El imperio de la voluntad popular

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El imperio de la voluntad popular: el “fraude” y el estudio de las elecciones en la
primera mitad del siglo XX 1
en La Fundacion Cultural, Agora espacio de historia y ciencias sociales, número 38,
Fundacion Cultural Santiago del Estero, 2009
Luciano de Privitellio (UNSAM, CONICET, UBA)
La historia política de la Argentina del siglo XX reconoce ciertas fechas cuya
importancia se considera prácticamente fuera de discusión. Una de ellas es 1912 (y su
consecuencia, la victoria radical de 1916) que funciona como un verdadero parteaguas:
señala la versión local del fin del largo siglo XIX, marca la irrupción de la “política de
masas” o de la democracia a secas (la “república verdadera”), impone una retirada
política de la “oligarquía”. En otro plano, 1912 divide a buena parte de la comunidad de
estudiosos en especialistas de dos períodos diferentes y consagra la división de dos
materias en muchos planes de estudios universitarios. Todas estas evidencias nos
enfrentan con una cesura tan consensuada y relevante, que sus consecuencias se
deslizan desde la materia de estudio a la propia organización del campo historiográfico.
Se trata, sin embargo, de un consenso tan tradicional como paradójico, dado que coloca
a una ley electoral en el centro de una visión global del corte entre dos períodos
cuando, hasta no hace muchos años, esta misma visión era acompañada por otra no
menos compartida que afirmaba la poca relevancia del mecanismo electoral a la hora de
pensar y explicar la política argentina, una visión que aún hoy sólo ha sido tibiamente
criticada y que, finalmente, explica la existencia de escasos estudios sobre las
elecciones. Uno de los más destacados estudiosos de la democracia argentina (en rigor
de la “debilidad” de la democracia argentina), ha consagrado esta visión como eje
explicativo para todo el siglo XX, al sostener que la obturación de los mecanismos
partidarios de representación de la sociedad en la política devienen en el funcionamiento
aceitado de aquellos de signo corporativos: los comicios, llave maestra de la
representación partidaria, son la víctima a la vez histórica y analítica de esta
concepción. 2
Es importante recordar, sin embargo, que esta visión se impone como sentido común
recién en los años sesenta, cuando todo análisis serio de la política debía atender no
tanto a los partidos y las elecciones, sino más bien a los que se denominaban factores de
poder. Los análisis de aquellos años, de todos modos, no hacía sino asumir una
convicción que superaba ampliamente a los estudios académicos: para entonces, las
elecciones ya no eran consideradas como un mecanismo relevante de la política por una
1
Si bien las ideas expresadas en este trabajo son de la exclusiva responsabilidad del autor, muchas de
ellas han sido elaboradas y discutidas en el marco de una investigación que realizamos junto con Ana
Virginia Persello, María José Valdez y Sabrina Ajmechet. Esta investigación cuenta con el apoyo del
CONICET, la UNSAM y la UBA.
2
Sobre todo en Waldo Ansaldi: "La interferencia esta en el canal. Mediaciones políticas (partidarias o
corporativas) en la construcción de la democracia argentina." Boletín Americanista, XXXIV, 43,
Universitat de Barcelona, Barcelona, 1993. También puede verse "Reflexiones históricas sobre la
debilidad de la democracia argentina (1880-1930)" en Anuario, Rosario, segunda época, nº 12, 19861987 y los artículos del mismo autor en Waldo Ansaldi, Alfredo Pucciarelli, y José Villaroel (comp.):
Argentina en la paz entre dos guerras. Buenos Aires, Biblos, 1993. y en el tomo de los mismos
compiladores Representaciones inconclusas. Las clases y los discursos de la memoria, 1912-1946.
Buenos Aires, Biblos, 1995.
buena parte de la sociedad. 3 Cualquier mirada alternativa corría el riesgo de ser
impugnada como la expresión de una infinita ingenuidad. Y, como suele suceder en
tantas otras ocasiones, esta certidumbre no se limitó a un diagnóstico contemporáneo
sino que irradió su luz hacia los análisis del pasado. Así, el trabajo pionero de Darío
Cantón sobre elecciones y partidos en la Argentina, cuya primera edición es de 1973,
nos muestra en sus primeras líneas una expresión reveladora: Es un análisis histórico de
las elecciones que abarca desde 1910 hasta 1966 y está centrado en los períodos
electorales 1912-1930 y 1946-1955, únicos en los que el pueblo pudo “elegir”, al
menos dentro de las limitaciones de un régimen democrático burgués. 4 El
entrecomillado, textual del original, no podía ser más sintomático: Cantón se propone
hacer un estudio sobre una práctica cuyos límites, a la vez históricos y analíticos,
considera tan evidentes como estrechos. Importa poco la naturaleza específica de esta
limitación -el carácter burgués del régimen- sino más bien hasta donde este límite y el
énfasis de las comillas colocan al autor frente a un objeto cuya capacidad explicativa de
la política, sin embargo, aparece relativizada desde las primeras líneas de su propio
trabajo. No es difícil sospechar que la ausencia de esta temprana aclaración hubiera
dejado a su autor inerme frente a una crítica sostenida en la idea de la ingenuidad, una
situación que el análisis del poder no admite.
Estas pocas líneas nos permiten señalar un segundo problema: ni siquiera la advertencia
de la limitada relevancia explicativa del objeto seleccionado salva a los comicios de los
años treinta del ostracismo analítico. En tanto no alcanzan siquiera la categoría de una
elección de todos modos restringida, no vale la pena abordarlas en este estudio: frente a
un falseamiento oculto propio de un régimen burgués, que justamente por eso habilita el
análisis (el calificativo burgués limita el sentido y sobre todo los alcances de la palabra
democracia y, por eso, las comillas remiten a un acuerdo entre el lector y el autor,
ambos al tanto de la limitación sustancial e intrínseca de toda elección), los comicios de
los años treinta expresan en cambio el falseamiento abierto e inteligible dentro de los
propios límites del sistema “democrático burgués”.
La referencia a las primeras líneas de un trabajo que, justo es mencionarlo, además de
pionero sigue siendo uno de los más importantes que aún podemos transitar, no tiene
por objeto discutir con él (no sólo por el evidente aire de época de tal afirmación, sino
también porque sabemos, además, que su autor ha seguido trabajando estos temas con
perspectivas diferentes) sino más bien señalar algunas pistas sobre el tratamiento de la
cuestión electoral que, en cambio, mantienen cierta vigencia, en especial en los trabajos
que refieren al temprano siglo XX. Encabeza este listado la convicción de que la
pregunta crucial (y por momentos única) que se puede hacer a una elección se apoya en
un dato: sus resultados. Si los comicios de los años treinta no pueden ser estudiados, es
porque sus resultados son falsos, lo cual impide hacerles cualquier otra pregunta. Hoy
sabemos que esta concepción, ha impedido comprender dos cuestiones centrales sobre
este período: por un lado, el hecho de que no en todos los comicios realizados entre
1931 y 1942 los resultados son falsos; en segunda instancia, el problema de la
producción del fraude que, según argumentaremos, no es sino un caso puntual aunque
indudablemente extremo de un problema más general, como lo es el de la producción
del sufragio. 5
3
Carlos Altamirano: Bajo el signo de las masas (1943-1973). Buenos Aires, Ariel, 2001. Altamirano,
ideas.
4
Dario Cantón: Elecciones y partidos políticos en la Argentina. Historia, interpretación y balance: 19101966. Buenos Aires, Siglo XXI, 1973.
5
. Los únicos libros que analizan el fraude como un problema y no como un simple dato son el de María
Dolores Bejar, El régimen fraudulento. La política en la provincia de Buenos Aires, 1930-1943,
Hay al respecto, entonces, una visión que obtura la percepción de ciertas cuestiones
empíricas, porque no sólo el fraude no impera durante toda la “década” sino que,
además, no son todos los distritos los que sufren este problema. Los fraudes, además, no
son todos iguales, por el contrario, se producen históricamente y, sobre todo, se instalan
en un conflicto político en el cual la visión binaria de unos conservadores que falsifican
y unos radicales que son víctimas del engaño resulta demasiado elemental como para
dar cuenta del problema. A la inversa, la apelación al falseamiento de los resultados
luego de 1912 no parece ser una invención conservadora que sigue al golpe
septembrino, toda vez que su uso abierto en una elección nacional se instaló un poco
antes, en marzo de 1930 y su ejecutor no fue otro que el propio radicalismo
yrigoyenista.
Sabemos que en 1931, por ejemplo, los fraudes que suceden en algunos lugares de
Buenos Aires y Mendoza no son muy diferentes a los producidos en 1930 en Mendoza y
San Juan, ambas administradas por interventores yrigoyenistas. Para el radicalismo en el
poder, estas elecciones eran cruciales para ganar la mayoría en el senado. También
Córdoba fue objeto de maniobras escandalosas por parte del oficialismo nacional,
aunque en este caso no alcanzaron para obtener una victoria. Pero, así como los fraudes
en estas provincias poco tienen que ver con la victoria de la UCR a nivel nacional,
tampoco los de Buenos Aires y Mendoza de 1931 tienen relación con la victoria de
Agustín Justo. Una vez que la UCR decidió la abstención, el raquítico conglomerado
entre demócratas progresistas y socialista (La Alianza Civil) no estaba en condiciones
de enfrentar a la coalición de conservadores y radicales disidentes que apoyaban a Justo.
Tampoco resulta muy apropiado pensar que los votos personalistas iban a derivar
masivamente en favor de la Alianza, si bien es evidente que algunos si optaron por esta
alternativa, debemos recordar que tanto el socialismo como los demócratas progresistas
habían sido encarnizados opositores a Hipólito Yrigoyen y que, en el ejercicio de esta
oposición, no se habían privado de utilizar los más insultantes improperios en su contra.
