descargar pdf - Desquiciados SC

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Donde acaban
~
los ninos malos
2 penumbra 2
laura mazorra & f. javier calderon‘
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Donde acaban los niños malos. Penumbra.
Fecha de edición. Noviembre de 2011
© Laura Mazorra Ballesteros & Fco Javier Calderón Domínguez, alias Desquiciados SC
http://www.ninosmalos.com
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Para ti, que tienes este libro en tus manos.
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Penumbra
P
arpadeó y ya no estaba en la habitación de su hermana, y no contemplaba a la
niña tendida en su cama, sino que se encontraba en un bosque bañado por una espesa penumbra, rodeado de árboles secos y delgados que amenazaban con partirse con cada golpe
de viento. Un viento que era portador de tristes lamentos, de súplicas… desesperación.
Malco se sobrecogió ante tal panorama. No entendía nada. ¿Estaba soñando? «En ese caso
es un sueño muy vívido. Demasiado», pensó. Pero ¿qué iba a ser si no?
Pisadas, muchas, procedentes de su espalda cortaron el hilo de sus pensamientos, y lo
que vio cuando se giró le congeló la sangre. Una especie de procesión se dirigía hacia él
entonando siniestros salmos encabezada por una figura menuda que portaba un enorme
cirio negro y marcaba el ritmo a los demás. Todos ellos iban completamente desnudos y su
piel extremadamente pálida contrastaba con el paisaje como la luna con el cielo nocturno.
Miraban al suelo con la cabeza gacha pero Malco tenía la sensación de que, de alguna
manera, le observaban a él, y de que precisamente él era el motivo de su aparición. Extrañamente, Malco no tenía miedo alguno, sino que sentía cómo su alma ansiaba recibir a
tan misteriosa compañía, formar parte de ella. Pero esa sensación se esfumó cuando notó
cómo, por la espalda, le cogían de la muñeca y tiraban imperiosamente de él. Cuando se
giró vio cómo un niño con unos diminutos cuernecillos que le sobresalían de una espesa
melena y con fuertes patas de carnero trataba de arrastrarle mientras le gritaba:
—¡Vamos, debes venir conmigo antes de que no haya remedio!
—¡Suéltame!— gritó Malco que intentaba, sin éxito alguno, zafarse de la criatura.
—Si en algo aprecias tu alma debes venir conmigo, si te quedas te atraparán y este
siniestro bosque se convertirá en tu hogar para la eternidad. ¡Vamos!
Malco siguió resistiéndose por unos momentos y volvió de nuevo la vista hasta la
pálida comitiva, con la esperanza de ver algo que le convenciera definitivamente de que
el pequeño fauno mentía. Pero el desfile se había detenido y ya no entonaba salmos ni miraba al suelo. Ahora todos sus integrantes le observaban con la cabeza bien alta, y cuando
vio sus caras, una masa de carne en la que tan solo había lugar para los enormes huecos
ensangrentados donde debían estar los ojos, cedió toda resistencia y se dejó arrastrar por
el fauno que tiraba de él con más fuerza si cabe. Mientras se alejaban lo más rápido que
podían, Malco volvió a dirigir una última mirada a donde había dejado a la comitiva pero
descubrió que ya no había rastro de ella, aunque no se atrevió a comentárselo a su misterioso salvador, sino que siguió avanzando tras él hasta que por fin dejaron atrás el lúgubre
bosque.
Continuaron caminando, ya más relajados, durante un rato más hasta que llegaron a la
orilla de un riachuelo de aguas oscuras. Allí el fauno se detuvo y sugirió a Malco que se
sentaran a descansar un rato. Después de unos momentos en los que recuperaron el aliento
en silencio, la extraña criatura volvió a hablar:
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—No sabes lo cerca que has estado de tu perdición, has tenido suerte de que yo anduviera por aquí.
—¿Quién, o qué eres? —preguntó Malco mientras lanzaba una mirada de suspicacia a
su compañero de huida—. ¿Y qué lugar es este? ¿Cómo he llegado aquí?
—Mi nombre es Dago, y eres tú quien debe decirme qué has hecho para terminar aquí,
ya que este mundo es un lugar de castigo, repleto de seres malvados, de almas negras y
corazones podridos, autores de los actos más abominables. Seres cuya maldad no tiene
posibilidad de redención…
—O sea, el infierno —interrumpió Malco.
—No, no… el infierno es un lugar donde son torturadas las almas de los pecadores
después de muertos. Tú no estás muerto, y el que hayas ofendido a uno u otro dios creado
por los humanos aquí pinta más bien poco.
—¿Entonces? Yo aquí no pinto nada —replicó Malco enfadado—. No lo entiendo.
—¿De verdad? Pues tus manos me dicen todo lo contrario —contestó Dago mientras
se lavaba la mano con la que había cogido al niño en las aguas del riachuelo.
Malco se miró las manos y abrió los ojos como platos cuando vio que estaban bañadas
de sangre hasta los codos. Una sangre todavía húmeda, cálida, que no tenía ni idea de
dónde había podido salir dado que no era suya.
—Pero ¿qué…? —exclamó mientras se ponía de rodillas y se frotaba las manos y los
brazos a conciencia con el agua, aunque sin resultado alguno.
—No recuerdas nada, ¿no es así? —preguntó de nuevo el fauno. Malco se dio por
vencido con la sangre y se sentó mientras negaba con la cabeza—. Es algo normal. Los
que llegan aquí tardan bastante en recuperar los recuerdos de su mundo mortal. Solo con
el tiempo llegarás a recordar, y quién sabe si a comprender. Y en cuanto a la sangre…
tendrás que acostumbrarte.
—Entonces… ¿voy a estar aquí para siempre? Quiero volver a mi casa… con mis
padres… mi hermana…
—Olvídalo, niño. Una vez has llegado hasta aquí no hay vuelta atrás. Aquí deberás
pasar el resto de tu vida, si es que todavía se puede llamar así, y depende de ti el que sea
más o menos larga. Pocos de los que llegan consiguen sobrevivir unos pocos días como
mucho porque, como te he dicho, las criaturas que viven aquí son terribles. Además de los
escasos mortales que han conseguido mantener su penosa vida a salvo, otra clase de seres
infinitamente más peligrosos rondan por todos los rincones en busca de víctimas que les
proporcionen el alimento que necesitan.
Tras escuchar esto último Malco se derrumbó por completo. Era incapaz de recordar
qué era lo que podía haber hecho para acabar condenado en ese mundo que, por lo que
Dago le había contado, era tan terrible. Agachó la cabeza y comenzó a sollozar. El fauno
le miraba con interés y después de echar un vistazo a su alrededor para asegurarse de que
estaban solos le susurró:
—Claro que da la casualidad de que conozco un lugar por el cual podrías regresar a tu
mundo… —y cuando Malco levantó la cabeza y sus ojos le suplicaron continuó— Si yo
obtuviera algo a cambio, claro.
—¿Y qué puedes querer tú de mí? No tengo nada —contestó Malco, pero se detuvo por
un momento a pensar, se registró uno de los bolsillos y encontró que no estaba vacío, pero
algo le hizo desistir de enseñar al fauno lo que había encontrado en él. Se echó la mano
al otro bolsillo del que, ahora sí, sacó un precioso reloj de plata y se lo mostró a Dago—,
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solo esto.
Los ojos del fauno se iluminaron por un momento ante el brillo del maravilloso reloj
de bolsillo de Malco y dio un respingo cuando el niño apretó el botón que hizo abrirse la
tapa y dejó a la vista una esfera azabache con incrustaciones de plata que marcaban los
minutos.
—Oh, ¡qué objeto tan maravilloso! Me encanta. ¡Cómo brilla! Bien, parece que al fin
y al cabo tienes algo de mi interés.
—¿Un reloj? ¿De verdad que…?
—Trato hecho —interrumpió Dago y cogió el reloj de la cadena para verlo más de cerca —. Bien, si estás de acuerdo, al llegar al término del viaje me entregarás ese… ¿reloj?,
como pago. Y ahora escúchame bien —añadió más serio—: deberás hacerme caso en todo
momento y seguir mis indicaciones sin rechistar. Cualquier distracción en nuestro camino
puede resultar fatal para ambos. Sígueme siempre de cerca, no te salgas de los caminos
que te marque y procura pasar desapercibido. No nos interesa llamar la atención de nadie,
créeme. De nadie en absoluto.
Y bajo un manto de asfixiante penumbra Malco y Dago dieron comienzo a su peligroso
viaje.
V
Siguieron el cauce del riachuelo durante lo que a Malco le pareció una eternidad, siempre en silencio, tan solo roto de vez en cuando por los ecos que arrastraba el viento, hasta
que se desviaron y entraron en un bosquecillo de pinos que atravesaron sin dificultad. A
partir de ahí, el terreno descendía abruptamente y formaba una profunda depresión en la
que la vegetación crecía a sus anchas. El niño se quedó boquiabierto cuando vio que en
el centro de dicha depresión, en un enorme risco que parecía que alguien había clavado
expresamente allí, un gigantesco y oscuro castillo se alzaba imponente.
—Sí —dijo Dago al ver la expresión del pequeño—, debemos bajar y atravesar la
espesura ya que nuestro camino discurre hasta el final de la misma, pero no temas, porque
aunque pasaremos cerca del castillo con suerte no seremos vistos. En verdad te puedo
asegurar que no te gustaría nada encontrarte con quien domina estas tierras, con quien ha
hecho de ellas su coto privado de caza y gobierna el terrible castillo negro donde muchos
entran pero pocos, por no decir casi nadie, sale. Por lo menos por su propio pie. Abre bien
los ojos y, si en algo aprecias tu alma, sigue mis indicaciones sin rechistar, de lo contrario
no puedo asumir culpa alguna si al final, si ignoras mis advertencias, caes bajo el terrible
poder de Kamilla.
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L
os vampiros tienen fama de seres misteriosos, hermosos, románticos, capaces
hasta de amar, de tener sentimientos, incluso, últimamente, se les concede esa habilidad
de brillar a la luz del sol. Bien, pues Kamilla se desayuna dos de estos todas las noches
nada más despertarse. No se puede negar que sea hermosa, porque lo es, pero lo del romanticismo es algo demasiado sentimental como para que a ella le interese, es más, lo
encuentra vulgar y ridículamente humano. Kamilla es más del tipo «aquí te pillo, aquí te
mato», nunca mejor dicho. Y qué decir de la cursilada esa de brillar bajo el sol, eso no
se lo cree nadie. En algún momento tuvo sus dudas, pero tras experimentar fallidamente
con varios colegas (los cuales brillaron, sí, antes de convertirse en polvo que se llevó el
viento), la teoría quedó absolutamente refutada.
Kamilla es un vampiro de la vieja escuela, sin sentimientos, sin escrúpulos. Aborrece
a todo y a todos y solo ella es importante en su no-vida. Por lo tanto ni quiere integrarse
en la sociedad, ni quiere pasar inadvertida y por supuesto jamás ha bebido la sangre de
ningún animal por no cargar con la culpa al quitar la vida a un inocente. ¡Qué asco!
Vive en su negro castillo, sola. Normalmente solo sale para cazar y obtener velas. Le
encanta darse baños de sangre a la luz de unas buenas velas negras. Incorporó esa sana
costumbre de una vieja conocida del mundo mortal, una condesa que utilizaba esos baños
para mantenerse joven. Lo cierto es que Kamilla cada vez la veía más vieja, pero no iba
a ser ella la que le quitara la ilusión a la pobre ancianita, resultaba tan patética que era
hasta divertida. Además el aroma que la sangre deja en el cuerpo tras el baño le parece
una delicia.
En el pasado, infinitud de sirvientes bullían a su alrededor dispuestos a satisfacer cualquier deseo de su señora, pero pronto se aburrió de ellos y entonces decidió utilizarlos de
un modo más lúdico, por lo que pasaron a formar parte de su colección de muñecos. Le
gustaba cambiarles la ropita, tomar el té invisible con ellos, e ir de picnic imaginario al
patio trasero. Cuando se cansaba de alguno de sus muñecos, simplemente los arrojaba
por el acantilado del risco donde se alza su castillo y disfrutaba por unos breves momentos de la música que producían sus gritos de agonía. La bella Kamilla siempre ha sido
una gran melómana.
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kamilla
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Malco tuvo que reconocerse a sí mismo que se alegraba de haber conseguido atravesar
ese territorio maldito sin haberse cruzado con la malvada Kamilla. Él mismo había podido
ver, al pasar a pocos metros de la base del risco donde se levantaba el castillo, los restos
de los pobres desgraciados que perdieron el favor de la pequeña vampiresa.
Quiso echar una última mirada al castillo negro antes de perderlo de vista para siempre
y se le heló la sangre cuando distinguió en uno de los torreones una figura que parecía
estar mirando en su dirección.
—¡Vamos, no te detengas! —le urgió Dago, unos metros por delante, cuando miró al
punto al que lo hacía Malco, y este, obediente, apretó el paso hasta llegar junto a él. Por
la cuenta que le traía.
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Continuaron el viaje por caminos pedregosos durante bastante tiempo. Malco se preguntaba si el lugar a donde se dirigían quedaba muy lejos pero no se atrevió a plantearle
la cuestión a su misterioso guía, que continuaba caminando a paso ligero y miraba de vez
en cuando por encima del hombro para comprobar que el niño le seguía. En vez de eso,
comenzó a darle vueltas a la cabeza. De vez en cuando se miraba la sangre que cubría sus
manos y antebrazos y trataba de recordar. Imágenes sueltas iban y venían, golpeaban el
interior de su cabeza: una cuna, un bebé… pero eso era todo. Siguió intentándolo durante
un rato, hasta que Dago le sacó de su ensimismamiento cuando le ordenó detenerse y le
susurró mientras señalaba adelante.
—Mira allí, junto al árbol seco que hay al borde del camino. Ese que hurga en la corteza con su viejo y oxidado bisturí es Alphonse. Triste historia la de este niño. Víctima
primero de una venganza, y más tarde de algo peor.
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E
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N
O
H
ALP
H
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ijo de un reputado cirujano y de una famosa vedette, su martirio comenzó el
día que el aire entró en sus pulmones por primera vez. Todo lo que el hombre esperaba
de su bella esposa era un hijo, un vástago que heredase la belleza de su madre y del que
poder sentirse orgulloso. Pero el tiempo pasaba y la mujer, por razones desconocidas, no
se quedaba embarazada.
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Llegó el momento en el que las constantes decepciones le pasaron factura al doctor y
pagó su frustración con su desdichada esposa. Esto llevó a la mujer a perder la cordura
tras soportar años de maltratos y humillaciones por parte de su marido, pero había conservado la suficiente lucidez como para pagar con creces a su esposo por ello. De una
forma que el hombre jamás pudo superar.
El día del parto, tras varias horas de esfuerzo, dolor y sangre, la madre, exhausta,
mostraba su hijo a su orgulloso esposo, el cual no cabía en sí de gozo. El sueño del doctor
se había cumplido por fin ya que el niño era la criatura más hermosa que nunca había
contemplado. La mujer, una vez comprobó que su marido estaba radiante de felicidad,
con un rápido movimiento arrojó con saña al bebé al suelo, que golpeó de lleno con la
cabeza en la dura piedra. Mientras observaba satisfecha cómo su marido contemplaba
atónito a su hijo y una mueca de horror se apoderaba de su rostro, alargó una mano a
la mesa donde se hizo con las tijeras que hacía un momento habían cortado el cordón
umbilical del niño y, entre carcajadas, se cortó la garganta. Murió entre convulsiones a
los pocos segundos.
