Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II Capítulo VIII. El liberalismo político en tiempos de Isabel II Por Jorge Vilches La palanca de Arquímedes La decisión de la reina gobernadora María Cristina de Borbón de terminar con la Monarquía absoluta y dar los primeros pasos del Estado constitucional inició un período de reflexión y creación intelectual de los más importantes de nuestra historia contemporánea. Dio así comienzo la lucha para que la libertad se impusiera a los arcaísmos y las ideas contrarias a los derechos individuales. Los liberales quisieron dotar a la sociedad española de un gobierno representativo que permitiera el mejor y más seguro desarrollo de la libertad, compatible con el mantenimiento del orden y la mejora moral, social y económica del país. Ya escribió Donoso Cortés, en la temprana fecha de 1834: «Arquímedes pedía una palanca para mover el universo; dadme a mí un principio: yo constituiré las sociedades». El debate sobre las diversas fórmulas constitucionales para hallar ese régimen de convivencia, así como acerca de los medios para su buen funcionamiento, se prolongó durante todo el reinado de Isabel II. Fue aquel un tiempo de amplia libertad de expresión, a pesar de las, en ocasiones, restrictivas leyes de imprenta1. El pensamiento político discurrió por los nuevos círculos de sociabilidad, como los ateneos, las tertulias, los casinos o los clubes, todos definidos por su simpatía a un partido político determinado o a una fracción del mismo. La prensa tuvo entonces una gran difusión, la propia de un país que ansiaba un gobierno de opinión pública. Cada ciudad importante, aunque no mera capital de provincia, contaba con sus periódicos propios. La prensa madrileña se vendía en el resto del país, en Europa y en las colonias de Ultramar. Sus apenas cuatro páginas permitían el mantenimiento del periódico y su extensión geográfica. El periodismo era el instrumento rey del debate intelectual dándose a 1 Castro Alfín, D., Los males de la imprenta. Política y libertad de prensa en una sociedad dual, Madrid, CIS, 1998. Página 1 de 26 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II conocer los hombres con ambición política, y donde hicieron sus primeras armas casi todos los pensadores del siglo. Las Cortes, la institución fundamental en un gobierno representativo, eran el sitio privilegiado, y más apropiado, para exponer programas políticos, ideas y construcciones más o menos filosóficas. Los liberales españoles no destacaron por la publicación sistemática de un pensamiento ordenado, sino que se dedicaron a utilizar las vías que el régimen de libertades les ofrecía: las Cortes, la prensa y los círculos sociales. En muchos casos, la reconstrucción del pensamiento político de la época isabelina supone la reunión de sus intervenciones parlamentarias, artículos de prensa e incluso correspondencia privada. Hubo tres grandes tendencias en el pensamiento político liberal durante el reinado de Isabel II: la conservadora, la progresista y la demócrata; y dentro de cada una hubo diferencias marcadas. De cualquier manera, la variedad y la importancia de la vida intelectual, el debate político habido durante el reinado de Isabel II, es una muestra de que los problemas políticos y la inestabilidad se debieron a algo más que a las decisiones de la Corona. El conservadurismo En el pensamiento conservador cabe distinguir tres grupos: doctrinarios, puritanos y autoritarios. Los doctrinarios fundaron el Partido Moderado, elaboraron la Constitución de 1845 y su influencia fue decisiva hasta 1848. Entre ellos despuntaron Martínez de la Rosa, Alcalá Galiano y el joven Donoso Cortés. Los puritanos surgieron a raíz de la reforma de la Constitución de 1837, realizada por los doctrinarios. Joaquín Francisco Pacheco lideró el grupo conocido como moderado puritano, en el que destacaron Pastor Díaz, Ríos Rosas, Andrés Borrego y Cánovas. Los autoritarios, por último, como Jaime Balmes y los vilumistas, surgieron de las Cortes reformistas de 1844, y sus planteamientos fueron seguidos por Bravo Murillo y González Bravo. El doctrinarismo en España apareció justamente con la generación de 1820, la del Trienio Liberal, tras la muerte de Fernando VI. El exilio les puso en contacto con las nuevas ideas políticas y con regímenes constitucionales como la Monarquía inglesa o la Restauración Página 2 de 26 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II francesa que influyeron decisivamente en su pensamiento y comportamiento político. Francisco Martínez de la Rosa (Granada, 1787-Madrid, 1862) ya figuró entre los moderados en el Trienio, partidario de controlar a los exaltados de las «sociedades patrióticas» y de modernizar la Constitución de 1812 en el sentido de articular instituciones entre la cámara de representación popular y la Corona. Martínez de la Rosa había frecuentado en Londres el círculo liberal de Blanco White, e hizo suyos los planteamientos de Royer-Collard, Guizot y Constant 2. Pero fue el constitucionalismo y parlamentarismo inglés el que marcó a los introductores del doctrinarismo francés en España, dándole un cariz propio que le hizo más eficaz y perdurable que el original. A lo anterior, el doctrinarismo español le añadió el casticismo propio de principios de siglo. Se trataba de aquella idea de Jovellanos, expuesta en su Memoria en defensa de la Junta Central, de una «Constitución histórica» de España por la que el régimen tradicional de nuestro país era el de las Cortes con el rey. Esta triple influencia fue la base del conservadurismo isabelino. Martínez de la Rosa elaboró, con la ayuda del Consejo de Estado, el Estatuto Real, lo que colocó a España entre los países más avanzados de Europa. Hay que recordar que en 1834 únicamente Inglaterra, Francia, Portugal y España disfrutaban de una Monarquía constitucional, y dos de ellos, los ibéricos, estaban en guerra civil contra el absolutismo. El gobierno representativo que planteó Martínez de la Rosa, fundado en el consentimiento de la nación, era una alianza entre la Corona y las Cortes. Planteó el régimen liberal como el «justo medio» entre la reacción y la revolución, los absolutistas y los exaltados, lo que en Francia era la «convergencia de centros»3. Así lo expresaba en su obra El espíritu del siglo (1835-1851), al decir que el «espíritu» del XIX era armonizar el orden y la libertad. El Estatuto Real fue un intento de hallar el «justo medio» para que las Cortes con el rey avanzaran hacia un gobierno representativo. El Estatuto se presentó como el «cimiento» del Estado constitucional, nunca como un texto definitivo. De hecho, el texto parece un reglamento de reunión de Cortes y de su relación con la Corona Martínez de la Rosa no trató de presentar una Carta otorgada pues 2 Seco Serrano, C., Historia del conservadurismo español. Una línea integradora en el siglo XIX, Madrid, Temas de Hoy, 2000. 