Barcos que se cruzan en la noche

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Barcos que se cruzan
en la noche
Andrés Jorge
Barcos que se cruzan
en la noche
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Andrés Jorge
I
Adrián. Un barco lleno de luces traza en la noche el
fin de su infancia. Al paso de la nave queda en la arena
el vacilante semen de la primera eyaculación, el temprano
zarpazo de la muerte y un mensaje en una botella.
Irina en la playa, los pies en el agua. La silueta de
Mariana arriba, contra el haz de luz que barre la superficie.
Todos desean que ilumine un punto, pero gira sin parar.
Y nada se escucha. El ruido de la planta de petróleo que
alimenta el faro no permite oír lo que está ocurriendo a un
centenar de metros mar adentro.
Adrián e Irina. Ella de su cintura, él de su espalda. Se
aprietan uno contra el otro. El barco se aleja. El tiempo se
detiene, la imagen se congela. Tienen trece años y están
abrazados frente a la noche y el mar de la Isla Grande.
El mensaje embotellado no es cualquier mensaje. Son
cuatro versos que lo acompañarán siempre en los viajes
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definitivos. Adrián lo guarda en el bolsillo como un trofeo,
en baúles, en cajas, en maletas. Un día lo usará como señuelo
para convocar un regreso imposible a estas ya lejanas playas,
o para otear en las costas distantes del futuro.
Esa mañana hallan cinco botellas, todas con algo que
ver. Después aparecen no una sino tres con mensajes. La
primera flota en el agua. Huele todavía a alcohol. El papel
tiene un nombre en inglés, seguramente de quien la tiró al
mar, el que la encuentre deberá escribir a esa dirección. Pero
no hay otro mensaje; algo que diga ‘Escríbeme’, o ‘Estoy en
peligro, sálvenme’. Dan vueltas al papel, se preguntan si
vale la pena guardarlo.
La otra descansa en la playa. Cuando la destapan, perciben
los vapores del alcohol. Irina hace una mueca de asco.
Huele a tu papá, dice Zuni. Ríen.
No digas eso, le dice Mariana, pero también se ríe.
Sacan el pliego enrollado. Hay números y letras
agrupados en frases. El papel resuma y la tinta se ha
corrido formando una mancha ilegible, azul y rojiza. Es
imposible leer, las letras son sólo borrones de tinta más
oscuros, únicamente la fecha en el extremo inferior está
limpia. Debieron lanzar la botella al mar el día anterior.
Anoche, dice Mariana, del barco ese.
Ella lo vio pasar hace tres días. Es un secreto entre
ella y su padre, pero se lo dirá si juran que el Lanchero
no se va a enterar. Juran. Hasta por Dios. No son muy
creyentes, pero de todos modos jurar por Dios es algo
serio. Por Dios y por su madre. Si juras por ambos, sabes
que es punto en boca.
Lo vio desde lo alto del faro con los prismáticos. El
Lanchero la llamó para que lo viera. La despertó y fueron
a lo alto de la torre. Pasa después de la medianoche, todo
iluminado. Se puede ver hasta la gente en la cubierta,
una mujer, a veces también un hombre, y otros. Es un
yate. La mujer hizo como un saludo desde la proa. Nadie
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más sabe. Nadie más puede saber. Su padre también la ha
hecho jurar que nadie más lo sabrá.
¿Por quién juraste?, dice Irina: ¿por tu madre?
Mariana se abalanza contra ella. La empuja. Irina da
una voltereta y cae sentada. Es gimnasta. La parte superior
del biquini queda en manos de Mariana, al aire los senos
breves y blancuzcos con pezones hinchados de su hermana.
Y lágrimas en los ojos. Mariana le tira suavemente la
pieza. Irina la atrapa con la derecha mientras con el brazo
izquierdo se cubre el pecho. Mariana le tiende una mano
para ayudarla a levantarse. Zunilda ríe detrás de ellos
arqueándose y palmeándose las rodillas.
Irina hace caso omiso de la mano extendida. Se levanta
y se coloca la pieza del biquini dándole la espalda al grupo
ahora en silencio. Se adentra en el agua para quitarse la
arena que se adhiere a la piel sudorosa. Mariana va tras ella,
la alcanza. Intenta cruzar el brazo por encima del hombro
de su hermana. Irina suelta el codazo.
Ya, ya, no es para tanto, dice Mariana, intenta acercarse
de nuevo.
Irina se deja, su hermana la abraza poco a poco. Irina
devuelve el gesto. Posa la mano en la espalda baja de
Mariana, luego la sube hasta donde se anuda el biquini,
toma una tira y hala.
Adrián deja el saco con las botellas en la arena y se mete
en el agua tras sus primas, que se empujan y forcejean y
se adentran más ahora en el agua en amago de carrera
acuática. Zunilda lo sigue, quejándose, ya vámonos, tiene
hambre. Hay aguamalas.
Y picúas, dice Adrián. Con unos colmillos así. Sin dejar
de observar a sus primas, levanta la mano por encima de
la cabeza y muestra entre índice y pulgar el tamaño de los
feroces incisivos de una barracuda gigante. Tú no te metas,
quédate ahí.
No quita la vista de los senos de Mariana hasta que
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desaparecen bajo el agua. Mariana nada tras su hermana y
de nuevo la alcanza. Zuni se queda afuera. Pues va a comer
teta hoy la picúa. O tú se la vas a chupar, ja.
Adrián se vuelve con gesto severo, pero la Zuni está ya
de espaldas, en lo suyo. Hurga en la arena. Él se adentra en
el agua, nada bajo la superficie, sale junto a sus primas que
ya conversan en paz, los biquinis en su lugar. Puede ver el
dedo de Mariana subrayando una advertencia a Irina. Ni
una palabra a nadie sobre el barco. Y a él ahora: va para ti
también. Irina hace un gesto afirmativo. Ni a Sanya, insiste
Mariana.
Seguro, a Sanya menos que menos.
Mariana no quiere mucho a su madrastra y no hace nada
por ocultarlo. Le dice ‘la Rusa’, pero cuida a su hermana,
aunque estén de la greña el santo día y en realidad sólo
sean medio hermanas. E Irina a ella. Cuando juegan a ¿A
quién salvarías primero si todos nos estuviéramos ahogando? no
duda en decir: a Mariana, a pesar de que Sanya está delante
y debería salvar primero a su madre.
Zuni exhibe su hallazgo. Todos han pasado junto a
la botella sin verla, pero ella lo ve todo, es una esponja,
chupa cuanto hay a su alrededor. Siempre más afanosa y
concentrada. La botella parece muy vieja. El vidrio verde y
grueso ha perdido el lustre. El corcho es duro como piedra
y está cubierto de rémora. No pueden quitarlo. Deciden
sacrificar la botella y recuperar el mensaje.
El papel adentro está intacto, no es una hoja blanca
como los otros, sino un pliego grueso y amarillento,
como de un libro, y está escrito con tinta negra. Un
mensaje en inglés firmado por un Henry Wadsworth
Longfellow y abajo unas iniciales y una fecha W. B.
4-3-70, más de dos años desde que lo lanzaron al agua.
No entienden nada de lo que dice, por supuesto. Me
lo quedo, anuncia Adrián, voy a buscar las palabras
en el diccionario. El Lanchero no debe saber, está en
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inglés, es del Norte, se lo quitaría. Lo lleva en la mano
para que no se moje. Tanto tiempo seco. Son suficientes
botellas por hoy.
Las temporadas en el Cabo son un privilegio reservado
a Adrián y su familia. El acceso al extremo oeste de la
Isla Grande está restringido. Aquí sólo pueden entrar los
militares y no todos, sino los del Ministerio y gente del
Caballo. El Lanchero tiene grados de Mayor en el Ministerio
y es jefe de los guardafronteras a cargo del faro y el recién
construido radar. Conoce el Cabo palmo a palmo, hasta las
cuevas. Estuvo allí en la guerra contra los infiltrados con
diecinueve años.
Además del faro y el radar, tienen una torpedera,
armas, walkie-talkies y otros instrumentos que muy pocos
de la edad de Adrián y sus hermanos y primas han visto
jamás. Y playas silvestres, siempre desiertas, y una selva
baja con bandadas de cotorras, venados, iguanas, tortugas
marinas. Una vez que cruzan la garita en el cuatropuertas,
a veces en dos, entran en otro mundo.
Y son dueños y señores. Siempre y cuando tengan
muy presente, escuchen bien, muy presente que no le
pueden decir nada a nadie, absolutamente a nadie, de
lo que hacen aquí, repite en cada viaje el Lanchero. Ni
una palabra del otro lado sobre sus vacaciones aquí, ni
una mención a la langosta enchilada, la carne de venado
(un tiro descerrajado en la frente del animal moribundo,
encandilado y arrollado con el cuatropuertas. Bájate
a ver, no seas cobarde), huevos de caguama o cola de
caimán del Cabo, que ya casi no hay.
