del Centro Reina Sofía
sobre Adolescencia y Juventud
Nº 1 – Diciembre 2014 Juventud y sentido.
Young and sense.
Autor: Ricardo Sanmartín
Entidad: Universidad Complutense de Madrid
[email protected]
Resumen
Muchos de los problemas de la juventud tienen una estrecha relación con la búsqueda y encuentro
del sentido de la vida en el contexto de la crisis de nuestros días. No se trata tan solo de una crisis
económica, sino también moral. La observación y la comparación intercultural ofrecen un conjunto
de datos útiles para la discusión de cambios profundos en las imágenes culturales del ser humano
moderno.
Palabras clave: Juventud, sentido de la vida, crisis, imaginario cultural.
Abstract
Most of the problems young people have are related to the searching for a meaning to life, and
finding it in the context of the actual crisis. It is not only an economical crisis, but a moral one too.
Observation and intercultural comparation offer an amount of data useful to discuss deep changes
in the cultural images of modern human being.
Key words: Youth, meaning of life, crisis, cultural images.
En su genealogía de la moral, decía Nietzsche que “un sentido cualquiera es mejor que ningún
sentido en absoluto” y, sin duda, tenía razón. Le damos la razón porque en algún momento de la
vida todos pasamos por la experiencia del sin sentido, sufrimos algún dolor absurdo, o soportamos
la sinrazón frustrante de alguna honda pérdida. No solo entendemos esa desesperada sentencia
desde las vivencias negativas. Aunque en nuestro tiempo resulten escasas en el tiempo, también se
viven con gozo y alegría experiencias de plenitud y, al compararlas con las otras, vemos razonable
esa preferencia por algún sentido pues, aun en la imprecisión de su carácter cualquiera, sirve
efectivamente de clavo ardiente al que agarrarse frente al abismo del sin sentido. Con todo, no
queda así zanjado el problema del sentido de la vida, pues, por primaria que sea tan radical sed
de sentido, siempre cabe avanzar hacia atrás, hacia el origen de la sed o al inicio de esa caída
libre que lleva al ser humano a su necesidad de agarrarse y detener el daño que presiente si
prosigue cayendo a igual velocidad y duración –como en los créditos de Mad Men– sin sentido
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alguno. Si nos preguntamos por algo tan básico como el sentido, no es solo por razones
existenciales, sino también epistemológicas, por fundar adecuadamente la investigación y el pensar,
esto es, porque así destacamos la imagen que rige la orientación de la acción social.
Aquello en lo que el sentido consista, conviene matizar, no es algo que dependa solo de la
inescindible relación entre el bien y el mal. Lo que tantos han llamado sentido de la vida no es algo
que pueda, sin más, poseerse, ni es un mero anclaje que evite golpes y daños en la carrera de la
vida. Tiene que ver con la calidad de la vida, con su verdad, con el modo en que la vivimos. Si
escuchamos a quienes dicen haber perdido o encontrado un sentido de la vida, apreciaremos en
su descripción rasgos de sorpresa y desconcierto, tanto en la pérdida como en el hallazgo, y nada
de ello depende de un único tipo de logro. Triunfadores y fracasados nutren por igual la etnografía
del sentido de la vida. Unos y otros han tenido conciencia del goce y sufrimiento de esta vida,
siempre inconclusa, en múltiples ocasiones. Y en común tienen el haberlo perseguido. Es esta, pues,
una cualidad que, aun siendo insuficiente para entender la naturaleza del sentido, al ser universal,
nos exige destacarla en su estudio. El sentido es algo perseguible. Su misma persecución conforma
su naturaleza, pues con el constante movimiento de la búsqueda se sostiene la vida.
Sostener la vida es, pues, otro de los efectos clave que lo tipifican. De hecho, los jóvenes
informantes por mi entrevistados en Madrid en los últimos años, al narrar su experiencia de pérdida y
recuperación del sentido de su vida subrayan que aquello “era algo que me sostenía […] y había
algo que yo decía: a mí esto me atrae, a mi esto me dice […] esto no puede ser mentira […] a mi
me removió todo por dentro”. Según su percepción, aquello que otorga sentido sostiene su persona
y la atrae, y en su fuero interno siente un contenido significativo. Lo vivido en esa plenitud es algo
que dice, que emite algo significativo, y lo hace con tal rotundidad que se le impone como verdad
reclamando su aquiescencia. No extrañe, pues, que tal aprehensión remueva el interior del sujeto,
esto es, nunca se trata de algo trivial, sino importante, que reclama la entera atención de quien lo
sufre. Y, más allá de la importancia que tales experiencias puedan tener para la persona, que la
juventud halle o no sentido en su vida es de vital importancia para la sociedad, pues “cada
generación representa una cierta altitud vital, desde la cual se siente la existencia de una manera
determinada […] Podemos imaginar [decía Ortega] cada generación bajo la especie de un
proyectil […] lanzado al espacio en un instante preciso, con una violencia y una dirección
determinadas” (Ortega y Gasset, 1987:79) y, evidentemente, tanto importa la energía como la
dirección y el objetivo al que apunta la juventud con su esperanza. Cuanto más sentido halle la
juventud mayor será su altitud vital y mayor la energía con la que persigan su realización.
