La Asunción: "El Cielo tiene un corazón"

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La Asunción: "El Cielo tiene un corazón"
http://www.opusdei.es/art.php?p=49979
El 15 de agosto se celebra que Cristo se llevó al Cielo a su Madre.
Proponemos una memorable homilía de Benedicto XVI sobre la Asunción de la Virgen y nuestra vida
ordinaria.
"La fiesta de la Asunción es un día de alegría. Dios ha vencido. El amor ha vencido. Ha vencido la vida. Se ha
puesto de manifiesto que el amor es más fuerte que la muerte, que Dios tiene la verdadera fuerza, y su fuerza
es bondad y amor.
María fue elevada al cielo en cuerpo y alma: en Dios también hay lugar para el cuerpo. El cielo ya no es para
nosotros una esfera muy lejana y desconocida. En el cielo tenemos una madre. Y la Madre de Dios, la Madre
del Hijo de Dios, es nuestra madre. Él mismo lo dijo. La hizo madre nuestra cuando dijo al discípulo y a todos
nosotros: "He aquí a tu madre". En el cielo tenemos una madre. El cielo está abierto; el cielo tiene un corazón.
En el evangelio de hoy hemos escuchado el Magníficat, esta gran poesía que brotó de los labios, o mejor, del
corazón de María, inspirada por el Espíritu Santo. En este canto maravilloso se refleja toda el alma, toda la
personalidad de María. Podemos decir que este canto es un retrato, un verdadero icono de María, en el que
podemos verla tal cual es.
Quisiera destacar sólo dos puntos de este gran canto. Comienza con la palabra Magníficat: mi alma
"engrandece" al Señor, es decir, proclama que el Señor es grande. María desea que Dios sea grande en el
mundo, que sea grande en su vida, que esté presente en todos nosotros. No tiene miedo de que Dios sea un
"competidor" en nuestra vida, de que con su grandeza pueda quitarnos algo de nuestra libertad, de nuestro
espacio vital. Ella sabe que, si Dios es grande, también nosotros somos grandes. No oprime nuestra vida, sino
que la eleva y la hace grande: precisamente entonces se hace grande con el esplendor de Dios.
El hecho de que nuestros primeros padres pensaran lo contrario fue el núcleo del pecado original. Temían que,
si Dios era demasiado grande, quitara algo a su vida. Pensaban que debían apartar a Dios a fin de tener espacio
para ellos mismos. Esta ha sido también la gran tentación de la época moderna, de los últimos tres o cuatro
siglos. Cada vez más se ha pensado y dicho: "Este Dios no nos deja libertad, nos limita el espacio de nuestra
vida con todos sus mandamientos. Por tanto, Dios debe desaparecer; queremos ser autónomos,
independientes. Sin este Dios nosotros seremos dioses, y haremos lo que nos plazca".
Este era también el pensamiento del hijo pródigo, el cual no entendió que, precisamente por el hecho de estar
en la casa del padre, era "libre". Se marchó a un país lejano, donde malgastó su vida. Al final comprendió que,
en vez de ser libre, se había hecho esclavo, precisamente por haberse alejado de su padre; comprendió que
sólo volviendo a la casa de su padre podría ser libre de verdad, con toda la belleza de la vida.
Lo mismo sucede en la época moderna. Antes se pensaba y se creía que, apartando a Dios y siendo nosotros
autónomos, siguiendo nuestras ideas, nuestra voluntad, llegaríamos a ser realmente libres, para poder hacer
lo que nos apetezca sin tener que obedecer a nadie. Pero cuando Dios desaparece, el hombre no llega a ser
más grande; al contrario, pierde la dignidad divina, pierde el esplendor de Dios en su rostro. Al final se
convierte sólo en el producto de una evolución ciega, del que se puede usar y abusar. Eso es precisamente lo
que ha confirmado la experiencia de nuestra época.
El hombre es grande, sólo si Dios es grande. Con María debemos comenzar a comprender que es así. No
debemos alejarnos de Dios, sino hacer que Dios esté presente, hacer que Dios sea grande en nuestra vida; así
también nosotros seremos divinos: tendremos todo el esplendor de la dignidad divina.