¿Qué nos habilita a pensar, entonces, que por el sólo hecho de oponerse a Justo –al fin y
al cabo un radical- iban a dar su voto a quienes no se habían cansado de identificarlos
como una especie de cáncer de la democracia? Por el contrario, sabemos que en muchos
casos los radicales justistas recibían apoyos apenas velados de importantes caudillos
personalistas y que, además, el llamado radical a la abstención o al voto en blanco no
fue muy seguido por su electorado. 6 Así, el resultado de 1931 no se explica por el
fraude, sino por la abstención. Es cierto que en muchas visiones retrospectivas, la
decisión de la UCR de no participar de los comicios se convierte mágicamente en una
supuesta proscripción del partido, un hecho que simplemente nunca sucedió. Si fueron
proscritos algunos de sus candidatos, con Marcelo T. de Alvear a la cabeza, pero la tesis
de la proscripción general no permite observar que la abstención fue una decisión
política tomada en el seno del propio partido y, sobre todo, que dicha decisión no gozó
de un consenso generalizado. En cuanto se abandona la explicación heroica propia de la
religión cívica radical (la vuelta a los años míticos de la “causa”) para prestar atención a
las intrigas y presiones que antecedieron a la decisión, se descubre que el orgullo herido
de Alvear le impedía pensar en respaldar a otro candidato, que Justo incentivó la toma
de esta decisión alentando este costado débil de la personalidad del frustrado candidato
y que, finalmente, un Yrigoyen menos preocupado por los orgullos heridos y más por la
apuesta política del momento se opuso a la medida argumentando que el radicalismo
Buenos Aires, Siglo XI, 2005 y el de Tulio Halperín Donghi, La república imposible (1930-1945),
Buenos Aires, Ariel, 2004.
6
Al respecto véase mi Vecinos y ciudadanos. Política y sociedad en la Buenos Aires de entreguerras,
Buenos Aires, Siglo XXI, 2003.
debía concurrir y ganar los comicios, sin importar mucho quien fuera su candidato. La
abstención fue el resultado de una coyuntura política en el que se pusieron en juego
intereses y personalidades, y no una fatalidad inscripta en las maniobras del régimen de
facto y menos aún en la tradición revolucionaria del radicalismo (aunque ambos
cumplieron también su parte).
Pero, aceptando por un instante que en efecto se haya tratado de una proscripción
general del partido Radical: ¿qué distingue a esta elección de las que llevaron a Arturo
Frondizi y a Arturo Humberto Illia a la presidencia, esta vez si con la proscripción total
y completa del peronismo y su líder? Por alguna razón, muchos autores (como el propio
Cantón) no consideran que en este caso se impongan limitaciones capaces de bloquear
su curiosidad analítica. Aunque este no es el problema que nos interesa discutir, de
todos modos es importante señalar que es posible que Justo no pueda ser considerado un
presidente completamente legítimo si se atiende a las condiciones de su elección, pero
sin el menor rastro de duda, ateniendo a la misma situación, su gobierno fue tan o más
legítimo que los de Frondizi e Illia.
El siguiente comicio, realizado en 1934, no fue objeto de denuncias de fraude. Por el
contrario: un Justo preocupado por realzar su legitimidad frente a la impugnación
radical se cuidó muy bien de advertir a cada gobernador para evitar cualquier tipo de
maniobra fraudulenta, empezando por el de Tucumán. Allí, una fracción disidente del
radicalismo decidió ignorar la orden del Comité Nacional, se presentó a las elecciones
y las ganó. Los comicios de 1940 realizadas bajo la presidencia de Ortiz tampoco
fueron fraudulentos y, aún en los comicios más evidentemente fraudulentos, como los
de 1937, algunos distritos como la Capital Federal o Córdoba no sufrieron por este
problema.
Esta atención, hasta ahora algo superficial, nos ha permitido señalar algunos problemas
sobre el modo de pensar las elecciones en la Argentina de los treintas y, sobre todo,
identificar algunos límites de una forma de aproximación a este tema centrada
completamente en sus resultados. Más allá de las contradicciones que hemos señalado,
es evidente que el no atender a las elecciones de los años treinta se sustenta en la
sospecha de la falsedad de los guarismos. Junto con los resultados, la cuestión que se
pone en juego en esta perspectiva es la de la legitimidad de los gobiernos. Si bien es
cierto que este problema se encadena de forma natural con el sufragio y que, por esa
razón, ambos problemas deben pensarse de forma común, también lo es que los
comicios ponen en juego otras cuestiones, que no siempre pueden ser alumbradas por el
debate sobre la legitimidad de los gobiernos. Por otra parte, la legitimidad de un
régimen o gobierno incluye factores que superan la práctica electoral. Por eso,
sostenemos que el fraude no puede ser pensado solamente como un problema de
legitimidad de los gobiernos de turno, sino como un problema en sí mismo y que, al
pensarlo de esta manera, no sólo conoceremos más sobre las prácticas del fraude, sino
que, además, conoceremos más sobre las propias prácticas electorales en su conjunto y
su relación con la política del período.
¿El problema del fraude o el fraude como problema?
En la historia electoral argentina, el fraude ocupa un lugar fundamental. Su uso es
frecuente para referirse no sólo la llamada “década” del treinta, sino también a toda la
historia electoral que antecede a la Reforma de 1912. De esta manera, una categoría
cuyo origen primero es jurídico -el fraude no es sino la violación de lo que las normas
establecen como legal- se convierte en una vasta categoría de análisis. La palabra fraude
asume entonces una doble dimensión siempre presente en su uso: por un lado la más
estrechamente jurídica que atiende a la relación con las normas pero, a la vez, se desliza
–no sin un toque de denuncia- hacia alguno de los principios básicos que sustentan la
idea del sufragio moderno: su condición de derecho y su función de expresión de
decisiones individuales que, a través de ese acto, se convierten en voluntad general. Aún
quienes no dudan en denunciar la ficción o la limitación electiva del régimen
“democrático burgués”, sostienen estos principios implícitos: el fraude acalla una
voluntad que busca expresarse, el fraude es la barrera entre la expresión verdadera de
esa voluntad y su falsificación.
Sin embargo, la conversión de estos principios en categoría de análisis es sumamente
problemática, dado que al ser vaciadas de su contenido histórico, de su lugar y su rol
dentro de los lenguajes y las costumbres políticas de una sociedad, no pueden sino
actuar por contraste entre normas, valores y prácticas, y, entonces, la observación
analítica se convierte en puro dictamen normativo. Así se olvida que en toda elección se
ponen en juego múltiples procesos de producción del sufragio y, sobre todo, que el
análisis de esos procesos debe atender a problemas más complejos que la asimilación o
el contraste con las normas que deberían reglarlos. Las prácticas electorales recorren
caminos que no son exclusivamente los de las normas, y no sólo porque algunas de ellas
se violan -lo cual sería una manera algo limitada de pensar el problema-, sino también
porque, de un modo más profundo, estas involucran situaciones y tramas sociales que
escapan por completo a lo que se considera estrictamente político o electoral y, por lo
tanto, a las previsiones del legislador. Algunas referencias concretas permiten
ejemplificar la naturaleza de este problema.
Habitualmente se recuerda que la reforma de 1912 introdujo novedades como el padrón
militar, la obligatoriedad y el secreto. Se recuerda menos otras cosas, como por ejemplo
que la obligatoriedad no alcanzaba a los analfabetos (que para entonces eran una
proporción altísima del padrón), 7 o que el secreto se introdujo a través de un
instrumento crucial en el ritual del voto moderno: el gabinete de votación, conocido
también como cuarto oscuro. Muy poco se ha dicho sobre la introducción del cuarto
oscuro, o, a lo sumo, se lo ha visto apenas como una garantía técnica del voto secreto. 8
Sin embargo, el cuarto oscuro es a la vez mucho más y mucho menos que esto. Dice la
ley 8871 en su artículo 41:
La habitación donde los electores pasan a encerrar su boleta en el sobre, no puede
tener más que una puerta utilizable, no debe tener ventanas y estará iluminada
artificialmente en caso necesario. Al presidente del comicio incumbe certificarse del
cumplimiento de esta disposición, y si no fuera posible disponer de una habitación que
reúna estas condiciones, el mismo presidente sellará la puerta o puertas superfluas y
las ventanas, en la presencia de dos electores, por lo menos, antes de empezar el acto
electoral, y no levantará los sellos sino una vez terminado. En esta habitación habrá
boletas de cada partido o candidato, entregadas al efecto al presidente del comicio por
los apoderados.
7
Según el censo nacional de 1904 (el último disponible al momento de aprobar la reforma) casi la mitad
del padrón, 48,2%, eran analfabetos. La normativa de la ley de reforma electoral preveía una serie de
castigos para quienes no votaran, pero esas sanciones no alcanzaban a los analfabetos.
8
La importancia del cuarto oscuro ha sido señalada por Pierre Rosanvallon, La sacre du citoyen.
Historie de suffrage universel en France. Paris, Gallimard, 1992.
Por un lado, salta a la vista la atención que se presta a los detalles de la habitación, la
cantidad y disposición de las ventanas y las puertas, las características de la iluminación
y la disposición de las boletas. Por otro, es importante señalar como a partir de 1912 el
cuarto oscuro no sólo se ha convertido en la forma “natural” de llevar adelante la
elección, además fue pensado y se ha convertido en una pieza clave del ritual electoral.