Con todo, en la ya citada y en tantas otras expresiones de informantes, se percibe cierta dificultad
al intentar precisar el contenido del sentido de la vida. Como vemos, se refieren a algo, a esto, es
decir, usan términos neutros que acogen mejor en su ambigüedad la imprecisión de lo que, sin
embargo, resulta tan verdadero como central en su experiencia. Lo cierto es que ningún poeta ni
pensador ha logrado nunca dar una imagen suficiente de la vida humana. Cada autor ofrece
retazos de la vida, un punto de vista quizá nuevo y original, pero siempre incompleto, inconcluso. A
lo sumo, retratan la intensidad y hondura de un instante. No es este texto excepción, y no puede
serlo, porque esa impotencia de la palabra para abarcar el sentido de la vida es otra de las notas
que lo caracterizan. Intentamos encarar la dificultad apoyándonos en otros autores e informantes a
quienes citamos como una llamada a esa reunión de todos los hombres, por ver si con ese
mecanismo tan académico, además de pedir prestada la autoridad a los otros, logramos un ágora
o senado cuya suma de voces cante a coro el nombre de la vida que nos falta, la palabra que
convoque tan esquivo referente con la fuerza democrática de la suma, con la fuerza de la especie,
algo, sin duda, muy humano, pues intentamos hablar del sentido de la vida humana.
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Y es importante hacerlo ahora por la hondura del cambio social, histórico y cultural que nos
embarga. Se han ido sumando demasiadas circunstancias en una misma dirección hacia el horizonte
temporal de nuestra época, y ya no podemos ignorar la transformación que nos envuelve, pues esta
se convierte en matriz que nos gesta, creadora de la nueva figura humana que entre todos
alumbramos en la historia. Desde el cambio climático, la globalización e internet, a la corrupción y la
crisis o las nuevas y recurrentes guerras, se han sumado factores de cambio que no sólo afectan a
la economía, sino a la salud y a la vida espiritual de todos los países del mundo. Los jóvenes han
saltado de la red virtual al espacio real de las calles y, de pronto –como decía El Roto– la política y
la economía han envejecido con su repetida promesa de un futuro que no llega, con estrategias
obsoletas a base de negocios seguros, especulación fácil, recortes y corrupción. La hondura del
cambio ha alterado las distancias temporales. Los proyectos lentamente madurados se han vuelto,
de pronto, inservibles, y los hombres maduros se ven frágiles e inseguros, testigos de algo que no
saben qué va a acabar siendo. Los carros de la burocracia se han puesto delante de los bueyes
de la innovación, y cuando esta llega nadie la reconoce, sino que la tildan de herejía los escribas y
fariseos que se encastillan en sus despachos, ciegos y sordos al clamor de la época.
Las viejas revoluciones trataban de girar el mundo. Pero ahora el mundo ya está del revés, y tiran de
él patas arriba burbujas financieras y de doble contabilidad; hay ciegos que claman ver un futuro
ampliando fronteras con violencia, y fanáticos que matan en nombre de la vida. No parece que los
jóvenes reclamen otra revolución –pues esta, en realidad, ya ha acontecido con la red y la
globalización– a no ser que se refieran a una profunda reforma que enderece el mundo y lo dirija
hacia un futuro desconocido, ese que se esboza en la imaginación con la fuerza de los ideales.
Meditamos, pues, de nuevo al modo de Don Quijote con la esperanza de que el coraje y la razón
vuelvan a deshacer los entuertos con la sabia ayuda de Sancho, y nos rogamos unos a otros que el
amor al trabajo bien hecho lleve a su plenitud lo que bulle en un mero estado de potencia y así lo
posible se convierta en hechos rectos e innovadores.
Esta oración ciudadana, que nace del deseo compartido con los jóvenes por la pronta venida de
un mundo mejor, no desconoce las dificultades, pero no se rinde a la ironía ni al escepticismo de
quienes no logran idear mejores teorías sobre los ciclos de la economía que las que nos legó la
sabiduría milenaria de la Biblia. Dicen que la crisis de 2008 pasará, que ya está pasando, que en
2015 crecerá el PIB y se creará empleo. A nadie consuela tanto cálculo para concluir, tras siete
años de vacas flacas, una esperanza de solo siete años de vacas gordas, pues tampoco precisan
con sus gruesos cálculos de quién son las vacas de las que hablamos, y de si el engorde se
distribuye o es una mera cifra acumulada sobre la que no nos preguntamos de cuántos sumandos
resulta. La juventud no solo espera cálculos más serios, sino ideas verdaderas y medidas eficaces. La
crisis no es una enfermedad –como dicen de la juventud– que se cura con el paso de los años.
También hay quienes dicen que la crisis es recidiva y en breve rebrotará. ¿Cómo podría configurarse
la esperanza de los jóvenes si eso fuese cierto? ¿Y si fueran necesarios muchos más años para que
el cambio estructural se asentase en nuevos cimientos más hondos y sólidos porque solo esa
duración hiere y logra un cambio de sensibilidad? ¿Y si, como vislumbra Rifkin (2014), el internet de
las cosas, junto con las energías renovables y la economía colaborativa con su coste marginal cero,
socavase el mercado capitalista tradicional y mientras llega un nuevo sistema económico se
destruyese más empleo? De hecho, voces autorizadas, hablando de la evolución del empleo, creen
que “un peor [mejor] comportamiento del empleo disminuiría [aumentaría] las rentas salariales y la
tasa de crecimiento, agudizando [reduciendo] la desigualdad. Creo –señala Julio Segura– que en
este tema cabe tener poca esperanza, los cambios más intensos en el proceso de sustitución de
trabajo por capital (robótica y software) están por llegar y con ellos el empleo se concentrará en
los trabajadores muy cualificados y versátiles y en los servicios con entrega física de salarios muy
bajos”. (2014: 19) contribuyendo así a una mayor desigualdad. A ese panorama suma su
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percepción de “una tendencia preocupante: el crecimiento del peso relativo de la riqueza
heredada respecto a la ganada [y esto] implica una menor meritocracia, una de las claras ventajas
del capitalismo. Las sociedades más avanzadas parecen, por tanto, encaminarse hacia un tipo de
capitalismo patrimonial. En palabras de Piketty: 'siempre que el rendimiento del capital es significativa
y duraderamente mayor que la tasa de crecimiento es inevitable que la herencia (las fortunas
acumuladas en el pasado) predomine sobre el ahorro (riqueza acumulada en el presente). ¿Por qué
es preocupante esto?: porque 'la igualdad de derechos de todos los ciudadanos contrasta
agudamente con la desigualdad real de las condiciones de vida y para superar esta
contradicción es vital asegurarnos de que las desigualdades sociales derivan de principios
universales y racionales más que de contingencias arbitrarias'” (Segura, 2014: 13) como que papá
sea pobre o sea rico.
