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UNIVERSIDAD CARLOS III DE MADRID
TESIS DOCTORAL
Contra la placidez del pantano: teoría,
crítica y práctica dramática de
Gonzalo Torrente Ballester
Autor:
Pablo García Blanco
Director/es:
Montserrat Iglesias Santos
Departamento de Humanidades: Filosofía, Lenguas, Teoría de la
Literatura, Estudios Clásicos y Estudios Medievales
Getafe, junio de 2008
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Índice
Introducción ................................................................................... 7
1.- Del arte como fin al arte como medio, o de la
deshumanización a la politización del arte. ................................. 21
1.1.- Entre el arte y la vida, o la literatura como farsa: El pavoroso caso
del señor Cualquiera ............................................................................... 21
1.1.1.- La vanguardia y Torrente Ballester............................................................. 30
1.1.2.- El pavoroso caso del señor Cualquiera ...................................................... 53
1.1.3.- El teatro de vanguardia y la recuperación de géneros: Torrente Ballester, la
farsa y el autosacramental....................................................................................... 72
1.2.- Entre el arte y la ideología, o la literatura como compromiso. El
viaje del joven Tobías y El casamiento engañoso................................... 83
1.2.1.- De la revolución teatral a la social: caminos de la politización de las letras
................................................................................................................................ 86
1.2.2.- Literatura y combate. Un teatro sumiso. ................................................... 108
2.2.2.1.- El viaje del joven Tobías .................................................................... 170
2.2.2.2.- El casamiento engañoso..................................................................... 205
1.2.3.- Aportaciones teóricas al teatro de Torrente Ballester. Entre la renovación y
el deber. “Razón y ser de la dramática futura” ..................................................... 225
2.- De los gozos a las sombras. El teatro de Torrente Ballester en
los primeros 40........................................................................... 249
2.1.- La petrificación del sistema literario.............................................249
2.1.1.- El colapso del nuevo público. ................................................................... 264
2.1.2.- Instituciones coercitivas y el control de la censura ................................... 279
2.1.3.- Entre la evasión y la afirmación. El Torrente Ballester teórico. ............... 295
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2.2.- Un teatro que no pudo ser: las propuestas dramáticas de Torrente
Ballester. ................................................................................................341
2.2.1.- La cuestión de los géneros en Torrente Ballester...................................... 363
2.2.2.- Hacia un nuevo teatro falangista. Lope de Aguirre y República Barataria.
.............................................................................................................................. 377
2.2.3.- El discreto desencanto de un falangista. De Javier Mariño a Gerineldo.. 404
3.- Las sombras por recobrar. .................................................... 426
3.1.- De las grandes ideas a los grandes textos.El retorno de Ulises y
Atardecer en Longwood.........................................................................426
3.1.1.- El retorno de Ulises................................................................................... 461
3.1.2.- Atardecer en Longwood ............................................................................ 490
3.2.- El fin de una heterodoxia escénica. De la práctica a la crítica
dramática................................................................................................513
4.- La narratividad de lo dramático............................................ 543
4.1.- La novela en el teatro y el teatro en la novela.Lope de Aguirre, el
Peregrino y El golpe de Estado de Guadalupe Limón.........................543
4.2.- La literatura como juego: de Historias de humor para eruditos al
juego teatral de Una gloria Nacional (1962).........................................560
4.2.1.- Una gloria nacional .................................................................................. 585
Conclusiones. Supervivencias de un dramaturgo narrador. ...... 597
Bibliografía................................................................................. 607
Bibliografía del autor .............................................................................607
Bibliografía complementaria .................................................................614
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“Si este libro desordenado y a veces
apasionado hasta la injusticia sirve para
agitar un poco la placidez del pantano,
dese por en buena hora escrito”
TORRENTE BALLESTER, Literatura española contemporánea
Introducción
Cuando a Gonzalo Torrente Ballester se le otorgó el Premio Cervantes en
1985, muy pocos tenían en cuenta su producción dramática, no sólo como merecedora
de tal honor, sino, incluso, como merecedora de simple recuerdo. Incluso el propio
autor, en su discurso de agradecimiento, ignoró sus inicios dramáticos, su teatro y hasta
su labor como crítico, desarrollada durante casi 15 años, la mayor parte de ella de
manera ininterrumpida. El galardón lo desea compartir Torrente Ballester con “estos
insignes colegas” [Torrente Ballester, 1985: 37] de uno y otro lado del Atlántico que
cultivaron la novela, así como aquellos “que trabajaron conmigo en la profesión
docente” [Torrente Ballester, 1985: 38]; por último, su agradecimiento va también
dirigido al titular del premio “para reconocerle una vez más como mi máximo maestro,
el escritor de quien más aprendí y a quien más debo. Pero también para considerarlo
arquetipo de novelistas” [Ibíd.].
Ni unos ni otros son ajenos al éxito de un novelista que, tras cuarenta años de
producción artística, logró el reconocimiento de la crítica y de cierta parte del público
en los años setenta, a raíz de la publicación de La saga/fuga de J. B.. El autor ferrolano
da cumplida cuenta en este discurso de las interacciones de muy diversos elementos en
su producción narrativa que han terminado por confluir en un repertorio que le ha
permitido ser designado con ese honor. Pero existe una vocación, un repertorio, un
origen literario ensombrecido incluso por el propio autor en este discurso de entrega a
un premio que reconoce toda una trayectoria.
Su discurso de entrada en la Real Academia de la Lengua, en marzo de 1977,
comenzó esta línea de depauperación de su producción y actividad dramática en su
prehistoria literaria. En su disertación “Acerca del novelista y de su arte” Torrente
Ballester reflexiona nuevamente de manera lúcida, clara y con voz propia acerca del
género novelesco, dando su particular visión de este arte, de los procesos constructivos
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y de su carácter lúdico y cervantino, adelantando aquella reflexión-homenaje que le
servirá como discurso en la entrega del Premio Cervantes años después. Únicamente al
recordar a su predecesor inmediato en el sillón E de la Academia, Juan Ignacio Luca de
Tena, Torrente Ballester refiere mínimamente esa vocación teatral que fue tan temprana
como encubierta pasados los años: “Le conocí en aquellos años en que yo ejercía la
crítica teatral y le traté con cierta proximidad cuando ambos coincidimos en el Consejo
Superior del Teatro” [Torrente Ballester, 1977: 118].
No se puede negar la evidencia de que sus logros narrativos son el origen de
estos reconocimientos institucionales, que su canonización como una de las voces más
excelsas de la literatura española contemporánea, en definitiva, se debe exclusivamente
a sus logros novelísticos. Si su producción narrativa le encumbró dentro del campo
literario español, hasta el punto de que un Premio Nobel como José Saramago escriba
que “el lugar a la derecha de Miguel de Cervantes, autor del Quijote, vacante durante
siglos, había sido ocupado por Gonzalo Torrente Ballester, autor de La saga/fuga de J.
B.” [Saramago, 1997: 21], su producción dramática, sin ser merecedora de tantos
honores, permaneció durante muchos años en una sombra inmerecidamente adjudicada.
Puede que el silencio del propio Torrente Ballester en esas revisiones a toda una
trayectoria literaria que supusieron los premios antes mencionados se debiera a que
todas aquellas referencias incluidas en los discursos le obligaran a referirse a cualquier
elemento de los citados “nunca con la extensión que se merece, únicamente con aquella
que la discreción me permite” [Torrente Ballester, 1985: 38].
Ciertamente, en los breves y escasos trazos biográficos que nos dejó el autor,
el teatro sí está presente, nunca con una valoración excesivamente positiva por sus
logros, pero sí como muestra inequívoca de las pretensiones literarias de un joven artista
desde la más radical juventud, hasta su madurez dramática, más de veinte años después.
Así, por ejemplo, en su “Nota autobiográfica”, nos refiere algunas de sus obras
literarias, los valores de cada una de ellas, los motivos que le impulsaron a escribirlas,
su origen intelectual y, en algunos casos, lo que pretendían ser sin la suerte de llegar a
serlo. En su “Currículum, en cierto modo” reincide nuevamente en esta referencia a su
teatro alumbrada desde la perspectiva de una vida literaria ya hecha, lograda y, en cierto
modo, punto final de toda aquella trayectoria literaria anterior. De este mismo modo,
Torrente Ballester decide publicar algunas de esas obras teatrales en 1982, tal como el
señala, pensando en aquellos “curiosos y vocados a la arqueología, y, sobre todo, en los
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que, a la vista de mi obra posterior, sientan deseos (o necesidad) de conocer su
prehistoria” [Torrente Ballester, 1982a: 12].
Sin embargo, su obra dramática es algo más que un teatro malogrado, una
arqueología literaria o simplemente los primeros pasos no demasiado afortunados de un
escritor. En su teatro conviven las deficiencias de quien se aventura a iniciar un
proyecto muy personal desde su juventud con otros rasgos de originalidad, saber
literario, complejidad de fuentes y voz propia en la creación artística. En definitiva, un
teatro que ofrece aspectos interesantes por sí mismo sin necesidad de recurrir a la
posterior narrativa del autor.
Esta idea, sin embargo, no debe encubrir tampoco las debilidades de este
teatro, considerado por muchos, entre los que me encuentro, como un teatro en ciernes,
unas obras que no pasan de “primeros ensayos, de tanteos y de esbozos” [Torrente
Ballester, 1981: 26], pero que no dejan de aportar nuevas ideas sobre el teatro y nuevos
modos de afrontar la realidad escénica española de su tiempo. Quien no esté interesado
en conocer esa prehistoria literaria de Torrente Ballester podrá encontrar en este trabajo
otro punto de interés: una aproximación sistémica a su teatro, es decir, la presentación
de su producción teatral como un enfrentamiento directo a una serie de
posicionamientos fuertemente arraigados en la sociedad de su tiempo y que impedían la
renovación de los elementos que permitían consagrarse dentro del campo literario.
Desde el modelo teórico de los polisistemas trataremos de presentar las novedades
teatrales que se ofrecen a través de una completa visión del arte teatral a través de los
puntos de vista de un teórico, un crítico y un autor dramático frente a todo un sistema
teatral petrificado. En definitiva, este trabajo, originado en la admiración por la
narrativa de un autor, trata de poner sobre el papel, más que aquella vinculación entre su
dramática y su narrativa, a la que nos remitiremos en algunos puntos, especialmente en
el último apartado, el funcionamiento de un sistema teatral petrificado al que alguien
con afán de renovación planteó desde dentro del propio sistema elementos diferentes
sobre los que edificar el arte teatral con reminiscencias de ciertas tradiciones pero
siempre abierto a los nuevos rumbos que debían dirigir la creación artística en general y
la dramática en particular.
Del mismo modo que su narrativa “es, ante todo, una clarividente trayectoria
que ha ido detectando cuáles eran los vacíos existentes para luego subsanarlos con una
obra oportuna (que no oportunista)” [Villanueva 1987: 78], su teatro será un barómetro
esencial para entender el teatro de una década que rompió con cualquier afán renovador
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o rupturista y que destintó las plumas de la mayoría de los críticos que han tratado sobre
ellos, resultando una década que, teatralmente, no merece más que un borrón y cuenta
nueva. El teatro de Torrente Ballester surgirá en estos años como la piedra contra la
placidez del pantano en que se había convertido una escena deudora de una tradición ya
periclitada y con una valoración simbólica y social totalmente caduca.
No se puede obviar, sin embargo, que esta lectura que hacemos hoy del teatro
de Torrente Ballester proviene directamente del conocimiento previo de la narrativa del
autor. Que el Torrente Ballester narrador ha fagocitado al dramaturgo, crítico y teórico
del teatro es una hecho totalmente constatable a partir, simplemente, de los discursos
que anteriormente hemos citado. Sin embargo, atenernos a esa mera lectura prehistórica
de su teatro, a la definición estática de las virtudes y los defectos de las diferentes obras
reducen en su propia esencia el carácter de la propia obra literaria. La literatura en
general, y el teatro muy en particular, no es una definición, por más lograda que ésta
sea, sino un hecho vivo, un acontecimiento dinámico que adquiere nuevos valores en
cada nueva lectura o representación. En el caso de Torrente Ballester, la exclusiva
representación de una de sus obras en el tiempo en el que fue escrita ha condenado al
ostracismo tanto académico como escénico a esta parte de su producción literaria.
Pero la esencia dinámica de la literatura que le atribuían los formalistas rusos a
la literatura permite que poco a poco la obra teatral del autor, tanto la dramatúrgica,
como la teórica y la crítica, hayan ido adquiriendo nueva valoración con el paso de los
años. A la luz de su narrativa, su teatro muestra elementos que permanecieron
escondidos, no tanto por no querer verlos, sino por considerarlos demasiado diferentes a
lo canonizado, durante décadas. El maravilloso mundo narrativo pergeñado a lo largo de
numerosas novelas por el autor ha hecho que la atención recaiga también en sus
orígenes literarios, el teatro, arrojando para muchos clara luz sobre sus obras
dramáticas1. Si bien nuestro acercamiento primario al teatro de Torrente Ballester tuvo
este cariz, nuestro planteamiento metodológico cambia radicalmente y, si aceptamos
inicialmente esta luz narrativa sobre su teatro, hemos preferido orientar el análisis hacia
el valor literario que estas obras tienen per se. Sin la necesidad de encumbrar un teatro
que adolece en muchos casos de una verdadera composición teatral, sí creemos
1
Ahí están los cada vez más numerosos breves estudios acerca su teatro, recogidos todos ellos en la
bibliografía complementaria y también aquellos estudios más pormenorizados que analizan diferentes
aspectos de su dramática, como sus propias obras dramáticas, [Yamaguchi, 1998] o su poética teatral
analizada desde su papel de crítico, [Pérez Bowie, 2007].
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necesario situar éste como un teatro renovador, con sus valores y deficiencias, siempre
heterodoxo respecto a la práctica escénica y dramática del sistema que lo englobó
durante la década de los cuarenta. Un teatro periférico y no perfectamente logrado, por
lo que sólo ha sido valorado en función de la posterior canonización del autor por su
obra narrativa, a pesar del excelso papel renovador que el propio autor exigía a los
demás dramaturgos desde su sitial de teórico y crítico y a sí mismo en sus
composiciones. Sin pretender excedernos en su justa valoración, creemos que Torrente
Ballester será una de aquellas escasas voces que trató de vincular una herencia teatral
inmediata denostada por los valores sociales e ideológicos de aquellos que la
defendieron con una nueva realidad que, si bien defendió con ahínco en sus inicios,
terminó por denostar.
Efectivamente, hoy en día y a pesar de los múltiples estudios acerca de nuestro
teatro en el siglo pasado, resulta difícil descubrir en éstos una ligazón coherente entre la
ferviente atmósfera escénica previa a la guerra y la posterior evolución del teatro en
España, especialmente a partir de los años cincuenta. Pero este sobreseimiento del teatro
de los años cuarenta no es sólo un silencio académico, sino que es, en su mayor parte,
un silencio escénico casi absoluto. El oscurantismo de esta escena por la
homogeneización de unas obras cortadas todas por el mismo rasero de una censura
inflexible y de una tradición frivolizadora y escapista, así como la eliminación de ciertos
valores y autores, olvidados o exiliados2, ha supuesto para muchos estudiosos e
investigadores la necesidad de echar doble llave al sepulcro de la escena de estos años.
El teatro de antes de la guerra culmina para muchos en La casa de Bernarda Alba o con
el éxito de Nuestra Natacha, para pasar directamente al estreno de Historia de una
escalera en 1949, con la sola excepción de aquel teatro de la Guerra Civil que se
mediatizó para la consecución de unos fines totalmente ajenos a los literarios y de
algunos autores de los años cuarenta, como Mihura o Jardiel Poncela. Quien se dedicó
al teatro, prácticamente de manera exclusiva, en este intermedio, ha estado condenado al
ostracismo desde un primer momento.
Sin embargo, no se puede olvidar que las propuestas renovadoras de aquellos
autores anteriores a la Guerra Civil y los jóvenes autores y directores que se educan
teatralmente en la posguerra y que, con los años, serán quienes propongan alternativas
2
Aunque parezca extraño, siempre era mejor ser exiliado que olvidado, ya que en la mayoría de los casos,
éstos eran los fallecidos durante la guerra.
11
escénicas y dramatúrgicas exitosas, comparten el rechazo a un elemento común que es
el más característico, precisamente, de estos años cuarenta, que no es sino la
“vulgaridad, pobreza artística, falta de calidad dramática y valor crítico” [Pérez
Stanfield, 1982, 75], de la producción escénica de estos años. Es decir, si Valle-Inclán,
Lorca, Grau, Alberti, La Barraca o El mirlo Blanco tienen algo en común con Mihura,
Buero, Sastre, Arte Nuevo y El Duende es su rechazo de lo que hasta ese momento era
lo propio del teatro español comercial. Este mismo inmovilismo de la escena española
que hace que autores con treinta años de diferencia propongan alternativas contra el
mismo teatro es el que ha vertido un gran silencio sobre esta época teatral. Como ha
ocurrido numerosas veces a lo largo de la historia literaria, la propia ausencia de unidad
entre propuestas divergentes es la que, paradójicamente, da unidad a una posible línea
continuista que se enfrenta a un mismo modo de hacer teatro. Si la periferia teatral, ese
conjunto de autores, obras, planteamientos e ideas que se sitúan en una posición
diametralmente opuesta a la del teatro comercial, permanece como un sistema propio no
es por esas características que lo unifican, sino por aquellas otras que las diferencian del
centro canonizado. Y es en este grupo periférico donde Torrente Ballester se yergue con
voz propia en una década monolítica de nuestro pasado.
Es, por tanto, la escena de los años cuarenta una supervivencia de las formas
dramáticas del teatro burgués, heredadas de la alta comedia “con readaptaciones
ideológicas de tiempo y modo” [García Templado, 1984, 32]. Esta placidez del pantano,
como la denominará Torrente Ballester en un trabajo crítico, es a la que se enfrentaron
algunos autores antes de la Guerra Civil y que finalmente será rebatida por las nuevas
propuestas realistas de los cincuenta y sesenta y otras proyectos escénicos muy
divergentes de los que en estos años prevalecían.
Esta situación dentro del ámbito literario previo a la Guerra Civil y que
creemos fácilmente extensible a los años cincuenta y sesenta, la explica claramente la
profesora Iglesias Santos valiéndose de las ideas polisistémicas de Even-Zohar. Según
ella, “lo que afrontamos es una lucha entre dos sistemas globales diferentes, dos
sistemas en conflicto, que luchan por hacerse con el control del polisistema, o lo que es
lo mismo, el control de su centro: el teatro representado” [Iglesias Santos, 1998. 32].
Coincidiendo con la profesora Iglesias Santos en la idoneidad del planteamiento
sistémico para el análisis de la evolución del teatro español, en este trabajo recogeremos
el bagaje teórico y metodológico de la teoría de los Polisistemas y de la obra de Pierre
Bourdieu y su noción de campo literario para acercarnos al papel de Torrente Ballester
12
dentro del teatro de los años cuarenta y aquellos elementos anteriores que conforn
también su repertorio activo.
Hablar de sistema literario puede resultar novedoso para algunos lectores,
aunque no debe suponer obstáculo alguno para la comprensión del trabajo. Hablar de
sistema o campo no es sino hablar de una amplia estructura abierta en la que diferentes
elementos interaccionan para conformar lo que finalmente en gran parte de las historias
literarias pueden calificarse, muy genéricamente, de corrientes, generaciones,
movimientos, etc… Si nos decidimos a utilizar el concepto de sistema o campo es
simplemente por la comodidad al poder aplicarlo a un ámbito mucho más amplio que el
de las etiquetas anteriores. Autores de muy diferentes adscripciones literarias pueden
interaccionar a través de diferentes elementos para conformar un sistema regido por
unos mínimos comunes y que les permite definirse frente a otros, englobados en un
sistema diferente. El sistema global o campo en el que entran en juego las diferentes
relaciones que se van institucionalizando es lo que Even-Zohar denomina polisistema.
Lógicamente, el enfrentamiento entre sistemas diferentes dentro de un mismo
campo supone la necesaria distribución de espacio de éste. Centro y periferia, términos
que ya han aparecido en este trabajo, serán los elementos que determinen esa
ordenación de sistemas dentro de uno más amplio. Ahora bien, qué determina qué es el
centro y qué no, en otros términos, que se canoniza y que se excluye a la periferia es un
tema que atañe a determinados elementos del polisistema. Éste no es otro que la
institución, el público, para unos, y los pares, para otros. En este punto es donde las
aportaciones de Pierre Bourdieu nos serán de gran utilidad. Y es que para el sociólogo
francés el campo literario se divide en un subcampo de la gran producción, aquel que
“mide y valora a los productores según la notoriedad social y según su éxito comercial”
[Iglesias Santos, 1998, 13], y otro subcampo de la producción restringida, guiado por un
principio de jerarquización interna, es decir, por el prestigio y reconocimiento de los
propios elementos del sistema, en este caso, dramaturgos y directores. Para Bourdieu, la
diferencia principal se puede hallar en el principio de lógica interna por el que se rige
cada campo: la lógica económica para unos y la lógica simbólica para otros.
De este modo, es bastante más fácil situar por un lado en las décadas de los
veinte y treinta, y tal como explica Iglesias Santos, el posicionamiento de aquellos
autores que concebían el teatro como arte y aquellos que lo concebían como negocio,
aferrados al éxito y a las fórmulas que fueron consagradas por el público y, por otro
lado en los años cincuenta, aquellos que buscaban alejarse de “un teatro escapista y de
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nulo valor literario y social” [Pérez Stanfield, 1982, 74] y aquellos otros que mantenían
vigente una fórmula exitosa pero ya caduca. La continuidad entre una época y otra, por
tanto, parece evidente.
Partiendo de este planteamiento metodológico, resulta necesario preguntarse
en qué situación
se hallaba la escena española en los años cuarenta, dentro del
planteamiento que hemos venido definiendo hasta aquí. Ya hemos señalado el silencio
que se ha vertido sobre esta época, que estuvo a la espera, según algunos críticos, de la
llegada de “un auténtico escritor que quiebre con su voz profunda este monótono y
sepulcral silencio de nuestra escena española” [Oliva, 1989, 79]. Monótono y sepulcral
son dos adjetivos que caracterizan perfectamente el teatro de estos años, o lo que es lo
mismo, teatro únicamente canonizado. Cuando, líneas arribas, caracterizamos estos años
por la homogeneización de la escena, hacíamos referencia, antes de señalar el
comportamiento dentro del sistema literario, a la eliminación de la periferia sistémica, a
su total erradicación. Las propuestas renovadoras anteriores a la guerra perdieron sus
figuras más insignes, y también aquel nuevo público que deseaban llevar al teatro. El de
los años cuarenta será un público que se reduce a una clase social, la burguesía, que
impone sus gustos por el prohibitivo precio de las entradas, mostrando un claro ejemplo
de la homología que en la mayoría de los casos se puede establecer, según Bourdieu,
entre el campo del poder y el campo literario. La competencia con el cinematógrafo
empieza a decantar a unas clases y otras en la posguerra en lo que se refiere a la
adscripción a un determinado espectáculo. El cine ofrecía una evidente igualdad social
que no estaba en el teatro.
De este modo, sin parte de lo que fue bandera de la renovación teatral española
en los años veinte y treinta, el pueblo y las minorías intelectuales [Iglesias Santos, 1998,
91], el teatro español de los años cuarenta queda restringido en su mayor parte a
“ensalzar lisonjeramente las virtudes nacionales más autónomas” [Pérez Stanfield,
1982, 74].
Todo este oscurecimiento de nuestra escena en esta década y la uniformización
a la que se vio sometida tienen una de sus explicaciones más obvias, a parte del ya
citado dominio burgués en el teatro, en el papel que ejerció la censura en estos años. Y
es que en regímenes dictatoriales, como señala Even-Zohar, la actividad cultural en
general, y la literaria en particular, tiende a petrificarse en torno a un centro acorde con
unos principios rectores. La censura no será sino otro elemento del sistema, una
institución en este caso, que permite inmovilizar el sistema en su totalidad, es decir,
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tanto el centro como la periferia. Incluso, esta férrea censura “llegaba a prohibir ciertas
duplicidades en las funciones relacionadas con la actividad teatral. Por ejemplo, no se
podía ser autor y crítico al mismo tiempo” [García Templado, 1984, 17]3. No sólo autor
y crítico, sino teórico del nuevo teatro español fue lo que representó Torrente Ballester
en estos años, lo que es motivo para que esta figura que abarca dimensiones tan
diferentes del teatro, merezca, al menos, la atención de este trabajo. Desarrolladas cada
una de ellas con mayor o menor acierto, pero siempre marcando las diferencias con la
pauta canonizada en los diferentes ámbitos, una figura que recoja en su producción tan
amplio abanico de perspectivas puede resultar relevante para conocer el teatro de esta
década.
Es necesario señalar, no obstante, que los estudiosos del teatro de los años
cuarenta salvan ciertas propuestas dentro de este páramo escénico e intelectual. Pérez
Stanfield, por ejemplo, salva de la quema las propuestas de Jardiel Poncela, Mihura y
Arniches, aunque advierte que éste terminará claudicando ante el público.
Víctor
García Ruiz destaca, a parte de los ya citados, a Claudio de la Torre, Ruiz Iriarte y
López Rubio. Otros autores, como Ruiz Jiménez, citará también a Calvo Sotelo. Sin
embargo ninguna de estas propuestas supone un órdago al teatro triunfante de estos
años; ninguno de estos autores, como se plantea José Vicente Puente, propone un nuevo
repertorio sistémico:
“Supongamos que anulamos la personalidad teatral de Benavente, que
logramos eliminarle, suprimirle, machacarlo si se pudiese. Vamos a
figurarnos –y seguimos el más puro camino de la hipérbole- que Benavente
desaparece como repertorio y como estrenista del <<teatro español>>.
¿Quién queda? ¿Quién llena su hueco?” [en Oliva, 1989: 79]
En este “paisaje desolado de nuestras letras en que son grandes poetas las
medianías de ayer, y escritores famosos quienes no han escrito más que un libro” como
indicaba Antonio Vilanova [en Oliva, 1989: 79] es donde debemos situar la figura
dramática de Torrente Ballester. La práctica totalidad de su producción dramática, toda
3
Circunstancia nada gratuita en el caso de Torrente Ballester, ya que su actividad como crítico y autor le
llevaron a una situación bastante incómoda. Como señala Iglesias Feijoo “como Torrente no renunció a su
derecho a cultivar ambos campos, acabó por ser visto como un intruso en los dos” [Iglesias Feijoo, 1986:
63].
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la teórica y dramatúrgica, aunque no así la crítica, se desarrolla en estos años de fuerte
ideologización y búsqueda del escapismo y la diversión. Bien es cierto que su labor
dramática no es tenida en valía por la mayor parte de los estudiosos, tal como puede
verse en la relación de las honrosas excepciones antes citada, no así su labor crítica,
recurrentemente citada en las diferentes bibliografías. Sin embargo, la figura de
Torrente Ballester resulta llamativa por su inconformidad ante el teatro de su tiempo y
su renuncia al sometimiento al público o al éxito fácil. No termina claudicando ante las
fallidas posibilidades de estreno de algunas de sus obras, sino que permanece anclado en
una posición disonante y heterodoxa dentro del campo literario y dramático de su
tiempo constituyéndose, para algunos en “un capítulo ineludible en la literatura
dramática español de los años cuarenta” [Iglesias Feijoo, 1986: 64]. Siguiendo las
palabras de Bourdieu, podríamos señalar que Torrente Ballester adopta una toma de
posición dentro del campo que dista mucho de lo usual en su tiempo, alejándose
marcadamente del repertorio sistémico que lo canonizado promulgaba en estos años.
Ésta es, quizás, la característica más relevante de su teatro, la primera que a nosotros
nos ha llamado la atención y la primera que trataremos de exponer en este trabajo.
Debemos reincidir, sin embargo, en que esta toma de posición ajena al teatro
de éxito, periférica si recurrimos a la terminología sistémica, no debe valorarse en
cuanto a resultados, bajo ningún precepto, como una postura renovadora del calibre de
Lorca, Valle-Inclán, Grau o tantos otros autores que sí lograron componer una
dramática totalmente renovadora y teatralmente acertada. La renovación propuesta por
Torrente Ballester no tiene el alcance de otros proyectos anteriores e incluso coetáneos,
como los que ya señalamos, pero supone también una subversión radical de las
relaciones que estaban en vigor dentro del sistema canonizado del teatro de su tiempo.
Es, en definitiva, la lucha contra un mismo sistema fuertemente canonizado lo que
puede vincular el proyecto renovador de gran parte de los autores anteriores a la Guerra
Civil y las ideas de Torrente Ballester. Es esta pervivencia, tan escasamente explicitada
en los estudios sobre el teatro de esta época, de una lucha contra un centro
prácticamente inamovible el rasgo que nos parece más llamativos de las propuestas
teatrales de Torrente Ballester y que, al mismo tiempo, nos permite agrupar al de
Serantes en el sistema de aquellos hombres de teatro que defendían una concepción
artística desligada del mercado y de la industrialización del arte.
Si esta identificación dentro de un mismo sistema opuesto al canonizado debe
ser tomada con mucho cuidado, a parte de las claramente divergentes proyecciones de
16
las propuestas renovadoras que desarrolla cada autor, el caso de Torrente Ballester
destaca especialmente por el estrepitoso fracaso de su teatro. Aunque en pequeños
ámbitos, alejados de los teatros comerciales, los autores renovadores de los años veinte
y treinta vieron reconocidas sus producciones y pudieron disfrutar de la representación
de algunas de ellas, incluso representándose en estos cenáculos de la periferia algunas
obras que no superan a otras del propio Torrente Ballester, no tanto de los autores
citados como de otros tantos que gozaron de la protección de estos grupos. Será esta
limitación del sistema teatral español la que impidió que casi ninguna obra de Torrente
Ballester fuera llevada a los escenarios, con la excepción, como señalaremos, de El
casamiento engañoso. Tampoco disfrutaron éstas del reconocimiento entre sus
compañeros al ser editadas, hecho común con las obras de otros autores años atrás,
aunque esto podría explicarse por el doble juego de autor y crítico que jugó Torrente
Ballester en estos años. Si realizamos esta advertencia no es más que para salvaguardar
a los posibles lectores que pretenden localizar en este trabajo un análisis escénico de las
obras del autor. La recepción que mereció en estos años su teatro queda explicitada por
el prácticamente total silencio de los escenarios ante su teatro. De aquí que cualquier
análisis de sus obras deba centrarse en los aspectos literarios y no espectaculares,
puramente teatrales de su producción.
Pero este planteamiento crítico que adoptamos no es únicamente imposición
necesaria por el devenir de su teatro, sino por dos circunstancias que servirán de
atenuantes frente a aquellos que pretendan encontrar aquí un pormenorizado análisis
semiótico y teatral de sus obras. Por un lado, las deficiencias compositivas de las obras
de Torrente Ballester nos muestran un hombre más versado en la dramática que en la
dimensión técnica y espectacular del teatro, cuya composición no da entrada a la
multitud de lenguajes escénicos que interaccionan sobre el escenario en la creación de la
obra teatral. Como se señalará a lo largo de este trabajo, las deficiencias técnicas del
autor en el mundo del teatro hacen que una lectura exclusivamente semiótica de su
teatro, donde numerosos, renovadores, vanguardistas y originales aciertos conviven con
otras tantas debilidades compositivas, no se le otorgue la importancia que este teatro
tiene. Por otro lado, la faceta teatral más reconocida del autor, su labor crítica, estuvo
presidida, principalmente, por una predominancia del análisis dramático sobre el
propiamente teatral, reduciendo el análisis de los aspectos materiales o externos a una
función secundaria respecto al estudio de los materiales textuales que ofrece cada obra.
17
Si sus críticas teatrales se orientaron de este modo, su teatro podrá ser también
estudiado siguiendo una orientación semejante.
Atendiendo a estas dos circunstancias, nuestro estudio sobre el teatro de
Torrente Ballester, centrándose más en su producción dramática que en su faceta de
teórico o de crítico, que serán tratadas en consonancia con su producción literaria,
atenderá más a la novedad y heterodoxia de su posicionamiento dentro del campo
literario que a la mera creación dramática y la evaluación semiótica de sus productos.
Aquí radica la idoneidad de la metodología elegida ya que, como señala Even-Zohar, la
teoría de lo polisistemas pertenece a esas teorías literarias “que aspiran a explicar las
condiciones que hacen posible la vida social en general, siendo la producción textual
solamente una de sus facetas y uno de sus factores” [Even-Zohar, 1999, 26]. Es decir,
que las obras literarias, como producto cultural que son, deben intentar comprenderse en
un marco más amplio de lo meramente literario. Este marco más amplio es lo que se
denomina sistema, y, en él, entran en juego diferentes factores, incluso algunos alejados
de lo meramente literario. La denominación de “polisistema” hace referencia,
exclusivamente, al marco, sistema o campo más general que abarca toda producción
literaria. Dentro de este gran sistema, podremos establecer procesos de canonización y
desplazamientos a la periferia en un campo o sistema determinado, como por ejemplo,
la literatura de vanguardia o el teatro histórico. Cómo funciona cada uno de estos
sistemas y el de mayor amplitud o polisistema, lo iremos viendo a partir de las
propuestas dramáticas de Torrente Ballester en cada uno de los apartados4.
De este modo, el planteamiento polisistémico nos ofrece una doble vía de
aproximación al teatro de Torrente Ballester. Desde la noción de repertorio activo
podremos ver cómo su creación narrativa tiene una vinculación insoslayable con
respecto a su creación, teorización y crítica dramática, que abordaremos especialmente
en el último capítulo de este trabajo, aunque las coincidencias para los conocedores de
la obra narrativa torrentina serán constantes a lo largo de toda la investigación, como ha
resultado ser para nosotros; pero este mismo enfoque metodológico permite entender el
teatro torrentino, así como toda su concepción dramática y poética, como una aportación
novedosa, heterodoxa y revitalizadora; en una palabra: un teatro renovador. Siguiendo
4
Para profundizar acerca de estas ideas se puede acudir a la compilación de la profesora Montserrat
Iglesias que aparece citada en la bibliografía [Iglesias Santos, 1999]. Cada uno de los términos que
vayamos utilizando para conocer más a fondo el teatro de Torrente Ballester los iremos explicando según
vayan surgiendo si fuera necesario para la comprensión de este trabajo.
18
esta línea metodológica, tanto su concepción poética, germen de lo que llegará a
producir en el campo narrativo con mucha mayor fortuna, como su toma de posición
dentro del sistema teatral de estos años, lleva a una misma conclusión, esto es, la
necesaria revalorización de un teatro silenciado. Sin desatender el primero de estos
aspectos, hemos orientado este trabajo hacia el segundo de ellos, tal como hemos dicho,
en virtud del valor intrínseco de estas creaciones.
Cuando se acerca uno al teatro de Torrente Ballester, cuando se buscan sus
primeras influencias, se trata de diseñar aquel sistema periférico en el que él mismo
inserta sus propuestas dramáticas y cuando, en definitiva, se estudia el teatro torrentino
desde una perspectiva sistémica, dinámica, relacional, su teatro adquiere ese valor que
algunos estudiosos han empezado a concederle, pero en el que muy pocos han
profundizado. En el ya clásico estudio de Ruiz Ramón sobre la Historia del teatro
español del siglo XX, la obra torrentina se adjetiva únicamente como “de raíz
intelectual” para, posteriormente proclamar que “posee alta calidad literaria, y ha sido
objeto de un injusto e injustificado silencio, y merece, a nuestro juicio, salir del olvido”
[Ruiz Ramón, 1986: 295].
Ausente de casi todas las historias del teatro español, o, cuando menos,
reducido a una esquemática y reducida presencia dentro del amplio abanico escénico y
teatral del que se trate –como en el caso de Francisco Ruiz Ramón–, Torrente Ballester,
como hizo en toda su literatura, descubre otra historia, en este caso, del teatro. Ruiz
Ramón señalaba que las historias de nuestro teatro suelen reducirse a una historia de
nuestra dramaturgia, porque no es el teatro representado el que termina por poblar los
numerosos estudios históricos teatrales en la bibliografía académica, sino aquel que,
representado o no, es considerado como más relevante y logrado por sus aciertos tanto
dramáticos como escénicos. Pero si la historia teatral se ha escrito, en muchos casos, de
espaldas a los escenarios, quiere decir que existe otra historia, que no se reduce
únicamente a esa escritura automatizada que poblaba nuestros escenarios con productos
repetitivos, sino también a la de aquellos que se volcaron en proyectos renovadores, que
sufrieron el mismo rechazo por parte del mismo público que otros, pero que no han sido
merecedores, para muchos, más que de una breve reseña entre lo más grandes
renovadores del teatro.
No pretendemos encumbrar a Torrente Ballester como el gran dramaturgo
desconocido de la década de los cuarenta, porque no lo es y porque otros autores pueden
erigirse más justamente en ese púlpito, aunque son muy pocos los elegibles, sino poner
19
a disposición de cualquier lector un acercamiento a aquellos elementos necesarios e
indispensables para conocer el alcance de las propuestas teatrales de Torrente Ballester
desde una perspectiva sistémica, esto es, circunscritas al campo literario en el que se
desarrollaron, sin valorar más allá de la toma de posición que adopta el autor dentro del
sistema, siempre crítica, autónoma y heterodoxa, pero, por eso mismo, más meritoria y
necesitada de reconocimiento. A lo largo de la exposición cronológica de su producción
teatral en los diferentes aspectos que trató Torrente Ballester durante casi treinta y cinco
años, se verá siempre este mismo posicionamiento, esta producción perfectamente
individualizada en su madurez teatral y que, durante sus primeros tanteos, bebe de
diferentes fuentes situadas en las veredas más recónditas y alejadas de la senda
canonizada por la que discurría el teatro comercial.
El teatro de Torrente Ballester es, desde nuestro juicio, una aportación rica en
materiales, ideas, técnicas y planteamientos que trató de afrontar la reforma de un teatro
caduco con las armas de una renovación tan necesaria como heredera de una rica
tradición escénica que muy pocos se atrevieron a retomar en una circunstancia sistémica
tan dirigida y controlada. A pesar del silencio que sobre su figura dramática se ha
vertido, incluso por sí mismo, Torrente Ballester puede resultar sintomático
representante de un posicionamiento heterodoxo dentro del sistema literario de
posguerra, que lo sintoniza, siempre manteniendo las necesarias distancias, con aquellos
renovadores anteriores a la Guerra Civil y aquellos jóvenes que terminarán por llevar al
teatro español por sendas impensables por estos otros autores.
20
1.- Del arte como fin al arte como medio, o de la
deshumanización a la politización del arte.
1.1.- Entre el arte y la vida, o la literatura como farsa:
El pavoroso caso del señor Cualquiera
De entre los numerosos trabajos que tratan de analizar el teatro del primer
tercio del siglo XX en España puede entresacarse una unidad de criterio que guía a la
mayor parte de estos trabajos, por encima de las diferencias nominales a la hora de
clasificar los distintos modelos de teatro que se llevaron a cabo: la esquizofrenia entre
las diferentes propuestas realizadas. Y esta enfermedad, como señala Ruiz Ramón, “es
fiel reflejo de un estado de dicotomía permanente de la sociedad para o contra la que se
escribe” [Ruiz Ramón, 1986: 16]. Si el teatro es fiel reflejo del estado de salud de un
pueblo, como decía Lorca, esta dicotomía de desdoblamiento en el teatro español desde
comienzos del siglo XX no deja de ser fiel reflejo de una sociedad dividida en bandos
contrapuestos y enfrentados.
Por este motivo creemos que no les falta razón a los que sitúan el origen de
esta crisis del teatro no sólo en la producción dramática o escénica, sino que buscan
razones extrínsecas, de carácter social, económico o cultural, para explicar la
decadencia de un modelo de teatro y la necesidad de remozarlo siguiendo unas u otras
directrices. Si bien algunos estudios ya clásicos, como el de Ruiz Ramón, se centran
principalmente en el desarrollo de la nueva literatura dramática a través de las diferentes
figuras que lo llevaron a cabo, pero no a escena, otros autores no dudan en relacionar
directamente y de manera evidente el desarrollo de las diferentes formas de teatro con
una toma de posición diferenciada dentro del campo social. Es el caso de Ángel
Berenguer [Berenguer: 1988, 24], quien hace corresponder a un tipo de teatro comercial
con un tipo de “conciencia conservadora”, restauradora, donde se retrotrae el sistema de
valores de la sociedad actual al de alguna época pasada. Correspondería ésta a las obras
de Marquina, Villaespesa, Muñoz Seca, Fernández Ardavín, Goy de Silva e, incluso, el
primer Valle-Inclán de los dramas poéticos. Dentro del mismo teatro de éxito,
comercial, pero diferenciado del anterior, cabría destacar aquellos innovadores
representantes de la ideología la burguesía liberal, correspondiente, según Berenguer, a
una “conciencia liberal”. Entre los autores cita a Benavente, Martínez Sierra, Arniches,
21
los hermanos Álvarez Quintero y Casona. Por último, Berenguer resalta una tendencia
novadora y ajena, por desgracia, a la vida en los escenarios, ligada íntimamente con una
“conciencia progresista”, caracterizada por la ruptura de las alianzas sociales que
mantienen a España en un lugar muy distante con respecto a otras sociedades europeas,
cuyo teatro sirve de modelos a autores como Galdós, Dicenta, Unamuno, Valle-Inclán,
Grau, García Lorca, Alberti, Aub o Guimerá, que confirmarían este último grupo.
Que la clasificación resumida esté más acorde o no con lo que nosotros
desarrollaremos en estas páginas no es cuestión que trataremos de desarrollar ahora. Si
nos parece interesante en este momento esta clasificación es por el hecho de relacionar
de manera directa el desarrollo de las diferentes tendencias de nuestro teatro en las
cuatro primeras décadas del siglo pasado con las luchas de poder dentro del ámbito
social. Lo que nos interesa, en definitiva, es mostrar cómo el teatro español anterior a la
guerra civil, dominado por el teatro comercial, es un campo con mínima autonomía,
donde, en palabras de Bourdieu, prima el principio de jerarquización externa, es decir,
se subyuga el campo literario al campo del poder, los productores a las demandas de los
receptores, en definitiva, el valor simbólico al valor meramente comercial.
Más o menos eje primordial en los diferentes estudios de nuestro teatro,
aunque siempre presente en esos trabajos, esta idea de dependencia del arte en general,
y del teatro en particular, de unos protagonistas determinados está ya presente en casi
todos los críticos, escritores y ensayistas de la época5. El industrialismo al que se veía
abocado el teatro en las primeras décadas del siglo XX, determinado por una clase
social que mantenía el “negocio” del teatro, la clase burguesa, estaba ya presente en
diferentes autores que diseccionaron el cuerpo teatral en busca de los diferentes
gérmenes que enfermaban nuestra escena, siendo estas reflexiones las que dieron pie a
nuevas propuestas dramáticas y escénicas muy distanciadas de las usuales en nuestros
5
A parte de las fuentes periodísticas y ensayísticas que citaremos en este trabajo, por su importancia se
deben destacar algunas obras muy relevantes de estos años, como Las esfinges de Talía (1928) de Navas,
Nuevo Escenario (1928) de Estévez Ortega, Apostillas a la escena (1929), de Enrique de Mesa, La
batalla teatral (1930) de Araquistain, Por el mundo de la Farsa (1931) de Sassone, Las máscaras (1917)
de Pérez de Ayala, Cómo hacer teatro de Rivas Cherif y los artículos de crítica teatral de Díez-Canedo
recogidas por la editorial mexicana Joaquín Mortiz en 1968.
.
22
escenarios. Ya en 1926, en su artículo “El arte del actor”, Azorín escribía que “son los
mismos que viven del teatro, autores, empresarios, directores, quienes se niegan a la
necesaria renovación” [Azorín, 1998: 326]. Si bien Azorín no incluye al público dentro
de estos elementos reaccionarios del teatro, gran parte de sus coetáneos y de los
estudiosos del teatro de esta época, no dudan en incluirlo como uno de los elementos
primordiales por los que el sistema teatral es reacio a cualquier innovación dramática o
escénica. Es a partir del conocimiento de este teatro que triunfa y, sobre todo, de las
críticas a las que se vio sometido desde donde podremos conocer mejor las diferentes
propuestas de renovación de nuestra escena, a las que Torrente Ballester no fue ajeno en
ninguna de sus diferentes etapas.
La tan estudiada crisis teatral de estos años no es sino muestra del panorama
del teatro español que reflejaba una lucha entre dos repertorios sistémicos bien
diferentes. Por un lado podemos observar claramente el de aquellos autores que
mantenían el centro del sistema bajo su influencia, englobándolos dentro de lo que
pasaremos a denominar, de ahora en adelante, teatro comercial. Frente a esta propuesta,
desarrollaremos en el siguiente apartado la de aquellos autores que defienden una
concepción del teatro como arte y no como industria, como mero negocio, situados en la
periferia del campo literario de estos años. Entre estos dos sistemas, regidos por una
lógica de funcionamiento diferente, se establece una lucha por instaurar como válidos
los principios de legitimación propios de cada uno para todo el sistema teatral.
Las diferencias entre un repertorio sistémico y otro las define perfectamente
Rivas Cherif en estos mismos años:
“El teatro comercial vende un producto elaborado a gusto del público y
procurando halagarle. El teatro artístico se funda en la verdad asequible
por la belleza artística en el ejemplo dramático verdad que tiene, como
toda asociación, como toda iglesia, sus depositarios y sus intérpretes” [en
Iglesias Santos, 1998: 33]
Este enfrentamiento entre dos sistemas tan diferentes, el comercial, central, y
el vanguardista-renovador, periférico, queda reflejado en todos los campos que afectan a
la creación, distribución y consumo teatral de estos años. En primer lugar se establece la
lucha entre una canonicidad estática, referida a los textos y que se produce “cuando una
obra entra a formar parte del canon literario y se inserta en ese conjunto de textos
23
“sacralizados” que una comunidad quiere preservar” [Iglesias Santos, 1998: 15] y una
canonicidad dinámica, “que tiene lugar cuando un modelo literario funciona como
principio productivo de sistema” [Ibíd.], que sería uno de los principios rectores de cada
uno de los sistemas enfrentados. Es una lucha en torno al principio de legitimación del
campo teatral, donde las diferencias son abismales. El ejemplo aportado por Araquistain
acerca de Muñoz Seca [Araquistain, 1930: 7-12] es bastante clarificador respecto a esa
canonicidad dinámica dentro del teatro comercial. Y es que el modelo muñozsequesco
pasó a ser el modelo a seguir para muchos, incluso para él mismo. En palabras de
Iglesias Santos:
“Muñoz Seca –y su recua de imitadores- sí claudica en alguna medida a
las imposiciones del público. No en la conformación de su modelo
escénico, sino en el hecho de que lo convirtiese en una fórmula repetida
una y mil veces con escasas variaciones y con la finalidad expresa de
satisfacer las expectativas de los espectadores” [Iglesias Santos, 1998: 74]
Es en referencia a esta canonicidad estática y dinámica desde donde podemos
observar el funcionamiento de los géneros y su desarrollo dentro de este teatro
comercial. Y es que a partir de estos dos procesos de canonización el teatro comercial se
vio abocado a una continua reiteración de temas y motivos ya consagrados, por lo que la
degeneración de los diferentes géneros no era más que cuestión de tiempo. La exigencia
de novedad sin innovación no podía más que a cerrar el peligroso círculo de lo conocido
y repetido, cerrándose la temática de estas obras sobre el microcosmos social
constituido por la burguesía. Los géneros sobre los que se cerraba toda la producción
teatral podrían resumirse en los cómicos, desde el astracán a la alta comedia, incluyendo
el sainete, el género chico y la comedia sentimental, que ofrecían a la burguesía aquella
diversión despreocupada que necesitaba. Para Araquistain, era ésta una época cómica,
tanto en cuanto reflejaba una dualidad entre el ser y el parecer, entre la esencia y la
representación:
“Esto explica muchas veces la prontitud y duración de su éxito: de un
modo un otro lisonjea los instintos de conservación de una sociedad,
aunque indirectamente, sin proponérselo ni saberlo, su vena cómica sea
también a la postre una fuerza de disolución” [Araquistain, 1930: 36]
24
Y es que a pesar de la diversidad y abundancia de categorías genéricas, todos
los géneros canonizados responden a un simple patrón, el de la comicidad, la
superficialidad, a partir del cual se inventan infinitos subgéneros. Según indicaba
Araquistain ya en 1930, la predilección por la astracanada o la comedia de retruécanos,
“no es una perversión del gusto, sino una correspondencia artística con ese grado de
desarrollo de la razón que llamamos mentalidad infantil” [Araquistain, 1930: 59]
Entender estos procesos de consagración o legitimación implica, por tanto otro
elemento del sistema del teatro comercial, como es el público, que forma parte de la
institución, como acabamos de señalar al hablar de Muñoz Seca, y del mercado del
sistema literario, como receptor de los productos creados. Para los autores renovadores
“es necesaria una educación del público hacia lo bueno y lo bello” [Iglesias Santos,
1998: 28]6, mientras que el sistema canonizado, el de aquellos autores de éxito, el
cuerpo del público teatral debe seguir partiendo de la burguesía, la clase que mantiene el
teatro dentro de un circuito perfectamente hermético a otras clases y a cualquier tipo de
innovación, estableciendo de este modo una homología entre el campo literario y el
campo del poder que permita mantener vigente un sistema que puede parecer caduco
para otros muchos, tal como señala Bourdieu. Según indica Araquistain, el público del
teatro clásico, reclutado de la aristocracia, más que sanguínea, intelectual, y del pueblo,
ha dejado paso a una nueva clase social dominadora del teatro, la burguesía, “árbitra de
la escena” [Araquistain, 1930: 20]. Debido a este predomino de la burguesía en el teatro
comercial, el proceso de canonicidad dinámica establecía una tendencia del público
“hacia el encasillamiento de un tipo de pieza que funcionara con esquemas establecidos
convencionalmente” [Di Gesú, 2006: 46], al mismo tiempo que exigía una renovación
en el repertorio de las mismas, ya que el público teatral es asíduo pero escaso, “es como
los comparsas en algunas comedias, que, siendo diez o doce nada más, dan impresión de
un ejército, porque los que entran por un lado son los mismos que acaban de salir por el
otro” [Araquistain, 1930: 14]. Esto no lleva sino a una paradójica situación, hacia el
deseo de obras nuevas, pero no innovadoras.
6
Veremos más adelante que Torrente Ballester se hace eco de esta exigencia renovadora en lo que al
público se refiere, incluso en el más conservador de sus textos teóricos, Razón y ser de la dramática
futura.
25
El papel preponderante en lo que respecta al silencio sobre toda innovación
estética y dramatúrgica por parte del público burgués en estos años queda reflejado en la
figura de Arniches, quien, en palabras de Ríos Carratalá “conocía tanto a su público
como sus propias obligaciones contraídas como autor de éxito, de ahí que su
creatividad, su búsqueda de nuevas fórmulas teatrales, siempre esté terriblemente
condicionada por unas expectativas tan obvias como retardatarias” [Ríos Carratalá,
1992: 104]
Esta tendencia teatral conservadora del público burgués tenía su origen en la
propia concepción que del teatro poseían a partir de su conciencia de clase. Para ellos el
teatro no dejaba nunca de ser un divertimento, un mero pasatiempo, posición muy
diferente a la que los críticos atribuían al público popular e intelectual del teatro clásico,
que acudían “no como jueces o maestros de lo que veían en escena, de superior a
inferior, sino como devotos o educandos” [Araquistain, 1930: 17]7. La creciente
burguesía española, como ya hemos indicado, busca “un teatro que le haga reír y le
ayude a la digestión, fundándose en que para quebraderos de cabeza sobran con los de la
propia vida” [Araquistain, 1930: 56]8. En definitiva, al convertirse el teatro en negocio y
dejando de ser arte, el público, como receptor y cliente, pasa a ser la instancia máxima
de canonización, imponiendo sus directrices, gustos y preferencias al resto de
participantes en el sistema canonizado, exigiendo la creación constante e industrial de
un producto de fácil consumo.
Es en relación a esta concepción industrializada del teatro donde entran a jugar
un papel clave otros dos elementos de la rígida e inamovible estructura del teatro
canonizado: los empresarios y los actores. De los primeros poco se puede apuntar si no
es su preclaro interés crematístico, vinculado a la clase social pudiente, una de las
causas primeras del proceso de industrialización del teatro. Rafael Marquina ya lo
apuntaba en su página de teatro “Examen de obras no admitidas”, publicadas desde
enero de 1924 en el Heraldo de Madrid: “prefieren acogerse –aun sin conocerlas- a las
obras fáciles de los autores conocidos y de un género ya sancionado con pingües
7
Esta misma idea de Araquistain la defenderá, como veremos más adelante, el mismo Torrente Ballester
en su Razón y ser de la dramática futura.
8
La idea de Araquistain respecto al público la desarrolla principalmente en el capitulo VIII de la primera
parte de La batalla teatral, “Una mentalidad infantil”. Resulta ser uno de los diagnósticos más certeros
sobre los procesos de legitimación del teatro comercial en estos años y de la homologación y
subordinación del campo teatral al campo del poder, siguiendo la terminología bourdieuana.
26
resultados en taquilla-por el beneplácito del público” [en Di Gesú, 2006: 31]. La ley
económica, que regía el sistema teatral central, empujaba al empresario a no arriesgar,
insistiendo en los autores consagrados y cerrando de esta manera el acceso a autores
noveles o renovadores. Díez-Canedo aportó una de las definiciones más aclaratorias de
esta figura teatral por estos años:
“no tiene más conocimientos que los prácticos del hombre que vive junto a
la escena, ni mas anhelo que el de una taquilla próspera, y, por supuesto,
sin curiosidad ninguna por las nuevas tendencias: aventuras peligrosas
frente a las cuales blasona de una seguridad, sólo posible para él en los
senderos conocidos.” [Díez-Canedo, 1938, 30]
Cabe añadir a lo anterior que en muchos casos eran los primeros actores los
dueños de la compañía, por lo que gran parte de la acusación de Marquina iba dirigida
hacia aquellos primeros actores que favorecían la dinámica de producción de este
sistema “encasillándose en el registro de los géneros de éxito, potenciando los modelos
y el repertorio que satisfacían las expectativas del público” [Iglesias Santos, 1998: 44].
Pero este estatismo del gremio de los actores no hacía referencia únicamente a
claudicación sin reparos ante las exigencias genéricas del público. Las teorías y técnicas
de declamación vigentes en España se asemejaban más a las expuestas en La paradoja
del comediante de Diderot que a las nuevas propuestas de Stanislavski, Meyerhold o
Craig9, lo que no impedía la presencia de cierto talento natural en grandes actores y
actrices como Rafael Calvo, Antonio Vico, María Guerrero, Margarita Xirgu, Catalina
Bárcena, Rosario Pino o Enrique Borrás. La falta de preparación a espaldas del talento
de algunos actores ayudó a crear un auténtico star system con actores mediocres pero
que el sistema teatral necesitaba, alimentando de tal modo el divismo interpretativo de
algunos que no tenían razón para tal exceso.
Y es esta exaltación del propio trabajo bien hecho, aunque en la mayoría de los
casos no hubiera tal, la que también condicionará al último elemento de ese sistema
literario canonizado, que pasará a depender de todos los actores anteriormente descritos.
9
Al hablar de Gordon Craig, es necesario citar también a Cipriano Rivas Cherif, quien pudo estudiar con
él en Italia, hecho que influyó en el posterior desarrollo de sus teatros experimentales y su Teatro Escuela
de Arte. Pero en eso podremos profundizar más adelante.
27
Y es que el autor quedará con escaso margen de maniobra si atendemos a los
condicionantes que hemos venido exponiendo. Desde la exigencia genérica y temática
del público10 hasta la dependencia del desarrollo de la obra en función de actor que la
interpretara, que no dudaba en reestructurar la pieza en función de sus cualidades
interpretativas, pasando por la exigencia de una creación casi inmediata por parte del
empresario, acuciado por la demanda de obras nuevas, el papel del autor se restringía a
reutilizar esos moldes ya canonizados para crear nuevos productos. Este mundo tan
apremiante y directivo sobre el texto llevó a desarrollar un auténtico mundo productivo
basado en la colaboración y en la traducción o importación de textos. En cualquier caso,
esto no suponía problema alguno para la estabilidad de este sistema petrificado, ya que
“las obras traducidas por los productores del teatro comercial tienden a reproducir las
normas y modelos de dicho teatro, a reforzar su repertorio sistémico, el canonizado por
el público y, probablemente, desempeñaban un papel semejante en su sistema de
origen” [Iglesias Santos, 1998: 58]
Un desolador panorama el que venimos describiendo, donde los diferentes
componentes del sistema conforman un perfecto engranaje con sus papeles bien
determinados para mantener un sistema totalmente petrificado:
“Todos los abastecedores del arte dramático: empresarios, autores y
actores, sueñan con la comedia que alcance, por lo menos, las cien
representaciones seguidas, y como está confirmado que sólo cinco o seis
autores son capaces de esa hazaña en ellos piensan las compañías
principales” [Araquistain, 1930: 66]
Si hasta este momento nos hemos limitado a caracterizar los diferentes
elementos rectores del sistema teatral canonizado, del teatro comercial es, en primer
lugar, porque como metodología nos parece la más conveniente, ya que el desarrollo de
las diferentes propuestas vanguardistas y su posterior evolución hacia la politización del
teatro, dentro de las cuales se inscriben los distintos momentos de la incipiente
producción literaria de Torrente Ballester, deben entenderse en contraposición a este
sistema central. En sus propias palabras, en estos años “progresivamente se produce un
10
“No hay que culpar a los autores de lo que escriben; desde Lope acá, casi todos han procurado dar
gusto al que paga” [Araquistain, 1930: 47]
28
simultáneo aplebeyamiento de la escena y del público que, finalmente, logra su unidad;
el triunfo absoluto de la ordinariez” [Torrente Ballester, 1941: 215]; en segundo lugar la
llamada crisis teatral fue una crisis de ideas y no económica, aunque, bien es cierto, las
dificultades económicas por las que atravesó este teatro comercial en la década de los 20
fueron tema constante en las páginas de los periódicos de la época [Sanmartín Pérez,
2006]. Es cierta la existencia y profundidad de la crisis, pero más cierto es que la crisis
artística no es consecuencia sino causa, al menos en la parte que alude al público, de la
crisis económica, tal como indicaba Araquistain en su artículo “La crisis teatral es
provechosa”, publicado en La Voz, 26 de marzo de 1925, “Hasta ahora, cuando se aludía
a la crisis del teatro se quería significar que el arte dramático degeneraba a marcha
galopante. Hoy además la crisis del teatro entra en el concepto económico de este
término: a la ruina artística hay que añadir la ruina material de algunas empresas
teatrales” [en Sanmartín Pérez, 2006: 28]. La incidencia social de esta crisis económica
teatral fue bastante mayor que la crisis artística, juzgando a partir de los numerosos
artículos que en torno a ésta se publicaron en torno a 1924-25. Sin embargo, otro de los
autores renovadores del momento, Jacinto Grau, nos da la clave para entender la crisis y
el medio para sobreponerse a ella:
“Hemos leído muchos artículos y muchas opiniones y “modos de ver”
acerca de la consabida crisis. Se ha hablado de los actores, de los
autores, de los impuestos, del cine, del medio de atraer al público, de las
funciones de tarde y de noche. Se ha hablado de todo, menos de lo
esencial. De renovarse. Y si alguna vez se ha tocado esta cuestión tan
capital, que es única, se ha medio soslayado. Parece increíble, pero es. Y
es la única crisis positiva e inconjurable por ahora: la aparente
imposibilidad de renovarse”11 [en Sanmartín Pérez, 2006: 27]
Es, por tanto, la lucha entre la renovación y la continuación del centro del
sistema teatral la que se establece en estos años y en la que hay que entender la
11
“Un comentario a la crisis teatral” en Heraldo de Madrid, 25 de abril de 1925. Del mismo modo,
Azorín se plantea que “habrá en la crisis teatral otros factores, los económicos; no lo dudamos. Pero
¿quién duda que la principal causa de la crisis teatral es esta absurda, incomprensible limitación que ante
la pluralidad de imágenes del cinematógrafo el teatro se impone a sí mismo?” [“El cine y el teatro”, ABC,
26 de mayo de 1927, en Azorín, 1996: 378]
29
producción teatral de Torrente Ballester, autor periférico en la periferia teatral, pero, tal
como él mismo planteó, “creo haber respondido al espíritu de mi tiempo” [Torrente
Ballester, 1986: 27]
1.1.1.- La vanguardia y Torrente Ballester
Este complejo entramado de intereses y demandas en el centro del sistema
teatral de estas primeras décadas del siglo XX que hemos descrito someramente
convertía al polisistema literario en un símil de edificio ruinoso donde los cimientos se
hallaban profundamente arraigados en tierra firme. No es extraño, por tanto que se hable
del imposible vanguardismo del teatro español, “a causa de la presión ejercida por el
público, que termina con la domesticación del dramaturgo o por hacerle buscar un
posibilismo escénico que le permita estrenar y tener un éxito más o menos grande” [De
la Fuente, 1992: 132]. Un sistema petrificado como el que se daba en estos momentos
requería un profundo y largo proceso de transformación, donde el proceso teatral
revolucionario estaba prácticamente condenado de antemano, si atendemos a la realidad
escénica de nuestro país. Azorín, de este modo, preconizaba ya en su artículo “Una obra
y un estreno”, que si bien “tiene, pues, que existir, una disconformidad, una
heterodoxia. Las herejías en arte son fecundas”, existía una paralela necesidad de
realizar un cambio paulatino:
“Poco a poco, esa disconformidad, mayor o menor, más o menos ancha,
más o menos intensa, hace que un ideal innovador, audaz, heterodoxo,
que se iba formando en una minoría, llegue a tener consistencia y llegue a
dominar” [Azorín, 1998: 365]12
Nos encontramos, por tanto, ante una situación muy peculiar en nuestras
tablas, y es que el desarrollo de las vanguardias europeas, que De la Fuente Di Gesú
dividen en dos etapas, simbolismo y surrealismo [De la Fuente, 1992: 133 y Di Gesú,
12
En su Deshumanización del arte, Ortega aclaraba también el proceso paulatino que debía presidir la
canonización del arte nuevo, al afirmar que “o la tradición acaba por desalojar toda potencia original –fue
el caso de Egipto, de Bizancio, en general, de Oriente-, o la gravitación del pasado sobre el presente tiene
que cambiar de signo y sobrevenir una larga época en la que el arte nuevo se va curando poco a poco del
viejo que le ahoga.” [Ortega y Gasset, 2005:191]
30
2006: 68-69], de las cuales sólo la primera llegó a realizarse de manera más o menos
plena en España, no era extrapolable al sistema teatral español, ya que el sustento social
del teatro era bien distinto13. Si bien estos sistemas periféricos fueron desarrollados en
muchos casos siguiendo unas directrices programáticas, unas líneas teóricas asentadas
ya en gran parte de Europa, su desarrollo en España se hará parcialmente, sin que se
pueda hablar de teatro vanguardista. Muchos aspectos interesantes se tomaron de esas
propuestas que venían de fuera, pero la situación de nuestro teatro, la que hasta este
momento hemos explicado, hizo que cualquier tipo de innovación debiera ser defendida
hasta la saciedad. La respuesta de la vanguardia no será sino tratar de minar y corregir
todos y cada uno de los elementos señalados para que la renovación del sistema
literario surtiera efecto. Este hecho ha permitido concluir a casi todos los estudiosos del
teatro de la época que no se puede hablar de un verdadero arte de vanguardia, sino de un
teatro en la vanguardia14, caracterizado por su eclecticismo, por presentar determinados
aspectos de las vanguardias y por las diferentes experiencias vanguardistas individuales
que hubo en España, que las hubo y de bastante calidad, que cristalizaron más que en el
desarrollo de unas ideas en torno a una teoría, en un compendio de recursos dramáticos
comunes a todos y surgidos, en casi todos los casos, como respuesta a una situación
teatral decadente y estancada.
Es el eclecticismo, por tanto, la nota predominante del movimiento teatral
renovador en España, donde no surgió un único paradigma, o un paradigma
predominante, que guiara la reforma del teatro, sino que surgieron diferentes sistemas
periféricos en torno al centro canonizado caracterizados por cierto grado de dispersión
pero que ponen en cuestión no sólo el valor de las formas teatrales al uso, sino la
concepción estética e ideológica subyacente a esas formas, así como los criterios
básicos en que se funda el concepto de lo teatral. No es extraño que Urszula Aszyk
13
Volvemos a remitir a Araquistain y el capítulo dedicado a la burguesía española, diferenciada de la
europea por su infantilismo, lo que conllevaba unas implicaciones de inmovilismo en los gustos y en las
demandas. De igual modo, Azorín no dudaba en afirmar en 1926, en su artículo “Una obra y un estreno”,
ya citado, que “una nueva clase social, clase antes intermedia entre la obrera y la burguesa, ha hecho su
acceso a la riqueza. Si la antigua burguesía tenía una tradición de cultura, una tradición literaria, por tenue
que fuera, que le servía de guía en sus goces estéticos, la nueva clase que ha irrumpido de repente en la
riqueza y en el bienestar, carece de estos antecedentes de cultura” [Azorín, 1998: 356]
14
Torrente Ballester no dudó en afirmar, a pesar de estar inmerso años atrás en ella, que la vanguardia
teatral “en España no pasó de balbuceo” [Torrente Ballester, 1941: 227]
31
señale que “la vanguardia en aquella época tiene más bien carácter intencional y no se
convierte en un verdadero hecho cultural” [Aszyk, 1983: 178]
Es, por tanto, poco definitorio incluir la primera obra teatral de Torrente
Ballester, El pavoroso caso del señor cualquiera, dentro de la vanguardia teatral,
atendiendo a este panorama. La ruptura con el teatro dominante es palpable desde el
inicio de la obra, con la presencia del Autor en el escenario, y poco más tarde, con la
entrada en escena del Señor Cualquiera, interrumpiendo el parlamento del Autor:
“habrá descendido al escenario desde lo alto del telar, atado por un lazo
en la cintura; y ya desatado, se encara con el AUTOR. El SEÑOR
CUALQUIERA viste ese delicioso traje convencional de los tontos que en el
circo nos entretienen durante los intermedios” [Torrente Ballester, 1997:
199]
Pero, en ningún caso, nos aclararía su etiqueta vanguardista el tipo de obra que
nos encontramos. Si intentamos concretar, podríamos calificarla, dentro de este magma
vanguardista y renovador, como superrealista, aunque los elementos simbolistas y el
estilo pirandelliano en la obra adquieren tal relevancia que no se puede negar su
influencia. Estas dificultades a la hora de definir esta obra concreta dentro de un
movimiento es fiel reflejo del devenir vanguardístico en España por los años 20 y 30.
Los diferentes elementos proceden de fuentes diversas para desembocar en riachuelos
artísticos que tratan de llevar agua purificadora a los escenarios españoles. Y es que,
como hemos indicado, este eclecticismo deviene en obras difícilmente clasificables
dentro de un movimiento concreto. El estudio de esta obra podrá aclarar una parte de
esas influencias renovadoras, evidentemente no todas, y es por esta misma razón por la
que ésta y otras obras torrentinas cabe entenderlas como un intento, más o menos
logrado, de renovar la escena española, dando muestras de esas influencias renovadoras,
provenientes de fuera y autóctonas, que desarrollaremos para entender tanto el campo
literario en el que desarrolló Torrente Ballester su producción teatral, como la
producción teatral en sí.
Este proceso ecléctico de asimilación de las vanguardias proviene de la férrea
lucha que los artistas, críticos y algunos empresarios entablaron contra el teatro
canonizado. El enemigo era el teatro comercial en general, y las batallas se debían librar
en todos y cada uno de los lugares comunes del teatro, en torno a cada una de las figuras
32
que habían petrificado el sistema hasta hacerlo impermeable a cualquier intento de
renovación. De este modo, los frentes abiertos y las artes desarrolladas para vencer en
ellos fueron tan diversas y, en muchos casos, difusamente aplicadas, que el desarrollo de
la pretendida nueva práctica teatral no responde a un programa genérico, sino a una idea
común de cambio, aplicada de muy diferentes maneras.
De los pocos elementos comunes que podemos observar de estas diferentes
tomas de posición dentro del polisistema literario, es necesario destacar el profundo
cambio en los procesos de canonicidad que sufrió el arte en general y el teatro en
particular. Fruto de esta decadencia escénica, asentada en la cerrada estructura
comercial e industrial que hemos descrito en la introducción a este capítulo, las
reformas para renovar nuestro teatro
deben provenir y orientarse en torno a la
recuperación del verdadero espíritu del teatro. “Rethéatraliser-le-théatre”, proclamó en
1909 George Fusch. Y las vanguardias europeas no dudaron en luchar frente a un
naturalismo que se había quedado encallado en modelos no evolucionables ya. Se
trataba de devolver a la escena todos los recursos espectaculares que se habían
eliminado en el siglo XIX al hacer las traducciones directas de la realidad mimetizada
por el drama, partiendo en estos momentos de “una percepción de la escena como
espacio lúdico y de artificio” [Di Gesú, 2006: 56]. Para esto, lo primero que se hizo fue
renunciar a la verosimilitud. Este grito de guerra se oyó en España tímidamente, pero no
en los escenarios comerciales ni en la mayoría de compañías o teatros, sino en las voces
de los críticos, de los autores y en los montajes de pequeñas compañías15.
El desarrollo de esta idea y este proyecto implicaba la necesidad de subvertir
la concepción que del teatro se tenía en Europa y en España16. Frente al realismo caduco
y la poética teatral modernista, esencialmente conservadora, diferentes autores buscan, a
través del simbolismo, una nueva noción de teatro, que rompa definitivamente como la
concepción del teatro como mimesis. Torrente Ballester señaló que con este teatro
15
Citamos anteriormente algunos de los ensayos de estos años acerca de la necesidad de renovar el teatro,
y todos ellos sirven para ejemplificar esta idea de “reteatralizar el teatro”, por lo que únicamente
remitiremos a la nota 1 de este trabajo.
16
En realidad, la diferencia en la aplicación de este modelo radicaba esencialmente en la posibilidad de
aceptación de estos proyectos en un sistema y en otro, siendo el sistema español prácticamente
impermeable a éstos, mientras que el desarrollo de la burguesía en Europa permitió que ésta fuera más
proclive a aceptar estos cambios [Araquistain, 1930: 63-68].
33
realista se marca “el triunfo de la técnica sobre la imaginación, de la mecánica sobre la
poesía […] el dramaturgo elige sus tipos protagonistas entre los ejemplos o modelos que
le brinda la burguesía”, de tal modo que “el dramaturgo moderno acentúa la importancia
de los detalles, externos, estableciendo sobre ellos el esquema”, [Torrente Ballester,
1941, 218 y 219], lo que significaba alejar al teatro del arte que le es propio para
someterlo a la tiranía de un público determinado, la burguesía. En definitiva, la crítica a
este teatro canonizado es que no es un teatro teatral, artístico, ya que “no se sale del
tiempo y del espacio empíricos ni de la vida vulgar” [Torrente Ballester, 1941: 220],
para ser arte, sino que es mera mimesis de una determinada parcela de la realidad. Las
propuestas vanguardistas, por el contrario, buscarán a través de esta “reteatralización del
teatro” la ruptura con la mímesis en favor de un concepto de teatro ajeno a la mera
representación de la realidad, concepto que, al mismo tiempo, es, para ellos, mucho más
amplio. El propio Torrente Ballester afirma que “toda comedia, toda obra de arte, es un
artificio, y muchas pretenden disimularlo aspiran a engañar” [Torrente Ballester, 1982:
I, 15]. Azorín, en su artículo “Autocrítica: Brandy, mucho brandy” planteaba también la
necesaria lucha frente al mimetismo escénico: “Lo fundamental de ese teatro es el
apartamiento de la realidad. El teatro de ahora es superrealista: desdeña la copia
minuciosa, auténtica, prolija, de la realidad. Se desenvuelve en un ambiente de fantasía
de ensueño, de irrealidad” [Azorín, 1998: 349-350].
Existe, por tanto, un nuevo planteamiento acerca del teatro que conlleva la
idea de devolverle lo que de arte tiene, eliminando la predominancia y dependencia de
lo mimético y lo verosímil, autonomizando el campo teatral, lo que implica un proceso
consecutivo acerca de los procesos de canonización dentro de este sistema periférico.
Ya hemos señalado que la recepción de estas ideas no se hizo a través de un amplio
elenco de participantes en el sistema teatral, sino que se redujo, casi exclusivamente, a
algunos autores, minorizaros grupos teatrales y críticos. La “reteatralización del teatro”
supone, per se, una autonomización del campo literario, una desvinculación del campo
económico y social, pasando a recogerse espíritu originario, esto es, siendo arte en sí
mismo. De este modo, los procesos de canonización dentro de este nuevo sistema
periférico se centrarán exclusivamente en razones y criterios artísticos. Al mismo
tiempo, esa idea se refuerza al ser un proyecto desarrollado por un grupo reducido,
dentro del campo teatral, lo que Azorín calificó en su artículo “El pleito teatral” como
verdaderos “hombres de teatro” [Azorín, 1998: 315]. Si, como plantea Bourdieu, “la
construcción social de campos de producción autónomos va pareja a la construcción de
34
principios específicos de percepción y valoración del mundo natural y social […], es
decir, a la elaboración de un modo de percepción propiamente estético” [Bourdieu,
1995: 201], el desarrollo del teatro vanguardista impone, necesariamente, un nuevo
proceso de canonización, unos nuevos criterios a seguir.
La canonicidad, tanto dinámica como estática, no dependerá ya de actores
sistémicos ajenos al propio mundo teatral, es decir, aquellos que habían entrado a
formar parte del sistema entendiéndolo sólo como negocio, y también aquellos, que
siendo piezas claves del sistema teatral (público, actores y directores), ayudaron a
deformar, degenerar y transformar el teatro hasta llevarlo a un estado de no retorno y de
ruptura. El canon de este sistema periférico vendrá determinado exclusivamente por los
componentes de este campo, del que se excluye a casi todos los participantes del centro
del polisistema teatral, principalmente el público burgués, que, si bien seguía siendo la
primera instancia de canonicidad dentro del teatro comercial, estaba excluido de este
sistema periférico, desde donde se gestaba la renovación del teatro, a la espera de poder
acceder y llevar a un público nuevo, que, siguiendo la máxima de buscar en las raíces
del teatro la renovación, debía ser el público popular y el intelectual.
Una manera diferente de entender el teatro, recuperando su valor artístico,
donde el artista “en su huida de la trascendencia humana para buscar arte solamente
artístico, encuentra en el juego la mejor metáfora de su propio quehacer” [Mateos
Miera, 2002: 23], y unas reglas distintas para valorarlo, predominando su valor
simbólico sobre el económico o social, son los dos puntos comunes a partir de los
cuales los caminos de la vanguardia española se desarrollan siguiendo cauces muy
diferentes y nunca plenamente desarrollados. Podemos hablar de algunas plenamente
vanguardistas, como las de Gómez de la Serna, con sus tres textos de pantomima que
bajo el común título de Accesos del silencio publicó en 1911, así como La bailarina, de
1910, y Fiesta de dolores de 1911; si bien es cierto que Gómez de la Serna “elaboró sus
personales propuestas con un propósito innovador que conectaba de forma natural con
los movimiento de vanguardia y, en particular, con el expresionismo y el cubismo”
[Muñoz-Alonso, 2003: 23], estos intentos fueron dados de lado, no sólo por el público,
sino por el propio sistema renovador y el propio autor. Nos encontramos, por otro lado,
con propuestas simbolistas, pero con un carácter marcadamente propio, como son las
35
obras unamunianas17, que a través del concepto de <<desnudez escénica>>, que
convierte en “auténtica categoría estética”, propone un teatro como poesía dramática,
que le lleva a desbordar el provincianismo psicológico del teatro naturalista español de
comienzos de siglo, y que le sitúa “en la corriente del teatro europeo en la que figuran,
cada uno con sus caracteres específicos, la obra dramática de Claudel, Eliot, Anderson,
Cocteau, Giradoux, parte de Anouilh, etc.” [Ruiz Ramón, 1986: 79]. Por otro lado, en
Jacinto Grau “se hace patente el profundo descontento que distingue a las generaciones
vanguardistas y un decidido prurito por la experimentación, pero no exhibe los
atrevimientos más excéntricos frente a las normas dramáticas” [Kronick, 1992: 81]. Si
bien rechaza Grau el realismo superficial de Benavente y Arniches, en defensa de un
realismo simbolista al estilo de Chejov e Ibsen, su teatro dista bastante de otras
propuestas renovadoras, principalmente por su carácter discursivo, haciendo de su teatro
un proyecto reformador pero no excesivamente vanguardista, a pesar de que su mejor
logro teatral, El Señor de Pigmalión pueda y deba ser considerado como una de las
obras vanguardistas más logradas en nuestro país.
Propuestas renovadoras diferentes también son las planteadas por los
diferentes cenáculos teatrales que se conforman en torno a una figura determinada,
como Rivas Cherif, promotor de alguna de las experiencias renovadoras como Teatro de
la Escuela Nueva, primer grupo alternativo de Rivas Cherif, fundado en 1920, al que
siguieron El Mirlo blanco, El Cántaro roto18 y, sobre todo, El caracol, donde la
influencia de Gordon Craig fue primordial. Por otro lado, los montajes de Rivas Cherif
al frente de la compañía de Margarita Xirgu supuso “la incorporación de obras de
autores europeos y americanos actuales al repertorio habitual no destacando por su
número como por las novedades que estas novedades aportan a la escena comercial de
la época” [Gil Fombellida, 2003: 190]. Otros grupos similares a los formados por Rivas
Cherif imprescindibles para comprender la acción de estos reducidos experimentos
teatrales serían la Compañía Libre de Declamación de Ignasi Iglesias y Felip Cortiella,
17
Unamuno será una referencia constante en Torrente Ballester, quien llega a afirmar que en “mi primer
diario serio [1932], ahora perdido […] trasladaba, hechas mías, aplicadas a mi propia vida, las ideas de
Unamuno” [Torrente Ballester, 1974: 30]. Su figura, por tanto, volverá a salir al paso a lo largo de este
trabajo.
18
Éste fue uno de los grupos experimentales más destacados de estos años, bajo la dirección de Valle-
Inclán y la colaboración de Rivas Cherif, de quien se representó la obra Un sueño de la razón. Pero quizá
la obra más significativa realizada por este grupo fue Orfeo de Cocteau.
36
precedente del Teatre Intim fundado por Adriá Gual en 1898, cuya finalidad “no ès fer
teatre per diversió o vanitat, mès o mènys perfecta o digna; ès l’anar incorporant a la
dramàtica catalana totes les valors del món que tinguin o prometi tenir una
trascendencia, sigui en el fet d’autors, com en els elements que es considerin auxiliars
en les coses de l’escena” [en Gallén, 1992, 167], el Teatro de Arte de Alejandro Miquis,
el Teatro Íntimo Fantasio, de Rafael Martínez Romarate y su mujer, Pilar de
Valderrama, “cuyos montajes durante 1929 y 1930 se caracterizaron por una cuidada
escenografía en la que se prestaba especial atención a la luz, de acuerdo con los modelos
más prestigiosos de la escena europea” [Muñoz-Alonso, 2003: 15], La Cancela Abierta,
el Teatro de la Nueva Literatura, ambos promovidos por Burgos Lecea, el Teatro
Íntimo El Mirador, la Agrupación Artística Teatral D.C.A.N., la efímera Agrupación
Española de Bellas Artes y el Club Anfistora; pero, sobre todos estos, cabe destacar el
Teatro de Arte de Gregorio Martínez Sierra, que entre 1916 1926 ofreció desde el
Teatro Eslava montajes que no rechazaban el éxito comercial, pero que presentaban una
rigurosa puesta en escena, recalcando el papel y el valor que el director de escena
habían de adquirir necesariamente para la renovación de nuestro teatro19.
Se podrían citar tantas líneas diferentes de desarrollo como autores
vanguardistas o grupos experimentales, ya que cada uno desarrolla esta vuelta a la
esencia teatral de manera particular. No son las citadas, de esto somos conscientes, las
más relevantes de todas20, sin embargo sirven como botón de muestra de lo expuesto
hasta este momento: la heterogeneidad del movimiento vanguardista y renovador
español, la divergencia de propuestas planteadas y su consiguiente dificultad de
conformación como movimiento.
Queda por señalar, sin embargo, una última propuesta interesante, para el final
que perseguimos, dentro de la vanguardia. Esta es la propuesta azoriniana superrealista,
que posee un corpus de reflexión teórica detrás de ella, en gran medida proveniente del
simbolismo. Si nos parece muy relevante, no sólo es por ese respaldo teórico que fue
19
Para conocer en profundidad este y otros proyectos nada mejor que acudir a la tesis doctoral del
profesor Julio Enrique Checa Puerta, Los teatros de Gregorio Martínez Sierra.
20
No hemos citado ni a Valle-Inclán ni a Lorca, pero por todos es sabido que son estos autores, con toda
probabilidad, los que, uno antes y otro después, desarrollaron las propuestas vanguardistas españolas más
plenamente logradas. En cualquier caso, en el desarrollo de este punto iremos viendo diferentes
propuestas renovadoras de autores diferentes que ayudarán a completar un somero boceto del panorama
teatral vanguardista español.
37
forjando en sus colaboraciones periodísticas en ABC, sino por la extraordinaria
influencia ejercida sobre el joven Torrente Ballester21, que no duda en remarcar él
mismo en sus apuntes biográficos al afirmar que “el <<superrealismo>> me permitió
comprender que mi orientación hacia la fantasía no iba descaminada” [Torrente
Ballester, 1986: 19]22. Podemos situar de este modo al escritor ferrolano en un marco
teórico más o menos determinado, pero, tal como señalamos antes, sin renunciar a
determinadas propuestas provenientes de otras fuentes, teatrales algunas (Pirandello, por
ejemplo) y literarias otras (Poe, Baudelaire, Mallarmé)23.
El desarrollo de este superrealismo azoriniano, como el de otras muchas
propuestas, parte de una necesaria renovación temática, genérica, técnica, de público y
de la estructura total del espectáculo. Aunque más adelante nos referiremos al
movimiento surrealista en España, quede sentado desde el principio que, aunque Azorín
aludió, incluso, a André Breton y los surrealistas franceses que en 1924 habían
publicado el Primer Manifiesto,
“tanto sus disquisiciones teóricas como sus obras “superrealistas” poco
tenían que ver con el movimiento surrealista. El fundamento estético e
ideológico de sus ideas partían de la reacción antinaturalista para
entroncar con el simbolismo al tiempo que asimilaba la influencia de
autores como Lenormand y Pirandello, las teorías de Freud, la
revalorización de los modelos teatrales clásicos y la admiración por el
cine y el lenguaje cinematográfico” [Muñoz- Alonso, 2003: 40]
21
El propio Torrente Ballester reconoció esta influencia en conversación con Carlos G. Reigosa, donde
afirma, acerca de su primer artículo publicado en el periódico El Carbayón, que “Si, o artigo debía ser
moi malo. Era absolutamente azoriniano. Quero dicir que estaba nunha mala prosa de Azorín” [Reigosa,
2006: 36]
22
Torrente Ballester explicó a Carlos G. Reigosa el apodo de “superrealista” con el que le motearon en la
Universidad de Oviedo [Reigosa, 2006: 35]
23
Aunque sobre este punto reincidiremos más adelante, es bueno dejar por delante esta afirmación de
Torrente Ballester: “en Poe hallé justificaciones más que suficientes para mi tendencia paralela al
racionalismo” [Torrente Ballester, 1986: 19]. Del mismo modo, en su Currículum en cierto modo destaca
su descubrimiento a comienzos de los años 30 “del clasicismo consciente en sus formas más modernas y
paradójicas” [Torrente Ballester, 1981: 26]
38
La propuesta azoriniana es, en definitiva, un intento de “desprovincializar el
ambiente teatral español incorporándolo a las nuevas tendencias del teatro europeo,
especialmente en su expresión francesa. Su punto de partida es la negación de la estética
naturalista y sus sustitución por un teatro antirrealista, que permita aflorar el mundo de
lo subconsciente y lo maravilloso” [Ruiz Ramón, 1986: 163]. Es la propuesta de una
estética de la fantasía, de la imaginación, desde la que se trata de desbancar al teatro
comercial de su puesto preponderante. En uno de sus artículos teatrales, “El arte del
actor”, sienta esta premisa como la base desde donde regenerar el teatro:
“El teatro de intriga se halla agotado; es preciso recurrir a un teatro de
fábula simplificada… y de imaginación. Sí; de imaginación. Porque la
imaginación no estriba –como pudiera creerse–, en la invención de una
fábula, de un argumento complicado, sino en idear una muchedumbre de
detalles, de pormenores, de incidentes, que son a manera de un tejido
brillante, original, pintoresco, que forma la obra teatral” [Azorín, 1998:
325]
Este proceso de desintegración de la fábula, de ruptura de la linealidad de la
misma, dando primacía a la fantasía e imaginación, no es un accesorio caprichoso de
Azorín, sino una respuesta a una concepción del hombre muy distinta a la que el teatro
comercial presenta: “Existe en el mundo una desgana profunda de la realidad […] Hacia
una región, en donde lo que predomine no sea el hombre, sino la imagen múltiple,
contradictoria en impalpable del hombre” [Azorín, 1998: 319]. En otro artículo de 1927,
“Siguiendo a Tamayo: Lógica”, Azorín redunda en la idea de que “la vida es otra, otro
debe ser el teatro” [Azorín, 1998: 399]. Rivas Cherif, por su parte, creía que el teatro
debía ser “un arte de imaginación y no mera reproducción ejemplar de la más triste vida
cotidiana”24 [en Dougherty, 1984: 128]. Del mismo modo, Julio Marsan, en su libro
Teatro de ayer y de hoy plantea que
“Por encima de las realidades aparentes y de este mundo que percibimos
existe otro mundo más verdadero. Al lado de nuestra vida real hay otra
vida, que se desenvuelve inconsciente, misteriosa, y que no se revela sino
24
Heraldo, 7 de agosto de 1926, p. 4.
39
en ciertos momentos […] ¿Por qué el teatro y la poesía no tratarán de
lograr esos estados profundos, de evocarlos, menos, en vez de atenerse
siempre a los dramas aparentes, a las tempestades superficiales, a la
efervescencia de lo exterior?” [en Azorín, 1998: 383-384]
Este cambio de rumbo hacia lo fantástico y alejado de lo real empírico
responde la nueva concepción del teatro, vinculada íntimamente al desarrollo de las
vanguardias. Mariano de Paco y Antonio Díez, en su introducción a las obras completas
de Azorín, establecen un paralelismo entre la acción dramática azoriniana y la
figuración pictórica vanguardista, alegando que “la distorsión cubista, poliédrica, de la
realidad, la desaparición figurativa de la pintura abstracta, son paralelas a la
desaparición de la fábula, en el sentido más convencional, del teatro superrealista” [De
Paco y Díez, 1998: 39]. El propio Azorín, en sus innumerables artículos donde cita la
necesaria influencia del cine en el teatro, establece una similitud análoga entre el
cambio de rumbo del teatro y otro ajeno parcialmente a él, como es el cine. Si “el
mundo, para los seres humanos, está compuesto de dos series de imágenes; imágenes
directas, emanadas de la realidad, captadas por los sentidos, e imágenes subjetivas,
indirectas, creadas por la imaginación.”, el autor se pregunta porqué “la literatura
dramática –y más en España que en ninguna parte- se ha vedado en absoluto la
utilización de ese mundo de imágenes nuevas”, mientras que el cine “después de
dominar el mundo físico, tiende a dominar el mundo de lo subconsciente y subjetivo”
[Azorín, 1998: 376-378]. Es, por tanto, respuesta vanguardista a un nuevo mundo, que
acababa de sufrir la peor guerra conocida hasta la fecha, el desvío de lo real prosaico
que propone Azorín para el nuevo teatro, siguiendo sus indicaciones de teatro
superrealista. Para Di Gesú “la farándula, como imitación realista de la vida, ya no
podía satisfacer al hombre europeo de la posguerra, que trágicamente había
experimentado la realidad, y que entonces este teatro tenía que abdicar en un tipo de
representación que exaltara la imagen múltiple, contradictoria e impalpable del hombre”
[Di Gesú, 2006: 93]. En definitiva, se terminó por llegar al punto donde “la vida es más
rica que el arte” [Araquistain, 1930: 45], lo que exigía una renovación del teatro,
comenzando por la realidad representada y el modo de representarla.
Torrente Ballester no es ajeno a esta depuración de la fábula, depuración que
no es sino simplificación y eliminación de lo accesorio y lo convencionalizado, de
aquella “carpintería teatral” que había anquilosado el teatro representado a través del
40
uso de uno mismos recursos dramáticos de manera constante. En El pavoroso caso del
Señor Cualquiera, ante la imposición del personaje arrojado al escenario de llevar a
cabo su drama, el autor le pregunta “¿cuál es el argumento, la trama, la peripecia a
desarrollar? Es necesario, por lo menos, un guión. Yo podré favorecerle con mi talento
de dramaturgo”.La respuesta del señor Cualquiera es sintomática de esta necesidad de
renovar el teatro:
“Usted no tiene nada que saber. Usted falsificaría mi dolor para hacerlo
teatral y literario. No me importa nada de eso. Yo voy a vivir aquí, sobre
las tablas, ante estas personas, un drama auténtico, el mío, sin adornos,
sin literatura. No necesito que invente argumentos, que prepare trucos,
que diseñe diálogos. ¡Nada! Antes le mandé quedarse, pero ahora le exijo
que se vaya” [Torrente Ballester, 1942: 204]
Esta puesta en duda, negación en algunos momentos como el que acabamos de
citar, de la realidad prosaica, que refleja y es la base del teatro burgués, es justificada
por Azorín en diferentes artículos de crítica teatral y es necesariamente enlazada al
planteamiento del tema de la personalidad en el nuevo teatro. De tal modo que en “El
teatro de Pirandello” comienza por preguntarse si “nos hallamos en el mundo real, vivo
de la materia y de la pasión, o en un orbe superior, espiritual, incruento, todo
imaginación e irrealidad”, para concluir afirmando que
“existimos nosotros; sí, existimos, indudablemente; pero nuestra existencia
es irreal, fantástica. La gente que nos rodea ve en nosotros una imagen
deformada de lo que nosotros somos en realidad […] No sólo no sabemos
cuál es nuestra verdadera personalidad, sino no podemos alcanzar a
conocer –tras tantos esfuerzos- cuál e la imagen que los demás tienen de
esta nuestra fugitiva e inestable personalidad” [Azorín, 1998: 304-305].
Si la realidad en la que nos movemos no es aquella en la que el teatro burgués
está acostumbrado a desarrollar sus dramas, es necesario, como señalamos antes,
ampliar la realidad tratada. Pero, por otro lado, si el mundo al que llamamos real no es
tal, la concepción de uno mismo, de la personalidad propia debe ser puesta también en
41
entredicho25. Esta preocupación por la personalidad, por la dualidad entre el ser real y la
máscara social, no es una preocupación exclusivamente superrealista ni azoriniana. Bien
es cierto que el tema aparece en obras de Azorín como Lo invisible, Brandy, mucho
Brandy y Angelita, pero en otras obras es también el tema principal, como en Los
medios seres de Gómez de la Serna, El otro, de Unamuno, Tic-tac, de Claudio de la
Torre, Sinrazón, de Ignacio Sánchez Mejías, Tararí, de Valentín Andrés Álvarez, El
hombre deshabitado, de Rafael Alberti y en García Lorca, por ejemplo en Así que pasen
cinco años. Si el tema es tan recurrente es porque “caducaban las soluciones de la
víspera: era engañosa esa supuesta unidad del yo […] El hombre, ente profundamente
metafísico, inquiría otra vez qué era él y qué la realidad” [Monner Sans, 1947: 35-36]26.
Pero si de alguien se debe hablar al establecer el tema la multiplicidad de la
personalidad y de la irrealidad de la realidad empírica en el teatro del siglo XX es,
evidentemente, de Pirandello. Su influencia en España fue tanto real como efectiva, al
menos en el campo teatral periférico, como muestra Martín Rodríguez. El modelo
estructural propuesto por Pirandello contravenía e invertía las convenciones teatrales
burguesas, por lo que fue adaptado por ciertos autores, entre ellos Torrente Ballester, ya
que “lo importante para el dramaturgo no era la verosimilitud sicológica de los
personajes, sino unas situaciones en que cuestionaba los criterios de certeza del público”
[Martín Rodríguez 1982: 128]. Azorín, en sus constantes críticas teatrales de los años 20
en ABC, dedicó un artículo al teatro de Pirandello (25 de noviembre de 1925), donde ya
planteaba que “existe una realidad superior a la circundante. Nuestra personalidad lo es
todo” [Azorín, 1998: 304]. La ruptura de la linealidad espacio-temporal de la fábula y
de ésta con lo verosímil es acompañada, en parte de este teatro vanguardista, por la
ruptura de la unidad de carácter, tan propia del naturalismo y del realismo.
25
Esta idea es característicamente orteguiana, vinculando la subjetividad, la personalidad propia, a
nuestra circunstancia, al mundo que nos rodea. Veremos un poco más adelante como la gestación de esta
primera obra torrentina tiene su base en una reflexión orteguiana acerca de nuestra relación con nuestro
mundo y la manera en la que éste nos delimita.
26
En algunas de estas obras, como El otro o Tic-Tac, aparecen elementos relacionados con el
subconsciente, así como en la teoría teatral azoriniana y en algunas de sus obras, lo que ha llevado a
calificar o identificar estas obras como surrealistas, aunque queden lejos de sus procedimientos. El error
radica principalmente en considerar “equivocadamente sólo los temas tratados y no la técnica dramática”
[Aszyk, 1995: 69]
42
A Pirandello le recuerda Torrente Ballester como “aquel italiano disparatado y
atrayente, que los burgueses rechazaban con indignada irritación ruidosa y que a mí se
me metía en la mente y en el corazón” [Torrente Ballester, 1974: 19] y al que le unía
que “también él fue mixto de razas y de culturas, siciliano devoto de Hegel y de Dante”
[Torrente Ballester, 1974: 31]27. En la misma medida que en nuestro autor, “su modelo
se puede encontrar en piezas como El desconfiado prodigioso de Max Aub, el prólogo
de la trilogía Lo invisible de Azorín y El público de García Lorca, donde su presencia se
vislumbra en la figura del director o en la confrontación entre el teatro al aire libre y el
teatro bajo la arena” [Muñoz-Alonso, 2003: 35]. Se podría decir, por tanto, que la
influencia del autor siciliano en el gallego reafirma la posición vanguardista y periférica
de nuestro autor, aunque los desarrollos de las influencias de Pirandello en los
diferentes autores sean bastante diferentes.
Son, en definitiva, dos nuevas aportaciones desde los textos azorinianos, y a
partir de aquí las de otros autores, las que, vinculadas a la vanguardia, aportarán a la
primera obra dramática de Torrente Ballester un esqueleto sobre el que edificará el texto
teatral: la introducción de la fantasía en el teatro, por un lado, y el tema de la
personalidad, por otro. No son, sin embargo, descubrimientos de Azorín los que revelan
una verdad a Torrente Ballester, sino que únicamente reafirman una tendencia en el
escritor gallego. Como él mismo apunta
“Conviene recordar, como episodios anteriores y capitales [a El viaje del
joven Tobías] mi descubrimiento de lo que se llamaba entonces el
superrealismo (1927-1928), que me permitió averiguar que yo lo era, y,
cuatro años más tarde, del clasicismo consciente en sus formas más
modernas y paradójicas (Poe, Baudelaire, Mallarmé)” [Torrente
Ballester, 1981: 26]
La fantasía en Torrente Ballester, por tanto, no es legado azoriniano
propiamente hablando, sino confirmación de una inclinación. El propio autor nos
confiesa que “mi fantasía no me cupo jamás en fórmulas de integrales ni en el cuadro
27
Veremos más adelante como Torrente Ballester se define como un hombre de dos culturas, la
mediterránea y la atlántica, como reflejo de su tendencia a lo fantástico y a lo racional.
43
preciso de los planos bien dibujados” [Torrente Ballester, 1981: 22]28. Su inquietud
intelectual, por otro lado, le llevó a descubrir en las vanguardias el medio ideal para
desarrollar todas sus preocupaciones intelectuales, que tendrán su primera plasmación
en El pavoroso caso del Señor cualquiera.
El choque intelectual que supuso el descubrimiento de las vanguardias para
Torrente Ballester, especialmente la proveniente de esta línea azoriniana, fue bastante
significativo, tal como recoge el Carlos G. Reigosa:
“A miña formación ata o ano 1927 é unha formación clásica, tradicional.
Para min o mais adiantazo da literatura era o modernismo, era Rubén
Darío. E tiña da vangarda a idea cómica que tiña todo o mundo. Porque a
vangarda, o cubismo, o ultraísmo, se coñecían a través das caricaturas
dos periódicos. Eu atópome con esta realidade en Oviedo no verán de
1927. E daquela apaixónome de tal maneira e deféndoo con tal furor que
efectivamente me chamaban O Superrealista” [2006: 35]
Este apasionamiento por las formas vanguardistas desde 1927, “tan ostentosa,
quizás tan ruidosa” [Torrente Ballester, 1974: 22], no supuso, sin embargo, ni la
vocación literaria de nuestro autor29 ni el camino a seguir para desarrollar su ideas. En
sus propias palabras, con el vanguardismo de su etapa universitaria “en mi interior todo
era confusión, ignorancia vacío […] aunque fingiese haber puesto los pies en el terreno
más firme del arte y de la poesía nuevos (y lo fingía con la mayor inocencia, creyéndolo
yo mismo), la verdad era que me hallaba perdido” [Torrente Ballester, 1982c, 289]. Ya
hemos señalado la relevancia de su encuentro con Poe y su “Cómo se hace un poema”,
verdadero punto de inflexión desde el que desarrollará una formación teórica a partir de
28
Uno de los libros más poéticos y fantásticos de Torrente Ballester, Dafne y ensueños, da muestras de
esta exacerbada imaginación, del origen de la misma y del uso que el autor da de ella en su literatura. Nos
es imposible citar un único párrafo de esta obra para justificar esta aseveración, así que no nos queda sino
remitirnos al citado más arriba de un texto biográfico y a la totalidad de la obra citada.
29
“Cuando la guerra todavía no había torcido –para bien o para mal– tantas vocaciones juveniles, yo era
un aprendiz de historiador que en sus ratos libres hacía literatura” [Torrente Ballester, 1941, “Pedro Laín
Entralgo escribe sobre Medicina e Historia”, en Arriba, 12-10-1941, pág. 5). Años más tarde, redundaría
en esta idea de vocación historiográfica: “No hay que olvidar que soy un historiador frustrado –sin la
guerra civil yo hubiera sido catedrático de historia en una universidad–” [Visiones de España]
44
la cual empezará a conformarse su figura y definitiva formación literaria. Hasta la
lectura de Poe, por tanto, “mis <<ideas estéticas>> no pasaban aún de un vago
romanticismo enmascarado de vanguardia” [Torrente Ballester, 1974: 32.]. Torrente
Ballester reconoce años más tarde que su error con respecto a las vanguardias, que fue
en realidad el de muchos, “no fue otro que el tomar en serio a los demás, en un exceso
de respeto. <<El Arte tiene que ser así>>, y yo lo hacía así. <<Ahora tiene que ser
asado>>, y venga, a asarlo” [Torrente Ballester, 1981, 24]. Sin embargo, también
reconoce que “el teatro me rondaba, o que le rondaba yo: puedo decir que iba sabiendo
bastantes cosas de él. Lo que entonces más me atraía, de lo moderno, era el <<Anfitrión
38>>” [Torrente Ballester, 1974: 43-44].
No es difícil entender, por tanto, que, pesa a su apasionamiento por las formas
vanguardistas y su atracción por el nuevo teatro, Torrente Ballester no considerara El
pavoroso caso del Señor Cualquiera una obra lograda, incluso llegando a calificarla
como “la peor de mis comedias” [Torrente Ballester 2004, 377]30. Su horizonte era otro
diferente al literario y, al mismo tiempo, su efervescencia juvenil y fantástica debía
moderarse y encontrar tierra firme con el descubrimiento de Poe, Baudelaire y
Mallarmé. A partir del conocimiento de Poe, la fantasía, defendida por el vanguardismo
que aceptó desde el inicio, cederá paso a la propia conciencia del autor respecto a su
obra, lo que le permitió realizar un trabajo dramático más en consonancia con lo que
deseaba, no tan sujeto a los preceptos vanguardistas, sino sometiendo éstos a una
organización artística. Así pues, la imaginación y la inspiración, con clara base
vanguardista y romántica, ceden espacio a la razón que debe estructurar tales
materiales31.
30
Es muy significativo que, años después, considere a República Barataria también la peor de sus
comedias, como señalaremos más adelante. La única conclusión de esta contradicción es el poco valor
otorgado por el propio autor a ciertas obras vistas desde la lejanía
31
Yamaguchi sitúa una influencia anterior a la lectura de Poe que complementa la formación de Torrente
Ballester en cuanto a la necesidad de estructurar racionalmente la materia literaria. Para este estudioso, El
espíritu de la liturgia, de Romano Guardini, es el primer libro, entre 1931 y 1932, que le muestra la
necesidad de la preocupación por la estructura dramática, ya que en esta obra se perfila el estilo como
“elemento universal o trascendental que contrasta con otros rasgos concretos” [Yamaguchi, 2000, 153].
Aún así, consideramos que la influencia de Poe es mayor, ya que es a partir del descubrimiento de la
triada Poe-Baudelaire-Mallarmé las obras de Torrente Ballester adquieren un carácter individual,
alejándose de las modas, entre ellas del propio vanguardismo meramente formal.
45
Si acudimos de nuevo a otros textos torrentinos para conocer la gestación de
El pavoroso caso del Señor Cualquiera, el propio autor nos informa que “acaeció al
principio un período de creación febril, que a poco me deja sin bachillerato y que se
agotó a los dieciséis años, tras el auto de fe de mis obras completas. Luego un silencio
largo, de estupor y desorientación. Reanudé el oficio a los veintiséis años [1936],
vocado al drama” [Torrente Ballester, 1981, 26]. A pesar de este “silencio largo”, no
podemos pensar que se desentendió de la creación dramática y literaria, ya que en este
periodo es cuando Torrente Ballester escribe Comedia del Arte, posteriormente titulada
El pavoroso caso del Señor Cualquiera. Algunos textos, sin embargo, se perdieron, bien
por descuido o por decisión consciente del propio autor [Torrente Ballester, 1976:43 y
Pérez y Miller, 1989: 183]. La misma suerte que este texto y que aquellos infinitos
papeles “que en mi gaveta se amontonaban” [Torrente Ballester, 1942: 196] pudo haber
corrido el drama del Señor Cualquiera, pero finalmente fue rescatado casualmente por el
artista en 1940.
En su <<Diario de trabajo>> Torrente Ballester nos data la localización de esta
obra: “Hace unos días, revolviendo papeles antiguos, encontré el original de una farsa
que había titulado Comedia del Arte, escrita hace ya bastantes años, anterior al Joven
Tobías en su redacción […] Cualquiera que sea su valor, he decidido publicarla, y hoy
la envié a Pedro para que haga con ella lo que estime mejor” [Torrente Ballester, 1982a,
II, 272]. En una nota anterior, sin embargo, (20 de septiembre de 1940) nos habla de la
génesis de la idea, rondando 1930, pero que fue rehecho el drama “por una apuesta” en
193732, aunque ni esta segunda versión le pareció buena, sino “muy floja y por tanto
olvidada” [Torrente Ballester, 1982a, II, 259]. En cualquier caso, Yamaguchi pudo
contrastar con el propio Torrente Ballester la redacción previa de un cuento publicado
en el diario anarquista La Tierra, el 4 de febrero de 1931, “Cuento que no tiene título”
[Yamaguchi, 2000: 153]33. Tema recurrente, un Guadiana que aparece y desaparece,
32
Si en su <<Diario de trabajo>>, indica que la reescritura de la obra, fruto de una apuesta, es de 1937,
resulta curioso que en el Prefacio a la obra en el volumen Siete ensayos y una farsa, sitúa otra apuesta, de
la que devendrá la obra, antes de la guerra. Cómica situación que no hace sino reflejar cierto desdén con
el que el ferrolano trata esta obra, tratada siempre como mero juego, sin pretensión literaria alguna.
33
Aunque en su <<Diario de trabajo>> se anota que este cuento pudo ser firmado con el seudónimo de
Horacio Pimentel, las declaraciones del propio autor, que señala que “la publicación fue anónima”
[Torrente Ballester, 1982ª: 259], las indagaciones del profesor Yamaguchi y la lectura de este texto, nos
hacen decantarnos por esta opción.
46
para volver a presentarse, éste de la personalidad es un tema que presenta al Torrente
Ballester “más plenamente inserto en las influencias y corrientes de su tiempo” [Paulino
Ayuso, 2000, 195]. Y es que la renovación temática superrealista era el marco perfecto
en el que el ferrolano podría desarrollar aquella reflexión orteguiana sobre la existencia
que “con palabras de Heidegger comparaba la nuestra con el suceso de un hombre a
quien, por sorpresa y sin pedirle permiso, arrojaron de pronto en un escenario, frente al
público” [Torrente Ballester, 1942: 193]. Si bien el propio autor no pudo citar las
palabras de Ortega en esa conferencia, la base temática aportada a la obra torrentina
hacía imprescindible su reproducción:
“Un símil esclarecedor fuera el de alguien que, dormido, es llevado a los
bastidores de un teatro y allí, de un empujón que le despierta, es lanzado
a las baterías, delante del público. Al hallarse allí, ¿qué es lo que haya
este personaje? Pues se halla sumido en una situación difícil sin saber
cómo ni por qué, en una peripecia: la situación difícil consiste en resolver
de algún modo decoroso aquella exposición ante el público, que él no ha
buscado, ni preparado, ni previsto” [Ortega y Gasset, 1976: 230]
Esta imagen heideggeriana en palabras orteguianas será la que influya en el
joven Torrente Ballester. En sus propias palabras, “se me clavó en el alma lo que
entonces estimaba como una verdad cruel, y por muchos años toda la vida de mi espíritu
quedó colgada de aquella frase como de un clavo ardiente”, probablemente por el símil
que estableció el propio autor con “el modo de existir de mi generación entera, tan
dramáticamente arrojada en un mundo en cuyos problemas no tuvo parte” [Torrente
Ballester, 1942: 193]. Un tema como el orteguiano34 es nuevo para el teatro, un tema
donde la linealidad de la fábula carece de relevancia y es hasta contraproducente para
poder desarrollar el tema. Torrente Ballester plantea, al comienzo de la obra y en boca
del señor Cualquiera, esta idea:
34
Hajime Yamaguchi desarrolla en el capítulo dos de su tesis doctoral un muy documentado y profundo
análisis del texto orteguiano en relación con el texto teatral torrentito. Nosotros, sin querer desmerecer la
investigación del profesor Yamaguchi, preferimos remitir a su texto para conocer en profundidad la
intertexualidad de ambos, ya que nuestra orientación debe más a las contextualización de la obra que a la
génesis de la misma. [Yamaguchi, 1998]
47
“He aquí un hombre. El hombre soy yo. El mundo me soporta, me rodea.
¿Vivo en el mundo, es la vida lo que vivo? Vivir es tomar parte de la vida,
amar y aborrecer, dialogar e insultar. Pero mi existencia es un pavoroso
vacío. ¿Por qué me trajeron a la vida? ¡También me trajeron a este
teatro…! Aquí me dieron un traje, en la vida me dieron un nombre. Mi
nombre podría serlo todo. Pero pasa el tiempo. ¿Qué hizo el tiempo de mi
nombre? Como flores de un árbol arrancadas, cada minuto me arrebata
un ser posible […] pero, ¿tengo acaso nombre propio? ¿No es como el de
ese otro, de todos l <<esos otros>> que se me cruzan en la vida,
igualmente grises, igualmente vacíos?” [Torrente Ballester, 1942: 204205]35
La fuerte impresión que le causó esta reflexión filosófica no es consecuencia
de su apego a las vanguardias, sino de su curiosidad intelectual que, del mismo modo
que le llevó a impresionarse por los movimientos vanguardistas36, le llevó a preocuparse
por el hombre coetáneo, tan diferente a aquel que deambulaba por las tablas de los
escenarios. Esto no obsta para que ambas reflexiones se unan en forma dramática, es
más, es razón de peso para que ambas vayan parejas, ya que una nueva reflexión acerca
del hombre, como la de Ortega, necesita un nuevo modo de expresión, como el de las
vanguardias, o, más concretamente, el del superrealismo azoriniano.
Si bien la temática queda justificada como vanguardista, no sólo por teorías
dramáticas más o menos desarrolladas, como el superrealismo, sino por una concepción
filosófica nueva, propia de un tiempo y mentalidad diferente, como es la metafísica y
ontología heideggeriana, aunque dulcificada por Ortega, el desarrollo de la misma debe
35
“La vida deja un margen de posibilidades dentro del mundo, pero no somos libres de estar o no en este
mundo” [Ortega y Gasset: 1976: 276]. El señor Cualquiera ha tenido la posibilidad de no estar en este
mundo, sino en el teatro, donde tiene la esperanza de poder vivir, de realizarse de conocerse a sí mismo.
36
No se puede negar, aún así, el vanguardismo de este planteamiento. En la revista Los cuatro vientos,
Luis Cernuda concibe al poeta como un desterrado que va en contra de lo exterior, lo que resulta
extremadamente difícil, ya que “las limitaciones impuestas por el mundo sobre el individuo son tan
grandes que apenas le deja espacio para crear. El hombre para Cernuda, no vive, es decir, no crea: imita”
[Molina, 1990: 151]. Este planteamiento tiene su parangón en esta farsa torrentina, donde el señor
Cualquiera no desea sino vivir, crear, aunque su fracaso muestre la imposibilidad de su intento.
48
responder a nuevas exigencias, no ya provenientes del público burgués, sino de los
componentes del sistema periférico.
Buscando la coherencia con ese proceso de depuración de la fábula para dar
entrada a lo “fantástico, evocador, misterioso, fantástico y contradictorio en ocasiones”
[De Paco y Díez, 1998: 37] en el teatro, surgen diferentes elementos que ayuden a
romper esa linealidad en busca de la sorpresa del espectador. Elementos misteriosos,
ciertos personajes prototípicos que desarrollarán funciones diferentes a las previstas u
objetos cuasi-mágicos, son algunos de estos elementos rupturistas de la fábula. Pero es
quizá el metateatro el elemento más recurrente en este teatro de vanguardia para
desarrollar tal función. La presencia del teatro dentro del teatro se convierte en muchas
ocasiones en el elemento de extrañamiento o ruptura de la fábula, por la situación ante
la que sitúa al espectador. Del mismo modo que al explicar el tema de la multiplicidad y
el conocimiento de la personalidad señalamos que no se puede vincular exclusivamente
al superrealismo, aunque Azorín lo incluya como uno de sus temas predilectos, la
metateatralidad tampoco puede reducirse a un ámbito tan reducido. De hecho, la
recuperación del planteamiento metateatral tiene una de sus fuentes en el teatro títeres o
marionetas, que alcanzó sus más logradas expresiones en las propuestas futuristas de
Prodecca.
La revalorización del género la había realizado Kleist, quien “traducía
metafóricamente la relación entre el titiritero y su muñeco para mostrar la alienación del
ser humano” [Muñoz-Alonso, 2003: 19], es decir, recuperó el género por su validez
temática. A partir de esta recuperación, Gordon Craig reflexionó sobre el mismo tema
pero orientándolo hacia el arte mismo de la interpretación, surgiendo de este modo su
teorización más notable, el concepto de “supermarioneta”37. La deshumanización tan
buscada en estos experimentos renovadores daba fácil pie a la entrada de estos
conceptos craignanos, a los que Torrente Ballester no fue totalmente ajeno, ya que la
presentación del Señor Cualquiera en esta obra se hace ataviado de “ese delicioso traje
convencional de los tontos que en el circo nos entretienen durante los intermedios”
[Torrente Ballester, 1942: 199]. Sin embargo, y a pesar del éxito del Teatro dei Piccoli
de Vittorio Prodecca en su paso por España en 1924, publicitado, otra vez, por Rivas
Cherif, el teatro de títeres en España tuvo tan sólo dos cultivadores relevantes, aunque,
37
De la influencia de Craig en España hicimos referencia al hablar de Rivas Cherif y volveremos a él más
adelante
49
eso sí, construyendo obras muy logradas, aunque otros autores, como Alberti y su obra
La Pájara Pinta, se vieran influidos tremendamente por este tipo de teatro. Si bien
Valle-Inclán y García Lorca lograron perfectos ejemplos de obras compuestas para
muñecos, es más notable la presencia de este género “por la influencia que ejerció sobre
aspectos importantes de la creación teatral de ambos autores” [Muñoz-Alonso, 2003:
21]38.
Este discurso metateatral tiene, por tanto, un fuerte arraigo en el teatro
vanguardista, proveniente, en gran medida, de este teatro de títeres renovado en
diferentes direcciones desde la vanguardias europeas. Sin embargo, quedaría incompleto
este desarrollo sin obviamos la influencia, mucho más marcada en España que en
Europa, que en esta recuperación tuvo la recuperación del teatro clásico. Y es que la
renovación española está tanto o más orientada a la tradición como a las nuevas ideas
vanguardistas provenientes de fuera. Azorín, por ejemplo, en el enfrentamiento entre los
defensores del teatro de arte y los del teatro-teatro concluye que “la batalla la tienen
ganada los impugnadores de teatro de arte. Pero la respuesta que a los tales se les debe
dar o es la de la innovación, sino precisamente la de la tradición” [Azorín, 1998: 314].
Del mismo modo, Azorín, en otro de sus artículos de ABC, con el significativo título de
“Todo está hecho”, afirma que “no existe nada más pirandelliano que el Anfitrión, de
Plauto, o Los Menecmos, del mismo autor […] Añada usted a esas comedias de Plauto
un poco de imaginación moderna, de teorías científicas modernas (los sueños, el amor,
la relatividad, etc.) y tendrá usted, en Plauto, un pirandelista formidable” [Azorín, 1998:
332]. Max Aub, por su parte, no dudará en “merendarse tranquilamente las normas
clásicas, pero no para hacerlas desaparecer, sino para digerirlas y borrar todo rastro de
crimen” [Aub, 1930: 25]. Por otro lado, muchas medidas renovadoras no son tan
innovadoras como pretendían ser, ya que su origen no es necesariamente vanguardista,
sino tremendamente clásico. Ocurre con el teatro de títeres, donde las enormes figuras
de Craig o de Prodecca en primera fila impiden ver el Retablo de las Maravillas y, en
otra sesión, El Gran Teatro del Mundo, lo mismo que con la influencia del cine, que,
aparte de la ya citada predilección azoriniana por su propensión a mostrar imágenes
subjetivas e inconscientes, ha sido condecorado con las medallas que le reconoce como
38
Jorge Urrutia sitúa dos caminos diferentes respecto al personaje y su deshumanización, el de Alfred
Jarry, consistente en cosificar a los personajes dentro de la mimesis, y de Gordon Craig, teatralizando a
los personajes y desatándoles por completo de la realidad, siendo Valle-Inclán la síntesis de ambas
propuestas [Urrutia, 1983].
50
el promotor de la fragmentación estructural o el perspectivismo expositivo en el teatro.
Bien explica Urrutia que estos rasgos podían explicarse a partir de modelos teatrales
contemporáneos y remontarlos incluso hasta el siglote Oro39.
Centrándonos en la recuperación de este teatro de títeres y de marionetas, uno
de los puntos generadores de la metateatralidad en el teatro renovador, es necesario
presentar la influencia de las ideas vanguardistas al respecto, citadas junto a la
recuperación del teatro clásico, buscada por su anti-realismo. Del teatro de títeres y
guiñol se ha afirmado, en consonancia con esto, que “sus raíces populares, primitivas,
tan próximas a la farsa, como indica A. Espina (1925: 324)40, las aproxima en mayor
medida al gusto de la vanguardia y orienta la construcción de muchos de sus textos”
[Iglesias Santos, 1998: 121]. El propio Torrente Ballester no duda en afirmar que su
deuda con Pirandello es real, pero en cualquier caso siempre inferior a la deuda
contraída con el teatro clásico español y, en el caso concreto de esta obra, con el tema
elegido, que es quien, en realidad termina por imponer la estructura a desarrollar:
“Leída la farsa con el fantasma amenazador del gran dramaturgo
siciliano sobre mi memoria, descubro otros tan importantes fantasmas en
su compañía: las mismas notas que sirvieron de fundamento a la farsa me
los aclaran: Calderón, Cervantes… ¡nada menos! […] Porque eso del
teatro en el teatro –mezclar una acción real con otra puramente
imaginaria, etc.- era el pie forzado al que me obligaba el texto mismo de
Heidegger, siempre presente y más que otro alguno: más que Don
Quijote, que El Gran Teatro del Mundo y que La farsa y licencia de la
reina castiza. Mucho más, desde luego, que los Sei personaggi in cerca
d’autore” [Torrente Ballester, 1942, 196]
39
“Cabe la duda de si el origen de las nuevas formas dramáticas no estaba ya en un teatro contemporáneo
de un cine demasiado primitivo como para influir o, incluso, anterior” [Urrutia, 1992: 50]. Del mismo
modo, Iglesias Santos confirma esta postura al afirmar respecto al teatro clásico que “La variedad de
escenas, la sucesión de cuadros –y por consiguiente de espacios distintos- y el ritmo vertiginoso que lo
caracterizan, concuerdan armónicamente con la sensibilidad moderna y lo acercan a la máxima expresión
de ésta: el cine” [Iglesias Santos, 1998: 119]
40
La profesora Iglesias Santos hace referencia al artículo aparecido en la Revista de Occidente, “Las
dramáticas del momento” [Revista de Occidente, XXX, 1925: 316-329].
51
Dejando a un lado la necesaria imposición formal que demandaba el tema
elegido, y que como vemos prima sobre cualquier otra tendencia, cabe resaltar que las
influencias para explicar esta metateatralidad las busque no en las vanguardias más
modernas, como Pirandello, sino en la tradición española más clásica y en el
vanguardista español más relevante, como es Valle-Inclán, el más claro heredero del
siglo XX español de las formas breves de nuestro teatro clásico. Para Paulino Ayuso, la
influencia de Valle-Inclán se presenta bajo la forma de “modelo para la configuración
externa de la pieza teatral, por la simplificación de los personajes en muñecos y su
caracterización” [Paulino Ayuso, 2000: 203] La influencia de Cervantes, como en toda
la obra torrentina, aparece muy marcada, tanto por el juego teatral de la realidad y la
ilusión, con los distintos planos de perspectiva “aplicable tanto a los entremeses como al
episodio de Maese Pedro en el Quijote” [Ibíd..], como por la presentación de un
personaje que pretende vivir en el mundo de la literatura y realizarse como persona en
él41. La influencia de Calderón vendría explicada por el recurrente Azorín, al afirmar
que “los autos calderonianos son el dechado del más abstracto e intelectual teatro. Luis
Pirandello no hace nada más intelectual y abstracto” [Azorín, 1998: 329]. Aunque no
aparezca citada en este párrafo de la introducción, la obra torrentina hace constante
referencia en la primera parte a la necesaria improvisación impuesta por el nuevo
personaje en escena. Esta idea nos remite, inevitablemente, a la clásica Commedia
dell’Arte, muy en boga entre los directores teatrales vanguardistas, como Meyerhold,
Evréinov o Copeau, y entre algunos autores españoles, como Azorín y su Comedia del
arte, un “teatro que se escenifica con la palabras improvisadas del actor sobre una
situación creada por el autor” [Bobes Naves, 2005: 45-46]. Sigue, por tanto, Torrente
Ballester encauzando su obra, tanto por tema como por sus principios rectores,
multiplicidad de la personalidad y depuración de la fábula, ambos ya explicados, en el
mundo vanguardista a través de la influencia de los clásicos42, ya que como explicó
41
Jesús G. Maestro nos ofrece otro paralelismo entre Cervantes y Torrente Ballester al presentarnos una
actitud hacia su propio teatro muy similar: “Ante algunas de las declaraciones de Torrente sobre su propia
obra teatral resulta inevitable el recuerdo de un dramaturgo como Cervantes, así como la lectura del
<<Prólogo al lector>> (1615) con el que el escritor alcalaíno daba a la imprenta sus Ocho comedias y
ocho entremeses nuevos, nunca representados, insistiendo ante el público en la frustración que supuso
para él su fracaso como dramaturgo” [G. Maestro, 2000: 164]
42
Insistiremos un poco más adelante en este aspecto de la renovación, la vanguardia y la recuperación de
la tradición, cuando estudiemos los géneros y el nuevo público de estos campo42 Jesús G. Maestro nos
52
Dougherty la estudiar la influencia de Tirso de Molina en este período inicial del siglo
XX “recobrar la dramaturgia clásica significaba, en la década de los veinte, potenciar la
dramaturgia de vanguardia” [en Muñoz-Alonso, 2003: 59].
1.1.2.- El pavoroso caso del señor Cualquiera
Dentro de este amplio esquema dramático, de influencias diversas pero todas
ellas vanguardistas, cabe citar como ejemplo paradigmático la obra de El pavoroso caso
del Señor Cualquiera. El esquema metateatral desarrollado en esta obra se presenta a
través de dos vertientes: por un lado, la comedia que se representa y que introduce el
propio Autor en una especie de prólogo muy interesante; por otro lado, la obra se
presenta bajo una modalidad grotesca, protagonizada por el Señor Cualquiera, cuya
búsqueda de identidad no es sino tragedia por su final. Se presenta, de este modo, una
dicotomía escénica, un modo cómico y otro trágico, a la que hay que añadir la obra que
ve el espectador, simbiosis de ambas, es decir, una farsa. La ligazón establecida entre
ambas surge del recurso dramático del humor, pero en grados diferentes. Por un lado, la
comedia representada es una parodia del teatro poético modernista, similar al escrito por
Marquina y Villaespesa, en palabras de Paulino Ayuso [Paulino Ayuso, 2000: 198], que
es descontextualizado y exagerado hasta el extremo. La tragedia del señor Cualquiera,
sin embargo, está presidida por el humorismo, entendido como percepción del
sentimiento de lo contrario. Del desajuste entre ambas realidades escénicas y del
diferente uso del recurso del humor, surge la citada farsa, que no es sino la pura ironía
de la incomprensión entre la subjetividad de uno, el señor Cualquiera, y el mundo que lo
rodea, que no es sino teatro, máscara.
Sería éste, a grandes rasgos, el esquema desarrollado en esta obra, que está
plenamente inserto en aquella tendencia vanguardista que Ortega y Gasset denominó “la
ofrece otro paralelismo entre Cervantes y Torrente Ballester al presentarnos una actitud hacia su propio
teatro muy similar: “Ante algunas de las declaraciones de Torrente sobre su propia obra teatral resulta
inevitable el recuerdo de un dramaturgo como Cervantes, así como la lectura del <<Prólogo al lector>>
(1615) con el que el escritor alcalaíno daba a la imprenta sus Ocho comedias y ocho entremeses nuevos,
nunca representados, insistiendo ante el público en la frustración que supuso para él su fracaso como
dramaturgo” [G. Maestro, 2000: 164]
42
Insistiremos un poco más adelante en este aspecto de la renovación, la vanguardia y la recuperación de
la tradición, cuando estudiemos los géneros y el nuevo público de estos s periféricos.
53
vuelta del revés”. Al referirse a la obra pirandeliana de Seis personajes en busca de
autor, Ortega confirma que en ella “se advierte ejemplarmente la dificultad del gran
público para acomodar la visión a esta perspectiva invertida. Va buscando el drama
humano que la obra constantemente desvirtúa, retira e ironiza, poniendo en su lugar –
esto es, en primer plano- la ficción teatral misma, como tal ficción” [Ortega y Gasset,
2005: 188]. Salvando las distancias de ejecución ambas obras comparten esta “vuelta
del revés” de las convenciones teatrales, a través del metateatro y con un mismo fin,
“reteatralizar el teatro”. Existe, sin embargo, algo más que una mera diferencia de
ejecución entre ambas obras. Y es que el planteamiento, sin ser diametralmente opuesto,
difiere en un punto clave. Pirandello, en una de las explicaciones de su teatro, afirmó
que
“cuando uno vive, vive y no se ve. Ahora bien, haced que se vea en el acto
de vivir, preso de sus pasiones, poniéndolo frente a un espejo o queda
atónito y desconcertado ante su propio aspecto, o desvía la mirada para
no verse, o, indignado, escupe a su imagen, o levanta airadamente el puño
cual si fuera a destrozarla. Y si lloraba, ya no puede llorar y, si reía, no
puede ya reír. De esto se deriva, a la postre, forzosamente, una
desventura. En tal desventura consiste mi teatro” [en Monner Sans, 1947:
59]
Torrente Ballester, por el contrario, no desarrolla esta obra para plantear tal
desventura, sino que parte de una situación anterior, situando al hombre en la búsqueda
de su verdadera imagen, de ese espejo que le devuelva la auténtica realidad de lo que es,
aunque pueda resultar que ésta no le sea agradable43. Esta diferencia radica en la
diferente finalidad perseguida por ambos autores. Mientras que el siciliano plantea,
entre otros, dos problemas estéticos principales, “la autonomía del personaje respecto a
su creador y el proceso elaborativo de la obra artística” [Monner Sans, 1947: 78],
Torrente Ballester recoge el legado pirandelliano para llevarlo más allá, teorizando a
43
Es curioso cómo en las colaboraciones cinematográficas de Torrente Ballester, años después, esté
también presente esta metáfora del espejo, tal como señala Paz Gago: “La imagen dentro de la imagen, el
guiño metavisual plasmado en el espejo o en el cuadro, es una constante en los textos guionísticos y
novelísticos de Torrente Ballester” [Paz Gago, 2001: 148]. Quedaría por añadir que, al menos en esta
primera obra teatral está presente también tal recurso.