La concepción de la elección como una práctica de contenido ritual no es novedosa. Ha
sido abordada para el caso francés en atención a las dos dimensiones implícitas en la
práctica del sufragio: la instauración del régimen del poder popular y la celebración
mítica de la sociedad de iguales. Ciertamente, no en todos los casos el ritual electoral
tiene un significado equivalente, como sostiene Yves Desoye, al comparar Inglaterra y
Francia: En el caso inglés, el voto puede ser asimilado a un “ritual de institución” que
consagra la representación de los intereses propios de los electores convocados. En el
caso francés, el voto debe ser más bien entendido como un rito de institucionalización,
es decir, como un rito que crea antes de consagrar el interés de la Nación. De esta
forma, el acto de voto inglés es un acto de comunicación, mientras que en Francia es
un acto de comunión, de inicio de una identidad que el ritual electoral está llamado a
revelar al exhibirlo públicamente. 9
En este sentido, al menos desde la segunda década del siglo XIX, el sufragio en la
Argentina cobra una dimensión mucho más parecida a la francesa que a la británica, lo
cual explica los reiterados fracasos de aquellos que postulan una representación
funcional en cualquiera de sus variantes. Así por ejemplo, no tuvieron gran éxito ni la
reforma roquista de 1902, basada en la idea de representación de intereses sociales
constituidos alrededor de espacios locales, o las diferentes variantes del corporativismo
que se difundieron a partir de los años veinte incluso en forma de proyectos de ley y de
reforma constitucional en el Congreso. 10 Tampoco funcionó demasiado bien la
intención de algunos partidos de asumir una representación de clase, tal como sucedió
con el partido Socialista, toda vez que sus líderes comprendían demasiado bien que su
base electoral era mucho más variada de lo que pretendía esa visión canónica. En tanto
formaba parte de su identidad más básica, el socialismo nunca abandonó del todo esta
pretensión (a la vez política y analítica) pero significativamente los discursos y artículos
que se basaban en esta visión eran frecuentemente acompañados por otros que
interpelaban a otros grupos sociales o que referían a valores considerados universales
más allá de cualquier pertenencia de clase. El socialismo ofrece uno de los mejores
ejemplos de la dificultad para imponer este tipo de ideal representativo a las prácticas
electorales y a las propias identidades de los partidos. El voto en la Argentina no
comunica y, por eso, a diferencia de lo que plantea Ansaldi, creemos que el problema de
la democracia argentina nada tiene que ver con saber si “el canal” funciona o no a la
hora de transmitir supuestos intereses de clase. 11 El voto en la Argentina es un ritual de
creación de la sociedad: instaura al pueblo al crear su voluntad, el voto es aquí
comunión. Y es en este proceso en el que el cuarto oscuro encuentra su crucial función
dentro del ritual.
En efecto: más allá de su función técnica, el cuarto oscuro encarna y escenifica la idea
del individuo elector, convertido en pieza clave del imaginario liberal democrático en
9
Yves Déloye: “Rituel et symbolisme électoraux. Réflexions sur l´experience française” en Raffaele
Romanelli (editor): How did they become voters? The history of franchise in modern European
representation, Netherlands, Kluber Law International, 1998. Traducción propia.
Hemos trabajado este problema junto con Ana Persello en “La Reforma y las reformas: la cuestión
electoral en el Congreso (1912-1930)” en Liliana Bertoni y Luciano de Privitellio (comp y prólogo)
Conflictos en Democracia. La Política en la Argentina, 1852-1943. Buenos Aires, Siglo XXI, 2009 (en
prensa).
11
Ansaldi, La interferencia… cit.
general y del reformismo saenzpeñista en particular. La detallada atención que los
legisladores depositan en las condiciones de la pieza que oficiará como cuarto oscuro,
busca garantizar esta situación: allí está el ciudadano individual, aislado materialmente
de todo contacto con el exterior, a solas con su razón y rodeado tan solo por el conjunto
de ofertas partidarias. 12 Ni siquiera debe poder ver el exterior: es esa la garantía de la
ausencia de presión externa, pero lo es también de su aislamiento, de su conversión en
puro ciudadano individual más allá de su situación social y de las presiones y pasiones
que podrían obturar su razón. El mito de la igualdad que sustenta la idea de ciudadanía,
abandona los lenguajes y se convierte en práctica en el momento en el que el elector es
aislado materialmente de toda determinación ajena a su propia razón. Es ese un
momento único, en el cual la evidencia de que en una comunidad política no todos
aportan en forma igualitaria al poder (y, desde ya, no disponen de forma igualitaria de
las riquezas), es desplazada por un ritual de pura igualdad democrática. El radical
aislamiento pone en escena lo que Rosanvallón denomina abstracción de lo social como
condición de la ciudadanía igualitaria moderna: sólo se puede ser igual, a condición de
ignorar las diferencias, al punto de volverlas invisibles. El cuarto oscuro, al hacer
inasible el exterior, hace invisible las desigualdades. No las anula, por cierto, pero las
coloca fuera del acto de votación. 13 Nada parecido hay en este caso a la visión
socialmente concreta y determinada del distrito y del voto británicos, sentido de la
elección que, como mencionamos, intentó imponer sin éxito la reforma electoral de
1902. La forma de identidad que constituye la ciudadanía en la Argentina de la primera
mitad del siglo XX se funda en la igualdad, por lo que excluye de sus definiciones los
determinantes sociales que hacen evidente las desigualdades. 14
Las identidades partidarias también se harán cargo de esta versión de la ciudadanía.
Obviamente la radical, que gustaba asociarse con la nación y el pueblo -casi nunca en
cambio con una supuesta clase media- pero también la de los propios socialistas, que a
medida que avanza el período van dejando la identidad de clase para algunos artículos
de rigor ideológico, para interpelar a un abanico social mucho más amplio: a la vez al
pueblo (identificado con el progreso) y a una multitud de intereses diversos, sin
privilegiar a ninguno de ellos. 15
En este sentido, la ciudadanía no puede ser imaginada simplemente como una paulatina
atribución de derechos (sean ellos civiles, políticos y sociales) que se atribuyen a actores
cuya existencia e identidad preceden a los lenguajes políticos ciudadanos, por el
contrario, los lenguajes políticos construyen, como el ritual del voto, a esa ciudadanía a
la que se interpela. La anterior concepción se corresponde con una visión del desarrollo
12
Sobre la reforma de 1912, entre otros Fernando Devoto: "De nuevo el acontecimiento: Roque Sáenz
Peña, la reforma electoral y el momento político de 1912" en Boletín del Instituto de Historia Arentina
y Americana "Dr. Emilio Ravignani", nº 14, 3º serie, 2º semestre de 1996; Tulio Halperín Donghi:
Vida y Muerte de la República Verdadera (1910-1930), Buenos Aires, Ariel, 2000. También De
Privitellio y Persello, cit.
13
Rosanvallon, cit.
14
Hemos reflexionado sobre la reforma de 1902 en “Representación política, orden y progreso. La
reforma electoral de 1902”, en Política y Gestión, Vol 9, 2006. Revista de la Escuela de Política y
Gobierno de la Universidad Nacional de San Martín..
15
María José Valdez ha señalado un dato interesante al respecto de este punto. En las campañas
electorales, los partidos solían competir por exhibir la mayor cantidad de apoyos “sociales”, encarnados
en instituciones representativas. Esto se debe justamente a que el espacio de la representación abierto por
la normativa electoral y las identidades partidarias no alcanzaba para resolver el problema de figuración
de lo social. Por eso, esta exhibición complementaba (jamás desplazaba) al tronco identitario y
representativo abstracto que creemos principal. “Las prácticas electorales en la elección presidencial de
1928. El caso de la ciudad de Buenos Aires”. IX Jornadas Interescuelas, Departamentos de Historia,
Córdoba 24-26 de septiembre de 2003. CD-ROM.
de la ciudadanía que fue sistematizada en un difundido texto de T. H. Marshall. 16 Para
Marshall, las sucesivas oleadas de incorporación de derechos ciudadanos devendrían de
un orden a la vez lógico e histórico: primero, los civiles; luego, los políticos; finalmente,
los sociales. La conjunción de estos dos criterios derivó en una conocida versión de la
historia argentina: la adopción de los derechos civiles estaría vinculada con el período
de organización nacional hasta 1912 y con el predomino de una burguesía agraria
también denominada oligarquía; un segundo período se iniciaría en 1912 con la difusión
de los derechos políticos vinculados con el ascenso de la clase media; finalmente la
ciudadanía social relacionada con la llegada del peronismo y el protagonismo de la clase
obrera. Esta visión concibe a las victorias electorales de radicales y peronistas como un
simple dato que confirma este esquema casi enmarcado en la lógica evolutiva de la
democracia occidental, sin mayor interrogante acerca de las prácticas y las visiones
cruzadas sobre esos mismos comicios. La elección no es más que la expresión de una
voluntad a la vez evidente y progresista: no hay producción social ni histórica, ni de los
resultados, ni de su significado.
Para comprender mejor el sentido de esta idea, es posible contrastar esta forma de
votación con otra que solía expresar exactamente lo contrario: la marcha para votar, tal
como la describe por ejemplo Alexis de Tocqueville en su Souvenirs. Como los lugares
de votación solían estar alejados de algunas poblaciones, la costumbre es que el notable
marche siempre delante del “pueblo”, una marcha en grupo que expresa las condiciones
de desigualdad que son propias de la sociedad de notables. Pero, a la vez, en plena
revolución democrática de 1848, Tocqueville hace un gesto que considera apropiado
para esos tiempos, decide no votar primero y, por el contrario, se ubica en la fila
respetando el lugar que le toca por orden alfabético. Actitudes que revelan la tensión
entre un ritual de desigualdad notabiliar y un momento de estallido de las utopías
igualitarias; tensión que igualmente se resuelve de un modo revelador de la fuerza de las
costumbres sociales por sobre las novedades democráticas: Tocqueville marcha a Paris
inmediatamente después de haber votado, sin esperar los resultados pero a la vez sin que
lo embargue la menor duda sobre el hecho de que ya era un constituyente electo.
