El Paraíso perdido.

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El Paraíso perdido.
E
l padre Josué subía esforzadamente las escaleras de la fortaleza
de San Agustín. Un nombre muy apropiado era el suyo para el
sacerdocio y enormemente impropio el de un santo para una
prisión. El buen padre no era un hombre precisamente atlético; de
muy joven había padecido serios problemas de circulación -herencia
paterna de gota, decían algunos- y conforme iba entrando en la vejez,
al mal de sangre había que añadirle mal de huesos, pues la rodilla de
su pierna izquierda crujía cuando se veía obligado a subir peldaños y
le atormentaban agudas punzadas cuando cambiaba el tiempo y se
avecinaban lluvias. "Mi rodilla es mejor que cualquier bola de cristal y
que cualquier gallo" solía bromear con las ancianas supersticiosas de
la zona. Era hombre respetado no tanto por su dignidad eclesiástica,
sino también por las virtudes mágicas que le achacaban las gentes
simples a su rótula, famosa no sólo por sus cualidades precognitivas
climáticas, sino además porque, al parecer, curaba el escorbuto y el
mal del baile de San Vito. Claro que ya se sabe lo simplona que puede
llegar a ser la plebe, y con qué rapidez se ciegan algunos con la
superchería más infantil.
El sacerdote seguía subiendo las interminables escaleras del
portón principal de la prisión amurallada. Con cierta elegancia, como
si estuviera acostumbrado ya a estos menesteres, levantaba
graciosamente sus hábitos como una mujer, a la vez que daba
pequeños pasos ascendentes para no tropezar con sus eclesiásticas
vestiduras. Mientras subía pensaba en su condición de sacerdote
confesor. Nunca había sido muy devoto cuando era muchacho, pero lo
cierto es que el seminario y la posterior ordenación le salvaron de un
futuro que se le auguraba miserable. Sus opciones eran pocas: o bien
seguir los pasos de su hermano mayor y ser soldado, encontrando la
muerte en el campo de batalla -tal y como le sucedió a él-; o bien
seguir el ejemplo de su padre, trabajando en un campo que no era
suyo y cuyo único premio por tanta labor fue una muerte prematura
por fiebres tifoideas; o bien, como última opción, el sacerdocio; para lo
cual no se necesitaba realizar ningún esfuerzo especialmente crudo -a
excepción de cierta abstinencia carnal, lo cual le traía sin cuidado,
pues a temprana edad descubrió que no sentía ningún interés por las
mujeres- y las únicas labores que había que realizar eran: rezar, dar
misas y atender las últimas plegarias de algún que otro enfermo antes
del momento fatal o, como era el caso presente, de algún reo de
muerte. El hambre obliga, y cuando el estómago ruge, todo hombre
puede recuperar su fe. "¡Qué raro!", se preguntaba el pragmático
sacerdote, "que en este siglo de progreso, decimoctavo de Nuestro
Señor, en el que tanto se jactan del poder de la razón, ningún genio
intelectualmente despejado haya ideado la manera de acabar con el
hambre del pueblo"
En todo esto pensaba el padre Josué que tenía la misión, tantas
veces realizada, de otorgar la extrema unción a algún reo que
estuviere a punto de ser ajusticiado en la orca. Según le habían
informado, el bergante en cuestión era un elemento de muchísimo
cuidado, pues cuando lo rescataron en una isla desierta, tras haber
sufrido su barco un terrible naufragio, asesinó a gran parte de la
tripulación sin motivo. "En fin", pensaba el padre Josué, "tanto tiempo
en soledad debió volverlo loco, sin duda". Sin embargo, era católico y
como tal, había solicitado los oficios de un sacerdote que le diera la
absolución
antes de la muerte. Y aunque, en principio, las
autoridades no estaban de acuerdo, consintieron al final en su
petición.
Ya dentro de la amurallada prisión, un gordo y grasoso celador
le condujo por una serie de pasadizos a cual más siniestro. Las
interminables y oscuras galerías se asemejaban a gargantas enormes
dispuestas a tragar al incauto que circulara por ellas. Un escalofrío le
recorrió el espinazo. El bruto carcelero le indicó que habían llegado a
su destino con un burdo gruñido. Le abrió la puerta de la celda y,
levantando un brazo que más parecía un lacón, le señaló el interior de
la jaula para que entrara. Así lo hizo el sacerdote, que cruzó
tímidamente el umbral y echó un vistazo al interior de la celda. Era
muy húmeda. Por las paredes escurrían goteras como si la piedra
sudara, y la oscuridad era tal que apenas podía vislumbrar el rostro
del que iba a ser su interlocutor. Éste estaba sentado, con la cabeza
baja, en una de las esquinas de la prisión y, desde luego, no tenía
aspecto del cruel criminal que decían que era.
-No se fíe de su apariencia -le dijo el celador-. Es un perro
rabioso.
-Sabré entenderme con él -le contestó el sacerdote con fingida
confianza.
-Yo me quedo aquí fuera, pero pegado a la puerta, por si acaso
-gruñó el carcelero. Y dicho esto desplazó su porcino cuerpo hasta el
pasadizo sin apartar los ojos de la celda.