54
través del drama, acerca de la realidad y la personalidad, más allá de la mera teorización
literaria, planteando un enigma metafísico44. Si los personajes de Pirandello buscan un
autor para representar su obra, para vivir, “lo que para ustedes es una ilusión que se
debe crear, para nosotros, sin embargo, es nuestra única realidad” [Pirandello, 1998:
157], desacralizando de esta manera la convención artística, el señor Cualquiera busca
vivir en la representación de otros, no junto a ellos, sino en su representación de un
papel, rodeado de máscaras que no reflejan la verdadera personalidad en el espejo:
“¡Quiero encontrar en el mundo mi existencia, pero estoy un poco en la
luna! Por eso descendí al escenario en vez de entrar por la puerta. ¡Ah,
pero descendí a la vida! Aquí hay vida, y aquí viviré. Entro como
cualquiera, saldré con un nombre. Todo lo puedo ser: héroe o traidor,
santo o malvado […] ¡He encontrado la existencia, que esa que deje atrás
con mis trajes de hombre civil era una trampa y un escenario!” [Torrente
Ballester, 1942: 205]
Queda marcado de este modo el arraigo vital de esta obra, tan característica de
las vanguardias, que buscan hacerse eco de la vida realmente “real”, aquella que supera
las convenciones teatrales burguesas. Se propone el autor “entender el enigma de la
existencia como un enigma, sin dar solución” [Paulino Ayuso, 2000: 192], tomando
como recurso dramático la metateatralidad, mostrando de este modo “la implicación de
arte y vida, o la reelaboración de la vida en un arte autónomo en sus formas” [Ibíd.:
191]. De lo que sí se sirve Torrente Ballester como heredero e influido por Pirandello,
es de la “analítica de la personalidad humana concebida como carácter [que] pone de
relieve su falsedad esencial” [Torrente Ballester, 1941: 256]. La influencia pirandelliana
se advertirá, por tanto, “en las relaciones Autor/personaje, el esfuerzo de éste por
representarse y así existir, su necesidad de otros actores para mostrar su vida, la escena
autosuficiente y el teatro en el teatro” [Paulino Ayuso, 2000: 203]. Si bien hemos
44
Esto no implica que la obra de Pirandello se reduzca a una mera reflexión literaria, excelentemente
ejecutada, ya que los pueden, y creemos que deben, entenderse como metáforas de los espectadores, tanto
en cuanto su personalidad se ha formado e individualizado en procesos similares a los de éstos. Son tan
reales como ellos. Del mismo modo, Torrente Ballester no es ajeno a la teorización del teatro en esta obra,
ya que plantea, como veremos inmediatamente, un comienzo donde los problemas y convenciones
teatrales vigentes son enjuiciados.
55
planteado muy esquemáticamente el planteamiento metateatral de esta obra, queda
desarrollar éste para situar a Torrente Ballester dentro del campo periférico que son las
vanguardias.
Esta metateatralidad de la obra, como ya hemos señalado, viene
principalmente impuesta por el tema,
a partir del cual el autor “construye
escénicamente la metáfora del mundo-teatro con una impresión inevitable de totalidad
[…] Y si es el mundo teatro será el <<drama>>, vida” [Paulino Ayuso, 2000, 200].
Frente a una comedia de “tantos y tan deliciosos figurines, del romántico más puro […]
con una trama tan fina, tan sentimental, tan delicada”, que nos presenta el Autor, el
señor Cualquiera representará, involuntariamente, su tragedia, aquella que le lleva a
sentirse con “el dolor [que] se aprieta en mí de tanto como encierro, y anhelo que se
escape y me deje ligero y libre de su pesar” [Torrente Ballester, 1942: 200]. Dos
planteamientos escénicos que dan la ya citada “vuelta del revés” orteguiana a las
convenciones y presupuestos del público. Sin embargo, este planteamiento se desarrolla
antes de la llegada del señor Cualquiera, en el momento de abrir el telón y con la
aparición del Autor en escena, como dijimos anteriormente. El teatro comercial de esos
años predisponía bastante poco al espectador o lector a enfrentarse con la figura del
AUTOR al izarse el telón, sobre todo si éste se presenta “caracterizado según la moda
romántica más estricta –frac y pantalón negros, encajes blancos, sombrero de copa y
sombrero de copa–
[…] encaramado sobre una banqueta de <<american bar>>”
[Torrente Ballester, 1942: 197]. La acotación del autor servirá para acentuar
escénicamente la extrañeza de esta aparición inicial, ya que “su faz, pálida por la falta
de maquillaje, destaca de una manera precisamente fantasmal sobre el fondo verdoso
del fondo que sirve como decorado” [Ibíd.]. Esta ruptura inicial será bastante usada por
los dramaturgos españoles en estos años, especialmente lograda su ejecución por Lorca,
cuyos prólogos con la presencia del autor, e director o un personaje “desempeña[n] una
función metateatral; se coloca[n] como intermediario entre el texto y el espectador y da
una interpretación del teatro y del trabajo del autor, como si fuera un narrador
omnisciente” [Di Gesú, 2006: 84]. El uso que hace Torrente Ballester de este recurso es
similar, ya que durante esta aparición inicial el Autor nos describe las dificultades que
se le presentaron en el drama (iniciar el drama presentando a los diferentes personajes),
las posibles soluciones al problema (a través de “la trivialidad de todas las primeras
escenas en los dramas y comedias al uso” o, por el contrario, “a ver si el ingenio
momentáneo de las circunstancias me ayudan a resolver este primer tropiezo” [Torrente
56
Ballester, 1942: 198]), para terminar refiriéndose al trabajo del autor (reflexionando
acerca de las “interioridades del oficio” [Ibíd.]). Esta reflexión ante los espectadores es
la que plantea el tema real de la obra:
“¿Sabéis como se le ocurre a uno una comedia? […] Por ejemplo va uno
por la calle, pensando entre sí casi siempre las cosas más raras, y, de
pronto, se tropieza con un señor corriente, vulgar, con un señor
cualquiera […] El señor cualquiera se habrá perdido para siempre
simplemente con dar la vuelta a una esquina, pero su huella ha quedado,
convertida en materia poética, apta para que la imaginación la tome
como pretexto de un drama que no existió nunca sino en la imaginación
misma” [Ibíd.]
Hete aquí que el espectador ve ante sí el proceso dramático in situ, al
descender desde el telar sorprendentemente el señor Cualquiera, la fuente de inspiración
del dramaturgo. Pero no es su obra, no es la comedia que no supo empezar y a la que
terminó por dar forma dramática, sino que es una idea, supuestamente un personaje con
su historia con el que “en la paz del estudio, yo fumando, podremos dialogar” [Torrente
Ballester, 1942: 199]. Aparte de la clara referencia al diálogo unamuniano con Augusto
Pérez, el planteamiento de Torrente Ballester se desmarca desde el principio de la
reflexión teórica acerca del teatro y de la literatura en general, ya que el señor
Cualquiera afirma que “no quiero un papel en tu comedia, sino, más bien, mi papel en
un drama que es precisamente el mío” [Ibíd.]. Del mismo modo que Augusto Pérez
quería seguir su propia voluntad y que los personajes de Pirandello representar su vida,
nuestro protagonista quiere representar su drama, con la diferencia de ser “justamente
ese Señor Cualquiera que se tropezó contigo en el tumulto de la calle, y en cuyos ojos
descubriste la chispa de un problema, y que de esta vez no se ha perdido para siempre”
[Ibíd.].
La diferencia estudiada más arriba se plantea, por tanto, desde el principio de
la obra. El esquema metateatral queda planteado desde aquí y se desarrollará a través de
diferentes recursos, como la aparición del Tramoyista en la escena, del Apuntador al
final de la segunda parte y de un Policía en el proscenio, que no es “sino un amigo de
este señor que quiso ayudarle para que yo me fuera. Pero los dos han caído en la trampa,
en mi misma trampa, y están, lo mismo que yo, presos en la magia del escenario, y si
57
quieren salir airosos, tendrán que representar” [Torrente Ballester, 1942: 201]. La
trampa que le ha arrojado al escenario al señor Cualquiera es la misma que atrapa a los
demás personajes de la obra, todos a merced del público, cuya presencia se hace patente
en la obra a través de las voces que san del patio de butacas pidiéndole “¡Que no se
vaya! ¡Quereos su drama!”, todo porque, como dice el señor Cualquiera “les he sido
simpático” [Ibíd.].
Surge una nueva obra a representar, pero manteniendo el esquema de la
anterior. Esta nueva obra que se representará dentro de la obra marco utilizará los
mismos actores, porque “mi drama tiene un único papel. Para los demás, sirven los de
cualquier reparto. Los del suyo, por ejemplo” [Torrente Ballester, 1942: 202]. Si esto es
así es porque al señor Cualquiera no le preocupa, en realidad, la trama, la intriga,
quedando reducida ésta a la mínima expresión, ya que su único objetivo en situarse en el
mundo, aunque éste sea mera representación, lo que le mostrará, finalmente la tragedia
de su existencia. Lo único que busca es vivir, por lo que no dudará en arengar a los
personajes de la obra a “¡Empezar, pues! Yo estaré atento, y en el momento oportuno,
¡zas!, entro y vivo, resuelvo mi existencia… ¡Aunque el Espadón me mate y el Cura me
excomulgue” [Torrente Ballester, 1942: 205].
Esta configuración metateatral tiene sus consecuencias, por tanto, en la
construcción de los personajes, tanto en el nivel de sus intervenciones como en el plano
de la acción. Surge una necesaria improvisación impuesta por la presencia del señor
Cualquiera en la obra. De este modo entra a formar parte del desarrollo del esquema
dramático la Commedia dell’Arte [Torrente Ballester, 1942: 202 y 203], que citamos
con anterioridad como clara influencia en la recuperación del recurso metateatral por
parte de las vanguardias45. Sin embargo, Torrente Ballester da una vuelta de tuerca a
este recurso, ya que no serán los actores los que tengan que improvisar, sino el propio
señor Cualquiera. “Sabéis lo que escribió el Autor. Yo haré el resto”, es la orden del
nuevo protagonista. Es, por tanto, éste el que tendrá que improvisar para adaptarse a la
realidad teatral, que él mismo quiere dar por empírica para saber su lugar en el mundo,
aunque sea éste una mera máscara.
45
Azorín, en la anteriormente citada Comedia del Arte, presenta, con estilo también muy pirandelliano,
“la posibilidad de que el actor tenga libertad y competencia para improvisar los diálogos sobre la
situación que un autor le ofrece” [Bobes Naves 2005: 46]
58
Los actores, de este modo, son obligados a representar el drama del señor
Cualquiera, ya que no actúan, al menos de momento, como actores, sino como
personajes. Ataviados “de manera convencional y exagerada, como muñecos de farsa
[…] colorines en los trajes, motas de carmín en el rostro y aire de muñecos” [Torrente
Ballester, 1942: 202], remarcando de este modo el papel de farsa, de representación que
ese juego tiene desde el principio, los nuevos personajes en escena aparecen vinculados
y totalmente deudores de su papel. Sólo se nos revela su realidad y voluntad de actores
en dos momentos de esta primera parte: primero, cuando la voz de uno de los actores se
oye desde el escenario gritar “Nosotros no vamos ¡Ea!” [Torrente Ballester, 1942: 203].
No es un actor concreto el que profiere el grito, sino alguno de ellos, indeterminado,
inidentificable para el espectador, carente de personalidad, sólo una voz; el segundo
momento, mucho más relevante, es cuando la Reina proclama que “yo también quiero
echar mi cuarto a espadas”. Si el poeta la responde que no es éste el decir propio de una
princesa, ella no duda en terminar afirmando que “no soy la Reina todavía” [Torrente
Ballester, 1942: 207]. Si esta afirmación es relevante es por ser prácticamente la única
que revela la verdadera cara de los actores, despojados de su máscara, y, por otro lado,
ser la misma actriz y no la Reina, la que, al final de la obra, desvela el engaño que el
señor Cualquiera ha vivido sobre el escenario, dando fin trágico a la comedia en la que
quería vivir. El resto de las intervenciones de los actores en esta primera parte de la
obra, en la que no se llega representar la obra marco, se realizan desde su papel
representado, que seguirán desarrollando durante la segunda parte, donde el nuevo actor
entra ya a vivir dentro de la escena. Esta dualidad ontológica presentada entre persona y
personaje acentuará el final trágico de la obra, cuando se le desvele al señor Cualquiera
la realidad lúdica de lo representado, no la realidad en que ha creído existir.
Presentado este esquema al espectador, Torrente Ballester da paso a la
representación de la obra, ya que, como señala el señor Cualquiera “tengo urgencia de
vivir”, pero, al mismo tiempo, es el momento idóneo, ya que se ha logrado dar solución
a aquel problema que el Autor al principio de la obra nos presentó como irresoluto:
cómo dar comienzo a la obra: “El público ya sabe quién somos y, sobre todo, ya sabe
quién soy. ¡A bajar el telón, rápidamente, a bajar el telón! [Torrente Ballester, 1942:
206 y 207]. De este modo se inicia la representación de lo que será el drama del señor
Cualquiera, con un esquema teatral totalmente convencionalizado, pero a través del cual
él pretende relacionarse con el mundo y, de este modo, existir. No duda el nuevo
protagonista en usar estas convenciones, tan manidas que él mismo podrá intervenir sin
59
desentonar. Adquiere el papel de director o autor de la obra al remarcar la convención
de todos y cada uno de los papeles que juegan en esta representación:
“Os daré instrucciones: sed sinceros: Yo te amaré, Reina; pero tú puedes
no quererme: es lo más seguro. Y tú, Poeta, a quien no admiro, me harás
un soneto satírico ¡Admirable, un soneto satírico! Puede empezar así:
<<Hombre
de pantalones remendados – que lleva una sartén en el
chaleco…>>. ¿No lo encuentra bueno? Por lo menos es verdadero, porque
efectivamente llevo una sartén en el chaleco: ya lo veréis cuando riña con
el Espadón y tenga que quedarme, ceremoniosamente en mangas de
camisa. Porque nos hemos de batir, ¿no es cierto, Espadón querido?”
[Torrente Ballester, 1942: 206].
Este convencionalismo de la obra a representar facilita al señor Cualquiera,
como hemos dicho su papel en ella, que se reduce a ser en ella, a vivir en ella, y queda
remarcada por la presencia de los personajes, que, al menos de momento, actúan como
tales, nunca como personas, con sus excepciones, que hemos señalado antes. La primera
escena de la obra, entre el Bufón, el Espadón y el Poeta responde perfectamente a ese
horizonte de expectativas que predominaba en aquella pequeña burguesía que dominaba
los procesos de canonización del teatro comercial. Se plantea el conflicto clásico entre
las armas y las letras, entre el Espadón y el Poeta, “¡Afeminamiento, decadencia,
perversión! Si las mujeres aman a los intelectuales, el mundo está perdido” [Torrente
Ballester, 1942: 208]; la caracterización del Poeta responde a las expectativas más
clásicas, “busca metáforas en el jardín y en el cielo […] Calla, suspira, contempla […]
Vuelve a suspirar y queda contemplando” [Torrente Ballester, 1942: 207-208]; el
Bufón, por su parte, es, a pesar de su indumentaria, uno de los personajes más
poderosos de la corte, “Yo sirvo a la Reina sus chinelas cuando se levanta, recibo sus
gratas cachetinas, la contemplo cuando está furiosa porque se le soltó un punto a su
delicada media o porque la corona le pesa. En una palabra: yo registro, contemplo y
padezco sus más íntimos actos” [Torrente Ballester, 1942: 207]; la Cotorrona, en su
clásico papel de correveidile, remarca también este convencionalismo; el Doctor en su
actitud pedante, sus latinajos ostentosos y su hacer pretencioso, “Mutati mutandis, ya
estoy aquí […] Con palabras de Hipócrates lo digo […] ¿Burla mi prescripción
60
facultativa y sale de su cuarto?” [Torrente Ballester, 1942: 212 y 214], responde del
mismo modo a esos esquemas convencionales.
Pero Torrente Ballester desarrolla en esta segunda parte de la obra una
deformación grotesca del teatro pseudorromántico, desarticulando y mostrando la
realidad paródica de estas convencionalizaciones teatrales. Del buen uso de esta
carpintería teatral se hizo en tiempos, Torrente Ballester no rescata nada más que
aquellas notas convencionales en clave paródica, resultando totalmente anacrónicas al
espectador de aquellos años. Con la entrada de la Cotorrona el lenguaje se musicaliza y
versifica, dando pie a una escena paródica, bastante lograda, a nuestro entender, por la
desarticulación del género que supone este diálogo versificado junto a la figura del
señor Cualquiera vestido de payaso. Todo el lenguaje de esta segunda parte de la obra
resulta, por la forma de la comedia que se representa, caduco, predecible, anacrónico y,
en ocasiones, desajustado a las expectativas de público sobre la obra. Como muestra las
respuestas de la Reina a la petición del Doctor de guardar reposo: “¡Me importa un pito!
[…] ¿Querrás un tortazo?” [Torrente Ballester, 1942: 217]; de tal modo se refuerza la
convencionalidad de todos los personajes y de la trama, desestructurada por el esquema
metateatral que hace patente su carecer ilusorio, del mismo modo que ocurre con la
intriga, con la disputa entre el Poeta y el Espadón por el amor de la Reina, una revisión,
en definitiva, de un clásico conflicto, pero al que Torrente Ballester añade un tercer
elemento, tanto en la búsqueda del amor de la princesa, con la presencia del Bufón,
como en el conflicto de las armas y las letras, con la presencia del Doctor Jeringa46.
Queda de este modo parodiado uno de los modelos o esquemas teatrales de
éxito en el teatro comercial, hecho que se refuerza a través del esquema metateatral que
desarticula las convenciones sobre las que este teatro se fundamenta y tiene en el señor
Cualquiera y sus intervenciones la base de este desengaño de la ilusión de realidad. Y es
que las primeras intervenciones del señor Cualquiera en esta obra, que se desarrolla
siguiendo los acontecimientos dictados por el Autor en su momento, son la muestra de
los tanteos por situarse dentro de la comedia, definir su papel ante la situación
planteada, el mal de amores de la Reina. Si todos los personajes desarrollan su papel
46
Si bien al principio de la representación se plantea el conflicto entre el Poeta y el Espadón, la llegada
del Doctor añade una tercera perspectiva sobre el conflicto clásico: “¿Quién a pujar se atreve con mi
importancia? Tú ganarás batallas; tú compondrás poemas. Yo tengo n mis manos la vida y la muerte de
los hombres. Ese romántico atuendo, señor Poeta, te denuncia como cursi; el tuyo, señor Espadón, te
revela insensato. Pero el mío es imponente” [Torrente Ballester, 1942: 213]
61
siguiendo las directrices del texto, el nuevo personaje lucha por encontrarse en la
intriga, situándose en la terna de los enamorados, “de los amantes, éste es el tres […] el
remedio está delante: es a mí a quien amará” [Torrente Ballester, 1942: 211 y 212].
Definirse como personaje en la obra supondrá para él la posibilidad de constituirse
como persona, por lo que su primera intención será encontrar su propia definición:
“CUALQUIERA.- ¡Música pitagórica, palabras rimadas, canciones,
sonetos! ¡Quiero ser poeta, sí, quiero ser poeta!
BUFÓN.- Pero ese papel está repartido
CUALQUIERA.- No es mi papel, no; no es mi papel”
[Torrente Ballester, 1942: 210]
Su definitiva definición de personalidad la adoptará avanzada la representación
y conocido el fin de su drama, que no es sino alcanzar el amor de la princesa. Su
definición será la suma de los valores de los demás pretendientes, completando de este
modo una definición de la que carecía antes de comenzar la representación: “Yo soy un
hombre entero, y éstos son hombres incompletos. Pero yo soy valeroso como tú, y
gracioso como tú, e inspirado como tú. Por eso la Reina me ama […] ¿Os enojáis? Soy
el único rival en vuestro amor y por es no podéis soportarme. ¿Qué me importa? La
hora de mi triunfo se acerca: voy a humillaros” [Torrente Ballester, 1942: 215].
Enamorado de la Reina, ese es su papel, esa es su vida, al menos dentro de la
representación, y lo desarrolla en consonancia con los otros personajes con los que
comparte esta ilusoria realidad. Sus reacciones al inicio son las mismas que las de
algunos personajes, como el Espadón y el Poeta [Torrente Ballester, 1942: 209-211],
pero hallada su personalidad no duda en sobreponerse a ellos: “tú no eres el amante,
ridículo general, porque en tus barbas se ríe de tu ridícula faz. Ni tú tampoco lo eres,
metafórico galán, que lo que tus versos dicen ella no quiere escuchar” [Torrente
Ballester, 1942: 211]. El lenguaje rimado de este breve párrafo, al igual que el de sus
intervenciones anteriores en esta segunda parte de la obra, es otra muestra de la
inmersión en esa realidad por parte del señor Cualquiera, pero que queda desarticulada
ante el espectador por el traje con el que se presentó en escena y que sigue utilizando
para representar, propio del clown, y por su actitud, desligada de sus palabras, más
acordes con las de los otros personajes. Si por un lado, comienza tomando su texto de
los demás personajes en busca de esa vida en la obra, sus acciones desentonan en la
62
obra marco donde quiere vivir: “La Reina ocupa su sitial. El Espadón, el Poeta y el
Poeta la rodean. Un poco al margen, el Doctor cuchichea con la Cotorrona. Cualquiera
se sienta en el suelo, dando vueltas al sombrero” [Torrente Ballester, 1942: 217].
Pero no es sólo el traje y sus actos los que descontextualizan su presencia en el
escenario. También el lenguaje de los personajes hace explícita esta metateatralidad,
especialmente a través de los anacronismos: “Señor Cualquiera, sois un esquizofrénico
[…] Tengo que examinaros a la luz del psicoanálisis” [Torrente Ballester, 1942: 214]. A
pesar de su autoconocimiento y haciendo evidente lo que de ilusión tiene el teatro, todas
estas intervenciones del señor Cualquiera son respondidas con sorpresa y rechazando
sus aportaciones por los otros personajes, en función del esquema metateatral planteado
en la primera parte de la obra. De este modo, no duda en afirmar el Bufón que
“estábamos tan entusiasmados con la comedia, que nos duele tener que abandonarla
precisamente cuando a ti se te ocurra. Pero ya nos iremos acostumbrando” [Torrente
Ballester, 1942: 210]; o, más adelante, el Doctor ante la amenaza del señor Cualquiera
“en mi papel no se indica qué debo hacer en caso de amenazas; así que no sé qué
responderos” [Torrente Ballester, 1942: 214]. Siguiendo el planteamiento orteguiano de
la metáfora de Heidegger, no es sólo conocerse a uno mismo, sino conocerse en relación
con el mundo, y, en el caso particular del señor Cualquiera, tal relación no es de
reconocimiento:
“DOCTOR.- Este sujeto se me atraganta”
POETA.-Es intolerable
ESPADÓN.-Insoportable
BUFÓN.-Imperdonable
POETA.- ¡Me estropeó un párrafo precioso sobre las armas y las letras!
BUFÓN.- Y a mí aquel chiste tan gracioso sobre tus faltas de ortografía
ESPADÓN.- ¿Y el sublime momento en que te desafío, Doctor, a un duelo a
primera sangre? ¡Oh, me lo chafó también!”
[Torrente Ballester, 1942: 215-216]
En este texto y otros similares47 se remarca la dicotomía, planteada en la
primera parte, respecto a los actores en la que se disocia le personaje y la persona que lo
47
“ESPADÓN.- Ha enojado a la Reina. Le voy a matar
POETA.- Ha enojado a la Reina. Le voy a escupir al rostro
63
representa, quedando ausente, como señalamos anteriormente ésta, con una única
excepción, la de la Reina. Ante el papel del señor Cualquiera, la respuesta de los demás
personajes es como tales personajes, nunca como la de los actores que los encarnan.
Será nuevamente la Reina la que haga presente la voluntad de la persona que encarna el
papel: “Estoy decidida. Me retiro” [Torrente Ballester, 1942: 219]. Surge, nuevamente,
como en la primera parte, el temor del señor Cualquiera a perder la vida que ha logrado
sobre el escenario, por lo que suplica encarecidamente a los personajes que prosigan con
la representación. No atiende, por tanto, a las advertencias de la única persona sobre el
escenario, Ana, la actriz que encarna a la Reina, sino que pide a los personajes que
prosigan con la representación para mantenerse vivo en aquel mundo en el que es
alguien. La dicotomía entre persona y personaje empieza a partir de este momento a
hacerse visible entre los demás personajes, que harán su aparición como actores y no
como los personajes de la obra sobre las tablas. De este modo, el duelo entre el Bufón y
el señor Cualquiera se desarrolla en un ámbito diferente al de la propia obra:
“BUFÓN.- (Muy serio, con aire de dignidad, ofendido) Ese hombre ha
puesto en duda mi ingenio, pues que a mi ingenio reta, y no puedo
tolerarlo. ¡En público, en el escenario, delante de toda esta gente! ¿Y mi
porvenir, si mi rajo? ¿Y mi crédito, si no acepto? Es a mí, no al Bufón a
quien desafía” [Torrente Ballester, 1942: 221]
De este modo, la presencia de los actores, dejando atrás el papel que han
venido desarrollando en la obra, se hace patente a través de la acentuación de la
metateatralidad. Si el señor Cualquier ha logrado vivir en esa escena, “ahora que he
encontrado mi papel, no os vayáis, no podéis iros” [Torrente Ballester, 1942: 220], los
actores no han vivido como tales, sino a través de las máscaras de sus personajes. Es a
partir de la definición del papel del señor Cualquiera desde donde los personajes
abandonan su máscara para entrelazar escenas como personas y otras como personajes,
llevando el juego de la metateatralidad hasta el clímax en esta segunda parte, a partir del
duelo de ingenio. Este ir y venir de juicios y perspectivas de las personas y de los
personajes, que aparecen entremezclados, poseen una clara lógica interna. Mientras que
las opiniones de los actores se verterán alejados de la escena principal, apartados del
BUFÓN.- Ha enojado a la Reina. Me voy a reír de él” [Torrente Ballester, 1942: 219]
64
señor Cualquiera y del resto de los personajes, las perspectivas de los personajes
aparecerán, por ejemplo, al acercarse a la Reina, aunque alejados de ella no duden en
llamarla Ana.
Dentro de la nueva obra, por tanto, se plantea un nuevo esquema
metateatral, a partir de aquellos personajes que hablan y actúan de una manera estando
en el centro o apartados de la obra marco.
Respecto al significativo momento del duelo, punto de inflexión a partir del
cual la obra tomará derroteros poco previsibles, se presenta, según las indicaciones de
Torrente Ballester “con la mayor seriedad por los combatientes, y seguida por la mayor
atención por los otros personajes, se verifica con rapidez, agilidad, emoción y todo el
ímpetu y pasión de un verdadero duelo” [Torrente Ballester, 1942: 222]. Esta
caracterización del autor nos sitúa en una realidad totalmente distante de la que se
representaba hasta el momento, acentuando diferencia entre una realidad y otra. La
derrota del Bufón en el duelo de ingenio con el señor Cualquiera, y que le hará dueño de
toda la escena48, es fiel reflejo de esta dicotomía entre persona y personaje, que sí se
hace patente y explícita en los personajes de la obra y no en el señor Cualquiera. Su
derrota viene provocada por el decoro que como personaje, debe guardar y que le
impide completar el reto verbal lanzado por el señor Cualquiera:
“BUFÓN.- ¡Ay, mi joroba!
CUALQUIERA.- ¡Ay, mi sartén!
BUFÓN- ¡Me ha resultado requetebién!
CUALQUIERA.- ¡Ay tu sombrero, que baila en la cuerda!
BUFÓN.- (Con ímpetu) ¡Dile al sombrero que vaya a la … (Titubea) que
vaya a la… (Enmudece)” [Torrente Ballester, 1942: 224]
El triunfo del señor Cualquiera en este duelo de ingenio con el Bufón proviene
de esa identificación que el nuevo protagonista realiza entre persona y personaje, entre
realidad y máscara, que el Bufón no puede mantener y que le impide, por el decoro de
actor sobre las tablas, mantener el juego de ingenio. Esto no supone, sin embargo, la
recuperación de la realidad del señor Cualquiera, ya que la brecha abierta entre los
personajes, y éste es prácticamente insalvable. Sólo el Abate, que entra en escena por
48
“Si es Cualquiera el que sale victorioso, nosotros aceptaremos su victoria, y continuará la
representación hasta que quede satisfecho” [Torrente Ballester, 1942: 222]
65
vez primera después de que se haga dueño de ella el señor Cualquiera, esto es, después
del duelo de ingenio, mantiene la ficción representada hasta este momento. Los demás
personajes, se deshacen de sus máscaras para tratar de dar solución al problema que
empezó siendo un mero juego. La intención del señor Cualquiera, por el contrario, es
bien diferente, y lo que pretende es seguir viviendo a través de esta ficción, planteando
“la situación real, no la fingida que estaban desarrollando; yo les odio a todos,
profundamente, apasionadamente. Les odio, les insulto, les vilipendio… menos a esa
mujer, la que amo n la misma pasión” [Torrente Ballester, 1942: 226]
Por esta razón el Señor Cualquiera no duda en advertir a los actores que “si
quieren salir con dignidad del paso, forzosamente han de poner su talento de actores a
mi servicio y representar su ficción al lado de mi realidad. ¡Pase lo que pase! Me es
indiferente que sigan con sus papeles o que desnuden su humanidad frente a mí. Lo
mismo me sirven hombres que muñecos: basta con que sepan responderme” [Ibíd.]. Su
realidad necesita de un mundo circundante y de unas personas que sean capaces de verle
como es, por lo que surge este cambio respecto a su primera instrucción a los actores: si
antes les pedía sinceridad en sus papeles, que desarrollaran la obra a la que él se
acomodaría para poder ser en ella, ahora necesita únicamente, descubierta esa persona
que cree ser, aunque nunca ha dejado de ser una máscara como la de los actores
actuando, no duda en prescindir de los personajes que le son accesorios, centrando su
atención únicamente en la Reina:
“Por ti, por estar a tu lado, por vivir contigo estos instantes, los más reales
de mi vida, dejé que disfrazaran y maltrataran mi ser auténtico, dejé que lo
enterraran bajo este disfraz que era el camino hasta tu lado… Ahora, pase
lo que pase, y aunque no te vuelva a ver, mi vida tiene argumento”
[Torrente Ballester, 1942: 229]
Los demás personajes, apartados de la acción principal de lo que comienza a
atisbarse como tragedia, retoman su realidad de personajes, atendiendo al nuevo
conflicto establecido en la obra, pero juzgándolo desde su máscara, desde su papel en la
obra:
“POETA.- Su voz tiene un eco de angustia
ABATE.- Parece sincero
66
ESPADÓN.- Es valiente, desde luego
BUFÓN.- Debajo de esa apariencia de clown, ¿Qué sabemos del hombre
que se oculta?” [Torrente Ballester, 1942: 228]
Cada uno de los personajes es capaz de ver las cualidades del señor
Cualquiera, pero sólo aquellas que sus personajes le dejan entrever. Cada uno reconoce
la valía de este personaje desde su perspectiva actoral, no como personas. Es sincero
para el Abate, angustiado para el Poeta y valiente para el Espadón, pero ¿quién es capaz
de juzgarle no desde la perspectiva de su persona, sino de la suya propia?. Más adelante
los cuatro personajes vuelven a aparecer vinculados a sus papeles:
“LOS CUATRO.- (Cantando acoro sobre una música antigua)
La Princesa enamorada
Ya no sabe qué pensar,
si aceptar al caballero
o mandarle a pasear”
[Torrente Ballester, 1942: 229]
Las características que hemos venido enumerando lo largo de este apartado
siguen manteniéndose casi al final de la misma su vigencia, como es esa parodia de la
comedia romántica, descontextualizada a través de recursos lingüísticos, como esta
cancioncilla que forma parte de la comedia. Mientras que unos “seguimos en nuestro
papel […] Comedia obliga” [Torrente Ballester, 1942: 229]49, ante el señor Cualquiera,
la Reina, por su parte, hace aflorar su verdadera personalidad, como en la primera parte,
para tratar de reconducir la alocada situación a la que se ha llegado. Es la única que se
presenta al señor Cualquiera desde propia personalidad y no desde el personaje que
debe representar, por lo que el rechazo de éste, ataviada aún como Reina, es rasgo
distintivo de su propio personaje:
“REINA.- ¡Yo le odio!
49
“ABATE.- Acaso lo que le pasa es realmente cierto y tenga necesidad de amar.
ESPADÓN.-… y solo pueda lograrlo introduciéndose en un mundo de ficción. Hay tipos muy raros.
POETA.- Ana debe hacerle caso
BUFÓN.-Por lo menos mientras dure la representación” [Torrente Ballester, 1942: 227-228].
67
CUALQUIERA.- ¿Al clown grotesco o al hombre que hay debajo de él?
REINA.- (Puesta en pie, hablando con frenesí) ¡A los dos! A esa máscara
repugnante y pintarrajeada y al hombre repulsivo que ella encierra
¿Cómo es usted? ¿Quién es usted? ¿Por qué no tuvo la valentía de
afrontarme en la calle con su traje de hombre, y se introdujo aquí,
valiéndose de un subterfugio para hacerme el amor?” [Torrente Ballester,
1942: 228]
Guiado por la necesidad de vivir plenamente, aunque sea en el escenario, y a
pesar del explícito rechazo de la Reina, el señor Cualquiera decide proseguir con su
papel, ya que “pase lo que pase, aunque tú me odie y no te vuelva a ver, mi vida tiene
argumento” [Torrente Ballester, 1942: 229]. De poco sirven los intentos de la Reina de
evadirse del amor de éste y de su intención de besarla, coronando de este modo su
existencia en el escenario, rompiendo incluso con el guión que él mismo se había
trabado para su propia vida, haciendo el papel del otro, y abandonando el suyo propio:
“CUALQUIERA.- ¡Un beso! No lo había pensado. Majestad: según la
comedia, yo debía besaros
REINA.- Pero la comedia ya acabó hace tiempo, y en tu papel, señor
Cualquiera, no figuraba el beso
CUALQUIERA.- En mi papel… ¿Qué importa ahora? Acepto de buen grado
el de galán de comedia: abandono mis conflictos. ¡Majestad voy a
besarte! Está indicado en la acotación”. [Torrente Ballester, 1942: 230]
El desmayo de Ana, la Reina, dará fin a esta segunda parte, terminando algunos
actores como tales, como la Cotorrona, y el Bufón, “¡Pobrecita Ana! […] ¡Final
lamentable!”, mientras que el Poeta y el Abate siguen reaccionando como lo harían sus
personajes, “¡Qué bello asunto, bien aprovechado! […] Ite. Comoedia est” [Torrente
Ballester, 1942: 231], y dejando al atormentado señor Cualquiera sentado en el trono y
pidiendo que se baje el telón, dando fin, como veremos ahora a su ficción, a su vida
ensayada y no lograda.
Concluida la obra representada y bajado ya el telón, la obra vuelve a romper
las convenciones teatrales y las expectativas del espectador, ya que “no se hace la
iluminación en el teatro, sinon que, transcurridos tres o cuatro minutos, se alza y
68
aparece el mismo escenario, a toda luz. CUALQUIERA está todavía en el sitial de la
REINA, hundida la cabeza entre las manos” [Torrente Ballester, 1942: 231]. La obra
continúa, por tanto, como si este accidentado final fuera el que provocara los breves
minutos de parón, recalcando el carácter metateatral de la obra la conversación del
Tramoyista con el señor Cualquiera acerca de la salud de la actriz y de la necesidad de
seguir con la representación. “Este espectáculo tiene una duración determinada –explica
el Tramoyista- que la comedia interrumpida por usted cumplía bien”, por lo que “debe
ayudarnos a retener a estos señores unos minutos más, hasta que dé la hora” [Torrente
Ballester, 1942: 232]. Del mismo modo que la primera escena fue resuelta por el señor
Cualquiera ante las dificultades del Autor, el único personaje de la obra que queda en
escena busca la ayuda del Autor entre el público para resolver la postrera. Surge de esta
conversación una reflexión teórica, donde el Autor confirma que la tragedia del señor
Cualquiera y “todo lo que aquí pasó, bien trabajado, resulte algún día una buena
comedia […] Sencillamente, haré teatral y a gusto del publico lo que aquí te pasó”
[Torrente Ballester, 1942: 234]. La realidad del señor Cualquiera sigue, sin embargo,
distante de la del Autor y de la del público, insistiendo en esta vía de la representación
para alcanzar la vida feliz y plena:
“tengo necesidad de hacer ciertas cosas. ¿Dónde hacerlas? En el teatro,
que allí hasta se puede matar. Por eso vine, creyendo que saldría de aquí
tranquilo. Pero no era yo solo en la farsa. Todos aquellos muñecos
ocultaban hombres como yo, que me odiaron porque vine a impedirles que
fueran muñecos a placer” [Torrente Ballester, 1942: 235]
Ser a través del teatro, vivir en la representación era el objetivo del señor
Cualquiera, objetivo no logrado por descubrir la falsedad de la representación. El
planteamiento metateatral a través del cual ha logrado encontrar su personalidad
termina invirtiéndose, al variar las situaciones y las relaciones inicialmente establecidas
y abandonar definitivamente Ana su papel de Reina para ser ella misma. Desaparecidas
la máscara y el disfraz, el señor Cualquiera permanece travestido con traje de payaso y
con sus gestos circenses, generando un ambiente humorístico en el más puro sentido
pirandelliano. Las palabras de Ana no dejan lugar a dudas: “Ya no soy una Reina, sino
una mujer real… No estamos en el mismo plano. Tú estás aún en la farsa y yo salí de
ella. ¡Ya soy también público!” [Torrente Ballester, 1942: 236]. De este modo, lo que
69
inicialmente se ha planteado como una comedia representada se ha terminado por
convertir en tragedia, convirtiéndose la pretendida vida del señor Cualquiera en una
farsa. La falsedad de esta existencia se hace palpable en las palabras de Ana y en las
acciones del personaje, que, finalmente cae vencido sobre su máscara:
“ANA.- No puedo amarte: eres una máscara, no un hombre. Yo soy una
mujer, no un disfraz y me llamo Ana
CUALQUIERA.- ¡También tengo un traje civil para ser tu igual! También
tengo una cara que puede mirarse… ¡
(Se quita la chaqueta, y aparece con un chaleco estrafalario del que cuelga
una sartén […] CUALQUIERA se quita rabiosamente el chaleco y queda en
mangas de camisa: una roja camisa de clown con lunares blancos. Y se
quita la camisa mientras ANA ríe en la puerta, y deja caer los calzones, y
aparecen otros calzones y otra camisa igualmente ridículos. ANA cesa de
reír)
ANA.- No eres más que el Señor Cualquiera” [Torrente Ballester, 1942:
236-237]
Fracasado en su intento de individualizarse al señor Cualquiera sólo le quedan
dos opciones. Por un lado, puede quedar inmortalizada su tragedia en una obra, por lo
que ya no sería él mismo, ya que el Director está “por encima de tus emociones. Me
interesa desde el punto vista exclusivamente artístico, que no es de ninguna manera
compasivo” [Torrente Ballester, 1942: 237]. Seguiría, de este modo, siendo anónimo,
un Señor Cualquiera, sin encontrar ese nombre que había ido a buscar al teatro. Los
otros personajes de la obra hacen su última aparición en escena para acompañarle en su
obra, con final feliz, en busca de la inmortalidad también para ellos. El planteamiento
metateatral persiste en esta última escena, ya que mientras que para estos personajes la
inmortalidad en el texto es vida eterna, para el señor Cualquiera, como persona que es y
no ya el personaje que ha venido creando durante la representación, busca, al igual que
Ana, “un poco de amor a cambio de todas las inmortalidades, y que alguien, al llamarle
Ana la hiciera existir diferente a todas las demás Anas y a todas las demás mujeres”
[Torrente Ballester, 1942: 240].La otra opción, que es la que le puede hacer decantarse
por su vida, es, paradójicamente, decidirse por la muerte, “porque esa muerte será la
70
mía, sólo la mía, y con ella no morirá cualquiera, sino yo mismo, yo solamente, y con
ella tendré nombre propio” [Torrente Ballester, 1942: 241].
Queda de este modo concluida la farsa torrentina, desarrollada a partir del
vanguardista tema de la existencia y del esquema metateatral, con un fuerte arraigo
vital. Dentro de este esquema, como hemos venido desarrollando, se utilizan diferentes
recursos paródicos para deformar y desarticular la comedia que sirve como obra marco
al señor Cualquiera para vivir, reconocerse como individualidad, dentro de ella.
Señalamos páginas atrás que si el humor, tan caro al autor ferrolano en toda su obra,
estaba presente en forma de parodia en la comedia, era el humorismo, de raigambre
pirandelliana, la que teñiría la tragedia del señor Cualquiera. Remitiéndonos a las
propias palabras del autor italiano, es fácil comprobar cómo Torrente Ballester hace uso
de este humorismo en su primera obra:
“Veo a una anciana señora, con los cabellos teñidos, untados con no se sabe
qué horrible grasa, y luego burdamente pintada y vestida con ropas
juveniles. Advierto que esa señora es lo contrarío de lo que una anciana y
respetable señora debe ser. Puedo así, en el primer momento, y
superficialmente, detenerme en esta impresión cómica. Lo cómico es
precisamente darse cuenta de lo contrario. Pero si ahora interviene en mi
reflexión y me sugiere que aquella anciana señora no experimenta acaso
ningún placer en arreglarse así, como un papagayo, sino que tal vez sufre por
ello y lo hace solamente porque engaña piadosamente creyendo que de esa
manera, escondiendo sus arrugas y sus canas, consigue retener el amor del
marido mucho más joven que ella, ya no me puedo reír como antes, porque
precisamente la reflexión, trabajando en mí, me ha hecho superar aquella
advertencia primera o, mejor dicho, me ha hecho adentrarme en ella: de
aquel primer darme cuenta de lo contrario me ha, hecho pasar a este
sentimiento de lo contrario. Y en esto reside toda la diferencia que hay
entre lo cómico y lo humorístico” [en Monner Sans, 1947: 121]
La obra torrentina plantea este sentimiento de lo contrario desde la
metateatralidad, añadiéndole tintes paródicos, que son cómicos, pero dejando un sabor
final de tragedia con la reflexión a la que nos obliga las últimas palabras del señor
Cualquiera. Surge de este enfrentamiento entre lo cómico, lo parodiado de la comedia, y
71
lo humorístico, entendido en términos pirandellianos, una ironía que nos muestra la
salida a la que se acoge el señor Cualquiera: la muerte para vivir su individualidad,
rechazando la inmortalidad por ser muerte para él, ya que no reconoce su propio ser.
Esta “ironía dramática”, diferente de la verbal que también está presente en esta obra,
sobre todo en boca del personaje protagonista al juzgar las acciones que se realizan en el
escenario50, se origina “por la separación consciente del señor Cualquiera respecto de la
representación prevista y sus personajes estereotipados, y del público respecto de toda
situación sobre las tablas” [Paulino Ayuso, 2000: 199]. Es el propio esquema
metateatral el que impone esta estructura irónica al enfrentar dos realidades
contrapuestas, desvirtualizada una por la parodia a la que es sometida y realzada la otra
por lo humorístico de su desenlace.
1.1.3.- El teatro de vanguardia y la recuperación de géneros:
Torrente Ballester, la farsa y el autosacramental
Toda esta estructura metateatral, recorrida de principio a fin por diferentes
formas de humor, es presentada, siguiendo la máxima torrentina de que la “composición
es la exigida por el tema para alcanzar su máxima perfección expresiva y formal”
[Torrente Ballester, 1957, 40]51, era necesario adecuar la forma genérica a este tema,
para poder desarrollar el esquema de la obra. Se sitúa Torrente Ballester, de este modo,
nuevamente de manera plena en la vanguardia, que defendió la necesidad de revalidar
los géneros y utilizar aquellos que permitieran reflejar de mejor modo la nueva vida, los
nuevos intereses y las nuevas forma de ver el mundo, que en esos años eran
característicos de gran parte de la sociedad, pero que permanecía ajena a los escenarios
50
“ESPADÓN.- ¡Adorable Majestad!
POETA.- ¡Deliciosa Majestad!
BUFÓN.- ¡Muy graciosa Majestad! […]
CUALQUIERA.- (Con una gran carcajada) ¡Adorable, deliciosa y muy graciosa Majestad!” [Torrente
Ballester, 1942: 216].
51
Años más tarde redundará en esta opinión al admitir que “lo que consume mi tiempo y mi ingenio, lo
que me sume en dudas, o que me lleva al acierto o al desacierto, es la composición, y no por la falta de
ocurrencias, sino quizá por el exceso, o por lo difícil que resulta (algunos, pocos lo saben) averiguar la
forma que cada material exige desde dentro de sí misma como una exigencia de vida” [Torrente Ballester,
1986: 178]
72
comerciales. Y es que es la reteatralización del arte escénico “se manifestó en su forma
más evidente en la recuperación de las formas primitivas como la farsa o el guiñol”
[Muñoz-Alonso, 2003: 10].
Ya hablamos de la recuperación del teatro de títeres, tanto en su vertiente
actoral (Craig) como temática (Valle, Lorca), y la vinculación de tal recuperación a la
búsqueda en la tradición para “convertirse [el teatro] en lo que siempre ha sido –siempre
antes del Renacimiento–; para convertirse en espectáculo” [Azorín, 1998: 381]. Es a
partir del diálogo establecido entre la tradición y la vanguardia desde donde mejor se
pueden entender las diferentes propuestas de renovación de la vanguardia española, no
sólo en lo referente a los géneros, sino a los diferentes aspectos que se tratan52. Y es
que, el retorno a la tradición de nuestro teatro clásico se hizo desde dos vertientes,
principalmente; una de ellas, la vertiente escénica, con la puesta al día de nuestros
clásicos en nuestros escenarios, con un planteamiento distinto del de los montajes, por
ejemplo, de María Guerrero y Díaz de Mendoza o de Ricardo Calvo; por otro lado, la
vertiente genérica, de donde se recupera, entre otros, el Auto Sacramental, como “un
modelo adecuado para expresar tanto inquietudes de índole existencial como
preocupaciones colectivas” [Muñoz-Alonso, 2003: 60], con ejemplos como Un sueño
de la razón de Rivas Cherif, Auto para siluetas de Valle-Inclán, Ni más ni menos de
Sánchez Mejías, El hombre deshabitado de Alberti o El casamiento engañoso de
Torrente Ballester, que analizaremos más adelante.
Todo este ímpetu por las formas tradicionales, sin embargo, estaban
domeñados por el impulso vanguardista, que impedía la mera recuperación sin más, ya
que, como señalaba Azorín, “el colmo de la distanciación se da, no cuando se representa
una comedia del siglo XVII, sino cuando nosotros, artistas de ahora, intentamos hacer,
sobre el patrón del siglo XVII o de cualquier otro siglo, una obra dramática”, ya que
sólo “con anacronismos, imaginando la obra a la manera moderna, el espectador puede
encontrarse más próximo a la obra imaginada” [Azorín, 1998: 308]. Es el plano
existencial inherente al Auto el que llama la atención de los vanguardistas, y éste será la
razón por la que tal modelo se recupere. Como señala Mateos Miera al hablar de la obra
de Alberti, este teatro nos ofrece “no una recreación de arqueología teatral, sino una
52
Como señaló Rivas Cherif en la crítica de estreno del Fermín Galán albertiano de 1931 “si el ejemplo
de las obras clásicas significa algo ha de ser el de suscitar en los poetas jóvenes la inspiración
contemporánea” (“El estreno de Fermín Galán y el concurso para la adjudicación del Español”, El Sol,
Madrid, 5 de junio de 1931, p.4), en Mateos Miera, 2002: 45.
73
lectura novísima de los moldes de la tradición en los que vuelca asuntos de su propio
folclore contemporáneo” [2002: 26]
Toda esta recuperación de la tradición, mediatizada por el tapiz de la
vanguardia, es otra de las maneras de enfrentarse al teatro comercial, como las que
vimos anteriormente, caracterizada por buscar “en los orígenes la autenticidad de este
tipo teatral, a base de recuperar sus elementos más carnavalescos” [Huerta Calvo, 1992:
290]. Es dentro de esta renovación mirando al origen del teatro donde se inserta la
recuperación de la farsa, modelo genérico escogido por Torrente Ballester para
desarrollar su obra.
Según señala la profesora Iglesias Santos, la farsa es “una modalidad que en
cierto modo amalgama las formas breves tradicionales y resume la oposición al teatro
burgués” [Iglesias Santos, 1998: 127], aunque otros autores destacan la “revitalización
del género de la farsa a través de los recursos deshumanizadores que ofrecía el género
del teatro de marionetas” [Muñoz-Alonso, 2003: 28]. En cualquier caso, la
preeminencia de este género, las posibilidades que ofrecía y los diferentes experimentos
que con su modelo se realizaron es lícito que se la puede calificar como “la modalidad
por excelencia del teatro de vanguardia” [Iglesias Santos, 1998: 128], ya que
antimimetismo, su concepción antiburguesa, la predominancia visual de lo cómico, sus
componentes metateatrales, ya que en palabras de Dougherty la farsa “es siempre un
juego cuyo referente definitivo no es otro que el propio hecho teatral” [Dougherty,
1996: 129], y su fuerte contenido crítico, presente todo ello en esta primera obra
torrentina, lo convertía en uno de los géneros más útiles para desarrollar un nuevo teatro
a partir de la negación del teatro comercial. El propio Torrente Ballester la definiría
como “la única manera de tratar en el teatro las cosas graves de política, es decir,
tomándolas un poco a broma” [Torrente Ballester, 1953].
Pero no es sólo el modelo genérico, con sus características propias y su
naturaleza antirrealista, el que recupera su relevancia, funcionalidad e importancia. La
farsa es más que el género en sí para la vanguardia y los renovadores, es síntesis de su
concepción del arte, tal como expresa Ortega en referencia al arte nuevo:
“La primera consecuencia que trae consigo ese retraimiento del arte
sobre sí mismo es quitar a éste todo patetismo […] Buscar, como antes he
indicado, la ficción como tal ficción es propósito que no puede tenerse en
sino en un estado de alma jovial. Se va al arte precisamente porque se le
74
reconoce como farsa […] Sería <<farsa>> -en el mal sentido de la
palabra- si el artista actual pretendiese competir con el arte <<serio>>
del pasado y un cuadro cubista solicitase el mismo tipo de admiración
patética, casi religiosa que una estatua de Miguel Ángel” [Ortega y
Gasset: 2005: 193]
Es de este modo como se puede comprender el título de este epígafre, “la
literatura como farsa”, ya que no es únicamente un modelo genérico que se recupera y
se desarrolla en todas las vías posibles, sino una actitud nueva ante el teatro y el arte,
que, recogiendo de las diferentes fuentes vanguardistas y renovadoras que surgen en
España en estos años, hace suya Torrente Ballester, sumiéndose de lleno en este campo
periférico de la vanguardia, con mayor o menor fortuna, pero sentando las bases de su
producción dramática y narrativa futura.
La proclividad a la farsa en nuestra vanguardia tiene su origen, aparte de en su
carácter renovador y en su toma de posición rupturista en el polisistema literario, en la
recuperación de lo clásico en pos de una reteatralización de teatro y numerosos
ejemplos en obras como Su excelencia Don Capirote, de Antonio Espina, la Farsa y
licencia de la reina castiza y ¿Para cuándo son las reclamaciones diplomáticas? de
Valle-Inclán, las farsas revolucionarias de Alberti, Bazar de la Providencia y Auto de
los Reyes Magos, Orestes I “burla política” de Ximénez de Sandoval y Sánchez de
Neyra, El celoso y la enamorada, Jácara del Avaro y el Narciso, de Max Aub, de la que
Muñoz-Alonso indica que “bajo la aparente despreocupación de la farsa, se esconde la
“tragedia profunda” de la incomunicación entre los seres humanos”, también [2003: 52]
presente en la obra que acabamos de analizar, Amor de don Perlimplín y La zapatera
prodigiosa de Lorca, calificada por el propio Torrente Ballester como “una farsa rápida
y sintética” [Torrente Ballester, 1960] y la torrentina de El pavoroso caso del señor
Cualquiera.
Toda esta recuperación genérica, que seguiremos explicando en consonancia
con el desarrollo de la obra dramática de Torrente Ballester, echa sus raíces “en una
teatralidad primitiva y radical, al margen de toda la retórica y palabrería” [Huerta Calvo,
1992: 289] es decir, en la vuelta a las esencias del teatro. Esta vuelta al origen, a la
radicalidad implica un amplio abanico de influencias, como señalaba Jacinto Grau:
75
“En cuanto el teatro deja de estar henchido de vida, pierde su fuerza para
convertirse en manida retórica aburrida, constituyendo un espectáculo de
comadres picoteras y enojosas, más o menos distinguidas, pero comadres
al fin. Con la exuberancia vital, requiere la libertad sin restricciones.
Cuando ya no puede animarlo la emoción religiosa que dio origen al
teatro de Occidente, se nutre del total vivir del mundo. Lega el
refinamiento, cosechado antes en todas las escorias: de ahí que alimente
sus raíces con todas las influencias, desde las más nobles de la tragedia
helénica, a las del cómico ambulante, las del bululú hispano, las del carro
de Thespis, las del tingladillo transhumante de Lope de Rueda, o las del
retablo de fantoches de Maese Pedro” [en Huerta Calvo, 1992: 290]
Un compendio de las formas teatrales clásicas, representadas principalmente
por la farsa, pero con una característica en común: la de recuperar esa “emoción
religiosa que dio origen al teatro”, como dijo Grau. Esta vuelta a la tradición, como
hemos señalado tiene su origen en esa reteatralización de la escena, a la que se busca
dotar nuevamente de ese “respeto profundo, casi religioso, que devolviera al teatro su
trascendencia y su dignidad artística” [Iglesias Santos, 1999: 94]. Son numerosos los
autores que utilizan este símil religioso como metáfora del teatro, como CansinosAssens53, en la que recogía la idea de que el teatro “debe nacer del delirio, de la efusión,
de la locura, de una embriaguez y pasión únicas, tan profundas que se reciban como una
emoción religiosa” [Ibíd.], Rivas Cherif, en su Cómo hacer teatro, donde considera que
el teatro “conserva de particularmente religioso la congregación de fieles en un recinto
para una liturgia o acto público” [en Aguilera Sastre y Aznar Soler, 1999: 54], como
para una liturgia, Valle-Inclán, quien en una carta de 1922 alega que:
“El teatro no es un arte individual, todavía guarda algo de la efusión
religiosa que levantó las catedrales. Es una consecuencia de la liturgia y
arquitectura de la Edad Media. Sin un gran pueblo imbuido de ideales
comunes, no puede haber teatro. Podrá haber líricos, filósofos, críticos,
53
“Un concepto de teatro”. Cosmópolis, septiembre-diciembre. Recogido en Los temas literarios y su
interpretación. Madrid, Editorial Palomeque, 1924, pp. 175-225
76
novelistas y pintores. Pero no dramaturgos ni arquitectos. Son artes
colectivas [en Aguilera Sastre y Aznar Soler, 1999: 107]
Esta recuperación de la tradición dramática no es, por tanto, una mera
recuperación de normas, modelos y temas -repertorio sistémico-, sino que es un modo
de entender el teatro, muy diferente al esteriotipado teatro comercial y burgués. En
definitiva, se trataba de recuperar “ese espíritu mítico, legendario y religioso que
constituye la verdad esencial del arte clásico de la escena antigua” [Rivas Cherif, 1991:
76]. Dentro de esta recuperación del repertorio y del modo de entender el teatro clásico
la recuperación de aquellos dos públicos que quedaron alejados del mismo a través del
dominio burgués de los escenarios se hace imprescindible: el pueblo, que acude con
devoción al teatro54, por una parte, y la intelectualidad o la aristocracia del pensamiento,
por otra. A estas ideas será permeable el joven Torrente Ballester quien, primero en
Razón y ser de la dramática futura y, después, en su ensayo Cuarenta años de teatro y
algo más, recuperará en momentos muy diferentes al de los años 20 este símil religioso
para desarrollar la renovación teatral.
La búsqueda de un nuevo público radicaba en la necesidad de buscar “nuevos
espectadores que puedan sostener las nuevas normas los nuevos modelos y repertorio
que ellos mismos canonizan” [Iglesias Santos, 1999: 91], tanto en cuanto, el público
burgués era el gozne sobre el que giraba las oxidadas puertas del teatro comercial,
cerradas a toda innovación. Del desarrollo de este público intelectual y de sus cenáculos
teatrales, nos referimos páginas atrás cuando hablamos del eclecticismo de la
vanguardia teatral española. Respecto a la recuperación del pueblo como espectador
teatral se debe añadir que aunque la oposición con el público burgués es muy notoria en
estos años, tal antagonismo no debe entenderse como “un fundamento sociológico de
lucha de clases sino como reflejo de una posición antitética con respecto al arte”
[Iglesias Santos, 1999: 91]. A esta idea responde la recuperación del teatro clásico y del
público popular, como óptima cristalización de la tradición de la cultura popular
española, teniendo su reflejo en compañías como la Sección de Teatro de las Misiones
Pedagógicas o la Barraca lorquiana. En el siguiente punto, adentrados ya en los años 30,
54
Para Max Aub ““El fenómeno que separa al poeta de la muchedumbre, consecuencia de la llegada al
poder de la burguesía, juega también para el teatro. El público, razón directa de la existencia del teatro
como espectáculo y negocio, lo forman en España casi exclusivamente una clase, que busca diversión.”
[en Doménech, 1967: 13]
77
veremos como este antagonismo que se gestó a partir de concepciones teatrales
contrapuestas, dará paso a una politización de los diferentes elementos del nuevo teatro,
jugando Torrente Ballester, a partir de 1937, un papel crucial en el desarrollo de estas
ideas dentro del bando nacional durante el conflicto civil.
Queda enmarcado, de este modo, el autor ferrolano dentro del campo
periférico de las vanguardias de los años 20 y comienzos de los 30, ajeno a la
representación en los grandes escenarios, aunque, a decir verdad, de cualquier
escenario, por pequeño que sea55. Dentro de ese eclecticismo vanguardista que
caracterizó a nuestros movimientos renovadores de principios de siglo, Torrente
Ballester, como se ve a través de este primer texto, hará primar el desarrollo del tema a
través del diálogo más que sobre otros diferentes elementos teatrales, aunque la
comicidad de lo visual, por ejemplo, está bastante presente en esta obra, lo que le sitúa,
además de en el superrealismo, en la herencia del movimiento simbolista de principios
de siglo. Tal como planteaba Azorín en “Sobre el teatro”, “El diálogo lo es todo en el
teatro. Y en el hay que condensar toda la vida de los personajes”, para añadir que “los
antiguos reducían las acotaciones a lo más elemental. Y los modernos han llegado a
imaginar que la acotación puede suplir lo que el diálogo no contiene” [Azorín, 1998:
311]. La relevancia del diálogo en este planteamiento azoriniano se corresponde con la
herencia simbolista, a la que Torrente Ballester, tanto por su inicial carácter
superrealista, como por su admiración unamuniana, no es ajeno. Un teatro que trata de
iluminar la vida y las preguntas acerca de ella a través de la idea [Paulino Ayuso, 2000:
192] busca en el diálogo la base de su desarrollo, tal como planteaba Azorín en sus
artículos teóricos. De este modo, y tal como afirma Di Gesú, “a diferencia de lo que
ocurre en las europeas, las reformas españolas no surgieron por ruptura radical con la
tradición, sino que se asistió a una absorción progresiva de las novedades en las formas
vigentes” [2006: 21], por lo que el simbolismo, y su última expresión, el superrealismo,
como herederos del naturalismo56 no rompen totalmente con él, sino que adaptan sus
55
Nos comenta el propio autor, en el Prólogo a esta obra, que la apuesta por la que escribió esta obra la
llevaría a representar, aunque fuera por un grupo de amigos. Pero el destino no lo quiso así, de modo que
“la farsa quedó escrita y sin representación” [Torrente Ballester 1942: 195]
56
Azorín explicaba que “Al naturalismo sucede el superrealismo. La decadencia, la caducidad de la
antigua fórmula dramática es completa […] En España nos encontramos con un período de transición,
período de honda desorientación […] nos encontramos con que la fórmula dramática que se ha venido
78
formas, modelos y tendencias a las nuevas propuestas realizadas. Como explicó Azorín
en su artículo “El superrealismo es un hecho evidente”:
“La realidad estudiada, analizada, observada por el naturalismo era
necesaria. Necesitábamos conocer exactamente la realidad para poder
elevarnos sobre ella y formar –literariamente- otra realidad. Otra
realidad más sutil, más tenue, más etérea, y, a la vez, -y ésta es la
maravillosa paradoja- más sólida, más consistente, más perdurable. Y
hemos llegado, desprendiéndonos de la materialidad cotidiana, a la
realidad de la inteligencia.” [Azorín, 1998: 371]
De este modo, el diálogo mantendrá la relevancia dentro del espectáculo
teatral siguiendo esta línea que proviene del naturalismo. Bien es cierto que las
diferencias entre los nuevos modelos renovadores y el naturalismo provincializado
propio de nuestra escena eran bastante notorias, principalmente por los diferentes
elementos que los nuevos repertorios iban introduciendo en la representación, tales
como la iluminación, la decoración, la iluminación o la presentación escénica. De este
modo, el simbolismo puede ser considerado, frente al modelo naturalista y al
modernista, como el movimiento de la ruptura de continuidad que llevará concepto
contemporáneo de teatro, en el que se notará una crisis de la noción de teatro como
mimesis. Para ello “los simbolistas recurrieron a la palabra poética, al teatro-escritura,
como instrumentos para transmitir emociones” [Di Gesú, 2006: 28], a partir de donde
se desarrollan diferentes propuestas tan propias como las de Valle-Inclán o las de
Unamuno, otras de un simbolismo más esteticista, que impulsó el desarrollo de un
teatro rico en palabras, que se llamó teatro poético, y, finalmente, aquel teatro
representado por el Teatre Intim de Adriá Gual y el Teatro del Arte de Martínez Sierra
donde “la puesta en escena se fue despegando del texto dramático y se orientó hacia el
espectáculo” [Checa Puerta, 1992: 124].
De este modo el simbolismo en España, reducido a un limitado grupo de
autores, empresarios y público, comenzó a desarrollar un nuevo tipo de teatro donde no
sólo los temas eran diferentes, sino que los distintos aspectos de la producción
usando durante los últimos veinte años, y que ha producido un teatro considerable, digna de atención y de
admiración, está gastada” [Azorín, 1998: 356].
79
dramática adquirían su valor en la preparación de la obra. Así pues, las propuestas de
Gaston Baty y su guerra al teatro literario no tuvieron en Torrente Ballester la acogida
que en otros autores españoles57, sobre todo, en países europeos, donde la radicalización
de las vanguardias permitió que sus ideas se desarrollaran reduciendo a su mínima
expresión prácticamente la figura del autor en estas obras, mientras que, por el
contrario, las de Copeau fueron aceptadas y canonizadas como repertorio por parte de
este grupo sistémico periférico, en el que se puede incluir a Torrente Ballester, ya que
“ofrecía el ejemplo de un trabajo riguroso con los actores, respetuoso con la obra
dramática y sobrio en los elementos materiales” [Muñoz-Alonso, 2003: 33]. Estas
propuestas compartieron escena en muchos pequeños teatros con las teorizaciones de
otro grande de estos años, Gordon Craig, al que ya nos hemos referido en ocasiones
anteriores en este trabajo, cuyas aportaciones teóricas y opciones estéticas influyeron
bastante en los regeneradores de nuestro teatro, especialmente a través de Rivas Cherif.
Max Aub nos referencia, del mismo modo, a través de su la “Nota Introductoria” al
Tomo I de sus Obras en un acto, que “por influencias naturales, escribí comedias de
“vanguardia” impropias para los teatros españoles al uso benaventino y muñozsequisas,
claro mi entusiasmo por Gordon Craig y sus cortinones que, en el fondo, no se ha
desmentido. Añadíase mi preferencia por el puritanismo de Copeau. La letra importa.
Este gusto me costó por entonces la vida escénica” [en Ruiz Ramón, 1986: 246]. Este
desarrollo vanguardista pubiano nos sirve de reflejo de aquel teatro vanguardista en que
desarrolló Torrente Ballester sus primeras aportaciones dramáticas.
No significa esto que en el desarrollo de las vanguardias en España no
adquiriera importancia la renovación plástica y espectacular del teatro. La vanguardia, a
través de sus diferentes modelos, tan peculiarmente desarrollados en España durante los
años 20, trató de consolidar, por un lado, la renovación plástica y del espectáculo, de
acuerdo con la evolución de la pintura, con las aportaciones de la dirección de escena
57
La relevancia de Gaston Baty se puede comprobar a través de los artículos que en el diario ABC se
reprodujeron durante los años 1927 y 1928. En uno de estos, (13-IX-1928) se resumían las ideas de Baty
a este respecto: “sabemos cómo el equilibrio admirable fue roto por el predominio de la palabra. Nosotros
queremos volver a colocar la palabra en su puesto. Todo lo que pueda expresar la luz, color, el gesto, el
movimiento, el ruido o el silencio, la palabra no debe decirlo” [Holloway, 1992: 196]
80
europea, de la música y de otros espectáculos, como los ballets, la pantomima, etc.,58
mientras que, por otro lado, plantea la exigencia de un esfuerzo por elevar el nivel
intelectual y el interés humano del teatro. Es en esta segunda vía, que viene
desarrollándose desde el simbolismo, desde la que Torrente Ballester realiza su primera
aportación al teatro vanguardista, la cual caracterizó Max Aub, en referencia a
Unamuno de manera muy clara: “En cierta manera, puras entelequias, y de ahí cierta
vuelta al simbolismo –ni arte por el arte ni arte social, es decir procurando por el futuro
de la sociedad, sino arte por la salvación de su alma” [en Doménech, 1967: 19]. El
desarrollo de la otra línea, con las propuestas lorquianas, albertianas y aubianas, ha sido
más profusamente estudiado, por lo que hemos preferido dejarlas, al menos
parcialmente, fuera del desarrollo de este trabajo.
Durante los años posteriores, tal como señalaremos a su debido tiempo, las
obras de Torrente Ballester fueron criticadas por su falta de teatralidad, sin que ningún
director de escena se propusiera representarlas, a pesar de las dificultades que suponían
y que podían superarse, al menos parcialmente, atendiendo a estas ideas vanguardistas y
al desarrollo del papel del director de escena. Tal como explicaba Ruiz Ramón,
partiendo de la diferencia entre el texto-teatro (el concebido y escrito para ser
representado) y el texto-espectáculo (el realizado en la representación) aplicados al
teatro español anterior a la Guerra Civil, el problema en esos años radicaba en que “esos
modelos o patrones de lectura, montaje y representación suelen ser absolutamente
inadecuados a la producción de un objeto-teatro –Divina palabras o Bodas de sangrepor razón de incompatibilidad entre los códigos teatrales del texto-teatro y del textoespectáculo” [Ruiz Ramón, 1992: 27]. De aquí que, como en el caso de Azorín,
Unamuno, Gómez de la Serna, el primer Aub59 o, hasta hace no demasiado, Valle-
58
Las obras de Alberti como La pájara Pinta o El colorín colorado y el teatro de juventud de Lorca como
El maleficio de la mariposa, La viudita que se quería casar, Cristo o Comedieta ideal son muestras de la
influencia de estas ideas de teatro total en el campo teatral periférico de los años 20.
59
Respecto al teatro de Azorín , de Paco y Díez hablan de “la pretendida y repetida <<literariedad>> del
teatro de nuestro autor” [de Paco y Díez, 1998: 36], mientras que para Ruiz Ramón, el teatro de Unamuno
“se queda, por así decirlo, en conato de teatro por exceso de reducción formal” y el de Ramón Gómez de
la Serna tuvo su importancia “en lo que tuvo de conato, pero sin que éste trascendiera los límites de la
letra impresa a que lo destinó su autor”[Ruiz Ramón, 1986: 80 y 158]. En 1928, Max Aub escribía al
frente de la primera edición de Narciso: <<Ni pensada ni escrita esta obra para leída, hecha para la escena,
viene a ahogarse en el libro. Teatro incompleto se le podría llamar. Las circunstancias del teatro en
81
Inclán, el teatro torrentino haya sido un teatro para leer más que para ser representado.
Esta falta de teatralidad de estas y otras obras viene determinada para muchos críticos
de la época y estudiosos posteriores por ser una reforma del texto literario más que una
reforma del texto dramático, como ocurre en Unamuno [Di Gesú, 2006: 72], o por la
descompensación de las propuestas teóricas y su plasmación práctica, como el caso de
Azorín o Gómez de la Serna [Ruiz Ramón, 1986: 157 y 169]. El particular caso de
Torrente Ballester, tan poco estudiado en relación con las vanguardias, viene
determinado por una confluencia de ambas críticas, tanto por la preponderancia
otorgada al texto, quizás más presente en sus posteriores obras y trabajos teóricos, como
veremos, como por la desavenencia entre las ideas dramáticas y sus textos teatrales. En
cualquier caso, esta obra teatral de un joven autor, como lo era Torrente Ballester en
aquellos años es, sin duda, por lo que tiene de acto de rebeldía y de renovación, una
experiencia teatral interesante. Sus posteriores intentos dramáticos deberán mucho a
esta formación vanguardista y su huella dejará en muchos casos arrinconadas estas
obras por la crítica, el público y el propio autor.
España, quiero suponer que sólo actuales, no permiten lograr su representación. Supla la visión del lector
lo que los actores y director debieron darle: acento y vida>> [en Doménech, 1967: 22].
82
1.2.- Entre el arte y la ideología, o la literatura como compromiso. El
viaje del joven Tobías y El casamiento engañoso.
Este enfrentamiento entre los dos sistemas que se venía perfilando desde
comienzos de siglo y que tiene su eclosión en los años 20, con las vanguardias y su
peculiar asimilación en España, como hemos visto, llegará hasta la Guerra Civil. Sin
embargo, en la década de los 30, a pesar de compartir el desasosiego ante la pobre
escena española, la pretendida renovación se aleja paulatinamente del marco
vanguardista que se estableció en los años anteriores, ya que la agitación política de este
decenio hace decantarse a los diferentes autores por determinadas posiciones de poder,
por una razón principalmente, ya que, al igual que cualquier otro campo de la nueva
sociedad de los 30, se politiza la mayor parte de la reflexión literaria, dando cabida a
nuevos pensadores alejados de la idea de la renovación teatral como fin en sí misma, en
busca de una renovación teatral como medio para conseguir una revolución social. En
palabras de Lentzen, con la llegada de la II República los intelectuales “se separan de
los principios estéticos puristas y estetizantes del concepto de la “deshumanización” del
arte, para intervenir en las discusiones sobre un renovación política, social y cultural del
estado y de la sociedad” [Lentzen, 1998: 121]. La homología entre el campo del poder y
el literario se acentúa, decantándose algunos autores renovadores por posturas que se
van alejando paulatinamente de los presupuestos vanguardistas o renovadores iniciales.
En palabras de Iglesias Santos, con la consolidación de la alternativa republicana
“el equilibrio de fuerzas mantenido hasta el momento en el teatro
representado va modificándose, hasta el punto de que bajo las nuevas
circunstancias políticas se hacen posibles ciertos proyectos anteriormente
impensables […] Sin embargo, un nuevo cambio político, el más decisivo
y dramático de todos, acabaría por reducir a la nada un camino que se
perfilaba en verdad prometedor” [Iglesias Santos, 1998, 80]
Si bien este camino hacia la politización de nuestra literatura y, en concreto,
de nuestro teatro renovador, no es inescrutable, sí es, cuando menos, complejo y
tortuoso. Y si lo es, se debe a que la batalla teatral que se venía desarrollando adquirió
paulatinamente tintes políticos, a pesar de que no hubiera una clara ruptura con los
movimientos vanguardistas tal como se desarrollaron en España. Bien es cierto que,
83
adentrándonos en la década de los 30, cada vez se hablará menos de Copeau, de Baty o
de Craig, y más del teatro ruso revolucionario, de Tairof y Meyerhold, y del Volksbühne
de Reinhardt y Piscator, de Romain Rolland y su estética del “Teatro del pueblo”, pero
la politización de la literatura española empieza a adquirir carta de ciudadanía desde
finales de los años 20. El estreno de una obra, tan políticamente diáfana, al menos en
principio, como El hombre deshabitado de Alberti es una muestra de los nuevos cauces
que el teatro irá adquiriendo a lo largo de la nueva década.
El innegable carácter vanguardista de la obra fue motivo, en la noche de su
estreno, 26 de febrero de 1931, de una batalla literaria auspiciada por el grito albertiano
“¡Viva el exterminio! ¡Muera la podredumbre de la actual escena española!” [Alberti,
1999, I: 304]. Pero esta batalla literaria, que acabó con el teatro dividido en dos
facciones, “podridos y no podridos [que] se insultaban, amenazándose. Estudiantes y
jóvenes escritores, subidos en las sillas, armaban la gran batalla, viéndose a Benavente y
a los Quintero abandonar la sala, en medio de una larga rechifla” [Ibíd.], poco tuvo que
ver con la batalla política que tuvo lugar en la última noche de la obra en cartel:
“con el pretexto de que Mará Teresa Montoya era mexicana,
representante de un país avanzado de América, se le organizó un gran
homenaje. Teatro hasta los topes. Firmas de adhesión Álvarez del Vayo
aprovechó la ocasión para hablar, desde el escenario, del teatro en Rusia
y zaherir con claras alusiones lasa amordazadas existencia española. José
María Alfaro (más tarde miembro del Comité Nacional de Falange y
embajador de Franco en la Argentina, poeta principiante entonces) leyó,
entre estruendosas aclamaciones, llenas de sorpresas para los
espectadores, los nombres de los jefes republicanos condenados en la
cárcel y de quienes cuidadosamente, durante la mañana, nos habíamos
procurado la adhesión: Alcalá Zamora, Fernando de los Ríos, Largo
Caballero… Unamuno envió desde Salamanca un telegrama que,
reservado para el final, hizo poner de pie a la sala, volcándola, luego,
enardecida, en la calles. Cuando acudió la policía ya era tarde. El teatro
estaba vacío” [Alberti, 1999, I: 304-305]
Esta politización de una obra renovadora y vanguardista, pero políticamente
poco mediatizada, se debía, principalmente a lo que la batalla teatral entrañaba, esto es,
84
un conflicto cultural, un modo distinto de entender el teatro y, por lo tanto, un desafío al
pensamiento que lo definía. Como señala Monleón, “las singulares circunstancias
españolas condujeron, de un modo lógico –el estreno tenía lugar exactamente 53 días
antes de la proclamación de la República–, a la politización de la batalla” [Monleón,
1990: 65]. El desarrollo posterior de la poética dramática albertiana, vinculada a la más
estricta literatura política, remarca aún más la relevancia de este estreno, ya que “hace
más fácil y coherente el cambio que conoce el teatro de Alberti en su siguiente estreno
[…] Fermín Galán supone un espectacular abandono de la estética vanguardista y –con
mayor o menor acierto- la decidida andadura de un teatro político” [Doménech, 1976:
97-98]
De este modo, este proceso de politización de las letras españolas comenzó, de
alguna manera, como una consecuencia inevitable de los presupuestos que los autores
renovadores defendían durante la década anterior. Ese modo diferente de entender el
teatro, tanto en su dimensión espectacular, tan radicalmente distinta, como en su
dimensión compositiva y organizativa, llevaría a que la lucha en este campo sirviera
como bandera en la lucha de otros campos, ajenos, al menos en principio, al cada vez
más autonomizado campo literario. La falsa calma establecida por Berenguer tras la
caída de Primo de Rivera, esa paz cuartelaria, ese impasse gubernamental de “El error
Berenguer” propició esta politización de actividades carentes de un marcado contenido
político. La llegada de la República acelerará, como veremos, la dependencia del campo
literario del campo del poder, pero, siguiendo la terminología bourdieuana, subvirtiendo
las relaciones establecidas en el campo literario.
El sociólogo francés caracteriza en su libro Las reglas del arte la literatura
burguesa como aquella que hace predominar en el campo literario el capital económico
sobre cualquier otro valor. La subversión de esta relación directa de la literatura con el
poder económico supondría un cambio en el campo o sistema literario, tal y como
ocurrió en el panorama literario español a partir de finales de la década de los veinte. Ya
no predomina la relación típicamente burguesa, ya que el capital simbólico, de igual
modo que en las propuestas vanguardistas, mantendrá su supremacía sobre el valor
económico de la obra artística. Lo que cambiará en esta relación con respecto al
85
desarrollo de las vanguardias de la década anterior será el valor simbólico, centrado
ahora en la mediatización de la literatura y no en su autonomización60.
Esto no implica, sin embargo, que muchos autores, principalmente novelistas,
hubieran empezado a criticar la concepción artística deshumanizada ya en los años 20,
en defensa de una rehumanización del arte y de una mediatización de la misma en pos
de una sociedad distinta, reivindicando al público, lector o teatral, como elemento
principal del teatro. Autores como César M. Arconada, Joaquín Maurín, Luis de Zulueta
y, sobre todo, José Díaz Fernández, con su ensayo sobre El nuevo romanticismo,
defenderán un nuevo tipo de literatura, heredera, sólo en aquellos aspectos rupturistas,
de aquella vanguardista y renovadora, para desalojar desde nuevas perspectivas, el
canonizado campo literario burgués.
De este modo, dos vías darán pie a un radical cambio en la concepción artística
en España, que tendrá en la Guerra Civil su culminación, con el teatro de circunstancias:
por un lado la aparición de una verdadera literatura política, iniciada por la narrativa a
finales de los años 20, y, por otro, la politización de las actitudes disidentes con respecto
a las concepciones y dominios burgueses. Desde ambas posturas, la renovación iniciada
años atrás por la influencia de las vanguardias adquirirá nuevos aires, muy distintos a
los que hasta este momento se habían venido desarrollando.
1.2.1.- De la revolución teatral a la social: caminos de la politización
de las letras
Todo el proceso de desarrollo de las vanguardias españolas, que hemos venido
viendo en relación con la formación y producción literaria de Torrente Ballester, surgió
durante los años 20 de la divergencia parcial de la literatura y la burguesía. El desprecio
por el teatro comercial hizo que muchos autores y teóricos comenzaran a desarrollar
aquellas ideas renovadoras y vanguardistas, relacionadas con las vanguardias de
60
Somos conscientes de las dificultades que puede acarrear la terminología de Pierre Bourdieu en un
trabajo de este tipo, pero creemos que la terminología y la amplia y novedosa metodología que aporta
hacen de ésta un elemento inevitable para nuestro estudio. Quien desee profundizar en el pensamiento
sociológico de Pierre Bourdieu puede encontrar las referencias esenciales en Flachsland, 1993. A quien
quiera estudiar más pormenorizadamente el funcionamiento sociológico del campo literario le remitimos
directamente a la obra del propio sociólogo, Bourdieu, 1995.
86
principios de siglo en Europa, en busca de esa necesaria regeneración del teatro, pero,
principalmente, de aquellos autores burgueses que buscaban nuevas formas de
expresión para un tipo de teatro alejado de aquel triunfante en los teatros. Pero el
desarrollo de estos proyectos vanguardistas en España no surtieron el mismo efecto que
en el resto de Europa, ya que como indicó Muñoz Arconada en su “Quince años de
literatura española”, publicado en la revista Octubre en junio de 1933 “la burguesía
española no estaba tan saturada de cultura como para entender y hacer caso de estos
juegos […] ya hacía bastante esfuerzo con entender a Baroja y a Azorín; pasar más allá
era demasiado” [Muñoz Arconada, 1933: 117]. Muchos autores, coincidiendo con
Arconada, vieron como los proyectos vanguardistas que se venían desarrollando en
Europa y, a través de un grupo reducido de autores en España, no hacían sino reforzar el
reaccionarismo social y artístico, llevándoles a afirmar que “lo que se llamó vanguardia
literaria en los años últimos no era sino la postrera etapa de una sensibilidad en
liquidación” [Díaz Fernández, 2006: 357]. Para estos nuevos autores, la máxima del arte
por el arte no era sino muestra de apoliticismo y abstención en busca de “la pasividad y
la inercia para que las fuerzas tradicionales puedan permanecer en sus posiciones” [Díaz
Fernández, 2006: 360]. Tal como rezaba una frase repetida número tras número en os
encabezados de la revolucionaria revista Postguerra, “bajo el pretexto de militar en
escuelas literarias de vanguardia o modernistas, numerosos jóvenes estetas defienden
los ideales políticos de
reacción. El diletantismo literario es una modalidad de
reaccionarismo político” [en Fuentes, 1980: 53]
Desde la Dictadura de Primo de Rivera, muchos autores entienden que, al
amparo de una coyuntura económica en alza, las dos vertientes que dominaban a la
cultura “oficial” en el periodo anterior, la frívola, canonizada en el centro del
polisistema literario español, y la culturalista o vanguardista, que dominaba el centro del
sistema periférico literario, vuelven a enseñorearse de nuestro panorama cultural. Frente
a este desarrollo artístico elitista, bajo la poderosa influencia y magisterio de Ortega, y
en contra de aquella vertiente frívola de nuestra literatura y de nuestro teatro, son
numerosos los autores que piden una vuelta a la realidad, pero a una realidad bien
distinta de la que propugnaba ese teatro comercial burgués, encerrado en una fantasía
tomada por real que era ajena al sentir y devenir general de los españoles, como
proponía Francisco Pina:
87
“La calle, el campo, la mina, la fábrica y el taller son un buen gabinete de
trabajo, porque en estos sitios está, oculto o en la superficie, el venero
inspirador para el artista de hoy. Es preciso olvidar las duquesas, los
diplomáticos y los salones elegantes como tema literario” [en Lentzen,
1994: 76]
La influencia de los movimientos europeos en este desarrollo, al igual que
respecto de las vanguardias, fue determinante. En este caso, el grupo Clarté “Liga de
Solidaridad intelectual para el triunfo de la causa internacional”, de Barbusse, formado
en Francia en 1919 y que rechaza la distinción arcaica entre élite y el resto de hombres,
ejerció una fuerte influencia sobre diferentes autores, como Rivas Cherif, que, al frente
del teatro de la Escuela Nueva, trató de “crear un nuevo teatro sobre la base de una
cooperativa intelectual entre actores, autores y público (un nuevo público obrero en
lugar diferente)”, revistas como Post-guerra (1927-1928), que encabezaban Giménez
Siles y José Antonio Balbontín, y que abogaban, a tono con el Manifiesto a los
intelectuales de Barbusse, por aproximar los intelectuales a los trabajadores manuales,
por la lucha contra la propaganda reaccionaria y por abrir paso al arte colectivo, o
teóricos como Díaz Fernández, quien declaró, a la muerte de Barbusse, que “a su grupo
“Clarté” hay que agradecerle la reacción más eficaz contra los “ismos” literarios y
artísticos de la anteguerra, imponiendo una estética populista frente al concepto de arte
cerrado y minoritario” [en Fuentes, 1980: 50]. Del mismo modo, Sender recogió en un
artículo periodístico, las opiniones de Plejanov en su libro El arte y la vida social, en el
que acusaba de fútil a la concepción del arte por el arte: “<<El arte por el arte>> es hoy
día una idea tan extraña como <<la riqueza por la riqueza>>, <<la ciencia por la
ciencia>>, etcétera. Todas las actividades humanas deben servir al hombre si no quieren
que sean vanas y ociosas ocupaciones” [Sender, 1929: 224]. A esta tesis apela Sender
cuando en su crítica advierte que en pocos países están tan divorciados el talento
artístico de los “puros” y la preocupación social de las masas como en España,
invitando a que sea leído por los artistas y los proletarios, éstos para que “aprendan qué
literatura y qué arte contiene en sustancia sus propias inquietudes y sus aspiraciones no
ya sociales –que para el arte es ésa una palabra sospechosa-, sino humanas y
humanitarias” [Ibíd.]
Como ocurrió con respecto a las vanguardias, la asimilación de estas ideas se
hizo de manera bastante propia en España, principalmente por las características
88
sociales que dominaban en el país. Entre los factores sociopolíticos que contribuyeron a
la liquidación de las vanguardias y exigieron un compromiso político, hay que señalar la
crisis de los regímenes de Primo de Rivera y Berenguer, el giro hacia la izquierda en el
campo editorial, con la aparición de nuevas colecciones muy diferentes a las de signo
orteguiano, como “Nueva Política”, de la editorial Ulises, el impacto de la Revolución
Rusa en los intelectuales y la oposición de intelectuales y estudiantes a Primo de Rivera.
Tal como señaló Aznar Soler, “es un hecho indudable que la juventud literaria
republicana estuvo profundamente influida en la formación de su conciencia
democrática y de su sensibilidad política y social, por las luchas estudiantiles contra
Primo de Rivera” [1987: 23-24]. En el caso particular de Torrente Ballester, el propio
autor nos descubre que tal descubrimiento fue más tardío para él, en Bueu, en 1932,
donde “tuve también por primera vez conciencia clara de la problemática social, no
leyéndola en esos libros más o menos científicos, sino palpándola, viviéndola, con
nombres propios de amigos”, aunque reconoce anteriormente sus “gritos calle Alcalá
abajo con otros estudiantes” [Torrente Ballester, 1976: 30 y 29]. No fue ajeno, por
tanto, durante su breve estancia en Madrid, ciudad a la que bajaba durante 1930 y 1931
a continuar sus estudios de Filosofía y Letras, trabajando durante un brevísimo periodo
en el diario, posteriormente anarquista La Tierra, a esas manifestaciones estudiantiles
contra la monarquía, tal como nos relata en sus conversaciones con Reigosa: “¡Viva a
República! ¡Abaixo a Monarquía!. E cousas así. É curioso, pero a min non me saían do
corazón esos gritos” [G. Reigosa, 2007: 58]. Su absentismo literario de este nuevo
repertorio se debe, más bien, a sus ideas políticas61 y a su toma de posición literaria,
bastante más ligada a la renovación estética que social en este momento.
Retomando el desarrollo de este nuevo repertorio que empieza a concretarse en
estos años finales de la década de los 20, en el índice programático de la revista Nueva
España, fundada en 1930 por Espina, Salazar y el propio Díaz Fernández se nos ofrece
un panorama nuevo en la literatura española:
“En literatura y en arte la nueva revista traspasa y supera el ya caduco
nomenclátor de los “ismos” –futurismo, surrealismo, vanguardismo…–.
El período de los “ismos” se halla en su trance final en estos albores del
61
“A miña vella raíz monárquica –porque na miña casa eran monárquicos liberais– conmoveuse” al ver al
rey, nos reconoce el propio escritor. [G. Reigosa, 2007: 58]
89
año 30. Dichas tendencias tuvieron su razón de ser en los momentos de
liquidación y crisis de comienzo de siglo y de la posguerra. Pero hoy lo
que se impone ante todas las cosas, sobre toda otra labor, es la tarea
constructiva, la creaciones instauradas, la obra original, orgánica” [en
Santonja, 1977: 24]
Si el desarrollo de los diferentes “ismos” y de la vanguardia realizó su papel en
un momento determinado, a comienzos de siglo y tras la primera Guerra Mundial, a
pesar de que su desarrollo en España, por ese mismo eclecticismo con el que lo
caracterizamos en el apartado anterior, siguiera coleando hasta finales de los años 20,
era hora de que, ante el cambio de la realidad en España, su papel se difuminara para
dejar paso a un arte humanizado, que reflejara esa nueva realidad: “Se trata,
sencillamente, de un cambio de formas vitales que ha detener su expresión en los
distintos órdenes de la obra humana.” [Díaz Fernández, 2006: 375]. Mientras que las
vanguardias supusieron, según recogimos en una opinión de Ortega y Gasset, una
inversión de los valores, una “vuelta de revés”, para Díaz Fernández “esa subversión de
valores no existe, sino que ha surgido una nueva valorización” [Ibíd.].Díaz Fernández
percibe la contradicción que mina al arte de vanguardia: arte de juventud que se cultiva
en el latifundio burgués, participa de los vicios del arte viejo, de la vieja especie
cultural, aunque también de las virtudes de un arte verdaderamente nuevo por su
carácter innovador. El planteamiento de este autor, por tanto, se asemeja al de las
vanguardias en la solicitud de un arte nuevo en función de una nueva sociedad, un arte
que sea capaz de responder a las necesidades de las nuevas expectativas, aunque en
ambos casos, difiera la situación a la que se hace referencia:
“Los hombres de 1930 ha presenciado la guerra europea, la caída de os
imperialismos, el desarrollo próspero del socialismo, el triunfo de la
máquina y del razonamiento lógico, la democratización de la vida en
torno. ¿Podrán resignarse a que nada de esto rija en su país porque las
viejas oligarquías como esqueletos de elefantes, continúan en pie por la
inercia y la indiferencia de una gran parte de la sociedad?” [Díaz
Fernández, 1930: 387]
90
Si bien ya desde 1920 la literatura progresista o revolucionaria, como la
denomina Víctor Fuentes, empieza a ganar lectores en nuestro país, principalmente
debido a un fenómeno de importación de la literatura pacifista alemana (Sin novedad en
el frente, con más de 110.000 ejemplares) y de la literatura rusa, a comienzos de la
década, y soviética a partir de 1928 (se tradujeron 222 títulos de esta lengua62), será a
partir de 1930 cuando el desarrollo teórico de este nuevo planteamiento literario se
superponga al planteamiento vanguardista que hasta entonces había dominado en la
periferia literaria española.
Los diferentes planteamientos en pos de una literatura social encuentran en El
nuevo romanticismo de José Díaz Fernández una perfecta síntesis de la nueva
canonicidad dinámica dentro del campo periférico de nuestra literatura63. Pese al
desprecio al que somete a los “ismos” más puros, como el futurismo italiano y el
cubismo francés, por su apoliticismo, que, como señalamos antes, conllevaba un
refuerzo de la situación social, no duda el autor en defender la vuelta a la realidad
“haciendo de lo humano el contenido primordial del arte y colocando al servicio de este
afán la depurada técnica vanguardista” [Santonja, 1977: 10]. El centro de esta periferia
literaria, por tanto, se desplaza del arte deshumanizado hacia el arte humanizado, pero
manteniendo una forma similar, tanto en cuanto los medios utilizados por algunas
vanguardias no son desechados. Es a partir de este punto de la rehumanización de
donde Díaz Fernández toma la caracterización de esta nueva generación, aunque “los
nuevos románticos han de parecerse muy poco a los románticos del siglo XIX.
Carecerán, afortunadamente, de aquel gesto excesivo, de aquella petulancia
espectacular, de aquel empirismo rehogado en un mar de retórica. Pero volverán al
hombre y escucharán el rumor de su conciencia […] Esperemos, además, que este
nuevo romanticismo no descargue su eléctrico impulso solamente sobre el amor” [Díaz
62
Todos estos datos se recogen en la introducción de José Esteban-Gonzalo Santonja a Los novelistas
sociales españoles (1928-1936). Antología, [Santonja, 1977: 10]
63
En palabras de Vived Mairal, Díaz Fernández “marcó mejor las líneas de una literatura que, sin
soslayar los logros vanguardistas, debía tener al hombre como centro. Había, en suma, que
<<rehumanizar el arte>> Ese ensayo, como ha señalado Caudet, se convirtió en una réplica a La
deshumanización del arte (1925) de Ortega y a Literaturas de vanguardia (1925) de Guillermo de Torre”
[Vived Mairal, 2002: 189]
91
Fernández, 2006: 356]64. La presencia de lo vital, de lo biológico en el arte ha sido una
constante en la historia, defiende Díaz Fernández, a pesar de las etapas por las que se ha
pasado negando este realidad, como el arte puro, desde el cubismo al expresionismo,
por lo que de lo que se trata es de “pintar las cualidades de la naturaleza o de la sociedad
en relación con la sensibilidad contemporánea y con las radicales inclinaciones del alma
moderna”, dicho de otra manera, “ahora es cuando el artista ha aprendido a <<ver>>,
operación clásica, pero olvidada durante largos años, de abstracción y de subjetivismo”
[Díaz Fernández, 2006: 416-417].
La vuelta a lo humano, base de la creación artística es, por tanto, el principio
rector de la nueva literatura, idea que preside el discurso de otros escritores, como
Ramón J. Sender, quien en una entrevista concedida a José Luis Salado para Heraldo de
Madrid afirma que “el arte y la inquietud social son quizá inseparables en nuestro país.
Si el arte no es franca y profundamente humano no me interesa, y un escritor sincero
que se plantee no el problema estético de sí mismo, sino el problema de una realidad
exterior que nos rodea y envuelve, y a la que es imposible adaptarse sin deformación,
tiene que producir, naturalmente, una literatura social” [en Vived Mairal, 2002: 187188].
Esta rehumanización del arte es el principio rector y el principal objeto de
lucha del nuevo arte social con respecto a las vanguardias, ya que, como señalamos
anteriormente, para Díaz Fernández y para Sender, principales teóricos de este nuevo
planteamiento, el desarrollo de éste debe servirse de las renovaciones formales más
útiles para tal objetivo, logradas por las vanguardias. De este modo, la continuidad entre
un repertorio y otro queda salvaguardada, aunque sea mínimamente, por la absorción de
unos logros vanguardistas por parte de los defensores del arte proletario. Cuando
hablamos de las críticas del arte social hacia las vanguardias, de ese carácter
reaccionario que se le atribuía por su apoliticismo, la referencia, más que a las
vanguardias desarrolladas en España, iba dirigido hacia el espíritu que esos repertorios
literarios poseían. De hecho, autores como Azorín o Grau son reconocidos como
modelos a seguir por Díaz Fernández [2006: 422-423], mientras que Sender citaba a
Alejandro Casona y su obra Nuestra Natacha como ejemplo meritorio de autor burgués
64
Ese mismo año de 1930, en el centenario del estreno del drama de Víctor Hugo Hernani, Ricardo
Baeza publica un artículo, “La batalla de Hernani” donde “pone especial énfasis en destacar que los
románticos fueron los que volvieron a dar prestigio a la <<historia viva>>, si bien les critica su exagerado
subjetivismo y egolatría” [Lentzen, 1989:47]
92
de izquierdas [1936: 49]. Por otro lado, el texto de Díaz Fernández en sus páginas
iniciales [2006: 349-353] hace referencia exclusivamente a ciertos movimientos de muy
escaso arraigo en nuestra literatura, como el futurismo italiano y el cubismo francés,
mientras que Sender habla del futurismo y del surrealismo [1936b: 165-166], junto a
dos posturas evasoras propias de la burguesía, como el idealismo y el misticismo65. La
revista Post-guerra, una de las primeras revistas en hablar de “cultura proletaria” en la
Dictadura de Primo de Rivera, “simpatiza en general con el arte de vanguardia,
depurado, honrado, sin intromisiones reaccionarias” [Molina, 1990: 110].
Uno de los ejemplos más claros de esta continuidad la tenemos en Rafael
Alberti. A pesar de sus inicios vanguardistas, sus intentos de teatro total, de arte puro
dramatizado, se convertirá en uno de los abanderados de este arte social, del teatro
proletario, padre del teatro de urgencia en la Guerra Civil. Citamos anteriormente el
polémico estreno de una obra tan alejada de esta socialización el arte como El hombre
deshabitado, pero, remarcamos, al mismo tiempo, la relevancia que tenía la misma obra
como símbolo de renovación al alejarse de la trivialidad costumbrista que asfixiaba a la
escena española del momento66. Si bien no es obra proletaria ni social, no se puede
negar su vinculación con una nueva concepción del hombre, aquel que rompe las
cadenas de lo común y obligado, que unido a la plasmación plástica y dramática del
conflicto y la busca de una expresión escenográfica nueva, sirvió como revulsivo no
sólo literario, sino también político. Bien es cierto que Alberti, en el mismo caso que
Max Aub y César Muñoz Arconada, desarrolló una producción literaria vanguardista
previa a su repertorio social y político, lo que dejó una huella en los tres autores
fácilmente rastreable:
65
Aunque no sea la norma en estos escritores, con el florecimiento de esta literatura social alrededor de
los años 30, se publicaron artículos donde el desprecio por las vanguardias llegaba a extremos que
permitían pensar en el desconocimiento total de estos autores de las vanguardias. De tal modo, Gorkin
considera que únicamente los escritores de avanzada “experimentaron una sana preocupación, un deseo
de romper con el medio circundante. Se trataba de una fuerte rebelión espiritual aún sin forma
determinada” [Gorkin, 1931: 57]. Estas mismas palabras aplicadas a los vanguardistas serían totalmente
aceptables.
66
Algunos estudiosos, sin embargo, no han dudado en calificar esta obra de auto político, ya que “ataca el
tradicional orden religioso, pilar de la sociedad española” [Di Gesú: 2006: 100]. A pesar de esta lectura,
creemos que el verdadero teatro político de Alberti debe situarse a raíz de este estreno y no antes.
93
“Poco o nada sabía yo de política, entregado a mis versos solamente en
aquella España hasta entonces de apariencia tranquila. Mas de repente
mis oídos se abrieron a palabras que antes no había escuchado o nada me
dijeran: como república, fascismo, libertad […] Ni los poemas de
Sermones y Moradas, aún más desesperados y duros que los de Sobre los
ángeles, podían servirles. A nadie, por otra parte, se le ocurría entonces
pensar que la poesía sirviese para algo más que el goce íntimo de ella. A
nadie se le ocurría. Pero los vientos que soplaban ya iban henchidos de
presagios” [Alberti, 1999: 276-277]67
Una obra suya como la farsa Acto de fe mantendrá, como señala Mateos Miera,
“muchos de los modos formales de su obra anterior, pero dotado ahora de una nueva
funcionalidad.[…] Sin hasta ahora Alberti se había fijado en la esencia de esta forma
primaria para sus propuestas de teatro puro, ahora lo hará en las circunstancias concretas
de unos personajes a partir de los que pondrá en función una de las características más
populares del género: su incapacidad para la burla contra toda autoridad establecida”
[2002: 37]. La farsa, en esta obra es sólo un pretexto para rebelarse contra la norma
literaria de la deshumanización, como señala el mismo autor, dando un sentido nuevo,
humanizado a un modelo característicamente vanguardista, como señalamos con
anterioridad.
Otros de los autores defensores de estos logros vanguardistas en el teatro de
social, de masas, como lo denominó él, es Ramón J. Sender. Su insistencia sobre lo
visual en el nuevo teatro preside gran parte de todas sus reflexiones sobre el necesario
teatro nuevo. En palabras del experto senderiano Patrick Collard, “al insistir en lo
visual, lo espectacular puro, Sender quería que el teatro se alejara de la literatura, se
aproximara a las muchedumbres y fuera o, mejor dicho, volviera a ser algo así como la
67
Max Aub, por su parte, reconocería, años más tarde, que “me eduqué literariamente en el ambiente,
digamos, de Revista de Occidente […] lo mismo Ayala que yo escribíamos entonces textos puramente
literarios. Tuvo que venir la guerra para que nos interesásemos literariamente en la política. Desde
entonces, nuestra obra, sobre todo la mía, está mucho más atada a la realidad” [Embeita, 1967: 12]. De
este modo, resulta difícil no incluir en sus textos más políticos innovaciones de su etapa de formación
vanguardista. De este modo, Ricardo Doménech puede afirmar que la obra de urgencia Pedro López
García muestra “algunos ingredientes de factura netamente simbolista, específicos de un teatro mágico y
deshumanizado” [Doménech, 1967: 39].
94
celebración de un rito en el que todos pudieran participar” [Collard, 1992: 190]68. Este
predominio de lo visual en el teatro de masas es para Sender necesario, ya que el
público, entiéndase las masas, tiene “una disposición intelectual y sentimental
privilegiadas para el teatro” [Sender, 1930: 12]. La idea le entra por los ojos, se podría
decir. En el mismo texto de Teatro de masas el propio Sender aboga por un teatro
conectado a fuerzas instintivas o subconscientes del proletariado emergente, ya que
“afortunadamente, cada día van ganando terreno en arte el instinto y la subconsciencia,
y en el arte teatral esas normas –que han sido tan bien comprendidas y saboreadas por
las masas- se aplican a los grandes movimientos sociales y políticos que afectan a las
multitudes de todos los países” [Sender, 1930: 18], lo que permite relacionarlo, al
menos temáticamente, con la propuesta azoriniana de la recuperación de la fantasía, de
la realidad subconsciente para el teatro, que para Azorín debe ser tomada del ejemplo
cinematográfico. De mismo modo, Sender retoma esta influencia vanguardista al
reconocer que “todos los teatros verdaderamente renovadores han aceptado esas dos
teorías, de la síntesis y de la división espacial de la escena, como axiomas
fundamentales del nuevo teatro” [Sender, 1932: 34].
En otro ensayo acerca del teatro por venir, con una evidente ilación ideológica,
“El teatro nuevo”, Sender señala que en toda realidad combativa “hay lirismo enervante,
hay grandeza épica, hay simbolismo, hay psicología –de la dulce y de la otra, de la
negra y abismal- y hay misterio. Desde el enervamiento hasta la alucinación, todo lo que
puede dar el arte al espectador lo da con ayuda de luces, música y con esa disposición al
realismo dramático que parece connatural en el ruso” [Sender, 1936: 51-52]. Estas
propuestas senderianas, pese a lo que se pueda pensar debido a su título, no están tan
alejadas de las propuestas vanguardistas, ya que el autor aboga por “por la
incorporación a nuestra escena de las nuevas experiencias europeas, rusas y alemanas
principalmente: un teatro concebido como espectáculo popular y que integra la
tecnología y los nuevos medios de comunicación” [Fuentes, 1980: 132], de un realismo
subjetivo, “plagado de recursos retóricos de toda índole” [Vilches de Frutos, 1986: 695].
Del mismo modo que Alberti y Sender, Díaz Fernández defiende estas
aportaciones vanguardistas para el mejor desarrollo de la literatura popular como ocurre,
68
Esta idea de rito ya nos apareció cuando hablamos de la renovación vanguardista y su vinculación con
la tradición teatral española, y volverá a presentarse cuando analicemos el primer texto teórico de
Torrente Ballester.
95
por ejemplo, “aquellos valores aportados por el futurismo de Maikovski no han sido
desdeñados por los nuevos escritores: síntesis, dinamismo, renovación metafórica,
agresión a las formas académicas: todo eso se encuentra en Ivanov, en Leonov, en
Pilniak, en Rodionov” [Díaz Fernández, 2006: 355]. Más adelante reafirmará esta
postura al confirmar que “con el mismo empeño que ponen para su arte esos escritores
convertidos, es preciso vincular la literatura y toda la obra intelectual a los problemas
que inquietan a las multitudes, porque ellas buscan la justicia, <<así en la tierra como en
el cielo>>” [en Díaz Fernández, 2006: 369]. Rivas Cherif, de modo análogo, ya dio
muestras en 1920 y 21, a través de sus artículos publicados en La Pluma, de la
necesidad de un verdadero teatro del pueblo, ya que “el rechazo de lo que “se llama
todavía teatro popular”, es decir, el Juan José, de Dicenta, indica que el nuevo teatro
popular debía aprovecharse de los logros conseguidos en los Teatros de Arte” [Gagen,
1992: 388].
Entre la sorprendente proliferación de revistas literarias en estos años finales
de la Dictadura y durante la República, cabe destacar algún ejemplo donde esta ligazón
entre avanzada y vanguardia es realzada de manera bastante explícita, como es el caso
de la revista Eco, en su número IX, octubre de 1934, donde Carlos y Pedro Caba en el
artículo “La rehumanización del arte” no dudan en mostrar su gratitud a la
<<vanguardia>>,
a la que, por otro lado, consideran ya muerta. Ésta “había preparado un
nuevo campo, una nueva sensibilidad […] Pero he aquí que, de pronto, el mundo se
inunda y traspasa de problemas graves planteados por las masas con urgente
dramatismo”. De este modo, se considera que “la literatura <<pura>>, que no crea
nuevas formas de vida, sino, a lo más, frases y procedimientos, también es falsa” [en
Molina 1990: 177-178]. Se reconoce, en este artículo, no sólo la validez de ciertas
formas, modos y modelos de la vanguardia, como ocurre en las citas anteriores, sino el
espíritu renovador que lo dirigió, aunque su finalidad fuera errónea69.
Pero no son éstas reflexiones teóricas alejadas de la realidad literaria, sino que
estos autores nos dan ejemplos en sus obras, tanto teatrales como novelísticas, de estos
recursos vanguardistas aplicados a la nueva literatura social. Es el caso de Díaz
Fernández en El blocao, que dentro de los esquemas vanguardistas, “rechaza los
69
Para el propio Molina, muchas de las críticas a los diferentes <<ismos>> provenientes e estos autores
devienen de la errónea identificación entre poesía pura e <<ismos>>, cuando esta cuestión habría que
matizarla mucho más [Molina, 1990: 215]
96
módulos de la novela tradicional y busca nuevas técnicas narrativas en consonancia con
la vida “sintética y veloz, maquinista y demócrata” moderna” [Fuentes, 1980: 82], o
Sender, quien en su novela Imán utiliza “técnicas expresionistas y hasta surrealistas”
[1980: 90]. Respecto al teatro, uno de los mejores ejemplos sería el teatro de Alberti y
Aub, donde la herencia vanguardista sigue presente a pesar de la rehumanización de su
repertorio.
Existe un punto en común más entre ambos repertorios, vanguardista y social,
bastante más evidente: el papel del público popular en ambos. Ya señalamos su
relevancia en el desarrollo vanguardista de nuestra dramaturgia periférica, con la tan
demandada reteatralización que se llevaría a cabo a través de la vuelta a ese espíritu
primigenio de misterio y devoción del teatro y de la búsqueda en el público popular de
esa misma actitud casi religiosa. De modo análogo, el teatro social esa conexión que se
estableció tiempo atrás entre el teatro y el pueblo, aunque las motivaciones serán bien
distintas. Y es que para Díaz Fernández “el teatro moderno es un teatro de masas, un
teatro para el pueblo, que es el que tiene la sensibilidad virgen para la plástica escénica
y para la emoción de gran calibre” [Díaz Fernández, 2006: 419], mientras que para
Sender, hay un divorcio entre empresarios, viejos autores y jóvenes partidarios de un
“teatro poético”: “En los tres casos está ausente el principal elemento del teatro: el
público, la masa, la multitud, necesarios para formar un juicio amplio y aproximado”
[Sender, 1932: 7-8]. Este encomio del pueblo está presente también en su artículo
“Sobre la obra de Crommelink”, donde afirma sin tapujos que el público español tiene
una “sensibilidad fuerte y sana, no contaminada […] que no han acertado a pervertir los
intelectualismos franceses, pero tampoco a embrutecer las tonterías de los
comediógrafos y dramaturgos del corro” [en Vivad Mairal, 2001: 36]. Es por esta razón
por la que “la tradición literaria española nos enseña que la médula del sentir y del
pensar español se ajusta admirablemente a las corrientes de la literatura revolucionaria”
[Ibíd.].
Esta recuperación del público popular se torna, por tanto, en masa,
diferenciándolo de esa vuelta al teatro y al pueblo que propugnaban las vanguardias,
bastante más identificado con los proyectos teatrales de las Misiones Pedagógicas o del
Teatro Universitario lorquiano de la Barraca. El Teatro del Pueblo de las Misiones, que
surge cuando “la República estima que es llegada la hora de que el pueblo se sienta
partícipe en los bienes que el Estado tiene en sus manos y deben llegar a todos por
igual, cesando aquel abandono injusto y procurando suscitar los estímulos más
97
elevados”, [en Rey Faraldos, 1992: 153], tuvo un funcionamiento muy similar al de los
cómicos de la legua, tal como reconoció su director, Alejandro Casona:
“Era un teatro como el que pasa en la carreta del Quijote: sencillo,
montado casi siempre en la plaza pública, con un escenario levantado con
maderas toscas por los propios muchachos artistas… El camión que nos
conducía hacía su aparición en una aldea, tocábamos los heraldos como
en pleno siglo inicial del teatro “en el corral de Doña Elvira”, y en pocos
momentos estábamos ya en función, regalando a aquella pobre gente
olvidada un poco de recreo y bienestar espiritual” [en Ruiz Ramón, 1986:
225]
Sus particulares circunstancias hicieron de él un proyecto bien visto por casi
todos los autores y hombres de teatro, aunque muchos de ellos terminaran por disentir
de su finalidad70, tal como figura en las Memorias del Patronato, ya que este espectáculo
“había de ser regocijo elemental, ambulante, de fácil montaje, sobrio de fondos y
ropajes. Y, además, educador, sin intención dogmatizante, con la didáctica simple de lo
buenos proverbios” [en Rey Faraldos, 1992: 154]. Su tono juglaresco, desenfadado, de
primitiva compañía itinerante y sin ningún afán teatral arqueológico se asemejaba
bastante más a las propuestas vanguardistas de los años 20 que a estas ideas de un teatro
social. Baste para corroborar esta afirmación
las palabras del ideólogo de estas
Misiones Pedagógicas:
“Si con cantares y farsas abren las madres a sus hijos el mundo de las
bellas emociones, los divierten y los hacen felices, con cánticos y dramas
se ha abierto también a los pueblos el mundo de la poesía en todas las
70
El espíritu misionero de estos Teatro del Pueblo fue uno de los aspectos más criticados: “a pesar de las
buenas intenciones del Patronato y de los “misioneros”, desafortunado apelativo que denota ya el carácter
de “obra de misericordia” que preside a esas “misiones”, toda aquella obra adoleció de un carácter
idealista y bastante paternalista: llevar cultura al pueblo miserable cuando sus agobiantes problemas
exigían justicia social: pan antes que libros” [Fuentes, 1980: 43]. A pesar de esto, se ha de reconocer su
valor renovador, ya que, como reconocía Casona “nuestro repertorio tenía que ser forzosamente más
simple, piezas cortas con música y pequeñas danzas. Lo difícil era crear este repertorio que no existía” [en
Díez Tabeada, 1992: 115]
98
edades. Cantados y representados fueron ante las multitudes de las villas
y aldeas, los más viejos poemas clásicos y cristianos.” [En Rey Faraldos,
1992: 158]
Este repertorio de “Églogas” de Encina, “Pasos” de Lope de Rueda
“Entremeses” de Cervantes, y “Jácaras”, de Calderón, además de canciones y romances
supuso, para una compañía del momento un punto de ruptura crucial respecto al teatro
comercial. De apariencia similar, pero diferente en los medios utilizados, los teatros
universitarios, como La Barraca, trabajaron estas mismas formas pero además
realizaron “con un criterio artístico renovador, montajes de las grandes obras de
nuestros clásicos: el auto sacramental La vida es sueño, Fuenteovejuna, El Burlador de
Sevilla, El Caballero de Olmedo” [Fuentes, 1980: 138]71. Para diversos autores La
Barraca “no se perdió en el paternalismo populista de muchos otros intentos, sino que
maquinó un reto al espectador, incorporando así su concepción del teatro al territorio
experimental en que se movían Alberti, Rivas Cherif o Juan Chabás” [Vived Mairal,
2001: 25], por lo que los propósitos de La Barraca quedan muy vinculados a la
vanguardia, como demuestran las declaraciones lorquianas respecto al público de estos
teatros:
“Nuestro público –declara Lorca-, los verdaderos captadores del arte
teatral están en los dos extremos: las clases cultas, universitarios o de
formación intelectual o artística espontánea, y el pueblo, el pueblo más
pobre y más rudo, incontaminado, virgen, terreno fértil a todos los
estremecimientos del dolor y a todos los giros de la gracia” [en Fuentes,
1980: 140]72
71
En palabras de Max Aub, autor muy crítico con los postulados del teatro de masas y el teatro proletario,
a pesar de su inconfundible ideología de izquierdas, “si la República española ha de crear en el teatro su
estilo, por ahí a de comenzar, y la creación de La Barraca es cosa excelente. Pequeñas escenas, estudios,
escuelas” [Aub, 1993: 35]
72
El propio Lorca definió en una entrevista concedida a El Sol la finalidad de su grupo teatral
universitario: “Hacer arte. Pero arte al alcance de todo el mundo. Vamos principalmente, contra esas
sociedades meramente recreativas, donde el baile o la cachupinada teatral son la principal razón de su
existencia” [en Sáenz de la Calzada, 1998: 172].
99
Estas propuestas dramáticas difieren, por tanto de aquellas sociales de Díaz
Fernández o Sender en el fondo de la propuesta, ya que la forma parece ser compartida.
Díaz Fernández no duda en afirmar que “no es la forma lo de menos: en eso estamos
conformes con los neoclasicistas de la hora […] pero es un valor popular, porque al
abominar el arte actual de toda retórica, de todo engolamiento, vuelve a las formas
puras, al folklore, a la objetivación, a la fuerza inicial del esquema. Lírica, color,
imagen. Pero, por debajo de todo eso, pasión, sinceridad, rebeldía y esfuerzo” [Díaz
Fernández, 2006: 369-370]. Las diferencias temáticas o de fondo que separan unas
tentativas y otras de acercar el teatro al pueblo parten de la concepción realista de los
teóricos del teatro social, defensores de un realismo no objetivo, al estilo marxista de
Lukács, sino subjetiva, que dé cabida a los recursos formales necesarios, pero que sea
capaz de “acercarse a los gustos de ese público mayoritario que valora principalmente la
atracción de unos contenidos por encima de la preocupación por las técnicas expresivas
más vanguardistas” [Vilches de Frutos, 1986: 695]. Sender proclama, por ejemplo, la
necesidad de un teatro que lleve “la preocupación y la inquietudes espectador hasta la
turbación […] Un teatro donde la vida se presenta serenamente bajo el prisma de un
realismo dialéctico” [Sender, 1936: 48]. Esta realidad de avance y combate, concebida
“dialécticamente y no idealmente”, debe ser, per se, política, por lo que se convierte el
teatro en un instrumento para la “reconstrucción consciente de la vida por medio del
arte” [Ibíd.].
De este modo puede quedar perfilado un breve panorama de la ruptura
literaria, ligada íntimamente a la crisis social y política, que supusieron los últimos años
de la dictadura primorriverista y los primeros de la República. A pesar de la ruptura que
se puede suponer entre un repertorio y otro, el deshumanizado y el rehumanizado,
ciertos estudiosos, como Rafael Conte, han señalado el error de un “maniqueísmo
simplificador” [Conte, 1989: 8] en detrimento de los autores esteticistas, a los que se les
deniega cualquier defensa de unos valores republicanos o libertarios. De modo análogo,
Domingo Ródenas insiste en esta idea al afirmar que “Muchos rasgos semióticos del
discurso narrativo nuevo se reencuentran en la novela social y, en sentido inverso, es del
todo vidente una intensificación de la denuncia social en la narrativa vanguardista desde
1929” [Ródenas, 2000: 86]. Según Ramón Buckley y John Crispin, si bien muchos de
los escritores vanguardistas (con muy notables excepciones) se resistieron al
compromiso político, “su afán, desde luego, no fue político, pero sí fue social, en el
sentido de querer cambiar al hombre, de ver al hombre nuevo transformado por la
100
revolución tecnológica y liberado (quiéralo o no) de los viejos esquemas morales,
económicos y sociales” [Buckley y Crispin, 1973: 14]. En definitiva, parece necesario,
como señala Francis Lough, “quitar de en medio el filtro político e ideológico que ha
polarizado nuestra visión de la novela de los años 20 y 30 para adoptar una visión
inclusiva y no exclusiva” [en Vived Mairal, 2002: 195].
Del mismo modo que la vanguardia se caracterizó para estos escritores
sociales por sus fuerzas centrífugas [Mariategui, 1930: 40], podemos vislumbrar una
característica semejante en estas nuevas propuestas renovadoras: partiendo de un
principio común, como es el de la rehumanización del arte, frente a las vanguardias, y la
apuesta por un realismo social y no burgués, frente a la literatura naturalista y decadente
de la burguesía, las propuestas se disparan en diferentes direcciones, desde el teatro
social o de masas al teatro político o revolucionario, sin un programa homogéneo,
principalmente a partir del “Bienio negro” que se inicia en 1933, tomando diferentes
elementos de fuentes diversas, incluyendo las vanguardistas. Bien es cierto que Sender
advirtió, en 1936, la necesidad de que “para un artista no debe haber fórmulas. La
técnica, la creación artística, lo mismo en la novela que en el teatro, la inventa el autor
sobre su propia obra […] Las fórmulas en el arte, los esquemas a los que hay que
constreñir la obra, solo pueden producir un arte secundario e inferior” [Sender, 1936:
48-49], lo que no implica que muchas obras que parten de este nuevo repertorio
partieran de un modelo muy manido para ir llenando de situaciones propias un esquema
ya fabricado.
En definitiva, este teatro de masas supuso para la periferia del polisistema
teatral un cambio respecto al valor simbólico que primaba en ésta, a la canonicidad
dinámica y estática que regía su funcionamiento. En ninguno de los dos momentos se
sucumbió al teatro comercial, sino que siempre se mantuvo su oposición a él,
manteniendo la periferia su estatus heterodoxo, pero si durante las vanguardias el valor
de la obra se situaba en la obra misma, el nuevo repertorio periférico situaba e valor
simbólico de este nuevo teatro, como señala Sender, en “la eficacia revolucionaria para
las masas no educadas literariamente. La dirección artística consigue ahí ese efecto de
una manera para mí absolutamente satisfactoria” [en Vived Mairal, 2001: 31]. Aun con
la primacía de lo simbólico sobre lo económico, manteniendo de esta manera la lógica
anti-económica bourdieuana donde las obras de arte “sólo son accesibles a receptores
dotados de la disposición y la competencia que son la condición necesaria para su
valoración” [Bourdieu, 1995: 222] –en un caso un grupo propio del campo literario y,
101
en el otro, el público proletario, la masa–, las diferencias planteadas por este cambio son
notorias, ya que el teatro se comienza a mediatizar en pos de una revolución. De este
modo, el teatro se convierte para el aragonés en un espacio “donde la vida se presente
serenamente bajo el prisma de un realismo dialéctico” [Sender, 1936: 49], objeto de no
muy difícil consecución, ya que, como señaló el propio Sender,
“la historia humana registra hechos que por sí solos poseen una categoría
artística. No es necesaria la mano del poeta para darles naturaleza
literaria, porque son ya bastante elocuentes […] basta con reproducir lo
más fielmente los episodios que van asociados a cada uno de esos
nombres, prescindiendo de sugestiones accesorias, para encontrarnos
ante un soberbio drama” [en Collard, 1980:180]
Estas ideas senderianas, coincidentes con las de casi todos estos iniciadores de
la literatura social, donde el papel del autor se reducía prácticamente a la selección de
los hechos, queda reflejada en la nueva literatura documental, muy característica de este
repertorio, con los ejemplos senderianos de los sucesos de Casas Viejas, aunque será a
partir de los sucesos de Asturias de 1934 cuando adquiera mayor relevancia73, momento
en que, como señala Fuentes, “marca la fecha en que se efectúa un desplazamiento
masivo de nuestros intelectuales hacia la causa popular” [Fuentes, 1980: 108].
Casi nada se puede alejar tanto de las ideas y de la formación de Torrente
Ballester durante estos años que esta idea de que “la obra es un documento” [Collard,
1980: 180]. Mientras el desarrollo de las letras vira desde el vanguardismo a la literatura
social, Torrente Ballester se ve inmerso en un período de “más estética que poesía, más
reflexión que creación” [Torrente Ballester, 1976: 33]. Ajeno, tanto por su ideología,
como antes mencionamos, como por sus intereses profesionales, “cuando se configuró
clara y casi fatalmente mi vocación profesoral, soñaba con escribir comedias para los
estudiantes”, el desarrollo teatral de Torrente Ballester comenzará un proceso de
73
La revolución fue así: octubre rojo y negro, de Manuel Benavides y Octubre rojo en Asturias,
adaptación de Díaz Fernández de un relato José Canel, son dos ejemplos de esta literatura documental.
Las obras del comunista del Bloque Obrero y Campesino, Manuel Grossi, La insurrección de Asturias
(quince días de revolución socialista), 1935, y la del comunista de PC Maximiniano Álvarez, Sangre de
octubre UHP; episodios de la revolución, 1936, son, aparte de otros ejemplos de esta misma literatura,
muestras de la literatura proletaria.
102
formación autodidacta y heterodoxo, donde los ensayos de Poe, especialmente su
“Cómo se hace un poema” y su “Filosofía de la composición”, le llevará a “cultivar,
perfeccionar, una de las vertientes de mi espíritu, quizás la mediterránea, la que me
llevó siempre a la claridad. La otra, la barroca, la atlántica no necesitaba de tan riguroso
cultivo, sino, quizás –más tarde lo pude ver– del freno que la primera le imponía”
[Ibíd.]74. A pesar de esta propuesta de volver a un romanticismo releído en clave social,
es muy curioso observar cómo la influencia de uno de los románticos más influyentes,
como lo fue Poe, en un joven escritor, como Torrente Ballester, le llevará por caminos
tan diferentes a los que los primeros trataron de andar.
Señalamos en el apartado anterior que esa fantasía, “a causa de lo escuchado,
durante mis años infantiles, en aquel rincón gallego” [Torrente Ballester, 1981: 25], fue
la que le permitió identificarse con el superrealismo de raíz simbolista que comenzó a
desarrollar en su primera obra dramática. Pero este imago mundi que se venía
conformando desde la niñez se enfrentó a un nuevo descubrimiento, el de la
racionalidad, lo que produjo esa “colisión con los saberes racionalistas aprendidos
después” [Ibíd.]. No se puede olvidar que la formación universitaria de Torrente
Ballester dura todos estos años -concluirá en 1935-, mostrándole un mundo que no
rechaza, sino que trata de conciliar con su tendencia natural hacia la fantasía. Su
descubrimiento de Poe fue, de este modo, crucial, porque “non é que me curase do
sobrerrealismo ou superrealismo, senón que mo compensou. Non deixei de ser
superrealista, sénon que ademais fun todo o contrario” [G. Reigosa, 2007: 65]. Esta
aparente contradicción, “o que un inventa baixo o influxo de Dionisios, ten que
traballalo baixo o influxo de Apolo” [Ibíd.], sitúa a Torrente Ballester alejándose
paulatinamente de la canonicidad dinámica del campo periférico, ya sea del repertorio
vanguardista, como del nuevo repertorio de la literatura social que hemos venido
desarrollando en este punto. Se afianza así el inicio de una heterodoxia literaria, primero
teatral, posteriormente narrativa, que reafirma la idea torrentina de que “lo mandé todo a
74
En referencia a “Cómo se hace un poema”, Torrente Ballester afirma en su entrevista con Stephen
Miller que “para mí eso fue el descubrimiento del arte consciente. Todo lo contrario de mi posición
surrealista anterior, ¿comprendes?. Y fue importantísimo porque yo me convertí definitivamente al arte
consciente. Es decir, estudiar una obra y estudiarla en todos sus aspectos, en todo, y así saber de
antemano lo que iba a escribir en cualquiera de los… en fin, escribir el capítulo siete antes del tres.”
[Pérez y Miller, 1989: 182].
103
paseo e hice lo que me apetecía, bien o mal, pero a mi modo” [Torrente Ballester, 1981:
24].
Esta influencia de Poe se hará patente en la obra torrentina tanto en cuanto
empieza a desarrollarse de una manera más global, más coherente consigo misma, ya
que “sólo con el dénouement a la vista nos será posible dotar al argumento de la
indispensable atmósfera de consecuencia, o causalidad logrando así que cada uno de sus
incidentes, y sobre todo el tono general, contribuyan al desarrollo de de la intención”
[Poe, 2001: 29]. Muy diferente esta propuesta con respecto al papel asignado al autor en
este nuevo repertorio, cuyo papel se reduce, prácticamente a la selección de los hechos,
llegando incluso a eliminar tal papel, como ocurre en la literatura documental que
señalamos más arriba.
Otra de las grandes diferencias que este texto de Poe supone respecto de las
teorías antes explicadas, sería el “esquema de que la obra resultara universalmente
apreciable”75 [Poe, 2001: 39], por lo que la reducción del valor simbólico por esta nueva
literatura de avanzada, antes explicado, sería rechazado, al reducir su ámbito a una clase
social, la proletaria. La Belleza, entendida no como cualidad, sino como efecto, como
“elevación pura e intensa del alma […] es el único y legítimo ámbito del poema” [Ibíd.],
por lo que “el propósito de Verdad, como satisfacción del intelecto, y el propósito de la
Pasión, como excitación del corazón” deben ser consideradas como “eficaces auxiliares
del plan predominante de la obra” [Poe, 2001: 39-41]. Si bien la Belleza entendida de
esta manera no tiene porqué ser entendida al modo vanguardista, parece más plausible
asignar el predominio de la Verdad y de la Pasión a las propuestas del teatro de masas,
que el de la Belleza como efecto universal. Baste como ejemplo de esta comparación las
palabras de Sender en su artículo de “El novelista y las masas”, donde afirma que un
novelista “no necesita del espíritu y apenas de su forma racional: la imaginación; le
basta con la percepción ganglionar y la razón […] La percepción ganglionar –
inteligencia de la abeja, del niño y del poeta– nos permite identificarnos con las masas.
Las masas nacen de esa confianza tumultuosa entre los desconocidos. Y si el hombre
habla con la razón, las masas hablan con los instintos. La inteligencia de las masas no es
de cerebro, sino de ganglios” [Sender, 1936b: 169]. Este realismo senderiano, basado en
esta percepción ganglionar de la realidad y su posterior traducción a palabras por medio
75
La cursiva es del propio autor, aunque no dudaríamos nosotros tampoco en resaltar tal término por la
relevancia que tiene en la diferenciación que estamos llevando a cabo.
104
de la razón, está más en consonancia con la preeminencia de la Verdad y su correlación
con el intelecto, y de la Pasión, más próxima al corazón, que al efecto de la Belleza.
En la autobiografía del escritor aragonés, Vived Mairal analiza un artículo
senderiano donde queda muy manifiesta esta propensión de la nueva literatura hacia la
pasión más que a la Belleza, e, incluso, a la Verdad:
“<<¿Qué busca la gente en los periódicos? ¿El artículo doctrinal, la
prosa fina e intencionada, la inteligencia? >> preguntaba Sender en una
postal. Buscaba el eco de la pasión, diría. <<El público de El Sol, de La
Voz –avanzadas de ayer- se ha corrido más a la izquierda. El lector de la
ingeniosa “cena de las burlas”
deja el ingenio y se a con los
apasionados, con los rebeldes, que sólo tienen su rebeldía>>, añadía. Ya
no encontraba, pues, aliciente en “La cena de las burlas”, la bien
elaborada sección que escribía en La Voz el culto y siempre
bienintencionado Díez-Canedo. Sender respiraba aires distintos de sus
compañeros de tiempo no tan lejano” [Vived Mairal, 2002, 203].
El proceso creativo como tal, desarrollado por Poe de manera bastante más
exhaustiva en su ensayo “El principio poético”, aparece desgranado en este brevísimo
ensayo en varios puntos, a los que parece que esta literatura de avanzada da la espalda,
en beneficio de un realismo exacerbado. Los problemas de la extensión, del efecto
buscado, el tono y la estructura necesaria para lograr tal efecto parecen preocupaciones
menores para estos escritores de avanzada que logran encontrar en la dura y combativa
realidad todos los elementos literariamente configurados.