Un ritual de la jerarquía, otro de la igualdad. En la Argentina anterior a 1912 (y luego de
1912 también, aunque en menor medida) las elecciones grupales era por demás
habituales, pero no conocemos demasiado sobre sus significados y, por otra parte, es
seguro que no en todos los casos debían implicar lo mismo. Los estudios de Hilda
Sabato sobre Buenos Aires revelan, en las votaciones grupales previas a 1880, la
dimensión de la exaltación de una virilidad republicana más que un ritual de la
desigualdad social, particularidad de una práctica inserta en una sociedad mucho más
escasamente marcada por rasgos formales de distancia social que la Francia normanda.
Luego de los agitados años noventa, en boca de los reformistas la celebración de una
violencia viril y virtuosa se transforma en crítica contra esa misma violencia, en tanto
impide la expresión de la voluntad transparente o real de la sociedad: entonces el cuarto
oscuro se convertirá, además, en la garantía del fin de la votación grupal y violenta. Por
eso, el secreto es celebrado por sus defensores en 1912 a partir de dos argumentos: por
un lado, porque permitiría un voto real, al impedir actos de violencia sobre el elector
pero, por otro, se considera que de esta manera el trabajador, empleado o simplemente
el “inferior” no quedaría atado a la voluntad del patrón o “superior”. La dimensión
social aparece en el elogio pero sólo para ser explícitamente negada: en el cuarto oscuro
ya no se es “empleado”, “trabajador” o “inferior”, sino simplemente un ciudadano
16
. T. H. Marshall: Citizenship and Social Class. Greenwood Press Publishers, 1973.
desligado de esas ataduras sociales, aún en el caso de aquellos más claramente
indefensos dentro de esa sociedad.
Cuando el elector finalmente sale del cuarto oscuro, deposita su sobre en la urna. El
voto, entonces, abandona al individuo concreto y se convierte en un dato contable y
anónimo: la aritmética es ahora la garantía de la abstracción y de la igualdad. Si bien el
elector vuelve a ser quien era, su voluntad expresada en el sobre mantiene su condición
de igual e indeterminada. Una vez que esta voluntad se suma a la de todos los otros
electores, se encarna la voluntad general: Juan Pueblo, tal la figura que solía utilizarse
en los lenguajes y caricaturas de la época, ha sido personificado y habla entonces con
una sola voz. Se cierra así el último eslabón del mito que involucra a esta versión de la
ciudadanía moderna: el individuo no se realiza como ciudadano sino en una comunidad
cuya definición es eminentemente política, y que se constituye a partir de un conjunto
de voluntades que forman algo distinto a su simple suma: la voluntad general, el pueblo,
eventualmente la nación. El ritual electoral es a la vez creador y expresión pública del
esa voluntad. En este marco, el secreto no alude exclusivamente a una técnica destinada
a garantizar la verdad del resultado, sino que oficia como una condición de
participación del individuo en la voluntad general, que en las sociedades modernas que
se sustentan en el mito contractualista es, además, la condición de existencia de la
comunidad así imaginada. El sufragio universal recupera entonces, como lo sostiene
Rosanvallon, su doble función de expresión de poder del pueblo y ritual de identidad de
la comunidad.
Por esa misma razón, aunque con un razonamiento inverso, para los reformistas de 1902
el secreto no era tan importante. Para su mentor, Joaquín V. Gonzalez, el voto debía
comunicar un interés parcial y construido en el plano de la economía. Además, ese
interés predominaba en una determinada área a la que ellos convertirían en distrito
uninominal. De esta forma, el eventual control de los pobres por parte de los más ricos
no sólo no era reprochable, sino que resultaba conveniente. De todos modos, no era
exactamente un control lo que ejercían, sino más bien una modalidad “afable” de
influencia social. El imaginario social de la reforma roquista se basaba en el
reconocimiento de la pluralidad y la heterogeneidad propios del mundo económico
social. El secreto era en ese caso inútil y potencialmente peligroso, en tanto amenazaba
con destruir la armonía del espacio local.
Visto desde el punto de vista que estamos planteando, para el cual el resultado de la
elección es una cuestión menor, el cuarto oscuro es mucho más que simplemente la
garantía del secreto. Pero también es mucho menos que eso: es necesario atender a otra
dimensión de la votación, que ya no tiene que ver exclusivamente con el mito y el ritual
que tienden a la homogeneidad en clave ciudadana, sino con las formas heterogéneas de
producción del sufragio. Así, sostenemos que la idea de un sufragio secreto, potente en
términos de la normativa y el imaginario electoral, no describe adecuadamente las
prácticas electorales que siguieron a la reforma de 1912. En cuanto se observan las
votaciones concretas en sociedades también concretas, es evidente que esos artefactos
homogeneizadores que son la normativa electoral y los rituales que se desarrollan en el
momento del voto, cubren una enorme variedad de modos sociales de producción del
sufragio. Dicho de una forma sencilla: no se produce sufragio de la misma manera en la
ciudad de Buenos Aires, único distrito puramente urbano del país, altamente
alfabetizado, centro de una cultura y de una opinión pública con pretensiones
nacionales, residencia de una población medida en términos millones de habitantes en
un área relativamente pequeña, lugar donde las relaciones sociales interpersonales
ciertamente existen, pero se confunden en un tejido social complejo y muchas veces
anónimo con, por ejemplo, la ciudad salteña de Oran o el pueblo catamarqueño de
Pomán. Si dejamos Buenos Aires y nos trasladamos a los innumerables pueblos
medianos y pequeños donde votan a veces menos de cien personas, donde las relaciones
cara a cara son tan intensas que pocas acciones –aún aquellas más privadas- escapan a la
vista y al conocimiento de los demás, y donde jueces de paz, comisarios y recaudadores
de impuestos 17 reinan como autoridades indiscutibles capaces de torcer la fortuna de los
individuos (son y encarnan a eso que gustamos llamar en forma muy abstracta el
Estado) ¿cómo es posible pensar que quienes están interesados en saberlo –y aún
quienes no- ignoran las simpatías políticas –y desde ya la militancia cuando la hay- de
cada uno de los votantes? Esto sin contar otras dimensiones, que involucran redes
familiares, de compadrazgo e incluso laborales que dan cuenta de la sociabilidad cara a
cara de estos sitios. El secreto de la normativa y el secreto del ritual, nada tiene que ver
con el secreto real del voto.
Esto pone en cuestión una idea que ya hemos mencionado: aquella que asegura que
1912 implica la irrupción de una generalizada “política de masas”. Este giro ya ha sido
revisado y hoy es más habitual hablar de una ampliación de la política (o del sufragio
ampliado), toda vez que la palabra masificación parece no dar cuenta de las magnitudes
algo modestas y de las características de la irrupción de la ley de reforma en buena parte
de la Argentina. Pero parece importante señalar los límites estrechos, aún considerando
la idea de la ampliación. Si tomamos el número de votantes de la elección de 1928,
reconocida por los altísimos porcentajes de participación, y ya a 16 años de la reforma,
tenemos el siguiente resultado:
Cifras electorales: 1 de abril de 1928
Total Nacional
Capital Federal
Buenos Aires
Catamarca
Córdoba
Corrientes
Entre Ríos
Jujuy
La Rioja
Mendoza
Salta
San Juan
San Luis
Santa Fe
San. del Estero
Tucumán
Habitantes
10.136.738
Inscriptos
1.807.566
303.712
485.898
22.803
209.849
79.206
116.539
17.741
17.595
61.561
39.962
33.248
29.156
220.145
75.062
95.089
Votantes
1.461.581
278.252
367.026
19.370
149.765
63.775
105.989
14.317
14.227
54.211
30.893
28.918
23.628
187.734
55.424
68.052
Porcentaje
80,85
Como puede observarse, en 6 de los 15 distritos votan apenas entre algo más de treinta
mil y catorce mil electores y sólo en 5 se superan los cien mil. Por otra parte, el
17
. La importancia de los recaudadores de impuesto a la hora de recolectar votos en Luis Alejandro
Alvero: Fiscalidad y poder político en el Noroeste Argentino. El papel de los Recaudadores de Rentas en
Catamarca 1890-1910, Mimeo, Historiapolitica.com
porcentaje de votantes sobre la población total estimada no es superior al 15%. Es
posible que al momento de entrar al cuarto oscuro nadie vea lo que hace el votante, pero
no es difícil imaginar que en buena parte de las provincias se trata de elecciones en las
que nos encontramos ante mesas con una bajísima cantidad de votantes, es decir,
eventos en los cuales las máquinas electorales provinciales en uso de los recursos del
Estado no encontrarían mayores obstáculos para producir elecciones favorables, sobre la
base del cocimiento de las simpatías de buena parte de los electores. Un conocimiento
que no necesariamente tiene que ver con lo específicamente político, sino más bien con
las condiciones y hábitos de la sociabilidad. La lectura de las denuncias que solían
presentarse en el Congreso (en especial en ocasión de la discusión de intervenciones
provinciales y de diplomas de legisladores electos) revela que esta hipótesis no parece
ser demasiado descabellada. El amplio conjunto de formas de producción del voto que
es objeto de las denuncias muestra que los agentes electorales, muchos de ellos con
importantes cargos estatales, conocen perfectamente por quien votarán los potenciales
electores y por eso, justamente, están en condiciones de presionarlos en uno u otro
sentido. 18
Uno de los casos más extremos, fue denunciado en el Congreso en ocasión de los
comicios de 1920. El interventor yrigoyenista de Catamarca declaró un par de días antes
de la elección una epidemia de peste bubónica y, comprensiblemente, decidió poner en
cuarentena a los enfermos. Sin embargo, la Yersinia Pestis, además de ser una bacteria
por demás peligrosa, en este caso parecía agregar a sus cualidades una fina percepción
política, toda vez que sólo atacó a votantes de la Concentración y dejó inmunes a sus
similares radicales. Y, además, en un gesto de notable oportunismo, se retiró tan
raudamente como había llegado a las pocas horas de cerrado el comicio. 19 Al menos
para los catamarqueños, este tipo de bacterias y virus con especial olfato político no era
una novedad, ya que era costumbre recurrir a ellas cuando se necesitaba suspender
elecciones como sucedió ese mismo año para esperar la vuelta de los 700 trabajadores
enviados por Abel Costa, caudillo radial de Santa María, a las zafras de la caña de
azúcar en Salta. 20 Una cifra que no invita a pensar precisamente en una política de
masas caracterizada por el anonimato social y el secreto electoral, pero que en cambio
podía definir fácilmente una elección provincial. Las acusaciones seguramente son
muchas veces exageradas, pero demuestran el punto que queremos señalar: no nos
interesa tanto si la UCR ganó sólo por esta razón, o si los conservadres hacían lo mismo
cuando disponían del poder del Estado, todo lo cual nos llevaría nuevamente a un
debate sobre la legitimidad de las autoridades electas, pero sí que esto es posible de
realizar porque conocer por quién se vota forma parte del las formas de sociabilidad
local. Y no se trata de un pueblo pequeño perdido en los áridos valles catamarqueños,
sino de la capital de la provincia, el lugar donde se define la elección.