3 Arranz, L., «El liberalismo conservador en la Europa continental. Los casos de Francia, Alemania e Italia, 18301939», Revista de Estudios Políticos, 102 (oct.-dic. 1998), pp. 59-76. Página 3 de 26 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II no quiso imprimir al Estatuto un carácter permanente. Por eso no dotó al texto de una parte dogmática ni creó un Parlamento como la Carta francesa de 1814, sino que reconocía las Cortes y se le limitaba a convocarlas4. No obstante, el Estatuto Real falló como «justo medio». Los carlistas lo vieron como un episodio más de la ilegitimidad isabelina, y los exaltados lo encontraron insuficiente. El clamor político por su sustitución o revisión acabó siendo un tema recurrente en todos los partidos. Cuando Istúriz subió al poder en mayo de 1836, el ministro de Marina, Antonio Alcalá Galiano (Cádiz, 1789-Madrid, 1865) preparó un nuevo proyecto constitucional. Alcalá Galiano fue el tipo de liberal exaltado del Trienio al que el exilio convirtió en moderado. Su conservadurismo también se nutrió del doctrinarismo francés, el constitucionalismo inglés y el jovellanismo, pero le añadió el utilitarismo de Bentham. De esta manera, Alcalá Galiano consideraba el gobierno representativo como un instrumento al servicio de la felicidad, o bienestar, del mayor número de personas posible y, por tanto, susceptible de modificación según el interés y las demandas de la sociedad. Su proyecto constitucional nunca llegó a ser debatido a pesar de su ánimo conciliatorio, pues el golpe de Estado de La Granja, en agosto de 1836. expulsó a los moderados del gobierno y restableció la Constitución de 1812. No obstante, fue evidente que, a partir de 1836, la filosofía ecléctica desplazó al doceañismo, y el doctrinarismo se impuso en el pensamiento liberal español. Alcalá Galiano sistematizó su pensamiento en las lecciones que impartió en el Ateneo en 1838 aunque ya las había expuesto en los periódicos El Mensajero de las Cortes, La España, El Correo Nacional, El Piloto —junto a Donoso Cortés— y la Revista Española. En las lecciones se nota la influencia de Destutt de Tracy, Constant, Bentham y Burke 5. Alcalá Galiano destacaba, junto a los principios comunes del conservadurismo, el papel de la clase media en el gobierno representativo. La mesocracia aparecía como el grupo director, responsable y representante de 4 Martínez de la Rosa, E, «Bosquejo histórico de la política en España», en ídem, Obras completas, ed. de C. Seco Serrano, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1962, VIII, p. 391. 5 Díez del Corral, L., «El liberalismo doctrinario», en ídem, Obras completas, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1998,1; Garrorena Morales, A., El Ateneo de Madrid y la teoría de la monarquía liberal, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1974. Página 4 de 26 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II los intereses nacionales. En realidad, Alcalá Galiano se centró en el principio del consentimiento como fundamento del sistema representativo, lo que le alejaba de fórmulas populistas y democráticas más propias del doceañismo. La clase media se definía por la propiedad y la capacidad, era la parte más adelantada de la sociedad, «el alma» y, por tanto, en ella debía residir la labor de gobierno 6. Sería un simplismo afirmar que era una doctrina encaminada a ocultar el permanente dominio de una oligarquía. Sin perder el contexto histórico e intelectual, se trataba de conservar la libertad frente a los absolutistas y, también, los revolucionarios, cuya victoria, o agitación constante, hacía temer a los liberales europeos que desembocase en una dictadura, como mostró la Revolución francesa, y luego repitió su II República. El gobierno representativo inglés, en cambio, era para Alcalá Galiano el ejemplo de la actuación eficaz de la clase media, en un sistema aristocrático, para mantener la libertad. El papel de la clase media, de la «aristocracia de la inteligencia» fue uno de los principios centrales del pensamiento del joven Juan Donoso Cortés (Badajoz, 1809-París, 1853). Donoso fue el más importante doctrinario del Partido Moderado. Su predilección por Guizot fue tal que el periódico progresista el Eco del Comercio le llamó «Guizotín». Donoso expuso su pensamiento conservador entre 1832 y 1848, publicando entonces Memoria sobre la Monarquía (1832), Consideraciones sobre la diplomacia (1834), La ley electoral considerada en su base y en su relación con el espíritu de nuestras instituciones (1835) y Lecciones de Derecho Político (1837). El eclecticismo de Donoso contraponía voluntad e inteligencia, pues la libertad —producto de la voluntad— era individual y absoluta, mientras que las inteligencias se atraían. De aquí deducía que la libertad era un principio antisocial y perturbador, y la inteligencia un principio armónico y social. Por tanto, la sociedad, decía el Donoso doctrinario, creó el gobierno para controlar la libertad del individuo. Pero el gobierno debía estar limitado, ya que si el dominio absoluto de la libertad era la «anarquía», el del gobierno significaba el «despotismo» 7. El problema era, en consecuencia, hallar una fórmula de gobierno que armonizara orden y 6 Alcalá Galiano, A., Lecciones de Derecho Político, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1984, p. 40. 