Pero del mismo que estas ideas del americano se contraponen a las propuestas
de esta nueva literatura de masas, el proceso de creación vanguardista tampoco sale bien
parado, ya que
“la mayoría de escritores –y, sobre todo, los poetas– prefiere dar a
entender que compone en un especie de delicioso frenesí –o intuición
extática– y en verdad se echarían a temblar si se dejase al lector
escudriñar entre bastidores, quedando al descubierto la elaboración y las
vacilaciones del pensamiento en bruto, los verdaderos propósitos
logrados tan sólo en el último instante, los innumerables vislumbres de
105
ideas que no acaban de madurar plenamente, las fantasías que, pese a
haber madurado, son abandonados por incontrolables en medio de la
desesperación, las cautelosas selecciones y rechazos, las penosas
tachaduras e interpolaciones y, en fin, los engranajes, los mecanismos de
la tramoya para el cambio de decorado, las escalas y las trampillas, las
plumas de gallo, el colorete y los lunares postizos, lo que, en el noventa y
nueve por ciento de los casos, son los accesorios propios del histrión
literario” [Poe, 2006: 31-33]
Esta cita tan larga nos ha parecido necesaria para mostrar todo aquello que se
le muestra al joven Torrente Ballester en su breve estancia en Valencia, leyendo los
ensayos de Poe, ya que resume perfectamente todo el proceso de creación que muchos
movimientos vanguardistas desechaban en defensa de la inspiración, de la escritura
automática o del privilegiado subconsciente.
No existe, por tanto, un rechazo explícito del teatro social, proletario, de masas
o revolucionario, durante estos años republicanos, ni, por otro lado, de un abandono
total del vanguardismo, sino simplemente una abstención en la batalla teatral y social.
Su acusado autodidactismo, en gran parte generado por la continua necesidad de
anteponer a su carrera universitaria las necesidades materiales de un joven matrimonio –
su primer matrimonio será en 1932-, iba, sin embargo, por otros derroteros bastante
alejados de las nuevas propuestas literarias y también de las superadas vanguardias. La
influencia de Ortega fue resaltada en relación con la génesis de su primera obra
dramática, pero ésta va bastante más allá, hasta el punto de reconocer el ferrolano que
“de haber tenido dinero, me encontraría entre los discípulos directos de don José Ortega
y Gasset, el hombre que, de lejos, más me enseñó en esta vida” [Torrente Ballester,
1981: 24]. Este árbol genealógico literario refuerza esta idea del alejamiento de Torrente
Ballester, al menos de momento, de toda esta vorágine rehumanizadora y socializadora
del arte. Al igual que la actitud orteguiana y su pensamiento, Torrente Ballester se
mantiene alejado del mundanal ruido de la batalla social, en un grado bastante mayor
que su dilecto profesor, ya que no supo articular ni un “Delenda est monarchia” ante la
Dictadura, ni un grito, casi despavorido, de “¡No era esto, no era esto!”.
Si bien la no aceptación de esta nueva corriente no es rara avis entre los
literatos renovadores, entre aquellos muchos y representativos que están englobados en
el campo de la periferia teatral y literaria, el alejamiento total de esta lucha de
106
repertorios, como es el caso de Torrente Ballester, sí que es bastante más chocante y
extraño. Autores como Max Aub no dudan en criticar la idea del teatro proletario, ya
que “el teatro no ha sido nunca un arte para masas, sino para minorías más o menos
numerosas” [Aub, 1933: 35], para concluir afirmando sobre el teatro que “de la única
manera que se podría tolerar el término sería si expresase “representado por
proletarios”. Un teatro subversivo sólo puede existir bajo el aspecto de mitin, al aire
libre, o en unas catacumbas, y en ambos casos, sobra el mitin” [Ibíd.]. Si bien no se
puede dudar del apoyo aubiano a la causa republicana y marxista durante la guerra, su
perspectiva del teatro de masas y proletario, así como del teatro político, como veremos
en el apartado siguiente, hace que adquiera una toma de posición contraria a este y en
defensa de un teatro más “teatral”.
La toma de posición de Torrente Ballester, como hemos venido indicando en
estas últimas páginas, fue bastante distante respecto a todo un entorno que tendía cada
vez más a lo social y a la politización de la literatura, al menos en lo que se refiere a sus
declaraciones públicas, ya sean, teatrales o periodísticas. Interesado como tantos otros
en el teatro, “en tres o cuatro años busqué y leí cuanto pude sobre su teoría y su
técnica… fui casi un especialista en teatro” [Torrente Ballester, 1976: 33]. No son ya
esos “años indecisos” de las vanguardias de los que conversó con Stephen Miller, sino
unos años de conformación de una personalidad literaria “ya no vacilante como los años
anteriores, pero sí todavía sin cuajar” [Pérez y Miller, 1989: 180-182]. De hecho, su
escasa producción literaria en estos primeros años de la década de los treinta, que no se
ha conservado, ha sido defenestrada por el propio autor: “Yo creo que entre el 32 y el
38, en que se publicó El viaje del joven Tobías, debí escribir dos tres comedias que se
perdieron y no se perdió nada al perderse” [Pérez y Miller, 1989: 183]76. En cualquier
caso, con la clarividente influencia de Poe, empieza a perfilarse una emergente
personalidad literaria que le llevará, siempre dentro de la periferia literaria, por una
heterodoxia, del que este absentismo en estos años de constante y cruda lucha políticoliteraria no es sino una muestra más, y que ha hecho de él en el campo de la narrativa
una figura personalísima, así como en su teatro, aunque tenga éste menor relevancia y,
por qué no confesarlo, oficio y fortuna.
76
En referencia a estos mismos años, en el “Prólogo” a su Obra completa, reafirma el Torrente Ballester
esta idea, al declarar que “escribí entonces un drama nada político cuyo texto, casi concluso, perdí un día
en Santiago, olvidado en un café. No creo que el teatro universal tenga que lamentarlo, y yo mismo si
entonces me disgusté, ahora me sonrío” [Torrente Ballester, 1976,43].
107
1.2.2.- Literatura y combate. Un teatro sumiso.
En este proceso de lucha entre dos repertorios que venimos examinando en
relación con la formación y producción dramática del autor ferrolano devendrá, dentro
de los años republicanos y por aquellas mismas causas que hicieron surgir durante la
Dictadura los postulados del arte de avanzada, en una progresiva y cada vez mayor
mediatización del teatro en pos de un objetivo político y social. Este proceso de
radicalización, de politización, del arte en general y del teatro en particular, proviene de
las expectativas depositadas en el proyecto republicano, sus posibles y demandadas
reformas y las consecutivas decepciones de los diferentes grupos que veían cómo sus
demandas concretas no iban cumpliéndose. Tal como señala Víctor Fuentes “la “batalla
teatral”, como las otras batallas artístico-culturales, pasan a ser parte de la gran batalla
social que se libra en aquellos años 1930-1936” [1980: 132]. De las pretensiones
iniciales de los teóricos de esta literatura de avanzada hasta los productos teatrales de la
guerra civil, distaba un gran espacio, granado por la pujanza del papel político frente a
la renovación teatral en las obras dramáticas.
El proceso inicial de toma de conciencia social por parte del arte que hemos
visto en el epígrafe anterior no implicaba el necesario advenimiento de un teatro
proselitista y totalmente politizado, sino que éste fue fruto de unas potencialidades
asentadas en estos primeros textos y unas circunstancias políticas hostiles que
terminaron desencadenando, no sólo un teatro totalmente dogmático, sino un conflicto
civil armado. Si entendemos el teatro social como aquel en el que “se emiten señales
claramente alusivas a una problemática política y social” [Lentzen, 1992: 75] es fácil
distinguirlo del teatro mediatizado por la política. Como indicaba Díaz Fernández,
“nadie pide que la obra de arte sea política ni contenga esencialmente una finalidad
proselitista a favor de tal o cual tendencia, extraña al arte mismo. Lo que se solicita es
una atención para aquellos temas susceptibles de interpretación artística que posean, por
su propia naturaleza, un contenido moral” [Díaz Fernández, 2006: 360]. La presencia de
la política en este nuevo arte es, para el salmantino, inevitable, tanto en cuanto “toda
idea es una representación política, una conducta, una concepción vital en movimiento”,
por lo que, en cierto modo, “se tiende, pues, a hacer una política con el instrumento del
arte” [2006: 368-369]. Lo político está presente en el fluir del espíritu humano y, de este
108
modo, estará presente en obras tan renovadoras como la de Proust o la de Giradoux
[2006: 370], por lo que cabe preguntarse “¿por qué no ha de servir indirectamente la
creación literaria al pensamiento político del tiempo, eligiendo personajes o temas que
en la dinámica novelesca o teatral desempeñen una misión, si no proselitista, incitadora?
[…] Lo importante será mantener la forma adecuada a la época, el estilo propio de la
vida actual” [2006: 370-371]. En el “Prólogo a la segunda edición” de su novela El
Blocao, Díaz Fernández no cataloga su obra de política, sino más bien social, ya que
“bordea un tema político y afirma una preocupación humana” [1929: 173]
De manera muy similar teorizaba Ramón J. Sender, en una cita ya reproducida
y muy influenciado por las ideas de Piscator, cuando afirmaba en su “Teatro Nuevo”
que el teatro de masas no puede ser apolítico porque la realidad en desarrollo, avance y
transformación no es nunca apolítica, de lo que se deducía el autor tiene que ser
forzosamente “un importante instrumento para la reconstrucción consciente de la vida
por medio del arte” [Sender, 1936: 48]. Siendo lo político algo inherente a lo social, era
indispensable que lo político apareciese en este nuevo teatro. Siguiendo un pensamiento
paralelo, Lentzen no duda en caracterizar la obra de Miguel Hernández El labrador de
más aire como teatro social, de denuncia mientras que Pastor de muerte, escrita en
1937, tras su vuelta de la Unión Soviética, es una obra, para el profesor alemán,
eminentemente política, ya que se ha convertido en un autor “al servicio de un programa
determinado y su drama es arma combativa” [Lentzen, 1992: 78].
Pero en estos años republicanos, incluso aquellos autores más comerciales,
consideran que la nueva situación teatral durante a República no ha hecho sino
empeorar las tristes circunstancias en las que ellos mismos decían que se encontraban,
momento que no dudan en aprovechar para arremeter contra ese nuevo teatro y ese
nuevo público que rechaza sus creaciones. Benavente manifestó que no creía que el solo
hecho del cambio de régimen hubiera decidido una mayor libertad de expresión en el
teatro, sino más bien todo lo contrario, “pues mientras a unos autores se les autoriza
todo a mí me invitaron a retirar una frase de una comedia” [en Vived Mairal, 2001: 22].
El propio Benavente declarará a la revista Blanco y Negro que
“lo que pasa, generalmente, es que los que anhelan esa evolución
supeditan el arte teatral a los cambios de política, y así se da el caso de
que al venir la República haya quien sueñe con un teatro republicano. Los
que así piensan no saben que en Rusia, donde tanto se ha laborado por
109
crear un teatro y un cine soviéticos, a última hora han vuelto los ojos a
sus clásicos, que son los que imperan hoy en los escenarios de la URSS”
[Blanco, 1933: 8]
Los hermanos Álvarez Quintero, por su parte, declararon que hasta entonces,
en 1932, la República había permitido menos, cuando debiera haber sido al revés: “Y
antes, y ahora, y siempre, protestaremos y
protestaremos contra la forma
desconsiderada y brutal en que se rechaza en los teatros la equivocación de un autor a la
opinión contraria” [en Vived Mairal, 2002: 22]
Este proceso de radicalización empezó para algunos estudiosos antes de la
República, durante las vanguardias y en el bando reaccionario. Ya señalamos
anteriormente como muchos defensores de la literatura de avanzada veían en el
apoliticismo de las vanguardias una actitud reaccionaria, pero el mayor peligro
provenía, como ocurrió en el caso del futurismo italiano de querer “asimilarse otras
ideas que aglutinasen a los futuristas en una corporación activa, imperiosa, combatiente,
que les diese eficacia como poder social. Así se asimiló el futurismo la Teoría de la
violencia, de Sorel, con sus postulados de boicot, sabotaje, acción directa […] Una
figura más popular, Mussolini, le suplantaba con sus propias doctrinas ante la gran masa
italiana” [Díaz Fernández, 2006: 350]. De modo análogo, y antes de este texto de El
nuevo romanticismo, en 1929, Giménez Caballero publicó en el número 52de su Gaceta
Literaria la “Carta a un compañero de la joven España”, el “temprano manifiesto del
fascismo español” [Mainer, 2005: 280], donde el próximamente autodenominado,
Robinson literario establecía un parangón estético e ideológico con la Italia fascista77.
Aunque a partir de 1932, cuando el temor al fascismo, asentado definitivamente en
Italia y con proyecciones imperialistas y con un tremendo auge en Alemania donde
llegaría al poder al año siguiente, se comienza a desarrollar la colaboración antifascista
de intelectuales de izquierda, uno de los pasos que afirmó la politización de las letras
como instrumento de lucha antifascista, será a partir de 1934, como señalamos, con la
revolución de Asturias, cuando “todos los poetas, sintiéramos como un imperioso deber
adaptar nuestra obra, nuestras vidas, al movimiento liberador de España” [Altolaguirre,
77
La progresiva politización de una revista como La Gaceta Literaria es, cultural y literariamente, un
hecho paradigmático de este proceso que estamos desarrollando. El papel de esta revista en la
vanguardias y su posterior politización puede verse en el artículo de Mainer, 1988.
110
1937: 12]. Los acontecimientos sociales y políticos de estos años, por tanto, vinieron a
definir, en mayor o menor grado, la vida de todos los españoles, inmersos o no en el
campo literario. En este período de formación literaria y teatral que Torrente Ballester
desarrolla en estos años, debe destacarse cierto posicionamiento político con su
afiliación al Partido Galleguista alrededor del año 1933, gracias alo cual “participei
nalgunhas eleccións como apoderado dos candidatos galeguistas” [G. Reigosa, 2007:
68], aunque, como señala el propio autor “non foi unha afiliación que producise
episodios importantes” [Ibíd.]. A pesar de la escasa relevancia de este hecho, según el
propio autor y, en virtud del devenir político, literario y personal del ferrolano parece
que así debió ser, no podemos soslayar la necesidad de vincularse, de tomar posición
dentro del cada vez más complejo campo político y social que se iba componiendo en
estos años de todos los ciudadanos. Su vinculación a un partido parece más determinada
por esta imposición que se va generalizando con la progresiva politización de todos los
ámbitos sociales que por la asunción de unos determinados presupuestos políticos78, lo
que, en cualquier caso, le sigue situando en un punto bastante alejado de la literatura de
avanzada, primero, por la ausencia de la literatura en estos años y, segundo, por la
valoración de lo literario sobre lo político que el propio autor explicita.
De estos sucesos y de la consiguiente radicalización de posturas estéticas hacia
presupuestos políticos o sociales determinados no escapan ni aquellos autores que, en
algún momento criticaron estas posturas politizadas. Es el caso de García Lorca, que
tras denigrar la poesía comunista de Rafael Alberti, no duda en afirmar años más tarde
que “el teatro es uno de los más expresivos y útiles instrumentos para la edificación de
un país y el barómetro que marca su grandeza o su descenso […] como el teatro que no
recoge el latido social, el latido histórico, el drama de sus gentes y el color genuino de
su paisaje y de su espíritu, con risa o con lágrimas, no tiene derecho a llamarse teatro,
sin sala de juego o sitio para hacer esa horrible cosa que se llama matar el tiempo” [en
Ruiz Ramón, 1986: 175]. La figura de Max Aub no hace sino redundar en este aspecto,
ya que su producción vanguardista previa a la Guerra Civil quedará subyugada, aunque
78
Aunque, como veremos más adelante, sus próximas obras, escritas durante el conflicto civil, evitan la
referencia explícita a la contienda, no están exentas de una toma de posición política. Si bien son mucho
más evidentes éstas tanto en sus artículos periodísticos y en su teorización teatral de estos años, la
dependencia del pensamiento falangista de sus obras dramáticas El Viaje del joven Tobías y El
casamiento engañoso, así como las primeras obras de la posguerra, es un rasgo inequívoco de esta
progresiva politización.
111
no eliminada, por la necesidad social y política de representar lo acontecido en su
literatura, tal y como veremos más adelante.
De este modo, la toma de posición de los autores en torno a los nuevos
presupuestos de avanzada es razón sine qua non para definirse dentro de este nuevo
sistema artístico. Respecto a esta idea es muy preclaro el artículo de César Muñoz
Arconada, publicado en el verano de 1933 en la revista Octubre, donde realiza una
clasificación de los escritores según su compromiso. A un grupo –en el que incluyó a
Jarnés, Gómez de la Serna, Obregón y Salazar Chapela-, lo consideraba dispuesto a
continuar la tradición de influencia en la pequeña burguesía. Otro estaba formado por
partidarios de la contrarrevolución el fascismo, y el “catolicismo de la cultura”, como
Eugenio Montes, Ledesma Ramos, Giménez Caballero…Entre esos dos grupos, “en el
rincón de las soledades sonoras” estaban todos los poetas puros. Y, por último, había
otro, en progresivo aumento, en el que figuraban escritores como Arderíus, Prados,
Sender, Alberti… que habían comprendido “el significado de estas horas decisivas en
que vive el mundo” [Muñoz Arconada, 1933: 12]79.
De entre todo este panorama una figura se nos presenta como paradigma de un
teatro de vanguardia y, posteriormente, de un teatro de avanzada, llegando a los
extremos más políticos80, como es la figura de Max Aub, quien caracteriza mejor que
nadie este proceso evolutivo, ya que, como señala Soldevila Durante, “saltó del eje
intemporal de la creación de caracteres y la revitalización de mitos ‘eternos’ al muy
temporal de las relaciones sociales y políticas de la comunidad española”,
transformando, de este modo, su
teatro primigenio fundado “en una ética de la
intimidad en otro en que la ética de las circunstancias colectivas se le impuso como una
79
Esta clasificación realizada en 1933 tiene una correlación bastante directa, aunque con matices
diferentes en u valoración, con la que muchos años después realizaría José Carlos Mainer al afirmar que
el tras la imposibilidad de la deshumanización, el artista se encontraba ante tres posibles caminos: “la
repercusión del realismo crítico de cara a un arte de servidumbres sociales; la profundización en lo irreal
y monstruoso (expresionismo, surrealismo) que puede revestir un testimonio moral de una civilización
agonizante; la reorganización de un arte funcional que se acomode a las exigencias de la racionalidad y
colectividad de la vida contemporánea” [Mainer, 1972: 184]
80
Hay que señalar que este teatro político de Aub se desarrollará durante la Guerra Civil y no antes ni
después de ésta, por lo que no resulta incongruente afirmar que su teatro fue, mucho más que el de otros
autores un teatro de circunstancias, un teatro de guerra. Para Aub el teatro político carece de sentido salvo
en excepcionales circunstancias, por lo que no se puede tomar como norma de creación, ya que “una vez
conseguida la revolución, ¿qué tendería a hacer Piscator con su teatro político?” [Aub, 1935: 105]
112
ineludible responsabilidad personal” [1999: 165]. Este cambio sufrido por Aub no
supone “un arbitrario cambio de rumbo, sino una negación dialéctica Ambas etapas, por
consiguiente, informan –de manera, además, muy coherente y diáfana- de un proceso
intelectual y estético” [Doménech, 1967: 32]. De este modo, la evolución hacia la
progresiva y cada vez más agresiva politización del arte tiene en Max Aub un ejemplo
sintomático.
Pero sí Max Aub puede ser considerado como ejemplo de esta evolución que
sufrió gran parte de la literatura española durante la década de los 30, la figura de
Alberti resultará tan paradigmática como promotora de este cambio. De sus tendencias
vanguardistas y neopopularistas poco rastro queda cuando, a finales de 1929, con una
Dictadura tambaleante, se siente por vez primera “<<poeta de la calle>>, o poeta civil, es
decir, un poeta que intenta, a partir de sus propias sensaciones y de su propio lenguaje
poético, recreador, ser útil, sumar su expresión a la expresión de esos hombres que ante
las cargas de los civiles, corren a su lado” [Monleón, 1990: 57]. El propio Alberti
confirma en sus memorias este cambio al hablar de su Elegía Cívica:
“Con los zapatos puestos tengo que morir se tituló el primer poema que
me saltó al papel, hecho ya con la ira y el hervor de aquellas horas
españolas. Desproporcionado, oscuro, adivinando más que sabiendo lo
que deseaba, con dolor de hígado y rechinar de dientes, con una
desesperación borrosa que me llevaba hasta morder el suelo, este poema,
que subtitulé Elegía Cívica, señala mi incorporación a un universo nuevo,
por el que entraba a tientas, sin preocuparme siquiera adonde me
conducía. Poesía subversiva, de conmoción individual, pero que ya
anunciaba turbiamente mi futuro camino” [Alberti, 1999, II: 290].
Ya señalamos anteriormente la contundente polémica que una obra,
aparentemente tan carente de proselitismo político, como El hombre deshabitado había
levantado, principalmente por su carácter rupturista y por lo que suponía el primer
estreno comercial de una primera figura de la renovación como lo era, por aquel
entonces, Rafael Alberti. No será, sin embargo, hasta pocos meses después, el 1 de junio
de 1931, con el estreno de Fermín Galán, héroe ya mítico de la fallida sublevación
republicana de Jaca un año antes, cuando el gaditano “lleno de ingenuidad y casi sin
saberlo intentaba mi primera obra política” [Alberti, 1999, II: 313] Como él mismo
113
reconoce, “la causa del pueblo, ya clara y luminosa, la tenía ante mis ojos” [1999: 314].
Aún así, el fracaso de la obra, achacado por el propio autor tanto al rutinarismo y
conservadurismo del público, como a la fallida elección del modo de plantearla, a través
de un romance de ciego, cuya narratividad la hace muy impropia de los escenarios,
aunque sí de la plaza pública. Fue, por tanto, error albertiano representar un teatro
político revolucionario frente a un publico burgués, el mismo en que se asienta el
modelo social que se pretendía derribar. Max Aub generalizó este problema al estudiar
el teatro de Piscator y afirmar que “he aquí un teatro, unas maravillosas realizaciones
escenográficas que tienden al desmoronamiento de la sociedad con cuyo dinero se ha
montado y por paradoja, esas obras se representan siempre ante burgueses (los
proletarios no pueden asistir porque los precios de las localidades son prohibitivos)”
[Aub, 1935: 95]. César Falcón también apunta al problema cuando señala que “el Teatro
Proletario exigía no sólo el abandono de los hábitos externos, de los métodos podridos
del teatro burgués, sino, lo que es más difícil de arrancar: los vicios profesionales, la
mentalidad infestada de convencionalismos estúpidos” [Falcón, 1934: 105]. Las
posibles soluciones a este problema son escasas, tanto en cuanto, como reconoce el
propio Alberti, “los empresarios no van a montar obras que minan el régimen
económico en que se mueven” [Pérez Doménech, 1933: 101]. En la misma entrevista
concedida a este periodista de Imparcial Alberti sólo ve una solución posible:
“Desde mi particular punto de vista no veo otra más que la de organizar
tropas o grupos de agitación, para crear el teatro de masas de que ante
hablábamos. Estos grupos, de once personas cada uno, al igual que los
equipos de fútbol, serían los encargados de realizar la cruzada por toda
España. Deberán estar integrados por estudiantes, obreros e intelectuales
en general. Para que la tarea responda a sus propósitos, las obras
resumirán las preocupaciones actuales de los obreros; sus luchas por las
reivindicaciones sociales, su protesta contra la guerra imperialista y
contra el fascismo, etc. El teatro, aunque se crea lo contrario, tiene que
ser tendencioso y volver a su fuente natural: el pueblo” [Pérez Doménech,
1933: 103]81
81
Tras el estreno de Fermín Galán, en una entrevista concedida a Alejo Carpentier, Rafael Alberti ya
advirtió de los nuevos caminos por los que debería devenir el nuevo teatro: “En un momento
114
La justificación de una cita tan extensa proviene de varios puntos. En primer
lugar por el concepto de “grupos de agitación”, elemento vinculado a la política más
que al teatro, por revolucionario que éste sea. En segundo término, se habla, en 1933, de
“cruzada por toda España”, vocablo que terminará siendo vetado para todos los
izquierdistas con la sublevación militar de julio de 1936, ya que fue apropiado por el
bando nacionalista. Su uso en esta entrevista por uno de los teóricos teatrales más
reconocidos entre los comunistas nos puede dar una idea de las semejanzas que hubo,
no en el tema, pero sí en las formas entre un bando contendiente y otro. La última
reflexión acerca de este texto, relevante tanto en cuanto explicita el grado de
politización de la literatura de avanzada, sería la necesidad de devolver el teatro al
pueblo, “su fuente natural”, aunque este nuevo teatro recoja únicamente “las
preocupaciones actuales de los obreros”. Esta identificación entre pueblo y proletariado,
está también presente, como en otros muchos autores de esta época, en el Sender de
1932, aunque con un carácter más anarquizante, y en el de 1936 con su “Teatro Nuevo”,
de índole más comunista [Dueñas Lorente, 1994: 247].
No sólo figuras conocidas en el teatro como Aub o Alberti trataron de
desarrollar con sus obras un teatro político, uno en la Guerra Civil exclusivamente,
mientras que el otro desde 1931 y durante la mayor parte de su posterior exilio, sino que
autores más anónimos hoy en día, aunque de gran relevancia en su momento, apoyaron
desde textos periodísticos, literarios y obras dramáticas, este teatro político. Es el caso
de Julián Gorkin con sus dos piezas La corriente y Una familia, a las que en su
publicación antepuso un Prólogo en el que podemos leer que “un escenario es, en cierto
modo, una tribuna pública. Ya se comprenderá que al decir esto no pretendo que una
función teatral pueda ser equivalente a un mitin. El mitin es una forma elemental y
directa de agitación propaganda; la función teatral, una forma artística y elevada, aun
cuando por esto mismo produzca a veces mayores efectos” [Muñoz Gorkin, 1931: 100].
Esta metáfora de la escena como tribuna de agitación, “artística y elevada”, pero tribuna
de agitación al fin y al cabo, se contrapone a la visión de la escena como púlpito que las
vanguardias establecieron al intentar recuperar esa actitud devota y casi litúrgica del
revolucionario no debe pensarse en creaciones estéticas… Sueño en fundar una agrupación teatral –
suerte de Teatro Político- destinada a representar piezas inspiradas por los acontecimientos españoles del
momento que preocupan a las masas” [en Gagen, 1992: 387]
115
pueblo espectador ante el teatro. El polémico Max Aub, polémico por su defensa de un
teatro “teatral”, pero de pensamiento izquierdista y revolucionario, no dudará en afirmar
nuevamente en 1935 que “hay que volver a convertir el escenario en altar, sin quitarle el
aire de divertimento que ganó para sí el pueblo en contra del Estado, poderosos e
Iglesia” [Aub, 1935: 106]. Del mismo modo, y como señalamos en el primer epígrafe
al plantear esta idea, Torrente Ballester, coincidiendo con Aub en su planteamiento de
origen vanguardista, demandará esta actitud devota del público, al mismo tiempo que no
duda en afirmar que el teatro se deberá convertir liturgia.
En cualquier caso, la nómina de escritores para un teatro político de este tipo
era demasiado reducida, principalmente, según reconocen ellos mismos, por la falta de
temas apropiados, ya que “aquí no teníamos una realidad novelable de esa magnitud y
nuestros escritores sólo podían formular postulados” [Cansinos Sáenz, 1933: 85]. Todo
el desarrollo literario que se venía produciendo, por lo tanto, no era novela
revolucionaria o política sino “novelas rebeldes, derrotistas, del régimen opresor.
Novelas de inquietud social […]” [Arderíus, 1931: 108]. Pero si “la verdadera literatura
social es la que surge de una revolución” y en España no se ha conseguido porque “en
España o se ha hecho aún la revolución social, ni siquiera la política” [Ibíd.], tampoco
se puede hablar de una literatura proletaria, como pedía Sender, ya que “bajo el régimen
capitalista no se puede cantar al trabajo, porque el trabajo es un castigo” [Sender,
1932b: 113]. Un año más tarde, tras la publicación por parte de la editorial Cénit, en su
sección “Teatro político”, de Teatro revolucionario mejicano de Mauricio Magdalena y
Tres dramas mexicanos de Juan Bustillo Oro, Sender se hizo eco de ellos en La
Libertad, donde señalaba que “por ahora constituyen la única aportación considerable,
al idioma español, de teatro ‘de masas’ y político. De verdadero teatro revolucionario”
[en Vived Mairal; 2001: 29]. Para César Falcón, aunque este problema era real, iba más
allá en el campo teatral de lo que podía llegar en la novela y en la poesía, ya que “no
sólo no hay obras proletarias, obras revolucionarias, ni siquiera hay obras dignas. No
hay obras, ni autores ni actores” [Falcón, 1934: 106]. Los repertorios de este nuevo
teatro, por tanto, se vieron salpicados principalmente de obras extranjeras, alemanas y
soviéticas, principalmente, como las obras La fuga de Kerensky, de Hans Huss, Al rojo,
de Carlota O’Neill, Hinkeman, de Ernst Toller, o “el entremés antiimperialista de
Vaillant Couturier, Asia; el de Tom Thomas, Un invento y el entremés mímico La
116
conquista de la prensa” [Ibíd.]82. Incluso durante la contienda civil Alberti rememoraba
esta situación inicial al recordar que “el teatro político, eficaz y certero no aparecía”
[Alberti, 1938: 293]. Antonio Machado lo dejó meridianamente claro al afirmar que
“para el teatro no esta aún madura la vida social nueva. La novela puede tentar el
porvenir; el teatro es más tardío. Refleja la sociedad, pero cuando ésta se desenvuelve
en modos, costumbres y medio ambiente ya cuajado. El nuevo estado social apunta en
distintos pueblos; pero no está, ni mucho menos, ni en los comienzos de su camino”
[Machado, 1934: 70]. Esta dependencia de la nueva literatura de la evolución del campo
social no viene sino a confirmar, por un lado, el valor supremo que se le concede a la
nueva organización política y social que se defiende y, por otro, la mediatización, el uso
que se hace de la literatura para conseguirlo, es decir, la supeditación y, por tanto,
pérdida de autonomía del campo literario frente al campo social, ya no burgués, sino
proletario.
No se puede reducir, sin embargo, el desarrollo de esta politización del teatro a
reflexiones teóricas y obras que, como señaló Alberti, estaban condenadas a mantenerse
alejadas de los escenarios comerciales y que, como señalaron Sender y Arderías,
estaban por venir. De modo similar a los pequeños a los grupos teatrales de minorías en
los años vanguardistas, surgen en estos años otros grupos, como los señalados por
Alberti, pero, lógicamente, con una orientación muy distinta. La similitud entre ambos
tipos de grupos teatrales, debe reducirse a su origen, el hecho de ser expulsadas sus
propuestas, y prácticamente todo su repertorio, de los escenarios comerciales, que
siguen dominados por la misma escena burguesa, anclada en los mismos modelos y
carpintería teatral desde principios de siglo, y no a sus fines. En cualquier caso, esta
coincidencia no es casual, sino herencia de un modelo por parte del otro en torno al
enfrentamiento ante el teatro comercial, reafirmando de este modo cierta continuidad en
los propósitos teatrales de ambos repertorios.
De este modo surgen grupos como “La Tarumba”, la Compañía Española de
Teatro Revolucionario o la Central de Teatro Revolucionario, cuyos componentes
“antes que hombres de teatro, se consideran como agitadores revolucionarios; el
repertorio era, principalmente, de obras revolucionarias y antiimperialistas extranjeras”
[Fuentes, 1980: 134-135]. La Compañía de Teatro Proletario, surgida de la revista
82
Para conocer más a fondo el repertorio de este grupo y de Nosotros, consultar la entrevista de
Christopher Cobb a Irene Falcón, en Cobb, 1986: 269-272.
117
Nosotros, según nos señala César Falcón, nace “bajo los auspicios de la Central de
Teatro y Cine Revolucionario, Sección Española de la Unión Internacional de Teatro
Revolucionario” [Falcón, 1934: 104], con un objetivo claro, “al servicio de la causa
revolucionaria del proletariado” [Ibíd.]83. De este modo, esta grupo teatral, “antes que
una Compañía de teatro, antes que artistas, se ha sentido en todo momento un grupo de
agitadores revolucionarios, que tenía el deber de hablarles a todos los trabajadores, de
llevarles a todos –más obligadamente a los que están secuestrados en las
abruptuosidades de las montañas o en los escondidos recodos de la costa– la voz
encendida de la revolución” [Falcón, 1934: 105-106].
En Barcelona el desarrollo de estas pequeñas compañías itinerantes, de breve
vida casi todas, fue tan prolífica como en Madrid. Surge ya en 1931 un grupo
dependiente del Bloc Obrer i Camperol, pero auspiciado por el diario L’Hora, que le
dedica varias páginas a lo largo de los meses de marzo y abril de 1931. En estos
artículos, “se insiste en que <<ha de esser un teatre de proletaris per proletaris>>, sin
mencionar los problemas de repertorio y de actores que, en una situación parecida,
necesariamente han de plantearse” [Cobb, 1986: 251]. Las opiniones acerca del teatro
proletario que ha de venir por parte de este periódico, no vienen sino a reafirmar este
proceso de politización de la literatura que venimos viendo en este epígrafe. De este
modo, en un artículo de este periódico no se duda en la necesidad de servirse del teatro
como medio de propaganda política, al afirmar que “s’imposa, doncs, la creació de un
teatre proletari. Cal escriure, traduir obres teatrals d’ideologia proletària. Cal convertir
aquests petits escenaris obrers en tribunes de la nova doctrina de classe” [en Cobb,
1986: 252]84. Principalmente este grupo, aunque, como señala Cobb, en otros muchos
intentos de creación de un teatro proletario, primaron el desarrollo de un proyecto que
carecía tanto de medios como de un repertorio básico sobre el que crear el nuevo teatro.
Dentro de esta lucha por el control del repertorio en la periferia literaria el
papel desarrollado por las revistas en esta escala de politización no fue ni mucho menos
escaso. Las revistas desarrollaron el papel de campos de batalla desde donde podrían
surgir las grandes obras los grandes movimientos, por lo que su proliferación, del
83
Esta idea del arte puesta al servicio de una ideología política o de un modelo social estará muy presente
en un texto que analizaremos a continuación, pero de signo totalmente contrapuesto, Arte y Estado de
Giménez Caballero.
84
Para profundizar en el desarrollo del teatro de masas en Barcelona, en especial el “Teatro de Masas del
B.O.C.” puede consultarse el artículo de Christopher Cobb, 1985: 247-266.
118
mismo modo en la vanguardia que en este proceso de politización de las letras, será
primordial, a imagen y semejanza que en el resto de países europeos. Si bien el
desarrollo de las nuevas propuestas renovadoras y vanguardistas se sostuvo en las
numerosas publicaciones periódicas que afloraron en estos años, fue principalmente La
Gaceta Literaria la que representó, por su relevancia y por la amplia y, más tarde, muy
conocida nómina de sus colaboradores, de manera más sobresaliente este nuevo espíritu
desde 1927. La paulatina politización a manos de Giménez Caballero de esta misma
revista, apolítica, con preocupaciones únicamente estéticas, al menos en su principio,
conllevo su desaparición, tal como señalamos páginas atrás. En su pecado tuvo su
penitencia La Gaceta Literaria, ya que los nuevos autores consideraron que no fue sino
“el sueño imposible de la independencia moral de la literatura, o el fantasma de una
rebeldía meramente estética pero extrañamente dócil ante las circunstancias de la vida
política” [Mainer, 1988: 40]. Lo que ocurrió con la revista de Giménez Caballero fue
sintomático de lo que empezaba a pasar en nuestra literatura, perdiéndose uno de los
elementos más característicos y enriquecedores de los años anteriores, como es “la
convivencia en las mismas revistas, los mismos periódicos, las mismas tertulias, de
autores de posiciones ideológicas muy diferentes” [Morente, 2006: 54]
Fueron bastantes más las revistas que adoptaron el camino de La Gaceta
Literaria, en aras de una mayor politización, produciéndose de este modo “una
transición entre las aparecidas en la década de los años veinte, física y formalmente
dedicadas –única y exclusivamente– al cultivo de la propia materia literaria; y aquellas
otras que lentamente surgirían a lo largo de la siguiente década. Estas últimas escoradas
cada vez más hacia un contenido muy comprometido con la realidad social que les ha
tocado vivir” [Molina, 1990: 140]. Un claro ejemplo apareció en la revista Bolívar,
donde Mariategui afirma que la política, “que la sentimos elevada a la categoría de una
religión, como dice Unamuno, es la trama misma de la Historia” [Mariategui, 1930: 41].
De modo análogo, el Manifiesto electoral de “Nueva Cultura” antes de las elecciones de
febrero de 1936 remarca, por su propia existencia, esta progresiva politización de las
revistas literarias y culturales, realizando un llamamiento a la acción ya que “ante la
contienda electoral no cabe la posición pasiva y neutra”, [VV. AA., 1936: 190], mucho
menos si se es verdadero artista. Sender ahonda en esta caracterización anunciando que
“el artista joven espera la revolución a la que se entrega en cuerpo y alma para hacer su
labor sobre perspectivas nuevas” [en Molina, 1990: 173].
119
La revista Octubre, fundada por María Teresa León y Rafael Alberti en 1933,
supone un punto de inflexión en este progresivo cambio de procesos de canonización,
ya que no es únicamente una revista para el pueblo, dirigida a un estrato social
tradicionalmente alejado y olvidado por la literatura, sino que es propiamente un órgano
cultural del mismo, una revista del pueblo. Su editorial del primer número no dejaba
lugar a dudas:
“Es una revista para vosotros. Debéis tomar parte en ella, enviándonos
vuestras impresiones del campo y de la fábrica, críticas, biografías,
artículos de lucha, dibujos. La cultura burguesa agoniza, incapaz de crear
nuevos valores. Los únicos herederos legítimos de toda la ciencia, la
literatura y el arte que han ido acumulando los siglos, son los obreros y
campesinos, la clase trabajadora que, como dice Marx, es la que lleva en
sí el porvenir” [en Molina, 1990: 211]
Del mismo modo que ocurrió con la revista Nosotros, Octubre anuncia en uno
de sus últimos números, octubre-noviembre de 1933, la formación de un grupo de teatro
reflejo del “teatro de los trabajadores y de sus luchas” [Fuentes, 1980: 135]. Del mismo
modo, anuncia un concurso de obras teatrales “en un acto, de acción rápida y contenido
ideológico de clases, de tema español (y aquí una diferencia básica con el Teatro
proletario, internacionalista en sus temas) y de sucesos revolucionarios o problemas que
interesan a los trabajadores” [Ibíd.], ya que la carencia de auténticos textos
revolucionarios, sociales, proletarios o políticos, como se prefiera denominarlos, hacía
necesaria la creación de un repertorio par el desarrollo de estos nuevos grupos teatrales.
Aunque hasta este momento hemos venido desarrollando únicamente las ideas
de los grupos de izquierdas respecto a la literatura en general y al teatro en particular,
sería engañarnos negar este mismo proceso en el bando contrario, aunque es necesario
matizar las diferencias entre ambos y, también, resaltar aquellas coincidencias que
muchos estudiosos han sobreseído en pos de una lectura tendenciosa. Y es que la
progresiva politización de las letras durante esta década en los autores, grupos y revistas
de tendencia izquierdista que prima sobre otras posturas antaño canonizadas tiene un
desarrollo paralelo en aquellos autores y revistas que defienden posiciones políticas
antagónicas. El caso de Giménez Caballero y el de La Gaceta Literaria, tal como
120
señalamos antes, pueden servir de botón de muestra de esta politización de la literatura
de autores no izquierdistas.
Si se puede advertir cierta heterogeneidad dentro del grupo de los intelectuales
de “izquierdas” no se advierte en el bando contrario, sino que la homogeneidad de las
propuestas teatrales de éstos es la nota predominante, pero no exclusiva. No se formaron
grupos teatrales de relevancia durante los primeros años de la década, ni los autores
sintieron la necesidad de desarrollar un nuevo teatro para un nuevo público, sino que les
bastaba a muchos con sustentar aquel teatro de arraigada raíz burguesa que ayudaba a
mantener los ideales patrios con la misma carpintería teatral que se venía utilizando
desde años atrás. Esta idea está ya presente en los autores de avanzada que acusan,
como señalamos anteriormente, de reaccionarismo político a las vanguardias por su
apoliticismo, y no dudan en identificar el fascismo literario con cualquier propuesta
contraria a sus ideales, tal como el propio Díaz Fernández muestra al denunciar que
“estamos hartos de estafas y con el ánimo bien dispuesto para ejecutar al fascismo
literario que dedica a Góngora el homenaje de una misa” [1931: 63]. Esta identificación
entre la literatura burguesa y la fascista ya la hizo patente el propio autor un año antes
en su ensayo El nuevo romanticismo, cuando afirmaba que “el fascismo es la alianza en
el poder de la clase media y la burguesía, con su catolicismo, su mito romano, su
afianzamiento de la propiedad y del industrialismo privado” [1930: 361], y se irá
incrementando a lo largo de la breve vida de la II República, especialmente desde las
tribunas más radicales de la nueva literatura, como Octubre, desde donde Muñoz
Arconada proclama que “el fascismo ha dado confianza a los intelectuales burgueses,
incluso a muchos que no están conformes con sus procedimientos de violencia […] el
fascismo les ha dado seguridad, y con la seguridad, medios para la reflexión” [1934:
124]. Dos años después, días antes del levantamiento nacional, aparece publicado en la
revista valenciana Leviatán otro artículo del mismo autor donde reincide en la misma
identificación de dos años antes: “La burguesía, desesperada, valiéndose de sus
prodigiosos medios de combate, resuelta a resistir en su dominio, a defenderse, a
vencer: he aquí el fascismo” [1936: 132]. La revista Nueva Cultura, en su citado
“Manifiesto Electoral”, argüía que la burguesía “ya no crea, sino que destruye, porque
en virtud del movimiento dialéctico pasó de su papel creador y dinámico a desempeñar,
encarnada en la violencia fascista organizada, su función agónica y decadente” [VV.
AA., 1936: 189-190].
121
Bien es cierto que gran parte de la burguesía se fue acercando paulatinamente
al fascismo durante estos cinco años, del mismo modo, que el movimiento nacional,
unificado en 1937 bajo el partido de FET y de las JONS, se sirvió de aquella literatura,
obras y autores burgueses que ayudaban a mantener el status quo. Pero ni los unos
fueron fascistas puros, ni los otros reivindicaban el estatismo puro y duro que muchas
veces se sobreentiende. Como señala Ridruejo en sus memorias, no se puede considerar
“escritores fascistas a todos los que incensaron o explicaron la guerra civil en el bando
nacionalista ni a muchos de los que han arropado el régimen resultante” [Ridruejo,
1976: 155]. Es paradigmático el caso de José María Pemán, con su obra El divino
impaciente, donde la vuelta al teatro en verso de tema histórico, pero con una mucho
más patente intención ideológica, religiosa y política, serviría de ejemplo de teatro de
derechas politizado o comprometido, tanto más si se considera la fecha de su estreno, 22
de septiembre de 1933, un año después de la expulsión de la Compañía de Jesús de
España. Esto no es óbice para considerar la más celebrada obra pemaniana como una
obra fascista, tanto por la elección del asunto, la predicación de San Francisco Javier por
Oriente, entre predicadores corruptos e idólatras (¿republicanos?), como por el
tratamiento del mismo, tan antivanguardista como reaccionario. Del mismo modo, las
obras de urgencia del autor gaditano durante la Guerra Civil, distarán mucho, de lo que
buscarán la literatura fascista y su teatro, principalmente delimitado por el texto
torrentino de Razón y ser de la dramática futura.
El desarrollo del movimiento falangista, por el contrario, se desarrollará a
partir de “palabras mágicas que están todavía por decir. Los conceptos, en cambio,
pueden darse ya por conocidos: servicio, jerarquía y hermandad, el lema antagónico
revolucionario de libertad, igualdad y fraternidad” [Gracia, 2004: 43]. De este modo, la
que se ha denominado “corte literaria de Primo de Rivera”, en palabras del ya clásico
estudio de los hermanos Carbajosa, no es sino una forma de retorizar de manera
moderna unas ideas que mantienen, en casi todas sus manifestaciones, un arraigo en las
fuentes tradicionalistas de la sociedad española. Del mismo modo que Ramiro de
Maeztu pedía el auxilio de los poetas en su proyecto de Acción Española, Primo de
Rivera declaraba en el discurso fundacional de su partido (1933) que “a los pueblos no
los han movido nunca más que los poetas, y ¡ay del que no sepa levantar, frente a la
poesía que destruye, la poesía que promete!” [en Rodríguez Puértolas, 1980: 883]. De
este modo, el movimiento falangista se definirá, casi desde un principio, por su valor y
funcionalidad estética, sometida a los valores defendidos, coincidentes en algunos
122
casos, como ya hemos señalado, con la ideas de los sectores más tradicionales y
reaccionarios de la sociedad española; la diferencia radica, sin embargo, en este
primacía de lo poético dentro de la ideología falangista, que entiende la poesía y el arte
en general, como instrumento, bien es cierto, pero como aquel más adecuado para
desarrollar la Historia persiguiendo sus objetivos fascistas. De este modo, la literatura
adquiere un valor diferente al otorgado por aquellos sectores que creían poder servirse
de las acciones falangistas por la coincidencia de ciertos valores ideológicos. El
desarrollo literario de unos y otros no es una mera diferencia generacional, sino un
modo bien diferente de entender la vida y la literatura, para los falangistas, casi uno de
los motores de la historia, y para la burguesía, un mero divertimiento aséptico, sin
trascendencia alguna85.
No se puede reducir, por tanto, el proyecto literario falangista, donde Torrente
Ballester quedará inserto por voluntad propia poco tiempo después, a una mera
“literatura de exaltación histórica y social que ya ha abierto brecha entre las juventudes
universitarias. Su lema: Catolicismo e Imperio” [Alberti, 1934: 164]. Bien es cierto que
muy poco tuvo que ver el proyecto de esta literatura falangista con el desarrollo real que
tuvo al fin, pero sería igual de injusto reducir tal proyecto a esta idea albertiana como la
de considerar la literatura social, política y revolucionaria a mera literatura de partido o
literatura comunista.
Uno de los ejemplos más claros lo tenemos en las propuestas de Felipe Lluch,
colaborador de Rivas Cherif en el TEA, y uno de los hombres que tras la guerra estaba
destinado, si su temprana muerte no lo hubiera impedido, a dirigir el nuevo teatro
falangista. Sus presupuestos teatrales, tan modernos como los de los autores de
avanzada, compartieron desarrollo en sus colaboraciones periodísticas acerca de la
necesidad de crear un Teatro Nacional con postulados políticamente falangistas,
acentuados hasta el extremo, como veremos, en la posguerra. Las inaplazables reformas
85
Una de las grandes diferencias entre ambas concepciones las podemos encontrar en la identificación de
la función política y la poética, recurrente en varios autores fascistas. De esta identificación, Rodríguez
Puértolas nos ofrece dos ejemplos tan significativos como paralelos: “los propios conductores fascistas
son los más grandes poetas. Así Mussolini, según Pirandello, quien al comentar la conquista de Abisinia
dijo que “el autor de esta obra es él mismo un Poeta que sabe bien su propio papel”. Y así también
Franco, según Manuel Machado: “Pocos son los hombres a quienes la providencia ha concedido el
privilegio de realizar la poesía de la Historia” [Rodríguez Puértolas, 1980: 883].
123
que exigía Felipe Lluch86 para el teatro español se centraban en la creación de un Teatro
Nacional que fuera “museo y laboratorio”, esto es, conservador del teatro clásico, pero
actualizado con versiones espectaculares que rescaten lo antiguo con un espíritu
moderno, y lugar de experimentos teatrales que abrieran nuevos caminos. Para ello era
necesario tanto crear “un nuevo estilo teatral, pues en la escena contemporánea –salvo
raras excepciones – no hay nada digno de ser conservado” [Lluch Garín, 1935b: 9],
como “mejorar, engrandecer y renovar la escena patria. Y para ello nada mejor que
imponer normas de austeridad, sencillez y disciplina, que, desde un principio ahuyenten
a los que sólo van buscando una nómina segura o un escaparate para su vanidad” [Lluch
Garín, 1935c: 9]. Aunque volveremos sobre estos textos de Lluch Garín cuando nos
refiramos a la creación de los Teatros Nacionales en los años cuarenta, valga esta breve
reflexión sobre sus textos para ahuyentar la idea demasiado simplificadora de que las
propuestas falangistas se reducen a una mera sustentación de aquellos valores teatrales y
dramáticos nada renovadores y anacrónicos.
Por tanto, simplificar las propuestas en este bando político en la defensa del
teatro burgués, “reaccionario” primero y “fascista” después, en términos de los autores
de izquierdas, dejaría fuera de este campo las propuestas de algunos autores
significativos, entre ellos las de Torrente Ballester, ya que sí que surgieron voces que
pedían una renovación del teatro, que progresivamente se fueron radicalizando hasta
posicionamientos políticos que utilizaban el teatro como exposición de sus ideales. Bien
es verdad que no hubo en este bando propuesta hasta mediada la década una propuesta
dramática concreta, sino, como señala Wenceslao Fernández Flores, mera agitación
contra aquella “ordinariez de un Teatro que parecía un circo y era la tienda de un
ropavejero, sórdida, codiciosa y sin desinfectar” y una defensa de la vuelta al “alma
española […] a su tradicional fervor religioso y a la Iglesia, abriendo sus brazos a la
Poesía de la España Nueva” [Rodríguez Puértolas, 2003, 150- 151]. No son, por tanto,
muchas las propuestas teóricas de la renovación del arte, de la literatura y del teatro en
particular, en base a un proyecto político de derechas, auspiciándose la mayor parte de
estos autores en un teatro consolidado y vigente, aunque negar la evidencia de las pocas
que hubo sería deformar la visión sobre este proceso de politización que caracterizó
estos años, como fué el papel que Giménez Caballero comenzó a desarrollar desde
86
“España necesita urgentemente un Teatro Nacional que conserve el prestigio y logre la renovación de
nuestra literatura dramática, hoy abandonada al afán mercantil de las Empresas” [Lluch Garín, 1935a: 8].
124
finales de los años 20. De hecho, la concepción fascista del arte que propone este autor
supone una defensa de la literatura como arma de combate, una concepción de la
literatura y del arte como instrumentos de propaganda política, nada singular si se
compara con el proceso de mediatización y politización de las letras que se venía
conformando, de igual modo en los escritores de avanzada, tal como hemos venido
explicando87.
Su ensayo Arte y Estado (1935) lo podemos situar como el punto de partida
del primer texto teórico de Torrente Ballester, donde esa politización, al igual que en sus
obras dramáticas de los mismos años, está muy presente, ya que en él se realiza una
amplia síntesis de las ideas que rigen en los años de preguerra la ideología fascista en
relación con el nuevo arte que ha de realizarse. Y es que Giménez Caballero plantea una
renovación de todas las artes en base a un clasicismo cristiano que se oponga a la
corriente romántica que ha venido deshumanizando los productos artísticos occidentales
en los últimos años. Tal como plantea Sultana Wahnon, Arte y Estado es “un sistema de
estética fascista (a la española, es decir, a la católica) que se convirtió en patrón y
modelo de comportamientos artísticos y poéticos entre los creadores falangistas antes,
durante y después de la Guerra Civil” [Wahnon, 1998, 21]. Como ejemplo claro de esta
propuesta, Giménez Caballero exalta el Escorial y sus valores, de modo muy similar a
como años después, ya durante la guerra, Torrente Ballester afirmará en referencia al
mítico y simbólico monasterio:
“Un día cualquiera – un día de éstos- los soldados de España llegarán al
Escorial. A sus ojos, deslumbrados por el triunfo, se ofrecerá la mole del
Monasterio –“nuestra gran piedra lírica”, según concepción orteguiana–
. Desmantelado, despojado, el furor de nuestros enemigos habrá
87
Aunque nosotros haremos referencia exclusivamente a Arte y Estado, por la relevancia que tiene en el
campo literario de la literatura fascista y en la producción teórica de Torrente Ballester, no podemos pasar
por alto el desarrollo ideológico que Giménez Caballero propuso en sus escritos anteriores a la Guerra
Civil, La Nueva Catolicidad y Genio de España. Según indica Francisco Morente, esta última obra citada
no es sino “un esfuerzo considerable por construir una interpretación del fascismo español que vaya más
allá de lo estrictamente político, para englobar también otros aspectos que permiten establecer una
verdadera cultura fascista” [Morente, 2006: 67]. De este modo, y tal como señala Enrique Selva, Genio de
España supone una réplica a la España invertebrada de Ortega, mientras que La Nueva Catolicidad y
Arte y Estado responden a las tesis orteguianas sobre la idea de Europa y sobre su concepción del arte
[Selva, Enrique, 2005: 106-107].
125
respetado la eternidad de su fachada. No estará el elegante San
Mauricio, pero estará el esfuerzo perenne de las líneas, permanente,
invariable arquitectura. [...] estará la capacidad de representar, como en
otro tiempo, el alma de España” [“Porvenir del Escorial”, Torrente
Ballester, 1938: 1]
Partiendo de la crítica de un excesivo individualismo, un abusivo afán de
libertad, interpretando los artistas la realidad “con absoluta independencia de cualquier
norma” [en Wahnon, 1998, 25], Giménez Caballero trata de oponer un clasicismo
cristiano al romanticismo occidental, proponiendo de este modo la rehumanización del
arte. Mientras que para los autores que hemos venido viendo hasta aquí, la
rehumanización era una toma de posición frente a las vanguardias, ineludible por el
ascenso de pueblo en las nuevas sociedades, Giménez Caballero habla de la
rehumanización como vuelta a la concepción cristiana del hombre, tan diferente de
aquella concepción marxista que muchos teóricos y autores de la literatura de avanzada
consideran base del proceso de rehumanización. Torrente Ballester, por su parte,
explicitará en su Razón y ser de la dramática futura este clasicismo cristiano a través de
la vuelta al origen, a la tragedia, pero desde una perspectiva nueva, la cristiana88. De lo
que se trata es, según Lentzen, de hacer “una distinción entre un concepto de realidad
panteísta-oriental, individualista-occidental y armónico-cristiano, y es este último el que
halla su aprobación” [Lentzen, 1998, 128].
El desarrollo de esta idea principal la lleva a cabo Giménez Caballero
oponiendo unos conceptos que venían siendo, a su entender, el germen de la producción
artística del momento (especialmente del arte de las vanguardias, de las que él había
sido años antes uno de los más fervientes defensores) a otros a partir de los cuales debía
resurgir el nuevo arte, curiosamente de modo análogo a las propuestas proletarias, pero
con una finalidad muy diferente. Frente a la individualidad romántica se defiende la
humildad del artista ante el Misterio; frente a la forma, la importancia del tema o del
fondo; y, por último y derivado de las anteriores antinomias, frente a la defensa de la
belleza pura, una concepción del arte como servicio y propaganda.
88
El concepto de rehumanización del arte es también utilizado por Torrente Ballester en un ensayo
teórico posterior, como veremos más adelante. En cualquier caso, aunque no se haga referencia explícita a
este concepto en el primer ensayo del escritor, creemos que es evidente que está presente a lo largo de
todo el texto.
126
Para Giménez Caballero la esencia o naturaleza del arte es ser comunicación.
El autor parte de una concepción comunicativa clásica donde el emisor debe transmitir
el Misterio o la Verdad, que es el mensaje, a un determinado receptor89. Esta propuesta
dista mucho de la idea de arte como forma, defendida por la vanguardia, y del arte como
expresión, de origen croceano. El arte, de este modo concebido, es revelación, tal como
Torrente Ballester considerará que se debe desarrollar el conflicto entre el héroe y el
Coro o Masa, a la que se revelará la acción afortunada y acertada que realiza el Héroe90.
En palabras de Giménez Caballero, “del modo como el crítico genial es el artista del
arte –el que conduce al profano por el laberinto de una obra, abriéndole ventanas y
perspectivas sobre esa obra-, así el artista no es más que el guía mejor que tiene la vida”
[en Wahnon, 1998, 27]. Aunque de manera diferente, el papel asignado al autor en la
literatura proletaria no deja de tener una similitud con éste, ya que la agitación y la
propaganda de los grupos teatrales de los que hemos hablado estaba orientada a la
universalización de la revolución, mientras que Giménez Caballero no duda en ponerlos
al servicio de unos valores religiosos y nacionales. Esto supone que la creación poética
está condicionada por los valores a los que debe servir, y que, del mismo modo, la
propia creación debe atenerse a una determinada jerarquía para prestar este servicio.
Torrente Ballester diserta de manera bastante amplia acerca del valor de servicio que
debe tener el nuevo teatro. Tanto los personajes como la unidad del drama deben estar
regidos por esta jerarquía, que establece en los religiosos y nacionales la cima de los
nuevos valores. Insistimos en la misma idea que acabamos de señalar. Si desde las
posturas de izquierdas los valores que se tratan de reflejar, como el de la revolución,
son diferentes, el objetivo del arte coincide en unas propuestas y otras, que no es otro
sino convencer como si de una tribuna pública se tratase. Unos lo hacen a través de un
lenguaje religiosamente mimetizado para lograr ahondar en el lector, hablando de
revelación, mientras que los otros, dirigiéndose a un público tan diferente como es el
proletariado, lo hacen con un lenguaje “rudo, potente, henchido de esencias vitales”
[Falcón, 1934: 105]
89
Al referirnos de la influencia de Poe en Torrente Ballester en estos años, hablamos del predominio de la
Belleza sobre la Verdad y la Pasión. Aunque Giménez Caballero defienda una postura contraria, el
ferrolano no dudará en anteponer la Belleza a cualquier otro elemento en sus obras dramáticas, como
veremos en su momento.
90
Al igual que esta idea torrentina, los nuevos postulados teatrales los explicitaremos ampliamente en el
siguiente apartado.
127
Muy ligado a este concepto del sentido del nuevo Arte como servicio, se haya
la nueva finalidad del arte, que Giménez Caballero considera que es la propaganda. La
finalidad trascendente del nuevo arte será, por tanto, actuar como intermediario entre la
Verdad y el Pueblo, “en el caso de Giménez Caballero una Verdad y un Bien cuyo
último significado estaba en posesión del Estado y que debían ser impuestos por él”
[Wahnon, 1998, 37]91. En Torrente Ballester desaparece, en cierta medida, esta
dependencia de los valores en lo referente al Estado, haciendo más amplia referencia a
lo religioso que a lo nacional, aunque éste no desaparece definitivamente, tanto en
cuanto la idea de Imperio, que reaparece constantemente en el texto torrentino, no hace
sino remarcar la idea nacionalista que está presente en todo el pensamiento falangista y,
por tanto, en este texto teórico.
Para hacer posible esta propaganda a través del arte, Giménez Caballero
considera que es necesaria una determinada actitud para llevarla a buen fin, que dentro
del grupo falangista desde donde escribe Torrente Ballester, se viene a denominar
entusiasmo. Y esta noción de entusiasmo es asimilable, dentro de los valores religiosos
que son los que maneja con más asiduidad Torrente Ballester, a la noción de devoción
que exige en lo referente a la trascendencia del nuevo teatro. Es este concepto de
entusiasmo el que exige “ese estilo reiterativo, altisonante y patético que, a juicio de
Carlyle, correspondía al temperamento heroico-profético” [Wahnon, 1998, 42].
Podemos advertir fácilmente que estas ideas de Arte y Estado de Giménez Caballero
están reflejadas en el ensayo de Torrente Ballester, tal como veremos en el siguiente
apartado, aplicándolas al nuevo teatro que ha de venir.
De modo similar, aunque alejado de lo meramente literario, naciendo ya como
un “Semanario de lucha e información política”, La Conquista del Estado supuso desde
su aparición en 1931, la primera trinchera de la Guerra Civil, resultando muy curiosa la
interpretación de la figura de Unamuno en varios artículos como ideólogo del fascismo
e imperialismo español92. La
91
revista Acción Española, que del mismo modo que la
La semejanza con las propuestas anteriormente descrita es, en este caso tan notable que no creemos
necesario redundar en ella.
92
“En la iniciación nuestra, en los minutos tremendos que anteceden a todo ponerse en marcha hacia
algo que requiere amplio coraje, Unamuno, desde su palpitar trágico, nos ha servido de animador, de
lanzador. Este hombre, que imaginó una cruzada para rescatar el sepulcro de Don Quijote, lanzó a los
aires hacia 1908 las páginas más vigorosas de que el espíritu universal de estos años últimos –movilizado
128
publicación anterior, terminaría constituyéndose en formación política, servía como
catalizador de pensamientos tradicionalistas, donde la literatura estaba presente en su
pequeña sección de “Lecturas”. De carácter propiamente literario, dejando aparte El
Robinson literario de Giménez Caballero, la revista poética Azor de Luys Santa Marina,
pese a sus comienzos indefinidos tanto literaria como ideológicamente, termina por
constituirse en los albores de 1934 en una revista literaria claramente ideologizada. En
el editorial del número 15-16, correspondiente a los meses de diciembre-enero de 193334, bajo el significativo título de “¡En pie, España!”, el editor habla de una República
que “debe ser violenta, irreflexiva y valiente, que el valor, la irreflexión y la violencia
son gérmenes de lo grande” [en Molina, 1990: 139], recogiendo todo el léxico y el estilo
fascista que comenzaba a aflorar en estos años.
Entre estas dos tendencias más relevantes sobre el papel de la literatura en lo
que terminaría constituyéndose en el bando nacional, la politización defendida por
Giménez Caballero, por un lado, y el escapismo y reaccionarismo del teatro burgués,
mucho más notorio en estos años que a principios de siglo, por otro, surge una tendencia
no politizada pero tampoco conformista, sino renovadora, revolucionaria en el sentido
que Santiago Ontañón otorgaría a este calificativo durante la Guerra Civil:
“Yo creo y he creído siempre que hacer la revolución en el teatro es
implemente hacerlo bien. En España, donde el teatro ha llegado a tomar
proporciones de vergüenza nacional, aquel que inicie una escapada, por
pequeña que sea, hacia lo limpio, lo digno, con un mínimo de estética y
una rectitud de criterio político, será un revolucionario” [Ontañón, 1937:
224]
Si bien esa “rectitud en el criterio político” que exigía Ontañón para considerar
revolucionarios no era compartida por los escritores de este bando, sí que su afán
renovador, su camino “hacia lo limpio, lo digno, con un mínimo de estética” convertiría
en revolucionarios a algunos de estos autores, de ideología tan divergente. No es lo
político lo que les mueve, aunque su toma de posición durante la Guerra Civil no
dejará lugar a dudas respecto a su ideario anticomunista y protofascista, sino ese
con bayonetas al grito imperial de predominio– ha dispuesto para expresar sus entusiasmos” [Ledesma
Ramos, 1931: 1]
129
sentimiento de Belleza, más que de Verdad o Pasión, siguiendo las ideas de Poe que
explicamos anteriormente.
Sería erróneo reducir, por tanto, todos los intentos de renovación del arte en la
ideología de “derechas” al posicionamiento escapista de unos y a esta propuesta de
recuperación de lo clásico de Giménez Caballero. Frente al pragmatismo de este autor,
muy ligado a este proceso de politización de las artes y del que se hace eco Torrente
Ballester en sus textos teóricos, surge otra crítica a la estética moderna y contemporánea
de la mano de Luis Rosales y Luis Felipe Vivanco, figuras también muy ligadas a la
producción teatral de nuestro autor.
Esta nueva propuesta, que tendrá bastante más arraigo a partir del final de la
guerra, opone al belicismo y antiintelectualismo de Giménez Caballero un más sólido
conocimiento de la cultura. Las ideas principales de esta nueva crítica a la modernidad
literaria en defensa de un clasicismo cristiano las expone de Luis Rosales en su texto
“La figuración y la voluntad de morir en la poesía española”93, donde sostiene que sólo
en la poesía clásica española, humanista, es donde se puede advertir una visión pura de
las cosas, tal y como éstas son en su presencia, no deformadas por la mirada culta. Este
es el afán principal de este grupo, recuperar esa mirada pura que abarca más de lo
meramente empírico. Tal como indica Wahnon, “se trata, pues, de propugnar un sentido
de la realidad que dé cabida a los aspectos que, por carecer de verificación empírica, no
podían formar parte del realismo decimonónico y que Rosales aglutinaba bajo el
epígrafe de misterio” [Wahnon, 1998, 84]. Este <<misterio>> del que habla Rosales
con el término “sentido de realidad”, se hallaría ahondando en la realidad aparencial,
encontrando en ella el orden que Dios ha puesto. De lo que se trata, pues, es de
“revelar” a través de la poesía, como dice Rosales, aunque podemos ampliar la
definición al arte en general, pudiendo considerar la postura de Torrente Ballester como
aplicación de esta idea al nuevo teatro, bastante más acorde que el sentido revelación
que utilizaba Giménez Caballero94.
A pesar de las diferencias que hasta aquí se pueden hallar entre esta propuesta
y la de Giménez Caballero, debemos señalar una de ellas que es básica. Para el resurgir
de esta poesía clasicista, o del arte en general, era necesario, no como decía Giménez
93
Este texto aparece en el número de mayo de 1936 de la revista Cruz y Raya.
94
No en vano, estos dos autores serán los que realicen la introducción, bajo la tradicional forma de Loa,
de su primera obra dramática editada, El viaje del joven Tobías.
130
Caballero una voluntad, unas ganas de resucitar el espíritu de El Escorial, aquel que
había permitido a nuestros más grandes genios desarrollar aquellas obras que debían
servir de modelos, anquilosadas en aquella piedra firme del monasterio que serviría para
sustentar esas obras que debían manifestar la nueva gloria, ya que desembocaría en un
formalismo poco útil, sino que debía venir acompañado, según Rosales, por una
convicción, lo que conlleva una reducción en la importancia otorgada al concepto de
servicio. Se trataba de recuperar el espíritu clásico y no únicamente sus formas
artificiales. En definitiva, la diferencia con Giménez Caballero es que se identifica el
Misterio y lo superior no con el Estado, sino con Dios95.
Aunque la postura defendida por Torrente Ballester en su primer ensayo
responde principalmente al modelo fascista propuesto por Giménez Caballero, se
pueden ver claras coincidencias con las propuestas de Rosales y Vivanco, sobre todo si
atendemos a sus obras dramáticas, bastante distantes de aquellas propuestas teóricas que
defenderá en el mismo año de 1937 y, es necesario decirlo, muy afines a estas ideas de
Rosales a las que acabamos de aludir. En cualquier caso, el autor ferrolano irá
abandonando paulatinamente las ideas fascistas basadas en el modelo literario de
Giménez Caballero, aunque muchas de las ideas que presenta en este primer ensayo
mantienen su vigencia en sus posteriores disquisiciones acerca de la teoría teatral.
De modo análogo, escritores que resultarán férreos defensores de la República
una vez iniciado el conflicto civil, como Juan Ramón Jiménez, permanecerán ajenos a
este proceso de politización, incluso siendo atacados por aquellos autores de avanzada
más revolucionarios. De hecho, “la lucha abierta contra la línea purista representada por
Juan Ramón Jiménez se desarrolla con intensidad en este año [1933]” [Molina, 1990:
152], incurriendo en una identificación errónea los detractores del de Moguer, ya que
identifican, como señalamos más arriba, la vanguardia con la poesía pura. El propio
Juan Ramón Jiménez consideraba en 1933, que esta nueva generación de avanzada
vuelve “pasadas tres o cuatro modas rápidas, a lo fundamental que se intento relegar en
1925-30. Parece que ya unos y otros se van cansando de la limitación de tema poético y
de la técnica en sí…” [en Molina, 1990: 183], defendiendo esa poesía y arte puro,
95
Estos dos modelos de clasicismo cristiano vendrán a confrontarse dentro de las páginas de la revista
Escorial en la posguerra española: el entusiasmo y el clasicismo formal fascista frente a la recuperación
del espíritu clásico, lo que Wahnon agrupa bajo el epígrafe “garcilasista”, epónimo de la revista que
abanderó esta toma de posición dentro del nuevo campo literario. Ahondaremos en esta dicotomía en su
apartado correspondiente.
131
alejado de las disquisiciones y luchas políticas96. El propio Torrente Ballester nos
informa de que “cuando me pongo a escribir El viaje, en lo que se refiere a la expresión
(que es lo malo del drama), el lenguaje, el modelo de lenguaje es Juan Ramón Jiménez
[…] En aquel momento yo leo prosas de Juan Ramón en la revista El Héroe” [Becerra,
1990: 200-201]97, lo que concuerda con el ya citado apoliticismo con el que
caracterizamos al Torrente Ballester de estos iniciales años 30. En esta vorágine política
y social, de la que la literatura no pudo salvarse, Torrente Ballester opta por aquel arte
más desentendido de lo político, por revistas tan ligadas a la generación del 27 como
ésta de Manuel Altolaguirre, muy vinculadas a Juan Ramón, quien declara que “llamé
héroes a los que en España se dedican más o menos decididamente a disciplinas
estéticas o científicas” [en Molina, 1990: 146]. Sin política, sin manifiestos, editoriales
y programa definido, este tipo de revistas, donde cabe incluir Litoral, Carmen, Índice,
Mediodía, Los cuatro vientos o Ley, pasan a ser simplemente literatura “para la minoría,
siempre”, contra la que muchos autores de avanzada despotricaban98, por su falta de
compromiso político.
A pesar de estas tomas de posición, entre las que incluimos, como decimos, a
Torrente Ballester, alejadas de la politización, predomina en estos años la progresiva
mediatización del arte y de la literatura en detrimento de una valoración del arte por sí
misma, como consecuencia de todo este proceso de politización que venimos
estudiando. El arte ya no tiene validez por ser arte simplemente, sino que “los escritores,
como los obreros, como los políticos, tienen una misión que cumplir. Su arte es su
herramienta, su arma” [Garfias, 1933: 64]. Ya en los albores de la Guerra Civil, la
revista Nueva Cultura, en su “Manifiesto Electoral” reafirmaba esta idea al considerar
que “el arte, acentuando firmemente los factores positivos de avance en la marcha
96
Años más tarde, durante la Guerra Civil, Buero Vallejo radiará uno de sus primeros textos, “La mentira
del arte proletario”, donde se posiciona contra este proceso de mediatización que venimos comentando.
Su fundamento es nítido: “el arte meramente repetitivo, por mucho que adopte como tema glosar
realidades propias del pueblo, es un arte tan burgués, tan anquilosado, como el que recoge asuntos de la
burguesía o la aristocracia, porque el tema nunca puede convertirse en criterio para dar validez al arte”
[Feijoo, 2005: 226-227].
97
Probablemente las prosas a las que se refiere el autor ferrolano sean las secciones <<Héroe español>>
con las que Juan Ramón Jiménez abrió cada uno de los números de esta revista, dedicados a Altolaguirre,
Rosa Chacel, Aleixandre, Concha Méndez y Emilio Prados.
98
Isidoro Enríquez Calleja, por ejemplo, en Hoja Literaria calificó de “señoritos del escribir” a aquellos
que escribían “para la minoría, siempre” [en Molina, 1990: 185]
132
ascendente del pueblo y acusando los negativos, sirve al hombre y sirve a la masa
aclarando sus problemas, pues ésta es su función social: servir de mediador e intérprete”
[VV. AA. 1936: 188] Términos como servicio, herramienta, utilidad, uso o instrumento
serán constantes en estos textos que hemos venido estudiando, mostrando cómo la
literatura pierde esa autonomía que las vanguardias habían ido consignando a ésta, al
menos en el campo periférico.
La obra literaria, de este modo, no es sino “un instrumento más, de
trascendental importancia, sin embargo, para incidir en la transformación de unas
estructuras sociales y culturales en franca decadencia” [Vilches de Frutos, 1986: 694].
Lo que inicialmente, con la literatura social, surgía como una literatura novísima en lo
formal y en lo temático, se había ido convertido en el uso de la literatura con fines ya no
puramente literarios, subordinando “la intención estética y ponerla al servicio de ideales
ajenos a ella, políticos o sociales, avanzados o reaccionarios”, lo que suponía “colocarse
en la actitud del político, y no en la del artista, frente a la obra de arte” [Ayala, 1935:
72]; esto desembocará casi de inmediato en un teatro directamente político, pero que
antes habría de expresarse en un grito de rebelión contra toda una cultura y un modelo
de civilización que cuestiona los hábitos temáticos y formales de la escena española,
que también estaba presente en la vanguardia, pero que se diferenciaba de ella en los
medios utilizados y en los finalidad otorgada a la literatura. Es una literatura de
combate, anterior al conflicto civil que tardará poco en estallar, donde todo producto
literario, como señala Alberti al hablar de la revista Octubre, “nos sirve para combatir y
para expresarnos” [Alberti, 1934: 164]. Esta politización que hemos venido viendo en
este apartado, por tanto, conllevaba una progresiva mediatización de la literatura, con
los consecuentes peligros de crear una literatura proselitista y panfletaria, ajena a la
verdadera literatura. Alicio Garcitoral ya advertía que
“no creo en un arte sectario, pero sí en un arte empapado de cuanto nos
rodea, aunque de vez en cuando admitamos el paréntesis de una escapada
a nuestra torre de marfil. Si la literatura no sirve para vernos mejor para
espolearnos y ayudarnos a rectificar y protestar, no sirve de nada. Es, en
definitiva, un arma” [1934: 174]
Max Aub explicita este error al afirmar que el teatro político “fundándose en la
visión de un mundo futuro no se detiene en representar nuestra época, sino que intenta
133
dirigirla, haciendo visible la inminente ruina de la actual organización social” quedando
“inmediatamente autorizados todos los medios para proporcionar al auditorio una visión
adecuada al fin perseguido, la revolución social” [Aub, 1935: 93 y 94]. Anteponer el fin
buscado a la obra literaria supone la mediatización de ésta, su pérdida de autonomía, por
lo que Aub no dudó en afirmar que “el teatro que tiene tinte, cariz, tendencias, fines
políticos, no es bueno” [Aub, 1933b: 59], aunque sí conserva toda su espectacularidad,
tal como recoge en sus artículos periodísticos donde narra su viaje por la Rusia soviética
en 193399. Antonio Machado, por su parte, consideraba que la política lo invadía todo,
advirtiendo que, casi por primera vez en España, cultura y política estaban tan unidas en
España, aunque no dudaba en aconsejar “a los artistas y a los intelectuales que s
ocupasen menos de política y más de su arte o de las disciplinas que cultiven. Este
consejo es difícil que sea atendido” [Machado, 1935: 69].
No es ésta, sin embargo, una preocupación trivial para los propios autores de
avanzada, ya que muchos de estos autores ya advierten incluso antes de la década de los
30 de los problemas de esta mediatización Un ejemplo de ello lo tenemos en la revista
Nueva España que advierte las limitaciones que se impone a sí misma la creación
artística al relacionarse con los movimientos políticos e ideológicos, e insiste en que “la
obra literaria ha de servir al interés de su tiempo por los medios que por sí mismo le
ofrezca el arte” [Fuentes, 1980: 56]. Son muchos los autores que consideran que el
criterio ideológico no ofrece garantías artísticas, por lo que no todo sería válido. El
maniqueísmo característico de estas obras, su sorprendente simplicidad y su pobreza
temática, su carencia, en definitiva, de cualidades dramáticas, fue motivo de
preocupación y de necesario sobreaviso para aquellos que se lanzaran sin más a la
creación dramática obrera o popular. El realismo dialéctico, de avanzada, que estos
escritores propugnaban iba más allá del proselitismo y de aquella simplificación en que
muchos autores habían caído. Para Sender “no es cierto que todos los burgueses sean
ridículos y caricaturescos […] Tampoco es cierto que todos los revolucionarios sean –
como se nos quiere hacer ver en el mal teatro revolucionario- aburridos moralizadores,
que no cuentan con otro recurso para conmover al público que cantar La Internacional”
[Sender, 1936: 49]. Es sólo el mal teatro revolucionario, poblado de miseria literaria y
escénica, el que resulta tan insufrible “como un insulto o una calumnia” [Sender, 1936:
99
Estos artículos aparecieron publicados entre el 18 de julio y el 26 de septiembre de 1933 en el diario
Luz, siendo recogidos por Aznar Soler en su Max Aub y la vanguardia teatral [Ver bibliografía]
134
50], ya que el verdadero teatro político, como se indicó al comienzo de este capítulo es
deudor, no sólo de la realidad de la que la literatura se deja penetrar, sino también de la
tradición, tanto en cuanto ésta es, para la gran mayoría de estos autores, una literatura, y
en especial un teatro, que parte y se dirige al pueblo.
El problema de la simplicidad y escasa calidad literaria de muchos de los
textos surgidos bajo el paraguas de la teoría de la literatura social no es el único que se
achaca a ésta, ni tampoco el más importante. Si este problema provenía especialmente
de la ya mencionada escasa nómina de autores políticos o sociales, que dejaba un
amplio campo para la creación de obras por aquellos intelectos menos habituados y
conocedores de los procesos poéticos, incitados a la creación literaria por los primeros,
la dependencia de los materiales poéticos de una determinada ideología, especialmente
sangrante fue la ideología marxista a través de la literatura y el teatro soviético. Con el
proceso de politización en la literatura, muy semejante al que toda Europa vive por estos
años, situándose en el campo de los revolucionarios o en el de los fascistas italianos o
nazis alemanes, una gran parte de nuestros escritores abrazan el marxismo como
ideología revolucionaria plausible y modelizadora de toda la vida social, esquema al que
no escapa ni la propia creación literaria. Julián Zugazagoitia, por ejemplo, no duda en
afirmar que “desconfío de un arte marxista, no creo en su existencia; los propios
escritores proletarios rusos no han sabido –hasta ahora, al menos– anunciarlo” [1930:
95]. Max Aub, en las ya citadas notas de viaje por Rusia, da una clara muestra de esta
dependencia del teatro socialista respecto de la política, llevándole a afirmar que “sobra
todo en el teatro, y falta ingenio e imaginación” [Aub, 1933: 82]. Para Aub, “a aquella
revolución –o convicción, lo mismo da– le sobraban ya bambalinas y tramoyas, aparecía
en el escenario, borradas las líneas del melodrama, las vigas recias de un armazón
alzado en la plaza pública, y resonaba en aquellos oídos el rebato de la política. El
teatro, a lo lejos, huía”, por lo que no duda en proclamar una máxima bien distinta a la
que muchos otros autores trataban de imponer: “Desconfiemos de lo nuevo; no pidamos
teatro nuevo; pidámoslo bueno. No abunda ni en Rusia, donde tanto le cuidan y miman”
[Aub, 1933: 77 y 86].
Avanzados los años, este proceso de politización de la literatura se acentuó,
procurando una suerte de unanimidad formal y temática en la literatura de avanzada, de
clara influencia marxista, del que algunos autores no dudaron en desmarcarse. En el
primer Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura, celebrado en
París en 1935, el polémico comunista André Gide abogaba en su discurso “Literatura y
135
revolución” por la creación de una literatura enraizada en el pueblo, una literatura no
como imitación, sino como información, propuesta y creación, pero siempre respetando
la libertad de pensamiento y de expresión de la persona del creador, lo que suponía una
dura crítica al realismo socialista, elevado a dogma por Zhdánov en
la Unión
Soviética, y una toma de posición frente a aquellos autores que defendían una la
supeditación de su obra a la causa revolucionaria en este Congreso. Un año más tarde,
André Malraux, en una conferencia dada en el Ateneo de Madrid100, defendía de manera
bastante similar, y frente al realismo socialista dogmatizado, la libertad del artista para
escoger su propia temática.
Si este planteamiento gideano nos parece relevante no lo es tanto por la crítica
a la literatura servil en que puede degenerar una mal entendida práctica literaria política,
y que, de hecho, fue, en muchos casos, la realidad que tuvieron que afrontar estas
propuestas, sino por la similitud con la toma de posición dentro del campo literario
adoptada por Torrente Ballester en estos años. Aunque políticamente activo, ya
señalamos su afiliación al Partido Galleguista y su descubrimiento de los problemas
sociales con su llegada a Bueu, su actividad literaria, que reaparecerá en forma de drama
en 1937, no estará sometida a un ideario político, aunque sí sus reflexiones teóricas. De
esto, sin embargo, no podemos deducir su abstención política en el desarrollo de la
guerra, que no existió, como veremos más adelante, ni la independencia total de su obra
con respecto a su ideario político, a pesar de que no esté presente de una manera
explícita. El arte no debe estar supeditado, como planteaba Gide y como Torrente
Ballester aprendió de Poe, nada más que a la libertad del creador, nunca de otros ni de,
únicamente, la inspiración, lo que no implica que, en momentos de conflicto, como los
años de producción dramática de El viaje del joven Tobías o El casamiento engañoso,
las preocupaciones, los intereses y los pensamientos del creador estén orientados hacia
aspectos también políticos, sin desatender los literarios en ningún momento.
Y es que, aunque muchos autores consiguieron mantenerse alejados de este
proceso de politización de las artes, con el estallido de la Guerra Civil todos se verán
involucrados de una o de otra manera, en mayor o menor grado, en el conflicto,
repercutiendo directamente esta circunstancia histórica en su producción literaria y
periodística. Vimos anteriormente que para algunos de los teóricos de esta literatura de
avanzada, el verdadero desarrollo de la misma no sería posible “mientras no nos pase
100
24 de mayo de 1936
136
algo grande en un modo grande también, mientras sólo tengamos traumas sordos y
vagos en el cuerpo social” [Cansinos Assens, 1931: 61]101. Si para Manuel Altolaguirre
este punto de inflexión sería la revolución de Asturias en 1934, será el estallido de la
Guerra Civil, el momento que permita un desarrollo todavía mayor de esta literatura
politizada, de la servidumbre literaria al momento histórico y a la ideología política
defendida por cada autor. Surge la oportunidad de desarrollar una literatura política, ya
que, como señala Francisco Morente en referencia a Dionisio Ridruejo, la “fortísima
politización de entonces le hacía considerar que los fines que se perseguían tenían tal
altura moral que la violencia para alcanzarlos podía parecer justificada” [Morente, 2006:
122]. La cruda división en dos bandos, fuertemente politizados los dos, que supuso la
Guerra Civil, acentuó la mediatización de la literatura, tanto en cuanto, muchos
escritores e intelectuales de ambas trincheras vivieron el conflicto como el inicio de la
construcción de un nuevo mundo, que debía servirse, si era menester, de todos los
medios a su alcance, y la literatura no fue menos en este aspecto. Como señalaba
Ridruejo, haciendo referencia al célebre libro de André Malraux, L’Espoir, “esa
esperanza lo llenaba todo y emboscaba, ante la subjetividad entregada de miles o
millones de hombres, las figuras del asesino, del especulador y del prepotente, atentos a
su cálculo” [Ridruejo, 1964: 14].
La estrategia para las dos Españas y para aquellos que las representaban fue
desde el primer momento “ganar para su causa, libremente o mediante el miedo, la
coacción y el terror, a cuantos escritores tenían cerca, para usarlos como voceros”
[Trapiello, 2002: 10], incluso con aquellos autores distanciados de un posicionamiento
político que determine su producción literaria, como en el caso de Juan Ramón,
Altolaguirre o Torrente Ballester; para estos autores la Guerra Civil no supuso una
oportunidad para desarrollar esa literatura social o política, más bien todo lo contrario,
una circunstancia ante la que no podían permanecer impasibles, aunque su actividad
literaria no fuera reflejo explícito de tal conflicto. Juan Ramón Jiménez nos dirá en su
Diario Poético que
101
Frente a esta postura de Cansinos Sáenz en 1931, cabe destacar la que adoptó con el estallido de la
Guerra Civil y que recoge Andrés Trapiello. Según nos cuenta, “Cansinos se encuentra el día 19 frente a
Gobernación con su amigo Exposité, quien dice: <<Están armando al pueblo… es decir, al proletariado.
Esto ya es la Revolución Comunista… Los republicanos estamos ya de más… Querido maestro, ¡La
República ha muerto!>>. Sí, le responde Cansinos, y la literatura también, y se estrechan la mano en un
gesto de pésame” [Trapiello, 2002: 129].
137
“desde el comienzo de esta guerra, tan mal entendida por tantos fuera y
dentro, pensé que la mejor manera de ayudar a nuestra República (pueblo
y Gobierno) tenía fatalmente que ser poética, es decir, en el campo de mi
vocación, que consiste en descubrir y perpetuar la belleza con la luz y en
lenguas españolas; no cantando el terrible hecho circunstancial de una
guerra que, de haber sido justa, debió de ser rápida y olvidada, sino
saltando ante propios y extraños la prolongada verdad de nuestro pueblo”
[en Trapiello, 2002: 99]
En su Ideología insistirá en este aspecto al afirmar que “no creo, no he creído
ni creeré nunca en la poesía ni en el poeta de ocasión. La poesía (las artes interiores y
esteriores) son fruto de la paz. El poeta “callará” acaso en la guerra porque otras
circunstancias graves e inminentes le cojen el alma y la vida” [en Trapiello, 2002: 100].
Esta idea es bastante similar a la planteada por Alberti al hablar del teatro de urgencia,
donde reconoce que “aquel que está movilizado, o cumple obligaciones ajenas a su
profesión en la retaguardia, no puede entregarse ampliamente a obras que requieren un
reposo, cierta tranquilidad casi imposible de encontrar en la guerra” [Alberti, 1938b:
290]. La diferencia entre ambas tomas de posición respecto al conflicto es el silencio
poético de Juan Ramón en este período y la producción literaria y la instigación a la
creación poética “urgente, útil, eficaz y necesaria” [Ibíd.] que realiza Alberti en estos
años de conflicto. Mientras el poeta puro abandona la poesía en pos de una actividad
humanitaria en la retaguardia102, el poeta en la calle, el poeta político, utiliza su poesía
como arma, mientras insta a los demás a la producción en este sentido. En el lado
contrario, donde Torrente Ballester, como veremos ahora, comienza a contactar con la
intelectualidad falangista más progresista, que no liberal, como muchos de ellos han
tratado de hacerse ver en años posteriores, esta preocupación por sus ocupaciones en la
retaguardia no era obstáculo para desarrollar un proyecto literario con mayor
preparación, reflexión y tiempo. Tal como señala Andrés Trapiello, “mientras a éstos
[republicanos] les acucian las circunstancias desfavorables de una guerra que iban
102
Es curioso ver cómo aquel autor denostado y criticado por su “pureza” y frialdad poética, será
rescatado de su torre de marfil para alborozo de todos aquellos escritores de avanzada que ven con orgullo
la labor humanitaria que el de Moguer realizó junto a Zenobia Camprubí en el Madrid asediado. No
pudieron, sin embargo, sacarle un verso político, un verso social.
138
perdiendo, aquéllos [bando nacional], mejor pagados o ricos por casa, empiezan a
repartirse el botín: comen mejor, gozan de permisos frecuentes y no van al frente como
no sea a arengar a la tropa a repartir papeles” [2002: 285].
No se puede afirmar, sin embargo, que estos autores permanecieran ajenos al
conflicto. Quizá la postura de Juan Ramón Jiménez sea la única que pudo superar el
proceso de mediatización a que se vio sometida toda obra en estos años, y, si esto fue
posible, fue por el silencio a la que la sometió su autor. Todo autor que escriba, en
mayor o menor medida, quedará siempre marcado por el conflicto durante estos años,
ya que como escribía Max Aub “si existe algún escritor español en cuya obra no haya
repercutido la guerra abominable que nos ha sido impuesta, o no es escritor o no es
español. Se pudo defender en algún tiempo pasado aquel mantenerse alejado de las
luchas sociales o internacionales era una posición moral altiva y en consonancia con
ciertas teorías que reivindicaban muy alto el espíritu; el tiempo es otro, nuestros años
son de lucha, y el que no lucha muere o está muerto son saberlo” [Aub, 1968: 217]. De
modo muy similar, Juan Esterlich afirmará en la posguerra que “las guerras modernas
han sido duras para el escritor. Se establecen enseguida los fuertes intelectuales. El
escritor libre desaparece y aparece el propagandista” [en Morán, 1998: 398]. Así pues,
la pretendida independencia de su obra El viaje del joven Tobías de la guerra, no puede
considerarse como plena, tanto en cuanto el alineamiento del autor en uno de los bandos
es, per se, una toma de posición dentro del campo literario politizado, ya que “todos los
escritores de la generación de Aub están condicionados, en un sentido u otro, por esa
común experiencia generacional” [Doménech, 1967: 36].
De este modo, se puede explicar mejor el camino que desarrolló la literatura de
creación en el bando nacional, con un proceso creativo mucho más pausado, reflexivo,
tranquilo y reposado, dejando la propaganda y agitación política a los artículos
periodísticos que publicaron durante la Guerra Civil. Este proceso de disociación lo ha
caracterizado muy acertadamente Andrés Trapiello como el “carácter un tanto
esquizoide de la literatura fascista española” [2002: 72], al que Torrente Ballester no es
ajeno, sino, más bien, un claro ejemplo, como veremos en el siguiente apartado. Y es
que las posturas más politizadas del arte defendidas desde los posicionamientos
fascistas, Giménez Caballero, principalmente con su Arte y Estado, no serán acogidas
139
con admiración y respeto, sino más bien con cierto desdén103. Sólo algunos de sus
planteamientos, más bien aquellos más generales, lugares comunes del fascismo y el
nazismo (temas históricos, lenguaje clasicista y una filosofía neoplatónica que destiñe
sus premisas sobre todos los aspectos creativos), serán los que sirvan como punto de
partida a otros trabajos sobre el nuevo arte fascista, como será Razón y ser de la
dramática futura, ya que el planteamiento del bando nacional respecto al arte en general
y a la literatura en particular, partirán de un conservadurismo en las fórmulas y modelos,
es decir, en el repertorio vigente en ese momento.
En el bando republicano, por el contrario, el proceso de politización del arte
seguirá in crescendo durante el período bélico, siendo, en el ámbito del teatro, su
máximo exponente el Teatro de Arte y Propaganda, heredero de Nueva Escena104,
donde la conjunción de ambos términos dan una idea del grado de politización que se
fue creando en el bando republicano105. La propaganda no es mera difusión sino el
“compromiso político de educar a un pueblo” [Monleón, 1979: 222], pero debe aunarse
con lo específico del teatro, el Arte, pero siempre “para educar, propagar, adiestrar,
distraer, convencer, animar, llevar al espíritu de los hombres ideas nuevas, sentidos
diversos de la vida, hacer a los hombres mejores” [León, 1937: 229]. La adaptación de
103
Dionisio Ridruejo en sus Casi unas memorias, nos advierte que en un encuentro con Primo de Rivera
antes de la Guerra Civil, y tras mostrar la admiración del segoviano por el libro Genio de España, el
rechazo por el jefe falangista, “¿no encuentras que todo parece allí demasiado simple? Por otra parte se
percibe correr por el libro una vena presuntuosa de aparecer como un Führer, lo que es algo ridículo”, le
sirvió al joven falangista para tomar “buena nota de que el antiguo vanguardista Giménez Caballero no
estaba ya en los altares, si es que lo había estado alguna vez” [Ridruejo, 1976: 54]
104
Nueva Escena, sección teatral madrileña de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, será uno de los
proyectos más relevantes del nuevo teatro en el bando republicano, presentándose el 20 de octubre de
1936 en el Teatro Español de Madrid, con las obras La llave, de Sender, Al amanecer, de Dieste, y Los
salvadores de España, de Alberti. Su ideario será muy similar al que adoptará posteriormente el Teatro de
Arte y Propaganda, ya que “la poesía civil tendrá un lugar constante en nuestros programas. Figurará en
ellos siempre una pieza dramática de actualidad o que pueda ejercer saludable influjo sobre el pueblo en
las presentes circunstancias, y simultáneamente iremos divulgando con el máximo decoro renovadores
ejemplos de la más viva literatura dramática. Tendrá, pues, nuestro teatro el doble carácter-poesía y
acción- que quiere llevar a todas sus empresas la Alianza de Intelectuales Antifascistas” [VV. AA., 1936:
2].La similitud con Teatro de Arte y Propaganda, de poesía y acción, es notable.
105
No se puede olvidar, sin embargo, que, de modo similar, en el bando nacional la Compañía Nacional o
el Teatro Nacional de la Falange dependerá directamente de Dionisio Ridruejo, es decir, de la Dirección
General de Propaganda.
140
la Numancia cervantina por Alberti para que fuera estrenada por este grupo, al igual que
La tragedia optimista, de Vichnievski, que estuvo en cartel casi tres meses, del 16 de
octubre al 13 de diciembre de 1937, muestran dos de las líneas principales por las que se
desarrollará, en el bando republicano, el nuevo teatro revolucionario. Si la adaptación de
María Teresa León de la obra rusa supuso, como afirmó en su sección de crítica teatral
el periódico La Voz, una “exaltación de la disciplina y el heroísmo dentro de los moldes
gubernamentales […] No es sólo teoría política. También es teatro del bueno” [en
Monleón, 1979: 250], la adaptación albertiana de la tragedia de Cervantes, aspiraba a
conjugar lo moderno con lo antiguo, constituyéndose así como “la máxima expresión de
una teoría que aspiraba a conjugar lo clásico con lo contemporáneo, los poetas del
pasado con los poetas del presente, las luchas ejemplares del pueblo de otras épocas con
la que entonces afrontaban las armas populares españolas, o, dicho en otro términos,
Cultura y Revolución como partes inseparables del proceso histórico” [Ibíd.].
Fuera del ámbito del Teatro de Arte y Propaganda, pero auspiciado, del mismo
modo, por la Alianza de Intelectuales Antifascistas, surgen los grupos de las Guerrillas
del Teatro y del Altavoz del Frente, que, lógicamente, se regirá por principios muy
similares a los del grupo anterior. Este último grupo sigue las líneas directivas del grupo
Nosotros, o Teatro proletario, de César e Irene Falcón, de los que ya hablamos páginas
atrás, terminando por convertirse en el más típico grupo de agit-prop entre los que
removían por los frentes republicanos, muy similar a las campañas de cultura popular
llevadas a cabo por el Ejército Rojo en Rusia. Pero será a partir de diciembre de 1937,
con la creación de las Guerrillas del Teatro, “que actuarán allí dondequiera que haya o
pueda congregarse un auditorio” [en Marrast, 1978: 259], donde podemos encontrar el
más claro ejemplo de teatro de urgencia, circunstancial y politizado en el bando
republicano. En palabras de la propia María Teresa León, que estuvo muy vinculada,
según su propio testimonio, a las Guerrillas del Teatro del Ejército del Centro:
“Fue nuestra guerra pequeña. Muchas veces he contado el arrebatado
entusiasmo de aquellos días, altos y serenos, de conciencia limpia. La
guerra nos había obligado a cerrar el gran teatro de la Zarzuela y
también la guerra convertido a los actores en soldados. Este llamamiento
a las armas nos hizo tomar una resolución y la tomamos. ¿Por qué no ir
hasta la línea de fuego con nuestro teatro? Así lo hicimos. Santiago
Ontañón, Jesús García Leoz, Edmundo Barbero y yo nos encontramos
141
dentro de una aventura nueva. Participaríamos dentro de la epopeya del
pueblo español desde nuestro ángulo de combatientes” [León, 1977: 42]
Este entusiasmo revolucionario, tan teatral como político y social, no bastó
para desarrollar estas Guerrillas del teatro, ya que el problema del repertorio seguía son
ser resuelto, aunque, como ya señalamos, estuvo presente desde comienzos de los años
30. Si, para algunos autores, el problema radicaba en la ausencia de auténticos sucesos
revolucionarios que sirvieran como incentivo e inspiración para la nueva literatura de
avanzada, el advenimiento de la Guerra Civil, que sirvió como acicate revolucionario
para estos escritores, impidió que se desarrollara esta nueva literatura por las
necesidades logísticas de una guerra que el bando republicano iba perdiendo.Rafael
Alberti no duda en realizar un llamamiento, casi desesperado, para lograr la producción
de “estas obritas rápidas, intensas –dramáticas, satíricas, didácticas…–, que se adapten
técnicamente a la composición específica de los grupos teatrales” [Alberti, 1938b: 91].
Los problemas compositivos con los que se encontraban los atores en el bando
republicano hizo extensible este llamamiento a otras personas, ajenas al ejercicio
literario, ya que “el no profesionalismo parece que da un rapidez, una improvisación,
una gracia inesperada” [Alberti, 1938: 292]. Lógicamente, este aprofesionalismo106 y las
necesidades de la guerra hacen que “a veces estas obrillas sean literariamente
descuidadas. No importa. Tienen eficacia teatral y política. No pedimos ni más ni
menos al joven teatro de urgencia” [Alberti, 1938: 293]. Las referencias a los montajes,
a la estructura de las compañías teatrales nacientes y al repertorio de éstas, estarán
también presentes en estas dos reflexiones, más bien normativas, albertianas acerca del
teatro de urgencia. Grupos reducidos, “que no pasen nunca de quince personas”,
acondicionables a actuar “al aire libre, sobre tabladillos, en salas pequeñas o grandes,
reduciendo siempre al mínimo sus necesidades”, ya que “no son necesarias
decoraciones. Basta con que una cortina un bastidor o un mueble indique la escena”, y
con un repertorio que debe ir más allá del mero teatro político, “que mezclará su
repertorio de teatro clásico –pasos y entremeses, sainetes, etc. – de cantos y bailes
populares”, aunque deben cuidar mucho estas agrupaciones de “no caer en las varietés”
106
Bien es cierto que, del mismo modo que el Romancero de la Guerra Civil, surge este teatro de raíces
populares y no profesionales, aunque también es necesario destacar la presencia de dramaturgos
profesionales y que aportan sus producciones dramáticas para el mismo fin.
142
[Alberti, 1938: 293]. En realidad, concluye Alberti, “lo que es indispensable para este
teatro de urgencia es hacerlo con fe, con seguridad en la razón y en la justicia de nuestra
causa” [Ibíd.]. Lo político, de este modo, adquiere gran relevancia en estos grupos
teatrales, ya que el autor gaditano considera imprescindible que esto grupos se
conformen con dos responsables, “uno político y artístico y otro de organización”
[Ibíd.]. Es fácil la extrapolación de estos responsables a la escena comercial europea,
que no a la española, tornándose el responsable artístico en director de escena y el
organizativo en el empresario. La salvedad en este caso se halla en la adjudicación del
papel de responsable “político” a aquel mismo que es responsable artístico,
identificando ambas funciones, de modo análogo al modo en que se hizo en el teatro de
La Zarzuela con María Teresa León en el ya mencionado Teatro de Arte y
Propaganda107.
El aprofesionalismo de estos grupos viene determinado por un hecho al que ya
hemos aludido en otras ocasiones, como es el reaccionarismo de nuestra escena, de
nuestros autores, público y actores. Esta queja, que ya estaba presente en la crítica de las
vanguardias al teatro comercial de su tiempo, se recrudece en estos años de guerra. Gran
parte de los autores de éxito comercial defienden el levantamiento militar y ponen sus
textos al servicio de la Cruzada, y los que no lo hacen en un primer momento, como el
caso de Benavente, sufrirán a su vuelta a los escenarios madrileños que los críticos
oficiales le traten despectivamente y aun lo citaran como el autor de La Malquerida en
lugar de hacerlo por su nombre, y, sobre todo, tendrán que “desgañitarse con una serie
de artículos que compensaran sobradamente hacia la derecha cuanto antes había dicho
hacia la izquierda” [Monleón, 1979: 186]. Respecto a los actores, con escasas
excepciones como la Xirgu o Manolo González, se pronuncian directa o indirectamente
a favor de los sublevados, al igual que los escasos directores de escena, con la
107
En el llamamiento a través del Boletín de Orientación teatral a este teatro de urgencia, Alberti explicita
también esta normativa tácita al respecto: “Una pieza de este tipo no puede plantear dificultades ni exigir
gran número de actores. Su duración no debe sobrepasar la media hora. En veinte minutos escasos, si el
tema está bien planteado y resuelto, se puede producir en los espectáculos el efecto de un fulminante.
Nuestro Consejo Nacional acaba de crear las Guerrillas del Teatro, que en breve darán, tanto en repertorio
como en interpretación, la pauta para estos grupos. Pero, a pesar de todo, insistimos, se necesitan obras.
Jóvenes escritores, soldados , campesinos, obreros de los talleres y las fábricas: sin timidez, con decisión
y entusiasmo, escribid y enviadnos vuestros trabajos (ya dirigidos al Consejo Nacional de Teatro,
Barcelona o a su Delegación en Madrid), en la seguridad de que siempre encontrareis una acogida digna
de vuestro esfuerzo, unas palabras de orientación en vuestro camino” [Alberti, 1938b: 291]
143
excepción de Rivas Cherif. El factor determinante de este teatro burgués, el público,
tampoco adoptará una actitud favorable a este nuevo teatro social o político, por lo que
éste se encontrará otro grave obstáculo en la implantación de estas nuevas direcciones
teatrales. La actividad de un pequeño grupo profesional, el Grupo de Teatro Popular,
fundado a principios de 1936 por actores y autores inquietos por ofrecer obras políticas
y revolucionarias, y que se incorporaron a la guerra en diciembre de 1936, da muestras
de la escasez de recursos de la que disponían en el bando republicano en lo que a teatro
se refiere. El grito albertiano de “urge el <<teatro de urgencia>>” [Alberti, 1938b: 291],
hacía referencia, por tanto, no sólo a la necesidad de realizar un teatro antifascista, sino
de poder realizar un teatro ajeno a los medios burgueses que dominaban la escena
comercial; urgía desarrollar, desde el Gobierno y a contracorriente de la profesión, una
política teatral orientada a la formación de actores, a la creación de un repertorio
revolucionario, a la organización de compañías que representaran con la debida
dignidad escénica, en los frentes y en la retaguardia, un teatro a la altura de las
circunstancias que la situación exigía.
Casi toda la producción teatral republicana de este período bélico, como
hemos venido viendo, se verá centralizada por el denominado Consejo Central del
Teatro, formado en octubre de 1937, pocos meses después de la aparición del Teatro de
Arte y Propaganda, lo que termina con una etapa desorganizada y sin una clara
iniciativa gubernamental, que irá encauzando las nuevas propuestas hacia realidades
que permitan que el teatro deje de ser “la expresión de la demanda de un grupo social –
cuya satisfacción determinaba el proceso de la economía privada– para asumir el papel
de instrumento activo de la revolución cultural” [Monleón, 1979: 215]. Sin embargo,
todos los esfuerzos de estos grupos, de estos autores e intelectuales de izquierdas no
tendrán un efecto directo sobre la escena de las ciudades republicanas. Si bien en cada
frente de batalla las Guerrillas del Teatro y el Altavoz del Frente llevaron muestras de
este nuevo teatro social, en la retaguardia los teatros siguieron mostrando un repertorio
dominado por “la vanidad y la rutina, los dos males clásicos de nuestro teatro, que es,
frente al buen teatro del mundo, un teatro manco, ciego cojo y sordo” [Salado, 1938,
181]. Toda propuesta de renovación teatral en el bando republicano, a parte de la ya
mentada escasez de autores, habría de toparse con profundas razones estructurales que
no podían solucionarse de la noche a la mañana y que exigían un largo proceso para el
cual una República en guerra no disponía ni de tiempo ni de recursos. En palabras de
Aznar Soler,
144
“se evidenciaron entonces, en toda su esplendorosa miseria, los defectos
estructurales del teatro español: incompetencia escénica; escasa
formación cultural y conservadurismo estético e ideológico de actores y
público; insensibilidad de los dramaturgos hacia el momento histórico, e
insólito
mercantilismo
de
los
nuevos
gestores,
teóricamente
revolucionarios, que al parecer seguían considerando la taquilla como
suprema norma artística” [1993: 27]
Las reformas promovidas desde el bando republicano, por tanto, quedaron
ahogadas en esa “banalidad de la mayor parte del teatro y de sus gente” [Monleón,
1979: 211], impidiendo que surgiera de este modo un nuevo teatro, mas social y más
“teatral”, tal y como también pedían las vanguardias, que se ahogaron, del mismo modo,
en la placidez del estanque del teatro comercial. El mayor logro de estas propuestas fue
el saneamiento de las cuentas de los diferentes teatros de Madrid y Barcelona, dirigidos
desde el levantamiento por la UGT y la CNT, respectivamente, ya que en la cartelera,
como venimos argumentando, poco reflejo tuvieron todas estas propuestas renovadoras.
La crisis gubernamental a comienzos de 1938, que sitúa a Negrín a la cabeza del nuevo
gobierno republicano, supone el fin de las propuestas renovadoras del Teatro de Arte y
Propaganda, grupo al que se le retira a concesión del teatro de La Zarzuela, mientras
que a partir de julio de ese mismo año, la llegada de las tropas nacionales al
Mediterráneo dividen en dos a la España republicana, limitando en gran medida la
actividad de los grupos itinerantes, que quedan recluidos, muchos de ellos en Madrid.
Todas estas posturas teatralmente revolucionarias e ideologizadas en el bando
republicano tuvieron, frente a lo que se ha tendido a suponer, cierto parangón en el
bando contrario. Frente a las propuestas politizadas, cada vez en mayor grado, de
autores como Sender, Alberti o María Teresa León, en el bando nacional surgen
propuestas que recogen, con una sorprendentemente parecida retórica [Trapiello, 2002:
198], ideas similares en lo que respecta al teatro. De este modo, aunque de ideología
totalmente divergente, Manual Iribarren coincide con Sénder en que “el teatro
constituye nuestra arma intelectual más poderosa […] teatro de masas nacionales y
teatro de minorías selectas, dentro del pensamiento universal, para bien de España, que
formará parte del bien del mundo” [Rodríguez Puértolas, 2003, 150]. Bien es cierto que
ciertos términos no los utilizaría Sénder, pero la idea de una renovación teatral como
145
medio, nunca como fin, está presente en este texto como en otros muchos pensadores
del bando nacional. Así pues, Mariano Marfil, como señala Rodríguez Puértolas,
considera que “tiene, por consiguiente, un especial interés que empiece a existir ahora
un teatro patriótico, una literatura teatral patriótica, que sea a la vez espejo y acicate de
las nobles pasiones que son el motor de la rehispanización actual” [Ibíd.]. José María
Pemán reaccionará también, en defensa de un teatro que sirva para el momento
presente, frente al costumbrista, aquel “teatro de señoritas que buscan novio, o
matrimonios que riñen”, [en Martínez Cachero, 2000: 299], para proponer un teatro
donde se pueda “ver detrás de los personajes a la Verdad y el Error, y la Virtud y la
Patria, y el Diablo y Dios” [Ibíd.], en clara referencia su Poema de la Bestia y el Ángel,
escrito un año antes. Incluso desde las altas esferas nacionales, esta sumisión del teatro a
la ideología era defendida. Y es que Dionisio Ridruejo, como Jefe del Servicio de
Propaganda, considera que “el teatro debía surgir como beligerante en el campo de las
ideas -él que es maestro de la vida, como la Historia- para recoger las explosiones de
patriotismo que han llevado a una gesta de reconquista, al glorioso pueblo español”
[Ibíd.].
Del mismo modo que en el campo teórico coinciden estas posturas con las del
bando republicano, además de otras que veremos a continuación, la realidad escénica de
los teatros en esta zona coincidía con la contraria en la perseverancia de aquellos
espectáculos evasionistas de muy escasa calidad. La gran diferencia entre ambas
realidades escénicas surgía de la ya citada “esquizofrenia” del bando nacional, cuyas
creaciones artísticas, en muchos casos, no respondían a la situación histórica que se
vivía en aquellos años, todo lo contrario que en el bando republicano, donde la creación
de ese teatro de urgencia respondía, como ya señalamos, a la necesidad de superar aquel
teatro comercial que, por su conservadurismo y reaccionarismo en algunos casos, servía
como teatro casi político al otro lado de las trincheras. El teatro burgués, de este modo,
es asimilado por el bando nacional en el mismo grado que es rechazado por los
republicanos, es decir, por la ideología conservadora que emana de sus textos y
acciones. Además, la masiva presencia de estos autores comerciales en el bando
nacional supuso la pervivencia de una creación dramática continuista de lo que hemos
venido llamando teatro comercial, aunque eso sí, “resultaba deleznable e incluso los
autores más decorosos habían bajado de tono: los subproductos del benaventismo y del
marquinismo descendían peldaños y se acomodaban a un patriotismo de ocasión o a una
moralina de circunstancias” [Ridruejo, 1976: 140]. Esta cita de Ridruejo nos permite
146
caracterizar mejor el teatro en esta zona nacional, ya que no se trata tanto de la
necesidad imperiosa de crear un teatro agitador, sino de continuar un teatro que se
adapte, sacrificando casi todos los valores artísticos, los escasos que tenían en realidad,
al momento histórico que se estaba viviendo. No es tanto teatro de urgencia como teatro
de circunstancias. No urgía un teatro nuevo, porque el tradicional les era válido, aunque
eso sí, había de ser adaptado, en las nuevas creaciones artísticas, a las circunstancias
Es esta la mayor diferencia entre la cartelera de un lado y otro de las
trincheras, que por lo demás es sorprendentemente similar: la presencia de un repertorio
comercial en ambos, de éxitos antiguos en el bando republicano, pero con obras nuevas
en el nacional108. Si en Madrid el número de espectáculos va en aumento es gracias a
obras ramplonas, evasivas y sin valores estéticos aparentes que pueblan la cartelera (La
burrada padre, Las ligas o Dueña y señora), acompañados de otras obras de autores
más reconocidos como Dicenta (Juan José), Benavente (Santa Rusia o La malquerida),
Linares Rivas, (De pesca o La casa de Troya), Casona (Nuestra Natacha) y, sobre todo,
García Lorca (Bodas de sangre, Yerma, Mariana Pineda, Títeres de cachiporra y La
zapatera prodigiosa), junto con algunas obras de urgencia. Todo el repertorio, como
ocurre en Valencia y Barcelona, aunque con la diferencia de la presencia y éxito del
teatro de autores catalanes y valencianos (Guimerá, Rusiñol y Aub), responde a la
concepción de un teatro de éxitos antiguos que asegurasen buenas taquillas. En el bando
nacional, por el contrario, aparte de estas obras de éxito, que asimilan y no tratan de
superar, al menos en la mayoría de los casos, aunque no en el concreto de Torrente
Ballester, aparecen obras nuevas que responden a los mismos modelos, ideas y autores.
De este modo, un autor que estará omnipresente en la escena comercial de los
años 40, Adolfo Torrado, estrenará su obra El famoso Carballeira la noche de Reyes de
1939, por la compañía Bassó-Navarro, y en la cual había puesto no poca ilusión el autor
pues veía realizado su deseo de “arrancar de la entraña gallega un tipo popular,
108
Facilitamos para mostrar esta afinidad de cartelera los datos aportados por la profesora Martínez
López respecto a la cartelera en Logroño durante los años del conflicto, con los autores y el número de
obras representadas: Serafín y Joaquín Álvarez Quintero (14), Pedro Muñoz Seca (14), Antonio Quintero
(10), Carlos Arniches (9), Adolfo Torrado (5), Antonio Paso (5), Pepe Eizaga (3), José Mª Pemán (3),
José Zorrilla (3), Pilar Millán Astray (2), Jacinto Benavente (2), Gregorio Martínez Sierra (2), José
Echegaray (1), Miguel de Cervantes (1), Calderón de la Barca (1), Eduardo Marquina (1), Juan Ruiz de
Alarcón (1).
147
mariñeiro, [...] en un ambiente elegante, aristocrático, de pazo antiguo” [Martínez
Cachero, 2000: 314]. Un año antes, se estrenará, esta vez por la compañía GascóGranada, su obra Un beso en la madrugada. En esta misma línea melodramática y
cómica escribe el periodista José Simón Valdivieso La Chinorri, obra típicamente
madrileñista. Autores consagrados, como los hermanos Álvarez Quintero, consiguen
estrenar una obra de origen becqueriano, La venta de los gatos, escrita en 1936, pero
postergado su estreno por el estallido de la guerra. La muerte de Serafín y la presencia
de Joaquín en el Madrid republicano hizo imposible la presencia de ninguno de los dos
en el estreno de esta obra costumbrista en el teatro San Fernando de Sevilla por la
compañía de Carmen Díaz. De menor relevancia su autor, pero muy en consonancia con
la línea comercial de nuestro teatro antes de la Guerra Civil, cabe destacar Mi hermana
Concha, de Antonio Quintero, obra donde las situaciones divertidas y los diálogos
ocurrentes recuerdan al mejor Arniches. Otros dos autores que desarrollaron un teatro
evasivo o, al menos, ajeno al conflicto bélico, fueron Agustín de Foxá, con su fantasía
china Cui-Ping-Sing, estrenada en San Sebastián en diciembre de 1938, y Juan Ignacio
Luca de Tena, que con Yo soy Brandel, continúa su exitosa obra de referencias
pirandellianas, estrenada en 1935, ¿Quién soy yo?.
Algunos de estos autores, como los hermanos Álvarez Quintero o Adolfo
Torrado, compartirán cartelera tanto en el bando nacional como en el republicano,
autores como Pemán o Marquina quedan vetados en el bando contrario por su marcada
afiliación nacional. En el bando del levantamiento, sin embargo, no sólo se reponen sus
obras, sino que son recibidas entre vítores y aplausos sus nuevas creaciones, propias del
repertorio comercial, pero adecuadas al momento histórico que se vivía109. Se trataba,
en este caso, por tanto, de la continuidad de un repertorio asentado durante años, aunque
acondicionado en cierta medida a las nuevas circunstancias, pero esencialmente siendo
el mismo, característica de la que carecía el teatro republicano, asentado en unas teorías,
apuntadas más arriba, que adolecían de un repertorio acorde con las exigencias
impuestas. Para César Oliva [1989: 43-64], las líneas dramatúrgicas fundamentales de
este teatro de guerra son cinco, de las cuales, cuatro de ellas, la sainetesca, la comedia
burguesa, el drama testimonial y el teatro de urgencia son, en el bando nacional y para
109
Otro de los autores más representados en el bando nacional, y vetado en el bando contrario, fue Pedro
Muñoz Seca, más que por el valor de su obra o por el reconocimiento del público, por el nuevo papel que
se otorgó al dramaturgo al ser fusilado al inicio de la contienda civil por el bando republicano.
148
las nuevas obras, meras adaptaciones del repertorio comercial a la circunstancia bélica.
Se trataba, en definitiva, de utilizar los moldes del teatro burgués español pero ahora
orientado a satisfacer la demanda de un público que buscaba “una obra optimista y
alentadora para el momento bélico que España vivía” [Oliva, 1949: 49]110. La última
línea dramatúrgica que se desarrolla en estos años de conflicto, según el profesor Oliva,
sería la de la comedia poética, “primera forma renovada de la década de los 30”,
estando “enmarcada bajo una definida influencia vanguardista” [Oliva, 1989: 55], en la
que se incluiría, a parte de Alberti, Altolaguirre y Miguel Hernández, Gonzalo Torrente
Ballester, presentando un teatro alejado de lo meramente comercial.
Ejemplos de esta adecuación del repertorio comercial a las necesidades
propagandísticas del momento son las obras de José Gómez Sánchez-Reina Cruz y
Espada, “romance patriótico en cinco retablos”, estrenada en Granada el 20 de
diciembre de 1937, Los que no tienen razón, de Joaquín Pérez Madrigal, obra de clara
intención política en dos actos, el primero el 17 de julio de 1936 y el segundo “la
dominación marxista en 1937”, escrita durante la guerra pero publicada en abril de
1939, o España Inmortal, de Sotero Otero del Pozo, comedia dramática en tres actos, en
verso, estrenada el 12 de noviembre de 1936 por la compañía de Carmen Díaz en
Palencia. Un año más tarde se estrena en Palma de Mallorca, por la compañía de CatinaEstelrich, El hombre que recuperó su alma, comedia dramática en tres actos, donde la
religión servirá a su protagonista, Enrique Ors, como catarsis, aleccionando a un
republicano arrepentido a alinearse junto a los nacionales. Como ocurre en casi todas
estas obras “las asociaciones y generalizaciones son toscas, abusivas y ridículas,
siempre maniqueas” [Pérez Rasilla, 2003: 164]. En Valladolid se estrenó, el 17 de
diciembre de 1936, un curioso melodrama titulado ¡Viva España!, “cuadro dramático en
verso dedicado al glorioso ejército español y milicias”. Otra muestra de estos sainetes
bélicos será El compañero Pérez, de Rafael López de Haro, donde lo cómico tiene
110
El profesor Pérez Rasilla aporta otra posible clasificación del teatro en el bando nacional durante el
conflicto, atendiendo esta vez a las diferentes imágenes que se creaban de la guerra civil, desde aquella
que resaltaba “el terror rojo” hasta la que la destilaba ciertos tintes humorísticos, pasando por el teatro
histórico, las obras de carácter melodramático y aquellas que buscaban una mayor distanciación y
reflexión respecto al conflicto, entre las que incluye la obra de Torrente Ballester El viaje del joven
Tobías. Sin desmerecer esta clasificación, creemos que para conocer mejor la toma de posición que
supuso la primera obra torrentina editada resulta más efectivo situar estas diferentes perspectivas de la
guerra en base a los modelos genéricos de los que se sirvieron.
149
cabida y uso para ridiculizar al enemigo republicano o El miliciano Pomperosa,
“comedia asainetada, casi histórica, de la época del Santander rojo”, de Manuel Sánchez
Arjona y Roberto Leal, estrenada en el teatro Bretón de Logroño el 8 de enero de 1938,
por la compañía de Carmen Díaz111. La obra Pilar España, de Alfonso Manjares,
estrenada el 13 de agosto de 1937 en el Teatro Moderno de Logroño, nos permite, a
través de la crítica del espectáculo, profundizar algo más acerca de la teatralidad de
estas obras:
“El propósito de la obra cumplió en algunos momentos de la misma y su
ambiente patriótico nos dispensa de aplicarle en el juicio un patrón
escrupuloso. Cumple la comedia a la finalidad y no importa demasiado,
atendida la general intención, que sólo el primer acto sea verdaderamente
teatral. Nos hacemos cargo de las dificultades que ofrece dar emoción
escénica a lo que ofrece en sí la máxima emoción y, por esto, nos
limitamos a sumarnos a los aplausos que el nutridísimo público tributó
ayer al autor al final de los tres actos” [en Martínez López, 2007: 114]
Una obra realmente significativa, tanto por el reconocimiento del autor en el
bando nacional, como por su relación con la producción teatral de Torrente Ballester,
será Joaquín Calvo Sotelo, que estrenará a comienzos de 1939 en San Sebastián La vida
inmóvil, que marca, según el propio autor, “su peculiar manera de entender y construir
el teatro” [en Martínez Cachero, 2000: 309]. Esta obra, como la narrativa de Wenceslao
Fernández Flórez Una isla en el Mar Rojo, coincidirá temáticamente con República
Barataria, de Torrente Ballester, ya que refleja la vida de los refugiados en una
embajada durante la Guerra Civil. Por último, destacar la obra de Mariano Tomás
Garcilaso de la Vega, donde, con la envoltura de un asunto histórico, las vicisitudes de
un caballero español de la época de Carlos V, poeta ilustre además, se aprovecha para
establecer “exaltaciones y paralelismos respecto a la realidad española de aquellos días”
[Martínez Cachero, 2000: 314].
111
Todos estos sainetes políticos guardan cierta relación con lo que Núñez de Arenas denominó <<Sainete
de propaganda católica>>, del tipo de Teresa de Jesús de Marquina, Santa Teresita del Niño Jesús de
Vicente Mena o el resonante El divino impaciente de Pemán.
150
Pero si un autor es ejemplificador de esta adaptación del teatro comercial a las
nuevas circunstancias, es claramente José María Pemán. Su obra Almoneda quedará
dedicada “a todos los buenos españoles que pelearon heroicamente en los campos de
batalla por detener la almoneda de un mundo y una civilización” [en Martínez Cachero,
2000: 311]. Otra de sus obras de guerra, De ellos es el mundo, nos presenta las
perspectivas más claramente pemanianas, tal como indica Carlos Serrano, “hechas de
heroísmos virtuosos y simbolismos cristianos pintado en unas tonalidades en las que
suele dominar lo patético y sentimental, cuando no ya lo francamente grandilocuente”
[Serrano, 1992: 395]. A esta obra antepuso el autor gaditano un monólogo, a petición de
la actriz que la había de representar, Carmen Díaz, “ajustado a las circunstancias bélicas
de España para recitarlo antes de la comedia” [en Oliva, 1989: 49], de donde surge Ha
habido un robo en el teatro, uniendo lo religioso y lo bélico y remarcando la protección
de Jesús para los soldados nacionales. La crítica aparecida en el diario La Rioja, el 20 de
diciembre de 1938, tras la presentación de la obra por la compañía de Carmen Díaz en
el Teatro Bretón, deja bien clara la funcionalidad de esta obra de circunstancias:
“No es nada sencillo que en una función teatral de circunstancia quede
reflejada la emoción de la realidad. La hay en «De ellos es el mundo» y
éste es el mayor elogio que cabe hacer de la producción. Literariamente
la «película» no permite reproche alguno. La prosa es excelente. Sus
versos romanceados acreditan al poeta de «El Divino Impaciente». La
exaltación de la Patria y de la generosidad de la Juventud está lograda
con cálidos acentos. Nada pues tiene de sorprendente que el auditorio se
sintiera sacudido emotivamente y expresara con calurosísimos aplausos
su estado espiritual” [en Martínez López, 2007: 114].
En definitiva, ambas obras pemanianas
no dejan de ser, como venimos
reflejando con el ejemplo de las últimas obras citadas, “más que la adaptación de las
circunstancias bélicas de un fondo ideológico que sustenta, en realidad, las demás obras
del mismo autor” [Serrano, 1992: 396].
Las coincidencias entre las acciones teatrales de un bando y otro van más allá
de la ambivalencia, en muchos casos, de unas carteleras y otras. La presencia del teatro
de urgencia, así como de aquellas compañías encargadas de llevarlo a cabo, allá donde
fuera necesario, es coincidente en ambos bandos, si bien es verdad, que el compromiso
151
de los republicanos con este teatro político adquirió proporciones mucho más notables
y, en algunos casos, como Alberti o La tragedia optimista de Vichnievski, niveles de
calidad muy superiores a los del bando nacional. Frente al Altavoz del Frente, las
Guerrillas del teatro o el Teatro de Guerra, en Zaragoza, en 1937, se conforma la
Comedia de las CONS (Central Obrera Nacional Sindicalista), compañía itinerante que
reproduciría en el bando nacional las acciones de los grupos anteriormente citados, pero
con resultados bastante más pobres, como pueda ser botón de muestra la puesta en
escena durante 1937, en Zaragoza, de la obra La Dolores. Algo similar se podría decir
de las representaciones del T.E.U. de las diferentes ciudades, aunque desarrollaron sus
acciones quizás más en la retaguardia que en la vanguardia, principalmente con un
teatro áureo112. Fin idéntico tenía el grupo ambulante de Huelva La Tarumba, que
superó la frontera provincial desarrollando su actividad también en Sevilla. De esta
compañía itinerante afirmó uno de los componentes de La Barraca que este grupo “fue
quien, realmente, recogió la antorcha todavía humeante de La Barraca” [Saénz de la
Calzada, 1998: 61]. El mismo fin poseía el Teatro Ambulante de Campaña, que contaba
con las actrices María Paz Molinero y Mercedes Vecino y con el actor Antonio Garisa,
representando obras como Los caballeros de Quintero y Guillen o Wu-Li-Chang, de
Vernon y Owen, en una adaptación de Federico Reparaz (Logroño, agosto de 1937). En
el “Breviario de T.A.C.” se recoge la finalidad de esta compañía itinerante:
“El T.A.C. merece tu apoyo por su doble finalidad. Es distracción para los
combatientes y embajada de la retaguardia enviada a sus sufridos
defensores. El soldado ante el enemigo, es un hombre que ofrece su vida a
la Patria. El soldado, ante el tinglado del T.A.C., se convierte en niño que
ríe y disfruta con toda ingenuidad de su espíritu noble y abnegado.
España paseó por el mundo durante siglos las muestras de su Arte único y
personalísimo. Le faltaba llevarlo a los campos de batalla… Y nació el
T.A.C.” [en Martínez López, 2007: 126]
112
El T.E.U. de Sevilla, uno de los más activos durante el conflicto, representó, entre otros, el entremés
cervantino El juez de los divorcios (23 de abril de 1938) o el auto sacramental La cena del rey Baltasar de
Calderón (junio y septiembre, 1938). Junto a obras de nuestro Siglo de Oro, esta formación ofrecerá otras
de signo político, como puede ser El falangista caído, de un anónimo jesuita madrileño [Martínez,
Cachero, 2000: 302-303].
152
La nota predominante de lo que se puede llamar teatro de urgencia nacional,
que no fue tal, como hemos indicado, sino más bien un teatro de circunstancias, fue un
patriotismo exacerbado y un maniqueísmo clarividente, enmarcado siempre, como
ocurrió en el bando contrario por un carácter militante y determinado por las
circunstancias de la propaganda del momento, pero basándose en aquellos elementos de
un repertorio que ya estaba caduco antes del conflicto civil. Escasos y, desde luego, de
menor calidad, son los ejemplos de estas obras de urgencia, de este teatro de combate o
abiertamente militante en el bando nacional si los comparamos con algunas obras del
enemigo. Salvo los romances dialogados de Rafael Duyos, el “Diálogo heroico”
Unificación, de Jacinto Miquelarena, escrito en 1938, en torno, a la unión decretada
poco antes de carlistas y falangistas bajo las órdenes del General Franco, de tono
exaltado y directamente político, Apoteosis de España, “cuadro plástico de intensa
vibración política”, de Filiberto Díaz Pardo, o la “invectiva deliberadamente desmedida
contra el enemigo” [Martínez Cachero, 2000: 317] de Pérez Madrigal, no se puede
hablar de un teatro de urgencia, propiamente hablando en este bando.
Esta mediatización de la literatura, en definitiva, no implicó en el bando
nacional la necesidad de un teatro de urgencia tal como se planteaba en el republicano,
tanto por el amplio repertorio del que se podían servir los nacionales, como la mayor
tranquilidad en la composición de la gozaban los adeptos al levantamiento. Aunque ya
no se trataba únicamente, como señalaba Pemán, de representar “lo meramente
anecdótico y patriótico […] sino que ha de buscarse la expresión de aquello que, por ser
lo más universal y duradero, es lo más dramático de este movimiento y de esta hora” [en
Martínez Cachero, 2000: 299], la concepción que se tenía del teatro no era solamente
tradicional, sino hasta reaccionaria, inmovilista y acrítica. En palabras de Pérez Rasilla,
“su veneración por las estructuras jerárquicas y piramidales de la sociedad nunca se
ponen en cuestión, como tampoco la posibilidad de evolucionar o alterar cualquier
hábito social” [Pérez Rasilla, 2003: 161]. De hecho, las compañías profesionales que
siguieron representando en los territorios ganados por los nacionales, que, tal como
señaló Ontañón113, eran la mayoría, constituyeron un repertorio poco renovador, y hasta
113
“salvo contadísimas excepciones, los artistas españoles de categoría nos han resultado fascistas, cosa
que tampoco es de extrañar, puesto que el teatro que ellos amaban y nos hacían padecer iba muy en
consonancia con la estulticia y el analfabetismo de los traidores. Necesitaban sus Pemanes, sus Torrados,
sus Guillenes, y... claro, han ido en su busca. Es lo único inteligente que han hecho en su vida, y se lo
agradecemos en el alma” [Ontañón, 1937: 225]
153
casi reaccionario, aunque, eso sí, con obras nuevas escritas por los autores de siempre y
algunos advenedizos. Es el caso, por ejemplo de la Compañía de Carmen Díaz, que
repone en Sevilla (27 de marzo) Cuando las Cortes de Cádiz, del, en estos años,
omnipresente autor gaditano José María Pemán. El 9 de Abril, en el mismo coliseo
sevillano de San Fernando estrena, del mismo autor, Almoneda, obra que ejemplifica
certeramente ese nuevo teatro nacional basado en un repertorio continuista pero
adaptado a las necesidades del momento. Otra compañía con un repertorio basado,
principalmente en un teatro comercial será la de Concha Catalá, quien repondrá en el
teatro San Fernando de la capital andaluza Pepa la trueno, de José de Lucio, así como
Dueña y señora, de Navarro y Torrado, que, paradójicamente, será repuesta ese mismo
año, 1937, en el Madrid republicano. Incluso se retomará por una de estas compañías, la
de María Basso y Nicolás Navarro, la ritual representación, con motivo del día de
difuntos, del Tenorio, otra vez en San Fernando.
