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AUTORES CIENTÍFICO-TÉCNICOS Y ACADÉMICOS
El nuevo Sistema Solar
Ángel Gómez Roldán
www.astronomia-e.com
www.angelgomezroldan.es
à
Introducción
H
ace aproximadamente 4.560 millones de años, en el interior de
una región de gas y polvo interestelar situada en la periferia del
brazo espiral de una galaxia común, y por causas aún no muy bien
conocidas –la explosión de una supernova cercana, el paso de otra
estrella, o mareas gravitatorias de la propia Galaxia–, una parte de esta
nebulosa comenzó a condensarse. Por efecto de la creciente gravedad
debida a la acumulación de masa, aumentó su presión y temperatura,
generándose de este modo las condiciones necesarias para que se produjese energía en su interior fruto de reacciones termonucleares. Se
había formado una protoestrella: nuestro primitivo Sol. A su alrededor,
y girando en forma de un inmenso anillo, otras acumulaciones de
materia, restos de la misma nebulosa primordial, también se aglomeraron en lo que algún día serían los planetas. Con el tiempo, la fuerza fundamental que rige la evolución del Universo, la gravedad, fue decantando, limpiando y condensando estos mundos y el espacio entre ellos,
conformando lo que en la actualidad los habitantes presuntamente
inteligentes de uno de estos cuerpos denominamos Sistema Solar.
¿Por qué es interesante esta agrupación de mundos de todos los
tamaños? O, dicho de otro modo, ¿qué es lo que hace tan popular al
Sistema Solar? Puede que sea que nuestros mundos vecinos están
asombrosamente cerca. Tan cerca, de hecho, que todos los mayores
han sido visitados por las sondas robots que el ser humano ha enviado desde hace unas pocas décadas. Tan cerca, que desde que la humanidad levantó la vista al cielo, eran los únicos cuerpos celestes visibles
a simple vista, además del Sol y la Luna, cuyo lento movimiento se
podía apreciar sobre el inmutable telón de fondo de las estrellas. Tan
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ACTA
El nuevo Sistema Solar
cerca, que su mayor componente, el Sol, es quien dio
origen y hace de motor de la vida. Tan cerca, en definitiva, que constituyen nuestra comunidad, son el
único lugar de todo el Universo donde, que sepamos,
existe vida –la Tierra–, y, muy probablemente, en el
lejano futuro, sean fuente de materias primas y nuevos
hogares donde vayamos a vivir.
Sin embargo, y en buena parte aún hoy en día, la
concepción que se suele tener del Sistema Solar se
basa en la imagen clásica del Sol y los ocho (antes
nueve) planetas, girando éstos en torno a nuestra
estrella, y cada uno con sus propias características y
peculiaridades, al modo de una familia mal avenida,
en la que cada uno de sus miembros es diferente al
otro y apenas tienen relación entre sí.
Esta concepción tan simplista se ha visto radicalmente alterada con el advenimiento de la exploración
espacial a mediados del siglo pasado: de ser un estudio
indirecto y lejano, basado exclusivamente en la información obtenida a través de los telescopios, hemos
pasado a visitar, orbitar, aterrizar e incluso pisar con
nuestros propios pies muchos de estos mundos. Se nos
ha revelado de este modo un nuevo Sistema Solar
mucho más complejo, rico e interrelacionado de lo que
los astrónomos podían imaginar. Así, no sólo éstos,
sino los físicos, geólogos, químicos e incluso biólogos,
tienen en el Sistema Solar un laboratorio en el que desarrollar sus disciplinas en todo tipo de condiciones.
Figura 1. Los cuerpos principales del Sistema Solar, a escala de
tamaños –no de distancias– (LPL).
El Sistema Solar se encuentra en el exterior de uno
de los brazos espirales de la galaxia Vía Láctea, a unos
27.000 años luz de su núcleo, girando en torno a éste
cada 250 millones de años aproximadamente. La distancia típica entre estrellas en nuestra región de la
Galaxia es de entre 4 y 10 años luz. La más cercana
es Proxima Centauri, una enana roja a 3,9 años luz.
Si el tamaño de estas rocas errantes es mayor,
incluso pueden llegar a la superficie, convirtiéndose
en meteoritos, y si su masa es lo suficientemente
grande, pueden crear grandes cráteres de impacto y,
en mundos como el nuestro, provocar gigantescas
catástrofes medioambientales, como el conocido caso
de la extinción masiva del Cretácico, hace 65 millones
de años, y que causó, entre otras, la extinción de los
dinosaurios. Todos los mundos con superficies sólidas
muestran las cicatrices de estas colisiones en forma de
cráteres de todos los tamaños, reflejo de la turbulenta
historia temprana del Sistema Solar.