Apliquemos esto a nuestra vida. Es importante que Dios sea grande entre nosotros, en la vida pública y en la
vida privada. En la vida pública, es importante que Dios esté presente, por ejemplo, mediante la cruz en los
edificios públicos; que Dios esté presente en nuestra vida común, porque sólo si Dios está presente tenemos
una orientación, un camino común; de lo contrario, los contrastes se hacen inconciliables, pues ya no se
reconoce la dignidad común. Engrandezcamos a Dios en la vida pública y en la vida privada. Eso significa hacer
espacio a Dios cada día en nuestra vida, comenzando desde la mañana con la oración y luego dando tiempo a
Dios, dando el domingo a Dios. No perdemos nuestro tiempo libre si se lo ofrecemos a Dios. Si Dios entra en
nuestro tiempo, todo el tiempo se hace más grande, más amplio, más rico.
Una segunda reflexión. Esta poesía de María -el Magníficat- es totalmente original; sin embargo, al mismo
tiempo, es un "tejido" hecho completamente con "hilos" del Antiguo Testamento, hecho de palabra de Dios.
Se puede ver que María, por decirlo así, "se sentía como en su casa" en la palabra de Dios, vivía de la palabra
de Dios, estaba penetrada de la palabra de Dios.
En efecto, hablaba con palabras de Dios, pensaba con palabras de Dios; sus pensamientos eran los
pensamientos de Dios; sus palabras eran las palabras de Dios. Estaba penetrada de la luz divina; por eso era
tan espléndida, tan buena; por eso irradiaba amor y bondad. María vivía de la palabra de Dios; estaba
impregnada de la palabra de Dios. Al estar inmersa en la palabra de Dios, al tener tanta familiaridad con la
palabra de Dios, recibía también la luz interior de la sabiduría. Quien piensa con Dios, piensa bien; y quien
habla con Dios, habla bien, tiene criterios de juicio válidos para todas las cosas del mundo, se hace sabio,
prudente y, al mismo tiempo, bueno; también se hace fuerte y valiente, con la fuerza de Dios, que resiste al
mal y promueve el bien en el mundo.
Así, María habla con nosotros, nos habla a nosotros, nos invita a conocer la palabra de Dios, a amar la palabra
de Dios, a vivir con la palabra de Dios, a pensar con la palabra de Dios. Y podemos hacerlo de muy diversas
maneras: leyendo la sagrada Escritura, sobre todo participando en la liturgia, en la que a lo largo del año la
santa Iglesia nos abre todo el libro de la sagrada Escritura. Lo abre a nuestra vida y lo hace presente en nuestra
vida.
Pero pienso también en el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, que hemos publicado
recientemente, en el que la palabra de Dios se aplica a nuestra vida, interpreta la realidad de nuestra vida, nos
ayuda a entrar en el gran "templo" de la palabra de Dios, a aprender a amarla y a impregnarnos, como María,
de esta palabra. Así la vida resulta luminosa y tenemos el criterio para juzgar, recibimos bondad y fuerza al
mismo tiempo.
María fue elevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo, y con Dios es reina del cielo y de la tierra. ¿Acaso así
está alejada de nosotros? Al contrario. Precisamente al estar con Dios y en Dios, está muy cerca de cada uno
de nosotros. Cuando estaba en la tierra, sólo podía estar cerca de algunas personas. Al estar en Dios, que está
cerca de nosotros, más aún, que está "dentro" de todos nosotros, María participa de esta cercanía de Dios. Al
estar en Dios y con Dios, María está cerca de cada uno de nosotros, conoce nuestro corazón, puede escuchar
nuestras oraciones, puede ayudarnos con su bondad materna. Nos ha sido dada como "madre" -así lo dijo el
Señor-, a la que podemos dirigirnos en cada momento. Ella nos escucha siempre, siempre está cerca de
nosotros; y, siendo Madre del Hijo, participa del poder del Hijo, de su bondad. Podemos poner siempre toda
nuestra vida en manos de esta Madre, que siempre está cerca de cada uno de nosotros.
En este día de fiesta demos gracias al Señor por el don de esta Madre y pidamos a María que nos ayude a
encontrar el buen camino cada día. Amén".