Pero será la Compañía de Tina Gascó y Fernando Granada la más activa de las
compañías privadas en estos años bélicos dentro de la zona nacional. Sus
representaciones en La Coruña, San Sebastián, Segovia, Bilbao, Burgos y Sevilla de
obras como La venganza de don Mendo, ¿Quién soy yo?, de Juan Ignacio Luca de Tena
o la histórica obra de los muy jóvenes autores José Vicente Puente y Jesús María de
Arozamena, Mari-Dolor, ambientada en las guerras carlistas entre 1835 y 1875. Una
última compañía relevante dentro de esta zona será la del antiguo coliseo madrileño del
Infanta Isabel, recompuesta tras el estallido del conflicto por el empresario Arturo
Serrano, llegando a estrenar a comienzos de 1939 en el teatro Principal de San
Sebastián, Garcilaso de la Vega, de Mariano Tomás.
El itinerante trabajo de estas compañías sirve como botón de muestra tanto del
avance de la zona nacional durante el conflicto, como del repertorio tanto evasivo como
patriótico, pero siempre respondiendo al repertorio comercial y continuista, que poblaba
los escenarios de esta zona. No se debe entender, sin embargo, que este teatro fuera
igual al anterior de la guerra, ya que el conflicto había depauperado las condiciones de
cualquier representación, tal como nos señala Ridruejo, en referencia a la compañía
Gascó-Granada: “la había visto yo representar en Segovia, con pobres decorados, una
pieza alegórica de una cursilería escalofriante” [Ridruejo, 1976: 140]. Pero esta crítica
del Director General de Propaganda, responsable último del teatro en el bando nacional,
no puede entenderse si se reduce a las lógicas deficiencias técnicas que las diferentes
compañías habían de asumir en estos años. Los propósitos de Ridruejo con respecto al
154
teatro era bastante mayores de lo que hasta ese momento, 1937, se venía haciendo en
sus escenarios:
“En el teatro –otro ejemplo – no aspiraba sólo a crear unas compañías
oficiales ni a controlar las privadas, sino a promover una serie de
instituciones docentes y normativas –algo como la Comédie Française– y
a promover centros experimentales, unidades de extensión popular,
trashumantes o fijas, y a intervenir en la propia Sociedad de Autores,
organizando otras paralelas de actores, decoradores, etc. En alguna
manera me guiaba por la utopía falangista de la sindicación general del
país y ello podía valer, claro está, para el cine, las artes plásticas, los
espectáculos de masas y así sucesivamente” [Ridruejo, 1976: 130]
Las ideas de este párrafo podrían perfectamente traspapelarse entre los del
Consejo Central del Teatro sin desentonar en demasía, salvo por el último párrafo,
donde remarca la adecuación de tal proyecto al ideario falangista. El plan totalitario para
organizar el nuevo teatro del bando nacional responde a intereses compartidos, por
sorprendente que a algunos les pueda parecer, con los comunistas y cenetistas del bando
republicano, superando tanto la chabacanería del teatro comercial, la falta de
preparación y de medios de los diferentes componentes del teatro español y, también, el
mero “adoctrinamiento directo por textos o imágenes o la organización de actos
públicos”, que no dejaba de ser “algo circunstancial y subalterno” [Ibíd.]. La diferencia
radica, obviamente, en la orientación ideológica o política que se da a este dirigismo
cultural, ya que, en ambos casos, el objetivo final no era sólo ganar la guerra “sino
también avanzar hacia la construcción de un Estado totalitario y nacionalsindicalista [en
el caso de los falangistas] que contase con el respaldo de las masas una vez la guerra
hubiera concluido” [Morente, 2006: 164]. Todo este dirigismo cultural, que se plasmará
en la creación de una Compañía de Teatro Nacional de la Falange, dirigida por Luis
Escobar, nacerá, por tanto, orientado a superar las deficiencias de nuestro teatro,
dejando a su disposición todos los medios disponibles, por muy escasos que fueran114.
Las deficiencias estructurales provocadas por una guerra, así como las propias de un
114
“Lo malo –o lo bueno– era que quedaba muy por encima de los recursos disponibles y de mi propia
autoridad. Y que, en rigor, no era, lo que se me pedía” [Ridruejo, 1976: 130].
155
teatro anclado en una tradición totalmente inmovilista, obligaban a acudir, en primera
instancia, a los clásicos115, puesto que lo que más urgía, antes incluso que la definitiva
organización de la compañía, era hacerlo andar “de modo diferente a como lo hacían las
compañías comerciales que entonces, además, estaban a un nivel muy pobre” [Ridruejo,
1976: 178].
Esta vuelta a los clásicos no supone per se un reaccionarismo ideológico, tal
como vimos tanto en los vanguardistas como en los escritores de avanzada, quienes
recurren al teatro clásico tanto en su representación como en sus influencias más
directas. Robert Marrast diferencia tres tipos de acercamiento al teatro clásico durante la
Guerra Civil: “por un montaje que ponga en evidencia los problemas que plantea,
haciendo que el espectador tenga conciencia de que son homólogos o idénticos al
contexto social o político en el que se desenvuelve [Fuenteovejuna, Peribáñez o El
alcalde de Zalamea]; utilizando el punto de partida inicial y el borrador de la obra
original y sustituyendo los personajes por tipos contemporáneos [Nuevo retablo de las
Maravillas de Rafael Dieste]; por una adaptación más o menos abierta del diálogo (lo
que presupone la modernización de la lengua empleada), introduciendo referencias
explícitas a situación actual [Rafael Alberti en su <<adaptación y versión actualizada>>
de la Numancia de Cervantes]” [Marrast, 1978: 217-218]. En cualquier caso, la
utilización ideológica y política del teatro clásico queda patente en cualquiera de los tres
modos de adaptación, ya que es la presencia del pueblo, frente al público burgués
reaccionario, la que marca su principal validez en estos momentos.
En el bando nacional, del mismo modo, podemos diferenciar un acercamiento
al pasado histórico, imperial, católico y hasta carlista, de España desde diferentes
perspectivas, no sólo como recuperación de repertorio artístico, que fue, por lo general
bastante deficiente, y esto en los casos en los que fue retomado, sino desde un punto de
vista ideológico, esta vez totalmente divergente. Serán muchas las obras teatrales del
bando nacional que comienzan a buscar en nuestro pasado la base de este teatro
nacional de circunstancias, como “mito con el que pueda entroncarse la causa sublevada
de la guerra civil” [Pérez Rasilla, 2003: 166]. El propio Torrente Ballester condenará la
115
Tras la caída de Barcelona, la Compañía Nacional de Teatro de la Falange, presentará su primer
espectáculo teatral en la capital catalana, el viernes 24 de febrero de 1939, con el siguiente repertorio: La
verdad sospechosa, de Ruiz de Alarcón, Los dos habladores, de Miguel de Cervantes, Las bodas de
España, auto sacramental anónimo del siglo XVI, Segundo pliego de Romances, Canciones y bailes
populares y La vida es sueño.
156
dirección que esta admiración por el pasado imperial había tomado durante la guerra en
las publicaciones periódicas, al afirmar que “la costumbre de mirar atrás, exacerbada en
estos días, vicia en absoluto la épica periodística contemporánea, aún la mejor
intencionada” [“Invitación al silencio”, Torrente Ballester, 1938: 27]. Más leal que
galante, “drama carlista”, como lo subtitulan sus autores Pérez de Olaguer y Torralba de
Damas, repuesta por la compañía de Carmen Díaz en Palencia, en enero de 1937116,
puede ser un claro ejemplo, aunque más desconocido que otros de este tipo de teatro, ya
que está ambientada en la última guerra carlista. Otra obra con referente histórico claro,
y del mismo modo, carlista, es la ya citada Mari-Dolor, que sitúan las guerras carlistas
como precedente de la Guerra Civil, recogiendo en el encabezamiento de la obra
publicada las ultramontanas palabras de Franco: “La mayor fatiga para restaurar aquel
momento genial de España, se dio en el siglo pasado con las guerras civiles, cuya
explicación la vemos hoy en la lucha por la España ideal y representada entonces por
los carlistas, contra la España bastarda, afrancesada y europeizante de los liberales” [en
Pérez Rasilla, 2003: 166].
Eduardo Marquina, “un poeta de antaño recuperado por el fascismo”
[Rodriguez Puértolas, 1980: 885] contribuirá desde Buenos Aires a este teatro histórico
con su exitoso teatro poético. Si bien La Santa Hermandad se estrenará en España
acabado el conflicto, el estreno original tendrá lugar en el propio Buenos Aires. Del
mismo año es la obra Por el amor de España, donde el autor retoma la temática
histórica reincidiendo en las circunstancias bélicas por las que pasaba España. Dentro
del grupo falangista dirigido por Ridruejo, en el que se enmarcará Torrente Ballester
durante la Guerra Civil y en la primera posguerra, encontramos otro claro ejemplo de la
recurrencia de lo histórico en la temática teatral de este bando durante el conflicto. Luis
Rosales y Luis Felipe Vivanco escriben La mejor reina de España, “figuración
dramática en verso y prosa”, obra cuyo título deja poco que apostillar.
116
Esta obra, según señala Martínez Cachero, “, cuya acción ocurre «en un pueblecito de la montaña
navarra, durante la última guerra carlista», data de antes de 1936, estrenado en Barcelona el 5-V-1935
pero ahora, a favor de los acontecimientos, tuvo éxito más extenso y también lo llevaba la compañía
Gascó-Granada” [2000: 305]. Otra obra carlista muy característica de estos años de guerra, pero escrita
dos años antes de estallar el conflicto, será Cruzados, de Jaime de Burgo. Esto no viene sino a refrendar
dos ideas que venimos señalando en estas páginas: el continuismo de gran parte del teatro en el bando de
los nacionales y, por otra parte, el grado de politización alcanzado en la literatura española antes incluso
de la Guerra Civil.
157
Pero, del mismo modo que cuando hablamos de la adecuación de los géneros
comerciales a las nuevas circunstancias, la figura de Pemán vuelve a emerger como
clave dentro de este teatro bélico como paradigma, esta vez con su obra La Santa
Virreina. Esta obra es un canto a la España colonizadora, pero es su dependencia de las
obras del Siglo de Oro la que la encarama al puesto más alto del reaccionarismo formal,
temático e ideológico dentro del teatro histórico. En palabras de Carlos Serrano “La
Santa Virreina parece escrita con manual de teatro clásico a la vista, hasta tal punto que
alguna escena accesoria, destinada a dar colorido más que a hacer avanzar la intriga
principal, parece situarse en un curioso punto reintersección entre la herencia de
Fuenteovejuna y la de El Alcalde de Zalamea” [1992: 399], mezclando una pesada
versificación “seudosiglodeoresca” con el valor otorgado a esa “especie de grandeza
pasada, de la que es ilustración mitificada la historia de la condesa de Chinchón y de
todos los demás hidalgos extremeños que pueblan directa o indirectamente este teatro”
[Ibíd.]. Si bien Pemán se ufanaba de haber contribuido a la renovación del teatro
español, “no hacia atrás, retornando a lo más esquemático y balbuciente, sino hacia
delante, continuando en crecimiento la línea henchida, plural y exuberante del teatro
occidental y cristiano”, según él mismo escribe en el prólogo al Poema de la Bestia y el
Ángel, no podemos obviar el hecho de que su lucha formal es, en realidad, contra el
teatro vanguardista y su demanda de “reteatralizar el teatro”, mientras que la lucha
temática se dirige contra aquellos autores que degeneran el teatro con temas ajenos o
poco respetuosos no sólo con la tradición, sino con el verdadero ser de España. Es, por
tanto, este teatro y, en concreto, esta obra pemaniana, un explicitación de aquellos
criterios ideológico-estéticos, que estaban destinados a orientar el nuevo teatro de la
España nacional, y que estarían regidos por un “retorno escrupuloso a un modelo
paseísta que bien puede calificarse entonces de “imperial-catolicismo”” [Serrano, 1992:
400].
La recuperación por este teatro nacional del teatro clásico es, necesariamente,
una relectura y un uso muy segmentado de la tradición teatral española. No se trataba de
buscar en las raíces de nuestro teatro las bases para regenerar el moderno sino, más
bien, la de utilizar el contexto histórico y político de este teatro, con la incorporación
anacrónica de ciertos elementos del repertorio, como puede ser una ininteligible
versificación, para justificar el levantamiento nacional, defendiendo esa esencia de la
verdadera España. No se trataba de regenerar el teatro, sino de retornar al verdadero
espíritu de la Patria, al Imperio y a la catolicidad, y las formas de teatro clásico, cuando
158
se retomaron en este teatro histórico, se presentaron en aquellas formas adecuadas para
representar el fin perseguido. José Luis López Aranguren definirá en plena guerra el
propósito final del arte de la nueva España, que no es sino “determinar exactamente, no
a base de generalidades, cuál es el auténtico espíritu español” [López Aranguren, 1937].
No importaba tanto el teatro, sino la función que éste, como propaganda, podía hacer
para los fines perseguidos, no sólo durante la guerra, sino también en la implantación de
un nuevo régimen orientado hacia esa pretendida grandeza histórica del pasado.
La diferencia entre la recuperación del teatro clásico por uno y otro bando se
puede comprobar a través de estos dos textos contrapuestos. Mientras Lorca afirmaba
que
“nosotros queremos representar y vulgarizar nuestro olvidado y gran
repertorio clásico, ya que se da el caso vergonzoso de que, teniendo los
españoles el teatro más rico de toda Europa, esté para todos ocultos; y
tener estas prodigiosas voces poéticas encerradas es lo mismo que secar
las fuentes de los ríos o poner toldos al cielo para no ver el estaño duro de
las estrellas” [en Saénz de la Calzada, 1998: 170]
Valentín Moragas Roger señalaba, el 4 de marzo de 1939, en El Noticiero
Universal que
“Es necesario que se conozcan nuestros valores clásicos y característicos
que son las mejores fuentes para colmar las emociones artísticas de la
Raza y los que tienen que dibujar y afirmar nuestra personalidad futura”
[en Gallén, 1985: 41]
De este modo, se confirmaba, casi desde el primer instante, el fracaso probable
de todo intento de lo que hubiese podido ser una eventual estética fascista que hubiese
buscado recuperar para sus propios fines la herencia innovadora y modernista de las
vanguardias de preguerra y de la tradición desde otro punto de vista. No fue, sin
embargo, yermo el campo renovador nacional, incluso a lo que la recuperación de
159
nuestro teatro clásico se refiere. Pemán no fue santo de la devoción de Ridruejo117,
quien incluso en sus memorias citará, con cierto tono de mofa, algún pasaje de su
obra118, y la concepción que del teatro clásico y de la función que se le debía asignar en
esta nueva época distaba mucho de un pensamiento a otro. Fue idea de Ridruejo la de
que la Compañía Nacional de Teatro retomara las representaciones de los autos
sacramentales, esta vez, tomando las portadas catedralicias como escenario. Tales
espectáculos, que comenzaron el 25 de junio de 1938 con El Hospital de los locos, de
Valdivieso, al que seguiría La cena del rey Baltasar, de Calderón, debieron ser
grandiosos, representados por primera vez “en la fachada occidental de la catedral de
Segovia, que abre su trile puerta y dispara su torre frente a un espacio cerrado que
llaman, por definición, <<el enlosado>>” [Ridruejo, 1976: 178]. Pese al escaso
decorado, que “se limitó a una tarima de poca área y a una reja simulada. Lo demás lo
daba la catedral de sobra” [Ibíd.], la impresión para este público debió ser muy notoria
por la participación del propio Cabildo en la representación. El momento cumbre de la
Consagración vino adecenado por la integración del escenario en la propia obra,
“abiertas las puertas, canónigos, beneficiados clérigos simples, pertigueros y
monaguillos avanzaron desde el nivel del trascoro con las capas pluviales y las
dalmáticas más fastuosas y los roquetes de encaje más aéreo, portando las cruces de
procesión más espléndidas del tesoro catedralicio” [Ridruejo, 1976: 179]119. La
teatralidad de estas representaciones es uno de los escasos ejemplos dentro del bando
nacional de una cuidada escenificación, que dirigida por Luis Escobar, ha hecho afirmar
117
Para Trapiello, “el grupo falangista transigió con el poeta gaditano lo preciso, un poco como había
transigido con Giménez Caballero. Fue sin duda, otra vez, una cuestión generacional, pues el monárquico
Pemán, bastante mayor que todos ellos, representaba al caduco político parlamentario, de parla barroca, a
lo Alcalá Zamora, y eso les distanciaba de él, sin contar otras razones de índole literario (suyos eran
algunos de los ripios más grotescos de toda a literatura española)” [Trapiello, 2002: 269].
118
“hasta Pemán acababa de presentar una piececita en la que se llegaban a oír cosas como éstas: Como
una flor en el aire / como un vaso de cristal / soy español por alférez / y más… por provisional”
[Ridruejo: 1976: 140]. Será precisamente contra este tipo de teatro por el que se montará la Compañía
Nacional de Teatro [Ibíd.]
119
Tras esta primera obra, de la que se “volvieron a representar algunas escenas para tomarlas en cine”
[Ridruejo, 1976: 179], la Compañía Nacional de Teatro de la Falange actuó en Compostela (plaza del
Obradoiro y Pórtico de la Gloria) el 25 de julio, festividad de Santiago, y en el convento dominico de San
Esteban (Salamanca).
160
a algún antiguo componente de La Barraca lorquiana la herencia de esta sensibilidad
respecto del grupo teatral universitario120.
El propio Ridruejo nos da la lectura propia de este tipo de espectáculos, al
confirmarnos que “el teatro y la función religiosa se habían hecho una misma cosa como
si estuviésemos en el siglo XVII. Y esto sucedía a tiro de cañón del frente” [Ibíd.]. Esta
última afirmación de Ridruejo viene a confirmar la atención prestada en el bando
nacionalista al auto sacramental como la opción escénica más adecuada para la
expresión de los ideales políticos, religiosos y estéticos por los que en ese momento en
este bando luchaban falangistas, carlistas, monárquicos, católicos y, para decirlo al
modo barojiano, “demás ralea”. Desde las páginas de El Correo Catalán, tras la llegada
de los nacionales a Barcelona a finales de enero de 1939, se hace referencia a la
presentación del mismo Auto en la Ciudad Condal, que será representada “al aire libre y
al modo de nuestros años imperiales” [en Gallén, 1985: 39].
Pero si el nuevo teatro falangista había de aunar lo tradicional con lo moderno,
la mera representación de los Autos Sacramentales áureos no serviría para su amplio
propósito. El Auto de Valdivieso, así como el anónimo Las bodas de España, o La vida
es sueño, estaban destinadas a compartir cartel con autos modernos, adaptados a las
necesidades de la guerra, esta vez resaltando más su valor litúrgico que el teatral. Para
compensar esta deficiencia se convocó en 1938, a cargo del Departamento de Teatro
del Servicio Nacional de Propaganda, del Ministerio de Gobernación, de un concurso de
Autos Sacramentales modernos, ganado por Torrente Ballester con El casamiento
engañoso. Volvería a convocarse en 1939, esta vez con “cinco mil pesetas de premio
más el estreno coincidiendo con la festividad del Corpus; texto en prosa o en verso;
puede quedar desierto si ninguno de los trabajos presentados responde a las excelencias
de la tradición artística de los Autos Sacramentales” [en Martínez Cachero, 2000: 301].
Si bien los logros de estas convocatorias no fueron excelsos, en gran parte por el
encorsetado repertorio, no sólo teatral sino ideológico, su intención debe ser resaltada en
un doble sentido: en primer lugar, como muestra de vuelta a la tradición teatral para
distinguirse de los teatros comerciales, donde el escapismo y la evasión reinaban junto a
la mayor politización de los textos, aunque esta retorno a lo clásico, evidentemente,
120
“Ya he dicho que José Caballero, uno de los mejores pintores que yo he conocido, recogió la antorcha
de La Barraca y, con el teatro de La Tarumba, siguió la senda que Federico había trazado; José Caballero
entregó el relevo a Luis Escobar, hombre excepcionalmente sensible que montó autos sacramentales en
los atrios de las catedrales españolas” [Sáenz de la Calzada, 1998: 159].
161
estuviera influido de manera notable por una carga ideológica muy evidente; en segundo
lugar, por lo que de incentivo creativo y ajeno, al menos en principio, tiene para unos
autores sometidos a una tiranía temática marcada por la guerra, ya sea por su constante
presencia en las obras o por la fácil evasión que buscaban otras.
Bien es cierto que esta recuperación dista mucho de aquella que las
vanguardias y Alberti con su obra El hombre deshabitado, en los inicios de su
politización literaria, cuya finalidad era ajena, al menos en principio, a su utilización
ideológica. Modernización necesaria o subversión del género al desacralizarlo, estas
propuestas estaban orientadas a la regeneración del teatro desde dentro, recurriendo a
sus raíces originarias, especialmente a través de la amplitud significativa que aportaba el
Auto, incluso aunque fuera provocando una inversión ideológica del modelo barroco,
obviando cualquier lectura mediatizada que de sus textos se pudieran realizar. En
palabras de Muñoz-Alonso, en el Auto sacramental se encontraba “un modelo adecuado
para expresar tanto inquietudes de índole existencialista como preocupaciones
colectivas” [2003: 60], es decir, podría formar parte, como así fue, del repertorio de los
vanguardistas y de los escritores de avanzada. Nos encontramos durante los años veinte
obras que ejemplifican esta recuperación del género como Un sueño de la razón de
Rivas Cherif, Auto para siluetas de Valle y Ni más ni menos de Sánchez Mejías. Todos
estos autos, así como la recuperación de la tradición teatral española a la que aludimos
en el primer apartado de esta tesis, venía determinada principalmente por la creciente y
cada vez más clara conciencia del potencial teatral de la tradición teatral española. En
palabras de Blanca de los Ríos, “lo que acerca a los innovadores al teatro de Calderón es
la tendencia antinaturalista y el anhelo de retreatralizar el teatro, la aspiración a un
teatro integral” [de los Ríos, 1927: 9]
Pero volverá a ser Azorín una de los autores principales que teorice y trabaje
sobre el repertorio aportado por el Auto. Ve en la recuperación del auto sacramental una
constante en la historia del teatro, que, en su devenir cíclico, ha venido, durante los años
veinte, a conformarse en su vertiente de teatro de ideas:
“Asistimos al presente en Europa a un renacimiento de la fórmula
calderoniana. Renace el teatro de ideas, de modalidades intelectivas, no
de tesis sociales o políticas. Son cosas distintas. El teatro o es pasión o es
idea. En el moderno renacimiento, a la pasión ha sucedido la idea
abstracta, racional. Los autos calderonianos son el dechado del más
162
abstracto e intelectual teatro. Luis Pirandello no hace nada más
intelectual y abstracto. […] La idea abstracta domina en esa obra como
domina en los autos sacramentales. Por ahí va toda la literatura
dramática novísima. Como un péndulo, el arte va –a lo largo de los
siglos- de la pasión a la idea y de la idea a la pasión” [“Dos autos
calderonianos”, Azorín, 1998: 329]
No andaba descaminado en su análisis del presente vanguardista, pero no supo
vaticinar correctamente el devenir de la literatura que en España, como en el resto de
Europa, volverá su cara a la pasión en años muy próximos. Queda, eso sí, su juicio del
teatro pirandelliano como un teatro de profundas raíces calderonianas, al que Torrente
Ballester no era ajeno, como señalamos en el apartado anterior. Esta concepción
desacraliza el género, ya que no es la presencia divina o la consagración de la Eucaristía
la que caracterizará el género, sino la supremacía de la idea. Respecto a su propia obra
Angelita, a la que denominó “auto”, no duda en afirmar que no es sino “un auto
sacramental en que hemos saltado por encima de la realidad cotidiana para acercarnos al
eterno símbolo; partir de lo maravilloso, de un dato arbitrario, para ascender con
verosimilitud a una idea madre. La idea del tiempo y espacio atormenta a los humanos.
Suprema angustia y suprema obsesión del destino de los vivientes” [en Ruiz Ramón,
1986: 167]. El abandono de esta realidad, a la que nos hemos acostumbrado a llamar
“real”, en busca de ese “eterno símbolo” es lo que hace de esta obra un auto, alejado de
la catolicidad propia barroca. Siguiendo este criterio de Azorín incluye Muñoz-Alonso
en el mismo grupo de “auto profano” la obra de Eduardo Ugarte De la noche a la
mañana, donde “su protagonista convive con la personificación de su propia conciencia
y es finalmente abandonado y traicionado por ella. Tras su estreno en enero de 1929, un
crítico señaló que el modelo de tal personificación se encontraba en los misterios
medievales y calificó la comedia como “de interior del alma” [2003: 61]121.
Diferente será la adaptación que los escritores de avanzada hagan del género
del Auto Sacramental, incluso la interpretación que den a la recuperación azoriniana del
género. Díaz Fernández, en su ya mencionado ensayo El nuevo romanticismo, afirma
121
La vinculación del Auto Sacramental con el género medieval del “misterio” ha sido remarcada por el
mismo autor, quien caracteriza ese género por la temática centrada en el tema del tiempo o la
problemática en torno a la personalidad, así como el interés por el inconsciente y la introspección
psicológica.
163
que “Azorín quiere ir al pueblo por el camino del auto sacramental moderno”, para
reproducir inmediatamente sus palabras e interpretarlas siguiendo los nuevos cánones:
“Ha dicho: <<Es hora ya de que el teatro español vuelva a utilizar uno de
sus más eficaces y fecundos recursos: lo maravilloso. En el siglo XVIII se
consideró como un triunfo el hacer que de la escena desapareciera este
recurso. Creían entonces que en el teatro debía imperar el positivismo que
imperaba en el terreno científico. Se amputó al arte uno de sus más
poderosos elementos; todo un mundo espiritual desapareció de la estética
dramática. Se perseguía un realismo feroz, intransigente>>. Ese realismo
sigue gravitando sobre nuestro teatro contemporáneo, agravado aún con
el descenso hacia los temas menudos y domésticos, hacia la retórica como
suplemento de la verdadera creación poética o dramática […] A las
asociaciones de estudiantes y a los centros obreros, de acuerdo con los
intelectuales de izquierda, corresponde en España iniciar un fuerte
movimiento para llegar a un auténtico teatro del pueblo” [Díaz
Fernández, 1930: 423]
Difiere, por tanto, no sólo la valorización que la nueva literatura da al Auto,
sino el criterio de interpretación de las propuestas antecesoras en esta recuperación del
género: si Azorín hacía primar en su auto Angelita la presencia de esa “suprema
obsesión del destino de los vivientes” que es el tiempo, la subversión del género será el
rasgo más característico de estos “autos sin sacramento”, como indicaba Alberti
respecto a su obra El hombre deshabitado. El paso hacia la mediatización del género se
inicia con esa interpretación del Auto como un modo de “ir al pueblo”, lo que ligará el
desarrollo del Auto moderno unas connotaciones políticas que, quizás, puedan darse
concluidas con el Auto aubiano Pedro López García122, “especie de auto sacramental
laico” con un claro sentido simbólico donde al autor entremezcla el lenguaje coloquial y
el lenguaje solemne, los personajes realistas con figuras alegóricas poniendo el esquema
formal del género y estas figuras “al servicio de un explícito contenido político de
índole revolucionario” [Muñoz-Alonso, 2003: 63]. Por estas y otras razones, Ricardo
122
Curiosamente, esta obra se representará también en un escenario eclesiástico, como es el altar mayor
de la iglesia de los Dominicos, en Valencia, en septiembre de 1936 [Ruiz Ramón, 1986: 252].
164
Doménech considera que esta obra “ofrece asimismo un notable interés para el
estudioso de las relaciones entre el arte dramático con la sociedad […] en un
determinado momento histórico, las formas dramáticas preexistentes no corresponden a
los nuevos fines, que la sociedad, en estado de emergencia, pide al teatro” [1967: 38].
Pero sería erróneo considerar que los Autos Sacramentales se redujeran a la
nómina de estos autores e ideas modernas acerca de su necesaria adaptación. El valor
adquirido por la figura de Calderón de la Barca en estos años finales de la década de los
veinte y comienzos de los treinta viene refrendado por la publicación, entre 1926 y
1927, de tres colecciones de autos de Calderón por La Lectura, a cargo de Ángel
Valbuena Prat, quien en 1923 ve publicada su tesis doctoral, Los autos sacramentales
de Calderón. Clasificación y análisis. Del mismo modo, Enrique Díez Canedo
proclamó la total actualidad de Calderón a raíz del éxito del autor en sus
representaciones en Salzburgo123. Fueron varios los autores, muchos de ellos
enfrentados en las trincheras literarias años después, los que aportan ejemplos de autos
tradicionales, teniendo como referente al maestro áureo de los autos sacramentales. Ya
aludimos a la presencia de estas piezas clásicas en los repertorios de El Búho y otras de
nuestro teatro áureo en el teatro de las Misiones Pedagógicas. Pero será sin duda La
Barraca la que desarrolle en mayo grado el auto en su adaptación escénica moderna. El
proyecto de Lorca se movía entre los dos extremos clásicos de un péndulo que no
dejaba de oscilar: “por el teatro popular de Cervantes está el camino humano de la
escena; por el teatro de Calderón se llega a la evasión espiritual de todos los valores.
Tierra y Cielo” [en Saénz de la Calzada, 1998: 167]. No resulta extraño, por tanto, que
este grupo teatral tuviera en su repertorio lugar primordial para los autos
calderonianos124. Pero existen otras numerosas representaciones por otros grupos y
compañías, como el montaje llevado a cabo por Antonio Gallego Burín en la plaza de
los Aljibes de la Alhambra de El Gran Teatro del mundo, en 1927, o la representación,
123
“Calderón en Salzburgo”, España, 342, 1922: 10-11; “El Gran Teatro del Mundo (Calderón-
Hoffmannsthal)” España, 347, 1922: 12-13.
124
Del mismo modo que la compañía lorquiana llevará por los pueblos representación de La vida es
sueño, con decorados y figurines de Benjamín Palencia y la propia presencia de Lorca en el papel de
Sombra [Sáenz de la Calzada, 1998: 65-80], la Compañía del Teatro Nacional de la Falange contará con
esta obra entre las de su repertorio [Martínez López, 2007: 110], aunque la grandiosidad de estas
representaciones difieren en gran medida de las notas que Sáenz de la Calzada nos dejó en su libro, donde
primaba más que lo teológico de Auto, su teatralidad.
165
el 22 de diciembre de 1930 en el Teatro Español de Madrid, de la misma obra, esta vez
por Margarita Xirgu, completando el repertorio con otro auto clásico, esta vez anónimo,
Auto de las donas que Adán envió a Nuestra Señora.
Pero el resurgir del auto tendrá, a parte de la modernización del género,
especialmente debido a la teatratalidad y a las posibilidades que ofrecía el género, y a la
reinterpretación de los autos clásicos, un séquito de autores, algunos de los cuales
devendrán en los más politizados durante el conflicto bélico, caso de Miguel Hernández,
que aporten a su teatro contemporáneo ejemplos de Autos Sacramentales clásicos. Así
ocurre con el de Orihuela, que en Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que
eras planteaba la recuperación del modelo calderoniano respetando no sólo los aspectos
formales, sino también la ortodoxia de un contenido religioso, influido por su amigo
Ramón Sijé, todavía alejado de aquel Madrid republicano prebélico que le orientará
indefectiblemente por la senda marcada por el Partido Comunista y politizará su
literatura en los años de guerra. Esta recreación clásica del género será considerada por
muchos autores el mayor defecto de la obra, ya que la convertirá prácticamente en un
juego culterano anacrónico. Así lo explica Ruiz Ramón, en su Historia del teatro
español del siglo XX:
“algunos errores que juzgamos graves: Es el primero su lenguaje,
mimética reproducción –a veces recreación- de formas culteranas y
conceptistas de la lengua poética del XVII, si justificables como ejercicio
retórico en un poema de homenaje, en absoluto justificadas como
lenguaje de unos personajes de una obra literaria escrita en el siglo XX,
donde culteranismo y conceptismo no pueden ser sino convencional y
artificioso reflejo mimético de un estilo históricamente anacrónico y un
juego <<en hueco>> de la inteligencia y la sensibilidad. El segundo error,
en íntima conexión con el anterior es el haber reflejado con idéntico
mimetismo la forma y el contenido del auto sacramental calderoniano,
género teatral que si admite, como todo género, la recreación original
mediante la adecuación de su forma y contenido a forma y contenido
contemporáneo […] no admite la simple copia a riesgo –y es el caso del
auto de Miguel Hernández- de ser un objeto literario anacrónico” [Ruiz
Ramón, 1986: 279-280]
166
Estas críticas surgen del olvido de aquel consejo azoriniano al que aludimos
en el primer capitulo, “sin anacronismos, con la vocación exacta, fiel, minuciosa, de un
tiempo pasado, el espectador no puede llegar hasta la obra; con anacronismos,
imaginando la obra a la manera moderna, el espectador puede encontrarse más próximo
a la obra imaginada” [Azorín, 1999: 306], que es, curiosamente, el mismo error que se
puede achacar al teatro nacional que busca en la época áurea su leit motiv. La
diferencia, porque evidentemente existen, radica en la reproducción de un género por lo
que de teatral tiene, caso de Miguel Hernández en 1934, y en la utilización del teatro
como forma de representar una época supuestamente gloriosa, es decir, el uso del teatro
al servicio del “verdadero ser de España”. A la pregunta azoriniana de si “¿no valdría
más, si deseamos evocar un tiempo antiguo, hacerlo a la manera moderna, con todo
nuestro modo de ser?” [Ibíd.], la respuesta mayoritaria desde el bando nacional sería un
rotundo no, que contravendría aquella función renovadora, a la vez que política, que
este mismo género tendría en el bando contrario. El Auto sin sacramento, más
renovador teatral que ideológicamente, iniciado con El hombre deshabitado de Alberti,
en 1931, será, por tanto, el modelo antagónico al del bando nacional, en el que,
caracterizándolo debidamente, se podría incluir el auto torrentino.
Si bien es cierto que la recuperación del Auto Sacramental fue el hecho más
destacado de esta vuelta a la tradición, en las dos modalidades que terminarán por
confrontarse durante el periodo bélico, se recuperará, tal como hemos señalado algo más
arriba, otro género áureo, como el misterio, muy vinculado a la estructura dramática del
Auto. Esta recuperación puede parecer vinculada, por su neto carácter religioso, al
teatro del bando nacional, aunque, como ocurre con el Auto, será tomado como modelo
de regeneración ya desde las vanguardias, modernizando su estructura medieval para
hacerla responder a las nuevas inquietudes. Es lógica esta paralela recuperación del
misterio si se tiene en cuenta la vinculación que se fue estableciendo durante el teatro
medieval entre el Auto y este género. Si bien originado para escenificar “un episodio de
la Biblia (Antiguo y Nuevo Testamento) o de la vida de los santos, representado con
ocasión de las fiestas religiosas por actores aficionados” [Pavis, 1998: 296], y a pesar de
su degeneración burlesca y grosera [Ibíd.], serán el origen del género posterior más
desarrollado, que es el Auto.
De modo muy similar, y como origen del misterio, Pavis señala el milagro
como género más antiguo del que partirán los misterios, las moralidades y las pasiones
[Pavis, 1998: 290]. Ambos géneros serán recuperados por las posibilidades escénicas
167
ofrecidas, especialmente el primero, ya que en su composición “confluían toda suerte de
estilos, dando lugar a una serie de cuadros” mientras que la representación convertía
“todo el espacio urbano en escenografía gracias a una serie de efectos espectaculares”
[Pavis, 1998: 296]. La heterogeneidad de estilos, el fragmentarismo propiciado por los
diferentes cuadros y su idea de teatro integral, muchos de ellos disponían de “decorados
simultáneos llamados casas (maisons en francés)” [Pavis, 1998: 296], hacían muy
llamativo este género a aquellos vanguardistas que buscaban la reteatralización del
teatro. Del mismo modo, el valor ideológico que se le impuso a estos géneros,
diametralmente opuesto atendiendo a la toma de posición adquirida dentro del campo
social y político, terminará por determinar la recuperación de esos géneros avanzada ya
la década de los 30. Su origen en el drama litúrgico hizo que, al menos por temática,
fuera un género fácilmente asimilable durante la Guerra Civil por el bando nacional,
siguiendo la línea que definimos anteriormente que les hacía retomar aquel teatro
clásico que reforzara los ideales imperiales y católicos de la
España medieval y
renacentista. Por el contrario, el carácter popular del misterio, que en su definición nos
indica Estébanez Calderón que “actuaban, como intérpretes, gentes del pueblo y aún los
mismos clérigos”, conformados casi siempre en torno a cofradías [2006: 677], hacía de
ambos géneros repertorios predilectos para aquellos escritores de avanzada que veían en
la vuelta al pueblo como público una de las condiciones primordiales de la necesaria
renovación de la escena española. No podemos, sin embargo, dejar de señalar la
presencia de los clérigos en estas representaciones, tal como El Hospital de los locos
tuvo en su representación en Segovia. El carácter litúrgico del drama, así lo permitía en
ambos casos, por lo que Ridruejo no dudó en incluirlos dentro de la representación
[Ridruejo, 1976: 178-179]125.
De este modo, Unamuno, en su constante pretensión de renovar el teatro desde
lo clásico, principalmente desde la estructura trágica, compone califica su obra El otro
(1932) como “Misterio en tres jornadas y un epílogo”. Eduardo Ugarte, que años
después colaboraría fructíferamente, como director de escena, con Lorca en su proyecto
de La Barraca y cofundará la Alianza de Intelectuales Antifascista en Defensa de la
125
Estébanez Calderón, al definir “Misterio”, nos indica la prohibición de Alfonso X de representar obras
teatrales a los hombres de la Iglesia, con una única excepción: “Pero representación ay que pueden los
clérigos fazer, así como de la nascencia de Nuestro Señor Jesé Christo, en que muestra cómo el ángel
vino a los pastores e cómo les dixo cómo era Jesu Christo nacido. E otrosí de su aparición, como los tres
Reyes Magos lo vinieron a adorar” [Estébanez Calderón, 2006: 677].
168
Cultura, estrenó en 1929 la ya citada obra De la noche a la mañana, que aunque nos
hemos referido a ella como auto, no podemos obviar que fuera inspirada, según un
crítico de la época, por los misterios medievales. Pedro Salinas, en los albores de la
Guerra Civil, escribirá su obra El director, “misterio en tres actos”, con una muy
marcada dimensión simbólica y alegórica.
Del mismo modo que en el Auto Sacramental, la recuperación del misterio no
sólo se realizó a través de la modernización del género con obras como las que
acabamos de citar. El papel de algunas compañías, como el del Teatro del Pueblo de las
Misiones Pedagógicas, ayudó a retomar el género del misterio en nuestro teatro. Si su
misión cultural era buscar la comunión perdida entre el teatro y el pueblo, su fundador,
Manuel B. Cossío, no dudaba en recurrir al teatro clásico en general, y al misterio en
particular, para lograr este propósito. En sus propias palabras, “canto y representación
acompañan el nacimiento de los misterios religiosos antiguos y medievales, y
embelleciéndoles siguen todavía” [en Rey Faraldos, 1992: 158]. De modo similar,
algunos autores mantienen la estructura clásica del género, como ocurre,
sorprendentemente, con Rafael Alberti, que en 1928 escribe Santa Casilda, “misterio en
tres actos y un epílogo”126. Para José Monleón “la religiosidad de Santa Casilda está
vinculada a la estética, a la naturaleza de los materiales utilizados, y no al pensamiento
del autor” [Monleón, 1990: 61], aunque al estar basada en un romance popular, el
mismo crítico la sitúa a la par de Mariana Pineda de Lorca o Fermín Galán, del mismo
Alberti. Aunque no consideramos desacertada esta afirmación, que no hace sino
refrendar el neopopularismo de la obra albertiana durante estos años finales de los años
veinte, creemos que la recuperación de la forma de misterio se hace de manera bastante
clásica, buscando más el acercamiento al público popular que la propia renovación
escénica a través de esta obra. Casi lo mismo, incluida su vinculación con la
recuperación de este género, se podría afirmar de El enamorado y la muerte, adaptación
del antiguo romance castellano a la escena.
Es lógica esta paralela recuperación del misterio si se tiene en cuenta la
vinculación que se fue estableciendo durante el teatro medieval entre el Auto y este
126
En 1933, en una entrevista concedida a El Imparcial, el propio Alberti renegará de esta obra al afirmar
que “esta obra ya no me interesa. La escribí hace cuatro años. ¿Para qué estrenarla, si no responde a mi
clima actual? Cuando la escribí el tema era lo que me atrajo. En épocas de transición como la nuestra,
entre una cultura que acaba y otra que empieza, los temas más dispares tiran de nuestros sentidos. Junto a
mi Elegía Cívica surgió Santa Casilda” [Pérez Doménech, 1933: 103].
169
género. Si bien originado para escenificar “un episodio de la Biblia (Antiguo y Nuevo
Testamento) o de la vida de los santos, representado con ocasión de las fiestas religiosas
por actores aficionados” [Pavis, 1998: 296], serán el origen del género posterior más
desarrollado que es el Auto. Ya sea por la teatralidad de los géneros, por las
posibilidades de renovación que ofrecen, el misterio y milagro retomarán, ya sea en
adaptaciones modernas o en recreaciones de la estructura clásica, éstas resaltando su
origen en el drama litúrgico o su vinculación con el pueblo, la línea iniciada por el
teatro clásico español para renovar la pobre escena española.
2.2.2.1.- El viaje del joven Tobías
Es en este contexto, anterior a la Guerra Civil, donde Torrente Ballester inicia
la escritura de El viaje del joven Tobías, “Milagro representable en siete coloquios”. Sin
embargo y, a pesar de las coincidencias de su primer teatro publicado con las líneas
maestras de la recuperación del teatro clásico que acabamos de ver, Torrente Ballester
sitúa el origen de esta obra fuera de nuestras fronteras, exactamente en el Anfitrión 38,
de Jean Giraudoux127. Así lo confiesa a la profesora Becerra Suárez, a quien reconoce
que lo que más le atrajo de esta obra fue la versión “moderna en su espíritu, del mito de
Anfitrión, actualizada en las ideas, en el lenguaje y en humor” [1990: 75]. No es
desdeñable esta cita del autor francés como influencia en su dramaturgia, ya que el
“misterio” creado por Torrente Ballester dista de los cánones clásicos del género. De la
denominación de “misterio”, Huerta Calvo y García Berrio dicen que puede
considerarse como un género de configuración mixta, por su dramaticidad y por su
contenido épico [Huerta Calvo, 1999, 149]. La denominación de “milagro” a esta obra
parece justa por su fuente, aunque falta el desenlace acostumbrado y la intervención
127
Esta obra fue publicada íntegramente por Revista de Occidente durante los meses de junio, julio y
agosto de 1930, correspondiendo a cada uno de los números uno de los tres actos de la obra: Nº XXVIII,
junio 1930, pp. 300-338, nº XXIX, julio 1930, pp. 37-88, nº XXIX, agosto 1930, pp. 216-255. El propio
autor señala que la adquirió “en francés poco tiempo después” [Becerra Suárez, 1990: 75]. En ella Júpiter,
no logrando seducir Alcmena, de quien se ha enamorado, asume los semblantes de su marido, Anfitrión.
Alcmena confesará luego que su cuerpo percibió la presencia de la materia universal, unión de la que
nacerá Hércules, por lo que Jupiter, dando la vuelta al mito clásico, saldrá derrotado, ya que no ha sido
querido como dios, ha tenido que asumir los semblantes humanos.
170
divina. Y es que el milagro no ocurre nunca por intervención sobrenatural, sino que se
deja hacer a los humanos. El arcángel Azarías, por ejemplo, al final de la obra “pudo
envolverse de luz cegadora, abatirnos por tierra, herirnos con su espléndida belleza, y se
fue por la puerta como un mortal cualquiera” [El viaje del joven Tobías, Torrente
Ballester, 1982a, I, 156]. Del mismo modo, la ceguera de Tobías padre es curada por
remedios “naturales”128, y el propio Azarías reconoce, junto al cuerpo y el alma de
Tobías tendido en el suelo tras ahogarse, que él no ha obrado milagro alguno:
“Asmodeo.- Esto no está bien, Azarías.
Azarías.- ¿Por qué?
Asmodeo.- No vale hacer milagros.
Azarías.- ¿Y quién te dijo que hice un milagro? Todo lo que ha pasado
aquí es perfectamente correcto y natural.
Asmodeo.- Tobías estaba muerto. Tú lo vuelves a la vida. ¿No es eso
milagro?
Azarías.- No. Tobías estaba ahogado, pero no muerto. Bien sabes,
Asmodeo, sabio doctor, la posibilidad de revivir a un ahogado. Basta con
ciertas flexiones de brazos, con ciertas comprensiones de tórax…
Asmodeo.- Pero no has hecho nada de eso.
Azarías.- ¿Por qué lo iba a hacer? Había la posibilidad de que siguiera
viviendo. La manera, ¿qué importa? Lo que tú harías científicamente, lo
hice con algo más de poesía. Es la diferencia que va de ti a mí. Con el
debido respeto por tu opinión, creo que te supero en muchas cosas”
[El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 115]
En realidad, casi toda la caracterización angélica durante la obra parte de una
pérdida de las funciones que le son propias, es decir, sufren una deconstrucción que será
“uno de los tópicos en el tratamiento de las figuras angélicas en la literatura
contemporánea, aprovechando esta coyuntura cada autor de acuerdo a sus propósitos
expresivos” [Marín Ureña, 2005: 7]. De este modo, al orar Sara “el tímido Guardián
128
“tu hijo pescará en la playa un pez joven y opulento: machacado su hígado, y puestos sobre tus ojos
ocho días consecutivos, recobrarás la luz. Tu enfermedad va siendo ya conocida: se llama xeroftalmía, y
para su curación se indica este remedio. Cuando quites la venda, una telilla sutil caerá de sus pupilas, y
verás” [El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 153]
171
toma nota taquigráficas en un bloc que saca del bolsillo” El viaje del joven Tobías,
Torrente Ballester, 1982a, I, 44] y acto seguido la orante pide consejo al espíritu celeste
sobre la oración, que no duda en calificara como “muchas reminiscencias bíblicas, pero
sentida y emocionada” El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 45]. Uno
de los momentos de mayor deconstrucción de estos seres proviene del diálogo del
Guardián con Rághel:
“Vengo de hacer un camino largo. Fui a llevar un mensaje. ¿No te
gustaría llevar mensajes a donde yo los llevo? Es divertida faena. A veces
se tropieza con un cometa peregrino, o resbalas por el arco iris. A veces
se te cae el mensaje, y viene volando desde allá arriba, volando, volando,
y rebota en un planeta, se engancha en la esquina de una estrella...” [El
viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 49]
Esta presencia de figuras angélicas y también demoníacas, proviene, como
reconoce el propio autor, de la lectura de la
Jerarquía celeste de san Dionisio
Areopagita [Becerra Suárez, 1990: 253], pero sometido a las tendencias vanguardistas
que deconstruyen las concepciones colectivas de la sociedad. Aunque nos adentraremos
en el siguiente apartado en la vinculación intelectual de Torrente Ballester con d’Ors,
aquí ya aparece la herencia orsiana en el escritor ferrolano. Su llegada al mundo
angelical proviene de la teoría de las formas de Xenius, donde, entre otros libros,
consideraba uno de los libros clásicos del pensamiento figurativo el de san Dionisio, ya
que “era el único que había sabido dar forma allí donde no había materia” [Becerra
Suárez, 1990: 254], y no por la tendencia vanguardista de utilizar el simbolismo
angelical como medio teatral [véase Marín Ureña, 2005]. El autor catalán emplearía
para su teoría de la personalidad el concepto de “ángel” para la “sobreconciencia”,
ligada a la vocación y a la personalidad, como ocurre con Azarías en la obra torrentina,
en contraposición a la “subconsciencia” freudiana, que tiene su fiel reflejo en el
psicoanalista Asmodeo de la obra del gallego129.
A esta partición psicoanalítica de las figuras angelicales corresponde en la obra
torrentina el enfrentamiento entre Azarías y Asmodeo, cuya papel no es ajeno a la ya
129
La dependencia de esta obra torrentina con respecto a las ideas de Eugenio d’Ors la desarrolla Prendes
Guardiola en las páginas 229 y 230 de su trabajo [Prendes Guardiola, 2006].
172
citada deconstrucción de las figuras angélicas, aunque ésta suele ser mayor en las
figuras del coro de Demonios del tercer coloquio [El viaje del joven Tobías, Torrente
Ballester, 1982a, I, 71-72] o al Tímido Guardián, al que antes hemos hecho referencia.
La presencia común en escena de Azarías y Asmodeo nos remite a la historia bíblica,
aunque de una forma bastante peculiar:
“Asmodeo.- El doctor y yo nos hemos conocido en un curioso debate
académico, hace ya mucho tiempo…
Azarías.- Un debate en el que no llevaste la mejor parte, ¿verdad
Asmodeo?
Asmodeo.- Está pendiente todavía la cuestión. En el próximo debate
¿quién vencerá?”
[El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 87]
La batalla celestial no sólo es referida, de manera encubierta para los
personajes, aunque no para el espectador, sino que se mantiene viva y esta lucha entre
ambos no es sino una batalla más de la eterna guerra. Pero, bien es cierto, que ambos
personajes actúan de manera diferente a la que pudo ser la batalla originaria, lo que
contribuye a la deconstrucción de estas figuras. Asmodeo, por una parte, utiliza las
técnicas psicoanalíticas para conseguir sus propósitos, aunque son consideradas propias:
“Mi método no tiene fallo, Sara. Dentro de muchos años, cuando otros lo descubran, se
llamará psicoanálisis” [El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 49]130. De
este modo, no duda en utilizar ese coro de demonios, al comienzo del tercer coloquio,
que se presenta en forma de sueño ante Sara con las fisonomías de los siete maridos
muertos y de la madre; pero Azarías no se rezaga y hace uso de las mismas técnicas:
“tengo sobre tus armas poder igual que el tuyo. También sé mover deseos y
recuerdos…y no puedes impedir que los maneje” [El viaje del joven Tobías, Torrente
Ballester, 1982a, I, 141] y utiliza el coro de los Deseos y de los Recuerdos en defensa
130
Una de estas deconstrucciones, muy cómicas, por otro lado, se halla en el discurso de Asmodeo
cuando, finalmente, es derrotado por Azarías tras la noche en vela y oración de Sara y Tobías: “¡El
crédito, por los suelos; y las burlas feroces de mis compañeros! ¡No sabes lo que es el Infierno! Todos
ingeniosos para insultar y nadie conoce la piedad. ¡No puedo volver así, derrotado, expuesto a la burla
eterna! Y el jefe me encomendará oficios menores, indignos de mi jerarquía: mover veladores, proteger
brujas, enamorar viejas sin dientes…” [El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 144].
173
de la castidad. Azarías, por otra, responde a las características propias del ángel, con su
fuerte personalidad, “¿Por qué te obedezco? Me has traído aquí, me has quebrantado, y
ahora mi voluntad está en tus manos. Azarías, no sé si tienes raro poder, o habilidad más
rara todavía” [El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 94], y su sapiencia,
“leo en tus ojos larga sabiduría, de siglos. No puedo ir contigo: te temo” [El viaje del
joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 67]. Pero no le es dado el poder de obrar
milagros, lo que da una nueva perspectiva del personaje y de la obra:
“Guardián.- (Con inquietud.) Azarías, no veo solución. ¿Harás un
milagro?
Azarías.- No creo que llegue el caso. Estoy dispuesto a evitarlo: no debo
ser pródigo en milagros
Guardián.- ¡Ese Tobías…!
Azarías.- Es mucho el poder del hombre… Anda, vete y no te descuides”
[El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 93]
Surge, de este modo, un “milagro” sin milagros, ya que “se circunscribe al
ámbito natural y humano” [Fernández Roca, 1999, 172]. Azarías, bien es cierto, logra
presentar al alma de Tobías su cuerpo agonizante, pero no es milagro, sino como
reconoce a Asmodeo “vehículo de la Gracia” [El viaje del joven Tobías, Torrente
Ballester, 1982a, I, 115]. El posicionamiento del ángel para lograr sus fines, como ya
hemos señalado, le hace reacio a utilizar los milagros y así se lo reconoce a Tobías:
“Azarías.- Nada puedo hacer
Tobías.- Eres fuerte. ¿Por qué no me ordenaste, por qué tus ojos no se
clavaron en mí, en lo más escondido de mi alma, y me obligaron? Sé que
podías hacerlo.
Azarías.- Te cerraste a mi consejo y hube de respetar tu libertad”
[El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 112]
Esta hegemonía de la propia libertad para llevar a cabo el propio destino
encomendado, “tuyas son su vida y alma si le conduces al pecado” [El viaje del joven
Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 135], surge de la adopción de una forma clásica y
litúrgica, pero desmitificada, podríamos decir, ya que lo divino cede terreno
174
paulatinamente a lo humano, tal como hacía Giraudoux en sus obras. La revisión
moderna de los clásicos por este autor francés, Anfitrión 38131, Judith, Electra, Sodoma
y Gomorra, y sobre todo, La guerra de Troya no tendrá lugar, sirvieron, al decir del
propio autor, para que Torrente Ballester comenzara a desarrollar de una manera
embrionaria en estas obras, los diferentes procesos de desmitificación que
caracterizaron sus mejores obras teatrales y casi toda su narrativa, ésta ya canonizada
dentro de nuestra literatura. La lección giraudauxiana aplicada por Torrente Ballester en
esta obra puede resumirse en las propias palabras del autor, quien reconoce que “mi
procedimiento consistió principalmente en someter al tema a los efectos de toda clase de
anacronismos” [Torrente Ballester, 1982, I: 14]. Y es que el anacronismo es una de las
características que muy fácilmente nos permitirán situar al actor, como veremos más
adelante, otra vez en la periferia teatral, en este caso del campo literario nacional
durante la guerra.
Esta influencia francófona en sus inicios teatrales se complementa, a parte de
la ya citada de Juan Ramón Jiménez y su prosa en la revista El Héroe, a la que ya
aludimos con anterioridad, con la asidua lectura de otros autores franceses como
Lennormand, del que adaptó los numerosos cuadros que recorren la obra132a, así como
las teorías freudianas que pueblan la obra del autor francés y de esta primera de
Torrente Ballester, o Claudel, de quien señala que fue otra de las grandes influencias en
este período formativo [Becerra Suárez, 200-202]. Y es que, para algunos autores,
Torrente Ballester “podría inscribirse en la corriente teatral de los años treinta y
131
El dígito que acompaña al nombre en el título no es sino el número que Giraudoux calculaba que hacía
su obra de la versión de un mismo mito.
132
Azorín, con su prolífica pluma periodística reclamaba, a través del ejemplo de Lennormand un cambio
en los modos de representación de nuestra escena, al presentarnos el ejemplo de una de sus comedias:
“Una comedia titulada Los fracasados, de un autor francés de los nuevos, consta también de quince o
veinte cuadros […] ¿Cómo representar obras como esa de Los fracasados de Lenormand? El enigma
parece insoluble. La obra ha sido representada […] Nos dice el autor que el director de la compañía (que
es un cómico ruso que en París representa en francés) ha ideado un arbitrio sutil para figurar, en el
espacio de tres horas, los quince o veinte cuadros de una comedia, Catedral, cuarto de un hotel, vestíbulo
de un teatro, cuarto de espera en una estación, etc., etc. Y el sutil arbitrio consiste en figurar todos esos
lugares, tan variados y contradictorios, con tiras de papel de colores, que forman dibujos sobre el fondo
de un cortinón […] Eso es volver simplemente a la tradición española” [“La renovación teatral”, Azorín,
1927: 388-389].
175
cuarenta que desarrolló, sobre todo en Francia, la revisión de los grandes temas clásicos
con significado y problemática modernos” [Ruiz Baños, 1992: 40]133
La influencia de Henri-René Lenormand en el teatro europeo en general vino
por la aplicación de las teorías freudianas al teatro, aunque su escasa presencia en las
carteleras españolas lleva a afirmar a Muñoz-Alonso que “no fue, por tanto, la
influencia directa de Lenormand la que impulsó a algunos autores españoles a escribir,
con distintos resultados escénicos, dramas inspirados en las ideas de Freud” [2003: 37].
Sin embargo, el crítico Floridor señaló, tras el estreno de Las adelfas en Madrid, que de
su teatro “-tan difundido por su lectura-, de su sistema y exponentes” ya se había escrito
mucho [en Martín Rodríguez, 1992: 129]. Sea de un modo u otro, con Torrente
Ballester podemos toparnos con un caso particular, ya que su formación teatral le había
llevado por derroteros algo distintos a los trillados por la vanguardia española.
Siguiendo sus propias palabras, el ferrolano se acerca a lo que “es entonces el teatro
moderno: teatro expresionista alemán, teatro francés moderno (fundamentalmente
Lenormand y Giraudoux, pero no ellos exclusivamente, por ejemplo Gantillon) y, desde
luego, el teatro de Pirandello” [en Becerra Suárez, 1990: 200], por lo que el desarrollo
de su dramaturgia en estos años 30 se orienta más a lo que ocurre en Europa a lo que se
desarrolla en España. De este modo, las constantes dramáticas en obra del autor francés
dejan un inequívoco rastro en la obra torrentina, como la utilización del subconsciente
como fuente de conflictos dramáticos, su énfasis en el ambiente que rodea a los
personajes y su división de las obras en escenas autónomas ligadas conceptualmente.
La distribución de la obra torrentina en siete coloquios, que no es sino una
adaptación a las necesidades impuestas por el género elegido y su carácter narrativo
[Pavis, 1998: 290 y Estébanez Calderón, 2006: 672], apela al predominio de la oralidad
sobre la escenificación, una de las características básicas del teatro de Torrente
Ballester134, nos permite apreciar esta influencia del autor francés, ya que todo el
133
Entrados ya en los años cuarenta y en pleno desarrollo de lo que era por aquellos años el Teatro
Nacional, dirigido por Luis Escobar, la línea dramatúrgica elegida para este teatro fue más bien anglófila,
por lo que, no sólo sus propias obras, sino también los modelos teatrales de Torrente Ballester quedarán
excluidos del centrote la periferia literaria. En el capítulo correspondiente ahondaremos en esta cuestión.
134
El propio autor, en el Prólogo a su Obra Completa y en su propio “Diario de trabajo” nos confiesa que
gran parte de sus dificultades provienen de su desconocimiento prácticamente total de lo que es la
realización plena del teatro, es decir, de las realizaciones. Sobre este tema, que solventa parcialmente con
la progresiva normalización del lenguaje escénico y dramático, volveremos en el capítulo cuarto.
176
misterio de origen religioso es adaptado a la estructura de sucesivos coloquios135, que al
mismo tiempo permiten situar la obra dentro de una corriente ideologizada aunque de
una manera bastante matizada. Estébanez Calderón nos indica la naturaleza propia del
coloquio, que no es sino “la obra literaria dialogada, en prosa o en verso, en la que
intervienen personajes reales o imaginarios, que exponen desde una perspectiva crítica,
diferentes opiniones de orden social, filosófico o moral” [2006: 171]. De este modo, la
división del misterio en numerosos coloquios permite al autor no sólo redescubrir un
género del teatro litúrgico, tan acorde con las expectativas de las directrices del nuevo
teatro nacional, sino desarrollar un modelo teatral que permita disertar acerca de los
nuevos valores que han de guiar nuevamente a España. El modelo teatral del coloquio
como disposición genérica se remonta, como no, a nuestro teatro clásico, en concreto a
Lope de Rueda, que compuso en verso Prendas de amor. También sería necesaria
señalar la presencia en nuestra literatura teatral clásica de los XVI Coloquios espirituales
y sacramentales de Fernán González de Eslava, metáforas alegóricas del hombre
conquistado y del conquistador, que tiene una dependencia clara de los “diálogos” que
proliferaron en España durante el siglo XVI, en gran medida bajo la influencia de los
colloquia de Erasmo de Rótterdam136. Estos dos géneros aunarán la voluntad discursiva
y razonadora y permitieron un fácil acomodo “al espíritu religioso postridentino, tan
interesado en la Virgen, la Eucaristía y otros asuntos de la ortodoxia católica, sin que
faltaran aciertos incluso a la hora de explicar enigmas teológicos” [Fernández, 1999:
48].
De modo análogo, la distribución en “siete coloquios”, es una clara muestra
del poder de la palabra en su teatro. Al comentar la primera de sus obras teatrales
conservadas, señalamos la coincidencia, no sabemos si dependencia, del pensamiento
135
De modo similar, la influencia de Gantillon se puede hacer palpable en esa sustitución de los tres,
cuatro o cinco actos tradicionales por un encadenamiento de cuadros sucesivos [Iglesias Santos, 1998:
134], tal como hacía Lenormand y Torrente Ballester aplica en el desarrollo de esta obra.
136
Teodosio Fernández califica a González Eslava como “un buen conocedor de la poesía doctrinal
española que por entonces aprovechaba la herencia de las disputaciones medievales, conformadas por
preguntas y respuestas que satisfacían el interés por los juegos de ingenio, a la vez que permitían tratar
temas morales y políticos, revelándose especialmente aptas para abordar los enigmas teológicos de que
gustaban sobre todo los clérigos. Sus coloquios, en consecuencia, se atuvieron a los gustos dominantes en
la poesía de raigambre cancioneril que él mismo cultivó: una poesía afecta a las reiteraciones, paradojas,
antítesis, juegos de conceptos y de palabras” [Fernández 1999: 48].
177
azoriniano en aquel periodo formativo del joven autor ferrolano. Del mismo modo,
señalamos la importancia otorgada por Azorín al diálogo en el nuevo teatro137 y como
Torrente Ballester desarrolla toda su opera prima a través de un diálogo donde pretende
condensar toda la vida de los personajes. De esta forma resulta que la elección sobre la
eliminación de los actos y su sustitución por siete coloquios no responde sólo a una
necesidad propia del modo de creación del autor, sino a una convicción estética donde
el diálogo adquiere mayor rango que los otros elementos teatrales a la hora de la
presentación, desarrollo y conclusión del conflicto en un teatro intelectual que buscaba
en el diálogo, como indicaba Eugenio d’Ors, la “fuente filosófica por excelencia” [en
Prendes Guardiola, 2006: 230]. Y es que, las reglas clásicas de la división de las obras
en tres o cinco actos, con sus respectivas escenas, parecen determinar en demasía una
imaginación que se ve acotada por rígidas reglas, en virtud de lo cual el autor decide
desentenderse, no sólo de la división en un número determinado de actos, sino de los
actos en sí, convirtiéndolos en <<coloquios>>. Según Fernández Roca “porque se trata
de una prosa marcadamente literaria, demasiado engolada para una estructura dialogal”
[Fernández Roca, 1999, 171]138.
Respecto a la estructuración del texto tendríamos que resaltar, por último, la
Loa que introduce al texto. Y es que, aunque fuera el elemento introductor de las
representaciones en nuestro teatro clásico, carecía de vigencia en estos años, y, a juzgar
por la suerte de esta obra, poca recuperación se podía hacer de ella, al menos de este
modo. No es, sin embargo, un recurso que desaparezca de las obras teatrales de Torrente
Ballester. Jesús García Maestro ha caracterizado las obras teatrales de nuestro autor,
entre otros rasgos, por la constante introducción de la figura del narrador en sus
diferentes textos teatrales. Si bien iremos viendo esta presencia a lo largo de los
respectivos análisis de las obras, es necesario pararnos en la presencia del narrador en la
obra, que no es sino a través de la citada Loa. En ésta, al más pura estilo de nuestro
teatro áureo, presenta una breve síntesis de la obra de este modo:
“Esta que gustaréis, nueva y famosa
comedia de milagro y alabanza,
137
Véase el artículo azoriniano “Sobre el teatro”, citado en la bibliografía.
138
Tampoco podemos olvidar, como recoge Estébanez Calderón, que los coloquios eran cada una de las
partes componentes de la tragedia clásica griega, que, a su modo, Torrente Ballester pretendió adaptar a
través de su Razón y ser de la dramática futura.
178
con humana enseñanza
y calidad precisa y misteriosa,
con lenguaje feliz y antiguas galas
jugando nos advierte
que la unidad del hombre está en la muerte
y <<atiende al vuelo sin cuidar las alas>>”
[El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 35]
Pero al mismo tiempo, como las loas sacramentales que presentaban en
muchos de los Autos de Calderón los personajes de la obra, se nos introducen os
personajes de este misterio, en este caso “el hombre mismo / que cumplirá en el tiempo
su heroísmo / dando un nombre al amor deshabitado”, “el Arcángel santo”, “la mujer,
casi inventada / por el sueño de Dios, ribera triste”, y otros personajes alegóricos como
“la sombra, que resiste / el fervor de la luz sacramentada, / y la pasión, que tiende / sus
alas en el viento” [El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 35-37].
Personajes alegóricos que nos acercan a la estructura del Auto Sacramental, tanto en
cuanto son “personajes artificiosos que se debaten entre la humanidad entrevista y no
lograda y el puro símbolo, mezcla no resuelta de silogismo y pasión” [Torrente
Ballester, 1938: 8]139, al igual que las alusiones que en la Loa hacen los autores al
Sacramento de la Eucaristía y al papel redentor de Jesucristo.
Dejando a un lado la estructura de la obra, que se mantiene fiel a un teatro
clásico, en su vertiente de dramas litúrgicos, ensalzadores de la catolicidad de España, el
desarrollo de la trama contiene numerosos elementos que permiten situar la obra entre la
tradición y la vanguardia. Si bien es necesario seguir ahondando en lo que de tradicional
tiene esta obra de Torrente Ballester, tarea que retomaremos un poco más adelante, no
podemos obviar lo que de renovación tiene esta obra. El posicionamiento del autor
dentro del campo teatral así lo exige, ya que, a pesar de retomar ciertos elementos
tradicionales que sirvieron para reforzar aquellos ideales reaccionarios que defendían
muchos de los que compartieron trinchera literaria con el ferrolano, sus propuestas
139
Esta nota que introducía la edición original de su primera obra publicada será censurada por el propio
autor en la reedición de su Teatro, en 1982, no así la Loa que Vivanco y Rosales compusieron para la
obra.
179
renovadoras marcan una nota bastante más predominante tanto en esta como en otras
obras teatrales140.
El conflicto entre las propuestas vanguardistas y románticas de las que se
embebió en su juventud y el posterior descubrimiento de Poe y Baudelaire queda
reflejado en esta obra, que es “la consecuencia inicial de semejante contienda” [Torrente
Ballester, 1986, 19]. En cualquier caso, la influencia de los últimos se nota en esta obra
que, aunque con ciertas deficiencias y lastres, supone un paso bastante notorio hacia la
creación poética en detrimento de la mera reflexión que supusieron sus tanteos
anteriores141. Su breve estancia en París, desde el 13 de julio de 1936 hasta mediados de
octubre del mismo año, le hará profundizar en esa relación con el simbolismo francés
que ya había iniciado años atrás. La influencia de Baudelaire a través de Poe ha sido ya
señalada, pero no es menor tampoco la influencia de Rimbaud, principalmente su
angelismo, o de Mallarmé142 y su retrato del individuo aislado y solitario en su poema
Herodías [Nugent, 1989: 13]. La presencia de la eterna lucha entre el Bien y el Mal el
ángel y el demonio, en este caso Azarías y Asmodeo, es el rasgo simbolista más
relevante de la obra.
Uno de los rasgos estructuralmente más significativos, a parte de la división en
siete coloquios, a la que nos hemos referido al hablar de la disposición estructural de la
obra, es su esquema geométrico, ya que el autor dispuso “dos triángulos cruzados en
que a tu juicio se resumían las varias tensiones vitales y dramáticas de tu obra, formado
uno por Azarías, Tobías senior y Tobías junior, constituido el otro por Asmodeo,
Rághel y Sara” [Laín Entralgo, 1981, 248]. Según Torrente Ballester, estos esquemas
geométricos “me tentaron siempre, y sostienen con bastante firmeza narraciones como
140
Más adelante hablaremos de la heterogeneidad de la obra teatral de Torrente Ballester, que parte de
esta misma idea: la presencia de elementos tradicionales y vanguardistas pero dentro del llamado bando
de los vencedores. Esta toma de posición, aunque fuera bastante usual en otros autores, resalta por su
soledad dentro del ámbito nacional durante la guerra y en la España franquista en la primera posguerra.
141
Torrente Ballester, en el “Prólogo” a su Obra Completa, no indica que en París “planeé consiente, casi
matemáticamente, lo que fue luego <<El viaje del joven Tobías>>, y allí comencé su redacción, aunque
(según el consejo de Poe), no por el principio” [Torrente Ballester, 1976, 49].
142
El estudio de Nugent sobre esta obra torrentina parte del estudio comparado con la Hérodiade de
Mallarmé, tan acertado como excesivo, por su enfoque, para nuestros propósitos sistémicos. Haremos
referencia a este estudio, pero remitimos a la bibliografía para desarrollar esta comparación entre ambas
obras.
180
Don Juan y la Saga/fuga de J.B.” [Torrente Ballester, 1982a, I, 13]143. Esta
estructuración geométrica de la obra, que también estará presente en El casamiento
engañoso, será uno de los rasgos principales de la nueva literatura nacional, tanto en
cuanto responde a los conceptos de jerarquía, orden y unidad. Eugenio d’Ors, en otra de
las influencias sobre nuestro autor, hablará de “geometría sensible”. Para Hermans, ésta
consiste en un pensamiento propio del hombre mediterráneo que “es determinado por
una razón figurativa y sensual, distinguiéndose de esta manera de la razón individualista
e introspectiva de los hombres del norte” [Hermans, 1992: 650]. Es necesario hacer
referencia a la dicotomía, mediterránea y atlántica, que Torrente Ballester planteaba
respecto a su propia producción literaria y que le servía para identificarse con
Pirandello, como vimos en el primer apartado del trabajo. Partiendo de esta estructura
geométrica de dos triángulos inversos superpuestos que señalaba Laín, otros autores han
remarcado diferentes aspectos donde se hace patente esta estructura. Thomas Mermall,
por un lado, extrapola esta estructura geométrica a ideas generales, no a los personajes
de la obra. De este modo, el primer triángulo quedaría compuesto por lo racional, lo
espiritual y lo jerárquico, mientras que el segundo por lo irracional, lo demoníaco y lo
anárquico [Mermall, 1973: 48]. Prendes Guardiola, por otro, establece, en plena
concordancia con las estructuras geométricas anteriores, dos polos sobre los que gira la
obra de El viaje del joven Tobías. Por un lado, lo negativo, compuesto por el
romanticismo, el individualismo, el desorden, la anarquía, todo ello “traducido en
fracaso existencial y perdición del alma” [2006: 232]; por el otro, el clasicismo, el
altruismo, el orden, el destino, que tiene su conclusión en la salvación, tanto de Tobías
como de Sara.
Esta estructura geométrica se nos presenta en los dos primeros coloquios de la
obra. En el primero de ellos, Sibila, a pesar del mandato que tenía de no revelarlo,
similar a la Casandra mítica, revela el misterio que hay detrás de la siete veces viuda
Sara, que no es otro que ser tabú144: “Un dios te guarda –dios o demonio– y lo ve tus
143
Laín Entralgo comenta esta afición por esta disposición geométrica a lo largo de su trayectoria
literaria, aunque notoriamente mejorada: “la espléndida novedad de tu Saga-fuga consiste en haber dado
un salto desde esta sencilla geometría a otra, irónica también, correspondiente a un espacio de n
dimensiones, en lugar de la irónica geometría bidimensional de El viaje” [Laín Entralgo, 1981, 248].
144
Este término de “Tabú” será el calificativo más recurrente durante toda la obra para referirse a Sara,
incluso ella misma. Su origen freudiano concuerda perfectamente con la relevancia de las teorías del
psicólogo checo en esta obra, como veremos un poco más adelante.
181
maridos tras ti y el horror los mata…” [El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester,
1982a, I, 43]. Nuevamente esa idea se nos presenta en el sexto coloquio por parte de as
mozas que adecente la habitación nupcial de Tobías y Sara: “Pasó por su lado el diablo
y quedó prendido en amor. Y cruje de odio al verla en brazos a ajenos, y por no matarla,
mata a los maridos” [El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 121]. Este
demonio no es otro que Asmodeo, pero se presenta con una radical diferencia respecto a
las consideraciones que estos personajes nos narran. Asmodeo, que se presentará como
psicoanalista, trata de sobreponer el deseo carnal a cualquier otro principio, lo que
condenó a Sara a sus siete viudedades, y cuyo único fin es llevar al incesto a la hija de
Rághel y a éste:
“Asmodeo.- ¡Tu hija es enteramente hermosa, como su madre! La mano,
la curva de su rodilla, el rizo negro junto a la oreja izquierda… ¡Y el
mismo vientre, Rághel, el mismo verso!” [El viaje del joven Tobías,
Torrente Ballester, 1982a, I, 48]
En el sexto coloquio, justo antes de la noche nupcial del nuevo matrimonio, es
donde más claramente podemos ver este fin de Asmodeo respecto a Rághel:
“Asmodeo.- Espejo de su madre, a quien quisiste tanto. Todo en Sara te
la recuerda. Sus encantos despiertan pasiones antiguas, deseos
enterrados. Renace un amor que cortó la muerte, y todo aquello vive con
savia nueva, otra primavera en tus años”
[El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 125]
Incluso, consigue convencer al padre de Sara de que las siete muertes de sus
maridos son consecuencia de su pérfido deseo: “Estás poseído de un pecado siete veces
ingrato a Dios, y nadie puede perdonarte. Tú mismo te horrorizas de ver cómo el secreto
pasó la frontera de tus ojos y otro lo sabe” [Ibíd.]. Aunque Asmodeo presenta la muerte
de los maridos de Sara como castigo, su fin de perder las almas de padre e hija le hace
distorsionar los motivos del pecado de Sara. La supuesta maldición sobre Sara no parte
de ser tabú, de ser la enamorada de un demonio, como señalan la Sibila, en el primer
coloquio, y las mozas, en el sexto, pero tampoco del pecado del Rághel. La muerte es
castigo por el abandono del alma en beneficio del cuerpo. Sara nos lo aclara en el cuarto
182
coloquio cuando afirma que “así fueron los otros, hasta siete, sólo carne abrasada. Y
murieron…” [El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 97]. Del mismo
modo que en el caso de Tobías, la ruptura de la dualidad, cristianamente entendida, de
cuerpo y alma es el pecado de Sara, en este caso por su natural vocación carnal,
desentendiéndose del alma. Las oraciones que en la obra recita Sara nos dan una
muestra de la dejadez del cultivo del alma que caracteriza a Sara. En el primer coloquio
sólo le preocupa si su oración “será eficaz” [El viaje del joven Tobías, Torrente
Ballester, 1982a, I, 45], mientras que en el sexto coloquio, reconoce que “recuerdo las
oraciones de niña, tan olvidadas, y todos los salmos, y letanías, y plegarias menores” [El
viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 134]. Así pues, el psicoanalista
Asmodeo no duda en fortalecer esa carnalidad que le es propia a través del complejo de
Electra, actuando sobre Sara del siguiente modo:
“Asmodeo.- ¡El dios que te reclama…! Tu padre puede liberarte.
Sara.- ¡Mi padre! No. Es horrible (Se incorpora)
Asmodeo.- (La acuesta con suavidad)… Tu padre, sí, es necesario”
[El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 51]
El papel psicoanalista de Asmodeo viene asentando este complejo de Electra a
lo largo de la obra, quedando marcado en los diferentes coloquios a través de los
diálogos de Asmodeo con estos dos personajes. De tal modo, en el coloquio tercero
Rághel trata de convencer a Sara de marcharse los dos junto a Asmodeo a “un sitio
lejano, una isla pequeña, toda luz, toda color. Vámonos allá, tú conmigo, y olvida tu
historia, y las siete viudeces, y toda tu pena presente” [El viaje del joven Tobías,
Torrente Ballester, 1982a, I, 82]145.
El segundo coloquio nos lleva a la casa de Tobías Padre, presentándonos a los
tres componentes del otro triángulo sobre el que se conforma la estructura geométrica
de la obra, entrelazados ambos por la figura del Tímido Guardián, encargado de cuidar
del alma de Sara y que ve perdida la custodia encomendada frente a las técnicas
psicoanalíticas de Asmodeo. Azarías será el encargado de proponer “la solución de dos
145
Un poco más adelante en la misma escena, Asmodeo confirma de donde proviene la idea: “hemos
hablado tu padre y yo. Os iréis a una isla tropical donde todo sea luz, y color y divina armonía. Y yo con
vosotros…” [El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 88].
183
problemas, de más acaso” [El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 53],
llevando al joven disoluto Tobías ante Sara. De modo análogo al planteamiento del
coloquio anterior, la presencia del ángel se complementa con dos figuras humanas en
conflicto. Por un lado, el joven Tobías, con un remarcado complejo de Edipo, en
contraposición al anterior complejo de Electra que Asmodeo insufla en Sara y Rághel:
“¡Ay madre, ayúdame! Sin ti no tengo fuerza. ¡Por favor, una palabra, madre!” [El viaje
del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 66]146; del mismo modo, Tobías es
muestra del deísmo en mayor grado, de un olvido total de su humanidad carnal y de una
gran displicencia con su padre:
“Mi vida es la Verdad. Estoy entregado a Dios. Está en el viento, en las
aves, en el mar. Está dentro de mí. Mi padre, tú, yo mismo, somos un poco
Dios. Me sumerjo en el mar, y fluye a mi lado. Me entrego a la selva, y lo
veo hecho vida pujante. Me refugio en mí y lo encuentro en el poso de mi
ser. Lo siento en todas partes y nadie sabe eso más que yo. Tengo en mi
alma el infinito y con eso me basta. Y todo esto lo hago poesía, lo expreso
en palabras rítmicas y hermosas. ¿Para qué quiero más? ¿Qué me
importan hijos o dinero?” [El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester,
1982a, I, 62].
Del mismo modo que Sara, Tobías renuncia a la dualidad característicamente
humana de cuerpo y ama, pero en este caso a favor del alma, renunciando a todo lo
carnal, lo que le lleva a un panteísmo exacerbado147. Será en el quinto coloquio donde
146
Este complejo edípico aparece remarcado a lo largo de toda la obra. Otros ejemplos, tanto de su
dependencia materna como de su deísmo, los encontramos con la llamada de Tobías a su Madre para
defenderse de la posible marcha de su lado: “Entonces me ayudaría mi madre, que tiene toda la fuerza
infinita de la Naturaleza. ¿No la conoces? Espera, la llamaré. ¡Madre, madre! (Sale la Madre). Ven,
madre, a reírte, que el viejo encontró alianza. ¡Entre los dos quieren arrancarme de tu lado!” [El viaje del
joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 64]. En el cuarto coloquio, Tobías, en conversación con
Azarías, afirma que “me espera mi soledad y mi madre, y todas las cosas amadas” [El viaje del joven
Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 96].
147
En el sexto coloquio Asmodeo y Azarías harán referencia a “ese poema panteísta que estaba
escribiendo […] Un gran poema, pero lastimosamente panteísta” [El viaje del joven Tobías, Torrente
Ballester, 1982a, I, 137], lo que vincula al personaje de Tobías con la tradición de escritores románticos
que veían en la Naturaleza el motivo de inspiración de enormes poemas.
184
Tobías reconozca su error, ante la visión de su cuerpo muerto, tal como veremos un
poco más adelante.
Por otro lado, Tobías padre, quien busca el realce de su linaje, la vida honrosa
a Dios de su hijo:
“¿Puede haber peor que un hombre que rechace su destino? Es el suyo
que su casa vuelva a su realce antiguo, y se realcen sus estancias con
sangre nueva. Casarse y recuperar mi hacienda, y conducir mi estirpe,
que los años de mando se me agotan” [El viaje del joven Tobías, Torrente
Ballester, 1982a, I, 59]
Entre medias, Azarías, quien pretende salvar a Tobías, “si me acompañas, te
mostraré inmensidades que se abarcan de una sola mirada. Te mostraré a los hombres”
[El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 63], incluso manejando las
mismas argucias que Asmodeo en el coloquio primero, es decir, a través de la seducción
de las palabras, esta vez aumentando la autoridad de Tobías padre:
“Azarías.- ¿Olvidaste la autoridad que se te dio sobre ellos? ¿Es que tú
mismo no eres fiel a tu destino?
Padre.- Murió mi energía. No me siento capaz.
Azarías.- (Lo pone de pie.) Tobías, hombre justo, temeroso de Dios, ¿te
atreverás a levantar tu cara en Su presencia si no supiste mandar?
Padre.- No puedo.
Azarías.- ¿Y los muertos de tu sangre? ¿Y tu lealtad?
Padre.- ¡Mis muertos…! ¡Pronto estaré ante ellos!
Azarías.- ¡Te apartarán de su lado, tendrán vergüenza de ti! Todos los
que llevaron tu nombre sabrán que ya nadie les representa en la tierra
por tu debilidad”
[El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 64-65]
Este incremento de la autoridad del padre se revela como fundamental dentro
de una lectura ideológica de la obra. Azarías recurre a la tradicional idea del “pater
185
familias”148 y Tobías no será hombre hasta que, conseguida la unidad de cuerpo y
alma, aceptado el matrimonio, no tenga esa capacidad de mando:
“Sara.- (Con reacción súbita) ¿Tú? No sabes ordenar: es cosa de
hombres
Tobías.- Es cosa mía. No volverás, y si volvieras me siento capaz de
violencia”
[El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 118]
Los dos triángulos trazados en los dos primeros coloquios terminan
entrelazándose en tercero, con la llegada de Tobías a casa de Rághel para reclamar el
dinero prestado por su padre años ha. Es en ese momento cuando se presenta lo que el
autor ha venido a denominar el “esquema Tobías”, constante en toda su producción
literaria, especialmente en las obras de estos años, que no es sino la concepción del
amor como salvación mutua149. Sara ve su posible salvación en este encuentro, no
leyendo en el fondo de su alma, como pretendía Asmodeo, que, controlando su
subconsciente, pretendía llevarla al incesto, “sino fuera de ella. He leído en el alma de
Tobías” [El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 88]. Tobías, por el
contrario, no ve su salvación, sino su perdición150, ya que la tarea de Azarías es
convencerle de la bondad y necesidad del amor como salvación y como vivencia plena:
“Hasta ahora eras como una reunión de excelentes piezas sin armonía.
Ignorabas la carne, pero un día u otro habrías de encontrarla. Sólo la
pasión puede darte unidad y sentido. Sin amor, será tu vida quebrada,
vacilante, confusa. Tentarás todos los caminos, los dejarás todos. Si
148
Veremos en el siguiente aparatado, dedicado a su producción teórica y periodística durante la Guerra
Civil, cómo Torrente Ballester colaborará en la prensa nacional escribiendo una serie de artículos bajo
este mismo nombre, “Pater familias”.
149
Javier Mariño, Los gozos y las sombras y Don Juan deben a esta obra, en cierto sentido, su base
estructural, ya que parten de este mismo esquema.
150
“¡Todos los peligros que esquivé a lo largo de mis años, resumidos en este momento! Dineros, y esta
mujer que me inquieta, que nada más verla me llena de temblor. Siento que mi vida se parte, y se me va el
cuerpo del alma. ¡Déjame marchar!” [El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 86]
186
amas, será tu vida limpia y derecha, clara y segura” [El viaje del joven
Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 95]
Aquí radica otra inversión de los dos triángulos presentados, aparte de la ya
citada renuncia a la dualidad cuerpo-alma, a favor del primero Sara y en favor del
segundo, Tobías. La salida antagónica del denominado “esquema Tobías” es la huida o
muerte, que es la opción que maneja Sara ante la presencia de su padre y antes de
conocer a Tobías (coloquio tercero) o Tobías tras conocer a Sara (cuarto coloquio). Y es
que, por un lado, Asmodeo trata de subvertir la naturaleza pura de Sara y Rághel,
evitando la muerte de ésta porque supondría la salvación de su padre, del que busca
también su perdición, “¿Quién perderá entonces el alma de su padre?” [El viaje del joven
Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 99], incidiendo en lo carnal. Por otro lado, Azarías
trata de salvar a Tobías de su pretendida pureza, de su rechazo del propio destino
humano, que reduce a su intelecto, a su existencia como su propio dios, a esa actitud tan
fáustica de rechazo a los demás y a su cuerpo, “no sentía el cuerpo, y mi alma era serena.
Ahora mi cuerpo es un carbón encendido y el alma se me contagia de ardor” [El viaje del
joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 94]. Sólo ante la contemplación de su cuerpo
inerte, el alma de Tobías reconoce el error en el que ha vivido151 y acepta su destino
humano, es decir, cristiano, resultando de esta revelación su aceptación del matrimonio.
La aceptación de la salvación por el amor, lógicamente en su expresión más cristiana,
como es el matrimonio, será la que haga coincidir los dos triángulos al final de la obra,
eliminando la actitud inicial de Tobías y las artimañas y tretas psicoanalíticas de
Asmodeo, que quedará derrotado tras el sexto coloquio, cuando superen la noche de
bodas velando y en oración.
Este proceso de homogeneización de las dos estructuras geométricas tendrá un
doble campo de acción. El conflicto entre el Bien y el Mal se dirimirá al saber quién
podrá llevar a su campo los dos triángulos establecidos, pero con una diferencia, y es que
151
Este desdoblamiento es un recurso que aparece en varias obras de estos años, como puede ser el auto
aubiano Pedro López García o la propia obra de Torrente Ballester Lope de Aguirre, como veremos más
adelante. Otra obra interesante a este respecto sería Judith y el tirano de Pedro Salinas, donde, más que el
desdoblamiento, aparece una disociación del personaje del dictador, que tiene su cara humana y que
termina triunfando sobre el tirano. Esta idea tiene bastante que ver con el planteamiento que sobre el
dictador plantea Torrente Ballester en sus obras El golpe de estado de Guadalupe Limón y La isla de los
Jacintos cortados, así como también en El retorno de Ulises.
187
Asmodeo no permanece vinculado exclusivamente a su triángulo de acción. Tanto la
salvación como la perdición de Sara, Tobías, Rághel y Tobías padre está necesariamente
interrelacionada, por lo que la acción de Asmodeo desbordará el planteamiento inicial de
los dos primeros coloquios. De este modo, ante la previsión de poder perder a Sara al
enamorarse de Tobías, la incita para que el elegido sea Azarías, lo que la llevaría,
indefectiblemente, a la perdición (“Si en alguien se ha de posar tu amor en anhelo, ¿por
qué no con el doctor Azarías?” [El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I,
90]). En el sexto coloquio, que podríamos definir como la batalla final entre las dos
fuerzas, Asmodeo hace que uno de los Deseos que conforman uno de los dos coros que
entran en liza en este coloquio adquiera la apariencia de Azarías, tanto para tentar a Sara
como para exacerbar el alma de Tobías ante la posibilidad de perder a su amada, una vez
recuperada la dualidad cristiana del cuerpo y alma [El viaje del joven Tobías, Torrente
Ballester, 1982a, I, 142].
Del mismo modo, el trabajo del demonio psicoanalista se amplia a la esfera de
Tobías, al que debe hacer perder su alma, aunque sea defendiendo ante éste la supuesta
supremacía de ésta:
“Ya Sara te prende. Ya domina tu alma. ¡No cedas, Tobías! ¡Tu libertad,
tu perfección, todo primero! […] Pasa el río; y después las montañas, y
el desierto y acomódate en cualquier amable soledad; pero muy alto, por
encima de los hombres más altos, donde tu mirada alcance el vuelo del
cóndor, y seas poderoso y sientas el orgullo supremo de sentirte igual a
Dios, dios tú mismo” [El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester,
1982a, I, 102].
En el sexto coloquio, vuelve a aparecer esta influencia de Asmodeo sobre
Tobías, a quien tenta apelando a su intelectualidad, domeñada ahora por su coexistencia
con la realidad corporal, en relación a la oración que junto a Sara reza,:
“Asmodeo.- Eso de los Cielos insondables… como sabes el Cielo tiene
límites.
Tobías.- Ciertamente.
188
Asmodeo.- Hay un error en la oración. Y en cuanto al Infierno, la ciencia
no lo cree posible: está en absoluto desacuerdo con la infinita
misericordia de Dios. Toda la oración es inexacta.
Tobías.- (Lánguidamente) ¡Pero hay que orar! No puedo discutir ahora:
es cuestión de vida y muerte, y de salvarla…
Asmodeo.- ¡Qué baja cae tu inteligencia!”
[El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 63]
Esta propuesta demoníaca es totalmente contrapuesta a la planteada por
Azarías, quien habla a Tobías, en el segundo coloquio del siguiente modo: “Eres hombre,
no sólo espíritu, y no sabes lo que duele la quiebra de la propia unidad, cuando se riñe en
íntima pelea. Pesa una antigua maldición sobre los solitarios” [El viaje del joven Tobías,
Torrente Ballester, 1982a, I, 63]. De este modo, el dilema de Tobías enfrenta a las dos
entidades celestiales, tratando de desvincular cuerpo y alma o la búsqueda de su
humanidad más perfecta, que no es sino el matrimonio, del mismo modo que el dilema
de Sara, quien debe igualar los dos elementos de su humanidad. Es, en palabras, de
Nugent, la búsqueda de la pureza de Tobías el tema que desarrolla este triángulo de
personajes, con dos instigadores, Tobías padre y Azarías y un renuente Tobías hijo,
mientras que en el otro triángulo se desarrolla, junto a la lucha de Sara por rasar sus dos
realidades, tal como venimos describiendo, el tema del incesto, aunque ocupa un
desarrollo menor, tanto en cuanto ésta es una lucha contra la fuerza del mal, en este caso
Asmodeo, quien urde una diabólica trama para perder las almas de Sara y Rághel. A
pesar de la presencia de este tema del incesto, nos resulta extraño y ciertamente mal
entendida la obra si sobre este esquema geométrico se prepondera únicamente la
presentación del tema del incesto [ver G. Reigosa, 2007: 75]152. No creemos que ese
entramado poético de disposición geométrica se enarbole en torno a tal tema, sino a ese
referido “esquema Tobías”, donde el amor supone la salvación recíproca, y a la eterna
lucha entre el Bien y el Mal, que confluyen en el citado sexto coloquio, donde los dos
152
Bien es cierto que propio autor confirmó al periodista esta interpretación, y que en la reedición de su
Teatro afirma que “puse en el centro de la trama el <<motivo>> del incesto” [Torrente Ballester, 1982, I:
14]. No creemos errar en nuestra afirmación si tomamos estas palabras del autor en su justa medida, ya
que el “motivo” no es el “tema” de la obra, sino el medio del cual el autor se sirve para desarrollar el
segundo. La presencia de este tema, no obstante, debe ser tenida en cuenta en cualquier valoración
temática de la obra por su divergencia temática respecto a lo canonizado en este tipo de teatro.
189
jóvenes contrayentes oran en su noche de bodas, superando la tentación carnal vinculada
al cuerpo, principalmente a través del personaje de Sara, gracias a la oración, vinculada
al alma. De este modo, el antaño deísta Tobías termina por clamar al cielo en este
coloquio: “Recibe mi oración, Dios distinto de mí. No sé hablarte, y todas mis palabras
son inútiles. Ahora, Señor, las buscaré nuevas para tu nombre y elogio. Con ellas te
designará mi corazón; les pondré conocimiento y fervor para mi perdón y alabanza” [El
viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 146-147]. Por su parte, Sara, vencida
la tentación por la oración y viendo a su marido vivo tras la primera noche exclama:
“Sara.- ¡Siete veces bajé al jardín en siete años, vestida de tristeza!
Había olor a muerte y un aire lúgubre. Ahora la vida estalla en las flores,
y las rosas se recrean en pimpollos. ¡Eterna primavera! Los lirios
cambiarán la color, se hará ruborosa su blancura. ¡Nacerán otros,
cándidos como los míos, y cumplirán su destino para siempre!” [Ibíd.]
De este modo, la estructura geométrica planteada desde el principio se cierra
en el sexto coloquio con el definitivo entrelazamiento de ambos personajes y el triunfo
de Azarías sobre Asmodeo, tras la lucha que los dos ejes de los triángulos entablan con
las tentaciones carnales propuestas por el demonio y de la que salen triunfantes.
Debemos añadir, incluso, que existe una interpretación politizada de esta obra, que
analizaremos más adelante y con la que, lo avanzamos ahora, no estamos en desacuerdo,
y como muestra un botón. Toda esta estructura geométrica posee una clara vinculación
con la ideología del bando nacional. Responde a la estructura perfectamente
jerarquizada y ordenada que los diferentes elementos teatrales deben tener dentro de la
obra dramática que ha de conformarse siguiendo los nuevos principios estéticos, ya que,
como señalaba el propio Torrente Ballester, la creación dramática, “como en otras
muchas cuestiones, es cuestión de jerarquía” [Torrente Ballester, 1937: 31]. Incluso el
lenguaje exaltado de Sara y Tobías tras vencer la tentación en el sexto coloquio no es
sino un característico “lenguaje simbólico lleno de connotaciones de jerarquía,
verticalidad y elaboración humana” [Prendes Guardiola, 2006: 232]. Este requerimiento
dramático del autor ferrolano no es más que una extrapolación a uno de los campos
culturales de la utopía falangista de la sindicación general del país, que como reconocía
Ridruejo, en una opinión ya citada, “podía valer, claro está, para el cine las artes
plásticas, los espectáculos de masas y así sucesivamente” [Ridruejo, 1976: 130], por lo
190
que no resulta descabellado realizar una lectura de la obra como una defensa de la
“claridad frente a la indefensión, orden y jerarquía (Dios superior y distinto a las
criaturas) frente al vago deísmo del joven” [Prendes Guardiola, 2006: 232]. Aunque
pueda resultar excesiva esta afirmación, es necesario conocer el posicionamiento de
nuestro autor dentro del bando nacional durante estos años de conflicto y hasta 1942, no
reduciéndose exclusivamente a su producción dramática y teórica, sobre todo si se
enfoca exclusivamente con la luz de su producción futura, sino a su papel como
ideólogo y acérrimo defensor de los valores nacionalcatólicos. Y es que, como veremos
en el apartado siguiente, su papel como articulista durante la Guerra Civil le sitúa como
uno de los más conspicuos defensores del nacionalcatolicismo, alejando sus reflexiones,
hasta cierto punto, de su producción dramática.
Elegido, por tanto, no sólo un género, que implica la necesaria elección de un
bíblico, sino un esquema que responde perfectamente a los ideales jerárquicos que
propugnan Torrente Ballester y otros muchos en el bando nacional, queda completar el
desarrollo de esta obra para completar el análisis de una creación que no deja de estar
sometida al proceso de ideologización que hemos venido caracterizando a lo largo de
este apartado.
Será la elección del tema bíblico la que determine el desarrollo de la forma
dramática de Torrente Ballester. Esta dependencia de la forma respecto del tema será
una constante dentro de la literatura falangista y fascista, tal como vimos al tratar la obra
de Giménez Caballero de Arte y Estado, quien planteaba que la función literaria se
reducía a la revelación del Misterio o Verdad, lo que necesariamente implicaba una
subyugación de la forma al tema. La influencia de este texto de 1935 sobre las ideas
dramáticas de Torrente Ballester ya han sido señaladas, y este punto no es ajeno a la
influencia citada ya que para nuestro autor “el tema es el armazón dramático, lo que
sostiene y hace eficaz a la forma” [Torrente Ballester, 1937: 34]. Si el libro bíblico de
Tobías resalta valores como la santidad del matrimonio, el respeto filial, la misericordia,
la aceptación humilde de las pruebas y la eficacia de la oración, Torrente Ballester
diseñará su esquema geométrico para desarrollar estas ideas, que, como veremos un
poco más adelante, tienen una fácil lectura ideologizada, en consonancia con el proceso
bélico en el que se escribe. Esta es la lectura que aporta Robert Nugent, para quien “the
intent then is to show that the unity of man resides, non in his own individual search for
purity, but rather arises from conventional ideas of religious belief and marriage” [1989:
191
13]153. Este planteamiento será el desarrollado a partir de los dos triángulos que citamos
antes, en una explicitación de la eterna lucha entre el Bien y el Mal. Será esta búsqueda
de la pureza, de la “sombra fugaz de la unidad del hombre” como señalaban Rosales y
Vivanco en su Loa-prólogo [El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 37]
la que guíe el desarrollo de toda la obra, que se irá desgranando a lo largo de los
diferentes coloquios con posturas enfrentadas en torno a la aceptación o el rechazo del
deber religioso y el respeto por la tradición154.
De ambos triángulos conformados en los dos primeros coloquios comenzarán
a desarrollarse los devenires de ambos protagonistas con una presencia constante de las
teorías freudianas y del subconsciente como campo de batalla entre las fuerzas del Bien
y del Mal. Ya señalamos la influencia de las teorías de Freud en el teatro europeo
contemporáneo155, la ejemplaridad de Lennormand a este respecto y la lectura de
nuestro autor de obras teatrales francesas durante estos años. Es, por tanto, fácil suponer
la procedencia del uso del psicoanálisis en esta obra, entre otras fuentes, como la
anteriormente citada de d’Ors, de la obra de Lennormand, principalmente a través de la
figura de Asmodeo, que, como y señalamos, no es sólo un demonio, sino psicoanalista.
De este modo, todas las estratagemas planteadas por Asmodeo para perder, en el sentido
católico del término, las almas de Sara y Tobías, responden a procesos propios del
psicoanálisis. Es el propio demonio quien reconoce que “¡contra todos los ángeles, mi
complejo de Electra no falla! ¡Es una maravilla!” [El viaje del joven Tobías, Torrente
Ballester, 1982a, I, 52], y el que no duda en utilizar a otros demonios como artífices de
una realidad onírica que haga surgir desde el subconsciente la respuesta consciente que
buscaba en Sara, es decir, el incesto. La novedad teatral no está únicamente presente en
esta introducción de las teorías freudianas en los conflictos dramáticos, sino en el
tratamiento que se les da dentro de la obra. De este modo, en el coloquio tercero, los
ocho diablos que se aparecen en un supuesto sueño a Sara como sus siete difuntos
esposos y su madre, aparecen bajo la forma dramática de Coro, muy característica del
153
“la intención entonces es mostrar que la unidad de hombre reside, no en su propia búsqueda individual
de la pureza, sino que más bien proviene de las ideas convencionales de las creencias religiosas y del
matrimonio” [Nugent, 1989: 13].
154
“Each of the first six acts gives positions for or against the acceptance of tradition and a denial of an
individual´s search for purity” [Nugent, 1989: 13].
155
Para un desarrollo mayor de estas ideas se puede consultar la introducción de Muñoz-Alonso a su
Teatro español de vanguardia [Muñoz-Alonso, 2003: 35-49].
192
género del Auto Sacramental modernizado. De este modo, Alberti conforma un Coro
con los cinco sentidos en su obra El hombre deshabitado, del mismo modo que Torrente
Ballester introduce este Coro de demonios, al igual que el de los Recuerdos Obsesivos,
que acosan a Sara al final de quinto coloquio, cuando está decidida a huir, es decir, a
morir, y el de los Recuerdos Confusos y Deseos Inconcretos, que entran en juego en la
batalla final que libran Sara y Tobías contra la tentación (sexto coloquio), siendo
utilizados indistintamente por los dos vértices sobrenaturales de los triángulos tazados.
Estos coros, aparte de su carácter funcional en la obra, desarrollar el complejo de
Electra de Sara para poder encaminarla hacia el incesto, poseen una función metateatral,
que, como se recordará, era el eje primordial sobre el que giraba la primera obra
conservada de Torrente Ballester. Asmodeo recuerda en el tercer coloquio al coro de
demonios que “esto es tan serio como una representación teatral, donde yo soy el autor.
Ateneos a vuestro papel. Tú (a uno de ellos), su Madre. Vosotros (a los restantes), los
maridos. Nada de fantasías ni de raras metamorfosis. Menos poesía y más eficacia. Se
trata de un negocio muy serio, y va mi crédito en él” [El viaje del joven Tobías,
Torrente Ballester, 1982a, I, 71]. De este modo, en la presencia de este coro de
demonios se vuelven a presentar unidos elementos tradicionales, como el coro trágico,
caracterizado por esa función distanciadora, metateatral [Pavis, 1998: 97] y por la
música, “No. Canción sin palabras: efecto sobre los centros motores” [El viaje del joven
Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 73], y el baile que caracterizó al coro griego, “se
visten las capuchas y desaparecen, siempre bailando, al son de una música que no se
oye, marcando correctamente e ritmo y exagerando los gestos” [El viaje del joven
Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 81]; pero al mismo tiempo se incluyen elementos
modernos como la propia función encomendada a este coro, que no es sino influir sobre
el subconsciente de Sara para dirigirla sin remedio al incesto, presentándose bajo las
figuras de sus siete maridos y recalcando las semejanzas de cada uno con su padre [El
viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 74-78].
De este modo, rara avis dentro del bando nacional, Torrente Ballester
comienza a aunar algunos desarrollos vanguardistas156, como son las propuestas
francesas que secuencian la acción de la obra, la desmitificación o la introducción de
156
“Mi mente trabajaba en el ambiente intelectual que se llamó <<de vanguardia>>. Publicado El Joven
Tobías en los tiempos de Cruz y Raya y de Revista de Occidente hubiera sido bien recibido” [Torrente
Ballester, 1982, I: 13].
193
elementos psicoanalíticos “y su ristra de complejos” [Torrente Ballester, 1982, I: 14],
con algunos tradicionales, como la recuperación del misterio o de los coloquios, sin
olvidar el uso ideológico de estos géneros litúrgicos o fácilmente asimilables por éstos.
No es fácil, sin embargo, encontrar en las palabras de Torrente Ballester ninguna
relación de este último tipo, es decir, de las que relacionarían su obra con la Guerra
Civil. En palabras a Carlos G. Reigosa:
“Esta comedia inventeina para, dalgún xeito, sosear os meus insomnios en
Paris, cand xa non sabia que fora da miña familia e non podía durmir.
Para facer algo, inventei esta comedia, planeeina, e despois escribina en
Ferrol. E cando vou a Burgos leo fragmentos aos meus amigos. Gústalles
e entón publicase” [G. Reigosa, 2007: 76].
Con su habitual ironía refrenda esta desvinculación de la obra con el momento
bélico, al responder a la pregunta del mismo autor sobre la publicación de a obra en una
colección de temas de guerra con un sarcástico “Moi encaixada, si” [G. Reigosa, 2007:
75]. No creemos, sin embargo, que sea sacar la obra de contexto, remarcar ciertos
elementos que pueden mostrar cierta intencionalidad ideológica en esta obra. En primer
lugar, la elección del tema y del género supone una toma de posición dentro de un
disputado campo literario, donde la defensa explícita de los valores católicos suponen
un posicionamiento ideológico, sobre todo si se tiene en cuenta la necesidad atribuida al
arte por López Aranguren, como ya señalamos, de representar el verdadero espíritu de
España. Un sainete, atendiendo a las carteleras de ambos bandos, no tiene este carácter
ideológico de defensa de los principios católicos en este caso, que sería uno de los
pilares fundamentales del nuevo teatro en el bando nacional. A pesar de las
innovaciones temáticas, los procesos de deconstrucción a los que somete diferentes
elementos propios del género, la desmitificación que aparece embrionariamente en esta
obra y las novedades dramáticas que aporta, la toma de posición adoptada en la obra es
inequívoca. Ya en el segundo coloquio, este conservadurismo ideológico se hace
patente de manera palpable, a través de los requerimientos de Azarías a Tobías padre
para imponer su autoridad:
194
“Azarías.- Sabrán que tu hijo y tu mujer te impidieron cumplir el fin de
tus años. ¡Tu hijo y tu mujer! ¿Dónde está la nobleza, así pisoteada?” [El
viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 65]157
En el discurso final de Azarías podemos ver otras muestras del
conservadurismo ideológico que preside toda la obra:
Azarías.- (A la MADRE) Nunca olvides que hay orden más alto que el amor
humano. (Le besa la mano) (Al PADRE) Que jamás debilidad alguna ponga trabas a tu
deber; no olvides que aún eres padre. (Le da la mano) (A SARA) Tu salvación es tarea
cotidiana; no la olvides en el delirio de amor. (Le da la mano) (A TOBÍAS) La unidad
verdadera se logra después de la muerte; pero en la vida, Tobías, siempre el cuidado de
no perderla. No olvides mi amistad (Le da la mano más fuertemente que a los demás)”
[El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 155]
Desde otra perspectiva, más temática que genérica, Pérez Rasilla considera
que la figura de Tobías “puede relacionarse con la invitación a una juventud estetizante
y aletargada –tal como la vería el escritor– a que supere su egoísmo –amor a la poesía y
a la naturaleza, rechazo a abandonar el hogar materno, indiferencia ante las tradiciones
de los mayores, etc. – y asuma sus responsabilidades” [Pérez Rasilla, 2003:
170].Lectura bastante similar a la que nos presenta Prendes Guardiola, para quien
Tobías es “el joven que ha de convertirse en hombre, es decir, pasar del ocio estéril a la
responsabilidad, de la vida en soledad y del amparo materno a la elección de una
esposa” [Prendes Guardiola, 2006: 228]. Estas interpretaciones no nos parecen
desacertadas, aunque contravengan las propias declaraciones del autor, ya que sitúa la
obra y el autor en el contexto concreto en el que se escribió la obra. El propio autor en la
introducción a la edición de 1938, que hace desaparecer en la reedición de su teatro,
confirma que la obra está escrita con la intención de revelar al hombre “su ser eterno e
157
Citamos páginas atrás como esta superioridad del hombre se hace patente en Tobías hijo cuando acepta
la dualidad cristiana de cuerpo y alma:
“Sara.- (Con reacción súbita) ¿Tú? No sabes ordenar: es cosa de hombres.
Tobías.- Es cosa mía. No volverás, y si volvieras me siento capaz de violencia”
[El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 118]
195
inmutable” [Torrente Ballester, 1938: 8], es decir, mostrar la verdad del hombre que ha
de regir los destinos de la nueva sociedad158. La intelectualidad de la obra no puede
servir como elemento disuasorio de una lectura más mediatizada de la misma, ya que,
como considera el profesor Pérez Rasilla, esta obra no hace sino relejar la guerra pero
“desde la distancia y desde la metáfora y se propicia un cierta reflexión intelectual”
[Pérez Rasilla, 2003: 169].
Este proceder de Torrente Ballester no es exclusivo, y en la misma obra, la
Loa-prólogo que escribieron Rosales y Vivanco refrenda esta vinculación a la guerra
que se vivía por esos años. En uno de las últimas estrofas de la Loa se puede leer:
“tierra que le escuchó, cuando indulgente
le dio voz verdadera y obradora,
tierra que amó la Sangre redenta
que la eleva hasta Sí, piadosamente,
tierra inmortal, alegre y prometida,
¡también tendrás tú, Gloria!
¡Renovarás tu Gracia, bendecida
Por su Cuerpo, Su Sangre y Su Memoria!
Todo lo que miréis será esta tierra”
[El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 37]
El carácter religioso de la obra viene a conformarse un posicionamiento
ideológico que va más allá de lo puramente estético o teatral, ya que el antagonismo de
las tomas de posición respecto al cristianismo en ambos bandos durante el período
bélico, supuso la conversión no sólo de la ideología, sino de las formas y de la retórica
relacionada con el pensamiento católico, en un arma de defensa o de ataque para cada
cual según su posicionamiento, es decir, en un elemento más del repertorio mediatizado
158
Para Prendes Guardiola los conceptos de unidad y destino se presentan en la obra torrentina como
“ideales de realización personal hacia la que debe orientarse la conducta humana” [2006: 232.]. Santos
Juliá, por su parte, convierte este concepto de unidad como uno de los elementos primordiales del
pensamiento falangista: “El sentido de la cultura española consistía en devolver al hombre su unidad,
condición previa para el cumplimiento de la afirmación española en el exterior a la que habían renunciado
con sus campañas abandonistas los marxistas, los republicanos, los separatistas; en resumen, la antipatria”
[Juliá, 2004: 326].
196
de cada uno de los bandos. La redención mostrada en la obra, por tanto, es anunciada ya
desde la Loa inicial como el elemento principal de la obra, otorgando una primacía al
contenido ideológico sobre la forma teatral, haciendo referencia a una tierra que, como
la española, había sido la defensa de la cristiandad. Pero la posible lectura bélica de la
obra no se reduce únicamente a la elección del género y al tema elegido, sino también al
desarrollo que del mismo se hace. Si bien no existen referencias claras al conflicto, la
obra muestra un desarrollo perfectamente inserto en la ideología falangista en la que
está inmersa el autor ferrolano, lo que nos devuelve una obra condicionada en su forma,
desarrollo y estilo por una ideología política, tal como hemos caracterizado muchas de
las obras y autores que escribían y disertaban sobre el devenir de la literatura antes de la
guerra.
Y es que la lucha de Tobías defenestrando todo lo corporal y reduciendo su
existencia a la vida intelectual y del alma yerra tanto en cuanto no cumple con los
preceptos cristianos que deben regir la vida humana. Azarías confirma a Tobías que
“dejarás de verme cuando hayas encontrado el orden y la segura vida” [El viaje del
joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 109], cuando sea capaz de hacer frente a su
destino: “Tienes un destino que servir. Para que lo cumplas estuve a tu lado y en tu
guarda” [Ibíd.]159. La idea de servicio, orden y, sobre todo, destino, son constantes en
todo el pensamiento falangista y, en general, dentro del bando nacional en estos años de
guerra, aunque se irá disipando poco a poco durante los primeros años de posguerra, tal
como veremos en el apartado correspondiente, por lo que su inclusión en la obra
torrentina nos presenta una obra que no es ajena al momento histórico en la que se
escribe. La influencia orteguiana en el pensamiento torrentino ha sido ya reseñada al
estudiar la primera de sus obras, pero sigue presente a lo largo de toda su obra,
incluyendo esta obra. Y es que la personalidad orteguiana se explica como un quehacer
individual, vinculando este drama con el primero del autor ferrolano, ya que, en
palabras del filósofo, “el hombre no es cosa ninguna, sino un drama” [Ortega y Gasset,
1975: 46]. La vida es entendida como un constante proceso de elección entre las
diferentes propuestas que se nos presentan en cada momento vital y Torrente Ballester
no hace sino dar una interpretación moral y trascendente a las ideas orteguianas,
159
Del mismo modo que aceptar el propio destino es propuesto de manera positiva, la negación de éste,
será presentada como algo negativo, tal como indica Azarías: “La imagen de tu destino incumplido te
atormentará permanentemente” [El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 112].
197
vinculando la idea del querer de la propia vida con el destino que se nos ha
encomendado.
El propio Torrente Ballester nos ofrece su propia concepción del hombre
moderno, que tiene una profunda vinculación con esta obra y con el pensamiento
falangista. Para el ferrolano el hombre moderno es “un viajero que ha olvidado el
nombre del lugar de su destino, y que ha de volver al lugar de donde viene para saber a
donde va” [Torrente Ballester, 1941: 14]. Este viaje hacia el destino de cada uno, pero
por sinuosas sendas que nos llevan nuevamente al punto de origen para conocerse a uno
mismo en profundidad es el viaje que Tobías realiza en esta obra, desde su desdén
inicial por el destino asignado, hasta la aceptación del mismo cuando conoce la
verdadera esencia dual del hombre, cuerpo y alma. El destino es la interpretación
falangista de este quehacer vital orteguiano, la ecuanimidad entre cuerpo y alma, deseo
y deber, que ha de mostrar en su total unidad la autenticidad del hombre160. En el caso
de Tobías, la lucha entre el deber y deseo se dirime en favor del primero, convirtiéndole
en un hombre auténtico, como hemos visto capaz de imponerse ya sobre Sara, no como
al principio de la obra, a la que temía. Esta imposición dramática del destino sobre los
deseos es fácilmente extrapolable al clima mediatizado y bélico en que se escribió la
obra, lo que nos permite pensar, por tanto, que no es tan ajena la temática de la obra que
analizamos al pensamiento falangista y al momento histórico, del mismo modo que
tampoco lo es el tratamiento que el autor hace del tema161.
En palabras de Thomas Mermall, “this type of artistic self-assurance,
intellectual boldness and moderate assimilation of the spirit of modernism is
characteritisc of the liberal falangist temperament in period of optimism, when the ideas
of tradition, authority and personal destiny had not yet dissolved in bureaucracy, social
fossilization and ultra-reaccionar Catholicism, but were still essential component of a
160
Este concepto de unidad, al que tanto hemos recurrido citando los textos del propio Torrente Ballester,
y, en concreto, la ruptura de esa unidad, será uno de los elementos que los autodenominados “falangistas
liberales” consideraran perniciosa herencia del liberalismo como veremos al comienzo del tercer
apartado.
161
Del mismo modo que el ya señalado “esquema Tobías”, en Javier Mariño vuelve a aparecer esta
disquisición entre el deber y el deseo, la noción de destino como creencia vital que ha de marcar nuestro
quehacer personal, tal como veremos.
198
new nationalism162” [Mermall, 1973: 49]. Su inserción en el grupo de Ridruejo implica
la necesaria vinculación de nuestro autor con la corriente falangista que terminaría por
denominarse liberal, aunque, como veremos en el punto siguiente, tal caracterización no
era fiel a la realidad de esos años. Esta vinculación con un Departamento tan
mediatizado y mediatizador como es el de Propaganda hace pensar en la necesaria
función propagandística de todas y cada una de las producciones que desde tal
Departamento se realizaban.
A pesar de las declaraciones de Ridruejo, que consideraba que su
Departamento “-¡nada menos que la propaganda!- fue el menos sectario de los que se
constituyeron durante la guerra” [Riduejo, 1976: 136], es difícil visualizar el despacho
de Ridruejo tal como él nos lo presenta en sus memorias, “el centro raro donde era
posible hablar de todo sin recelos ni precauciones” [Ibíd.]. Puede que la actitud del
grupo fuera ésta, que se pudiera hablar de todo sin preocupaciones entre ellos, pero las
publicaciones que dependían de este departamento, tales como Jerarquía, Destino o
Vértice, así como los libros que bajo su jurisdicción se editaban, estaban claramente
determinados por la guerra a “no permitir una expresión que no fuese de puro y duro
nacionalsindicalismo” [Trapiello, 2002: 271]. De este modo, no explícita pero sí
implícitamente, la guerra determinó la creación literaria de todos estos autores, cuyas
publicaciones se caracterizaron o bien por su tono violento casi siempre, por su mucho
fanatismo o por la defensa de unos valores que han de redireccionar el devenir de
España. Y ésta es, en nuestra opinión, la dirección que adoptó el escritor ferrolano en la
composición de su primera obra dramática publicada.
En el prólogo al primer y único volumen de su Obra Completa redunda en el
mismo aspecto:
“A El viaje del joven Tobías, ya que carecía de contenido ideológico que
se pudiera considerar hostil a la situación, se le buscaron tres pies en lo
religioso:
interpretación
poética
de
un
tema
bíblico,
aunque
explícitamente situada en otro contexto histórico, fue denunciada como
162
“Este tipo de confianza artística en sí mismo, la audacia intelectual y la asimilación moderada del
espíritu de modernismo es característico del temperamento liberal falangista en el período de optimismo,
cuando las ideas de tradición, autoridad y el destino personal aún no se habían disuelto en la burocracia,
fosilización social y el catolicismo ultra-reaccionaro, pero eran todavía el componente esencial de un
nuevo nacionalismo”. [Mermall, 1973: 49]
199
herético al cardenal arzobispo de Toledo. Estuvo a punto de ser
prohibido, pero Ramón Serrano Suñer paró el golpe. Yo por mi parte
obtuve un imprimatur tardío del obispo de Mondoñedo al que estaba
incardinado. No fue menester más” [Torrente Ballester, 1976: 55]163.
Esta posible defenestración por su contenido religioso nos revela, únicamente,
la existencia de una heterogeneidad dentro del bando nacional, a la que Torrente
Ballester fue, como gran parte de sus compañeros del denominado grupo de Burgos,
adicto desde el comienzo de la guerra, pese a todas las interpretaciones que se han
hecho sobre el carácter monolítico de esta literatura bélica.
No coincidimos, sin
embargo, con la idea del escritor de que la obra careciera de contenido ideológico, tal
como acabamos de señalar. Bien es cierto que existe una diferencia entre las obras a
través de las cuales hemos caracterizado lo que constituiría el teatro de circunstancias
bélicas del bando nacional y esta obra torrentina, coincidiendo con las palabras del
propio autor que otorga a este carácter no bélico de la obra la displicencia que le
otorgaron otros autores:
“Los escritores que esperaban asentar su gloria a la capa de las armas
mediante el cultivo de los tópicos triunfadores, la combatieron por
inadecuada y le negaron valor” [Torrente Ballester, 1986, I: 14]
Estas palabras nos permiten situar nuevamente a Torrente Ballester alejado de
lo canonizado, situado en la periferia de un campo literario condicionado por momento
histórico muy determinado, al que el propio autor, según hemos argumentado, no es
totalmente ajeno, pero que afronta desde un repertorio diferente. Ya hicimos referencia
al uso del anacronismo como elemento heredado de sus lecturas teatrales francesas,
Giraudoux, principalmente, en relación al hipotexto bíblico, situando la acción en un
país caribeño colonial y en un tiempo relativamente cercano. Del mismo modo, los
personajes, especialmente la reconstrucción de los personajes angélicos y demoníacos,
contribuyen a este anacronismo que, de igual manera que en el primer apartado, nos
163
Esta posible sanción eclesiástica de su primera obra publicada la vuelvo a cita en el prólogo a su
Teatro de 1982 [Torrente Ballester, 1982, I: 13] y en sus conversaciones con G. Reigosa [2007: 75-76].
200
presenta a Torrente Ballester al lado de las ideas teatrales de Azorín164. Será, sin
embargo, el personaje de Asmodeo, con sus técnicas y estratagemas psicoanalíticas uno
de los personajes que, de manera más clara, muestre, como hemos señalado en
anteriores citas, este anacronismo165. Resulta convertirse Asmodeo, a través de la ya
citada reconstrucción anacrónica, en el primer personaje nihilista de los varios que
recorren la producción dramática de Torrente Ballester166, rasgo modernizador, pero
anclado en la tradición teatral española, e inusual dentro de lo que el teatro español
estaba ofreciendo al público. Asmodeo no duda en usar la demagogia, el
embaucamiento y el cinismo para conseguir sus propósitos. De este modo, en los ya
citados momentos previos al suicidio de Tobías, no duda en llevarle hacia su fin: “Ya
Sara te prende. Ya domina tu alma. No cedas, Tobías. ¡Tu libertad, tu perfección, todo
primero!” [El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 102], para concluir,
una vez consumado su propósito, “con voz llena de unción.- ¡Oh, fuerte varón, el más
grande, el más valiente! ¿Quién llegará a tu poder? ¡Te venero como si fueras ya dios!”
[El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 104]
Todo este anacronismo se desarrollará en torno a tres rasgos que terminarán
siendo bastante recurrentes: la ironía, la poesía y la fantasía. Como el mismo autor ha
indicado, en esta obra se encierran “unos materiales fantásticos razonablemente
acompañados de su miajita de magia, de una buena dosis de lirismo y del inevitable
humor en su versión intelectual” [Torrente Ballester, 1986, 19]. En este caso, esta
presencia de lo humorístico está regida por el anacronismo que impera en la obra, que,
al mismo tiempo que como elemento desmitificador, funciona como elemento
modernizador y vanguardista de la obra. La fantasía, de modo análogo, es incluida como
herencia de infancia y juventud, tal como señalamos en el primer capítulo, pero como
elemento que refuerza la anacronía buscada por el autor. De hecho, la lectura de obras
como Los trabajos de Tobías, de Rojas Zorrilla, o La historia de Tobías y Sara, de Paul
164
Ya hemos citado en repetidas ocasiones la opinión de Azorín respecto al anacronismo. Remitimos al
artículo de Azorín “La comedia clásica” [Ver Bibliografía].
165
Veremos un poco más adelante que una de las constantes en estas primeras obras de Torrente Ballester
será, tal como señaló G. Maestro, la presencia del personaje nihilista. En este caso, será Asmodeo quien,
negando cínicamente los valores en que se apoya, desarrolla una acción que tiende a la destrucción.
166
En un diálogo con Sara, Asmodeo no duda en proclamar que “nunca la vida puede más que la razón”
[El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 59].
201
Claudel es bastante más pareja, en los términos que una adaptación teatral permite de un
tema bíblico, al texto sagrado, que la del autor ferrolano.
Sin embargo, estos rasgos no pueden ocultar el error del lenguaje utilizado,
que podemos identificar, al menos en parte, con la inclusión en la obra de esas “buenas
dosis de lirismo” de las que el propio autor hablaba, demasiado arcaico y rebuscado o,
como indica Iglesias Feijoo, “estilo insufrible, que quiere ser clásico a fuerza de
suprimir artículos y elidir verbos” [Iglesias Feijoo, 1986, 65]. El propio autor reconoció
esta deficiencia, pero del mismo modo trató de exponer por qué se decanta por un
lenguaje tan engolado y barroco, en las declaraciones, citadas más arriba, sobre la
influencia de Juan Ramón Jiménez en su escritura en estos años [Becerra Suárez, 1990,
200]. El propio autor reconoce estas deficiencias al afirmar que de las críticas vertidas
sobre la obra en los años próximos a su publicación, sólo una encuentra acertada, “la
que me reprocha la visible influencia, sobre mi sintaxis de la que usaba Cipriano de
Valera en su famosa versión de la Biblia. Huella que, por cierto, intento corregir en esta
edición” [Torrente Ballester, 1982, I: 14]. No creemos, sin embargo, que las
modificaciones que en la reedición de su teatro se llevaron a cabo, salven el drama
totalmente. Su extensión y su barroquismo lingüístico quizás necesiten una
remodelación prácticamente completa para hacer de ésta una obra teatralmente
viable167. De la edición remodelada podemos destacar algún fragmento en el que el
lenguaje sigue siendo ciertamente artificial:
“Si gastase hacienda que no hay, bueno fuera, pues amaría un tanto los
dineros; y si dado a mujeres, mejor, que podría enredarse en una para bien
y para siempre. Mas las cosas que aman los hombres dejan indiferente a mi
hijo, así mujeres como riquezas” [El viaje del joven Tobías, Torrente
Ballester, 1982a, I, 59]
Ese lirismo al que hace referencia Torrente Ballester está presente en la mayor
parte de la obra, principalmente en los diálogos de Sara y de Tobías, pero muy
especialmente en las poesías incluidas en el texto. En el suicidio de Tobías arrojándose
167
Este lenguaje tan rebuscado y engolado caracterizará las tres primeras obras de Torrente Ballester,
aunque, paulatinamente, en grado menor, y se hace también muy palpable en sus ensayos teóricos,
especialmente en Razón y ser de la dramática futura, como veremos en el siguiente apartado.
202
al agua, instigado por Asmodeo, y ante la contemplación de su cuerpo inerte, Tobías
declama poéticamente:
“¡Que Dios tenga piedad de ti, cuerpo mío, mitad ausente, carne y sangre
perdidas!”
¡Que no llene la tierra tus ojos, y cuando te encuentre, conserven su
claridad!
¡Que tu boca esté limpia de ese fango del río, para algún día decir conmigo
las más hermosas palabras!
Ahora que la muerte nos separa, me dueles en lo profundo con un dolor
ignorado, porque eras mi límite, aún para el dolor.
[…]
¡Déjame siquiera llorar a tu lado, pedirte lágrimas prestadas, por que me
será dado llorar!
…cuerpo mío, mitad ausente, carne y sangre perdidas
¡Por última junto a ti, pero ya separados eternamente, irremediablemente!”
[El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 113-114]
Forma poemática similar a la del discurso de Sara tras abandonar el Coro de
Recuerdos que la han acompañado en su devenir melancólico tras el rechazo de Tobías:
“Din, dan,
Din, don, dan…
Las campanas
Sonarán.
Duerme, mi dueño,
Feliz, duérmete…
Entonces era niña… En el regazo de Sibila hallaba mi cobijo. Y me
mandaba dormir feliz. Yo dormía… Y su canción:
Duerme, mi dueño,
Feliz. Duérmete,
Que tu sueño velaré.
Din, dan,
203
Din, don dan…”
[El viaje del joven Tobías, Torrente Ballester, 1982a, I, 113-114]
Estas formas poemáticas, de versículo largo y libre, tiene su origen en Paul
Claudel, de quien se reconoce el autor gallego lector por estos años [Becerra Suárez,
1990: 200]. En palabras de Torrente Ballester, esta obra “aspiraba a ser una obra de arte
bastante puro” [Torrente Ballester, 1982a, I, 13], lo que explica certeramente la
vinculación poética con el prosista Juan Ramón Jiménez de El Héroe y dramática, tanto
temática como formalmente en esta primera obra, con el autor francés. El ya citado
simbolismo, tan influyente en la formación literaria del joven Torrente Ballester,
aparece nuevamente en la pluma del católico autor francés, una de sus grandes
influencias, tal como él mismo señaló.
A pesar de estas deficiencias lingüísticas y, sobre todo, por las virtudes,
novedades y pretensiones renovadoras que muestra el autor en este texto creemos que la
obra debe ser considerada de las más relevantes dentro del teatro de estos años en el
bando nacional. En un tiempo de “revoltijo y desgañitamiento” [Torrente Ballester,
1982, I: 12], pocas obras muestran un tratamiento tan dramáticamente aceptable y tan
alejado de la superficialidad lingüística, temática y estructural imperante por aquellos
años, lo que ha llevado, siempre señalando sus deficiencias, que existen y hemos
intentado mostrar, a considerarla como una de las mejores obras dentro de la copiosa y,
en general, mediocre, producción teatral a que dio lugar la Guerra Civil168. Y es que sus
deficiencias estructurales, principalmente su excesiva duración y su lenguaje barroco,
no deben considerarse como una muestra más de ese arcaísmo grandilocuente al estilo
pemaniano que hemos caracterizado anteriormente como prototípico del teatro nacional,
sino, coincidiendo con Prendes Guardiola, “un arcaísmo lúdico, moderno, a modo de
canto de cisne de un teatro vanguardista que la fe (el misterio racionalizado) no
contradice, sino que lo dota de pleno significado” [2006: 234]169.
