Barcos que se cruzan en la noche Andrés Jorge Barcos que se cruzan en la noche _____________________________________________ Andrés Jorge I Adrián. Un barco lleno de luces traza en la noche el fin de su infancia. Al paso de la nave queda en la arena el vacilante semen de la primera eyaculación, el temprano zarpazo de la muerte y un mensaje en una botella. Irina en la playa, los pies en el agua. La silueta de Mariana arriba, contra el haz de luz que barre la superficie. Todos desean que ilumine un punto, pero gira sin parar. Y nada se escucha. El ruido de la planta de petróleo que alimenta el faro no permite oír lo que está ocurriendo a un centenar de metros mar adentro. Adrián e Irina. Ella de su cintura, él de su espalda. Se aprietan uno contra el otro. El barco se aleja. El tiempo se detiene, la imagen se congela. Tienen trece años y están abrazados frente a la noche y el mar de la Isla Grande. El mensaje embotellado no es cualquier mensaje. Son cuatro versos que lo acompañarán siempre en los viajes 9 definitivos. Adrián lo guarda en el bolsillo como un trofeo, en baúles, en cajas, en maletas. Un día lo usará como señuelo para convocar un regreso imposible a estas ya lejanas playas, o para otear en las costas distantes del futuro. Esa mañana hallan cinco botellas, todas con algo que ver. Después aparecen no una sino tres con mensajes. La primera flota en el agua. Huele todavía a alcohol. El papel tiene un nombre en inglés, seguramente de quien la tiró al mar, el que la encuentre deberá escribir a esa dirección. Pero no hay otro mensaje; algo que diga ‘Escríbeme’, o ‘Estoy en peligro, sálvenme’. Dan vueltas al papel, se preguntan si vale la pena guardarlo. La otra descansa en la playa. Cuando la destapan, perciben los vapores del alcohol. Irina hace una mueca de asco. Huele a tu papá, dice Zuni. Ríen. No digas eso, le dice Mariana, pero también se ríe. Sacan el pliego enrollado. Hay números y letras agrupados en frases. El papel resuma y la tinta se ha corrido formando una mancha ilegible, azul y rojiza. Es imposible leer, las letras son sólo borrones de tinta más oscuros, únicamente la fecha en el extremo inferior está limpia. Debieron lanzar la botella al mar el día anterior. Anoche, dice Mariana, del barco ese. Ella lo vio pasar hace tres días. Es un secreto entre ella y su padre, pero se lo dirá si juran que el Lanchero no se va a enterar. Juran. Hasta por Dios. No son muy creyentes, pero de todos modos jurar por Dios es algo serio. Por Dios y por su madre. Si juras por ambos, sabes que es punto en boca. Lo vio desde lo alto del faro con los prismáticos. El Lanchero la llamó para que lo viera. La despertó y fueron a lo alto de la torre. Pasa después de la medianoche, todo iluminado. Se puede ver hasta la gente en la cubierta, una mujer, a veces también un hombre, y otros. Es un yate. La mujer hizo como un saludo desde la proa. Nadie 10 más sabe. Nadie más puede saber. Su padre también la ha hecho jurar que nadie más lo sabrá. ¿Por quién juraste?, dice Irina: ¿por tu madre? Mariana se abalanza contra ella. La empuja. Irina da una voltereta y cae sentada. Es gimnasta. La parte superior del biquini queda en manos de Mariana, al aire los senos breves y blancuzcos con pezones hinchados de su hermana. Y lágrimas en los ojos. Mariana le tira suavemente la pieza. Irina la atrapa con la derecha mientras con el brazo izquierdo se cubre el pecho. Mariana le tiende una mano para ayudarla a levantarse. Zunilda ríe detrás de ellos arqueándose y palmeándose las rodillas. Irina hace caso omiso de la mano extendida. Se levanta y se coloca la pieza del biquini dándole la espalda al grupo ahora en silencio. Se adentra en el agua para quitarse la arena que se adhiere a la piel sudorosa. Mariana va tras ella, la alcanza. Intenta cruzar el brazo por encima del hombro de su hermana. Irina suelta el codazo. Ya, ya, no es para tanto, dice Mariana, intenta acercarse de nuevo. Irina se deja, su hermana la abraza poco a poco. Irina devuelve el gesto. Posa la mano en la espalda baja de Mariana, luego la sube hasta donde se anuda el biquini, toma una tira y hala. Adrián deja el saco con las botellas en la arena y se mete en el agua tras sus primas, que se empujan y forcejean y se adentran más ahora en el agua en amago de carrera acuática. Zunilda lo sigue, quejándose, ya vámonos, tiene hambre. Hay aguamalas. Y picúas, dice Adrián. Con unos colmillos así. Sin dejar de observar a sus primas, levanta la mano por encima de la cabeza y muestra entre índice y pulgar el tamaño de los feroces incisivos de una barracuda gigante. Tú no te metas, quédate ahí. No quita la vista de los senos de Mariana hasta que 11 desaparecen bajo el agua. Mariana nada tras su hermana y de nuevo la alcanza. Zuni se queda afuera. Pues va a comer teta hoy la picúa. O tú se la vas a chupar, ja. Adrián se vuelve con gesto severo, pero la Zuni está ya de espaldas, en lo suyo. Hurga en la arena. Él se adentra en el agua, nada bajo la superficie, sale junto a sus primas que ya conversan en paz, los biquinis en su lugar. Puede ver el dedo de Mariana subrayando una advertencia a Irina. Ni una palabra a nadie sobre el barco. Y a él ahora: va para ti también. Irina hace un gesto afirmativo. Ni a Sanya, insiste Mariana. Seguro, a Sanya menos que menos. Mariana no quiere mucho a su madrastra y no hace nada por ocultarlo. Le dice ‘la Rusa’, pero cuida a su hermana, aunque estén de la greña el santo día y en realidad sólo sean medio hermanas. E Irina a ella. Cuando juegan a ¿A quién salvarías primero si todos nos estuviéramos ahogando? no duda en decir: a Mariana, a pesar de que Sanya está delante y debería salvar primero a su madre. Zuni exhibe su hallazgo. Todos han pasado junto a la botella sin verla, pero ella lo ve todo, es una esponja, chupa cuanto hay a su alrededor. Siempre más afanosa y concentrada. La botella parece muy vieja. El vidrio verde y grueso ha perdido el lustre. El corcho es duro como piedra y está cubierto de rémora. No pueden quitarlo. Deciden sacrificar la botella y recuperar el mensaje. El papel adentro está intacto, no es una hoja blanca como los otros, sino un pliego grueso y amarillento, como de un libro, y está escrito con tinta negra. Un mensaje en inglés firmado por un Henry Wadsworth Longfellow y abajo unas iniciales y una fecha W. B. 4-3-70, más de dos años desde que lo lanzaron al agua. No entienden nada de lo que dice, por supuesto. Me lo quedo, anuncia Adrián, voy a buscar las palabras en el diccionario. El Lanchero no debe saber, está en 12 inglés, es del Norte, se lo quitaría. Lo lleva en la mano para que no se moje. Tanto tiempo seco. Son suficientes botellas por hoy. Las temporadas en el Cabo son un privilegio reservado a Adrián y su familia. El acceso al extremo oeste de la Isla Grande está restringido. Aquí sólo pueden entrar los militares y no todos, sino los del Ministerio y gente del Caballo. El Lanchero tiene grados de Mayor en el Ministerio y es jefe de los guardafronteras a cargo del faro y el recién construido radar. Conoce el Cabo palmo a palmo, hasta las cuevas. Estuvo allí en la guerra contra los infiltrados con diecinueve años. Además del faro y el radar, tienen una torpedera, armas, walkie-talkies y otros instrumentos que muy pocos de la edad de Adrián y sus hermanos y primas han visto jamás. Y playas silvestres, siempre desiertas, y una selva baja con bandadas de cotorras, venados, iguanas, tortugas marinas. Una vez que cruzan la garita en el cuatropuertas, a veces en dos, entran en otro mundo. Y son dueños y señores. Siempre y cuando tengan muy presente, escuchen bien, muy presente que no le pueden decir nada a nadie, absolutamente a nadie, de lo que hacen aquí, repite en cada viaje el Lanchero. Ni una palabra del otro lado sobre sus vacaciones aquí, ni una mención a la langosta enchilada, la carne de venado (un tiro descerrajado en la frente del animal moribundo, encandilado y arrollado con el cuatropuertas. Bájate a ver, no seas cobarde), huevos de caguama o cola de caimán del Cabo, que ya casi no hay. El que hable una palabra de esto allá afuera no vuelve aquí, secunda