El padre Josué se sentó cerca del reo, pero no se atrevió a cogerle
de la mano como tenía por costumbre. El hombre que estaba ante sus
ojos iba ataviado con unas ropas paupérrimas y raídas; el pelo negro y
alborotado le caía pesadamente sobre los hombros, y pese a la extrema
delgadez de su rostro -el sacerdote estaba acostumbrado a ver estas
visiones en las cárceles- y de la falta de aseo de su barba, parecía haber
sido apuesto en otro tiempo. Pero en qué tiempo, no lo podía adivinar
el buen padre, puesto que, aunque sus facciones desvelaban a un
hombre todavía joven, sus ojos, por el contrario, reflejaban el
sufrimiento de una vejez infinita.
-Ave María Purísima...- comenzó a recitar el sacerdote.
-Antes de todas las formalidades, -le interrumpió el reo- ¿no le
gustaría conocer toda la historia?
El padre Josué había oído cientos de historias de condenados a
muerte. Cientos de historias exculpatorias que proclamaban inocencia
a gritos. Ya no sabía cuáles creer y cuáles no; y todas eran realmente
muy parecidas. No obstante accedió. Al fin y al cabo, aquéllos eran los
últimos momentos de ese desdichado.
-Adelante- dijo el sacerdote mientras se acomodaba como podía
en la fría pared de piedra.
-Mi nombre es Diego, y mis apellidos poco importan pues no
tengo descendencia y mi linaje morirá conmigo- empezó a decir el
condenado. -Todo empezó hace unos meses, cuando me hallaba
embarcado en "La Isabela", como segundo contramaestre, con destino
a las ignotas tierras australes, sumergidas en los mares que llamamos
del Sur. Al principio, el viaje que nos debía conducir a las tierras
meridionales inglesas parecía sencillo y sin más contratiempos que los
habituales en toda travesía de larga duración. Pero sucedió que siendo
el 10 de Marzo, si mi memoria no me falla, del presente año de 1.781,
cuando faltaban escasas jornadas para llegar a nuestro destino, una
violenta tempestad asomó en el horizonte como un muro
indestructible de agua que avanzaba hacia nosotros rugiendo
ferozmente cual animal desbocado de hambruna al saberse cerca de
sus apetitosas presas. Recuerdo a duras penas cómo sucedió todo. En
sólo unos instantes perdí mi barco, mi tripulación y a mi capitán. El
cielo, que hasta entonces había conservado su hermoso tono azul, se
volvió de un negro impenetrable y una noche repentina se apoderó
del océano. La placidez balsámica del mar austral se convirtió en un
demonio marino que con vientos atronadores, lo que los habitantes de
las Américas llaman huracán, y con oleajes que más formaban muros
de castillo acuosos que olas, se desató una visión de pesadilla como si
el dios Neptuno arrojara toda su furia contra nosotros.
=Los fuertes mástiles no aguantaron apenas tres embistes de las
ciclópeas olas. Y digo bien en definirlas ciclópeas, pues parecióme que
Polifemo y sus hermanos arrojaran pesadas piedras sobre nosotros,
imposibles Ulises. Pese a la bravura de mis compañeros, que luchaban
ferozmente en la cubierta contra la vorágine tratando de reducir los
daños en el casco, nada se podía hacer. Nuestro destino estaba sellado,
escrito en un libro secreto al que no podíamos acceder. Don Lope de
Villamediana y Velázquez, capitán de "La Isabela" y hombre intrépido
donde los haya, poseído por una extraña locura, se subió al mástil
mayor -hay que meritar su valor-, y con bramidos desesperados,
imprecó a los cielos, a Dios y a todos los elementos de la Naturaleza.
Como respuesta furiosa a su osadía, un rayo abrió el negro cielo
encapotado y descargó toda su fuerza en el desdichado capitán, con
tal virulencia que el mástil mayor se quebró y el cuerpo de nuestro
patrón desapareció literalmente. Hecho que conmocionó a los
marineros, pues juzgaban lo acontecido como un acto sobrenatural y
que el diablo en persona se había llevado al capitán a los infiernos de
donde surgía la tormenta. Sin embargo, acerté a descubrir, tras caerme
en el rostro una extraña lluvia negra, que el capitán no había sido
raptado por Lucifer, sino que se había convertido en cenizas tras el
azote destructor del rayo y que dichas cenizas se habían confundido
con la lluvia que caía del cielo. No obstante, este hecho también me
aterró, pues demostraba que el mismo Dios estaba en contra nuestra y
presagié que nadie saldría vivo de allí. Poco me equivoqué, puesto
que yo fui el único que me salvé, aferrado desesperadamente a un
trozo de madera para no ahogarme cuando el navío se hundió como
una plomada entre las aguas. La violencia de la marejada hizo
bambolear vertiginosamente a "La Isabela" que, añadido a la
perforación que sufrió el casco a babor, hizo que se escorara de un
golpe seco precipitándonos a todos al océano. Las olas me embestían
con furia, la densa lluvia me cegaba los ojos y la sal del mar me secaba
la garganta. El barco se hundió rápidamente, hecho ya pedazos por la
imparable terquedad marina. El viento se asemejaba a una risa
diabólica en la que juraría haber escuchado: "¡estáis perdidos, estáis
perdidos!".
=Desde ese momento apenas recuerdo lo que sucedió. Una ola
me engulló y no pude hacer nada para evitarlo. El agua salada invadió
mis pulmones abrasándome el pecho y perdí la consciencia. En esos
momentos tuve un extraño sueño. Devorado por la profundidad del
mar, sentí, de repente, como una fuerza que no sabría definir me
atrapó; como si el mar me asiera y me llevara de nuevo a la superficie.