168
Como muestras de esta afirmación, pueden leerse las breves referencias que de ella hacen Pérez
Rasilla [2003], Soldevila Durante [1963] o César Oliva [1989], citadas en la bibliografía.
169
De modo análogo, y como también hemos pretendido mostrar, esta obra comparte numerosos topoi
con sus dramas posteriores, que depuran y refinan lo que puede aparecer demasiado burdo en este drama,
y con su producción narrativa. El propio autor, casi cincuenta años después de oír estas palabras de boca
de un cura amigo suyo, recuerda que “quien había escrito aquello podría sin duda escribir otras cosas de
más mérito” [Torrente Ballester, 1981, 24].
204
2.2.2.2.- El casamiento engañoso
De modo muy similar a otros autores y dirigentes del bando nacional durante
la Guerra Civil, como es el caso de Ridruejo Luis Escobar, las pretensiones dramáticas
de nuestro autor se distancian enormemente de las propuestas más comerciales y de
aquellas histórico-políticas al estilo de Pemán que, sin embargo eran las más aclamadas
en los escenarios de los nacionales. Aún así Torrente Ballester seguirá desarrollando
una obra alejándose de la tipicidad contemporánea, manteniendo esa postura heterodoxa
que indicamos al comienzo de este epígrafe170. Su vinculación con este grupo sigue
fortaleciéndose durante los años de guerra y los primeros de la victoria, como ellos
mismos la denominaban, dominados por ese espíritu triunfalista tras el fin de la guerra,
y de hecho su primera obra tendrá su momento de penosa gloria con la lectura
dramatizada ante un grupo de jerifaltes del partido171. Ridruejo comenta los pormenores
de esta desangelada lectura de un milagro, que bien “pareció prejuzgar el destino de
Torrente como dramaturgo” [Ridruejo, 1976:141] aunque se reconoce el valor
prometedor de esta obra, por esta heterodoxia dentro del teatro nacional en lo que
respecta a lo escénico y dramático, mezcla de tradición y vanguardia.
Quizá sea esta misma heterodoxia la que sirvió a Ridruejo para calificar el auto
de El casamiento engañoso de “ingenioso” [Ridruejo, 1976: 178]172, ya que “lanzaba
contra el mundo del esclavismo industrial anatemas que vuelven a oírse con frecuencia
en estos días” [Ibíd.]. Resulta sorprendente como en un período bélico y dentro de un
campo literario domeñado por la búsqueda de un pasado imperial grandioso, un autor
desaproveche la ocasión que resulta ser un concurso de Autos Sacramentales para
ensalzar la catolicidad, la tradición hispánica y toda la grandiosidad pretendida en su
170
Al comparar ésta con otras obras que se presentaron en la misma convocatoria, España bien maridada,
del padre jesuita Augurio Salgado, y Huésped de la primavera y vencedor de la muerte del poeta Diego
Navarro, esta diferenciación queda más patente.
171
“Vinieron Serrano Suñer, Fernández Cuesta y Pilar Primo de Rivera con varios de sus colaboradores y,
claro es, todo el personal de Prensa y Propaganda y los escritores que estaban a mano.” [Ridruejo, 1976:
140]
172
Mariano de Paco considera, de modo análogo, que “Torrente unió con habilidad en esta pieza,
originariamente dedicada a advertir de los peligros de la técnica, ese tema y el molde del auto sacramental
que el certamen mandaba” [de Paco, 1992: 270].
205
campo, buscando en su repertorio activo un tema tan alejado de las posibilidades que el
género sacramental ofrecía para lanzar fáciles y simbólicos anatemas contra el enemigo
y en defensa de sus ideas. Y es que, como el propio Torrente Ballester señala, fue esta
“una obra de circunstancias” [Torrente Ballester, 1982: 17], pero no en el sentido que
hemos venido utilizando en estas páginas. La particular circunstancia que llevó al autor
a escribir esta obra no fue la guerra, sino el concurso de Autos convocado por su amigo
Ridruejo. Tal como nos revela el propio autor, la génesis de la obra no fue con vistas a
la creación de un Auto, sino como respuesta propia al debate abierto en torno al
polémico libro del alemán Oswald Spengler El hombre y la técnica. El sometimiento
del hombre a la máquina o de la máquina al hombre sirvió al ferrolano para que
inventara “un drama de personajes abstractos y lo dejé dormir”. He aquí el hombre y su
idea, a la espera de la circunstancia que le permitiera concluir esta obra. Y he aquí que
ésta se presentó bajo la forma de “un intento oficial de restaurar el antiguo hábito de los
autos sacramentales mediante un concurso [que] me hizo recordarlo” [Ibíd.].
Pero de igual modo que Torrente Ballester caracterizó El viaje del joven
Tobías como una obra de arte puro, ajena a la circunstancia histórica, caracterización
con la que no comulgamos, creemos que la caracterización como mera obra de
circunstancias es bastante parcial y otra muestra más de su deseo posterior de eliminar
cualquier atisbo de vinculación a la estética falangista en estos años. La toma de
posición respecto al tema elegido no es tan aséptica ideológicamente como se podría
entender en un primer momento, ya que la identificación entre hombre y máquina había
sido uno de los elementos caracterizadores de aquella nueva sociedad que exigía una
nueva literatura, como fue en ese caso la de avanzada. Díaz Fernández no duda en
proclamar efusivamente que se debe saludar calurosamente “al nuevo romanticismo del
hombre y la máquina, que harán un arte para la vida, no una vida para el arte” [Díaz
Fernández, 2006: 357]173. La máquina y la técnica son elementos primordiales en la
evolución del hombre, diferenciando claramente la época y literatura caduca con la que
ha de venir: “al siglo de las intuiciones y los descubrimientos ha seguido el siglo de la
173
En otro pasaje del mismo texto, el autor argumenta redundando en la misma línea: “Los hombres de
1930 han presenciado la guerra europea, la caída de los imperialismos, el desarrollo próspero del
socialismo, el triunfo de la máquina y del razonamiento lógico, la democratización de la vida en torno.
¿Podrán resignarse a que nada de esto rija en su país porque las viejas oligarquías como esqueletos de
elefantes, continúan en pie por la inercia y la indiferencia de una gran parte de la sociedad?” [Díaz
Fernández, 2006: 387].
206
especialización, de la técnica y de la ciencia aplicada. El hombre se beneficia ahora,
como nunca, de la civilización” [Díaz Fernández, 2006: 362]. Es paradigmático el
tratamiento que del futurismo hace el mismo autor. Este movimiento literario tiene
relevancia tanto en cuanto “los obreros italianos empezaron a interesarse por aquel
estilo artístico que se desvinculaba del arte tradicional y escogía elementos derivados de
la técnica industrial moderna. Pero el giro ideológico de las teorías de Marinetti decidió
su impopularidad porque ni la burguesía ni la clase media, con el gesto estético
estragado por un largo proceso de cultura académica, son capaces de comprenderlo, ni
siquiera de disculparlo” [Díaz Fernández, 2006: 351]. De este modo, concluye el autor,
el futurismo, con su amor a la técnica, la máquina, el dinamismo y el movimiento “tuvo
un perfil poderoso precisamente porque era neorromántico y venía a deshacer con gesto
duro las espumas irisadas el modernismo” [Ibíd.].
Todo este nuevo romanticismo aparece vinculado, por tanto, a la máquina y a
la técnica de modo bastante más complejo que la mera ligazón con el grupo social
adherido a ella, el proletariado. Es símbolo de una nueva época, de unos nuevos valores,
tanto sociales como estéticos, que chocan frontalmente con aquel destino cristiano que
Tobías debía respetar. No es cuestión de someterse a la técnica, idea muy alejada de las
propuestas de Díaz Fernández, sino de aceptar la nueva época a la que la tecnificación
ha dado lugar, conformando una nueva clase social, el proletariado, que será el nuevo
público al que se dirigirá, en palabras de los escritores de avanzada, la nueva literatura.
Es en este contexto en el que Torrente Ballester escribe su drama sobre los peligros de
la técnica. En cualquier caso, habría que matizar esta contraposición, ya que Torrente
Ballester no se muestra radicalmente contrario a la técnica como se puede inducir de
esta contraposición inicial. La Técnica, derivada de la Ciencia, no es necesariamente
mala, sino que es el uso de la misma la que puede condenar al hombre. En la obra, la ya
desposada Técnica recibe con alabanzas tanto a la Libertad, las Virtudes Teologales y
Varoniles que conviven con el hombre [Casamiento engañoso, Torrente Ballester,
1982a, I, 178-181], como los regalos de las Criaturas Animales, Vegetales e Inertes que
sirven al Hombre. [Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 174-176]. En
cada una de las respectivas presentaciones, es la figura de Leviathan la que desvaloriza
una por una los diferentes personajes alegóricos de la obra. La Técnica, en realidad, es
reacia a someter al Hombre, pero, instigada por Leviathan, termina por acatar sus
deseos:
207
“Leviathan.- Arde en celos, cobra furia contra todos, exige.
Técnica.- ¿No soy, pues, servidora del Hombre, yo también?
Leviathan.- Eso quisiera, para tenerte a su mandado para ser más fuerte
Técnica.- ¿Y en qué puedo fundamentar mis exigencias?
Leviathan.- Si no bastan tus gracias, tu dote hará de complemento. La
Ciencia se ocupa, ahora, en ella.”
[Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 182]
De hecho, en la redención del Hombre tras su vida pecaminosa, el Profeta no
condena a la Técnica, sino al Leviathan que la ha instigado a actuar contra el Hombre, su
Libertad y sus Virtudes:
“Quien te puso por encima de él tiene la culpa, no tú, desalmada y
mecánica como eres. Este casamiento fue ilusión diabólica, sueño de
Leviathan, delirio de tu madre Ciencia. Serás servidora del Hombre, no
su esposa, y en su casa reconstruida estarás para bajos menesteres. No es
bueno aniquilarte, pero sí devolverte el papel para el que fuiste hecha,
que es el último”
[Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 209-210]
No omite el escritor ferrolano, sin embargo, ciertas referencias encubiertas a
estas ideas de avanzada que pedían, a partir del proletariado, una nueva sociedad,
cultura y literatura. De igual modo que en El viaje de el joven Tobías, Torrente Ballester
desarrolla su Auto Sacramental en base a una estructura geométrica triangular, tal como
ha recogido Hermans [1992: 655]. Consideramos acertada esta caracterización de El
casamiento engañoso, aunque discrepamos en la descripción del triángulo originario al
que se refiere Hermans, conformado por las Virtudes, la Libertad y la Religión. Bien es
cierto que ésta aparece en toda la obra, no en vano es un Auto Sacramental a la vieja
usanza, pero no es un personaje alegórico de la obra. Consideramos más conveniente
considerar la tercera parte del triángulo lo que se viene a denominar las virtudes
morales, no referidas a Dios, como las teologales, sino a la acción humana, aunque hay
que hacer una matización. De las cuatro virtudes morales (Prudencia, Justicia, Fortaleza
y Templanza), Torrente Ballester presenta sólo tres de ellas, y bajo la caracterización de
Virtudes varoniles (Honor, Lealtad y Gallardía). Este cambio puede tener que ver más
208
con aquellas virtudes que eran necesarias en un periodo de guerra que las cuatro
clásicas, por lo que el autor, probablemente, vería necesario resaltar estas tres antes que
otras que no reflejaban tan claramente la actitud que a los combatientes del bando
nacional se les debía exigir. La recuperación de las Virtudes varoniles tras su Caída y
Redención dan muestra, en clara referencia a la guerra que se libra en estos años, de
hacia donde pueden orientar al Hombre tales Virtudes:
“Mis carnes se endurecen y gana energía, se exalta mi corazón con el
brío. Puedo sostenerme y combatir, alzar espadas sobre mi cabeza, sufrir
trabajos y resistir asaltos. Mas, ¿por quién combatiré? ¿Daré al aire mis
brazos sin un fin y sin un sentido? ¿Será estéril mi esfuerzo, sin norte y
sin camino? Quisiera creer para pelear, esperanza que animase mi
fantasía y un amor confortable para mi corazón”
[Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 210]
Son, por tanto, las virtudes varoniles las que le dirigirán en la lucha que se
desarrolla, pero siempre en defensa de esas Virtudes teologales, Fe, Esperanza y
Caridad. Pero sigue faltando aquel elemento que vuelve a reconstruir la estructura que
ha hecho del Hombre señor de todas las cosas, que no es sino la Libertad: “camino
atado como piedra que arrastra la gravedad, como flecha fatal hacia el blanco,
impulsada. ¡Si mi corazón fuera libre de querer, y mi brazo libre de obrar, y mi alma de
forjar pensamientos y ensueños!” [Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I,
211].
Estos tres puntales por tanto, conforman una geometría triádica como fuente de
acción del Hombre. De esta estructura tripartita, con la Caída del Hombre, se pasa a otra
estructura donde los valores tradicionales que han regido la vida del hombre y que le han
convertido en señor de todo lo que hay sobre la Tierra, mucho más modernizada y que
nos devuelve a los ya citados textos de los escritores de avanzada. De este modo, las
virtudes varoniles conformadas por el Honor, la Lealtad y la Gallardía, quedarán
sustituidas por la Puntualidad, el Rendimiento y la Eficiencia, mientras que la Fe, la
Esperanza y la Caridad, como Virtudes teologales, se tornarán en Prensa, Compañías de
Seguros y Sentimientos sociales, que, en una dura crítica a aquellos escritores sociales,
“es pura teoría, y no perjudica” [Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I,
190]. La Libertad, por su parte, será expulsada del entorno del Hombre porque debe
209
quedar “todo regulado, todo preciso, fatal, ineludible” [Casamiento engañoso, Torrente
Ballester, 1982a, I, 191]. De este modo, el Hombre deja de ser tal174, para convertirse en
aquello que tanto defendían como origen de la nueva sociedad escritores como Sender,
Díaz Fernández, Arderíus, etc.: “Ya no es el Hombre, porque ahora es algo mejor: es el
trabajador” [Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 192]175.
Torrente Ballester incide más en esta diferenciación en torno a la toma de
posición respecto al papel de la técnica y la máquina en la sociedad contemporánea. No
es la condena del Hombre, la alienación del Hombre cristiano, el único elemento
negativo que conlleva la excesiva tecnificación, sino que el autor aborda las
consecuencias de este proceso. Ya hemos visto en su anterior obra el papel desarrollado
por los diferentes coros, y éstos vuelven a aparecer aquí, pero, esta vez, con un papel
diferente. Si en El viaje del oven Tobías, los sueños y recuerdos actuaban como
representación alegórica y fuente de anacronismo, en El casamiento engañoso sólo los
coros de Criaturas Animales, Vegetales e Inertes cumplen tal función. Surge un Coro de
Mortales con la Caída del hombre que cumplirá una función muy especificada por el
propio Torrente Ballester en su Razón y ser de la dramática futura. Este Coro adquiere
una nueva función dramática, que es la de antagonista del Héroe trágico, en este caso el
Hombre, y tiene su correlación social con la masa. La presentación de este coro en el
Auto refleja la fuerte crítica del ferrolano a las consecuencias de los procesos
demandados por aquellos acérrimos defensores de la técnica. Frente a la Caída del
Hombre, engañado por Leviathan y la Técnica, el Coro de Mortales se somete
acríticamente a la voluntad de éstos: “Ya está transformada nuestra vida; ya no es más
que un proceso económico; ya somos lo que tú quieres. ¿Qué hacemos ahora,
Leviathan?”, por lo que no dudan en cantar “un himno a la esclavitud del hombre, que
174
Nótese que este planteamiento es el mismo que se presenta en El viaje del joven Tobías, donde el
protagonista renuncia, esta vez desde el inicio, a ser verdadero hombre. Las razones, al cambiar el tema,
son diferentes, pero está presente en ambas obras la necesidad de vivir y ser en función de los valores
cristianos.
175
En otros momentos de la obra podemos ver cómo se reincide en esta identificación de la caída del
hombre con la creación del trabajador. Por ejemplo, una vez atado a la máquina y ligando definitivamente
su vida a la mera puesta en acción y mantenimiento de la máquina, el Hombre cambia su atuendo norma
por el de un mono gris [Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 193]. Anteriormente,
subyugado ya el Hombre, la Técnica proclama sobre él: “En vez de Leal, Gallardo y Honrado, el supremo
título será: Obrero de Choque. ¡Ya presiento y escucho las estrofas de las nuevas canciones al héroe de
los tiempos!” [Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 189].
210
gracias a ella podemos vivir” [Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 195 y
197]. Este cántico nos refleja claramente lo que el autor opinaba de las propuestas
citadas:
“Primer Semicoro.- ¡Apartemos de la memoria inquietudes, del corazón
perplejidades!
Segundo Semicoro.- ¡Optimismo, optimismo, optimismo! Se nos ofrecen
goces sin cuento y muchas auroras color de rosa”
[Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 198]
El alejamiento respecto del Héroe y de los valores que le rigen convierten al
Coro de mortales en una masa acéfala que reclama lo que se le ha prometido, tan alejado
de lo cristiano como próximo a lo pagano. Su petición de “pan y diversiones”
[Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 203] suena tanto al panem et
circenses de las Sátiras de Juvenal que no se puede obviar la consideración tan
peyorativa que el autor tiene de la masa. De este modo, Torrente Ballester reafirma su
posicionamiento respecto a los valores cristianos que debe regir el comportamiento del
Héroe, al que debe seguir la Masa, para no perderse en las banalidades que la técnica le
ofrece176.
Pero si en algún momento se advierte este posicionamiento crítico respecto a la
posición comentada es a través de la aparición de los tres Arquitectos que quieren
reconstruir la casa del Hombre, hundida tras la expulsión de sus pilares alegóricos
(Virtudes, tanto teologales como varoniles, y la Libertad). Hay autores que han
considerado los tres personajes alegóricos como marxistas [Mermall, 173: 51 y
Rodríguez Puértolas, 1986: 261], aunque esta explicación nos parece totalmente certera.
Bien es cierto que uno de los Arquitectos presenta rasgos socialistas y comunistas. Es el
Arquitecto III quien afirma: “La realidad es el complejo económico. El remedio no está
en esas zarandajas, sino en reformar al Hombre hasta que sea, efectivamente, el homo
aeconomicus. No bastó la sumisión a la máquina: que lo sujete una tiranía aún mayor”
[Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 206]. Es respecto a las otras dos
176
Toda la relación que el nuevo teatro establece entre el Héroe y el Coro se estudiará
más
profundamente en el próximo apartado, que dedicaremos exclusivamente al texto teórico Razón y ser de
la dramática futura, de 1938. Baste mostrar cómo en esta obra aparece explicitada esta relación
posprimera vez en su teatro.
211
propuestas arquitectónicas donde consideramos que las afirmaciones de estos dos autores
no son tan acertadas. Si nos remontamos a los posicionamientos político-sociales de los
falangistas del grupo de Ridruejo, no es condado únicamente el comunismo, sino el
capitalismo salvaje. De este modo, nos parece más conveniente orientar la interpretación
de los dos primeros Arquitectos del Auto hacia esta posición. El Arquitecto II propone al
Hombre que sea “de nuevo el rey de la creación, aunque tendrás que trabajar un poco.
Cubriremos tus necesidades, tendrás descanso regular y una semana de vacaciones
pagadas. Levántate” [Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 192]. El
Arquitecto I, por su parte, plantea un engaño, una estratagema de ilusiones falsas para
reconducir al Hombre hacia la máquina: “Una ilusión bien administrada es tan eficaz
como una realidad, y mucho menos peligrosa. Tenga él la ilusión de que es el mismo y
seguirá trabajando” [Ibíd.]. A esta posición, de más difícil calificación, la identificamos
como una posición burguesa, tan habituada a la mera apariencia como mostraba el teatro
de principios de siglo que analizamos en el primer capítulo de este trabajo.
La toma de posición torrentina mostrada en la obra, al reconstruir la casa del
Hombre, no ninguna de estas tres propuestas, sino la vuelta, por la gracia y el perdón
divino, de las Virtudes y la Libertad, es contraria a la de los nuevos románticos, en su
temor a una sociedad totalmente tecnificada, que haga olvidar al hombre sus principales
valores y virtudes, pero aporta una solución muy acorde con los tiempos en los que
adapta la obra al esquema del auto: “tan sólo una ordenación tradicional será capaz de
solucionar la crisis contemporánea” [Hermans, 1992: 651], triunfando de esta manera
los valores tradicionales (con la vuelta de la Libertad, las Virtudes teologales a la casa
del Hombre y con la apoteosis final del Sacramento, tal como veremos), frente a la
tecnología. Laín Entralgo plantea esta misma idea en su estudio de las primeras obras de
Torrente Ballester:
“Mediante
símbolos
alegóricos,
Torrente
ha
escenificado,
racionalizándola, la crisis histórica consecutiva a la tecnificación de la
vida. El hombre ha terminado siendo esclavo de la técnica que él mismo
creó; tal parece ser una de las más esenciales notas definitorias de
nuestra situación histórica. Torrente expone alegóricamente el problema
y apunta la solución que le dicta su condición de cristiano”
[Laín Entralgo, 1948: 114]
212
De igual modo que en El viaje del joven Tobías, este auto sacramental está
regido por las ideas católicas que definen el desarrollo y desenlace del tema. Si en la
obra anterior era la elección del tema bíblico la que determinaba el desarrollo católico
del tema, aunque, como hemos visto, con ciertas reconstrucciones, vanguardismos y
novedades escénicas, en El casamiento engañoso será la elección, más bien imposición,
genérica la que determine el desarrollo de un tema, en principio ajeno a él, hacia los
cauces del catolicismo. Si incidimos en este aspecto es para resaltar la importancia,
señalada anteriormente, que toda la idiosincrasia católica tuvo en este teatro de guerra
dentro del bando nacional. La presencia de tales elementos dentro del repertorio
nacional supuso una confrontación con respecto al repertorio del otro bando, donde la
defenestración de lo católico fue una de las notas más características. Es difícil, por
tanto, considerar ajena al momento histórico cualquiera de las dos obras de Torrente
Ballester en estos años, tanto en cuanto su definición, temática o genérica, lo vincula a
uno de los elementos más característicos de este teatro de guerra, aunque bien es verdad
que las diferencias entre estas dos obras y las demás que conforman la canonicidad
estática de este campo son bastantes notables, como ya hemos señalado respecto a la
primera e intentaremos mostrar respecto de esta segunda obra.
Centrándonos más en esta segunda obra, el ser una “obra de circunstancias”,
entendida en la acepción torrentina, hace de ésta una obra mucho más limitada
genéricamente, ya que el autor respeta gran parte de los elementos heredados de la
tradición, frente a los autos del otro bando, que si no carecían de reflexión teológica era
porque esta era contraria a los principios católicos, aunque también propone ciertas
innovaciones. De igual forma que el tema, la forma, a pesar de respetar la estructura
tradicional del Auto, intercalaba algunas notas altisonantes respecto al repertorio que el
teatro en el bando nacional acostumbraba. No bastaba para un escritor adscrito a las más
fervorosas vanguardias en su juventud y a la radical Falange durante la guerra
reproducir la estructura clásica del género para reivindicar aquellos valores que otros
muchos, de manera bastante simple, arbitraria y poco teatral, realzaban con sus obras
durante el conflicto. “Era fácil la adaptación” [Torrente Ballester, 1982, I: 17], como
señala el propio autor, ya que, a pesar de ser un drama “más o menos expresionista”
[Torrente Ballester, 1982, I: 18], se trataba de personajes alegóricos, tan propios del
género, pero el encorsetamiento que la circunstancia particular e histórica suponían
213
podían acabar fácilmente con cualquier atisbo de heterodoxia, aunque fuera estética177.
Torrente Ballester no dudará, sin embargo, en incluir ciertos rasgos diferenciadores
respecto al teatro de estos años, pero identificadores con algunas corrientes
vanguardistas de años atrás, y que permiten situar, al mismo tiempo, esta obra, dentro
del corpus teatral del autor sin que desentone.
Ya hemos hecho referencia a la excentricidad del tema elegido para un
concurso de Autos, aunque hemos señalado también la vinculación que el tema tenía
con respecto a las nuevas tomas de posición dentro del campo literario. De este modo,
Torrente Ballester se decanta por un tema más moderno que clásico, a pesar de los
elementos temáticos tan tradicionales que el repertorio del bando nacional ofrecía
durante estos años. Así pues, la obra torrentina comienza diferenciándose del repertorio
en la elección del tema y, consecuentemente, en el desarrollo del mismo. Si bien se
respeta esa estructura genérica del Auto, la presencia de elementos expresionistas dentro
de la obra, así como las nuevas alegorías derivadas de la elección del tema, mucho más
modernas que las ya tradicionales y usadas constantemente de manera mecánica por
muchos autores del bando nacional, son una muestra de las novedades aportadas por el
ferrolano a un teatro enquistado en fórmulas cada vez más arcaicas, reaccionarias y
anticuadas. Iglesias Feijoo considera, al hablar de esta obra, que “si algo tiene de interés
es lo que queda de expresionismo y el propósito de llamar la atención acerca de los
peligros de una concepción determinada del progreso. Aparte, desde luego, de encerrar
la primera aparición de la mujer muñeca mecánica” [Iglesias Feijoo, 1986, 65].
Estos elementos expresionistas, heredados del texto original sobre el que se
entrecruzó la creación del Auto que quedó como forma definitiva, está muy presentes
sobre todo en las acotaciones el texto, que dan un carácter renovador al mismo ya que
eran muy poco habituales en nuestros escenarios. Un ejemplo podría ser el siguiente:
“Cae el HOMBRE. Hay una conmoción en la máquina que se manifiesta en
desconcierto de silbidos y rumores. Girar loco de ruedas dentadas,
177
El propio autor reconoce que la adaptación era fácil, “no sólo a su nuevo género (los personajes de los
autos fueron siempre figuras abstractas), sino a las demás circunstancias de aquel año de 1939” [Torrente
Ballester, 1982a, I, 17]. De este modo, el propio autor nos confirma que la circunstancialidad de la obra
implicaba la adaptación a los tiempos de guerra. Sin desestimar esta peculiaridad en la génesis de la obra,
el planteamiento y desarrollo de la misma, muy parejo a su anterior obra, nos permite considerar otro
grado de vinculación al teatro bélico de su tiempo, como acabamos de ver.
214
confusión de luces. Finalmente, todo se aquieta” [El casamiento engañoso,
Torrente Ballester, 1982a, I, 202-203]
Más ejemplos paralelos surgirán en la boda celebrada entre la Técnica y el
Hombre, donde las indicaciones escénicas del autor muestran también este carácter
expresionista: “Se ilumina el cuchitril de la CIENCIA con lámparas voltaicas, y aparece
ornado de flores y guirnaldas, como para bodas.” [El casamiento engañoso, Torrente
Ballester, 1982a, I, 174]. En esta acotación vemos cómo los rasgos expresionistas se
mixtifican con aquellos elementos alegóricos característicos del auto sacramental. El
uso de la luz en la obra, del mismo modo, acompañaría, en una escenificación, a esta
influencia expresionista que recorre toda la obra. La primera presencia en escena de la
Técnica será alumbrada por una tenue luz que lleva ella en la mano, introduciendo en
escena, de este modo, elementos en principio exteriores a la representación.
Inmediatamente “Marcha, dejando la luz colgada en el quicio, y la puerta, abierta, se
dibuja en la oscuridad como cuadrado de luz” [El casamiento engañoso, Torrente
Ballester, 1982a, I, 171]. Pero si en algún elemento podemos resaltar la influencia de
expresionismo en esta obra es en la presencia de la Técnica como la primera muñeca
mecánica, que reaparecerá en su narrativa en varias piezas. El propio autor reconoce la
influencia de la película de Fritz Lang Metrópolis, estrenada en 1927, a este respecto
[Becerra Suárez, 1990: 81].
Pero estas notas expresionistas no suponen una ruptura respecto a las otras
obras teatrales de las que hemos hablado, ni tampoco con las que posteriormente el
ferrolano continuará su producción dramática. Esta característica no es más que una
nueva muestra de la heterodoxia del autor respecto a la canonicidad de sus
contemporáneos, una muestra del afán de reovación de la escena española que mantiene
una línea continuista respecto al pasado y futuro de su obra dramática. Así pues, no
sorprende que, de modo muy similar a su primera obra teatral, El pavoroso caso del
señor Cualquiera, en El casamiento engañoso, el Argumentador introduzca al público
en la situación inicial del drama. Esta presencia de un narrador en el teatro reproduce,
con ciertas diferencias, aquella función del ‘teatro dentro del teatro’ que servía de eje a
su primera obra, ya que “se observa en el discurso de estos personajes una reflexión
metateatral, en la que la propia obra se interroga y reflexiona sobre sí misma, sobre la
naturaleza, experimentación y experiencia del espectáculo teatral” [G. Maestro, 2001,
172]. En este caso, sirve como justificación temática, además de reflexión teatral:
215
“Cree el poeta que escribió este Auto que no sólo le era lícito, sino
oportuno y necesario, incorporar a esta fiesta del sacramento toda la trama
ideal que constituye el esquema de nuestro sufrimiento” [El casamiento
engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 162]178.
De este modo el tema queda orientado desde un primer momento hacia su
lectura católica, tal y como la Loa introductoria de El viaje del joven Tobías hizo. No se
trata de plantear temas teológicos, sino de mostrar la Caída y Redención del Hombre,
mostrando la actualidad de esta dependencia humana de la Gracia de Dios en el
contexto más contemporáneo. Los principios de destino y unidad que se remarcaban en
El viaje del joven Tobías tienen esa interpretación moral y católica que señalamos en su
momento, y en El casamiento engañoso el autor reincide en la primacía de estos
principios vitales cristianos, incluso en un mundo tan tecnificado que ha caído en el
deísmo de la máquina. De hecho, la presentación del alegórico Leviathan nos remite,
dentro de su caracterización moderna, aliado de la Ciencia y de la Técnica, como el
símbolo del Mal, tan presente en todos los Autos y en la historia del hombre: “si
pudiéramos verle de cerca, y estudiar sus ojos, y desnudarlo de esa apariencia cortesana
y civilizada, quizá tropezáramos con un antiguo y conocido protagonista de muchos
autos alegóricos e historiales” [Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 163164].
Tanto en cuanto los valores defendidos son eternos, el tema elegido debe
adaptarse a la consecución de éstos, siendo independiente del tiempo extradiegético
Así pues, el Argumentador no duda en hacer referencia al momento histórico en que se
reescribe esta obra, la Guerra Civil, y a la figura de Juan Antonio Primo de Rivera, ya
que estos valores deben perdurar sea cual sea el dilema que se plantee:
“Nada vale considerar el rango inferior de las actuales preocupaciones, y
cómo descendió el hombre de pelear por altísimas creencias a pugnar,
como pugna en estos días, por una nueva ordenación social. Nada vale
178
Veremos más adelante como esta presencia del Narrador en el teatro torrentito, como ha señalado G.
Maestro, no es casual, sino constante. Los ejemplos más claros los hallaremos en Lope de Aguirre y en El
retorno de Ulises.
216
considerarlo, porque acaso lo perdido en altura cobrárase en intensidad,
y nunca como ahora haya sido la tragedia del hombre. Pero si antaño a
teólogos, ahora pedimos a políticos y conductores las definiciones y
órdenes necesarias: ellos dirigen y encaminan la pelea, y a uno, muy
cercano a nosotros en el sacrificio, y más cercana, hecha entraña y carne
nuestra su memoria, debemos las más precisas, las más acertadas
palabras sobre los tiempos” [Torrente Ballester, 1941: 8]
Este párrafo del Argumentador, suprimido en la edición de 1982, nos da otra
muestra más de la vinculación de estas obras torrentinas con la guerra, a pesar de las
displicencias del autor respecto a esta idea. En este mismo discurso, el Argumentador
confirma que el espíritu calderoniano que festejaba la Consagración poéticamente era el
mismo que guió el destino de la España Imperial, ya que “el tejido conceptual de sus
figuraciones era el mismo que empujara a nuestros soldados a pelear en Breda y a
nuestros diplomáticos a suscribir melancólicamente los protocolos del tratado de
Westfalia” [Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 162]179. Un poco más
adelante, en otro texto retocado en la reedición de su teatro el Argumentador se
pregunta si “puede haber más elevado homenaje para la Hostia Consagrada que éste de
la verdad, hecha por una parte ruido de batalla, y poesía y símbolo, por la otra”
[Torrente Ballester, 1941: 9]180. Es, en definitiva, una obra que exalta los valores
cristianos como principios rectores de la vida del hombre, que, aunque nuevo y en una
nueva sociedad, debe mantenerse fiel a aquellos ideales cristianos: El poeta que escribió
este Auto quiere igualmente festejar la divina presencia ofreciendo, con menos poesía y
ornato, pero con idéntico fervor, representado también en alegorías, el pensamiento que
nos ha conducido a mucho más dura pelea” [Casamiento engañoso, Torrente Ballester,
179
Tovar en su libro El Imperio de España, también situaba en la paz de Westfalia la caída del Imperio
español que propugnaba recuperar para eliminar ese “verdadero complejo de inferioridad” [Tovar,
1941:167].
180
El texto reeditado ha suprimido una parte esencial de este texto, la referencia a la guerra, quedando de
la siguiente manera: “¿Puede haber más elevado homenaje para la Hostia Consagrada que éste de la
verdad, hecha poesía y símbolo?” [Torrente Ballester, 1982, I: 162]. Estas modificaciones, en palabras de
Hub Hermans, no son sino supresiones de las “referencias más directas a su propia postura polaca de
aquellos años, para reducir así la temática del auto a una oposición entre tradición y tecnología”
[Hermans, 1992: 656]
217
1982a, I, 162]. De este modo, la extrañeza provocada por el tema escogido para un
Auto, tal como señalamos anteriormente, se convierte en “ingenio”, para adaptar la
problemática del hombre actual a las formas clásicas, en busca de una solución
tradicional, moral y cristiana del nuevo conflicto.
Este es el papel otorgado al Argumentador que, del mismo modo que la Loa
introductoria de El viaje del joven Tobías, nos sitúa frente a la obra, donde los
principios cristianos, desde un principio, quedan planteados como elementos resolutivos
del conflicto dramático que se presenta; de modo análogo, el Argumentador y la Loa
nos presentan los elementos utilizados en ella y el tratamiento moderno, en general, que
del Auto se va a hacer, en primer lugar por el abandono del verso a favor de la prosa y,
en segundo lugar, por el edulcoramiento de la materia teológica, aunque, eso sí, no se
obvia la apoteosis final de la Eucaristía.:
“En otros años celebraron los poetas, en verso engolado y con alegóricas
figuraciones y complicados artificios de tramoya, la gloria y presencia del
santísimo sacramento, puesto en este día de Corpus Christi a la popular y
universal adoración” [Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I,
161].
Frente a estos preceptos genéricos clásicos, el Argumentador nos avisa sobre las
novedades que se podrán ver en este auto:
“vais, pues, a presenciar un auto sacramental con escasa teología, ausentes
del verso barroco y la lírica en quintaesencia. Será la misma apariencia
externa, y aun muchas figuras de las que aquí se presentan puede que hayan
salido otras veces al tablado” [Casamiento engañoso, Torrente Ballester,
1982a, I, 162]
Finalmente, y como conclusión clásica de las loas de los dramas litúrgicos,
ambas terminarán con la remembranza del sacrificio de Jesucristo para la Salvación de
los hombres: “Y ahora como entonces la alabanzas a Jesús Sacramentado, en que
vuestros corazones se unirán al del poeta, porque entonces, como ahora y como siempre
Él es el eterno remedio, serán corona y cumbre del artificio” [Casamiento engañoso,
218
Torrente Ballester, 1982a, I, 162]181. En la presentación de los diferentes personajes,
llegado al hombre, el Argumentador lo presenta alegóricamente como “sujeto eterno de
la historia, para quien se hizo el mundo de la nada y por quien Dios vino entre nosotros
para enseñar y padecer y dejarnos el inapreciable regalo de su Permanencia”
[Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 164], de tal modo que la existencia
humana se presenta vinculada indefectiblemente a un origen católico.
De este modo, la obra se encauza hacia el camino ya trillado por El viaje del
joven Tobías, donde la orientación cristiana desenvolverá la trama hacia los principios
que deben regir al hombre nuevo, incluso en lo que a la ida de matrimonio se refiere, ya
que en El casamiento engañoso el Hombre, en su primer parlamento, que no es sino un
salmo religioso, afirma, como bien pudo haber dicho Azarías en El viaje del joven
Tobías, que “es el casamiento cumplido remate de mi obra, que, sin él, será estéril y
perdida” [Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 165]. La pesadumbre del
hombre surge de su soledad, de su existencia incompleta por la ausencia de matrimonio,
por sus infructuosas búsquedas de mujer. Se plantea así el mismo problema que en su
anterior drama, centrando en el matrimonio o el amor la salvación del hombre, su
conformación como ser completo: “Quiero compartir mi poder, Leviathan; compartirlo
y, a la vez, reclinar mi fatiga en regazo femenino, y que hijos míos en caballos, persigan
el ganado por las praderas” [Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 169].
Existe, no obstante, una diferencia esencial entre las dos obras respecto al
planteamiento del amor o matrimonio como forja de la totalidad del hombre. Y es que si
Tobías renegaba de su cuerpo y, por tanto, de la dualidad humana, católicamente
entendida, la figura alegórica del Hombre no duda en buscar matrimonio, aunque
reconoce a las virtudes teologales como “mis riquezas más preciadas, sin las que se
vendría abajo mi señorío” [Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 177]. La
idea de desprenderse de ellas ante la petición de su esposa, la Técnica, causa pavor en el
Hombre, de modo análogo a Tobías, quien teme a Sara porque le hace sentir lo que de
humano, de corporal tiene su esencia. El Hombre defiende la Libertad y las Virtudes por
encima del amor, aunque no duda en buscarlo, y es capaz de renunciar a éste si supone
la pérdida de las primeras. Aquí radica la diferencia entre uno y otro personaje. Mientras
Tobías rehuye el amor, el Hombre lo busca, situándolo en su justo medio, tras sus
Virtudes, aunque, finalmente es subyugado por la máquina:
181
El subrayado es nuestro.
219
“Hombre.- Me traes amor, pero hay cosas más altas. Todo el tuyo no
basta para suplir en mi casa mi Libertad y mis Virtudes. ¿Qué me ofreces
a cambio de ellas? ¿O te estimas en más que todas estas cosas?
Técnica.- Estimo mi amor en lo que vale, pero algo traje, que puedo
poner a trueque. ¿O crees que mi madre me echó de casa desnuda y sin
dote? Me encontraste humilde y silenciosa, pero yo también tengo mi
caudal. Esa que ves ahí, misteriosa y hermética, es la máquina, que
traigo para ti y te ofrezco a cambio de todo tu corazón”
[Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 184]
Es aquí cuando aparece la Caída del Hombre, el pecado de quien respondía a
los mandatos divinos en base a las Virtudes que Dios le dio, a la. Libertad que le
concedió y a las virtudes morales que le han hecho actuar correctamente como señor de
todas las cosas. Al despojarse de las Virtudes y de la Libertad, es decir, al someterse a la
máquina, el Hombre . ha perdido su esencia, ya no es “fuerte y grande de corazón” sino,
más bien, “flaco y pequeño sin sus antiguas virtudes” [Casamiento engañoso, Torrente
Ballester, 1982a, I, 197]. Se vuelve, podríamos decir, a la situación originaria de su
drama anterior, donde el hombre ha perdido esa dualidad que le es propia. Si Tobías
rechazaba todo lo corporal y la unidad esencial cristiana, el Hombre . de El casamiento
engañoso, en este caso, como consecuencia de su pecado, ha perdido el alma, por tanto,
esa misma dualidad que rechazaba Tobías: “Ya no es el alma lo que duele: es el cuerpo
solamente, la carne lacerada y llagada; que el alma se me fue no sé a dónde”
[Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 202]182. Pero como Auto
Sacramental que es, se exige una Redención, que surge con la aparición del Profeta:
“Esto vengo a decirte: que volverán los días de gloria y tu cabeza a
erguirse como antaño; nido de alegría será tu corazón, y gozarás los
dones de la vida. Pero será cuando respondas a mi voz, que es la Divina
y recobres tu alma y la limpies del error”
[Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 209].
182
Atado a la máquina, el Hombre ha proclamado un poco antes: “Tengo el alma ausente y quiero
recobrarla” [Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 196].
220
El arrepentimiento del Hombre, .se hace patente con la vuelta de sus pilares
vitales, lo que le permite proclamar, recuperada la unidad humana, que “ahora se hacen
patentes mis yerros, y libres mis ojos miran hacia atrás y se conmueven” [Casamiento
engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 211]. La aparición final del Sacramento y la
dirección de la Iglesia en esta redención culmina la obra, con el canto del “Victimae
paschali laudes”, muy propio por acompañar la situación escénica descrita, el nuevo
amanecer del Hombre, por el sacrificio pascual del hijo de Dios, “perenne medicina”
para el Hombre [Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 209].
Sin embargo, manteniendo la ortodoxia que religiosa y literariamente debía
salvaguardar el autor, Torrente Ballester, como señala Fernández Roca, se permite
algunas otras licencias renovadoras y críticas, más temáticas que formales, a las cuales
ya hemos aludido: “algunas alusiones y guiños anclan tan elevado discurso en el
presente del autor y de los espectadores: la libertad como mito burgués, el consumismo
actual, el concepto de superestructura” [Fernández Roca, 1999, 172]. Esta excentricidad
del tema a la que aludimos anteriormente se podría resumir en la pretensión de
Leviathan, junto a la Ciencia y la Técnica, de formar “un trust maravilloso” [El
casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 176]. Y es que Leviathan puede
considerarse como precursor de ciertos personajes de República Barataria,
especialmente de Petrowski, el hombre político, y de Liszt, el homo religiosus, sobre
todo por su demagogia. Hablando con la Ciencia, no duda en engatusarla para
conseguir su propósito, ya que sólo le “interesan los procesos económicos, y el poder, y
que el Hombre me sirva” [El casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 182]:
“Está inquieto y busca mujer. […] Tú, Ciencia, sabes bien lo imperfectas
que son. Ni más ni menos, unos trastos bonitos, pero trastos: tu medicina lo
ha descubierto hace ya tiempo. ¿No merece el hombre otra cosa mejor? ¿Lo
dejaremos transcurrir tan triste y solitario? Quiero que entre los dos
hagamos mujer a su medida” [El casamiento engañoso, Torrente Ballester,
1982a, I, 167]
Sin embargo, del mismo modo trata de engañar al hombre para conseguir su
ideal:
221
“¿De qué nace esa congoja? Eres señor de lo creado, y nada hay sobre la tierra
que no te venere. Tu poder es inmenso: ¿ya no te recrea? ¿No colma tu ansiedad
y rebasa tus anhelos? ¿Quieres más, mucho más todavía?” [El casamiento
engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 169]
De manera similar a los dos casos anteriores, Leviathan trata de conseguir de
la Técnica, como señalamos anteriormente, sus servicios para acceder al poder:
“Nada hay en el mundo que no puedas vencer, ni fantasía irrealizable. La
obra del Hombre es pequeña comparada con la tuya […] Pero nada de eso
harás si entregas al Hombre la gerencia de tus tesoros” [El casamiento
engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 176].
Todo este proceso demagógico que se desarrolla a lo largo de la obra sirve
para mostrar el peligro y los medios para alcanzar el poder: “Vivirán pendientes de la
máquina, y de mí, y la vida de todos estará en mis manos. La máquina me traspasará,
aumentado, el poderío del Hombre” [El casamiento engañoso, Torrente Ballester,
1982a, I, 183]. Es decir, temáticamente Torrente Ballester no abandona sus
preocupaciones principales, y es que, como él mismo indica al referirse a Lope de
Aguirre, éste no es sino “un hombre de poder que había aparecido ya –de una manera
simbólica- en el auto sacramental” [Becerra Suárez, 1990, 201]. Es, por tanto, el poder
otro de los temas de la obra, tratado de manera simbólica, y, tal como señalamos
respecto al incesto en EL viaje del joven Tobías, actúa más como motivo de la trama
que como tema; en cualquier caso, el poder, ya como tema principal volverá a aparecer
en otras obras suyas como ni en República Barataria, el poder en un caso concreto y
Lope de Aguirre, que supone una reflexión acerca del “poder en el vacío” [Becerra
Suárez, 1990, 85].
Esta coincidencia temática con el resto de su corpus dramático no es la única
continuidad que se puede apreciar en la obra de Torrente Ballester. Ya hicimos
referencia al nihilismo de Asmodeo en El viaje del joven Tobías, quien negando
cínicamente los valores en que se apoya, desarrolla una acción que tiende a la
destrucción, rasgo caracterizador de un personaje que vuelve a aparecer en El
casamiento engañoso y, como veremos más tarde, en Lope de Aguirre. Este personaje
recurrente en las obras de Torrente Ballester se caracteriza por negar, desde su propia
222
moral, toda moral ajena. Será en el Auto Sacramental Leviathan quien caracterice esta
actitud negativa. Es él quien pregunta a sus compañeros “¿para qué pensar en Dios, y
recordarlo? Todas sus obras son incompletas […] un mundo trazado a compás y regla
de cálculo, con todo lo que tú sabes y todo lo que sé yo: un mundo prodigioso. ¿A qué
conduce preocuparse por Dios? […] No tengas escrúpulos –exige al Hombre Leviathan, que no sirven para nada” [El casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 167168].
Será en esta figura donde más claramente podamos ver los diferentes rasgos y
temas que hemos venido diseccionando en el análisis de esta obra. Su demagogia le ha
hecho acceder al poder, convirtiéndose en un dios de claros rasgos expresionistas,
ascuas del drama que fue en un principio:
“¡Ya está la máquina en marcha! Pitos, sirenas y motores son su música,
bencina quemada su perfume, humo negro de carbón el incienso de la fiesta
[…] ¡Rezar y soñar! ¿Creéis que eso es soportable? ¡Son dos actividades
antieconómicas! Rezar y soñar… ¡No más rezos, no más sueños!”
[El casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 194]
“Soy otra vez el más poderoso, alzo mi rostro a las alturas y puedo
desafiarlas. Te tengo puesto en cadenas, tú, que escaparas a mi poder por
obra de Redención ¿de qué sirve ahora tu preeminencia? Estás a mi merced
[…] Voy a recrearme en el triunfo, como el Otro, y a soñar grandezas: ha
llegado mi hora tras dos mil años de vilipendio”
[El casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 199]
A pesar de las continuidades que hemos visto entre la primera y la segunda obra
publicadas de Torrente Ballester, existe una segunda línea, depurativa en este caso, que
atraviesa la dramaturgia torrentina. Si bien las coincidencias señaladas irán poco a poco
diluyéndose en sus textos, sobre todo a partir de 1942, con el desengaño, no tanto de
sus ideas políticas, sino de la realidad política circundante, la depuración de sus textos,
irá acentuándose, llevándole a crear obras cada vez más completas dramáticamente. Esa
constante búsqueda de elementos renovadores en su teatro que ya hemos señalado y que
da ejemplos de obras con rasgos bastante diferenciadores respecto a sus tres primeras
creaciones, se irá orientando cada vez más hacia una dramaturgia propia. La
223
combinación de elementos tradicionales y vanguardistas se irá perfeccionando,
siguiendo el ejemplo de Poe, en función del efecto perseguido. Dejan de acumularse
diferentes recursos escénicos y lingüísticos para dejar paso en sus últimas creaciones a
obras más sencillas pero teatralmente mucho más efectivas.
Respecto a esta obra podemos ver especialmente en el lenguaje esta evolución
hacia obras más “teatrales”; siguiendo las notas del propio autor, “la expresión, sin ser
perfecta, mejora un poco la de El joven Tobías, del que ha perdido, sin embargo, el
lirismo y el humor” [Torrente Ballester, 1982a, I, 19]. Pocas heterodoxias podían
admitirse en este concurso, aunque fueran estéticas, por lo que, al menos, este rasgo del
lenguaje que va limando el aspecto barroco de El joven Tobías, nos parece de lo más
relevante. La elección del tema, de igual modo que condiciona la forma del drama,
determina también el lenguaje mismo. La excentricidad del tema elegido para el Auto
Sacramental será, por tanto, el origen de un lenguaje que, incluso dentro de la obra, se
advierta como novedoso. La Técnica nos da un claro ejemplo de esta adecuación del
lenguaje y el tema elegido: “¡Un trust! Es un lenguaje nuevo, que me gusta” [El
casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 177]. Más adelante será la propia
Técnica la que, al hablar de los seguros de vida como sustitutos de la Libertad del
Hombre, desconcierta en su lenguaje al Héroe: “No sé lo que es eso. Hablas un lenguaje
incomprensible” [El casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 186]. Aparte de
estas muestras de la incomunicación dentro de la obra, todo el Auto se desarrolla a
partir de un lenguaje mucho más diáfano, directo y moderno que acompaña a la
modernidad del tema escogido.
Esta mezcla de tradición y vanguardia en las dos obras que acabamos de
analizar, de elementos tradicionales en el plano ideológico y renovadores, más que
menos, en el plano teatral, es la característica principal de las primeras obras torrentinas.
Es más que posible que lo único que hizo, respecto a El casamiento engañoso, fue vestir
de auto sacramental un drama expresionista imperfecto, y, si bien el resultado no
perduró en la memoria colectiva, ni perdurará en una historia de la literatura, ya que,
como señaló el propio autor no es sino “muestra moderna de un género imposible”
[Torrente Ballester, 1982a, I, 17], siempre queda resaltar los aspectos renovadores de
los que hizo gala en este texto, al menos para quien quiera conocer más profundamente
224
las obras del autor183. Algún autor ha considerado al tratar esta obra que es demasiada la
“obviedad en el radicalismo de su discurso político-económico, lejos de la buena
teatralidad de Kaiser en Gas” [García Ruiz, 2002, 37]. Nos parece este juicio tan justo
como excesivo y no es nuestra intención situar la obra dramática de Torrente Ballester a
la altura de ciertas obras de una clara maestría dramática. Nuestro planteamiento trata de
situar cada obra en un punto justo de valoración y reconocimiento184, por lo que, sin ser
una gran obra, escrita en las condiciones que hemos indicado, nos parece suficiente el
hecho de que mantenga una línea homogénea con sus propósitos iniciales, vinculada
con todo su corpus dramático y señalando ciertas tendencias que terminarán por
conformar una dramática particular con el paso de los años.
1.2.3.- Aportaciones teóricas al teatro de Torrente Ballester. Entre la
renovación y el deber. Razón y ser de la dramática futura
Hemos ido viendo a lo largo del apartado anterior cómo el camino tomado por
gran parte de los autores españoles se tornaba hacia una progresiva y cada vez más
radicalizada toma de posición política a través de las letras, sometiendo paulatinamente,
y de una manera exacerbada a partir del inicio de la guerra, el campo literario al ampo
político. En contra de las declaraciones del propio autor, hemos ido caracterizando, a
través de los propios textos y de su relación con el campo literario en general, la toma
183
El autor no terminó convencido de esta auto, llegando incluso a decir que “me hubiera gustado
restituirlo a su forma primitiva, al drama más o menos expresionista que en un principio fue, pero he
perdido los papeles” [Torrente Ballester, 1982a, I, 18]. En cualquier caso, que sea ésta la primera y,
durante varios años, la única obra representada de Torrente Ballester en nuestros escenarios (representada
por el TEU de Modesto Higueras, en el María Guerrero, 12/10/43) creemos que es motivo para resaltarla
y darle su justa valoración, aunque sea simplemente la adaptación de un texto expresionista a la forma
clásica de auto sacramental, sin que la nueva forma pierda fuerza.
184
Tal como propio Torrente Ballester señaló, este texto no le valió nada más que para ganar “la envidia
expresa de algunos concursantes, más meritorios, sin duda que yo (sus nombres hoy, vuelan de polo a
polo, ¿verdad?)” [Torrente Ballester, 1982a, I 17-18]. Con esa ironía perenne en casi todos sus discursos,
el ferrolano nos sitúa en la senda de la interpretación de esta obra. Sin ser una obra lograda, consiguió ser
la mejor de ese concurso y, además, una muestra de lo que el teatro fue como germen de su celebrada
narrativa posterior.
225
de posición de Torrente Ballester a este respecto. No debe entenderse este proceso como
una crítica al autor, sino como la adecuación del mismo a la realidad circundante, ya
que, como señalamos anteriormente, la paulatina pérdida de autonomía de la literatura
respecto a lo social y político, al campo del poder, en definitiva, fue una constante en
casi todos los escritores durante estos años, con las honrosas y escasas excepciones que
señalamos en su momento.
Ahora bien, hemos pretendido desprender del análisis de las obras torrentinas
en período de guerra un halo de heterodoxia, de caracterización propia respecto otras
obras donde la dogmatización a través de las obras teatrales no era sólo el fin principal,
sino el único. De este modo, el teatro deja de ser teatro, para convertirse en instrumento
político, en un arma social, ya sea de cambio o de continuidad. Se pierde la noción de
arte para el teatro, pasando a considerarlo como un medio para lograr fines, en principio
y siguiendo las concepciones vanguardistas del teatro de la década anterior, ajenos al
arte, hasta desprenderlo de todo valor artístico. La lucha por la autonomía del campo
literario durante la década anterior va cediendo paso a la progresiva instrumentalización
del teatro, perdiéndose aquellos valores renovadores que poco a poco, y siempre dentro
de la periferia literaria, habían logrado consolidarse en mayor o menor medida.
Todo este proceso que se desarrolla y agudiza en la década de los treinta irá
conformando un nuevo centro del sistema artístico, literario y teatral, que persistirá, y se
irá radicalizando según nos acerquemos a la fatídica fecha del 18 de julio de 1936. Pero,
del mismo modo que se conformó una periferia renovadora frente al teatro burgués en la
década anterior, muchos autores defenderán la concepción artística del teatro, aunque
sin renegar de su papel de arma de combate. El teatro de Alberti, dentro de nuestras
fronteras, ha sido considerado por muchos autores estudiosos como paradigma de este
teatro de circunstancias que mantiene cierto valor artístico. Fuera de España será el
teatro de Piscator el que ejemplifique esta unión de arte y servicio a unos ideales
políticos. Quizá la dictadura que asoló España después de la guerra ha hecho que la
atención no se centre nunca en aquellos autores del bando nacional que trataron de
mantener una línea artística en consonancia con unos valores falangistas o fascistas que
ha resultado odiosos para casi todos. Sin embargo y desde una perspectiva
ideológicamente aséptica, creemos que la toma de posición de Torrente Ballester con
sus creaciones dramáticas es sorprendentemente similar a la que estos dos autores antes
citados tomaron, con una ideología totalmente contrapuesta, en los belicosos años
treinta.
226
Si se comparan estas dos obras de Torrente Ballester con aquellas otras de sus
compañeros de armas, es fácil advertir la diferencia acerca de los conceptos de servicio
y de arte que dirigían las concepciones teatrales de uno y otros. Si, por el contrario,
tratamos de analizar comparativamente las tomas de posición de Torrente Ballester con
las de algunos autores republicanos durante la guerra, puede sorprender la similitud
entre propuestas ideológicamente tan contrapuestas. Surgen numerosas diferencias,
evidentemente, pero sobre todo en el terreno ideológico, no tanto en lo que respecta a lo
teatral, aunque éstas sigan existiendo. Como acabamos de señalar, puede que sea el
rechazo de la ideología contenida en los textos torrentinos y lo que supuso su toma de
posición en el conflicto, lo que no ha permitido resaltar las semejanzas entre aquellos
autores que durante la Guerra Civil siguieron haciendo teatro, aunque éste estuviera
fuertemente ideologizado, frente a aquellos otros que dispusieron sobre las tablas, de la
manera menos teatral posible, la defensa acérrima de unos ideales, siempre a través de
espectáculos inocuos y teatralmente intrascendentes.
No se trata de identificar totalmente las posturas de autores como Alberti, Max
Aub o Rafael Dieste con las de Torrente Ballester, en primer lugar, por las notorias
desavenencias en lo que a la ideología se refiere185, y, en segundo lugar, por las
diferencias que en la concepción particular del teatro tenían. La identificación que
proponemos ahora hace referencia a la actitud en defensa de la autonomía del arte
respecto del poder económico, principalmente. No se trataba de lograr obras de común
aceptación, sino de supeditar el éxito comercial al arte, aunque, en ambos bandos, éste
estuviera, si no sometido, sí condicionado por la ideología política defendida. Tratamos
de mantener, por tanto, esa citada asepsia ideológica, en la medida en que nos sea
posible, ya que formará parte fundamental de las teorías dramáticas que estudiaremos,
para tratar de mostrar las coincidencias de las diferentes propuestas en lo que respecta a
su concepción del teatro como arte. Posiblemente, como veremos a lo largo de este
apartado, algunas lecturas de los textos teóricos, principalmente las del bando nacional
y, en concreto el trabajo de Torrente Ballester, se han visto demasiado condicionadas
por el valor ideológico que contenían, siendo condenadas, incluso, por algunas ideas
claramente afine por teóricos del otro bando. No es cuestión de negar lo que de
185
Curiosamente, y como ya hemos hecho notar en algunos apartados del trabajo, las desavenencias
ideológicas no se reflejaban en la tan referida retórica falangista del último, ya que, como hemos visto y
como veremos a continuación, la similitud de retóricas es, cuando menos, sorprendente.
227
ideológico posean las diferentes propuestas de teoría dramática, que lo tienen y mucho,
sino de igualar el rasero al analizar las diferentes propuestas, esto es, no entrar a valorar
los posicionamientos ideológicos, sino manifestar su presencia en todos los textos y su
relación, más o menos coincidente en todos, con lo que se concebía como teatro, alejado
de la ordinariez y chabacanería usual en los teatros de uno y otro bando.
Comenzaremos analizando estas antinomias ideológicas, que han sido las más
recurridas por los diferentes estudiosos a la hora de tratar el primer texto teórico de
Torrente Ballester, y que, según nuestro parecer, han distorsionado y vilipendiado, por
lo que de discordancia ideológica tenía respecto a sus valores, un texto que trató de
aportar toda una nueva visión acerca del teatro en el bando nacional. Bien es cierto que
el compromiso político del ferrolano durante la guerra fue bastante mayor del que el
propio autor reconoció pasados los años. En sus obras ya hemos señalado aquellas
vinculaciones con las tomas de posición política que representaba, en contra de
declaraciones de este tipo del autor:
“… mientras los españoles peleaban en una guerra absurda, yo publicase
un libro que no tenía nada que ver con la guerra ni con ninguna de las
conciencias esperanzadas o desesperadas relativas a nuestro país. Mi
primer libro, El viaje de joven Tobías, se publicó en 1938. Era un libro
irónico, fantástico, culturalista –como se dice ahora– en el cual, por
mucho que se le escudriñase, no podía encontrarse la menor alusión a
esto que, de una manera global y totalizante, podemos llamar España”
[Torrente Ballester, 1986b: 52].
Bien es cierto que Torrente Ballester se alejó de la manifestación explícita y
maniquea del conflicto en sus obras dramáticas, pero no creemos que ésta estuviera
ausente, aunque fuera de manera implícita. Algunos estudiosos han aceptado las
palabras del propio autor al respecto, por lo que buscan su compromiso político
exclusivamente en sus colaboraciones periodísticas186, que si bien no es desacertado,
obvian una parte esencial de tal compromiso en el escritor. No se puede dudar que es en
186
Así ocurre, por ejemplo, con Gómez-Elegido, quien afirma que “las huellas de la guerra n se reflejan
en las páginas literarias de Torrente, que deja su obra creativa de ficción al margen del ejercicio
ideológico político” [Gómez-Elegido Centeno, 2007: 3].
228
sus colaboraciones periodísticas durante la Guerra Civil donde se puede apreciar de
manera más explícita esta vinculación con un ideario político muy determinado, pero
negar la vinculación de éste con sus obras de creación nos parece erróneo y una lectura
de sus artículos totalmente ajena a la de sus obras dramáticas. Al analizar algunos de los
escritos periodísticos de estos años es muy fácil ver la correlación clara y directa de
éstos con sus creaciones artísticas, con la única diferenciación de la exaltada y muchas
veces abrupta retórica que utiliza en sus ensayos, expresada de manera bastante más
poética en sus dramas. De este modo, al desgranar las ideas expuestas en estos artículos,
pretendemos, por un lado, confirmar la idea expuesta al analizar las obras, de su
vinculación con la guerra, a través de la defensa de los valores de uno de los bandos en
conflicto y, por otra, mostrar cómo esa mediatización de la literatura no subyuga
totalmente al arte, sino que éste lo adecua a su naturaleza, respetando, en cierto grado, la
autonomía del arte. Esta autonomía del arte que trataban de mantener algunos autores,
será el elemento que hará que las obras torrentinas no se conviertan en meros púlpitos
de orador, creados para la simple propagación de consignas, exabruptos dirigidos al
enemigo y exaltaciones patrióticas simplistas, como sirvieron a muchos de sus
dramaturgos correligionarios. Por el contrario, las páginas del periódico servirán
perfectamente como púlpito adoctrinador de las masas, radicando aquí la diferencia de
un enfoque y otro y no en la esquizofrenia que asoma al dividir en dos personalidades
tan dispares la figura del Torrente Ballester periodista y el autor dramático.
Antes de adentrarnos en el análisis de los artículos es necesario remarcar que
no es extraña esta vocación periodística de los escritores durante el conflicto bélico,
mucho menos en un autor que ya había trabajado en dos periódicos antes de la guerra y
que dará muestras de su saber periodístico en las columnas de opinión de diferentes
periódicos muchos años después187. Evidentemente, los artículos que recogen los
volúmenes de Cotufas en el golfo, Torre del aire, Memoria de un inconformista o los
dos Cuadernos de la Romana distan mucho de estos artículos a los que nos referimos,
principalmente por el momento histórico tan determinado en que se escribieron. No
obstante, Torrente Ballester formaba parte del grupo adscrito al Departamento de
Propaganda, por lo que puede entenderse con facilidad la virulencia de sus artículos y
187
El desarrollo de la prensa tanto en un bando como en otro fue espectacular durante los casi tres años de
conflicto. Hipólito Escobar ofrece un pormenorizado análisis de este desarrollo periodístico en el bando
nacional [Escobar, 1987: 105-107].
229
no tanto de sus obras dramáticas. Esto no debe entenderse como justificación, sino
como el marco exacto en que se escribieron los textos y la dependencia que de éste
tuvieron.
Salvada esta diferencia inicial, el trabajo de Gómez-Elegido arroja clara luz
sobre el verdadero posicionamiento del escritor durante estos años bélicos. La autora
diferencia dos tipos de enfoques dentro de los artículos publicados durante este trienio.
Por un lado, los de índole política y, por el otro, los de carácter más intelectual. De los
primeros, cabe distinguir tres tipos de artículos en función del enfoque que el autor
adopta en ellos: el apologético, el doctrinal y el conmemorativo. Respecto a este último
tipo de artículos, los conmemorativos, cabe destacar los dos artículos dedicados a Primo
de Rivera, en el aniversario de su muerte, bajo el título “Tres años después”. De igual
modo que luego hará en su introducción a la Antología de Primo de Rivera, estudiará la
figura humana, mítica e histórica del fundador de la Falange. Es la vertiente mítica, que
Torrente Ballester hace corresponder a los poetas, la que más nos interesa en este
momento, por lo que de germen de una de sus más logradas obras teatrales tiene. El
autor define de este modo lo que será posteriormente su más ambiciosa obra creativa:
“Entonces, José Antonio pasa a ser más que el Jefe Nacional, más aun
que ese jefe espiritual y mítico que se ha ido formando a golpes de
palabra hablada o escrita: es ya una figura de combate; un símbolo y una
bandera; un acicate y un ariete; es también la piedra de toque de muchas
glorias inmaduras periodísticamente elaboradas. De esta manera, por
todas estas razones, se va inculcando en las mentes de los españoles un
José Antonio que no coincide exactamente con el histórico, pero que es el
que promueve historia; es decir el José Antonio mítico”
[“Tres años después”, Torrente Ballester, 1939: 5]
Al analizar su obra narrativa El golpe de estado de Guadalupe Limón y su
drama El retorno de Ulises, veremos las claras coincidencias con esta creación mítica de
un personaje “que no coincide exactamente con el histórico, pero que es el que
promueve historia”.
Serán, sin embargo, lo otros dos enfoques los que predominen en la
producción periodística de Torrente Ballester en estos años y con una estructura
argumental muy definida: desde su perspectiva de historiador “reconstruye un marco
230
histórico general para después pasar al marco particular de la Historia nacional y ya
desde esta perspectiva defender su tesis” [Gómez-Elegido, 2007: 7]. En muchos casos,
las orientaciones doctrinaria y apologética conviven en exaltados textos, aunque serán
los primeros los que ocupen más páginas en su producción periodística de estos años y,
probablemente, el causante de su apodo de “quijote sindical de la nueva generación”
[Ridruejo, 1976: 141].
Sus reflexiones acerca de la nueva política, expuestas en sus dos artículos de
los que constaban sus “Prolegómenos a toda política futura”, dan una clara muestra de
los tintes apologéticos que cubrían sus artículos doctrinarios. En el primero de estos
artículos, defendía a ultranza la solución violenta que supuso la guerra para los males de
España, al afirmar que “lo más profundo de la naturaleza del hombre y de su actuar en
la vida, exigen esa solución violenta y están conformes con ella. Ahí la razón de las
revoluciones y su justificación suficiente” [“Prolegómenos a toda política futura. I.
Propósitos”, Torrente Ballester, 1937: 8]. En el artículo se sigue haciendo apología del
levantamiento y de la solución violenta como paso doloso pero necesario para a
reconstrucción de España: “… y porque creemos luchamos con ardor, violencia y
entusiasmo. Y por esta nuestra fe y por este nuestro amor a España intentamos
esclarecer las directrices fundamentales de la conducta colectiva española” [Ibíd.]188.
En la segunda entrega de estos “Prolegómenos” se insistirá en aquellos
conceptos básicos para el nuevo Estado, esta vez a través de la noción de Imperio. El
artículo podemos leer:
“¡Dura, difícil, comprometida, la moral a la que obliga el servicio de la
política! Doble disciplina a la que se somete el conductor de pueblos, y
somete a la vez al pueblo conducido, con impasible gesto, sordo a la
protesta del propio sacrificio y al sacrificio histórico de los demás. Una
misión histórica elevada es incompatible con la felicidad individual, y
obliga al renunciamiento, al ascetismo heroico”
188
Esta apología de la violencia concuerda perfectamente con la caracterización que Santos Juliá ha
hecho de este grupo intelectual falangista y su pretendido liberalismo posterior, que veremos en el
siguiente capítulo: “Se afirma en primer lugar el derecho a la violencia precisamente porque la unidad de
patria está en peligro, y luego, una vez conquistado el Estado, se promueven políticas de integración en la
ya reafirmada unidad de la patria” [Juliá, 2004: 317].
231
[“Prolegómenos a toda política futura. II. Servicio y misión de España”,
Torrente Ballester, 1937: 10].
Disciplina, sacrificio, misión y destino son palabras propias de la retórica
falangista que Torrente Ballester no duda en utilizar en sus artículos. Del mismo modo
que muchos de sus compañeros de armas, la nueva doctrina expuesta se traduce en la
consecución de un Estado moderno y cristiano:
“Un Estado moderno – un instrumento poderoso de eficacia histórica-, un
instrumento que AHORA pretendemos revivir, restaurar, pero sin que se
pierda de vista su carácter instrumental AL SERVICIO DEL MENSAJE
CRISTIANO que Isabel, la mente más clarividente que conoció España,
puso en sus manos como destino de nuestra Patria en la Historia”
[Ibíd.]189
Nos resulta difícil no pensar en el joven Tobías que lucha contra su destino,
entendido éste desde la perspectiva cristina, cuando Torrente Ballester habla del
“servicio al mensaje cristiano”. Pero existen más referencias a sus obras dramáticas
dentro de estos artículos, ya sean políticos o intelectuales. Así pues, en el artículo
“Paterfamilias” Torrente Ballester justifica aquella supremacía del hombre sobre la
mujer y la familia como centro de la vida cristiana que aparece en las dos obras durante
la Guerra Civil. En el artículo se habla de la familia como “unidad particular de destino”
y del padre como “cabeza de estirpe” [“Paterfamilias”, Torrente Ballester, 1938: 8],
convirtiéndose de este modo en “el procurador del destino familiar, la perpetuación de
la tradición y la fidelidad al servicio del Estado” [Gómez-Elegido, 2007: 20], lo que es
la interpretación exacta del papel que Tobías padre desarrolla en la obra de 1938. De
modo análogo, la superioridad del hombre sobre la mujer, que se refrenda en este y
otros artículos, aparece también en El casamiento engañoso, principalmente a través de
la figura de Leviathan, quien argumenta respecto a las mujeres que “todas son inferiores
y le amarían sumisas; porque el hombre está muy alto. Menester es dotarlo de alta
compañía” [Casamiento engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 166].
189
Las mayúsculas son del autor.
232
Existen otras conexiones entre estas reflexiones doctrinarias y sus obras
dramáticas, en este caso vinculadas al Auto Sacramental. Y es que los tres artículos que
componen la serie “Una circular y un folleto. Las clases patronales y el Estado nuevo”,
giran en torno a las ideas spenglerianas190. Si bien en el primero de ellos se habla acerca
de las relaciones política-economía, se pueden advertir algunas notas muy influyentes
en el tema de El casamiento engañoso, como la demanda de la revolución no sólo
económica sino también social en nombre de la Falange. En el segundo artículo
defiende los modelos italiano y alemán, por su fortaleza económica frente a la debacle
de los países capitalistas, ya que “supieron colocar el interés político nacional por
encima de los intereses económicos, sirviendo éstos a aquel. La fórmula se llama,
genéricamente “fascismo”” [“Una circular y un folleto. Las clases patronales y el
Estado nuevo. II. Política, Estado, Economía”, Torrente Ballester, 1937: 2]. Pero será en
el tercer artículo de la serie donde las referencias spenglerianas serán más claras
respecto al tema planteado en El casamiento engañoso. Sirve como resumen y colofón a
los dos artículos anteriores, pero parte de la definición del marco general de las nuevas
sociedades, que requiere una respuesta determinada para el bien del hombre. Este marco
lo define como industrialismo:
“El fenómeno social más caracterizador de la vida contemporánea es el
industrialismo, entendiendo por él no sólo el perfeccionamiento de la
técnica industrial, sino el conjunto de fenómenos sociales que le
acompañan: proletarización del hombre, descenso de natalidad,
superurbanismo, despoblación del campo, sumisión de valores humanos
a los económicos, artificiosidad de la vivienda, etc.”
190
De esta serie de artículos se puede deducir también una idea que más tarde desarrollaremos de manera
algo más extensa, el totalitarismo y antiliberalismo de Torrente Ballester en estos años. Según Payne, tras
la Unificación “sólo de vez en cuando sacaba la caja de los truenos nacionalsindicalistas. Tal fue el caso
de la mordiente crítica formulada por Gonzalo Torrente Ballester contra un folleto que había hecho
circular una entidad privada denominada Junta Directiva Provisional de las Fuerzas Económicas. En él se
denunciaban los peligros de una economía dirigida y se defendía un relativo laissez faire. Torrente
Ballester, uno de los intelectuales del nuevo partido, afirmaba, por el contrario, que sólo un amplio
control y una fuerte intervención del Estado podían garantizar el desarrollo justo y equilibrado de la
economía nacional” [Payne, 1985: 182].
233
[“Una circular y un folleto. Las clases patronales y el Estado nuevo. III.
El destino de la libre Economía”, Torrente Ballester, 1937: 2]
Responsabiliza a los patronos del industrialismo desmedido, del sometimiento
del Hombre
a la Técnica en el Auto, que tiene como consecuencia principal la
proletarización del hombre, que implica unas “consecuencias morales y sociales”
[Ibíd.]. Frente a estas consecuencias es frente a las que se erige el drama torrentino para
reafirmar aquellos valores cristianos a través de la figura del político, imagen mucho
más pragmática que la alegórica del Auto, donde es el Sacramento quien redime al
Héroe . Aquí hallamos la única diferencia entre las propuestas periodísticas y las
dramáticas, en la expresión directa, diáfana y hasta abrupta de sus ideas frente a la
expresión poética de las mismas en sus obras. Por esta misma razón nos parece
desacertado desvincular una faceta y otra del autor durante el periodo bélico. Las
diferencias, obviamente existen, pero son más de expresión que de fondo.
Esta identificación temática entre sus artículos y sus obras teatrales viene
refrendada, además, por lo que Gómez-Elegido ha denominado artículos periodísticos
de carácter intelectual. Ya no es cuestión de adoctrinar, ni de exaltar y defender
determinados modelos políticos, sociales o económicos, sino de reflexionar acerca de
las actitudes del propio bando en el periodo bélico, muchas de ellas contrarias a las
ideas torrentinas. Así se puede entender más fácilmente un texto torrentino con el
significativo título de “Llamada de alarma”. En él, se reflexiona sobre la necesidad de
que la cultura, como aspecto fundamental de la vida nacional, debe evolucionar
paralelamente a la regeneración de España, evitando anclarse en formas arcaicas,
chabacanas e impropias del nuevo orden de cosas:
“De muchas maneras puede ganarnos el enemigo, y tan sutiles que a
veces se nos antojan propia victoria [...] Así, esta chabacanería
desenfrenada que vive y medra en ciertos medios de la España nacional,
esta reaparición del mal gusto en bulliciosa victoria, interpretada en todo
su valor, debe de llenar de regocijo a los que con mirada profunda nos
estudian desde el otro lado”
[“Llamada de alarma”, Torrente Ballester, 1937: 10]
234
Sigue argumentando Torrente Ballester que para esta recuperación de nuestra
cultura es necesaria “la colaboración de todos, pero muy principalmente de los
mejores. Cállense de una vez los aficionados, que ya pasó el Carnaval, y haya sitio en
España para las buenas razones y los libros buenos” [Ibíd.]191. Esta invitación al
silencio, que será el título de otro artículo de Torrente Ballester, debe venir
acompañada de la ausencia de venganza y resentimiento, ya que el apasionamiento
político no debe impedir ver la grandeza de la obra cultural192.
Pero será otro texto, dedicado a la teoría teatral, el que nos interesa a nosotros
por el tema tratado. Mantiene ideas consecuentes con todas aquellas afirmaciones de
carácter doctrinario y apologético que completan su corpus periodístico de estos años,
pero su dedicación plena al teatro hace de éste el texto más relevante para nuestro
trabajo, a pesar de las relevantes influencias y correlaciones de otros artículos con sus
obras teatrales. Resulta curioso, al acercarse a la figura de Torrente Ballester durante
estos años, la vinculación que se establece entre el autor y la revista Jerarquía, donde se
publicó este artículo. Lo sorprendente no es su vinculación a la revista, una de las más
relevantes del panorama cultural nacional, sino que se suele hacer de ella el gozne sobre
el que articular la actitud torrentina en estos años, aunque únicamente se publicara un
artículo suyo en la breve vida de esta revista, frente
los más de veinte artículos
publicados en otras publicaciones falangistas como El Pueblo Gallego o la zaragozana
Amanecer. Si realizamos esta digresión es para tratar de situar a Torrente Ballester en su
marco concreto, conocer su verdadero grupo de acción y sus ideas. Si se vincula
exclusivamente al autor con esta revista se corre el peligro de encasillarlo en una
tendencia que no es la más acertada. Tal como Andrés Trapiello nos confirma, la
191
El 26 de agosto de 1937 en el artículo del diario republicano La Voz titulado Los facciosos y los que no
lo son se reflexiona en una línea muy similar: “en el teatro no todo es cuestión de política: principalmente
es cuestión de inteligencia […] Por eso, lo mejor sería representar las obras de autores fascistas que
realmente lo merezcan –he aquí una labor interesante de clasificación que podría hacer muy bien el
flamante Consejo del Teatro-; pero sin cargarle al autor los derechos correspondientes, sino, por el
contrario, haciéndolos pasar a la Caja de Reparaciones” [en Monleón, 1979: 237].
192
A partir de esta idea, compartida por muchos de los componentes del grupo de Burgos, surgirá la
idea, falsa a nuestro entender, de los llamados “falangistas liberales”. La conformación del grupo en la
posguerra en torno a la revista Escorial, que analizaremos en su debido momento, nos permitirá
adentrarnos más en esta polémica, aunque, como avanzamos, no creemos que se pueda hablar de
liberalismo en este grupo durante este período.
235
Pamplona de estos años era conocida como la “pequeña Atenas”, donde el magisterio de
Eugenio d’Ors193 reinaba junto a la virulenta retórica del padre Fermín Yzudiaga , y, si
bien es verdad que d’Ors ejerció alguna influencia sobre Torrente Ballester, como
vimos al hablar de El viaje del joven Tobías, su vinculación con el denominado grupo
de Burgos, con Ridruejo, Tovar, Laín, Rosales y Vivanco, estos tres últimos
provenientes también de la puritana Pamplona y de Jerarquía, marcarán, con un ideario
bastante diferente al pamplonica, el devenir político e ideológico de Torrente Ballester.
Bien es cierto que este texto torrentino se adapta perfectamente a la línea
editorial que Jerarquía tenía, “un magazine de lujo, destinado a la burguesía nacional
incipiente, de extraordinario y moderno diseño, contenidos aparte, y un atractivo
despliegue gráfico y fotográfico […] Todo en sus páginas transmitía a sacristía y
cantoral gregoriano con las capitulares magenta” [Trapiello, 2002: 235]. Mainer, por su
parte, considera que “el mundo de Jerarquía significó la unión de la retórica falangista
(embebida de orteguismo, con algún deje vanguardista), el voluntarismo impetuoso del
personalismo católico (traído de Cruz y Raya pero también de la ascética convencional)
y las piruetas filosófico-políticas, todavía impregnadas de arbitrariedad, de un Eugenio
d´Ors...” [Mainer, 2002: 180-181]194. El recargado y característico lenguaje fascista del
texto de Torrente Ballester está en perfecto acuerdo con el de esta revista, cuyo
propósito final era “convertir el afán cultural en una manifestación apodíctica y
ejemplar del inmortal espíritu de la patria, dentro de una suerte de sociedad platónica a
la que parecía ayudar la invocación al Imperio, la Sabiduría y los Oficios” [Mainer,
1971, 40], pero no creemos necesario vincular más el texto a la publicación, ya que el
propio ensayo habla por sí mismo y lo sitúa en las coordenadas que sus otros artículos y
sus obras dramáticas habían marcado o continuarán delineando.
Y es que gran parte de las ideas que Torrente Ballester aplica al nuevo drama
que se ha de realizar están, como el resto de sus reflexiones artístico-sociales,
íntimamente ligadas al proyecto de renovación social falangista, tal como hemos
intentado mostrar hasta ahora. El teatro no puede ser ajeno a la nueva sociedad y la
193
Trapiello relata la teatral velada de armas falangistas que realizó d’Ors a su llegada a Pamplona
[Trapiello, 2002: 239], situándose desde un principio como uno de los grandes jerarcas intelectuales
falangistas, aunque, poco a poco, el grupo de Torrente Ballester se irá distanciando de él.
194
En su ya clásico estudio Falange y Literatura, el mismo autor la definía alegando que en ella
“confluían elementos falangistas y simplemente reaccionarios pero expresados en un tono de exaltación
mística que llegaba a lo ridículo” [Mainer, 1971, 39].
236
tragedia nueva debe buscar su origen “en el pulso y latir de los nuevos tiempos,
culminando en ella la expresión estética, cual corresponde a horas de plenitud y
mediodía”. De modo análogo a la sociedad, el nuevo drama “con tres elementos ha de
ser creado: tradición, orden y estilo” [Torrente Ballester, 1937: 25]195. Es significativo
que la propuesta de este ensayo se desligue totalmente del teatro que se venía haciendo
en España. Es la tragedia el género sobre el que “se levantaba, virginal y solemne, una
nueva aurora” [Torrente Ballester 1942: 13]. Tragedia virginal porque responde a los
preceptos clásicos aristotélicos, pero con unos caracteres nuevos (Héroe y Coro
entendidos de manera diferente) y unos principios de unidad diferentes (unidad de
emoción y estilo y de escena, acto y drama). Pero es también tragedia solemne, porque
temáticamente “sólo se logra sumergiéndose en lo eterno humano, para encontrarnos allí
con el tema eterno, con el Misterio” [34]. De este modo, Torrente Ballester se aleja de
lo accidental, accesorio y liviano del teatro comercial, que desde principios de siglo
había copado la escena española, incluso en los tiempos de guerra.
El nuevo teatro, por tanto, debe buscar en su propio origen trágico su
renovación, pero sin resultar anacrónica. Esta idea, como señalamos al analizar la obra,
rigió la composición de El viaje del joven Tobías, donde, con la introducción de
elementos anacrónicos, el resultado se moderniza hasta hacerlo más próximo al
espectador, de manera muy diferente al intentote Auto Sacramental de Miguel
Hernández Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras. Torrente optó no por
readoptar formas genéricas clásicas sino por readaptarlas, modernizando su forma a
través de diferentes elementos, del mismo modo que en su texto teórico defiende la
renovación del teatro a través del clásico género trágico, pero adaptado a las nuevas
circunstancias históricas. Si páginas atrás, y en referencia a esta modernización de lo
clásico, volvió a salir a escena Azorín con sus propuestas renovadoras de finales de los
años veinte, será de nuevo el de Monóvar quien nos dé otro ejemplo de renovación sin
anacronismos, exaltando la figura de Tamayo y Baus y su intento de recuperación de la
tragedia:
“Tamayo, en la página séptima, pinta las condiciones nuevas de la vida –
las condiciones en 1853–, y deduce de la nueva modalidad de vida que,
195
A partir de ahora y en este apartado, si no se indica otra fuente, todas las citas se anotarán, para
facilitar la lectura, señalando la página de la edición de 1941, incluido en Siete ensayos y una farsa.
237
puesto que esas condiciones son al presente, en 1853, otras, del mismo
modo el teatro, es decir, el género supremo del teatro, o sea la tragedia;
del mismo modo, repetimos, que la vida es otra, otro debe ser el teatro”
[“Siguiendo a Tamayo: Lógica”, Azorín, 1927: 399]
No es efectiva una recuperación de la tragedia en su originalidad primera, sino
la adaptación de ésta a los tiempos nuevos que llegan, por lo que la
propuesta
torrentina, a través de Azorín, coincide con las propuestas del dramaturgo del siglo
XIX:
“Y para conmover el alma y fijar la atención de un auditorio del siglo
XIX, ¿no será preciso retratar su vida, su agitación, su manera de ser,
ese indefinible conjunto de miseria y grandeza en todo poema que aspire
a obtener su aprobación en el teatro? […]¿No será preciso romper,
pulverizar las cadenas de la tradición haciendo que la tragedia interese y
conmueva como el drama moderno, aun cuando pierda algo de su
severidad majestuosa?”
[en “Siguiendo a Tamayo: Lógica”, Azorín, 1927: 400]
Para complementar la nueva tragedia aparece la comedia, que tiene cabida
dentro del nuevo teatro, porque a decir de Torrente Ballester “lo imperfecto del espíritu
humano necesita compensar lo heroico con el descanso de la risa” [26]. Pero esta
comedia nueva debe carecer de humorismo, de amargura, “risa, acaso, químicamente
pura, exenta de moralidad e intención de sátira, transparente y aguda como esquirlas de
cristal” [35]. Resulta curiosa esta afirmación si se lee el primer drama conservado del
autor, El pavoroso caso del Señor Cualquiera, obra vanguardista, entre otros elementos,
por el humorismo y por lo que de farsa tiene. Desde un primer momento, Torrente
Ballester desprestigia en este texto todos los valores que conformaron su primera obra
dramática, y seguirá haciéndolo más adelante, como veremos, al referirse a los
personajes de la nueva tragedia. Curioso, pero no sorprendente, ya que es el propio
autor el que condenó al ostracismo esa obra años atrás, y sólo la recuperará, por mera
casualidad como él mismo señala, terminada la guerra, momento en el que empieza a
desprenderse de todos los valores que afirmaba con tanta rotundidad en 1937. En
cualquier caso, son estas pocas palabras las que dedica en este ensayo a la farsa, a la que
238
reduce la nueva comedia, ya que es la tragedia, como hemos visto más arriba, el género
renovador del teatro español. Y a ésta dedica la mayor parte de su ensayo, analizando su
Forma, Sentido y Trascendencia.
Hemos señalado cómo en sus obras la temática es un punto esencial sobre el
que articula su posterior desarrollo, al más puro estilo de Poe, por lo que resulta bastante
normal que el tema, que hemos identificado con esa solemnidad que debe mantener el
nuevo teatro, sea desarrollado ampliamente por el autor en este ensayo. A pesar de que
dedica una parte amplia a la Forma del nuevo teatro, no deja de subyugarla al tema, ya
que para él “el tema es el armazón dramático, lo que sostiene y hace eficaz a la forma”
[34]. Y es que cuando se refiere a la Forma no pretende señalar las partes de la misma,
como hizo Aristóteles en su Poética, sino que “aquí sólo cumple señalar los datos más
generales; algo así como el esquema estético del Teatro nuevo” [28]. Quizá sea en este
punto donde el ensayo torrentino pierde cierta validez como preceptiva teatral eficaz, ya
que su peyorativa consideración de la técnica teatral, de la que, como ya vimos, se
reconocía muy poco ducho, hace que la reflexión teórica carezca de fundamentos reales
para desarrollar una verdadera renovación teatral y no meramente dramática. Frente a
las propuestas republicanas, mucho más orientadas a lo que de espectáculo tiene el
teatro, en el ensayo torrentino no existe “tratamiento o consideración alguna de los
espectáculos teatrales, hecho justificado por su repulsa por lo que no sea abstracción
metafísica” [Gómez Díaz, 1993: 38], aunque, en nuestra opinión, no se puede llegar por
este motivo a afirmaciones como las del mismo Gómez Díaz, quien considera que
Torrente Ballester “se muestra decididamente en contra de la renovación” [Ibíd.]. Son
varios los autores que renunciaron voluntariamente a la dimensión espectacular del
teatro a favor de un teatro más intelectual, sin necesidad de recursos técnicos que
acompañaran a la reflexión que el propio texto conllevaba. Es el caso, por ejemplo, de
Unamuno y su idea “desnudez escénica”, o del propio Pirandello, que desnuda sus
representaciones a favor del texto. Notoriamente más cercano a estas posiciones que a
las de la escena comercial, donde ni renovación artística ni temática se vislumbraba, se
sitúa Torrente Ballester, por lo que situarle en el reaccionarismo escénico o en el mero
continuismo del teatro de éxito, nos parece, a odas luces, excesivo.
Entendiendo de este modo la supremacía del tema sobre la técnica teatral, o,
por definirlo de otro modo, la necesaria dependencia del espectáculo respecto del texto,
siguiendo las ideas de Torrente Ballester, es más fácil acercarse a un texto desde la
perspectiva ideológicamente aséptica que propusimos en un principio. Así pues, si bien
239
empezaremos a analizar lo que respecto a este esquema formal nos propone Torrente
Ballester en este ensayo, consideramos que la parte esencial y los postulados más
disonantes con respecto al teatro de su tiempo los podemos hallar en las partes que
dedica al Sentido y a la Trascendencia del nuevo teatro, tanto en cuanto son
desarrolladas más profusamente.
Respecto a los personajes del nuevo teatro, considera Torrente Ballester que la
tragedia debe estar representado por un Héroe, al modo trágico griego, y con
características bien definidas, y, en cierto modo, diferentes de los planteamientos
aristotélicos. Este nuevo personaje de la tragedia no debe ser:
“ni alcor mediocre, sino cima a muchos codos sobre el nivel de la masa,
ni gigante informe, de cabeza limítrofe al cielo romántico y turbulento,
sino cifra, resumen y compendio de lo mejor humano y de su récord de
elevación” [29]196.
Esta idea del protagonista heroico choca de frente con todas las posturas de
aquellos escritores de avanzada que requerían del pueblo el protagonismo de la nueva
literatura. Incluso Valle-Inclán arremeterá contra este teatro heroico: “La multitud es el
protagonista. Se acabaron los héroes, se acabaron los conflictos individuales” [en
Fuentes, 1980: 123]. Las diferencias son notorias y tienen su origen, mas que en
divergencias estéticas, en posicionamientos políticos antagónicos, lo que conlleva, sobre
todo en estos años de guerra, a tomas de posición cada vez más radicales en lo que a lo
artístico se refiere. En cualquier caso, la nueva tragedia necesitará, igualmente, de un
antagonista para su desarrollo pleno. Éste no es otro que el Coro. A este respecto, queda
patente la influencia falangista en este ensayo, ya que Torrente Ballester cree que este
Coro debe representar a la Masa, pero siempre que deje de ser tal. Si la Masa, según el
autor, se caracteriza por la unidad de movimiento sin finalidad concreta y la carencia de
opinión general, “los movimientos del Coro, si unánimes, están ordenados a un fin;
196
Esta idea de un Héroe como protagonista del nuevo teatro aparece ya recogida por Giménez Caballero
en la ya citada obra de Arte y Estado: “Donde el Teatro nuestro, fascista, que soñamos, habrá de abandonar y
superar al socialista de Rusia, es precisamente […] en el punto de la Jerarquía. En la vuelta al Héroe, al
Protagonista, al Santo, al Salvador, sobre un fondo de masas y de gregarios [en Wahnon, 1998: 24].
240
representan el pensar común con referencia a cuestiones muy concretas” [29]197. La
función de esta Masa convertida en Coro trágico debe ser, como se ha indicado,
presentarse como el antagonista, generando el conflicto, ya que “se divorcia en cuerpo y
alma de los que le conducen” [30], al enfrentarse a los esfuerzos y soluciones del Héroe.
Una vez planteado el conflicto, el Coro rompe su unidad surgiendo “señores
“cualesquiera” que reclaman el derecho de ejercer su propio drama, dando cabida a
elementos cómicos, pero nunca referidos al Héroe” [30]. Volvemos a toparnos aquí con
su primera obra teatral y la crítica que el propio autor hace de ella, ya que en El
pavoroso caso del Señor Cualquiera éste es el eje fundamental sobre el que gira el
drama. Esta función antagonista del coro, por el contrario, se ve perfectamente
explicitada en El casamiento engañoso. En palabras de Torrente Ballester “surgida la
solución desfavorable –es decir, trágica–, el Coro se comporta con esa indiferencia, con
ese espejismo despistado que lo caracteriza –que caracteriza al pueblo– cuando se
divorcia en cuerpo y alma de los que lo conducen” [30]. Esta idea aparece en el Auto
torrentino a través de la ruptura del Coro de los Mortales, que, conformando
inicialmente una voz única, se separan en varios semicoros, aunque, por la naturaleza
sacra del género, Torrente Ballester no deja convertirse en voces cómicas de
particulares. Por el contrario, esas voces particulares serán las que pueblen en su
mayoría las obras de estos años, y es contra las que argumenta el autor.
En definitiva, este conflicto que debe plantearse en la nueva tragedia busca sus
soluciones a través de lo que el autor denomina “Milagro del orden”, que no es más que
otra denominación de la mecánica o técnica teatral. El palabras del propio Torrente
Ballester, “el milagro de la dramática futura ha de ser cómo la relación entre el Héroe o
Protagonista y la Masa o Coro se resuelve en perfecto equilibrio” [32]. Como señala
Prendes Guardiola al hablar de una de sus obras dramáticas, “no es un “desorden”, sino
un “orden superior” el que se introduce en escena como reflejo de una jerarquía
universal de lo divino y lo humano, del héroe individual y de la humanidad anónima”
[2006: 225]. A esta noción corresponde su posterior reflexión, ya en los años cuarenta,
acerca de lo colectivo y lo individual (“De la colectividad en el arte dramático”), que
expondremos más adelante.
197
No sólo se puede advertir la consonancia de esta idea con las que ya hemos señalado de Giménez
Caballero, sino también con la teoría política de las élites de Pareto y Mosca, las cuales sirvieron al
fascismo italiano como una de las bases de su fundamentación ideológica.
241
Una vez perfiladas las siluetas de los personajes que permitirán desarrollar esta
nueva tragedia, Torrente Ballester refiere lo preceptos que deben dirigir la creación de
los mismos. Y es que, para el autor, “toda persona dramática tiene derecho a ser
expresada según su esencia, y el poeta debe únicamente servir con sus medios
peculiares este derecho de expresión” [30]. Se define así lo que Torrente Ballester
denomina ley de fidelidad al personaje, que no es otra cosa que el concepto aristotélico
de decoro, de justa adecuación entre el personaje y su expresión y comportamiento. De
este modo, el autor requiere una dimensión artística para el teatro, ya que supone la
creación de unos caracteres adecuados a cada personaje y no la mera dialogización de
una acción, como hicieron muchos autores en este tiempo de guerra. Se trata, tal como
afirmará más adelante, de darle vida propiamente artística [31].
Es necesario, por tanto, que el autor conozca a estos personajes para la
creación de los caracteres198. Considera que éstos pueden ser de dos tipos, individuales
o personales. La elección de los primeros “obliga al artista al más humillante servicio
del accidente […] la figura así tratada ingresa en la más absoluta intrascendencia” [31].
El problema se resuelve fácilmente si se comprende que:
“como en otras muchas cuestiones, es cuestión de jerarquía. Si el artista
destaca aquellos datos objetivamente superiores y en torno a ellos
construye el personaje, la estructura resultante, vivirá por sí misma, con
la vida propia de lo artístico, asentada en su propio ser. Sin que pueda ser
puesta en peligro por la acumulatividad de datos individuales” [31]
Quedan de este modo definidos los personajes del nuevo teatro y el modo de
crearlos. La renovada tragedia será, por lo tanto:
“expresión del misterio supremo de la vida humana […] encarnado en un
hombre excepcional, Héroe o Protagonista, de voluntad disparatada a
metas inaccesibles, cuyo resultado siempre tiene que ser lamentable,
198
Respecto a este concepto de “carácter” volveremos, ya que el propio Torrente Ballester reflexionará
sobre este concepto y el de personaje de manera abundante en sus escritos teóricos.
242
porque se origina en un desequilibrio en las facultades del Héroe, al
subordinar la inteligencia al querer” [26]199.
Pero este planteamiento está regulado por el propio drama, es decir, no todo
fin lamentable responde a este esquema. Debe existir siempre una “altura moral
conveniente” [26], para que el mismo fin no nos lleve a la risa en lugar de a la
conmoción. Y es que la tragedia debe mantener siempre su propia dignidad, y para ello
es necesario que se respete el principio de unidad y el “carácter cerrado” de la tragedia
[27]. Éste carácter cerrado no es más que la necesidad de que “lo que se represente, para
ser perfecto, debe tener principio y fin, y un desarrollo normal y consecuente […] sin
relaciones con el exterior ni interrogación ni puntos suspensivos al bajarse el telón del
último acto” [27].
Respecto a la vigencia del principio de unidad, Torrente Ballester considera
que las necesidades del nuevo teatro requieren que la unidad de acción, lugar y tiempo
sean modificadas, ya que fueron diseñadas de acuerdo con unas necesidades ahora
inexistentes. La unidad de acción queda desmantelada porque “varias paralelas,
concebidas orgánicamente, no destruyen -antes bien, completan y perfeccionan- la
unidad dramática”. La unidad de lugar “fue concebida por limitación especial del alma
griega, hoy destruida -y superada-”. Respecto a la unidad de tiempo, considera que
frente al concepto apolíneo lineal y el concepto fáustico hay que resaltar “el concepto y
la intuición católicas (por ejemplo, en El Gran Teatro del Mundo, de Calderón, donde el
tiempo como factor dramático no existe)” [27]
Según él, el siglo XX cristiano puede sustituir estos principios por el de unidad
de emoción y estilo y unidad de escena, acto y drama. La primera no es sino la
persistencia de una actitud del artista ante su obra y la correspondencia de esta actitud y
sus resultados con el orden “de todos los hechos culturales de su tiempo” [27], elemento
que le permite, al mismo tiempo, justificar la necesaria adscripción del teatro a un
proyecto renovador bastante más amplio que el mero teatro, como era el proyecto del
falangista grupo de Burgos. La unidad de escena, acto y drama hace referencia a la
199
Este “desequilibrio de las facultades del Héroe, al subordinar la inteligencia al querer”, es la base del
conflicto en sus dos dramas de guerra. Tanto Tobías como el Hombre rechazan su deber cristiano por sus
deseos, lo que genera el conflicto.
243
necesaria armonía de la obra entre sus partes, lo que Torrente Ballester define como
“subordinación jerárquica justa entre las partes respecto al todo” [28].
Este último concepto de unidad de escena, acto y drama, basado en esa
jerarquización tan propia de Giménez Caballero, como hemos visto ya, sirve al autor
también para justificar su concepción de la relación entre lo plástico y lo literario dentro
del
teatro. Reconociendo que la opinión de Aristóteles a este respecto no puede
corresponderse con los nuevos tiempos, contradice a Ortega, quien defiende que en una
obra perfecta y perfectamente representada podemos advertir “dos sustantividades -la
plástica y la literaria-, sugiriendo luego que no sabremos, acaso, a cuál atender sin
detrimento de la otra” [32]. Según Torrente Ballester esta nueva solución no es válida
porque excluye “una tercera sustantividad, de orden superior, que se llama drama
representado, en la que siempre lo plástico ha de subordinarse a lo literario y servirle”
[33]. Esta afirmación excluye en gran medida el papel característico del público dentro
del género teatral, al situarlo en el mismo ámbito de recepción que cualquier otro
receptor literario, desvinculándolo de su individualidad y de la irrepetibilidad de cada
representación, ya que lo que importa, según Torrente Ballester, es lo propiamente
literario y no lo teatral200.
Podemos ver en lo expuesto hasta ahora rasgos de renovación respecto a lo
que la escena española ofrecía, tanto en la concepción de los personajes, bastante más
complejos en presencia y construcción que los que la escena española estaba
acostumbrada a mostrar, como en la concepción de la obra como un todo que debe ser
armónico, no sólo internamente, sino también de acuerdo el “esquema de forma” de
todos los hechos culturales.
Pero es en la parte final del texto, al referirse a la temática, bajo los epígrafes
de Sentido y Trascendencia de la nueva tragedia, donde más diferencias podremos
vislumbrar. Quizás sean más llamativas las que hasta el momento hemos visto, ya que
se refieren a una parte práctica, más vistosa y espectacular del teatro. Pero los preceptos
sobre los que filosóficamente debe regirse el nuevo teatro son totalmente novedosos en
su propuesta, alejados de toda práctica y teoría teatral triunfante en la España de esos
años.
200
Sobre este punto de la inclusión posterior del público dentro de la teoría teatral de nuestro autor
volveremos al hablar de su posicionamiento teórico durante los años cuarenta.
244
Ya señalamos al comienzo de este epígrafe que la temática se debía
superponer a la forma dramática, ya que hace eficaz a ésta. Todos los nuevos elementos
que hemos visto hasta ahora deben desarrollarse del modo expuesto porque
temáticamente la nueva tragedia exige este tratamiento formal. Si la decadencia del
teatro occidental se debe a la crisis de temas, tal como indica en este ensayo Torrente
Ballester, un nuevo teatro necesita de temas nuevos. Y éstos deben ser capaces de
sugestionar, emocionar y enajenar al público no son sino los temas heroicos, como se
puede ver en sus primeras obras dramáticas201. De esta premisa se deriva gran parte del
desarrollo formal que hemos visto anteriormente, pero sus consecuencias no se quedan
únicamente en éstas.
Lo heroico se puede buscar en la épica nacional, que “por sí sola puede dar
motivos suficientes para todo un ciclo teatral” [35], pero no se puede renunciar a la
universalidad, ya que de lo que se trata es de hacer “un drama español para los hombres,
para los hombres todos” [35]202. Para esto es necesario recurrir a esa noción de Misterio,
que no es sino lo eterno humano. De este modo Torrente Ballester concluye que
temáticamente el nuevo drama se debe nutrir de nuevos componentes:
“Mito. Mágica. Misterio. Y también épica nacional, hazaña. Ahí laten,
reclamando insistentes su expresión poética los temas de la nueva
tragedia: que acaso, estéticamente, pueda ser denominada:
DECORATIVO”
MISTERIO
[36]
Es bastante explícita esta definición de <<Misterio decorativo>>, ya que nos
remite en primer lugar a esa noción de lo eterno, del mito a que se refiere el “misterio”,
pero, del mismo modo, es sólo decorativo203. No se trata de investigar metafísicamente
201
Ya hemos visto la presencia heroica tanto en El viaje del joven Tobías como en El casamiento
engañoso y seguirá presente en una obra posterior, como es Lope de Aguirre, aunque se irá diluyendo en
sus obras posteriores a 1942.
202
La influencia del pensamiento de Eugenio D´Ors a este respecto es muy significativa. Rodríguez
Puértolas recoge un texto muy claro en este punto, de su ensayo La civilización en la Historia: “Es, a la
vez y necesariamente, tradición y universalidad” [Rodríguez Puértolas, 1986, 408]
203
Curiosamente, Sender, en su artículo sobre el “Teatro Nuevo”, afirma que éste “tiene que consistir en
una combinación de ‘lirismo enervante’, ‘grandeza épica’, ‘simbolismo’, ‘psicología’ y ‘misterio’”
[Sender, 1936: 48], muchos elementos de los cuales comparte con la concepción torrentina.
245
el Misterio, sino de llevar “su presencia al pueblo en la única forma que él puede
conocerlas: como Mitos” [35]. Presentar al pueblo el Misterio, pero de manera estética,
donde volvemos a toparnos con la imperiosa necesidad, según el artista, de la presencia
de lo artístico en el nuevo teatro. Para todo esto es necesario respetar los preceptos
formales que anteriormente Torrente Ballester ha venido definiendo.
Recapitulando lo que señalamos sobre la estética falangista, vemos que este
concepto no es nuevo, y a el recurren las dos posturas que diferenciamos. Pero el
término Misterio nos remite, como nos indica el propio autor, a lo religioso. Si bien ya
utiliza la concepción cristiana para desmontar las tres leyes aristotélicas de la unidad y
redefinirlas en términos distintos (pero también en virtud de la concepción cristiana), el
nuevo Teatro que presenta el Misterio deberá ser “la Liturgia del Imperio” [36]. Y será
precisamente este el punto en el que Torrente Ballester unifica el Sentido y la
Trascendencia del nuevo teatro.
Según nos plantea Torrente Ballester, el Sentido del nuevo teatro no debe
buscarse en su utilidad, sino en su servicio, noción que como vimos en el apartado
anterior, está íntimamente vinculada al pensamiento de falangista a través de la obra de
Giménez Caballero. Es decir, es necesario preguntarse por su sentido no desde el
criterio de utilidad, porque no <<sirve para>>, sino desde el criterio de sentido, ya que
<<sirve
a>>. Si se acepta que el teatro sea la Liturgia del Imperio, ya que es la
presentación del Misterio originario, de una manera estética, decorativa, pero Misterio
al fin y al cabo, y, además, debe ofrecer un servicio, tanto al Hombre, como al Tiempo y
a la Cultura, es necesario, por fuerza, preguntarnos por su Trascendencia, ya que no
concluye en sí mismo, sino que se dirige a alguien.
Si en otros momentos de este ensayo Torrente Ballester parte de las nociones
aristotélicas para terminar superándolas, respecto a la Trascendencia del nuevo teatro
vuelve a repetir argumentación. Los efectos del nuevo teatro no se pueden cifrar en la
mera catarsis aristotélica ni en la ejemplaridad del teatro francés del XVII, “mas espero
que el público futuro asista al teatro como a una devoción” [37]. Sigue, como vemos,
manteniendo la similitud entre el nuevo teatro y la religión, llegando a afirmar el
“carácter religioso de la tragedia nueva” [37], en este caso remitiéndonos a la actitud
necesaria ante esta nueva Liturgia, que no es otra que la devoción religiosa, “que vale
tanto como respeto, entusiasmo y constante entrega” [38]. Y es que esta actitud devota
es la única que permitirá al nuevo hombre acceder al Misterio, eso sí, con la salvedad de
la diversión que “será el cimbel de que se valga la nueva tragedia para captar después la
246
más profunda atención -la devoción- del pueblo expectante” [38]. Si de lo que se trata es
de hacer dichoso al espectador con la admiración del Misterio, como escribe Torrente
Ballester citando a Moritz Geiger, no se puede menos que exigir una actitud devota ante
éste. Esta idea, sin embargo, tampoco es nueva, ya que en el teatro anterior a la Guerra
Civil, los defensores de la renovación del teatro y de una concepción del mismo como
arte, consideraban que “el público popular podía asistir al acontecimiento dramático con
un respeto profundo, casi religioso, que devolviera al teatro su trascendencia y su
dignidad artística” [Iglesias Santos, 1998, 94]. Algunos estudiosos han criticado y
caracterizado como propiamente falangista este requerimiento de actitud devota del
público y el símil religioso al que Torrente Ballester somete al teatro [Gómez Díaz,
1993: 38]. Sin embargo, tal y como referimos en el primer apartado de este trabajo, esta
idea fue constante en numerosos autores vanguardistas, lo que nos permite, más que
condenarla, realzar este símil como elemento renovador que adopta Torrente Ballester
respecto al caduco e intrascendente teatro de su tiempo204.
Esta idea hace concluir al autor que “todo esto necesita de un público educado.
Pero, entiéndase bien: no es igual público educado que público selecto” [38]. De este
modo deja asentadas unas bases que vuelven a coincidir con las de algunos autores
renovadores del bando republicano. Así pues, Ramón J. Sender, quien condenó las
pocas muestras de teatro proletario que vio en España por su nula calidad artística,
considera que el nuevo arte literario únicamente podrá desarrollarse a través de “una
educación paulatina del público, la potenciación de medidas de carácter cultural y la
transformación de la mentalidad del escritor” [Vilches de Frutos, 198: 695]. Bien es
verdad que el pensamiento senderiano es bastante más profundo que el de Torrente
204
De modo análogo, el lenguaje ha sido, una vez más de manera justificada, criticado por su retórica
falangista, aunque como hemos indicado varias veces a los largo del trabajo, surge una identidad de
retóricas sorprendente y no demasiado estudiada. Valga como comparación con este ensayo torrentito el
texto de Antonio Sánchez Barbudo en El Mono Azul sobre el estreno de Nueva Escena: “Entre las obras
que presenta Nueva Escena aquellas que nos ayuden a buscar el alma del mañana serán las que nosotros
prefiramos. Nueva Escena muestra dos mundos en lucha. Surge del drama real de hoy y mira al drama
último, al drama purificado y alto de mañana, drama que no se resolverá nunca. Mira al drama, que ahora
deja a un lado, pero también a la risa, más alegre aún que esa de la sátira que hoy se nos ofrece. Mira a la
risa. Porque con la justicia vendrá la paz, y con la paz, la fuerza, la inocencia y la alegría. Nueva Escena
ha amanecido con sencillez, oculta bajo el signo de la grandeza, aún inexpresada, que ahora vivimos. Hoy
saludamos su aparición tímida, pronto quizá celebraremos con ella el esplendor de ese día que ahora se
anuncia” [en Monleón, 1979: 191-192].
247
Ballester, aunque el ferrolano reconoce no querer adentrarse más en este aspecto por
“pertenecer por entero a la sociología”. Sirva la común idea de la educación del público
como elemento primordial para desarrollar un nuevo teatro como un elemento más de
identificación entre las posturas opuestas ideológicamente.
La toma de posición de Torrente Ballester, por tanto, guarda una rectitud del
dogma falangista incuestionable, pero esto no convierte el texto en antimoderno y
acérrimo defensor de lo clásico. Es una propuesta con valores nuevos, en realidad muy
poco desarrollados en el ensayo, pero, al menos, nombrados y bastantes más presentes
en sus obras, y otros, bastantes, no hay obligación de negarlo, clásicos, que exceden en
muchos casos las limitaciones artísticas, pero que no someten al arte a la renuncia de su
propia autonomía. El teatro es necesario que siga siendo arte, pero con unas directrices
determinadas. Se trata de una propuesta que muestra “el triunfo del hombre sobre la
anarquía, la victoria de lo espiritualmente excelso frente al teatro intimista y
psicológico, extranjerizante, que sólo se complacía en poner de manifiesto las flaquezas
humanas con una actitud claudicante” [Giménez, 1981: 90], contraria, por tanto, a las
propuestas republicanas, pero con unas coincidencias que se deben resaltar, en la
búsqueda de la renovación de un teatro decrépito. Y es que, tal como señalaba Díaz
Fernández, “el dolor del mundo y la alegría de la nueva época son percibidos por gentes
desprovistas de una cultura decadente y de gustos marchitos” [Díaz Fernández: 2006:
419], cualidades que compartían, al menos a nuestro entender, tanto Torrente Ballester
como aquellos otros hombres de teatro que trataban de acabar con una podredumbre
escénica a la que muchos otros se habían aferrado en pos del fácil éxito comercial en
detrimento del arte teatral.
248
2.- De los gozos a las sombras. El teatro de Torrente
Ballester en los primeros 40.
2.1.- La petrificación del sistema literario.
Durante los dos primeros capítulos de este trabajo hemos podido ir viendo la
evolución de un joven dramaturgo durante los azarosos años veinte y treinta; su
búsqueda continuada de la línea a seguir en su vocación primera, el teatro; sus idas y
venidas respecto a planteamientos teóricos sobre qué debe ofrecer el teatro; su
dependencia inicial de las vanguardias para aprender, poco a poco, a someter la fantasía
a una racionalización cada vez mayor; todo esto le llevará, en los politizados años
finales de la década de los treinta, a producir obras y reflexiones teóricas muy
vinculadas a planteamientos revolucionarios de carácter político y social, aunque
siempre partiendo de una concepción intelectual y artística del teatro. En definitiva,
hemos podido conocer un poco más el devenir literario más común en esos 15 años de
constante evolución dentro de la periferia literaria.
Las coincidencias con la trayectoria literaria de muchos de los autores que
defendieron la legitimidad de la República frente al alzamiento nacional no deben
resultar sorprendentes, ya que, como hemos venido argumentando, la periferia del
campo literario se caracterizaba por la constante búsqueda de renovación frente al
centro canonizado, fuertemente arraigado en sus pilares básicos de público, autores,
empresarios y actores, contra los que se trataba de luchar con nuevas propuestas
teatrales y literarias, divergentes en muchos aspectos pero con este fin común. El
posicionamiento torrentino, por tanto, no debe considerarse como conservador o
reaccionario, al menos en lo que al teatro se refiere. No hemos entrado a juzgar lo que
ideológicamente tiene de reaccionario el pensamiento de Torrente Ballester y, en
general, el grupo de Burgos, porque excede el ámbito de este trabajo. Sin embargo, por
lo que de enfoque sistémico tiene el mismo, y por las simplificaciones y
depauperaciones a las que se ha sometido muchas veces la obra “falangista” de Torrente
Ballester es necesario pronunciarnos, aunque sea de manera bastante sintética:
identificar el falangismo de estos escritores con el franquismo es un error que se repite
en bastantes estudios literarios sobre estos autores en este tiempo. La identificación de
la
Falange primorriverista con la
FET y de las JONS franquista supone la
249
superposición de elementos demasiado dispares que simplifican hasta distorsionar
parcialmente aquella realidad en la que Torrente Ballester trató de desarrollar su
vocación literaria en los primeros años cuarenta. Este grupo no luchó en la Guerra Civil
“para reinstalar el integrismo católico y tradicionalista, ni el menendezpelayismo por
decreto, ni el rencor como norma de juicio, ni la revancha como ley unánime” [Gracia,
2004: 244]. El propio Ridruejo explicó ya en sus memorias lo que supuso para los
crédulos falangistas el proceso de Unificación:
“Sólo los lemas de nacionalismo trascendente o expansionista quedaron
en pie gracias a su considerable vaciedad […] Seguramente ya era
quimérico antes de la guerra el sincretismo izquierda-derecha que
creíamos profesar los falangistas. Pero con la guerra y las alianzas
forzosas de la guerra, la quimera se hacía pura imposibilidad. En rigor,
el sincretismo por el que se luchaba en Burgos era ya otro, en el que
desaparecía cualquier cantidad viva instalada a la izquierda de Falange.
¡Casi nada!” [Ridruejo, 1976: 126]
De todo este proceso de búsqueda continua de un futuro ansiado desde antes y
durante la Guerra Civil, surgirá la perenne idea de la “revolución pendiente”, a la que,
algunos años después, como trataremos de mostrar más adelante, Torrente Ballester, tras
reconocer la derrota de sus ideas, no era ajeno.
Esto, sin embargo, no puede llevarnos tampoco a aceptar ciegamente la
posición que muchos de los autores del grupo de Ridruejo, quizá con la única excepción
de éste, mantuvieron durante muchos años: la de ser liberales que buscaban la
reconciliación de las dos Españas. Sus textos de estos años no dejan lugar a dudas.
Quien como Torrente Ballester escribe en unos Cuadernos de Orientación política
acerca de los “Antecedentes de la Subversión Mundial” en 1939 o deleita al público
falangista con una durísima crítica de “Las ideas políticas modernas. El liberalismo” ese
mismo año, no puede ser reconocido como un liberal disfrazado de falangista porque las
circunstancias lo exigen205. Es Santos Juliá quien más clara y documentadamente ha
205
Lo mismo se puede decir de compañeros de pluma del ferrolano en estos años. Laín Entralgo ensalza
en 1941 Los valores morales del nacionalcatolicismo, mientras que, un año antes, Antonio Tovar
conferencia en el Berlín nazi acerca de “La idea del Imperio español en la Historia”.
250
mostrado la verdadera faz de ese grupo [Juliá, 2002: 4-13], dando una visión muy
diferente a la de los propios protagonistas sobre su posicionamiento ideológico en estos
primeros años de posguerra. Son claras las disonancias entre las diferentes familias del
franquismo (católicos, monárquicos, carlistas, militares y los propios falangistas), como
recoge Juliá pero la adscripción de los falangistas a la rama liberal resulta, no sólo
inviable, sino contradictoria por su propio espíritu. El profesor Juliá considera que la
Falange “se define por su anticomunismo; pero el comunismo no era para ellos sino una
forma errada, y hasta cierto punto cercana, de resolver la fragmentación, la pérdida de la
patria una y unida, la partición de la unidad del hombre y su destino que había traído el
liberalismo” [Juliá, 2002: 7]. De este modo, las propias obras torrentinas escritas hasta
ese momento, basadas en la idea de unidad y destino del hombre, como hemos señalado,
sirven como uno de los elementos más paradigmáticos de la condena del liberalismo
realizado por el grupo falangista.
Este error de interpretación respecto al denominado grupo de Burgos parte
principalmente de dos de las fuentes ya mencionadas. Por un lado, las memorias que los
diferentes integrantes del grupo nos han dejado, especialmente el Descargo de
conciencia de Laín Entralgo; por otro, la supuesta “verdad asuntiva e integradora” [Laín
Entralgo, 1976: 205] de la revista Escorial, bastante contradictorio con su “Manifiesto
editorial”, tal y como veremos a continuación.
La lectura de las memorias de estos intelectuales nos permite diferenciar tres
tipos de planteamientos respecto a los años a los que nos referimos. Por un lado estaría
aquella palinodia o retracción pública más o menos abierta y arrepentida y que nos suele
presentar un panorama que, por un lado, nos referencia la dura lucha política que se
desarrolló tras la victoria nacional y de la que salieron derrotados el denominado grupo
de Burgos, mientras que, por otro lado, tiende a dejar en el tintero muchas de las
cuestiones más espinosas de estos años, endulzando, en muchos casos, sus
determinaciones y acciones. Laín, por ejemplo, nos presenta tanto la situación del
establishment de la zona nacional, “la derecha tradicional, cualquiera que fuese su
figura; los técnicos dispuestos a vender su técnica al mejor postor, para conseguir así
lucro, lucimiento social y acaso alguna migaja de poder; los falangistas, cada vez más
numerosos, cuya conducta política se hallase orientada por móviles análogos a los de
estos técnicos” [Laín Entralgo, 1976: 244], como una demasiado edulcorada visión de
su papel integrador, al afirmar que “nuestra voluntad asuntiva y superadora –de nuevo
estos dos conceptos hegelianos-marxistas- se extendía con fuerte y menesterosa
251
querencia a todo lo que en el mundo <<rojo>> tuviese eminencia ética, intelectual o
artística” [Ibíd.]206. Textos similares podemos encontrar en las Casi unas memorias de
Ridruejo, aunque éste siempre fue bastante más explícito en el reconocimiento de sus
decisiones en estos años. Otros textos memorialísticos de gente vinculada al grupo de
Burgos, como las Memorias y esperanzas españolas de López Aranguren, Vivanco y su
Diario o Luis Escobar con su En cuerpo y alma, referencian únicamente la vida
personal y literaria de los propios autores, desatendiendo toda la vinculación política
que el proyecto en el que se enmarcan tenía, aunque se pretendiera siempre someter a
unos principios estéticos o literarios. Son, más que palinodias o rectificaciones,
autobiografías intelectuales, literarias o profesionales. Por último quedaría el caso más
difícil de globalizar y que nos ofrecen autores como Luis Rosales y su “Autobiografía
literaria improvisada ante un magnetófono”, o Torrente Ballester, con su “Currículum,
en cierto modo”; es éste el que no deja sino retazos de su pensamiento respecto a estos
años sino en algunas obras con tintes autobiográficos y en algunos ensayos dispersos y
columnas periodísticas, aunque suele primar siempre la biografía intelectual sobre la
política.
Es lógico, por otra parte, que las biografías que más tengan de política sean la
de aquellos que tuvieron realmente responsabilidad política, Ridruejo, por su posición
de Delegado Nacional y Jefe de Propaganda dentro de la Falange, y Laín Entralgo, por
su rectorado de la Universidad de Madrid en los años 50 y por su carisma dentro del
grupo. Sin embargo, la unidad y ligazón que se estableció entre los componentes de este
grupo, repetida hasta la saciedad en las diferentes memorias, hace extraño que, en el
caso de Torrente Ballester, nunca se mencione a la Falange en su “Currículm en cierto
modo” y su hijo, en la biografía que escribió, pasó de puntillas sobre su afiliación a la
Falange, recogiendo lo que el propio autor narró a G. Reigosa:
206
Trapiello define bastante bien este ejercicio memorialístico de Laín al afirmar que “ha pasado del
<<me
acuso, padre>>, al <<fuimos todos>> y, sin mediación posible, o como suele decirse, sin solución de
continuidad, pasa a no enviar sus defectos sino a consignar sus virtudes y cuantos actos virtuosos se
hicieron por su mediación, de modo que pone al pater, su paciente lector, en el curioso brete, no ya de
darle la absolución, sino las gracias” [Trapiello, 2002: 277]. Jordi Gracia, por su parte, resalta “la repulsa
temprana de Dionisio Ridruejo a su propio pasado y a sus convicciones fascistas antes que el caso de Laín
Entralgo y su maquillaje de una biografía ni asumida ni deplorada” [Gracia, 2004: 81].
252
“Chego a miña casa e atopo un montón de mulleres aterradas, e
primeiro que me di por teléfono meu pai, que estaba en activo, na escala
de terra, en Bueu, é: “¿Para que viñeches? Mataron a todos os teus
amigos” Iso para comenzar […] Entón, claro, eu busco uns apoios e,
nunha noite tensa –a noite da miña chegada– vou a Ferrol, falo cun frade
amigo meu e home de grande influencia e el amáñamo todo. Díxome:
“Métete na Falanxe”. E o día seguinte pola mañá ingresei na Falange. E
así, en fin, ata o fin da guerra” [G. Reigosa, 2007: 73]
Es ésta una de las escasas menciones a la Falange de Torrente Ballester,
coincidiendo con otros autores, como Laín Entralgo, que menciona a la Falange
escasamente, identificando, de este modo, el “ghetto al revés”, como lo denominaba el
turolense, con la base de sus actuaciones y no con la Falange Tradicionalista. La
identificación, por tanto, no sería tanto con la FET sino con la figura de Primo de
Rivera, ya que tanto Torrente Ballester como Laín Entralgo serán defensores del legado
de Primo de Rivera, el primero a través de la Antología compilada y prologada por él en
1939, y el segundo al reconocer, mucho años más tarde que “fui nominalmente
falangista desde el día de mi inscripción en Falange, uno de la última decena de agosto
de 1936; comencé a serlo real y cordialmente cuando leí y releí el folleto con tres
discurso de José Antonio […] Si lo que se decía en esos discursos cobrara realidad
política y social, además de tener oratoria y retórica, ¿no es cierto –me decía yo a mi
mismo– que los cinco grandes problemas de la vida española, el religioso, el
económico, el ideológico, el cultural y el regional, quedarían satisfactoriamente
resueltos?” [Laín Entralgo, 1976: 181]. Así pues, se reafirmaría la posición fascista
adoptada por este grupo, distanciada del ulterior desarrollo del franquismo y de las
posiciones liberales que muchos de ellos consideraron defender, echando la vista atrás,
por estos años.
Todas las autobiografías y rememoraciones de los diferentes autores, escritas a
partir de los años sesenta, a toro pasado podríamos decir, y con la única excepción de
Ridruejo, “tendieron a falsear la ecuanimidad de la balanza: desfiguraban su
compromiso fascista en la posguerra perfilaban muy fuertemente esa suerte de lealtad
liberal que los animó” [Gracia, 204: 242-243], lo que ha podido llevar a muchos
estudiosos a considerar continuistas y liberales a aquellos autores que en los primeros
años de posguerra no eran sino fascistas. Y es que, tal como argumenta Santos Juliá, en
253
muchas de las memorias y recuerdos de los intelectuales de este grupo prima la
intención de “iluminar lo que se fue en el pasado por lo que se ha llegado a ser en el
presente” [Juliá, 2003: 12].
En lo que respecta a Torrente Ballester, las escasas referencias a este período
no se alejan de la línea trazada. Es el caso, por ejemplo, del artículo “Lo que Laín no
dice de sí mismo”, donde el ferrolano caracteriza a sus compañeros y a el mismo como
“un grupo casi de muchachos, en los que la conciencia de nuestra situación y de sus
riesgos se había agudizado especialmente”, para afirmar más adelante que su
pensamiento “diverso en la matización individual, coincidía ampliamente en cierto
humanismo liberal en las cosas del espíritu, y radical y radical en materia económica; y
como; además, éramos católicos, aspirábamos a la integración de nuestra fe en la más
ancha y ambiciosa modernidad” [Torrente Ballester, 1997: 383-384]. Frente a los
artículos publicados durante la guerra, que ya hemos referenciado, y a sus obras de
marcado carácter nacionalsindicalista, Torrente Ballester reflexiona en 1965 acerca de
lo que supuso el grupo de Burgos durante el primer franquismo muy alejado de sus
posicionamientos anteriores, lo que le permite concluir que el grupo de la revista
Escorial, fue el que “evitó que nuestra reincorporación al mundo y a la vida universal
del espíritu s retrasase en diez o quince años” [Torrente Ballester, 1997: 385].
Pero es en torno a la revista Escorial, lo que supuso y lo que pretendía, donde
mayor confusión hay al respecto a la toma de posición de estos intelectuales. Son varios
los autores que han destacado el liberalismo de sus contenidos, llegando a caracterizarla
como “una revista liberal, casi prototípica” para concluir afirmando sobre el grupo que
se hallaba “atenazado entre su vocación intelectual de signo liberal y el atractivo
señuelo de la revolución nacional y una suerte de totalitarismo del espíritu” [Mainer,
1971: 54-55]; lógicamente, esta afirmación estará también muy presente en los
testimonios que los propios componentes de la revista nos han dejado, como el caso de
Torrente Ballester, quien afirma que “si no en su fachada, Escorial era, en su corazón,
liberal” [Torrente Ballester, 1976b: 65]. Pero, en realidad, no será sólo la fachada de la
revista la que no resulte liberal, sino también su contenido. Desde el nombre de la
propia publicación todo apunta a la actitud falangista que toda la revista tuvo; en su
“Manifiesto editorial” se justificaba la elección del título por ser El Escorial “la suprema
forma creada por el hombre español como testimonio de su grandeza y explicación de
su sentido” [en Morente, 2006: 265], imagen surgida de Giménez Caballero [Wahnon,
254
1998: 110] y a la que el propio Torrente Ballester recurrió, como vimos anteriormente,
en sus artículos periodísticos durante la Guerra Civil207. Si ya el propio título resultaba
significativo, su contenido no abandonará la línea nacional-sindicalista en que se
enmarcaba.
Dirigida por Ridruejo, encargó a Laín la subdirección; las secretarías de
redacción, a su vez, recayeron en Antonio Marichalar, colaborador de la orteguiana
Revista de Occidente, y Luis Rosales, colaborador de José Bergamín en Cruz y Raya208,
lo que sirve para ligar la publicación falangista con la cultura de preguerra, aunque no
para identificar el espíritu de las mismas. De modo similar, su “elegante formato de la
revista, su predilección por el ensayo, el considerable lugar que en ella ocupa la poesía,
la abundancia de reflexión histórica, la amplia y diversa nómina de colaboradores”
[Juliá, 2002: 9], sirve para relacionar las publicaciones citadas, aunque nunca para
identificarlas plenamente. Y es que desde el principio, lo que prima en la revista
falangista es “el réquiem por el liberalismo derrotado, la exultación por el triunfo del
totalitarismo y la racionalización teórica del Estado totalitario como modo de
organización de la gran potencia en su plenitud” [Julia, 2002: 9]. Su “Manifiesto
editorial” publicado en el primer número, deja bien claros los objetivos perseguidos:
“Primero: congregar en esta residencia a los pensadores, investigadores,
poetas y eruditos de España: a los hombres que trabajan para el espíritu.
Segundo: ponerlos –más ampliamente que pudieran hacerlo en
publicaciones específicas, académicas y universitarias– en comunicación
con su propio pueblo y con los pueblos anchísimos de la España
207
Torrente Ballester ofrece a este respecto un claro ejemplo de lo que hemos visto al hablar de las
memorias de estos autores; la relectura liberal de su comportamiento a la luz de su posterior evolución. Y
es que Torrente Ballester no duda en afirmar que “el título de la revista no apuntaba para nada a las
glorias pretéritas, entonces tan zarandeadas, sino a una obra maestra de la arquitectura […] que reducida a
su desnudez plástica, es un modelo de estilo y considerada en su situación y encaje en el entorno, un
ejemplo de genial inserción de una forma en el paisaje” [Torrente Ballester, 1976b: 64].