la Isleña. Lo que aquí se hace, aquí se queda, 13 sigue el Lanchero, nada cruza de la garita hacia allá ni en la mierda, así que caguen antes del viaje de regreso. Todos ríen con las ocurrencias del Lanchero, es el héroe, el tío preferido. No siempre para Adrián: su tío y su padre discuten, no se llevan nada bien. Por suerte, el Gallego no viene mucho al Cabo, no le gustan las armas, ni los militares. Ni quien los manda. ‘Allá afuera’, en el mundo real, de todos los días, Adrián y su familia son más o menos como los demás. Conviven con la gente normal, llevan uniformes escolares, dicen lo que hay que decir, y callan lo que hay que callar. Acá, de este lado de la garita pueden comer cuanto quieran, las veces que quieran, sin límite y sin horario, pueden encender fogatas, siempre que sea bien cerca de la playa y lejos del bosque, tirar al blanco o despanzurrar cangrejos con el rifle 22, meterse en las cuevas que hay en el monte, inmensas, o jugar a lo que se les ocurra, a la hora que se les ocurra. Nada es mejor que estar en el Cabo. Hay otro Afuera que no tiene que ver con pasar la garita de los militares. Ese Afuera es lo que está del otro lado del mar, lo contrario del aquí, el adentro, la Isla Grande, de la misma manera que el Antes se opone al ahora, o sea a Esto. Las cosas de Afuera, como las de Antes, huelen diferente a las de ahora y de aquí, y tienen algo distinto, que a veces hace que los adultos bajen la voz al hablar o la alcen demasiado y se hablen a gritos. Son mejores, pero está prohibido decirlo. Y también hay un Norte, que es como lo mejor de Afuera según el Gallego y lo peor según el Lanchero, el Imperio. De Afuera lo mejor es la Unión Soviética, según el Lanchero; Rusia, lo corrige el Gallego. La Unión Soviética. Rusia. La Unión Soviética. Rusia. La Isleña ha inventado un 14 nombre para quedar bien con todos: la Rusoviética. Las botellas de Afuera tienen etiquetas y a veces hasta formas diferentes a las de aquí, que son siempre redondas e iguales. Por eso las recogen. Las tiran desde los barcos, o quizá desde las costas de otros países y hacen un largo viaje hasta esta playa. Ellos empiezan a coleccionarlas. Apartan las más vistosas, con letreros en bajorrelieve, o con formas raras. La Isleña las usa como floreros bajo el cuadro de su madre, la Santa. A algunas les da otros usos, como guardar puré de tomate que ella misma hace y cambia a escondidas a los vecinos por café, o vende a veces. Adrián mismo las lleva y recoge el dinero o lo que sea del trueque. De eso tampoco se habla, o del juego de la bolita, y de muchas otras cosas. Un día hallan una botella de ron Bacardey, de Antes, vacía, pero con su tapa. La Isleña la limpia, la seca y la rellena con ron de aquí para hacerlo de Afuera. Quiere guardarla para que el padre de Adrián la vea. Pero cuando cruzan la garita, de regreso al mundo real, a Esto, el Lanchero la descubre y rasga la etiqueta con la bayoneta que siempre lleva al cinto. El padre de Adrián tomaba ron Bacardey antes de Esto. Y antes de hacerse ingeniero agrónomo en el Norte fue representante de Bacardey. Adrián no sabe exactamente qué significa pero debió ser algo bueno: tenía un carro del año, llegaba a los bares y decía ‘Ron Bacardey, para todos aquí, y va por mí’. Tiene aún el carro, un Buick de 1957, pero ahora es chofer de alquiler. La Isleña lee las cartas de Afuera encerrada en su cuarto, pero antes de guardarlas llama a Adrián para que las huela, sabe que a su hijo le gusta el olor de esas hojas de papel celofán y el perfume de lo que se guarda. Luego las esconde donde nadie pueda verlas. En un neceser oculto bajo la ropa en el fondo de su escaparate. La mayoría son cartas de la Mora, que vive en el Norte. 15 Y vive en el Norte porque Antes no había Afuera y Esto. La gente iba y venía, entraba y salía. Pero un día la Isla Grande se cerró, así, se cerró (una isla se puede cerrar, aunque Adrián aún no se explique cómo puede ocurrir tal cosa con tanta costa), y se aisló, por eso se llama la Isla Grande, porque está aislada. Los que estaban afuera, se quedaron Afuera, y los de adentro no pudieron salir más de aquí, de Esto. A la hermana de la Isleña le tocó afuera, estaba en Niuorley cuando la Isla Grande se cerró. Adrián busca Niuorley en el mapa de la escuela, pero del Norte sólo aparecen los contornos de los territorios en gris, sin nombres, lo que el maestro llama un mapa ciego. Tendrá que buscarlo en El tesoro de la juventud, que es un libro de Antes. El Lanchero critica que a la Isleña le gusten todavía más las cosas de Afuera, y que además se lo diga a sus hijos. Por eso, esta vez no se habla de recoger botellas hasta que el Lanchero se va con Miguel de cacería. Invitan a Adrián, que declina, prefiere la playa y la compañía de sus primas. ¿Tienes miedo? Es blandengue, como su padre, dice el Lanchero. Cuando se van, la Isleña anuncia a los demás que esta vez no hay campamento para nadie, van a dormir todos en la Unidad. El edificio es tan nuevo que siempre huele a lechada reciente, a ahora, a aquí, a Esto. Caminan por la playa en sentido contrario al recorrido que hicieron en la mañana. Irina y Adrián, ahora un frente unido contra Mariana y el Lanchero. Se preguntan por el barco. Irina por la elección de su padre, que la ignora: llama a Mariana para que vea el barco, pero a ella no. Adrián siente lo mismo, que el Lanchero no la trata igual, que el padre quiere más a la primogénita. Lo harán por su cuenta: verán el barco pasar. Nos quedaremos despiertos hasta tarde, dice Adrián. Encenderán una fogata y se sentarán a esperar a que 16 aparezca. Sin dormir. ¿Por qué el Lanchero permite que el barco se acerque tanto? ¿Se acerca demasiado? ¿Dónde es el límite de las aguas internacionales? ¿Dos millas? Pero si es verdad que se puede ver la gente sobre cubierta es que pasa muy cerca. Aun con los prismáticos no verías gente en la cubierta a dos millas náuticas, explica Adrián, conocedor, Mariana miente. O el Lanchero deja pasar el barco porque sí. Y ya. ¿Por qué? Va y son gente de aquí, pescadores. ¿En un yate? Todo iluminado. Hay que verlo para saber. Inventos de Mariana. Va y lo que tiene es una lucecita mierdera en el mástil. Entonces ¿para qué su padre habría de despertarla? ¿Y por qué a Mariana y a ella no? Si el barco se acerca demasiado podrían tener acción una de estas noches. Eso estaría bueno. A Adrián le gustaría ver la torpedera cazar un yate de esos. ¿Y que lo hundiera y todo?, estás loco. Caminan un rato más en silencio. Sólo un par de veces han visto la torpedera en el mar. Y sólo una vez se subieron a ella. Dormita en una cala entre el manglar, pintada de camuflaje, un torpedo a cada lado, a babor y a estribor. Zuni no sabe que existe. Todos están advertidos: a la niña hay que cerrarle el paso si ven que alguna vez se aventura a rondar por el manglar. La esponjita tiene sólo diez años, chupa todo y luego lo suelta sin más, delante de cualquiera y sin avisar. Es un peligro y hay que estar vigilándola porque no hace caso. Me gustaría verla en acción, y los torpedos, dice Adrián. Ven La Furnia a lo lejos. Es como el límite de su territorio, casi siempre los paseos terminan ahí, el promontorio rocoso y su fuente son como una frontera natural, anuncia que se han alejado bastante. Aquí la ola se mete entre las rocas y el chorro 17 de agua intermitente sale de una pequeña caverna marina y se vaporiza en blanco rocío en el aire, ahora con reflejos rojizos por el atardecer. El cielo se desangra sobre el mar. Además del Lanchero y el teniente Suárez hay siempre un sargento y cinco reclutas. Cuando la familia del Lanchero viene, el sargento y los reclutas salen de pase, les dejan todo el espacio, tan contentos de irse como ellos de llegar. La Isleña pone sábanas limpias. Sólo el Teniente, que maneja el otro jeep militar, se queda con ellos. El Lanchero y el teniente Suárez se conocieron en la Rusoviética. Hubo un accidente y Suárez tuvo que regresar antes de tiempo, el Lanchero lo rescató y lo trajo consigo a la Unidad de Guardafronteras, es como de la familia. El Teniente siempre silba la misma tonada, Kalinka. Inician el