No sugerimos, con estas últimas citas, que convenga, una vez más, frenar la innovación tecnológica
ni la creatividad social del procomún colaborativo, por su posible incidencia destructora de
empleo, pues, obviamente, se creará nuevo empleo en otros ámbitos. Traemos a Rifkin y a Piketty a
colación por la calidad de sus avisos sobre el futuro del capitalismo, del que tanto depende la
juventud. Los cambios que ellos vislumbran implican extremos que afectarán a la cualidad misma del
sistema económico y, sin duda, frente a tan hondas transformaciones conviene prepararse y
cualificarse más allá de la mera herencia de un patrimonio familiar. Lo que sugieren es una
capacitación basada en la creatividad, en la apertura a lo radicalmente nuevo y desconocido, al
desarrollo de la imaginación, pues no solo la economía y el empleo cambiarán –están cambiando–
sino también las relaciones humanas, la posibilidad de tener hijos, la soledad, la sensualidad, el
silencio interior, la comprensión mutua y la responsabilidad ante el clima. Todo eso exigirá nuevas
fuentes de energía no contaminante, y de energía semántica para ver con nueva luz en la
oscuridad del horizonte.
Si el trabajo del futuro exige esa mayor cualificación, sin duda, también es exigible que se extienda
esa cualificación, que resulte efectiva y accesible a más jóvenes, no a menos, y que se extienda
desde la base, desde los primeros años de formación, esto es, parece exigible una sustancial
mejora en la calidad de todas las etapas y tipos de educación, sobre todo de la formación
profesional. Esa mejora no puede limitarse a un incremento o extensión de la cantidad, sino que
implica cambios radicales en la concepción y en los modos de enseñar, de manera que la
creatividad, y no la mera transmisión de lo conocido, sea un eje central en toda educación; que la
Filosofía se incorpore a la Economía, que el Arte impregne las ciencias sociales y la ingeniería, no
solo por el diseño o la estética, sino como instrumento mental, como herramienta de trabajo capaz
de innovar. Así lo confirman los innovadores: “La exposición a campos como el diseño de la
tecnología ́a, el arte y la psicología ́a, me dio una perspectiva bastante agradable/interesante
para el mundo. Me encanta ver la tecnología ́a desde la perspectiva del diseño y viceversa”
(Kapoor, 2014: 115).
En esa dirección van los datos de las encuestas sociológicas que subrayan la valoración de los
jóvenes sobre los estudios como estrategia frente al paro y la crisis (2013, Rodríguez San Julián y
Ballesteros Guerra). Algo más del 60 % de los jóvenes creen que “los estudios satisfacen
personalmente y realizan” a la persona, así como también el 56'6 % cree que a mayores estudios
mejores oportunidades de buenos trabajos. Ante la inseguridad del futuro, y dados los datos de la
Encuesta de Población Activa de 2013 de 1'8 millones de jóvenes menores de 29 años parados
en España, parece razonable ese deseo de invertir tiempo y esfuerzo en los estudios, a pesar de la
falta de conexión entre lo que efectivamente se les enseña a los jóvenes y las exigencias del
mercado laboral. Es razonable porque los jóvenes todavía integran una etapa vital caracterizada
por la preparación para la vida. Eso es lo que les compete. Sin embargo, eso no es garantía
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suficiente para que la sociedad se asegure el futuro que desea. Quienes pueden tomar decisiones
que cambien las posibilidades del futuro son quienes están ya en activo y ocupan sillones en
despachos, empresas e instituciones, plazas en la administración pública y cargos de
responsabilidad política. De ahí que el cambio sea difícil, no solo por ser demasiado obvio y
demasiado olvidado a quién corresponde la mayor responsabilidad, sino sobre todo porque
quienes tienen que decidir sobre ese futuro y apoyar las innovaciones no las reconocen cuando las
ven, o su puesta en marcha merma sus propias posiciones. Es ahí donde la generosidad deja de ser
un mero valor moral para convertirse en clave de progreso.