7 Donoso Cortés, J., «Lecciones de Derecho político», en ídem, Obras completas, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1946, I, p. 217. Página 5 de 26 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II libertad. Donoso, siempre doctrinario, distinguía entre soberanía de derecho, que por su carácter absoluto y omnipotente sólo podía residir en Dios, de la soberanía de hecho, la propia de las autoridades constituidas, el poder. Donoso reducía entonces la cuestión a saber a quién debía darse tal soberanía. Si el objetivo del gobierno era armonizar el orden y la libertad, dicha función únicamente era posible a través de la inteligencia. En conclusión, Donoso Cortés hacía residir la soberanía de hecho, el poder, en los inteligentes, pues «sólo la inteligencia da la legitimidad»8. La organización del gobierno representativo por la inteligencia la explicó en sus lecciones en el Ateneo y se plasmó en la Constitución de 1845, ya que fue secretario de su comisión redactora. Aquel texto ha quedado como el documento constitucional más completo del liberalismo doctrinario. En él se adivinan las manos de Alcalá Galiano y Donoso Cortés. El gobierno representativo debía apoyarse en las instituciones tradicionales en tanto eran útiles al progreso de sociedad. Es decir, se imponía hermanar los derechos del pueblo con los del trono a través del reconocimiento y garantía de la libertad y las instituciones representativas, al mismo tiempo que la Corona conservaba un poder efectivo sobre las Cortes. Donoso pensó una Monarquía constitucional basada en la soberanía de las Cortes con el rey, adaptando la teoría de Jovellanos de la Constitución histórica, en la que el gobierno debía tener la doble confianza de esas dos instituciones. La Corona tenía poder legislativo con la sanción y el nombramiento de senadores, y aunque podía libremente nombrar y separar a los ministros carecía de responsabilidad política, que era asumida por éstos. Las Cortes se erigían como el poder legislativo y vigilante del gobierno, compuestas por el Congreso de los Diputados y el Senado. El doctrinarismo acabó imponiendo la Cámara Alta como una institución moderadora entre la voluntad popular representada en la Cámara Baja, y los intereses conservadores y la Corona. El Senado, despreciado por el doceañismo, fue aceptado como representación de las clases conservadoras e ilustradas, y parte del «justo medio». El Donoso antiliberal apareció, como comúnmente se acepta, a la altura de 1848, influido por la revolución europea de ese año y la muerte al año siguiente de su hermano. Son los 8 Donoso Cortés, J., La ley electoral, en ídem, Obras completas, op. cit., I, p. 193. Página 6 de 26 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II momentos de su Discurso sobre la dictadura (1849) y de su obra más internacional, el Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo (1851), donde responsabiliza al liberalismo de haber extendido sus principios disolventes, promoviendo ideas y actitudes conducentes a la anarquía. La restauración de la sociedad y del buen gobierno dependía de la vuelta al dogma religioso. Este Donoso autoritario enlaza con la corriente moderada autoritaria formada en las Cortes reformistas de 1844, los seguidores del marqués de Viluma, inspirados por Jaime Balmes (Vich, 1810-Vich, 1848). Balmes, autor de El criterio y Filosofía fundamental, aunque escribió en 1840 sus Consideraciones políticas sobre la situación de España, fue en el periódico El Pensamiento de la Nación donde dio a conocer su pensamiento político9. Balmes creía que el orden político debía corresponder con el orden social y, éste, en España, según la razón y la historia, había estado influido por los principios monárquico y religioso10. En consecuencia, el orden político español debía construirse alrededor de la Monarquía y la Iglesia católica. El moderantismo autoritario se caracterizó, en general, por la defensa del reforzamiento del poder de la Corona en detrimento de las Cortes. El rey debía reinar y gobernar guiado por el bien nacional, con independencia de las Cortes, el gobierno y los partidos, ya que éstos no representaban la totalidad de los intereses nacionales, sino una parte. Los partidos políticos eran rémoras para la nación, y las Cortes debían disminuir su influencia. El gobierno representativo de los autoritarios era, en definitiva, un «rey patriota», en el sentido de Bolingbroke, como supremo representante y defensor de la nación, con un único partido nacional formado por «lo mejor» de la sociedad 11. De aquí se deduce fácilmente el interés de Balmes por reconciliar la España carlista con la liberal a través de esta fórmula gubernamental, en otras medidas, incluido el matrimonio de Isabel II con el conde de Montemolín. El autoritarismo de Balmes fue seguido, con ciertas diferencias, por Juan Bravo Murillo 9 García Escudero, J. M., introducción a Antología política de Balmes, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1981, I; y Varela Suanzes, J., estudio preliminar a Balmes, J., Política y Constitución, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1988. 10 Balmes, J., «Consideraciones políticas sobre la situación de España», en ídem, Obras completas, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1950, VI, cap. XIV. 11 Balmes, J., «Examen de la máxima "El rey reina y no gobierna"», en ídem, Obras completas, op. cit., VI, p. 512. Página 7 de 26 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II (Badajoz, 1803-Madrid, 1873), que presentó en 1852 un proyecto constitucional inspirado en tales ideas y en la reforma constitucional de Luis Napoleón en Francia 12. El texto de Bravo Murillo modificaba a fondo la Constitución de 1845. El gobierno representativo quedaba prácticamente anulado, ya que reducía el cuerpo electoral a tan sólo los ciento cincuenta mayores contribuyentes de cada distrito. Además, las sesiones parlamentarias eran secretas y las presidencias de las Cámaras eran designadas por el gobierno. Prescindía de los derechos individuales y de los partidos políticos, y la Corona concentraba gran parte del poder. Lo único que consiguió Bravo Murillo fue unir al Partido Moderado y al Partido Progresista en una coalición opositora que hizo ver a Isabel II la inconveniencia de tal proyecto, por lo que acabó destituido pocos días después. Esta deriva autoritaria no terminó con Bravo Murillo, sino que fue recogida por Luis González Bravo, ya al final del reinado de Isabel II, entre 1867 y 1868, y, por otro lado, alimentó el neocatolicismo. La tendencia neocatólica fue furibundamente antiliberal, aunque contó con dos buenos parlamentarios: Cándido Nocedal y