208
Según el testimonio de Laín Entralgo en carta a Ridruejo, Torrente Ballester optó a acompañar a
Marichalar en la Jefatura de redacción, aunque finalmente no se le asignó: “Tú verás quien [sic] te parece
mejor para el cargo: ¿Carlos Alonso del Real? ¿Torrente? ¿Rosales? ¿Vivanco? ¿Algún otro que se te
ocurra? Tú decidirás sobre todo esto. Hubiese querido, sin embargo, hablar contigo de ello. No creo que
en ningún momento, si subsiste la dualidad directiva, dejemos de entendernos sin reservas” [en Morente,
2006: 265]
255
universal y del mundo que quieran reparar en nosotros. Tercero: ser un
arma más en el propósito unificador y potenciador de la Revolución y
empujar en la parte que nos sea dado a la obra cultural española hacia
una intención única, larga y trascendente, por el camino de su
enraizamiento, de su extensión y de su andadura cohonestada,
corporativa y fiel. Y, por último, traer al ámbito nacional –porque en una
sola cultura universal creemos– los aires del mundo tan escasamente
respirados por los pulmones españoles, y respirados sobre todo a través
de filtros tan aprovechados, parciales y poco escrupulosos” [en Morente,
2006: 267]
Aparte del uso característicamente fascista de la lengua que Torrente Ballester
maneja en sus obras y que se sigue observando en este editorial, “apocadíctica,
profundamente falsa, ajena por entero a los mimbres relativistas de la tradición
humanista, y también de na antigua España civilizada” [Gracia, 2004: 24], hay una frase
en este manifiesto que determina toda recuperación y asunción, que las hubo y
bastantes, de figuras culturales españolas por la revista: “empujar en la parte que nos sea
dado a la obra cultural española hacia una intención única, larga y trascendente”. Queda,
de este modo, dirigida la obra cultural de Escorial, convirtiendo la revista en un
instrumento para “ofrecer a la Revolución española y a su misión en el mundo un arma
y un vehículo más” con el objetivo de “rehacer la comunidad española, realzar la unidad
de la Patria y poner esa unidad –de modo trascendente– al servicio de un destino
universal y propio” [en Morente, 2006: 266-267]. Aunque se trata de salvaguardar la
autonomía de la revista respecto del contenido ideológico, ya que a nadie se le iban a
pedir “apologías líricas del régimen o justificaciones del mismo”, sino solo “el puro
ejercicio de su oficio y la pura ofrenda de su saber” [Ibíd.], el carácter asuntivo e
integrador tan defendido por sus componentes no dejaba de someter a un férreo
dirigismo ideológico cualquiera de las recuperaciones que la revista llevó a cabo.
Se retomaba del pasado sólo lo mejor posible, aquel que pudiese encajar en sus
firmes convicciones fascistas de estos años, redirigiendo cualquier lectura, incluso las
que eran demasiado tramontanas. Es el caso, por ejemplo, de Donoso Cortés, a quien se
relee de manera orientada, en función de los intereses del propio grupo Así lo reconoce
el propio Laín, quien nos confirma que su servicio de Ediciones durante la guerra
publicó una antología del pensador pacense, compilada y prologada por Antonio Tovar,
256
para presentar “el Donoso más compatible con la actitud de quienes otra vez
lanzábamos a pública lectura al grande, pero demasiado maniqueo y demasiado
apocalíptico antiliberal” [Laín, 1976: 236]. No cabe duda, sin embargo, de que será la
asunción de los intelectuales liberales como Ortega, Marañón, Machado o la propia
generación del 98 la que reportará a los integrantes de la revista Escorial su visado
hacia su autodefinición como liberales. En palabras de Juliá, parecía que “antiliberal por
su contenido, Escorial habría sido entonces liberal por su actitud” [Juliá, 2003: 11].
Jordi Gracia ofrece una lectura muy distinta a aquella que pareció asumir gran
parte de la historiografía política y literaria respecto a estos “liberales falangistas”,
coincidente con las ideas propuestas por Santos Juliá y por Javier Cercas. El profesor
Gracia plantea este supuesto carácter asuntivo desde una perspectiva ajena a los propios
actores de la integración, es decir, los componentes de la revista Escorial. Parte de la
posición política adoptada por aquellos que fueron asumidos por los jóvenes falangistas
para su causa y define la asunción de unos por otros, y viceversa, como una especie de
quid pro quo intelectual. El lo ha denominado “teoría del tinte”, que no es sino la
decantación del liberalismo hacia tomas de posición cada vez más totalitarias por estos
autores liberales, o en términos de Morodo “mistificación de corrientes doctrinales
autoritarias en sectores liberales que no vieron la amenaza de ruina que el flirteo con el
autoritarismo cernía sobre el sistema democrático y liberal” [Gracia, 2004: 191]. En
referencia a autores como Ortega, Marañón o Baroja, Gracia considera que no hubo una
renuncia formal a sus ideales liberales primigenio, sino que fueron “la gestión política
de la República y la radicalización del Parlamento, la calle y la prensa las que fueron
retrayendo y autoexcluyendo a estos a estos escritores del proyecto republicano hasta su
misma adhesión al alzamiento de Franco” [Gracia, 2004: 70]. A partir de esta situación,
estos intelectuales tienden a radicalizar sus posicionamientos políticos, cada vez más
totalitarios y menos liberales209, en defensa de lo que entendían como situación
ineludible para salvaguardar los propios valores liberales frente a la temida “barbarie
roja”. De este modo, Ortega argumenta que el totalitarismo sofocará los excesos del
209
Quizá el ejemplo más claro de todo este proceso de decantación hacia posiciones totalitarias, lo
encontramos, tal como señalan muchos estudiosos, en el “Prólogo para franceses” y en el “Epílogo para
ingleses” de La rebelión de las masas de Ortega y Gasset, publicado desde su aparición, en 1938, en las
sucesivas ediciones del clásico orteguiano, con la excepción de la primera edición en la España
franquista, por la editorial Revista de Occidente, que hace desaparecer tanto el prólogo como el epílogo,
aunque los recupere en la edición de 1945.
257
liberalismo, que no son sino la oportunidad brindada a las masas de romper “el tácito
pacto de continuidad cultural que había mantenido cohesionada a Europa desde el siglo
XVIII” [Gracia, 2004: 84]. Baroja, por su parte, argumentará de manera bastante similar
al señalar que “los liberales tenemos que pensar en la posibilidad de la dictadura. La
aceptaríamos con gusto si ella pudiera dar el mínimum de esencia liberal necesaria, para
la vida del pensamiento, y al mismo tiempo acabara con la repugnante crueldad que hoy
reina en España” [en Gracia, 2004: 92]. El error de ambos, como de otros liberales210,
fue considerar la temporalidad del régimen totalitario, frente a la realidad de la
Dictadura que con su silencio ayudaron a asentar. Esta denominada “teoría del tinte” tal
como la expone Jordi Gracia en su ensayo aporta una nueva visión de los
posicionamientos de diferentes intelectuales en el nuevo sistema erigido tras la Guerra
Civil.
De este modo, el espíritu continuista y asuntivo de la revista Escorial se limita
de manera bastante evidente al integrar únicamente aquellos valores que les sirvieran
para defender sus intereses, a través de las obras de aquellos liberales que creen poder
sanar el espíritu liberal y unificador europeo a través de la sangría del totalitarismo. Para
Gracia, los fascistas jóvenes “habían releído esa tradición liberal para encajar esas obras
en lo que eran ellos, intelectuales fascistas que hicieron su propio tapiz allegando del
pasado liberal los hilos convenientes” [Gracia, 2004: 238]. Así pues, existe una
conveniencia en la cohabitación de unos autores y otros, ya que a los falangistas les
permitía mantener esa pretendida continuidad que la República supuestamente había
roto y a los liberales de antaño les permitía seguir soñando con aquella sanación del
liberalismo a través de posiciones autoritarias.
Pero este planteamiento diluye todo liberalismo en los autores de Escorial, ya
que su capacidad asuntiva e integradora está mediatizada por la preeminencia de los
valores que ellos defendían, superiores a los de aquellos liberales de los que se servían
para arraigar en la tradición española sus pretensiones de crear un Estado totalitario y
fascista, distante de los ideales de los liberales. Quizá, más que de espíritu liberal, se
más lícito hablar en estos autores de su aspiración a distinguirse del mero y bruto
nacional-catolicismo con un cuño propio hecho de liberales vigilados (o liberalismo
210
Jordi Gracia señala una notable nómina de autores que mantuvieron idéntico posicionamiento:
“Exactamente igual que Ortega e ese mismo año de 1937, e igual que Baroja, Azorín o Marañón, también
Jorge Guillén reconoce alguna forma de continuidad histórica no en la defensa de la República sino en el
entorno ideológico, político, religioso del nuevo poder franquista” [Gracia, 2004: 167].
258
cohibido)” [Gracia, 2004: 222-223]. De hecho, resulta curioso como Laín Entralgo
esgrime el mismo argumento para defender su toma de posición juvenil respecto a la
revista Jerarquía y la revista Escorial: “Pensando en el porvenir de tu pueblo –ese
posible modo asuntivo y superador de realizarse España en su historia-, comenzaste a
soñar para todos. Diré tu cargo que soñaste con tanta ambición como ingenuidad,
porque la situación en la que existías, la realidad misma, no permitía convertir esos
sueños en proyectos” [Laín Entralgo, 1976: 227]. Sin embargo, aunque la actitud del
propio Laín es constante, según sus propias palabras, durante los años de la guerra y los
primeros de la posguerra, los estudiosos no dudan en calificar a la primera como una
revista claramente fascista, mientras que, respecto a la segunda, surgen las diferencias
de opinión acerca del liberalismo que sus autores defendían en sus páginas. Quizá no es
tal esta cuestión bizantina si no consideramos a los autores de este grupo por lo que
llegarán a ser, sino por lo que en esos momentos eran y aspiraban a ser, lo que nos
devuelve una imagen nada deformada de estos autores como fascistas de pro, muy
alejados de las ideas liberales.
Años después, pero dentro de la órbita del falangismo que caracterizaba a este
grupo, Dionisio Ridruejo había de ofrecer la más clara muestra del modelo asuntivo
pergeñado por la revista Escorial para el servicio a sus intereses totalitarios. Y es que su
artículo “Excluyentes y comprensivos”, publicado en Revista, el 17 de abril de 1952,
muestra el modo de asimilación que el grupo escorialista canonizaba frente a la que
años después, incluso el propio Ridruejo, definió211. El planteamiento de este artículo
viene a reseñar dos formas de enfrentamiento respecto al futuro de España: por un lado
la reaccionaria o conservadora, que niega el problema endógeno de la comunidad
nacional, situando fuera de ella los agentes provocadores de la crisis. Todo esto llevaría,
necesariamente, a la exclusión del adversario; por otro lado, la posición defendida por
Ridruejo y la revista Escorial, es la llamada postura comprensiva, que ofrecía, de una
211
La edición de este artículo tan citado en la bibliografía política de posguerra suele ser siempre la de
Casi unas memorias, del propio Ridruejo, aunque, este texto difiere en algo de la edición original. Tal
como señala Francisco Morente “los primeros siete párrafos que aparecen en el texto de Casi unas
memorias nunca se publicaron en el número e1 de Revista¸ son un añadido posterior, pero en las
memorias de Ridruejo no se indica en ningún momento” [Morente, 2006: 400]. Bien es cierto que este
añadido no cambia el sentido original del texto, aunque se lo dulcifica. Por el contrario, la edición
presentada en Casi unas memorias elimina el último párrafo de la versión original, donde se hacía a
Franco “nada más y nada menos que el paladín de la integración que defendían los comprensivos” [Ibíd.].
259
manera muy sui generis, la oportunidad de reincorporarse a la vida nacional y participar
en un proyecto de futuro que no podía ser la mera restauración del pasado, sino –y esto
no está tal cual en el original, sino en el añadido posterior– el de incorporar a España a
“las formas, la experiencia, el espíritu y la vida contemporáneos” [en Morente, 2006:
404]. De este modo queda planteado el dilema sobre el futuro de España en torno a estas
dos posturas: los hombres de la ‘España sin problema’ del ultracatólico Calvo Serer,
reaccionarios y restauradores frente a, según palabras del propio Ridruejo, “los hombres
de la ‘revolución pendiente’, herederos de todos los problemas y enderezadores –porque
las comprende – de todas las subversiones. Estos últimos no han luchado para excluir
sino para convertir, convencer, integrar y salvar españoles” [en Morente, 2006: 404].
De este modo, Ridruejo deja bastante claro que la razón queda de su parte, y
que su enfrentamiento militar contra la República no imponía necesariamente un olvido
del legado cultural de sus autores. Distante del posicionamiento ideológico de estos
autores, queda a bastantes leguas también, por no decir bastantes más, de los
posicionamientos ultraconservadores a los que se enfrentan tras la victoria militar. Así
pues, su posicionamiento ‘comprensivo’ se ha ido dibujando y perfilando como
propiamente liberal, aunque su intención fuera exclusivamente, como reconoce en este
artículo, la de reconducir y salvaguardar aquellas ideas y valores que sean propicios
para la consecución de sus ideales políticos. Así pues, Ridruejo recordaba a sus
compañeros falangistas que el “modo único de quitar al adversario parte de razón que
tiene o tuvo es el de hacerla propia cuando se le ha vencido” [Ridruejo, 1976: 302]; es
decir, primero vencerlo y después, únicamente después, “absorberlo, asimilarlo y
convertirlo” [Ibíd.]. Este proceso, definido por Riduejo en clave fascista, totalitaria o
falangista212, alejados tiempo después de sus cargos políticos y casi olvidada su
referencia fascista, será interpretado por muchos historiadores como el gozne del
posterior liberalismo del propio autor y botón de muestra de la generalizada tendencia
liberal de los componentes de su grupo, a pesar de que “consistía en tratar de entender la
212
Santos Juliá aporta un clarísimo paralelismo entre este modelo de recuperación y asimilación
‘escorialista’ y el genuino de los regímenes totalitarios, especialmente el fascismo italiano a través de la
figura de Gentile, quien intentó “atraer a la órbita del fascismo a intelectuales de diversa extracción
ideológica, no en nombre del partido fascista sino de la cultura nacional. Lo nacional por encima del
partido en un tiempo en que el partido, por no haber logrado todavía su objetivo de totalitaria revolución
nacional, estaba aún lejos de identificarse en la práctica con la nación” [Juliá, 2003: 12].
260
parte de razón de los vencidos para, una vez purificada, asumirla en un proyecto común,
católico, nacional y totalitario” [Juliá, 2003: 13].
Parece, por tanto, un exceso evidente que poco tiene que ver con la realidad
histórica el supuesto liberalismo en estos años de estos autores y, por ende, de Torrente
Ballester, que llega a afirmar que los cambios políticos que se produjeron en 1942
representaron “la Victoria sobre los restos, actuantes o no, del liberalismo, del respeto al
pensamiento ajeno, de la libertad de expresión […] Empezó para la inteligencia hispana
una verdadera cautividad de Babilonia, de la que tantos escritores españoles no pudieron
salir, y en la que tantos vieron sus vocaciones frustradas” [Torrente Ballester, 1976: 67].
La toma de posición de estos intelectuales, y, por tanto, la de Torrente
Ballester, debe ser repensada sin reducciones demasiado simplistas que identifiquen a
los mismos con esferas de poder diferentes a las que en realidad se dieron, ya sea por
una identificación demasiado amplia –considerarlos sin diferencia alguna dentro del
bando franquista – como por una pretenciosa tendencia al olvido de sus posiciones
políticas en estos años, reconociéndoles sus supuestas actitudes liberales, tal como ellos
y algunos estudiosos pretendieron que se les viera213. En palabras de Jordi Gracia, “es
evidente que ni la caricatura que muchas veces se nos hace del período ni la entusiasta
acumulación de nombres consagrados que defiende Laín hacen justicia al complejo
panorama” [Gracia y Ruiz Carnicer, 2001: 155]. De tal modo, es fácil entender las
ilusiones de los jóvenes fascistas, que creían ver llegar, de la mano de Serrano Suñer
principalmente, el tiempo de la falangistización del Estado; es comprensible el gozo
ante un presente que se auguraba muy propicio, y lo es también el período de
desencanto, de sombras al que a partir de 1942 se verán abocados. No demasiados
autores, casi exclusivamente Torrente Ballester, podrán reflejar de manera tan acertada
en su obra literaria este proceso ideológico y político, de los gozos de la victoria a las
sombras de la derrota. Los cambios que se comienzan a atisbar al final de este período
quedaran explícitamente plasmados en sus obras posteriores, donde el desengaño del
proyecto político franquista, que no del falangista, se hará patente en sus obras
dramáticas y su narrativa, tanto en sus novelas como en sus narraciones cortas.
213
El propio Santos Juliá referencia este error en varios estudiosos que consideraron tanto al grupo como
a la revista Escorial muestra del liberalismo característico de estos intelectuales [Juliá, 2002: 5-6 y Juliá,
2004: 337-338].
261
En la breve introducción que acabamos de realizar al ambiente cultural en el
que Torrente Ballester desarrollará su papel de autor dramático en los primeros años
cuarenta, hemos señalado, aunque sea sólo de pasada, lo que se puede considerar como
la
característica
principal
del
sistema cultural:
la lucha,
desde diferentes
posicionamientos, por la hegemonía del poder político, social y cultural. Desde el
proceso de unificación política de las diferentes fuerzas nacionales durante la Guerra
Civil, las luchas por la hegemonía fue una constante que estuvo domeñada de manera
rigurosa por la imperante economía política de guerra, que no permitía disonancias
respecto al mando único de Franco por la peculiar situación bélica del momento.
Acabada la guerra, sin embargo, las luchas intestinas, más que por el poder político, por
el favor de Franco, se fueron radicalizando, y la Falange, capitaneada por Serrano
Suñer y Ridruejo, y ligado a éste, todo el grupo de Burgos el que se hallaba Torrente
Ballester, no dudaba en tomar parte en todo lo relacionado con la política y lo
dependiente de ella. De este modo, las diferentes esferas de influencia pública, que
corresponden a diferentes tomas de posición en el campo de lo social y, también, de lo
literario, entrarán en conflicto permanente hasta que durante la década se manifieste una
progresiva canonización de un determinado modelo social y su correlativo en el campo
literario.
De la misma manera que los otros grupos, durante los años a los que
dedicamos este apartado, 1939-1942, tanto la revista Escorial como el papel de los
intelectuales del ghetto al revés, como lo llamaba Laín, se orientará hacia el intento de
asentar como principios rectores en todos los campos sociales los principios básicos de
la ideología fascista española, es decir, se trataba de lograr una progresiva
falangistización de toda la sociedad. Todo este enfrentamiento entre diferentes modos
de asumir y dirigir la victoria hacia intereses propios ha sido reconocido por la mayoría
de los historiadores como una de las señas de identidad más relevantes de esta primera
posguerra, ya sea por aquellos historiadores que consideran al grupo de Ridruejo y a
Escorial como liberales, como señala Mainer, o por aquellos otros que no ven en las
tomas de posición de los falangistas ningún atisbo de liberalismo214.
214
Sirvan de ejemplos estas dos afirmaciones. Mientras Mainer plantea que “la vida cultural de la España
de la posguerra ha oscilado, en suma, entre el complejo de inferioridad y la voluntad de ruptura con el
pasado inmediato; entre el espíritu de continuidad, el epigonismo y la voluntad de hacer tabla rasa ante las
nuevas coyunturas” [Mainer, 1981: 8], Gracia considera que “hay una separación progresiva entre un
proyecto que es fundamentalmente totalitario, y una práctica caracterizada por la gran fuerza de la Iglesia,
262
Aunque con diferentes criterios para juzgar la toma de posición de los
integrantes de Escorial, casi todos los estudiosos coinciden en la existencia de una lucha
interna dentro del franquismo para dominar política, social y, como consecuencia,
literariamente el devenir de la sociedad victoriosa tras la guerra. Así pues, el campo
literario será también campo de batalla por el poder, ya que lo que primaba era “la
voluntad de tutelar a la sociedad usando los medios de un Estado que quiso ser, como
otros de su época, totalitario y ejerció un dominio amplísimo sobre la conciencia y el
comportamiento de la mayoría de los españoles” [Gracia y Ruiz Carnicer, 2001: 159];
tanto en cuanto la literatura es un polisistema dentro de un sistema más amplio, que es
la cultura, está interrelacionada con el resto de elementos sociales y políticos, sobre todo
en épocas, como la de estos años, de una férrea disciplina y control estatal.
Aunque muchos estudiosos excluyen de sus explicaciones literarias estos
elementos, para la teoría sistémica que resultan elementos primordiales. Partiendo de la
metodología utilizada en este trabajo creemos que es necesario incluirlos para llegar a
entender mejor el proceso de petrificación que vivió la literatura española durante casi
toda la década de los años cuarenta. Queda, en el otro extremo, la postura sociocrítica de
Lucien Goldmann y Gyorg Lukacs especialmente, que pretende explicar únicamente los
productos literarios como resultado de un acontecimiento o situación histórica. En
cualquier caso, ni una ni otra postura nos parece recomendable, sino más bien una
mezcla entre las dos. Estas dos posiciones de análisis son las que Bourdieu ha venido a
denominar <<lecturas internas>> y <<lecturas externas>>, a las que contrapone una
lectura <<intertextual>> [Bourdieu, 1995, 290-309]. Este enfrentamiento político por el
poder, en definitiva, tiene una correlativa lucha sociosemiótica, en la que los
intelectuales de Burgos tomarán partido, convencidos “de que nuestra implícita o
explícita propuesta era objetivamente la mejor, por tanto la que por sí misma debía
imponerse, si de veras se quería que las viejas llagas de la vida española no siguiesen
cicatrizando en falso” [Laín, 1976: 245].
En cualquier caso, el resultado de esta guerra llevará al desencantamiento del
grupo falangista ante la imposibilidad de renovar desde sus posiciones totalitarias un
sistema político, social y literario totalmente cerrado a cualquier renovación, petrificado
en todos y cada uno de sus elementos, domeñado por los intereses políticos triunfantes
la debilidad del Estado, el triunfo de la mediocridad y de la riqueza fácil de estraperlistas y especuladores,
la reafirmación continuada de vencedores sobre vencidos” [Gracia y Ruiz Carnicer, 2001: 162].
263
que, a partir de 1942, retirarán de la órbita del poder los ideales falangistas del grupo. El
proyecto sociopolítico de Torrente Ballester, Ridruejo, Laín y tantos otros quedará
relegado por la “compacta construcción de una sociedad homogeneizada por el miedo y
la miseria, aunque también por el alivio del final de la guerra” [Gracia y Ruiz Carnicer,
2001: 20], que se articulará en base a dos puntos, principalmente: la peculiar situación
histórica de los receptores, por un lado, y la fuerte institucionalización, por el otro.
2.1.1.- El colapso del nuevo público.
El papel desarrollado por el receptor durante estos primeros años en el sistema
literario español diferirá bastante del que hasta este momento hemos visto durante los
años veinte y treinta. Pese a lo que se puede suponer al cotejar las carteleras de unas
décadas y otras, con una similitud casi escandalosa, no sólo de autores, sino de títulos,
el público, especialmente el burgués, no tendrá ese papel primordial que durante las dos
décadas anteriores analizamos respecto al resto de elementos del sistema teatral215.
Durante las décadas anteriores, el teatro comercial se guiaba por los gustos de un
público que sometía al empresario, al autor y a los actores a crear productos literarios
que respondieran a sus demandas. Incluso la periferia teatral se basaba en el público
para justificar la necesaria renovación de la escena. Autores como Lorca o Valle-Inclán
y hombres de teatro como Rivas Cherif reseñaban en muchas de sus intervenciones
aquella necesidad de crear un teatro para un público nuevo216; los escritores de
avanzada, de igual modo, buscaban en el proletariado y su papel como motor de la
sociedad la justificación de un nuevo teatro que les tuviera, tanto a ellos como a sus
supuestos intereses sociales, en el centro de la producción teatral. Sin embargo, en estos
años de la primera posguerra, el público y sus demandas no serán tan determinantes
motores de creación como lo fueron antes, tanto en cuanto la esfera de poder político
215
Un estudio sistémico mucho más pormenorizado de la década de los años veinte hasta el estallido de la
Guerra Civil lo podrá encontrar el lector en los trabajos de la profesora Iglesias Santos y a ellos remitimos
para profundizar en este aspecto: en bibliografía, Iglesias Santos, 1998 e Iglesias Santos, 1999.
216
Aunque su postura ante el teatro será mucho más ambigua, creando obras teatrales en colaboración con
Muñoz Seca, por ejemplo, Azorín que tantas coincidencias muestra con el joven Torrente Ballester
también remitía constantemente en sus artículos sobre teatro en el diario ABC al hombre nuevo y a sus
nuevas preocupaciones para exigir ese teatro nuevo.
264
ejercerá un dominio sobre cualquier proceso productivo que alejará al público de su
posición dominante.
Esto no quiere decir que los gustos del público en general difirieran de los de
años atrás, sino que el motivo por el que se ofrecía un determinado tipo de producto
literario, o en el caso del teatro, un determinado y anquilosado repertorio dramático y
escénico, eran diferentes. Las nuevas producciones en un estado tan controlado estaban
orientadas no tanto a la satisfacción de las demandas del público, sino del poder
político, que “disfrazó de jovialidad y despreocupación el quietismo histórico de la
posguerra, esa especie de inmovilidad silenciosa que, pese al ruido y la retórica, da el
miedo a las sociedades sumisas” [Gracia y Ruiz Carnicer, 2001: 37]. Even-Zohar
explica este fenómeno argumentando que “los detentadores del poder buscan reforzar
sus posiciones convirtiendo un repertorio acomodadizo en aceptable para amplios
sectores de la población” [“Planificación de la cultura y mercado”, Even-Zohar, 1999:
88], es decir, que se sirven de lo creado para mantener una situación sumisa de la
sociedad. El repertorio más apto para tales pretensiones, como analizaremos más
adelante, coincide como el de ese teatro inocuo, evasionista y de apariencias que tanto
demandaba el público burgués durante los primeros años del siglo XX, por lo que el
nuevo Estado no tuvo más que redimir a los autores denostados por la periferia para
recuperar un teatro que, en realidad, nunca desapareció de nuestras escenas.
Esta similitud entre las demandas de un público determinado y las
prerrogativas del nuevo Estado hacia lo que debe ser el teatro ha llevado a muchos a
afirmar que el teatro de los primeros años cuarenta es el que el público demandaba. Así
pues, para la actriz y directora Ana Mariscal, el espectador quería “un teatro que les
divierta, que no abrume con problemas ajenos ni que les haga pensar demasiado en
problemas trascendentes” [Mariscal,
1984, 70]. José María Junyent, según recoge
Gallén, da una idea muy similar a ésta: “El público huye de los teatros serios y casi le
otorgaremos la razón de tal medida si por comedia seria ha de servirle esa literatura
abyecta, letal y disolvente del teatro de la postguerra, tipo Sartre y Anouilh [...]
nosotros anteponemos los regocijantes disparates de Tono, de Jardiel y el
neoastracanesco de Adolfo Torrado” [en Gallén, 1985, 81]. Uno de los críticos más
influyentes de la época, Fernández Almagro, retomando las críticas que se vertieron
sobre ese mismo teatro en los años veinte, nos indica que el teatro español de esta
década “anda todavía un poco indeciso, harto apegado a fórmulas viejas; tan viejas que
ya lo eran cuando España se levantó, ansiosa de renacer, contra el republicano
265
marxismo” [en Rodríguez Puertolas, 1986, 624]. Pero quizás sea el testimonio uno de
los grandes autores de la primera mitad del siglo XX, Jacinto Benavente, el que pueda
confirmar más solemnemente esta tendencia del repertorio de la escena teatral española
de los cuarenta: “... huí de lo dramático, porque bastantes angustias sufre ya el mundo
para entenebrecerle con tragedias de invención, a las que da ciento y raya la realidad.
Por eso preferí divertir y distraer al público con comedias ligeras y comedietas” [en
Monleón, 1971, 13 – 14].
No se puede negar la evidencia del deseo del público de tratar de olvidar en
todos los aspectos de su vida el olor a pólvora, tan presente todavía en estos primeros
años, de buscar el escapismo, la evasión, el mero entretenimiento en obras no
demasiado complicadas que había estado tan presente en nuestro teatro muchos años
antes del deseo de olvidar una guerra fraticida. Pero nos resulta tan chocante tan solo la
posibilidad de considerar que un Estado totalitario, como el que se pergeñaba en estos
años en España, deje al libre albedrío de la gente las demandas no sólo sobre sus
demandas teatrales, sino sobre su ocio en general, que la explicación se nos antoja
demasiado simple e inexacta. La coincidencia de elementos no permite la suplantación
de unos por otros, por lo que creemos que el control político de toda actividad social, ya
fuera de carácter cultural o político, predominaba sobre las demandas de la gente. Otra
cuestión, pero ligada, evidentemente, al férreo control ejercido sobre la sociedad por el
Estado, sería la desaparición de nuestra literatura dramática de aquellos autores
exiliados y no recuperables por los espíritus asuntivos de Escorial. Considerar que el
teatro de estos años responde a las demandas principales del público no explica la
desaparición prácticamente total de la periferia, al menos a lo que el público se refiere.
Esta afirmación, sin embargo, requiere una matización ya que, como señalamos en el
primer punto de este trabajo recurriendo a Bourdieu, el público de la periferia del campo
literario, o aquel campo artístico que buscaba la autonomía del arte y que negaba el
principio económico como motor del campo artístico, se conformaba mayoritariamente
por los propios autores, exiliados gran parte de ellos tras la guerra. Aún así resultaría
erróneo considerar que a totalidad de ese público renovador sufrió el exilio. Bien es
cierto que gran parte de los republicanos que se quedaron en España tras la guerra
sufrieron las penalidades de Leyes de Responsabilidades políticas de 1939 y la de
Represión de la Masonería y el Comunismo de 1940, desestabilizando cualquier intento
de asentamiento de un público renovador, aunque fuera en lo teatral.
266
Gracia y Ruiz Carnicer ofrecen, bajo el significativo epígrafe de “La estética
del miedo”, un completo panorama de lo que la sociedad española consumía en estos
años de posguerra, en lo que se refiere al cine, la música, la radio, la subliteratura y el
ocio en general [2001: 23-38]217, donde se plantea la misma idea anunciada al comienzo
de este epígrafe, esto es, la dependencia de los diferentes productos culturales no de las
demandas del público, sino de las necesidades del Estado de “subrayar el triunfo
franquista contra el pasado y la reinvención escenográfica de un país nuevo tras la
guerra” [Gracia y Ruiz Carnicer, 2001: 22]. El público, en un estado perpetuo de terror
por la guerra sufrida, se vuelca en aquellos productos que le sirvan de evasión de una
realidad de penuria y escasez, lo que justifica el reforzamiento de aquellos productos
más inocuos para la moral del pueblo, independientemente de su valor artístico, en gran
parte de los casos, rayando la nulidad; por otro lado, el Estado refuerza el control
acrecentando ese temor a través del mantenimiento de la estructura estatal de guerra y
de la promoción, en lo que al teatro se refiere, de obras propagandísticas.
De este modo se podrá explicar bastante mejor la exaltación patriótica que en
los teatros se realiza ya en 1939, con aquellas obras, más de circunstancias que otra
cosa, que exaltaban las ideas de catolicidad, imperio y unidad, o toda la política
artística, con un marcado carácter propagandístico, que desarrolló el franquismo en
estos años, basada en la exaltación de símbolos, actitudes y obras que Ángel Llorente
disecciona pormenorizadamente [Llorente, 1995: 19-66]. Obras como La Santa
Virreina, de José María Pemán, o La Santa Hermandad, de Marquina, son repuestas por
diferentes compañías privadas en el denominado año de la Victoria. Vázquez Montalbán
nos da una muestra bastante más cercana al público, en tanto que pueblo, sobre esta
tendencia no sólo teatral, sino artística en general, historicista-épico-imperial:
“¿Qué era España realmente para los constructores de la nueva épica?
Caballerosos liberales oposicionistas de la España de hoy, soñaban por
entonces con anexiones territoriales, y esta ideología impregnaba incluso
a los letristas de las canciones, que se inventaban una ideología
devaluada, de consumo, pero directamente inspirada en don Ramiro de
217
Un trabajo similar y bastante más literario que ensayístico es la Crónica sentimental de España de
Vázquez Montalbán. A su trabajo nos referiremos más adelante y estará presente, sin duda, en todo este
apartado.
267
Maeztu y en Giménez Caballero y en todos los exegetas del pasodoble
filosófico” [Vázquez Montalbán, 2003: 59]
De este modo, con la vuelta a las tendencias conservadoras y reaccionarias, el
nuevo público teatral inicia un proceso de colapso, iniciado tanto con la supresión
institucional de cualquier disidencia dramática o escénica, con la extrema
homogeneización de la escena española y que terminará con la aparición de nuevos
autores dramáticos a finales de la década218, como de la eliminación de casi todos los
productores artísticos renovadores de las décadas anteriores. El nuevo público que se
fue creando en la periferia literaria, defendiendo nuevos valores estéticos y sociales
queda eliminado al no tener productos de consumo artísticos. Frente a este público
exigente estéticamente, que debe luchar, como hacía en las décadas anteriores a la
Guerra Civil, con aquel público burgués que concebía el teatro como un mero
pasatiempo, sin exigencias artísticas, se impone un nuevo público creado por la
ideología totalitaria, con una “vaga nostalgia de la organización social y cultural
premoderna, donde “cada estamento preservaba el orden natural rechazaba tentaciones
insanas de movilidad” [Gracia y Ruiz Carnicer, 2001 128]. Dos frentes abiertos, el del
público que busca el mero divertimento y aquel que instrumentaliza el teatro para
defender unas determinadas ideas políticas, fueron demasiados para aquel público
renovador que vio acallada su voz reformadora por los fusiles de la guerra y la represión
ideológica. No tiene cabida hasta la llegada de la nueva generación, aquella que vivió la
guerra no desde las trincheras, sino desde el patio de un colegio, un público que retome
las pautas marcadas por la periferia teatral desde principios de siglo, apegado a la
realidad cercana al hombre.
Así pues, el teatro, como la gran mayoría de la actividad cultural en la España
de posguerra, comienza a distanciarse del modelo productivo canonizado durante las
primeras décadas del siglo XX, donde el público condicionaba, prácticamente en su
totalidad, el papel a desarrollar por los distintos participantes en el sistema literario,
convirtiéndose la institución, redireccionada hacia las instancias políticas, en el eje
central de toda producción canonizada. El público, en definitiva, no será ya el elemento
218
De las escasas excepciones, aparte de la dramática de Torrente Ballester, cabría citar el papel
renovador que los recién constituidos Teatros Nacionales supondrán para la escena española. Sobre ellos
volveremos más adelante, al hablar del repertorio pasivo en estos años cuarenta.
268
determinante del sistema teatral, sino que será el encargado de asimilar, al menos en los
primeros años, el mensaje que desde la institución politizada se envíe. El público
renovador se ha colapsado, mientras que el público burgués no puede exigir un teatro
más acorde a sus pretensiones. El resto del público “no había hecho revisión
subconsciente de su propio gusto” [Vázquez Montalbán, 2003: 44], por lo que renacen
géneros extremadamente gastados, caducos y anacrónicos, como la zarzuela, por
ejemplo, con un repertorio casi inamovible. “Pobretes pero alegretes […] la música de
fondo de la vida, ahí es nada” [Ibíd.] es la mejor definición para un público colapsado
por las circunstancias de una guerra fraticida. No importaban nada los diferentes
intentos de realizar una “propaganda a la alta manera”, como pregonaba Escorial, ya
que el publico al que se dirigía se colapsó en estos años:
“A comienzos de los años cuarenta, bajo Dionisio Ridruejo, florecían las
artes y las letras. D’Ors era incluso popular en Madrid. Manuel
Machado justificaba los dislates políticos de su hermano. Laín Entralgo
tenía un entrecejo numantino. Al pueblo todo eso le preocupaba un
comino. Por importarle, no le importaban ni los recuerdos. Sobrevivir”
[Vázquez Montalbán, 2003: 34]
Todo este proceso redundará en los elementos básicos del sistema teatral
canonizado de principios de siglo, subvirtiendo las relaciones entre los diferentes
elementos y destruyendo la heterogeneidad que el campo literario español había logrado
construir a partir de una periferia renovadora. Si para públicos diversos se hacían teatros
diversos, mejores o peores, pero diferentes, la eliminación de un público conlleva,
necesariamente, la desaparición de su teatro correspondiente.
Precisamente por ser un público sin teatro, carentes de obras, censuradas casi
todas ellas, y de autores, exiliados los que tuvieron más suerte, fallecidos los que
menos, se colapsa hasta desaparecer de los escenarios españoles ese público que
mantuvo, junto con otros elementos periféricos del sistema teatral, una tendencia
renovadora que distaba mucho de lo aquel público intermedio que “por la índole de su
cultura y situación económica, esto es, el público más indicado para llenar los teatros,
no alcanza la exquisitez de representaciones necesariamente brindadas a grupos
escogidos” [“Barcelona Teatral”, en Gallén, 1985: 62-63]. Pérez Minik lo describe
acertadamente de este modo:
269
“Cuando terminó nuestra guerra, y ante un cuerpo de España dolorido y
contristado, lleno de susto y con voluntad de paz, se puede afirmar que no
existía un espectador teatral ni una sociedad estructurada para recibir
ningún modo de ser de este viejo arte colectivo. Los dramaturgos y el
espectador estaban por hacer” [Pérez Minik, 1961: 247-248]
Así pues, resulta lógico que, pasados los años y ya dentro del movimiento
realista, los críticos más renovadores hablen de manera despectiva del público teatral
español y del teatro en general. Es el caso, por ejemplo de Ricardo Doménech quien
habla de “un público minoritario, reducidísimo, integrado por unos matrimonios
burgueses que van allí como podían ir a merendar a una cafetería […] Van al teatro –
ellos son los primeros en decirlo – a “distraerse”” [en Pedraza Jiménez y Rodríguez
Cáceres, 2003: 16]. Este es el único público que pervive de la nueva situación política y
social de los primeros años de posguerra, el único al que le es permitido subsistir por
fomentar los postulados defendidos desde el poder y por no ofrecer disidencia o
exigencia alguna respecto a lo ofrecido.
Este colapso del nuevo público tiene sus más inmediatas consecuencias
visibles tanto en el repertorio teatral de estos años. Torrente Ballester apoya esta idea en
el “Prólogo” a la primera edición de su Teatro español contemporáneo:
“Si toda obra de arte ayuda a la comprensión de su autor, la comedia,
representada y aplaudida, revela, además, al público que la celebra y
encuentra en ella –por eso la aplaude – su propia expresión. Y aunque no
haya sido aplaudida, aunque no haya pasado de la publicación, siempre
existe algo en su materia dramática que puede iluminarnos sobre tal o
cual aspecto mal conocido del espíritu del tiempo” [Torrente Ballester,
1957: 18]
Nos encontramos aquí con una reflexión acerca del público y del teatro que
responde a la máxima tan utilizada en la periferia teatral de las primeras décadas del
siglo que afirmaba, esta vez en palabras de Torrente Ballester, que “los públicos tiene el
teatro que necesitan… y el que se merecen” [Torrente Ballester, 1941a: 244]. Si antes
existía un teatro diferente para un público distinto al burgués, en la posguerra española
270
no queda sino un único teatro para un único público. La reacción del público respecto a
este teatro será un “material histórico incomparable” [Ibíd.] para conocer aquella
sociedad en la que Torrente Ballester empieza a desengañarse de su juvenil proyecto
político y social.
Del mismo modo esta desaparición de un público artísticamente exigente y,
por tanto, renovador, tiene una consecuencia en la progresiva adaptación de los teatros
en salas de cine. Ya fue en los años veinte y treinta hecho característico el progresivo
trasvase de espectadores desde el teatro al cine, principalmente por motivos
económicos, aunque en esta década de los cuarenta se añadieron otros elementos, como
la plena homogeneización de la cartelera y la pobre y ya sabida escenografía ofrecida
por los diferentes teatros, incapaces de competir con las propuestas cinematográficas,
que “estaban llamadas a colmar la imaginación colectiva de mitos, argumentos y
personajes” [Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáceres, 2003: 15]219, que el teatro, anclado
en un público burgués, exigente de un tradicionalista repertorio, no podía ofrecer.
Será en este marco de pérdida de poder institucional por parte del público
donde Torrente Ballester teorice sobre el aspecto más olvidado en su ensayo Razón y ser
de la dramática futura. Y es que en esta nueva teoría dramática, como ya vimos, la
única referencia al público es la de plantear una actitud devota ante Misterio que se le
presenta. Reconoce que tal actitud del público ante el nuevo drama requiere de una
educación, “pero, entiéndase bien: no es igual público educado que público selecto: No
es igual conducido que escogido” [Torrente Ballester, 1937, 38], idea que está también
muy presente en los escritos de Giménez Caballero, quien se opone a este teatro de
élites que atribuye el autor a las vanguardias artísticas y al arte puro. Si el nuevo teatro
se basa en la adaptación de la tradición a los nuevos tiempos por llegar, es necesario que
el público sea educado en las nuevas concepciones que abarcan todos los campos o
esferas de la sociedad y que, una vez asumidas en su totalidad, podrán servir para que el
público comparta esa nueva concepción del hombre que podrá admirar religiosa o
devotamente en el nuevo drama.
También reconoce Torrente Ballester en este ensayo que “el Arte en general y,
concretamente el Teatro, están hechos para los demás” [Torrente Ballester, 1937, 36],
219
Vázquez Montalbán referencia igualmente esta preeminencia del cine sobre el teatro durante estos
años cuarenta: “España, la diferente España, una vez terminada la proyección de las dos películas, asistía
entusiasmada al espectáculo de las variedades en cines abarrotados” [2003: 72].
271
pero el papel que se otorga al público, dentro de esta teoría comunicativa falangista, es
un papel secundario respecto a la creación poética del mensaje, que es el Misterio
decorativo. Se concibe, de esta manera, en Razón y ser de la dramática futura una teoría
dramática que excluye la dimensión espectacular del teatro al someter la forma al tema
y al dejar en un plano secundario y prácticamente insignificante el papel del público,
que únicamente tiene asignada la función de ser el receptor pasivo y devoto del
producto artístico e intelectual que se le ofrece.
Tal como analizaremos más detalladamente en el siguiente capítulo, de modo
paralelo a la decadencia de las propuestas falangistas deudoras de Giménez Caballero,
Torrente Ballester comenzará a revisar su teoría dramática en varios ensayos de los años
cuarenta, donde el papel del público irá adquiriendo la relevancia que tiene dentro de la
comunicación teatral. De este modo las ideas teóricas del autor pasarán de conformar
una teoría dramática a plantear una teoría teatral, abandonando esa retórica falangista
que le sirvió para plasmar, más que una posible renovación dramática, unos deseos
sobre lo que debía ser el teatro, muy alejados de lo que realmente es el fenómeno teatral
como espectáculo. En el Prólogo a Siete ensayos y una farsa, Torrente Ballester ya
reconoce que “mucho tiempo tardé en darme cuenta de la situación, pero no creo que
sea tarde” [Torrente Ballester, 1942b, 13].
Bien es cierto que no renuncia el autor a ciertos elementos planteados en su
primer ensayo, pero en los primeros años de la posguerra sus propuestas teóricas
provienen más que de la reflexión teórica de la práctica crítica que le plantea “una serie
de problemas para los que no existe, formulada en preceptos una solución” [Torrente
Ballester, 1942b, 10]. Es decir, que de una propuesta inicial donde “sólo consideré mis
propias y particulares aspiraciones, sobre las que cada día me trae cosas diversas”
[Torrente Ballester, 1942b, 11], desarrollará unos preceptos teóricos acerca del teatro
pero partiendo de la realidad del mismo, y, lo que es más importante, de su visión de
espectador teatral y de crítico. De este modo, el autor ferrolano plantea una reflexión
sobre el papel del espectador en el teatro muy alejada, tal como veremos, de la realidad
de esos años, donde el espectador no es el centro del espectáculo, sino un destinatario
pasivo de productos semiartísticos creados en consonancia y con el beneplácito de un
Estado que hace primar sus intereses sobre los del propio espectador.
Aún renunciando a sus postulados teóricos anteriores, Torrente Ballester no se
acerca a las posiciones canonizadas en el teatro de su tiempo. Las exigencias planteadas
a los diferentes elementos del sistema literario a partir de su disquisición sobre el
272
público responden a una constante exigencia de renovación artística en el teatro español,
difiriendo en los presupuestos teóricos de los que parte, pero no en su vocación última
de renovación. Por este motivo, Torrente Ballester no reflexiona sobre un público
concreto, sino sobre “el público como entidad inconcreta e indeterminada, monstruo
polifacético” [Torrente Ballester, 1942a: 265]220, ya que no es el público burgués el que
le interesa analizar, aquel que fácilmente mantendría y exigiría una escena como la que
se le ofrecía en estos primeros años de posguerra, sino el público en general, incluido
aquel público periférico que pudo mantener los escasos proyectos teatrales que se
desarrollaron a la luz del quinqué renovador en las décadas anteriores y que no
necesariamente se exilió, sino que quedó silenciado.
A este respecto, hay que señalar la polisemia del título del artículo al que nos
venimos refiriendo: “¿Qué pasa en el público?”. Su desconcertante título plantea, al
menos, dos diferentes lecturas. La primera de ellas podría entenderse como una llamada
de atención al público sobre las consecuencias de sus elecciones tan chabacanas,
evasivas y tradicionalistas, que han creado una escena española desprovista de cualquier
atisbo de renovación o novedad; leído el texto del artículo, es fácilmente desechable. La
segunda referiría un estudio semiótico del papel del público, su función con respecto a
la obra representada; a la luz de las páginas posteriores, parece ser ésta la lectura más
acertada. Pero, si nos olvidásemos del contexto histórico en el que estamos, tan
influyente en el papel del público respecto de la obra, la reflexión podría quedarse en
mera teoría, en un divertimento intelectual de un hombre despreocupado por el día a día.
Nada más lejos de la realidad. La inclusión de este artículo en la revista Escorial
demanda una explicación del mismo que va más allá de la mera reflexión teórica, que,
indudablemente, existe y es novedosa en Torrente Ballester.
Y es que, el ferrolano se plantea lo que ocurre en el público y su propia reflexión
lo aleja de la realidad de espectador español de estos años. Se reflexiona sobre el teatro
desde el teatro, es decir, desde la posición del espectador que Torrente Ballester está tan
habituado a adoptar, principalmente por su papel de crítico teatral. Esta reflexión podría
ser obviada en un campo literario donde sí existía la actitud del público referida por
Torrente Ballester, aunque fuera en la periferia del campo literario o en algunos grupos
sociales concretos, como puede ser la burguesía y el teatro comercial evasivo y
220
Sólo señalaremos la página de las diferentes citas de este texto de Torrente Ballester. En caso de que la
fuente sea distinta lo indicaremos oportunamente.
273
complaciente de las primeras décadas. Sin embargo, la reflexión acerca del público se
realiza e el momento en que éste es despojado de su posición dominante y queda
relegado a mero comparsa del espectáculo que la institución dictamina para él. Esta
lectura, por tanto, vuelve a situar a Torrente Ballester alejado de los posicionamientos
canonizados del teatro, si antes por su posicionamiento vanguardista y politizado, ahora
por su defensa de la autonomía del arte frente a los condicionamientos externos al hecho
teatral.
Y es que el acontecimiento que acaece en un teatro o en una sala de cine es
mucho más complejo de lo que a primera vista puede parecer, según nos plantea el
propio autor. No todos los géneros artísticos están sujetos al acontecimiento de la
recepción como el teatro, sino que alcanzan la virtud con mayor independencia. De este
modo, no es posible simplificar la teoría dramática hasta el punto de pretender presentar
el drama sin consciencia de lo que supone el espectáculo. Y la complejidad de este
espectáculo “la recibe, precisamente, del hombre que se sienta como espectador, para
quien el espectáculo se realiza y en quien tiene su medida” [Torrente Ballester, 1942a,
265]221.
Tenemos, así pues, un principio que quedaba excluido en su anterior ensayo, y
éste no es otro que el público. Como reconoce el propio autor “el escritor que aspira a
escribir para la escena no puede ignorarlo” [264], contraviniendo los postulados de su
Razón y ser..., donde la actitud del público era más asuntiva que creadora. Del mismo
modo, podemos añadir nosotros que el teórico que pretenda fundar los principios que
deben regir un nuevo tipo de teatro, no puede establecer tales preceptos obviando el
papel del público. Y es que los escasos preceptos dictados referentes al público en
Razón y ser de la dramática futura tal como él mismo reconoce, “se relacionan mucho
con la política” [Torrente Ballester, 1937, 38]. En este nuevo postulado acerca del papel
del público en el espectáculo teatral, lo político va alejándose paulatinamente de la
propuesta teórica, aunque no desaparece esta ligazón ni mucho menos, por lo que el
papel concedido al público en este nuevo ensayo puede acercarse más a la realidad
teatral que a las necesidades de una propuesta dramática deudora de un proyecto de
reforma social como era el falangista. En este punto es donde, creemos, se da el salto
más grande en las ideas de Torrente Ballester en lo que respecta a la teoría: de una
221
Sólo señalaremos la página de las diferentes citas de este texto de Torrente Ballester. En caso de que la
fuente sea distinta lo indicaremos oportunamente.
274
teoría dramática politizada se pasa a una teoría teatral que debe estar de acuerdo con los
nuevos tiempos, pero sin necesidad de adscribir esta renovación teatral a un
determinado proyecto político, sino, más bien, a un modelo de hombre nuevo, lo que, en
realidad, a mantiene ligado a una toma de posición ideologizada.
Quizá el error más importante de su anterior ensayo lo expone Torrente
Ballester en un párrafo de este ensayo de 1942: “lo que no puede es hacer un teatro sin
pensar en el público, sin hacerlo para el público; y no para un público escogido, sino
para el público como entidad inconcreta e indeterminada, monstruo polifacético” [265].
Lo que trata de exponer Torrente Ballester en este breve ensayo es “lo fundamental y a
la vez lo permanente” [264] que durante un espectáculo sucede en el público.
Desentrañar, en definitiva, el proceso que permite al público expresar esas
“manifestaciones externas de algo íntimo y común” [264], como son el aplauso, la risa o
el llanto. Por esta razón, el autor se sitúa en una representación de una ciudad cualquiera
y en la piel de un ciudadano cualquiera para conocer más a fondo el papel del público
en el espectáculo.
Frente a la monotonía y uniformidad del quehacer diario, el espectador que
acude a un espectáculo teatral “se dispone también a dimitir de su personalidad”. No es
cuestión de disfrutar estéticamente de la obra, aunque siempre quedará quien acuda a
gozar estéticamente del drama222, sino acudir para ser otro, pero no de manera
individual, como quien lee ciertas novelas, sino de manera colectiva. Todos los
espectadores de un mismo espectáculo “van a llenarse de lo mismo, porque todos,
hombres y mujeres, acabarán identificándose con un mismo personaje” [267]. De este
modo, las diferencias establecidas a priori por la disposición dentro del teatro o por las
propias desigualdades existentes a nivel social, quedan anuladas por la propia naturaleza
del espectáculo. Existen también otros elementos que eliminan estas diferencias dentro
del colectivo que es el público: la intención del propio empresario que “debe procurar
222
Esta desestimación del placer estético coincide con lo que años atrás Luis Rosales enunció en su “La
figuración y la voluntad de morir en la poesía española”. Para Rosales el placer estético reside en “la
armonía de los elementos que constituyen el verso” [Rosales, 1936: 74] mientras que la belleza estética
descansaría en “la referencia de todos estos elementos” a un sentido de la realidad [Rosales, 1936: 71].
Aún así cabría preguntarse si Torrente Ballester considera que el espectador de teatro reconoce y, en
cierta manera busca, esos elementos que subyacen a la realidad y que conforman la belleza estética. En
cualquier caso, lo estético tendrá también un papel secundario en su crítica, como veremos en el apartado
correspondiente.
275
en todo momento el acuerdo entre todos los espectadores” [268] o, en ciertas épocas,
donde son también coincidencias entre todos los espectadores “la misma creencia
religiosa y el mismo sentido nacional” [269]. Así pues, en el espectáculo teatral, se
produce una igualación u homogeneización que “no puede edificarse sobre lo
diferencial sino sobre lo específico y común […] el ser hombres” [269].
Esta igualación parte del proceso de enajenación de cada individuo, es decir,
dimitir de la propia personalidad para poder ser feliz siendo, transitoriamente, otro.
Según Torrente Ballester “la oscuridad realiza la primera ecuación democrática, que es
la <<dimisión de la personalidad>>, y añade un nuevo elemento: una esperanza también
común […] la de divertirse” [269]. Es interesante en este punto comparar las diferencias
que sobre la diversión muestra nuestro autor en este artículo y su primer ensayo. En
ambos trabajos el concepto de <<diversión>> es considerado como dispersión,
distracción o separación, pero con matices diferentes. En Razón y ser de la dramática
futura, Torrente Ballester considera que “el que se distrae o se divierte concentra su ser
en un punto periférico al que no pueden alcanzar las vivencias más profundas”
[Torrente Ballester, 1937, 37]. Por este motivo defiende la actitud devotamente religiosa
del espectador ante el nuevo drama. En ¿Qué pasa en el público?, sin embargo,
considera que “la diversión se elige en función de un tipo de felicidad apetecida, que no
es naturalmente, para todos los hombres” [270-271]. Se otorga al espectador de teatro,
de este modo, la capacidad para elegir su posicionamiento frente al espectáculo. Ya no
es necesario acudir al teatro con esa actitud devota, aunque sí que se puede entender que
sea la más recomendable, sino que “el espectáculo a que asiste, dimitiendo de su
personalidad, acaba por devolverle a ella, pero perfeccionado en la medida de su
anhelo223; es decir, haciéndole feliz, del modo más auténtico” [271].
Esta enajenación de la propia personalidad para “satisfacer el anhelo de
felicidad real en transitorias felicidades” [273] requiere, sin embargo de unas
condiciones ineludibles que implican a la creación poética. En primer lugar, lo que
acontece en el escenario debe ser interesante, debe tener la capacidad de seducir al
espectador para que éste pueda participar del espectáculo, no como en su anterior
ensayo, donde se le reducía a mantener una admiración devota ante lo que se le
presenta. El dramaturgo “en su investigación del corazón humano –o del alma humana –
ve más y más profundo que el hombre vulgar” [278], por lo que debe buscar en base a
223
La cursiva es nuestra
276
esto que comparten todos los hombres, un elemento de identificación atrayente y
homogeneizador.
Queda, de este modo, condicionada la creación poética por la
necesidad de conseguir esta identificación, salvando lo que de particular tiene cada
espectador, alejándose, por el mismo razonamiento, de las veleidades y evasivas que el
teatro español de su tiempo ofrecía a sus coetáneos.
Pero esta identificación, como hemos visto, no es sino un medio para poder
conseguir una revelación que lleve a una nueva o modificada catarsis aristotélica, ya que
“por extraño abandono de sí mismo, acaba [el espectador] encontrándose; olvidándose
de sus imperfecciones, se reconoce perfecto” [279]224. Muy significativo es este papel
otorgado a la catarsis, que es, en definitiva, la finalidad del espectáculo. En su ensayo
anterior, Torrente Ballester no creía en el “posible renacimiento de la catarsis” [Torrente
Ballester, 1937, 36], pero lo hacía desde el punto de vista dramático, es decir, que la
función del dramaturgo no debía ser provocar este efecto catártico en el espectador. Una
vez que se incluye en la teoría teatral el relevante papel a desarrollar por el espectador
en el espectáculo, es necesario tener en cuenta este aspecto. Si el dramaturgo escribe es,
según expone en Razón y ser de la dramática futura, para presentar el Misterio al
pueblo y que éste pueda ser feliz en la medida que el drama se lo proponga, a través del
conocimiento del Misterio, el eterno humano. Pero cualquier espectáculo no depende
exclusivamente de la voluntad del creador, sino que el propio público, según indica
Torrente Ballester en este ensayo de 1942, es el que debe identificarse con la parte que
más anhele del drama, para alcanzar esa revelación y poder ser “por una hora, por dos
horas, casi feliz” [279]. He aquí otro punto donde la teoría dramática se convierte en
teatral, y es que la catarsis tiene sentido en relación con el espectador, no en función de
los anhelos del dramaturgo.
Todo esto no exime al artista de una función clave dentro del espectáculo. Y es
que es “además de otras muchas cosas, [el autor es] un revelador, un ser extraordinario
224
Esta misma idea es la que recuerda Torrente Ballester de sus primeras experiencias teatrales en El
Ferrol de su infancia: “A lo que yo aprendí, en realidad de verdad, fue, ante todo, a divertirme, quiero
decir, a salir de mí mismo y a ser otro. Mucho más tarde me di cuenta de que saliendo de mí mismo y
siendo otro, llegaba también a mí mismo; que, a fin de cuentas, yo era la meta de aquellos viaje
parabólicos” [Torrente Ballester, 1982c: 298-299].
277
que regala a los demás hombres el camino de su felicidad concreta e inalienable”225
[275]. El fin que busca el espectador en el teatro está orientado a la búsqueda de la
felicidad, partiendo de la identificación para poder llegar a la catarsis por medio de la
revelación, por lo que el autor, a través de sus personales cualidades, debe someter sus
deseos para que el drama se convierta en teatro. El artista es conocedor en profundidad
del alma humana y debe presentar al espectador lo que de común tienen los hombres ,
pero sometido tanto al concepto de hombre que “cada tiempo lleva implícito” [273],
como al espectador concreto “para quien el espectáculo se realiza y en quien tiene su
medida” [265].
Años después, Torrente Ballester complementa esta reflexión acerca del
público en su Teatro español contemporáneo, donde el término enajenación se define
más claramente: “No ser uno mismo, sí, pero no por evasión, sino por invasión”
[Torrente Ballester, 1957, 194]. De este modo, este proceso de enajenación no es sino
una “progresiva identificación con el protagonista, de modo que la asistencia al
espectáculo de sus aventuras consiste fundamentalmente en vivirlas como propias con la
ayuda de la imaginación. Pero no es el espectador el que sale de sí mismo y se identifica
con el protagonista, sino que se deja invadir por las sugestiones que le llegan” [Torrente
Ballester, 1957, 195]. Sugestionar es lo que puede hacer el artista, pero es el espectador
el que se deja invadir, enajenarse, en función de sus anhelos y de su búsqueda de la
felicidad.
Parece claro, en este punto, que las diferencias que se establecen entre el
primer texto y éste de pocos años después sitúan a Torrente Ballester dentro de la teoría
teatral y no ya de la mera teoría dramática. Si en un primer momento concedió mayor
importancia a la creación dramática que al espectáculo teatral en sí mismo, el
reconocimiento de la importancia del papel del espectador le sitúa en un ámbito
diferente, no en lo meramente dramático. Partiendo de esta nueva concepción bastante
más amplia que la anterior en lo referente al teatro, Torrente Ballester irá perfilando en
diferentes ensayos una teoría dramática más acorde con la realidad teatral. De modo
análogo, el ferrolano se sitúa en una posición en la que requiere del y para el público
225
Esta concepción del artista como revelador estaba también presente, recordémoslo, en las ideas de
Giménez Caballero, quien argumenta que “el artista no es más que el guía mejor que tiene la vida” [ver
pág. 104 de este trabajo]
278
una determinación mayor de la que en estos momentos de la posguerra el Estado, en su
afán por dominar todos los aspectos de la vida social y cultural, pretendía ofrecer.
Ahora bien, tal y como veremos al acudir a su teoría dramática de estos años,
la idea de la educación del público sigue vigente, quizás más que nunca. El paulatino
proceso de identificación del espectador con la obra adquiere validez cuando tal
identificación no se reduce a elementos reduccionistas, es decir, a características
exclusivas de una parte determinada, seleccionada y mínima de la sociedad. El teatro
según Torrente Ballester debe acudir a lo permanente, perenne e inmutable para poder
ampliar esa identificación del público con lo representado a toda la sociedad. Aquí
radica para el ferrolano la grandeza del teatro nacional, idea primigenia para un teórico
falangista del teatro, como era en estos años Torrente Ballester, y aquella que había que
recuperar para devolver la magnificencia a nuestros escenarios.
2.1.2.- Instituciones coercitivas y el control de la censura
Todo este proceso de institucionalización de la cultura, que hemos señalado en
referencia al público, fue un proceso extraordinariamente homogeneizado en las
diferentes parcelas de actuación de cualquiera de los campos artísticos y sociales que se
desarrollaron en estos años. La idea principal era fortalecer ferozmente la
institucionalización de los productos literarios a través de todos los instrumentos a su
disposición; y si alguno de ellos fue especialmente claro y eficiente fue el de la censura.
Persiguiendo el fin de inventarse un imperio, aunque modesto, “las reglas de juego
tenían que ser estrechísimas” [Oliva, 1989, 68]. Son estas reglas de juego las que
limitan el repertorio que antes podía ser más amplio, incluso dentro de aquellas
propuestas, nacionales y republicanas que se sometieron, en tiempos de guerra, a la
censura, bien sobre ellas mismas, a través de la autocensura, o sobre otras ajenas226. El
propio Torrente Ballester hace referencia a esta misma situación cuando nos indica que
en esos años “yo no estoy oprimido por una censura, sino que lo estoy por un mundo de
prejuicios de carácter cultural [Becerra Suárez, 1990, 180].
226
No se puede olvidar el papel que, por ejemplo, ejerció el Consejo Central del Teatro, que actuó como
censor de los espectáculos “en su aspecto artístico-cultural, velando también porque el contenido de los
espectáculos teatrales no sea contrario a la línea de la República y del Frente Popular” [Oliva, 1989: 15].
279
En realidad, la estructura administrativa y política de la censura no varió en
gran medida durante los primeros años del franquismo, en realidad como casi todo el
organigrama del poder franquista, ya que “el Régimen de Franco continuó siendo, a su
manera […], un Régimen de Guerra, esto es, en el que la reconciliación total nunca se
dio” [en Muñoz Cáliz, 2005: 29]. Ese proceso de legitimación e institucionalización que
sufrió la censura tras el fin de la guerra se corroboró a partir de la Orden ministerial del
15 de julio de 1939, que no fue, como señala Víctor García Ruiz, sino “la
reglamentación concreta del marco general establecido por la Ley de Prensa, y a ella
hará referencia la burocracia censorial durante los próximos decenios” [en Muñoz Cáliz,
2005: 36]. Sin profundizar más en los procesos burocráticos y administrativos de la
conformación de la censura franquista, de los que Manuel L. Abellán da cumplida
cuenta [Abellán, 1980], es necesario resaltar, tal como señala Itamar Even-Zohar, la
progresiva petrificación del sistema literario que provocan aquellos sistemas que son
controlados fuertemente por instituciones coercitivas y por un férreo control político,
evitando cualquier movimiento de la periferia al centro y viceversa.
La estructura de la censura desde estos primeros años adquirió tintes
inquisitoriales, tal como muestran las pautas que guiaban a los censores en su trabajo:
“1) ¿Ataca al dogma?, 2) ¿a la moral?, 3) ¿a la Iglesia o a sus
ministros?, 4) ¿al régimen y a sus instituciones?, 5) ¿a las personas que
colaboran o han colaborado con el régimen?, 6) los pasajes censurables
¿califican el contenido total de la obra?, y 7) informe y otras
informaciones” [en Abellán, 1980: 19]
Así pues, todos los procesos censoriales se dirigían a afianzar lo que por las
armas se logró antes: eliminar cualquier tipo de disidencia, silenciar cualquier voz
altisonante que disintiera del nuevo régimen y reforzar, al mismo tiempo, aquellos
valores sobre los que debía asentarse la nueva España, católicos a ultranza. En
definitiva, dirigir, a través de un arte instrumentalizado y de otros muchos elementos
que fueron también férreamente controlados, el devenir de la sociedad hacia los
postulados políticos buscados. De este modo, la censura no afectó únicamente a la
canonicidad estática, sino a todas las facetas de la comunicación teatral. No sufrieron
únicamente los textos, mutilados muchos de ellos, silenciados otra gran parte, quedando
desvirtuados la totalidad de ellos, sino que todos los elementos del sistema teatral, tan
280
vivo en la periferia años atrás, empezaron a relativizar su papel. Lógicamente, la
creación dramática se vio encorsetada en unas normas demasiado estrechas, aislada, con
la excepción de los Teatros Nacionales, de toda la dramaturgia occidental y de la propia
tradición inmediatamente anterior a la Guerra Civil. Sirva como ejemplo una “Crónica
de Teatro” del diario Arriba, sin firma, que apareció recién terminada la guerra, en
relación con la versión albertiana de La Numancia:
“Con su vanidad alentada por las turbas soviéticas, creyó que podía
perfectamente enmendar la plana a Cervantes, y llegó al atrevimiento de
mezclar sus versos con los del glorioso genio nacional, haciéndole decir
ante las multitudes engañadas cosas y arbitrariedades necias” [en Muñoz
Cáliz, 2005: 33].
Si nos acercamos a una de las obras teatrales torrentinas de estos años, Lope de
Aguirre, encontraremos en el discurso inicial del Faraute que inicia la obra,
introduciendo, nuevamente, un elemento metateatral en su teatro, como veremos más
adelante, una implícita referencia a esta férrea censura. El Faraute justifica su presencia
ante el público por ser necesaria su palabra antes de la representación, ya que “los
hechos que nos presenta son tan insólitos y los hombres que a cabo los llevan tan
extremados, que constituyen una excepción en nuestros hábitos teatrales; y su presencia
vociferante y blasfema, sobre las tablas que tanto amable y plácido dialogar
presenciaron, tiene que sorprender el ánimo acostumbrado a más pulidas palabras y más
morales acciones” [Lope de Aguirre, Torrente Ballester, 1982a, I: 219]. Es bastante
posible que la obra necesitase ganarse el beneplácito de un público contrario a un
repertorio tan diferente al que sirvió al autor para producir la obra, como veremos en el
epígrafe siguiente, pero el lenguaje y las acciones de la obra necesitan, ante todo, una
justificación ante la censura, que muy fácilmente puede enviar al Índice de Libros
Prohibidos una obra donde aparecen vidas tan poco edificantes y didácticas. Esta
justificación preliminar, por tanto, nos da una muestra más del encorsetado proceso de
creación al que se vieron sometidos tantos autores.
Lógicamente, éste era uno de los elementos primordiales que provocó la
ruptura con el pasado más inmediato, ya que de este modo no sólo se eliminaba más de
un tercio del personal productor del sistema teatral, el más renovador, sino que se
interponían “barreras de incomunicación entre éste y la masa receptora” [Ridruejo,
281
1972: 17]. El escaso público que había apoyado las experiencias renovadoras de los
años anteriores a la guerra quedaba aislado en su periferia literaria al ser eliminados
tanto los autores como los textos que habían mantenido y hecho crecer la periferia
teatral en pos de un trasvase hacia el centro a través de las nuevas propuestas. Nos
volvemos a topar aquí con el papel integrador que la revista Escorial trató de llevar a
cabo en estos años. Siguiendo con las pautas indicadas en la introducción de este
epígrafe, Ridruejo considera a los componentes del grupo Escorial como aquel grupo
<<comprensivo>>
que “rechazaba la dicotomía de los fieles y los infieles y oponía a ella
el criterio de la competencia” [Ridruejo, 1972: 22]. En la misma línea que mantuvimos
en las páginas precedentes, insistimos en la idea de que estos autores condenados por su
posicionamiento político fueron asumidos y releídos despojando de su obra todos
aquellos elementos contrarios a la doctrina falangista. Aún así, es necesario reconocer
que los intelectuales de este grupo, sin ampliar el abanico a todos los escritores
republicanos, por ejemplo Rafael Alberti, Dieste o Max Aub227, sí que dieron cabida,
restringida y distorsionada en muchos casos, a autores que fueron denostados por otros
muchos correligionarios, como hombres y literatos, únicamente por su posicionamiento
durante la guerra.
Pero estos mecanismos de censura, si por algo se caracterizaron, fue por su
carácter estricto, que no entendían, en muchos casos, de afinidades ideológicas. El
propio Torrente Ballester vio amenazada por la censura durante la guerra, tal como
vimos, su obra El viaje del joven Tobías. En sus propias palabras, será la heterodoxia en
el tratamiento de un pasaje bíblico la que le acarreará estos problemas: “A mí me
criticaban los escenarios de jardines coloniales, palmeras, bergantines, lirios y hamacas
en la que se tendían las dos protagonistas femeninas rodeadas de mozos de color. ¿A
cuento de qué ese clima erótico y decadente en plena guerra?” [en Alonso de los Ríos,
2007: 158]. Superada esta censura por el papel de Serrano Suñer en el conflicto,
Torrente Ballester volverá a enfrentarse a la censura en 1943 con su primera obra
227
El propio Torrente Ballester da muestras de esta recuperación parcial de lo que se consideraba
recuperable. En su primera edición del Panorama de la Literatura española, el ferrolano defenestra la
obra de Rafael Alberti por su vinculación política, aun reconociendo la existencia del Alberti burgués
anterior al Alberti revolucionario. Del mismo modo, Max Aub o Rafael Dieste no son incluidos en este
panorama literario en la primera edición, aunque sí en la segunda (1963), donde la toma de posición
política de Torrente Ballester empieza a decantarse cada vez más claramente hacia posicionamientos
realmente liberales.
282
narrativa, Javier Mariño. Destituido Serrano Suñer, la obra no correrá tanta suerte como
la dramática. Tras veinte días en las librerías será retirada de la venta y obligada a ser
almacenada por la editorial. El propio autor nos ofrece una muestra de los baremos de la
censura en estos años al recordar las causas del censor para condenar el libro. Moral,
política y religiosamente la obra es condenada por motivos que pueden resultar obvios
si atendemos al momento de la escritura, aunque, en la mayor parte de los casos, esos
criterios fueran la fuente de lecturas censorias demasiado rebuscadas: “la novela abunda
en imágenes lascivas […] Su comportamiento público, en determinadas ocasiones, más
parece obedecer a razones personales que a patriotismo […] El protagonista de esta
novela carece de verdaderos sentimientos religiosos y de ideas claras acerca de la
verdadera religión” [Torrente Ballester, 1990: 8].
Pero existen otros criterios, de la misma índole que los citados, para censurar
la obra por su falta de ejemplaridad: “Las relaciones entre los protagonistas no son
ejemplares ni en su desarrollo ni en su final […] El protagonista o es un verdadero
español, sino un pseudointelectual extranjerizante, que huye cobardemente de su Patria
sin que las razones con las que intenta explicárselo pasen de mera palabrería literaria
[…] En la única ocasión en la que el protagonista realiza un acto verdaderamente
religioso, la confesión, este sacramento parece quedar desacreditado” [Torrente
Ballester, 1990: 8-9]. Finalmente, el censor ofrece criterios para la censura de la obra
por no condenar explícitamente ideas contrarias a las del nuevo Estado: “Los
espectáculos degradantes de la vida moderna no son suficientemente reprobados ni lo
son de manera expresa […] ¿Porqué hace el autor que las simpatías recaigan en un
ortodoxo griego y en una joven comunista? […] El autor sitúa en el mismo plano de
veracidad, hasta el punto de hacerlas equivalentes, a la Iglesia Católica Romana y al
Cristianismo Cismático Griego” [Ibíd.].
A través de estos criterios que nos ofrece Torrente Ballester sobre las causas
de la censura de su primera novela, podemos comprobar cómo la censura no se
orientaba únicamente a vetar aquellos posicionamientos contrarios a las nuevas ideas
imperantes, sino también a aquellos que no defenestraran de manera tajante aquellas
ideas consideradas peligrosas. Obviamente en obras carentes de un intelectualismo y
una reflexión teórica tan arraigada en el texto como en Javier Mariño, la censura no se
ensañaría de manera tan evidente en el texto, aunque casi siempre tendrá objeciones
respecto a algún pasaje de todas las obras. Es el caso, por ejemplo de Pero… ¿hubo
alguna vez once mil vírgenes? de Jardiel Poncela, cuya aparente inocuidad, al parecer,
283
no engañó al censor. Aunque las tachas realizadas por el propio autor a instancias del
censor se refieren a problemas relacionados con el lenguaje y la moral sexual de la
época, no es nada desdeñable que de las 315 páginas manuscritas del texto, el propio
autor autocensurara 218 [Abellán, 1980: 20-21].
Pero no fueron únicamente los textos los que sufrieron el fuerte control estatal;
en el caso del teatro también las formas de producción, el lenguaje escénico y los
canales de distribución se vieron afectados por la censura. Como señala Muñoz Cáliz, se
limitaba “la representación de ciertas obras a la modalidad de teatro de cámara,
autorizando únicamente su representación en ciertas ciudades o incluso en ciertos
festivales” [Muñoz Cáliz, 2005: 18]. Será también la censura la que subvierta la relación
que hasta entonces había sido básica en el sistema teatral español, tanto para el centro
como para la periferia: la constitución del público como elemento predominante y
director de las relaciones sistémicas. Los empresarios dejarán poco a poco de lado al
público al optar por unas determinadas formas teatrales y no por otras que podían
resultarles más problemáticas no en relación con el público sino con la censura228.
Incluso el publico, en su nuevo papel de elemento asuntivo y no determinante de los
productos teatrales, quedará condicionado por la censura, ya que, como reconoce el
propio Ridruejo, que mantiene su Dirección General de Propaganda en los primeros
años de la posguerra, “por lo que se refiere a los órganos de difusión, los que no eran
oficiales, estaban oficializados de hecho” [Ridruejo, 1972: 18-19].
. Y es que la censura teatral se estructurará a partir de los delegados
comarcales que “tenían a su cargo la vigilancia e inspección de lo relativo a las piezas
que se representaran en teatros de la localidad o comarca bajo su jurisdicción” [Abellán,
1980: 31]. Estos delegados comarcales “enjuiciaban tanto el contenido como la forma y
hacían las propuestas que estimaban necesarias para que la censura fuera aún más eficaz
228
El control estatal sobre los empresarios teatrales queda de manifiesto a través de esta orden
gubernamental: “El departamento Nacional de Teatro recuerda una vez más a los empresarios de
espectáculos teatrales de toda índole, así como a las sociedades de aficionados de toda naturaleza, que,
para toda clase de actuaciones que pretendan realizar, es obligada la aprobación de sus espectáculos por el
aludido Departamento del Ministerio de Gobernación por lo que se debe remitir al mismo, para su
dictamen, proyectos detallados, en los que se incluyan, además de los programas a representar, las listas
de las compañías o grupos actuantes, los aforos de los teatros o locales en que deben celebrarse los
espectáculos, los precios de las localidades, y cuantas modalidades o características determinadas sean de
interés” [en Gallén, 1985: 24]
284
de lo que había sido” [Abellán, 1980: 34]. Tal como señala el propio Abellán, estas
funciones otorgadas a los delegados para ejercer un mayor control sobre todos los
productos teatrales en las diferentes localizaciones de la geografía española hicieron que
muchos de los censores provinciales trataran de hacer méritos ante sus superiores con
un exceso de celo, lo que produjo, en muchos casos, tachaduras inexplicables en obras
aparentemente inocuas, tanto en el texto como en la representación. El proceso de la
censura, por tanto, no se reducía a la mera inspección del texto dramático, sino a la
vigilancia de la representación tendiendo principalmente para que no fueran
introducidas durante la representación, palabras o frases no incluidas en el texto
sometido a censura o las propias tachaduras del delegado.
Parece claro que una cosa es que la producción esté condicionada y otra es que
la interpretación de los productos literarios se pueda controlar. La censura puede ejercer
una fuerte presión directa sobre el repertorio activo229, pero no tanta sobre el repertorio
pasivo, es decir, aquella “caja de herramientas” de la que se valen los receptores para
consumir los productos artísticos, para entender el mundo [“Factores y dependencias en
la cultura”, Even-Zohar, 1997: 31]. Su influencia sobre éste puede ser eficiente a fuerza
de impedir el uso explícito de determinados elementos del repertorio en la producción
artística. En otras palabras, se puede desacostumbrar a un individuo a consumir
determinados elementos si no los encuentra en los productos literarios consumidos a lo
largo de un cierto tiempo, si se elimina del repertorio aquellos elementos que se
consideran nocivos o si se obliga al público, o a cierta parte de él “a buscar dobles
sentidos y elementos simbólicos donde no siempre los había” [Muñoz Cáliz, 2005: 18].
Pero esta explicación no sirve para comprender porqué en los años cuarenta el
repertorio pasivo se amolda sin problemas a las condiciones establecidas por la
institución, ya que siempre entra en juego esta posibilidad de renovar elementos del
repertorio para crear en el público la demanda de los nuevos procesos creativos,
reforzando así el cambio de la periferia al centro del sistema. Es, por tanto, la censura,
con todas sus connotaciones de poder político, la que realiza el papel primordial dentro
229
De hecho una de las características esenciales del teatro de Torrente Ballester y de su narrativa es el
juego irónico que le permite, en las obras de estos años, eludir la censura y ejercer una crítica política
velada. Si bien esta no es la finalidad primera de las obras que abordamos en este punto, a partir de la
crisis de 1942 sus reflexiones acerca del poder y del mito en sus obras dramáticas y narrativas dan
muestra de la preocupación por determinados aspectos políticos respecto de los que los falangistas se
sienten defraudados por el devenir político del franquismo.
285
de este nuevo sistema para establecer un inamovible monolito canonizado, eliminando
aquella periferia que pretendía renovar el repertorio teatral a través de la inclusión de
nuevas ideas, nuevos textos y nuevas teorías dramáticas, tan distantes de las burguesas
que habían copado durante años el centro del sistema teatral español, como vimos en su
momento. Del mismo modo, será la censura la que a través de sus decisiones
inquisitoriales acerca de lo que, teatralmente, se puede producir y no producir, relegue
al público al mero papel de comparsa y receptor de un producto literario más que
artístico, propagandístico.
Pero sería injusto eliminar el papel asuntivo que parte del público español y de
los autores tuvieron en relación con este proceso. Nos inclinamos a pensar que el papel
de la censura se vio acrecentado por el apoyo de determinados autores, en gran parte
dogmáticamente convencidos de las ideas defendidas por la censura. Ridruejo recuerda
los diferentes posicionamientos de los autores de la siguiente manera:
“Después de 1939 hubo, claro es, no sólo intelectuales “descastados”, no
sólo intelectuales sometidos y condicionados, sino también intelectuales
integrados voluntariamente y participantes en las esperanzas y proyectos
que el hecho consumado traía consigo; viejas figuras ya presentadas o
“valores nuevos” revelados en la conmoción” [Ridruejo, 1972: 20]
De estos grupos integrados en el sistema resultante, Ridruejo seguirá
subdividiendo en clasificaciones todo el corpus de productores del sistema artístico en
estos años. Diferencia, entre los integrados voluntariamente, tres tipos de autores; por
un lado, los de tendencia “integrista en su doble connotación religiosa y nacional”,
divididos, a su vez, en los aquellos a “quienes el integrismo no les era natural” y los que
sí; en segundo lugar, aquellos autores “de talante liberal entre los confesos de ideología
fascista”; todos ellos tendrían en común su ataque a la “autonomía de la vida
intelectual”; por último, quedarían aquellos para los que “la vida intelectual tenía valor
propio”, entre los que, evidentemente, y siguiendo la línea marcada por los recuerdos y
memorias de casi todos los componentes del grupo de Ridruejo, e incluía [Ridruejo,
1972: 20-21]. Estemos más o menos de acuerdo con los diferentes grupos y sus
divisiones, parece claro que las líneas generales que marca Ridruejo fueron las que
existieron en estos años, lo que confirmaría la aquiescencia de casi todos los autores
286
supervivientes del conflicto en España con las determinaciones impuestas por el poder
político respecto al arte.
Hasta el momento poca referencia hemos hecho a la censura, sino la inclusión
de determinados autores y sus obras, aparte de su exilio forzoso, en el Índice de libros
prohibidos, siguiendo el Estado la senda marcada por la Inquisición muchos siglos atrás.
En todo lo relativo a los autores como hemos visto, poco tuvo que ver la censura
gubernativa, aunque a partir de este expolio cultural de la creación artística los
posicionamientos de los diferentes autores se radicalizan permeabilizando cada vez más
el arte en favor de la política. Parece claro, por tanto, que la censura no fue la única
institución coercitiva en estos años. En realidad, fue el visible brazo ejecutor de la
progresiva institucionalización del arte, pero, como señalamos en el apartado anterior,
diferentes instancias sistémicas se vieron afectadas por toda la amalgama
propagandística que el Estado, manteniendo ese estado casi bélico de poco tiempo antes,
propugnaba en defensa del <<saneamiento>> de la cultura y de la formación de una
conciencia colectiva de nación basada en conceptos tradicionales, tales como Imperio,
Nación o Catolicismo. Tal como recoge Manuel Abellán, el inusitado interés por los
procesos de la censura tras la caída del régimen llevó a “una obsesiva preocupación por
los efectos ineludibles de la censura gubernativa o estatal durante la vigencia del
franquismo, dejando en el olvido otras muchas censuras no menos reales, aunque menos
aparentes acaso” [Abellán, 1980: 7].
Y es que, al igual que ocurrió durante los años de guerra, los sublevados no se
limitan a censurar obras contrarias a sus ideas, actividad que en realidad podía ser
controlada sin la censura administrativa, únicamente manteniendo el clima de
exaltación, lucha y victoria que el Estado se preocupó tanto en mantener, sino que
fomentan un teatro propagandístico, identificado plenamente con aquel teatro de
circunstancias que vimos en el bando nacional durante el conflicto, lo que no deja de ser
un modo de censura, al canonizar políticamente un determinado tipo de teatro. Este
planteamiento ha sido recogido por bastantes de los estudiosos de la censura franquista,
relativizando el papel de la censura en estos años precisamente por esta otra forma de
coerción ejercida en todos los elementos que conforman el sistema literario. Así pues,
Berta Muñoz afirma que “recién iniciada la dictadura, aún no se puede hablar, al menos
en los escenarios, de un teatro crítico, aunque, como veremos, se prohíben obras de los
propios autores que habían apoyado la sublevación y se intenta subordinar el teatro a los
287
intereses del régimen convirtiéndolo en una herramienta de propaganda política, dentro
del proyecto totalitario iniciado durante la contienda” [Muñoz Cáliz, 2005: 23].
Es punto común y lógico en muchos autores considerar el relevante papel que
la censura ejerció durante el franquismo sólo a partir de la ejercida sobre aquellos textos
que adoptan unas posiciones ideológicamente disidentes y antagónicas, que surgieron
con las nuevas generaciones a partir de los años cincuenta. Ya hemos señalado la
opinión de Muñoz Cáliz al respecto, reafirmada en esta idea: “Es a partir del período de
adaptación (1945-1958) cuando se presentan a censura las primeras obras escritas desde
una mentalidad adversa al régimen de Franco, que suponen el inicio del realismo social”
[Ibíd.]. Abellán parte de la misma idea, al considerar que “al comienzo de la década de
los cincuenta la producción literaria había vuelto a la normalidad después de la
desestabilización propia de los años de posguerra” [Abellán, 1980: 9]. De este modo, es
necesario profundizar en el conocimiento de lo que constituyó la primera ley del arte
franquista, que rezuma censura por todos los poros del papel de la
Orden
gubernamental que la instaura, que legitimaba la subsidiaridad política del arte, “su
integración a una lógica que lo subordina a intereses inmediatos de signo legitimador y
propagandístico” [Gracia y Ruiz Carnicer, 2001: 128]. Recurrimos a Ridruejo
nuevamente para conocer de primera mano lo que los protagonistas de estos años
vivían: “La etapa de promoción interesada –1938-1943– fue un fracaso. La siguiente,
dogmáticamente censoria, condujo a un ensimismamiento que se rompió en la
confusión” [Ridruejo, 1972: 38].
Así pues, en estos primeros años, todo lo que no es propagandístico no es
institucionalizado y, por tanto, censurado en parte. Bien es cierto, que hasta la llegada
de Arias Salgado al Ministerio de Información y Turismo en 1951, apremiado
principalmente por las circunstancias (la aparición de voces disidentes en muchos
ámbitos de la sociedad española que había que silenciar), el organigrama censorio no
quedará totalmente definido. Pero el objetivo de esta desarrollada censura, “establecer el
imperio de la verdad y divulgar al mismo tiempo la gran obra de reconstrucción
nacional que el Nuevo Estado ha emprendido” [en Abellán, 1980: 15], es exactamente
el mismo que se perseguía años atrás tras la victoria militar. Los medios de la censura
cambian en esta década con su progresiva institucionalización230, pero no el fin
230
Baste citar las memorias de Luis Escobar para dar una imagen de lo que la censura en los primeros
años de la posguerra: “El secretario del Departamento de Teatro era el falangista Ramón Escohotado. Y
288
perseguido. La reafirmación del estado político de guerra durante estos años,
teatralmente representado por ese arte propagandístico, principalmente, creará una
continuada coerción sobre todos los elementos sociales, ramificando el control sobre
todo producto en diversos elementos, sin necesidad de reducirlo a la censura
gubernativa. La cada vez mayor relevancia del papel directo de la censura sobre las
diferentes artes está íntimamente ligada a la desaparición de ese arte político
propagandístico y a la asunción de la Iglesia del papel preponderante dentro del nuevo
régimen. Hasta ese cambio del atril político por el púlpito religioso, el papel de la
censura, aunque evidentemente presente, no es tan relevante como el que irá
adquiriendo posteriormente. En estos primeros años, otras instituciones coercitivas, por
la situación histórica de la inmediata posguerra, adoptarán el papel principal dentro del
control estatal del arte.
Quizá el autor qué más claramente ha ahondado en estas instituciones
coercitivas ha sido Manuel Vázquez Montalbán, en su ya clásica colección de artículos
en la revista Triunfo, bajo el epígrafe de Crónica sentimental de España. En el
“Prólogo” a la edición de estos artículos, el escritor barcelonés advierte que su fin es
“explicar las claves de la educación popular posterior a la Guerra Civil,
a través de los aparatos educacionales e informativos del franquismo, de
los materiales, entonces llamados subculturales o paraculturales:
canciones, mitos y símbolos promovidos por los medios de comunicación,
asumidos por la sabiduría convencional, tratando de ofrecer la atmósfera
de aquellos años de falsificación del lenguaje, de la Historia, de la
memoria del vencido, de la conciencia, es decir, incluso la falsificación
del saber acerca de la realidad y nuestra inserción en ella” [Vázquez
Montalbán, 2003: 21]
Planteamiento análogo respecto a estos años es el que realiza Jordi Gracia en
su ensayo La resistencia silenciosa, donde parte de la premisa de la infección del
fascismo en toda la sociedad a través de muy diferentes elementos, siendo el primero y
ahí acababa todo el personal. En un cierto momento, hasta nos encargaron de la censura. Los autores que
tenían obras presentadas tuvieron suerte, porque yo me limitaba a poner el sello de “aprobado” en cada
hoja, sin leerlas siquiera; para ello no tenía tiempo ni vocación. Desgraciadamente para los autores, esta
situación duró pocos días: enseguida me aliviaron de tan grato trabajo” [Escobar, 200: 129].
289
principal el lenguaje propagandístico utilizado: “el único lenguaje posible es el
lenguaje de la victoria: propaganda antes que instrumento de la razón” [Gracia, 2004:
117]. Por este motivo “la desintoxicación debía empezar por reaprender la lengua,
aprender a rechazar el utillaje verbal de la propaganda franquista y repudiar la retórica
idealizante del fascismo falangista” [Gracia, 2004: 15]. No existía piedad dialéctica
con el vencido ni asunción del superviviente, por muchas memorias que escriban los
antiguos componentes de la revista Escorial, sino una tendencia hacia la irracionalidad
totalitaria que fue, poco a poco penetrando en todos los ámbitos de la cultura, incluidos
los más populares231. El lenguaje fascista fue permeabilizando hacia todos los ámbitos
culturales y sobre todos los elementos de los diferentes sistemas, condicionando
cualquier producción en estos años.
Aparte de este “yermo de irracionalismo retórico, misticoide, abstruso e
insalubre” [Gracia, 2004: 22], un elemento significativo de esta coerción, menos visible
que la mera censura gubernativa, es, por ejemplo, la sindicación a la que
obligatoriamente, y siguiendo los ideales falangistas, todas las compañías teatrales
deben someterse. No en vano, “las grandes épocas teatrales han coincidido siempre con
períodos de política vertical” [Torrente Ballester, 1937: 38]. La obligatoria sindicación
de todas las compañías y todos sus componentes permitía un extraordinario control
sobre todos y cada uno de los hombres y mujeres del teatro, lo que, en muchos casos,
les podría disuadir de adoptar cualquier posición que les pudiera comprometer. Se llegó,
incluso, a formar una Comisión Provisional Depuradora de Teatros, dependiente del
Departamento Nacional de Teatro, que formaba parte el Servicio de Propaganda de
Dionisio Ridruejo.
A pesar de lo que se pueda intuir inicialmente, esta sindicación vertical y
obligatoria promovida por la Falange, no era recomendable aplicarla, según los propios
inductores de la sindicación, al aspecto artístico de la compañía. Esta filiación sindical,
por el contrario, promovía acabar con uno de los vicios seculares del teatro español,
como era la extrema rigidez de las compañías, con puestos y categorías fijas
establecidas de antemano. Para Felipe Lluch, uno de los ideólogos fascistas de lo que se
convertirá en el Teatro Nacional en los años cuarenta, “en sus compañías no pueden
figurar los actores acostumbrados al privilegio de los puestos fijos, de las categorías
231
El mejor ejemplo de esto lo tenemos, otra vez, en la Crónica sentimental de España de Vázquez
Montalbán.
290
establecidas de antemano” ya que “nada desequilibra más un conjunto, nada dificulta un
espectáculo teatral como la presencia en escena de un actor acostumbrado a privilegios
y lleno de viejas raíces rutinarias” [Lluch, Garín, 1935b: 9]. Se trataba, por tanto, de
refrendar las ideas de servicio, disciplina y unidad de criterio a través de la sindicación,
pero no de esclerotizar artísticamente las compañías. Una crítica periodística de uno de
los espectáculos producidos por el propio Lluch Garín para el Teatro Nacional en el
Español viene a refrendar esta compatibilidad de la sindicación y la reforma de las
compañías: “Concebido bajo el signo del Sindicato y la Falange, la disciplina ha
sustituido a la antigua confusión. Todos lo elementos de que se compone una
representación se someten a un solo criterio directivo. Actores y actrices, prescindiendo
del “divismo”, se convierten en humanos instrumentos servidores de una intención
única” [en Aznar Soler, 2002: 355]
Tendrán que pasar algunos años, sin embargo, para que surjan nuevas
compañías teatrales que se alejen de las aún exitosas, aunque anticuadas, que se
mantuvieron durante los años cuarenta, basándose en las “cabeceras de cartel”, con
parejas protagonistas como María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza o Mariano
Asquerino e Irene López de Heredia, en muchos casos vinculadas también a un mismo
feudo teatral, lo que impedía la renovación y favorecía la primacía de lo conocido. Sólo
los Teatros Nacionales, aunque distantes en muchos aspectos de las propuestas
originarias de Lluch Garín, pudieron aportar una nueva concepción de compañía que
aportara una puesta en escena y un concepto de obra artística, basado principalmente en
la figura del director, como veremos en el siguiente apartado, diferente a lo que el teatro
comercial podía ofrecer.
Otra institución coercitiva durante estos primeros años de la posguerra será la
crítica teatral, especialmente la crítica del periódico diario, aparecida generalmente al
día siguiente del estreno, hecha por personas que suelen haber llegado a la sección
teatral sin el bagaje necesario y desde otras actividades periodísticas, subordinándose
muchas veces a los intereses de la publicación. Es en su mayor parte, aunque siempre ha
habido excepciones, ofrecen únicamente una crítica informativa y dogmática. Tal como
nos platea Gallén, “per regla general, la crítica teatral dels diaris fou feta per periodistas
d´una mínima formació cultural”
y que “moralitzà sovint, des d´una òptica
conservadora, sobre el teatre que hom representava” [Gallén, 1985, 34]. Torrente
Ballester afirmará de este tipo de crítica que “peca de benevolencia universal” y que
291
“maneja el elogio para el amigo y el silencio para los demás” [Torrente Ballester, 1949,
448]232. Baste un ejemplo para caracterizar este tipo de crítica:
“En la Santa Hermandad, precursora de nuestras heroicas Falanges, vemos
la idea del sacrificio de que habla el Caudillo, plasmada en términos
purísimos en sus resortes vencedores: la cruz y la espada. Y aún se
confirma en el mote que el capitán Hernán González pone a Blas, como la
mejor divisa que define sus proezas:
<<
Nada para mí,
todo para Vos,
todo para España
y ella para Dios>>” [en Gallén, 1985, 69]233
Uno de los críticos teatrales catalanes más significativos de la década, José
María Junyent nos aporta el otro ejemplo, centrado, esta vez, en el descrédito de toda la
producción dramática contraria a los principios defendidos, aunque su crítica difiere
mucho de aquellas obras que fueron canonizadas durante el primer tercio del siglo XX
en nuestros escenarios:
“La exaltación del adulterio, la propaganda del divorcio, de las bajas
pasiones desenfrenadas y ruines, el triunfo de los hijos espúreos en
contraposición con el fracaso, y la subestimación de los legítimos, las
situaciones en las que se paganiza el amor, idealizando la lujuria,
incitando al pecado, denigrando lo bueno y elevando lo funesto, hace
pensar en que se han sido invertidos los términos valorativos de nuestro
teatro y que el público que aplaude y se goza de tales monstruosidades,
ha perdido también la sensatez, navegando en las aguas procelosas del
equívoco y de la confusión más espantosa” [en Gallén, 1985: 25]
232
En el capítulo correspondiente, abordaremos pormenorizadamente los planteamientos críticos de
Torrente Ballester en esos años.
233
Esta crítica salió publicada en El Correo Catalán el 23 de junio de 1939, recién terminada la guerra.
292
Frente a esta crítica más liviana surge una crítica de publicaciones como
Destino, Laye, Revista y El Ciervo, que “demostraren la capacitat intellectual –sovint de
formació universitària- d´uns critics que, per costum, valoraren els productes des d´una
altra perspectiva cultural de l´adoptada per la crítica diària” [Gallén, 1985, 34]. Torrente
Ballester aportará varias críticas dentro de este ámbito, aunque como hemos indicado
más arriba, tanto su Panorama de la Literatura Española como su Teatro Español
contemporáneo, éste quizá menos por datar de 1958, ofrecen algunas lecturas o
silencios que censuran algunos autores y obras por su posicionamiento político. En
cualquier caso, el papel censor de la crítica teatral refrendaba el proceso coercitivo al
que el teatro de la posguerra se veía abocado irremediablemente por un Estado
totalitario. De este modo, tal com afirma Muñoz Cáliz,
“si la censura se encargaba de filtrar los textos que subían al escenario y
de asegurar una determinada recepción de estos —ya sea mediante la
supresión de fragmentos inconvenientes o mediante la imposición de
condiciones para la puesta en escena—, un importante sector de la
crítica se encargaba de completar esta última función” [Muñoz Cáliz,
2005: 20]
Los propios autores, a través de la tan citada como real autocensura, pondrán
su granito de arena en lo que empieza a convertirse ya en una montaña censoria. Ante
los posibles problemas que ciertas obras o planteamientos estéticos podían plantearles
ante el nuevo Estado, muchos autores, conocedores de los
propios mecanismos
censorios, algunos de ellos por su participación directa en la censura, adoptan
posiciones institucionalizadas frente a las elegidas estéticamente, lo que ayuda a
petrificar el sistema literario establecido a través de la canonización pasiva por medio de
sus obras de los elementos del repertorio que no ofrecen problemas frente a la censura.
López Rubio, uno de los autores más aclamados en los años finales de la década, deja
bien claro lo que suponía esta autocensura:
“Yo hubiera querido hacer un teatro inmoral, pero he tenido que hacerlo
moral y darle un final a las comedias un poco aleccionador y entonces,
para no hacer una lección moral, creo que me he ido por el camino del
sentimentalismo, de la ternura, es decir, escapar para no ir a la
293
moralidad, para no ir al “debemos hacer esto”, etc. He ido suavizando
los finales para no darles un tono ni patético ni rosa, sino un poco más
emotivo” [en Gallén, 1985: 48]
Respecto al papel del público ya hemos indicado en el apartado anterior su
pérdida de hegemonía en el nuevo sistema teatral, lo que le convierte en un elemento a
merced de otros dentro del sistema, con escasa capacidad de decisión, al menos en estos
primeros años de posguerra, sobre el producto final. Este proceso, como quedó
señalado, se realizó a través de la eliminación de ese público que se fue crítico con el
teatro comercial durante las décadas anteriores. Si bien no fue una depuración física de
este público, aunque sí en parte, ya que los propios autores renovadores, ahora
exiliados, eran parte importante de ese público de la periferia, la progresiva eliminación
de los diferentes elementos conformantes de este campo dejó a una parte el público, la
escasa que quedaba dentro de las fronteras, sin un teatro al que acudir. De modo similar
quedarán desamparados aquellos autores que busquen aquel tipo de público, más
exigente que la mediocridad generalizada. Lo que desde los años cincuenta se trata de
hacer en España, con lo que podríamos denominar el ingreso social de las generaciones
posbélicas, es recomponer la disociación que en esta década de los cuarenta se empieza
a conformar, la de un público sin teatro, siendo éste cada vez más esclerotizado y
repetitivo, y la de un teatro sin público, aquel escrito y escasamente representado,
aunque no todos tuvieron esta suerte, para minorías cada vez menos insignificantes.
Se conforma de este modo un complejo sistema coercitivo, dependiente
siempre en última instancia del poder político, que determinará el devenir en esta
década un teatro que retoma la línea más conservadora y evasionista del teatro del siglo
pasado en España. Se trataba de “borrar el pasado racionalismo y sentimientos
democráticos populares con la exaltación de lo jerárquico e inmóvil” [Gracia y Ruiz
Carnicer, 2001: 127], siendo sancionada por la censura toda disidencia respecto a esta
línea delimitada, aunque bien es cierto que será menos relevante el papel en estos
primeros años de los censores que el de aquellos elementos del sistema teatral que
ayudan a mantener toda la producción sistémica dentro de unos cauces normalizados. El
propio Torrente Ballester, en sus “Cuadernos de Trabajo”, nos ofrece un claro síntoma
de esta fuerte coerción y control sobre el teatro al preguntarse “Lo que ahora tengo que
hacer es prescindir del público del Infanta Isabel, del gusto de su director y de todo lo
que hasta ahora pesaba sobre mí” [Torrente Ballester, 1982a: 293]. Pero será necesaria
294
la aparición de nuevos elementos, tales como nuevos dramaturgos, actores, empresarios
y, sobre todo, un nuevo público, para que el sistema coercitivo montado en estos años
cuarenta empiece a recibir un teatro crítico en los escenarios, momento en el que
utilizará de manera más notoria el poderoso brazo ejecutor de la censura para tratar de
cortar de raíz cualquier tipo de disidencia.
2.1.3.- Entre la evasión y la afirmación. El Torrente Ballester teórico.
En el acercamiento al panorama cultural y teatral de los años cuarenta hemos
venido citando los diferentes componentes de todo sistema literario en referencia a su
papel dentro de determinados aspectos históricos en los que se comenzaba a desarrollar
un sistema petrificado, tendente al inmovilismo más reaccionario. Productores, en todos
sus ámbitos, receptores, instituciones, productos, repertorio y mercado se nos han
presentado, de manera más o menos explícita, en estos dos primeros apartados. Pero es
necesario profundizar más en algunos aspectos de los citados, ya que determinarán las
condiciones de recepción de las propuestas teatrales de Torrente Ballester. Institución,
receptor o mercado han quedado descritos, de manera bastante diáfana. Sin embargo, y
a pesar de las referencias dentro de los apartados anteriores, es necesario ahondar en el
papel de los productores, productos y repertorio dentro de este nuevo sistema que se
instaura siguiendo las coordenadas, como hemos visto, de una institución censoria, de
un mercado reducido cada vez más y de un público sumiso a lo que se le ofrece. Pero
del mismo modo que han ido apareciendo diferentes elementos encadenados al tratar de
explicar uno más concreto, entre estos elementos es ineludible la continua ida y venida
de unos conceptos a otros para conocer, no sólo la complejidad del sistema teatral de
estos años, sino la toma de posición de Torrente Ballester dentro del propio sistema234.
234
Estos términos son los que componen, principalmente, la base fundamental del funcionamiento de un
campo. La institución es, en palabras de Even-Zohar, “el conjunto de factores implicados en la cultura”
[Even-Zohar, 1997, 49]. Un elemento a menudo confundido con el de institución, es el de mercado, el
“conjunto de factores implicados en la producción y la venta del repertorio cultural, con lo que promueve
determinados tipos de consumo” [Ibíd., 51]. Por lo que respecta al teatro, este papel de institución y
mercado está mediatizado por los empresarios teatrales, papel no equiparable al de un editor en poesía o
narrativa, junto al público. Tampoco se puede olvidar el fundamental papel que la censura ejerció
concretamente en estos años sobre toda actividad cultural, incluida el teatro. El repertorio es, quizás, el
elemento más complicado de todos los componentes de un campo, sobre todo por las posibilidades y la
295
Las reflexiones teóricas del ferrolano en estos años conviven con dos obras
teatrales y muchas críticas teatrales, donde su reflexión teórica se enreda con la función
propia de los textos críticos. Desde el pensamiento sobre la historia y la teoría del teatro,
sus obras dramáticas y sus críticas en el diario Arriba Torrente Ballester adopta un
posicionamiento particular, propio y heterodoxo, que, al mismo tiempo que mantiene la
línea comenzada durante la guerra, tendrá su continuación en sus obras de finales de los
cuarenta. Frente al teatro de afirmación, de claro carácter propagandístico y en clara
consonancia con ese teatro de circunstancias que en el bando nacional se desarrolló e
imperó durante la guerra, y contra ese teatro evasivo, de carpintería más que de técnica
teatral, como el propio Torrente Ballester caracterizará al teatro de los hermanos
Álvarez Quintero, Muñoz Seca o Torrado, el ferrolano disertará y ensayará proyectos
teatrales teóricos, críticos dramáticos, que le sitúan muy distante de las posiciones
canonizadas dentro del sistema teatral en los años cuarenta, tanto por sus juicios críticos
acerca de lo que en los escenarios españoles se representaba, como por los elementos
propios de cada uno de los repertorios que entraban en liza en cada una de las diferentes
propuestas.
El repertorio, por tanto, nos servirá como elemento primordial para situar a
Torrente Ballester dentro del campo literario de los años cuarenta, para mostrar las
continuidades, con ciertas variaciones, de sus propuestas tanto críticas como prácticas y
teóricas y, finalmente, para caracterizar su posicionamiento como periférico y
heterodoxo respecto a lo que se imponía en la escena española. Y es que, en cualquier
sistema literario existen siempre otros repertorios alternativos a aquellos que conforman
el centro de un determinado polisistema literario, otras posibilidades que ofrecen,
incluso con unos mismos elementos, productos bien distintos. Pero al adentrarnos en el
conocimiento de esta época concreta de nuestro pasado reciente, podemos observar una
extraordinaria uniformidad en el repertorio utilizado por la mayoría de los autores,
especialmente en aquellos autores de éxito comercial, acentuando hasta un punto
extremo la tendencia mayoritaria que se venía conformando en nuestro teatro durante
todo el siglo XX.
amplitud del concepto. Se ha definido como aquel “conjunto de reglas y materiales que regulan tanto la
construcción como el manejo de un determinado producto, o en otras palabras, su producción y su
consumo” [Ibíd., 31].
296
Si en la década de los veinte encontrábamos repertorios sistémicos tan
diferentes como los de, por un lado, los Álvarez Quintero, Arniches, Muñoz Seca o
Benavente, y, por el otro, el de aquellos innovadores del teatro como Valle, Lorca o
Grau, con la progresiva uniformización del teatro dentro del ya mencionado proceso de
politización en los años treinta que, en cualquier caso, no es tan radical como el que el
teatro sufre en estos años con las mencionadas instituciones coercitivas dominando gran
parte del sistema teatral, vemos que la disposición de nuestra literatura dramática en
estos años es bastante heterogénea. En otras palabras, aquella época ofrece un amplio
horizonte de repertorios sistémicos, que dista mucho de los que existieron en otras
épocas, como la de los años cuarenta235. Otra cosa sería fijarnos sólo en el éxito de
público de las obras de cada repertorio, donde los teatros de Cámara en esta
comparación saldrían lógicamente bastante mal parados, y medir por este rasero el valor
de las obras.
Pero esta situación da un giro radical tras la guerra. La homogeneidad abarca,
generalmente por lo bajo, a toda la sociedad española, llegando, por supuesto, a las artes
escénicas. El férreo control de la censura elimina prácticamente de raíz mucho de esos
productivos repertorios que alimentaron el polisistema español en los años anteriores.
De este modo casi es posible hablar no ya de repertorios, sino de “repertorio”, peligroso
singular. Pocas son las excepciones que se salvan de esta homogeneización, realizada
desde las diferentes instituciones que señalamos en el apartado anterior, con la
desaparición de todos aquellos elementos que permitieran desarrollar un teatro no ya
disidente, sino, simplemente, distinto. Es el caso de Torrente Ballester, cuya producción
dramática es silenciada desde su nacimiento, no por contraria a los principios políticos
del régimen, sino por contrariar la vacuidad predominante, que permitía mantener un
control sobre cualquier instancia del sistema. Aunque haremos referencia a las posibles
semejanzas y divergencias entre estas propuestas innovadoras o, cuando menos,
diferentes, de los escritores que permanecen en España y aquellos que optaron por el
exilio, es cierto que el tema no se puede resumir en este trabajo. Un estudio en
profundidad de las relaciones literarias y, por qué no, también personales, de los autores
de dentro y fuera de España en estos primeros años de posguerra serviría, quizás, para
235
Resulta, por tanto, bastante curioso que sea esa década de los veinte y principios de los treinta la época
de la ya tan manida “crisis del teatro”, sobre todo comparándola con la década que siguió a la Guerra
Civil. Para profundizar sobre esta paradoja de la crisis teatral en estos años veinte se puede acudir al
estudio de Iglesias Santos [1999: 23-35]
297
suavizar esa abrupta ruptura en el teatro español que supuso la Guerra Civil. No se trata
de negar la evidencia de las claras diferencias que hay entre un sistema literario y teatral
y el otro, hecho innegable a todas luces, como hemos podido comprobar a través de los
cambios habidos tanto en el público como en la institución; se trata de ahondar no tanto
en el centro del sistema teatral, que se mantuvo bastante similar al de las décadas
anteriores, como en la periferia, donde algunos autores tratan de crear una literatura que
no esté dominada ni por las instituciones ni por el público burgués, que exige un teatro
simple, evasivo y poco reflexivo, y al que se amolda sin problema alguno el resto del
público236.
A continuación esbozaremos un brevísimo panorama sobre el repertorio
teatral, atendiendo a dos dimensiones: por un lado, el repertorio activo, aquel del que se
vale Torrente Ballester para su creación dramática, y, por otro lado, el repertorio pasivo,
es decir, aquellos elementos que ponían en juego el público, los autores y los demás
elementos del sistema teatral de los años cuarenta para canonizar algunas obras y no
otras. La idea por la que creemos útil este planteamiento es que, como señala Pierre
Bourdieu, “el espacio de las obras se presenta en cada momento como un campo de
tomas de posición que sólo pueden ser comprendidas relacionalmente” [Bourdieu, 1995,
308], es decir, que el proceso en el cual están inmersas las obras es el producto de la
lucha entre quienes tienden a la conservación del orden simbólico establecido y quienes
propenden a la ruptura herética, a la subversión. En resumen, las estrategias de los
agentes y de las instituciones dependen de la posición que estos agentes ocupan en la
estructura del campo o sistema, que permitirán que se modifiquen los <<habitus>> de los
receptores o que se mantengan inalterados. Los cambios en cualquier dirección, de la
periferia al centro canonizado o viceversa, implicarían una toma de posición distinta
dentro del campo.
236
Este planteamiento implicaría la continuidad de una rica y productiva, aunque breve, tradición en la
heterogeneidad de los repertorios. No pretendemos afirmar que ciertos repertorios de preguerra se
mantengan en la periferia del sistema de los años cuarenta, sino que algunos autores defienden y
promueven un sistema donde la heterogeneidad, frente a las pretensiones de las instituciones, y dentro de
ellas, la más poderosa, el Estado, se convierta en seña de identidad del propio sistema. Excluidos
quedarían, por tanto, aquellos autores en quienes la autocensura se instaura como elemento generador de
una literatura dramática mutilada, pero no aquellos censurados, ya sea por la censura administrativa o por
alguna de las diferentes instituciones que citamos anteriormente.
298
Pero si por algo se caracteriza este sistema teatral de los años cuarenta es,
precisamente, por la ausencia de una periferia que luche frente al canon establecido en
el mismo sistema. Las escasas tomas de posición admitidas por la institución política se
reducen prácticamente a dos: aquella que opta por afirmar aquellos valores nacionales,
eternos, con un marcado carácter propagandístico, y aquella otra que procura divertir,
evadir a un público colapsado por la realidad, preocupado más por sobrevivir que por
conocer, pero siempre a través de unas constantes culturales que han ido
permeabilizando todo el sistema cultural; lo que, en definitiva, Vázquez Montalbán
definió como “Españolismos” [Vázquez Montalbán, 2003: 56-60]. Entre estos dos polos
tan próximos se desarrolla el sistema teatral español, con muy escasas disidencias
dramáticas, y todavía menos, teatrales. Es el teatro, como señala Monleón, “como un
refrán, una variante sobre la obra de siempre, un pasatiempo que podía afrontarse sin el
más mínimo riesgo de ser inquietado” [Monleón, 1971: 15], redundando siempre sobre
los mismos elementos que desde principio de siglo y durante la Guerra Civil el teatro
conservador había legitimado y canonizado237.
Estas dos líneas, en definitiva, convergen en la máxima de “divertir
ideologizando” [Oliva, 1989, 68]. Aquí radica la razón de la homogeneización de
nuestro repertorio teatral en la década de los cuarenta, ya que, aunque cada uno con sus
propios elementos característicos, el inmovilismo de la escena española se debió a la
continuidad a los topoi clásicos a los que recurrían las dos líneas citadas anteriormente.
Aunque la primera de ella, la propagandística o política se irá diluyendo en los primeros
tres años de la posguerra, mantiene una presencia notable durante este período. Como
ya señalamos, esta tendencia está más orientada al mantenimiento del espíritu patriótico
que tan útil les había sido a los nacionales durante el conflicto bélico que a la creación
de un teatro nuevo, aunque tendremos que resaltar las tentativas cometidas al respecto
en estos años. Serán, por tanto, las reposiciones las que tengan un papel más destacado
dentro de este teatro de exaltación patriótica y en algunos casos política, manteniendo
237
Es necesario señalar, sin embargo, que, adentrándonos en la década, cada vez empiezan a sonar voces
contrarias a estas manifestaciones escasamente artísticas, y será la de Torrente Ballester, desde su púlpito
de crítico literario del diario Arriba, una de las primeras en reclamar una dignidad mayor para el arte
teatral que la mera evasión divertimento o el patriotismo chabacano de muchas obras de estos años. De
este modo, podremos ir situando a Torrente Ballester frente al teatro de su tiempo, por lo que al
profundizar en el repertorio activo, el que es propio del ferrolano, las características de éste serán bastante
más comprensibles, así como las razones de su alejamiento del centro canonizado.
299
unos patrones ya desfasados y poco atrayentes teatralmente. No son obras propiamente
políticas, pero sí defensoras de lo que se denominó durante años aquellos valores
eternos de España sobre los que había que edificar de nuevo la grandeza de España, en
definitiva, una “prolongada perpetuación del régimen, ya que conseguía una mayor
incidencia en la vida social y cultural cuanta mayor difusión de los valores patrios se
hiciera” [Oliva, 2001: 560].
Así ocurre, por ejemplo, con la ya citada Santa Hermandad de Marquina
(Español, 7/12/39)238 o su hagiografía Teresa de Jesús (María Guerrero, 8/4/42).
Mariano Tomás verá reestrenadas tres obras de exaltación nacionalista y fervorosa
devoción por figuras históricas de relevancia con un claro fondo de revalorización de lo
imperial: Santa Isabel de España (Español, 11/10/39), Garcilaso de la Vega (Español,
23/12/40) o Agustina de Aragón, estrenada en provincias pero no en Madrid239. Pemán
aportará también obras que serán repuestas tras la contienda que, además, serán
consideradas como modernas, paradójicamente, frente al improrrogable estilo
marquiniano. Suyo fue el gran éxito teatral tras la guerra, La santa virreina, que tuvo
unas 120 representaciones en el Teatro Español tras su reestreno (29/12/39). Años más
tarde, en 1943, en el Fontalba se repondrá su obra de ocasión Por la Virgen capitana,
con un éxito mucho menor, tanto por la calidad de la obra como por el agotamiento del
género. Éstas y otras obras mantienen aquella línea y señalada que se inició durante la
Guerra Civil con obras como La mejor reina de España, de Rosales y Vivanco o Por el
amor de España, del propio Marquina, representadas durante la contienda.
Esta misma línea historicista, rememorativa y fuertemente ideologizada se vio
reforzada por algunas obras de teatro extranjero moderno que mantienen la misma línea
que aquellas reposiciones citadas. Es el caso, por ejemplo, de Napoleón. Los cien días
de Giovacchino Forzano y Benito Mussolini, estrenada en el Teatro Calderón. Torrente
Ballester realizará la crítica de esta obra, planteando que “considerado el drama en sí, a
dos cosas conviene atender, cuya separación el programa mismo autoriza cuando
anuncia que la inspiración corresponde al Duce y la realización al dramaturgo
profesional” [“Estreno de “Napoleón”, de Mussolini y Forzano”, Torrente Ballester,
1941: 3]. Es ésta una de las características principales de este tipo de teatro, que se
238
Las referencias a las fechas de representación de las obras que citemos a continuación son tomadas de
Víctor García Ruiz en su “Introducción” al primer volumen del Historia y antología del teatro español de
posguerra (Ver bibliografía). En caso contrario, lo señalaremos oportunamente.
239
Citado por Oliva, 1989: 72
300
puede valorar por ciertos elementos tales como “la concepción de la obra en sus líneas
generales, tato en lo que se refiere a sus personajes protagonistas como al pensamiento
fundamental y a la elección del momento representativo de la aventura” [Ibíd.], pero
cuyo desarrollo artístico es independiente de éstos, y puede resultar más o menos
afortunado. De este modo, la “inspiración” no conlleva un desarrollo teatral correcto por
sí misma, como ocurre con la obra referenciada, según Torrente Ballester, y, añadimos
nosotros, con muchas de las señaladas anteriormente. El valor teatral de éstas, por tanto,
suele reducirse a lo que Torrente Ballester denomina en esta crítica “inspiración”,
quedado en un segundo plano el desarrollo artístico de la obra, sometido a las técnicas
consabidas, habituales y poco propicias para el desarrollo de la “inspiración”.
Éste será el mismo argumento utilizado, años después, para criticar las obras
del llamado “teatro católico”, con obras como El jugador de Ugo Betti (María Guerrero,
10/6/53), La torre sobre el gallinero, de Vittorio Alvo (Comedia, 14/6/54), Proceso a
Jesús, de Diego Fabri o El enemigo, de Julián Green (Ateneo, 30/5/56). Respecto de
esta última, Torrente Ballester afirma que “como yo también soy católico, todo me ha
convencido, menos la tesis, y no porque no la crea cierta, sino porque estoy convencido
de que la misión de la obra de arte no es demostrar ninguna verdad, ni siquiera la
Verdad, que, entregada a los casos concretos, pierde calidades y mayúsculas, pasa a ser
la verdad particular e intransferible de este o aquel personaje” [“Estreno de “El
enemigo” en el Ateneo”, Torrente Ballester, 1956: 15]. La coincidencia en los
argumentos, otra vez, no es base para la plena aceptación de la obra dramática, sino
elemento que predispone a aceptarla, pero siempre será la facturación teatral la que
determine el juicio condenatorio o absolutorio de una obra.
Planteamiento diferente a este teatro de tesis o político es el que desarrolla el
Teatro Nacional de Falange, dirigido por Luis Escobar, con las dos reposiciones, dentro
de ese espíritu áureo que caracterizó a la mayor parte de las representaciones de este
tipo, que presentó en el Madrid “liberado”: El hospital de los locos (Capitol, 22/5/39) y
La cena del rey Baltasar (Paseo de las Estatuas del Retiro, 24-29/7/39)240. Lo mismo se
podría decir del proyecto de Felipe Lluch en la temporada 40-41, dirigiendo el Teatro
Español, convertido ya en Teatro Nacional, donde retomará esta tendencia de
refundiciones áureas, con obras como Las bizarrías de Belisa, de Lope de Vega
240
En Aznar Soler, 2002: 331.
301
(16/1/41) o Las mocedades del Cid, de Guillén de Castro, (1/4/41)241. Mientras que para
los primeros autores, lo importante era rememorar en la actualidad el teatro clásico,
aunque fuera de manera anacrónica, es decir, la “inspiración”, las propuestas de Escobar
y Lluch Garín, como de casi todos los hombres de teatro de Falange, entre ellos
Torrente Ballester, se dirigían a ofrecer “una expresión actual, no ya en su técnica o en
su lenguaje, como antes se hacía con notorio daño para ellas, sino en su aspecto formal
y espectacular, buscando en el fondo mismo de su espíritu el tono, la luz, el color y el
aire que les corresponde, y creando en torno del texto dramático, en verdadera y audaz
colaboración, el espectáculo moderno que sea como la explicación o exteriorización de
su pensamiento íntimo” [Lluch Garín, 1935a: 8]. En definitiva, reforzar ese
“pensamiento fundamental” a través de un desarrollo artístico conveniente a las
exigencias de éste242.
Aún así, ambas propuestas, si ahondamos en los motivos de su representación
remiten a una idea común, a una misma “inspiración”: la exaltación de las glorias
imperiales pasadas que han de recuperarse, más presente en las primeras que en las
segundas, principalmente por la falta de preocupación artística de las unas frente a las
otras. Aún así, los motivos que dieron pie a los fastos teatrales del grupo de Luis
Escobar, la liberación de Madrid y la conmemoración del 18 de julio, así como la
representación de Las mocedades del Cid por Lluch Garín, en el aniversario del día de
la Victoria, no dejan lugar a dudas sobre la función política de los dos espectáculos.
Dentro de la misma línea de teatro propagandístico, pero con un carácter más
político, podemos distinguir lo que García Ruiz ha llamado teatro ideológico-político o
nacional sindicalista. Trataba de sustituir el teatro burgués, de tema privado y más o
menos frívolo, por un teatro popular-nacional de vagos contornos y, por su fracaso, de
imposible realización, que aglutinara al pueblo y representara “la liturgia del Imperio”,
como señalaba Torrente Ballester. El propio autor ferrolano es incluido por García Ruiz
en este epígrafe [García Ruiz, 2002: 56-57] sin desentonar, aunque es necesario
desarrollar lo que este teatro buscaba.
Y es que, frente a las formas caducas, lo tópico, lo consabido y lo viejo, este
teatro político, vinculado principalmente a la Falange durante los años cuarenta, busca
241
En Aznar Soler, 2002: 355 y 356.
242
La diferencia entre un planteamiento y otro es principalmente notoria en el uso de un vocabulario
arcaizante, podado por los segundos y exaltado y revigorizado por algunos de los primeros autores,
especialmente Pemán y Marquina.
302
una renovación del teatro orientándolo hacia su vertiente más artística243. En este
aspecto, este teatro se desvía de la máxima descrita más arriba, “divertir ideoligizando”,
para sustituirla por otra, “educar teatralizando”. Y es que desde la Falange el teatro se
demanda, en la clave grandilocuente de la retórica del momento, “un teatro nacional,
religioso y popular; nacional sin patrioterismo, religioso sin ñoñez, popular sin
chabacanería” [Lluch Garín, 1940a: 18]244. Más claro y conciso acerca del papel que
juega el teatro dentro del proyecto global de la Falange es Tomás Borrás, quien aboga
por “lanzarse en toda la patria a renovar el concepto de Teatro-Industria, sustituyéndole
con el otro concepto, el de nuestra sangre, Teatro-Religión Civil” [en Aznar Soler,
2002: 344].
Las coincidencias con las anteriores propuestas teóricas de Torrente Ballester
en su Razón y se de la dramática futura son más que evidentes. Pero si en algún texto
de estos años podemos ver claramente las ideas torrentinas es en la “Memoria que por
conducto reglamentario eleva al Excmo. Sr. Ministro de la Gobernación el
Departamento Nacional de Teatro y Música sobre la ordenación del teatro en España”
[en Aznar Soler, 2002: 338-340]. La ordenación propuesta por Lluch Garín se base en
tres puntos, teatro como industria, como arte y como servicio. Si bien el primero de
ellos es un punto al que Torrente Ballester no se refiere en su ensayo sobre dramática,
los otros dos puntos ofrecen coincidencias con el texto teórico. Tanto la “educación del
público” como la “creación del ambiente teatral” son ideas planteadas por el escritor
ferrolano y que vuelven a aparecer en este texto programático, en lo que respecta a la
ordenación del Teatro como arte. Del mismo modo, la idea del teatro como servicio,
vuelve a redundar en aquellos aspectos ya resaltados por Giménez Caballero en 1935. El
teatro no deja de ser sino un “servicio público”, y así hay que entenderlo: “como medio
243
Bien es cierto que durante la Guerra Civil, este teatro político ideológico tiene sus manifestaciones
carlistas, muy conservadoras en lo que a la forma se refiere, tales como Más leal que galante, de Pérez de
Olaguer y Torralba de Damas o Mari-Dolor de José Vicente Puente y Jesús María de Arozamena. Pero no
es menos cierto que tras la guerra serán los falangistas de Serrano Suñer y de Ridruejo desde la Dirección
General de Propaganda quienes dominen la esfera política del nuevo Estado hasta 1942 y quienes orientan
la politización hacia. sus ideas.
244
Aunque en la revista Tajo la serie de artículos sobre el teatro español aparece sin firma, seguimos las
anotaciones de Aznar Soler [2002: 350], donde se referencia el manuscrito original en los archivos de
Felipe Lluch, otorgando a éste la autoría de los mismos.
303
eficaz de propaganda del Estado y de formación política y cultural del pueblo” [en
Aznar Soler, 2002: 340].
Con estas premisas ideológicas, el teatro defendido y ofrecido por Lluch Garín
y la Falange en estos años de totalitarismo enervado no puede dejar de ofrecer un teatro
muy diferente al de los autores antes citados. El mejor ejemplo de este teatro, tan
ambicioso artísticamente como fastuoso ideológicamente, es la representación de
España, una, grande y libre. (Español, 7/4/40)245. Configurada al estilo del teatro áureo,
con una Loa famosa de la unidad de España, una Comedia heroica de la libertad de
España y una Fiesta alegórica de la grandeza de España, donde, con la tradicional
estructura farsesca, se desarrolla la trama de buscar marido digno a España, resultando
elegido, finalmente, el Amor Divino, la obra trata dos mitos centrales del fascismo, la
“regeneración nacional tras la decadencia y la comunión social por encima de las
clases” [García Ruiz, 2002].
Ajenas al ámbito renovador del cenáculo falangista, pero con el mismo
carácter político que impulsaba a éstos, tenemos otros ejemplos de este tipo de teatro
que no cuajó, como a obra de Eduardo Juliá Martínez, Se ensanchaba Castilla... (1944)
o la del jesuita Ramón Cué, Y el imperio volvía... (Poema coral-dramático en cinco
jornadas) (1940). Baste rescatar la estructura de la obra para comprender el contenido
ideológico que la presidía: Prólogo “El Imperio de Ayer”; En embajada oriental, peligro
ruso (jornada 1); Juicio y condenación de España (jornada 2); Esclavitud de España
(jornada 3); Nueva reconquista (jornada 4); Exaltación del caído (jornada 5); Epílogo
“El Imperio de Hoy”.
A pesar de las suntuosas expectativas creadas por este cenáculo teatral
falangista, el fracaso de público de las primeras temporadas debió compensarse con
otras representaciones más comerciales. De este modo, la temporada 40-41, programada
por Lluch Garín en el Teatro Español en base, principalmente, a nuestro teatro clásico y
a alguna obra de Shakespeare, debió compensarse con obras bastante menos
pretenciosas en lo artístico para poder atraer a un público poco interesado en un teatro
con tan altas pretensiones. De este modo, Benavente entra a formar parte del repertorio
con dos obras, La losa de los sueños y Sin querer, al igual que los hermanos Álvarez
Quintero, con su obra El patio. El teatro plenamente político no obtuvo el respaldo de
245
La obra viajará posteriormente a Sevilla (6/5/40) y se repondrá al año siguiente en Madrid nuevamente
con motivo de la celebración del Alzamiento (18/7/41) y del día de la Hispanidad (12/10/41).
304
una sociedad hastiada de educaciones ideológicas que se fueron acrecentando desde el
primer tercio de la década de los años treinta246, por lo que estos espectáculos
historicistas y grandilocuentes fueron dejando paso a un teatro, más conservador que
excitador de pasiones patrióticas o políticas, pero siempre condicionado por las
diferentes instituciones para mantener una marcada afinidad con los valores
considerados nacionales.
Así pues, podemos encontrar al final del primer lustro en los escenarios
españoles obras del Pemán más intrascendente, alejado de las consignas políticas y
espirituales de sus obras anteriores, pero sin renunciar a determinados valores perennes
en toda su obra. Yo no he venido a traer la paz (Zarzuela, 9/3/43), Hay siete pecados
(Fontalba, 13/12/42), Todo a medio hacer (Zarzuela, 20/9/44) o Hablar por hablar
(Calderón, 10/1/45), son muestras de las comedias pemanianas lastradas por un
esquema consabido por repetitivo donde la doctrina católica se impone como norma de
conducta frente a actitudes habituales en la sociedad de posguerra, como la actitud
vengativa, la especulación o la búsqueda de la mera apariencia. Este viraje pemaniano
hacia las comedias de marcada influencia católica en su acción es una muestra de la
paulatina marcha del Estado franquista desde las posiciones fascistas de los primeros
años de la posguerra al encastillamiento en los púlpitos de las iglesias de la nueva
doctrina.
Benavente, el otro gran dramaturgo de la época, respetado por todo el público,
ofrece, así mismo, muestras de la paulatina permeabilidad de lo político e ideológico en
sus obras de estos primeros años de posguerra. Bien es cierto que su estancia en la
Valencia republicana durante la Guerra Civil, como ya hemos señalado, le valió la
condena para que los críticos de estos años lo citaran como el autor de LaMalquerida en
lugar de hacerlo por su nombre, lo que obligaba a Benavente a redefinirse como adicto
al nuevo régimen247. Fue, probablemente, fruto de esta circunstancia la creación de
246
Bastaría recordar los intentos de teatro proletario que se realizaron durante la Segunda República o las
obras políticas que surgieron como teatro de urgencia durante la Guerra Civil en ambos bandos.