El que hable una palabra de esto allá afuera no vuelve
aquí, secunda la Isleña. Lo que aquí se hace, aquí se queda,
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sigue el Lanchero, nada cruza de la garita hacia allá ni en la
mierda, así que caguen antes del viaje de regreso.
Todos ríen con las ocurrencias del Lanchero, es el
héroe, el tío preferido. No siempre para Adrián: su tío y
su padre discuten, no se llevan nada bien. Por suerte, el
Gallego no viene mucho al Cabo, no le gustan las armas,
ni los militares. Ni quien los manda.
‘Allá afuera’, en el mundo real, de todos los días,
Adrián y su familia son más o menos como los demás.
Conviven con la gente normal, llevan uniformes escolares,
dicen lo que hay que decir, y callan lo que hay que callar.
Acá, de este lado de la garita pueden comer cuanto quieran,
las veces que quieran, sin límite y sin horario, pueden
encender fogatas, siempre que sea bien cerca de la playa y
lejos del bosque, tirar al blanco o despanzurrar cangrejos
con el rifle 22, meterse en las cuevas que hay en el monte,
inmensas, o jugar a lo que se les ocurra, a la hora que se les
ocurra. Nada es mejor que estar en el Cabo.
Hay otro Afuera que no tiene que ver con pasar la garita
de los militares. Ese Afuera es lo que está del otro lado del
mar, lo contrario del aquí, el adentro, la Isla Grande, de la
misma manera que el Antes se opone al ahora, o sea a Esto.
Las cosas de Afuera, como las de Antes, huelen diferente a
las de ahora y de aquí, y tienen algo distinto, que a veces hace
que los adultos bajen la voz al hablar o la alcen demasiado
y se hablen a gritos. Son mejores, pero está prohibido
decirlo. Y también hay un Norte, que es como lo mejor de
Afuera según el Gallego y lo peor según el Lanchero, el
Imperio. De Afuera lo mejor es la Unión Soviética, según el
Lanchero; Rusia, lo corrige el Gallego. La Unión Soviética.
Rusia. La Unión Soviética. Rusia. La Isleña ha inventado un
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nombre para quedar bien con todos: la Rusoviética.
Las botellas de Afuera tienen etiquetas y a veces hasta
formas diferentes a las de aquí, que son siempre redondas
e iguales. Por eso las recogen. Las tiran desde los barcos, o
quizá desde las costas de otros países y hacen un largo viaje
hasta esta playa.
Ellos empiezan a coleccionarlas. Apartan las más
vistosas, con letreros en bajorrelieve, o con formas raras.
La Isleña las usa como floreros bajo el cuadro de su madre,
la Santa. A algunas les da otros usos, como guardar puré
de tomate que ella misma hace y cambia a escondidas a los
vecinos por café, o vende a veces. Adrián mismo las lleva y
recoge el dinero o lo que sea del trueque. De eso tampoco
se habla, o del juego de la bolita, y de muchas otras cosas.
Un día hallan una botella de ron Bacardey, de Antes,
vacía, pero con su tapa. La Isleña la limpia, la seca y la rellena
con ron de aquí para hacerlo de Afuera. Quiere guardarla
para que el padre de Adrián la vea. Pero cuando cruzan
la garita, de regreso al mundo real, a Esto, el Lanchero la
descubre y rasga la etiqueta con la bayoneta que siempre
lleva al cinto.
El padre de Adrián tomaba ron Bacardey antes de Esto.
Y antes de hacerse ingeniero agrónomo en el Norte fue
representante de Bacardey. Adrián no sabe exactamente
qué significa pero debió ser algo bueno: tenía un carro del
año, llegaba a los bares y decía ‘Ron Bacardey, para todos
aquí, y va por mí’. Tiene aún el carro, un Buick de 1957,
pero ahora es chofer de alquiler.
La Isleña lee las cartas de Afuera encerrada en su
cuarto, pero antes de guardarlas llama a Adrián para que
las huela, sabe que a su hijo le gusta el olor de esas hojas de
papel celofán y el perfume de lo que se guarda. Luego las
esconde donde nadie pueda verlas. En un neceser oculto
bajo la ropa en el fondo de su escaparate. La mayoría son
cartas de la Mora, que vive en el Norte.
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Y vive en el Norte porque Antes no había Afuera y
Esto. La gente iba y venía, entraba y salía. Pero un día la
Isla Grande se cerró, así, se cerró (una isla se puede cerrar,
aunque Adrián aún no se explique cómo puede ocurrir
tal cosa con tanta costa), y se aisló, por eso se llama la Isla
Grande, porque está aislada. Los que estaban afuera, se
quedaron Afuera, y los de adentro no pudieron salir más
de aquí, de Esto.
A la hermana de la Isleña le tocó afuera, estaba en
Niuorley cuando la Isla Grande se cerró. Adrián busca
Niuorley en el mapa de la escuela, pero del Norte
sólo aparecen los contornos de los territorios en gris,
sin nombres, lo que el maestro llama un mapa ciego.
Tendrá que buscarlo en El tesoro de la juventud, que es
un libro de Antes.
El Lanchero critica que a la Isleña le gusten todavía más
las cosas de Afuera, y que además se lo diga a sus hijos.
Por eso, esta vez no se habla de recoger botellas hasta que
el Lanchero se va con Miguel de cacería. Invitan a Adrián,
que declina, prefiere la playa y la compañía de sus primas.
¿Tienes miedo? Es blandengue, como su padre, dice el
Lanchero. Cuando se van, la Isleña anuncia a los demás que
esta vez no hay campamento para nadie, van a dormir todos
en la Unidad. El edificio es tan nuevo que siempre huele a
lechada reciente, a ahora, a aquí, a Esto.
Caminan por la playa en sentido contrario al recorrido
que hicieron en la mañana. Irina y Adrián, ahora un frente
unido contra Mariana y el Lanchero. Se preguntan por el
barco. Irina por la elección de su padre, que la ignora: llama a
Mariana para que vea el barco, pero a ella no. Adrián siente lo
mismo, que el Lanchero no la trata igual, que el padre quiere
más a la primogénita.
Lo harán por su cuenta: verán el barco pasar.
Nos quedaremos despiertos hasta tarde, dice Adrián.
Encenderán una fogata y se sentarán a esperar a que
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aparezca. Sin dormir. ¿Por qué el Lanchero permite que el
barco se acerque tanto? ¿Se acerca demasiado? ¿Dónde es
el límite de las aguas internacionales? ¿Dos millas? Pero si
es verdad que se puede ver la gente sobre cubierta es que
pasa muy cerca.
Aun con los prismáticos no verías gente en la cubierta
a dos millas náuticas, explica Adrián, conocedor, Mariana
miente. O el Lanchero deja pasar el barco porque sí. Y ya.
¿Por qué?
Va y son gente de aquí, pescadores.
¿En un yate?
Todo iluminado. Hay que verlo para saber. Inventos de
Mariana.
Va y lo que tiene es una lucecita mierdera en el mástil.
Entonces ¿para qué su padre habría de despertarla? ¿Y
por qué a Mariana y a ella no?
Si el barco se acerca demasiado podrían tener acción
una de estas noches. Eso estaría bueno. A Adrián le gustaría
ver la torpedera cazar un yate de esos.
¿Y que lo hundiera y todo?, estás loco.
Caminan un rato más en silencio. Sólo un par de veces
han visto la torpedera en el mar. Y sólo una vez se subieron
a ella. Dormita en una cala entre el manglar, pintada de
camuflaje, un torpedo a cada lado, a babor y a estribor.
Zuni no sabe que existe. Todos están advertidos: a la niña
hay que cerrarle el paso si ven que alguna vez se aventura
a rondar por el manglar. La esponjita tiene sólo diez años,
chupa todo y luego lo suelta sin más, delante de cualquiera
y sin avisar. Es un peligro y hay que estar vigilándola
porque no hace caso.
Me gustaría verla en acción, y los torpedos, dice Adrián.
Ven La Furnia a lo lejos. Es como el límite de su territorio,
casi siempre los paseos terminan ahí, el promontorio rocoso y
su fuente son como una frontera natural, anuncia que se han
alejado bastante. Aquí la ola se mete entre las rocas y el chorro
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de agua intermitente sale de una pequeña caverna marina y
se vaporiza en blanco rocío en el aire, ahora con reflejos rojizos
por el atardecer. El cielo se desangra sobre el mar.
Además del Lanchero y el teniente Suárez hay siempre
un sargento y cinco reclutas. Cuando la familia del
Lanchero viene, el sargento y los reclutas salen de pase, les
dejan todo el espacio, tan contentos de irse como ellos de
llegar. La Isleña pone sábanas limpias. Sólo el Teniente, que
maneja el otro jeep militar, se queda con ellos.
El Lanchero y el teniente Suárez se conocieron en la
Rusoviética. Hubo un accidente y Suárez tuvo que regresar
antes de tiempo, el Lanchero lo rescató y lo trajo consigo a la
Unidad de Guardafronteras, es como de la familia. El Teniente
siempre silba la misma tonada, Kalinka.