Estaba indefenso, no podía nadar y sin embargo, algo me hacía
ascender. Una calidez se apoderó de mi espalda y me embriagó una
abrumadora sensación de paz mientras ascendía a la superficie y
respiraba de nuevo el aire puro. Cuando me desperté, vi que estaba
encima de un trozo de pared del camarote del capitán, que me servía
como improvisado bote. Estaba vivo. No podía creerlo, pero así era.
Pensé que, tal vez, Dios no estaba en mi contra después de todo. De
todas formas, el fantasma de la sed y de la hambruna planeaba sobre
mí. ¡Qué cruel ironía: rodeado de agua y muerto de sed! Seguí
navegando a la deriva durante dos o tres días que se hicieron
interminables. Languidecía, casi desfallecido, sobre el precario trozo
de madera, soportando como podía los rayos abrasadores del sol que
despellejaban mi piel.
=Un día, cuando estaba a punto de rendirme y abandonar toda
esperanza, me despertaron de mi estado semi-inconsciente unos
extraños cánticos que me hicieron creer que había llegado mi hora y
un coro de querubines había bajado a la tierra para reclamarme. Sin
embargo, descubrí que los coros no eran celestiales, si no una bandada
de gaviotas que revoloteaba sobre mi cabeza. "¡Dios mío, son
gaviotas!" pensé, "¡eso quiere decir que tiene que haber tierra cerca!".
Vislumbré entre el monótono azul del mar una mancha verdosa que
henchía mi corazón de esperanzas. Impulsé mi desvencijado
salvavidas como pude hacia la isla que me ofrecía abrigo y tierra
firme. No sé cuantas horas estuve navegando desesperadamente, pero
finalmente llegué exhausto a una playa de blanquísima arena y
vegetación lujuriante. Cuando ya no me quedaban fuerzas, las olas
hicieron el trabajo restante arrastrándome a la orilla, y una vez que
pisé con mis pies descalzos la cálida arena, me desplomé presa de la
emoción y el agotamiento, y permanecí dormido varias horas.
=Mientras dormía tuve un sueño, o lo que, en aquél momento
creía que era un sueño. No sabía definir si era realidad o fantasía,
puesto que el ayuno debilitaba mi mente. Me hallaba acostado sobre
la arena cuando sentí una presencia a mi lado. Abrí los ojos y entre los
rayos cegadores del sol vislumbré un rostro femenino difuminado por
la luminiscencia, que mis ojos, aún no despiertos, no se atrevían a
concretar. Jamás vi -y juro que he visto a muchas mujeres- un rostro
tan bello como el que en esos momentos deleitaba mi vista. Dos soles
verdes, transparentes como el mar, me miraban con una mezcla de
candidez y curiosidad. Su exuberante melena, del color de la arena
que quemaba mi espalda, ondeaba al viento con una gracia y
naturalidad exquisita. Ya se sabe que en el estado entre el sueño y la
vigilia uno no puede racionalizar lo que está ocurriendo. Así me
pasaba a mí ante tan divina visión. Ignoraba si estaba despierto y
teniendo alucinaciones o si, por el contrario, soñaba el más
maravilloso de los sueños. En mi estado incoherente le pregunté si era
un ángel, más ella no debió entender mi pregunta pues se limitó a
sonreír, y desapareció. Poco después, desperté totalmente y me
incorporé. La sed de mi garganta clamaba al cielo con auténtica
desesperación. Cuál no fue mi sorpresa cuando vi ante mí una exótica
fruta, pétrea y velluda en su exterior y de un blancor húmedo y
nacarado en su interior, partida a la mitad y con abundante líquido en
ambos hemisferios. Así la curiosa fruta barbuda y bebí de sus
blanquecinas entrañas. Posteriormente, tras muchos esfuerzos -en mi
vida había visto una cáscara tan dura-, logré hacerme con la apetitosa
pulpa de su interior.
-Pero, ¿quién dejó la fruta allí? -interrumpió el Padre Josué. -¿Tal
vez la misteriosa ninfa de sus sueños?
-No sea impaciente, todo a su tiempo... Cuando recuperé bríos,
me embarqué en la misión de descubrir si lo que habían visto mis ojos
delirantes era cierto o un producto de mi mente. También pretendía,
obviamente, buscar fuentes de comida y bebida, así como hacerme
una idea del tamaño de la isla, o de sus habitantes, en caso de que los
hubiere. Vagué durante horas por las espesas selvas de aquella prisión
en mitad del mar, que era mucho más grande de lo que había creído
en un principio. Sin embargo, no vi nada de interés. Al margen de un
riachuelo, que me proporcionaría agua el tiempo que allí permanecí, y
unas cuantas aves exóticas, no vi ni un solo alma en aquellos parajes.
Escudriñé hasta el último páramo de aquella tupida vegetación, pero
en vano. Nadie vivía allí. La noche avanzaba lentamente y encendí un
fuego con unos matojos para calentarme. Allí, semidesnudo, en la
soledad de mi triste destierro, lloré amargamente. No tanto por mi
recién comprobada soledad, sino porque el ángel que había visto en
sueños no parecía más que eso: una imagen onírica.