Fragmentos de una homilía pronunciada el 15 de agosto de 2005 en Castelgandolfo (Italia).
Devoción a la Santísima Virgen
Este artículo explica el culto que los católicos ofrecen a la Madre de Dios, de origen muy remoto en la Iglesia y
muy vivo en la actualidad. También narra cómo se vive la devoción a la Virgen en el Opus Dei.
1. La devoción, en general, es un acto de la virtud de la religión. Se trata, junto con la oración, de uno de los
actos interiores de esta virtud[1]. La devoción es un acto de la voluntad por el que el hombre se ofrece a Dios,
se entrega prontamente a su servicio.
Entre los actos exteriores de la virtud de la religión se encuentra, por ejemplo, todo lo relativo al culto[2]. En
principio la devoción sólo es debida a Dios y sin embargo se habla a veces de devoción mariana, de personas
que tienen mucha devoción a tal o cual santo, etc.
Santo Tomás de Aquino explica que la devoción que se tiene a los santos no termina en ellos, sino que en
última instancia se dirige a Dios, en cuanto que en sus santos veneramos en realidad a Dios que los ha llenado
de gracia y santidad[3]. La devoción a Dios, a la Virgen, a los santos se manifiesta a través de actos
devocionales; por eso suele distinguirse entre devoción y devociones.
2. Por lo que se refiere al culto, hay que tener en cuenta que se dirige a Dios, pues es un modo de manifestar
nuestra dependencia de Él, de adorarle.
Por este motivo el culto que tributamos a Dios se distingue del culto a los mártires y a los santos, que comenzó
desde muy temprano en la Iglesia, o del culto a la Santísima Virgen.
A Dios se le tributa un culto de adoración, de latría; y a los mártires y, a los santos de veneración, de dulía. En
el caso de la Virgen se habla de culto de hiperdulía. Estos puntos fueron estudiados con particular detalle por
el II Concilio de Nicea (787), que ratificó la legitimidad del culto a las imágenes y distinguió entre el culto de
latría, propio de Dios a quien el cristiano adora, y el culto de dulía, propio de los santos, de sus reliquias e
imágenes, a quienes se venera, a la vez que reservaba el llamado culto de hiperdulía a la Santísima Virgen.
3. El culto y la devoción a la Virgen es muy antiguo en la Iglesia. Surge de la realidad de su maternidad divina y
del papel que Cristo le reservó en la economía salvífica. La Virgen es Madre de Dios, Theotokos, y Madre
nuestra. En este sentido el culto mariano, ha tenido siempre una clara connotación cristológica.
Los escritos del Nuevo Testamento y la literatura cristiana inicial, hasta el Concilio de Nicea del 325, es decir,
prácticamente hasta que el cristianismo adquiere reconocimiento público, son más bien parcos en este tema.
Se han considerado testimonios indirectos del culto primitivo mariano los pasajes del Evangelio según San
Lucas 1, 45; 1, 48-49; 11, 27; y de los Hechos de los Apóstoles 1, 14.
El interés doctrinal por la Virgen y su función en la Iglesia que comienza a notarse (piénsese, por ejemplo, en la
conocida tipología Eva-María, presente en San Justino y en San Irineo de Lyon), también parece indicar de
modo indirecto la veneración hacia Ella por parte de los fieles.
Por otra parte, la Virgen está presente en el culto de la Iglesia primitiva, como lo manifiesta su inserción en
alguna anáfora eucarística que ha llegado hasta nosotros (por ejemplo, la de Hipólito), en alguna de las
fórmulas bautismales (vgr., el ritual de Hipólito), la himnografía antigua (las Odas de Salomón, los Oráculos
sibilinos, etc.).
Lo mismo puede deducirse de la existencia de algunos edificios cultuales dedicados a María ya antes del siglo
IV, en Palestina y en Alejandría, de las pinturas murales que se encuentran en las catacumbas, o de la célebre
oración “Sub tuum praesidium”, que se encontró en un antiguo papiro egipcio, y que suele datarse a finales
del siglo III.