Inician el regreso, caminan hombro con hombro sin
hablar, atentos a todo lo que se mueve a su alrededor. El
mar se aquieta por momentos y se oyen los cientos de
chillidos y aullidos y sonidos y grillos de la selva baja. La
noche salvaje, infinita de posibilidades. Todo puede pasar
aquí.
El hervidero de un cardumen se agita bajo la superficie
cerca de la orilla. Se detienen a observar el agua bullente,
irisada con el aleteo de cientos de peces abajo. Irina pone
el codo en el hombro de su primo y se reclina con fuerza
apoyándose en el pie contrario. Es un juego. Él tendrá que
quitar el hombro para desequilibrarla. Pero no lo hace, por
el contrario, se abraza a su talle. Se quedan así mirando el
mar. Irina se deshace del abrazo. Hay que recoger madera
para la fogata, anuncia. Echan a andar. Oscurece.
También pueden jugar lotería de cartones. Y lo hacen,
cada noche la familia se reúne alrededor de la larga mesa
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del comedor de los reclutas, sin ellos, y juegan el juego
prohibido. La Isleña lo guarda en su neceser, los cartones
y la bolsa verde con las fichas, y sólo sale de casa cuando
vienen al Cabo donde pueden jugar a sus anchas. Son diez
juegos de tres cartones cada uno. Juegan a la pinta, la pata,
el centro y la lotería. Todas son de a peso menos la lotería,
que es de a dos pesos. A veces suben la apuesta, con billetes
hasta de quinientos. Son pesos Monopolio, no tienen valor
fuera del juego, Afuera, aquí o allá.
Cantan el número por la charada, que los adultos se
saben del uno al cien y Miguel, Mariana y Adrián casi se
la aprenden, pero no Zuni, ni Irina, ni Sanya. Hay que
traducir para ellos y Zuni se enfurruña.
Uno, caballo. Dos, mariposa. Tres, marinero. Cuatro,
gato… y está el ocho que es muerto y el ochenta y ocho
que es muerto grande y el cuarenta y cuatro, año del cuero
y el sesenta y seis, pareja de yeguas. Nadie sabe de dónde
salieron esas asociaciones, algunas muy raras, es un juego
de Antes. Algunos números son varias cosas a la vez.
Entre número y número se intercala el juego que ha
propuesto Miguel. Nadie le hace mucho caso al principio,
así que él decide dar el ejemplo. Pregunta, hace como
que titubea, y se contesta a sí mismo: a mami, anuncia, él
salvaría a su madre. Es sólo un juego, lo juegan los de su
año, último de secundaria, como la botella, acota, mira a
su padre, trata de convencerlo de que se meta al ruedo. Es
fácil, el primero que te venga a la mente, sin vacilar, sin
pensarlo dos veces.
Concéntrate en la lotería, dice el Gallego.
A Zuni, dice la Isleña riéndose, ustedes saben nadar.
Pues claro que a mí, dice Zuni. Y me van a dejar cantar
ficha o no juego más.
Le permiten jugar con la condición de que no cante la
lotería, le prohíben que toque la bolsa con las fichas, que
debe pasar de un jugador a otro cada nueva ronda. No se
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sabe la charada; pero igual saca una ficha y dice: "galleta",
"colchoneta", "metralleta", o lo que le venga en gana. "¿No
saben qué es? Pues yo sí", dice, y coloca la ficha en su cartón,
entonces ven el número y quien está a su lado lo anuncia en
voz alta. Saca otra ficha "Mierda de chivo", anuncia. A veces
hace reír, al final desespera. La Isleña adora que su hija haga
tales payasadas y aquella lo sabe, las hace para ella.
No vas a cantar nada, le dice Miguel, le arrebata la bolsa.
Zuni lo mira con artístico desprecio. Y hace el anuncio
oficial: no juega más. Miguel se encoge de hombros. Mete la
mano en el saco, anuncia el veintitrés. Pinta, dice la Isleña,
recoge sus cinco pesos de Monopolio. Lo hace con suma
satisfacción, como si fueran de verdad.
¿Ysi estuviéramos quemándonos en lugar de ahogándonos?,
dice Adrián.
Igual, ella salvaría a Zuni, es la más chica, la que ha
vivido menos, hay que darle más chance.
Mariana elige a su padre y a Irina. A la vez.
El Lanchero está afuera, en el faro. No juega lotería, alguien
tiene que quedarse de guardia, alguien tiene que cuidar las
fronteras de la patria, dice. El Teniente se queda a jugar, pero
no se quita la ropa de camuflaje, no se sienta, y lleva el AK
terciado a la espalda. No se vale, dice Miguel, sólo puedes
salvar a uno a la vez. Mariana se defiende: puede agarrar a
Irina de un brazo y a su padre del otro al mismo tiempo.
Te caes tú al agua, ya elegiste, Irina se ahoga.
Canta la lotería de una buena vez, le dice el Gallego.
Miguel mete la mano en la bolsa y saca una ficha.
Mariposa, anuncia. Sanya le pregunta a Mariana a su lado.
El dos, traduce Adrián. Miguel mete la mano en la bolsa:
pájaro. El cuarenta y siete, traduce Mariana. Ya deja la
charada y canta por número, dice la Isleña, señala a Sanya.
¿Tú a quien elegirías? Ya dinos, conmina Mariana al
Gallego. Todos guardan silencio.
Si vuelven a preguntarme eso no juego más. Están
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advertidos. Una vez más que me pregunten y me levanto
y me voy.
Pero Miguel no está dispuesto a que le boicoteen su gran
juego. Para desviar la atención de su padre le pregunta a
Irina: ¿Tú a quién?
A Mariana y a mi madre.
A Mariana, o a tu madre, escoge.
Irina dice que no con la cabeza.
Dijiste a Mariana primero, y quedamos que sería el
primero, así que Sanya se ahoga. Canta ficha, le grita
Adrián, empiezan a fastidiarle Miguel y sus reglas.
Sanya ha pasado de rusa blanca a bolchevique, está
roja como un tomate. Adrián quiere salvarla, pero no sabe
cómo. Siempre quiere salvarla, la defiende. Saca otra ficha,
le dice a Miguel.
El treinta y tres.
Tiñosa, traduce Mariana.
A Adrián no se le ocurre otra cosa que preguntar: ¿Y
Sanya a quién salvaría?
Sanya duda en responder: A Irina, claro. Una madre siempre
salva a su hija, no importa si ella no salva a su madre. Y sonríe.
Triste. Irina no levanta la cabeza de su cartón.
Zuni se va chancleteando.
Miguel le pasa la bolsa a su hermano y lo emplaza, es su
turno de escoger a quién salvar. Mariana lo secunda, dale,
di. Adrián sólo ve a Sanya ahora mientras sacude el saco de
las fichas. Arrinconada, indefensa, sólo su hija junto a ella,
pero tampoco de su lado. Y está el Gallego, por supuesto,
lo salvaría a él primero que a nadie, no tendría la menor
duda. "A mi profesora de marxismo", dice. Le sonríe a
Sanya, pero a la vez señala a su padre.
Miguel explota, nadie ha jugado como debe ser, todos
hacen lo que les da la gana. Para acallarlo, la Isleña le hace
señas de que le pregunte a Zuni. Han juntado tres literas
para el juego y se sientan en los bordes, los cartones frente
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a ellos y el dinero falso al centro. Zuni ha ido a acostarse
en una litera contigua, se pone a hacer sus caricaturas con
globos de diálogo en las que todos dicen barbaridades, con
iguanas por brazos y cosas por el estilo.
Zuni, le gritan, ¿a quién salvarías?
Su juego no me gusta, váyanse a la mierda.
El Gallego, que la reprende todo el tiempo por su lengua
sucia, no le dice nada ahora. Por el contrario, hace un gesto
de aprobación.
Adrián saca ficha. Caballo, dice.
El uno, dice Sanya. Claro, el Caballo tiene que ser el
uno. Se ríe de su chiste rusoviético. Pinta, dice la Isleña. El
uno es su número de la suerte.
Está loca, dice la Isleña en sus mejores momentos,
puede que sepa mucho marxismo, pero nada más. En los
peores dice: lo que pasa es que esa mujer no tiene cabeza.
Y cuenta esta historia para probarlo. Cuando Sanya llegó
la primera vez, traía a Irina envuelta en siete capas. No
había forma de hacerle entender que no estaban en el
Polo, porque camarada y todo es una guajira de monte
adentro, de los hielos árticos, y se le nota. (En realidad,
Sanya es de Leningrado, pero la Isleña echa a todos los
camaradas en el mismo saco, desde los Países Amigos
hasta la Península de Kamchatka, incluidos chinos y
mongoles). No había manera de que sacara a la criatura
de aquel envoltorio, que era como una matrioshka o una
pequeña momia, la podías poner de pie y no se caía de tan
apretado el bulto, sólo la carita colorada de Irina fuera,
diciendo con los ojos desorbitados sáquenme de aquí. Y
la Isleña lo hizo. Esperó a que la rusoviética se metiera a
su baño semanal y luego a que saliera para mostrarle el
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cuerpo lleno de pústulas y escaras de su hija. Por si no
fuera suficiente, puso a Adrián al lado de Irina para que
la madre comparara.