=Pero cual grande sería mi sorpresa que, en mitad de la noche,
tal vez atraída por mi llama como si se tratara de una polilla, entreví
una esbelta figura femenina que aparecía entre los árboles y se
acercaba a mí con cierta indecisión. Yo permanecía atónito. ¡Era ella!
Ella: el ángel de mis delirios. Ya puede imaginarse la alegría en la que
se sumergió mi corazón. Su cuerpo de mariposa temblorosa rielaba la
luz de la luna, y conforme se acercaba a mi hoguera, pareciera surgir
de entre las llamas como la más hermosa de las aves fénix. Su
desnudez me turbó los sentidos. Me sería imposible describirle, padre,
con burdas palabras, la belleza de sus formas húmedas acariciadas
por la tenue penumbra de la noche.
-Bueno, bueno, hijo mío -interrumpió otra vez el Padre Josué,
-no se me ponga usted poético.
El reo le miró con displicencia ante lo que creía frivolidad hacia
sus sentimientos; tanto fue así que el buen sacerdote calló
inmediatamente y con cierto rubor dijo:
-Perdone, usted; adelante, continúe...
-Ella se acercó más y más y se agachó frente a mí. Me habló en
una lengua que jamás había oído, pero que de su boca sonaba como
una dulce melodía. Se fue inclinando sobre mí y nuestras pieles se
tocaron. Sus sedosas manos rodearon mi rostro y sus muslos
desnudos apresaron mi cintura. Nos besamos y acariciamos con
pasión, como si fuésemos las únicas personas vivas sobre la faz de la
Tierra. Y ciertamente, así me lo parecía a mí. En ese momento, ya nada
existía que no fuera ella. Hicimos el amor, no como personas, sino
como animales, en medio de esa selva espesa y erótica. Las llamas de
la hoguera no hacían más que relampaguear nuestros ardores. Unas
extrañas aves, de esas que abundan en los trópicos, duplicaban
nuestros gemidos convirtiéndose en cómplices de nuestra pasión.
-Bueno muchacho -interrumpió el sacerdote con cierto fastidio,
-me podría ahorrar los detalles lúbricos que a mí, como miembro del
sagrado ministerio, no me interesan en absoluto.
-¿Detalles lúbricos?; ¡pero qué dice, desdichado! Aquello no era
lujuria, ¿no lo comprende? Era amor. Esa clase de amor que atraviesa
el pecho como un dardo afilado. Esa clase de amor que hace gozar y
sufrir al mismo tiempo. ¡Oh, pobres desventurados los que vagáis por
el mundo sin haber conocido esa dicha!... pero me estoy entreteniendo
y el tiempo transcurre más rápido cuando la vida se acerca a su fin.
Después de toda esa noche de placer infinito, desfallecí exhausto y ella
se acurrucó a mi lado esparciendo su melena brillante sobre mi pecho.
Fuimos felices en todos y cada uno de los momentos que pasé con ella
en aquel rincón apartado del mundo, del espacio y del tiempo.
=Al día siguiente amanecí con una cálida caricia en mi mejilla.
Cuando abrí los ojos di un salto asustado al ver ante mí, que lo que me
acariciaba no era mi ángel exquisito, sino un macaco de pelo rojizo y
ojos saltones. De un brinco se aposentó en el árbol más cercano
burlándose de mí con una risilla estridente. Ella no estaba. Comencé a
otear con mi vista los alrededores, pero lo único que quedaba de la
noche de pasión era los rescoldos de la hoguera y un humillo ya frío
que ascendía perezosamente, perdiéndose entre las copas de la
arboleda. Me dirigí a la playa donde varé a mi llegada, con la
intención de encontrarla. Y la hallé. Mirando fijamente al mar. Quieta,
como si escuchara una imposible melodía de las leves olas que se
arrastraban por la ribera. Sus ojos estaban tristes, como de nostalgia.
De nostalgia tal vez por su tierra o tal vez por el mar, que se extendía
implacablemente como una prisión líquida. Parecía una estatua
helénica con su perfecta desnudez y su piel dorada goteando espuma
marina. No se había percatado de mi presencia, y se sobresaltó
ligeramente cuando le acaricié la cintura. Me regaló una sonrisa que
valía más que todo el océano que tenía frente a mí, y se echó a mis
brazos, besándome ardientemente. Con ella, el espacio limitado de esa
isla me parecía un mundo.
=Poco después, nos adentramos en el espesor de la vegetación.
La selva asemejaba un laberinto arbóreo, sólo que en vez de
minotauros, allí sólo vivían macacos rojos y aves de vivos colores que
se esforzaban en imitar todos nuestros sonidos. Sin embargo, a
medida que nos adentrábamos más, una incomodidad se dibujaba, en
aumento, en el bello rostro de mi amada. Llegado a un punto, se paró
en seco y se negó a avanzar más. Ya no se oía sino el graznido de las
aves y no el murmullo del mar. Yo ya había reconocido esa zona y no
había ningún tipo de peligro, pues, ¿cómo iba a haberlo si estábamos
solos en esa isla? No insistí y regresamos. De vuelta a la orilla de la
playa nos tumbamos sobre la arena y nos refocilamos, una vez más,
entre la espuma de las olas que golpeaba nuestros cuerpos
entrelazados. Jamás en mi vida experimenté una sensación así.