El cambio tan necesario para el crecimiento del empleo no debiera entenderse como resultante de
un mero encadenamiento inconsciente y mecánico de factores anónimos, indicadores económicos,
ratios, procesos y tendencias, que son fruto de una suma infinita de microdecisiones de las que
nadie se responsabiliza. Todos nosotros también movemos la economía con nuestra moralidad: en
cada acto de demanda, en cada acto de oferta. Al seguir con esas acciones la imagen deseada
de una mejora en nuestro estado actual no solemos evaluar los efectos de esa acción en un
horizonte de solidaridad y responsabilidad más acorde con la globalización en la que, de hecho,
vivimos y en la que, de hecho, esa acción repercute. Otra parte del problema reside, pues, en que
el horizonte activo en la toma de decisiones no se corresponde con el horizonte real en el que
operan los efectos de dichas decisiones, y ese desajuste, ese error en la conciencia de millones de
actores, evidencia la malformación de las imágenes culturales que guían la toma de decisiones. Por
eso, comprender la gestación de esas imágenes no es irrelevante. De ahí que sea urgente un
estudio más hondo y denso sobre cómo, de hecho, se configuran las imágenes que gravitan sobre
la imaginación de los actores.
Con demasiada frecuencia se ha malinterpretado y minusvalorado el estudio del imaginario cultural,
no solo por creer que su peso no cuenta frente a los factores económicos, como por dar por
supuesta su fácil maleabilidad mediante mensajes o consignas repetidas. Así, por ejemplo, frente a
hechos tan terribles como el referido sobre Australia, donde “el suicidio entre jóvenes varones de 15
a 24 años se ha doblado en los últimos años, [no se les ocurre nada mejor que] la necesidad de
actuar, de promover imágenes futuras más positivas […a modo de] intervenciones breves en
escuelas orientadas hacia una visión positiva del futuro” (Gidley, 2014: 84) como si esa estrategia
no fuese “poner soluciones a base de tiritas”. En realidad, “no tener ganas de vivir, está vinculado a
la carencia de un proyecto con significado y al aislamiento de la persona que no se siente
reconocida, aceptada y querida” (Estrada, 2010: 227). Que se perciba o no un sentido valioso en
la vida, ser capaz de imaginar creativamente un proyecto vital y sentirse solidariamente integrado
en el mundo, no depende de intervenciones breves en escuelas que traten de inculcar visiones
positivas de la vida, sino de que efectivamente el conjunto de la sociedad en su comportamiento
colectivo sostenga, de hecho, un sentido humano de la vida. Creer que lo valioso de la vida se
puede transmitir de un modo tan simple y tan literal, es un grave error presente en muchos ámbitos de
la educación. Hace mucho tiempo que se sabe que la imagen no es una pipa que se pueda llenar
de tabaco, que el mapa no es el territorio, que la paz no es un sol amarillo y una paloma pintados
en una cartulina un día en la escuela. Los valores morales no son su nombre. Por eso no se transmiten
con solo nombrarlos, aunque eso se haga muchas veces. Hay que pasar de las palabras a los
hechos. Solo el ejemplo es capaz de encarnar experiencias cuya vivencia opere la transmisión del
valor. Por eso no caben medidas sencillas, pues todas las que pueden ser eficaces implican la
propia transformación de quienes son responsables de la estructura de la realidad. La fe en la vida
no puede sustituirse por algún sucedáneo, menos aún cuando pensamos en nuestros hijos y nietos,
en el futuro verdadero del mundo. El imaginario cultural no es un conjunto de carteles y eslóganes. Es
algo tan real y duro como el skyline de nuestra ciudad secular, tan amplio y envolvente como el
abrazo con el que se cierra toda época en su horizonte. Todos somos Atlas y cargamos cielo y
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Tierra en nuestros hombros cada día. Es ahí, en la cotidianidad, donde se crean y modifican las
imágenes que todos leemos sin darnos cuenta, no solo dentro, sino, sobre todo, fuera del aula.
Dice Safranski que “la sociedad entera se ha puesto en movimiento, aunque su marco exterior
permanezca estable; han aumentado las exigencias de flexibilidad al individuo. Hay que hacerse a
la idea del cambio de lugar y de profesión, lo mismo que a los ascensos y descensos sociales. El
cambio rápido de las relaciones en el trabajo y en la vida desvirtúan las experiencias. Hay que
actualizar los conocimientos constantemente. Envejecen los productores y más deprisa todavía sus
productos. Todo es arrastrado por el remolino de una enorme competencia […] Hablamos con
cierta impotencia de la 'rapidez de la vida en nuestra época', para expresar el sentimiento de que
los resortes temporales de la vida individual se hacen cada vez más escasos […] se gastan los
tesoros acumulados en el pasado [como el petróleo] y el futuro es gravado con los productos de
desecho [la deuda]” (2013: 34-35). Sin darnos cuenta, persiguiendo el sueño de un bienestar
imaginado entre todos, hemos separado a los miembros de las familias en busca de empleo, hemos
sobreprotegido a las nuevas generaciones privándoles de la oportunidad de experimentar por sí
mismos, de aprender por su propia experiencia, tanto la verdadera aspereza de la realidad, como
el rango de sus capacidades personales, y hemos entregado al mundo “la mejor juventud”, la más
preparada desde un punto de vista formal, con el mayor número de certificaciones de saberes, esto
es, con titulaciones que debieran operar como signos que incrementen el valor de su curriculum en
el mercado, y así hemos legitimado unas imágenes culturales que no se corresponden con el reto
solidario que la época nos plantea.