Cuando Marcelo T. de Alvear asumió la presidencia, las denuncias por maniobras y
presiones -tanto durante la campaña como en el propio día de la elección- eran moneda
común. La elección presidencial de 1922, por ejemplo, registró hechos de presión y
violencia en varias provincias del interior (destacándose San Juan, San Luis y la Rioja)
y en la Capital Federal. 21 Tan comunes eran las denuncias, que la llegada al ministerio
18
La importancia del sistema de despojos y de los cargos estatales en la política provincial ha sido
destacada por Ana V. Persello, El partido radical. Gobierno y oposición, 1916-1943, Buenos Aires,
Siglo XXI Argentina, 2004,
19
La denuncia del diputado Bermudez se refiere a la elección provincial que siguió a la intervención de la
provincia. Diputados, 13 de enero de 1920.
20
Diputados, 16 de julio de 1919, denuncia del diputado Galíndez
21
Así lo informa el Ministerio del Interior. Véase Las fuerzas armadas restituyen el imperio de la
soberanía popular. Tomo 1. Buenos Aires, Imprenta de la Cámara de Diputados, 1946.
del Interior de uno de sus más reconocidos voceros, José Nicolás Matienzo, hizo que en
la Cámara varios opositores creyeran que tomaría cartas en el asunto. De hecho,
Matienzo hizo aprobar una serie de decretos destinados a evitar la acción proselitista de
agentes estatales (una de las denuncias más habituales), pero la medida no tuvo mayores
consecuencias. En algunos casos, sucedió simplemente que los comisarios u otros
funcionarios renunciaban a su cargo un par de semanas antes del comicio, armaban la
elección como siempre, y luego volvían a asumir en su puesto anterior. Formalmente, el
agente electoral de turno ya no sería un agente estatal, pero los destinatarios de la
presión estaban al tanto de que quien los presionaba seguía siendo en realidad un
comisario. Nada cambiaba: hay presión como siempre, pero no hay ninguna violación
de la ley. La elección es jurídicamente limpia. No hay fraude, pero tampoco el elector
imaginado por el mito democrático.
Es por esta razón, según suelen declarar los ofendidos de turno en el Congreso, que en
muchos casos –que incluyen a la provincia de Buenos Aires- la votación se sigue
haciendo en grupos: se trata de una forma de defensa frente a cualquier posible ataque.
Si bien los años de la pura violencia ante los atrios descriptos por Sabato ya han pasado,
también es cierto que todas las elecciones que siguen a 1912 registran algún grado de
violencia que, ahora, se ha trasladado de los atrios a las calles. Pero la declinación de los
casos marca menos un descenso de la importancia de estas grescas, que el hecho de que
las formas de producción del sufragio son cada vez más variadas. En las provincias
vit5ivinícolas, por ejemplo, no siempre hacía falta la violencia: el manejo discrecional
del agua era un instrumento capaz de convencer a cualquier productor sobre el destino
de su voto. El voto en grupos es también la forma en que se ejecuta la cadena, que era,
para entonces, el modo más habitual de evitar los condicionamientos del secreto. Cada
elección registraba una gran cantidad de urnas en las que aparecían los famosos sobres
testigos en blanco, anuncio de la cadena y, en otros casos, no aparecía simplemente
porque el puntero de turno accedía a un sobre legal gracias a la ayuda de algún
presidente de mesa amigo o allegado. Un acuerdo tácito entre todos los grupos políticos
hacía que nadie intentara anular urnas por esta razón: era, en efecto, una práctica
utilizada por todos. La pregunta es: ¿es la cadena legal o ilegal? Hay allí fraude? Puede
argumentarse que sólo comete delito quien inicia la cadena al depositar un sobre
inválido, pero no quienes le siguen. 22
Todo este argumento no tiene por objeto contraponer una visión del radicalismo que lo
asocia con la pureza electoral con otra que lo asociaría con el fraude. Se trata de llamar
la atención sobre la dificultad de someter a los comicios a un análisis demasiado atado a
la normativa, cuando existen prácticas no normadas (que remiten a espacios sociales
que no tienen que ver con la elección propiamente dicha, pero que sin dudas operan a la
hora de la producción de sufragio) y, además, como lo demuestra la cadena, ciertas
normas pueden ser violadas con mucha facilidad. Y, sobre todo, es importante destacar
que no es posible hacer un análisis histórico de los comicios utilizando como categorías
de análisis los lenguajes de los mitos y los rituales. Los trabajos gracias a los cuales hoy
vamos conociendo las características de las prácticas electorales que suceden a la
reforma muestran hasta donde muchas de ellas se parecen a las que antecedieron a 1912,
han tenido que desprenderse de los valores de la época: en efecto, hasta hace no más de
diez años, se aceptaba que las elecciones ganadas por el radicalismo eran puras y
22
Las denuncias por la aparición del famoso primer voto y por la presencia de grupos cerca de las mesas
son tan habituales que finalmente deben dejar de hacerse. Muchas veces no era necesario perder el primer
voto (el sobre vacío), dado que las autoridades de mesa solían dar varios sobres firmados a los caudillos.
Las autoridades de mesa era elegidas por los jueces. La importancia de la justicia en los fraudes y otras
argucias electorales ha sido destacada por Bejar, cit.
transparentes, y por eso no parecía necesario estudiar sus mecanismos. Pero, en cuanto
se leen los debates que en el Congreso protagoniza la bancada radical personalista (ya
sea para defender una elección en la que ganaron pero, sobre todo, para impugnar una
en la que perdieron, como sucede en ocasión de la defensa de las intervenciones de
Mendoza y San Juan a mediados de los años veinte o la de Buenos Aires en 1917) se
advierte muy rápidamente que para estos legisladores la prueba de la pureza de una
elección no involucra ningún debate sobre los procedimientos: la victoria radical es
prueba suficiente de la transparencia. La historiografía ha creído por mucho tiempo que
esto era así, haciendo del análisis de los comicios una versión más del lenguaje ritual e
instituyente del pueblo, tal como se hace evidente en la postulación de una identidad
entre la expresión transparente del pueblo y la victoria radical. De otro modo, no puede
entenderse como los comicios notoriamente falseados de las provincias cuyanas en 1930
(y la muy sospechosa elección realizada en Córdoba) muy rara vez sean mencionados
en el haber del yrigoyenismo.
El problema del voto luego de 1912 no puede resolverse con la fórmula sencilla fraudetransparencia, que pretende que en adelante las prácticas se han “purificado” y que,
entonces, las elecciones pueden ser descritas asociándolas al imaginario regenerador del
reformismo, del yrigoyenismo o de las normas de la ley. El sufragio se produce y, lo
que es mucho mas interesante, la voz de Juan Pueblo también se produce. No se trata
sólo de ganar la elección, se trata además de darle un sentido a esa victoria, lo cual no es
exactamente lo mismo. Evidentemente, la democracia moderna necesita instituir la
identidad total entre una y otra (resultado electoral y voluntad general), más aún en un
momento en el que la cuestión del voto ha sido puesta en el centro de los problemas
políticos, a diferencia de una época anterior en la cual temas como la opinión tenían un
lugar aún más importante que el sufragio. Pero el problema no debe confundir el
análisis: se trata de dos cuestiones diferentes, cada una de las cuales tiene su propia
historia y su propia lógica, aún cuando formen parte de una misma cuestión.
Lo dicho hasta aquí no implica que la UCR no sepa ganar comicios allí donde el voto
anónimo y el sufragio de opinión tienen un lugar preponderante. El dominio que el
partido ejerció sobre la Capital Federal, lugar donde predominan unas prácticas de
sufragio menos atadas a presiones directas y más asociadas con los vaivenes de la
opinión pública, lo demuestra. La gran máquina electoral de la UCR es victoriosa
justamente porque es se hace cargo de esa heterogeneidad, la cual se reproduce en la
fuerte heterogeneidad del propio partido. Todo esto da cuenta de la enorme importancia
de las bases local-provincial del partido, según lo ha demostrado Persello. Los
socialistas, por su parte, también sabían ganar comicios de opinión, pero no podían
competir donde predominaban otras modalidades: esa forma de votar era despreciada
por ser la “política criolla”, un terreno del cual el partido había decidido autoexcluirse.
El elector individual que vota en secreto existe en la normativa y a la hora de los
discursos y del ritual: en el momento de producir el sufragio, es decir, es la sociedad la
que aparece. Y esa sociedad no es una única sociedad (en la definición a la vez sencilla
y formidable de la ciudadanía moderna) sino que son muchas sociedades, diferentes,
muy diferentes por momentos y, en muchos casos, además, de dimensiones ínfimas. Por
eso la ciudad de Buenos Aires, lejos de ser un indicador electoral de país, es un distrito
completamente sui generis e incomparable con el resto. Pese a una pretensión constante
de guía y “vanguardia” del país que suele aparecer en los artículos que en tono
pedagógico emiten los diarios o los voceros partidarios, nada más lejos de la realidad.