Milagrosamente el niño sobrevivió, aunque pagó un alto precio por ello, puesto que
su cabeza y su rostro quedaron desfigurados, además de que su mente quedó gravemente
trastornada. Su padre, incapaz de aceptar que su hijo fuera un monstruo, esperó a que
Alphonse fuera lo suficientemente mayor para soportar un tratamiento quirúrgico que le
devolvería su belleza angelical natural y de la que jamás hubo de ser privado. La espera
se hacía larga y dentro del doctor crecía la impaciencia y la lucidez se marchitaba. El
alcohol fue su inseparable compañero de fatigas y su hijo hizo las veces del papel que
tiempo antes había desempeñado su difunta esposa.
Cuando el hombre consideró que su hijo era lo bastante fuerte, dio comienzo al tratamiento. Numerosas intervenciones se sucedieron a lo largo de todo un año sin resultados
satisfactorios visibles. Y tras cada fracaso la mente del doctor se quebraba un poco más,
lo que le hizo aumentar la intensidad de sus borracheras y de las consecuencias que de
ellas se derivaban.
Una fría tarde de otoño, el doctor se disponía a efectuar un nuevo intento y preparaba
a su hijo en el quirófano. Comprobaba que todos los instrumentos estuvieran en orden
cuando un susurro le llegó de labios de su hijo, que yacía tendido en la mesa de operaciones. El hombre se acercó un poco más para escuchar mejor al niño, que de nuevo
murmuró algo ininteligible que hizo que el hombre se acercase todavía más. Fue entonces
cuando sintió un cosquilleo que le recorría el cuello de lado a lado, y vio cómo un chorro
de sangre procedente de su garganta bañaba al niño, que sostenía todavía un bisturí en
la mano y tenía la mirada perdida.
Llegó aquí hace poco tiempo, pero por todos es conocido que heredó de su padre la
obsesión por la belleza. Utiliza el bisturí con gran maestría y le encanta coleccionar
rostros hermosos y perfectos. Le gusta mucho ponerse uno distinto cada noche a modo
de máscara sobre su horrible cara, quizá está buscando sentirse una vez más aquel niño
angelical del que su padre estuvo tan orgulloso por un instante.
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Pasaron junto al pobre Alphonse que seguía escarbando en la corteza del moribundo
árbol cuando este levantó la vista y miró con interés a Malco. Este notó cómo un escalofrío recorría su cuerpo de la cabeza a los pies, pero Alphonse en seguida perdió el interés
por él y continuó con su tarea.
—¡Ja! Vaya —oyó decir a Dago cuando estuvieron lo suficientemente lejos del pequeño cirujano—, parece que tu cara chamuscada no es digna de formar parte de su colección.
Malco se llevó instintivamente las manos al rostro y lo palpó confundido. Dago tenía
razón, tenía la parte derecha del rostro desfigurada por la cicatriz de una terrible quemadura pero hasta ahora no había sido consciente de ello. Siguió su recorrido y hubo de quitarse
la camisa para ver que también tenía parte de la espada y el costado quemados. Volvió a
vestirse y decidió que tenía que procurar recuperar sus recuerdos cuanto antes.
No tuvo tiempo ni de intentarlo ya que poco después, en el horizonte, la silueta de una
vieja casucha se recortaba en la penumbra. A medida que se acercaban notó cómo Dago
se desviaba ligeramente y comenzaba a rodear la casa a una distancia prudencial. El fauno
se llevó un dedo a la boca para indicar al niño que guardase silencio. Al principio solo
escuchaba su propia respiración, pero a medida que se acercaban una sensación extraña
atravesó su cabeza y se llenó con el sonido de unos terribles llantos que sin duda alguna
procedían de la siniestra casa.
—Los oyes, ¿eh? —susurró Dago—. Esa es la casa de Alegra, deja que te cuente a qué
son debidos tales lamentos.
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alegra
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A
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legra no es un demonio ni un fantasma, solo es un pequeño ser indescriptible, solitario y triste.
Se cuenta que conoce una manera de poder llegar al mundo de los humanos
y que cada cierto tiempo se va de esta árida tierra, donde habita, y realiza una
incursión. Una vez allí, usa su aspecto de pequeña desvalida y llora afligida tapándose esos infinitos huecos que son sus ojos con la intención de que otros niños,
los repudiados por los demás, se acerquen a ella para jugar. Cuando lo consigue,
les arranca sus almas con el fin de confinarlas en esa pequeña casa de muñecas
que emite sin parar el llanto de los espíritus atrapados dentro de ella.
Unos dicen que Alegra es simplemente una entidad apenada por su soledad
que busca, en las ánimas de otros niños solitarios como ella, llenar ese vacío
permanente que siente y que jamás consigue satisfacer. Otros dicen que es un ser
malvado ávido de almas humanas, de las que extrae su alimento, al que no importa usar el engaño con tal de hacerse con una más para su colección.
Yo no sabría decirte cual de las dos versiones es la verdadera, pero prefiero
seguir perdido en la ignorancia a arriesgar lo que me queda de alma.
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Y cuando la casa quedó lejos, muy atrás, Malco volvió a respirar tranquilo, aunque por
momentos el viento les hacía llegar los terribles sonidos que conseguían escapar de ella.
Caminaron por largo tiempo sin novedades reseñables a través de un campo repleto
de malas hierbas que crecían sin orden ni concierto. Mientras esquivaba los cardos que se
iban encontrando a cada paso, Malco por fin comenzó a recordar:
T
Fuego por todas partes. Desde el suelo miraba la cuna
caída de su hermanita, que también ardía irremediablemente,
y soportaba como podía el peso de la librería que se había
venido abajo por el calor de las llamas. Su hermana, que
permanecía debajo de él protegida por su cuerpo, lloraba
con todas sus fuerzas. El fuego le lamía ligeramente la piel
pero a pesar del tremendo dolor no estaba dispuesto a darse
por vencido…
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La desagradable voz de Dago interrumpió inoportunamente el fluir de sus pensamientos y dejó a Malco con una extraña sensación en la boca del estómago respecto a su guía
que le llevó a dirigirle una mirada nada amistosa, aunque el fauno no se percató de ello.
—Esta niebla anuncia la proximidad del cementerio de aquellos a los que se conoce
con el sobrenombre de «Los perdidos». Deja que te cuente por qué.
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U
nidos por el mismo sino, son hijos de la desgracia. Niños engendrados a raíz
de abusos, de amores mal entendidos, de la lucha por la supervivencia o simplemente
de lujuria. Abandonados por sus madres, en la mayoría de los casos para deshacerse
de infaustos recuerdos, en callejones, alcantarillas, vertederos o arrojados a ríos con la
esperanza de que el agua terminase con sus vidas… Pobres niños, pensarás. Yo también
lo pensaría si se tratase de inocentes criaturas, pero no es el caso, ya que vestigios de la
maldad con la que fueron engendrados permanecieron en lo más profundo de su alma.
LOS PERDIDOS
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Encontrados y recogidos por gente buena, pasaron sus primeros años de vida en el
orfanato de la región, donde consiguieron salir adelante gracias a los cuidados del personal que se dejaba el alma para que todos los niños crecieran fuertes y sanos, y que
intentaba por todos los medios que su vida allí fuera lo más feliz posible. Pero a pesar
de los esfuerzos de sus cuidadores, la maligna semilla que esos niños portaban en su interior poco a poco fue germinando, ajena a todo el amor y cariño que los niños recibían
constantemente.
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Todo estalló una fatídica noche. Las llamas que salían del orfanato podían verse desde varios kilómetros a la redonda. Los gritos retumbaban por todo el valle, y las gentes de
las aldeas más próximas cerraban puertas y ventanas, aterrorizadas. Solo cuando salió el
sol y el silencio flotaba en el aire, esas gentes se acercaron poco a poco al lugar donde se
hallaba el orfanato. Resquicios del fuego de la pasada noche todavía ardían débilmente
entre los escombros de lo que antes era el edificio. Ahora estaba todo derruido. Enseguida se organizaron para comenzar la búsqueda de los niños y del personal del orfanato
entre los escombros, pero a pesar de los esfuerzos, al final del día tan solo consiguieron
extraer los cadáveres de los cuidadores. De los niños no había ni rastro. Algo que tan
solo sirvió para horrorizar aún más a los aldeanos, ya que vieron sobrecogidos que los
cuerpos estaban atados de pies y manos. Pero eso no era todo, ya que al examinarlos
mejor descubrieron que había cuerpos a los que les habían arrancado los dientes, la mayoría tenía cortes por todos lados y les faltaba alguna parte de su anatomía. El sitio fue
declarado maldito, nadie volvió a acercarse a él e incluso las gentes de las aldeas más
cercanas evitaban en todo lo posible mirar hacia ese lugar.
¿Y qué fue de los pequeños? Tras abandonar el orfanato, o lo que quedaba de él,
comenzaron un largo peregrinar sin rumbo ni destino fijos. La oscuridad, la tristeza y la
muerte los arropaban, los guiaban en su viaje. La vida se secaba allí por donde pasaban,
las flores se marchitaban, los animales enloquecían, la enfermedad se extendía…
De quienes tenían la desgracia de cruzarse con ellos, tan solo los más pequeños eran
inmunes a esas desgracias pero, hechizados por el grupo, no dudaban en unirse a él y
abandonar a sus familias a su suerte. Que solía ser habitualmente una suerte trágica.
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—Aquí permanecen desde hace siglos y el grupo no deja de aumentar—añadió Dago
mientras contemplaba desde lejos los viejos muros del cementerio junto a Malco—. Pero
sigamos, todavía nos queda un largo camino y no conviene detenerse mucho tiempo en un
mismo lugar. Y menos en este.
El niño obedeció y continuó caminando junto al pequeño fauno hasta que un rato
después llegaron al comienzo de un estrecho sendero que ascendía y se internaba en un
oscuro monte. Comenzaron a subir apartando trabajosamente la vegetación que invadía
el camino y que de vez en cuando les obsequiaba con dolorosos arañazos en brazos y
piernas, pero a Malco no parecía incordiarle mucho, su mente estaba lejos, muy lejos de
allí en esos momentos.
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Unas enormes figuras atravesaban las llamas destrozando
todo a su paso y apartaban sin apenas esfuerzo la librería que
le apresaba, y los sacaban a él y a su hermana de ese pequeño
infierno que amenazaba con devorarlos en breves momentos.
Lo siguiente que apareció ante él fue la habitación de un
hospital. Él yacía en una cama y apenas podía moverse sin
sentir un terrible dolor en todo su cuerpo. Sus padres estaban
sentados junto a él y vio que su madre llevaba cogida a su
pequeña hermanita.
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De nuevo Dago cortó sus remembranzas cuando le cogió de la muñeca y le apremió
para que anduviera más rápido.
—Vamos, no es este un lugar para andar contemplando el paisaje. Ella ya debe saber
que hemos entrado en sus tierras y aunque quizá le parezcamos seres insignificantes,
indignos de su atención, lo mejor es recorrer enseguida este trecho, nunca se sabe donde
puede aparecer la terrible Sigrid.
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S
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igrid es uno de los seres más despiadados que habitan este lugar.
Nació en una remota aldea en las frías tierras del norte de lo que vosotros
llamáis Europa, en el seno de una familia humilde y trabajadora, aunque su
preciosa hija en realidad desconocía la humildad y rehuía el trabajo. Sigrid
era una niña llamativamente hermosa, tanto como fría y distante.
Cuando cumplió doce años los hombres empezaron a rondar la diminuta
casa de madera de sus padres con el fin de asegurarse la mano de la chiquilla,
ya en edad de merecer, pero ninguno era del agrado de la pequeña, que se
comportaba despóticamente con todos ellos.
La misma noche que sus progenitores decidieron tomar el mando y dar la
mano de su bonita hija al candidato que les ofrecía gran parte de su patrimonio a cambio, Sigrid desapareció del mundo sin dejar rastro.
A los pocos días los rumores se extendieron como la peste por todo el
territorio, se decía que cada noche, desde hacía meses, una extraña sombra
informe se colaba por la ventana del dormitorio de la pequeña Sigrid y ambas
rezaban en una extraña lengua hasta el amanecer. Se comenta que el mismo
alba en el que Sigrid fue dada por desaparecida, fueron dos sombras las que
abandonaron aquella casita de madera y nunca más volvieron a ser vistas por
la zona.
Desde su llegada a este territorio Sigrid ha mantenido luchas encarnizadas
con todo ser amenazante que se le acerque. No suele alimentarse con simple
sangre humana, prefiere la oscura esencia de los demonios o la carne muerta
de los vampiros a los que da caza sin tregua. Aunque nunca está de más evitar
encontrarse con ella, por si acaso.
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SIGRID
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Veían el final del sendero cuando escucharon un terrible alarido detrás de ellos. Malco
se quedó paralizado y lentamente se giró para ver qué o quién lo había producido. A unos
pocos pasos de ellos se encontraba la temible Sigrid, que permanecía inmóvil sobre sus
pies descalzos y los observaba inquisitivamente. A Malco se le heló la sangre de inmediato y Dago no movía ni un músculo. La niña avanzó despacio hasta ellos y se detuvo a
un palmo de Malco, sin quitarle la vista de encima. Bajó su mirada hasta las manos del
niño, que permanecían bañadas de sangre, y se pasó la lengua por los labios mientras el
pequeño contenía como podía los nervios que sentía en ese momento. De repente, otro
agudo chillido procedente del interior del monte hizo que Sigrid se girara instintivamente
perdiendo todo interés en Malco, y se internara asombrosamente deprisa en la vegetación.
—¡Buf! —dijo Dago pasándose el dorso de la mano por la frente perlada de sudor—,
hemos tenido suerte. ¡Vámonos por si se le ocurre regresar!
Cogió de nuevo de la muñeca a Malco y le arrastró fuera de los dominios del pequeño
diablo blanco.
—Venga, sentémonos un rato hasta que la sangre vuelva a correr por nuestras venas —
dijo Dago cuando consideró que estaban lo suficientemente lejos de Sigrid—. Aprovecha
para descansar un rato porque esta quizá sea la última parada en nuestro viaje.
Malco, agradecido, se recostó en el tronco de un árbol y cerró los ojos con la intención
de relajarse por unos momentos, le extrañó darse cuenta de que no estaba cansado a pesar
de haber caminado durante horas, pero no pudo evitar quedarse dormido al instante:
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T
De nuevo abría los ojos en la habitación del hospital. Ahora
su padre se acercaba a él y con una cara de inmensa felicidad
le susurraba:
—Gracias, hijo mío. Eres un héroe para todo el mundo,
estamos muy orgullosos de lo que hiciste —e indicó a su mujer
que se acercara con su hija en brazos—. Tu hermanita también
quiere darte las gracias. Míra cómo sonríe cuando te mira. Te
quiere tanto…
T
Y un golpe en el hombro le despertó. Dago se disponía a reanudar la marcha y miraba
a Malco apremiándole a levantarse. El niño se levantó trabajosamente, ya que había dormido en una postura un tanto incómoda, y reemprendió su peligroso viaje junto al fauno
con la esperanza de que a partir de ahí fuera más tranquilo que hasta ahora. Pobre infeliz.
Aunque habían abandonado el monte territorio de la cruel Sigrid la vegetación todavía
era densa en el camino que ahora recorrían. La mala hierba abundaba y los matorrales se
apretaban unos con otros, lo que dificultaba bastante la marcha de los pequeños. Malco
luchaba para desprenderse de una rama que se había encaprichado de su camisa cuando
una lúgubre risa llegó a sus oídos.