El Sistema Solar está compuesto por diferentes
tipos de cuerpos (figura 1) atendiendo a su tamaño o
masa, el criterio fundamental de clasificación. El Sol,
la estrella central del Sistema, constituye por sí sola
más del 95% de toda la masa del mismo. Su enorme
tamaño y por ende, atracción gravitatoria, hace que
todos los miembros del Sistema giren a su alrededor
en órbitas que van de unas pocas semanas, como
Mercurio, a muchos miles de años, como los cometas
más alejados. Haciendo un ordenamiento por tamaños –cuya nomenclatura no es exactamente la misma
que la oficial, pero ayuda a clasificar los cuerpos del
Sistema Solar–, los planetas son todos los cuerpos
Y un símil fácil de recordar y visualizar: si construyésemos un modelo «vegetal» a escala de nuestro Sistema Solar, en el que el millón y medio de kilómetros
de diámetro del Sol se redujesen a una calabaza
redonda de más de un metro de circunferencia, la
à
El contexto
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mayores de 1.000 kilómetros de diámetro (unas
pocas docenas; esto incluye a los ocho mundos clásicos y a varios de los satélites mayores de éstos, algunos más grandes que «planetas tradicionales» como
Mercurio o Plutón); los asteroides son los cuerpos
inactivos comprendidos entre pocas decenas de
metros y 1.000 kilómetros (varios cientos de miles);
los cometas, activos con sus colas de gases y polvo,
del orden de los 10 kilómetros (muchos millones), y
los meteoroides, con tamaños inferiores a los 10
metros (billones de ellos). Miles de estos últimos cuerpos, de apenas milímetros de diámetro, iluminan
nuestro cielo todas las noches en forma de estrellas
fugaces, al incendiarse por el rozamiento en las capas
altas de la atmósfera de la Tierra.
En función de sus propiedades principales, los
planetas se pueden clasificar en dos grupos: planetas
terrestres o interiores (rocosos, pequeños, cálidos y
próximos al Sol) y jovianos o exteriores (gaseosos,
grandes, fríos y alejados del Sol). En la tabla 1 se
muestran algunos datos comparativos de los ocho
planetas del Sistema Solar según la nueva clasificación de la Unión Astronómica Internacional.
El nuevo
Sistema Solar
Tierra sería un minúsculo guisante girando en una
órbita casi circular a 150 metros de distancia de la
calabaza. El mayor mundo del Sistema, Júpiter, apenas aparecería como una naranja grande a 780
metros del Sol, mientras que Saturno, Urano y Neptuno lo harían como una manzana y dos melocotones
pequeños, respectivamente, a 1,43, 2,88 y 4,52 kilómetros del Sol-calabaza. Planetas y mundos pequeños, como Marte, Mercurio, Titán o Ganímedes, no
serían mayores que granos de pimienta, y los asteroides y cometas más grandes ni siquiera medirían unas
décimas de milímetro.
Planeta
Masa
Radio
Densidad
Rotación
Mercurio
0,055
0,38
5,43
58,6 días
0,24 año
0,38 UA
Venus
0,81
0,94
5,20
243 días
0,61 año
0,72 UA
Tierra
1,00
1,00
5,52
24 horas
1,00 año
1,00 UA
Marte
0,107
0,53
3,91
24,1 horas
1,88 años
1,52 UA
Júpiter
317,7
11,2
1,33
9,9 horas
11,9 años
5,20 UA
Saturno
95,16
9,45
0,69
10,7 horas
29,4 años
9,55 UA
Urano
14,53
4,00
1,31
17,2 horas
83,7 años
19,21 UA
Neptuno
17,1
3,9
1,64
16,1 horas
163,7 años
30,11 UA
masa de gases y polvo se acumulasen a distintas distancias del primitivo Sol, diferenciándose en función
de su cercanía a la estrella. De esta manera se configuraron tres zonas en la nube, caracterizadas por temperaturas muy distintas.
Traslación Distancia al Sol
Tabla 1. Datos comparativos de los ocho planetas del Sistema
Solar. En esta tabla, la masa y el radio de cada planeta se expresan
en unidades terrestres. La densidad media viene en gramos por
centímetro cúbico, y la distancia al Sol en unidades astronómicas (1
UA equivale a 150 millones de kilómetros, la distancia media
de la Tierra al Sol) (de Bellot Rubio, 2000).