regreso, caminan hombro con hombro sin hablar, atentos a todo lo que se mueve a su alrededor. El mar se aquieta por momentos y se oyen los cientos de chillidos y aullidos y sonidos y grillos de la selva baja. La noche salvaje, infinita de posibilidades. Todo puede pasar aquí. El hervidero de un cardumen se agita bajo la superficie cerca de la orilla. Se detienen a observar el agua bullente, irisada con el aleteo de cientos de peces abajo. Irina pone el codo en el hombro de su primo y se reclina con fuerza apoyándose en el pie contrario. Es un juego. Él tendrá que quitar el hombro para desequilibrarla. Pero no lo hace, por el contrario, se abraza a su talle. Se quedan así mirando el mar. Irina se deshace del abrazo. Hay que recoger madera para la fogata, anuncia. Echan a andar. Oscurece. También pueden jugar lotería de cartones. Y lo hacen, cada noche la familia se reúne alrededor de la larga mesa 18 del comedor de los reclutas, sin ellos, y juegan el juego prohibido. La Isleña lo guarda en su neceser, los cartones y la bolsa verde con las fichas, y sólo sale de casa cuando vienen al Cabo donde pueden jugar a sus anchas. Son diez juegos de tres cartones cada uno. Juegan a la pinta, la pata, el centro y la lotería. Todas son de a peso menos la lotería, que es de a dos pesos. A veces suben la apuesta, con billetes hasta de quinientos. Son pesos Monopolio, no tienen valor fuera del juego, Afuera, aquí o allá. Cantan el número por la charada, que los adultos se saben del uno al cien y Miguel, Mariana y Adrián casi se la aprenden, pero no Zuni, ni Irina, ni Sanya. Hay que traducir para ellos y Zuni se enfurruña. Uno, caballo. Dos, mariposa. Tres, marinero. Cuatro, gato… y está el ocho que es muerto y el ochenta y ocho que es muerto grande y el cuarenta y cuatro, año del cuero y el sesenta y seis, pareja de yeguas. Nadie sabe de dónde salieron esas asociaciones, algunas muy raras, es un juego de Antes. Algunos números son varias cosas a la vez. Entre número y número se intercala el juego que ha propuesto Miguel. Nadie le hace mucho caso al principio, así que él decide dar el ejemplo. Pregunta, hace como que titubea, y se contesta a sí mismo: a mami, anuncia, él salvaría a su madre. Es sólo un juego, lo juegan los de su año, último de secundaria, como la botella, acota, mira a su padre, trata de convencerlo de que se meta al ruedo. Es fácil, el primero que te venga a la mente, sin vacilar, sin pensarlo dos veces. Concéntrate en la lotería, dice el Gallego. A Zuni, dice la Isleña riéndose, ustedes saben nadar. Pues claro que a mí, dice Zuni. Y me van a dejar cantar ficha o no juego más. Le permiten jugar con la condición de que no cante la lotería, le prohíben que toque la bolsa con las fichas, que debe pasar de un jugador a otro cada nueva ronda. No se 19 sabe la charada; pero igual saca una ficha y dice: "galleta", "colchoneta", "metralleta", o lo que le venga en gana. "¿No saben qué es? Pues yo sí", dice, y coloca la ficha en su cartón, entonces ven el número y quien está a su lado lo anuncia en voz alta. Saca otra ficha "Mierda de chivo", anuncia. A veces hace reír, al final desespera. La Isleña adora que su hija haga tales payasadas y aquella lo sabe, las hace para ella. No vas a cantar nada, le dice Miguel, le arrebata la bolsa. Zuni lo mira con artístico desprecio. Y hace el anuncio oficial: no juega más. Miguel se encoge de hombros. Mete la mano en el saco, anuncia el veintitrés. Pinta, dice la Isleña, recoge sus cinco pesos de Monopolio. Lo hace con suma satisfacción, como si fueran de verdad. ¿Ysi estuviéramos quemándonos en lugar de ahogándonos?, dice Adrián. Igual, ella salvaría a Zuni, es la más chica, la que ha vivido menos, hay que darle más chance. Mariana elige a su padre y a Irina. A la vez. El Lanchero está afuera, en el faro. No juega lotería, alguien tiene que quedarse de guardia, alguien tiene que cuidar las fronteras de la patria, dice. El Teniente se queda a jugar, pero no se quita la ropa de camuflaje, no se sienta, y lleva el AK terciado a la espalda. No se vale, dice Miguel, sólo puedes salvar a uno a la vez. Mariana se defiende: puede agarrar a Irina de un brazo y a su padre del otro al mismo tiempo. Te caes tú al agua, ya elegiste, Irina se ahoga. Canta la lotería de una buena vez, le dice el Gallego. Miguel mete la mano en la bolsa y saca una ficha. Mariposa, anuncia. Sanya le pregunta a Mariana a su lado. El dos, traduce Adrián. Miguel mete la mano en la bolsa: pájaro. El cuarenta y siete, traduce Mariana. Ya deja la charada y canta por número, dice la Isleña, señala a Sanya. ¿Tú a quien elegirías? Ya dinos, conmina Mariana al Gallego. Todos guardan silencio. Si vuelven a preguntarme eso no juego más. Están 20 advertidos. Una vez más que me pregunten y me levanto y me voy. Pero Miguel no está dispuesto a que le boicoteen su gran juego. Para desviar la atención de su padre le pregunta a Irina: ¿Tú a quién? A Mariana y a mi madre. A Mariana, o a tu madre, escoge. Irina dice que no con la cabeza. Dijiste a Mariana primero, y quedamos que sería el primero, así que Sanya se ahoga. Canta ficha, le grita Adrián, empiezan a fastidiarle Miguel y sus reglas. Sanya ha pasado de rusa blanca a bolchevique, está roja como un tomate. Adrián quiere salvarla, pero no sabe cómo. Siempre quiere salvarla, la defiende. Saca otra ficha, le dice a Miguel. El treinta y tres. Tiñosa, traduce Mariana. A Adrián no se le ocurre otra cosa que preguntar: ¿Y Sanya a quién salvaría? Sanya duda en responder: A Irina, claro. Una madre siempre salva a su hija, no importa si ella no salva a su madre. Y sonríe. Triste. Irina no levanta la cabeza de su cartón. Zuni se va chancleteando. Miguel le pasa la bolsa a su hermano y lo emplaza, es su turno de escoger a quién salvar. Mariana lo secunda, dale, di. Adrián sólo ve a Sanya ahora mientras sacude el saco de las fichas. Arrinconada, indefensa, sólo su hija junto a ella, pero tampoco de su lado. Y está el Gallego, por supuesto, lo salvaría a él primero que a nadie, no tendría la menor duda. "A mi profesora de marxismo", dice. Le sonríe a Sanya, pero a la vez señala a su padre. Miguel explota, nadie ha jugado como debe ser, todos hacen lo que les da la gana. Para acallarlo, la Isleña le hace señas de que le pregunte a Zuni. Han juntado tres literas para el juego y se sientan en los bordes, los cartones frente 21 a ellos y el dinero falso al centro. Zuni ha ido a acostarse en una litera contigua, se pone a hacer sus caricaturas con globos de diálogo en las que todos dicen barbaridades, con iguanas por brazos y cosas por el estilo. Zuni, le gritan, ¿a quién salvarías? Su juego no me gusta, váyanse a la mierda. El Gallego, que la reprende todo el tiempo por su lengua sucia, no le dice nada ahora. Por el contrario, hace un gesto de aprobación. Adrián saca ficha. Caballo, dice. El uno, dice Sanya. Claro, el Caballo tiene que ser el uno. Se ríe de su chiste rusoviético. Pinta, dice la Isleña. El uno es su número de la suerte. Está loca, dice la Isleña en sus mejores momentos, puede que sepa mucho marxismo, pero nada más. En los peores dice: lo que pasa es que esa mujer no tiene cabeza. Y cuenta esta historia para probarlo. Cuando Sanya llegó la primera vez, traía a Irina envuelta en siete capas. No había forma de hacerle entender que no estaban en el Polo, porque camarada y todo es una guajira de monte adentro, de los hielos árticos, y se le nota. (En realidad, Sanya es de Leningrado, pero la Isleña echa a todos los camaradas en el mismo saco, desde los Países Amigos hasta la Península de Kamchatka, incluidos chinos y mongoles). No había manera de que sacara a la criatura de aquel envoltorio, que era como una matrioshka o una pequeña momia, la podías poner de pie y no se caía de tan apretado el bulto, sólo la carita colorada de Irina fuera, diciendo con los ojos desorbitados sáquenme de aquí. Y la Isleña lo hizo. Esperó a que la rusoviética se metiera a su baño semanal y luego a que saliera para mostrarle el 22 cuerpo lleno de pústulas y escaras de su hija. Por si no fuera suficiente, puso a Adrián al lado de Irina para que la madre