—¿Oyes esa risa? Da gracias a que todavía se escucha lejana ya que pertenece a Kimbo el payaso — le susurró Dago mientras le señalaba una estrecha senda que se abría a su
derecha y continuó diciendo—. Deja de jugar con eso, será mejor que atajemos por aquí y
nos mantengamos alejados de él. Escucha la historia del pequeño payaso.
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imbo y su padre eran los payasos de un circo ambulante de mala muerte
que, aldea por aldea, presentaba su cada vez más decadente espectáculo. La falta de
motivación por el escaso beneficio obtenido en cada función podía más que el placer
de divertir y llevar por unos momentos la alegría a las gentes de esas tristes aldeas.
Sin embargo, el niño y su padre formaban un equipo perfecto. Sus gracietas y
cabriolas hacían reír sin parar al público y estaban considerados como las verdaderas estrellas del espectáculo. Gracias a ellos los componentes del circo podían salir
adelante.
Una noche, ambos ejecutaban su actuación, como habían hecho otras muchas
veces. La gente reía, aplaudía y pedía más y más a los payasos, que gustosos accedían a los deseos de los aldeanos con nuevos saltos y tortazos. En un momento dado,
el padre de Kimbo comenzó a trepar por uno de los postes que sostenían la carpa.
Mientras, el pequeño le lanzaba todo tipo de objetos que yacían dispersados por el
suelo. Casi había llegado arriba del todo cuando el hombre simuló que había sido alcanzado por uno de los proyectiles y se dejó caer, como también había hecho cientos
de veces, con la intención de hacerlo en una colchoneta que habían camuflado bajo
la arena del suelo, y que debía amortiguar el golpe.
Pero algo salió mal y la caída no fue como estaba prevista, puesto que el hombre
resbaló inesperadamente en el último momento, cayó fuera de la colchoneta, se partió el cuello y murió en el acto.
Ante el golpe, el público estalló en carcajadas. Hubo incluso quien llegó a caerse
de su butaca de la risa, haciendo caso omiso a Kimbo, que junto a su padre muerto
y con su cabeza en sus manos pedía ayuda desesperadamente con lágrimas en los
ojos. La respuesta que obtuvo fueron risas aún más fuertes y aplausos como nunca
los habían escuchado. El público pensaba que era parte del espectáculo. O no, quién
sabe. Seguían aplaudiendo incluso cuando el cuerpo del payaso fue retirado por el
personal del circo.
Durante las noches que siguieron al suceso, cada vez que Kimbo lograba conciliar el sueño solo veía rostros distorsionados que le señalaban con el dedo y no
dejaban de reírse a pleno pulmón mientras el cuerpo de su padre hacía cabriolas con
el cuello girado en una posición antinatural. Risas, risas y más risas. Despertaba
sobresaltado y sudoroso entre lágrimas.
Los días pasaban y todo seguía igual para el pobre niño. Desde la muerte de su
padre, el dueño del circo le había liberado de sus actuaciones mientras se iba recuperando de la desgracia. Pero la necesidad acuciaba y no podían permitirse que quien
les daba los mínimos beneficios que obtenían permaneciera más tiempo parado. El
niño no tenía nada más, había nacido en el circo y solo conocía esa vida, por lo que
muy a su pesar tuvo que aceptar volver a actuar aunque no estaba ni mucho menos
en condiciones de hacerlo.
a 29 a
KIMBO
a 30 a
Cuando su padre vivía era él quién se encargaba de maquillar a Kimbo. Le gustaba
hacerlo, y el niño adoraba sentir sus manos acariciándole el rostro. Pero ahora tenía que
hacerlo él solo, y entre los nervios, el miedo, y su poca pericia, esa noche el resultado fue
en verdad desastroso. Incluso aterrador.
Salió a la arena y se plantó frente al público que se le quedó mirando, expectante. Había multitud de niños, como de costumbre, solos o acompañados por sus padres. Kimbo
permaneció inmóvil unos segundos que parecieron eternos, temeroso. Los primeros sonidos que le llegaron a los oídos le parecieron lejanos, pero poco a poco iban creciendo en
intensidad. La gente le apremiaba a que comenzara la actuación, le gritaban que hiciese
algo, que querían reír. Kimbo oía los gritos y poco a poco se iban mezclando con las risas
que le golpeaban en el interior de su cabeza. Incluso vio a su padre, una vez más, con el
cuello colgando haciendo cabriolas mientras le decía:
—¡Quieren risas! ¡Quieren carcajadas! Vamos, hijo mío, dales lo que quieren.
Dentro de su pecho nació un murmullo que se convirtió en una débil risita que poco a
poco crecía y ganaba volumen. Kimbo se dijo que querían risas, y que eso precisamente
les iba a dar. La carcajada fue creciendo y creciendo. Mientras el niño miraba con ojos
húmedos a la multitud furiosa, fue cogiendo fuerza y su cuerpo empezaba a temblar. La
gente poco a poco fue acallando sus gritos y miraban extrañados al payaso. Este seguía
riendo, una risa profunda, siniestra, acompañada de espasmos por todo su cuerpo, que
unido al maquillaje hacían de él un ser terrorífico. Un niño empezó a llorar. Luego otro,
y otro más. La risa penetraba en sus cabezas. Los padres eran incapaces de consolarlos
y también ellos caían, con las carcajadas del payaso de fondo, en un desasosiego y una
desazón que les encogía el corazón. La risa de Kimbo ahogaba cualquier otro sonido,
retumbaba en la vieja carpa invadiendo todo el lugar. Ahora el niño, señalaba a la gente
con el dedo, igual que lo hacían con él en sus pesadillas. Los miraba, con esa mirada
que tiene alguien que ha perdido completamente la razón y piensa que tan solo con ella
puede acabar con la vida de cualquiera. El terror y la locura se adueñaron de la multitud
que, como si respondiera a una señal convenida, comenzó a correr hacia la salida, y se
atropellaron unos a otros con la mente únicamente puesta en escapar de ese lugar y de
ese horrible monstruo. Kimbo disfrutaba del espectáculo, disfrutó viendo cómo muchos
de ellos no consiguieron salir, pisoteados por sus propios padres, hermanos, amigos…
otros por malos golpes al caer empujados del graderío…
Muchos perecieron aquel día, y los que sobrevivieron jamás volvieron a reír en el resto
de sus vidas.
e
A Malco le parecía que a medida que avanzaban, cada criatura con la que se iban
encontrando era más siniestra que la anterior. Nunca le habían gustado ni el circo ni los
payasos, y menos aún después de conocer a Kimbo. Una vez de vuelta en su mundo procuraría no volver a acercarse a un circo ni por todo el oro del mundo.
a 31 a
El sendero que habían tomado para alejarse de la terrorífica risa del payaso terminaba
en un camino ancho y bien conservado. Dago, después de unos momentos de duda, miró
de un lado a otro para asegurarse de que no tenían compañía no deseada y, una vez hecho
esto, exhortó a Malco a continuar por dicho camino. A medida que lo recorrían, el pequeño dio la bienvenida a más imágenes que se abrían paso a través de su maltrecha memoria:
T
Estaba de nuevo en su casa. Esta no parecía tener ya huellas
del incendio y, por las fotos que colgaban de las paredes,
parecía haber pasado bastante tiempo. En ellas siempre se
reflejaba la misma escena: unos padres posaban orgullosos
de pie tras su hijo y su hija que permanecían sentados en un
banco en el jardín de la casa. Todos sonreían, irradiaban tanta
felicidad que incluso parecía que la luz de la foto procedía su
interior.
T
—¿Te gustan los cuentos? —escuchó decir a Dago, que parecía empeñarse en entorpecer todo lo posible su empeño en superar su amnesia. Miraba fuera del camino, lejos, a un
oscuro bosque que se situaba a unos cientos de metros de ellos.
—No especialmente. Son solo eso, cuentos. No son reales, siempre se las apañan para
que acaben bien y todos sean felices… y coman perdices… —contestó Malco con algo
de desgana.
—Ah, sí, los cuentos de tu mundo tienden a hacerlo. Pero aquí no sucede eso, aunque
Virginia no podía imaginárselo de ninguna manera.
a 32 a
T
e
emible castigo el de esta niña, condenada a atravesar cada noche ese oscuro
bosque lleno de alimañas. ¿Conoces esa clase de niños terribles con un carácter inmanejable y tan caprichosos que te gustaría poder mandarlos empaquetados al destino más lejano que se te ocurra? Bueno, pues son cachorritos comparados con la pequeña Virginia.
Nació dos semanas antes de lo previsto, era un rasgo característico de su personalidad
hacer las cosas cuando a ella le venían en gana. Sus padres eran dos buenas personas con
una total incapacidad para enfrentarse a su pequeña niña, así que intentaron contar con
la ayuda de su abuela para criarla. Tras unos primeros años agotadores de lucha constante con su inmanejable nieta, la mujer cayó gravemente enferma. Prepararon una habitación para ella y se quedó alojada en la casa de Virginia, donde podía ser bien atendida.
VIRGINIA
a 33 a
La niña sentía un especial desagrado hacia la gente mayor. Los ancianos le producían
auténtico asco, así que no le hacía mucha gracia que su abuela, que sin embargo tanto
había hecho por ella, estuviera tan cerca, justo al otro lado de la pared de su cuarto,
oliendo a medicinas y respirando con dificultad.
Por su cumpleaños sus padres decidieron regalar a Virginia un bonito disfraz de Caperucita Roja, personaje por el que ella sentía gran pasión. La celebración fue una auténtica fiesta, estuvieron todos: tíos, primos, hermanos y claro, la abuela. A pesar de las
risas, canciones y juegos, Virginia no podía quitar su gélida mirada de aquella anciana
mujer de apariencia frágil y boca desdentada. No probó la cena y tampoco la tarta de
cumpleaños, estaba terriblemente importunada por la presencia de esa mujer y no iba
permitir que eso le fastidiara más fiestas.
Esa misma noche, cuando ya todos dormían, la pequeña se puso su caperuza y, en
tinieblas, entró sigilosamente en la habitación de su anciana abuela. Se escondió en el
rincón más oscuro y con voz de ultratumba empezó a recitar «abuelita, abuelita, que ojos
más grandes tienes». El débil corazón de la mujer no pudo soportar la sorpresa de una
extraña voz en la noche y se paró sin remedio.
Una parte de Virginia nunca más salió de las sombras y ahora, cuando su cuerpo
descansa en la blanda cama de su dormitorio, su mente se ve condenada a revivir cada
noche el cuento que tanto disfrutaba en su infancia, pero en esta versión de la fábula lo
que acecha a la pequeña en el bosque está escondido entre la penumbra.
e
a 34 a
La curiosidad pudo con Malco de nuevo, y cuando volvió a dirigir la mirada hacia el
bosque, acertó a distinguir cómo una temblorosa mancha roja desaparecía en la oscuridad
de los árboles y a escuchar cómo era recibida por una horrible algarabía de siniestros
sonidos animales.
Se dio la vuelta y con la mirada baja continuó caminando en pos de Dago, que parecía
haberse animado de repente al recordar la historia de Virginia e ilustrar al niño con la sabiduría de los cuentos populares de ese lugar. Pero Malco, aunque continuaba oyendo la
voz del fauno, había dejado de escuchar y estaba inmerso en escenas pasadas que ahora
volvían a ser revividas en su mente.
T
Se vio en un día cualquiera en su casa tras su regreso, y notó
lo que sintió en ese preciso momento: a pesar de las huellas que
el incendio había dejado en su cuerpo, por fin había recuperado
la paz interior que había perdido años atrás.
Intentó retroceder en el tiempo justo hasta el momento en el que dicha pérdida ocurrió y entró en una espiral de
oscuridad, en la que se sintió como un mueble viejo, un juguete
roto, un cachorro crecido y abandonado. Se esforzó mucho en
recordar y por fin consiguió rememorar ese instante: su séptimo
cumpleaños. Se vio soplando las velas de una tarta mientras sus
padres aplaudían emocionados… justo antes de que su madre
anunciase que de nuevo estaba embarazada.
T
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—Alégrate, pues hemos cubierto la mitad del viaje —dijo Dago alegre mientras daba
palmadas en la espalda de Malco, que le miraba sorprendido por la efusividad del hasta
hace poco silencioso y taciturno guía. A medida que avanzaban había notado que el fauno
se tomaba cada vez más confianzas con él, y eso era algo que no acababa de agradarle.
Dago continuó caminando sin darse por aludido ante la mirada del niño, hasta que
llegaron al comienzo de una depresión en cuyo fondo se extendía una extensa explanada
en la que apenas se veía algún arbusto seco y pedruscos aquí y allá. Iban a comenzar a
descender cuando el fauno retuvo a Malco y le hizo mirar a donde su dedo señalaba a un
punto del camino en la explanada.
—Mira, ¿ves ese halo blanco que se aleja? Pobre Aline, qué triste historia la de esta
niña. Te la contaré mientras dejamos que se aleje, no es muy conveniente que con tu aspecto nos crucemos con ella.
Malco arrugó el hocico ofendido por la pulla, pero se sentó para escuchar lo que el
fauno tenía que contar acerca de Aline.
a 36 a
aline
a 37 a
A
e
quella luz que ves al fondo del camino es el reluciente espectro de la triste Aline,
una niña que pasó de la luz a la oscuridad de la forma más cruel, ya que vio morir a su
querida madre entre terribles dolores y sufrimiento.
Una enfermedad contraída en uno de sus viajes, en los que prestaba ayuda humanitaria a regiones azotadas por la furia de la naturaleza o del propio hombre, fue la causante. Toda una vida dedicada a ayudar a los demás, a aliviar su sufrimiento, a alegrarles
en la medida de lo posible el terrible día a día de sus desdichadas vidas. Aline no pudo
entender cómo una persona que regalaba tanta alegría y esperanza a los demás fuera
obsequiada con una muerte tan dolorosa y cruel. Fiebre, dolor… una agonía de varios
días en los que, entre delirios, suplicaba a Dios para que se apiadara de ella y le permitiera morir de forma rápida. Pero Dios parecía no escuchar. «Quizá esté disfrutando con
su sufrimiento. Quizá se deleita cuando le suplican piedad.» Eso pensaba Aline, que día
tras día se fue consumiendo poco a poco al ver cómo a su madre se le negaba una muerte
pacífica.
Incapaz de soportar más la situación, una noche, cuando su madre tuvo un momento
de respiro y se quedó dormida, la niña se acercó al borde la de la cama y con mucho cuidado se subió a ella. Se colocó a horcajadas delicadamente sobre el cuerpo de su madre
y con lágrimas en los ojos se agachó hasta darle un beso en la frente, le susurró unas palabras al oído y, tras incorporarse de nuevo, acercó el almohadón que había llevado consigo a la cara de su madre y lo sujetó firmemente contra ella. Durante unos segundos no
pasó nada, pero de repente la mujer empezó a moverse débilmente. Aline ejerció entonces
más presión, pero su madre ahora se revolvía con mayor vigor hasta que con un brusco
movimiento pudo liberarse del almohadón y se encontró frente a frente con los ojos empañados en lágrimas de su querida hija que se quedó inmóvil sin saber qué hacer. La mujer
tras observar por unos momentos el rostro de su hija, alargó el brazo y limpió trabajosamente las lágrimas de su amada niñita, le sonrió débilmente y asintió ligeramente con
la cabeza antes de volver a recostarse en la cama. Aline volvió a colocar el almohadón
sobre su nariz y apretó de nuevo sin dejar de mirar los ojos ahora serenos de su madre
hasta que la mujer dejó de respirar. Tras unos momentos, la niña retiró el almohadón y un
escalofrío le recorrió el cuerpo al ver cómo en el rostro de su madre había grabada una
ligera sonrisa rebosante de paz. Pero la niña fue invadida por una tristeza inconsolable.