No parece ser cierto, como lo sostiene D. Rock, que el patronazgo sea un elemento
importante para entender los resultados electorales en la Capital. Rock le cree
demasiado a los críticos del radicalismo y confunde, además, lo que sucede en casi
todas las provincias del interior (donde una mezcla entre la importancia económica del
presupuesto oficial, la escasa relevancia del secreto y un uso intensivo del spoyl sistem
determinan una parte destacada del los resultados electorales) con la Capital donde el
empleo público ocupa un lugar ínfimo en los destinos electorales del distrito. 23 Por eso,
en la ciudad no es extraño que se produzcan vuelcos notables en las preferencias
electorales (como las sucedida entre 1928 y 1930) o victorias de la oposición, como
sucede durante los años treinta, algo que no suele suceder en la mayoría de las
provincias.
El “fraude” del siglo XIX: las reglas del juego y la inclusión
Las principales críticas a la noción del fraude como esquema de análisis han sido
realizadas por numerosos estudios sobre el siglo XIX, cuyos autores han señalado al
menos dos factores de enorme importancia que quedaban ocultos bajo esa idea. 24 Por un
lado, que todas aquellas prácticas que forman parte de lo que se llama “fraude” son en
rigor las reglas del juego del sistema, aceptadas durante mucho tiempo por todos los
actores. 25 Incluso las propias denuncias del fraude eran parte de esas reglas ya sea
como explicación de los resultados o como eventual grito de batalla de aquellas
facciones derrotadas que decidían acudir a las armas. Como lo demuestra por ejemplo la
figura de Bartolomé Mitre, la denuncia tenía por objetivo negociar los lugares que se
consideraban propios, más que el logro de una reforma del sistema electoral. Sólo a
partir de los años noventa, como consecuencia de loa cada vez más compleja relación
entre la sociedad y la política, aparecerán formas de críticas más sólidas que abrirán las
puertas al regeneracionismo y al reformismo de comienzos de siglo. Si estas prácticas
podían formar parte de las reglas del juego era porque los comicios involucraban casi
exclusivamente a las propias facciones políticas y sus máquinas electorales y, en
cambio, poco tenían que ver con la expresión ciudadana de la sociedad.
Los comicios del siglo XIX solían ser considerados como parte de una historia a la vez
progresista y heroica del sufragio, que pretende que las del XIX son prácticas
imperfectas que se van perfeccionándose hasta que en el siglo XX adquieren su total
potencialidad y transparencia. Así, el siglo XIX no sería sino una versión primitiva,
incompleta e irregular de lo que sucede en el siglo siguiente. Esto llevó a que, al menos
en el caso argentino, se insistiera sobre algunos errores fácticos, como por ejemplo la
creencia extendida de que el sufragio universal (masculino, se entiende) desembarca en
la Argentina en 1912, cosa que es notoriamente falsa pero que, sin embargo, ha formado
parte de un sentido común muy difundido. Esto se corresponde, además, con la idea de
que existió un fuerte reclamo por parte de sectores sociales medios o subalternos
legalmente excluidos para adquirir ese derecho, sectores cuyo principal vocero habría
sido la UCR. Así, el fraude decimonónico tendría por objeto evitar que la mayoría se
23
. Sobre la importancia del sistema de despojos en las provincias, Persello, cit. Sobre el caso de la capital
federal, mi Vecinos… cit. No estamos de acuerdo con la importancia que D Rock le otorga a los empleos
estatales en las elecciones porteñas, por el contrario, si bien no faltaban redes de clientelas en la ciudad, la
opinión solía ser mucho más relevante a la hora de definir una elección. David Rock, El radicalismo
argentino, 1890-1930, Buenos Aires, Amorrortu, 1977.
24
Entre otros, Marcela Ternavasio: La revolución del voto. Política y elecciones en Buenos Aires 18101852, Buenos Aires, Siglo XIX, 2002 y muy especialmente Hilda Sabato: La política en las calles. Entre
el voto y la movilización, Buenos Aires, 1862-1880. Buenos Aires, Sudamericana, 1998.
25
Al respecto véase Rafaelle Romanelli: “Las reglas del juego. Notas sobre la implantación del sistema
electoral en Italia (1848-1895) en Quaderni Storici Nuova Serie, Nº 69, 1988: "Notabili, Elletori,
Elezioni" (Traducción de la Cátedra de Historia Social General, UBA)
exprese: los comicios falseados se convierten en un instrumento más de una dominación
de clase que en rigor la precede. Nada prueba mejor la verdad de este análisis que el
hecho de que una vez abierto el sistema electoral en 1912, la UCR, autodenominada
vocera de los excluidos, ganó la elección. Es muy significativo al respecto el que aún
hoy prácticamente no contemos con estudios que muestren cómo fue posible que la
UCR ganara la elección nacional de 1916, con excepción de algunos comentarios sobre
la existencia de un partido nacional, del traspaso de estructuras y votantes -sobre todo
cívicos- a la UCR o el famoso affaire de los electores santafesinos. Es un hecho
considerado tan evidente que no es necesario estudiarlo. Sin embargo, esta victoria no
es para nada evidente: aún no sabemos bien cómo fue posible para un partido por fuera
del poder ganar una elección algo que, por cierto, no parece ser muy habitual en nuestra
historia electoral.
Por eso, no se trata de mostrar el desarrollo de una presión popular inexistente sobre
unas normas que, además, no eran restrictivas, sino de explicar algo bastante más
complejo: por qué, a pesar de una norma que incorpora el derecho universal, de todos
modos pocos son los que quieren participar del comicio. No hay una única respuesta
para este problema. Los trabajos sobre el caso de Buenos Aires nos revelan que una
parte importante de la población no considera relevante el voto a la hora de participar y
tener influencia en la política y otra, directamente, ignora de qué se trata. Como hemos
argumentado, el problema es que los análisis sobre la práctica del voto ha dado por
supuesto aquello que no lo es: una sociedad compuesta por ciudadanos, todos ellos
concientes del significado de esa forma de identidad y de la importancia de votar para
efectivizar dicha condición. Como lo demuestra Sabato, por lo menos hasta 1880 el
ejercicio del voto no sólo no cumple esta función, sino que aún para quienes participan
de la práctica no implica ciudadanía.
Una divertida anécdota relatada por Marta Irurozquri en un interesante artículo sobre los
comicios bolivianos entre 1884 y 1925, permite ejemplificar esta cuestión. 26 Al parecer,
en las elecciones de 1914 los seguidores del Partido Liberal criticaban al candidato del
Partido Republicano, Daniel Salamanca, por el uso que hacía de la violencia -a bala y
garrote- y lo hacían en nombre de los valores de una ciudadanía educada, pacífica y
conciente. Para enfatizar esa crítica, utilizaban una comparación con un relato
tradicional: se trata de un vicario que, al ser sorprendido comiendo un pollo en pleno día
de abstinencia pascual, decidió seguir comiendo y a la vez mantener a salvo su prestigio
convirtiendo mediante un milagro a su ave en un pescado -pollo, hágote pescado-;
proclamado el milagro, siguió engullendo su manjar. Así, siguiendo el ejemplo del
vicario, hacían aparecer a Salamanca diciendo a un grupo de seguidores: ¡Cuadrilla de
forajidos, hágote opinión libre, consciente, desinteresada y espontánea para que sigas
trabajando para nuestro exclusivo beneficio. La frase, irónica y sencilla, condensa sin
embargo la complejidad de un proceso cultural como es el de la construcción de la
identidad ciudadana, que no es un hecho que se desprende directamente de la sola
presencia de leyes electorales o de una simple atribución de derechos a individuos o a
grupos. Se trata, en cambio, de una verdadera revolución social y cultural que, como
afirma Rosanvallón, esta inscripta en el más largo proceso de constitución de la idea de
individuo moderno. 27
El punto de partida no es necesariamente la cuadrilla de forajidos, por el contrario,
varios estudios encaran este proceso de construcción de ciudadanos en sociedades
26
“Que vienen los mazorqueros! Usos y abusos discursivos de la corrupción y la violencia en las
elecciones bolivianas, 1884-1925” en Hilda Sabato (coord) Ciudadanía política y formación de las
naciones. Perspectivas históricas de América Latina. Mexico, FCE, 1999.
27
Rosanvallon, cit.
campesinas europeas. Es claro que un campesino al cual una lejana legislatura le ha
concedido derecho para votar, está muy lejos de convertirse en lo que se supone es un
ciudadano dado que su universo cultural y social en el que vive cotidianamente poco
tiene que ver con las utopías democrático-liberales: este proceso, que a diferencia de la
anécdota nada tiene de mágico, es crucial en la historia de las identidades sociales en el
mundo democrático occidental. Mientras que en Gran Bretaña el proceso de
socialización política precede ampliamente a la concesión de la franquicia (ya desde el
siglo XVIII amplios grupos populares comprenden y participan activamente de una
práctica que, sin embargo, no los tiene entre los destinatarios legales del derecho de
voto), en casos como el francés, y más aún el alemán, el español e el italiano el derecho
de voto universal –impuesto por elites liberales- se anticipa claramente a los procesos de
socialización de amplias capas de la población en el mundo de prácticas, figuras y
valores que esta práctica supone. 28 Lo mismo sucede en los casos latinoamericanos,
donde las elites que se hacen cargo de la autoridad luego de las crisis revolucionarias
acuden a la práctica electoral como sustento de su propia legitimidad. Pero el hecho de
que una nueva elite que ya no pueda recurrir a Dios o la tradición para legitimar su lugar
necesite hacer del voto y de la voluntad general una convicción, de ninguna manera
implica que esa pretensión se convierta en una descripción de la sociedad. Y que, por lo
tanto, repentinamente todos los habitantes se conviertan en “ciudadanos libres”
concientes del significado de la práctica del sufragio.