Antonio Aparisi y Guijarro, y periódicos como La Regeneración y El Pensamiento Español 13. Su antiliberalismo, contrario al gobierno representativo, mantuvo a los «neos» en una situación marginal. La tercera tendencia del moderantismo fue la puritana. Nació en las Cortes reformistas de 1844, liderada por Joaquín Francisco Pacheco (Écija, 1808-Madrid, 1865). Los puritanos se caracterizaron por su defensa del mantenimiento de la Constitución de 1837 como nexo de unión entre los partidos liberales. La teoría constitucional puritana la expuso Pacheco en las Cortes y en sus lecciones en el Ateneo entre 1844 y 1847. El concepto de soberanía de los puritanos, explicado por Pacheco. partía del doctrinarismo. No obstante, la originalidad de Pacheco consistió en situar la soberanía de hecho en la nación, y la de derecho en la voluntad, no en la inteligencia. A lo largo de la historia, la voluntad de la nación venía siendo que la soberanía la ejercieran las Cortes con el rey, lo que encajaba perfectamente con la teoría de la Constitución histórica, que recogió más tarde Cánovas. Pacheco siguió la tendencia del «justo 12 Sobre Bravo Murillo véase Cornelias, J. L., Teoría del régimen liberal español, Madrid, Instituto Estudios Políticos, 1962; y Bravo Murillo, J., Política y Administración en la España isabelina, estudio, notas y comentarios de texto por J. L. Cornelias, Madrid, Narcea; 1972. 13 González Cuevas, P. C., Historia de las derechas españolas, Madrid, Biblioteca Nueva, 2000, p. 127. Página 8 de 26 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II medio» que inició Martínez de la Rosa para idear los principios de gobierno. De esta manera, el gobierno representativo era la alianza de la nación y el trono, con dos instituciones preconstituidas, las Cortes y la Monarquía, que agrupaban todos los intereses sociales. El puritanismo siempre estuvo preocupado por las condiciones que hacían posible el buen funcionamiento del gobierno representativo, como muestran los trabajos de Nicomedes Pastor Díaz (Lugo, 1811-Madrid, 1863). Pastor Díaz publicó tres obras políticas de importancia: Los problemas del socialismo (1848-1849), que recoge su interés por la cuestión social, y sus Memorias de una campaña periodística (1843) y Condiciones del gobierno constitucional (1848), aparecida años antes con el título A la Corte y a los partidos, que son esencialmente políticas. Pastor Díaz entendía que la marcha normal del régimen constitucional dependía de que la Corona y los partidos respetaran la ley y las reglas del parlamentarismo. El rey debía mirar sólo por los intereses nacionales, y mantenerse al margen del partidismo; mientras que los partidos debían guiarse por la legalidad y la moralidad. Unicamente con estas condiciones, la elección, base de la verdadera representación, sería libre y estimable. En definitiva, se trataba de resaltar la responsabilidad superior de la clase media, de sus partidos y de los líderes para encauzar la vida política, así como la importancia de que las decisiones regias marcharan por los cauces normales del gobierno representativo. El voto lo consideraba un derecho político, pero también una función social: armonizar el orden con la libertad. Esta idea fue asumida por todos los conservadores, incluso por el progresismo hasta casi el final del reinado de Isabel II. En la misma orientación sigue la obra de Andrés Borrego (Málaga, 1802-Madrid, 1891), titulada Estudios políticos. De la organización de los partidos en España (1855). Los partidos eran, en opinión de Borrego, la pieza fundamental del gobierno representativo, con lo que hacía recaer en la clase media la responsabilidad del funcionamiento del régimen. Conforme al modelo inglés, Borrego establecía unos requisitos para los partidos de gobierno: una doctrina templada, la lealtad con las instituciones, la organización y encauzamiento de la opinión pública, la propagación de los principios liberales y la publicidad de sus acciones, así como la autofinanciación. La alternancia no era un objetivo en sí mismo, decían los puritanos, sino un Página 9 de 26 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II medio para la marcha normal del gobierno representativo. La creación de la Unión Liberal se propuso salvar las dificultades que tenía la construcción de un sistema de partidos de gobierno. El puritano Antonio Ríos Rosas (Málaga, 1812-Madrid, 1873) fue el ideólogo de la Unión Liberal, que tuvo en el general O'Donnell su líder. Autor intelectual de la revolución de junio de 1854, Ríos Rosas estuvo preocupado, como los puritanos antes, por el funcionamiento de la Monarquía constitucional. La revolución puritana de junio de 1854, anterior a la progresista del mes de julio, quiso poner punto final a la senda autoritaria emprendida en 1851, con la recuperación de la vida parlamentaria, la normalidad constitucional y la responsabilidad de los partidos 14. Ríos Rosas fue autor del Acta adicional de 1856, que reforzaba las Cortes frente a la arbitrariedad del gobierno y la Corona. Ríos Rosas creía que los viejos partidos habían perecido, ambos por agotamiento de sus ideas y hombres. La Unión Liberal surgía, de nuevo, como el «justo medio» entre los liberales, cuya misión era reunir a todos los interesados en mantener el gobierno representativo. El problema estuvo en la naturaleza de la Unión Liberal; es decir, si debía tener un carácter permanente o, una vez estabilizado el régimen constitucional, separarse en dos partidos absorbiendo por la derecha a los restos del moderantismo y por la izquierda a los progresistas. El joven Antonio Cánovas del Castillo (Málaga, 1828-Guipúzcoa, 1897), puritano y unionista, propuso la división de la Unión Liberal, ya en 1863, tras la crisis del gobierno largo de O'Donnell. La separación se haría, aseguraba Cánovas, para unir en un partido conservador a la derecha unionista y al moderantismo, y en un partido reformista a la izquierda unionista y a los progresistas. Cánovas entendía que el sistema de partidos era la base para el funcionamiento de una Monarquía constitucional. Había asumido la teoría de la Constitución histórica, que luego él, en la Restauración, llamó «Constitución interna», y su fundamento práctico, la soberanía de las Cortes con el rey. Pero el gobierno representativo, liderado