4. El Concilio Vaticano II, en el capítulo VIII de la Constitución dogmática Lumen gentium (nn. 66-67)[4], habla
del culto a la Santísima Virgen en la Iglesia. Explica que “María, ensalzada, por gracia de Dios, después de su
Hijo, por encima de todos los ángeles y de todos los hombres, por ser Madre santísima de Dios, que tomó
parte en los misterios de Cristo, es justamente honrada por la Iglesia con un culto especial” (n.
66).
Enseña también que el culto a la Virgen, a pesar de su singularidad, es esencialmente diverso del que se
tributa al Verbo encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, a la vez que lo favorece eficazmente
(ivi.).
Anima también a los fieles a que fomenten con generosidad el culto a la Santísima Virgen, sobre todo el
litúrgico, a la vez que insiste a los fieles en que “sientan gran aprecio por las prácticas y ejercicios de piedad
mariana recomendados” (n. 67).
Pablo VI dedicó la Exhortación apostólica Marialis cultus, del 2 de febrero de 1974, a hablar del culto a María.
En la introducción recuerda que el desarrollo de la devoción a la Virgen “es un elemento cualificador de la
genuina piedad de la Iglesia” a la vez que se inserta “en el cauce del único culto que «justa y merecidamente»
se llama «cristiano»” pues “en Cristo tiene su origen y eficacia, en Cristo halla plena expresión y por medio de
Cristo conduce en el Espíritu al Padre” (ivi.).
Recuerda cómo la reforma de la Liturgia romana, y en concreto de su Calendario General, “ha permitido incluir
de manera más orgánica y con más estrecha cohesión la memoria de la Madre dentro del ciclo anual de los
misterios del Hijo” (n. 2).
Señala también que la reforma de los libros litúrgicos ha facilitado la adecuada perspectiva para considerar “a
la Virgen en el misterio de Cristo y, en armonía con la tradición, le ha reconocido el puesto singular que le
corresponde dentro del culto cristiano, como Madre Santa de Dios, íntimamente asociada al Redentor” (n. 15);
y subraya que “el culto que la Iglesia universal rinde hoy a la Santísima Virgen es una derivación, una
prolongación y un incremento incesante del culto que la Iglesia de todos los tiempos le ha tributado con
escrupuloso estudio de la verdad y con siempre prudente nobleza de formas” (ivi.).
Recuerda que la Virgen es también “ejemplo de la actitud espiritual con que la Iglesia celebra y vive los divinos
misterios. La ejemplaridad de la Santísima Virgen en este campo dimana del hecho que ella es reconocida
como modelo extraordinario de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo”
(n. 16).
La segunda parte de la Exhortación apostólica está dedicada a dar unas pautas para la renovación de la piedad
mariana. Señala cuatro notas que caracterizan una auténtica devoción a la Virgen: la trinitaria, la cristológica,
la pneumatológica y la eclesial. Y a continuación indica cuatro orientaciones que conviene tener presentes en
esa tarea de renovación: la bíblica, la litúrgica, la ecuménica y la antropológica.
La tercera parte de la Exhortación apostólica trata de dos devociones marianas: el Angelus y el Rosario. Y en la
conclusión del documento se explica el valor teológico y pastoral del culto a la Virgen.
El 15 de agosto de 1986, en el ámbito de la renovación litúrgica y mariana, la Congregación para el Culto divino
aprobó la publicación de las “Misas de la Virgen María”, una colección de 46 misas, con la finalidad de
“promover una recta devoción para con la Madre de Dios”[5]. Explica que la razón de ser de estas misas se
encuentra en la “íntima participación de la Madre de Cristo en la historia de la salvación.
La Iglesia, conmemorando el papel de la Madre del Señor en la obra de la redención o sus privilegios, celebra
ante todo los acontecimientos salvadores en los que, según el designio de Dios, intervino la Virgen María con
vistas al misterio de Cristo”[6].
El Catecismo de la Iglesia Católica, publicado el 11 de octubre de 1992, ofrece una apretada síntesis sobre el
culto a la Virgen en su número 971.
Sobre la base del Concilio Vaticano II y de la Exhortación apostólica Marialis cultus, recuerda que la piedad
mariana es un elemento intrínseco del culto cristiano; que el especial culto con que se la venera es
esencialmente diferente del culto de adoración reservado a las Persona divinas.