“En resumen, lo que los adultos, padres incluidos, han causado en la juventud es: privarlos de sus
áreas para jugar; reducir las oportunidades de que los jóvenes crezcan en la comunidad; hacer que
la juventud persiga su propia felicidad compitiendo con otros; y, dejarles demandar la libertad de
ser un buen consumidor en el mercado. Casi han dejado de criar a los jóvenes como miembros
sensibles de la sociedad” (Ryota Ono, 2014: 167). A ello se suma un exceso de virtualidad en el
conjunto de sus actividades que, si bien entrena para el posterior manejo de aparatos y redes de
comunicación, no deja de ser virtual por más que llamemos “amigos” a una lista de direcciones de
correo o teléfono. Todo eso es fruto de unos programas que permiten o no ciertas opciones,
posibilidades previstas en el diseño del ingenio virtual, y aprenderlo ayuda a posteriores logros en
esa misma dirección. Pero nada de eso equivale a la verdadera alteridad de la vida, a su
imprevisible ocurrencia, a sus cambios y transformaciones no programados previamente en un rango
de posibilidades que hubieran sido diseñadas. Para encarar esas circunstancias reales no sirve la
simulación mecánica del azar a través de números aleatorios. El futuro no es una proyección
facilitada por un algoritmo. La ficción virtual aleja a los jóvenes de la textura de la realidad. Por eso
vemos muchos jóvenes preparados e inmaduros a la vez.
Si la preparación no madura la inmadurez, eso significa que usamos mal el término y caemos en
contradicción. En realidad algo falla en esa “preparación” que no consigue prepararles. El
problema no reside solo en el funcionamiento, la financiación y la planificación de la enseñanza en
todos sus niveles. En realidad, siendo eso cierto, no deja de ser un síntoma de un síndrome mayor en
el total de los procedimientos de la sociedad contemporánea, pues la cultura de nuestra sociedad
se caracteriza cada vez más por encadenar sin fin índices e indicadores como símbolo de aquello
a lo que quisiera referirse como real. Cualquier signo remite a otro en una cadena interminable de
apariencias indiciarias de otra cosa que pudiera servirnos como indicación de aquello a cuya
sustantiva verdad nunca se llega, porque esa cadena tan desconfiada nunca termina de desvelar
un significado... pues se carece del coraje para encarar la exigente pregunta que se nos plantearía
si aceptásemos la radical alteridad de la realidad de la vida, esa que empieza al otro lado del
símbolo. Al elegir tal estrategia para medir lo que se quiere evaluar, solo se generan cadenas de
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signos que nunca alcanzan, de hecho, el valor que dicen representar. En lugar del valor, en vez del
bien cuya sustantividad colma el corazón humano, la cadena se inicia con un mero símbolo que lo
representa, y éste, a su vez, se aprecia a través de otro que remite a otro, y así ad infinitum, sin
desvelar al fin un significado verdadero en los hechos, como un curriculum de papel.
Ampliado el círculo de nuestras sociedades hasta el extremo de la globalización, hemos superado
el tamaño en el que eran eficaces los controles de los consensos. Ya no pertenecemos a aquello
en lo que estamos incluidos, y en su seno solo se nos identifica parcialmente. De hecho solo
contamos con una infinidad de trozos de identidad, pero no hay hilo personal que los recosa, se ha
roto, y enmarañarlo no es restaurar su unidad. El resultado de esa íntima ignorancia recíproca, y de
tanta desconfianza, es esa cadena infinita de signos que a nada remite y frente a la cual yace la
realidad inalcanzable en su plena y desconocida alteridad. Los símbolos sobre el currículo de
papel, que formalmente indican supuestas capacidades, quedan muy lejos del espaldarazo
inapelable que Vicente Aleixandre daba, a modo de confirmación ritual, ante la revelación de una
obra primeriza: “hay poeta” (Molina Foix & Cremades, 2014: 64). También la corrupción participa
del mismo síndrome, y no solo porque un contrato remita a una empresa sin producción que
subcontrate a otra y esta a otra, todas inexistentes, buscando esconderse del fisco. Tampoco la
imagen se corresponde siempre con la valía del sujeto que se oculta tras los símbolos de su estatus,
de su profesión o de su cargo, como una cadena defensiva y estratégica que usa cada aspecto
como trozo de identidad que remite a otro y otro, sin hallar en el fondo unidad suficiente que los
integre de modo fiable. Educados en tan distintos usos estratégicos de la fragmentación de la
identidad, los jóvenes no se han acostumbrado a enfocar su atención hacia su propia y
desconocida unidad personal, de hecho, no controlan bien dicha unidad cada parte identitaria en
y solo en la cortedad del horizonte de interacción que le corresponde en su contexto.
Los viejos dioses no solo han huido de este mundo tan desencantado, sino que al irse lo han hecho
riéndose de la estupidez del hombre moderno enredado con juguetes mecánicos que no logran
atrapar la realidad. Con tamaños juguetes competimos sin fin, olvidados de la meta para la que
competir solo era un medio. Leemos, sondeamos y medimos el valor de índices, escribimos y
abundamos en una nueva cadena de infinitos textos y propuestas que serán citadas y reinsertadas
engrosando esa misma cadena. Hemos lanzado nuestra gran red al río veloz de este tiempo y
hemos comprobado al sacarla que sale vacía y mojada, mientras la realidad de la historia sigue su
paso haciendo oídos sordos a nuestros juegos. La vida se nos ha ido de las manos. Y todo eso lo
ve y lo siente –lo sufre– nuestra mejor juventud.