comparara. Bañarnos todos los días, le dijo, era lo que hacíamos en la Isla Grande, y airearnos. Hay días que hasta dos veces, mucho calor. Es lo que se usa aquí para quitarse el churre. Y la peste. Agua y jabón, no Moscú Rojo, ni Estrella Roja, ni la balalaika roja, nada de perfumes, terminas apestando más, huélete. Así se dice en español, peste, pestoski a culoski, querida mía. Sanya la mira atónita y la Isleña se ríe en su cara: No entiendes ni hostia ¿verdad? Tenían que regresar a Rusoviética un tiempo más, así que el Lanchero le pidió a la Isleña que enseñara a su mujer a cocinar comida a la isleña. Sí, pero tiene que venir bañada todos los días, fue la condición. Le enseñó también más palabras en español. Y a reír, dice, antes se reía en rusoviético, con esa cara de agobio de sus películas, ni bailando se ríen. Si algo se puede decir a favor de Sanya, sin embargo, es que aprende fácil. Después volvieron para quedarse, Sanya doctorada en Filosofía con treinta y dos años, y con Irina de siete, y el Lanchero con grado de oficial de la marina. Ya para entonces había otros rusoviéticos, tenían su propio círculo, su edificio, sus carros y su portero que no dejaba pasar a los isleños. La gente empezaba a referirse a ellos como los bolos, que era una manera de decir que eran toscos, informes y sucios, osos siberianos, aunque algunos eran de Moscú, de Europa, y no campesinos de los hielos árticos. Sanya no era bola, era suave y blanca como la luna, salida de una pintura. En su gran amor secreto por ella, Adrián anhelaba protegerla, que el Lanchero la amara, la tratara bien, y probablemente un día se le borraría aquella tristeza. No se siente bien aquí, dice la Isleña, extraña Rusia. 23 Desde el barandal en lo alto del faro, el Lanchero observa el mar con los prismáticos, vigila los confines de la Isla Grande. Pero nunca han visto nada sospechoso. Si hubiera algún peligro no los traería aquí, dice. ¿Entonces qué mira tanto?, dice el Gallego. Al inicio de Esto (para Adrián era como siglos atrás) había bandidos en el Cabo, venían de Afuera. Hubo que combatirlos. El Lanchero estuvo aquí, tenía veintidós años. Pero incluso entonces nunca nadie había atacado el faro. Y ahora todo lo que se acerca a esta parte de la Isla Grande lo captan en el radar mucho antes de que entre en aguas nacionales. No hay de qué preocuparse, dice, nuestras costas ahora están bien vigiladas. Y para demostrarlo, juega al taco con sus sobrinos y sus hijas en la playa en lugar de seguir todo el tiempo rastreando barcos fantasmas, infiltrados, invasiones. En ocasiones dibuja, se reclina en el tronco de una uva caleta, los prismáticos a un lado, y pinta paisajes a lápiz en una libreta en blanco con trazos precisos. Ha hecho retratos de Irina y de Mariana, y de todos, más de una vez, menos del Gallego, que no se deja. Sólo en una ocasión lo dibujó, con frac y sombrero de copa con barras y estrellas y una barbita de chivo, pero al Gallego no le hizo ninguna gracia y rompió el papel y lo tiró en la playa. Entonces, si no vienen barcos ni enemigos ¿qué sentido tiene que esté allá arriba tanto tiempo oteando el horizonte, llevándose los prismáticos a la cara, mirando un mar vacío por el que nada más cruzan pesqueros, barcos viejos, pequeños, herrumbrosos, y sólo lejos, muy lejos, pasan los buques, apenas un punto en el horizonte? Si no hay ningún peligro ¿por qué el Lanchero siempre está tenso, nervioso, como si algo estuviera siempre a punto de suceder? Antes estaba todo el tiempo con ellos, 24 ahora, incluso cuando los acompaña en el juego o cuando se mete en el mar con los demás, su mente parece estar en otra cosa, como esperando algo. Busca una sirena, dice la Isleña. Y se ríe. Adrián lee a la luz de una linterna que cuelga sobre su hombro derecho y mira de reojo a su prima, sus senos, su piel asoleada. Mariana pincha los pedazos de carne de venado con una rama seca y la sostiene sobre la llama hasta que la grasa sisea, es el punto del recalentado. Hace menos de dos años todavía el cuerpo de las mujeres le parecía ridículo, deforme. Ahora esas deformidades lo electrizan. Son más bien curvas, ondulaciones, de las que emana un perfume, dejan un rastro en el aire, en los días, en la luz que toca todas las cosas. Irina observa las estrellas. La brisa se ha ido, llegan los jejenes y los manotazos, el fuego ha dejado de crepitar. Adrián lo atiza y vuelve a su libro. ¿Hay o no semillas de marañón?, dice Mariana. Tío dice que son para mañana, dice Adrián. ¿Y si las queremos hoy? Ve y dile, le espeta Irina, tú eres la niña linda de papi. Siempre se detienen en el radar antes de recorrer el último trecho hasta aquí, hacen sus necesidades, curiosean en las pantallas inmensas e incomprensibles y recogen las semillas de marañón que el Teniente Suárez ha guardado, una canasta grande, como las de huevos, pero rellena de semillas. En la playa, las colocan sobre la fogata en una plancha de zinc hasta que la corteza resinosa se incendia con llamas repentinas de las que se desprende un humo tóxico. Entonces extinguen la hoguera con arena, retiran la corteza carbonizada y extraen la nuez dorada. Es un festín; 25 el suave olor de las semillas de marañón asadas encierra un círculo íntimo alrededor del fuego. Sin responder a la pulla, Mariana se levanta y enrumba hacia la Unidad. Trae el repelente, le grita Adrián. ¿Crees que pase el dichoso barco?, dice Irina cuando su hermana se ha alejado. Quién sabe, dice Adrián. Mariana regresa con Miguel y la cesta con semillas de marañón. Miguel propone jugar a los caballos. Se meten en el agua que se aquieta con la noche y rebrilla bajo la luna. Hacen las parejas, Irina y Adrián, Miguel y Mariana. Los hermanos mayores tienen más fuerza, los menores son más ágiles. Irina es delgada, una espiga, pero la gimnasia la hace más fuerte. Gana el que logre desmontar a la pareja contraria, pero son las jinetes, arriba, las que empujan, los caballos sólo aferran fuertes sus piernas y no las sueltan hasta que la zambullida es inminente. Irina, quizá atizada por los celos, está hoy más fuerte que nunca, ganan los tres primeros, luego caen dos veces. Ahora sólo se escuchan los jadeos y el chapotear de los cuerpos con pálidos reflejos lunares, y va otra ronda, hasta que tienen que descabalgar, extenuados. En la segunda vuelta cambian parejas, pero Adrián ha perdido impulso, el cuerpo de Irina se ajusta mejor sobre sus hombros, la piernas ceñidas al costillar de su cabalgadura. Miguel e Irina ganan ahora. Termina el juego. Vuelven a la hoguera. Sacan las semillas del fuego, las machacan para eliminar la corteza quemada y van poniendo las nueces en un jarro de peltre. Se quedan con una parte y Miguel se lleva otras para su madre y Sanya. Mariana se va con él y por más linternas para dar un recorrido por la playa en busca de tortugas. Si ven una, la voltean. Miguel regresa entonces por el Teniente, traen el machete, los cuchillos y la Makarov y se 26 encargan de ella, Adrián espera siempre el disparo mientras se aleja. Las primas tampoco asisten al espectáculo. Han volteado a tres que él recuerde. Una estaba desovando, esperaron a que terminara, la encontraron cuando iba ya de regreso. Después el nido. Trató de correr, lo más que puede una tortuga. Le cerraron el paso casi ya en el agua. Esta noche no tienen suerte. Pero Adrián va a matar una picúa mañana, anuncia, espera que Miguel lo secunde. ¿Una picúa? ¿para qué? No comen la picúa por el miedo a la ciguatera. Adrián se encoge de hombros. Langostas, dice Irina, coge muchas langostas. Sí, trae langostas, dice Mariana. Déjame ir contigo, dice Irina. Se acerca, lo toma del brazo y señala con disimulo, sólo para ellos dos, el punto de luz que atraviesa la negra lejanía del océano. Yo me voy otra vez a cazar con tío mañana, anuncia Miguel. ¡El barco! Están ya de regreso, casi a un kilómetro de la Unidad, aún no es medianoche, ni siquiera las once, se ha adelantado. Hay que verlo con los prismáticos, dice Mariana y echa a correr. Irina sale tras ella. Adrián y Miguel ni siquiera apuran el paso, siguen caminando por la playa, aún está lejos. Y tampoco