247
Según señala Sinova, “cuando las tropas de Franco entraron en Valencia, donde se encontraba,
Benavente se asomó al balcón del Ayuntamiento y gritó: «Tres años fingiendo..., ¡por algo soy
comediante!” [Sinova, 2006: 234]. José Monleón reproduce, de modo bastante similar, la claudicación
benaventina tras la caída de Valencia: 'en cuanto se encontró con el caqui del uniforme y la faja roja del
General Aranda, se abalanzó sobre él y le dio un abrazo al mismo tiempo que decía con voz trémula,
velada por la emoción: ¡Ya sabe usted, mi general! ¡Me obligaron! ¡Me obligaron! [Monleón, 1971: 24].
305
obras como Abuelo y nieto (María Guerrero, 18/11/41), en la que el propio Benavente
representó el papel de Abuelo declamando esta frase tan impropia de un autor como él:
“Hoy estamos más cerca los viejos de los jóvenes porque ellos han
ganado en pocos años nuestra triste experiencia de muchos años, en los
que esta pobre España anduvo dando tumbos de unas ideas a otras,
buscando lo más nuevo… Y lo más nuevo era lo más viejo…España en
la Tierra y Dios en el Cielo. Por eso se ensancha y se eleva el corazón
cuando oímos gritar “¡Arriba España!”, porque arriba está Dios” [En
Monleón, 1971: 43].
Más conocida, aunque con el mismo efecto acomodaticio a la nueva situación
social y teatral, es su claudicación dramática en su obra Aves y pájaros (Lara,
30/10/40), con una fácil lectura anticomunista y antirrepublicana248. Otro ejemplo de
este tipo de teatro convencional pero ideologizado es el estreno de La última carta
(Alcázar, 9/12/41), reseñado por Torrente Ballester en el diario Arriba. El ferrolano
destaca esta politización desde el título de la crítica teatral “Alcázar. Una lección de
Derecho Político en forma de comedia” (11/12/41), para destacar en ella uno de sus
aspectos relevantes, lo que de “mitin o lección política” contiene. El crítico ha de
consignar que “la lección de Derecho Político, tan sabia, tan ingeniosa, con tanta finura
escrita y dicha, no le ha hecho feliz en absoluto” [“Alcázar. Una lección de Derecho
Político en forma de comedia”, Torrente Ballester, 1941: 3], ya que esa identificación
con el público a través de las ingeniosas palabras puestas en boca de sus personajes
“que el señor Benavente prodigó con abundancia generosa en todo su teatro, con
preferencia en materias morales, esta noche ha cristalizado en doctrina política, en
tópico político” [Ibíd.]. El esquema utilizado en esta crítica se asemeja al que utilizó en
la crítica de la obra Napoleón. Los cien días, argumentando que la obra posee una
“inspiración” ideológica correcta pero una facturación defectuosa por lo que de
convencional tiene. El error de Benavente, y de todas las obras similares a ésta, radica,
según Torrente Ballester, en el abandono del otro aspecto fundamental en este y otro
248
En uno de sus diálogos se puede leer la siguiente arenga: “¡En pie de guerra siempre! ¡Malditos los
que olvidan! ¡Ay de nosotros si dejamos perder lo que hemos ganado! No basta con haber sido heroicos
frente a la muerte; hay que ser heroicos frente a la vida. No basta con saber morir. ¡Hay que saber
resucitar!” [en Barrero Pérez, 1992: 26].
306
tipo de obras, “que debía ser el más importante, pero que por voluntad del autor no lo
es: lo que de comedia tiene “La última carta”” [Ibíd.]. El autor supedita la comedia al
mensaje que quiere referir y “nos endilga un enorme discurso, ejercicio final de una
oposición a catedrático de Derecho Político, y baja el telón entre vítores y
aclamaciones. Con lo cual y con el acuerdo de todos los intereses, así públicos como
privados, acaba la comedia” [Ibíd.]. No deja de ser una obra hábil e ingeniosa249, como
señala Torrente Ballester, pero es intrascendente, porque “si “La última carta” no se
hubiera escrito ni representado, ni su autor vería amenguada su fama, ni el mundo
sufriría un trastorno en su carrera” [Ibíd.].
Este tipo de teatro ideologizado, en definitiva, es criticado duramente por
Torrente Ballester por construir una obra “exclusivamente en torno a la defensa de una
tesis sacrificando la dimensión artística a la doctrinal, siendo ésta de signo
revolucionario o reaccionario” [Pérez Bowie, 2007: 45-46]. Pero al mismo tiempo,
Torrente Ballester critica los efectos que la primacía de lo doctrinal tienen sobre las
obras dramáticas. Y es que este tipo de teatro, especialmente el benaventino, refuerza
en el repertorio pasivo un elemento que Torrente Ballester condena por ser fuente de
todo inmovilismo. En sus propias palabras “cierto teatro predicador y palabrero está
destruyendo una vez más cualquier tímida posibilidad, cualquier intento de los más
jóvenes”. Y es que estas obras dan presencia a lo ideológico a través de estructuras
exclusivamente dialogales, principalmente en forma de discursos poco naturales que
refuerzan los valores que la obra pretende sustentar. Para Torrente Ballester, este
proceso “acabará reduciendo el movimiento escénico a la conversación de unas cuantas
personas sentadas en un tresillo y un par de sillas adicionales. Más acción presente y
menos acción supuesta. El escenario es para que pasen cosas en él, no para que se
comenten” [“Infanta Beatriz. Estreno de “Es más fácil soñar””, Torrente Ballester,
1951: 16].
En cualquier caso, esta presencia de lo político e ideológico en el teatro termina
por desaparecer en pocos años, retornando los autores a sus creaciones inocuas
ideológicamente, evasivas temáticamente y repetitivas formalmente. La coerción de las
diferentes instituciones dejará paso, en el lento transcurrir de estos primeros años de
249
“hábil con esa maestría de quien lleva cuarenta años haciendo lo mismo, y lo hace con los ojos
cerrados, porque los problemas técnicos se los propuso al comienzo (¿cuántos años hace?) y los ha
resuelto de una vez para siempre. Ingeniosa, porque su autor lo es, y por lo menos dos veces el crítico ha
tenido que sonreír, a pesar de su impasibilidad galaica” [Ibíd.].
307
posguerra, a una creación no orientada tanto a la reafirmación de determinados valores
ideológicos, políticos, sociales o religiosos, sino al mero divertimento no lesivo para
estos mismos valores. En lo que respecta al teatro político de estos años, en definitiva,
se puede afirmar que “no se pasó de unas vagas desideratas y de alguna deplorable
realización” [Sanz Villanueva, 1994: 19], pero fue, al menos durante el primer lustro
de la década, una tendencia que influía en diferentes autores y géneros.
Será, sin duda alguna, la otra tendencia del teatro la que más arraigo tendrá en
el repertorio teatral de estos años. Mientras que la afirmación era una exigencia más
institucional, por lo que era más proclive a la falta de arraigo en el repertorio pasivo, la
evasión era exigida, en un principio, por el público, y más tarde, impuesta por las
instituciones tras la derrota fascista en la Segunda Guerra Mundial. Ya no interesa al
Estado reafirmarse en posiciones ideológicas derrotadas en Europa, por lo que la
progresiva desaparición del teatro político deja el repertorio pasivo en aquellos mismos
elementos inocuos y cada vez más vacíos de contenido que se canonizaron desde
décadas atrás. Así puede entenderse la supuesta apertura de la censura el 26 de marzo
de 1946 a través de una Orden del ministerio de Educación Nacional, donde se señala
que “quizá no haya llegado aún el momento de prescindir totalmente de la censura, pero
sí de iniciar una serie de medidas que, dejando a salvo la moderación en el lenguaje y el
respeto debido a los principios fundamentales del Estado español, permitan a los
periódicos una mayor amplitud” [en Monleón, 1971: 62]. La rápida superposición del
falangismo en pro de tradicionalismo conservador afectaría negativamente a estos
modestos intentos de teatro político. Barrero Pérez lo define acertadamente de la
siguiente manera:
“Si se hubiera tratado de reiniciar la Historia (idea del falangismo de
primera hora), probablemente nombres como los de Benavente,
Arniches o los Quintero tal vez Eduardo Marquina y puede incluso que
Pemán, no hubiesen adquirido la relevancia que tuvieron […] Pero se
impuso el criterio de la restauración sobre el de la nueva edificación.”
[Barrero Pérez, 1992: 66]
César Oliva reincide en la misma idea al afirmar que, siguiendo la máxima de
“divertir ideologizando”, se siguió cultivando la comedia burguesa de origen
benaventino, donde tienen cabida “la mayoría de los autores del momento” [Oliva,
308
1989, 105], distinguiendo “variantes, de tipo temático sobre todo, que no alteran
básicamente su estructura” [Oliva, 1989, 104]. De este modo, las pretendidas rupturas
estéticas o literarias, o la presunción de reinventar la literatura española desde los
nuevos postulados políticos imperiales, defendidas por aquellas obras que ya hemos
referenciado, quedan postergadas durante años, en pos de una normalización sin
rupturas de nuestra literatura. Lo que Pemán llamó en un momento determinado la
<<emoción
del reconocimiento>> era, simplemente, la emoción de verse reafirmado,
consolidado, magnificado, desde la escena, llevando a escena todos aquellos valores
burgueses que permitieran un normalización de la vida social y cultural tras la derrota
del Eje en la Segunda Guerra Mundial. Frente a la posibilidad de ese teatro renovador
que se venía fraguando antes de la guerra en la periferia teatral, el nuevo Estado
promovía un teatro que “nacía vestido de un patriotismo grandilocuente, situado en los
antípodas de toda posibilidad de autocrítica” [Monleón, 1971: 18].
De esta dependencia del nuevo teatro de unos planteamientos reaccionarios
ideológica y estéticamente, surge un repertorio sistémico caracterizado, tras el fracaso
de ese nuevo camino que se trataba de iniciar con los proyectos teatrales y políticos de
Felipe Lluch, por el escapismo de una realidad demasiado presente e hiriente en los
diferentes aspectos de la vida social. La realidad influyó en la redefinición del repertorio
sistémico, pero no como elemento subversivo o crítico, sino en forma de parálisis y
provisionalidad, en espera de tiempos mejores para un teatro cohibido por las diferentes
instituciones.
Es lógico en este contexto la exitosa reaparición de los géneros con elemento
musical como productos inocuos para una nueva sociedad, tales como la revista, donde
cabría destacar en estos primeros años el éxito de la revista Yola, estrenada en el Eslava
el 14/3/41, repuesta del 2/4/42 al 29/6/42 en Eslava y en la temporada siguiente en el
mismo teatro 9/9/42, o la zarzuela. Aunque no tiene el esplendor de antes de la guerra,
la zarzuela es un género con numerosos estrenos y un éxito bastante marcado, Monte
Carmelo (17/10/39). No eran fiel reflejo de la nueva sociedad, “las muchachas de la
época no sentían ya como la Rosaura de Los gavilanes, pero sus madres las precipitaban
hacia los anfiteatros zarzueleros”, pero eran géneros de gran éxito porque “la zarzuela
alimentaba, no cabe duda” [Vázquez Montalbán, 2002: 46 y 47].
Similar descripción es la que se puede hacer de otros géneros menores que
obtuvieron el respaldo del público durante estos primeros años de la posguerra. Es el
teatro de consumo popular que tanto arraigo había tenido en las décadas anteriores y que
309
vuelve a resurgir tras la contienda como uno de los elementos principales del repertorio
pasivo. Será la figura de Muñoz Seca, asesinado durante la Guerra Civil, la que más
éxito tenga en la inmediata posguerra, ya que, según el crítico Araujo Costa, “llegó a
formar escuela de españolismo y de buenas costumbres” [en Monleón, 1971: 22]. En la
primera temporada tras el conflicto, 39-40, se estrenará una obra póstuma y se
repondrán nueve de sus obras250, mientras que Antonio Paso hijo estrenará tres obras
cómicas en esta primera temporada251. Otros autores que en estos primeros años
obtuvieron cierto éxito comercial con este género bufo fueron Pedro Pérez Fernández,
cuya obra Mi niña, en colaboración con Antonio Quintero, tuvo más de cien
representaciones (Comedia, 7/12/39), o Manuel López Marín. Ninguna novedad aportó
este tipo de teatro sino más bien todo lo contrario, ya que el triunfo comercial de estas
obras hacía más difícil crear ese clima dramático a partir del que los autores
renovadores debían reformar el teatro.
La línea melodramática, por su parte, aún manteniendo los mismos principios
estéticos, obtuvo una mayor permanencia en los gustos del público gracias,
principalmente a algunos autores prototípicos: los hermanos Álvarez Quintero, Carlos
Arniches y Adolfo Torrado. Del mismo modo que ocurrió con Muñoz Seca, la muerte
durante la guerra de Serafín Álvarez Quintero, aunque no fue asesinado252, propició un
homenaje en el Retiro por los autores y actores de Madrid, reponiendo los teatros Lara y
Español obras del “ilustre caído del Madrid martirizado” [García Ruiz, 1995: 110] y de
su hermano. Su teatro de raíz decimonónica, pleno de ingenio y de “carpintería teatral”,
sentimentalista hasta bordear la cursilería, se fue desgastando durante estos años
cuarenta, aunque es de reseñar el éxito de las primeras temporadas, donde hubo cinco
reposiciones en la primera temporada tras la guerra.
250
La tonta del rizo (Infanta Isabel , 29/12/39) dos meses en cartel, El sonámbulo (Calderón ,15/9/39), La
tela (Calderón, 22/9/39), Los trucos (Infanta Isabel, 14/10/39), La venganza de Don Mendo (Lara
23/10/39 y Reina Victoria 2/4/40), El último bravo (Comedia, 4/11/39), Entre cuatro paredes (Reina
Victoria, 6/3/40), ¡Cataplum! (Fontalba, 18/5/40), Las inyecciones y El país de los tontos (Coliseum,
21/6/40).
251
¡Que se case Rita! (Comedia, 17/7/39), Papanatas (Reina Victoria, 28/5/40) y Amuleto (Maravillas,
1/5/40).
252
En cualquier caso, el periódico ABC atribuyó su muerte a “las penalidades sufridas durante el dominio
rojo” [en García Ruiz, 1995: 110].
310
Carlos Arniches, por su parte, trató de seguir la línea iniciada en los años
veinte con su comedia asainetada, plena de humor e ingenio y con cierto reformismo en
lo social. Su primer estreno en la posguerra, El padre Pitillo (Lara, 6/10/39), generó una
polémica que nos permite caracterizar estos primeros años como fuertemente
ideologizados, permeabilizando el pensamiento político todas las esferas culturales y
sociales. La crítica realizada para ABC por Luis Araújo-Costa lamenta “el fracaso, no de
público, pero sí desde el punto de vista religioso, moral y literario”. Los motivos de la
condena no dejan lugar a dudas:
“Por desgracia, se ha inspirado ahora Arniches en ciertas corrientes turbias de
romanticismo trasnochado. Es muy difícil sacar al teatro y llevar a la novela
figuras de sacerdotes sin conocer previamente la teología, la filosofía, la
liturgia, la moral, el derecho canónico, la disciplina eclesiástica [...]. Así se
acumulan los disparates, alternados con sensiblerías, sin caracteres, sin
personajes, sin ideas, con algunos recursos teatrales de maestro conocedor de
muchedumbres que se conmueven solemnemente ante el latiguillo sentimental,
sin reparar la contextura de la obra y los elementos de realidad y de arte a que
debe responder toda comedia y todo autor que se respete” [“<<El padre pitillo>>
y la Guerra Civil”, Ríos Carratalá].
Las críticas vertidas sobre la obra en lo que se refiere a su dimensión artística
son aplicables a todas las obras melodramáticas253. La mayor crítica que se realiza en
esta diatriba es de carácter ideológico. Sin embargo, la sombra de Arniches es
demasiado alargada para que una obra, tergiversada ideológicamente en un determinado
momento histórico, oculte la gran figura que era para un teatro como el de los años
cuarenta. No sólo siguió estrenando con cierta asiduidad en estos años, sino que, con
motivo de su muerte, en el teatro Alcázar se vuelve a representar en 1946, en un
homenaje al autor patrocinado por la Asociación de la Prensa. El clima político,
evidentemente, había cambiado, lo que permitió el reestreno de la obra, pero, al igual
que ocurrió con Muñoz Seca y Serafín Álvarez Quintero, se compagina con el deseo de
253
El propio Torrente Ballester teorizará sobre las virtudes y deficiencias artísticas del melodrama en
diferentes críticas teatrales, sin condenar a un autor u otro por el contenido de la obra. Volveremos sobre
esto al abordar la relación de Torrente Ballester con los géneros teatrales.
311
apropiarse de un autor de éxito. En cualquier caso, su presencia en los escenarios de
estos años fue el epígono de una carrera más exitosa en décadas anteriores.
Frente a la progresiva regresión de las obras de los hermanos Álvarez Quintero
y de Arniches en nuestros escenarios, surge la figura de Adolfo Torrado que hace
revivir el melodrama con una carpintería propia pero bastante conocida ya. Son escasos
elementos los que maneja Torrado en la composición de sus obras, pero de infalible
efecto cómico y sentimental como las diferencias sociales, los cambios de fortuna, la
anagnórisis de los parentescos, el enfrentamiento maniqueo de los buenos y honrados
frente a los malos o el regionalismo más allá del mero andalucismo o madrileñismo de
los Quintero. Su éxito fue tal que se llegó a hablar del fenómeno del “torradismo”.
Francisco de Cossío define en estos mismos años este fenómeno sin par en nuestro
teatro de los años cuarenta:
“Quizá la característica más evidente del Torradismo se halla en el
optimismo, en la alegría de vivir, en encontrar fáciles salidas para la
broma y en resolver las situaciones dramáticas con el rasgo de humor
que establezca todo el claroscuro de su filosofía [...] Definamos el
Torradismo como el procedimiento más eficaz para ganar dinero
haciendo saltar a las gentes sencillas de las risas a las lágrimas” [en
García Ruiz, 2002]
Sus catorce estrenos entre 1939 y 1945 y sus tantas reposiciones le hacen la
figura señera del teatro español del primer lustro de la década. Aunque fue
progresivamente perdiendo público, probablemente cansado ya de una estructura
inamovible y un humor más bien disparatado, su obra Chiruca (Infanta Isabel, 26/7/41)
pasará a la historia de nuestro teatro como una de las obras de más tiempo en cartel
durante esta década, con más de ochocientas representaciones y, al menos, otras cien
representaciones en reposición. Volvemos a toparnos, nuevamente, con un éxito
comercial ajeno a cualquier tipo de innovación, lo que sigue esclerotizando, cada vez de
manera más grave el teatro español. En su Práctica y teoría del arte escénico Salvador
Soler Mari señala, lamentándose, estas tendencias como predominantes en nuestro
teatro y apunta algunas de las razones por las que se mantiene:
312
“los empresarios salvan sus crisis metiendo en sus teatros espectáculos
absurdamente llamados de folklore, como si el folklore sólo fuera
andaluz. Loa autores se defienden escribiendo para esos espectáculos, en
donde creen encontrar su afán comercial, y sólo el cómico, si tiene
conciencia de su misión, queda relegado y maltrecho, teniendo, si quiere
vivir, que renegar de sus principios más nobles y meterse en esas mal
llamadas compañías de teatro folklórico” [en Monleón, 1971: 60].
Aún así, iniciada ya la década de los cuarenta, este teatro cómico se vio
superado ampliamente por la nueva comicidad de autores, conocidos en la preguerra,
pero que adquirirán en estos años un valor nuevo por sus aportaciones dramáticas frente
al tradicionalismo escénico y dramático de sus coetáneos. Algunos estudiosos han
remarcado el carácter renovador de estos autores, afirmando que “sobresalieron por sus
intentos vanguardistas Carlos Arniches, Jardiel Poncela y Mihura” [Pérez Stanfield,
1983, 71]. Para la autora estos tres autores eran los representantes de “un humor
contrario a la comicidad oficial, que ponía en cuestión el orden de las cosas” [1983, 77].
Esta idea es de la que otros críticos parten para considerar a Jardiel Poncela y Mihura
como precursores del posterior teatro del absurdo254. En cualquier caso, el desacuerdo
de estos autores en su producción teatral de los cuarenta con respecto al público fue más
por desavenencias teatrales que sociales. No se puede olvidar que, al igual que Torrente
Ballester, muchos de estos componentes de la denominada “Otra generación del 27”,
ejercieron de periodistas favorables a la sublevación durante laGuerra Civil. De Edgard
Neville sorprende “su entusiasmo propagandístico entre 1936 y 1939”, de Tono la
publicación de unas viñetas de humor llenas de tópicos, proceso tan contrario a su
proceder dramático usual que no deja de llamar la atención, unas <<tonerías>> que eran
“insultos encapsulados en viñetas” y, de Wenceslao Fernández Flórez, la transformación
en un novelista “capaz de recurrir a las técnicas del folletín decimonónico para describir
la España republicana con los más truculentos acentos”. [Ríos Carratalá, 2006b]
Más radical se mostró durante el período bélico Enrique Jardiel Poncela,
quien,
254
“escribió por entonces textos violentos, donde su habitual misoginia se
En todo caso, y quizá con la excepción de Tres sombreros de copa (escrita, no se puede olvidar, en
1932, pero estrenada veinte años más tarde) existen ciertas diferencias insoslayables a la hora de
comparar las obras de Jardiel Poncela o Mihura con las de, por ejemplo, Ionesco.
313
concretaba en unas grotescas milicianas con todos los defectos imaginables y su
antisemitismo se equiparaba en algunos aspectos al de los nazis. También reeditó relatos
y misceláneas en su habitual línea humorística, pero tras su incorporación al bando de
los sublevados los tuvo que combinar con otros fruto de las circunstancias” [Ibíd.]. Sus
filiaciones falangistas datan de antes de la Guerra Civil, siendo habitual contertulio en
las reuniones con Primo de Rivera, por lo que, quizás, no es tan sorprendente su caso
como el de otros autores.
En cualquier caso, las propuestas de estos autores exigían una renovación,
tanto en cuanto los presupuestos de los que se parten, el repertorio, en definitiva,
diferían notoriamente de los de los otros géneros y autores. Jardiel Poncela, por
ejemplo, a través de su teatro ponía en cuestión las convenciones preestablecidas,
aquellas sobre las que la mayoría de los autores construían sus obras en estos años,
explorando, de este modo, un tipo de realidad disonante a través de lo inverosímil. Sus
estrenos durante estos primeros años de la posguerra compaginan éxitos de taquilla,
Carlo Monte en Monte Carlo (Infanta Isabel, 16/6/39 hasta 30/8/39), el éxito del verano
con cien representaciones, Eloísa está debajo de un almendro (Comedia, 24/5/40), con
230 funciones o Es peligroso asomarse al exterior (Comedia, 15/4/42) con 142
representaciones seguidas, con otras obras de mínimo éxito, como El amor sólo dura
2.000 metros (Comedia de la vida de Hollywood) (22/1/41, Comedia) o Usted tiene ojos
de mujer fatal (1933, 3/11/39), reposición de una obra anterior a la guerra que tuvo sólo
siete funciones.
Esta desigual recepción de obras de un mismo repertorio nos da una idea del
grado de aceptación que un público tradicional estaba dispuesto a ofrecer a un autor
innovador como Jardiel. El repertorio del autor no coincide plenamente con el de un
público que rechaza aquellas obras que se alejan de los presupuestos por él establecido,
introduciendo en el teatro un elemento de discordia que, a la larga, no le sería
perdonado. Torrente Ballester, en la crítica del estreno de una de sus obras, refleja tal
desavenencia entre el público y el teatro de Jardiel Poncela. El crítico ferrolano refiere
que “el público aplaudió, pero no demasiado, y esto no es justo, pues rió todo lo que
quiso; y si por la risa se debe gratitud, lo indicado en estos casos es el aplauso”
[“Comedia. Estreno de “¡Madre! (El drama padre)””, Torrente Ballester, 1941: 3]. Bien
es cierto que la propia obra es criticada por sus excesos, “desde el primer momento se
da cuenta el espectador de que el estilo propagado primero por “La Ametralladora” y
luego por “La Codorniz” ha ingresado en el teatro tememos que por mucho tiempo. Y
314
esto estaría bien si el autor seccionase sus ocurrencias; pero al no hacerlo, consigue un
diálogo tan desvencijado que llega a fatigar” [Ibíd.]. De este modo, Torrente Ballester
arremete contra uno de los elementos principales de la nueva comicidad, aunque
reconoce el valor de este autor, convencido de que “el Sr. Jardiel Poncela posee el
talento necesario para escribir en su día –con éxito y con garbo – cierto tipo de
comedias que no dejan de ser necesaria si se toman con medida” [Ibíd.]. Así pues, esta
renovación que parte del teatro de humor, es reconocida por Torrente Ballester como
una vía fructífera para la renovación de nuestro teatro, pero siempre con cierta medida
del humor fácil, con cierto orden que considera que falta en la obra jardielesca:
“el autor no ha conseguido su propósito porque la deformación del
melodrama que se quiere realizar es tan absoluta que se pierde todo
contacto y parecido, y es necesario juzgar la caricatura por su valor en
sí. Y es una lástima, porque de las cosas más necesarias en nuestro
panorama teatral es la comedia satírica. Ella, y no más o menos
enfurecidas críticas, es la única capaz de desalojar ese teatro de que
todos por una razón u otra nos quejamos” [Ibíd.].
En cualquier caso, precursores o no del absurdo, convencidos u obligados a
asumir una ideología totalitaria fuertemente determinante en toda creación artística, la
línea abierta en estos por su teatro de humor se irá cerrando paulatinamente ante una
sociedad cambiante que exige un teatro más crítico y menos evasivo. Algunos autores,
fueron víctimas de sus propias innovaciones, siendo su teatro rechazado en la década
siguiente, como es el caso de Jardiel Poncela, cuyas últimas obras rebosan una
inverosimilitud que resulta poco teatral. Mihura, por su parte, dispuesto a no crearse
ninguna complicación con la institución, “fue sacrificando poco a poco su capacidad
humorística para ir encerrándose en una serie de clichés, en una falsilla, en unos
personajes reiterados, en un clima reconocible” [Monleón, 1971: 87]. Su obra Ni pobre
ni rico, sino todo lo contrario (María Guerrero, 17/12/43), el gran acontecimiento del
sexenio junto con los estrenos jardielescos, a decir de Víctor García Ruiz, escrita junto a
Tono, ofrece unos diálogos fabulosamente ingeniosos pero sin una corriente subterránea
que sustenta una idea” [García Ruiz, 2002]. Son obras que ofrecen el triunfo de la
imaginación, la libertad inventiva y superadora de la realidad, aunque, finalmente este
carácter humorístico al estilo pirandelliano se vio transformado en mera evasión por la
315
adaptación de los elementos creados por estos autores en constante repertorio
demandado por el público. Influirán en algunos autores que adaptarán planteamientos
similares a los de estos tres nuevos humoristas, como Francisco Ramos de Castro y su
obra ¡Y vas que ardes! (Fontalba, 28/3/41), cuyo esquema y tendencia al exceso
recuerdan a Jardiel Poncela, o Carlos Llopis, seudónimo de Carlos Fernández Montero,
cuya comedia Cinco años y un día nos remite a Los ladrones somos gente honrada, por
su carácter detectivesco que actúa com elemento desentimentalizador y los numerosos
chistes lingüísticos que pueblan la obra.
De este modo, por la acomodación de los autores al público, caso de Tono y
Mihura, o por la radicalización en sus postulados, en el caso de Jardiel Poncela, se va
dejando un poco de lado esa nueva tendencia que “pudo ser punto de partida de algo
verdaderamente renovador. Pero el tiempo histórico no daba para más” [Oliva, 1989,
118]. Serán los propios autores los que hagan devenir su teatro ciertamente
deshumanizado hacia postulados evasivos, desligados de la realidad circundante,
influyendo de esta manera bastante más en otros autores, como Víctor Ruiz Iriarte y
Javier López Rubio, autores de éxito al final de la década con un teatro más poético y
evasivo, aunque siempre con el elemento humorístico presente. El propio Torrente
Ballester, en referencia a este nuevo tipo de comicidad, considera que, aunque Tres
sombreros de copa no es la mejor comedia de Mihura, “por debilidad constructiva”, sí
es “la que abrió el fuego de una batalla en la que todavía nos hallamos metidos”
[Torrente Ballester, 1957, 264]. Pero esa batalla no la dirimirán ni estos autores ni con
los mismos presupuestos que en los años cuarenta, sino los jóvenes autores que tratan de
dar una visión de la realidad a través de un proceso crítico, intelectual y creativo, con
Buero Vallejo y Alfonso Sastre a la cabeza.
Queda, por último, reseñar la que quizá fue la tendencia mayoritaria durante
estos años, si no en espectadores, ya que el fenómeno del “torradismo” atrajo a casi todo
el público teatral, sí en canonización sistémica. De igual modo que en las décadas
anteriores, la alta comedia benaventina y sus herederos mantienen la hegemonía
sistémica al ser reconocido como un teatro exitoso y de calidad. Ya hemos referido
algunas obras benaventinas de estos años de posguerra, donde el autor había de abonar
el débito de una guerra vivida en el bando contrario. No se puede, sin embargo, tener
como norma aquellos ejercicios más políticos que teatrales de principios de los años
cuarenta. Su producción mantendrá las líneas generales que le hicieron triunfar en los
escenarios de preguerra. Casi treinta obras representadas de este autor en el primer
316
lustro de la década, diez de ellas estrenos, hacen de Benavente, nuevamente, el centro
del sistema teatral español una década más.
Ya hemos señalado como Torrente Ballester no ve nada nuevo en el Benavente
de estos años, pleno de bellas palabras e ingenio, con escasa acción y mucho
parlamento, con soluciones teatrales ingeniosas para un teatro ya caduco. Quizá de las
escasas nuevas aportaciones del autor madrileño sea la introducción como tema de la
miseria y la dura vida de posguerra en alguna de sus nuevas creaciones, como ocurre en
Abuelo y nieto, y el hecho de retomar el enfoque metateatral en algunas obras de estos
años, tales como …Y amargaba (Zarzuela, 19/11/41), El demonio del teatro (Cómico,
28/11/ 42) o Don Magín, el de las magias (Zarzuela, 12/1/45).
No obstante, el predominio de este tipo de teatro en nuestra escena no se debe
únicamente a las aportaciones de Jacinto Benavente, demasiado escasas para mantener
un centro canonizado durante tanto tiempo. El sistema teatral en estos años fue
preparando un “terreno abonado para que fructificaran las enseñanzas de aquellos
escritores que habían sostenido la visión tradicional de la literatura: no fue tan
trascendental Benavente como el benaventismo a que dio lugar” [Barrero Pérez, 1992:
66]. Ciertamente, a Benavente no se le discutirá hasta finales de los años cuarenta, con
la aparición de nuevos autores con propuestas renovadoras, del mismo modo que la
llegada a los escenarios de Benavente a finales del XIX conllevó el abandono de aquellas
propuestas anticuadas de las que se él mismo se distanciaba. Su triunfo es una muestra
más de la petrificación de nuestro sistema teatral, y así se lo plantea José Vicente
Puente:
“La realidad es que estamos aún esperando la figura teatral de nuestra
generación. La escena española actual sigue calentándose con nombres
viejos, conocidos y gastados: Benavente, los Quintero, Arniches… Es
indudable que nosotros no podemos comulgar con Benavente, ni con su
teatro, ni mucho menos con su tortuosa y falaz línea política… Pero…
supongamos que anulamos la personalidad teatral de Benavente, que
logramos eliminarle, suprimirle, machacarlo si se pudiese. Vamos a
figurarnos –y seguimos el más puro camino de la hipérbole – que
Benavente desaparece como repertorio y como estrenista del <<teatro
español>>. ¿Quién queda? ¿Quién llena su hueco?” [en Oliva, 1989: 79]
317
Lo que Benavente aportó al repertorio no fue tanto una temática, sino “una
óptica de la realidad, un modo de aproximarse a los personajes y de resolver conflictos”
[Monleón, 1971: 72], que permanecerá prácticamente inalterable en los nuevos autores.
Unos personajes burgueses o de clase media alta, en espacios lujosos o al menos
confortables, con la repetición de una serie de temas característicos, casi todos ellos
vinculados al amor (adulterio, infidelidad, conflictos generacionales, defensa de ciertos
valores sociales y espirituales, soltería, nostalgia del pasado, etc.), desarrollados todos
ellos sin excesiva profundización, aunque con excepciones y con una virtud
indiscutible, sus diálogos, compuestos con fino humor, gracia e ingenio, al mismo
tiempo que el ritmo de la acción, equilibrada y eficaz muestra el “saber hacer dramático
de estos autores, dominadores como pocos de los efectos, trucos o sorpresas que exige
el tipo de enredo propio de estas obras” [García Lorenzo, 1992: 561]. La segmentación
tradicional en tres actos, del mismo modo, suele ser respetada, utilizándose,
habitualmente, un mismo decorado, aunque puede variar en cada acto. De esta manera,
lo que se hace primar es la acción sobre el escenario, otorgando al humor verbal una
gran relevancia. El ingenio será uno de los elementos básicos de este teatro. Lo irreal y
lo fantástico tiene cabida en escena junto al elemento temático principal, el amor,
siempre que no exista la posibilidad de cualquier desviación peligrosa en la
interpretación, como ocurría, tal como señalamos con la arnichesca de Padre Pitillo.
De esta herencia benaventina, o como denominó Ruiz Ramón “herederos o la
continuidad sin ruptura”, podemos destacar la presencia de obras prototípicas del drama
rural benaventino, como El infierno frío (Lara, 2/3/43), de Horacio Ruiz de la Fuente, o
Al sol de Castilla (Cómico, 20/4/43), del novelista Bartolomé Soler; otras de temas
característicos del autor madrileño, como El honor de los hombres (Lara, 20/2/42), del
mismo autor, obra sobre el honor del matrimonio, pero sin la gracia y el ingenio de
Benavente o Como hermanos (Calderón, 6/3/43), de José Luis Mañes. En cualquier
caso, estos autores, como otros tantos que estrenaron algunas obras sin aportación
novedosa alguna presentan lo que se convertirá en una constante en estos años: la
imitación de la escena y no de la vida.
Quizá el único elemento renovador que trataba de romper con esta monotonía
escénica que inundaba nuestros escenarios y que tuvo una continuidad notable, fue el
proyecto de los Teatros Nacionales, “verdaderas islas en un mar de desolación”
[Cornago Bernal, 2001, 76]. Según plantea Gallén, los objetivos que debían perseguir
estas dos compañías, la del María Guerrero, dirigida por Luis Escobar en esta década, y
318
la del Español, que empezó dirigiendo Felipe Lluch y que, tras su muerte, fue encargado
a Cayetano Luca de Tena, eran muy claros: “a) assolir una millor qualitat artística dels
espectacles teatrals; b) potenciar la funció del director escènic en el procés de la
producció teatral; i c) afavorir la representació d´aquells textos dramàtics el muntatge
dels quals no realitzava, per motius diversos, la iniciativa privada” [Gallén, 1985, 4142]. Bien es cierto que los dos primeros puntos se lograron con creces, en primer lugar,
porque se logró llevar a cabo “una práctica escénica atenta a los diversos aspectos
artísticos que exigía el montaje de un texto” [Cornago Bernal, 2001, 76]. Una crítica de
los primeros espectáculos del Teatro Nacional en el Español255, deja bien claro el papel
artístico que este proyecto empezaba a tener durante estos años:
“Nada en este tipo de teatro se abandona a la inspiración momentánea.
Cada efecto, cada grito, cada movimiento, está cuidadosamente previsto
y encajado en su sitio y e su tiempo. La intensidad de la luz tiene el tope
de una cifra exacta, como las pausas una invisible medida musical. Sólo
de este modo se puede dotar al espectáculo de un imprescindible tono de
unidad, y sobre éste, de lo puramente personal: el matiz, la expresión, el
estilo” [en Aguilera Sastre, 2002: 356]
Todo este trabajo sobre el teatro como espectáculo requería, inevitablemente,
la presencia y dirección de una personalidad que recondujera los diferentes aspectos del
espectáculo hacia un fin común. Evidentemente, la influencia de estas dos primeras
características sobre el repertorio sistémico no ejercieron una influencia inmediata, pero
sí que ayudaron a conformar una periferia sustentada por primera vez por un Teatro
Nacional, permitiendo que “a mediados de los sesenta, el director de escena ya se había
convertido en un personaje fundamental e imprescindible” [Cornago Bernal, 2001, 83].
El propio Adolfo Marsillach reconoce en sus Memorias cómo el papel de estos primeros
directores de los Nacionales de los años cuarenta jugaron un papel esencial en la
conformación de un nuevo repertorio que permitiría renovar la escena a través de
nuevos autores, directores y público: “nada de lo que ha sucedido en el teatro de este
255
“Un teatro digno de España. ‘Las bizarrías de Belisa’ y la tonadilla del general Mambrú”, Tarea, 25-I-
1941: 4
319
país después habría sido posible si Escobar y Luca de Tena […] no hubieran cubierto
tan decisivamente estas temporadas” [Marsillach, 1998:109]256.
Es éste un logro que terminará por conformarse durante los años cincuenta y
sesenta, época en la que profundiza Cornago Bernal, pero, bien es cierto que esta
premisa estaba presente en la mente de todos los componentes de ambos Teatros
Nacionales. En un texto ya citado, Felipe Lluch exigía la presencia dictatorial de un
director que amalgamara los distintos aspectos del teatro bajo una dirección única.
Exigía “un solo director con autoridad y responsabilidad total. Y un director que no ha
de ser actor, ni autor, ni crítico ni empresario, y ha de tener un poco de todo ello, es
decir, un creador de espectáculo” [Lluch Garín, 1935a: 8]. No era cuestión banal para
Felipe Lluch este objetivo, sino el punto de partida de un proyecto que había fracasado
en todas sus tentativas de fundación: “El Teatro Nacional no podrá existir hasta que no
se encuentre a su director” [Lluch Garín, 1935c: 9]. No es necesario recalcar
nuevamente la orientación política e ideológica que Lluch Garín otorgará a este teatro
tras la Guerra Civil, ya señalada. Nos resulta más relevante e importante la autonomía
que el teatro volvería a adquirir, al menos parcialmente, durante estos años de férreo
control gubernamental y sistémico, permitiendo un desarrollo durante estos años hacia
posturas menos radicalizadas y aperturistas de una escena cada vez cerrada en lo que
respecta a su esfera comercial, principalmente a través de la figura del director de
escena.
En definitiva, los Teatros Nacionales supusieron una nueva concepción de la
obra dramática como “un todo, una unidad cerrada. Es preciso que una persona, ajena a
todos los que intervienen en el espectáculo teatral, concierte sus esfuerzos aislados en
beneficio de esta unidad que es la obra” [en Gallén, 1985, 42]. El director de escena, en
definitiva, debía ser coordinador de los lenguajes verbales y los no verbales, lo que
permitió instaurar a través de los Teatros Nacionales un principio autónomo que
dirigiera el teatro, es decir, ajeno a los intereses comerciales, dominados por el principio
heterónomo que busca más el beneficio económico que el simbólico.
A pesar de que estos teatros se caracterizaban por su novedad, ilusión,
búsqueda y hallazgo de un nuevo público a través de la oferta de nuevas formas de
256
Sin embargo, este reconocimiento no fue impedimento para que en los sesenta estos jóvenes directores
arremetieran contra aquello que habían conformado los directores de los Nacionales en la década de los
cuarenta.
320
hacer teatro, a partir del segundo lustro de esta década se institucionaliza, sufre cierto
aburguesamiento, lo que no debe restar relevancia a los logros que ya hemos señalado.
Pero sí que parece que no terminaron de lograr, al menos en esta década, aquel tercer
propósito que señalaba Gallén, es decir, la inclusión en la vida teatral española de
autores jóvenes que quedaban vetados en los escenarios comerciales. El propio Gallén
recoge unas declaraciones de Pérez de la Ossa que trata de justificar la ausencia de
ciertos dramaturgos jóvenes, incluso “aquells que havien format part del nucli
d´intellectuals del Server de Propaganda durant la guerra”. El que fue codirector del
María Guerrero argumentó que “los jóvenes más dotados para el teatro son, quizá,
Román Escohotado y Samuel Ros. ¡Solamente que se empeñaron en ir contra el
público! Y cuando falla el dramatismo, los parlamentos exquisitos, los pensamientos
profundos, sobre no salvar la situación, fatigan al público” [Gallén, 1985, 51]. Algo
muy similar se puede argumentar del teatro de Torrente Ballester para justificar su
ausencia de los escenarios de los Teatros Nacionales. Bien es cierto, que si autores
como los citados permanecieron fuera de los intereses dramáticos de las compañías de
los Teatros Nacionales, otros tantos pudieron ver representadas sus obras gracias a éstos
(Ruiz Iriarte, López Rubio y, quizás, el más relevante, Buero Vallejo). Sin embargo,
esta justificación no se corresponde con lo que los Teatros Nacionales supusieron
finalmente para la renovación de nuestra escena, ya que como indica Cornago Bernal,
los grandes capítulos de la escena contemporánea “no vinieron ligados a la aparición de
un autor dramático, como a un verdadero trabajo dramatúrgico” [Cornago Bernal, 2001,
91]. Siguiendo esta lógica, igual que Jouvet hizo con las obras Giradoux, un trabajo
dramatúrgico para un montaje escénico apropiado hubiera podido limar las deficiencias
de las obras de Torrente Ballester para hacerles no sólo representables, sino renovadoras
para nuestra escena, abriendo un camino que otros hubieran podio retomar y mejorar.
En este punto es bueno acudir a las ideas que Bourdieu explica sobre el
funcionamiento del campo literario257. Uno de los elementos que no hicieron factible el
estreno de ciertas obras de jóvenes autores, como Torrente Ballester, fue que nuestro
autor no gozaba, siguiendo las ideas del sociólogo francés, ni de capital simbólico ni de
la afinidad social con el público. En palabras del sociólogo francés, al haber pocos
257
Aunque las ideas de Bourdieu hacen referencia a un momento determinado del campo literario francés
del siglo XIX, se pueden extrapolar, no sólo al funcionamiento del campo literario de todo sistema
literario, sino, especialmente, al de esta época y al papel que desarrollaron o pudieron desarrollar los
Teatros Nacionales en esta época.
321
teatros capaces de arriesgarse económicamente en el montaje y estreno de un autor
novel teatralmente, los jóvenes autores “tienen que enfrentarse, para llegar a ser
representados, a una competencia terrible, en la que la baza más importante consiste en
el capital social de relaciones en el medio teatral; tiene después que enfrentarse a la
competencia por el público, en la que intervienen, además de los truquillos del oficio, y
también ligado a la familiaridad con el mundo del teatro, la proximidad a los valores del
público” [Bourdieu, 1995, 179]. Ni una ni otra propuesta para la más fácil llegada a los
escenarios cumplía Torrente Ballester, por lo que sus obras no fueron llevadas a las
tablas.
Siguiendo las ideas de Bourdieu y sin perder la ligazón con el desarrollo de los
Teatros Nacionales en los años cuarenta, debemos señalar que la autonomización de
cada campo, una de las funciones principales de los Teatros Nacionales258, va
acompañada del descubrimiento progresivo de la forma más propiamente conveniente
para cada arte o para cada género, proveniente esta adecuación de las luchas que se
desarrollan en cada uno de los diferentes campos. El problema surge cuando, como en
los años cuarenta, esta lucha de la periferia del sistema contra el centro canonizado es
silenciada por otros productos extranjeros, que terminarán por modificar el habitus del
espectador, pero no en la línea marcada por los periféricos, sino por elementos ajenos al
propio sistema literario español de estos años, como es el teatro francés, el inglés y el
norteamericano. Si acudimos a la cartelera del María Guerrero, orientado más hacia la
función de “laboratorio”, dejando la de “museo” al Teatro Español, la alternancia de
obras clásicas nacionales con otras modernas extranjeras es la nota predominante
durante casi toda la década. Si exceptuamos las dos primeras temporadas, donde, como
ya señalamos el predominio de lo político y lo ideológico inundaba todo el teatro259, los
258
En la terminología boudieuriana, los Teatros Nacionales no son sino <<empresas de ciclo de
producción largo>>, es decir, poseedoras de una lógica antieconómica en la que prima la acumulación del
capital simbólico, con la consiguiente aceptación del riesgo inherente a las inversiones culturales y, sobre
todo, en el acatamiento de las leyes específicas del comercio del arte. Esto implica que, a pesar de
manejar unos criterios no económicos, parten de una concepción muy clara, determinada por su toma de
posición dentro del campo, del mercado del arte.
259
Basten estos ejemplos para corroborar tal afirmación: Temporada 40-41: La verdad sospechosa
(8/11/40). Llegada la noche (7/12/40) de Hans Roth. L´Annonce faite a Marie (7/6/41), de Paul Claudel,
Las ranas (14/11/40) de José de la Cueva. La vida es sueño (28/11/40); Belén (20/12/40), Genaro Xavier
Vallejo. Por último, El testamento de la mariposa
(27/2/41) de Pemán por el Teatro de Cámara.
Temporada 41-42: Primer gran éxito, Dulcinea (2/12/41), de Gaston Baty. Al natural y Abuelo y nieto
322
grandes éxitos de este Teatro Nacional nacen dramáticamente fuera de nuestras
fronteras. La herida del tiempo, de J. B. Priestley (17/11/42), Los endemoniados
(11/2/44), adaptación de la novela de Dostoyevski, Nuestra ciudad (29/12/44), de
Thorton Wilder, Un espíritu burlón (25/10/46) de Noel Coward o Crimen y Castigo
(4/3/49), nueva adaptación del novelista ruso, de la que Torrente Ballester destacó la
puesta en escena y consideró el montaje como el más ambicioso de la temporada
madrileña, son los grandes éxitos de esta década por el teatro dirigido por Luis Escobar.
Escasos fueron los grandes éxitos nacionales, aunque sí los hubo. Ni pobre ni rico sino
todo lo contrario (17/12/43), de Mihura y Tono, Tren de madrugada (24/4/46), de
Claudio de la Torre o Plaza de Oriente (24/1/47), de Joaquín Calvo Sotelo, con más de
200 representaciones en cuatro meses y medio. Según Torrente Ballester, desde
Escorial, su éxito no se debía al teatro ni a la literatura, sino a <<otras razones>>, es
decir, a su orientación monárquica, son las novedades más representativas del teatro
español en el María Guerrero.
Habría que añadir otros dos grandes éxitos, que no hemos incluido en las
referencias anteriores por ser readaptaciones de clásicos. Por un lado, El sombrero de
tres picos de Alarcón (21/2/45), en adaptación de Juan Ignacio Luca de Tena y, sobre
todo, el Tenorio de Dalí, cuyo montaje demostró que hay un espacio realmente creativo
para la dirección de escena y supuso uno de los hitos claves, junto con el estreno de
Historia de una escalera en el Español (14/10/49), para la renovación del teatro
español. Igualmente es reseñable la presencia en dos temporadas diferentes de de
compañías francesas. La primera de ella perteneciente a Jean Vernier que presentó
Amphitrion 38 (21/10/42) y Electre (25/10/42), ambas de Giradoux, mientras que la
segunda compañía francesa en presentar en el María Guerrero como Teatro Nacional
fue la de Louis Jouvet, que montó L´école de femmes (24/4/50) de Molière, de gran
éxito por su montaje, y Knock ou le triomphe de la médecine (26/4/50) de Jules
Romains.
Estos diferentes repertorios sistémicos que llegan a través de los Teatros
Nacionales a nuestros escenarios, especialmente el francés, atienden en mayor medida a
elementos más espectaculares que dramáticos o literarios. Ya hemos referido la
(18/11/41) de Benavente. De éste también, El hijo Polichinela (22/3/42). Dos Marquinas, El estudiante
endiablado (12/2/42), y Teresa de Jesús (8/4/42). De clásicos se representó Sacristanes burlados de
Quiñones de Benavente, La guardia cuidadosa (8/3/42) y Don Duardos (21/5/42). La temporada se cierra
con El retablo milagroso (30/5/42), de Javier Burgos.
323
influencia del teatro renovador francés en los años de formación teatral de Torrente
Ballester, pero la importación llevada a cabo por el ferrolano y aquella que realiza el
María Guerrero, así como algún pequeño teatro de cámara a finales de la década260son
bastante diferentes. Y es que el de Serantes asimila el nuevo teatro francés para, una vez
interiorizado, presentarlo en forma de nuevos planteamientos dramáticos, no meramente
escenográficos, sino readaptados a través de sus textos. No le importan tanto las
posibilidades escénicas de este repertorio sistémico diferente, sino las posibilidades
dramáticas, que trata de hacerlas suyas para abrir nuevos caminos en la dramaturgia
española, lógicamente diferentes a aquellos que los Teatros Nacionales propugnarán.
No se puede negar, por tanto, la relevancia e importancia que estas dos
compañías tuvieron para la escena española, especialmente por aportar una concepción
nueva del teatro, donde el director de escena desempeñaría un papel fundamental, pero
podemos pensar que no dieron por igual impulso a nuevos autores, aunque algunos
puede que se lo merecieran. Si el espíritu de estos teatros debía ser, como señaló
Nicolás González Ruiz, por una parte, la “reivindicación de lo clásico nacional y
extranjero y, por la otra, la representación de novedades nacionales y extranjeras que
supongan una aportación actual al terreno del arte escénico” [en Gallén, 1985, 42], este
último aspecto se descuidó un poco más en los primeros lustros de la posguerra,
cerrando de este modo la puerta de los escenarios, entre otros, a Torrente Ballester. Sólo
el TEU, quizás con más posibilidad de arriesgarse a la hora de elegir los textos a
montar, se decidió a dar cabida en los escenarios a alguna obra de Torrente Ballester261.
Aún así, los dos Teatros Nacionales se conformaron como “una baza fundamental en
esta desinfección de la vieja escena española” [Monleón 1971: 47].
En definitiva, desde los diferentes planteamientos temáticos o genéricos que
hemos venido viendo en lo que respecta al repertorio sistémico del teatro canonizado en
los años cuarenta, parece que una conclusión general puede englobar las diferentes
propuestas analizadas: los años del franquismo fueron “un auténtico carnaval, donde las
máscaras evitaban numerosos problemas con un poder que hizo de la retroactividad una
de sus armas perversas” [Ríos Carratalá, 2006b]. Con las escasas excepciones del teatro
político-ideológico fomentado por Lluch y los hombres de teatro de la Falange, de la
260
De Anouilh se pudieron ver Antígona, Leocadia y Ardèle o la margarita, mientras que de Jean
Cocteau se representó El águila de dos cabezas.
261
Quedaría por determinar la ya citada representación de Lope de Aguirre por otro grupo universitario
valenciano, este menos relevante que el TEU, pero desconocemos la fecha y el lugar de la representación.
324
nueva comicidad jardielesca o el trabajo de los Teatros Nacionales, el teatro de estos
años promueve un continuo enmascaramiento de la realidad, ya sea a través de la
evasión poética, cómica o del folklorismo más arcaico y sobrepasado. El teatro, por
tanto, deja de lado su función artística, ya que la primacía en el proceso creativo recae
en la creación de productos ajenos a la realidad circundante, condicionando la elección
de géneros, temas o personajes demasiado complejos o ‘peligrosos’ por sus tomas de
posición.
Esta progresiva petrificación del sistema literario, con un público nuevo que se
hace desaparecer, una fuerte coerción en la creación y consumo de los productos
literarios y una casi plena homogeneización del repertorio pasivo, implica,
necesariamente una progresiva claudicación de los diferentes autores ante un sistema
totalmente limitado. Ejemplos de tal claudicación los hemos señalado en autores como
Mihura o Jardiel Poncela; queda, sin embargo, una respuesta a esta petrificación
sistémica, que es la que adopta el propio Torrente Ballester entre otros autores: la
continuación de una línea dramática al margen del centro canonizado.
Y es que, frente a este desolador panorama teatral, Torrente Ballester desde su
tribuna crítica en Escorial y el diario Arriba teoriza sobre lo que es el teatro, las
deficiencias de un repertorio anclado en presupuestos caducos y poco productivos
teatralmente en un nuevo tiempo262. Quizá el texto más característico para comprender
las devenir de la teoría periférica torrentina sean sus ‘Cincuenta años de teatro y algunas
cosas más’, una suerte de ensayo historiográfico-crítico-teórico que arroja meridiana luz
sobre las desavenencias del de Serantes respecto al teatro de su tiempo. La petrificación
del sistema teatral español que hemos venido describiendo en este apartado se debe a la
canonización de aquellos elementos y autores que mantienen una posición conservadora
respecto a la renovación artística, tanto en cuanto se rigen por la lógica económica que
impone la burguesía, única clase social a la que es permitido imponer su criterio por ser
conservador, caduco o reaccionario; en definitiva, por ser una clase inocua
ideológicamente al nuevo Estado. Sin poder pronunciar semejantes palabras Torrente
Ballester en un texto de 1941, por el férreo control estatal de todo ámbito social, no se
aleja de este planteamiento al remontarse al teatro del Siglo de Oro para establecer la
262
“Esas comedias que se han visto suscitaron, además de opiniones, alguna que otra reflexión teórica”
[Torrente Ballester, 1941a: 229].
325
progresiva descomposición del espíritu nacional del que su teatro contemporáneo no es
más que una muestra fehaciente.
Este artículo, como se puede intuir desde el principio, tiene un marcado acento
ideológico y político, que reside en la ya citada desaparición del espíritu patrio reflejado
en el teatro, su consiguiente crítica y una definitiva esperanza en la posible reforma del
teatro español, ya que “faltaría a mis convicciones de católico, de falangista y de
hombre si lo creyera irremediable” [Torrente Ballester, 1941a: 245]. El razonamiento de
Torrente Ballester se remonta al teatro clásico español, que él denomina “teatro
nacional”, tanto en cuanto “el pueblo decidió elegir, y eligió, como suprema diversión
común, un espectáculo en que se manifestaba la coincidencia de ideales entre la Patria
como sujeto histórico y sus hombres” [Torrente Ballester, 1941e: 205]263, entendiendo
que el término pueblo “designa, en este caso a todos los españoles” [Ibíd.]. Esta es la
característica de nuestro teatro más glorioso, a partir del cual la decadencia del mismo
vendrá determinada por el paulatino alejamiento de este logro:
“Dicen los quejumbrosos que ese buen teatro popular de grata memoria –
el clásico español, el inglés elisabethiano, y, si nos remontamos al tiempo
de la Nana, el teatro helénico – ya no es posible, sino sólo n teatro
dirigido a un mínimo sector social. Es decir, un teatro de clase: alta
comedia para la oronda burguesía, o torpe melodrama para la plebe”
[Torrente Ballester, 1941a: 244-245].
Las propuestas torrentinas en este y otros artículos no se orientan tanto hacia
la canonización de nuevos elementos en el repertorio sistémico como a señalar aquellos
que perpetúan la situación de nuestro teatro como una actividad ajena a los intereses de
la patria. Y es que lo primero que hay que convenir es el esfuerzo común para reorientar
el teatro español hacia lo que fue en su esencia y
su apogeo, por lo que la
dogmatización a través de normas artísticas sobre cómo hacer teatro no es tan
importante como recuperar el espíritu de lo que el teatro significó siglos atrás:
“Sabemos mucho más lo que no queremos que lo que queremos. Cada uno de nuestros
<<no>>
263
tiene detrás de sí un puñado de razones teóricas y una segura razón vital; pero
Como hemos hecho en pasajes anteriores, indicaremos en las siguientes citas únicamente la página del
documento citado. La inclusión de algún texto ajeno a éste, será convenientemente señalada.
326
nuestro <<sí>> está balbuciente” [Torrente Ballester, 1941a: 236]. Es un trabajo común
el que queda pendiente, tanto en cuanto “un nuevo teatro nacional excede las
posibilidades individuales” [228], que debe empezar por conocer los errores, más
espirituales que formales, del teatro contemporáneo, que no son sino reflejo de una
progresiva decantación del teatro hacia la ruptura de la unidad nacional264 . Como
refrenda en otro ensayo teórico, “cuando cunde el desacuerdo, quédese el poeta con sus
dramas incomprensibles y el público con sus dramas sentimentales” [Torrente Ballester,
1941a: 244].
Así pues, el crítico comienza a analizar, tras definir lo que entiende por
“teatro nacional”, este proceso histórico de decadencia espiritual del teatro. De este
modo, el siglo XVIII, en uno de los más aclamados autores del siglo, Ramón de la Cruz,
ofrece claros ejemplos donde “lo popular, no es ya lo popular nacional (Cervantes a
Quiñones de Benavente), sino lo madrileño de carácter exclusivista” [207]. La relación
entre lo característico de unas clases y otras se resolverá a partir de este momento en
una antinomia teatral, no en una coincidencia, como anteriormente sucedía, ya que
“cuando la burguesía aristocracia y pueblo quieren ponerse – lentamente – de acuerdo
en materia de diversiones, se van todos a los toros u organizan una guerrilla” [Ibíd.]. El
siglo XIX, siguiendo la argumentación del autor, no supuso cambio alguno en este
proceso de privatización de la actividad teatral: “el pueblo seguía ausente, en sus
diversiones ignoradas; la burguesía iba al teatro” [208]. Concluyendo esta breve
disertación histórica, Torrente Ballester contrapone a diferentes autores de este siglo,
caracterizando a Zorilla como “verdadero epígono de nuestra tradición nacional” [209],
y a Galdós como el “verdadero dramaturgo de su tiempo” [209], frente al exitoso y
Nóbel Echegaray, quien marca la etapa postrera de lo que el ferrolano denomina “mal
teatro” [Ibíd.].
Tal como hemos venido refiriendo a lo largo de esta tesis, el sistema teatral
español canonizado se mantiene incólume durante todo el proceso analizado, es decir,
desde principios de siglo hasta la década de los cuarenta. Por tanto, el análisis que
Torrente Ballester realiza de esta degradación del “teatro nacional” llegado el siglo XX
es perfectamente aplicable al momento histórico en el que escribe. No obstante, en la
264
En un momento determinado, llega a considerar el teatro español del XIX como un fiel reflejo de
aquella situación histórica que sitúa a la “Patria, a cada mal paso, en trance de una verdadera
balkanización” [208].
327
línea que posteriormente desarrollará Laín Entralgo en su ensayo sobre la Generación de
98, el crítico salvaguarda la toma de posición de estos autores, con los que no duda en
identificarse, marcando leves distancias: “La generación del 98 surgió a la vida de la
cultura fuertemente atada a un fracaso de España, a una desesperanza. Nosotros
venimos con el alma puesta en un futuro mejor, y esto, si nos había de separar nos une”
[210]. Esta coincidencia ideológica, tan manida por el grupo escorialista y originada en
la “meditación sobre España, sobre el hombre español, sobre su estado, su pensamiento
y su futuro” [212], debía ser para Torrente Ballester el principio irradiador de un
repertorio nuevo que recuperase ese “teatro nacional” perdido. “Pudo y debió nacer
entonces un teatro sombrío, efectivamente; negro en sus tintas y acre en sus
conclusiones, como eran acres aquellos días y aquellos pensamientos” [Ibíd.], pero no
pudo ser porque aquella “dispersión espiritual de los hombres y las clases de España
llegó a su culminación, y el separatismo fue entonces algo más que un episodio
político” [Ibíd.].
A partir de aquí se entreteje el cuerpo de la crítica donde Torrente Ballester
analiza el teatro contemporáneo español desde la perspectiva que venía anunciando
desde el principio del texto. Y lo hace bastante más pormenorizadamente que el de los
siglos anteriores, tanto por hacer honor al título del ensayo, como por reclamar la
atención sobre lo pernicioso de un teatro aparentemente inocuo que hay que reformar en
busca de se “teatro nacional”. Este análisis teatral, que como señala el propio autor en el
título, se mantiene hasta sus días, se articula en torno a un triángulo de formas teatrales,
resurgiendo nuevamente esa estructura geométrica que es tan cara al escritor ferrolano,
y que se compone de unos vértices ya referidos anteriormente cuando nos adentramos
en el repertorio teatral pasivo de estos años: la alta comedia, el sainete y el astracán.
Existen otras dos formas teatrales de éxito analizadas por el autor pero con una menor
relevancia. El melodrama, por un lado, surge de la alianza entre la alta comedia y el
astracán, conformándose, de este modo, como “el estertor de un arte descompuesto,
diversión de una sociedad desmoralizada y en crisis” [226]. Ya sea en su forma satírica
o sentimental, no deja de ser “una forma industrial que paga poca contribución”, lo que
de por sí no es un defecto, tanto en cuanto ha sido una constante en muchas creaciones
teatrales durante siglos; la condena del género resulta de ser una industria ilícita, ya que
“especula con un defecto social, lo explota, hace de él fuente saneada de ingresos”
[Ibíd.].
328
Por otro lado, quedaría el teatro poético-histórico, que “nunca ha dejado de ser
una forma subalterna y secundaria en la dramaturgia actual” [221]. Su fracaso, por
tanto, no es sólo artístico, bautizándose obligatoriamente con la forma versificada por
llamarse poético, aún cuando “el verso es una forma noble de expresión, nada apta para
hablar de ciertas bobadas” [222], sino de público, ya que “del mismo modo que el
hidalgo típico se empeña en vivir sobre los valores de un sistema social fenecido, así el
teatro poético –el teatro histórico-poético – supone vigentes algunas cosas muertas
sobre las que intenta asentarse” [221]. Incluso, Torrente Ballester llega a identificar este
tipo de teatro con la zarzuela, tanto en cuanto es “el pretexto para que un fraile místico,
o un caballero valiente y generoso o cualquiera otra figura estereotipada ejecuten
cantables, sólo que sin música” [223]265.
Cabe destacar, sin embargo, una característica principal de este teatro al
centrarnos nuevamente en ese triángulo conformado por el teatro español
contemporáneo, que enlaza con esa paulatina y constante degradación del teatro español
respecto a su cima áurea: el teatro se ha aburguesado hasta tal punto que “Dios ha
desaparecido del horizonte, y la Patria también, y lo que en el hombre hay de eterno e
inalterable” [213]. En sus diferentes formas, alta comedia, sainete y astracán, el teatro
español se encierra en la vacuidad de las relaciones sociales, concretamente las
burguesas, desestimando la función unificadora espiritualmente que tiene el teatro, ya
que “mientras el mundo se estremecía en sus cimientos, aquí seguíamos creyendo –en
parte seguimos todavía – que lo fundamental era si la gente murmuraba o no; si el
marido era o no engañado” [225]. De este modo, la felicidad consiste en vivir tranquilo,
mientras que la infelicidad procede de la maldad de los demás. De este modo, se
condiciona toda temática elegida:
“la maldad del adulterio, cuando el adulterio se tiene por malo, esstriba
siempre en razones sociales, como la estabilidad familiar, el respeto de los
cónyuges entre sí o el qué dirán […] los vínculos entre hombre y mujer n,
pues pasajeros, y si conviene hacerlos permanentes es por razones sociales
[…] Si existe el heroísmo es de modo mínimo y privado […] Cualquier
265
Sobre el teatro histórico realiza otra disertación, pero al ser más programática que restrictiva, nos
referiremos a ella más adelante, tanto en cuanto una de sus obras de estos años, Lope de Aguirre, está
plenamente inserta dentro de este género, aunque muy distante de lo que por estos años suponía éste en
España.
329
existencia femenina se redime por la maternidad, un cuando su
comportamiento sea contra todas las convenciones. El vicio, aún el más
repelente, debe mirarse con benignidad, pues es una desdicha superior a
las fuerzas del que lo practica; pero el anatema ha de cae sobre quienes
explotan al desdichado” [213-214]
Esta crítica, como se puede comprobar en el párrafo citado, no responde a
argumentos propiamente teatrales, sino a la concepción moral burguesa que ha hecho
del teatro un coto privado para su uso y disfrute. En palabras de Torrente Ballester,
“aquí bien y mal no son nociones absolutas metafísicamente, inconmovibles; ni menos
dependen de una concepción religiosa aunque la religión se cite con frecuencia, y el
nombre de Dios ande traído y llevado; son conceptos relativos, sujetos a revisión
constante” [214]. Aquí radica la crítica esencial del de Serantes: la inconsistencia de un
teatro que debe reorientarse hacia aquellos valores absolutos que identifiquen la
totalidad del pueblo con los intereses de la patria, ya que “es en estas zonas elevadas de
lo eterno del hombre –lo religioso, lo nacional, lo humano invariable – donde el teatro
ha de producirse para que sea otra vez el fenómeno popular y, a la vez, de delicadas
calidades estéticas que tanto se echan de menos” [Torrente Ballester, 1941a: 245].
Durante el siglo XX, para el autor, se acrecentó aquella impenetrabilidad de los
estamentos que se vio plenamente reflejada en el teatro: “los autores no los cultivan [los
géneros] indistintamente, sino que se especializan en un género, que vale tanto como
especializarse en un público. Los mismos locales de representación llegan a esta
parcelación” [214]266. De este modo, “no existe una idea o un tipo de hombre que
interese a todos por igual” [215], por lo que la única unidad alcanzable es “el triunfo
absoluto de la ordinariez” [Ibíd.].
Éste será uno de los aspectos que sigan preocupando al crítico en sus ensayos
posteriores, por lo que no resulta nada sorprendente encontrar reflexiones sobre la
presencia de lo colectivo y lo individual en el teatro, muy en consonancia con los
postulados defendidos por Lluch Garín y Tomás Borrás y por el propio autor en sus
266
En otro de sus ensayos podemos leer una argumentación similar: “El fraccionamiento social en clases
que son como departamentos estancos e incomunicables, produce un teatro igualmente incomunicable, y
al pueblo o populacho se le da un ardite por el teatro burgués. Es porque el teatro de clase insisten lo
diferencial y no en lo genérico. Pero nosotros creemos en la unidad del hombre” [Torrente Ballester,
1941a: 245].
330
ensayos anteriores. De hecho, uno de los puntos de partida en su primer ensayo fue la
necesidad de crear un nuevo teatro tanto para el nuevo hombre como para el nuevo
tiempo que, según el proyecto falangista, había de venir. Según Torrente Ballester “los
términos del drama se plantean entre lo nacional o lo social, de una parte, y lo individual
de la otra […] cogido entre sus fuegos, ese <<tú>>, penúltimo descubrimiento de la
cultura, queda perplejo” [Torrente Ballester, 1941b, 252]. El análisis de lo colectivo y lo
biográfico o individual en el drama es, según nuestro autor, parte ineludible dentro de
una renovada teoría teatral. Ambas concepciones u orientaciones del drama se deben
crear de manera particular, con la intención siempre de enajenar a ese <<tú>>, que, como
ya vimos anteriormente, desarrollará más a fondo en el ensayo de 1942 “¿Qué pasa en el
público?”, para lograr en él esa felicidad transitoria.
Para el autor “nuestro tiempo pierde el gusto por las aventuras individuales
cuando a su lado una colectividad padece o se alegra, teme o siente esperanza”
[Torrente Ballester, 1941b, 248]. Pero no niega la individualidad e inalienabilidad del
destino de cada hombre. Eso sí, éste depende de la impronta del nuevo siglo, y ésta no
es otra que la ligazón entre nuestro destino y el destino colectivo. En sus propias
palabras “no hay posible destino individual que no vaya encajado en otro comunal que
lo determina y condiciona” [Torrente Ballester, 1941b, 251]. Por este motivo “si el arte
debe ser reflejo de su tiempo, importa que en el nuestro demos cabida a estas
multitudes, en cuya masa nuestras vidas naufragan hasta perderse. O hasta salvarse”
[Torrente Ballester, 1941b, 252]. Esta idea de la necesaria presencia de lo colectivo se
atisba ya en su primer ensayo, pero de manera bastante más difuminada. Se puede decir
que lo colectivo tiene cabida en Razón y ser de la dramática futura, pero con una
función diferente. El Coro, en este primer ensayo, tiene una presencia funcional más que
dramática, no conforma un personaje con esencia, sino que es medio para presentar el
conflicto. La presencia de lo colectivo, atendiendo a lo que Torrente Ballester nos
propone en De la colectividad en el arte dramático, debe ser presencia esencial por
representar la realidad del hombre de su tiempo.
Pero frente a esta colectividad, que “de las artes sólo a dos cumple recoger esta
nueva emoción, precisamente a aquellas de mayor amplitud social: el teatro género
antiguo y perdurable; el cine novísimo instrumento” [Torrente Ballester, 1941b, 252], el
hombre vive el conflicto con su individualidad. Es, sin embargo, necesario saber, y así
se lo plantea Torrente Ballester en su ensayo Biografía y carácter en el drama, si lo
biográfico “ha de conservar los trazos impuestos por el arte precedente, o si, por el
331
contrario, exige matices nuevos y nuevas formulaciones” [Torrente Ballester, 1941c,
254], ya que lo biográfico o lo individual ha venido siendo definido como el carácter a
partir del Renacimiento. En su primer ensayo, Torrente Ballester defendía la necesidad
de que los personajes vinieran definidos no por lo individual de cada uno sino por lo
personal. De este modo, la identificación del espectador puede ser más afín si se atiende
a lo personal más que a lo accidental o individual.
El abandono de la noción de carácter viene determinada por ser una “una
acumulación de datos externos, y el carácter se convierte en unidad superficial, en
máscara”267 [Torrente Ballester, 1941c, 256]. Debemos evitar plantear el personaje
desde la concepción tradicional de carácter ya que “es algo tan fluyente y sometido a
revisión inconsciente o consciente, a la decisión o abandono de la libertad, que de
ninguna manera puede tomarlo como definidor y estable.” [Torrente Ballester, 1941c,
258]. Según el autor, después de Pirandello “no se puede seguir concibiendo seriamente
un personaje dramático como <<carácter>>” [Torrente Ballester, 1941a, 235].Y es que,
por esta vía del carácter sólo se le presentan al dramaturgo contemporáneo dos caminos:
“el eterno retorno o el cultivo de las formas degeneradas” [Ibíd.], resultando que nuestro
teatro a optado por la segunda opción. La pregunta se plantea ahora en otra dirección,
que no es sino saber cuál es el sucesor estético del carácter. Y no puede ser la definición
de lo humano sino lo colectivo, ya que esta dimensión es la que ha añadido nuestro
tiempo a la comprensión del hombre. La colectividad determinará aquello esencial en el
hombre, sobre todo entendiendo lo humano “desde la concepción estrictamente católica
del hombre” [Torrente Ballester, 1941a, 237]268. Este es el requerimiento inicial que ya
señalamos en su ensayo “Cincuenta años de teatro y algunas cosas más”: el ser español
viene definido por la consonancia de los intereses individuales, independientemente de a
qué clase social se pertenezca, con los intereses de la Patria. La ruptura de esta
concordancia, siguiendo la argumentación del propio crítico, ha devenido en la creación
de caracteres en vez de personajes auténticos.
267
Es muy significativo como en su primera novela, Javier Mariño, Torrente Ballester plantea el conflicto
a partir de la máscara que el protagonista exhibe ante su compañera Magdalena. Esta noción de vida
inauténtica, de falsedad esencial, es bastante recurrente en la obra de nuestro autor, especialmente
reseñable la idea de <<teatro dentro del teatro>> presente en El pavoroso caso del Señor Cualquiera.
268
En otro ensayo, Torrente Ballester confirma este planteamiento al afirmar que “nosotros aspiramos a
un arte humano, pero total y jerarquizado, con toda cosa en su sitio con el orden que Dios le dio”
[Torrente Ballester, 1941a: 229].
332
Este nuevo concepto de hombre, “aún no formulado pero sí efectivo y vigente en
nuestra sociedad y en nuestra historia” [Torrente Ballester, 1941a, 237], es el resorte
necesario para reformar el teatro nacional, tanto en cuanto “para que haya nuevos
argumentos es necesario, previamente, que sobre las tablas aparézcale hombre nuevo
que los haga posibles. Y entonces no sólo los argumentos, sino la estructura y la
mecánica teatrales sufrirán una total transformación” [Torrente Ballester, 1941a, 236].
De este modo, reincide Torrente Ballester en la idea de remozar la concepción del teatro
para poder referirlo a “algo común a todos y estrechamente relacionado con la vida de la
Patria” [205] que no es posible sin la presencia en el escenario de un hombre nuevo que
represente tal identificación con los valores más absolutos para todos los espectadores.
Se puede pensar, siguiendo este razonamiento, que lo colectivo, lo universal
perenne impide la presencia de lo individual. Nada más lejos de la realidad. Tanto en
sus críticas como en sus reflexiones teóricas Torrente Ballester da cabida y presencia en
el teatro a lo individual. Pero hay que tener en cuenta que para presentar la
individualidad debe hacerse desde la perspectiva de vidas consumidas, no concurrentes,
según apunta Torrente Ballester. Y es que lo constante de una biografía es “el proyecto
de la vida misma, que siempre es uno” [Torrente Ballester, 1941c, 262]. Si ir viviendo
supone, tal como plantea Ortega y Gasset, ir consumiendo las posibilidades que ante
uno se presentan, lo único que queda perenne en la persona es el proyecto que guía su
elección. Este es el punto de partida para la recreación de una biografía dramáticamente.
Y será esta elección de acuerdo con su proyecto elegido la que sea problemática e
interese literariamente. “Todo podrán quitar al hombre, menos su sombra y su
problema. Los hay afortunados que creen encontrar la solución. Los hay, monumentos
de infortunio, que no la hallarán jamás. Comedia y tragedia se los reparten” [Torrente
Ballester, 1941c, 263]. Esa sombra y ese problema es la esencia del hombre, aquella que
permitirá reconocerle en toda actuación suya y que el teatro debe reflejar269.
Queda perfilado así en qué modo y por qué motivo lo colectivo y lo individual
deben presentarse en el teatro, en virtud del nuevo hombre que lo ve. Es ésta, quizás,
una de las modificaciones más relevantes con respecto a su anterior ensayo: la presencia
del público como elemento definidor de lo que el teatro debe convertirse. La presencia
269
Vuelve a separarse, por tanto, de la noción de carácter “como único y primordial elemento definidor
[y] a la vez como fuente de conducta” [Torrente Ballester, 1941c: 261]. Para él, en medio del incesante
fluir de la vida, “creo que hay elementos constantes en cada hombre a los que podemos asirnos” [Ibíd.].
333
de lo colectivo y lo privado debe estar definida en función de posibilidad de enajenación
e identificación del público con lo que se representa en la obra. Ahora bien, y tal como
plantea en otros ensayos, la realidad teatral española dista mucho de estos postulados
defendidos, por lo que, de igual modo que el texto dramático debe ser renovado, el
público, tal como defendía en Razón y ser de la dramática futura, debe ser educado. En
sus reflexiones “En torno al problema teatral” considera que para que se pueda
representar el buen teatro “es necesario que responda a una apetencia pública, pero
también que esta apetencia sea alta en su valor” [Torrente Ballester, 1941a: 244].
Estos planteamientos teóricos acerca de la configuración dramática del nuevo
teatro son aplicables como críticas tanto a las deficiencias de la alta comedia como a los
otros dos extremos del triángulo teatral que definió Torrente Ballester para describir el
teatro español contemporáneo, especialmente la que se refiere a la ausencia de lo
verdaderamente público o colectivo en este teatro. El sainete, a pesar de su tono menor,
se convierte en uno de los géneros de más éxito, de lo más populares en la concepción
burguesa del término. Para el autor esto no tiene nada de verdad, ya que no cree “que
resida en ellos lo elementalmente español, sino simplemente lo convencional español”
[224]. En realidad, para el autor esto es consecuencia directa del desarrollo de la alta
comedia, ya que “para que el teatro ligero pueda subsistir, necesita estar sostenido por
formas dramáticas de alta calidad, a cuya sombra medre” [Ibíd.]. Tal como afirmaba en
su primer ensayo teórico, la risa queda relegada por la nueva tragedia, por lo que la
ausencia de un buen drama que lo cobijase, elimina cualquier justificación de “este
breve descanso de la risa” [Ibíd.].
El astracán para Torrente Ballester es, en último término, un género
propiamente satírico, una inversión de todo lo que caracteriza a la alta comedia
[Torrente Ballester, 1941e: 225]. Ya hemos señalado anteriormente cómo Torrente
Ballester otorgaba a la sátira un papel fundamental en el panorama teatral español de
estos años270, pero siempre “debe elegirse una posición firme y, desde luego, distinta de
aquella que se satiriza” [214]. De este modo, la sátira desde la propia comedia burguesa
carece de sentido, siendo más una pirueta intelectual o un salto en el vacío que una
actitud crítica. El astracán, desde un posicionamiento teórico de géneros, puede tener
ese valor crítico, ya que “lleva a la distensión mayor los procedimientos de la alta
comedia: Las mismas cosas pero descoyuntadas, retorcidas, violentas” [225]. Es una
270
“Comedia: Estreno de “¡Madre! (El drama padre)”, Torrente Ballester, 1941: 3.
334
forma teatral que, incluso, se fragua en tono a un antihéroe, el fresco, que es “el pícaro
del capitalismo” [226]. Desde estas consideraciones resulta cuando menos chocante el
juicio final vertido por Torrente Ballester, al tildar el astracán, muy en consonancia con
el lenguaje tan politizado de este año 1941, “en el fondo y sin excepciones, teatro rojo”
[Ibíd.]. Este juicio parte del error de hacer tabla rasa de todos los valores, de arrastrar
“lo poco estimable que existe aún en la sociedad” [Ibíd.]. El juicio del crítico es
inapelable siguiendo el razonamiento que plantea desde el principio del ensayo:
“Estamos de acuerdo con que la vida no es eso que muestra la comedia burguesa, pero
el astracán no nos presenta otra” [Ibíd.]. De este modo, Torrente Ballester reincide en la
necesidad de reorientar nuestro teatro para alejarse de un teatro burgués, pero no sin
rumbo fijo, sino dirigiendo la renovación hacia los cauces de un teatro nacional.
Pero la crítica torrentina se adentra también en los aspectos propiamente
artísticos de este teatro, aunque siempre son considerados como consecuencia de este
“aplebeyamiento de la escena y del público” [Ibíd.]. Y es que, en lo que respecta a la
alta comedia, el autor “ha cambiado radicalmente de actitud estética y técnica ante el
tema que no es ya, como en el drama antiguo, lo fundamental y como la raíz de todo
acontecer, sino un pretexto para engarzar aquí y allá los maduros frutos de un ingenio
satírico o epigramático” [Ibíd.]. El diálogo, de este modo, se convierte en la base de la
creación dramática, para que el espectador burgués se pueda adormecer complacido
“escuchando sus propios triviales pensamientos bellamente formulados” [Ibíd.]. Este
desplazamiento de “los acontecimientos profundos –ideas o pasiones – que conmueven
al hombre” [217] por aquella “conversación ingeniosa” [215] crean un teatro con
numerosas escenas de relleno, innecesarias para el tema pero no para el público,
relegando a su mínima expresión aquellas escenas en las que reside la “virtualidad
dramática de la obra y el hilo argumental” [217].
Este planteamiento de la relación entre la forma y el tema en el teatro fue ya
abordado por Torrente Ballester en su primer ensayo teórico durante la Guerra Civil.
Obviamente, cuatro años después de su primera formulación, el criterio se mantiene,
sirviendo al crítico para arremeter contra el teatro contemporáneo, que delega el papel
fundamental de la creación dramática al diálogo por encima del tema a desarrollar.
En otro de sus ensayos de 1941, nos comenta que “no es problema de inventar
trucos nuevos, sino de inventar hombres nuevos capaces de seducirnos y conmovernos”
[Torrente Ballester, 1941d, 285]. De hecho, y en relación con los movimientos
vanguardistas, considera que:
335
“El vanguardismo dramático partió en su tarea de un doble principio falso:
que era posible renovar nuestro teatro desde fuera y no partiendo de la
realidad nacional, y que esta renovación afectaba preferentemente a los
problemas de forma […] Lo verdaderamente fundamental en toda
renovación dramática –la concepción del hombre, el estilo dialógico, la
elección de temas – quedó muy en segundo lugar” [Torrente Ballester,
1941d, 284]
Persiste, por tanto, en su idea de que el tema necesariamente debe determinar la
forma dramática elegida. En primer lugar acercándose al nuevo hombre, desde lo
colectivo pero atendiendo al conflicto individual. Y en segundo término, reduciendo la
relevancia otorgada a la técnica teatral, en perjuicio de la concepción del drama como
entidad completa. Esto no quiere decir que se niegue todo valor a la técnica o a la
mecánica teatral, sino que debe ser entendida en justa valoración de sus posibilidades.
De hecho, y en relación con la temática que debe tratar el nuevo teatro y el modo de
tratarla, considera Torrente Ballester que “el predominio de <<relleno>> en nuestro
teatro procede de una actitud falsa del dramaturgo, preocupado por los efectos
inmediatos sobre el público más que del drama en sí” [Torrente Ballester, 1941d, 282].
Lo que propone, en definitiva, es sustituir la mecánica por la poesía y la causalidad por
el sentido. De este modo “el asunto nos da la clave que establece el criterio de lo
necesario y lo inútil; pero también el habitual procedimiento técnico del dramaturgo”
[Torrente Ballester, 1941d, 281]. No es necesaria así una justificación externa de la
presencia de un personaje en escena o de su actuación, sino que todo responde a un
sistema de razones o causas pergeñado por el autor.
Sin embargo, el propio Torrente Ballester reconoce la virtud de este desarrollo
en base al diálogo, que ha permitido que “el diálogo haya llegado a la perfección” [220].
No obstante, este tipo de teatro, a pesar de esta virtud, no deja de supeditar la dimensión
artística del teatro a la social. Torrente Ballester se muestra especialmente crítico en este
apartado, al afirmar que “no es cuestión de numen poético, sino de talento teatral y por
talento teatral hemos de de entender aquí exclusivamente la habilidad técnica” [216].
Con el determinismo social de este teatro, altamente restringido por los gustos del
público burgués, el realismo se conforma como elemento indispensable de nuestra
336
dramaturgia y, consecuentemente, impone a todo el teatro sus limitaciones, que no se
reducen al predominio del diálogo.
Los tres actos de la pieza, en cada uno de los cuales se cumple severamente la
unidad de lugar, limita la lógica dramática por las posibilidades escénicas ofrecidas, lo
que conlleva, necesariamente, que “la imaginación sufra una insoportable poda” [Ibíd.].
De este modo, el autor agudiza su ingenio para salvar la situación, recurriendo a unos
trucos cada vez más repetidos, “habilísimos casi todos ellos, pero intolerables
estéticamente” [Ibíd.]. No se presentan los hechos, sino que se refieren, especialmente,
y este es otro de los trucos utilizaos y referidos por Torrente Ballester, a través de la
figura de los criados. No es un error capaz de condenar una obra en su totalidad, pero su
normalización y su concepción como principio básico de este teatro hace que toda la
obra sobre, “bastando para sustituirla con que el programa de mano añada a su texto
habitual, una extensa referencia” [Ibíd.].
Pero si existe una característica formal donde se explicite de la manera más
clara esta tendencia de nuestro teatro es en la creación de los personajes. El dramaturgo
reduce su campo de elección de los tipos protagonistas a los ejemplos o modelos que le
ofrece la burguesía, lo que implica que “el concepto de hombre se ha restringido
notablemente” [219]271. No es cuestión nueva, como ocurre con el resto de elementos
señalados, sino que para Torrente Ballester “adoleció siempre el teatro español de un
exagerado esquematismo psicológico”272 [Ibíd.]. Es una constante en nuestro teatro,
acentuado en el teatro moderno, la concepción del hombre como carácter, donde se
acrecienta la importancia de los detalles, lo externo, a partir de donde se crea el
personaje.
Este aspecto, desarrollado de manera tangencial en este ensayo, será abordado
en otros trabajos teóricos del autor acerca del teatro en estos años, sin olvidar que será
271
En otro ensayo corrobora esta idea señalando que “desde el Renacimiento hasta nuestros días, lo
humano es un concepto cada vez menor en un círculo comprensivo […] Primero se retiró a Dios de su
ámbito, dejándolo huérfano; y después de esta orfandad desamparada, cada decenio arrancaba parcelas
mínimas al humano ser, hasta lo que estoy puramente existencia” [Torrente Ballester, 1941a: 241].
272
Como honrosa excepción cita Torrente Ballester el personaje de Don Juan, que “será un perfil escueto,
pero es un perfil definitivo, al que se han acomodado hasta ahora todas las visiones posteriores del héroe
con muy pequeñas variaciones” [216].
337
una constante en la reflexión teórica de Torrente Ballester también en la novela273. Sus
reflexiones no son en este momento tan reducidas como las de su primer ensayo. No es
posible reducir los <<dramatis personae>> a la categoría de Héroe y de Coro, por muy
ampliamente que se conciban estos conceptos. En estos años Torrente Ballester amplía
la tipología y función de los personajes
En su ensayo En torno al problema teatral, Torrente Ballester clasifica de
manera bastante sencilla, aunque “entraña una valoración y una jerarquía” [Torrente
Ballester, 1941a, 229], los personajes teatrales, distinguiendo entre ellos los esenciales,
los funcionales y los decorativos. Los primeros son todos aquellos personajes que tienen
voz y voto en el drama. Esto no debe llevar a confundirlos con los protagonistas, ya que
muchos de éstos carecen de razón de existencia, por ser un pretexto cómico, por ser
sustituibles en sus acciones por cualquier otro personaje o para que un actor luzca sus
cualidades, por lo que no son esenciales. Éste es, precisamente, el error de muchas de
las comedias contemporáneas a este ensayo, al no presentar ningún personaje esencial,
sino “un hombre sin cuerpo, un hombre todo lengua” [Ibíd.]. Adolfo Torrado, con
motivo del estreno de su obra La dama de las perlas (Alcázar, 19/1/44) define su propio
modo de creación:
“Los caracteres de La dama de las perlas, siguiendo la línea de mis anteriores
comedias, son caracteres simples; los buenos, muy buenos, y los malos, muy
malísimos. Intégrales la bondad y la maldad, con ese aire de teatro simplista
en lo psicológico y complicado en lo argumental pequeña receta de mi
modesto taller de carpintero” [en Monleón, 1971: 32].
La creación de este tipo de personaje, en palabras de Torrente Ballester, implica,
necesariamente, renunciar a la mera creación de caracteres, a la que nos referimos antes,
para recrear entidades con una personalidad propia capaz de desarrollar el drama según
273
El desarrollo de la teoría del personaje es en Torrente Ballester, sobre todo posteriormente, uno de los
pilares fundamentales de su novelística, y una de sus mayores preocupaciones. Para conocer más acerca
de este desarrollo posterior se puede acudir a Guardo la voz, cedo la palabra, donde la profesora Carmen
Becerra Suárez conversa acerca de las diferentes tipologías de personajes, dependiendo de si se atiende a
su significación o al principio de realidad suficiente [págs. 128-140]. En cualquier caso, en el último
capítulo, en el que abordaremos la influencia de su dramática en la novela torrentina, referiremos las
grandes líneas acerca del personaje literario que desarrolla Torrente Ballester tras su abandono dramático.
338
la lógica interna del mismo y no en función de las invenciones ingeniosas de un autor
para contentar a un público burgués.
Los personajes funcionales, por su parte, son aquellos personajes secundarios
pero que son requeridos por la arquitectura dramática y la técnica misma. Su valor está
“basado en razones externas a la central peripecia, como lo son el complemento o el
contraste” [Torrente Ballester, 1941a, 230], es decir, deben suscitar en el público una
emoción secundaria o un sentimiento derivado. Son personajes necesarios, pero no de
tal modo que se deba abusar de ellos como, de hecho, ocurre en el teatro español de esos
años. En último lugar, quedarían los personajes decorativos, que no son sino esto, mero
decorado, por lo que “no se puede hacer consistir a la sala en puros bibelots, ni ellos
deben ser, en ningún caso todo su encanto” [Torrente Ballester, 1941a, 231].
Todas estas ideas que vienen a delimitar en mayor profundidad las ideas teóricas
acerca del teatro de Torrente Ballester no difieren en exceso de lo que vino a proponer
como dogma del nuevo teatro nacional en su Razón y ser de la dramática futura, años
antes, aunque sí que hay diferencias que señalar. Él mismo señala que “hoy tengo que
suspender todo juicio sobre su validez, aún como normas personales” [Torrente
Ballester, 1941b, 253]. Más que un rechazo de las primeras ideas lo que hay es un
cambio de actitud y unas pretensiones más prácticas acerca de los pasos a seguir, al
partir de las críticas teatrales de un teatro pretendidamente ‘normalizado’, y no ya una
reflexión en el vacío, como fue su primer ensayo.
Lo colectivo está presente sin dejar de lado lo individual, pero siempre desde la
perspectiva de lo nacional o religioso, manteniéndose, de este modo, dos pilares de su
primer texto, recogidos, a su vez, de la obra de Giménez Caballero, La necesidad de
supeditar la forma al tema sigue siendo primordial en Torrente Ballester, aunque
desarrolla ahora más esta idea, defendiendo la necesidad de ciertas realidades teatrales
que tienen su valor, pero que no pueden cerrar el paso a los nuevos temas, único modo
de renovación teatral.
Como ya hemos venido diciendo, el gran cambio respecto a sus ideas originales
se haya en la entrada en liza del espectador como elemento determinante del teatro. A
partir de esta inclusión, muchos elementos deben ser repensados en función de éste,
aunque no disten diametralmente de las propuestas primerizas. No desiste, sin embargo,
de su pretensión de educar al público para poder llegar a realizar un teatro que refleje el
nuevo hombre de los últimos años, aunque reconoce que “un largo hábito ha impuesto
339
una costumbre en nuestro público y que es difícil alcanzar el éxito yendo contra este
hábito” [Torrente Ballester, 1941d, 284].
Estas son, en definitiva, las ideas que Torrente Ballester expuso acerca de la
teoría dramática y teatral, con un punto de inflexión al introducir el componente del
espectador en su análisis. No puede considerarse que la ruptura entre el Torrente
Ballester de la Guerra Civil y el de la primera posguerra sea tan abisal e insalvable en lo
que a su concepción teatral se refiere como algunos estudiosos han tratado de señalar.
La continuidad es visible entre unos textos y otros aunque sí reconstruye algunas de las
ideas que perfilaba en su primer ensayo en reflexiones más acordes y más profundas
acerca del hecho teatral más que dramático. El propio autor no se engaña y concibe
plenamente la dificultad del trabajo planteado, llegando a considerar, ya en 1941, la
posibilidad del fracaso:
“Pasa, eso sí, que estamos en desacuerdo con nuestro tiempo; que todo lo
que en nuestro entorno se hace en el territorio cultural nos trae sin
cuidado, y que nuestros anhelos de juventud desgarrada van por otra
parte. Pasa también –es nuestra terrible amenaza – la posibilidad de que
nuestro sentido de la vida y del arte no logre imponerse y quedemos para
siempre como generación condenada a la esterilidad y al fracaso”
[Torrente Ballester, 1941a: 241]
.
Desgraciadamente para él y para otros muchos que abogaban por una reforma
de todo lo circundante, estas palabras fueron tremendamente premonitorias.
340
2.2.- Un teatro que no pudo ser: las propuestas dramáticas de
Torrente Ballester.
Las aportaciones teóricas que Torrente Ballester realiza al teatro en los
primeros años de posguerra, como hemos visto, le sitúan dentro de una concepción
profundamente ideologizada del teatro, pero no por ello menos renovadora. Tanto las
críticas como las reflexiones teóricas nacidas de éstas ofrecen una toma de posición
contraria al sistema teatral canonizado reclamando una dimensión artística ajena teatro
burgués de estos años. La conformación definitiva de sus ideas teatrales vendrá
determinada, en última instancia, por sus producciones dramáticas, complementando y,
en mayoría de los casos, confirmando los planteamientos teóricos críticos que venía
anunciando tiempo atrás.
Ya hemos visto como las ideas teóricas expuestas en su Razón y ser de la
dramática futura tienen una paralela ejecución, más o menos lograda en las
producciones de guerra de Torrente Ballester. Los cambios acaecidas en sus ideas
dramáticas, más que modificaciones, profundizaciones en aspectos poco desarrollados
en su ensayo anterior, tendrán una presencia innegable en sus obras dramáticas de estos
primeros años cuarenta; de este modo, sin un cambio radical en las concepciones
dramáticas del autor, las obras que surjan de ellas mantendrán esa misma línea
heterodoxa dentro del campo teatral, tanto en cuanto, éste se mantiene impasible a la
nueva situación histórica, tal como hemos visto anteriormente. La única salvedad
reseñable, como señalamos, era la ausencia prácticamente total de una periferia
sistémica que actuara como elemento renovador, tanta nivel de receptores, como de
productores e instituciones periféricas. De este modo, la toma de posición fuera del
centro del sistema canonizado implica una heterogeneidad bastante mayor que la que
podía conllevar años atrás, tanto en cuanto la periferia se ha reducido tanto en su
número y capacidad de actuación como en su presencia dentro de cualquier ámbito
social.
Y es que la vocación teatral de Torrente Ballester no está dirigida tanto a la
crítica o a la teoría como a la creación de obras dramáticas274 que, en sus propias
274
“Mi utopía de entonces era profesor de la universidad y autor de comedias. Pero autor de comedias
para que las representasen los estudiantes. Yo veía la cosa así, es decir, siempre dentro del ámbito
universitario, que entonces era un ambiente mucho más modesto que ahora” [Pérez y Miller, 1989: 183].
341
palabras, “testimonian asimismo mi primera vocación, la de mis años jóvenes, la más
entusiasmada y esperanzada, probablemente, de las mías; la que se desvaneció en pocos
años sin que el ejercicio posterior de la crítica […] le ofreciera suficiente
compensación” [Torrente Ballester, 1982a, I, 9]. En el capítulo anterior, vimos como
esta primera vocación, que fue el teatro, llevó a Torrente Ballester a buscar y leer
“cuanto pude sobre su teoría y técnica… fui casi un especialista en teatro” [Torrente
Ballester, 1976, 34]. De este conocimiento teórico y de su amistad con Dionisio
Ridruejo y los jóvenes intelectuales falangistas del denominado grupo de Burgos, más
accidental que buscada, según las propias palabras del ferrolano275, surgirá el primer
texto teórico de nuestro autor. Probablemente sin la circunstancia de la Guerra Civil, no
le hubiera sido posible alzar la voz acerca de la teoría del teatro y, muy seguramente, si
hubiera podido, no lo hubiera hecho en esos términos sin la circunstancia la guerra.
En cualquier caso, no es esta una vocación de Torrente Ballester, sino un
trabajo tangente a su autoformación teatral y a su situación dentro de la esfera
intelectual falangista, aunque no se puede negar que el autor poseía unas ideas claras
acerca de lo que debía ser el nuevo teatro. Del mismo modo, la actividad crítica que
desarrolló posteriormente no es tampoco una vocación en sí, sino una necesidad
económica y estética, vinculada principalmente a su fracaso como autor dramático. El
propio autor reconoce que “siempre me vi necesitado de alguna ganancia
complementaria” [Torrente Ballester, 1981: 25]. Incluso en una carta privada a Dionisio
Ridruejo, el ferrolano reconoce las necesidades económicas que le empiezan a atosigar,
ofreciendo su colaboración en el departamento de Propaganda del nuevo Estado:
“Me entero de que para los primeros días de diciembre saldrá un
semanario bajo tu dirección. Me dispongo, pues, al atraco. Necesito
escribir y vivir de lo que escribo. ¿Puedo contar con alguna colaboración
pagada en ese semanario? Conoces mis limitaciones naturales y las que
mi propia decencia me impone. No te brindo trabajos de tipo político o
ensayo de gran envergadura. Sí cosas literarias o sobre literatura, así
como temas históricos. Si cabe dentro del marco del semanario, añado a
275
“En la Falange había comunistas activos, en fin, había de todo, ¿no? Era, digamos, la protección.
Ahora bien, yo no me limité a acogerme a esto, que en algún momento, pues, me sirvió, efectivamente de
protección” [Pérez y Miller, 1989: 188].
342
mi ofrecimiento algún capítulo o introducción de cosas que estoy
preparando. En los buenos tiempos literarios eso se estilaba y estimaba”
[en Gracia, 2007: 48-49]
Desestimada esta primera solicitud, ahora ya “bajo el signo de la urgencia”,
Torrente Ballester vuelve a pedir esa ayuda económica por sus colaboraciones
periodísticas, pero, esta vez, de manera bastante más desesperada: “Pienso que como
escritor y como falangista tengo algunas cosas que decir, y que si la Falange acaba
cerrándome las puertas, tendré que concluir entregándome (si me quiere) a la prensa
reaccionaria” [en Gracia, 2007: 56]. Es decir, sus necesidades económicas imperan en
estos momentos sobre su producción ensayística, incluso, como reconoce el propio
autor en otra carta a Ridruejo, sobre la literaria276, llegando a amenazar con su marcha a
periódicos ultraconservadores si son éstos los únicos capaces de pagar por sus
colaboraciones. En cualquier caso, esta función crítica tendrá mayor relevancia que la
teórica para el propio Torrente Ballester, ya que, en sus propias palabras, “esa debiera
ser, entre otras, la función de los críticos, que son nuestros entrenadores, pero que con
frecuencia nos entrenan a golpes: particularmente desafortunados, los que juzgaron la
obra de nuestra generación” [Torrente Ballester, 1976, 11]277.
Nos parece justo, entonces, considerar sus obras dramáticas como el punto
central desde el que analizar la propuesta renovadora de Torrente Ballester, ya que,
como creemos, su pensamiento teórico y crítico devienen de su vocación de autor
dramático. Esto no implica que la crítica y teoría dramática que hemos venido
caracterizando hasta ahora no sea posible entenderlas plenamente si no se recurre a sus
obras dramáticas. Son fruto de unas circunstancias históricas e ideológicas del autor que
le hicieron defender unas ideas plenamente comprensibles si nos atenemos solamente a
estos textos y al sistema social y cultural de los años en los que se escriben. Tal lectura
resultaría válida para conocer la opinión torrentina acerca del teatro español
276
Al hablar con Ridruejo de su primera novela Javier Mariño, reconoce que “es también, a lo que veo, el
sino de todas mis obras, que si empiezan bajo los auspicios benéficos de una buena idea y un ánimo
deportivo y alegre, acaban degolladas por la necesidad de un aprieto económico. Recuerda el Tobías.
Recuerda República Barataria” [en Gracia, 2007: 124].
277
En este texto podemos vemos reflejada esa actitud vitalista que nunca abandonó Torrente Ballester en
su concepción de la crítica, aunque poco a poco, la literatura como artefacto, como juego, fuera haciendo
perder fuerza a ésta crítica, tal como veremos a lo largo del epígrafe dedicado a su crítica teatral.
343
contemporáneo, pero no aportaría nada en cuanto a la práctica teatral, ya que sus críticos
se centran más en aspectos denostados de nuestro teatro desde hacía décadas, por
razones diferentes, pero igualmente condenatorias, y en reflexiones y comentarios
teóricos acerca de o que supone el teatro, cómo debe ser y en función de qué ideas debe
ser construido, sin ser demasiado prolífico en la explicación de los pasos a seguir.
El propio autor reconoce, sin embargo, la dependencia de sus reflexiones
teóricas y críticas respecto de su producción dramática, al afirmar que “me quedó de
aquella breve aventura cierto saber gracias al cual pude ganarme la vida durante quince
años, hasta que pudo más que yo la vida misma, y me dejó sin púlpito” [Torrente
Ballester, 1981, 26]. Su progresiva afición por el teatro da una muestra clara de este
proceso orientado a la creación de obras dramáticas. Desde su infancia la atracción por
el teatro es notoria, como nos refiere en su autobiografía ficcionalizada Dafne y
ensueños278, llevándole durante su juventud al conocimiento de su teoría y de su técnica
para poder desarrollar plenamente sus obras, aunque sin éxito, como hemos visto ya en
referencia a sus tres primeras obras conservadas. De este fracaso surgirá la necesidad,
más económica que personal, aunque también estética o afectiva, de seguir vinculado al
teatro, aunque sea a través de la crítica en el periódico Arriba. En cualquier caso, este
camino teatral iniciado desde la teoría a la práctica para llegar a la crítica no es tan recto
como el propio autor pretendía que fuese. Las idas y venidas de unos campos a otros
son constantes, como muestra por ejemplo el progresivo abandono de ese característico
barroquismo estilístico de sus primeras obras, que dará paso a una simplificación y
depuración del mismo, y, según reconoce él mismo, “necesité del ejercicio periodístico
para lograrlo” [Torrente Ballester, 1976, 65]. Incluso este devenir errante en el sistema
teatral será uno de los elementos que ha silenciado su vocación dramática inicial. Sus
crónicas teatrales, más escasas en los cuarenta que en los cincuenta, pero ya numerosas,
y sus ensayos teóricos en Siete ensayos y una farsa (1942) y Literatura española
contemporánea (1949), junto a su producción dramática le hicieron “ser visto como un
278
“Mis padres me llevaron al teatro desde muy joven… y mientras esperábamos el comienzo de la
representación, mis oídos escuchaban orquesta y mis ojos se clavaban en Arlequín, en Pierrot, en
Colombina, en el templete y en las frondas, porque todo ejercía sobre mí na atracción difícilmente
explicable” [Torrente Ballester, 1982c: 299]. En su “Currículum en cierto modo”, nos ofrece otra muestra
de una pasión infantil por el teatro: “organizaba, con retazos de tablas, mi teatrito en el ancho repecho
pétreo de la ventana, al situar en el escenario dos estaquitas semejantes” [Torrente Ballester, 1981: 23]
344
intruso en los dos [campos] y mucho me temo que esa era la idea que de él se tenía a
finales de los años sesenta” [Iglesias Feijoo, 1986, 63].
En cualquier caso y a nuestro entender, su producción dramática es la que más
valor tiene, aunque relativizado por los escasos estudiosos de su teatro y por el mismo
autor, dentro de la renovadora concepción dramática de todo un hombre de teatro en
estos años, como fue Torrente Ballester. Contrariamente a la norma investigadora,
donde todo estudio del teatro español de los últimos sesenta años que carezca en su
bibliografía de la referencia del Teatro español contemporáneo resulta, cuando menos,
chocante, consideramos que la verdadera aportación al teatro de su tiempo fue el de sus
obras dramáticas, probablemente menos eficientes que sus ensayos y críticas teatrales,
pero mucho más significativas en lo que a posibilidades de renovación se refiere. Sus
disquisiciones críticas y teóricas aportan una postura crítica con la realidad teatral, pero
distante de la profunda reforma que el teatro español necesitaba. Las críticas aportan
una toma de posición renovadora, del mismo modo que las críticas de, por ejemplo,
Alfredo Marqueríe, gran valedor del teatro de Jardiel Poncela en estos primeros años de
posguerra, pero no son los grandes motores de una renovación que veía como
indispensable. Son estas críticas y reflexiones teóricas, eso sí, elementos sistémicos
indispensables para promover un cambio en aquellos elementos del repertorio caducos,
permitiendo un progresivo cambio en el campo y facilitando la aparición de nuevos
autores y obras que conformen, definitivamente, unos valores teatrales diferentes a los
canonizados. De este modo, las propuestas dramáticas expuestas por Torrente Ballester
en sus artículos periodísticos, ya sean críticos o teóricos, ganan validez en función de su
posible aplicación real, de la que sus obras dramáticas, aun con las diferencias y
deficiencias respecto a la teoría propuesta, son una muestra de heterogeneidad respecto
al centro canonizado.
Y es que Torrente Ballester es “autor de tres o cuatro obras de las que puedo
enorgullecerme” [Torrente Ballester, 1982, I, 9], que adquieren comparativamente con
el teatro de su tiempo un valor mucho más renovador del que pueden tener si lo
analizamos junto a otras obras anteriores o posteriores, y son muestras de unos valores
que pudieron servir, aunque no lo hicieron, para hacer evolucionar más su teatro, y con
ello, y el reconocimiento de su valor, las posturas teatrales canonizadas en la España de
los años cuarenta y cincuenta. Esta dependencia de las propuestas dramáticas de sus
ideas teóricas es, a nuestro entender, lo que da mayor valor a las ideas torrentinas; esto
es, la de ser capaz de crear un teatro distinto al canonizado partiendo de unas ideas que
345
estaban presentes en diversos hombres y mujeres de teatro, pero que no crearon
productos teatrales tan renovadores, a excepción de los autores y compañías nacionales
antes citadas.
De todos modos, no es nuestra intención, presentar las obras de Torrente
Ballester como lo mejor del teatro de esta década, o la única propuesta renovadora.
Simplemente nuestro juicio trata de valorar los esfuerzos renovadores de un teatro
imperfecto, pero que no es sino un teatro en ciernes, como la gran parte de los
estudiosos del teatro de nuestro autor han venido a corroborar. El propio Torrente
Ballester advierte las posibilidades de un teatro renovador más conseguido con las
siguientes palabras:
“Yo hubiera sido un buen dramaturgo (lo que escribí para teatro y
no se representó jamás no pasa de primeros ensayos, de tanteos y de
esbozos). Hubiera llevado a la escena algo de fantasía, de imaginación,
me hubiera apartado de la sociología, de la moral y, a ser posible, de
esa comicidad chabacana que es el mayor de sus riesgos. No hubo
suerte, o, mejor, no me sentí capaz de librar la batalla contra los
hábitos y las dificultades que todos los que en el teatro triunfaron han
padecido y conocen” [Torrente Ballester, 1981, 26]
Aparece aquí el concepto de hábito, uno de los elementos primordiales de la
teoría de Bourdieu, y que ya citamos anteriormente al hacer referencia a la teoría teatral
de Torrente Ballester. Si en 1941, en sus artículos de Miscelánea teatral, ya indicaba la
dificultad de luchar contra este hábito en el público impuesto por la costumbre, sus
obras teatrales no responden a esta premisa, sino que, por lo contrario, luchan contra
ésta. No es ésta, sin embargo, una toma de posición sencilla, ya que la permanencia en
una periferia sistémica, sobre todo en momentos como el de la década de los cuarenta,
donde ésta quedó reducida a su mínima expresión en años, impone un silencio casi total
a todos los productos generados desde la periferia. En su “Diario de trabajo” son varias
las veces que parece ceder al éxito fácil, como en esta nota:
“Yo –que ya he ganado en mi terreno: ahí están mis libros para quien
quiera mejorarlos – tengo ahora que triunfar en el otro. Y se me ha
ocurrido escribir una comedia en las mismas condiciones que otros las
346
escriben: pensando en un teatro, en una compañía, en un público y en
un éxito” [Torrente Ballester, 1982, II, 291].
Sin embargo, nuestro autor proseguirá con aquellas ideas que difícilmente
van a tener una cálida acogida entre el público y la crítica, marcada indeleblemente por
ese hábito al que hizo referencia Torrente Ballester:
“¿Por qué claudicar hasta escribir una comedia idiota? ¿Por qué he de
recoger el reto de un par de imbéciles y batirlos en su terreno, es decir,
haciéndome como ellos?” [Torrente Ballester, 1982, II, 293].
Por suerte, o por desgracia, esta segunda postura fue la que siguió
desarrollando Torrente Ballester en su teatro. Un teatro alejado de ese hábito impuesto,
basado en un repertorio, en unas premisas que el teatro español conoció con ciertos
autores de preguerra, pero que tampoco tuvieron la aquiescencia del público, quedando
un reducto de pequeñas compañías como “El Cántaro roto” o “El Mirlo blanco” para
representar aquellas novedosas propuestas teatrales. Pero si reducido era el espacio para
las nuevas propuestas teatrales en los años veinte y treinta, en la década siguiente este
espacio queda aniquilado, situándose el teatro español en manos de aquellos autores y
empresarios que mantengan ese hábito arraigado profundamente en el público.
De esta característica del teatro español de los años cuarenta surge una de las
razones principales por las que el teatro torrentino permaneció ajeno a toda posibilidad
de representación. Especialmente el teatro, por su dimensión espectacular y no
meramente literaria, es una de las esferas del sistema literario donde la interdependencia
de los diferentes factores que lo componen determina, en gran medida, la suerte de una
obra o de la producción de un autor. Si bien una obra narrativa puede ser publicada y
puede consumirse, siguiendo la terminología polisistémica de Even-Zohar, en un ámbito
y unas condiciones individuales, el teatro necesita de la representación para llegar a ser
teatro y no quedarse en mera literatura dramática. Pero en este paso, las leyes que rigen
cada uno de los componentes del sistema o campo literario se harán cada vez más
exigentes, ya que el aspecto económico juega, para determinados participantes, un papel
clave. En la terminología polisistémica, el teatro es el reducto del campo literario donde
más claramente el mercado está condicionado por las decisiones de la institución
pertinente acerca del producto sobre el que hay que invertir para que sea consumido. Y
347
esta decisión e intervención directa sobre el mercado vendrá condicionada,
necesariamente, por la coincidencia o las diferencias entre el repertorio utilizado por el
autor y el que el público está acostumbrado a utilizar para acercarse a las obras teatrales.
De este modo, toda producción dramática que pretenda ser teatral, adquirir ese
estatus tan ansiado por todos los escritores dramáticos, debe tratar de ser aceptada por la
institución y el mercado para que el producto final pueda llegar al receptor. Pero esta
aceptación de una obra concreta o global de un autor debe partir de una coincidencia en
el o los repertorios utilizados por él en la producción y aquellos con los cuales juega el
público, teatral en este caso, para descodificar ese producto que se presenta. Aunque
para un nuevo autor esta regla es prácticamente inevitable279, para un autor consagrado
el cambio de repertorio no supone el silencio sobre las tablas de su obra. En este punto
es donde entran en juego los procesos de canonización y de desplazamiento a la
periferia. Un autor ya canonizado puede permitirse recombinar elementos de su
repertorio o, incluso, añadir elementos ajenos a su repertorio original, porque su
situación en el centro del sistema le confiere una primera aceptación dentro del
mercado. Esto no implica que si los nuevos elementos combinados de su repertorio
difieran excesivamente de aquellos que maneja el público, sea finalmente desplazado a
la periferia del sistema.
Alejándonos de estas ideas teóricas acerca del desarrollo dentro de un sistema,
retomamos las obras de Torrente Ballester para ejemplificar cómo unas obras de un
autor no canonizado se mantienen en la periferia del sistema, tal como señala G.
Maestro, no “por su buena o mala calidad, que en sí misma nunca llegó a discutirse
seriamente, sino por el silencio del público; más concretamente, por una falta de
relación explícita con un público capaz” [G. Maestro, 2001, 165]. Esta expresión de
“público capaz” no creemos que deba ser utilizada en tono despectivo, sino, como
hemos venido indicando, como un público incapaz de compartir el repertorio que
Torrente Ballester manejaba en sus obras. Las diferencias del repertorio activo, el que
manejaba Torrente Ballester, y el pasivo, aquel que el público manejaba con soltura y
que ya hemos estudiado, son tales que impiden una mínima compresión mutua para
279
Siempre existen excepciones, incluso en el periodo que estamos analizando. La aparición de los
Teatros Nacionales parecía permitir que los factores económicos que exigían que cada obra reportara un
éxito proporcional al dinero invertido por los empresarios, dejaran paso a aquellas obras cuya aceptación
por el público no fuera a ser mayoritaria, pero que, a ojos de los críticos y de ciertas personalidades en
teatro, merecían llegar, por su calidad, a los escenarios
348
poder aceptar, el uno o los otros, repertorios diferentes. Muy pocos empresarios
teatrales se pueden aventurar a financiar un proyecto que enfrenta las aspiraciones
renovadoras de un autor nuevo, con elementos escasamente recurrentes antes en la
escena española, y nunca representados en los cuarenta, con el hábito de un público con
un repertorio definido y difícilmente mutable.
Esta es una de las razones por las que el teatro de Torrente Ballester no fue
representado en su tiempo, aunque no debemos excluir que existen otros motivos. Y es
que prácticamente todos los autores que han escrito sobre el teatro de Torrente Ballester
coinciden en que su teatro es un “teatro en ciernes, un teatro que no evolucionó
estéticamente” [G. Maestro, 2001, 166], o que, por ejemplo, “no es el suyo,
adelantémoslo sin demora, un teatro plenamente logrado” [Iglesias Feijoo, 1986, 64];
incluso, el propio Torrente Ballester no duda en calificar a sus dramas como “textos
imperfectos” [Torrente Ballester, 1982ª, I, 12]. Pero esto no exige el silencio y la no
representación de sus obras, sobre todo teniendo en cuenta, como indica Iglesias Feijoo,
que “por aquel entonces tampoco había demasiadas perlas en los escenarios” [Ibíd.,
1986, 64].
Gran parte de los defectos de estas obras, como explicamos anteriormente, se
debe a su reconocido autodidactismo. Ya hemos hecho referencia en apartados
anteriores a la formación autodidacta, principalmente basada en la lectura de libros
acerca de la teoría del teatro. Pero la dimensión espectacular de este género implica
necesariamente el conocimiento de otro ámbito, el meramente teatral, del que Torrente
Ballester reconoce no haber sido un experto nunca: “Mi falta de práctica, mi ignorancia
de lo que es el teatro por dentro, determinaron mi adscripción al grupo de los escritores
y no al de teatro” [Torrente Ballester, 1976, 53]. Del mismo modo, años antes se
lamentaba de las dificultades en su producción dramática, alegando que “yo sé dialogar
con más o menos gracia, pero lo que se dice <<hacer teatro>>, no lo supe nunca”
[Torrente Ballester, 1982, II, 309]. Esta ausencia de los escenarios será, no sólo
consecuencia de su deficiencias como hombre conocedor del teatro en su dimensión
espectacular y escénica, sino también causa de que “lo que hubiera podido ir
mejorándose permaneciera como una serie de ensayos sin futuro” [Iglesias Feijoo, 1985:
64]. Efectivamente, las obras torrentinas, a pesar de la evolución que se puede ver en
ellas, son prototípicamente “teatro de espíritus, de almas, de ideas, en el que el conflicto
estuviera en el interior de los personajes” [Iglesias Feijoo, 1985: 66], ajeno a aquel que
comenzará a desarrollarse en Europa y más tardíamente en España bajo el epígrafe de
349
‘teatro de tesis’. El de Torrente Ballester, contrariamente a éste “no predica, muestra.
Que cada cual saque sus consecuencias” [“Estreno de “Tus parientes no te olvidan” en
la Comedia”, Torrente Ballester, 1959: 19]. Sin embargo, casi todas sus obras adolecen
de una vitalidad teatral que va más allá de la mera dramaturgia, situándose en la
vertiente espectacular y escénica del teatro.
Estas y otras causas, que puede que se nos escapen, fueron las que impidieron
que casi ninguna de las obras de Torrente Ballester haya sido representada hasta hoy
día. No es únicamente un teatro que no fue, que se quedó en mero drama, sino que las
circunstancias en las que fue escrito impidieron que llegara a ser más tarde. En
cualquier caso, creemos que el valor de estas obras está en sí mismas, más que por su
calidad literaria, por ser “cuando menos, obras traspasadas por una ambición nueva,
acaso demasiado elevada” [Iglesias Feijoo, 1986, 64]. Vista desde la perspectiva de los
años en los que se desarrolló, la obra dramática de Torrente Ballester aporta un nuevo
aire a la dramática española de los cuarenta, quizá demasiado fresco, que se cerraron
para él las puertas de los escenarios.
Y es que si lo comparamos con el de su tiempo el teatro de Torrente Ballester
se caracteriza por un marcado afán renovador. Los escasos estudios acerca de su teatro
no han obviado las influencias y el intento de arraigar sus obras en tradiciones teatrales
de escasa influencia en nuestra escena, pero de marcado carácter renovador, como
quedó reseñado en el análisis de sus tres primeras obras dramáticas. Este arraigo en las
formas periféricas no debe tomarse, sin embargo, como una identificación plena del
teatro de nuestro autor e estos años con alguna propuesta concreta de la periferia de
décadas anteriores ya que como el propio autor indica “es evidente que yo procedo de,
pero lo es también que jamás he imitado a nadie” [Torrente Ballester, 1982a, II, 12].
Esta afirmación adquiere mayor relevancia si lo comparamos con las obras teatrales,
autores, modelos y repertorio en general de los años cuarenta, donde de lo que se trataba
era de aplicar aquellas fórmulas de éxito contrastado, tal como hemos señalado
anteriormente.
Hemos visto en referencia al repertorio teatral pasivo y a las propuestas
teóricas de Torrente Ballester cómo las propuestas renovadoras, aunque eran
peligrosamente escasas, no eran exclusivas del autor ferrolano. Figuras como las de
Felipe Lluch o Luis Escobar en teatro o Vivanco o Rosales en poesía diferían de los
postulados canonizados en estos géneros. El apego a la renovación es, más bien, una
idea compartida por varios escritores jóvenes de su época por la convicción del
350
agotamiento de las fórmulas canonizadas en nuestro teatro y en nuestra literatura en
general280. Es, en realidad, una toma de posición frente al centro sistémico canonizado,
muy semejante a la que adoptaron numerosos escritores años atrás: frente al “muermo
intelectual de la primera posguerra”, quien ha vivido la “etapa de efervescencia cultural,
literaria y política de la preguerra” [Iglesias Feijoo, 1986, 62], no puede sino trabajar a
partir de esos preceptos que tanto le admiraron en su temprana autoformación. En esta
misma línea que destaca la presencia de elementos vanguardistas en las obras de
Torrente Ballester, Paulino Ayuso destaca que “es en este contexto de transformación,
ya definido, dinámico, que alcanza amplios sectores intelectuales, inquietos, si no
populares, en el que hay que colocar los primeros dramas de Torrente” [Paulino Ayuso,
2001, 195].
El mismo indica que “no seguí las modas, pero creo haber respondido al
espíritu de mi tiempo” [Torrente Ballester, 1981, 27]. Bien cierto es que frente al
repertorio cerrado formal y temáticamente de los años cuarenta, Torrente Ballester
maneja elementos vanguardistas y planteamientos novedosos y desconocidos en
nuestros escenarios contemporáneos. Y es que, como señala el propio autor “me bastó,
entonces y siempre con la tradición literaria, con toda la tradición literaria, que hice mía
desde el mismo momento en que empecé a escribir” [Torrente Ballester, 1982a, I, 16].
Diferentes modos de interpretación de lo que fue el teatro áureo hemos visto que se
conformaron a raíz de la politización literaria a partir de los años treinta, pero las ideas
torrentinas al respecto, expuestas en su ensayo Cincuenta años de teatro y algunas
cosas más, casan bastante mejor con esa tradición de teatro nacional presente entre los
escritores de avanzada que el patrioterismo fácil y vacuo de autores reaccionarios.
En ese mismo ensayo histórico-teórico, Torrente Ballester advierte que
“deliberadamente prescindí en él de las formas y autores que me permito llamar
extravagantes. Son aquellos que no alcanzaron popularidad” [Torrente Ballester, 1941e:
227]. Es el caso de Galdós, Machado, Unamuno o Lorca, al que prefiere dejar aparte
“por no conocer la totalidad de sus obras” [Ibíd.]. En cualquier caso, su posicionamiento
respecto a estos es innegablemente favorable, “hallamos altísimas calidades literarias”
280
Algunos estudiosos, como Iglesias Feijoo, habla de este grupo de jóvenes como <<generación del 36>>.
Nosotros preferimos no utilizar este término por la dificultad que nos plantea concretar el grupo de estos
autores, ya que, igual que en su narrativa posterior, creemos que la obra dramática de Torrente Ballester
camina por derroteros diferentes a los de sus coetáneos, tanto de los más conformistas como de los más
renovadores.
351
[Ibíd.], situándose más en esa línea teatral deudora del verdadero “espíritu de su
tiempo” que el complaciente teatro burgués que analiza y critica en el citado ensayo. La
admiración por autores españoles más próximos, como Lorca, María Teresa León o
Alberti, queda patente en la “Introducción” a su Obra Completa [Torrente Ballester,
1976, 25]. Aún así, reconoce ciertas carencias en este teatro de vanguardia, al que acusa
de producir “excentricidades”. Considera, a pesar de las virtudes que le son innegables,
que “tiene un defecto inicial que lo hace inaccesible: presenta problemas artísticos en
vez de ofrecer soluciones” [Torrente Ballester, 1941e, 227]. Aún así, considera que las
obras de los otros grandes autores renovadores del teatro español anteriores a la guerra
no cuajaron por diferentes razones281.
Pero el repertorio torrentino se conforma, en gran parte, a partir de propuestas
exteriores a nuestro sistema teatral, ya que en su repertorio podemos hallar
coincidencias con las preocupaciones de dramaturgos franceses y con planteamientos
renovadores de la escena europea como Bertold Brecht. Reproducimos un fragmento de
una de las entrevistas que Carmen Becerra Suárez realizó al autor:
“yo estoy embebido en la literatura de vanguardia con una orientación
fundamentalmente dramática, orientación que me lleva a un conocimiento
lo más amplio posible de las teorías dramáticas y a lo que es entonces el
teatro moderno: el teatro expresionista alemán, el teatro francés de la
época (fundamentalmente Lennormand, Giradoux..., pero no ellos
exclusivamente, por ejemplo Gautillon) y, desde luego, Pirandello [Becerra
Suárez, 1990, 200]
En este texto nos muestra Torrente Ballester las influencias en la creación de
su propio repertorio dramático. Especialmente significativa es la influencia de
Pirandello, al que el denomina “siciliano devoto de Hegel y Dante” [Torrente Ballester,
1976, 31]. Esta afinidad la podemos ver sobre todo en su primera obra dramática, la ya
281
“En el de Galdós, por no adaptarse a los convencionalismos escénico de su tiempo; en el de Valle-
Inclán, por intrínseca impopularidad de su obra dramática, escrita sin la menor piedad por el hombre –sin
esa mínima piedad y simpatía indispensables para que el público tolere en la escena su propia caricatura –
; en el de Unamuno, por falta de <<oficio>> y por exceso de profundidad –por plantear, como se decía
entonces, <<problemas de intelectuales, problemas sin humanidad>>–, y en los demás, por parecidas
razones” [Torrente Ballester, 1941e: 227].
352
analizada
El pavoroso caso del señor Cualquiera. Pero las coincidencias van más allá
de lo meramente temático, ya que en su concepción global de la literatura ambos autores
saben conjugar lo mágico, legendario y fantástico con lo racional y real282.
La influencia del teatro francés en su dramaturgia es también bastante
significativa. Las referencias que el mismo aporta en el texto que hemos reproducido
nos dan una idea de por donde se movían las influencias de Torrente Ballester. Es
especialmente significativa la semejanza de ciertas obras de Giradoux con algunas de
nuestro autor, especialmente Ifigenia y El retorno de Ulises. Su obra No hubo guerra en
Troya, muestra especialmente una similitud asombrosa con la novela torrentina. La
acción de la obra respeta los personajes y elementos originales esenciales del
planteamiento y desenlace de la historia; lo diferente en la obra de Giradoux es la
transformación de los motivos intermedios o de las motivaciones de los actuantes. Este
es el mismo proceso que utiliza el ferrolano en Ifigenia. Lo que realiza el autor francés
es una modificación en “el ángulo de mira y, en consecuencia, el discurrir de la acción,
dotada ahora de la capacidad de sugerir otra lectura de una historia ya sabida” [Del
Prado, 1994, 1280].
No podemos reducir, aún así, esta influencia a lo meramente temático283. La
evolución posterior del teatro francés, con autores como Salacrou o Anouilh, muestran
cierta afinidad con la leve línea que Torrente Ballester empezaba a marcar en su teatro.
Salacrou mezcla el, ya por esa época, tradicional teatro burgués con un teatro
surrealista. El maniqueísmo de los personajes que vemos en ciertas obras de Torrente
Ballester, por otro lado, podemos verlo también en la producción dramática de Anouilh.
Un ejemplo de esto podemos verlo si comparamos Antígona del francés y República
Barataria del español284.Por último, el drama psicológico que se empieza a atisbar en el
teatro francés de posguerra, como en el de Lennormand, dista mucho de lo que los
dramaturgos españoles están pensando en crear en esa misma época. Torrente Ballester
puede estar más cercano a esta línea, aunque tampoco se puede tildar su teatro de
282
Esto es lo que Torrente ha venido denominando “racionalizar el misterio” y “misterificar lo racional”,
al que ya nos hemos referido anteriormente.
283
Jean Cocteau lleva a escena reinterpretaciones de mitos clásicos, como Orfeo o Antígona. El propio
Torrente reconoce que la producción de Ifigenia vino por la lectura de la obra Giradoux Anfitrión 38. Pero
tampoco podemos olvidar la producción española que en la posguerra trata de los mitos: Sin ir más lejos,
Salvador Espríu compone dos obras como Antígona y Fedra
284
El binomio Antígona – Creonte presenta el mismo maniqueísmo que Petrowski y Listz.
353
psicológico285. Las dudas acerca de la posibilidad de hacer drama o novela de diferentes
temas debido al predominio de la acción o de la psicología, como ya hemos señalado,
muestran la preferencia de Torrente Ballester por dejar lo psicológico como tratamiento
propiamente narrativo y no dramático.
Estas influencias y tendencias dentro del repertorio activo de Torrente
Ballester distancian la producción dramática del mismo respecto de la línea continuista
e inocua del teatro español de los cuarenta que vimos anteriormente. Ciertos críticos, al
profundizar en las causas del inmovilismo de nuestra escena en esta década, consideran
que “persiste una dramaturgia carente de ideas, a la espera de que la vía del humor
remedie lo irremediable, o que llegue la influencia del teatro francés” [Oliva, 1989, 7980]. Ya vimos cómo el teatro de humor de Jardiel Poncela y Mihura, o fracasó o varió
hacia el repertorio canonizado, aunque con un valor innegable, pero no estrictamente
renovador, al menos en la línea marcada en sus primeras producciones. La influencia
francesa pudo llegar, entre otros, por la dramaturgia de Torrente Ballester, pero fueron
los esfuerzos de los Teatros de Cámara los que trajeron el teatro francés a la escena
española. Y es que si el teatro inglés está unido a una idea de teatro burgués y elegante,
el norteamericano y el francés que llegaron a Madrid comparten cierta tendencia a lo
intelectual, minoritario y problemático. Estaban mostrando un camino para la tragedia,
mostrando que “era posible un teatro moderno, ambicioso temáticamente y
absolutamente arraigado en preocupaciones contemporáneas” [García Ruiz, 2003, 121].