Amarla era como dejar que el viento me arrastrara mar adentro, sin
importar un ápice a que puerto arribara. Los maravillosos recuerdos a
su lado son algo que me llevaré a la tumba.
=De vuelta a la orilla de la playa comencé a fabricarme un
rudimentario arpón con madera de los árboles circundantes. Aunque
la extraña fruta, dura como la roca, que me ofreció la dueña de mi
corazón, era sabrosa, también es verdad que necesitaba algo más
sólido de alimento si quería sobrevivir allí. Y, sobre todo, si quería que
ella sobreviviera también. ¿Cuánto tiempo llevaría ella en aquel lugar?
¿Cómo llegó?, ¿Qué le sucedió?, ¿Qué idioma irreconocible era el
artífice de las impronunciables melodías que emanaban de su boca?
Todas estas preguntas me hacía a medida que iba desbastando un
trozo de madera con una piedra afilada. Terminada el arma, me
apresuré a encumbrarme en unas rocas que sobresalían del agua, zona
en la que había observado abundantes peces. Mi amante isleña fue
tras de mí con curiosidad, pues parecía no saber que me proponía. Me
quedé quieto, totalmente inmóvil, como un gato que espera
pacientemente, escondido en un rincón, a que aparezca un ratón. Así
estuve unos minutos, hasta que un hermoso y plateado pez pasó
incauto bajo mí. Le lancé el arpón con velocidad y destreza, y cuál no
sería mi sorpresa al descubrir que había atinado a la primera. Lleno de
júbilo, retiré del agua el arpón y miré con regocijo al pez que
permanecía ensartado en la punta y aleteando desesperadamente. Me
di la vuelta para regocijarme de mi éxito como pescador ante mi bella
desconocida, cuando descubrí en su rostro una expresión de auténtico
horror. Se llevó las manos a la boca y aulló lastimosamente de dolor
como si fuese ella la que hubiere sido arponeada. Entonces, más
rápida que un rayo, asió mi rústico arpón y, desclavando al pez, que
ya estaba muerto, lo depositó en el mar. Sin embargo, el cuerpo del
animal, ya sin vida, flotaba como un leño seco arrastrado por las
mareas. De improviso, comenzó a llorar y salió huyendo por la orilla
de la pequeña cala. Yo eché a correr tras ella, que emprendió una
escalada a uno de los riscos que custodiaban la playa; llegó a la cima y
desapareció de mi campo de visión. En cuanto llegué yo, me quedé
perplejo, pues no se hallaba allí. ¡Se había esfumado! Me asomé, con
cierta sensación de vértigo, al acantilado que se perfilaba bajo mis pies
y no encontré ninguna explicación lógica a aquella desaparición
sobrenatural. Aunque saltase desde allí, nadie sobreviviría en esa
zona de aguas violentas, que golpeaban el risco con invencible furia.
-¡Oh, por la Santísima Trinidad- dijo el sacerdote. -¿Estaba
muerta? ¿Por qué haría algo semejante?
-Padre, se lo ruego, déjeme continuar. Entonces, dila por muerta,
y no hace falta que le explique, porque no podría, la congoja que se
apoderó de mi corazón en esos momentos. Caí sin fuerzas sobre el
suelo, y lloré amargamente. Durante unos segundos, la idea de
lanzarme al mar, tras ella, me abrumó con tal ímpetu que tuve que
hacer un gran acopio de coraje para controlarme y no perder la razón.
Allí, sobre ese risco fatídico, permanecí un número indeterminado de
horas regando con mis lágrimas la tersa hierba que crecía bajo mi
cuerpo postrado, lánguido y sin bríos. Durante largo tiempo medité
sobre mi situación en aquella isla. ¿Por qué oscuro designio del
destino había llegado a parar allí?; ¿por qué Dios, si existía, me había
salvado de la muerte de la vorágine marina para que conociera el
auténtico amor y luego, éste me fuera arrebatado? Aún hoy me lo
pregunto: ¿por qué, en tantas ocasiones, se nos otorga algo que nos es
anhelado, para sernos robado cuando más lo disfrutamos? Dios está
riéndose de nosotros constantemente. No, no, padre, ya sé lo que me
va a decir: los designios de Dios son inescrutables ¿verdad? Pues yo
creo que lo son también para él mismo. Tengo la certeza que ni Dios
tiene la más remota idea de lo que espera de nosotros. Está tan
confundido como nosotross.
-¡Pero, hijo mío! -se escandalizó el Padre Josué. -Eso que estás
diciendo es una blasfemia. Recupera la razón. Aunque tu vida esté
sentenciada, ten en cuenta que siempre te queda el perdón eterno. Lo
que los hombres no te han perdonado, Dios lo hará.
-Padre, yo ya sé lo que me va a ocurrir; mi destino estaba escrito
antes de naufragar en medio del mar. ¿Cree usted en el destino?
-Sí, hijo mío. Tengo que creer que Dios tiene decidido nuestros
pasos, pero de la misma manera, sé que Él nos deja libre albedrío para
actuar como nosotros queramos; y precisamente por esos actos de
libertad, por ese margen que Nuestro Señor nos da, seremos juzgados
en la otra vida. Pero, hijo, todavía no me has explicado el final de la
historia, ¿qué le ocurrió a la muchacha? Antes me diste a entender que
tal vez no hubiese muerto.