parece que vaya a pasar tan cerca de la costa, es apenas una isla de luz en la noche, pero sin contornos visibles. ¿Qué barco es ese?, dice Miguel. Un barco. Yo que sé. Irina dijo ‘el barco’. Es un yate, Mariana lo vio cerca hace unos días con el Lanchero, pero le dijo que se callara. Cuando llegan a la Unidad, Irina y Mariana están en lo alto del faro observando con los prismáticos. Los llaman. El Lanchero no está. Ha salido en el jeep al atardecer y no ha regresado. El Teniente está a cargo. Adrián toma los prismáticos, es su turno. Hay cinco 27 personas en la cubierta, cuatro en la popa, alrededor de una mesa, y otra en la proa. Una mujer, también con prismáticos, su mano en alto, como si saludara. Adrián responde al saludo. Es el turno de Mariana. Observa, saluda. El barco navega. La luz se aleja. Adrián no tiene miedo y es un cazador tenaz, al menos mar adentro. El tío y el hermano a veces regresan de sus cacerías sin nada, él nunca. Cuando menos, trae una ristra de colas de langosta, reinas en la mesa, aunque demasiado fáciles de matar. A veces incluso va primero por las langostas sólo armado de un bichero. Pululan entre las primeras rocas, muy cerca de la playa. Nadie pesca en estas aguas, excepto ellos. Cuando sienten su presencia, reculan hasta cualquier oquedad. Adrián mete el bichero por debajo —un gran anzuelo de pesca mayor soldado a una varilla de acero— y las engancha de un tirón. Agarra la cola en una mano y la cabeza en la otra y retuerce hasta que siente el crac del cuerpo al partirse en dos. Le enseña a Irina cómo hacerlo. Entran en el agua con el bichero y los guantes. Cuando llegan a las rocas, Sanya los alcanza. Viene de regreso de su larga jornada mañanera de natación. Se adentra tanto en el mar que la pierden de vista, nada kilómetros, sólo con un visor y un esnórquel. Según el Lanchero, en Rusia atravesaba un lago de aguas heladas, donde él no se atrevía a meter ni un pie, de ida y vuelta. Se queda con ellos, Adrián le muestra cómo ensartar las colas de langostas en un espolón sujeto a una cuerda de nailon. Bajo el agua su cuerpo es aún más blanco, y sus senos ondulan. Cuando Irina engancha la primera langosta, Adrián les explica cómo Sanya debe sujetar el bichero mientras ella, 28 que lleva los guantes, arranca la cola. Las deja solas y se adentra un poco más en busca de un pez grande, un buen pargo, quizá hasta una guasa. O una picúa, abundan aquí, es su reino, y las del Cabo son de las más grandes, crecen sin enemigos. Carga la escopeta, una neumática italiana, parte del arsenal que el Lanchero ha traído de Rusoviética, pero que nunca ha usado. Fuera de aquí está prohibida la pesca submarina en toda la Isla Grande, pero Adrián y Miguel pescan con escopetas de ligas compradas de contrabando. Adrián ha crecido en el mar. En el silencio bajo la superficie, el sonido apagado del arpón cuando traba en la pestaña suena a música en sus oídos, anuncia la batalla. Pero aún más le agrada el chasquido del disparo y el sonido seco de la espina dorsal del pez al romperse. Si el arpón hace blanco en el centro del cuerpo, justo detrás de la agalla, la muerte es sólo un ligero temblor. A diferencia de las aves, o los venados, o los puercos, no siente la agonía del pez, no le produce tal desasosiego verlos saltar y retorcerse y sangrar a borbotones. Su estertor es rápido y deja sólo un breve hilillo de sangre que en un instante se ha diluido en al agua. No es blandengue, por el contrario, es más fácil matar como lo hacen ellos, sus presas son indefensas. Una picúa, si él comete un error, puede matarlo. Hay sobradas historias de gente que se ha desangrado sin llegar a la orilla después del ataque de una picúa. Nadan a media agua, un torpedo gris y blanco, un cilindro de un metro y medio de puro músculo y un par de colmillos inferiores que atraviesan la mandíbula superior de un lado a otro. A veces es posible percibir su presencia por el chac chac chac de los colmillos, incluso antes de verla. Vagan indiferentes hasta topar con un cardumen. O con un ser humano; entonces actúan de manera singular, son curiosas, y ese es su punto débil. Se acercan lo suficiente; bien trabajadas, terminan por dar un 29 blanco fácil. Pero también contraatacan, lo que no hace casi ningún otro pez. En el primer contorno de las rocas la ve nadar cerca de la superficie. No es de las más grandes, menos de un metro. Adrián se acerca despacio. La picúa lo ve y empieza a nadar hacia él. Es una suerte de danza, le atrae el brillo metálico de la espoleta, pero como no entiende del todo la figura que se despliega frente a ella, lo observa con atención, siempre de frente. Si Adrián trata de nadar hacia un lado u otro, la picúa hace lo mismo, como si de un juego se tratara. Pero no es un juego, en un instante puede estar sobre ti, nunca se sabe cómo van a reaccionar. Dispararle así es, casi seguro, errar el tiro y tenerla encima en un abrir y cerrar de ojos. Hay que hacer que se desplace hacia un lado y dé un tiro mucho más seguro, usar un señuelo. Para eso Adrián lleva bajo la trusa la punta de una cuchara cortada. Están frente a frente; Adrián apuntándole todo el tiempo con el arpón por si se lanza, la picúa nadando en un mismo sitio, moviéndose sólo lo suficiente para mantener siempre la distancia exacta entre ellos. Si el agua estuviera revuelta, si hubiera poca visibilidad podría atacarlo, pero en esta agua cristalina el animal percibe las dimensiones del cuerpo de su oponente, y cientos de miles de años de memoria genética le dictan no atacar algo más grande que ella. Sólo los tiburones, dicen, no se atienen siempre a esa regla. Adrián saca el óvalo de la cuchara cortada. Patalea suavemente para recuperar la horizontalidad. Sin dejar de observar a la picúa, coloca la escopeta en ángulo de cuarenta y cinco grados respecto a la superficie, cerca de su cuerpo, saca la mano del agua y lanza la cuchara al aire. Con un impulso mecánico, la picúa rota e inclina su cuerpo atraída por el objeto ondulante que baja meciéndose en el agua. Dispara antes de que la picúa inicie su descenso 30 inquisitivo, el arpón la atraviesa limpiamente. La picúa se disloca, se arquea y tiembla a la vez en un rápido estertor. Una muerte inútil, sin embargo, un trofeo que llevará hasta la playa sólo para que lo vean. Y nadie le hace mucho caso. Tiene una manera cómica de pronunciar la ene como una ligera eñe, y una erre suave (Adrián la imita para hacerla reír) y una bata de casa de color azul claro que por momentos enmarca la silueta de su cuerpo y, a trasluz, la dibuja, en tardes de lunes, cuando va con ella a sus clases de filosofía. Marxismo, lo corrige Sanya. A los doce años ha dejado atrás ya a Julio Verne y a Agatha Christie. Le atrae la filosofía, o la palabra filosofía y el apelativo filósofo, ahora quiere ser eso, que la gente diga: ahí va el filósofo. Se lo hace saber a ella, y que guarde el secreto. El método es fácil: Sanya le da libros a leer como tarea y Adrián hace todas las preguntas que se le ocurren sobre lo leído. Ella elige los libros que cree adecuados; él la sorprende con preguntas que ella no espera. Se infla con sus halagos. Mira su cuello blanco, busca sus senos en cada oportunidad, con rápidas miradas. Indaga sobre la Crítica al programa de Gotha, que ella no le ha recomendado, pero ha caído en sus manos. La ve cada lunes, entre las cuatro y las seis de la tarde. A las siete Sanya da clases de marxismo en la Escuela del Partido. El Lanchero nunca está, siempre en el Cabo, a veces hasta un mes sin regresar. ¡Para qué se trajo a esa pobre mujer para acá para tenerla siempre ahí sola en esa casa tan grande, dice la Isleña. Y la invita a comer, a estar más tiempo con ellos, somos su única familia, dice. Y Adrián aprecia que su madre sea tan comprensiva. 