Como hemos sostenido, la ciudadanía no es simplemente la atribución de derechos a
grupos o individuos determinados y preexistentes de la sociedad: los derechos forman
parte de la concepción de ciudadanía, pero lo son en tanto se imputan a una forma de
sociedad y de individuo y a una forma de legitimidad y ejercicio del poder. Las elites
del XIX eran muy concientes de este problema (de un modo que muchas miradas
retrospectivas no siempre lo son, porque sólo pueden ver en ellas la expresión de un
egoísmo de clase), en buena medida porque esta visión es consustancial a lo que
podríamos denominar su utopía. Por eso no ignoraban que la sociedad no se
correspondía con su visión de una sociedad de individuos autónomos y racionales. Esta
constatación era la que alentaba las posturas en favor de la restricción capacitaria del
sufragio, como así también la idea de que la educación formal debía ocupar un lugar
crucial en la formación de los individuos-ciudadanos. Tal era el sentido original que,
por ejemplo, los dirigentes de la III República francesa depositan en la educación
obligatoria y pública; 29 en la Argentina, es esta una de las claves de la visión
sarmientina de la educación. En ambos casos, las leyes de educación obligatoria fueron
consideradas la contraparte necesaria del sufragio universal.
La propia práctica electoral, se convierte, así, en un mecanismo de socialización en la
nueva política o, en palabras de M. Agulhon, de aprendizaje de la política. 30 En muchos
casos, este mecanismo responde a intereses menos elevados: una vez desatada la
competencia electoral, es de la estricta conveniencia de aquellos que juegan su cuota de
poder en esas elecciones arrastrar a la mayor cantidad de seguidores. Si el juego
electoral es violento y “fraudulento” este principio sigue en pie: es más fácil ganar una
elección si la clientela es abundante. Así las cosas, es interés de aquellos que hacen
política sumar y no restar, porque los anima la competencia. Mientras tanto, la cuadrilla
de forajidos, además de garantizar el beneficio de Salamanca, está conociendo de qué se
28
Rosanvallon, cit.
Rosanvallon, cit.
30
Maurice Agulhon: 1848 ou l’apprentissage du la république. 1848-1852, Paris, du Seuil, 1973 y La
Repubblica nel vilaggio. Una comunità francese tra Rivoluzione e Seconda República. Bologna, Società
editrice il Mulino, 1991.
29
trata votar. A su manera, que no es la de la utopía educativa, están aprendiendo el
sentido de una sociedad de ciudadanos.Los reformistas de 1912, que no se hacían
demasiadas ilusiones acerca del grado de educación cívica de los argentinos (en
principio, porque no desconocían la enorme proporción de analfabetos que había en el
padrón), otorgaron también a los partidos orgánicos la tarea de ser pedagogos de
civismo. En alguna medida, los principales diarios (que paulatinamente abandonaron su
rol de diarios de facción) también se sintieron llamados a asumir esta tarea educadora.
La competencia electoral entre sectores de la elite política, lejos de excluir a otros
sectores sociales por un inexistente temor de clase o para evitar una supuesta presión
popular sobre la herramienta del voto, incorporan a amplios sectores a la práctica
electoral, aunque más no sea para nuestro exclusivo beneficio.
En el siglo XIX, entonces, el fraude no puede ser pensado como un mecanismo para
evitar que un sector de la población conciente de su condición de ciudadano y sabedor
del significado del uso del voto es excluido por los temores o el atávico egoísmo de otro
sector, es, por el contrario, el modo en que esa elite -por una doble necesidad de
legitimidad y de competencia- incorpora a vastos sectores de la sociedad al uso del voto
y, con ello, a una visión de la sociedad y el poder que ella encarna. El fraude forma
parte de las reglas del juego y, además, no evita la participación, sino que la alienta.
Curiosa inversión del sentido, a poco que se abandone la idea jurídica del fraude y,
sobre todo, la visión del todo inapropiada según la cual porque una elite liberal tiene
una visión del mundo y del poder e impone ciertos mecanismos adecuados a ella, esa
visión es compartida por toda la población.
El otro fraude: los “años treinta”
Pese a que se utiliza la misma palabra para nombrarlo, el “fraude” que irrumpe a
mediados de los años treinta (1935-1942) en nada recuerda al “fraude” previo a 1912.
Lo que en la segunda mitad del siglo XIX forma parte de unas reglas del juego que
involucran a las facciones políticas y tiene, paradójicamente, un sentido de inclusión y
socialización política, en este breve período del siglo XX, en cambio, representa en
términos generales una violación de las reglas del juego que afectan, además, a capas
más amplias de la población que se han ido involucrando en la práctica electoral durante
las primeras décadas del siglo. Tampoco son iguales sus consecuencias: mientras que
los cambios que comienzan a producirse luego de la revolución de 1890 y que incluyen
fuertes críticas contra las costumbres electorales llevan a la reforma de 1912, el fraude
de los años treinta terminará con un muy generalizado descreimiento en el sufragio.
Como hemos visto, el fraude como sistema no se instala en la Argentina hasta el año
1935, mientras que los hechos de la elección de 1931 no escapan a lo que era habitual
en muchos comicios anteriores, incluyendo el antecedente inmediato de 1930. Es, por
otra parte, un fraude que involucra exclusivamente a los partidos conservadores de los
distritos afectados (Buenos Aires y Mendoza) pero no a la alianza que llevó a Justo a la
presidencia. En cambio, desde 1935 es el propio presidente el que se involucra
activamente en estas maniobras, en la búsqueda de dos objetivos: por un lado, controlar
su sucesión y, por otro, garantizar su eventual regreso a la primera magistratura en
1944.
Pero la alianza oficialista estaba muy lejos de navegar en mares tranquilos, por lo cual
muy rápidamente el fraude pasó a ser algo más que un mecanismo para impedir el
regreso de la UCR al poder y se insertó de lleno en los conflictos del oficialismo. Para
Justo, quien considera necesario volver a la normalidad electoral en un plazo no
demasiado largo, el fraude podía ser la a ser su prenda de negociación con la UCR:
esperaba que, en agradecimiento por la vuelta a la verdad electoral, la UCR lo coronaría
como su candidato. Para el sucesor, el presidente Ortiz, el fraude fue a la vez el
mecanismo que le permitió llegar a la presidencia y un mal que debía ser
inmediatamente erradicado. Por eso, no dudó en lanzar un combate en su contra, aún
cuando este ataque destruyó las bases de la alianza que lo llevó al poder: tal fue, en
efecto, la consecuencia de las intervenciones de Catamarca (provincia del
vicepresidente Castillo) y de Buenos Aires. La repentina desaparición de escena de
Ortiz, modificó nuevamente el significado del fraude: previsiblemente, Castillo volvió a
habilitar su uso sistemático (de todos modos, en la elección de 1942 la UCR fue
derrotada en varios distritos sin necesidad de fraude, en particular en la Capital Federal)
y se aprestó a manipular su sucesión, esta vez a favor de un candidato que debía
provenir de las filas del conservadurismo, para así romper la sucesión de dos
presidentes radicales antipersonalistas que lo habían precedido. Se esperaba la reacción
de Justo, para quien esta vez el fraude podía convertirse en un problema: su candidatura
corría el riesgo de ser derrotada por el candidato oficial nombrado por Castillo y, sobre
todo, si ya no disponía del control electoral, poco tenía para ofrecer al radicalismo. La
muerte de Alvear pareció darle una oportunidad, dado que era posible entonces que el
partido lo convirtiera en su candidato (y dificultar así el uso del fraude en su contra),
pero este enfrentamiento nunca sucedió por la muerte de Justo a comienzos de 1943.
Para la UCR, el fraude significó una trampa sin salida evidente. La abstención decretada
por el partido en 1931 terminó en un sonoro fracaso: la fidelidad de los electores de la
la UCR no parecía incluir la abstención en su menú. Pero, además, dentro del propio
partido las presiones a favor de la concurrencia aumentaban sin cesar, en parte porque
muchos descubrían que una máquina electoral sólo sobrevive como tal cuando va a
elecciones. Para 1934 la presión concurrencista era mayoritaria, y no faltaron quienes
decidieron participar en abierta rebeldía, como sucedió en el caso de Tucumán. Sin
alcanzar tales extremos, muchos caudillos pasaron sus votos y estructuras a sus pares
del antipersonalismo. El riesgo era la fragmentación del partido y en enero de 1935 la
abstención fue levantada.
Así, la UCR quedó sujeta en una trampa: si participaba de los comicios, legitimaba un
régimen que le impedía acceder al gobierno, pero si se apartaba en señal de protesta, los
electores no acompañaban la medida y se corría el riesgo de disgregar el partido. Pero la
trampa del fraude provocó finalmente la misma consecuencia: luego de los comicios de
1937 las críticas contra la conducción de Alvear recrudecieron: la baja perfomance del
partido en el comicio de 1942, donde incluso perdió la Capital (un distrito donde no se
hacía fraude) frente al partido Socialista, marca el momento de mayor desconcierto del
radicalismo.
Como vemos, mientras que en la segunda mitad del XIX el fraude formó parte de unas
reglas del juego que sólo a partir de los años noventa comenzaron a resquebrajarse muy
lentamente y nunca por completo, en la segunda mitad de los años treinta irrumpió en
violación de esas reglas. Dado que ya no era posible pensar en construir poder por fuera
del fraude, el control electoral se convirtió en la clave para asegurarse la victoria. Y,
entonces, el juego político pasó rápidamente a otros ambitos, lejos de las elecciones y
muy cerca de los cuarteles. Para Justo, el ejército siempre habían funcionado como su
capital político más sólido: fue el factor crucial que explica su exitosa candidatura
multipartidaria de 1931. Sus rivales buscaron, entonces, sus propios apoyos militares.