-¡Oh, por supuesto que no! Era lo que creí entonces, pero tiempo
después me di cuenta de lo equivocado que estaba. Mientras
permanecía en el risco después de horas de reflexión y tristeza, oí una
bella melodía. Era como el canto de una ninfa de los bosques, tal y
como lo describen los clásicos. Pero ni Ovidio, ni Homero, ni Apolonio
de Rodas hubiesen podido siquiera llegar a describir la belleza de
aquél sonido. Una paz se apoderó de mi alma, una paz absoluta como
nunca jamás había sentido antes. Me levanté, mesmerizado ante
aquellos cánticos, y me dirigí hacia el lugar de donde emanaban.
Descubrí enseguida que aquella canción angélica provenía de mi
compañera, que se erguía sobre la arena de la cala mirando el sol
ocultándose tras el mar, en el lejano horizonte. Ignoraba cómo había
sobrevivido al oleaje.
=Salí corriendo hacia ella. Una profunda emoción me
embargaba, pues habíala creído muerta. Ella me recibía con una
sonrisa, como si me hubiese perdonado. Allí estaba, con su cuerpo de
ensueño alzado, desnudo y humedecido por las aguas como si hubiese
acabado de nacer de la espuma, como una Venus de Boticelli. ¡Viva!.
Cuando llegué a su lado, una lágrima surcaba mi rostro y me eché a
sus pies, llorando como un niño. Permanecí así, arrodillado y
abrazando sus muslos, durante unos minutos. Mientras tanto ella me
acariciaba cariñosamente el cabello y me hablaba en su lengua bella y
desconocida. Nos acurrucamos el uno junto al otro y comenzamos a
retozar sobre la arena, como un solo cuerpo imbricado. Entonces lo
comprendí. Comprendí que la amaría el resto de mis días. La amaría
siempre aunque el mundo se acabase en ese mismo momento. La
amaría más allá de la vida y más allá de la muerte. Juré que donde
estuviese ella, ése sería mi hogar. Fue entonces que ella abrió sus
delgadas manos y me ofreció lo que, en principio, yo creí que eran
perlas, por sus vivos colores. Luego, dime cuenta que eran escamas.
Un tipo de escamas que jamás había visto con anterioridad. Su
brillantez parecía la del diamante, y cambiaban de color según les
diera la luz del sol del ocaso en un ángulo o en otro. Amarillo, rojo,
azul, hasta completar todos los colores del arco iris. Entendí, de
alguna extraña manera, que aquello era el más preciado regalo que
ella podía hacerme. Cogí las escamas y, cerré la mano, llevándola al
corazón. Ella entendió mi gesto. Pronto anocheció. Nos abrazamos y
languidecimos en los brazos de Morfeo. Fue la última noche que pasé
con ella.
=Al día siguiente, me desperté solo. No estaba a mi lado y una
nube de inquietud nubló el cielo de la esperanza. La busqué por la
cala sin encontrarla. Ni siquiera tenía un nombre para llamarla.
Simplemente había desaparecido. Otra vez. De repente, en la lejanía,
cerca de la línea del horizonte vi una silueta. ¡Un barco! ¡Era un barco!
Corrí rápidamente a buscar leña y con gran rapidez, encendí una
hoguera para delatar mi posición. Una vez hecho esto, me precipité a
reanudar la búsqueda de mi amada pues no quería irme de allí sin
ella. La busqué. La busqué entre la selva, por entre los riscos, empeñé
horas y horas para encontrarla. Todo fue en vano. No había ni rastro
de ella, como si en todo ese tiempo no hubiese sido más que una
aparición, un delirio de mi mente evaporado tras la promesa del
rescate. Para cuando volví a la cala, el barco ya estaba anclado a
cientos de pies de la costa, y una pequeña barca de remos con cuatro
personas en su interior se dirigía hacia la orilla. Cuando sus
tripulantes desembarcaron en la playa se sorprendieron de que en
aquél paraje, alejado de la mano de Dios, pudiese haber alguien. Les
expliqué mi historia, lo que me había sucedido; cómo naufragó mi
barco, cómo salvé misteriosamente la vida por intervención divina y
cómo había vivido en esa isla durante días. Al hablarles de mi amada,
no quisieron creerme, pero al final les convencí para buscarla.
=Empleamos horas y horas sin éxito. Mis supuestos salvadores
habían agotado su paciencia. "Aquí no hay nadie más, caballero" me
dijo el capitán, un hombre muy rudo. "No podemos perder más
tiempo en esta isla. Tenemos que irnos". Y dicho esto hicieron un
amago de llevarme a la barca. Yo me resistí. Insistí en que en la isla
había alguien más. Forcejee con ellos y comencé a maldecir. Los cuatro
marineros habían registrado la isla de palmo a palmo y no
encontraron nada, por lo que dedujeron que mi historia acerca de la
mujer había sido una alucinación debida al tiempo que había pasado
allí solo. Creyeron que en mis condiciones, sin apenas comida, solo,
rodeado de mar y desesperado, había perdido el juicio y no estaba
más que delirando, cosa que hasta yo mismo estaba empezando a
creer. ¡Pero no! ¡Mi amor era real! Me resistí violentamente a que se
me llevaran. Antes de caer inconsciente ante el golpe de vara de uno
de los marineros, oí que el capitán decía: "Lo hacemos por su bien.
Pobre hombre, ha enloquecido".