Manzanas, melocotones, guisantes y granos de
pimienta girando en torno a una gran calabaza a
cientos y miles de metros de distancia. Y entre ellos,
el vacío más absoluto. Y para finalizar nuestra analogía, ¿dónde se encontraría la estrella-calabaza más
cercana (Alfa Centauri)? Nada menos que a ¡38.000
kilómetros! Y así, nuestro vecindario estelar en un
radio de 100 años luz, lo formarían unas docenas de
naranjas y calabazas llegando incluso a enormes esferas de hasta cien metros de diámetro, situadas a decenas y cientos de miles de kilómetros unas de otras...
el espacio es un lugar muy vacío.
à
Origen, formación y estructura
del Sistema Solar
Se cree que este origen, a partir de una especie de
nube achatada de gases y polvo, en cuyo centro se
condensaron para dar nacimiento al Sol, tuvo lugar
hace casi 4.600 millones de años (figura 2). La atracción gravitatoria hizo que diferentes nódulos de esta
Figura 2. Esquema de la formación del Sistema Solar
(Pearson Education).
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ACTA
El nuevo Sistema Solar
Así, los protoplanetas más próximos al calor fueron mundos sólidos, rocosos y pequeños, sin apenas
satélites y con atmósferas tenues, mientras que los
lejanos y fríos, eran enormes, gaseosos, con multitud
de satélites y sistemas de anillos. Esta separación en
mundos de roca y cálidos, y mundos gaseosos y fríos
es la que ha marcado la pauta en la evolución de los
cuerpos del Sistema Solar. La proximidad al Sol y,
por tanto, a su pozo de gravedad, también hace que
la «zona centro» de nuestro «barrio» esté poco poblada, con mundos como Mercurio, Venus y la Tierra;
mientras que cuanto más nos alejamos a la «periferia», la cantidad de cuerpos pequeños y fríos como los
cometas o los objetos transneptunianos aumenta
exponencialmente. De hecho, se piensa que el límite
del Sistema Solar lo forma una nube más o menos
esférica de hasta un billón (!) de cometas situados
mucho más allá de la órbita de Plutón (a cinco horas
luz de distancia del Sol), hasta casi un año luz de
nuestra estrella, la denominada Nube de Oort, en
honor del astrónomo que postuló su existencia.
En cuanto a las atmósferas, y exceptuando Mercurio y la Luna, tanto Venus como la Tierra y, en menor
medida, Marte, poseen atmósferas bastante importantes. Éstas son el resultado natural de la formación
de los planetas, ya que los gases que las componen
en su mayor parte (nitrógeno, dióxido de carbono,
vapor de agua, gases nobles, etc.), estaban inicialmente en la primitiva nebulosa solar, y se liberaron
sobre todo en las primeras etapas de formación de
estos planetas. Lo más importante del papel de las
atmósferas es su regulador de temperatura a través
del efecto invernadero, que hace que sus superficies
sean mucho más calientes que si no las poseyesen
(figura 3).
à
Calor y roca: los planetas
interiores
Como fruto de esta diferenciación de material en
torno al Sol, los planetas interiores o de tipo terrestre
están compuestos principalmente por silicatos y
basaltos. Tienen superficies rocosas sólidas sembradas de cráteres y presentan en mayor o menor medida actividad volcánica y tectónica. Poseen una estructura bien definida, con núcleo, manto y corteza (en
proporciones diferentes dependiendo del planeta),
como consecuencia de un proceso de diferenciación
química: los elementos más pesados formaron los
núcleos, y los más ligeros los mantos y las cortezas.
Los tres procesos básicos que han determinado la
apariencia actual de sus superficies son las colisiones
de asteroides y cometas en sus dos/tres primeros
eones de vida, creando cráteres y cuencas de impacto; el vulcanismo, y la actividad tectónica. También la
erosión juega o ha jugado un papel muy importante,
borrando en ocasiones las huellas de estos procesos,
en especial en Venus –por su densa y corrosiva
atmósfera– y la Tierra –por su activa tectónica y la
importante erosión combinada aire/agua–. Marte ha
modificado su superficie en menor medida debido a
una pobre tectónica y a un vulcanismo estático unido
a una atmósfera tenue, mientras que Mercurio y la
Luna, sin apenas atmósferas y actividad geológica,
conservan sus superficies cuajadas de cráteres.