31 Las primas tampoco están a esa hora, ambas tienen clases en el turno vespertino. Sanya responde gustosa a sus preguntas, o contesta con otra sin dejar de hacer lo suyo. Estudia, hace anotaciones en tarjetas. Adrián la mira de reojo, la sigue por toda la casa. Ella le pregunta cómo se dice algo en español y lo anota en sus tarjetas. A veces, mientras se baña, deja la puerta entreabierta para que sigan filosofando. Corre la cortina. Adrián observa la silueta que se mueve detrás de ella. Cuando finalmente cierra la ducha, él da marcha atrás y se aleja. Sólo una vez, casi sin pensarlo, empuja la puerta y entra con aire despreocupado, con una pregunta en los labios. Sanya está secándose, con un pie sobre el borde de la bañera, inclinada hacia delante, frotando con la toalla la parte inferior de la espalda y las nalgas. Se cubre instintivamente. Sal del baño, le dice, no he terminado. Pero Adrián ya está fuera, ha captado la imagen. La ha guardado bien y la convocará una y otra vez. A veces Sanya se rasura las piernas hasta la altura de los muslos mientras le explica, es un ejemplo, las leyes de la dialéctica aplicadas al materialismo histórico. Después se frota una de esas cremas muy olorosas que compra en el edificio de los rusoviéticos. A Adrián le atrae su blancura, como de estatua, y su pelo rubio, su nariz, y que sea filósofa, y mujer de su tío, pero no el olor de sus cremas. El rugido del motor de la torpedera llega desde el manglar. Sólo por esta vez, anuncia el Lanchero. Y no es de juego, se trata de una acción de inteligencia militar. Habla siempre en ese lenguaje, encomienda misiones tácticas, sus hijas y sobrinos son zapadores, hacen exploraciones, se preparan para destruir al Enemigo Imperialista, llevan 32 mensajes cifrados entre él y el Teniente. El comando Alfa tiene la misión de explorar en busca de un nido de tortugas, apoyo logístico para el desayuno, prohibido regresar sin huevos, cuatro por lo menos. El comando Katiushka lavará los cacharros, se quedan a cuidar la Unidad. Ése será el comando Cenicienta, dice Zuni, yo no estoy ahí. Mejor, nos casamos con príncipes, dice Irina. Cavan entre todos una trinchera en la arena de un metro y medio de profundidad, uno de ancho y diez de largo. Aprenden a armar y desarmar el AK. Una vez, también sólo una vez, disparan con balas de salva, y en la noche el Lanchero lanza una ráfaga de balas trazadoras. Dura sólo un instante, pero es algo salvaje, produce un momento de euforia el olor que deja en el aire, el trazo incandescente sobre la oscuridad del mar, el tableteo letal. Pero esta vez el comando Katiushka no tiene ninguna intención de dejar a los hombres partir solos. Exigen que el comando Madres Guerrilleras se quede a cargo, ellas quieren ir también en la torpedera. Es una misión sólo para hombres, anuncia el Lanchero. Pues yo soy hombre, dice Zuni, y hace un gesto de agarrarse los huevos. Tú lo que estás es echada a perder. Pero el comando femenino ya está abordando, Zuni tiene esa nociva capacidad para resquebrajar la disciplina del batallón. El Lanchero se pone al timón, el Teniente en la popa. Arrancan y en cuestión de segundos vuelan sobre el agua. Irina, de pie, con el equilibrio que los demás no tienen, estira los brazos como si de verdad volara. Adrián observa su cuerpo delgado y el viento en su pelo. Mariana ríe con la alegría repentina que da la velocidad, el mar abierto, también Miguel. Adrián siente como si estuviera en una película de la que es actor y espectador a un tiempo. Lo saca de ese estado de ensoñación la llamada del 33 Teniente. Se turnan él y Miguel aprendiendo a conducir el monstruo. Es mucho más fácil que manejar un carro. Lo más difícil es maniobrar para el atraque… Y de repente están a punto de llegar. El Lanchero toma de nuevo el timón. Hay una boya, una plataforma blanca cuadrada, de plástico, como de tres metros, con un domo en el centro, anclada con cuatro cadenas al fondo. Atado al domo, con una cuerda azul de nailon, hay un paquete forrado con incontables vueltas de cinta adhesiva. El Lanchero lo desata, lo tira sobre la borda, abre con llave el único compartimiento de la lancha, y lo guarda. Irina pregunta. Secreto militar, anuncia el Lanchero. Pueden diferenciar cuando lo dice en broma, y no es el caso. El tono de su voz indica que no vale la pena insistir. Ya de por sí la palabra secreto convoca al silencio, pero cuando se trata de un secreto militar todos saben que no hay nada que hacer, es algo muy serio sobre lo que no se hablará más por ninguna razón. Demostrar que son de fiar, que pueden guardar un secreto, ha sido desde siempre una de las exigencias de ser parte de esta familia. Pero para guardar un secreto primero hay que conocerlo, y el paquete cerrado no les dice nada. El Lanchero les ordena bajar en la playa frente al faro, él y el Teniente llevarán la torpedera hasta la cala. Adrián se demora en la playa, retiene a Irina del brazo, la sonsaca, hay que ver si abren el paquete. Caminan por la playa. Se meten por un pasadizo que lleva hasta la cala por la orilla opuesta al faro. Corren apartando las ramas crecidas con las lluvias, se agazapan. Llegan a tiempo para ver al Lanchero inclinarse y abrir el compartimiento y sacar la bayoneta, pero no ven el contenido del paquete, sólo la hoja que atraviesa la envoltura. El Teniente se le une, observan brevemente (no queda a la vista para ellos), luego el Lanchero lo devuelve al compartimiento y lo cierra. Atracan la lancha y la amarran de un lado y otro 34 con gruesas cuerdas. Se marchan. El secreto militar se queda guardado en la lancha, el comando Cotorra Verde tendrá que develarlo por sus propios medios. La agente secreta asiente sin palabras. Irina ha sido elegida entre cientos de candidatas para estudiar en el Ballet Nacional de la Isla Grande. Y aunque nunca antes pareció interesada en el ballet ha dicho sí, será ballerina. No ha faltado quien le advierta que estará mucho tiempo lejos de su familia, que el ballet es una de las carreras más duras y difíciles que existen, y que muy pocas llegan a ser primeras bailarinas. Ningún argumento parece disuadirla. Adrián no quiere que se vaya. Es como esos juegos que aunque puedan jugarse pierden sentido si falta un jugador o una pieza. Además, el ballet es aburrido. Pero ella lo lleva en la sangre, dice el Gallego, las rusas siempre han sido grandes bailarinas. El Gallego quisiera que Irina fuera su hija. Es su padrino, otro secreto familiar, la bautizaron a escondidas, para que no se supiera; el Lanchero y Sanya podían tener grandes problemas con el Partido si se llegara a saber, hicieron jurar al cura que no lo diría jamás, sólo con esa condición la bautizaban. Echa a correr por la playa y comienza una secuencia de saltos mortales, volteretas y figuras para que el Gallego la vea. No lo hace nunca para los demás, aunque le rueguen. Como si el Gallego y no el Lanchero fuera su padre. De los cuatro sólo Irina tiene abuelos, rusoviéticos, pero abuelos al fin, los demás no conocieron a los suyos. Bien visto, son una familia extraña. El Lanchero es como una sombra que entra y sale de casa; cuando está trae consigo 35 la diversión, pero no está la mayoría del tiempo. El Gallego está, pero es como si no estuviera. Se sientan en la playa, están todos ahora. Después de verla un rato, animados por los adultos, los demás se ponen a dar brincos también, hasta Miguel, y Zuni, por supuesto, torpes al lado de Irina. Sobre todo Mariana, cae una y otra vez como fardo en la arena sin despegarse apenas del suelo. Sus pronunciadas curvas no van con este espíritu del aire en el que su hermana se siente como en casa, por lo menos en esa hora de la tarde en que toda la familia está reunida para verla, como si se hubieran puesto de acuerdo para festejarla en una improvisada despedida, una límpida tarde de agosto. Adrián siente una íntima complicidad con su prima. Y algo de celos. Adrián y Mariana prueban el alcance del walkietalkie. Mariana se aleja por la playa con un aparato. Aquí, agente Delfín llamando a la Unidad, cambio. Adrián en lo alto de la torre del faro, arriba, con el otro, aquí, agente Carey, te escucho agente Delfín, cambio. ¿Cómo es la recepción, agente Carey, cambio. Recepción buena, cambio. Agente Carey ¿a quién quieres más, a Irina o a mí?, cambio. A las dos, cambio. Yo creo que quieres más a Irina, agente Carey, cambio. No, a las dos igual, cambio. ¿No un poquito más a mí?, cambio. Bueno, un poquito