«La vida es un regalo de Dios, hija mía», solía decirle su madre. Pues bien, ella no
quería ya ese regalo envenenado, ya que, después de todo, al final el Todopoderoso parecía cobrárselo en forma de dolor y sufrimiento. Por la mañana la encontraron todavía
sobre su madre, con las venas abiertas, desangrada.
Ahora, su espíritu vaga por estas tierras y ayuda a todo aquel que sufre a aliviar su
dolor otorgándole una muerte digna y rápida. Algo que a su madre le fue injustamente
negado.
e
a 38 a
Cuando terminó de contar la historia ya no había rastro del pobre espectro. Malco
seguía enfadado, no le había hecho ninguna gracia la alusión que había hecho Dago a sus
quemaduras. Prefería al fauno silencioso de la primera mitad del viaje, el que le dejaba
tranquilo, a solas con sus propios pensamientos.
T
Fue ese día, el de su séptimo cumpleaños, cuando la vida
de Malco empezó a desmoronarse. Tan solo con el anuncio
de que próximamente no sería el único niño de la familia,
él sintió que pasaba a un segundo plano. Él, que había sido
el ojito derecho de sus padres, el que se llevaba todas las
atenciones, todo el cariño, todos los caprichos… algo que
realmente le encantaba, ahora no parecía pintar mucho
para ellos. Y eso no le gustaba nada. Nada.
T
Unas luces que revoloteaban juguetonas sobre un terreno que se extendía a la derecha
del camino, más adelante, llamaron poderosamente la atención de Malco. A primera vista
le parecieron un grupo de luciérnagas, pero cuando se fijó bien se dio cuenta de que quizá se tratara de otra cosa. Dago se encargó de sacarle de dudas cuando en tono serio le
susurró:
—¿Ves esas luces que sobrevuelan ese campo? Se trata del campo de las hadas, supongo que a tu mente acudirán imágenes de seres alegres y bondadosos… Pero supongo que
imaginarás que, si habitan en este lugar, estas hadas tendrán su lado oscuro.
a 39 a
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las hadas
E
e
stos entes mágicos tienen fama de ser seres bondadosos que cumplen tus deseos
y te ayudan en lo posible para que tus sueños se hagan realidad… pues intenta pedirle un
deseo a una de estas.
Las hadas que habitan en este lugar son auténticamente malvadas; son envidiosas,
violentas, desconfiadas y con oscuros poderes. Solo con que cruces tu mirada un instante con sus profundos ojos negros, quedarás, como poco, condenado a la locura para
siempre.
No suelen salir de su territorio puesto que, con su hermosísima luz, atraen a las presas
curiosas hasta su lodazal, en el que caen sin darse cuenta y se alimentan de ellas.
Si en algún momento te cruzaras con un hada en tu camino no intentes salir corriendo,
ellas son más rápidas que tú. Limítate a quedarte inmóvil, cerrar los ojos y esperar a que
pase de largo. En caso contrario, espero que tu voluntad sea lo suficientemente fuerte
como para resistir su negra mirada.
e
a 41 a
Acababan de dejar atrás el campo de las hadas cuando escucharon un ruido detrás de
ellos, en lo alto. Malco miró rápidamente y vio cómo una luz muy débil caía del cielo a
pocos metros de ellos, fuera del camino. Se detuvo y mientras miraba el lugar donde la luz
había tocado tierra, Dago le cogió una vez más del brazo, reteniéndole.
—Ni se te ocurra, niño —le dijo muy serio el fauno—. Déjalo estar y continuemos,
estamos lo suficientemente cerca del final como para arruinarlo todo por satisfacer la curiosidad de un niño caprichoso.
Malco le miró a los ojos, liberó su brazo de un tirón y dio media vuelta en dirección al
sitio donde la lucecilla parpadeaba muy levemente. Se dio cuenta de que Dago no le seguía y se alegró para sus adentros de librarse por unos momentos del constante escrutinio
del guía. Llegó al lugar y vio que, en efecto, se trataba de una pequeña hada que yacía en
el suelo con un ala rota. Suponía que debía de haber sido derribada por alguna otra criatura
que intentaba conseguir algo que llevarse a la boca. Con mucho cuidado, Malco la cogió
con las dos manos como si se tratara de un pajarillo caído del nido. A pesar de la luz, estaba fría, y yacía con la cabeza entre sus diminutos brazos sin moverse. Oía a su compañero
a su espalda apremiándole a regresar y continuar el camino, pero Malco estaba fascinado
por la belleza de la criatura e ignoraba al guía mientras se preguntaba cómo un ser tan
hermoso como ese podría ser tan malvado como le había contado Dago. Entonces el hada,
quizá debido al calor que emitían las manos de Malco, comenzó a moverse levemente
mientras al niño se le aceleraba el pulso. Poco a poco, la criaturilla se fue incorporando
y todavía con la cabeza gacha consiguió sentarse con las piernas cruzadas en las manos
del niño. Sacudía la cabeza de un lado a otro para quitarse el aturdimiento y, cuando pareció recuperarse, la levantó, abrió los ojos y contempló a Malco con curiosidad. A este
le pilló por sorpresa esa mirada que le clavaba al suelo y lo mantenía incapaz de moverse
lo más mínimo. Los ojos negros del hada atraparon la voluntad del niño que al instante
se arrepintió de no haber hecho caso a su compañero de viaje. Un torbellino de imágenes
arrasaba su mente. Pasaban por delante de él los recuerdos que había podido ir recuperando a lo largo del viaje: el fuego, el calor, el llanto de su hermanita, el dolor, el despertar
en el hospital, sus padres… y la sensación de felicidad a su vuelta a casa. Pero también…
T
Su hermana había nacido ocho meses atrás. En ese tiempo
Malco había sentido cómo una nube de felicidad flotaba en torno
a la niña y alrededor de ella todo eran alegría y risas. Todavía
seguían llegando parientes de lugares lejanos para conocerla y,
a ojos de Malco, rendir pleitesía. Aquellos que en el pasado se
desvivían por conseguir arrancar de él una sonrisa y reían a la vez
sus gracietas, ahora pasaban a su lado como si de una estatua de
mármol se tratara. Y eso, para un niño habituado a ser el centro
de atención, era muy difícil de sobrellevar. Con el paso del tiempo
algo comenzó a fraguarse en el fondo más oscuro de su corazón. Al
a 42 a
principio solo fueron los celos habituales frente a la llegada de un
nuevo hermanito a la familia, pero a medida que los días pasaban,
esa semillita de celos comenzó a germinar en algo peor. Y llegó
el día en el que con tan solo escuchar la vocecilla de la niña, el
estómago de Malco se revolvía y la sangre le hervía de odio.
T
—¡Vamos, niño! ¡Espabila! —Dago, de rodillas junto al cuerpo del niño, le zarandeaba
y de vez en cuando le daba una bofetada en su afán por que Malco recuperara el sentido.
Abrió lentamente los ojos y no pudo entender por qué un niño con cuernecillos le gritaba y abofeteaba, sin embargo no se resistió en absoluto y volvió a perder la consciencia.
Despertó de nuevo y se incorporó muy despacio hasta quedar sentado en el suelo. Todavía se sentía aturdido y no se dio cuenta de que mantenía una de sus manos cerrada fuertemente. Cuando la abrió vio cómo el cuerpecillo del hada yacía sin vida en su palma, desmadejado como una marioneta sin cuerdas, aplastado y ensangrentado. Asqueado, arrojó
a la desdichada criatura entre los matorrales que crecían al borde del camino y cruzó la
mirada con Dago, que se encontraba sentado a unos pasos de él y le miraba con atención.
—¿Ha dormido bien el señorito? —preguntó el fauno con sorna— ¿Ha tenido dulces
sueños?
—¿Qué… qué ha pasado?
—¿Que qué ha pasado? ¿Y te atreves a preguntar que qué ha pasado? —Dago se levantó furioso y se inclinó sobre Malco mientras le gritaba—. Pues que has puesto en grave
peligro tu vida, no, ¡la de ambos! Tan solo porque al niño le hacía ilusión ver de cerca a
¡una apestosa hada! Te dije antes de partir que siguieras todas mis indicaciones, que yo sé
por dónde nos movemos y qué peligros nos acechan. Pero no, tú te crees tan listo como
para hacer lo que te venga en gana. Pues por mí puedes continuar el viaje tú solito. ¡Quédate con tu bonito reloj! No merece tanto la pena como para morir por él —y se sentó de
nuevo mientras maldecía y meneaba la cabeza de un lado a otro.
Malco le miraba sin decir palabra. Desde que se había despertado tenía una sensación
extraña, la sensación propia de alguien que de repente recuerda esa palabra que tiene en
la punta de la lengua y no es capaz, a pesar de todos sus esfuerzos, de hacerla salir. De
golpe, todos sus recuerdos habían acudido a él, como si el hada hubiese abierto la puerta
de la celda que los mantenía presos en el lugar más recóndito de su cerebro. Y con ellos,
la verdadera naturaleza de Malco también volvió a tomar posesión del niño.
—Lo siento, te juro que no volverá a pasar nada parecido —le dijo a Dago con fingida
aflicción, aunque el fauno no lo advirtió—. No volveré a ponernos en peligro, de verdad.
—Eso espero, porque yo no amenazo dos veces. La próxima vez, allá te las veas tú
solo.
Dago se levantó y comenzó a caminar con paso rápido sin mirar si Malco le seguía.
a 43 a
Pero sí, el niño iba detrás de él, con la vista clavada en la espalda de su compañero. Nunca
le había gustado que nadie le hablara de esa manera, de nuevo lo tenía presente, y esta no
había sido una excepción.
Avanzaron en un incómodo silencio durante mucho tiempo, ambos se guardaban sus
pensamientos y se limitaban a avanzar lo más deprisa posible. Dago había comenzado a
mirar hacia atrás cada pocos pasos, temeroso de que, debido a sus duras palabras, el niño
hubiera decidido abandonarle y seguir por cuenta propia, lo que resultaría sin lugar a dudas fatal para el pequeño Malco.
El camino los había llevado al comienzo de una inmensa pradera de hierba oscura y
seca. Allí Dago se detuvo de pronto y se plantó visiblemente nervioso enfrente de Malco.
—Vale, no sirvo para estar mucho tiempo enfadado —balbuceó mientras el pequeño
le miraba con gesto sereno —. No me gusta nada esta sensación, me revuelve las tripas, y
te pido perdón por haberte hablado de esa forma, pero has de comprender que has corrido
un riesgo totalmente innecesario. Mira —rió ahora nervioso—, después de todo, esto me
ha hecho recordar una historia que tuve la fortuna de escuchar de labios de la mismísima
Tamiko.
a 44 a
TAMIKO
e
P
«
ero ¿qué he hecho? Mis manos… Hay sangre en ellas, pero no es mía, sino del
cuerpo que yace en el suelo frente a mí con la garganta abierta y con una mirada todavía
incrédula en sus ojos. Momentos antes, reíamos y cantábamos juntos mientras nuestras
copas se vaciaban sin que pudiéramos hacer nada por evitarlo; mientras recordábamos
viejas batallas y esperpénticas aventuras amorosas. Y ahora… silencio. Y muerte.
a 45 a
Mientras sostengo su cabeza en mi regazo escucho los débiles ecos de una risa mientras se aleja, con toda seguridad pertenece a esa voz que he estado escuchando todo
este tiempo. Una voz dulce, infantil, diría yo, cuyas palabras, ásperas y venenosas al
ser pronunciadas, llegaban convertidas en miel a mis oídos. Hablaban de amistad mal
entendida, de envidias y mentiras. De falsos amigos que guardaban las apariencias por
su propio interés, de traiciones secretas que permanecían agazapadas a la espera del
momento oportuno. Y todo eso me pareció coherente al principio, muy posible más tarde
y totalmente cierto al final. Lo creí, convertí esas palabras vertidas en mí por una voz
invisible en pensamientos propios. Era como si un martillo golpease mi cabeza, y a cada
golpe se hundiesen más y más, y con mayor efecto en mi debilitada voluntad que se daba
por vencida irremediablemente ante tal acoso.
Clavé mi mirada en la de mi mejor amigo, que bebía conmigo, y se quedó petrificado
por lo que vio: rabia, odio… La alegría desapareció y la confusión se apoderó de él.
Trató de decirme algo, sus labios se movían, pero yo solo escuchaba la dulce voz que
me susurraba a mi espalda, que me ofrecía una satisfacción a tales ofensas a cambio de
tan solo desearlo con todas mis fuerzas. Mi amigo me sujetó del hombro y me zarandeó
ligeramente al ver que no le hacía caso. Sí, eso debió ser, ahora lo comprendo, pero en
ese momento lo tomé como un intento de agredirme, por lo que me levanté y por fin cedí
a la tentadora oferta que había recibido. Era tan intenso ese sentimiento que poco a poco
había crecido en mí a raíz de esas palabras, estaba tan convencido de que tenía todo
tanto sentido, que me resultó inútil negarme.
Lo visualicé en mi cabeza y lo deseé poniendo toda mi alma en ello. Ya no había vuelta
atrás. En ese momento, mi amigo cogió y golpeó una de las botellas, de las que habíamos
dado buena cuenta, y la rompió contra la mesa. La botella se hizo añicos, pero se quedó
con el cuello afilado en la mano. Antes de que yo moviera un músculo se la llevó a su
garganta, se la clavó y cortó lentamente de lado a lado, mientras me miraba pasmado sin
comprender nada. La sangre comenzó a salir a borbotones de su pescuezo ante mi atónita mirada. Él cayó al suelo entre convulsiones, y por fin conseguí reaccionar. Me arrojé
junto a él, puse mis manos en su cuello negándome a aceptar, con los ojos inundados en
lágrimas, lo que estaba ocurriendo. Intentaba tapar su herida pero la vida se le escurría
por el más mínimo resquicio.
Ya no oía ninguna voz. Solo risas.»
Tamiko se sentía de nuevo fuerte y poderosa una vez obtenidas toda esa rabia, ese
odio, y, al final, esa terrible tristeza. Su pérfida alma necesita continuamente nutrirse de
sentimientos tan oscuros como los que puede producir el corazón humano, por lo que no
duda en utilizar la manipulación y el engaño para obtenerlos de primera mano, sin importarle las trágicas consecuencias que sus actos siempre acarrean.
Esta historia ha sido tan solo una de muchas que se repiten constantemente a lo largo
de los siglos. Tamiko, tristemente, nunca ha tenido problemas para alimentarse.
e
a 46 a
A Malco le pareció una historia muy interesante, casi tanto como la forma en la que
Dago le había pedido perdón. Ya no parecía tan seguro de sí mismo como durante todo
el viaje y el pequeño tomó buena nota de ello. Tras el encuentro con el hada, Malco ya
no era el mismo que había comenzado el viaje, ese niño inseguro, aturdido, incapaz de
comprender el motivo por el había acabado en ese lugar. Ahora era plenamente consciente
de lo que era capaz de hacer.