Bañarnos todos los días, le dijo, era lo que hacíamos en
la Isla Grande, y airearnos. Hay días que hasta dos veces,
mucho calor. Es lo que se usa aquí para quitarse el churre. Y
la peste. Agua y jabón, no Moscú Rojo, ni Estrella Roja, ni la
balalaika roja, nada de perfumes, terminas apestando más,
huélete. Así se dice en español, peste, pestoski a culoski,
querida mía.
Sanya la mira atónita y la Isleña se ríe en su cara:
No entiendes ni hostia ¿verdad?
Tenían que regresar a Rusoviética un tiempo más, así
que el Lanchero le pidió a la Isleña que enseñara a su mujer
a cocinar comida a la isleña. Sí, pero tiene que venir bañada
todos los días, fue la condición. Le enseñó también más
palabras en español. Y a reír, dice, antes se reía en rusoviético,
con esa cara de agobio de sus películas, ni bailando se ríen.
Si algo se puede decir a favor de Sanya, sin embargo, es que
aprende fácil.
Después volvieron para quedarse, Sanya doctorada
en Filosofía con treinta y dos años, y con Irina de siete,
y el Lanchero con grado de oficial de la marina. Ya para
entonces había otros rusoviéticos, tenían su propio círculo,
su edificio, sus carros y su portero que no dejaba pasar
a los isleños. La gente empezaba a referirse a ellos como
los bolos, que era una manera de decir que eran toscos,
informes y sucios, osos siberianos, aunque algunos eran de
Moscú, de Europa, y no campesinos de los hielos árticos.
Sanya no era bola, era suave y blanca como la luna, salida
de una pintura. En su gran amor secreto por ella, Adrián
anhelaba protegerla, que el Lanchero la amara, la tratara
bien, y probablemente un día se le borraría aquella tristeza.
No se siente bien aquí, dice la Isleña, extraña Rusia.
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Desde el barandal en lo alto del faro, el Lanchero observa
el mar con los prismáticos, vigila los confines de la Isla Grande.
Pero nunca han visto nada sospechoso.
Si hubiera algún peligro no los traería aquí, dice.
¿Entonces qué mira tanto?, dice el Gallego.
Al inicio de Esto (para Adrián era como siglos atrás)
había bandidos en el Cabo, venían de Afuera. Hubo que
combatirlos. El Lanchero estuvo aquí, tenía veintidós años.
Pero incluso entonces nunca nadie había atacado el faro. Y
ahora todo lo que se acerca a esta parte de la Isla Grande
lo captan en el radar mucho antes de que entre en aguas
nacionales.
No hay de qué preocuparse, dice, nuestras costas ahora
están bien vigiladas. Y para demostrarlo, juega al taco con
sus sobrinos y sus hijas en la playa en lugar de seguir
todo el tiempo rastreando barcos fantasmas, infiltrados,
invasiones. En ocasiones dibuja, se reclina en el tronco de
una uva caleta, los prismáticos a un lado, y pinta paisajes a
lápiz en una libreta en blanco con trazos precisos. Ha hecho
retratos de Irina y de Mariana, y de todos, más de una vez,
menos del Gallego, que no se deja. Sólo en una ocasión lo
dibujó, con frac y sombrero de copa con barras y estrellas
y una barbita de chivo, pero al Gallego no le hizo ninguna
gracia y rompió el papel y lo tiró en la playa.
Entonces, si no vienen barcos ni enemigos ¿qué
sentido tiene que esté allá arriba tanto tiempo oteando el
horizonte, llevándose los prismáticos a la cara, mirando
un mar vacío por el que nada más cruzan pesqueros,
barcos viejos, pequeños, herrumbrosos, y sólo lejos, muy
lejos, pasan los buques, apenas un punto en el horizonte?
Si no hay ningún peligro ¿por qué el Lanchero siempre
está tenso, nervioso, como si algo estuviera siempre a
punto de suceder? Antes estaba todo el tiempo con ellos,
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ahora, incluso cuando los acompaña en el juego o cuando
se mete en el mar con los demás, su mente parece estar en
otra cosa, como esperando algo.
Busca una sirena, dice la Isleña. Y se ríe.
Adrián lee a la luz de una linterna que cuelga sobre su
hombro derecho y mira de reojo a su prima, sus senos, su piel
asoleada. Mariana pincha los pedazos de carne de venado con
una rama seca y la sostiene sobre la llama hasta que la grasa
sisea, es el punto del recalentado.
Hace menos de dos años todavía el cuerpo de las mujeres
le parecía ridículo, deforme. Ahora esas deformidades lo
electrizan. Son más bien curvas, ondulaciones, de las que
emana un perfume, dejan un rastro en el aire, en los días, en la
luz que toca todas las cosas.
Irina observa las estrellas. La brisa se ha ido, llegan
los jejenes y los manotazos, el fuego ha dejado de crepitar.
Adrián lo atiza y vuelve a su libro.
¿Hay o no semillas de marañón?, dice Mariana.
Tío dice que son para mañana, dice Adrián.
¿Y si las queremos hoy?
Ve y dile, le espeta Irina, tú eres la niña linda de papi.
Siempre se detienen en el radar antes de recorrer el
último trecho hasta aquí, hacen sus necesidades, curiosean
en las pantallas inmensas e incomprensibles y recogen las
semillas de marañón que el Teniente Suárez ha guardado,
una canasta grande, como las de huevos, pero rellena de
semillas. En la playa, las colocan sobre la fogata en una
plancha de zinc hasta que la corteza resinosa se incendia
con llamas repentinas de las que se desprende un humo
tóxico. Entonces extinguen la hoguera con arena, retiran la
corteza carbonizada y extraen la nuez dorada. Es un festín;
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el suave olor de las semillas de marañón asadas encierra un
círculo íntimo alrededor del fuego.
Sin responder a la pulla, Mariana se levanta y enrumba
hacia la Unidad.
Trae el repelente, le grita Adrián.
¿Crees que pase el dichoso barco?, dice Irina cuando su
hermana se ha alejado.
Quién sabe, dice Adrián.
Mariana regresa con Miguel y la cesta con semillas de
marañón. Miguel propone jugar a los caballos. Se meten
en el agua que se aquieta con la noche y rebrilla bajo la
luna. Hacen las parejas, Irina y Adrián, Miguel y Mariana.
Los hermanos mayores tienen más fuerza, los menores son
más ágiles. Irina es delgada, una espiga, pero la gimnasia
la hace más fuerte. Gana el que logre desmontar a la pareja
contraria, pero son las jinetes, arriba, las que empujan, los
caballos sólo aferran fuertes sus piernas y no las sueltan
hasta que la zambullida es inminente.
Irina, quizá atizada por los celos, está hoy más fuerte
que nunca, ganan los tres primeros, luego caen dos veces.
Ahora sólo se escuchan los jadeos y el chapotear de los
cuerpos con pálidos reflejos lunares, y va otra ronda, hasta
que tienen que descabalgar, extenuados. En la segunda
vuelta cambian parejas, pero Adrián ha perdido impulso,
el cuerpo de Irina se ajusta mejor sobre sus hombros, la
piernas ceñidas al costillar de su cabalgadura.
Miguel e Irina ganan ahora. Termina el juego. Vuelven a
la hoguera. Sacan las semillas del fuego, las machacan para
eliminar la corteza quemada y van poniendo las nueces en
un jarro de peltre. Se quedan con una parte y Miguel se
lleva otras para su madre y Sanya. Mariana se va con él
y por más linternas para dar un recorrido por la playa en
busca de tortugas.
Si ven una, la voltean. Miguel regresa entonces por el
Teniente, traen el machete, los cuchillos y la Makarov y se
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encargan de ella, Adrián espera siempre el disparo mientras
se aleja. Las primas tampoco asisten al espectáculo. Han
volteado a tres que él recuerde. Una estaba desovando,
esperaron a que terminara, la encontraron cuando iba ya de
regreso. Después el nido. Trató de correr, lo más que puede
una tortuga. Le cerraron el paso casi ya en el agua.
Esta noche no tienen suerte. Pero Adrián va a matar una
picúa mañana, anuncia, espera que Miguel lo secunde.
¿Una picúa? ¿para qué? No comen la picúa por el miedo
a la ciguatera. Adrián se encoge de hombros. Langostas,
dice Irina, coge muchas langostas. Sí, trae langostas, dice
Mariana. Déjame ir contigo, dice Irina. Se acerca, lo toma
del brazo y señala con disimulo, sólo para ellos dos, el
punto de luz que atraviesa la negra lejanía del océano.
Yo me voy otra vez a cazar con tío mañana, anuncia
Miguel.
¡El barco!
Están ya de regreso, casi a un kilómetro de la
Unidad, aún no es medianoche, ni siquiera las once, se
ha adelantado. Hay que verlo con los prismáticos, dice
Mariana y echa a correr. Irina sale tras ella.