En efecto: Ortiz, Castillo, la UCR, todos ellos buscaron el respaldo de alguna facción
del Ejército para presionar según sus intereses. La sorda lucha por estos apoyos explica
las denuncias por el famoso escándalo del Palomar, cuyo objetivo directo era la cabeza
del ministro de guerra de Ortiz, el general Márquez y, con él, la del propio Ortiz y toda
su política de apertura electoral. También explica la tensa alianza entre Castillo y el
sector nacionalista de oficiales, ya que éstos eran rivales internos de los justistas en el
arma. Finalmente, será este grupo militar el que –muerto Justo- en 1943 se vuelva
contra el propio Castillo para derrocarlo.
Esta referencia rápida y necesariamente superficial al modo en que el fraude atraviesa el
sistema político, permite observar que si bien es cierto que el primer propósito fue evitar
la llegada de la UCR al gobierno, muy rápidamente comenzó a formar parte de un
conflicto de poder dentro del propio oficialismo, sin que nunca fuera aceptada como una
regla del juego. La consecuencia fue el cada vez mayor involucramiento de las fuerzas
armadas en la lucha política cotidiana.
Si esta es la forma en la que el fraude irrumpió en el sistema político, sus consecuencias
ayudaron a consolidar una imagen negativa sobre la práctica electoral que ya venía
avanzando desde, al menos, los años veinte. La crisis de los años noventa abrió paso al
reformismo que veía con ojos optimistas (a corto o largo plazo) la práctica electoral, a
fines de los años treinta los diagnósticos eran bastante más pesimistas. El fraude que se
consagró a partir de 1935 se produjo en un clima en el que se multiplicaban las miradas
poco optimistas acerca de los comportamientos electorales de los argentinos. Poco
sorprende que un personaje como el gobernador bonaerense Fresco diga en un solemne
discurso de apertura de sesiones legislativas que El concepto de la inmutabilidad y
perfección de la ley electoral perdió vigencia en la conciencia pública después de la
Revolución /…/ la pertinacia obcecada de aquellos que pretendieron perpetuar la
vigencia de un mecanismo electoral cuya aplicación conduce irremisiblemente al
predominio de la demagogia, que es la corrupción y el caos…Si todas las
deformaciones del régimen política actual se debieran, por ejemplo, al voto secreto,
querría decir que éste, presentado como una conquista sagrada y definitiva por los
demagogos, sería más bien un instrumento de perturbación y atraso. (apertura de
legislativas, 5 de mayo de 1936). Para Fresco, el voto cantado no era el problema, sino
la solución al fraude. No se trataba simplemente de falsear resultados (como sucedía en
otras provincias) o de reconstruir un sistema de notabilidad: el conocimiento que el
gobernador tenía de las reglas de la política de masas –aprendida en los distritos obreros
del sur del conurbano- lo habían convencido de que era el Estado, mucho más que los
notables, el que debía garantizar la integración política “adecuada” de los sectores
subalternos. Al estilo del modelo fascista italiano, el voto cantado debía funcionar como
señal de adhesión e integración no, en cambio, como fuente de deliberación o de
autorización en un marco de competencia partidaria.
Pero es, en cambio, mucho más significativo que el presidente Justo, que no había
dejado de denostar todos los sistemas que en estos años de auge de la ingeniería social
se postulaban como alternativa a las formas de la democracia y de las elecciones,
asegurara que “Los defectos del régimen resultan considerablemente agravados cuando
se trata de democracias incipientes, inorgánicas. Pero no debe olvidarse que el
remedio no está en cambiare el sistema, ya que cualquiera que se adoptase resultaría
también perturbado por las mimas causas que desvirtúan el régimen democrático, tales
como la ignorancia, el encono, el odio, la miseria, que engendran el atraso político /.../
Es que hemos incurrido frecuentemente en el error de buscar el
perfeccionamiento cívico por el camino del mejoramiento de las leyes y de las
instituciones, sin reparar que debe buscárselo sobre todo mediante el mejoramiento de
las costumbres y hábitos políticos./.../
Como factor concurrente para nuestro
mejoramiento político, corresponde recordar que voces autorizadas han expresado a
menudo sus dudas sobre las ventajas de la extensión ilimitada del derecho de sufragio.
Dirigentes políticos de alta autoridad moral han compartido recientemente ese
escepticismo. Sin dejarnos dominar por el respeto exagerado a concepciones caras a
nuestros sentimientos, corresponde analizar serenamente si han resistido la prueba de
los hechos o si, por lo contrario, una larga experiencia ha confirmado las previsiones
de uno de nuestros más grandes constitucionalistas, el ilustre Alberdi -consignadas en
forma de acotaciones a un proyecto de constitución para un país hermano- según las
cuales el sufragio universal, ilimitado y por igual, ha dado malos resultados aún en
países de alta cultura política.”
La desilusión de Justo es la de un creyente, que convencido de que el fraude es puro
falseamiento, volvía su mirada sobre la ya tradicional limitación capacitaria: si la
función pedagógica de los partidos había fracasado, entonces tal vez la solución era
limitar el electorado. La inviabilidad de semejante propuesta, no sólo se explica por la
ya a larga tradición de sufragio universal, sino también porque los electorados
conservadores y antipersonalistas se distinguían poco de los radicales en cuanto a su
inserción en la sociedad. Por eso, para Justo la única salida posible del fraude era un
reingreso tutelado de la UCR, y veía en su reelección como presidente, esta vez a la
cabeza del radicalismo, la garantía de ese reingreso.
Pero estas vía posibles de desilusión con la apuesta reformista de 1912, no era una
novedad hija del fraude sistémico. El reformismo había colocado a las prácticas
electorales en el centro de un proyecto de regeneración de la política en su conjunto.
Para ello, había apostado a dos objetivos: por un lado, el más propiamente normativo,
vinculado con los puntos explícitos de la ley electoral; por otro, uno más prescriptivo,
vinculado con la función que se atribuyó a los partidos políticos orgánicos como
pedagogos y organizadores de la democracia. Para 1930, en cambio, primaban los
balances acerca de esta apuesta y, por lo general, no eran balances optimistas. Durante
los años veinte, en efecto, se fue imponiendo la idea de que la reforma no había
alcanzado su objetivo regenerador. Esta visión alcanzaba a buena parte de los grupos
políticos, en especial a aquellos que eran derrotados en las elecciones, pero no sólo a
ellos: los críticos de las formas concretas de ejercicio del sufragio y de la política en
general se encontraban en todos los bandos. Y también las propuestas de reforma de la
Reforma. Las bases de la crítica eran múltiples: desde la defección de los partidos a la
hora de cumplir su rol pedagógico, con lo cual los problemas se atribuían a la sociedad
y a las costumbres, hasta aquellos que apuntaban a defectos en la propia ley. Al
culminar los años veinte, las elecciones no parecían cumplir dos de las funciones que se
le había atribuido: ni representaban adecuadamente a la sociedad en la política
(cualquiera fuera la concepción de la sociedad) y, sobre todo, parecían inútiles a la hora
de articular de un modo pacífico los conflictos de la elite política. Por el contrario, las
elecciones se habían convertido en un nuevo escenario de disputas violentas,
impugnaciones y denegaciones de legitimidad entre partidos y facciones. Si bien no hay
una única opinión al respecto, ni menos aún conclusiones compartidas y unívocas a
partir de este diagnóstico, la impugnación al modo en que los comicios se desarrollaban
en la Argentina era ya moneda común al llegar el golpe.
Finalmente, es importante señalar que sabemos muy poco sobre un problema crucial
vinculado con el fraude, es decir, la forma en la que fue vivido como experiencia social.
Se trata de un problema relevante, aunque muy difícil de estudiar. Incluso en el caso de
los estudios electorales del siglo XIX, más abundantes que los del XX, poco o nada
sabemos sobre qué sentido le daban a la práctica aquellas clientelas plebeyas que
marchaban junto con dirigentes y caudillos a la lucha electoral. En el caso de los años
treinta, Tulio Halperín Donghi ha seleccionado algunos ejemplos de familias de
simpatizantes, militantes y dirigentes radicales, que vivieron la humillación de cada
elección. Sin embargo, aunque estar referencias señalan la importancia del problema, se
trata de una mirada aún muy aislada y poco representativa en dos sentidos. 31 En primer
lugar, no parece todavía posible extender socialmente esas experiencias, se trata de
testimonios valiosos pero todavía muy escasos. Por otra parte, este análisis no considera
la dimensión temporal del problema. Como hipótesis, podríamos pensar que una cierta
sensación de humillación muy similar a las descriptas por Halperín debieron registrarse
en votantes, simpatizantes y dirigentes de la oposición a Yrigoyen cuando, por ejemplo,
se proclamaban epidemias de peste bubónica para encerrarlos el día de la elección. Es
imprescindible abrir líneas de investigación que saquen a la experiencia electoral de la
lucha política entre los partidos y la instale en la sociedad. Por el momento no contamos
con trabajos por el estilo. Sin embargo, una hipótesis preliminar no demasiado
descabellada apuntaría a pensar hasta donde la propia sociedad ha dejado de ver al voto
como una forma de canalizar reclamos o de articular conflictos, para convertirse en una
expresión de identidad política. También, hasta donde las experiencias de violencia
electoral (tanto aquellas que desde 1912 hasta 1935 forman parte de las reglas del juego,
como aquellas que luego de esa fecha ya no lo hacen) dieron forma a una cultura
política cuya relación con el voto es muy particular. Como sea, el generalizado
descreimiento que se registra en los años sesenta y setenta en relación a este instrumento
de la democracia tiene fuertes antecedentes en el fracaso de la apuesta reformista de
1912.
31
Tulio Halperín Donghi, La república… cit.
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