Zamudio y el oficio del periodista La polémica generada por la aparición del libro de Daniel Zamudio –polémica artificial, absurda, oportunista- me ha llevado a recordar a Janet Malcolm y su libro El periodista y el asesino, que trata del pleito legal entre Joe McGinniss, el periodista, y Jeffrey MacDonald, el asesino. Ocurre que McDonald, un médico condenado por matar a su esposa y sus dos hijas pequeñas, es contactado por McGinniss, un periodista que le propone escribir un libro en el que se compromete a limpiar su nombre. El periodista se hace amigo del asesino, o hace como que se hace amigo del asesino para conseguir su colaboración y confianza. Jura que lo cree inocente y una buena persona. Pero cuando finalmente el libro es publicado, el asesino se lleva una decepción. El libro del periodista no hace más que ratificar que McDonald, el médico, es un asesino. Pues bien, el asunto es que Janet Malcolm, la autora del libro que trata el caso del periodista y el asesino, desmenuza el pleito judicial y en el camino descubre que varios de los miembros del jurado, personas comunes y corrientes, nada más lejos de un intelectual, declaran sentir antipatía por los periodistas, no obstante que reconocen no haber leído un diario, y menos un libro, en muchísimo tiempo. Me temo que estamos en presencia de un caso similar. En los últimos días hemos visto y escuchado a gente que manifiesta su antipatía y desaprobación por lo que dice –o supuestamente dice- el libro, en circunstancias de que los oportunos detractores de este libro simplemente no lo han leído, apenas han conocido un adelanto del mismo, quizás ni eso. Es cierto: Solos en la noche presenta una faceta poco amable y poco condescendiente de Daniel Zamudio. Una faceta que no es cómoda para los amigos y familiares de Zamudio. Una faceta que familiares y amigos hubieran preferido olvidar, esconder debajo de la alfombra o dentro del closet. Pero lo que no parece haber quedado claro en esta polémica es que para estos efectos el periodista, en el sentido genérico y profesional del término, no es amigo ni familiar de nadie. El periodista, sobre todo cuando ejerce en terrenos sensibles, no debería tener amigos, solo fuentes, más todavía en un caso como este, en que hay de por medio un asunto de interés público y en el que es necesario levantar la alfombra y ventilar el closet. Esto nos introduce en el primer gran hallazgo de este libro, y de alguna forma, en su principal línea argumental. Daniel Zamudio estaba lejos de ser muchacho perfecto. Y más todavía, como nos enteramos por este trabajo, jamás le interesó el movimiento homosexual. Lo primero es muchísimo más importante que lo segundo, aunque ambas cosas están íntimamente relacionadas. El libro de Rodrigo Fluxá despoja a Zamudio de la categoría de ícono gay, lo desacraliza de una cierta santificación mártir que lo elevó a la categoría de estatua angelical de la comunidad gay, un lugar en el que, ya sabemos, Zamudio jamás se hubiera sentido cómodo, si es que no lo hubiera rechazado. Y en este ejercicio desacralización Zamudio deja de ser una estatua de bronce, una animita kitsch, para convertirse en un ser humano de carne y hueso. Con flaquezas, debilidades, contradicciones y vicios a cuesta. Un muchacho encantador, un dulzura de muchacho, pero con problemas de afectividad, hijo de una violenta y degradante desigualdad. En este sentido sí, sólo en este sentido, valga la consigna: Daniel Zamudio somos todos. El Daniel Zamudio real, el Zamudio de carne hueso, y no la esquelita pop de las minorías, nos habla de un país a medias. Nos habla de nuestras miserias, de nuestros complejos y mezquindades, como cuando Zamudio se obnubila con el confort y la aparente belleza del barrio alto y reniega de su clase, de su familia, de sus orígenes. Más que un ícono de la igualdad sexual, a partir de este libro Daniel Zamudio es un ícono de la desigualdad y el maltrato. En este contexto se entiende que la brutal paliza sufrida por Zamudio a manos de cuatro brutos desalmados haya sido un último capítulo de una cadena de tragedias que se inició muchos antes de ese día de marzo de 2012 en el parque San Borja de Santiago. Y claro, la tragedia también alcanza a sus victimarios, pues por el libro nos enteramos también de que esos cuatro nazis de utilería que le dieron muerte arrastran una vida tanto a más maltratada que la de Zamudio. De cualquier modo, esta tragedia colectiva no desmerece en absoluto la brutalidad y el sinsentido del crimen. Ni menos, por cierto, atenúa la culpabilidad de los asesinos. Rodrigo Fluxá tiene el mérito de haber ido más allá de los estereotipos y los eslóganes, más allá de las apariencias y los clichés, y todo eso, que suele despertar animosidades, es lo que hace o debe hacer un periodista cuando se toma en serio su trabajo. Recuerdo a una colega periodista de un antiguo trabajo que se encontraba a mi lado cuando debió llamar a un político. Esta colega escribía un perfil sobre ese mismo político al que no lo caracterizaba la honradez ni menos la probidad. Pues cuando el político contestó el teléfono y se enteró de qué iba el llamado, quiso saber una cosa de la periodista: Cuéntame una cosa, preguntó el político, lo que estás haciendo es un perfil positivo o un perfil negativo. Y la colega periodista, muy hábil, muy rápida, muy sincera, contestó: Ni positivo ni negativo, lo que estoy haciendo es un perfil profesional. Pues bien, tengo la impresión de que en este caso se han malentendido las cosas. Se ha malentendido el contenido del libro, muy probablemente porque no se lo ha leído. Y también se ha malentendido el oficio del periodismo. Rodrigo Fluxá ha hecho su trabajo, ha ejercido el periodismo y le ha resultado tremendamente bien. Ha comprendido la dimensión de la tragedia de Zamudio y la de esos cuatro brutos que le dieron muerte. Y hay otra cosa. Además de revelar los claroscuros de Zamudio, de dar cuenta de las circunstancias que lo llevaron a la muerte, el autor de este libro trata con mucho cariño a Daniel Zamudio. Lo trata como a un ser humano, ni más ni menos.