T
Se encontraba en la habitación de su hermana, jamás había
entrado ahí desde que ella nació pero ahora, de pie ante la cuna,
miraba cómo la pequeña dormía plácidamente. La tarde estaba
avanzada y en la casa tan solo estaban ellos dos, además de la
cuidadora de la niña, que también dormitaba en una silla a unos
pocos pasos de ellos, ya que sus padres habían salido para atender asuntos urgentes en el pueblo. Malco avanzó hacia la anciana
que emitía débiles ronquidos, la miró con expresión de resignación, mientras se encogía de hombros, y comenzó a rociar la habitación con el líquido contenido en un botecito que había cogido
del armario de productos de limpieza de la casa: suelo, cortinas,
paredes… y finalmente el regazo de la mujer, que arrugó ligeramente la nariz cuando le llegó el olor del fluido, sin embargo no
fue suficiente para despertarla. Malco retrocedió un par de pasos
y con toda la tranquilidad del mundo sacó de su bolsillo un cigarrillo del paquete que le había robado a la cuidadora días atrás.
Lo encendió con dificultad, ya que no tenía ni idea de cómo se
hacía, y se alejó un poco mientras le daba unas cuantas caladas,
para, después de mirar por última vez a su hermana, arrojar la
colilla sobre la anciana.
T
a 47 a
Seguían atravesando la desolada pradera cuando a lo lejos vieron una figura que miraba al suelo sentada en una roca. Dago entrecerró los ojos con la intención de enfocar la
vista y entonces cayó en la cuenta de quién se trataba:
—Vaya, mira. A ese sí que se le puede denominar como una verdadera alma en pena.
¿Te has enamorado alguna vez? No creo —continuó sin dejar contestar a Malco—, no
tienes cara de haber amado mucho. —El niño miró, con fuego en los ojos, al fauno, que
parecía haber recobrado el ánimo lo suficiente como para lanzarle una nueva pulla—.
Vamos, no te lo tomes a mal, estás muy susceptible últimamente. Déjame contarte la triste
carga que soporta el desdichado Narcisse.
a 48 a
e
N
arcisse se hallaba frente al amor de su vida y le dedicaba estas palabras a la
luz de unas sencillas velas:
«En el momento que te vi se detuvo mi vida. Del brazo de tu madre recorrías la calle
observando con interés todo cuanto te rodeaba. Dos nobles y elegantes damas, que casi
con total seguridad se habían extraviado en su paseo, puesto que no sabría decirte qué
podríais estar buscando allí, en una de las peores zonas de la ciudad. Tu madre tiraba
de ti disimuladamente, apremiándote a salir de allí, pero justo antes de desaparecer por
la esquina de la calle giraste el cuello y me miraste directamente. Ese momento en el
que nos miramos a los ojos fue cuando sucedió, cuando mi alma se encadenó a la tuya.
Cuando comprendí que estábamos hechos el uno para el otro. Cuando comprendí tus
sentimientos hacia mí. Tus labios esbozaron una sonrisa y desapareciste. Allí me quedé
yo, encima de ese montón de basura en el que rebuscaba algo que llevarme a la boca,
mientras mi cuerpo todavía temblaba.
Durante los días que siguieron, la desazón me acompañó en todo momento. Cuando
se encuentra la otra mitad de tu alma ya nada más importa, mi vida ya era tuya y ya no
había remedio. Llegó el momento en el que las mariposas de mi vacío estómago revolotearon con tanta fuerza que casi me elevaron del suelo. Comprendí que debía buscarte,
encontrarte.
Me decidí ir a la zona noble de la ciudad, seguro de que alguien debía conocerte. Un
ser tan hermoso como tú no podía pasar desapercibido para nadie. Mis intentos fueron
en vano, la gente se alejaba de mí como si tuviera la peste. Como si fuera una alimaña
dispuesta a devorarlos. Más de un palo me llevé, pero no te aflijas, con el tiempo me he
acostumbrado a recibir algún golpe que otro. La vida en la calle es muy dura. Comenzaba
a desesperar porque se hacía tarde y no estaba más cerca de encontrarte que al principio
del día. Abatido, me disponía a volver al sucio barrio del que provenía, al jergón lleno
de chinches donde dormía, con la mirada clavada en el suelo y los hombros caídos. Empezaba a llover, aligeré el paso. Tras callejear un rato pasé por delante de una enorme
casa blanca rodeada por un hermoso jardín, y allí estabas tú. Estabas jugando con tu
perrito, a salvo de la lluvia. Qué guapa estabas. La sonrisa más angelical que jamás
había tenido la oportunidad de ver hizo que mi amor por ti creciera más si cabe. Al rato,
obedeciendo una orden de tu madre, entraste corriendo en la casa y cerraste la puerta.
Estaba diluviando y no tenía dónde refugiarme, pero decidí quedarme un rato allí de pie,
con la esperanza de que pasaras por delante de alguna ventana y así tendría la oportunidad de volver a disfrutar de ti. Un instante después vi cómo una luz se encendía en una
de las habitaciones de arriba y tú te plantabas delante de la ventana, mirando al exterior.
Mirándome directamente. Sé que me viste porque por un instante te detuviste, te atusaste
el pelo y te diste la vuelta sin dejar de mirarme. Entonces lo pude ver de nuevo en tus ojos.
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narcisse
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Eso fue lo que me dio el empujoncito que me hacía falta para decidirme.
Cuando apagaste la luz crucé corriendo el jardín encharcado y me encaramé al árbol
que pegaba a tu ventana. Soy un buen escalador y, a pesar del tronco mojado y algún
resbalón que pudo ser fatal para mí, llegué hasta la rama que me llevaría hasta ti. La
ventana estaba ligeramente abierta a pesar de la lluvia, ya nada se interponía entre nosotros. Entré con mucho cuidado. Tú estabas en tu tocador, con la leve iluminación de
un pequeño candelabro que portaba una vela, peinándote ese hermoso cabello que a la
luz de la vela parecía arder en llamas. Me acerqué con cuidado, sin hacer ningún ruido,
tuve que aprender a dominar el silencio para mantenerme con vida todos estos años de
indigencia. Cuando apenas un paso nos separaba, vi reflejada en el espejo tu mirada, que
de repente se dirigió hacia a mí y de nuevo, y por última vez, lo vi. Vi lo que albergabas
hacia mí. Lo que tu mirada me dijo el día que te conocí: que ni por un momento pensara
en acercarme a ti, que ni siquiera era digno de mirarte. Que siguiera rebuscando en la
basura, que era para lo que había nacido. Y tu sonrisa de despedida… una sonrisa de
displicencia que parecía dejar clara la distancia que pensabas que había entre tú, una
noble damita, y yo, un sucio y apestoso pordiosero.
Por eso ahora yaces dentro de este ataúd. Tan bella como eras en vida, como justo
antes de que mis manos rodeasen tu cuello y lo apretaran hasta que tu rostro se tornara
amoratado y tus bellos ojos salieran de sus órbitas. Aún así parecías un ángel… No duró
mucho, jamás me perdonaría hacerte sufrir. Espero que comprendas mi manera de actuar
porque todo esto lo he hecho por nosotros, amor mío. Si eras incapaz de comprender que
el destino nos había unido, si te parecía que este mundo no estaba hecho para que ambos
fuéramos uno, quizá en el otro mundo, sin las estúpidas barreras sociales que tanta influencia parecen tener sobre ti, escuches a tu corazón y entiendas por fin lo que nos había
sido concedido. Tu alma atrapó la mía el primer día que te vi, y no ha querido soltarla
ni en el momento de abandonar tu hermoso cuerpo. Pronto seguiré tus pasos, puesto que
ya nada me retiene en este mundo. Intentaré encontrarte en aquel que nos espera tras el
umbral de la muerte. Allí quizá me valores lo suficiente como para dejar de esconderte de
nuestro destino. Te guste o no.»
Y tras esas palabras Narcisse besó los labios de su amada y volvió a penetrar en la
oscuridad de la que había salido, justo antes de que el enterrador y sus asistentes acudieran para llevar a cabo los últimos arreglos antes de que el cuerpo de la niña ocupara su
próxima y definitiva morada.
e
Pasaron a tan solo unos pasos del pobre niño, que levantó la mirada hacia ellos, la cual
portaba unos ojos que reflejaban a la vez tristeza y esperanza. Narcisse trató de esbozar
una sonrisa mientras levantaba una mano a modo de saludo. En ella latía el corazón que él
mismo se había arrancado del pecho para ofrecérselo a su amada cuando por fin sus caminos volvieran a cruzarse. Malco bajó la mirada y continuó caminando detrás de Dago, que
devolvió alegremente el saludo a Narcisse antes de que este volviera a agachar la cabeza
y a sumirse de nuevo en su pena.
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Recuerdos...
T
Lo que no esperaba Malco era el fogonazo que produjo
el cigarrillo al contacto con la ropa de la anciana. Tal fue la
impresión que le causó, que trastabilló hasta tropezar con la cuna
de su hermana, lo que hizo que la derribara y arrojara a la niña
unos metros más allá. La mujer ardía por completo como una tea,
se había levantado y deambulaba por la habitación entre alaridos
de dolor mientras derribaba todo lo que se le ponía por delante y
extendía el fuego sin remedio debido al líquido inflamable con el
que el niño había impregnado todo el cuarto. Malco, que ya había
conseguido levantarse, fue arrollado de nuevo por la anciana y
cayó a cuatro patas sobre el cuerpo de su hermana, que lloraba
a pleno pulmón, y vio cómo la antorcha humana que era la mujer
caía a su lado y se convulsionaba presa de una terrible agonía.
En ese momento el fuego acabó con la resistencia de una librería
incapaz ya de soportar su carga y cayó sobre la espalda del niño.
Tenía el cuerpecillo de la niña justo debajo, solo tenía que dejarse
caer para terminar con ella… pero la sola idea de morir allí le
hizo soportar el peso del mueble con un esfuerzo descomunal, ya
que, si cedía, quedaría atrapado sin remedio en medio del fuego.
El que, después de todo, Malco resultara un héroe fue un
completo accidente y lo último que el niño esperaba.
T
La desolada llanura terminaba de golpe en la linde de un bosque de árboles altos y delgados que, visto desde lejos, bien podrían parecen las púas de un puercoespín. Se internaron en él y avanzaron despacio ya que, debido a la constante penumbra, que ahora parecía
más espesa aún, tropezaban constantemente con raíces y árboles caídos. Pasado un tiempo
llegaron al borde de un claro, en cuyo interior se erguía una vieja y destartalada cabaña de
madera. A unos pocos metros discurría el cauce de un arroyuelo, y a su orilla permanecían
sentadas dos niñas cogidas de la mano mientras observaban el fluir del agua y tarareaban
una canción que aunaba rabia y melancolía. Dago se llevó el dedo a los labios y conminó
a su compañero a mantener silencio y, muy despacio, comenzaron a rodear el claro.
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mada
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disa
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M
e
ada y Disa. Hermanas siamesas unidas por donde deberían tener sus manos
fueron abandonadas por sus nobles padres, incapaces de mostrar al mundo algo tan
impropio de su categoría y posición, y recogidas por una humilde familia de campesinos
que las criaron, como si de sus propias hijas se tratase, en una pequeña aldea. Debido a
su extraña condición se fueron distanciando de los demás por voluntad propia, aunque en
sus cabecitas ellas veían las cosas de diferente manera. Incapaces de afrontar su propia
naturaleza se sugestionaron de tal modo que llegaron a convencerse de que la gente de la
aldea las repudiaba por ser diferentes, cosa que no era cierta.
Esa triste realidad que habían creado en sus propias cabezas les fue afectando de
diferente manera: Mada acumuló indignación y resentimiento contra el mundo mientras
que Disa, incapaz de soportar el supuesto rechazo, se sumía día tras día en una tristeza
más y más profunda, a lo que contribuía también en gran manera la continua influencia
de la rabia de su hermana.
Esos sentimientos arraigaron con tanta fuerza en las niñas que pronto se vieron incapaces de contenerlos dentro de sus cuerpos, hasta el punto de que su sola presencia
influía de tal manera en la gente que había a su alrededor que incluso la persona más
alegre podía caer en una terrible depresión si permanecía el tiempo suficiente a su lado.
La situación llegó hasta tal punto que su familia, que extrañamente no se veía afectada
por el influjo de las niñas, tuvo que abandonar el pueblo, y refugiarse en una vieja cabaña
destartalada en lo más profundo del bosque, ante la presión de sus vecinos. Allí pasaron
meses, malviviendo, apoyándose unos a otros, mientras día tras día las niñas acumulaban
más dolor, rabia y odio hacia el resto del mundo. Hasta que su cordura llegó al límite.
En su antigua aldea se celebraba la fiesta de la cosecha, que marcaba el final de la
temporada de recogida. En ese marcado día, anualmente, todos se reunían en el gran
salón de la aldea, y allí comían y bebían para celebrar el fin del periodo de trabajo más
duro del año.
El gran salón, que no era más que un enorme y viejo barracón utilizado entre otras
cosas como lugar de asamblea, albergaba en ese momento a los casi cincuenta aldeanos
que habitaban el poblado. La música sonaba desde el atardecer sin descanso y todos bailaban y brincaban, comían y bebían felices… Era un día para celebrar, ya que ese año,
gracias al duro trabajo realizado, la cosecha había sido la mejor en mucho tiempo y eso
les iba a permitir sobrellevar el frío invierno de la mejor manera posible. Desde que las
mellizas se marcharon, el ambiente de la aldea había ido progresivamente a mejor. Quizá
para resarcirse de la carga que al final habían supuesto las hermanas con su estado de
ánimo, sus habitantes se habían transformado en personas optimistas y alegres, a los que
era muy difícil que algo les contrariase, ya que siempre enfrentaban los contratiempos
con la mejor de las sonrisas. En sus corazones no albergaban malos sentimientos contra
ellas, ni mucho menos, pero tenían muy claro que el hecho de que hubieran abandonado
la aldea había sido lo mejor para todos.
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La noche se había asentado ya y la fiesta no decaía. Sin embargo, en un momento
dado y a pesar de toda la alegría que flotaba en el ambiente, comenzaron a sentir cómo
algo agarraba fuertemente sus corazones, los oprimía y hacía despertar en ellos un sentimiento que nada tenía que ver con la dicha que sentían hacía un momento. Lúgubres
pensamientos atravesaban sus cabezas. Unos comenzaron a mirar a sus vecinos con recelo, otros bajaban la mirada y rehuían esas extrañas miradas entre sollozos. Las cabezas
se embotaban, la ira crecía, la tristeza se acomodaba y, de repente, todo estalló. Viejas
y casi olvidadas rencillas pedían ser resueltas sin demora y las discusiones y peleas comenzaron. Gritos, golpes, lamentos… se llevaban a todos por delante. Hombres, mujeres,
niños, ancianos… todos envueltos en esa espiral de violencia y tristeza sin excepciones.
Unos perdieron la vida luchando; otros, de pura aflicción, se dejaron golpear hasta morir. Era un espectáculo dantesco. Cuerpos inertes bañados en su propia sangre, súplicas
acalladas violentamente…
Poco a poco el tumulto se fue apagando hasta que todos y cada uno de los presentes
yacían en el suelo sin vida.
Un pesado silencio se adueñó del recinto. Silencio roto por dos figuras que salieron
de las sombras de una esquina del edificio, donde habían permanecido todo el tiempo,
observando y esperando. Estaban extenuadas ya que habían puesto todo su empeño en
compartir la carga que llevaban dentro con todos sus antiguos vecinos, pero a pesar del
agotamiento, por vez primera en sus vidas, una enorme sonrisa lucía en las caras de
Mada y Disa.