20
Figura 3. Un ejemplo de las similitudes entre dos mundos: Marte
y la Tierra. Poseedores ambos de atmósferas relativamente densas,
las tormentas de polvo que tienen lugar en sus superficies adoptan
formas muy parecidas. En las fotografías se aprecia arriba una
tormenta de polvo procedente del Polo Sur de Marte, y abajo otra
surgiendo de la costa Noroccidental de África. Imágenes
respectivamente de la sonda Mars Global Surveyor y el satélite
SeaWifs, ambos de la NASA (no están a escala).
El nuevo
Sistema Solar
Por supuesto, la existencia de agua líquida es la
característica fundamental y diferenciadora de nuestro planeta, la Tierra, y la que ha jugado un papel
esencial en el desarrollo de la vida.
à
Frío y gas: los planetas
exteriores
Júpiter (figura 4), Saturno (figura 5), Urano y
Neptuno, los mayores mundos del Sistema Solar,
son planetas sin superficie sólida porque los gases
tan ligeros que los componen no condensan a las
temperaturas tan bajas a las que se encuentran,
aunque se supone que poseen núcleos sólidos en
su interior. Sus atmósferas están formadas principalmente por hidrógeno molecular y helio, aunque
también hay metano (mucho más abundante en
Urano y Neptuno). Estos planetas tienen atmósferas muy dinámicas activadas tanto por la energía
que reciben del Sol como por la que procede de su
interior, dándose la peculiaridad de que todos emiten más energía en el infrarrojo de la que reciben
de nuestra estrella. Los planetas jovianos –llamados
así por Júpiter, el mayor y más destacado miembro
de este grupo– tienen bandas de nubes que se
mueven rápidamente a cientos de kilómetros por
hora debido sobre todo a sus veloces movimientos
de rotación, y se caracterizan por estructuras tipo
ciclónico que perduran incluso durante siglos,
como el caso de la famosa mancha roja en Júpiter,
conocida desde el siglo XVII, o perturbaciones similares en Saturno y Neptuno, observadas desde
hace décadas.
La existencia de sistemas de anillos en torno a
estos cuatro planetas también es un elemento diferenciador con los mundos terrestres, que no los
poseen. Al parecer, éstos son una característica
común en los planetas exteriores debido a su proceso de formación y a tener atmósferas grandes y densas. La contracción de las nubes locales de materia
que dieron lugar a la formación de estos enormes
planetas dejaron como residuos discos de gas, hielo
y polvo alrededor de éstos (muy similares al disco
protoplanetario), a partir de los cuales se formaron
los satélites y anillos de los planetas jovianos. Satélites que, también al contrario de los planetas interiores, que apenas los poseen, se cuentan por docenas en torno a todos estos mundos, algunos de los
cuales tienen tamaños verdaderamente importantes,
superiores incluso a planetas «clásicos» como Mercurio o Plutón.
Figura 4. Júpiter es el mayor planeta del Sistema Solar,
unas trescientas veces más grande que la Tierra. Imagen
tomada por la sonda espacial Cassini en el año 2000
(NASA/JPL/Space Science Institute).
Figura 5. Saturno, con su vistoso sistema de anillos, es sin duda
la «joya» del Sistema Solar. Fotografía de la sonda Cassini tomada
en marzo de 2004 (NASA/JPL/Space Science Institute).
21
ACTA
à
El nuevo Sistema Solar
Satélites, mundos con
derecho propio
Quizás una de las revelaciones más destacadas de
la exploración del Sistema Solar en las últimas décadas por parte de sondas robot ha sido la de la increíble complejidad y variedad de los hasta entonces mal
llamados satélites planetarios (figura 6), mundos con
tamaños de unos pocos hasta más de cinco mil kilómetros de diámetro, y que a excepción de la Luna y
los diminutos Fobos y Deimos, los satélites de Marte,
se encuentran todos en órbita de los planetas jovianos.
Figura 7. Comparación a escala de las superficies de tres satélites
mayores de Júpiter. De izquierda a derecha, Europa, Ganímedes
y Calisto, fotografiados por la sonda Galileo. Mientras que en
los dos primeros las estructuras de fallas tectónicas son claramente
visibles, en el último son los cráteres de impacto erosionados
por el desmoronamiento de sus paredes de hielo la
característica más destacada (NASA/JPL).
à
Planetas enanos, asteroides,
cometas y demás escombros
Figura 6. Comparación a escala de los tamaños de «satélites»
y «planetas». Como se ve, el planeta enano Plutón es más
pequeño que muchos satélites, e incluso Mercurio es menor
que Ganímedes y Titán, los mayores satélites de Júpiter y
Saturno, respectivamente (NASA).