por la clase media, y fundado en el consentimiento de la nación en el sentido explicado por Pacheco, requería la conciliación de los partidos. No era posible la Monarquía constitucional, así lo creía 14 Ríos Rosas, A., «De 1843 a 1854», en Discursos académicos de Ríos Rosas y otros trabajos. Estudio preliminar de Juan Pérez de Guzmán, Madrid, 1889, Biblioteca Andaluza, pp. 109-120. Página 10 de 26 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II Cánovas, sin el acuerdo de los líderes y de sus partidos para respetar las instituciones, las leyes y las reglas del parlamentarismo, de forma que la alternancia no fuera un sinónimo de cambio de régimen, sino sólo de otra política de gobierno. Cánovas quedó como el único diputado de la Unión Liberal cuando, en 1867, González Bravo, aplicando los principios del moderantismo autoritario, había despreciado la Constitución de 1845, las Cortes y a los partidos. Cánovas expuso, en dos brillantes discursos, la imposibilidad de la Monarquía constitucional sin el respeto a la ley, y a las reglas del gobierno representativo 15. El progresismo El pensamiento progresista ha sido muy descuidado debido, a mi entender, a la ausencia de obras doctrinales. Esta ausencia obliga a recurrir al Diario de sesiones y a los artículos de fondo de la prensa de partido. El pensamiento progresista entre 1834 y 1868 se puede dividir en cuatro grandes líneas: el doceañismo, el parlamentarismo, el progresismo constitucional y el progresismo puro, aunque la persistencia de argumentos comunes fue constante. El doceañismo se desarrolló en las Cortes del Estatuto Real, alrededor de Argüelles, Fermín Caballero y Joaquín María López, con un grupo parlamentario importante, y se desvaneció en las Cortes constituyentes de 1836-1837. El parlamentarismo fue creación, sobre todo, de Joaquín María López, como desarrollo consecuente del doceañismo. El progresismo puro fue obra de Salustiano de Olózaga, que no creó un modelo político alternativo al moderado o al unionista, sino un discurso de oposición. Al margen de estos tres grupos estuvo el progresismo constitucional. Su gran logro fue la Constitución de 1837, de la cual no importa tanto la estructura del Estado como el espíritu con el que se elaboró. De ese espíritu de conciliación y transacción, de alianza y convivencia, participaron hombres como Argüelles y Olózaga —sus principales autores—, y está en el origen del Partido Progresista. Pero únicamente un pequeño grupo, liderado por Manuel Cortina y Fernando Corradi, se mantuvo después fiel al espíritu que animó el progresismo constitucional. Los doceañistas regresaron a España gracias a las amnistías concedidas por la reina 15 Vilches, J., estudio preliminar a Cánovas del Castillo, A., La revolución liberal española. Antología política (18541876), Salamanca, Almar, 2001. Página 11 de 26 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II gobernadora María Cristina, y entraron en la vida política merced a la libertad que permitió el Estatuto Real de 1834. A pesar de esto, el Estatuto, como ya dije, fue despreciado por los doceañistas porque en él no había, en palabras de Fermín Caballero, «ni pacto, ni derechos, ni división de poderes». Para los doceañistas se trataba de una Carta otorgada que privaba a la nación de sus derechos16. El doceañismo partía del dogma de la soberanía nacional. La nación, decían, resucitó en 1808 para recuperar su libertad, erigiéndose entonces en el poder constituyente del país. El gobierno representativo doceañista era la más pura interpretación del principio del consentimiento: la nación consentía que la soberanía la ejercieran las Cortes en su nombre, y que éstas elaboraran la Constitución que rigiera a los españoles. La elección debía ser, por tanto, indirecta, pues permitía la participación de un cuerpo electoral más amplio. Los niveles de la elección indirecta introducían, según López, la «corrección necesaria» a toda «democracia». La Constitución de 1812 encarnaba así la letra y el espíritu del renacimiento de la libertad en España. La reacción absolutista de 1814 y 1823 mostraba, según el doceañismo, que el régimen liberal era el resultado del enfrentamiento entre la nación y la Corona. La libertad era una conquista nacional y, frente a la arbitrariedad del poder, la nación tenía el «derecho de insurrección». Este derecho, tal y como Argüelles lo expuso en el Discurso preliminar a la Constitución de 1812 consistía en la legitimidad de la rebelión popular ante la vulneración de la libertad por parte de las autoridades. La Milicia Nacional era para los doceañistas la institución popular encargada de materializar ese derecho. La voluntad nacional según dicho planteamiento, se manifestaba de forma legal en las Cortes y en momentos de rebeldía a través de la Milicia Nacional y en las juntas de gobierno. Eran éstas, a imitación de las que proliferaron en la guerra de la Independencia, la autoridad alternativa levantada por la revolución. Fermín Caballero (Cuenca, 1800-Madrid 1876) fue el doceañista más belicoso y persistente de los primeros años de la era isabelina. Fundó en mayo de 1834 el Eco del Comercio, el periódico más importante del doceañismo y del progresismo en aquel tiempo. Junto a Joaquín 16 Caballero, E., El Gobierno y las Cortes del Estatuto. Materiales para su historia, Madrid, Yenes, 1837, pp. XVI-XVII. Véase Romeo Mateo, M. C., «La cultura política del progresismo: las utopías liberales, una herencia en discusión», Berceo, 139 (2000), pp. 9-30. Página 12 de 26 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II María López, el conde de las Navas, Trueba y Alcalá Galiano, Caballero propuso en el Estamento de Procuradores una tabla de derechos, el 18 de agosto de 1834, a imitación del Bill of Rights (1688) o la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano (1789), que finalmente fue aprobada. Lideró el grupo parlamentario que apoyó a Mendizábal en 1835, haciendo depender la estabilidad gubernamental de la aceptación de su programa político 17. Los doceañistas enarbolaban la Constitución de 1812 por su capacidad movilizadora, y de hecho la utilizaron como bandera desde la primera revuelta, en enero de 1835. Sin embargo, eran conscientes de que su restablecimiento implicaría inevitablemente su reforma. Incluso Agustín