Concluye afirmando que este culto encuentra su expresión en las fiestas litúrgicas dedicadas a la Madre de
Dios y en la oración mariana, como el Santo Rosario.
5. La devoción a la Santísima Virgen que, como hemos visto, tiene tan hondas raíces en la vida de la Iglesia,
está y ha estado lógicamente presente a lo largo de los siglos en la vida de sus hijos y de tantas instituciones
eclesiales. Por eso es natural que esté también presente en la Obra y en la vida de su Fundador. Afirmaba San
Josemaría que el Opus Dei nació y se ha desarrollado bajo el manto de Santa María
Esta intercesión materna de la Virgen se evidencia, por un lado, en su asistencia en todo lo que se refiere al
camino jurídico de la Obra. Los sucesivos pasos jurídicos, que culminarán el 28 de noviembre de 1982 con la
erección del Opus Dei como Prelatura personal, siguieron dándose de la mano de Nuestra Señora.
A Santa María recurrió también innumerables veces para superar las dificultades que iban surgiendo mientras
se recorría ese camino jurídico, y a Ella se encomendó en numerosas romerías que hizo por diversos
Santuarios marianos de Europa y de América.
6. Acudió a la Virgen siempre que el Señor permitió que vinieran duras contradicciones, como por ejemplo en
los primeros años de la década de los
50 del siglo pasado. Era uno de los ápices de la “contradicción de los buenos”, que obraban pensando que
hacían un servicio a Dios[7]. “No sabiendo a quién dirigirme aquí en la tierra, me dirigí, como siempre, al cielo.
El 15 de agosto de 1951, después de un viaje –¿por qué no decirlo?– penitente, hice en Loreto la consagración
de la Obra al Corazón Dulcísimo de María”[8].
San Josemaría regresó muy contento de ese viaje, seguro de haber dejado en buenas manos todas sus
preocupaciones. Cor Mariae Dulcissimum, iter para tutum, repetía constantemente y, con él, todos sus hijos.
Quiso que fuera ya para siempre una continua oración[9]. Con esa misma jaculatoria también se han unido los
fieles de la Obra a su Fundador y a su primer sucesor, para pedir a la Omnipotencia Suplicante por la definitiva
solución jurídica de la Obra.
7. Toda la vida de San Josemaría está llena de su amor a la Santísima Virgen. No quería ponerse como ejemplo
en nada, excepto en el amor a la Virgen a la que amaba con locura. Todo el arco de su existencia está lleno de
su amor a la Virgen y del amor de la Virgen, de modo no menos patente.
Desde su curación, por intercesión de Nuestra Señora de Torreciudad, cuando tenía dos años y estaba
desahuciado por los médicos, hasta aquel 26 de junio de 1975, cuando –poco después de saludar a una
imagen de la Virgen de Guadalupe en su habitación de trabajo- el Señor quiso llevárselo al Cielo.
8. El Opus Dei es esencialmente mariano, y eso es parte integrante de la herencia espiritual que ha recibido de
San Josemaría. No es posible entender la vida de un fiel de la Prelatura sin un gran cariño a la Madre de Dios.
La Virgen está en los inicios de la llamada cristiana en el Opus Dei: “Sé de María y serás nuestro”[10]. Por su
mediación el Señor concede la gracia de la entrega. Por eso decía el Fundador a sus hijos en Forja: “que ames
con locura a la Madre de Dios, que es Madre nuestra”[11].
Rememoraba así sus visitas al Santuario de la Virgen del Pilar en Zaragoza: “Para eso quiere Dios que nos
acerquemos al Pilar: para que, al sentirnos reconfortados por la comprensión, el cariño y el poder de nuestra
Madre, aumente nuestra fe, se asegure nuestra esperanza, sea más viva nuestra preocupación por servir con
amor a todas las almas. Y podamos, con alegría y con fuerzas nuevas, entregarnos al servicio de los demás,
santificar nuestro trabajo y nuestra vida: en una palabra, hacer divinos todos los caminos de la tierra”[12].
