Ir a cine... ¡Cómo has cambiado!

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Ir a cine... ¡Cómo has cambiado!
Como lo hacen algunos sociólogos que no pueden explicar fenómenos sociales y
vuelven todo un ritual, he de decir que otrora, ir a cine era una cuestión de incierta
magia iniciática.
Insospechadas filas de cuadras enteras, en las únicas y reconocidas salas del centro
de esta ciudad, donde aprovechando la espera, se podían apreciar vendedores de
espectáculos circenses que iban desde tragasables, escupefuegos y bailarines de rap,
niños cercenados cantando “gracias a la vida”, hasta osados malabaristas sin más
colchones de protección que el mismo asfalto.
Como había horarios establecidos, se formaban dos filas de similar tamaño, una para
comprar las boletas y otra para entrar, como es común aparecían personajes que se
ganaban la vida vendiendo puestos más adelante, además ventas de toda clase de
maní, chicles, caramelo, con sus respectivos anuncios, de “lleve aquí que adentro es
verracamente caro”… ¡Era posible entrar comida!...
Las sillas de madera caracterizadas por ruidos funestos, los escalones, que en sus
bordes mostraban filas interminables de bombillos, el olor a ropa guardada, los baños
clara muestra de aberraciones antihigiénicas, todo ello sumado a las malditas
registradoras oxidadas que se resistían al paso de cualquier buen samaritano, en
efecto, había que ser un tonel de potencia, para atravesar semejantes obstáculos
finales.
Ya adentro la luz ambarina adornaba el paisaje misterioso, la gente como una terrible
masa, entraba en pequeñas manadas a apropiarse de espacios, por ello algunos
traumas empezaban con el ya concebido “está ocupa’o”, y la ubicación pese a las
horas de fila, no era del todo buena, eso sin contar con los famosos peinados que
obstaculizaban la visión e imitaban el copete de un extraterrestre… el nunca bien
ponderado copete ALF, cuya burla generacional, hemos de soportar por años. Era
evidente que no había sitios preferenciales.
Como la entrada de comida era libre, había quien entraba aterradores trozos de
chicharrón, que compartía con toda la familia, con litros de gaseosa envasada en vidrio,
servida en vasos de mermelada y por supuesto, como postre fundamental el herpo.
Pero era obligatoria la compra de maíz a una señora de gran tamaño y manos
imaginadas por Botero, en un carrito con un cubículo, como el papamóvil, pletórico de
las anheladas pepitas de maíz. Los cónicos empaques quedaban vacíos y regados al
final de la función, como clara muestra de satisfacción del producto.
Los personajes que se proyectaban, eran humanos demasiado humanos, con celulitis,
gorditos a los lados, despeinados, hablados recurrentes… cabe anotar que a nuestro
país, llegó buena cantidad de cine mexicano… en fin, eran personajes no tan
fastidiosamente perfectos como los que hoy en día se nos muestra. Esto es una
fehaciente muestra de envidia por los abdómenes marcados y los cuerpos libidinosos
que hoy ostentan los Hollywoodenses personajes.
Hoy en día, las cosas son bien distintas, hacemos reserva por teléfono o Internet,
podemos llegar unos minutos antes, hablamos a través de sofisticados sistemas de
sonido, similares a las cárceles de alta seguridad, con hermosas pero uniformadas
muchachas. Ya adentro no hay masas enardecidas de gente buscando su puesto,
además no hay una sola sala… muchas opciones, muchas películas, muchos horarios,
muchas gaseosas… Además si se cumple con la tarifa se puede escoger aristócratas
sillones en clase preferencial… Polimultihipervariedad… con algunos sobrecostos pero
algo bueno debe traer esta época.
Amable gente con linternitas, nos indica el puesto, hay servicio de cafetería hasta la
silla… lo mejor… los baños, con diseños agradables, amenos, acogedores… casi da
pesar dejar sobras biológicas allí…
Los espectáculos han cambiado, hoy encontramos todo tipo de maquinitas, juegos,
combos, muñequitos, adornos, brownies, gaseosas litro personalizadas, vasos
decorados, canecas descomunales de maiz pira… ¡perdón! Pop Corn, que en muchas
ocasiones podemos ver medio llenas. Todo parece una simulación, nos divertimos
disimuladamente.
Sin embargo y pese a la comparación, siento nostalgia por algo. Hoy en día al terminar
la película, cada quien sale disparado hacia su propia rutina, vuelve a su cara de
corporación, vuelve a su angustia, vuelve a su esclavitud sistemática.
Antes, cuando terminaba la función, nos quedábamos unos minutos más y sin embargo
salíamos en grupo, eso si, pendientes del bolsillo o la cartera, pero escuchábamos
cometarios, chistes, chismes, simplemente parecía que no había tanto afán de vivir la
vida como en una película, además muchos íbamos comiendo herpo
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