de Argüelles (Ribadesella, 1776-Madrid, 1844) aceptó esa necesidad, pese a que cuando leyó el Estatuto Real elaborado por Martínez de la Rosa exclamó: «¡Qué apostasía! ¡Qué apostasía!»18. Argüelles volvió del exilio con el resto de liberales, y se sentó en el Estamento de Procuradores. Ya no era el «divino» orador de las Cortes de Cádiz o del Trienio, pero aún mantuvo durante dos años el mito de la Constitución de 1812, cuyo valor era puramente simbólico. La necesidad de reforma del texto gaditano ya se había manifestado con fuerza durante el Trienio, porque se veía como elemento de conflicto más que de convivencia. Incluso algunos llegaron a pensar que reformándola evitarían la intervención extranjera en España a favor del absolutismo19. Argüelles no participó activamente en la vida política ni siquiera cuando el golpe de Estado de La Granja, en agosto de 1836, obligó a la reina gobernadora María Cristina a cesar al gobierno Istúriz, anular las elecciones que se habían llevado a cabo, nombrar un gobierno progresista y restablecer la Constitución de 1812. Sin embargo, tuvo un papel importante en la comisión reformadora de la Constitución, que dio lugar al texto de 1837. Argüelles persistió en la defensa de ciertos principios del doceañismo: la soberanía 17 Tomás Villarroya, ]., El sistema político del Estatuto Real, Madrid, 1968; Burdiel, I., La política de los notables. Moderados y avanzados durante el régimen del Estatuto Real (1834-36), Valencia, 1987. 18 Alcalá Galiano, A., «Galería de españoles célebres. Agustín de Arguelles», en ídem, Obras escogidas, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1955, II, pp. 386-387. 19 Argüelles, A. de, De 1820 a 1824. Reseña histórica [1827], con una noticia biográfica del autor por José de Olózaga, y un prólogo de Ángel Fernández de los Ríos, Madrid, A. de San Martín, 1864. Página 13 de 26 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II nacional, el reconocimiento y garantía de los derechos individuales, y la división de poderes. No llegó a elaborar una teoría sobre la Monarquía parlamentaria, como asegura Miguel Artola 20, se limitó a pensar una Monarquía constitucional que asimilaba los principios conservadores, como la supremacía de la designación regia del gobierno sobre la votación parlamentaria, o la institución del Senado como un contrapeso del Congreso. El enfrentamiento con la Corona dejó paso a una alianza más que evidente, en la que el rey dejaba de ser visto «como si fuera un dragón que se fuese a tragar [a] la nación» 21. Argüelles también aceptó la elección directa de los diputados, entendiendo el papel preminente que la clase media debía asumir en el funcionamiento y consolidación del gobierno representativo, pues los derechos políticos debían ser «ejercidos por ciertas personas o clases precisamente, y no por otras» 22. En 1837 apareció una tendencia en el progresismo, encabezada por Argüelles, Olózaga y Vicente Sancho, basada en el compromiso y transacción con el adversario político para acordar unas reglas de juego. La Constitución de 1837 recogía dos principios doceañistas, la soberanía nacional y la declaración de derechos, y otros dos conservadores, los poderes de la Corona y el bicameralismo. Vicente Sancho, ponente constitucional, progresista, hizo recaer la responsabilidad del gobierno representativo en la clase media, ilustrada y propietaria, pues la armonía entre la libertad y el orden precisaba «poner todo el poder en manos de pocos hombres», y no en la «clase bruta e ignorante». El sufragio, claro está, era censitario y directo, en circunscripciones provinciales, para menguar la posible influencia gubernamental o de los «poderosos». Aquella Constitución, si no perfecta, era aceptable como centro común, y así lo vieron los moderados puritanos. El progresismo constitucional fue efímero. Hay que hacer notar el pecado original de esta tendencia, que fue el golpe de Estado de 1836 que impidió la reunión de unas Cortes legítimas para discutir un proyecto constitucional. Su talante conciliador se desvirtuó con la revolución de septiembre de 1840, provocada, teóricamente, por una ley de ayuntamientos. 20 Artola, M., estudio preliminar a Argüelles, A., Examen histórico de la reforma constitucional de España, [Oviedo], Junta Principal del Principado de Asturias, 1999, I, p. LX. 21 Diario de Sesiones de Cortes (DSC), n.° 64, 21 de diciembre de 1836, pp. 735-736. 22 DSC, n.° 174, 19 de abril de 1837, p. 2.866. Página 14 de 26 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II Tras la aprobación de la Constitución de 1845, tan sólo Manuel Cortina (Sevilla, 1802Madrid, 1879) mantuvo el progresismo constitucional que no representaba tanto una alternativa constitucional, cuanto un conjunto de principios políticos y de reglas de comportamiento encaminadas a llevar a la práctica su programa político. Fue lo más parecido a un partido de gobierno que, como tendencia, produjo el progresismo español. Cortina se esforzó por llevar a los progresistas a la senda de la legalidad, y los encabezó entre 1846 y 1848, el año del regreso de Espartero. El progresismo constitucional quiso desde entonces influir en la política sin intentar cambiar o reformar la Constitución de 1845, y colaboró con la Unión Liberal, razón por la cual los progresistas puros les llamaron «resellados». Los progresistas constitucionales tuvieron un par de buenos periódicos, como El Progreso Constitucional y El Clamor Público, y sus hombres más destacados fueron, además de Cortina, Fernando Corradi, el historiador Antonio Pirala, e incluso Juan Prim, que fue un «resellado» hasta principios de los años sesenta. El parlamentarismo facilitó la evolución del doceañismo, mediante la asimilación del utilitarismo de Bentham y Ramón de Salas, y el monarquismo constitucional de Benjamín Constant. El exponente de esta síntesis fue Joaquín María López (Villena, 1798-Madrid, 1855), que contó durante la regencia de Espartero con un grupo parlamentario propio. El pensamiento de López se encuentra en sus discursos parlamentarios y, fundamentalmente, en sus lecciones de Derecho constitucional de la Sociedad de Instrucción Pública, impartidas en el curso 18401841. El parlamentarismo de López se sustentaba en la supremacía de las Cortes sobre otras instituciones, ya que