9. Un camino para amar siempre más a la Santísima Virgen son las normas y costumbres marianas que, desde
la mañana hasta la noche, facilitan a los fieles del Opus Dei acudir a Ella en todas las situaciones: “Empezamos
con oraciones vocales, que muchos hemos repetido de niños: son frases ardientes y sencillas, enderezadas a
Dios y a su Madre, que es Madre nuestra.
Todavía, por las mañanas y por las tardes, no un día, habitualmente, renuevo aquel ofrecimiento que me
enseñaron mis padres: ¡oh Señora mía, oh Madre mía!, yo me ofrezco enteramente a Vos. Y, en prueba de mi
filial afecto, os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón... […]”[13].
Animaba también a decir muchas jaculatorias a la Virgen a lo largo del
día: “Que no os importe repetirle durante el día –con el corazón, sin necesidad de palabras– pequeñas
oraciones, jaculatorias. La devoción cristiana ha reunido muchos de esos elogios encendidos en las letanías
que acompañan al Santo Rosario. Pero cada uno es libre de aumentarlas, dirigiéndole nuevas alabanzas,
diciéndole lo que –por un santo pudor que Ella entiende y apruebe– no nos atreveríamos a pronunciar en voz
alta”[14].
La devoción a la Santa María ocupa el primer lugar, después de la Santísima Trinidad, en la vida interior: “más
que Ella sólo Dios”.
Hablando de la Virgen comentaba: “Te aconsejo —para terminar— que hagas, si no lo has hecho todavía, tu
experiencia particular del amor materno de María. No basta saber que Ella es Madre, considerarla de este
modo, hablar así de Ella. Es tu Madre y tú eres su hijo; te quiere como si fueras el hijo único suyo en este
mundo. Trátala en consecuencia: cuéntale todo lo que te pasa, hónrala, quiérela. Nadie lo hará por ti, tan bien
como tú, si tú no lo haces.
“Te aseguro que, si emprendes este camino, encontrarás enseguida todo el amor de Cristo: y te verás metido
en esa vida inefable de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Sacarás fuerzas para cumplir acabadamente
la Voluntad de Dios, te llenarás de deseos de servir a todos los hombres.
Serás el cristiano que a veces sueñas ser: lleno de obras de caridad y de justicia, alegre y fuerte, comprensivo
con los demás y exigente contigo mismo”[15].
J. A. Riestra
Noviembre 2010
Bibliografía básica
1. En primer lugar, como es obvio, están los escritos publicados de San Josemaría. Pueden ser particularmente
útiles, en cuanto que se centran sobre el tema en cuestión, las homilías sobre la Virgen publicadas en Es Cristo
que pasa y Amigos de Dios, Recuerdos del Pilar, Camino, etc.
2. Una buena ayuda para este tema se encuentra también en Álvaro Del Portillo, Entrevista sobre el fundador
del Opus Dei, ; Javier Echevarría, Memoria del beato Josemaría Escrivá, Rialp; Idem, El amor a María Santísima
en las enseñanzas de Mons. Escrivá de Balaguer, en Palabra nn.
156-157 (1978), pp. 341-345. También se encuentran numerosos episodios que manifiestan la piedad mariana
de San Josemaría en las diversas biografías publicadas.
3. Otros trabajos que pueden ayudar son: Federico Delclaux, Santa María en los escritos del Beato Josemaría
Escrivá, Rialp; José Antonio Riestra, La maternità spirituale di Maria nell’esperienza mariana di San Josémaría
Escrivá, en "Annales Theologici" n. 16 (2002), pp. 473-489; A. Blanco, Madre de Dios y Madre de los hombres.
Studio sulla devozione mariana di San Josemaría e sul rapporto con l’unità di vita, en Romana n. 19 (2003), pp.
292-320.
4. Para una visión de conjunto pueden consultarse: José Luis Bastero Eleizalde, María, Madre del Redentor, 2ª
ed., Eunsa; M. Ponce Cuéllar, María, Madre del Redentor y Madre de la Iglesia, Herder; S. De Fiores – S.
Meo (edd.), Nuevo diccionario de mariología, Ediciones Paulinas.