Dejaron el salón dispuestas a regresar a su triste cabaña, pero apenas salieron, vieron
que en la calle, a unos pocos metros, sus queridos padres yacían inmóviles en el suelo. La
pareja, preocupada, había acudido a buscar a sus hijas temiendo que algo malo les fuera
a pasar, pero al igual que los aldeanos, esta vez no pudieron soportar tanto odio, tanto
dolor, y ambos cayeron fulminados.
Mada y Disa jamás lo superaron, ya no tenían a nadie más a quien culpar de la muerte
de sus padres sino a sí mismas. Pero eso era algo que no entraba en sus cabecitas.
e
—Curiosamente las niñas eligieron un emplazamiento similar a donde vivieron sus últimos días en familia —dijo Dago con voz triste—. Bueno, estamos muy cerca de nuestro
destino — añadió más alegre—. ¿No estás impaciente por llegar?
—Un poco —contestó Malco secamente.
—Continuemos, pues.
Ciertamente, Malco estaba impaciente por regresar al lugar al que pertenecía pero
tuvo que reconocer que, a medida que iba descubriendo ese oscuro mundo y las criaturas
que lo habitaban, crecía en él la sensación de que quizá después de todo una parte de él
pertenecía a ese sitio, y que sin duda alguna, gracias a lo que estaba aprendiendo de su
guía y a la confianza que había recuperado en sí mismo, acabaría por adaptarse a las particularidades de ese mundo y sería capaz de medrar sin preocuparse de nadie más que de
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sí mismo. Pero esa chispa que ahora ardía dentro de su corazón no era lo suficientemente
fuerte como para imponerse al placer que sentía cuando acaparaba las miradas y los elogios de todo el mundo.
T
Los meses que transcurrieron tras su regreso del hospital fueron los más felices de su vida. De nuevo, gracias
a su valerosa actuación en el incendio, era a él a quien
todos querían ver y con quien todos querían estar. Se
sentía como el sol alrededor del cual giraban todos los
demás. Su hermana había quedado en un, para él merecido, segundo plano y ello adormeció de forma considerable en Malco los negros sentimientos que había
sentido en el pasado hacia ella.
T
Los años transcurrieron…
Una vez se hubieron alejado lo suficiente de Mada y Disa volvieron a encontrar el
cauce del arroyo y lo siguieron. El terreno se elevaba a partir de ese punto pero la certeza
de que el final del viaje estaba cerca pareció darles fuerzas y ambos subieron a buen ritmo
aunque evitaban malgastar aliento en conversaciones vanas.
Al llegar a lo alto de la loma se dieron de bruces con un enorme edificio a todas luces
abandonado. Era una construcción gris y cuadrada, cuya fachada estaba repleta de ventanas con gruesos barrotes de hierro. Malco miraba impresionado el siniestro bloque de
hormigón y dio un respingo cuando, procedente de una de las ventanas más altas, escuchó
un agudo alarido seguido de unas siniestras carcajadas.
—Vaya, qué susto te has llevado, ¿eh? —rió Dago mientras el niño le perdonaba la
vida con la mirada—. No temas que nadie te va a comer… si resisten los barrotes, claro.
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S
e
ergei es uno de esos niños que no tuvo la oportunidad de elegir qué camino
tomar en la vida, sino que este le fue marcado incluso antes de respirar su primera gota
de aire.
Su llegada al mundo resultó difícil. El niño venía de nalgas y hubo muchas dificultades
en hacer que el niño dejara el cómodo vientre de su madre. Tras varias horas de parto,
por fin, el llanto del niño resonó en la habitación a la vez que su madre, exhausta por
el tremendo esfuerzo, se dejó caer en la cama. Mientras tanto, la comadrona intentaba
asear al niño, pero este comenzó a agitar sus pequeños bracitos con una fuerza impropia
de un recién nacido. La mujer era incapaz de dominarlo y solo la intervención del padre
de Sergei, que rápidamente cogió al niño en sus brazos, pudo calmarlo. Mientras eso
sucedía, la madre de Sergei había cerrado los ojos para no volver a abrirlos nunca más.
Por lo tanto, sobre el hombre recayó la dura tarea de criar solo al pequeño Sergei. Tarea que, a pesar del amor que sentía por el niño, fue harto complicada ya que, por alguna
extraña razón que no lograba comprender, el pequeño tan solo se mantenía sosegado
mientras pudiera sentir la presencia de su padre cerca, lo que constituía un tremendo
problema, ya que en todo momento debía permanecer a la vista del niño.
Sergei fue creciendo a la vez que lo hacía la preocupación de su padre. El hombre
trataba de que su querido hijo se integrara en el pueblo como un niño normal. Pero, muy
a su pesar, Sergei no era nada normal. Se trató de hacer que pasase parte de su tiempo
con otros niños, y el llevarle a la escuela pareció una gran idea, pero ni qué decir tiene
que fue un completo desastre. A pesar de que su padre le había explicado a conciencia la
razón por la que debía acudir al colegio y de que estaba totalmente convencido de que
el niño lo había entendido, el hecho de ver cómo su padre se marchaba y lo dejaba allí,
rodeado de extraños, hizo que al poco rato perdiera totalmente el control. Arrasó con
todo lo que se le puso por delante mientras los demás niños e incluso su maestra, completamente aterrorizados, se pisoteaban unos a otros para quitarse de su camino. Fueron
momentos interminables para todos, hasta que, alertado por la gente del pueblo que
había oído todo el alboroto, el padre de Sergei consiguió llegar hasta él y tras abrazarlo
fuertemente hizo que recuperase la calma. Pero no antes de que uno de los niños perdiera
varios dedos de una de sus manos mordido por Sergei, y muchos otros sufrieran rasguños
de mayor o menor gravedad.
Ese incidente provocó el internamiento de Sergei en un hospital psiquiátrico. Allí,
claro está, debía permanecer solo, por lo que fue necesario encerrarlo en una habitación
totalmente acolchada y embutido permanentemente en una camisa de fuerza.
Debido a su extrema agresividad fue tratado con potentes fármacos y novedosos tratamientos de choque, los cuales, a pesar de todo, no eran para nada efectivos. Recibía la
visita de su padre cada día, y dado que la presencia de su progenitor resultaba balsámica
para él, le permitían compartir unos minutos a solas en la habitación del niño. Pasaron
los meses… y todo seguía igual.
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e
s
Una noche de tormenta, Sergei estaba más nervioso de lo habitual, y daba vueltas por
la habitación como una fiera enjaulada mientras llamaba a su padre a gritos y las lágrimas resbalaban por su cara. Truenos y relámpagos parecían acompañarlo en su locura,
y el cielo retumbaba con más fuerza cada vez que el niño arremetía contra la puerta de la
celda. Debía salir de allí y puso todo su empeño en hacerlo. Debido al cariz tan grave que
estaba tomando la situación, los cuidadores, tras pensárselo mucho, se armaron de valor
y decidieron que sedarlo sería lo mejor para él. Varios de ellos entraron a trompicones y
con bastante miedo a pesar de estar curtidos en situaciones semejantes, e intentaron acorralar a Sergei en una esquina para proceder a sedarlo. Pero, embargado por el terrible
frenesí de la locura, Sergei se abalanzó hacia ellos y la sangre salpicó todo cuando, con
un rápido movimiento que pilló por sorpresa a todos, arrancó de un bocado medio rostro
del primer valiente que intentó reducirle. Ante eso, los demás retrocedieron horrorizados
y salieron uno tras otro por la puerta, que atrancaron a sus espaldas. Dentro de la celda,
Sergei daba buena cuenta del pobre desgraciado que, inmovilizado por el niño que permanecía sentado a horcajadas sobre su cuerpo, emitía alaridos desgarradores con cada
bocado recibido.
Esa noche, la celda de Sergei fue sellada con él dentro y jamás volvió a ser abierta. La
misma noche que su padre había fallecido plácidamente mientras dormía.
¿Maldad o locura? ¿Quién sabe? Y la verdad… ¿a quién le importa?
e
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Habían dejado bastante atrás el lúgubre manicomio pero todavía de vez en cuando escuchaban los gritos originados por la mente desquiciada de Sergei. Cada vez que eso ocurría, Malco giraba la cabeza, sobresaltado, y cada vez que lo hacía Dago se carcajeaba y se
burlaba de sus temores. El aguante del niño a las continuas mofas del fauno estaba a punto
de llegar a su límite. Las repetidas alusiones a sus quemaduras, la tremenda reprimenda en
el campo de las hadas… y ahora esto, era algo más de lo que Malco estaba acostumbrado
a aguantar, y la furia crecía poco a poco en su interior. No sabía cómo encontrar por sí
mismo la puerta a su mundo y por eso debía controlar su temperamento hasta que Dago
se la mostrase, pero después…
Habían caminado durante un par de horas cuando de nuevo Dago indicó a Malco que
se detuviera. El fauno miró nervioso el paisaje que los rodeaba como si tratara de ubicarse,
como si se hubiera perdido.
—Tendremos que avanzar lo más rápido que podamos ya que, aunque me avergüenza
decirlo, me he equivocado de camino y hemos entrado en un lugar del que nos convendría
salir inmediatamente. Aunque quien mora en este lugar no tiene costumbre de salir a cazar
habitualmente, nunca está de más andarse con ojo y no tentar a la suerte.
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andreas
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I. UNA VIDA MEJOR.
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J
urgen y el pequeño Andreas subían por un angosto camino que terminaba en
la entrada de una gran mansión. A cada pocos pasos el niño resbalaba debido al barro
producido por la intensa lluvia que arreciaba en ese momento, mientras Jurgen mantenía
el equilibrio como podía, pero en su caso el barro y la lluvia no tenían nada que ver.
—¿Por qué vamos a esa casa, Jurgen? —dijo Andreas mirando bien por donde pisaba.
— Voy a hacer un negocio con el dueño, no te preocupes, no tardaremos mucho —respondió Jurgen.
Mientras subían trabajosamente por la empinada cuesta, Jurgen le iba dando vueltas
a la cabeza. ¿Cuánto tiempo hacía que había encontrado al pobre Andreas medio muerto en aquel sucio y oscuro callejón? ¿Cuatro? ¿Cinco años? Hasta ahora, gracias a la
caridad de los feligreses de la iglesia del pueblo habían podido salir adelante, que ya
era mucho. Pero desde hacía unos días tan solo recibían hostilidad y malas palabras, e
incluso el párroco les había echado de la puerta de la iglesia. ¿Qué le importaba a esa
gente en qué se gastaba el dinero que recibía de las limosnas? Que alguna vez le dieran
una triste moneda no les daba derecho a decirle lo que tenía que hacer con su vida. Y con
la del niño.
—Jurgen…
—Tranquilo, Andreas, después de esta visita las cosas serán mejor para los dos, ya lo
verás —interrumpió el hombre al pequeño y le puso la mano en la cabeza, atrayéndolo
hacia sí en un gesto muy cariñoso.
Llegaron a la entrada y Jurgen llamó a la puerta. Esperaron unos segundos hasta
que un hombre bastante mayor les abrió. Miró de arriba abajo al pequeño y, después de
pensarlo un momento, sacó una bolsita de cuero que depositó en la mano que Jurgen le
había extendido. Este miró a Andreas por un momento y suavemente le empujó hacia el
barón mientras en su mirada se podía intuir un ligerísimo atisbo de culpa.
Vio cómo las lágrimas brotaron de los inocentes ojos del niño, por lo que dio media
vuelta y se alejó camino abajo sin mirar atrás. Ni siquiera cuando Andreas, sujeto por el
hombre, gritaba su nombre una y otra vez. Notó un vacío en el estómago que consiguió
que se girase, pero lo único que pudo ver fue la puerta cerrarse. Enseguida le vino a la
cabeza cómo podría llenar ese vacío y puso rumbo a la taberna más cercana.
II. EL BARÓN
Hacía tres meses que Andreas había llegado a su casa y no había dejado de llorar en
todo ese tiempo. Cada día, cada minuto… En su retorcida mente era incapaz de comprender al niño. ¿Qué más quería? Le había sacado de las calles, le alimentaba, le daba un
lugar donde dormir caliente… ¿Quién en su sano juicio no daría gracias por todo eso en
esos tiempos tan duros? ¿Por qué no dejaba de llorar ese desagradecido? Durante los
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primeros días al barón no le importaba escuchar el llanto entrecortado del niño en esos
momentos en los que disfrutaba de su tierna y cálida compañía en su dormitorio, incluso
parecían aumentar su vigor, le llenaban de vida… Pero con el paso del tiempo ese sonido
se fue incrustando en su cabeza. Y hasta cuando no estaba con él, le parecía seguir oyendo los continuos sollozos del niño.
—Si quiere llorar, lo va a hacer con razón —pensaba una noche mientras se sacaba
el cinturón…
III. CLAUDIA
Claudia se había llevado una grata sorpresa. Y eso que se había pensado mucho el ir
a aquella fiesta repleta de carcamales organizada por el Barón, pero ante la insistencia
del viejo pervertido había acabado aceptando. Se había pasado la noche dando largas
a multitud de vejestorios que se empeñaban, sin éxito alguno, en conseguir sus favores.
Tras rechazar a un nuevo pretendiente y terminar su copa, decidió que ya había honrado
lo suficiente al Barón con su presencia y que era hora de dejar la fiesta. Pero cuando vio
aparecer a esa criaturita de ojos enrojecidos que portaba una bandeja de rancios canapés, todo cambió. ¿Quién era ese ángel? Buscó rápidamente con la mirada al Barón, a
pesar de que había pasado la noche evitándole, y cuando lo encontró se lo llevó a un
lugar apartado de miradas indiscretas. No tuvo que insistirle mucho al viejo, e incluso
parecía que le estaba haciendo un favor librándole del pequeño sirviente.
Ya tenía juguete nuevo.
IV. NO-MUERTE
De todos los niños que habían pasado por los brazos de Claudia a lo largo de los
siglos, Andreas tenía algo especial. Esa mirada constantemente húmeda, esos ojos enrojecidos… estaba claro que el niño sufría lo indecible, pero era la placidez con la que
se tomaba su situación lo que más la excitaba. Siempre que llegaba un nuevo huésped
al castillo, Claudia había tenido que soportar al principio sus pataletas y gritos con el
empeño de evitar lo inevitable. Andreas no, desde el primer momento se comportó de
forma sumisa, como si supiera que eso era lo que se esperaba de él. Además, el sabor de
su sangre era dulce, puro, y cada vez que la tomaba pasaban unos momentos en los que
Claudia casi perdía la consciencia del placer que la embargaba. Por eso mismo tomó una
decisión que nunca antes ni siquiera se le había pasado por la cabeza: Andreas dejaría
de ser su juguete para pasar a ser su compañero. Su hijo.
Una noche, tras alimentarse del niño, usó una de sus propias uñas para hacerse un
corte en el brazo. Se lo acercó a Andreas a los labios y sujetó la cabeza del pequeño mientras le animaba a beber de ella. Al principio apenas era capaz de hacerlo, se encontraba
demasiado débil después de tanto tiempo de penurias, dolor y sufrimiento. Después de los
primeros sorbos de la sangre de la vampiresa, Andreas notó cómo su cuerpo se llenaba de
energía. Entonces Claudia lo apartó suavemente…
— Paciencia, mi niño, paciencia —le susurró—, tenemos toda la eternidad.