De la posguerra europea a la abundancia y su crisis, apenas han pasado sesenta y cinco años, un
lapso temporal que, dada la esperanza de vida, muchos actores del presente han podido observar
por sí mismos. El cambio sufrido por las sucesivas generaciones es profundo, y la experiencia de ser
joven en una u otra etapa suponen haber vivido en mundos diferentes que se han sucedido a gran
velocidad. Una de las diferencias detectadas por los analistas es el desaliento, la desconexión
social, la virtualidad de las relaciones y su despersonalización, y un tenso arco entre indiferencia e
indignación que no remedia el temor ante un futuro sin esperanza. “Los jóvenes están pasando
momentos difíciles para encontrar el significado de sus vidas. No se sienten abrazados por algo
grande” (Ono, 2014: 172). Muchas de sus fatigas, como la ampliación de estudios, no se ven
recompensadas en un mundo tan volátil y cambiante. En lugar de sumar sus fuerzas solidariamente,
se sienten desorientados entre la burocracia y la competitividad a la que se ven llevados como
antaño los soldados a las guerras. Las figuras de valor, cuya imagen animó el despliegue de sus
esfuerzos, no se han retroalimentado con la recompensa, sino que se han acallado y apagado con
la repetida frustración a cada intento. Es así como ha crecido la imagen –según su experiencia– de
que todo es inútil. Frente al muro de papeles y palabras que solo tergiversan con promesas la
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carencia de trabajo, de recursos y voluntad para distribuirlo, el 9'6 % de los jóvenes cree que no
hay nada que hacer y no vale la pena el esfuerzo (Rodríguez San Julián y Ballesteros Guerra, 2013:
27) en un mundo, no obstante, mucho mejor que el que vivieron sus abuelos. La mayoría, por tanto,
lo ve con realismo. Gran parte de la falta de respuesta en la juventud, que sorprende a los
estudiosos, se funda, sin embargo, en una inferencia desde la propia experiencia de los jóvenes.
La comparación intercultural confirma la raíz en la propia experiencia de dichas imágenes pues, en
el caso de la India, “los autores del estudio, creen que el optimismo de los indios tiene mucho que
ver con su economía, al igual que el pesimismo de Japón tiene mucho que ver con el estado de los
negocios allí ́. Los jóvenes japoneses comparan sus vidas con la de sus padres y llegan a la
conclusión de que ahora es más duro conseguir un trabajo, más difícil hacer dinero. En Francia, con
altos índices de desempleo, el razonamiento es similar, pero también podría deberse a una
influencia cultural, ya que la cultura general francesa es bastante crítica, mientras que los indios son
más felices” (Kapoor, 2014: 114). En su caso, a pesar del disgusto por el desempleo que también
sufren, “algunos de los valores fundamentales de la sociedad y cultura india que siguen
prevaleciendo y que, evidentemente, parecen influir en la juventud india, incluyen la aceptación de
la diversidad y la pluralidad, el espíritu de la tolerancia y adaptación, la democracia, la libertad, la
importancia de la familia, el énfasis en la educación, el trabajo duro, el emprendimiento e
innovación” (Kapoor, 2014: 117).
En el caso español, aunque también se observe la tolerancia, se valore la educación, la
democracia, la libertad y la familia, fallan el emprendimiento y la innovación. Frente al trabajo duro,
a muchos, en la etapa de la abundancia y el consumismo hedonista, les resultó racional ahorrarse
un gasto inútil de energías, si bien eso no ha salvado sus dificultades. Todavía en 2010, el 27'8 %
de los jóvenes entre 18 y 24 años, ni estudiaba ni trabajaba. Y hoy, a pesar del innegable esfuerzo
por mejorar y prolongar sus estudios, no es fácil compaginar disponibilidad geográfica y laboral con
una vida estable en pareja; sigue siendo casi imposible una planificación sensata de la maternidad,
de la vivienda, del futuro, y eso termina en desaliento al comprobar la quiebra de las promesas del
contrato social. Como dicen los informantes: “Me da impotencia ver cómo el alcance de mis
acciones no es muy relevante […] busqué masters […] yo sabía que habían subido las tasas
universitarias […] de 2.300 a 5.800 euros […] me derrumbé […] Todas mis previsiones se fueron al
garete […] he dejado de lado otras preocupaciones del futuro […] El futuro es muy incierto”
(Benedicto et al., 2014: 123). No es esa una dotación de energías adecuada para encarar los
retos del siglo. El futuro, sin un valor creíble, cede ante la urgencia de la inmediatez veloz del
presente que reclama su entrega. Los jóvenes han de percibir, por experiencia propia, que merece
la pena emplear las energías que requiere lo que llamamos esfuerzo. Y es ahí donde interviene de
nuevo el imaginario colectivo con su oferta de imágenes de valor. La entrega de las propias
energías no se dará si quien tiene que hacerlo no percibe un valor en el objeto de la entrega, un
valor ante cuyo bien no le detenga la dureza del esfuerzo.
También la propia identidad entra en juego. Lo confirma la emigración de quienes están dispuestos
a encontrar fuera un trabajo, lejos del lugar donde son quienes siempre han sido. La dureza inicial
de la soledad y anonimato, más allá del indispensable contacto o puerta de llegada, les aporta la
esforzada ventaja de empezar de nuevo, de no cargar con la exigencia de mantener el estatus
que les correspondía ante los suyos, y aceptan empleos que de otro modo no aceptarían. Su
comunidad de referencia sigue siendo la de origen, pero está lejos, y mientras dura la
provisionalidad de la distancia cabe bajar el nivel y subir el esfuerzo.