La increíble variedad de paisajes que muestran
todos estos mundos (figura 7) no nos puede hacer
perder de vista su origen común y unas características
básicas bastante similares: todos están muy fríos, casi
ninguno –a excepción de Titán, por su gran tamaño–
posee atmósfera importante, muestran superficies
muy craterizadas y con profusión de estructuras de
deformación tectónica debida en bastantes casos a la
plasticidad de los materiales helados que las componen, y son los hielos de agua, dióxido de carbono y
metano los que definen a sus cortezas.
Detalles como el intenso vulcanismo de Ío –el más
activo del Sistema Solar–, o los océanos subterráneos
de agua líquida de Europa o Ganímedes, pasando
por los extraños géiseres de Tritón y Encélado y llegando hasta el misterioso y fascinante Titán, con una
atmósfera el doble de densa de la terrestre y en cuya
superficie parecen existir lagos de metano y otros
hidrocarburos líquidos, conforman una profusión tal
de mundos singulares y únicos, que su estudio apenas ha hecho más que empezar...
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La Unión Astronómica Internacional decidió en su
Asamblea General del año 2006 en Praga redefinir la
descripción de planeta, estableciendo una nueva
categoría –planeta enano–, de la que Éride, un objeto transneptuniano, es el mayor de todos ellos, estando a continuación y por orden de tamaños, el antiguo
«planeta clásico» Plutón y Ceres, el mayor de los asteroides del cinturón principal entre Marte y Júpiter.
Hay alrededor de una docena de cuerpos más candidatos a planeta enano, todos ellos objetos transneptunianos, y con diámetros superiores a los 750 kilómetros. El caso de Éride, un cuerpo transneptuniano
descubierto en el año 2003, es peculiar, pues es un
27% más masivo que Plutón, y sólo un poco mayor
que éste en diámetro, estimándose en unos 2.400 km
(Plutón tiene unos 2.300 km).
Los asteroides son cuerpos rocosos con diámetros
entre varios metros y casi mil kilómetros. En la actualidad se conocen cientos de miles, descubriéndose a
un ritmo de más de mil cada año. Ocupan mayormente la zona entre Marte y Júpiter en el llamado cinturón principal de asteroides (figura 8), aunque hay
algunos grupos (o familias) que se distribuyen tanto
por el Sistema Solar interno como por el externo.
Algunas de estas familias son los Amor, Apolo o Troyanos, nombres que reciben del miembro más destacado de cada grupo. De especial popularidad reciente son los llamados NEA –de Near Earth Asteroids, o
Asteroides Cercanos a la Tierra–, que cruzan la órbita de nuestro planeta y de los que se conocen unos
El nuevo
Sistema Solar
pocos cientos, algunos de los cuales en el pasado han
podido, o, y de ahí su interés, en el futuro podrían
colisionar con la Tierra. Otra característica nueva que
se ha podido definir es la existencia en ya más de un
centenar largo de ellos de satélites orbitando en torno
al principal. El primer caso conocido fue el de Dactyl,
una «minúscula» roca de menos de dos kilómetros
orbitando en torno a Ida, de 130 km de diámetro.
Figura 9. El asteroide Eros es un ejemplo típico de su clase. Imagen
de la sonda NEAR-Shoemaker (JHU-APL/NASA).
Figura 8. Esquema del cinturón principal de asteroides. Cortesía
Luis Bellot Rubio, IAA.
Atendiendo a su composición, los asteroides se
dividen en tres grupos principales: los de tipo C (compuestos por condritas carbonáceas y basaltos, constituyen el 76% del total), de tipo S (silicatos, 19%), y
de tipo M (compuestos por metales, fundamentalmente hierro y níquel, 4%).
En las últimas dos décadas, varios asteroides del
cinturón principal han sido visitados por sondas espaciales como la Galileo en su ruta hacia Júpiter
(Ida/Dactyl y Gaspra), la NEAR/Shoemaker (Mathilde
y Eros) o la Hayabusa (Itokawa). En casi todos ellos
sus superficies aparecen intensamente craterizadas y
cubiertas en algunos casos por densas capas de regolito, material causado por el bombardeo continuo de
micrometeoritos.
Por su parte, el estudio pormenorizado del asteroide Eros (figura 9) realizado durante más de un año
por la sonda NEAR/Shoemaker, que estuvo orbitándolo a distancias de pocos kilómetros entre 2000 y
2001, llegando incluso a aterrizar en él, ha proporcionado una cantidad impresionante de datos que servirán para profundizar en el estudio evolutivo de estos
interesantes cuerpos.