--------------------------[1] Cfr. Santo Tomás, Summa Theologiae, II-II, q. 82, a.1.
[2] Cfr. Santo Tomás, Summa Theologiae, II-II, q. 81, 5.
[3] Cfr. Santo Tomás, Summa Theologiae, II-II, q. 82, 2 ad 1.
[4] Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium: 66 y 67
66. María, que por la gracia de Dios, después de su Hijo, fue exaltada sobre todos los ángeles y los
hombres, en cuanto que es la Santísima Madre de dios, que intervino en los misterios de Cristo, con razón es
honrada con especial culto por la Iglesia. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos la Bienaventurada
Virgen en honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles en todos sus peligros y necesidades
acuden con sus súplicas. Especialmente desde el Sínodo de Efeso, el culto del Pueblo de Dios hacia María
creció admirablemente en la veneración y en el amor, en la invocación e imitación, según palabras proféticas
de ella misma: “Me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque hizo en mí cosas grandes el que
es poderoso” (Lc 1, 48). Este culto, tal como existió siempre en la Iglesia, aunque es del todo singular, difiere
esencialmente del culto de adoración, que se rinde al Verbo Encarnado, igual que al Padre y al Espíritu Santo, y
contribuye poderosamente a este culto. Pues las diversas formas de la piedad hacia la Madre de Dios, que la
Iglesia ha aprobado dentro de los límites de la doctrina santa y ortodoxa, según las condiciones de los tiempos
y lugares y según la índole y modo de ser de los fieles, hacen que, mientras se honra a la Madre, el Hijo, por
razón del cual son todas las cosas (cfr.
Col 1, 15-16) y en quien tuvo a bien el Padre que morase toda la plenitud (Col 1, 19), sea mejor conocido, sea
amado, sea glorificado y sean cumplidos sus mandamientos.
67. El Sacrosanto Sínodo enseña en particular y exhorta al mismo tiempo a todos los hijos de la Iglesia
a que cultiven generosamente el culto, sobre todo litúrgico, hacia la Bienaventurada Virgen, como también
estimen mucho las prácticas y ejercicios de piedad hacia ella, recomendados en el curso de los siglos por el
Magisterio, y que observen religiosamente aquellas cosas que en los tiempos pasados fueron decretadas
acerca del culto de las imágenes de Cristo, de la Bienaventurada Virgen y de los Santos. Asimismo exhorta
encarecidamente a los teólogos y a los predicadores de la divina palabra que se abstengan con cuidado tanto
de toda falsa exageración, como también de una excesiva estrechez de espíritu, al considerar la singular
dignidad de la Madre de Dios.
Cultivando el estudio de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y doctores y de las Litúrgicas de la Iglesia
bajo la dirección de Magisterio, ilustren rectamente los dones y privilegios de la Bienaventurada Virgen, que
siempre están referidos a Cristo, origen de toda verdad, santidad y piedad, y, con diligencia, aparten todo
aquello que sea de palabra, sea de obra, pueda inducir a error a los hermanos separados o a cualesquiera
otros acerca de la verdadera doctrina de la Iglesia. Recuerden, pues, los fieles que la verdadera devoción no
consiste ni en un afecto estéril y transitorio, ni en vana credulidad, sino que procede de la fe verdadera, por la
que somos conducidos a conocer la excelencia de la Madre de Dios y somos excitados a un amor filial hacia
nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes.
[5] Misas de la Virgen María, Praenotanda, t. I, p. 11.
[6] Ibidem, p. 13.
[7] Cfr., por ejemplo, A. de Fuenmayor-V. Gómez-Iglesias-J.L. Illanes, El itinerario jurídico del Opus Dei, historia
y defensa de un carisma, Eunsa, p. 92.
[8] San Josemaría, citado en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. III, p. 199.
[9] Cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. III, p. 200.
[10] San Josemaría, Camino, n. 494.
[11] San Josemaría, Forja, n. 77.
[12] San Josemaría, Recuerdos del Pilar, artículo publicado en El Noticiero de Zaragoza, 11-X-1970.
[13] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 296
[14] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 293.
[15] Idem.
http://www.opusdei.es/art.php?p=49952
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