20 LA VANGUARDIA O P I N I Ó N LUNES, 7 MARZO 2011 Xavier Antich L De Maquiavelo a Mazzarino a culpa no es de los pueblos, sino de sus príncipes”. La afirmación no es mía y, si he de ser franco, ni siquiera estoy de acuerdo. Pero lo escribió Maquiavelo en Del arte de la guerra, y tal vez ilustra algunas cosas. Entre otras, el trasfondo de lo que bien puede considerarse la primera teoría moderna del Estado. A Maquiavelo le tocó vivir tiempos convulsos. A finales del siglo XV, Carlos VIII, el rey de Francia, había ocupado con sus ejércitos la península Itálica hasta Nápoles. Y la invasión hizo patente el hundimiento de Italia, que hasta entonces se había sostenido de forma precaria manteniendo en un extraño equilibrio a sus cinco grandes estados. A partir de entonces, el territorio italiano se convirtió en el campo de batalla donde las nuevas monarquías europeas, con España y Francia a la cabeza, intentaron dirimir sus pretensiones de dominar Europa. De ahí surge la pretensión de Maquiavelo de diseñar una teoría política que, en cierto sentido, está en el origen del Estado moderno, versión absolutista. Frente a la disgregación de la comunidad y frente a los conflictos de intereses, Maquiavelo propone unificar el cuerpo social y dotarlo de estabilidad en torno a un soberano que, como siglos después dirá Kant, “sólo tiene derechos y ningún deber”. No es mala lectura, la de El príncipe, en estas semanas, para acercarnos por una vía tangente a esa modernidad hoy por fortuna en crisis en el mundo árabe, donde los pueblos de Túnez a Bahréin se han decidido, con mayor o menor fortuna, a mover el trono de sus sátrapas y a iniciar, cada uno a su modo, esperemos, su particular toma de la Basti- lla. Ya sé que El príncipe en un par de años cumplirá cinco siglos. Y que Maquiavelo, con él, sólo pretende condicionar la acción política de Lorenzo de Medici. Pero los caminos de la historia son más tortuosos que la secuencia del calendario y, además, la historia de muchos libros, como este, desborda por exceso las intenciones de su autor. En esas páginas, todavía hoy terribles, podemos leer cómo el soberano debe recordar que “a los hombres se les ha de mimar o aplastar”. Y que “el príncipe debe hacerse temer de manera que si le es imposible ganarse el amor consiga evitar el odio, porque puede combinarse perfectamente el ser temido y el no ser odiado”. ¡Menuda ecuación!, pero con ella se sostuvieron en Europa las monarquías absolu- tistas y con ellas, del mismo modo, pretendían hacer lo propio, hasta hace nada, los reyezuelos árabes, como padres temidos, aunque amados, de sus súbditos. Tal vez olvidaron, en algún momento, la lección de Maquiavelo: el uso combinado de la ley y la fuerza, del hombre y la bestia, de la zorra y el león. Sin embargo, ya Maquiavelo supo ver que “quien pasa a ser señor de una ciudad acostumbrada a vivir libre y no la destruye, que espere ser destruido por ella”. Y también él anticipó que, como la naturaleza de los pueblos es inconstante, “resulta fácil convencerles de una cosa, pero es difícil mantenerlos convencidos” durante mucho tiempo. Por ello, recomendaba que “conviene estar preparado de manera que, cuando dejen de creer, se les pueda hacer creer por la fuerza”. Los europeos del siglo XXI hemos sabido del final del absolutismo por los libros de historia. Pero ahora podemos seguir su versión árabe, semana a semana, en nuestros países vecinos, con sólo abrir la pantalla del ordenador o las páginas del diario. Sin embargo, en todas partes cuecen habas. Y aquí, que la lectura de El príncipe puede parecer extemporánea, tenemos que buscarnos otras referencias. Y, como siempre, la cuestión es dar con la bibliografía adecuada. No se me ocurre otra IGNOT mejor que el Breviario de políticos del cardenal Mazzarino, que estos días llega a las librerías traducido al catalán por Ramon Alcoberro y con un jugoso prólogo de Rubert de Ventós (Edicions de la Ela Geminada). El cardenal, como es sabido, sustituyó a Richelieu como primer ministro y gobernó en Francia mientras Luis XIV fue menor de edad. El pájaro, como recuerda Alcoberro, fue un “héroe de la manipulación” y “maestro de políticos y gestores eficientes y desacomplejados”. El Breviario recuerda que los políticos reducen a dos máximas su oficio: la simulación y la disimulación. Y, con ello, funda la política barroca. La misma que, me atrevería a decir, continúa rigiendo entre los políticos posmodernos, de entre los cuales, en la cúpula del Gobierno español, tenemos ejemplos eminentes. Se trata de que el gobernante, a juicio del cardenal, exprese siempre, no lo que piensa o lo que pretende, sino “una afabilidad y cor- Los reyezuelos árabes pretendían sostenerse como padres temidos, aunque amados, de sus súbditos tesía perpetuas”. Que “finja siempre humildad, ingenuidad, familiaridad y buen humor”, y que esté siempre disponible para lo que sea, sobre todo si le ha de reportar, aunque superficial, algo de lustre. Que aparente guardar siempre fuerzas de reserva, aunque no las tenga, para que nadie pueda evaluar los límites de su poder. Y sobre todo, buscar siempre, ante todo, la ambigüedad: “que tu discurso se pueda interpretar tanto en un sentido como en otro, y que nadie lo pueda resolver”. Mazzarino, incapaz de elaborar una teoría del Estado, nos legó, con este texto