Ya hemos hecho referencia a la presencia de dos compañías francesas en
temporadas diferentes en el Teatro Nacional María Guerrero. Louis Jouvet mostró su
predilección por lo grotesco sin salirse de lo textual, elevando el rango literario de
algunas de las obras presentadas por la compañía oficial de ese teatro con los montajes
de L´école de femmes (24/4/50) de Molière, de gran éxito por su montaje, un clásico
renovado, y Knock ou le triomphe de la médecine (26/4/50) de Jules Romains. Si bien
estos dos montajes supusieron “un buen ejemplo del tipo de comedia culta y sutil a que
aspiraban en España ciertos escritores, un teatro bien dialogado, de tono humorístico,
con poca peripecia, tema interesante y moderno aunque tan sutil que casi se esfuma”
285
En realidad, no es posible identificar plenamente ningún autor concreto con las ideas dramatúrgicas de
Torrente Ballester. Aprovechando el ejemplo de Even-Zohar tomado de Swidler [1997: 31], podemos
decir que el autor gallego va llenando su “caja de herramientas” con diferentes influencias que aunque
“no se detecten en ese momento, están dentro y van creciendo, juntándose unas con otras y
contrastándose” [Becerra Suárez, 1990, 206]
354
[García Ruiz, 2003, 42], este teatro, aunque renovador, no coincidía con la influencia
francesa que hizo suya Torrente Ballester. De carácter más similar a las propuestas
torrentinas fue la llegada a comienzos de esta década al María Guerrero, convertido ya
en teatro Nacional, de la compañía del director francés Jean Vernier, con Electre
(25/10/42) y Amphitrion 38 (21/10/42) de Giradoux, aunque, en fechas tan tempranas de
posguerra, su éxito fue más bien reducido. De mayor o menor calidad, las aportaciones
de Torrente Ballester pudieron suponer, en esta misma línea de Vernier, un nuevo
aliento que ni el propio teatro francés que se representó en nuestros escenarios en esta
década pudo insuflar.
Este repertorio, conformado de manera tan ecléctica, y su consiguiente rechazo
por la sociedad española de los años cuarenta sirven para tomar el pulso de una sociedad
que buscaba evadirse de la realidad, tanto como aquel repertorio consabido y tradicional
durante décadas en nuestros escenarios. Es decir, si el repertorio pasivo, el del público
que asiste al teatro varias veces por semana, tiene una de sus características definitorias
en la búsqueda de la evasión de sus problemas, poca coincidencia puede encontrar con
el repertorio de un autor que trata los problemas universales y constantes en el hombre a
través de un teatro de ideas, de nociones o abstracciones, pero siempre de manera
artística.
Esta vinculación insoslayable que defiende Torrente Ballester con la realidad
de su tiempo, se puede ver en la temática redundante dentro de su teatro. En sus propias
palabras, considera que para conocer y desarrollar la temática del poder, tema que
aparece tangencialmente en su obra El Casamiento engañoso y que, ahora desde una
perspectiva abstracta, s nos vuelve a presentar en Lope de Aguirre, “necesité de la
guerra civil española entera, y de todo lo que siguió, para percibirlo como tal realidad
[…] coetáneo fue mi descubrimiento del <<mito>> como otra realidad operante, en
cierto modo complementaria y con frecuencia opresora” [Torrente Ballester, 1986, 19].
Estas dos realidades de su tiempo son las que formarán la base para desarrollar su obra
dramática, a partir de las cuales y con procedimientos formales tomados de las
vanguardias, terminará por conformar su breve vida dramática.
Pero no se puede olvidar otra característica de este teatro, tan ligada a los
temas que trata, como es el carácter predominantemente imaginativo de sus
composiciones. Tal como el mismo autor reconoce y nosotros reflejamos páginas atrás,
355
la convivencia del “superrealismo”, heredero de su tendencia natural a la fantasía286, con
el racionalismo de Poe marcó indefectiblemente el devenir literario de nuestro autor. La
tendencia a racionalizar el misterio y a misterificar lo racional, lo que el mismo
denominó sus “dos patrias y dos culturas” [Torrente Ballester, 1976, 31], la atlántica y
la mediterránea, están presentes en sus primeras obras dramáticas, así como en uno de
sus inspiradores más relevante, Pirandello.
Es en este punto de la temática donde, creemos, Torrente Ballester desarrolla
su mayor aportación para la renovación de nuestra escena en estos años de mera
evasión. Tal como afirma Iglesias Feijoo y hemos podido ver a través de sus textos
teóricos, “rechazaba de plano el teatro de mesa-camilla, los discretos galantes y los
filósofos de salón y taza de té” [Iglesias Feijoo, 1986, 64]. Primer enfrentamiento claro
con el repertorio canonizado en su tiempo, que no es cuestión baladí, ya que, cómo el
mismo repitió en sus textos teóricos, “el tema es el armazón dramático, lo que sostiene y
hace eficaz a la forma” [Torrente Ballester, 1937, 34]. Fuera de los escenarios españoles
quedaba esta temática, así como otras que también cultivó nuestro autor, como tratar el
incesto como motivo central de una obra, como ocurre en El viaje del joven Tobías, o el
amor como salvación recíproca, que también aparece en la misma obra. Pero esta
renovación teatral basada en la búsqueda de nuevos temas no sólo supuso el rechazo del
público burgués, al que, en sus propias palabras, se debía superar para lograr acceder a
través de lo inamovible y común a un teatro nacional, sino problemas con la censura, tal
como nos indica el propio autor en el “Prólogo” a su teatro en 1982.
Si retomamos sus artículos teóricos de los años cuarenta, ya estudiados
anteriormente, podemos descubrir que su ensayo De la colectividad en el arte
dramático, es fiel reflejo de aquellos temas que propone como base para su teatro. No
importa lo individual tanto como lo colectivo, aunque siempre debe desarrollarse esta
individualidad en su justo grado, por lo que la renovación teatral deberá provenir de
estos temas colectivos, sea ya el poder, el mito o el amor, pero siempre tratados en su
universalidad, no en lo que de particular tienen para cada quien. Si bien el tema del
poder aparece claramente en varias de sus obras teatrales, en Lope de Aguirre como
queda dicho, pero también en República Barataria, que “es, o resulta ser, ante todo, una
crítica del <<estado de orden>> gobernado dictatorialmente” [Torrente Ballester, 1982a,
286
“Mala cosa ésta de que, cuando uno intenta describir unas piedras, se le enreden historias” [Torrente
Ballester, 1982c: 15].
356
I, 21], es el tema del mito el que desarrolla de una manera más clara y definida, y el que
tendrá un desarrollo posterior, quizás más completo, en su narrativa. Y es que este tema
del mito y la desmitificación aparece “al menos en cuatro de mis obras publicadas en la
década de los cuarenta, cuando aquí nadie desmitificaba, aunque muchos vivieran de
mitos” [Torrente Ballester, 1982a, I, 25]287.
Creemos, por tanto, que en la temática encontramos una de las características
principales del nuevo teatro propuesto por Torrente Ballester en estos años, y es que el
drama no puede permanecer anclado en la mera evasión, en el costumbrismo o en un
peligroso conformismo que basa el teatro en trucos conocidos, técnicas caducas y
fórmulas dramáticas y escénicas pasadas. Resulta difícil, a los ojos de nuestro autor,
mantener fórmulas naturalistas decimonónicas para reflejar al nuevo hombre del siglo
XX.
No se rechaza el valor de estas técnicas, sino su utilidad para ser otro a través del
teatro, enajenarse para volver a uno mismo perfeccionado, tal como pedía Torrente
Ballester en su texto ¿Qué pasa con el público?. Y es que el costumbrismo y la
tradición temática española canonizada se alejan de la realidad del tiempo y de lo
común del hombre, y es necesario abrir las puertas de los escenarios a los nuevos temas
que reflejen, si no la realidad, el espíritu y los problemas de nuestro tiempo y de nuestro
ser. Y es que el teatro ha dejado de estar arraigado en la vida para ser reflejo de unas
convenciones, de una máscara que parte de la sociedad ha fomentado como propias de
la esencia española.
Pero, del mismo modo que la renovación meramente formal carece de sentido,
tal como arguía al criticar los movimientos de vanguardia, la renovación temática,
pergeñada con fórmulas y técnicas pasadas carecerá de posibilidades escénicas. Y es
que es necesario buscar la fórmula adecuada a lo que se quiera contar, como Torrente
Ballester trató de hacerlo a lo largo de su producción dramática y narrativa, con mayor o
menor acierto. Es en este punto donde podemos destacar las características formales que
nuestro autor trata de incluir en el repertorio español. Dejando de lado la temática,
aunque sin olvidar el papel primordial que juega en su concepción de necesaria
renovación del teatro español, las nuevas propuestas formales que muestra Torrente
Ballester a través de sus obras pueden ser consideradas como el elemento más
claramente vanguardista de su propuesta dramática y, a la vez, motivo de
287
En un apartado posterior retomaremos este tema del mito y su posterior desarrollo en la obra narrativa
de Torrente Ballester.
357
reconocimiento crítico y del silencio escénico. Falta de voluntad renovadora y de
buenas ideas formales no se le puede achacar a Torrente Ballester, aunque sí, como ya
hemos señalado, carencia de conocimiento a fondo del arte teatral. El mismo autor
reconoció que “ni la invención ni la elocución me causan grandes quebraderos de
cabeza: lo que consume mi tiempo y mi ingenio, lo que me sume en dudas, lo que me
lleva al acierto o desacierto, es la composición” [Torrente Ballester, 1981, 27]. A través
de las características formales de su teatro podremos ver cómo el acierto, efectivamente,
está en la invención, pero el desacierto en su composición.
Del vanguardismo asimilado en su juventud, Torrente Ballester desarrollará
los elementos característicos en su teatro que lo diferenciarán de autores coetáneos en la
España de posguerra. Es a partir de esta iniciación vanguardista y experimental de
donde irá creando su propio repertorio, tan diferente de lo usual en su tiempo, y motivo
del rechazo del mercado teatral. Según Paulino Ayuso, y como ya hemos dejado
entrever anteriormente, la renovación vanguardista partía del “rechazo de un modelo de
teatro comercial o <<industrial>>, con el dominio de la terna empresario-actor-público,
para establecer el papel preponderante de la creación, es decir, del autor” [Paulino
Ayuso, 2001, 196-197]. A partir de aquí surgirá una “<<nueva teatralidad>> (concepción
escénica) con una intensa <<dramaticidad>>, basada en el lenguaje verbal (enriquecido,
potenciado y también funcionalmente teatral)” [Paulino Ayuso, 2001, 197]. De este
modo y, siguiendo al mismo autor, la vanguardia teatral de la que se hace eco Torrente
Ballester propondrá “dos dimensiones: problemática en el plano intelectual,
experimental en el plano de la construcción dramática” [Paulino Ayuso, 2001, 193].
Si “la problemática en el plano intelectual” vendrá caracterizada por las nuevas
propuestas temáticas ya señaladas, el experimentalismo en la construcción dramática
será se advierte formalmente por la recuperación del personaje nihilista y la
introducción de la figura del narrador en el formato dramático, y como señala G.
Maestro, “en formulaciones afines a las del teatro épico brechtiano, entonces
completamente desconocido en España” [G. Maestro, 2001, 170].
Respecto al uso de procedimientos característicos del teatro épico, propios de
Brecht, del que Torrente Ballester no había recibido influencia, por lo que estaríamos
hablando de poligénesis, debe ser destacado el uso constante del texto introductorio o
paratexto del que hace gala el autor en la mayoría de sus obras. Ya señalamos la
relevancia de tal recurso, más áureo que épico, aunque, eso sí, y como todo elemento
clásico, puesto al día, según exigían las vanguardias, en El viaje del joven Tobías,
358
precedido de una Loa, o en El casamiento engañoso, donde el Argumentador introduce
al público en la situación inicial del drama. La misma estructura aparece en las obras de
estos años, con el discurso del Faraute, figura recuperada por Torrente Ballester para el
nuevo teatro, en Lope de Aguirre, y donde más claramente se ve la figura del autor
dentro del drama. En República Barataria se sirve Torrente Ballester de tres altavoces,
elemento bastante innovador y pocas veces visto antes en los escenarios españoles288,
para introducir el tema de su drama. En El retorno de Ulises, a pesar de dividir la obra
en dos actos, el autor utiliza un largo “Prólogo” introductorio, casi de la misma
extensión que los otros dos actos.
Nos resulta esta característica bastante relevante porque muestra cómo la figura
del narrador se incluye en el drama de manera bastante clara. Quizás pueda entenderse
esta inclusión de un elemento inicialmente ajeno al teatro como una deficiencia, como
una imposibilidad del autor para crear una obra completa y cerrada en sí misma, sin
necesidad de apósitos explicativos. Ya hemos hecho anteriormente referencia a uno de
los errores más usuales y cotidianos del teatro de esos años en palabras de Torrente
Ballester, que no es sino la suplantación de la acción por el diálogo, la narración frente a
la acción de los personajes. No creemos que el crítico en su práctica dramática no atienda
a este aspecto tan relevante en el teatro, sino que entendemos que esta inclusión del
narrador es un recurso renovador vinculado a la renovación temática, ya que “se observa
en el discurso de estos personajes una reflexión metateatral, en la que la propia obra se
interroga y reflexiona sobre sí misma, sobre la naturaleza, experimentación y experiencia
del espectáculo teatral” [G. Maestro, 2001, 172]. En cualquier caso, la principal función
de estos textos introductorios es “introducir al espectador en la obra, haciéndole
participar de la ilusión dramática” [G. Maestro, 2001. 172]. Procedimiento muy similar
al utilizado por Bertold Brecht en su teatro, aunque son muchas las diferencias que en las
obras de uno y otro autor podemos encontrar289. Otro origen de esta introducción a la
288
Max Aub ya había hecho uso escénico de los altavoces, pero con una finalidad bastante distinta. En su
obra de circunstancias Pedro López García, aparece un altavoz que llama a todos los españoles a pasarse
al bando republicano. Aunque la finalidad es bien distinta, el uso escénico de este elemento es tan
innovador e un caso como en otro, reflejando la circunstancia histórica del tema en la propia escena, ya
que ambas obras se sitúan en un conflicto bélico.
289
De hecho en Dafne y ensueños no duda en declarar que “me siento respetuosa y absolutamente
antibrechtiano, y si esto implica una mentalidad o un corazón burgueses, me trae bastante sin cuidado”
[Torrente Ballester. 1982c, 298]. Probablemente el pretendido efecto de distanciamiento o extrañamiento
359
obra la localiza G. Maestro en la tradición del personaje como prologuista que se inicia
con Torres Naharro y la figura del pastorcillo, recogido por Lorca en El público, con el
<<Prólogo>>
del Pastor Bobo.
Se rompe de este modo, a través de la reflexión metateatral, la convención
teatral plenamente aceptada y asumida en el repertorio pasivo, aquel con el que juega el
público, a partir del cual consume la obra teatral. Esto no es sino una exageración de la
convención teatral, aquella contra la que las vanguardias crearon un repertorio con
nuevos elementos, entre ellos, la reflexión metateatral, más explícitamente presente en
su primera obra dramática, aunque constante en sus sucesivas apariciones tanto en las
obras dramáticas de Torrente Ballester, como en su posterior obra narrativa.
Pero Torrente Ballester va más allá de incluir la reflexión metatetral en sus
obras, y llega a poner en cuestión las convenciones dramáticas tradicionales respecto a
la comunicación teatral. Frente a las construcciones monolíticas donde el número de
personajes esenciales, utilizando la terminología respecto a los personajes definida por
Torrente Ballester en estos años, se reduce al mínimo, Torrente Ballester desarrolla en
varias obras, especialmente en Lope de Aguirre y República Barataria, un teatro coral,
un teatro polifónico, siguiendo la terminología bajtiniana. Aunque esta característica,
plenamente desarrollada en el inicio de las jornadas II y III de Lope de Aguirre, parezca
no suponer una innovación teatral relevante, Torrente Ballester implica al espectador en
un “proceso de reacción y de desenmascaramiento social y dramático, es decir, ético y
estético” [G. Maestro, 2001, 173]. El espectador no es ya mero receptor pasivo de una
obra que, adecuada a su repertorio, no exige prácticamente ningún esfuerzo de su parte,
sino que multitud de personajes se dirigen a él, aportando información contradictoria
sobre la acción y los otros personajes, lo que exige del espectador un proceso de
asimilación y de descubrimiento de la realidad de la fábula. Así pues, la literatura se
convierte en un juego de creación y de recepción, pudiendo caracterizar el teatro de
Torrente Ballester por este carácter lúdico, tan inusual en el teatro de estos años. En
definitiva, de lo que se trata es de “cuestionar los dogmas de un sistema teatral y social
muy alejado de una visión auténtica y verosímil de la vida humana” [G. Maestro, 2001,
174].
que propugnaba Brecht era uno de los puntos más controvertidos en su teoría para Torrente Ballester y el
hecho que lo distanció tanto del autor germano.
360
Del mismo modo que aporta una nueva manera de acercarse y de entender el
teatro, siendo la función del espectador bastante más activa que en otras propuestas
comunicativas teatrales, el lenguaje juega un papel importante en el desarrollo del teatro
de Torrente Ballester. Cercano a las vanguardias, como ya hemos señalado, se aleja del
lenguaje convencional, del chiste fácil o del lenguaje naturalista, tendiendo hacia un
lenguaje más poético y realista con respecto a la obra autónoma, no a la sociedad que lo
ve. Y es que parece muy difícil concebir el desarrollo de un teatro con hondas
preocupaciones intelectuales, como el de nuestro autor, manejando un lenguaje
naturalista290. Aunque debemos advertir que este nuevo lenguaje marcadamente poético
nada tiene que ver con el de, por ejemplo, Marquina, como indica Fernández Roca, al
indicarnos que sus “recelos ante el llamado “teatro poético” sólo apuntan a la herencia
de Villaespesa y Marquina, no a la de Lorca” [Fernández Roca, 1999, 166]. El propio
Torrente Ballester aclara el malentendido concepto de teatro poético al afirmar que “por
teatro poético se entiende, por ahora, el que está escrito en verso. La operación del
bautismo está montada sobre un doble error: la creencia de que hay teatro que
rigurosamente pueda no ser poético y la otra de que el ser de lo poético radica en la
forma versificada” [Torrente Ballester, 1941e: 221].
Y es que Torrente Ballester busca la expresión adecuada del conflicto interior
del personaje que no es ya mero carácter, y la única manera en la que se le presenta con
posibilidades de desarrollo en estos años es a través de este lenguaje poético, que nada
tiene que ver un lenguaje anticuado y clásico como el de los autores antes citados.
Lógicamente con sus deficiencias y con sus cambios, el lenguaje es otra de las
cualidades que el teatro de Torrente Ballester aportó, o pudo aportar, a la escena de su
tiempo, aunque cabe ir adelantando que este arte predominante verbal “convierte en
ocasiones el teatro torrentino en un producto libresco, literario en exceso, lo que
constituye un lastre a la hora de su escenificación” [Fernández Roca, 1999, 166].
Otra de las aportaciones del teatro de Torrente Ballester para una pretendida
renovación de nuestros escenarios es la recuperación de una larga tradición, como es la
del personaje nihilista, aunque modificada necesariamente, siendo la “expresión de
prototipos humanos muy actuales, dominados por la perversión y la demagogia” [G.
290
Hay quien puede argumentar que los ejemplos de Ibsen o Maeterlink pueden desarbolar esta idea, pero
bien es cierto que desde su primer ensayo teórico, Torrente Ballester defendía un nuevo teatro para una
nueva sociedad y un nuevo hombre. Es en este aspecto donde el lenguaje y el modo de hacer teatro en la
tradición naturalista le queda corto al autor gallego.
361
Maestro, 2001, 170]. Si, tal como él mismo ha propuesto, siempre ha respondido al
espíritu de su tiempo, pocos personajes pueden ser tan característicos de estos años
como el personaje nihilista, configurado, principalmente, a través de la demagogia. Y es
a través de este personaje nihilista donde podemos adivinar la “crítica, gran amargura
por momentos, y una decepción casi constante y definitiva frente a diversas formas de
conducta humana” [G. Maestro, 2001, 177]. Es el personaje nihilista, además de clara
característica de su teatro, una de las primeras muestras de desmitificación en su obra,
ya que a través de este personaje se logra desmitificar determinados valores y
determinados prototipos humanos. Y estos no serán otros que el prototipo de hombre
político, el del hombre religioso y el del hombre canonizado por la mitología clásica [G.
Maestro, 2001, 180].
Puede quedar caracterizado de este modo el teatro de Torrente Ballester,
marcado por un ímpetu vanguardista en lo formal y preocupado por su tiempo y por lo
universal e inmutable en lo temático, ambas intuiciones muy alejadas de lo que venía
conformando el teatro de su tiempo, como hemos visto en el apartado anterior. Es un
teatro imperfecto, sobre todo en lo formal, aunque no se pueden obviar las aportaciones
relevantes que propuso, pero en cualquier caso renovadoras, ya que “él había decidido
prescindir de los elementos decisivos del teatro, y de la literatura en general, dominantes
desde hacía 150 años” [Iglesias Feijoo, 1986, 66].
Podemos concluir después de analizar las influencias en su formación teatral y
su opinión respecto al teatro de la década de los cuarenta, que el repertorio torrentino
dista mucho del que autores de canonizados y público deseaban ver. Ésta es la principal
razón por la que su teatro no fue nunca representado. Es un teatro el de Torrente
Ballester más imaginativo e intelectual, con una particular concepción del humor291y
una constante preocupación estética y talante lúdico. En palabras de Iglesias Feijoo es el
suyo un “teatro a contrapelo del que era habitual en los escenarios”, ya que se basaba en
“una actitud reflexiva, consciente y autocrítica, un deseo de replantearse teóricamente
las bases de lo que tenía entre manos” [Iglesias Feijoo, 1986, 63].
Según el mismo Iglesias Feijoo “quería un teatro intenso, radicado en la
imaginación [...] Quiso crear una realidad propia en cada obra, en lugar de inspirarse en
un referente externo” [Iglesias Feijoo, 1986, 66]. En el nuevo ambiente social y cultural,
291
Para conocer un poco más de esta concepción y ver las diferencias entre éste y el de sus
contemporáneos, se puede ver Sobre el humor, aquí de 1980 recogido en Torrente Ballester (2004: 413 421)
362
son muy pocos los que permanecen en España y mantienen su apego por esas formas
que conocieron y que comenzaron a cultivar en su juventud, especialmente en teatro. La
gran mayoría de los autores teatrales de la posguerra mantendrán la línea que les había
llevado al éxito comercial en los años anteriores. Aunque, como indica Bourdieu, existe
una “correspondencia entre unos cambios internos […] y unos cambios externos […]
que ofrecen a las nuevas categorías de productores y a sus productos unos receptores
que ocupan en el espacio social posiciones homólogas a su posición en el campo”
[Bourdieu, 1995, 376], los intelectuales del denominado grupo de Burgos no tuvieron
una correspondencia social con las tomas de posición que adoptaron dentro del sistema
cultural de posguerra, por lo que permanecieron excluidos del centro canonizado, y en
el teatro, Torrente Ballester. El cambio social, en definitiva, no tuvo la dirección que
ellos propugnaron y desearon.
Ahondaremos más adelante en la plasmación de estas ideas en las obras
concretas de estos años, del mismo modo que hicimos anteriormente con sus tres
primeros dramas, y trataremos de conocer los motivos por los que se puede considerara
a este, un teatro ambicioso pero fallido en parte, o un teatro en ciernes. En cualquier
caso, nos queda por examinar otra característica básica del teatro de Torrente Ballester,
renovadora como ninguna, tanto por su innovación como por su rechazo de lo usual y
canonizado, como es su concepción y uso de los géneros dramáticos.
2.2.1.- La cuestión de los géneros en Torrente Ballester.
Hemos venido haciendo referencia en este apartado a diferentes conceptos
característicos de la denominada Teoría de los Polisistemas. Uno de los más relevantes,
como ya hemos indicado, es el concepto de repertorio, concepto que pretende definir los
materiales y reglas que regulan la producción y el consumo de los productos literarios.
Las desavenencias entre el repertorio utilizado por el productor y por el receptor
producen una incomunicación que puede traducirse como fracaso comercial, que no
fracaso literario. De hecho, el fracaso comercial de Torrente Ballester puede y debe
buscarse, al menos en parte, ahondando en incomunicación surgida de la
incompatibilidad de los repertorios utilizados.
Uno de los elementos básicos del repertorio es lo que Even-Zohar ha definido
como <<modelos>>, que “consisten en la combinación de elementos + reglas + las
363
relaciones sintagmáticas” (<<temporales>>) que se imponen sobre el producto” [EvenZohar, 1997, 35]. Resulta sencillo incluir de este modo el concepto de género literario
dentro del concepto de repertorio, pero, si profundizamos un poco más, podemos hallar
el punto del que parte: el concepto de modelo. Un género no es un departamento
estanco, sino que puede evolucionar, permite introducir diferentes modificaciones o, al
menos, combinaciones de sus elementos característicos292. Pero, siguiendo las ideas del
teórico israelí, “el modelo, desde el punto de vista de su producción potencial, incluye
un cierto tipo de pre-conocimiento […] para el receptor potencial el modelo consiste en
ese pre-conocimiento según el cual se interpretan los acontecimientos” [Even-Zohar,
1997, 35-36]. De este modo, el rechazo de los modelos genéricos del repertorio
canonizado implica, necesariamente, una brecha muy difícil de salvar con respecto al
receptor.
De este modo podemos ver otro elemento de clara disonancia entre el teatro de
Torrente Ballester y el que se representa en los años cuarenta. El rechazo de aquellos
modelos conocidos, o pre-conocidos, por el público en favor de otros, clásicos en
nuestra literatura pero ininteligibles ya en los escenarios contemporáneos, no favorece la
comprensión de las obras. Pero al mismo tiempo, este cambio de géneros o modelos
genéricos, adaptados a los nuevos tiempos, es muestra de renovación. Y es que el
repertorio, y los elementos que lo componen, como un modelo, no sólo “tiene[n] que
estar disponible[s], sino que también su utilización debe ser legítima” [Even-Zohar,
1997, 33]. Y la legitimidad no proviene del productor, sino exclusivamente de “la
institución en correlación con el mercado” [Ibíd.]. Esta puede ser la razón, entre otras,
de que la tragedia de Buero Vallejo sí triunfe en 1949 y los nuevos modelos genéricos
utilizados por Torrente Ballester carecieran de representación prácticamente, ya que el
público que acude a las representaciones de Buero Vallejo se estaba formando durante
los años de creación dramática de Torrente Ballester.
292
Bien es verdad que un género literario tiene características bien definidas, pero nunca es
inmodificable. Puede que la institucionalización de determinados géneros y el reducido mercado para
otros modelos restrinjan la concepción de un género concreto a una forma muy determinada, pero siempre
habrá quien pueda recombinar sus elementos para modificarlo. En cualquier caso, de la más fuerte
canonización surge un “hábitus”, como señala Bourdieu, un aprendizaje a través de la experiencia, que no
hace sino reforzar esa propia canonización, lo que dificulta la modificación de los géneros. Queda, en este
caso, el enfrentamiento al canon a través de propuestas radicalmente diferentes.
364
Creemos, por tanto, que el cambio en el uso de los géneros por Torrente
Ballester no es una cuestión baladí, sino que, por el contrario, muestra su carácter
renovador, ya advertido en sus escritos teóricos y su exacerbada defensa de la
recuperación del género trágico. Y es que, si la renovación teatral propuesta por nuestro
autor está basada en la búsqueda de nuevos temas, frente al agotamiento de los temas
burgueses, más propios de finales del XIX y comienzos del XX, y su posterior desarrollo
con formas adecuadas a éstos, los géneros dramáticos heredados del primer tercio del
siglo, no pueden tener validez para el nuevo teatro. Y es que el tema del adulterio o de
la prostitución, por ejemplo, en modelos o géneros determinados carece de la fuerza y
significación que podría adquirir en un género diferente. Torrente Ballester reflexiona
sobre el adulterio como tema dramático, defendiendo que la toma de posición del autor
respecto del tema no es ni casual ni caprichosa: “consciente o inconscientemente,
procura situarse en un plano de coincidencias con la sociedad que ha de juzgarle, y si
ella sobreestima lo humano, en lo humano insistirá el drama, y si lo social o religioso, la
insistencia será sobre ellos” [Torrente Ballester, 1941a: 238]. Obviamente, todo
planteamiento determinado por la sociedad de este modo vendrá acompañado por la
adopción de un género proclive al desarrollo de ese planteamiento, por lo que el uso de
determinadas formas genéricas delimita una determinada formar de desarrollar los
temas. En el caso de que tratemos de valernos de unas formas para expresar ideas
opuestas a las que las determinaron, “en el mejor de los casos, cuando las ideas no
acaben siendo dominadas por el sentido opuesto de las formas, alcanzará una pugna
entre heterogéneos, una obra de arte en cuya forma percibiremos las pulsaciones de unas
ideas… que no corresponden a esas formas” [Monleón, 1971, 139].
Este es el motivo por el que Torrente Ballester, en diferentes artículos de teoría
y crítica teatral, exalta las virtudes de la sátira y de la farsa. Es el género propicio para
desarticular a través de las formas una determinada toma de posición, siempre y cuando,
tal como él advierte, se tomen las medidas oportunas para que esa sátira o farsa no
degenere en la forma genérica prototípica del posicionamiento que se quiere ridiculizar.
En cualquier caso, el mantenimiento impertérrito de los géneros, sin variación
alguna, o con las mínimas, impide una renovación del repertorio por mucho que los
temas varíen o que se adopten formas teatrales nuevas, ya que el género implica “una
forma <<adecuada>> para expresar <<una>> concepción determinada de la sociedad”
[Monleón, 1971, 139]. Estudiar los géneros teatrales en estos años y en los posteriores,
sobre todo en aquellos autores que se aferran a fórmulas ya caducas, implica , “primero,
365
considerar que las formas habituales del teatro español corresponden a la expresión de
unas ideologías conservadoras; y, segundo, no <<dejarse>> atrapar por ningún concepto
preestablecido sobre lo <<teatral>>, sino repensarlo y tener muy presente que la creación
dramática comporta muy fundamentalmente la búsqueda de las formas que expresen
nuestras ideas y sentimientos” [Monleón, 1971, 146]. En definitiva, en la España de la
posguerra, las diferencias entre las generaciones tratadas por alguien cuyo teatro
“responde a la doble idea de la crisis de la burguesía y de la necesidad de sobrellevarla
con suavidad” [Monleón, 1971, 140], como es el de Benavente y su alta comedia, da
frutos como Abuelo y nieto, mientras que un tratamiento trágico de este mismo tema
podría suponer un cambio mucho más radical en nuestra escena, como ocurrió, salvando
las distancias con Historia de una escalera.
No es, por tanto, mera cuestión formal, sino que la elección del modelo o
género determinará en gran medida no sólo el tratamiento que se da al tema, sino
también la aceptación por parte del público, partícipe o ajeno a ese pre-conocimiento del
que hablaba Even-Zohar. Es, en definitiva, una decisión que exige un posicionamiento
dentro del campo literario, que dependerá de ese <<habitus>> que se ha ido adquiriendo
a través de la experiencia, como subrayaría Pierre Bourdieu. Según el sociólogo francés,
la estructura presente en todos los géneros tiende a funcionar como una estructura
mental, organizando la producción y la percepción de los productos [Bourdieu, 1995,
244]. Por este motivo y los anteriormente citados, nos parece muy relevante cómo las
obras de Torrente Ballester, en primer lugar, participan de la línea renovadora que
recuperaba géneros olvidados por los autores de su generación y defendidos por las
vanguardias, eso sí, siempre con una modernización que evite los anacronismos no
deseados293 y, en segundo término, crean otros géneros nuevos, que surgen de la
necesidad del tratamiento y del posicionamiento que adopta el autor.
Como crítico, teórico y creador dramático, Torrente Ballester ofrece una toma
de posición muy clara en lo que respecta a los géneros dramáticos, tanto por la crítica de
los géneros canonizados por el teatro de su tiempo, a los que se refiere en sus críticas
teatrales, como en la sugestión de revalorizar algunos géneros olvidados, ya en su papel
293
Una de las características de una de sus primeras obras, El viaje del joven Tobías, está caracterizada
por un “anacronismos de colegio” [Iglesias Feijoo, 1986, 65], aunque no compartimos esta
caracterización. Como vimos en su momento, creemos que esta inclusión anacrónica busca un tratamiento
diferente de un tema bíblico conocido, por lo que lo consideramos como un rasgo más reseñable que
condenable en el planteamiento de la obra.
366
de teórico del teatro. Incluso en sus creaciones teatrales propone formas genéricas
novedosas que, provenientes de sus reflexiones teóricas, tratan de adaptar la forma a las
exigencias temáticas. De este modo, si sus primeras obras dramáticas responden a
géneros existentes, son géneros adaptados a la forma que su planteamiento temático
requiere para el pleno desarrollo de la obra, mientras que en obras posteriores, llega
denominar una de sus obras “Teomaquia en tres actos”, que si bien no responde a una
forma genérica determinada, responde perfectamente a las intenciones del autor en el
planteamiento del drama.
En cualquier caso y siguiendo la línea establecida en el comienzo de este tercer
apartado, comenzaremos por referenciar las opiniones torrentinas respecto a los géneros
más populares y usuales en el teatro de su tiempo para desarrollar, posteriormente, el
uso que hace el autor de éstos en su teatro; de este modo, la comparación nos dará una
muestra más de la renovación propugnada por el ferrolano en diferentes aspectos del
teatro.
Ya hemos hecho alguna referencia al posicionamiento torrentino respecto a lo
que los géneros de éxito del teatro se refiere en el acercamiento que realizamos a su
teoría dramática en estos años cuarenta. Tanto en esas reflexiones como en las críticas
teatrales de estos años, la dependencia establecida por el autor entre el género elegido
por el autor y el público que asiste al espectáculo es una constante. De este modo, la
máxima en estos años resulta ser la adaptación del género al público y no a la obra en sí,
debilitando en gran medida la autonomía del arte teatral. Los géneros analizados por
Torrente Ballester en estos trabajos no son condenados, por tanto, por sus carencias
formales, sino por “la carencia del proyecto del autor y de la incapacidad del mismo
para atenerse a la rigurosa matemática que ha de presidir la composición” [Pérez Bowie,
2007: 31]. Esta idea responde a aquella unidad de emoción y estilo que ya formuló en su
Razón y ser de la dramática futura, donde recalcaba la necesidad de que una persistente
actitud del artista ante su obra y la correspondencia de esta actitud y sus resultados con
el orden propio del arte teatral. Esta falta de unidad de estilo es la que convierte
determinadas obras en fracasos artísticos, ya que, como el propio autor equipara, el
resultado obtenido se asemeja al que obtendría un pintor “si en el trance de pintar a un
hombre, reprodujese fielmente la mitad derecha y al pintar la izquierda estilizase los
elementos hasta la pura geometría o la pura idealidad” [en Pérez Bowie, 2007: 31].
El melodrama, por ejemplo, no carece de autonomía propia, tendiendo al
sentimentalismo, tan característico en el teatro de estos años, por la incapacidad del
367
propio autor para sostener la tensión dramática, haciéndolo derivar, en muchos casos,
hacia la cursilería. Es el caso, por ejemplo, de Los años del bachillerato, de André
Lacour, donde se “extrema la carga sentimental” en busca de un melodramatismo que
acaba con la escasa “poesía dramática” que el autor consiguió insuflar en su obra
[“Estreno de “Los años del bachillerato” en el Lara”, Torrente Ballester, 1960: 35].
Esto no implica que e melodrama sea un género que Torrente Ballester
defienda como motor de posible regeneración del teatro. Posee unas carencias que lo
imposibilitan para tal función, como el esquematismo de sus personajes, característica
principal también del sainete, que define como “un género que insiste en lo accidental y
en lo pintoresco de los personajes” [“Estreno de “Los pobrecitos” en el María
Guerrero”, Torrente Ballester, 1957: 18], o el papel fundamental que el azar juega en
estas obras, dejando de lado la lógica irreprochable de los acontecimientos. El
melodrama como género tiene validez tanto en cuanto es un género de éxito, pero
carece de validez artística porque “en su desarrollo no se cumple esa ley de “necesidad”.
Desarrollar un tema melodramático en tal modo que esa ley se cumpla es dar gato por
liebre; es presentar como melodrama un viejo drama” [“Crónica teatral. Septiembre”,
Torrente Ballester, 1949: 267].
El papel otorgado al melodrama en la particular teoría de géneros torrentina es,
como el de otros muchos, un papel reducido a la ironía o sátira: “Nuestra opinión
particular, que en modo alguno aspiramos a que sea compartida, es que el escritor que
se propone escribir un melodrama sólo puede hacerlo de un modo irónico: sólo puede
hacer una parodia en que los efectos melodramáticos queden al descubierto” [“Crónica
teatral. Septiembre”, Torrente Ballester, 1949: 266]. Muy próxima a esta idea es su
defensa de la farsa como “la única manera de tratar en el teatro las cosas graves de la
política, es decir, tomándolas un poco a broma” [““La Máscara” abre la temporada en el
Alcázar”, Torrente Ballester, 1953: 13]. La valoración de este género coincide
prácticamente en su totalidad con la vertida sobre el melodrama, remarcando el crítico
la necesidad de que “si una comedia comienza en pura farsa, dejémosla que ella sola
camine hacia el final sin abandonar los caminos de la farsa” [“Estreno de “Es más fácil
soñar””, Torrente Ballester, 1951: 16]. La gran diferencia entre un género y otro radica
en la capacidad regeneradora de la farsa, tan admirada por los vanguardistas y el propio
Torrente Ballester en su juventud. De hecho, Torrente Ballester lamenta el abandono de
esta línea farsesca del teatro en García Lorca, argumentando que “estoy convencido de
que nos hubiera regalado una visión cómica de Andalucía tan importante, por lo menos,
368
como la visión trágica representada por “Bodas de sangre”” [““La zapatera prodigiosa”,
en el Eslava”, Torrente Ballester, 1960: 17].
Respecto a los otros géneros de éxito en esta década, poco podemos añadir a lo
argumentado en sus textos teóricos y críticos recogidos páginas atrás. Todos adolecen
de las mismas carencias: por un lado, unas deficiencias estructurales, por la dependencia
de su desarrollo en función de los gustos del público y no de la lógica interna de la obra,
ya que “son los materiales mismos los que condicionan la forma” [Torrente Ballester,
1981: 20]; por otro, unas deficiencias formales, originadas por el mantenimiento de
unas estructuras genéricas caducas, desacordes con respecto al tiempo histórico en que
se representan, tanto en cuanto “a cada obra corresponde un modelo ideal que al escritor
compete adivinar y realizar en la medida de lo posible” [Ibíd.]. Así pues, alta comedia,
teatro histórico-poético, entendido éste exclusivamente como el teatro en verso,
astracán, melodrama o sainete, adolecen de un verdadero arraigo que sustente su
validez, ya que se han forjado en las últimas décadas a base de reflejar
convencionalismos que determinan todo el desarrollo de la obra, impidiendo el
desarrollo lógico del drama.
Desde este planteamiento resulta muy difícil desarrollar un teatro renovador
sin remozar las estructuras genéricas. Por este motivo Torrente Ballester, desde un
principio, busca nuevas formas de expresión adecuadas a las nuevas ideas que desarrolla
en su teatro. No es un rechazo aleatorio de determinadas formas, sino que es la elección
de unos géneros en función de los materiales escogidos para llevar a escena. Así pues,
El pavoroso caso del Señor Cualquiera es una farsa metatetral, haciéndose eco el autor
de ese interés de las vanguardias por desmontar las convenciones teatrales más
arraigadas, sin olvidarse de plantear temas más existenciales que los juguetes cómicos o
las obras de alta comedia de estos años. En las siguientes obras, Torrente Ballester
trabaja, en lo que a los géneros se refiere, de manera bastante similar, retomando un
género clásico para adaptarlo al nuevo siglo. Y es que El viaje del joven Tobías,
“misterio representable en siete coloquios”, y el auto sacramental El casamiento
engañoso, retoman esa línea renovadora que pretendía redireccionar el teatro hacia sus
orígenes áureos. Esta idea, generalmente reducida a las aportaciones republicanas antes
y durante la guerra, se patentiza, con un valor ideológico diferente, pero similar en lo
que a materia teatral se refiere, en los ensayos de Torrente Ballester en estos años a
través de la idea de recuperar ese ‘teatro nacional’ capaz de interesar a todos por su
carácter global.
369
De su siguiente obra, Lope de Aguirre, debemos destacar un elemento muy
diferenciador respecto a lo que se hacía en España por aquellos años. Y es que esta obra
histórica la denomina <<crónica dramática>>. Ambos términos nos muestran dos de sus
influencias más significativas: el teatro y, sobre todo, la historia. Esta interacción entre
la historia y la literatura, especialmente el teatro, no es ni mucho menos novedosa, ni
siquiera en estos años cuarenta o en los inmediatamente anteriores. Ejemplos de drama
histórico podemos encontrarlos en Agustín de Foxá y su Baile en capitanía, Luis
Rosales y Luis Felipe Vivanco con La mejor reina de España (Figuración dramática en
verso y prosa), pero sobre todo Pemán, especialmente con La santa virreina y
Metternich, y Mariano Tomás con Santa Isabel de España.
Ya hemos señalado las deficiencias meramente teatrales que gran parte de este
tipo de teatro conllevaba, especialmente en lo que al lenguaje se refiere. Torrente
Ballester, por contra, comienza la obra con un discurso del Faraute en el que advierte la
novedad, en lo que al lenguaje y las actitudes respecta, que la obra aporta:
“La historia nos brinda esquemas que el poeta ha de rellenar con su
propia fantasía, si grande, siempre reducida a los límites que le impone
el tiempo y que no puede traspasar. Por esta razón, estos hombres
antiguos hablarán con palabras actuales, y el matiz de sus pasiones
tendrá el eco de las nuestras. Sean ellos vivos, y el poeta tendrá por bien
gastadas las horas que consumió en su invención difícil” [Lope de
Aguirre, Torrente Ballester, 1982a, I: 220]
Por otro lado, en la época de la posguerra parecía obvio que la exaltación de la
España imperial, a la que Torrente Ballester no renuncia en su Razón y ser de la
dramática futura, tuviera su correlato teatral con obras ambientadas en esta época de los
Reyes Católicos y el posterior desarrollo imperial. En palabras de Torrente Ballester,
“por aquellos años, se usaba la conquista española de América como tema útil para la
restauración del orgullo nacional, en realidad menoscabado aunque no lo pareciese”,
aunque, sigue diciéndonos más adelante, “a mí, curiosamente, me atrajeron las figuras
disconformes, los rebeldes y sus conductas fueron objeto de comentario y estudio en
mis cursos” [Torrente Ballester, 1982a, I, 19]. Que su posicionamiento dentro del
campo sea periférico por sentirse más atraído por aquellos personajes alejados de lo
idealizado de la época imperial es una cuestión más temática que genérica y a ella
370
volveremos más adelante. Lo que nos interesa en este momento es incidir sobre la
denominación genérica utilizada por el autor.
Y es que Torrente Ballester podría haberlo denominado “drama histórico”,
pero decide calificarlo de “crónica”, es decir, como género más histórico que literario,
aunque, eso sí, dramatizada. Es decir, que pretende alejarse de las composiciones
meramente dramáticas que utilizan los hechos para justificar o glorificar algo. De lo que
aquí se trata es de recrear la historia de un personaje concreto, pero sobre un escenario,
lo que le confiere una realidad diferente, pero siempre realidad. Como ya hemos
señalado más arriba, Torrente Ballester no duda en el “Prólogo” de justificar porqué
denominar a esta tragedia <<crónica dramatizada>>:
“De un manojo abundante de hechos escogió [el autor] unos cuantos para
incluirlos en la pauta dramática; de las palabras que la historia conserva,
aquellas que le parecieron mejores para su propósito. Y donde no había
hechos ni palabras, puso las que, dictadas por la imaginación, halló más
conformes” [Lope de Aguirre, Torrente Ballester, 1982a, 220-221].
Este planteamiento nos vuelve a dirigir hacia aquellas afirmaciones anteriores
sobre la autonomía del drama. Como profesor de Historia de América en Santiago entre
los años 1939 y 1942, Torrente Ballester es buen conocedor de la figura de Aguirre,
aunque su descubrimiento se debe, tal como él mismo reconoce, a la lectura de las
inquietudes de Shanti Andía, de Pío Baroja [Torrente Ballester, 1982: 18]. Las diferentes
crónicas y relaciones de Indias que maneja le permiten recrear la figura de Lope de
Aguirre, primero en un relato arcaizante, Lope de Aguirre, el peregrino [Torrente
Ballester, 1940], en el que él mismo advierte que “no aspira a agotar el tema, ni histórica
ni poéticamente” [Torrente Ballester, 1940: 120], y después en una obra de teatro en la
que, “donde no había hechos ni palabras, puso las que, dictadas por la imaginación, halló
más conformes”. Es, por tanto, el propio texto el que pide mantener una lógica, una
“poesía dramática” al que hay que sacrificar la historia, incluso en obras como ésta,
donde la Historia funciona como eje temático [Becerra Suárez, 2005: 52].
En diciembre de 1941, Torrente Ballester publica una crítica teatral muy
significativa en relación a esta obra suya: “Calderón: Estreno de “María Antonieta””, de
Ardavín y Mañes. En ella podemos leer lo siguiente en lo referente al teatro histórico:
371
“El autor se ve obligado, primero, a elegir y seleccionar; después, a
deformar los hechos de manera que se acomoden a la pauta dramática
con la artística violencia permisible, porque a lo que se aspira no es a
la redacción de una crónica, sino de un drama que encierra valor en si
mismo, no en la fidelidad con que recoja o exponga determinados
hechos” [“Calderón: Estreno de María Antonieta”, Torrente Ballester,
1941: 3]
Aquí radica la novedad de su obra en lo que al género se refiere. Es una crónica
porque es un tema histórico, pero está dramatizada porque está sujeta a las exigencias
artísticas, es decir, deformada en función de las exigencias de la materia teatral. Ceder
ante los hechos o, por el contrario, someter los hechos a interpretaciones ideológicas
gratuitas y no a la propia lógica del drama, como era norma habitual en gran parte de este
teatro histórico, significa renunciar a un teatro artístico y autónomo en defensa de un
teatro interesado en el fácil aplauso y aquiescencia de un público que demanda
únicamente lo consabido. Por el contrario, renunciar al drama histórico por una crónica
dramatizada, con las connotaciones que el propio autor señala, significa autonomizar la
materia dramática hasta el punto que sea exclusivamente ella la que determine el
desarrollo de la obra y de todos los elementos formales.
Por este motivo Torrente Ballester decide realizar una drástica selección de
episodios, reduciendo la lucha por el poder a tres episodios simétricos que se
corresponden con cada una de las tres jornadas, retomando, en cierto modo, aquella
estructura geométrica de El viaje del joven Tobías. En esta obra, la tripartición se llevará
a cabo n torno a la conspiración y rebelión contra Orsúa, Guzmán y Aguirre en cada una
de las jornadas. Del mismo modo, opta por una cierta inconcreción espacial, “evitando
sistemáticamente los topónimos, apuntando a una América sincrética, soñada y literaria”
[Fernández Roca, 1996: 638], y temporal, con una intencionada imprecisión cronológica.
Respecto a su siguiente obra, República Barataria, resulta muy difícil
enclavarla en un género concreto, sobre todo si nos dejamos guiar por las indicaciones
del propio Torrente Ballester que la caracteriza como “Teomaquia en tres actos. El
primero dividido en dos cuadros”. El término <<teomaquia>> nos remite a la mitología
clásica y a las guerras entre seres mitológicos, ya sea la titanomaquia o la
gigantomaquia. Pero en este caso existe una diferencia muy clara, y es que, a falta de
seres superiores combatientes, es la lucha de un místico y de un ateo, de un hombre de
372
acción y de un soñador, la que desarrolla la trama principal. Es, en este caso, una
desmitificación de este género épico, a través de los cuales nos han llegado esas
antiguas leyendas de enfrentamientos mitológicos. Lo que antaño era sobrenatural es
ahora mundano y, como veremos más adelante, vituperado por el autor.
Algunos críticos han considerado que es éste un drama político, aunque,
coincidiendo con Fernández Roca, creemos que la disputa de los dos antagonistas no se
sitúa en lo político, sino que el conflicto “se establece a nivel moral y humano”
[Fernández Roca, 1999, 177], lo que ayuda a conferir mayor sentido a esta
caracterización de la obra como <<teomaquia>>, ya que el enfrentamiento concreto de
dos asilados en una embajada durante una guerra adquiere una significación universal,
merecedora, por su universalidad, de compartir género con los mitos de las antiguas
luchas titánicas. A pesar de las deficiencias que se pueden observar en su composición,
y que señalaremos más adelante, volvemos a resaltar la relevancia que tiene la
definición genérica que utiliza Torrente Ballester para caracterizar su obra. Esta
universalidad en la temática, que vuelve, una vez más, a presentare ante nosotros, es,
como recordaremos, una de las exigencias de Torrente Ballester para regenerar y
renovar el teatro español: evadir las preocupaciones de clase para hacer del teatro un
espectáculo capaz de reunir, a través de temas universales, a un público disgregado ante
la profesionalización del teatro hacia varios géneros que tienden hacia lo diferencial y
no lo genérico y común.
Su siguiente obra, El retorno de Ulises, podemos calificarla sin demasiadas
dificultades dentro del género de comedia, a pesar de carecer de subtítulo o
indicaciones al respecto. Sin embargo no es una comedia al uso, no sólo diferente a
aquellas comedias características de su tiempo, sino que tampoco se puede identificar
con una comedia más clásica, ya que, tomando elementos trágicos, compone una
comedia. Bien es verdad que en esta obra se alternan elementos elevados y nobles con
otros más mundanos y corrientes, pero un conocedor de Aristóteles, y no podemos
dudar que Torrente Ballester lo era, como se puede deducir muy fácilmente de la
lectura de Razón y ser de la dramática futura, no puede, tratando de respetar la
ortodoxia, componer una comedia a partir de de personajes de rango superior, con el
coro y corifeo y una clara anagnórisis.
Lo más sorprendente de esta comedia es, desde el punto de vista genérico,
cómo unos elementos trágicos y respetando las reglas básicas de composición de este
género, Torrente Ballester crea una comedia que “nada tendría que reprochar
373
Aristóteles a su estructura” [Fernández Roca, 1999, 179]. La razón de este cambio
puede encontrarse en la desmitificación que se lleva a cabo, es decir, que, “creadas
sistemáticamente unas expectativas de tragedia, éstas no se cumplen, de los que resulta
un universo trágico degradado” [Fernández Roca, 1999, 181]. Los personajes son
nobles, grandes, trágicos y heroicos, pero ante situaciones humanas resultan desairados.
Esto, lógicamente, provoca una sonrisa cómplice. De hecho, uno de los personajes de la
obra, Telémaco, presenta claramente esta postura: “Esperábamos una tragedia y esto no
ha pasado de parodia” [El retorno de Ulises, Torrente Ballester, 1982a, II, 185].
Pero se puede ir más allá, y ver no sólo un comedia, sino una sátira a través de
esta desmitificación de los personajes de la obra, llevada a cabo por la desproporción
“entre sus hipotéticas virtudes y las prosaicas circunstancias en que han de
demostrarlas” [Fernández Roca, 1999, 181]. Ya hemos visto la propensión de Torrente
Ballester a defender la farsa o la sátira como elemento renovador en el teatro, pero
siempre desde unos postulados bien definidos:
“Para ejercer la sátira, debe elegirse una posición firme, y, desde luego,,
distinta de aquella que se satiriza. Por es la sátira contenida en el teatro
burgués, que es sátira de la burguesía desde el punto de vista de la
burguesía, es ineficaz” [Torrente Ballester, 1941e: 214]
Desde este planteamiento es bastante más fácil comprender la dimensión
satírica que la desmitificación tiene. Unida a la ironía, tan recurrente desde estos años
finales de la década de los cuarenta en la obra literaria de Torrente Ballester, esta obra
muestra un posicionamiento genérico renovador frente a a escena comercial de esos
años.
De este modo, Torrente Ballester continúa modificando géneros, jugando con
ese pre-conocimiento que implican estos modelos, actitud muy poco trabajada en
nuestros escenarios, con las escasas excepciones de Jardiel Poncela y alguna obra
extranjera representada por los Teatros Nacionales, como La herida del tiempo de
Priestley, entre algunos otros.
De la última de las obras escritas en sus inicios literarios, Atardecer en
Longwood, necesitaremos acudir al propio autor para conocer más esta obra. Y es que
leída aisladamente, parece moverse esta obra entre la comedia histórica, la de enredo y
la de costumbres. Sin embargo, esta comedia no fue escrita para cerrarse sobre sí
374
misma, sino que, como dice el propio autor, “esta comedia debería completarse con
otra, igualmente en un acto, Amanecer en Richmond, cuyo tema sería el de un hombre,
inventor de un navío submarino, con el que intenta liberar a Napoleón, y que fracasa
(hasta la muerte) en la experiencia del invento” [Torrente Ballester, 1982a, I, 27].
Aunque esta explicación parezca superflua, la consideramos relevante para
poder caracterizar genéricamente la obra. Y es que esta “pieza en un acto” no es tal, al
menos a la luz de sus propias palabras, ya que esta comedia histórica, no es más que el
primer acto de una obra más amplia donde se pretendía que “la estructura de la acción
coincidiese con un movimiento paralelo de las conciencias” [Torrente Ballester, 1982a,
I, 26]. Esta característica diferenciaría esta obra de las demás, pero, al verla con la
nunca realizada Amanecer en Richmond, el contraste sería evidente. No es una mera
comedia histórica, sino un acto que debería desarrollarse en paralelo a otro acto que
evidenciara el apogeo del mito en la segunda y el declive del mismo en la primera.
Genéricamente, pues, Atardecer en Longwood es la pieza que menor valor
renovador puede tener, aunque no podemos olvidar que Torrente Ballester no pretende
mitificar y desmitificar en la misma obra, sino condensar en dos piezas breves un
momento y otro. Crear de este modo dos obras independientes pero estrechamente
vinculadas y necesitadas la una de la otra, es un esfuerzo que parece que superó al
autor. Sin embargo, tampoco se puede olvidar que esta obra, del mismo modo que Lope
de Aguirre, tiene la historia como eje temático y ésta, de manera aún más clara que en
la obra anterior, es sometida violentamente a las exigencias dramáticas del tema muy
diferente, por ejemplo, del planteamiento de la obra mussoliniana de Napoleón, que
Torrente Ballester analizó en una crítica teatral tal como vimos en el tercer punto de
este capítulo.
Después de esta obra, Torrente Ballester abandonó la práctica teatral debido al
fracaso en sus innovaciones, que como hemos visto ahora, abarcaban hasta los géneros
literarios, aunque en su última obra esta innovación se diluyera bastante. Tardará
muchos años en escribir otra obra dramática, y la que hará distará, al menos en
apariencia, mucho de lo que su teatro prometía en los años 30 y 40. Y es que Una
gloria nacional (episodio dramático de la belle époque) adopta características del
drama burgués y una óptica ciertamente realista. Puede parecer que Torrente Ballester
claudica finalmente en su creación dramática frente al drama burgués, que parece
cultivar en este obra, pero, como señala Fernández Roca, “en un quiebro irónico y
cómplice, subvierte el discurso cargándolo de una intencionalidad crítica inesperada en
375
tal género” [Fernández Roca, 1999, 189], rompiendo, como lo hizo en El retorno de
Ulises, con las expectativas creadas por el género.
Del mismo modo que en sus anteriores obras, Torrente Ballester vuelve a
retomar un modelo o género determinado para subvertirlo y cambiarlo, adaptándolo a
los nuevos tiempos. Si en sus primeros años, su orientación, en lo que respecta a los
géneros, buscaba entre los géneros clásicos, como en general en la vanguardia teatral,
desengañado de la práctica crítica no duda en desmitificar y jugar con el preconocimiento de ese modelo de teatro que impidió que su teatro pudiera ser
representado.
Hasta aquí, en torno al año 1962, llega la producción teatral de Torrente
Ballester. Pero no tiene porque acabarse en este punto un posible estudio acerca de la
cuestión de los géneros en Torrente Ballester, ya que su obra narrativa es también de
muy difícil clasificación genérica. Sigue abierto un amplio campo de estudio en torno a
Torrente Ballester y su relación con los géneros literarios. En cualquier caso sirvan
estas notas para sacar, aunque sea la única, una conclusión: las diferencias en el uso de
los géneros literarios que Torrente Ballester representa respecto a sus coetáneos
muestran no sólo un posicionamiento dentro del campo cultural, lo que amplía en
mucho las meras diferencias formales, sino que muestra una actitud diferente a la hora
de afrontar los temas dramáticos y los literarios. El tema elegido exigirá el género que
más le convenga y no se puede forzar la obra entrar en un encorsetado esquema de
géneros canonizados y de escasas posibilidades evolutivas. La combinación de
diferentes elementos de un amplio repertorio fue la base, a partir de la cual, Torrente
Ballester trató de replantearse los caducos modelos genéricos españoles, anclados en el
uso, la costumbre y el éxito fácil.
Y es que respecto a los géneros, Torrente Ballester, retomando a Bourdieu,
trata de llegar a la “institucionalización de la anomia que es correlativa a la constitución
de un campo en el que cada creador está autorizado a instaurar su propio nomos”
[Bourdieu, 1995, 109]. De igual modo que él, cualquier escritor debe buscar lo
necesario dentro del repertorio que se le ofrece. Si bien se puede dudar de sus
resultados logrados en su teatro en general, en este ámbito de los géneros, creemos,
Torrente Ballester aportó una actitud nueva y necesaria para no anclarse en un pasado
impositivo bastante caduco a esas alturas.
376
2.2.2.- Hacia un nuevo teatro falangista. Lope de Aguirre y República
Barataria.
Toda la creación crítica y teórica de Torrente Ballester que hemos venido
viendo en este apartado carecería de relevancia real si se quedara en mera disertación
intelectual sin visos de pragmatismo. La realidad, sin embargo, nos sitúa ante una
poética teatral que tiene en sus obras dramáticas la mayor aportación renovadora de un
sistema asentado sobre los principios teóricos diseminados en sus críticas y ensayos.
Toda la creación teórica de estos años está acompañada de un proceso de creación
dramática que sirve como verdadero elemento renovador en el sistema teatral.
No se puede olvidar que la mayoría de estos ensayos y críticas a los que hemos
recurrido, datan de 1941 y1942, fechas en las que publica dos obras teatrales que son
fiel reflejo de sus teorizaciones. Gracias a sus diarios de trabajo podemos situar en
proceso bastante avanzado la gestación de la obra Lope de Aguirre en mayo de 1940. En
su nota del día 25 consigna que “vuelvo, nuevamente, a mi viejo tema Aguirre, esta vez,
al parecer, con <<moral de victoria>>” [Torrente Ballester, 1982a, II: 247], mientras
que, meses después, 19 de septiembre de 1940, vuelven a aparecer notas donde se
manifiesta la disconformidad de propio autor con elementos de la obra: “Vistas las
observaciones hechas por Maside, debo proceder a la reforma de la primera jornada”
[Torrente Ballester, 1982ª, II: 264]. Respecto a República Barataria, su primera
consignación en estos diarios data del 28 de abril de 1941: “Por alguna parte deben
andar mis primeras notas acerca de un drama titulado República Barataria” [Torrente
Ballester, 1982a, II: 275]. Cabe destacar como característica común a estas notas que
ambas obras no son creadas temáticamente en estos años, sino que ambas son trabajos
abandonados anteriormente y retomados en estos momentos. Su composición dramática
es el paso siguiente, el más costoso para el autor, según él mismo reconoce, pero parece
que se siente capaz en esos momentos de creación teórica de acomodar formalmente los
materiales de los que disponía anteriormente. Sus dudas sobre su capacidad teatral
queda de manifiesto en algunas notas de su diario, como en aquella en que, tras
decidirse a retomar el tema de República Barataria, reconoce que “todos mis problemas
prácticos están sin resolver. Pero tengo que arriesgarme, ir a la conquista de este país
donde se produce el triunfo de lo mediocre” [Torrente Ballester, 1982a, II: 278].
377
Es, por tanto, este teatro una plasmación más o menos lograda de los
presupuestos teóricos que recorren las publicaciones de Torrente Ballester en estos años.
Es un teatro falangista porque su autor es un falangista creyente, al menos durante estos
años, y se ajusta a las directrices teatrales que él mismo había proclamado en sus
ensayos. Pero la elección de los temas es también síntoma de renovación de nuestra
escena, no sólo por su contenido, que veremos un poco más adelante detalladamente,
sino por las posibilidades formales que ofrecen y que finalmente los convierte en obras
dramáticas y no en tentativas teatrales.
Y es que, remitiéndonos a su diario de trabajo, los temas y materiales
dramatizables son inmensos en un mínimo espacio de tiempo. La creación, como ha
quedado dicho, no es su problema, sino la composición. Aparte de la ubicuidad de su
proyecto de El sucesor de sí mismo, de la que El golpe de estado de Guadalupe Limón y
El retorno de Ulises serán herederos incompletos de una obra que llega a plantearse
como “una serie de dramas, distribuidos en tres trilogías” [Torrente Ballester, 1982a, II:
289]294 y a la que volveremos más tarde, hasta quince temas aparecen en estos diarios en
un período escasamente superior al año. Estas creaciones temáticas se diluyen, casi
todas, el mismo día en que se consignan en el papel. Es el caso de una especie de
revisión de la Pepa Doncel benaventina [Torrente Ballester, 1982a, II: 270-272], un
melodrama de identidades ocultas generadoras de un enredo amoroso, [Torrente
Ballester, 1982a, II: 273-275], una historia de amor entre Fredda y Alberto que no es
sino la victoria del amor de los pobres frente al interés de los ricos [Torrente Ballester,
1982ª, II: 290-293], o una comedia metateatral más benaventina que pirandelliana
[Torrente Ballester, 1982a, II: 298-300]. Acudiendo a estas notas citadas es fácil
suponer las razones por las que el autor desechó tales obras. Es meridianamente claro
respecto a una de ellas, que llegó a concluir “en ocho días de trabajo irregular”
[Torrente Ballester, 1982ª, II: 276]. Se trata del melodrama El autor de su deshonra, de
a que dice:
“Ahora pienso que escribir así es demasiado fácil. Indudablemente que
este melodrama tiene el más suelto y ágil de mis diálogos, pero es un
294
Curiosamente, esta idea trilógica aparece también en sus reflexiones acerca del Lope de Aguirre, que
un principio estaría encuadrado dentro de esta estructura tripartita, aunque el autor deshecha,
temporalmente, la opción: “Voy a prescindir, de momento, de la idea trilógica de Los conquistadores.
Este Aguirre será uno de los dramas” [Torrente Ballester, 1982a, II: 247].
378
diálogo hecho de formas acreditadas; basta para escribirlo, con
acomodarse a modelos muy conocidos. Eso no tiene gracia. Lo
importante es hallar una nueva manera de dialogar, y ésa está,
fundamentalmente, en mi Tobías y en mi Aguirre, que por ahora se
mantienen en el puro diálogo lírico, no dramático, pero contienen
genialmente lo que algún día haré” [Torrente Ballester, 1982a, II: 277]
Esta toma de posición, de carácter privado, recordémoslo, no es sino una
reafirmación de sus posicionamientos públicos. Frente a estas creaciones comerciales
que no llegan a formalizarse dramáticamente, sus diarios nos presentan otras obras más
acordes a sus planteamientos, aunque tampoco cuajarán. Es el caso de Una revolución
en los tejados, “un mero juego de imaginación” [Torrente Ballester, 1982a, II: 264]; sus
ideas acerca de crear un drama sobre el adulterio insistiendo “en la conciencia de
pecado” [Torrente Ballester, 1982a, II: 282], tal como planteaba en sus reflexiones En
torno al problema teatral, al afirmar que “lo que, en cambio está por hacer –yo, por lo
menos, no lo conozco – es el drama del adulterio como hecho que acontece dentro de o
puramente religioso” [Torrente Ballester, 1941a: 238]; o una especie de Enrique IV de
Pirandello, donde los actores se rebelarán contra la farsa que el protagonista ha creado y
que termina con la salvación del protagonista a través del amor, recuperando ese
“esquema Tobías” [Torrente Ballester, 1982a, II: 283-286].
Otras, por el contrario, se nos presentan de manera bastante más recurrente,
por lo que podemos inferir que los materiales de los que partía eran más afines a los
propósitos del autor. Es el caso, por ejemplo, de Paraíso Cerrado, un drama
benaventino de máscaras, pero con un final diferente, todo, “por falso, se vendrá abajo
fatalmente” [Torrente Ballester, 1982a: 262]. Este drama, algo lejano a las ideas teóricas
del autor por las breves notas dejadas en su diario, volverá a aparecer meses más tarde
como tema para retomar, aunque finalmente se decidirá por retomar República
Barataria: “Ahora quiero seguir trabajando, pero en otra cosa. ¿La República
Barataria? ¿El Paraíso cerrado? La R. B. es un gran tema, pero de extraordinaria
dificultad” [Torrente Ballester, 1982a: 278]. Algo similar ocurre con un proyectado
drama sobre la figura bíblica de Agar, que ya en 1940, y con motivo de un concurso
literario, tiene los materiales bastante bien delimitados hasta en cinco puntos [Torrente
Ballester, 1982a, II: 260-261]. Casi dos años después retoma el tema de Agar, pero
bastante mermado en su ánimo para lograrlo:
379
“Queda la solución de El joven Tobías. ¡Oh Dios! ¿Será aquella mi
autenticidad, y vanos mis esfuerzos por alejarme? ¿Habré perdido otros
cuatro años buscando un nuevo estilo? Agar: sencilla, dura, directa,
breve. ¿Lo conseguiré?” [Torrente Ballester, 1982a, II: 308]
La respuesta a esta pregunta que deja en el aire el propio autor resulta
paradójica. Por un lado sí se puede afirmar que encontrará ese nuevo estilo tan ansiado,
pero en ninguna medida diametralmente opuesto al de sus anteriores dramas. La
inclusión de nuevos elementos en su teoría dramática, como el público, o el
reconocimiento de sus deficiencias en el lenguaje dramático que le hacen iniciar la
búsqueda de la teatralidad, desde la creación de diálogos a la creación propiamente
teatral irán limando las deficiencias de un teatro que no hacía sino comenzar a atisbar
soluciones a los problemas planteados. En cualquier caso, las dos obras escritas en estos
años ofrecen una línea más continuista que distanciadora respeto a sus producciones
anteriores, tanto más cuanto responden a preceptos poéticos muy similares, ya que,
como hemos visto, sus ideas teóricas no se contradicen con las de los años de la guerra,
sino que, más bien se complementan, por lo que las obras escritas durante estos años
reflejan unos preceptos muy similares.
Los escasos estudiosos del teatro torrentino, sin embargo, coinciden en situar
en una misma etapa las dos obras escritas en la guerra y Lope de Aguirre y, en una etapa
marcada por una profunda crisis de valores, donde se incluiría el resto de su producción
dramática, incluida República Barataria [Iglesias Feijoo: 1986; G. Maestro, 2000 y
2006; Yamaguchi; 2000]. Puede resultar arriesgado romper tan común acuerdo, pero las
notas de su diario de trabajo no nos ofrecen otra lectura. Si bien existen cambios con
respecto al resultado final, República Barataria aparece temáticamente formulada entre
abril y mayo de 1941 y, recordémoslo, el propio autor reconoce que los materiales
proceden de un par de años antes, exactamente “de los relatos que me hizo S. M. D. a su
llegada a Madrid durante la guerra” [Torrente Ballester, 1982a, II: 275]. No se trata de
negar tal crisis de valores, que compartimos y consideramos evidente, como se
desarrollará en el apartado siguiente, pero sí creemos necesario ajustar las
consideraciones a un tiempo muy reducido, lo que, como trataremos de objetivar, tiene
su correlato en las propias obras.
380
Gran parte de la clasificación generalizada se basa en las propias afirmaciones
del dramaturgo, quien reconoce en el “Prólogo” a su teatro que “siempre creí que la
primera manifestación literaria de mi <<crisis>> personal se hallaba en la serie
<<desmitificadora>>
(de la que luego hablaré) compuesta por Gerineldo, El golpe de
estado de Guadalupe Limón, El retorno de Ulises e Ifigenia. La relectura de República
Barataria me suministra materiales que me obligan a retrotraer tales fechas al menos en
un año” [Torrente Ballester, 1982a, I: 238]. No podemos olvidar, sin embargo, que el
propio autor añade una nota final a su comedia de 1942 en la que indica que el motivo
dramático central de República Barataria –oposición entre los tipos <<Petrowski>> y
<<Pablo>>
Listz- hace mucho tiempo que al autor preocupa. Puede verse un esbozo,
trasladado a otros tiempos y otros hombres, en Lope de Aguirre, acto tercero, escena V”
[República Barataria, Torrente Ballester, 1982a, II: 108]295.
La afirmación contenida en el “Prólogo” a su teatro, por tanto, la consideramos
como una retracción llevada a cabo bastante tiempo después y con una historia de
personaje liberal bastante arraigada. Que algo oliera a podrido en España por aquellos
años es harto notorio, y que el grupo falangista se sintiera incómodo ante el poder
omnímodo de Franco es cosa, también, bastante probable. Que República Barataria “es,
o resulta ser, ante todo, una crítica del <<estado de orden>> gobernado dictatorialmente”
[Ibíd.] no lo podemos negar; pero sí podemos centrarnos más en ese “resulta ser” que en
el “es” del autor. Visto con los ojos liberales de un autor que se resiste a hablar
públicamente en esos años a hablar de su filiación falangista, tildándola, como muchos
otros de sus compañeros, de liberal, la obra “resulta ser”, pero puede que antes no fuera
tal.
En lo que coincidimos plenamente, como señalamos un poco más arriba, es en
la influencia de esa crisis vital en torno a 1942, que es fácilmente identificable con la
salida del gobierno de Serrano Suñer y el destierro de Ridruejo en Ronda (octubre de
295
Baste esta cita de la escena referida para comprobar las similitudes entre ambos textos: “Mira, fraile,
mira: ¿para qué voy a engañarte? Yo no creo en Dios. Pero hay mucha gente que tampoco cree y no se
atreve a confesarlo. Les llevo de ventaja la sinceridad. Si la gente creyera en Dios, la vida sería de otra
manera. Ni mejor ni peor, sino simplemente distinta. Al que vive para la eternidad no se le importa del
tiempo, y todos andamos preocupados por él. Leyes, casas, hazañas son negación de Dios, y lo es toda
obra humana que no sea la piedad. Si eso de Dios fuera cierto y nosotros lo creyéramos, ¿a qué afanarse
por vivir y dejar en la tierra memoria de nuestro pasado?” [Lope de Aguirre, Torrente Ballester, 1982a, I,
321].
381
1942). A partir de aquí su literatura no ofrece dudas sobre esa desmitificación. Será
primeramente su obra narrativa la que de muestras de su desencanto político, pero no
con el ideario falangista, sino con el régimen, publicando obras de marcado carácter
falangista, como Javier Mariño, junto a relatos y otra novela, Gerineldo o El golpe de
estado de Guadalupe Limón, donde la desmitificación se hace más patente y con una
intencionalidad de la que carecía la obra de República Barataria. En definitiva, si esta
“teomaquia” permite saber que algo olía podrido en España, después de 1942 Torrente
Ballester conoce la fuente del hedor y no duda en arremeter teatral y narrativamente
contra ella.
Siguiendo este razonamiento, en el que profundizaremos en el último
aparatado de este capítulo, creemos que el análisis de estas dos obras teatrales de
principios de los cuarenta es conveniente por las similitudes que se dan entre ellas y con
la teoría teatral definida en estos años, con una indudable raigambre falangista.
Y es que será Lope de Aguirre donde Torrente Ballester desarrolle plenamente
puntos que habían ido apareciendo en sus obras anteriores y en su poética teatral que
conformarán gran parte de su temática predilecta, desarrollada tanto en su dramática
como en su narrativa posterior. Señalamos anteriormente al referirnos a las
características de su teatro que Torrente Ballester adopta la conciencia de la importancia
del tema del poder y del mito en estos años de posguerra. El propio autor nos indica,
ampliando el abanico que dio años atrás, que “todas mis obras de aquellos años dan
vuelta sobre lo mismo: Lope de Aguirre y República Barataria, Guadalupe Limón y El
retorno de Ulises” [Torrente Ballester, 1986: 19]. Bien es cierto que la preponderancia
del poder como tema y de la desmitificación como recurso de desenmascaramiento de
formas autoritarias de poder varía de unas obras a otros, en una progresiva
autodefinición de su repertorio literario. Mientras que en Lope de Aguirre, el tema del
poder es el eje conductor de toda la obra, República Barataria refuerza la reflexión
sobre el poder a través de ciertos elementos desmitificadores, pero que no aparecerán
plenamente desarrollados hasta El golpe de estado de Guadalupe Limón y,
especialmente, en El retorno de Ulises.
Efectivamente, la figura histórica de Aguirre ofrece a Torrente Ballester un
personaje sin igual para realizar una reflexión dramatizada acerca del “poder en el
vacío” [Becerra Suárez, 1990, 85]. La escena V de la primera jornada, donde aparece
por vez primera Lope de Aguirre, aunque es mentado en todas las escenas anteriores
menos en la primera, es utilizada por el autor para perfilar un personaje dramático con
382
una única ambición: “busquemos el poder efectivo, que sobre mí y mis soldados se
asienta” [Lope de Aguirre, Torrente Ballester, 1982a, I; 272]. Sin embargo, este
personaje termina perfilándose con otro rasgo muy diferente, y es que éste es un
“personaje agónico que se debate entre su infinita ambición de poder y el clamor de su
conciencia religiosa” [Becerra Suárez, 1986, 31]. Esta conciencia religiosa a la que
alude la profesora Carmen Becerra plantea un conflicto interior que desarrolla el autor
bastante acertadamente y de manera muy teatral a lo largo de toda la obra, “yo tengo
que vencerme” [Lope de Aguirre, Torrente Ballester, 1982a, I: 340], planteando dos
planos de acción distintos: uno externo, donde se desarrolla la acción histórica
propiamente dramatizada y donde Aguirre se muestra claramente dominador de la
acción, “yo soy el dueño del destino, y está en mi mano el porvenir” [Lope de Aguirre,
Torrente Ballester, 1982a, I, 255]; por otro lado, la vertiente personal, donde se
muestran las dudas del propio personaje acerca de sí mismo.
Así, en la escena IX Lope de Aguirre da muestras de su angustia ante la
soledad: “¡Manos que sosieguen el temblor de las mías, compañía a mi soledad, humano
fundamento para éste mi valor que naufraga en el silencio! ¡Algo que acalle estas voces
que me surgen del corazón, afectando su entereza!” [Lope de Aguirre, Torrente
Ballester, 1982a, I, 249]. Este temor a la soledad está fundado en la idea de que “a la
presencia de Dios suena el silencio” [Lope de Aguirre, Torrente Ballester, 1982a, I,
251], por lo que Aguirre se muestra débil solamente ante su conciencia: “¡Despierta
Antón, por caridad! ¡Háblame! ¡Escúchame! ¡Ríe con tu risa imbécil! Cualquier cosa
pero no seas también silencio” [Lope de Aguirre, Torrente Ballester, 1982a, I, 313].
Ante su hija Elvira, única confidente real y preocupada por él, es donde más constante
referencia se hace de este pavor a la soledad: “La soledad me compromete. No me dejes
solo, Elvira” [Lope de Aguirre, Torrente Ballester, 1982a, I, 252].
Esta lucha interna queda claramente dibujada en sus diálogos con el
espectro296, de la que reproducimos algún fragmento significativo:
“ESPECTRO.- Te queda la máscara, pero en tu interior eres poder
desmoronado, fracaso de héroe, ruina…
296
Recordemos que la presencia de personajes alegóricos está ya presente en El viaje del joven Tobías
(CORO DE DESEOS y los RECUERDOS) y en el auto de El casamiento engañoso a través de los personajes
alegóricos. En esta obra el Espectro puede entenderse muy fácilmente como su propia conciencia
cristiana.
383
AGUIRRE.- ¡Me queda la máscara, pero ella me salvará! ¡Aún creen en mí
mis soldados, aún me temen, aún tiemblan los hombres ante mi cólera! Su
fe será bastante para aguantar la mía” [Lope de Aguirre, Torrente
Ballester, 1982a, I, 315]
El poder de Aguirre es, evidentemente, un poder sobre los demás, sin los
cuales él no es nada. Esta idea recorre todo el texto dramático, principalmente a través
de la imagen de Lope de Aguirre como domador de potros297. Él es quien pregunta
Antón “¿no te parece que es más fácil dominar potros que a los hombres someter a
yugo?” [Lope de Aguirre, Torrente Ballester, 1982a, I, 235], quien habita en “esta tierra
de corderos”, quien considera que “varias muertes los dejarán sosegados como bueyes”,
quien se niega a ser “corderillo cortesano como todos ésos”, en definitiva, quien pide a
los suyos que “pasemos por la tierra como huracanes y potros sin doma” [Lope de
Aguirre, Torrente Ballester, 1982a, I, 235; 242; 244; 292; 303]. Incluso cuando su poder
como “Príncipe de la Libertad sobre las Indias” se ve amenazado, recurre a sus
facultades de domador de potros para realzar su poder, para que le vean “fuerte, porque
los potros caerán vencidos, y yo habré triunfado sobre todos ellos” [Lope de Aguirre,
Torrente Ballester, 1982a, I: 316].
Esta dualidad que presenta Lope de Aguirre en la obra logra convertirle en
auténtico personaje principal, siguiendo la terminología torrentina que vimos en su
teoría dramática. No es un carácter, sino un personaje definido por su conflicto interior,
que será, en este caso, la causa de su perdición. No es un personaje plano que se
represente un único aspecto, sino que hasta tres distintos podemos ver en el personaje:
“uno, público, muy aparatoso; otro, cínico, ante su confidente Antón; el tercero, lleno de
debilidades y problemas, ante sí mismo” [Torrente Ballester, 1982a, II: 248]. La
complejidad de su personalidad la reconoce el propio personaje al afirmar que “Lope de
Aguirre es un enigma hasta para el propio Lope de Aguirre” [Lope de Aguirre, Torrente
Ballester, 1982a, I: 329].
297
En su diario de trabajo vemos confirmada esta idea al consignar el propio autor que “he hallado un
nuevo título, con aire de película americana de las buenas: El domador de potros marcha al Dorado. No
me parece mal, aunque H. estima mejor otro: Lobo de Aguirre” [Torrente Ballester, 1982a, II: 247].
Aunque no compartamos la afirmación de Torrente Ballester de la idoneidad del título, bien representa la
figura de Aguirre como domador de masas.
384
Estas tres facetas quedan definidas dramática y teatralmente en la obra
torrentina, principalmente a través del lenguaje, y de las acotaciones referidas a la
enunciación, la mímica y la acción de los parlamentos. Indicaciones como
“despotricando” [242], “recuperando su cínica, habitual actitud” [251] y “despavorido”
[249], son algunas de las acotaciones que Torrente Ballester se vale para reforzar esta
tripartición del personaje de Lope. El lenguaje, del mismo modo, es utilizado
dramáticamente para presentar la complejidad del personaje: “¡Queremos libertad!
Tomemos por nosotros El Dorado, y sea en él libre reino para la soldadesca. Y si
vinieran contra nosotros, vendamos caras las vidas antes de que nos las quiten”; “hay
barbilindos decorativos que harán pantalla a mi poder, y el poder es lo que importa, no
la apariencia”; “¡Ya se oyen voces como agujas y el alma ya me duele, aun sin saber
qué dicen!” [Lope de Aguirre, Torrente Ballester, 1982a, I: 261; 237; 313].
Otro de los elementos que refuerzan estas tres perspectivas del personaje lo
encontramos en el lenguaje religioso y las referencias sobrenaturales en sus diferentes
actitudes. Mientras que en su faceta pública no duda en citar a Dios en sus arengas,
proclamando, incluso, que “soy la justicia de Dios y su venganza”, en sus escenas con
Antón, “el único fiel entre todos”, no duda en perjurar por el ángel caído: “¡Fuego
sagrado la abrase, rayos del cielo vengan contra ella, por Satanás!”; finalmente, en sus
momentos de soledad y temor, la negación de Dios es una constante: “Dios es un sueño
de cobardes, y en su presencia me yergo en desafío” [Lope de Aguirre, Torrente
Ballester, 1982a, I: 258; 312; 281; 250]. Es más fácil, de este modo, comprender la
afirmación de Torrente Ballester de que “ninguno de mis protagonistas tiene sentido
fuera del mundo cristiano y de una moral cristiana, a la que se acomodan o contra la que
se rebela” [Torrente Ballester, 1942b, 16]. Así pues, la temática del poder aparece
tratada desde una perspectiva cristiana, que tienen sus momentos culmen en estos
encuentros entre Lope de Aguirre y su propia conciencia.
La temática de República Barataria, aunque parte de la misma idea del poder,
se plantea de manera bastante diferente. En esta obra, Torrente Ballester retoma el tema
del poder, pero, como ya hemos señalado, desde una perspectiva diferente a la que le
había dado en Lope de Aguirre. La situación que se desarrolla entre los asilados en una
embajada durante una guerra plantea el “descubrimiento de la oposición entre los
intelectuales y los políticos” [Becerra Suárez, 1990, 201]. A través del enfrentamiento
de un hombre que ansía el poder, como es Petrowski, y el homo religiosus, como el
mismo lo denomina en su diario de trabajo, que es Pablo Liszt, trata de realizar el autor
385
una desmitificación de ciertas actitudes bastante en boga por aquellos años. Y es que no
es, en realidad, un drama político, sino una oposición a nivel moral y humano de dos
actitudes muy diferentes de entender la vida.
Si en Lope de Aguirre los acontecimientos históricos son dispuestos
dramáticamente para reflexionar sobre el poder, esta obra ofrece una creación dramática
a partir de la idea. Dos caminos diferentes para enfrentarse a un mismo tema, lo que,
más que diferenciarlos, acerca los dos dramas a una continuidad temática que, por el
diferente desarrollo teatral, algunos estudiosos han desestimado. La oposición, como
señala el propio Torrente Ballester, “es eterna, y en cualquier tempo pasado hallaremos
hombres de carne y hueso que la hayan vivido. Esperamos que el porvenir registrará
idéntico dualismo” [República Barataria, Torrente Ballester, 1982a, II: 108]. De la idea
a la historia inventada y no de la historia dramatizada a la idea es el principio que rige a
construcción dramática de República Barataria. Bien se guarda el autor de eliminar
cualquier similitud posible con “acontecimientos casi actuales, demasiado próximos y
demasiado dolorosos para levarlos al teatro” [Ibíd.], situando, en esta nota final de la
obra, el origen formal de la misma a raíz de “ciertos acontecimientos desarrollados en
Extremo Oriente –esas mismas donde hoy la Historia pasa violenta: Hong-Kong,
Shangai…” [República Barataria, Torrente Ballester, 1982a, II: 109]. En cualquier
caso, parece ésta una justificación necesaria por la proximidad de los acontecimientos y
el más que posible rechazo de una obra demasiado cercana a unos dolorosos recuerdos,
sobre todo si tenemos en cuenta las afirmaciones del propio autor en su diario, donde
afirma, como señalamos más arriba, que la historia proviene de los relatos de un antiguo
asilado durante la guerra. Esta idea la reafirma el propio Torrente Ballester al decidir
finalmente localizar la acción en una ciudad extranjera par “evitar posibles suspicacias”
[República Barataria, Torrente Ballester, 1982a, II: 281].
La concreción y reducción de la obra desde la idea original de “una ciudad en
estado de sitio, y en tiempos lo bastante alejados del nuestro para que la sola distancia
les preste la poesía del alejamiento” [República Barataria, Torrente Ballester, 1982a, II:
108]298 a un escenario tan particular como una Embajada asediada en tiempos de guerra
es el origen de las mayores diferencias que se pueden hallar entre esta obra y las
298
Nótese que el autor tiene como uno de los elementos principales para la creación de la obra la
consecución de “poesía”, diferenciándose, de este modo, de los numerosos autores que consignan su
producción dramática a repetitivos recursos de carpintería teatral ajenos a la creación poética de un
drama.
386
anteriores. No se habla ya del poder de una manera abstracta, como fin último de todas
las acciones realizadas por un personaje, como ocurre con el Leviathan o Lope de
Aguirre, sino del poder en una situación concreta, que sirve al autor para desmitificar
unos posicionamientos sociales y morales tan condenables como presentes en la
sociedad de su tiempo.
Sobre dos personajes principales se articula toda la trama dramática, aunque la
participación del resto de personajes ayudan a completar un compleja telaraña de
intereses que desenmascaran a casi todos los personajes. Por un lado Petrowski, quien
desea el poder para ser reconocido por los demás, “por esta vez habrá arreglo, y
Petrowski será reconocido finalmente” [República Barataria, Torrente Ballester, 1982a,
II: 34]; por otro lado, Pablo Listz, quien, en su desenfreno religioso, considera que su
llegada a la embajada ha sido designio divino y no puede ver en el nuevo estado creado
sino “la obra malvada de Lucifer: preocuparse de la vida a la hora de la muerte”
[República Barataria, Torrente Ballester, 1982a, II: 56]. Dos tomas de posición
diferentes respecto al poder, con motivaciones distintas pero con una finalidad común:
la de lograr el reconocimiento de su figura a partir de la dominación sobre los demás.
El tema del poder, por tanto, es tratado de manera bastante más concreta que
en su anterior obra. Las motivaciones de ambos personajes principales coinciden en la
búsqueda de su glorificación, uno como excelso hombre político y otro como mártir por
la gracia de Dios. Son constantes las referencias a la ninguneidad de ambos personajes a
su llegada a la embajada, hecho que tratan de solventar a través de grandes obras en tan
reducido espacio. Ante los guardias de la embajada Petrowski relata su relevante papel
en la revolución, a pesar de refugiarse de la misma la embajada, aunque la realidad,
mostrada por ambos guardias, resulta bien diferente:
“Petrowski.- ¿No me conoces?
Guardia I.- No tengo la menor idea
Petrowski.- ¿Ni has oído mi nombre?
Guardia I.- Jamás
Petrowski.- (Alumbrándose el rostro con la lámpara) ¿Y mi cara? ¿No te
es familiar mi cara?
Guardia I.- No recuerdo haberla visto
Petrowski.- ¡Pues soy Petrowski!
Guardia I. Ya lo he oído
387
Petrowski.- ¡Petrowski el traidor! ¡El execrado, el perseguido, el odiado
Petrowski!
Guardia.- Bueno, ¿y qué? Si eres traidor todo eso me parece poco.
Debían fusilarte”
[República Barataria, Torrente Ballester, 1982a, II: 22]);
De modo muy similar, Pablo Listz nos relata su pasado anterior a la llegada a
la embajada de manera muy similar, al afirmar que en su antiguo barrio “todos sus
habitantes eran, a la vez, mis admiradores” [República Barataria, Torrente Ballester,
1982a, II: 51]. Con la misma intención otorga una función mesiánica a su llegada a la
embajada: “El que me denunció al Comité revolucionario no fue más que instrumento
de Dios. Estaba predestinada su traición para traerme a este lugar, donde he de encontrar
a muchas personas necesitadas de mí” [Ibíd.]. Son halos de grandeza los que recorren
los discursos de ambos personajes a lo largo de toda la obra y sus acciones vienen
determinadas por esta constante. De este modo, Petrowski, derrotado en la embajada por
Listz, recurre a la muchedumbre revolucionaria y se convierte en “la voz de la
muchedumbre enojada” [República Barataria, Torrente Ballester, 1982a, II: 100],
aquella misma de la que huyó anteriormente. Listz, por su parte, desvela igualmente al
final de la obra la finalidad, no ya política, como en el caso de Petrowski, sino religiosa,
de sus actuaciones en la embajada: “sufrir un gran martirio, y las generaciones tendrán
veneración por mi heroísmo” [República Barataria, Torrente Ballester, 1982a, II: 99].
De modo contrario a Lope de Aguirre, en República Barataria la lucha por el
poder y las estratagemas de Listz y Petrowski son inútiles para hacerse con el poder de
facto. Y es que las condiciones concretas del poder y las motivaciones que han
determinado la lucha de uno frente a otro varían diametralmente la significación de este
duelo. Mientras que el enfrentamiento entre el Fraile y Lope de Aguirre en la obra
homónima no despide demagogia sino planteamientos dispares en sus fundamentos,
Petrowski y Listz concretan actitudes bastante criticables para el autor. Mientras que el
Fraile demuestra tener “interés en la salvación de tu alma, pero no me importa el éxito
de tu empresa” [Lope de Aguirre, Torrente Ballester, 1982a, I: 322], Pablo Listz está
preocupado únicamente por el éxito de su propia ambiciosa empresa, que no es sino su
martirio para acabar “con la revolución y con todos los pecados” [República Barataria,
Torrente Ballester, 1982a, II: 106]. Distinta es la comparación que se puede establecer
entre Lope de Aguirre y Petrowski, acosados ambos por la necesidad de elevar su
388
nombre sobre el de los demás en el recuerdo colectivo. No sólo es Petrowski, al modo
de Lope de Aguirre, “el Fouché de la situación, en cuyas mano recaen todos los hilos
secretos del poder” [República Barataria, Torrente Ballester, 1982a, II: 55], sino que el
ser reconocido por los demás es también la base de acción de Lope de Aguirre: “Lo
importante es sobrevivirse en los demás. Mientras haya hombres que te recuerden, para
amarte o maldecirte, tu ser o desaparece” [Lope de Aguirre, Torrente Ballester, 1982a, I:
321]. La gran diferencia entre ambos personajes radica en la ambición presente de
Petrowski frente a la fama eterna de Lope de Aguirre.
Así pues, ambas actitudes dramatizadas en estos dos personajes principales
reflejan actitudes criticables y desmitificadas. La ambición de poder o de
reconocimiento por los demás desenmascara cualquier propósito benefactor que
pudieran tener las actitudes de ambas figuras. Es el desenmascaramiento final de sus
actitudes la que aporta una relectura demagógica de todos los valores defendidos en sus
discursos, especialmente a través del enfrentamiento verbal entre ambos contendientes.
En cualquier caso, el proceso de desmitificación que se lleva a cabo en esta obra no se
basa en este contraste a través del lenguaje utilizado, sino en el contraste de las dos
actitudes vitales diferentes. Petrowski, se erige en líder de la nueva república instaurada
en la Embajada, pero lo hace demagógicamente, con promesas tales como “¡Te daré lo
que quieras si me obedeces! ¡Pan para todo el que me siga!” [República Barataria,
Torrente Ballester, 1982a, II, 81]. Un poco antes, no duda en halagar uno de sus aliados
para conseguir de él su apoyo y mantener su poder: “Señor doctor Paul, usted es nuestro
jefe y conductor espiritual. Todo es obra de usted, y yo no soy más que un coadjutor
modesto. Sin embargo…, es necesario que esas cosas no se repitan. ¿Lo comprende,
doctor Paul? Porque pondrá en peligro su ración de comestible” [República Barataria,
Torrente Ballester, 1982a, II, 68]
Del mismo modo, Pablo Liszt, hombre religioso de nombre apostólico, resulta
desmitificado en esta obra a través de su enfrentamiento con Petrowski. En su
presentación ante los demás asilados en la embajada, Liszt hace alarde de todos aquellos
elementos que pueden caracterizar a este homo religiosus, al proclamar “¡Señor! Estoy
dispuesto a cumplir la misión que me encomiendas, y acaso así merezca que por mí se
haya derramado una gota de tu sangre redentora” [República Barataria, Torrente
Ballester, 1982a, II, 56]. Pero es quizás en la parte final de la obra donde todos los
elementos desmitificadores adquieren mayor relevancia y efecto. Reproducimos los
pasajes donde Liszt y Petrowski quedan totalmente desenmascarados:
389
“LISTZ.- Estoy predestinado a sufrir un gran martirio, y las generaciones
tendrán veneración por mi heroísmo. ¡Lo sé claramente desde que estoy
entre vosotros!
[…]
PETROWSKI.- Este es el pago que dan a sus hombres las masas insensatas.
¡La revolución, caballeros, devora a sus propios hijos! Ya lo decía yo…
pero no se perdió nada. ¿Cuándo reconstruimos nuestra república, doctor
Paul? Tendremos que introducir algunos cambios en su Constitución. Esta
experiencia nos pone sobre la pista de reformas admirables. Y en cuanto al
reparto de comestibles…
EMBAJADOR.- Dispénseme, Petrowski; pero le suplico que abandone mi
Embajada […] ¿Pero no lo comprende? No importa. Váyase y medítelo.
Quizá llegue a comprender que no es posible la convivencia entre usted y
estas personas.” [República Barataria, Torrente Ballester, 1982a, II, 103 /
104-105].
Ni el pretendido martirio de Liszt es tal ni Petrowski ha conseguido encandilar
a nadie con su demagogia. El fracaso, por tanto, es de los dos. Ni uno ni otro han podido
establecer el estado modelo pretendido, quedando desmitificadas sus figuras y todo lo
que representan a través del desenmascaramiento de actitudes vitales y morales
presentadas no a través de sus loables fines comunes, sino mostrando las motivaciones
reales de glorificación personal.
Respecto a Lope de Aguirre caben ciertas dudas sobre el uso de la
desmitificación, ya que, si bien, algunos estudiosos la consideran como obra
desmitificadora, el propio autor no la considera como tal. Maestro considera que Lope
de Aguirre muestra “el tratamiento épico del mito en el teatro” [G. Maestro, 2000, 180].
Sin embargo, y en esto coincidimos con el autor, creemos que “Lope de Aguirre no ha
alcanzado una significación popular para nadie […] no es un mito histórico en la
realidad, y en la comedia no está tratado como mito” [Becerra Suárez, 2000, 51]. A
pesar de no considerar a Lope de Aguirre como mito, sí compartimos las ideas de
Maestro al afirmar que la desmitificación se lleva a cabo, pero desde una perspectiva
diferente de la que adoptará en sus siguientes obras. La desmitificación no se realiza
sobre un personaje concreto o sobre los valores que éste encarna tanto en cuanto no
390
existe tal mito creado en ninguna actitud o personaje de la obra. Pero si existe una
mitificación de un momento histórico, tal como el propio Torrente Ballester nos
confirma: “por aquellos años, se usaba la conquista española de América como tema útil
para la restauración del orgullo nacional, en realidad menoscabado, aunque no lo
pareciese” [Torrente Ballester, 1982a, I, 19]. Lo que se desmitifica en Lope de Aguirre
es la grandeza del descubrimiento, que tanto orgullo inculcó en la sociedad española de
posguerra299. Creemos, por tanto, que “no es una mera burla o parodia del soldado
fanfarrón, sino una crítica mucho más severa” [G. Maestro, 2000, 181].
Pero como señala Maestro, a través de esta desmitificación de la conquista de
América, se desmitifica también un determinado orden moral y religioso y ciertos
honores y virtudes milicianos. De este modo resulta que el proceso de la desmitificación
está presente en Lope de Aguirre, pero de una manera secundaria o, por lo menos, no
tan aparente como en otras obras. No se trata el tema del mito directamente, pero el
tema principal de la obra alude necesariamente al mito, al menos en ciertos aspectos. Y
es que el tema del poder, tan ambicionado por Lope de Aguirre, era una constante en la
vida política diaria de esos años. Sin una orientación política clara, las diferentes
familias del régimen, que por entonces eran más numerosas, ya que Franco no realizará
su primera criba importante hasta su desvinculación gubernamental del grupo falangista
en 1942, están preocupadas exclusivamente por no ceder terreno en su particular lucha
por el poder.
Como ya hizo en su anterior obra, El casamiento engañoso, Torrente Ballester
liga el acceso al poder del Leviathan con un peligroso juego demagógico, del mismo
modo que sitúa el ascenso al poder de Lope de Aguirre a través de una serie de acciones
demagógicas.
Sus
exaltados
discursos
ante las
muchedumbres
hambrientas,
exhortándolas a buscar su libertad y su bien por encima de los despóticos jefes, primero
Pedro de Orsúa y Fernando de Guzmán después, no tienen otra finalidad que la de
hacerse con el poder. Incluso llega a plantear al Fraile su redención pública para
mantener un poder que se ve amenazado por la llegada de las tropas reales: “Quiero mis
soldados asisten a la farsa de mi arrepentimiento y me sigan como a un guerrero
inspirado de la Divinidad. ¡Las cosas magníficas que les diré! Pondré por guía a
299
Esta búsqueda de orgullo en épocas pasadas más gloriosas es un rasgo clásico de los fascismos y en
España también fue utilizado. En lo que respecta al teatro, las obras representadas justo al terminar la
guerra, principalmente dramas históricos, ambientados en la época de los Reyes Católicos, son un botón
de muestra de este intento de recuperar, a través de épocas pasadas, un orgullo herido.
391
Santiago y a san Miguel glorioso, si a estos santos militares tienen mayor simpatía”
[Lope de Aguirre, Torrente Ballester, 1982a, I: 322].
En realidad, todo el proceso de ascenso al poder está basado en estas tretas
demagógicas que ya aparecen en el Leviathan de su auto sacramental. El dispone todo
un entramado para eliminar a Orsúa y situar en el poder a Guzmán, utilizando, incluso,
la figura de Felipe II como acicate para refrendar los últimos apoyos a su conspiración,
aunque, en realidad, la revuelta sea contra él: “¿Preferirá el Rey que por indecisión de
sus fieles vasallos se salga con la suya ese mentecato, y nos hundamos todos en el fondo
de este río, y sean las carnes nuestras cebo de caimanes y nuestros huesos decoración
del cieno?” [Lope de Aguirre, Torrente Ballester, 1982a, I: 243]300. Sus tretas
demagógicas dan los resultados apetecidos también tras el ascenso de Guzmán: “Mi
conciencia y el honor que os debo empujaron mi brazo y el brazo de mis secuaces”
[Lope de Aguirre, Torrente Ballester, 1982a, I: 302]. Toda esta demagogia, como se
puede ver en los textos citados, está orientada hacia la consecución de la aquiescencia
de la muchedumbre, del mismo modo que el Leviathan recurre a los mismos recursos
para mantener al hombre atado a la máquina para el supuesto bien de la masa.
De este modo, la falsedad, las falacias y la demagogia, que puede entenderse
como un rasgo bastante característico de la sociedad en la que escribe Torrente
Ballester y que sigue estando bastante vigente, quedan desenmascaradas a través de los
personajes de República Barataria de manera más clara, pero también en la obra de
Lope de Aguirre, especialmente a través de la figura de Inés, compañera del traicionado
capitán Pedro de Orsúa: “¡Es el malvado mayor, el más protervo de todos los hombres!
Su mirada revuelta disimula perfidias, su palabra patética esconde rencores; y esa
sumisión afectuosa es máscara de su ambición” [Lope de Aguirre, Torrente Ballester,
1982a, I: 273]. La diferencia entre un proceso y otro radica, principalmente, en el
comportamiento real de unos y otro personajes. Lope de Aguirre no puede ser
desmitificado porque no es mito, por lo que el final del drama muestra, más que su
desenmascaramiento, su derrota ante su propia conciencia, mostrándola el autor a través
de un leguaje en segunda persona del personaje en referencia a él mismo: “Grita Lope
de Aguirre, el traidor. Yo enmudezco ante la muerte y la vida. Yo ya estoy muerto.
Pero Lope tiene aún que morir” [Lope de Aguirre, Torrente Ballester, 1982a, I: 347];
por su lado, Listz y Petrowski, no son desenmascarados, sino desmitificados, no sólo
300
La cursiva es nuestra.
392
por el fracaso final de los dos, sino por la continuidad de ambos en sus pretensiones.
Listz se vuelve a engrandecer ante la conversión de Simón, “¡Oh magnífica potencia de
ejemplo! Si me hubieran ajusticiado, mi muerte acabaría con la revolución, y con todos
los pecados” [República Barataria, Torrente Ballester, 1982a, II: 106]; Petrowski, por
su lado, se plantea retomar aquella falsa república derrotada por Listz en la Embajada y
ante la negativa del Embajador a asilarle no duda en aliarse con el bando opuesto:
“Palabras de Petrowski el poderoso, el que un día próximo tendrá en sus manos la
revolución y la suerte de estas vidas miserables” [República Barataria, Torrente
Ballester, 1982a, II: 105].
Son dos procesos, por tanto, similares pero diferentes, ya que la
desmitificación se puede realizar de un personaje histórico o de una idea
convencionalizada y asumida por todos y reflejada en la actitud de un personaje tipo.
Mientras que en Lope de Aguirre no existe tal mito ni identificación posible de éste con
un prototipo social, en República Barataria tal identificación es tan plausible como
inevitable. De este modo, la derrota de Aguirre no es desmitificación y sí el tratamiento
dado a los personajes de Listz y Petrowski, sin olvidar que el tiempo heroico de la
conquistado fue especialmente mitificado en estos años, por lo que, en un ámbito
bastante más amplio, la poética desmitificadora está también presente en Lope de
Aguirre.
Estas similitudes y coincidencias en torno al proceso de la desmitificación en
ambas obras proviene, no conviene olvidarlo, de una coincidencia temática: la reflexión
sobre el poder contenida tanto en Lope de Aguirre como en República Barataria, que
mantiene, como ya señalamos, una misma línea temática e ideológica del autor respecto
a sus obras anteriores, aunque, bien es cierto, que en su desarrollo podemos hallar
algunas diferencias, como, por ejemplo, la carencia de un Héroe protagonista en la
última del que sí disponían las otras, desarrollándose todo el entramado de la fábula en
torno a éste. Los protagonistas de República Barataria pasaron de “heroicas figuras,
con todo un pueblo partido y secuaz” en el planteamiento inicial del drama, localizado
en una ciudad sitiada en tiempo bastante alejado, a “dos pobres diablos gesticulantes
sobre un fondo dolorido y desesperado” [República Barataria, Torrente Ballester,
1982a II: 109]. Tal como señalaba el propio Torrente Ballester en su teoría dramática
primera, la presencia del Héroe es condición necesaria del nuevo teatro por venir, y se
393
mantendría en la proyectada República Barataria del mismo modo que queda reflejada
en Lope de Aguirre por su protagonista.
Bien es cierto que el tratamiento de estas tres figuras es bastante distinto en las
dos obras. Lope de Aguirre responde prototípicamente al esquema planteado respecto al
personaje en su Razón y ser de la dramática futura. Sus acciones son las que mueven al
antagonista, un coro o masa que actúa según las disposiciones del Héroe que se presenta
generalmente sin individualizar. Especialmente destacables son los inicios de cada una
de las tres jornadas, donde la masa, a través de voces y no de personajes nos plantea la
situación en la que se desarrolla cada acto. La desesperación y amotinamiento por el
fracaso de la expedición de Pedro de Orsúa al comienzo de la primera jornada, la
contraposición de temores y deseos depositados en el nuevo rey, Fernando de Guzmán,
en la segunda, y el temor por la condena segura por sus acciones, en la tercera, son
algunas muestras de las escenas colectivas que se repiten a lo largo de toda la obra. Este
planteamiento, además de servir de contrapunto a las intervenciones de Aguirre, permite
al autor solventar uno de los problemas que se le planteaban en muchas de sus obras y
sobre el que realizó una disertación metateatral en el prólogo de su primera comedia, El
pavoroso caso del señor Cualquiera: poner en situación al espectador.
Puede que el desarrollo final de cada uno de los personajes no sea del todo
afortunado, ya que “al lado del protagonista, los demás personajes aparezcan más
débiles, y sólo Inés, en su desvariado propósito de rebeldía frente a Aguirre, apunte algo
que, finalmente no se desarrolla” [Iglesias Feijoo, 1986, 65]. Bien es cierto que el
desarrollo primordial del personaje protagonista permite plantear los dos planos, interno
y externo, que ya hemos señalado, en torno a la problemática del poder, aunque los
otros personajes, como Antón, Elvira, Almesto o el Fraile no están excesivamente
desarrollados, a pesar del relevante papel que juegan en el desarrollo de la trama. Pero
esta supuesta deficiencia no es sino consecuencia del planteamiento del autor respecto a
la tipología de l personajes expuesta en sus trabajos teóricos.
Y es que frente al protagonista Lope de Aguirre se contrapone el Coro,
escindido en algunos personajes funcionales, ya sean históricos, Orsúa o Guzmán, como
genéricos: agricultor, caballero, fraile, soldado… Su menor desarrollo como tipos
dramáticos lo justifica Torrente Ballester en sus escritos teóricos al afirmar que, si bien
los requiere la arquitectura dramática, de ellos conviene usar, mas no abusar. No es tan
relevante el papel de Orsúa como el de la masa soldadesca que sigue a Lope de Aguirre
y en la que se apoya para poder lograr su sueño de grandeza. Lo mismo puede decirse
394
del personaje de Guzmán, quien es más personaje funcional que protagonista, ya que no
es sino uno de los elementos utilizados por el autor para resaltar la ambición y rebeldía
del personaje protagonista. Frente a esto personajes funcionales el mayor desarrollo de
un coro que actúa como personaje protagonista pero indefinido, colectivizado en sus
temores, angustias y esperanzas y que es, en definitiva, el que sirve a Lope de Aguirre y
el que finalmente lo destruye al abandonarle, “incapaz de mantener la unidad y cohesión
del grupo” [Torrente Ballester, 1982a, II: 248].
Sin embargo, este desarrollo mayor de la muchedumbre como personaje
frente a Orsúa, Guzmán e Inés sólo ayudan a conformar la vertiente externa del
personaje Lope de Aguirre. Su debilidad, su lucha interna, fuente de su posterior
derrota, no aparecen reflejadas a través de ninguno de estos personajes, por lo que el
autor plantea tal definición a través de otros personajes. Es el caso de su hija Elvira, su
enamorado Pedro Arias de Almesto y Antón, delineados ambos pero poco profundos,
más caracteres que tipos, más idea que personaje. Es Elvira la que nos presenta a su
padre como un hombre con “un gran dolor en su alma que se la recome y deja sin
sosiego” [Lope de Aguirre, Torrente Ballester, 1982a, I: 240] y es Almesto quien
únicamente da la réplica a Lope de Aguirre: “Si Dios puso normas a mi virtud, las puso
el Rey también a mi aventura, y sin ellas me parece mi vivir como pecado” [Lope de
Aguirre, Torrente Ballester, 1982a, I: 295]. La individualidad de estos personajes
hubiera permitido acentuar más el fracaso de Loe de Aguirre, derrotado por su
conciencia, superior a su ambición y rebeldía.
Y es que, frente a Orsúa y la muchedumbre soldadesca, Almesto no sobrepone
la pasión la lujuria o el amor a sus deberes como soldado y cristiano. Mientras que el
amor por Inés llevó a Pedro de Orsúa a desatender sus funciones militares, concluyendo
con la sedición que acabará con su vida, la muchedumbre libidinosa se deja maniatar
por los encantos de Inés que trama su venganza contra Lope de Aguirre. Frente a ellos
se sitúa Almesto, capaz de sobreponerse al amor que siente por Elvira para cumplir su
deber de soldado: “mi dolor fue grande cuando la abandoné a su desdicha; pero razones
hay más altas que el amor. Ella misma me lo hizo comprender” [Lope de Aguirre,
Torrente Ballester, 1982a, I: 331]. Es por esta razón por la que Lope de Aguirre confía
en Almesto como el mejor pretendiente de su hija y como el mejor rey para su
ambicioso proyecto: “No quiero hombres de paja; quiero auténtico señor, y tú lo eres”
[Lope de Aguirre, Torrente Ballester, 1982a, I: 294].
395
El personaje de Almesto funciona, por tanto, como complemento o contraste
del personaje protagonista, talo como pedía Torrente Ballester en referencia al
desarrollo de los personajes funcionales [Torrente Ballester, 1941a: 230]: “entre todos él
solo me mira con desdén, y mi política se anula ante su indiferencia. ¡Ojalá que me
escuchara, y entonces no habría dudas, no habría dudas…!” [Lope de Aguirre, Torrente
Ballester, 1982a, I: 242]. Del mismo modo, el papel de Elvira sirve para completar la
figura del Héroe, no ya en sus glorias sino en sus debilidades: “Apacíguate padre. Vente
conmigo. Te daña siempre estar despierto. Yo velaré tu seño, porque eres como un niño
perseguí de imaginaciones” [Lope de Aguirre, Torrente Ballester, 1982a, I: 252].
Aunque esta contraposición entra en juego en cada jornada antes de cada una
de las acciones heroicas de Lope de Aguirre, realizando esa función contrapuntística ya
señalada, el esquema no se desarrolla en el grado necesario para que adopte una función
complementaria teatralmente lograda. Son más pequeñas notas que dan muestras de la
dualidad del personaje protagonista que claros esquemas teatrales que se contraponen o
complementan con el principal. Su desarrollo, en este caso, sí que se puede considerar,
al menos a nuestro entender, insuficiente.
Tal como señala Laín Entralgo, la figura de Antón ofrece también la
posibilidad de un desarrollo bastante más profundo, ya que éste es reflejo del gracioso
de la comedia áurea, tanto en cuanto siempre está actuando y necesita que lo
contemplen y escuchen [Laín Entralgo, 1948, 114]. Rústico, materialista, ingenuo y fiel,
Antón aparece como una figura incompleta en su desarrollo porque no funciona como
complemento sino como acompañante de Aguirre en sus angustiosas visiones nocturnas.
Lo que podría haberse conformado, respecto a las visiones del protagonista, como una
dualidad realidad-imagen con dos personajes tan contrarios como Lope y Antón se
desvanece en la obra al plantearse la figura del gracioso como un mero complemento
más decorativo que funcional. Su presencia sirve, con escasa funcionalidad, para
remarcar el nihilismo de un personaje que no se apoya en él del modo en que estos
personajes sirvieron en el teatro clásico español. Sólo en la primera escena conjunta de
ambos, Jornada I, escena V, pueden vislumbrarse ciertos elementos característicos de
este personaje que finalmente no llegan a desarrollarse.
Y es que el autor prefiere hacer descansar la definición de esta versión privada
del Héroe en las apariciones, espectros y voces corales que ya habían aparecido en El
viaje del joven Tobías. Lo que con Almesto, Elvira y Antón se advierte, se concreta con
apariciones plásticas sobrenaturales. Su propia conciencia se refleja dramáticamente a
396
través de recursos propios de la vanguardia, como ocurre en Max Aub y sus obras
Espejo de avaricia, Pedro López García, Cara y cruz, Los muertos o Uno de tantos,
donde se lleva a escena la objetivación de la propia conciencia. Más presente en Lope de
Aguirre que en El viaje del joven Tobías, esta presencia en escena de la conciencia sirve
al autor para presentar la dualidad agónica del Héroe frente al recurso, más clásico pero
no por ello desgastado, comercial o anticuado, de ser los personajes funcionales los que
revelan en todas sus dimensiones la controversia de Lope de Aguirre.
Pero la elección de este modo de presentación del conflicto no es arbitraria y
totalmente errónea en su desarrollo. Los indicios aportados por los diferentes personajes
sobre la verdadera personalidad de Lope tienen un refrendo en las voces de la Tierra, de
la Selva, de las Aguas, del Fuego y del Aire que acosan a Lope en la escena IX de la
primera jornada. Si la lucha del protagonista no es contra personajes concretos,
Almesto, el Fraile o Elvira, sino contra sí mismo y su conciencia religiosa, tanto la
actitud nihilista de Lope como las argumentaciones de su conciencia difícilmente
pueden estar reflejadas en los otros personajes. Por otro lado, la mera narración de esta
agonía a través de los discursos del propio Aguirre presentaría de manera bastante
menos dramática el conflicto interior del personaje. Por tanto, la elección torrentina de
los personajes espectrales como muestra del conflicto interior del protagonista, por
necesidad de los propios materiales con que se trabaja, esto es, la ambición personal, no
compartida con nadie, de Lope de Aguirre, le impide desarrollar los personajes que tal
reflejo hubieran podido dar a favor de un conflicto reducido a la individualidad del
protagonista.
Del mismo modo, esta dimensión personal del conflicto presentada a través de
la propia conciencia del personaje permite conocer verdaderamente la dimensión del
conflicto y, por ende, la actitud real del personaje. El nihilismo del personaje hace
referencia, principalmente, a su dimensión pública, que ya aparece en El viaje del joven
Tobías, a través de Asmodeo, quien negando cínicamente los valores en que se apoya,
desarrolla una acción que tiende a la destrucción. Del mismo modo, Leviathan, en El
casamiento engañoso, es otro personaje nihilista que no duda en decir “No tengas
escrúpulos –exige al Hombre Leviathan–, que no sirven para nada” [El casamiento
engañoso, Torrente Ballester, 1982a, I, 168]. Pero es especialmente el personaje
protagonista de Lope de Aguirre el que de mejor y más lograda manera consigue reflejar
esta recuperación del personaje nihilista. Baste este texto para arrojar luz sobre esta
afirmación:
397
“Mandar en nombre del rey. ¿Es acaso mando? Manda el rey en nombre
de Dios, como los frailes nos dicen cada día, y es autoridad que le llega
de tercera mano, debilitada y sin fundamento. ¡Mandar porque te da la
gana, en tu nombre y en el de Satanás, sin que nadie discuta poderes y
ponga límites al albedrío, eso vale la pena!” [Lope de Aguirre, Torrente
Ballester, 1982a, I, 236]
Sin embargo, la diferencia entre los tres personajes radica en el simbolismo de
los dos primeros y en la humanidad del tercero. Esta humanidad de Lope de Aguirre
reside, principalmente, en las escenas nocturnas de agonía, pavor y encuentros
sobrenaturales donde aparece débil, muy lejano a la impresión altiva y cínica que tiene
sus intervenciones públicas. Ese contraste entre las dos actitudes diferentes las remarca
el propio autor a través de las acotaciones, como ya señalamos antes, del tipo
“recobrando su cínica, habitual actitud” [Lope de Aguirre, Torrente Ballester, 1982a, I:
251]. Un desarrollo dramático ajeno a estos contrastes y planteado en un complicado
juego de relaciones entre personajes funcionales y el protagonista, que se atisban en la
obra pero que nunca se terminan de desarrollar, supondrían, a nuestro entender, un
planteamiento demasiado complejo para un autor que se reconoce carente de genialidad
alguna en el desarrollo de sus temas.
El planteamiento dramático en República Barataria exige diferentes
personajes para llevarlo a cabo, por lo que, atendiendo a las propias necesidades de los
materiales, Torrente Ballester presenta dos protagonistas enfrentados en un entorno
determinado y que funciona, nuevamente, como coro, pero, esta vez, “no de manera
coral, sino individualizando cada uno de sus componentes” [Torrente Ballester, 1982a,
II: 278]. La diferencia radica tanto en uno como en otro tipo de personajes. Ni los dos
protagonistas son héroes ni el resto de personajes se comportan como antagonistas. La
concreción y reducción espacial del conflicto inicialmente planteado conlleva la
subsiguiente poda en el desarrollo de los personajes.
De este modo, y tal como reflejamos páginas atrás, los personajes de
Petrowski y Listz se conforman desde una idea general hacia su concreción dramática,
de manera opuesta, por tanto, a Lope de Aguirre, donde se acomoda el personaje
histórico a las necesidades dramáticas. La definición de estos personajes, por tanto, casa
más con la de personaje protagonista que con aquella de Héroe requerida años atrás. Su
398
conformación como personaje dramática resulta deficiente respecto a la de personajes
anteriores, creados a partir de una idea pero sin relieve dramático. Carecen de cualquier
seña de identidad que no sea esa idea que representan, simplificando su dimensión de
personajes hasta permitir su total desmitificación por la esencialidad de su
conformación.
Aunque del planteamiento original en la ciudad sitiada no quedan notas que
nos sirvan de guía para mostrar la continuidad de un planteamiento heroico en la obra,
la nota final publicada junto a la obra dramática nos sirve como elemento de unión entre
este motivo dramático y sus obras anteriores, especialmente, Lope de Aguirre, y de lo
que hubiera sido un desenmascaramiento de ciertas actitudes vitales y morales más
complejas a través de personajes más desarrollados. De las modificaciones realizadas al
situar la acción en una embajada [Torrente Ballester, 1982, II: 275-276; 281-282] surge
esta reducción de tipos a caracteres, especialmente notoria en la eliminación del
personaje del teorizador político, el doctor Paul en la obra, como personaje protagonista,
manteniéndose en la obra pero “un poco al margen, como pequeño maniático episódico
sin intervención directa en el drama” [República Barataria, Torrente Ballester, 1982a,
II: 81]. Esta nueva situación planteada es la que le permite “una gran libertad para la
elección de los personajes secundarios y episódicos” [Ibíd.], y que son los que, en
realidad, adquieren una verdadera presencia escénica.
El resto de personajes de la obra, que se pueden clasificar entre personajes
funcionales, como el Conde y Ana, Simón, Paul, Lina o Natalia, y personajes
decorativos, como el matrimonio Durand, la señora Smith o los Guardias III y IV,
carecen igualmente de complejidad excesiva, pero hay que recordar que funcionan de
manera diferente los dos protagonistas respecto al tema. La simplicidad de los papeles
otorgados al Conde, despreocupado e irónico ante cualquier tentativa de poder de los
dos protagonistas, Simón, desengañado de las propuestas de uno y otro, o Ana,
enamorada del Conde y ajena a cualquier discusión política, coinciden con el desarrollo
de los papeles de otros personajes, aunque contrastan con sus posicionamientos, como
Lina, antigua amante de Petrowski, desengañada y el mayor apoyo de Pablo Listz, y
Natalia, rica burguesa que defiende su supremacía ayudándose de los vigilantes de
Petrowski. Son personajes creados para una determinada función y la cumplen sin
deficiencias, pero no son más que personajes secundarios dependientes de conflicto
principal, lo que no arregla las deficiencias de los personajes principales.
399
Las diferentes concepciones de los personajes en una obra y otra se
corresponden directamente con el desarrollo formal elegido por el propio autor para el
desarrollo de los materiales. Los planteamientos temáticos complejos, modernos y
totalmente alejados de lo que en nuestros escenarios se representaba en estos años se
encuentran con la reincidente preocupación por darle la forma adecuada. Acudiendo a
su diario de trabajo podemos ver las penurias, dudas y dificultades que a partir del tema
de Lope de Aguirre tuvo Torrente Ballester al desarrollar dramáticamente la idea301. De
modo análogo, las preocupaciones acerca de República Barataria se centran en su
composición: “También puedo ponerme a escribir con estas ideas fundamentales, a ver
qué sale. Debía estar escarmentado de mis excesos de teoría” [Torrente Ballester, 1982:
281].
En el caso de Lope de Aguirre el problema de la composición dramática
provenía de que “los medios habituales de construir comedias no me servían […] me vi
obligado a casi inventar lo que después llamaron <<procedimiento épico>>: el cual, por
cierto ya estaba inventado, aunque por aquí lo ignorásemos” [Torrente Ballester, 1982a,
I, 20]. La presencia del Faraute al comienzo de la obra y el tratamiento dramático de un
hecho histórico, lo asemejan a este tratamiento, aunque alejado en diferentes aspectos de
las ideas brechtianas. En realidad, “la concepción dramática, en general, tiene una
vinculación directa y profunda con Shakespeare” [Becerra Suárez, 1990, 201]302.
Incluso el autor, reconociendo sus limitaciones, afirma que “de haberse tropezado
Shakespeare con alguna de estas relaciones que yo manejé, hubiera escrito uno de sus
mejores dramas” [Torrente Ballester, 1982a, I, 19]. Seguro que Torrente Ballester no es
Shakespeare, pero tampoco la escena española exigía tal calidad.
301
Especialmente la nota del 10 de septiembre de 1940 es muy representativa de estas dudas: “Debo,
pues, proceder a un reajuste de las escenas. La actual I-II debe ser, lógicamente, posterior a otras, debe ser
el resultado de una evolución vista. La mitad de la I-VI en que Ag. Dialoga con Antón debe ser anterior a
la otra mitad y no posterior; y la escena debe concluir con un diálogo Ag.-Elvira en que éste manifieste su
deseo de rebelarse. La escena I-IX (parte de Aguirre) debe seguir a la I-VI, pero anteceder a la I-II. Hay,
además que añadir alguna escena nueva; una colectiva enlazada con la del fraile en la cual se da lo que va
a pasar, expresado en forma de temores y deseos” [Torrente Ballester, 1982a, II, 264-265]
302
Esta idea la refrenda el mismo autor en el “Prólogo” a su teatro y la recoge también Fernández Roca:
“más allá del detalle (aparición de espectros, monólogos dubitativos, violencia, crueldad en escena, el
motivo del príncipe deforme y resentido como Ricardo III, manejo muy libre de los sucesos históricos,
etc.), se aprecia un leguaje entre lírico y razonador, que se concreta en discursos o arengas relacionables
con Julio César y las tragedias políticas” [Fernández Roca, 1996: 638].
400
Respecto a República Barataria, el desarrollo parece mucho menos estudiado
y trabajado, acogiéndose a un modelo canonizado de enfrentamiento entre iguales y una
resolución final disconforme con ambas posturas. Y es que no podemos olvidar que en
las mismas fechas en las que trabaja nuevamente sobre este tema, Torrente Ballester
compone un drama nunca publicado, El autor de su deshonra, un melodrama que poco
tiene que ver con sus obras publicadas anteriormente y con las que las sucederán
después: “Indudablemente, pese a su inferioridad, la mejor de mis comedias es la que
acabé ayer, y no pensé un solo momento lo que iba a escribir. Me fueron surgiendo las
cosas según escribía” [Torrente Ballester, 1982a, II: 281]. De este modo es bastante
lógico el resultado de su obra República Barataria, simplificada enormemente respecto
a su planteamiento inicial por la disconformidad del propio autor con los resultados de
sus obras anteriores.
La reflexión y disposición geométrica y estudiada de sus anteriores obras se
contrapone a una estructura extremadamente sencilla donde dos personajes se echan a
luchar dentro de un reducido escenario que ayuda a exacerbar la situación. De la
estructura triangular de El viaje del joven Tobías, surge una adaptación cíclica en Lope
de Aguirre, donde cada una de las jornadas corresponde a la conspiración y rebelión
contra Orsúa, Guzmán y Aguirre, respectivamente, produciendo la impresión de “una
pesadilla circular, de viaje a ninguna parte” [Fernández Roca, 1996: 638]. Las diferentes
jornadas se caracterizan por un común in crescendo de violencia y desesperación que
culmina en cada una con muerte del respectivo caudillo de cada una de las jornadas.
Pero, de manera bastante más clara que en sus obras anteriores, Torrente
Ballester determina diferentes factores semióticos de la representación de la obra,
anteponiendo una larga lista de recomendaciones escénicas para la representación del
drama. Atiende los factores luminotécnicos de la representación, “para cada escena hay
una luz propia: meridiana crepuscular o nocturna. Los cambios de luz son violentos, no
graduales” [Lope de Aguirre, Torrente Ballester, 1982a, I: 217]; el decorado estará
dividido en un “escenario simultáneo” subdividible en “varios escenarios parciales”
[Ibíd.], lo que le permite llevar a cabo una de las innovaciones formales más
características de ésta y su siguiente obra: la introducción de la simultaneidad de
acciones y de diálogos.
La reducción a una mínima expresión del escenario de República Barataria
permite al autor desarrollar una creación escénica lo más mimética posible, lo mismo
que, con las oportunas indicaciones del autor, en Lope de Aguirre. Se presenta de este
401
modo un diálogo que va bastante más allá de la convención teatral, donde sólo el
diálogo inteligible está presente. En las dos obras torrentinas, sin embargo, se trata de
buscar, y se consigue, cierta naturalidad en el diálogo, aquella misma que pedía Azorín
en los años veinte al afirmar que “la coherencia perfecta de que usan nuestros autores, el
todo seguido, todo recto, de sus diálogos, queriendo ser verdadero es profundamente
falso” [“Las acotaciones teatrales”, Azorín, 1998: 335]. Pero no sólo es la naturalidad la
que buscaba Torrente Ballester a través de esta charla simultánea, viva y coral, sino la
caracterización propia de los personajes y la acentuación de las contraposiciones que
son una de las bases compositivas de este teatro torrentino.
En República Barataria el autor contrapone el discurso apocalíptico de Pablo
Listz tras su triunfo dentro de la Embajada a las figuras de Ana y el Conde, que “han
permanecido en su rincón y siguen hablando sin enterarse de nada” [República
Barataria, Torrente Ballester, 1982a, II: 83]. Este recurso no es tan utilizado como en
su obra anterior, ya que la reducción del espacio dramático, “un vestíbulo amplio y
elegante” para toda la obra, impide un juego de escenas simultáneas que tan recurrido
fue por el autor en su anterior obra. En los inicios de cada acto, sin embargo, se suceden
las conversaciones que, del mismo modo que en Lope de Aguirre, sirven como
planteamiento situacional del nuevo acto, presidios por una omnipresente acotación:
“siguen hablando”. Pero incluso, el autor, entre tanta red de palabras que sirve de
manera tan eficaz para caracterizar la situación de los personajes, opta en alguna
ocasión por un silencio tan claro como los diálogos transcritos por el autor. Es el caso
del inicio del segundo acto, planteado ya el conflicto entre Listz y Petrowski, donde el
autor presenta a algunos personajes conversando frente a “tres o cuatro personas más,
que no hablan, en diversos lugares, entregadas a cualquier ocupación” [República
Barataria, Torrente Ballester, 1982a, II: 58].
Pero este recurso, más vinculado al carácter coral de la obra que a la necesidad
de verosimilitud, es especialmente recurrente en Lope de Aguirre. Aquí, al no coartar de
manera tan drástica los límites de espacio la posibilidad de simultanear escenas, la
técnica contrapuntística adquiere un valor mayor que en República Barataria. Mientras
que los planteamientos iniciales de cada jornada se rigen por la simultaneidad de
diálogos para presentar los temores, ansias y esperanzas del coro de la misma manera
que en República Barataria, la disposición escénica de Lope de Aguirre le permite jugar
con esas simultáneas, como la última escena de la primera jornada, donde las figuras de
Orsúa y Aguirre, cada una en su tienda con sus más fieles seguidores se diferencian por
402
su resignación o determinación ante el destino. Discursos y acciones tan distintas son
entrelazados para mostrar los diferentes planteamientos de cada uno de los personajes:
“Guzmán.- Yo no soy nada contra el destino. ¿Qué culpa me cabe si la
tierra buscada se me escapa de entre s manos, y a cada revuelta del río
no se hallan sino desventuras? No puedo cambiar el curso de los sucesos,
ni tampoco el de mi vida. (Sigue hablando)
Aguirre.- Yo soy el dueño del destino, y está en mi mano el porvenir.
Como en un juego de naipes, combino los sucesos según mi pensamiento”
[Lope de Aguirre, Torrente Ballester, 1982a, I: 255].
Pero si en algún momento este recurso es especialmente bien utilizado es en la
escena final de la tercera jornada, donde el autor simultanea el dictado a Elvira de la
carta de Aguirre a Felipe II con la actuación y el diálogo de los soldados en rebelión
contra Aguirre y rendidos ante las tropas reales. D este modo, el autor plantea la derrota
de Lope de Aguirre no como una derrota militar, sino una derrota por su incapacidad de
mantener a sus hombres bajo su mandato por sus propias dudas.
Los problemas en torno a la composición de República Barataria han sido ya
mencionados y dan fe de un buen tema, “es indudablemente un gran tema. Estoy seguro
de que este último sería un acontecimiento” [Torrente Ballester, 1982, I: 280], para una
resolución teatral deficiente, tal como indica el propio
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