Adrián y Miguel ni siquiera apuran el paso, siguen
caminando por la playa, aún está lejos. Y tampoco parece
que vaya a pasar tan cerca de la costa, es apenas una isla de
luz en la noche, pero sin contornos visibles.
¿Qué barco es ese?, dice Miguel.
Un barco. Yo que sé.
Irina dijo ‘el barco’.
Es un yate, Mariana lo vio cerca hace unos días con el
Lanchero, pero le dijo que se callara.
Cuando llegan a la Unidad, Irina y Mariana están en lo
alto del faro observando con los prismáticos. Los llaman. El
Lanchero no está. Ha salido en el jeep al atardecer y no ha
regresado. El Teniente está a cargo.
Adrián toma los prismáticos, es su turno. Hay cinco
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personas en la cubierta, cuatro en la popa, alrededor
de una mesa, y otra en la proa. Una mujer, también con
prismáticos, su mano en alto, como si saludara. Adrián
responde al saludo. Es el turno de Mariana. Observa,
saluda. El barco navega. La luz se aleja.
Adrián no tiene miedo y es un cazador tenaz, al menos
mar adentro. El tío y el hermano a veces regresan de sus
cacerías sin nada, él nunca. Cuando menos, trae una ristra
de colas de langosta, reinas en la mesa, aunque demasiado
fáciles de matar.
A veces incluso va primero por las langostas sólo
armado de un bichero. Pululan entre las primeras rocas,
muy cerca de la playa. Nadie pesca en estas aguas, excepto
ellos. Cuando sienten su presencia, reculan hasta cualquier
oquedad. Adrián mete el bichero por debajo —un gran
anzuelo de pesca mayor soldado a una varilla de acero—
y las engancha de un tirón. Agarra la cola en una mano y
la cabeza en la otra y retuerce hasta que siente el crac del
cuerpo al partirse en dos.
Le enseña a Irina cómo hacerlo. Entran en el agua con el
bichero y los guantes. Cuando llegan a las rocas, Sanya los
alcanza. Viene de regreso de su larga jornada mañanera de
natación. Se adentra tanto en el mar que la pierden de vista,
nada kilómetros, sólo con un visor y un esnórquel. Según
el Lanchero, en Rusia atravesaba un lago de aguas heladas,
donde él no se atrevía a meter ni un pie, de ida y vuelta. Se
queda con ellos, Adrián le muestra cómo ensartar las colas de
langostas en un espolón sujeto a una cuerda de nailon. Bajo
el agua su cuerpo es aún más blanco, y sus senos ondulan.
Cuando Irina engancha la primera langosta, Adrián les
explica cómo Sanya debe sujetar el bichero mientras ella,
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que lleva los guantes, arranca la cola. Las deja solas y se
adentra un poco más en busca de un pez grande, un buen
pargo, quizá hasta una guasa. O una picúa, abundan aquí,
es su reino, y las del Cabo son de las más grandes, crecen
sin enemigos.
Carga la escopeta, una neumática italiana, parte del
arsenal que el Lanchero ha traído de Rusoviética, pero
que nunca ha usado. Fuera de aquí está prohibida la pesca
submarina en toda la Isla Grande, pero Adrián y Miguel
pescan con escopetas de ligas compradas de contrabando.
Adrián ha crecido en el mar. En el silencio bajo la
superficie, el sonido apagado del arpón cuando traba en
la pestaña suena a música en sus oídos, anuncia la batalla.
Pero aún más le agrada el chasquido del disparo y el
sonido seco de la espina dorsal del pez al romperse. Si el
arpón hace blanco en el centro del cuerpo, justo detrás de
la agalla, la muerte es sólo un ligero temblor.
A diferencia de las aves, o los venados, o los puercos,
no siente la agonía del pez, no le produce tal desasosiego
verlos saltar y retorcerse y sangrar a borbotones. Su estertor
es rápido y deja sólo un breve hilillo de sangre que en un
instante se ha diluido en al agua.
No es blandengue, por el contrario, es más fácil matar
como lo hacen ellos, sus presas son indefensas. Una picúa,
si él comete un error, puede matarlo. Hay sobradas historias
de gente que se ha desangrado sin llegar a la orilla después
del ataque de una picúa. Nadan a media agua, un torpedo
gris y blanco, un cilindro de un metro y medio de puro
músculo y un par de colmillos inferiores que atraviesan la
mandíbula superior de un lado a otro. A veces es posible
percibir su presencia por el chac chac chac de los colmillos,
incluso antes de verla. Vagan indiferentes hasta topar con
un cardumen. O con un ser humano; entonces actúan de
manera singular, son curiosas, y ese es su punto débil. Se
acercan lo suficiente; bien trabajadas, terminan por dar un
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blanco fácil. Pero también contraatacan, lo que no hace casi
ningún otro pez.
En el primer contorno de las rocas la ve nadar cerca
de la superficie. No es de las más grandes, menos de
un metro. Adrián se acerca despacio. La picúa lo ve y
empieza a nadar hacia él. Es una suerte de danza, le atrae
el brillo metálico de la espoleta, pero como no entiende
del todo la figura que se despliega frente a ella, lo
observa con atención, siempre de frente. Si Adrián trata
de nadar hacia un lado u otro, la picúa hace lo mismo,
como si de un juego se tratara. Pero no es un juego, en
un instante puede estar sobre ti, nunca se sabe cómo van
a reaccionar. Dispararle así es, casi seguro, errar el tiro y
tenerla encima en un abrir y cerrar de ojos.
Hay que hacer que se desplace hacia un lado y dé un
tiro mucho más seguro, usar un señuelo. Para eso Adrián
lleva bajo la trusa la punta de una cuchara cortada. Están
frente a frente; Adrián apuntándole todo el tiempo con el
arpón por si se lanza, la picúa nadando en un mismo sitio,
moviéndose sólo lo suficiente para mantener siempre la
distancia exacta entre ellos. Si el agua estuviera revuelta, si
hubiera poca visibilidad podría atacarlo, pero en esta agua
cristalina el animal percibe las dimensiones del cuerpo
de su oponente, y cientos de miles de años de memoria
genética le dictan no atacar algo más grande que ella. Sólo
los tiburones, dicen, no se atienen siempre a esa regla.
Adrián saca el óvalo de la cuchara cortada. Patalea
suavemente para recuperar la horizontalidad. Sin dejar de
observar a la picúa, coloca la escopeta en ángulo de cuarenta y
cinco grados respecto a la superficie, cerca de su cuerpo, saca
la mano del agua y lanza la cuchara al aire.
Con un impulso mecánico, la picúa rota e inclina su
cuerpo atraída por el objeto ondulante que baja meciéndose
en el agua.
Dispara antes de que la picúa inicie su descenso
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inquisitivo, el arpón la atraviesa limpiamente. La picúa se
disloca, se arquea y tiembla a la vez en un rápido estertor.
Una muerte inútil, sin embargo, un trofeo que llevará hasta
la playa sólo para que lo vean. Y nadie le hace mucho caso.
Tiene una manera cómica de pronunciar la ene como
una ligera eñe, y una erre suave (Adrián la imita para
hacerla reír) y una bata de casa de color azul claro que por
momentos enmarca la silueta de su cuerpo y, a trasluz, la
dibuja, en tardes de lunes, cuando va con ella a sus clases
de filosofía. Marxismo, lo corrige Sanya.
A los doce años ha dejado atrás ya a Julio Verne y a
Agatha Christie. Le atrae la filosofía, o la palabra filosofía
y el apelativo filósofo, ahora quiere ser eso, que la gente
diga: ahí va el filósofo. Se lo hace saber a ella, y que guarde
el secreto.
El método es fácil: Sanya le da libros a leer como tarea
y Adrián hace todas las preguntas que se le ocurren sobre lo
leído. Ella elige los libros que cree adecuados; él la sorprende
con preguntas que ella no espera. Se infla con sus halagos.
Mira su cuello blanco, busca sus senos en cada oportunidad,
con rápidas miradas. Indaga sobre la Crítica al programa de
Gotha, que ella no le ha recomendado, pero ha caído en sus
manos.
La ve cada lunes, entre las cuatro y las seis de la tarde.
A las siete Sanya da clases de marxismo en la Escuela del
Partido. El Lanchero nunca está, siempre en el Cabo, a veces
hasta un mes sin regresar. ¡Para qué se trajo a esa pobre mujer
para acá para tenerla siempre ahí sola en esa casa tan grande,
dice la Isleña. Y la invita a comer, a estar más tiempo con ellos,
somos su única familia, dice. Y Adrián aprecia que su madre
sea tan comprensiva.
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Las primas tampoco están a esa hora, ambas tienen
clases en el turno vespertino. Sanya responde gustosa a sus
preguntas, o contesta con otra sin dejar de hacer lo suyo.
Estudia, hace anotaciones en tarjetas. Adrián la mira de
reojo, la sigue por toda la casa. Ella le pregunta cómo se
dice algo en español y lo anota en sus tarjetas.