-Pero -interrumpió de nuevo el Padre Josué, -tal vez tuvieren
razón. Si no encontraron a la muchacha es que no existía. Tal vez su
mente fatigada...
-¿Pero qué dice, desdichado? Claro que existía. Cuando recuperé
el conocimiento, me encontré dentro del buque y zarpando hacia mar
adentro. Aullé como un lobo enjaulado y salí rápidamente a cubierta.
Dos marineros me vigilaban, avisados de mi aparente locura. Desde la
popa veía como la isla se iba alejando cada vez más y no podía
evitarlo. ¿Dónde estaba ella? ¿Era una imagen de mi desquiciada
mente o existía en realidad? Me metí la mano en el bolsillo y palpé las
escamas de vivos colores que ella me había dado. ¡Era real! Mientras
desesperaba, atisbé, de repente, su hermosa silueta sobre una de las
rocas del risco. ¡Estaba allí! Subida a un peñasco que soportaba las
embestidas de las olas. Vislumbre apenas, su rostro de tristeza,
salpicado por la espuma. Grité y grité, pero todavía no sé muy bien el
qué. Estaba poseído por la desesperación, viéndome como me
alejaban de ella. Entonces, padre, sucedió algo que ni usted ni nadie
creerá jamás, pero que juro por mi salvación eterna que es cierto. Izó
su bello cuerpo al viento, y tal como estaba, se lanzó a las aguas
violentas, sumergiéndose en el turbulento azul. Creíla muerta, cuando
para mi sorpresa, sus formas emergieron de las aguas. Veía su
hermoso torso desnudo flotando en el mar. Entonces sumergióse de
nuevo sobresaliendo por encima del agua sus extremidades inferiores.
¡Oh, Dios mío, si aquello no era real, entonces soy el mayor loco de la
tierra! Puesto que lo que vi alzarse sobre las aguas, no eran sus
esbeltas piernas que tantas veces había besado... ¡en su lugar una
enorme aleta dorsal se elevó y se ocultó de nuevo entre las aguas! ¡Oh,
padre, juro por mi alma inmortal que jamás he estado más cuerdo en
toda mi vida! Ahora lo comprendía todo. Era ella. ¡Ella!. La que me
había salvado del naufragio. Aquella fuerza que sentí tirando de mí
hacia la superficie cuando estaba ahogándome indefenso tras la
vorágine. ¡Era ella! Mi amada, mi ángel, mi dulce sirena, mi salvadora.
De la misma manera que me dio la vida al salvarme, ahora me sentía
morir al alejarme de ella. Ahora comprendí el horror que sentía al
adentrarse en la selva alejándose del mar, la desolación que le provocó
la pesca de aquél triste pez, y cómo era capaz de nadar y sobrevivir
entre los riscos. Y comprendí también, que no podía irme de allí; que
si quería amarla, no podía irme de esa isla. ¡Y para qué quería regresar
yo a la civilización si ella no podía estar a mi lado! ¿Qué me importaba
el resto del mundo? Mi mundo estaba en esa isla desierta, en el confín
de la Tierra. ¡Mi mundo era ella!
=Así, me precipité a las aguas y nadé en su dirección. Antes de
darme cuenta ella ya estaba debajo de mí. Me asió un tobillo y me
sumergió en el agua. Allí, bajo la superficie, permanecimos unos
segundos eternos. Sus cabellos se mecían caprichosamente como
flores ondeando al viento. Su hermosa aleta dorsal poseía unos colores
bellísimos y deslumbrantes. Entonces dime cuenta de dónde había
sacado las escamas diamantinas que me obsequiase. ¡Eran las suyas!
¡Para sellar nuestro amor se había arrancado su propia piel! En aquel
punto, bajo las aguas, nos besamos apasionadamente y juré que nada
me apartaría de ella. ¡Nada! Sin embargo, el cruel destino no estaba de
nuestra parte. Mientras la besaba, empecé a sentir un regusto extraño
en su boca. Cuando aparté mi rostro del suyo, un hilillo de sangre
escapaba de su dulce boca. ¡Ella se inclinó sobre mí y descubrí con
horror que tenía un arpón clavado en su espalda! Los ignorantes
marineros debieron creer que era atacado por un tiburón. Allí estaba
con ella, agonizante, agitando suavemente su aleta dorsal, sumergidos
en las aguas, viendo como su vida se escapaba de su cuerpo. Ella me
miró con ojos tristes y, lentamente, su cuerpo comenzó a descender
entre las aguas. Un río de sangre fluía con ella. Descendía más y más,
hacia lo profundo del océano y yo descendía con ella, agarrado de su
mano. Sus verdes ojos perdieron toda expresividad y su cuerpo quedó
totalmente fláccido. La seguí hasta que mis pulmones ardieron y mi
cabeza pareciera que fuere a reventar. Entonces mi mano, se fue
deslizando suavemente por entre la suya, hasta que finalmente se
separaron, y vi caer su cuerpo, irremediablemente, hacia el abismo
oceánico. Y mi corazón se desgarró. Y grité, grité en las aguas, sin
poder apenas oírlo. Un grito mudo en medio del océano.
=Supongo que ya se imagina lo que pasó después, padre. Si.
