Seguramente, el lector se habrá planteado en alguna ocasión la

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Seguramente, el lector se habrá planteado en alguna ocasión la siguiente reflexión: ¿cuándo
acabó realmente el siglo XX y empezó el siglo XXI? ¿Fue el 9 de noviembre de 1989, con la
caída del muro de Berlín, o fue el 11 de septiembre de 2001, con la irrupción del terrorismo de
Al Qaeda en EE. UU.? Personalmente, creo que ambos registros son eslabones de la misma
secuencia histórica. A mi juicio, el «corto siglo XX» al que se refiere Eric Hobsbawn, o «nuestro
breve siglo», del que habla Jürgen Habermas, empieza con la guerra del 14 y acaba a finales de
1989. A lo largo de esta centuria, la multipolaridad (existencia de diversas potencias como polos
de referencia), nacida del Tratado de Westfalia en 1648, transita por la bipolaridad, tras el reparto
de Europa entre Franklin D. Roosevelt y Joseph Stalin en Yalta, y acaba en la unipolaridad a que
da a luz la rendición de la URSS de Gorbachov en 1986 frente a los EE. UU. de Ronald Reagan.
El despliegue de los misiles Pershing y Cruise frente a los SS-20 soviéticos supuso un jaque
mate a la URSS. Fueron aquellos días difíciles en los que Gobiernos como los de Thatcher en
Gran Bretaña, Lubbers en Holanda o Schmidt y Kohl en Alemania, aguantaron el tipo frente a un
pacifismo europeo beligerante ante el despliegue de los euromisiles occidentales, pero silencioso
y sumiso frente al de los soviéticos. La Unión Soviética no pudo sostener su carrera
armamentista.
El Instituto de Investigaciones para la Paz Internacional de Estocolmo estima (lo recuerda Juan
José Bremen, embajador de México ante Rusia de 1998 a 2000, en su reciente libro El fin de la
guerra fría y el salvaje mundo nuevo) que, en 1988, el gasto militar representó un 15,8 por ciento
del PIB soviético, contra un 5,7 por ciento del PIB de EE. UU., sin olvidar que ese año EE. UU.
gastó tres veces más (455 mil millones de dólares) que la URSS (147 mil millones de dólares).
Factores internos, como la estructura ineficaz de su sistema productivo, y externos, como el ya
citado de la carrera armamentista, más el ascenso al poder de Gorbachov con su Perestroika,
hicieron inviable la continuidad de la URSS, en su triple dimensión territorial, política y
económico-social.
Tres años después de que Gorbachov tirara la toalla, la caída del muro de Berlín sepultó la guerra
fría y la URSS se sumió en un proceso de desintegración. Económica y militarmente debilitadas,
las piezas más valiosas del imperio soviético quedaron sistemáticamente aisladas del gran tablero
de ajedrez dispuesto tras la Segunda Guerra Mundial. Sólo Rusia emergía más allá de los efectos
del big bang soviético. En el lejano oriente, China, más que discutir en términos políticos o
militares la hegemonía de EE. UU., ocupaba su tiempo en dirigir su transformación interna.
Políticamente, con mano de hierro; económicamente, con guante de seda.
Curiosamente, Rusia y China han seguido caminos distintos en la evolución de sus regímenes
comunistas. Rusia es formalmente una democracia. China, no. Pero Rusia es de aquellas
democracias que tan bien define Fareed Zakaria en su obra El futuro de la libertad, donde las
elecciones fueron instituidas antes que el imperio de la ley. Una Rusia que, con Vladímir Putin,
intenta recuperar la influencia y control político sobre los Gobiernos de las ex repúblicas
soviéticas mediante el uso de los recursos energéticos. Así, por ejemplo, Ucrania, Bielorrusia,
Armenia, Moldavia y las Repúblicas del Turkestán se ven favorecidas por precios políticos del
gas o del petróleo en función de su acomodo a los objetivos políticos del Kremlin. A diferencia
del anterior régimen soviético, hoy no se utiliza el miedo o la represión militar o policial, pero se
siguen utilizando los precios privilegiados como mecanismo de control e influencia política. La
nueva política rusa corre, no obstante, el riesgo de repetir la historia del colapso de la fenecida
URSS. Si ésta, a finales de los noventa, fue incapaz de seguir compitiendo económicamente con
EE. UU., hoy la Federación Rusa puede dejar de ser competitiva en el mercado global. Incluso
ahora, como antes, a costa de influir sobre los de «casa ajena», podría acabar desatendiendo las
necesidades de los de «la propia casa».
Mientras tanto, Europa no acaba de construirse. La predicción de Jean Monnet de que «se haría
paso a paso» parece eternizarse ante los ojos de quienes creemos en la necesidad de la potencia
europea. Pensando, por supuesto, en los europeos. Pero también pensando en el mundo global en
que vivimos. Pero la Unión Europea no ha avanzado como era necesario, sin perjuicio de
recordar que Europa ha vivido una de sus mejores fases entre los años previos a la caída del
muro de Berlín y el 11 de septiembre de 2001. Sin ignorar el impulso económico que supuso el
sistema monetario europeo del eje Bonn-París con Helmut Schmidt y Valéry Giscard d'Estaing.
Y sabiendo, por supuesto, que desde los añorados Schuman, Adenauer, De Gasperi (añado PaulHenri Spaak, para que nadie me acuse de exclusivizar en el pensamiento y acción demócratacristianos la génesis y construcción europeas), no se habían dado pasos tan importantes ni
producido liderazgos tan potentes como los de Ruud Lubbers, Jean-Claude Juncker, Giulio
Andreotti y, sobre todo, Helmut Kohl, François Mitterrand y, en gran medida, Felipe González.
De esta potente generación nacen el Acta Única y los tratados de Ámsterdam y Maastricht.
Un simple ejercicio comparativo entre los líderes mencionados y Gerhard Schröder, Jacques
Chirac y José María Aznar ofrece pocas dudas. Angela Merkel ha sustituido a Schröder, y
Alemania y Europa han ganado con el cambio. Chirac sigue, espero que por poco tiempo.
Rodríguez Zapatero ha sustituido a Aznar. En España no sería justo ignorar que hemos ganado
en lo que a compromiso europeo se refiere. No en vano fuimos los primeros en aprobar el
proyecto de Constitución europea. Ahora bien, ¿tiene el Gobierno español actual algún proyecto
para Europa? ¿Tiene ideas al respecto? Hasta la fecha, más bien pocas. Pero al observar los
cambios de liderazgo en su conjunto, pienso siempre en aquella sentencia de la que fuera
secretaria de Estado norteamericana, Madeleine Albright: «Para entender Europa hay que ser
genial o francés ». Como franceses hay los que hay, y no todos geniales en su cúpula política, a
menudo pienso si no será Europa entera la que está huérfana de genialidad. En cualquier caso, sí
de liderazgo.
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