A veces, mientras se baña, deja la puerta entreabierta
para que sigan filosofando. Corre la cortina. Adrián observa
la silueta que se mueve detrás de ella. Cuando finalmente
cierra la ducha, él da marcha atrás y se aleja.
Sólo una vez, casi sin pensarlo, empuja la puerta y
entra con aire despreocupado, con una pregunta en los
labios. Sanya está secándose, con un pie sobre el borde
de la bañera, inclinada hacia delante, frotando con la
toalla la parte inferior de la espalda y las nalgas. Se cubre
instintivamente. Sal del baño, le dice, no he terminado.
Pero Adrián ya está fuera, ha captado la imagen. La ha
guardado bien y la convocará una y otra vez.
A veces Sanya se rasura las piernas hasta la altura de
los muslos mientras le explica, es un ejemplo, las leyes de
la dialéctica aplicadas al materialismo histórico. Después
se frota una de esas cremas muy olorosas que compra en el
edificio de los rusoviéticos. A Adrián le atrae su blancura,
como de estatua, y su pelo rubio, su nariz, y que sea filósofa,
y mujer de su tío, pero no el olor de sus cremas.
El rugido del motor de la torpedera llega desde el
manglar. Sólo por esta vez, anuncia el Lanchero. Y no es de
juego, se trata de una acción de inteligencia militar. Habla
siempre en ese lenguaje, encomienda misiones tácticas,
sus hijas y sobrinos son zapadores, hacen exploraciones,
se preparan para destruir al Enemigo Imperialista, llevan
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mensajes cifrados entre él y el Teniente. El comando Alfa
tiene la misión de explorar en busca de un nido de tortugas,
apoyo logístico para el desayuno, prohibido regresar sin
huevos, cuatro por lo menos. El comando Katiushka lavará
los cacharros, se quedan a cuidar la Unidad.
Ése será el comando Cenicienta, dice Zuni, yo no
estoy ahí.
Mejor, nos casamos con príncipes, dice Irina.
Cavan entre todos una trinchera en la arena de un metro
y medio de profundidad, uno de ancho y diez de largo.
Aprenden a armar y desarmar el AK. Una vez, también
sólo una vez, disparan con balas de salva, y en la noche el
Lanchero lanza una ráfaga de balas trazadoras. Dura sólo
un instante, pero es algo salvaje, produce un momento de
euforia el olor que deja en el aire, el trazo incandescente
sobre la oscuridad del mar, el tableteo letal.
Pero esta vez el comando Katiushka no tiene ninguna
intención de dejar a los hombres partir solos. Exigen que
el comando Madres Guerrilleras se quede a cargo, ellas
quieren ir también en la torpedera.
Es una misión sólo para hombres, anuncia el Lanchero.
Pues yo soy hombre, dice Zuni, y hace un gesto de
agarrarse los huevos.
Tú lo que estás es echada a perder.
Pero el comando femenino ya está abordando, Zuni
tiene esa nociva capacidad para resquebrajar la disciplina
del batallón. El Lanchero se pone al timón, el Teniente en
la popa. Arrancan y en cuestión de segundos vuelan sobre
el agua. Irina, de pie, con el equilibrio que los demás no
tienen, estira los brazos como si de verdad volara. Adrián
observa su cuerpo delgado y el viento en su pelo. Mariana
ríe con la alegría repentina que da la velocidad, el mar
abierto, también Miguel. Adrián siente como si estuviera
en una película de la que es actor y espectador a un tiempo.
Lo saca de ese estado de ensoñación la llamada del
33
Teniente. Se turnan él y Miguel aprendiendo a conducir el
monstruo. Es mucho más fácil que manejar un carro. Lo más
difícil es maniobrar para el atraque… Y de repente están a
punto de llegar. El Lanchero toma de nuevo el timón.
Hay una boya, una plataforma blanca cuadrada, de
plástico, como de tres metros, con un domo en el centro,
anclada con cuatro cadenas al fondo. Atado al domo,
con una cuerda azul de nailon, hay un paquete forrado
con incontables vueltas de cinta adhesiva. El Lanchero
lo desata, lo tira sobre la borda, abre con llave el único
compartimiento de la lancha, y lo guarda. Irina pregunta.
Secreto militar, anuncia el Lanchero. Pueden diferenciar
cuando lo dice en broma, y no es el caso. El tono de su voz
indica que no vale la pena insistir. Ya de por sí la palabra
secreto convoca al silencio, pero cuando se trata de un
secreto militar todos saben que no hay nada que hacer, es
algo muy serio sobre lo que no se hablará más por ninguna
razón. Demostrar que son de fiar, que pueden guardar un
secreto, ha sido desde siempre una de las exigencias de ser
parte de esta familia.
Pero para guardar un secreto primero hay que
conocerlo, y el paquete cerrado no les dice nada. El
Lanchero les ordena bajar en la playa frente al faro, él y
el Teniente llevarán la torpedera hasta la cala. Adrián se
demora en la playa, retiene a Irina del brazo, la sonsaca,
hay que ver si abren el paquete. Caminan por la playa. Se
meten por un pasadizo que lleva hasta la cala por la orilla
opuesta al faro. Corren apartando las ramas crecidas
con las lluvias, se agazapan. Llegan a tiempo para ver
al Lanchero inclinarse y abrir el compartimiento y sacar
la bayoneta, pero no ven el contenido del paquete, sólo
la hoja que atraviesa la envoltura. El Teniente se le une,
observan brevemente (no queda a la vista para ellos),
luego el Lanchero lo devuelve al compartimiento y lo
cierra. Atracan la lancha y la amarran de un lado y otro
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con gruesas cuerdas. Se marchan. El secreto militar se
queda guardado en la lancha, el comando Cotorra Verde
tendrá que develarlo por sus propios medios. La agente
secreta asiente sin palabras.
Irina ha sido elegida entre cientos de candidatas para
estudiar en el Ballet Nacional de la Isla Grande. Y aunque
nunca antes pareció interesada en el ballet ha dicho sí,
será ballerina. No ha faltado quien le advierta que estará
mucho tiempo lejos de su familia, que el ballet es una de las
carreras más duras y difíciles que existen, y que muy pocas
llegan a ser primeras bailarinas. Ningún argumento parece
disuadirla.
Adrián no quiere que se vaya. Es como esos juegos
que aunque puedan jugarse pierden sentido si falta
un jugador o una pieza. Además, el ballet es aburrido.
Pero ella lo lleva en la sangre, dice el Gallego, las rusas
siempre han sido grandes bailarinas.
El Gallego quisiera que Irina fuera su hija. Es su
padrino, otro secreto familiar, la bautizaron a escondidas,
para que no se supiera; el Lanchero y Sanya podían tener
grandes problemas con el Partido si se llegara a saber,
hicieron jurar al cura que no lo diría jamás, sólo con esa
condición la bautizaban.
Echa a correr por la playa y comienza una secuencia de
saltos mortales, volteretas y figuras para que el Gallego la vea.
No lo hace nunca para los demás, aunque le rueguen. Como
si el Gallego y no el Lanchero fuera su padre.
De los cuatro sólo Irina tiene abuelos, rusoviéticos, pero
abuelos al fin, los demás no conocieron a los suyos. Bien
visto, son una familia extraña. El Lanchero es como una
sombra que entra y sale de casa; cuando está trae consigo
35
la diversión, pero no está la mayoría del tiempo. El Gallego
está, pero es como si no estuviera.
Se sientan en la playa, están todos ahora. Después de
verla un rato, animados por los adultos, los demás se ponen
a dar brincos también, hasta Miguel, y Zuni, por supuesto,
torpes al lado de Irina. Sobre todo Mariana, cae una y otra
vez como fardo en la arena sin despegarse apenas del
suelo. Sus pronunciadas curvas no van con este espíritu
del aire en el que su hermana se siente como en casa, por
lo menos en esa hora de la tarde en que toda la familia está
reunida para verla, como si se hubieran puesto de acuerdo
para festejarla en una improvisada despedida, una límpida
tarde de agosto.
Adrián siente una íntima complicidad con su prima.
Y algo de celos.
Adrián y Mariana prueban el alcance del walkietalkie. Mariana se aleja por la playa con un aparato. Aquí,
agente Delfín llamando a la Unidad, cambio. Adrián
en lo alto de la torre del faro, arriba, con el otro, aquí,
agente Carey, te escucho agente Delfín, cambio. ¿Cómo
es la recepción, agente Carey, cambio. Recepción buena,
cambio. Agente Carey ¿a quién quieres más, a Irina o
a mí?, cambio. A las dos, cambio. Yo creo que quieres
más a Irina, agente Carey, cambio. No, a las dos igual,
cambio. ¿No un poquito más a mí?, cambio. Bueno, un
poquito más a ti, cambio. ¿Pero te gusta más Alicia mi
amiga, agente Carey?, cambio.