brillante y mordaz, que ahora podemos releer con mirada renovada, una teoría de los políticos. Destilando la cultura barroca de la simulación y la mascarada, constituye quizás el mejor manual de la política posmoderna. También, de paso, acaso nos permitiera mirarnos un poco el ombligo para dejar de mirar a los demás, como estos días hacen tantos, por encima del hombro.c Antoni Puigverd ¿Exige Creonte la limosna de Antígona? L a noticia ha pasado si no desapercibida, sí de puntillas por nuestra actualidad. Unos delincuentes penetraron en la armería de la base militar General Menacho de Botoa en Badajoz y se llevaron diez pistolas y veinte modernos fusiles de asalto AK burlando tranquilamente la seguridad. Las primeras investigaciones apuntan a un grupo mafioso de origen albanés. El suceso ha manchado el prestigio de un ejército moderno que desarrolla, con profesionalidad manifiesta, arduas misiones de paz en los puntos más calientes del planeta. También ha contribuido a aumentar la sensación de inseguridad general. ¿Acaso no produce estupor e inquietud comprobar que rondan por España unos delincuentes capaces de vulnerar los controles del mismísimo ejército? El caso es más serio de lo que parece. Ha puesto en evidencia que el formidable arsenal que custodian los militares está débilmente protegido. Peor todavía: el caso podría revelar conexiones entre un topo militar y la delincuencia organizada. Los tentáculos mafiosos podrían haber llegado ya al ejército, corazón del Estado. El extraño robo ha coincidido con un nuevo éxito policial contra ETA. La detención de cuatro miembros del comando Vizcaya, que asesinó al inspector Puelles y al brigada Conde y organizó el asalto al cuar- tel de la Guardia Civil de Burgos que causó 65 heridos. La publicidad concedida al nuevo éxito contra la delincuencia etarra contrasta con el tupido velo con que Gobierno y medios cubren el penoso robo de la base militar. No hay movimiento de ETA que no esté bajo control de los cuerpos de seguridad. ETA no está muerta, pero agoniza asfixiada por un Estado que no ahorra esfuerzos. Acosando sin descanso a ETA, procura el Estado la seguridad de los amenazados y defiende los valores democráticos que su enemigo más persistente se empeña en violar. Ahora bien: ¿es ETA, en estos momentos, el enemigo más peligroso de la democracia, el mayor causante de dolor e inseguridad? Otros enemigos nos acechan, más fuertes y peligrosos. Pudimos comprobarlo en el colosal atentado de Atocha perpetrado por fanáticos islamistas. Y podemos comprobarlo con este robo a una instalación militar: las mafias del Este, las del narcotráfico y la mafia italiana se mueven en España como pez en el agua. El especialista Saviano lo explica a quien quiera escucharlo. No sabemos si las fuerzas de orden público cuentan con el presupuesto necesario para enfrentarse a estos nuevos enemigos de la paz. Lo que sí sabemos es la indiferencia que, por comparación al caso etarra, suscita esta nueva delincuencia en la política y el periodismo. Una vez más, en España, la pasión ideológica prima sobre la razón analítica. Precisamente, estos días asistimos a la denuncia política y mediática de Sortu, partido abertzale que dice condenar la violencia. Sabemos que su condena es hipócrita, instrumental. Pero la ley democrática no juzga intenciones, sólo delitos. Basándose en juicios de intención, un coro me- Sabemos que Sortu es hipócrita al condenar la violencia, pero la ley no juzga intenciones sino delitos diático de derechas e izquierdas ha conseguido que el omnipotente Rubalcaba y el fiscal del Estado rebusquen entre los promotores de Sortu algún hilo de continuidad con Batasuna, un hilo fácil de encontrar: es obvio que Sortu procede de Batasuna. Sortu es Batasuna condenando por primera vez la violencia. ¿No era este el requisito? Condenada la violencia, se les demoniza de nuevo: ahora se juzgan sus intenciones y se les exige arrepentimiento. Exigen a Sortu, en realidad, algo que nadie pidió a jueces, periodistas, funciona- rios o políticos franquistas, que se transformaron en demócratas sin pedir perdón a sus víctimas gracias al acertadísimo decreto de Amnistía de 1977. Se exige a Sortu lo que nadie exigió a los viejos etarras. Se exige a Sortu lo que nadie exigió a falangistas, comunistas y anarquistas por sus crímenes de la guerra. Se exige a Sortu lo que no se exigió a los encubridores de los GAL. Tiene que dar muchos pasos, todavía, el entorno etarra para acceder a una nueva amnistía. No es momento ni tan siquiera de imaginarla. Repito: ni tan siquiera de imaginarla. Pero, ante el unánime coro que reclama la no legalización de Sortu por su falta de pureza democrática o por el dolor que causaría a las víctimas de ETA, es preciso recordar que la pureza democrática se perdió por el camino en otros momentos de la historia española reciente; y que muchas víctimas quedaron para siempre desasistidas y mancilladas por la razón de Estado (se llamó reconciliación, pero no fue más que olvido). Antígona fue condenada por Creonte por enterrar también al hermano disidente. En la versión de Espriu, Antígona receta para España “una limosna recíproca de perdón y tolerancia”. Ningún bando ha ofrecido nunca tal limosna. Pero no es la primera que los hijos de Creonte, que nunca pidieron perdón, le exigen a los demás.c