más a ti, cambio. ¿Pero te gusta más Alicia mi amiga, agente Carey?, cambio. Mariana levanta la mano como si saludara, Adrián puede ver su risa. Agente Delfín, es que Alicia es como una dama antigua, como una de esas mujeres de las pinturas en el Atlas de Historia del Arte, es como una 36 diosa, agente Delfín, cambio. ¡Qué romántico eres, agente Carey! ¿Y yo no soy como una dama antigua?, cambio. Eres la más bella de mis primas, agente Delfín, pero no eres como una dama antigua, cambio. Agente Delfín ¿me escuchas?, cambio. La ve darse vuelta, camina de espaldas y de frente a él ahora. Tiene el auricular junto a la boca, pero no llega ningún mensaje. Le hace un gesto con la mano. No responde. Agente Delfín ¿puedes escucharme? Te escucho, y bien, Carey. Iba a darte una sorpresita, pero como a ti nada más te gustan las damas antiguas, te jodiste, agente. ¿Qué sorpresita, agente Delfín?, cambio. Ya pasó, no puede ser, te la perdiste. ¿A cuánto estamos?, haz un cálculo, Papá dice que esto tiene alcance hasta de dos kilómetros, cambio. Estamos casi a un kilómetro, agente Delfín. Se aleja otra vez caminando de frente, y dándole las espaldas. De nuevo silencio. ¿De verdad estará molesta porque no la considera tan bella como su amiga? Agente Delfín, por lo menos infórmeme cuál era la sorpresita, cambio. Ya pasó, Carey, no va a haber sorpresita, dile a la dama antigua que te la dé, ¿Me ves bien, agente Delfín?, porque yo ya casi no alcanzo a verte. Yo tampoco a ti, agente. El biquini sí porque es rojo. ¿A cuanto estamos ahora, agente Carey?, cambio. Más de un kilómetro, agente Delfín, cambio. ¿Y nada más ves el biquini, agente Carey?, cambio. Es lo que más se ve, pero te escucho bien todavía, agente Delfín. Yo también te escucho bien, agente Carey. ¿Y si me quito el biquini, agente Carey? ¿Ya no me ves entonces? Me lo voy a quitar. Me quité la parte de arriba, agente Carey, pero no puedes verme. Mira, lo tengo en la mano, Carey, ¿lo ves, o no lo ves? Ahora me voy a quitar la parte de abajo, agente, se siente muy rico que te dé el sol y el aire en 37 todas partes. Pero tú no me puedes ver, agente Carey, porque estoy muy lejos. ¿Me ves? Casi no te veo, agente Delfín, pero no te has quitado nada, te estás haciendo la graciosa. No está seguro de verla. O si sólo la imagina desnuda, si las piezas del biquini son ahora dos puntos a su lado en la arena, si está de frente o de espaldas, es difícil precisarlo, pero igual llega la erección, así que mira en derredor. Del otro lado de la Unidad, Irina y Zuni juegan voleibol junto al faro. Sanya está en el agua cerca de ellos, Miguel lee, la Isleña debe estar dentro de la Unidad, El Lanchero y el Gallego han ido al radar, el Teniente quién sabe dónde anda. ¿Estás ahí, agente Carey?, cambio. Te escucho, agente Delfín, cambio. Estoy en cueros, mi Carey ¿Me ves?, cambio. No, no puedo, agente Delfín. ¿Y por qué no usas los prismáticos, agente Carey, para que te me ponga al alcance de la mano y me puedas tocar. Es que están adentro, Delfín. Búscalos, agente, antes de que me meta al agua. Ahora estoy afuerita. Encuera. Y bailo. Y bailo. Y bailo. Así. Voy por ellos, agente Delfín, no te metas todavía. ¿Quieres ver cómo bailo agente Carey? No te metas en el mar. Ya los tengo. Te estoy viendo. Quiere llevar la mano a su miembro, sacudirlo, pero tiene en una los prismáticos y en la otra el walkie-talkie. Y abajo están todos. ¿Me sigues viendo, agente Carey? Ya me voy a vestir. Hay dos juegos de llaves, el del Lanchero tiene un 38 llavero con una bandera rusoviética y otra de la Isla Grande, astas cruzadas. Esperan a que baje a almorzar, después de los demás. El Teniente lo releva. Adrián le da conversación al Teniente, indaga sobre los límites de las aguas internacionales. Irina sube a hurtadillas y toma las llaves. Se encamina hacia el manglar por la playa. Adrián baja, rodea la Unidad y emprende la carrera. Llega a la torpedera antes que Irina. La ve avanzar por el sendero apartando ramas, con movimientos de ninja y una sonrisa de mírame, furtiva soy. Le hace señas de que se apure, tienen menos de media hora, lo que toma al Lanchero el almuerzo y la siesta. Se agachan, Irina abre el compartimiento, sacan el paquete y retiran la envoltura. Nunca antes habían visto una revista porno, pero una ojeada a las mujeres desnudas en la portada basta para reconocerlas. Irina se ha incorporado y está ahora de pie, detrás de él. Se inclina y posa la vista de nuevo en las imágenes como invitándolo a seguir adelante en esta misión supersecreta. Adrián abre las páginas al azar, apenas sin detenerse en ninguna, de una revista a la otra, hacia atrás, hacia delante, nerviosamente. Hay algo más que mujeres desnudas, hay hombres, hasta tres con una mujer, piernas abiertas a todo lo que dan y risas bañadas de semen. Adrián e Irina no hablan, apenas se mueven, están tensos. Adrián toma las revistas por el lomo con la mano izquierda y con la derecha pasa páginas cada vez más lentamente. ¡Qué asco!, dice Irina. No es precisamente lo que él siente. Pero cuando gira de nuevo en busca de la mirada de su prima descubre un rostro desencajado, una Irina al borde del llanto. Él mismo siente como una especie de mareo y la sangre en las sienes, latidos audibles. Irina sale de la lancha y camina de prisa por el sendero sin decir palabra, sin apartar las ramas, como si no las viera. Echa a correr. 39 Adrián mira apresuradamente las revistas. Puede esconder una en el manglar y verla después. Saca la última de abajo y mete las otras en el compartimiento. Si llegan a saberlo no podrán reclamar, se sabrán descubiertos. Entonces se da cuenta de que Irina se ha llevado las llaves. Tira la revista junto con las demás y sale tras ella a toda velocidad. El sendero zigzaguea; no alcanza a verla pero no puede estar muy lejos. La ve ya en la playa, caminando apresurada. La llama, pero Irina no quiere escucharlo, corre de nuevo. Aprieta el paso: ¡Las llaves!, le grita. Irina lanza el manojo de llaves por encima de su hombro sin detenerse. Adrián las recoge. Se da cuenta de que el Teniente ha podido ver algo desde el faro si sigue arriba y le grita a Irina que no corra, nos están viendo. El Teniente no se ve por ninguna parte, pero la alerta funciona; Irina se detiene en seco y echa a andar más despacio. Adrián echa a correr de nuevo en cuanto deja de estar a la vista del faro y se mete a toda velocidad por el sendero del manglar con los codos por delante como boxeador para evitar las ramas. Salta dentro de la torpedera. Saca las revistas. Llega con toda la intención de cerrar el compartimiento, pero con las imágenes otra vez a la vista, y ahora solo, no hay manera de zafarse. Agarra el miembro, lo siente hincharse bajo la trusa. Hojea las revistas rápidamente. O se detiene en una imagen. Lo agarra e imprime velocidad a su muñeca. Entonces, por entre el fragor en sus sienes escucha la melodía del Teniente. Se acerca, pero no está aún a la vista, lo oculta el montecillo de uvas caletas, viene por el sendero que llega desde la Unidad. Siguiéndolo a unos pasos, aparece la Isleña. Tira las revistas, prueba varias llaves, logra cerrar el compartimiento y salta fuera de la torpedera por la orilla opuesta, hacia el manglar. No puede saber si han alcanzado a verlo, pero tampoco vuelve la vista para averiguarlo. 