Mariana levanta la mano como si saludara, Adrián
puede ver su risa. Agente Delfín, es que Alicia es como
una dama antigua, como una de esas mujeres de las
pinturas en el Atlas de Historia del Arte, es como una
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diosa, agente Delfín, cambio. ¡Qué romántico eres, agente
Carey! ¿Y yo no soy como una dama antigua?, cambio.
Eres la más bella de mis primas, agente Delfín, pero no
eres como una dama antigua, cambio.
Agente Delfín ¿me escuchas?, cambio.
La ve darse vuelta, camina de espaldas y de frente
a él ahora. Tiene el auricular junto a la boca, pero no
llega ningún mensaje. Le hace un gesto con la mano. No
responde.
Agente Delfín ¿puedes escucharme?
Te escucho, y bien, Carey. Iba a darte una sorpresita,
pero como a ti nada más te gustan las damas antiguas, te
jodiste, agente. ¿Qué sorpresita, agente Delfín?, cambio. Ya
pasó, no puede ser, te la perdiste. ¿A cuánto estamos?, haz
un cálculo, Papá dice que esto tiene alcance hasta de dos
kilómetros, cambio. Estamos casi a un kilómetro, agente
Delfín.
Se aleja otra vez caminando de frente, y dándole las
espaldas. De nuevo silencio. ¿De verdad estará molesta
porque no la considera tan bella como su amiga?
Agente Delfín, por lo menos infórmeme cuál era la
sorpresita, cambio. Ya pasó, Carey, no va a haber sorpresita,
dile a la dama antigua que te la dé, ¿Me ves bien, agente
Delfín?, porque yo ya casi no alcanzo a verte.
Yo tampoco a ti, agente. El biquini sí porque es rojo.
¿A cuanto estamos ahora, agente Carey?, cambio. Más
de un kilómetro, agente Delfín, cambio. ¿Y nada más ves
el biquini, agente Carey?, cambio. Es lo que más se ve,
pero te escucho bien todavía, agente Delfín. Yo también
te escucho bien, agente Carey. ¿Y si me quito el biquini,
agente Carey? ¿Ya no me ves entonces? Me lo voy a
quitar. Me quité la parte de arriba, agente Carey, pero
no puedes verme. Mira, lo tengo en la mano, Carey, ¿lo
ves, o no lo ves? Ahora me voy a quitar la parte de abajo,
agente, se siente muy rico que te dé el sol y el aire en
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todas partes. Pero tú no me puedes ver, agente Carey,
porque estoy muy lejos. ¿Me ves? Casi no te veo, agente
Delfín, pero no te has quitado nada, te estás haciendo la
graciosa.
No está seguro de verla. O si sólo la imagina desnuda,
si las piezas del biquini son ahora dos puntos a su lado en
la arena, si está de frente o de espaldas, es difícil precisarlo,
pero igual llega la erección, así que mira en derredor. Del
otro lado de la Unidad, Irina y Zuni juegan voleibol junto
al faro. Sanya está en el agua cerca de ellos, Miguel lee,
la Isleña debe estar dentro de la Unidad, El Lanchero y
el Gallego han ido al radar, el Teniente quién sabe dónde
anda.
¿Estás ahí, agente Carey?, cambio. Te escucho, agente
Delfín, cambio. Estoy en cueros, mi Carey ¿Me ves?, cambio.
No, no puedo, agente Delfín.
¿Y por qué no usas los prismáticos, agente Carey, para
que te me ponga al alcance de la mano y me puedas tocar.
Es que están adentro, Delfín.
Búscalos, agente, antes de que me meta al agua. Ahora
estoy afuerita. Encuera. Y bailo. Y bailo. Y bailo. Así.
Voy por ellos, agente Delfín, no te metas todavía.
¿Quieres ver cómo bailo agente Carey?
No te metas en el mar.
Ya los tengo.
Te estoy viendo.
Quiere llevar la mano a su miembro, sacudirlo, pero
tiene en una los prismáticos y en la otra el walkie-talkie. Y
abajo están todos.
¿Me sigues viendo, agente Carey? Ya me voy a vestir.
Hay dos juegos de llaves, el del Lanchero tiene un
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llavero con una bandera rusoviética y otra de la Isla
Grande, astas cruzadas. Esperan a que baje a almorzar,
después de los demás. El Teniente lo releva.
Adrián le da conversación al Teniente, indaga sobre los
límites de las aguas internacionales. Irina sube a hurtadillas
y toma las llaves. Se encamina hacia el manglar por la playa.
Adrián baja, rodea la Unidad y emprende la carrera. Llega
a la torpedera antes que Irina. La ve avanzar por el sendero
apartando ramas, con movimientos de ninja y una sonrisa
de mírame, furtiva soy. Le hace señas de que se apure,
tienen menos de media hora, lo que toma al Lanchero el
almuerzo y la siesta.
Se agachan, Irina abre el compartimiento, sacan el
paquete y retiran la envoltura. Nunca antes habían visto una
revista porno, pero una ojeada a las mujeres desnudas en la
portada basta para reconocerlas. Irina se ha incorporado y
está ahora de pie, detrás de él. Se inclina y posa la vista de
nuevo en las imágenes como invitándolo a seguir adelante
en esta misión supersecreta.
Adrián abre las páginas al azar, apenas sin detenerse en
ninguna, de una revista a la otra, hacia atrás, hacia delante,
nerviosamente. Hay algo más que mujeres desnudas, hay
hombres, hasta tres con una mujer, piernas abiertas a todo
lo que dan y risas bañadas de semen.
Adrián e Irina no hablan, apenas se mueven, están tensos.
Adrián toma las revistas por el lomo con la mano izquierda
y con la derecha pasa páginas cada vez más lentamente.
¡Qué asco!, dice Irina.
No es precisamente lo que él siente. Pero cuando gira de
nuevo en busca de la mirada de su prima descubre un rostro
desencajado, una Irina al borde del llanto. Él mismo siente
como una especie de mareo y la sangre en las sienes, latidos
audibles. Irina sale de la lancha y camina de prisa por el
sendero sin decir palabra, sin apartar las ramas, como si no las
viera. Echa a correr.
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Adrián mira apresuradamente las revistas. Puede
esconder una en el manglar y verla después. Saca la última
de abajo y mete las otras en el compartimiento. Si llegan
a saberlo no podrán reclamar, se sabrán descubiertos.
Entonces se da cuenta de que Irina se ha llevado las llaves.
Tira la revista junto con las demás y sale tras ella a toda
velocidad. El sendero zigzaguea; no alcanza a verla pero
no puede estar muy lejos. La ve ya en la playa, caminando
apresurada. La llama, pero Irina no quiere escucharlo, corre
de nuevo. Aprieta el paso: ¡Las llaves!, le grita.
Irina lanza el manojo de llaves por encima de su hombro
sin detenerse. Adrián las recoge. Se da cuenta de que el
Teniente ha podido ver algo desde el faro si sigue arriba y
le grita a Irina que no corra, nos están viendo. El Teniente
no se ve por ninguna parte, pero la alerta funciona; Irina se
detiene en seco y echa a andar más despacio.
Adrián echa a correr de nuevo en cuanto deja de estar
a la vista del faro y se mete a toda velocidad por el sendero
del manglar con los codos por delante como boxeador
para evitar las ramas. Salta dentro de la torpedera.
Saca las revistas. Llega con toda la intención de cerrar
el compartimiento, pero con las imágenes otra vez a la
vista, y ahora solo, no hay manera de zafarse. Agarra el
miembro, lo siente hincharse bajo la trusa. Hojea las revistas
rápidamente. O se detiene en una imagen. Lo agarra e
imprime velocidad a su muñeca.
Entonces, por entre el fragor en sus sienes escucha la
melodía del Teniente. Se acerca, pero no está aún a la vista,
lo oculta el montecillo de uvas caletas, viene por el sendero
que llega desde la Unidad. Siguiéndolo a unos pasos,
aparece la Isleña.
Tira las revistas, prueba varias llaves, logra cerrar el
compartimiento y salta fuera de la torpedera por la orilla
opuesta, hacia el manglar. No puede saber si han alcanzado
a verlo, pero tampoco vuelve la vista para averiguarlo.
40
Se detiene en seco y vuelve sobre sus huellas. Deja
el sendero y se abre paso entre el follaje evitando hacer
ruido hasta llegar casi al linde del bosquecillo con el agua.
Observa la escena. El Teniente salta dentro de la torpedera
y se pierde bajo el techo de lona azul. La Isleña se queda en
la orilla. El Teniente sale con algo en la mano y se lo entrega
a la Isleña que le sonríe. Cruzan unas palabras. Ríen de
nuevo. Luego la Isleña se marcha y el Teniente vuelve a la
lancha y abre el compartimiento donde están las revistas.
Adrián sale del escondite por donde mismo ha entrado,
retoma el sendero y corre por la playa sin detenerse hasta
llegar al faro y poner las llaves del Lanchero en su sitio.