Deduzco que lo sabe por lo pálido que se ha tornado su rostro. Me
alzaron al barco de nuevo. Cuando estuve en cubierta, una rabia
sanguinaria se apoderó de mí. ¡Ellos me habían quitado mi mundo! Le
arrebaté el sable a un marinero y perdí la razón, cercenando toda testa
que veía, mutilando miembros y degollando toda garganta que latía.
Los marineros estaban aterrorizados creyendo que estaba poseído por
un demonio. Mis ojos se inyectaron en sangre mientras, cual jinete del
Apocalipsis, mi guadaña segaba vidas. Mi boca expelía espumarajos
como un perro rabioso. En apenas unos segundos aniquilé con furia
vengativa a casi la mitad de la tripulación del bajel. Finalmente me
redujeron, aunque no me mataron, ante el temor de que el demoníaco
ente que pareciera poseerme, se hospedara en sus inermes almas. Así,
me trajeron hasta la civilización, y ningún tribunal puso objeciones a
ejecutarme sin demora.
El reo se calló y miró al sacerdote fijamente.
-Ésta es mi historia, padre -dijo.
-¡Jesús, María y José! -exclamó el Padre Josué, santiguándose. ¡Hijo mío, debes arrepentirte de lo que hiciste! Sólo así obtendrás el
perdón.
-No me arrepiento, padre. Que Dios se apiade de mi alma, pero
no me arrepiento de nada de lo que he hecho y vivido.
-¡Por favor, hijo mío, te lo ruego, arrepiéntete! -suplicó el
sacerdote mientras sacaba el rosario de un jubón y se lo ponía al
cuello, besándolo.
-Le aseguro, padre, que si Dios existe sabrá perdonarme. Pedí su
presencia, no porque desee el perdón eclesiástico sino porque quería
que alguien supiera la verdad. No es el sacerdote, si no la confesión lo
que otorga la absolución.
-Pero -alegó el sacerdote, -y si hubiese sido todo un delirio de tu
mente, hijo. Y si la mujer-pez no existiese y...
-No -dijo el reo secamente.
Entonces de su bolsillo sacó algo. Parecían unas brillantes perlas.
Se las entregó al padre Josué. El sacerdote vio unas pequeñas escamas
de vivos colores que relucían en su mano, cambiando de color según
variaba la luz. Eran suaves al tacto y de una belleza poco corriente.
Y el sacerdote creyó.
-Ya le dije que nunca nos separaríamos -dijo tristemente el reo
con ojos abatidos. -Espero mi ejecución ansioso. Me está esperando, lo
sé. Ella me está esperando con sus cabellos del color de la arena y sus
infinitos ojos marinos. Al final, estaremos juntos, para siempre,
nadando por entre las aguas de la Eternidad.
De sus ojos brotaban lágrimas y su boca se torcía en una amarga
sonrisa. Su mirada se perdía en el horizonte, y el sacerdote se dio
cuenta de que el desdichado era feliz. Era feliz porque iba a recuperar
lo único que le importaba en la vida. El Padre Josué no sabía qué
decir. Su garganta se hallaba sin saliva y las palabras chocaban contra
un muro invisible, sin querer salir de su boca. En esos momentos, el
rudo carcelero entró en la celda y asió al reo con brutalidad:
-Ya es la hora, perro asesino. ¡Vamos!
-Ego te absolvo, in nomine Patris... -comenzó a decir el
sacerdote.
El padre Josué estaba de pie, frente al patíbulo. Miraba
fijamente, con ojos compasivos al que pronto iba a morir. El verdugo
rodeó el cuello del desgraciado reo con una soga, y le ató las manos
por la espalda. Apenas había testigos. El encapuchado accionó una
palanca y el suelo se hundió bajo el preso. El cuerpo cayó como un
pesado fardo y quedó balanceándose como un péndulo durante unos
minutos. Durante todo ese tiempo, el padre Josué tuvo en su mano las
escamas coloridas que el reo le había mostrado tras su confesión. El
sacerdote miró al ajusticiado y se fijó en su rostro. Una dulce sonrisa
se dibujaba en él. Nunca había visto nada parecido. El padre Josué
había presenciado muchas ejecuciones y siempre le horrorizaba el
rictus grotesco que adoptaban los ahorcados, con la lengua
sobresaliendo de la boca y las venas hinchadas y amoratadas. Sin
embargo, esta vez, el rostro era distinto: dulce, apacible, feliz.
Era la primera vez que veía algo así: la paz y la dicha
abrazándose en el momento fatal. Rompió a llorar. También era la
primera vez que lloraba en una ejecución. Los ayudantes del verdugo
descolgaron el cadáver y lo condujeron, en una suerte de mortaja a
una fosa común cercana. El sacerdote, aún con lágrimas en los ojos, les
siguió.
Cuando se disponían a tirar el cuerpo en la fosa, el Padre Josué
les detuvo.
-Perdónenme, un momento, por favor, me queda algo por hacer.
-Desde luego, padre, faltaría más.
El sacerdote se inclinó ante el cuerpo sin vida del ajusticiado.
Abrió la mortaja. De su mano, depositó las escamas brillantes en el
pecho del cadáver, justo a la altura del corazón.
-Adiós, hijo mío. Espero que ahora seáis felices -le dijo,
besándolo en la frente.
Se dio la media vuelta y, desolado, se marchó.
...y en la lejanía, una suave melodía llenaba el aire. Una suave
melodía...el canto de una sirena...
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