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V. UNA VIDA MEJOR (II)
Andreas bebió un último sorbo de la copa que Claudia le había ofrecido con la sangre
de unos gemelos que había adquirido en una pequeña aldea cercana. Hacía casi tres años
que había sido convertido en vampiro y no podía negar que Claudia le había hecho un
gran favor. Atrás había quedado su patética vida mortal, la continua sensación de que
morir era preferible a la vida de sumisión y servidumbre, de humillación y vergüenza… la
única vida que había conocido. Cuando vivía en la calle con Jurgen tenía otra percepción
de las personas. Creía en la bondad de la gente, ya que siempre había alguien que compartía su comida e incluso su dinero con ellos para que pudieran llevarse algo a la boca.
Y gracias a eso iban malviviendo. Por eso creyó entender por qué Jurgen le dejó con el
Barón a cambio de unas pocas monedas. Quería pensar que, de alguna manera, el barón
se había apiadado de él, que su vida iba a mejorar al lado de un hombre capaz de mantenerle, educarle… Pero lo que el barón le hacía… esa forma de… sus fiestas… las miradas
de sus invitados… fue quebrando la fe de Andreas en todo aquel que no fuera él mismo.
Cuando apareció Claudia un ligero atisbo de esperanza creció en su interior. Su forma
de mirarle era tan distinta a la del resto… sus palabras tan cariñosas… ¿sería así cómo
una madre miraba a su hijo? Pero todo acabó en cuanto le cogió de la mano para llevarle
con ella. Era una mano dura, gélida, falta de… vida. Andreas se dio cuenta de que salía
de la sartén para caer en las brasas. Desde ese momento hasta la noche de su conversión
recordaba más bien poco, solo una sensación de pesadez y aturdimiento continua, y también, por qué no decirlo, unas ganas tremendas de acabar con todo. Pero era demasiado
débil para intentar nada. Y ahora estaba agradecido por eso, porque si hubiera sido
capaz de hacerlo, esta nueva y magnífica oportunidad jamás se le hubiera presentado.
Ahora ya no lloraba, ¿para qué? ¿De qué le sirvió hacerlo durante tanto tiempo? Incluso ahora se divertía cuando escuchaba el llanto de los pobres desgraciados con los que
Claudia le obsequiaba. ¡Qué patéticos! Y pensar que él antes era así… Y la forma en que
le miraban justo antes de que les clavara sus colmillos en la yugular, como si pensaran
que poniendo ojitos iba a tener compasión… Él tampoco la recibió, tantas y tantas veces,
y ahí estaba ahora, al otro lado de la verja.
—No esperes obtener la bondad de nadie, puesto que, si no obtiene beneficio alguno
de ello, se la guardará para sí mismo —solía decir al desdichado de turno que le suplicaba piedad.
VI. ADIÓS
Claudia se despertó de repente cuando se abrió la tapa de su ataúd y algo se le clavó
en el pecho que la dejó totalmente inmóvil. Cuando vio la estaca que le sobresalía del
cuerpo, y esos ojos enrojecidos que conocía tan bien se asomaron por encima del borde
de la caja, palideció aún más si cabe.
—¿Por qué? —logró decir a duras penas mientras Andreas la sacaba del ataúd y la
dejaba tendida en el suelo.
— ¿Por qué? —contestó el niño mientras cogía un enorme hacha que había colocado junto al ataúd—. Porque ya no tienes nada más que enseñarme —y de un tajo cortó
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limpiamente la cabeza de Claudia que, junto al cuerpo, se convirtió en polvo al instante.
VII. ADIÓS (II)
El barón se disponía a meterse en la cama, después de un duro día de compromisos,
cuando un ruido le hizo girarse en dirección a la ventana. Delante de ella, un niño permanecía de pie observándole. El hombre quedó por un momento descolocado, pero se
espabiló cuando vio que el niño se quitaba la ropa muy despacio. Su vista se había deteriorado estos últimos años y no distinguía bien las facciones del pequeño, pero de todas
formas se excitó como hacía tiempo que no lo hacía. El niño se acercó a él e hizo el gesto
de querer que fuese cogido en brazos por el anciano, que no dudó un instante y lo aupó.
El pequeño se acurrucó en el cuello del hombre.
—Ahora vas a sentir una mínima parte del dolor que me hiciste sufrir… —susurró el
niño al oído del Barón, que sintió una terrible quemazón en el cuello e intentó separar de
sí el pequeño cuerpo que se mantenía agarrado como unas fuertes tenazas.
La sangre abnegaba el suelo, la cama, las paredes… y, solo cuando el viejo cayó
de rodillas totalmente debilitado, Andreas se separó de un tirón escupiendo al suelo un
enorme trozo de carne que hasta hace un momento pertenecía al cuello del anciano, que
se desangraba en el suelo entre convulsiones.
VIII. ADIÓS (y III)
Jurgen se debatía en el suelo mientras una botella de vino incrustada a la fuerza en
su gaznate se vaciaba irremediablemente ahogándole. Tres botellas más yacían vacías y
ensangrentadas en el suelo a su lado. Las manos firmes que le sujetaban a él y a la botella
eran las de un niño, pero su fuerza no era humana. Por un instante pudo ver sus ojos, y
al reconocer al pequeño Andreas intentó revolverse con más fuerza, pero fue inútil. Momentos después dio su último estertor y Andreas se levantó, metió una mano en uno de sus
bolsillos y arrojó unas pocas monedas sobre la mano abierta del cadáver de su antiguo
compañero mientras le decía:
—Tenías razón, Jurgen, nuestras vidas cambiaron a mejor. Por fin puedo decir que soy
feliz. Ahora tú también lo eres, ¿no? Dinero y bebida para toda la eternidad…
e
a 67 a
Atravesaron como gamos el territorio de Andreas sin encontrar rastro del pequeño
vampiro y comenzaron a descender por un estrecho sendero fuera ya del abrigo de los
árboles. Las zarzas crecían por todos lados, así que más de un arañazo se llevaron consigo
durante la bajada.
Por fin salieron de la maleza cuando algo chocó de bruces con ellos y cayó al suelo. Se
trataba de una niña de piel pálida de cuyos ojos resbalaban dos regueros de oscuras lágrimas. Cuando la niña cruzó la mirada con Malco profirió un profundo lamento, se llevó las
manos a las sienes y comenzó a balancearse de atrás hacia adelante sin dejar de mirar al
niño con los ojos muy abiertos. Este le devolvía la mirada confundido por la reacción de
la pqueña, pero enseguida fue arrastrado por Dago lejos de ella.
—Vamos, corre. Alejémonos cuanto antes para acabar con el terrible sufrimiento que
le estás produciendo a Licia.
—¿Yo? —replicó Malco mientras corría detrás—. Yo no le he hecho nada para hacerla
reaccionar de esa manera. ¡Debe de estar loca!
Dago se detuvo de repente y se encaró con el niño, que se encogió sorprendido por la
reacción del fauno, mientras le gritaba.
—No vuelvas a decir eso de la pobre Licia. ¡No está loca! ¡Ella no debería estar en este
lugar! Su alma no porta ni un ápice de maldad, ni es negra y sucia como la del resto de
los que han llegado aquí. Y eso, por lo que estás diciendo, te incluye a ti. Aquí encajarías
muy bien después de todo.
a 68 a
licia
a 69 a
L
aquí.
e
icia es una habitante muy inusual de este mundo, puesto que no debería estar
De algún modo, hace ya mucho tiempo, atraída por la desgracia… el dolor… el mal
que emana de este lugar, encontró la manera de llegar aquí por voluntad propia, y a pesar
de que nada la retiene en este lugar, ha sido incapaz de abandonar las yermas tierras que,
en un momento dado, acabaron por convertirse en su terrible hogar.
Era una hermosa niña, amable, educada, extremadamente empática y dolorosamente
sensible al sufrimiento ajeno. Eso fue su perdición y la causa de su condena.
Criada por unos padres amorosos en una buena familia, la llevaron al mejor colegio
de su ciudad con el fin de que recibiera una educación acorde con su posición social. Pero
las cosas no fueron tan bien como esperaban.
Desde el primer día en que la niña puso el pie fuera de casa, los llantos y la pena se
hacían más presentes en la vida de Licia. Sus padres no entendían qué ocurría, no se podían hacer a la idea de que su hija simplemente sufría. Sufría por la pena de su profesora
recientemente enviudada; sufría por su compañera de pupitre que se culpaba a sí misma
de las visitas nocturnas de su padre en el dormitorio; sufría por el dolor del conserje que
todas las tardes iba a visitar a su hijo al hospital donde estaba ingresado desde hacía
meses por una enfermedad incurable. Nadie le contaba a Licia aquellas cosas, pero ella
lo sabía. Averiguaba todos los tristes secretos de cada una de las personas con las que se
cruzaba en su camino con solo mirarlos y, por este motivo, sufría con ellos.
Contaba apenas ocho años cuando entendió que, para poder llevar su pesada carga,
debía hacer algo para aligerar el padecimiento de los demás. Y en eso basó su corta vida,
ante la incomprensión de unos padres que adoraban a su pequeña, pero ignoraban las
razones que la movían a comportarse de una forma tan obsesiva por complacer al resto.
Los días no tenían suficientes horas para todo lo que deseaba hacer. Se paraba en
cada esquina a hablar con las personas que llevaban una losa sobre la espalda, daba de
comer a los que pasaban hambre, repartía mantas entre los que pasaban frío, escuchaba
a los que necesitaban hablar y Licia lloraba con ellos. Así día y noche durante largos
meses, hasta que sus fuerzas la fueron abandonando para dejarla irremediablemente
extenuada.
Cuando me crucé con ella por primera vez, quise saber si se había perdido, puesto que
este no es lugar para un alma tan bondadosa, pero Licia negó con la cabeza y me dijo que
había percibido gran cantidad de sufrimiento en estas tierras y por eso había venido. De
eso hace ya muchos años y creo que desde hace tiempo ha olvidado la razón por la que
encaminó sus pasos aquí. Por ello, ahora vaga sin rumbo fijo portando con ella toda la
pena que acumuló en su anterior vida. No es de extrañar que eso haya ocurrido, ya que
el sufrimiento es la razón de ser de este sito y cualquier alma sensible perdería el sentido
en poco tiempo.
e
a 70 a
- Muy negra debe ser tu alma, y realmente terribles tus actos si ella ha reaccionado
de esa manera al verte.
T
Una gran tarta de cumpleaños presidía la enorme mesa tras la que Malco
esperaba expectante. Parientes llegados de todas partes llenaban el salón de su
casa y un mar de regalos se repartían por todo el suelo. No habían escatimado
en ellos y el niño no cabía en sí de gozo. Especialmente le hicieron muchísima
ilusión los recibidos de sus padres: un elegante reloj de bolsillo de plata y una
hermosa navaja de caza, en cuyo mango se hallaban grabadas sus iniciales. Se
había convertido en un gran aficionado desde que su padre le llevara con él, por
vez primera, unas semanas atrás.
Llegó el momento de apagar las velas de la tarta y las voces de los invitados se unieron para cantar a coro el «cumpleaños feliz». Malco los miraba
emocionado, las lágrimas resbalaban por su rostro quemado. La canción acabó,
cerró los ojos y se dispuso a soplar las velas cuando escuchó una enorme algarabía, que para nada esperaba, y dio un brinco sobresaltado. Abrió los ojos y vio
a su hermanita que sonreía de oreja a oreja al lado de la tarta. Había apagado
todas las velas y se llevaba una cerrada ovación por su travesura por parte de
todos los presentes. Malco enrojeció de ira y apartó de un empujón a la pequeña,
arrojándola al suelo. Pero ella se levantó rápidamente, hundió una de sus manitas en la tarta y rebozó con ella el rostro de su hermano, lo que volvió a producir
las carcajadas de todos. Tal humillación fue demasiado para Malco, que corrió
escaleras arriba y se encerró en su habitación.
Todos los intentos de sus padres por hacerle salir de su cuarto fueron en
vano, por lo que decidieron despedir a sus familiares y esperar a que la noche
calmase los ánimos de su hijo. Cuatro años y un instante. Cuatro años necesitó
para reprimir totalmente los celos hacia su hermana, la envidia… el odio. Y en
un instante… el tiempo que se tarda en cerrar los ojos y, con toda la ilusión del
mundo, pensar un deseo… ¡Zas! Todo se desmoronó. Toda esa paz interior se
esfumó y viejos demonios se apoderaron de nuevo de su alma y le reclamaban
justicia. Le pedían sangre. Y esta vez no se iba a andar con rodeos.
Salió de su habitación bien avanzada la noche y se aseguró de que sus padres
dormían antes de dirigir sus pasos hacia la habitación de su hermana, otra vez,
como cuatro años antes. Empujó la puerta con cuidado y avanzó despacio hasta la cama, donde la niña dormía plácidamente, con su preciosa melena rubia
extendida por la almohada y su dedo pulgar entre sus delicados labios. Respiraba suavemente, su pecho subía y bajaba muy despacio. «Aunque me pese
reconocerlo, es todo un ángel», pensó Malco mientras acariciaba sus dorados
rizos. Un hilillo de saliva le resbalaba por la mejilla a la niña. Él se lo limpió
a 71 a
delicadamente con el pulgar justo antes de hundir su navaja nueva en el pecho
de la niña. Sus ojos se abrieron por la sorpresa y el dolor y, por un momento,
con toda su inocencia, miró a su hermano a los suyos antes de perderse en la oscuridad y el vacío. La sangre manaba y empapaba todo a su alrededor mientras
Malco hundía una y otra vez el cuchillo en el cuerpo de la pequeña, embriagado
por un rabioso frenesí. Solo el agotamiento consiguió hacerle parar y se quedó plantado de pie al borde de la cama mientras miraba el cadáver de aquella
que tantos quebraderos de cabeza le había ocasionado. «Ahora», pensaba en su
mente desequilibrada, «por fin todo volvería a ser como antes: papá, mamá y yo.
Para siempre». Parpadeó, y una espesa penumbra le cubrió.
T
Dago reinició la marcha sin esperar a Malco, que taciturno le siguió a unos pasos de
distancia. Mientras permanecía encerrado en su cuarto, Malco había decidido que la humillación sufrida aquella noche sería la última. Y ahora estaba allí, aguantando una tras
otra por parte de aquel bicho raro. Pero el final del camino estaba cerca y entonces, una
vez que ya no necesitase de su guía, le haría pagar con creces por todas las burlas y el
desprecio que le había mostrado a lo largo del viaje.
Tras caminar durante varios minutos perdido en sus pensamientos se dio cuenta de que
habían entrado en otro bosquecillo de árboles casi secos, y Dago le señalaba una pequeña
choza de barro que se encontraba a unos pocos metros de donde ahora se encontraban.
Junto a ella, unas enormes rocas amontonadas unas encima de otras dejaban ver una oscura abertura de gran tamaño.
a 72 a
—Bueno, pequeño, en esas rocas se encuentra el final del camino. Hemos sido afortunados de haberlo conseguido, pues como tú mismo has podido comprobar no te engañé
cuando te avisé de los terribles peligros que acechan al viajero descuidado. Has conocido
a algunos de los seres más aterradores de los que aquí moran, pero has de saber que no
son los únicos, y tampoco los peores. Pero demos gracias a que hemos llegado ambos de
una pieza, y de que tú por fin podrás regresar a tu querido mundo mientras yo, si cumples
tu parte del trato, disfrutaré con mi nueva adquisición.
—Entonces… ¿ya hemos llegado? —preguntó inocentemente Malco.
—Casi, amigo mío, solo unos pasos más —y continuó caminando directo a las piedras.