Los cometas (figura 10), por fin, son los restos
más externos de la nebulosa protoplanetaria que
dio origen al Sistema Solar. Con tamaños de pocos
kilómetros, y compuestos de roca y sobre todo hielos de agua, monóxido de carbono y cianógeno, la
Figura 10. El cometa Hyakutake en marzo de 1996. Cortesía Luis
M. Chinarro, IAC.
mayor parte se caracterizan por tener órbitas fuertemente elípticas con periodos de traslación en
torno al Sol de cientos o miles de años. Cuando se
aproximan a la estrella, la radiación de ésta hace
que los hielos de su superficie sublimen, expulsando en forma de chorros una atmósfera de gases y
polvo en torno al cometa. La presión del viento
solar hace que esta nube se vea impelida lejos del
cometa formando las clásicas colas que observamos
desde la Tierra. Este modelo de «bola de nieve
sucia» postulado a mediados del siglo pasado se vio
confirmado en 1986 con el paso de la sonda Giotto cerca del núcleo del cometa Halley en 1986
(figura 11). Recientemente, otras sondas como la
Deep Space 1, con su sobrevuelo del cometa
Borrelly en septiembre de 2001; la Stardust, pasando sobre el Wild 2 en noviembre de 2002; o la Deep
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ACTA
El nuevo Sistema Solar
Impact, con el Tempel 1 en julio de 2005, han obtenido imágenes con una resolución sin precedentes
de los núcleos cometarios.
à
Y otros sistemas planetarios...
Desde hace poco más de una década, sabemos
que nuestro Sistema Solar no es único en la Galaxia.
En 1991 se descubrieron los primeros exoplanetas, en
torno a un púlsar o estrella de neutrones. A partir de
entonces, ya son más de trescientos los planetas, casi
todos gigantes gaseosos mayores que Júpiter, descubiertos girando muy cerca de estrellas cercanas en
órbitas muy elípticas e inestables (figura 12).
Figura 11. Núcleo del cometa Halley con sus chorros fotografiado
por la sonda Giotto en marzo de 1986 (MPAe).
El astrónomo holandés Oort postuló a finales de
los años 40 del siglo XX que más allá de Plutón existe
una vasta nube de cometas. Se cree que la Nube de
Oort se extiende entre 6.000 y 200.000 UA del Sol
(recordemos que Plutón se encuentra de media a 40
UA del Sol). A estas enormes distancias, la influencia
gravitatoria del Sol es tan pequeña que los objetos
que en ella residen son fácilmente perturbados por el
paso de estrellas cercanas, nubes moleculares gigantes y mareas gravitatorias generadas por las estrellas
del disco galáctico y el centro de la Galaxia. Debido a
estas alteraciones, algunos cometas caen al Sistema
Solar interior (donde los observamos por primera vez
en millones de años), mientras que otros escapan del
Sistema Solar para siempre. Se supone que la Nube
de Oort contiene seis billones (¡6 × 1012!) de cometas, con una masa total del orden de casi cuarenta
masas terrestres.
24
Figura 12. Recreación artística de la estrella 51 Pegasi
con su exoplaneta en tránsito, pasando por delante de
ella (exoplanets.org).
Sin embargo, no hemos hallado, quizás por poca
sensibilidad observacional, o quizás porque sea esa la
realidad, otro sistema solar parecido al nuestro, con
planetas terrestres pequeños y mundos grandes y lejanos, todos en órbitas poco elípticas y muy estables.
Parece, al menos por ahora, que nuestro barrio cósmico no es precisamente el prototipo de sistema planetario. Todavía hay que refinar nuestras técnicas de
observación, y el papel de los telescopios gigantes de
8 y 10 metros de hoy en día, así como el de los nuevos instrumentos espaciales, va a ser decisivo. Los
astrofísicos ya piensan que en el lapso de una o dos
décadas serán capaces de «ver» planetas como la Tierra en torno a otras estrellas, e incluso de poder saber
la composición de sus atmósferas, gracias a proyectos
espaciales como Darwin o Gaia. La búsqueda de oxígeno y de agua, evidentemente, serán prioridades.
¿Excepción o regla? Sólo el tiempo dirá si realmente
nuestro Sistema Solar –y la vida que alberga uno de
sus planetas, la Tierra– son únicos en el Universo.
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