Sin duda, la experiencia de los indios optimistas es más dura que la de los desalentados japoneses
o europeos que, sin embargo, viven en mundos mucho más confortables. Pero la diferencia no se
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explica adecuadamente aludiendo al nivel de desarrollo más bajo del que parten
comparativamente los indios. Sin duda, los logros de los países occidentales pueden ser tomados
como modelos y adaptarlos al aplicarlos en el propio contexto y tradición. Son algo reconocible al
observar Occidente. Lo observa esa masa que huye de África. Lo vemos en esos movimientos de
población que ya se están produciendo con el cambio climático en todas las zonas pobres del
mundo... Pero ¿qué modelos pueden contemplar quienes están en el frente del progreso, solos ante
el porvenir? ¿Quién hay delante de ellos que pudieran copiar y adaptar? El inseguro porvenir solo
les ofrece preocupación, y ya dijo Ortega que “la ocupación con el porvenir es preocupación. El
porvenir nos ocupa porque nos preocupa [...y] a esto –preocuparnos– reaccionamos buscando
medios para asegurar esa inseguridad. Entonces retrocedemos del porvenir y descubrimos el
presente y el pasado como arsenales de medios […] Al chocar, pues, con el porvenir […]
rebotamos en él y somos lanzados hacia lo que tenemos: presente y pasado” (Ortega y Gasset, J.
1983: 103). El problema es que hoy, “cuando el problematismo del [futuro] es extremo, como ahora
acontece, el pasado no nos ofrece sugestiones aprovechables. Esto es lo que llamo –decía
Ortega– 'haber perdido el pasado'. El hombre se encuentra hoy ante el mañana como desnudo de
pretérito” (Ortega y Gasset, J.: 206). “Esta grave disociación de pretérito y presente es el hecho
general de nuestra época […] de pronto nos hemos quedado solos […] los muertos […] ya no
pueden ayudarnos […] los modelos, las normas, las pautas, no nos sirven. Tenemos que resolvernos
nuestros problemas sin colaboración activa del pasado” (Ortega y Gasset, J. 1967: 66). Es, de
nuevo –lo era ya en 1931, cuando Ortega escribió– una voz que alerta sobre la urgencia de
innovar y crear un futuro todavía no imaginado.
Existen nuevas tecnologías, instituciones para la educación, organización democrática de la vida
pública, grandes avances en sanidad, alimentos, y energía en los hidrocarburos, el sol, el viento y
otras, y un gran sistema de comunicación mundial difícil de frenar en su expansión ¿Cómo es, sin
embargo, que cunde el desaliento y crece la desigualdad? No solo por las razones que Rifkin,
Krugman, Stiglitz o Piketty han señalado, y que no han sido escuchadas. Sabemos que nunca fue el
beneficio la única imagen que impulsa la economía. El trabajo bien hecho, el reconocimiento social,
la creación empresarial o la profesionalidad de los actores en las instituciones económicas son
razones reales y poderosas. Pero en el nuevo tiempo en el que todos estamos inmersos, pesa más la
seguridad que parece otorgar lo conocido, la repetición de estrategias e hipótesis probadas, que
el riesgo de lo radicalmente nuevo. Solo en muy reducidos ámbitos se crean las condiciones
adecuadas para la innovación. En el resto cunde la sensación de impotencia. En el conjunto de las
instituciones económicas, y en la administración de los recursos públicos, predomina de un modo
absoluto la repetición burocrática de lo establecido, de lo comprobado, de lo ya sabido, del
precedente, de aquello que se sabe cómo clasificar. Desde esos conocimientos, llamados expertos,
se evalúan los ensayos de algo nuevo, distinto y por ello poco seguro, como inclasificable,
arriesgado, y así no hay quien emprenda con ello. El riesgo del emprendedor es una imagen que
hoy no se construye sobre la verdadera inseguridad de la creación, sino sobre un cálculo prudente
de costes y beneficios.
En el fondo, es un problema de fe. Se le pide a la vida que sea más segura y cierta de lo que es, y
esa actitud no es realista; olvida que la fe en la vida es un componente del modo como la vida
misma vive, es y se desarrolla creando una historia. Hemos olvidado las enseñanzas de Bloch sobre
la energía creadora de lo imaginado en la esperanza, de lo que él llamó “este tercer inconsciente
[…] lo ascendente […] el sueño diurno [que] está referido a algo […] nuevo en sí mismo […] la
importante determinación [capaz] del entrever hacia adelante […] la producción de lo nuevo […]
el preconsciente de lo venidero, el lugar psíquico de nacimiento de lo nuevo […] un contenido de
conciencia que todavía no se ha hecho manifiesto, un contenido de conciencia que ha de surgir
sólo del futuro” (2004: 150-1). Como él resaltaba, “la realidad misma no está elaborada, que
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muestra en su borde algo que se aproxima, algo que brota [...y esos] elementos anticipadores son
parte constitutiva de la realidad misma” (239).
De hecho, ese es el modo en el que los jóvenes poseen la realidad, bajo la forma imaginaria de lo
que todavía puede ser posible. También es así en la propuesta de quienes creen lo bastante en la
vida como para vislumbrar un futuro. Pero imaginar y creer no son simples ficciones. Son logros
evolutivos, cualidades y potencias humanas para la creación que toda sociedad ha de cuidar
como herramientas de supervivencia. Uno de los problemas del presente es la insuficiencia de la
imaginación y la flaqueza de la fe, lo escasamente que se asumen riesgos, el apego radical a la
seguridad. Son las contrapartidas de lo que prefieren llamar desconfianza. Le exigen seguridades a
la circunstancia para poder otorgarle su confianza, pero con esa actitud se falsea el verdadero
significado creador del emprendimiento. Si todo fuera tan seguro ¿qué riesgo habría que retribuir?