Malco, mientras seguía al fauno, se echó la mano al bolsillo en busca de aquello que
al principio del viaje había preferido mantener oculto. Sacó su preciada navaja de caza,
todavía manchada con la sangre de su hermana, y la abrió dispuesto a utilizarla de nuevo.
Mientras se acercaba sigilosamente, se relamía los labios por lo que iba a hacer, porque
Dago se lo había buscado. Se lo merecía, al igual que lo merecía su hermana. Deseaba con
todas sus fuerzas regresar a su casa con sus queridos padres, ya sin la molesta presencia
de la estúpida niña. Todo sería como al principio, volverían a ser una familia feliz. Eso
pensaba Malco, perdido en su propia realidad, sin ser consciente del crimen tan terrible
que había cometido. Lo veía como algo que había que hacer y que sus progenitores entenderían perfectamente. Pero antes debía ocuparse del piojoso engendro con patas de cabra
que caminaba ante él. Blandió la navaja dispuesto a terminar con él, los ojos le brillaban
de odio… pero después de sentir un doloroso picotazo en el cuello, cayó de bruces al suelo
y perdió el sentido.
5
Estaba sentado a una mesa acompañado de un misterioso hombre, que le observaba
con mirada hueca. Había otra silla libre justo enfrente de él.
—El té está listo, queridos amigos —anunció una delicada voz y desde la oscuridad
de un rincón una niña con una piel perfecta y pálida avanzó hacia la mesa portando una
bandeja imaginaria. La posó en ella y sirvió tazas invisibles al niño y a su misterioso
acompañante, que desde la aparición de la pequeña temblaba visiblemente. Impaciente
por satisfacerla, representó su papel e hizo el gesto de coger su taza y beberse el contenido antes de que ella tuviera tiempo de tomar asiento.
Pero eso fue algo que no gustó en absoluto a la bella anfitriona:
—Maldito gusano infecto… ¿qué falta de educación es esta? —se levantó y volcó con
facilidad la mesa sobre el pobre infeliz, mientras Malco miraba sin atreverse a mover un
dedo. La niña se abalanzó sobre el hombre y, de un bocado, le arrancó un buen trozo de
carne del cuello y bebió de él con avidez. Cuando terminó, la niña levantó la vista hacia
Malco y, mientras la sangre todavía le chorreaba por sus bellos labios, esbozó al niño
una terrorífica sonrisa.
Y de repente Malco se encontró delante de un espejo que tan solo reflejaba oscuridad.
Escuchó unos pasos tras él y al girarse por poco se desmaya cuando vio que un extraño
a 73 a
niño con un bisturí cubierto de sangre húmeda en la mano portaba su rostro a modo de
máscara. Se giró de nuevo hacia el espejo, que ahora le reflejaba a él, pero donde debía
encontrarse su cara, no vio sino una calavera ensangrentada que le miraba sin expresión.
Otra vez dirigió la mirada al niño, dispuesto a recuperar su cara, que, asustado, arrojó
el pellejo al suelo a tan solo unos pasos de él. Malco corrió a recogerlo pero retrocedió
de un salto cuando de la nada alguien se abalanzó salvajemente sobre el rostro caído y
lo recogió, se lo llevó a la boca y miró al niño con unos ojos completamente desquiciados
mientras masticaba tranquilamente el exquisito manjar.
Una risa comenzó a resonar por todas partes, cada vez con más fuerza. Malco se llevó
las manos a sus descarnados oídos y buscó una manera de salir de allí. Comenzó a correr
lo más deprisa que le permitían sus piernas hasta que las carcajadas fueron perdiendo
fuerza. Avanzaba en la oscuridad con las manos en la cabeza y no tardó en tropezar y
caer al suelo. La risa cesó por completo y Malco se sentó, aturdido. Una ráfaga de viento
helado le azotó de repente y al querer protegerse descubrió que su cara volvía a estar ahí.
Respiró aliviado por un momento, justo hasta que una niña de rostro compungido, que
portaba un gran machete, se materializó delante de él y le dijo con voz queda:
—Yo puedo ayudarte, porque te aseguro que pronto vas a sufrir. Y mucho —y levantó
el enorme cuchillo dispuesta a liberar al niño de todos sus pesares de inmediato.
—¡Nooooooo! —gritó Malco cubriéndose la cabeza y esperó un golpe que nunca llegó.
6
a 74 a
Abrió los ojos y tardó unos instantes en darse cuenta de que el mundo estaba del
revés. Oscilaba lentamente, colgado por los pies, completamente desnudo y con las manos también atadas a la espalda, de una gruesa viga en el interior de la choza que antes
habían visto. Un caldero enorme se calentaba sobre el fuego del hogar y al lado, alguien
parecido a Dago, solo que con el pelo mucho más largo, removía su contenido con una
larga cuchara de palo y se apoyaba con el otro brazo sobre una muleta de madera, ya que
le faltaba media pierna. Sobre el fuego pudo distinguir la silueta del reloj de plata que le
había prometido a Malco, que ardía junto al resto de sus ropas.
a 75 a
Oyó unos pasos detrás de él y Dago apareció en su campo visual. Su rostro estaba
serio, hasta ahora Malco no se había fijado en los rasgos tan salvajes que poseía el fauno.
Había estado demasiado preocupado con sus recuerdos, con sus planes, su rabia… y ahora
se daba cuenta de que había cometido un tremendo error.
Dago no le dijo nada, solo se limitó a observarle con unos ojos que ahora parecían
más viejos. Con una mueca de desprecio, mostró a Malco la navaja que el niño conocía
tan bien y, con rabia, la clavó en la superficie de una mesa que tenía al lado. Acto seguido
miró al puchero, y la hembra que lo atendía, que era su propia hermana, sonrió sin dejar
su tarea y negó con la cabeza.
Dago de nuevo dirigió toda su atención a Malco. El niño, con la cabeza enrojecida por
la sangre que se había acumulado allí, no podía mover ni un músculo, tan solo parpadeaba
con mucha dificultad. No sabía qué esperar del que hasta ahora había sido su guía hacia…
¿la salvación? Ahora quedaba claro que no. Todo había sido un truco para llevarle hasta
allí, pero ¿con qué intención?
—Supongo que te estarás haciendo muchas preguntas en tu cabeza. ¿Por qué? ¿Por
qué? —soltó de repente Dago en tono de burla mientras se llevaba las manos a la cara
e inclinaba la cabeza de un lado a otro—. ¿A que sí? Yo también me pregunto por qué,
a pesar de prestarte mi ayuda, de guiarte a través de este terrible lugar, con el extremo
peligro que eso conlleva… Me pregunto por qué estabas dispuesto a utilizar eso contra
mí —añadió señalando la navaja clavada a la mesa—. Pero bueno, es el riesgo que debo
asumir si quiero que mi querida hermana pueda sobrevivir a pesar de su terrible carga.
Dago guardó silencio por un momento y volvió a mirar a su hermana, que otra vez
negó con la cabeza mientras se desenvolvía con el caldero.
—Déjame decirte algo: te prometí llevarte de vuelta a tu mundo y yo he cumplido mi
parte del trato. ¡Este es tu mundo! ¡Este es el lugar al que un alma negra, podrida, como
la tuya, pertenece! Todos aquellos que llegáis aquí, salvo contadas excepciones como en
el caso de la pobre Licia, lo hacéis puesto que este horrible lugar es el único en el que
merecéis continuar con vuestra despreciable existencia. Un lugar donde, con un poco de
suerte, acabaréis matándoos los unos a los otros —Malco abrió mucho los ojos ante lo que
acababa de oír—. Aunque tú ya no tienes que preocuparte de eso.
La muchacha seguía trajinando con el puchero y agregaba unas raras hierbas negruzcas
mientras no dejaba de remover. Dago y Malco se la quedaron mirando, observando cómo
se desenvolvía con gracia a pesar de su estado. Un momento después, la chica se llevó la
larga cuchara a los labios. Miró a su hermano y asintió esta vez, satisfecha.
Dago desclavó la navaja de la mesa y se acercó a Malco para susurrarle al oído:
—Es la hora de la cena.
Y, con un rápido tajo, abrió la garganta del niño de lado a lado.
a 76 a
E
e
n este lugar habitan criaturas cuyo mal es tan grande que se ha manifestado
cuando apenas habían dado sus primeros pasos en la vida. Tan terrible, que los ha elevado a la condición de monstruos a pesar de ser tan solo unos niños. Pero aquí también
existen seres que no han conocido otro hogar que no fuera este, y que han logrado medrar
a pesar de la salvaje naturaleza de este lugar.
Dago es un claro ejemplo de estos últimos. Hubo de sobrevivir junto a su melliza,
Dunia, solo desde muy temprana edad, ya que sus padres sufrieron las consecuencias que
tiene el aventurarse en busca de sustento para sus pequeños en un entorno tan peligroso
como este. Los niños, al principio, lograron sobrevivir a duras penas a pesar de lo poco
que podían encontrar en los alrededores de su hogar, pero llegó el momento en que para
poder seguir alimentándose hubieron de buscar cada vez más lejos de su choza, con el
evidente riesgo para su vida que ello conllevaba.
Pero se las apañaron muy bien para sobrevivir, y a medida que iban creciendo, Dago
y Dunia se convirtieron en unos expertos depredadores, que descubrieron en la carne
humana una magnífica fuente de sustento: extrañamente, dicha carne permitía a los hermanos pasar largos periodos de tiempo sin necesidad de más alimento, siempre que se
preparase de la manera adecuada.
o
g
a
d
Pero el peligro, que siempre rondaba de cerca a la pareja, tomó cuerpo de forma
contundente cuando en una de sus salidas fueron salvajemente atacados. Aunque consiguieron salir con vida, Dunia recibió graves heridas, que le llevaron más tarde a perder
una de sus piernas debido a una fuerte infección.
Desde ese momento cayó sobre Dago la responsabilidad de obtener alimento para él
y para su hermana, lo que llevó al pequeño a servirse de las tretas y los engaños para
hacerlo. La experiencia le había enseñado que los recién llegados a estas tierras, debido
a su confusión inicial, son presas fáciles a los que cuesta poco convencer de que un alma
caritativa, como él, por ejemplo, les llevaría de vuelta a su amado hogar. Es por esto
que acecha en los lugares donde son más habituales estas llegadas y, si tiene suerte y se
adelanta a La comitiva, una vez consumado el engaño, los guía hacia su choza tratando
de evitar los múltiples peligros que rondan el camino, lo cual no es siempre posible y
hace que el fauno tenga que abandonar su presa a su suerte. Pero cuando tiene éxito y
consigue regresar a su acogedora choza, su hermana le espera, vigilante y siempre con su
dunia
temible cerbatana dispuesta a lanzar el dardo somnífero que hace que su víctima pierda
el sentido hasta el momento óptimo para ser cocinada, de manera que se puedan aprovechar todas sus beneficiosas cualidades.
Debido a su forma de actuar, se podría considerar a Dago como una criatura malvada
y cruel, pero sus acciones, al contrario que la gran mayoría de quienes aquí habitan, las
dicta el instinto de supervivencia. ¿Quién dudaría en actuar de esa manera de encontrarse en esa misma situación?
e
a 78 a
‘
Epilogo
T
ras el último parpadeo, Malco ya no colgaba de la viga de una choza de barro y
el mundo ya no estaba del revés, sino que se encontraba en un bosque bañado de penumbra, rodeado de árboles secos que amenazaban con partirse a cada golpe de viento. Un
viento cargado de lamentos.
Un ruido de pisadas, muchas, procedente de su espalda llamó su atención. Se giró y vio
cómo una especie de procesión se dirigía hacia él entonando siniestros salmos encabezada
por una figura menuda que portaba un enorme cirio negro y marcaba la entonación a los
demás. Todos ellos iban completamente desnudos y su piel era extremadamente pálida.
Miraban al suelo pero Malco sabía que lo observaban a él, y que precisamente él era lo
que la siniestra procesión buscaba.
a 79 a
No tenía miedo alguno, sabía que la redención pasaba por unirse a ellos. Ahora lo sabía, no volvería a rechazarlos. Ellos le ayudarían a eliminar toda sombra de su alma, todo
mal de su corazón. Y con el tiempo, mucho o poco, le traía sin cuidado, cuando estuviera
preparado, le dejarían marchar. Volvería a su mundo limpio de todo mal, tendría una segunda oportunidad y podría rehacer su vida. Tal era el cometido de La comitiva.
Los esperó donde estaba, impaciente por unirse a ellos. Se acercaban. Solo unos pasos
más y… pasaron a través de él, como si no estuviera ahí, como si su cuerpo fuera humo.
—Ya es tarde —escuchó en el interior de su cabeza—, tuviste tu oportunidad y la
despreciaste.
Después, muy lentamente, se diluyó hasta desaparecer por completo. Sin dejar rastro
de su existencia.
a 80 a
a 81 a
agradecimientos
En principio, la elaboración de este libro iba a resultar bastante sencilla. Nuestra intención era simplemente la de recopilar las historias que habíamos publicado en el blog,
corregirlas y hacer un libro para aquellas personas que tenían ganas de tener a nuestros
niños malos en sus estanterías. Pero, poco a poco, la cosa se fue enredando, y nuestro
pensamiento original empezó a variar, ya que pensamos que si íbamos a hacerlo, íbamos
a hacerlo bien.
Han sido meses de trabajo, comeduras de cabeza, ojos cansados anhelantes por escapar
de sus órbitas y poder descansar al fin... Meses en el que el apoyo de nuestras familias y
amigos (reales y virtuales) ha sido una grandísima ayuda para conseguir llegar hasta el
final.
Es por eso que, Laura quiere dar las gracias a Rafa, por ser tan incondicional, paciente
y un gran apoyo en el día a día. Y a su familia, por estar siempre ahí cuando el ánimo
decae.
Javi quiere agradecer a sus padres su ayuda incondicional en los malos momentos,
algo que, en un futuro, desea corresponder con creces. Y a David, por ser la luz, la alegría
y el eje en el cual gira su vida.
Desquiciados SC queremos agradecer a Ana Camamiel el haber utilizado parte de su
precioso tiempo en corregir el texto del libro, y conseguir que éste sea más agradable a
la vista del lector. Algo que el lector también agradecerá sin duda, y deseará un poquito
menos que se nos caigan los dedos al suelo.
Y finalmente, queremos dar las gracias a todas aquellas personas que desde un principio han seguido nuestro trabajo, desde el blog, desde Facebook, etc..., y que tanto nos han
apoyado y animado a sacar adelante este proyecto. Es nuestro deseo que haya cumplido
sus expectativas.
También aprovechamos para anunciar que la nueva web de “Donde acaban los niños
malos” ha visto la luz (o más bien la penumbra). En ella, además de albergar las historias
de aquellos que ya conoces, servirá para presentar a nuevos niños malos que esperan, ávidos de sangre, darse a conocer cuanto antes. La dirección: www.ninosmalos.com.
Es todo. Sed malos...
Desquiciados S.C
a 82 a
a 83 a
ÍNDICE
Penumbra...........................................................
5
Kamilla...............................................................
8
Alphonse............................................................ 12
Alegra................................................................. 16
Los Perdidos...................................................... 20
Sigrid.................................................................. 24
Kimbo................................................................. 28
Virginia.............................................................. 32
Aline................................................................... 36
Las Hadas........................................................... 40
Tamiko................................................................ 44
Narcisse.............................................................. 48
Mada y Disa...................................................... 52
Sergei.................................................................. 58
Andreas.............................................................. 62
Licia.................................................................... 68
Dago................................................................... 76
Epílogo................................................................ 78
Agradecimientos............................................... 81
a 84 a
a 85 a
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