40 Se detiene en seco y vuelve sobre sus huellas. Deja el sendero y se abre paso entre el follaje evitando hacer ruido hasta llegar casi al linde del bosquecillo con el agua. Observa la escena. El Teniente salta dentro de la torpedera y se pierde bajo el techo de lona azul. La Isleña se queda en la orilla. El Teniente sale con algo en la mano y se lo entrega a la Isleña que le sonríe. Cruzan unas palabras. Ríen de nuevo. Luego la Isleña se marcha y el Teniente vuelve a la lancha y abre el compartimiento donde están las revistas. Adrián sale del escondite por donde mismo ha entrado, retoma el sendero y corre por la playa sin detenerse hasta llegar al faro y poner las llaves del Lanchero en su sitio. Las tortugas se han ido a otro lugar del mundo a poner sus huevos en estos días. Otra jornada sin que vean siquiera su gran huella en la playa. Hay luna, la noche es calurosa, no se mueve ni una hoja. De regreso se dejan caer en la Pecera para refrescarse. Es una piscina natural entre las rocas, un lugar que conocen palmo a palmo, el mar llega hasta aquí a través de una gruta que se abre a cielo abierto en un pozo circular. Antes venían mucho de día a ver miríadas de pequeños peces. Se quedan quietos en el agua, hablan en voz baja porque la voz retumba. Irina es la primera en salir, se sienta en el borde y canta en voz baja. Mariana sale también. Bajo la tenue luz de la luna, Adrián la ve aferrarse a las rocas con las manos, empinar el trasero y subir el pie derecho buscando un apoyo en lo alto. Irina le tiende una mano. Ya nos vamos, dice. (Le habla a Mariana, desde lo de la mañana no le dirige a él la palabra). Adrián ve a Mariana de nuevo desnuda en el lente de los prismáticos, haciendo molinetes con la tanga sobre su cabeza. Luego se despliegan también las imágenes de las revistas, todas esas mujeres. Lleva instintivamente la mano a su miembro bajo el agua, tiene una erección. Lo aprieta una y otra vez. Las alcanzo luego, anuncia, me quedo un rato más. 41 Las ve alejarse. Sale del agua, se acomoda sentado entre las rocas y lo hace, lo sacude frenéticamente sin pensar siquiera si esta vez sí. Las escucha llamarlo con gritos apresurados, pero no hay nada que pueda hacer ahora que no sea seguir sintiendo esto. Cierra los ojos. Escucha sus gritos, cada vez más lejanos, no entiende lo que dicen, y siente aquello, cada vez más cercano, cada vez más eso, esto. Hay un estallido de luces dentro de su cabeza, rayos que se cruzan, blancos puntos titilantes, rojos, verdes. Aprieta el miembro y jadea, se deja caer hacia atrás. Hay otro estallido, de júbilo, al sentir lo pegajoso de sus dedos. Ríe en silencio. Abre los ojos, se reincorpora. Y en el vértigo no entiende de momento lo que está viendo. El barco, todo iluminado, en todos sus detalles, está al alcance de la vista, se dirige hacia el faro. Se puede escuchar el ruido del motor. Se levanta de un salto, se sube la trusa y echa a correr hacia la Unidad, tan veloz que llega junto con sus primas al pie del faro. El Lanchero está hablando por el radio, gritando, conminando a los del barco a que no avancen un nudo más. "O voy a detenerte por las malas", grita, "no me hagas hacerlo". ¡No puedes venir aquí ahora! Es su última advertencia. Baja del faro corriendo. ¡Dispara al aire!, grita al Teniente. ¡Dos ráfagas! Dile que la vamos a torpedear. Díselo. Se pierde corriendo por el sendero hacia el manglar. Adrián escucha el sonido metálico del AK. Con movimientos precisos, el Teniente quita el cargador y coloca otro. Apunta al barco, luego más arriba. La noche estalla. Son trazadoras; dos rayos discontinuos de luz roja se pierden en el cielo por encima del yate. Hay un olor distinto en el aire y el silencio zumba en los oídos. En el momento mismo en que se apaga el motor del yate, se escucha el rugido de la torpedera. La ven salir 42 trazando un círculo, y una estela inmensa tras ella. Enfila hacia el barco. Y de repente disminuye la velocidad. El yate se ha detenido por completo. Aparece alguien en el puente. Están diseminados como estatuas entre la Unidad y el faro. Todo se detiene. Sólo la torpedera ronronea navegando ahora despacio al encuentro del yate. Las luces del barco se apagan, también el reflector en la proa de la torpedera. ¿Qué está pasando, Teniente?, dice el Gallego que ha salido corriendo de la Unidad: Explícanos qué está pasando ahora mismo. Está furioso. Miguel corre hacia él, también la Isleña. No va a haber problema, dice el Teniente con aplomo. ¡Ya hay problema! ¡Cómo traen a los muchachos aquí! Mantén la calma, Gallego. No son enemigos. Ahora su voz suena más como una orden. ¿Qué son entonces? No nos van a atacar. Eso te lo puedo asegurar. La Isleña y Miguel sujetan a mi padre. Nadie está en peligro, Gallego, tranquilo, repite el Teniente. ¿Quiénes son los del barco? Quiero saberlo. Es mi familia la que está aquí, no la tuya. Cuando el Mayor regrese te dirá, no yo. La Isleña y Miguel forcejean con el Gallego, lo alejan del Teniente que no se ha movido ni un paso ni ha perdido la compostura, pero tampoco ha bajado el AK ni ha quitado el dedo del gatillo, el cañón apuntando al cielo. Sanya está metiéndose en el mar. Adrián le hace señas a Irina: ¿A dónde va tu madre? Mariana e Irina llaman a Sanya, que parece no escucharlas. Cuando el agua está a la altura de sus caderas se inclina hacia delante y comienza a nadar despacio. Irina la llama una y otra vez. La Isleña también le grita. Mariana hace un gesto a Irina que quiere decir: así es (tu madre), 43 hace lo que nadie espera en el momento menos adecuado. Sanya desaparece con su braceo lento del breve radio de luz de la Unidad. La voz del Lanchero carraspea en el walkie-talkie. El Teniente echa a andar, le responde, cruzan frases entrecortadas en clave militar. Se escucha el encendido del motor del yate, pero no se ven sus luces. Se aleja a oscuras. También el teniente, camina por la playa mientras habla con el lanchero y se separa del grupo. Cuando regresa, anuncia que todo está bajo control. Los otros insisten ya más calmados en saber quiénes son los visitantes y qué sucede, pero el Teniente ha determinado ya que se trata de secretos militares, sólo el Mayor puede decir lo que haya que decir, él sólo cumple órdenes y no está autorizado a decir nada. Pueden irse a dormir tranquilos, concluye, no pasa nada. Y es tarde. Mañana el Mayor les dirá. ¿Y mi madre?, dice Irina. Ya regresará, dice el Teniente. Nada muy bien ¿no? A lo lejos, el haz de luz del faro ilumina fugazmente el conjunto que forman el yate y la torpedera ahora una al lado de la otra, detenidos, como si flotaran a la deriva juntos. Pasan minutos, quizá horas, el panorama no cambia. Tampoco Sanya regresa. La llaman con grandes voces, es hora de irse a dormir. Mañana sabrán. Pero Sanya no regresa. Comienzan a buscarla cuando el Lanchero vuelve y el yate se ha alejado. Los hombres: el Gallego, el Lanchero, y el Teniente. Durante toda la noche barren la superficie con el potente reflector ubicado en la proa de la lancha. Los demás esperan en la playa. Adrián se duerme. Cuando despierta, Sanya sigue sin aparecer. Amanece y puede ver 44 que Irina está sentada en la playa, en la misma posición en que ha estado toda la noche, como helada, con los brazos rodeando las rodillas, mirando a la lejanía, al horizonte gris y cobrizo. Sigue sin hablarle a Adrián, pero él se sienta junto a ella y pasa el brazo sobre sus hombros. Al rato vuelve, dice. La torpedera se acerca a la playa y el Gallego se baja. La Isleña convence a Irina de que la ayude a preparar el café y la leche, para cuando todos regresen, le dice. Los demás inician la búsqueda por la playa. Mariana y Miguel en una dirección, el Gallego y Adrián en la otra. Y son ellos quienes la encuentran, entre las rocas donde hallan siempre botellas y mensajes. La misma corriente que las deposita aquí debió arrastrarla. Parece flotar, pero en realidad el cuerpo está encallado en el fondo bajo, de algún modo atrapado entre las rocas, boca abajo. Mutilado. ¡Una propela, Dios mío!, musita el Gallego. La cabeza, casi cercenada, carcomido el cuello por los peces, apenas está unida al cuerpo por una tira de piel de la nuca que termina de desgarrarse cuando tratan de sacarla del agua. Se desprende, se hunde brevemente y vuelve a aflorar, los ojos nublados mirando al cielo. Al limbo, vacíos de vida ya, pétreos y carcomidos. El Gallego arrastra el cuerpo hasta la playa. Tropieza y cae y se levanta. Lo agarra de las axilas y evita mirarlo. Adrián lo sigue con la yerta cabeza entre las manos, y no puede esquivar los ojos alucinados, más azules, blancos. Cuando pone un pie en la arena húmeda de la playa, ya fuera del agua, las piernas no lo sostienen, su cuerpo se resiste a seguir, llega la náusea. Todo gira y cambia de lugar; ve el cielo, el agua, el monte. Se desploma y la cabeza de su amada Sanya cae y rueda levemente hacia un lado. Está junto a la suya. 45