Las tortugas se han ido a otro lugar del mundo a poner
sus huevos en estos días. Otra jornada sin que vean siquiera su
gran huella en la playa. Hay luna, la noche es calurosa, no se
mueve ni una hoja. De regreso se dejan caer en la Pecera para
refrescarse. Es una piscina natural entre las rocas, un lugar
que conocen palmo a palmo, el mar llega hasta aquí a través
de una gruta que se abre a cielo abierto en un pozo circular.
Antes venían mucho de día a ver miríadas de pequeños peces.
Se quedan quietos en el agua, hablan en voz baja
porque la voz retumba. Irina es la primera en salir, se sienta
en el borde y canta en voz baja. Mariana sale también. Bajo
la tenue luz de la luna, Adrián la ve aferrarse a las rocas
con las manos, empinar el trasero y subir el pie derecho
buscando un apoyo en lo alto. Irina le tiende una mano.
Ya nos vamos, dice. (Le habla a Mariana, desde lo de la
mañana no le dirige a él la palabra).
Adrián ve a Mariana de nuevo desnuda en el lente de
los prismáticos, haciendo molinetes con la tanga sobre su
cabeza. Luego se despliegan también las imágenes de las
revistas, todas esas mujeres. Lleva instintivamente la mano
a su miembro bajo el agua, tiene una erección. Lo aprieta
una y otra vez.
Las alcanzo luego, anuncia, me quedo un rato más.
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Las ve alejarse. Sale del agua, se acomoda sentado entre
las rocas y lo hace, lo sacude frenéticamente sin pensar
siquiera si esta vez sí. Las escucha llamarlo con gritos
apresurados, pero no hay nada que pueda hacer ahora que
no sea seguir sintiendo esto. Cierra los ojos. Escucha sus
gritos, cada vez más lejanos, no entiende lo que dicen, y
siente aquello, cada vez más cercano, cada vez más eso,
esto. Hay un estallido de luces dentro de su cabeza, rayos
que se cruzan, blancos puntos titilantes, rojos, verdes.
Aprieta el miembro y jadea, se deja caer hacia atrás. Hay
otro estallido, de júbilo, al sentir lo pegajoso de sus dedos.
Ríe en silencio. Abre los ojos, se reincorpora.
Y en el vértigo no entiende de momento lo que está
viendo. El barco, todo iluminado, en todos sus detalles,
está al alcance de la vista, se dirige hacia el faro. Se puede
escuchar el ruido del motor.
Se levanta de un salto, se sube la trusa y echa a correr
hacia la Unidad, tan veloz que llega junto con sus primas
al pie del faro. El Lanchero está hablando por el radio,
gritando, conminando a los del barco a que no avancen un
nudo más. "O voy a detenerte por las malas", grita, "no me
hagas hacerlo".
¡No puedes venir aquí ahora!
Es su última advertencia. Baja del faro corriendo.
¡Dispara al aire!, grita al Teniente. ¡Dos ráfagas! Dile
que la vamos a torpedear. Díselo.
Se pierde corriendo por el sendero hacia el manglar.
Adrián escucha el sonido metálico del AK. Con
movimientos precisos, el Teniente quita el cargador y
coloca otro. Apunta al barco, luego más arriba. La noche
estalla. Son trazadoras; dos rayos discontinuos de luz roja
se pierden en el cielo por encima del yate. Hay un olor
distinto en el aire y el silencio zumba en los oídos.
En el momento mismo en que se apaga el motor del
yate, se escucha el rugido de la torpedera. La ven salir
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trazando un círculo, y una estela inmensa tras ella. Enfila
hacia el barco. Y de repente disminuye la velocidad.
El yate se ha detenido por completo. Aparece alguien
en el puente. Están diseminados como estatuas entre la
Unidad y el faro. Todo se detiene. Sólo la torpedera ronronea
navegando ahora despacio al encuentro del yate. Las luces
del barco se apagan, también el reflector en la proa de la
torpedera.
¿Qué está pasando, Teniente?, dice el Gallego que ha
salido corriendo de la Unidad:
Explícanos qué está pasando ahora mismo.
Está furioso. Miguel corre hacia él, también la Isleña.
No va a haber problema, dice el Teniente con aplomo.
¡Ya hay problema! ¡Cómo traen a los muchachos aquí!
Mantén la calma, Gallego. No son enemigos.
Ahora su voz suena más como una orden.
¿Qué son entonces?
No nos van a atacar. Eso te lo puedo asegurar.
La Isleña y Miguel sujetan a mi padre.
Nadie está en peligro, Gallego, tranquilo, repite el
Teniente.
¿Quiénes son los del barco? Quiero saberlo. Es mi
familia la que está aquí, no la tuya.
Cuando el Mayor regrese te dirá, no yo.
La Isleña y Miguel forcejean con el Gallego, lo alejan del
Teniente que no se ha movido ni un paso ni ha perdido la
compostura, pero tampoco ha bajado el AK ni ha quitado el
dedo del gatillo, el cañón apuntando al cielo.
Sanya está metiéndose en el mar.
Adrián le hace señas a Irina: ¿A dónde va tu madre?
Mariana e Irina llaman a Sanya, que parece no
escucharlas. Cuando el agua está a la altura de sus caderas
se inclina hacia delante y comienza a nadar despacio. Irina
la llama una y otra vez. La Isleña también le grita. Mariana
hace un gesto a Irina que quiere decir: así es (tu madre),
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hace lo que nadie espera en el momento menos adecuado.
Sanya desaparece con su braceo lento del breve radio
de luz de la Unidad. La voz del Lanchero carraspea en
el walkie-talkie. El Teniente echa a andar, le responde,
cruzan frases entrecortadas en clave militar. Se escucha el
encendido del motor del yate, pero no se ven sus luces. Se
aleja a oscuras. También el teniente, camina por la playa
mientras habla con el lanchero y se separa del grupo.
Cuando regresa, anuncia que todo está bajo control.
Los otros insisten ya más calmados en saber quiénes son los
visitantes y qué sucede, pero el Teniente ha determinado
ya que se trata de secretos militares, sólo el Mayor puede
decir lo que haya que decir, él sólo cumple órdenes y no
está autorizado a decir nada.
Pueden irse a dormir tranquilos, concluye, no pasa
nada. Y es tarde. Mañana el Mayor les dirá.
¿Y mi madre?, dice Irina.
Ya regresará, dice el Teniente. Nada muy bien ¿no?
A lo lejos, el haz de luz del faro ilumina fugazmente
el conjunto que forman el yate y la torpedera ahora una
al lado de la otra, detenidos, como si flotaran a la deriva
juntos. Pasan minutos, quizá horas, el panorama no
cambia. Tampoco Sanya regresa. La llaman con grandes
voces, es hora de irse a dormir. Mañana sabrán. Pero Sanya
no regresa.
Comienzan a buscarla cuando el Lanchero vuelve y el
yate se ha alejado. Los hombres: el Gallego, el Lanchero,
y el Teniente. Durante toda la noche barren la superficie
con el potente reflector ubicado en la proa de la lancha.
Los demás esperan en la playa. Adrián se duerme. Cuando
despierta, Sanya sigue sin aparecer. Amanece y puede ver
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que Irina está sentada en la playa, en la misma posición en
que ha estado toda la noche, como helada, con los brazos
rodeando las rodillas, mirando a la lejanía, al horizonte
gris y cobrizo. Sigue sin hablarle a Adrián, pero él se sienta
junto a ella y pasa el brazo sobre sus hombros.
Al rato vuelve, dice.
La torpedera se acerca a la playa y el Gallego se baja.
La Isleña convence a Irina de que la ayude a preparar
el café y la leche, para cuando todos regresen, le dice. Los
demás inician la búsqueda por la playa. Mariana y Miguel
en una dirección, el Gallego y Adrián en la otra.
Y son ellos quienes la encuentran, entre las rocas donde
hallan siempre botellas y mensajes. La misma corriente que
las deposita aquí debió arrastrarla. Parece flotar, pero en
realidad el cuerpo está encallado en el fondo bajo, de algún
modo atrapado entre las rocas, boca abajo. Mutilado.
¡Una propela, Dios mío!, musita el Gallego.
La cabeza, casi cercenada, carcomido el cuello por los
peces, apenas está unida al cuerpo por una tira de piel de la
nuca que termina de desgarrarse cuando tratan de sacarla
del agua. Se desprende, se hunde brevemente y vuelve a
aflorar, los ojos nublados mirando al cielo. Al limbo, vacíos
de vida ya, pétreos y carcomidos.
El Gallego arrastra el cuerpo hasta la playa. Tropieza
y cae y se levanta. Lo agarra de las axilas y evita mirarlo.
Adrián lo sigue con la yerta cabeza entre las manos, y no
puede esquivar los ojos alucinados, más azules, blancos.
Cuando pone un pie en la arena húmeda de la playa,
ya fuera del agua, las piernas no lo sostienen, su cuerpo
se resiste a seguir, llega la náusea. Todo gira y cambia de
lugar; ve el cielo, el agua, el monte. Se desploma y la cabeza
de su amada Sanya cae y rueda levemente hacia un lado.
Está junto a la suya.
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