Esa actitud encubre una débil penetración en la oscuridad del futuro desconocido, una
incapacidad para alumbrar el horizonte con la inteligencia necesaria para configurarlo. Por eso
dice Byun-Chul Han que en nuestras sociedades del cansancio y la transparencia “desaparece el
futuro como tiempo del político” (2014: 36). Al mirar la época e interpretar sus signos, nos recuerda
Gadamer –uniendo a Nietzsche y Derrida– que “la interpretación no significa la búsqueda de un
sentido preexistente, sino la posición de sentido al servicio de la 'voluntad de poder'” (1992: 322),
o, al modo mejor de Heidegger “como sentido interrogativo que no espera una determinada
respuesta, sino que sugiere una dirección del preguntar. El sentido es direccional […] la lógica de
pregunta y respuesta resulta determinante. Ella abre una dimensión de entendimiento que trasciende
los esquemas fijados” (1992: 357). Esto es, solo si se asume el riesgo de proponer una dirección que
cuestione lo desconocido de la circunstancia, que dialogue con ella, cabe encontrar un sentido
que configure el futuro.
Arriesgar no consiste en un emprendimiento a ciegas, del mismo modo que imaginar creativamente
no es mera ocurrencia de la fantasía. Penetrar en la oscuridad del futuro con la energía de la
esperanza de la que hablaba Bolch exige fe en la vida, implica abrir la atención aceptando el reto
que nos formula la alteridad de la vida de un modo tan radical que llegue al fondo de nuestros
presupuestos y los cuestione, esto es, nos haga sentir una nueva e íntima inseguridad en el seno de
lo que dábamos por sentado, esa que demanda nuestro valor, ese con el que –ahora sí– cabe
asumir el riesgo preciso y concreto de la circunstancia percibida en su plena realidad. Atender
radicalmente implica dejar que la alteridad cuestione al sujeto que contempla el flujo de la
circunstancia hacia el futuro. Por eso, siendo necesario asumir ese riesgo creador, “no inventamos el
sentido de nuestra existencia, sino que lo descubrimos” (Frankl, 1996: 100). Pero para que ese
diálogo se establezca se requiere la efectiva percepción de la polaridad entre el sujeto y la vida
que le interpela. Se trata de partir de una base sólida, dotada de la energía suficiente para
integrar en una dirección un curso de acción, y eso implica un orden, una trama, un argumento en el
que tiene que haber personajes responsables del mismo y un objetivo verdaderamente valioso. Es
por ello que la creciente fragmentación de la identidad del sujeto –de quien debería ser personaje
en el argumento vital– dificulta la consistencia del quién capaz del proceso creador.
Como señalaba J. Marías, en nuestra época “se ha perdido la relativa 'desnudez' de la vida humana
que hacía fácil el acceso a su núcleo personal: se llegaba a él sin demasiados intermediarios; de
manera creciente desde el siglo XIX, con una enorme aceleración en el XX, hay que atravesar algo
así como una densa muralla de cosas –muebles, vehículos, aparatos de todo orden, imágenes–
para llegar al hombre, no digamos a su núcleo personal, emboscado en un mundo técnico cuyo
orden de magnitud es enteramente distinto de lo que ha sido en cualquier otra época.
Consecuencia de todo esto, unido, es la dificultad de que el hombre individual pueda quedarse
solo y entrar en cuentas consigo mismo […] La vida de nuestros contemporáneos está llena de
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quehaceres impuestos, impersonales, que no brotan de la vocación personal, sino de las
solicitaciones de la profesión, de las múltiples regulaciones […] de los impactos informativos […] y
que absorben la mayor parte de la atención […] Es improbable que el hombre de nuestro tiempo
se pregunte por su destino último […] porque su atención está absorbida por las noticias […], por
las preocupaciones impuestas por la burocracia” (1996: 50-51). Y si “uno de los atributos de la
persona es la intensidad de su realidad [de modo que] se puede ser más o menos persona” (ibid:
89), resulta que “intensidad y autenticidad son el doble criterio de la perfección de una persona”
(ibid: 95).
Si con esa mirada contemplamos nuestro tiempo, lo que vemos hoy acontecer es una pérdida de
intensidad y autenticidad, una disminución en el grado en que los sujetos modernos son personas.
Lo confirma en gran medida la frecuencia de casos referidos por los terapeutas desde distintos
tipos de análisis. En la sociedad de la transparencia, de la que habla Han, somos esa forma cultural
de ser persona en tono menor, más acorde con la figura del antihéroe tan comentado en el arte
contemporáneo: el sujeto se ha retirado tras su exhibición y solo muestra en cada interacción un
trozo de su fragmentada identidad. Esa búsqueda de sí mismo, que caracteriza a la juventud, se ve
hoy dificultada por una sociedad que no ofrece imágenes culturales aptas para el logro de la
unidad personal del sujeto. De ese modo, se emborrona él para quién pudiera ser el bien cuyo valor
cargase la energía necesaria en él, como intérprete del horizonte de esta época, para crear un
curso de acción en una dirección acorde con el reto de este tiempo. Con esa carencia tan
generalizada, nuestra sociedad no alcanza la altura vital suficiente para lanzar con acierto el
proyectil de su juventud hacia el objetivo del futuro. Como llegó a saber Frankl por su experiencia en
Auschwitz, “en realidad no importa que no esperemos nada de la vida, sino si la vida espera algo
de nosotros [...y] nuestra contestación tiene que estar hecha no de palabras [como aquella cadena
infinita de signos comentada más arriba], sino de una conducta y una acción rectas. En última
instancia, vivir significa asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a los problemas
que ello plantea y cumplir las tareas que la vida asigna” (1996: 78-79).
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