encarnan la nación soberana. De aquí, López deducía que el gobierno representativo en España debía ser una Monarquía electiva con unas Cortes unicamerales. Como antiguo doceañista, López pensaba que la autenticidad del régimen liberal dependía de la cantidad de poder que la nación arrebatara a la Corona. El rey debía ser neutralizado para que no entrara en colisión con las Cortes o con el poder judicial independiente. Del mismo modo, y como mecanismos para evitar la arbitrariedad del poder, López sostenía el derecho de insurrección, la Milicia Nacional y, proveniente quizá de alguna lectura de Tocqueville, la descentralización. Tampoco abandonó el sistema de elección indirecta, «más democrático», Página 15 de 26 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II pero con los «correctivos» suficientes. La Monarquía electiva de López, mejor que la hereditaria, en la que se «recibe lo que nace», consistía en una Corona como poder moderador, pero que carecía de la libertad de nombrar a los ministros, pues con ello se corría el riesgo de que nombrara a enemigos de la libertad. Eran las Cortes las que nombraban el gobierno, aunque López no asumió el sistema de convención ni trató de hacerlo. El bicameralismo falseaba, según este autor el principio de unidad de la nación y de la soberanía. Además, el rey no podía, en el planteamiento parlamentario de López, suspender o disolver las Cortes, y carecía de libre sanción legislativa. Tampoco la Corona nombraba los jueces. López perfiló una Corona, no moderadora, pues carecía de poder alguno, sino meramente ratificadora de los decretos y las leyes que le presentaba el gobierno. La gran contradicción de López fue pretender el funcionamiento de una Monarquía constitucional sin sus fundamentos teóricos ni prácticos 23. No obstante, el parlamentarismo de López naufragó cuando fracasó su labor gubernamental. Los radicales denunciaron que el gobierno López de julio de 1843 había violado diecinueve veces la legalidad y la Constitución. El propio López, poco después, justificó estas políticas como medidas para hacer efectiva su autoridad y extirpar el esparterismo 24. El parlamentarismo tuvo su continuador en el progresismo en la figura de Carlos Rubio (Córdoba, 1832-Madrid, 1871), que publicó en 1859 el folleto titulado Teoría del progreso, en contestación a la obra de Emilio Castelar, La fórmula del progreso (1858). Rubio criticaba, en la primera parte de su trabajo, la existencia del Senado, pues la soberanía nacional no podía dividirse, ni podía consentirse que hubiera una cámara de representación de intereses o clases conservadoras, pues «en un pueblo libre no hay clases altas ni bajas, no hay más que ciudadanos»25. Sostenía la separación de poderes como «arca santa de la libertad». El rey debía ser inviolable y responsable, pero, según Rubio, la irresponsabilidad no podía convivir con el libre ejercicio de las facultades constitucionales. De esta manera, la Corona tenía que 23 Vilches, J., «El pensamiento político del Partido Progresista» (en prensa). 24 López, J. M., Exposición razonada de los principales sucesos políticos que tuvieron lugar en España durante el Ministerio de 9 de mayo de 1843, y después en el Gobierno provisional, Madrid, J. M. Canalejas, 1845, pp. 81 ss. 25 Rubio, C., Teoría del progreso, Madrid, Manuel de Rojas, 1858, p. 26. Página 16 de 26 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II limitarse a seguir el dictado de las Cortes y de la Constitución; esto es, la designación regia era posterior a las elecciones. El sistema electoral debía ser directo y provincial, con lo que se aumenta la dependencia del diputado de sus electores —no habla de mandato imperativo— y se aleja la posibilidad de la influencia gubernamental. En suma, la «organización política que los progresistas defendemos» —decía Rubio— es un «sistema monárquico-constitucional» en el que la «opinión pública es la fuerza que hace girar la esfera política a los pies del Trono inmutable»26. El progresismo puro apareció durante el llamado Bienio Progresista, entre 1854 y 1856, marcado profundamente por las ideas y el comportamiento de su líder, Salustiano de Olózaga (Oyón, 1805-Enghien, Francia, 1873). El liderazgo de Olózaga se prolongó desde entonces hasta la irrupción irreversible de Prim en la vía revolucionaria, en enero de 1866. Olózaga fue, por tanto, el hombre civil más importante del progresismo, no en vano institucionalizó el nombre del partido en 1839, aunque bien es cierto que ya se utilizaba desde 1837. Pero sin duda, constituye el ejemplo más palmario del dominio de las conveniencias personales sobre la coherencia política o el interés nacional. La acusación del 29 de noviembre de 1843 que le señalaba como agresor de la reina, aunque sin trazas de veracidad, le exoneró de su cargo de presidente del gobierno y tuvo que exiliarse en medio del rechazo popular. Fue entonces cuando debió jurar que nunca participaría en un gobierno de Isabel II y que favorecería el cambio de dinastía. Olózaga no construyó una teoría política, sino un discurso de oposición fundado en el cuestionamiento de la legitimidad de las instituciones. Contribuyeron a su difusión Ángel Fernández de los Ríos, arquitecto, propagandista y fundador de varios periódicos, y el grupo de La Iberia, en el que estaban Pedro Calvo Asensio, Sagasta, Carlos Rubio y Ruiz Zorrilla, miembros casi todos de la minoría progresista en el Parlamento largo, de 1858 a 1863. Contaban además con un club, La Tertulia progresista, al estilo de La Fontana de Oro, donde se reunía el partido y ejercitaban la oratoria los progresistas jóvenes. El progresismo puro recogió el discurso historicista y casticista del doceañismo, fundado en que la nación 26 Ibidem, p. 41. Página 17 de 26 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II arrebataba a la Corona sus poderes para construir un régimen liberal, según Olózaga, después de tres siglos de arbitrariedad, de tiranía y de inquisición» 27. El discurso de oposición progresista era, básicamente victimista, revolucionario y con una fuerte carga de superioridad moral. El victimismo consistía en argumentar que el Partido Progresista no había sido llamado a gobernar por la Corona, y que sólo había alcanzado el poder tras una revolución. El progresismo, decían, tenía «derecho a gobernar» porque había defendido a Isabel II en la guerra civil, porque la nación había dado su sangre por la reina. Y como el Partido Progresista se consideraba el genuino representante de los intereses nacionales, la conclusión inevitable era que se había privado a España de un «gobierno representativo verdadero». Este «desheredamiento histórico» del poder se producía por la existencia de obstáculos tradicionales». El eslogan de los «obstáculos tradicionales» no fue un hallazgo de Olózaga, sino que se lo apropió. Lo mismo había ocurrido con el término «progresista», y con el famoso «Dios salve la reina, Dios salve al país», que pronunció ante el Congreso el 20 de mayo de 1843, ya que lo publicó un día antes el periódico El Conservador. Fue Claudio Antón de Luzuriaga el que acuñó lo de «obstáculos tradicionales», en un discurso en el Senado poco antes de que Olózaga, el 11 de diciembre de 1861, lo utilizara en el Congreso. El eslogan tuvo dos fases. En la primera, desde 1861 hasta 1864, los «obstáculos» eran la Corona, la camarilla y la condición de militar para ser jefe de gobierno La «camarilla» tuvo mucho éxito en la prensa y caló fácilmente en las capas populares, no en vano se venía utilizando desde el reinado de Fernando VII. Además, cayó en gracia su encarnación en arquetipos de sainete, como la monja milagrera el obispo de Trajanópolis —el padre Claret—, el rey consorte y homosexual, el siniestro y zafio padre Fulgencio, la suegra pecaminosa y avara —la reina madre María Cristina—, y otros personajes que fueron el deleite de los periódicos satíricos y las gacetillas de la prensa política. La condición de militar desapareció como «obstáculo» cuando Olózaga consiguió que Espartero se retirara definitivamente, y apareció Prim, sin que aquél lo previera, como una opción de acceso inmediato al poder. 27 Olózaga, S. de, Estudios sobre elocuencia, política, jurisprudencia, historia y moral, Madrid, 1864, p. 277. Página 18 de 26 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II El retraimiento era la consecuencia lógica de un discurso de oposición basado en deslegitimar y desautorizar las instituciones del gobierno representativo. Era un pulso al régimen que no tenía otra salida que la revolución. Aun así, Isabel II se entrevistó con varios líderes del progresismo en 1863 para ofrecerles formar gobierno en solitario, o en coalición con la Unión Liberal, propuesta que previamente había convenido con Prim y O'Donnell. Aquellos hombres, Madoz, Cortina y Moreno López contestaron a la reina que el progresismo no estaba en condiciones de gobernar debido a las divisiones internas, y aconsejaron la formación de un Ministerio moderado con hombres de ideas constitucionales 28. Al año siguiente, el gobierno Miraflores ofreció a Olózaga un centenar de escaños para que formara un grupo parlamentario con el que gobernar a corto plazo, pero aquél se negó. En 1865, O'Donnell comisionó a Ríos Rosas para que se entrevistara con algunos líderes progresistas y ofrecerles tres ministerios en un gobierno de coalición. Ríos Rosas fue a hablar con Fernández de los Ríos, Sagasta y López Grado —los directores de los periódicos progresistas más significativos—, y el primero de ellos le contestó que «O todo o nada», que el progresismo puro quería todo el poder político sin condiciones y con carta blanca para reformar el régimen. La negociación no siguió adelante 29. La alternativa del progresismo puro fue la alianza con los demócratas y la revolución. Carlos Rubio había publicado en 1859 una obra titulada Teoría del progreso, que venía a ser una sistematización del ideario progresista en contestación a Emilio Castelar y La fórmula del progreso (1858). Rubio defendía en aquel folleto el sufragio universal como el objetivo al que se encaminaba el Partido Progresista, pero encontraba entonces que no era posible plantearlo aún porque «no se han arraigado las costumbres constitucionales» 30. Esto mismo fue defendido por Fernández de los Ríos en sus artículos recogidos en su obra O todo o nada (1864). A pesar de esto, la alianza revolucionaria de 1865 con la democracia cambió el punto de vista progresista. Carlos Rubio publicó aquel año un folleto titulado Progresistas y demócratas. Cómo y para qué se han unido. ¿Pueden constituir una sola comunión en lo 28 Pirala, A., Historia contemporánea. Anales desde 1843 hasta la conclusión de la última guerra civil , Madrid, 1876, III, pp. 14-18. 29 Vilches, J., «Historia del Partido Progresista, 1834-1871», El Péndulo del Milenio. Monográfico sobre el centenario de Sagasta, 1825-1903 (La Rioja), IV, 24-25 (2003), pp. 26-35. 30 Rubio, C., op. cit., p. 41. Página 19 de 26 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II futuro?, en el que comparaba los programas de ambos partidos para concluir que casi no había diferencia. No obstante, la aceptación de la democracia por parte del progresismo puro fue más una cuestión de estrategia revolucionaria que fruto de la convicción. Olózaga puso reparos en las Cortes de 1869 a que el sufragio universal, sin contrapesos, determinara la vida política, y Carlos Rubio, en su obra Historia filosófica de la revolución de 1868 (1869), afirmó claramente que la imposición del sufragio universal era precipitada e inoportuna. La democracia Los demócratas durante el reinado de Isabel II se dividieron, como es conocido, en dos grandes tendencias: los liberales y los socialistas. Al margen de esta división, la influencia del krausismo en la universidad madrileña marcó a la generación demócrata que se formó en los años cincuenta. Pedro Gómez de la Serna, ministro de Gobernación en la regencia de Espartero, hizo catedrático a Julián Sanz del Río en la recién establecida Facultad de Filosofía de Madrid, y le becó para estudiar filosofía en Alemania. Sanz del Río trajo de su viaje el krausismo que, con su «filosofía armónica», adornaba la democracia con una paternal «cara social» y dotaba a la acción política de un sentido universal y humanitario casi místico. El krausismo aumentó el sentimiento de superioridad moral con el que ya se creían ungidos los progresistas y sus herederos. El Partido Demócrata surgió como escisión del Partido Progresista, en abril de 1849. Tras dos años de debate sobre el programa político del progresismo, un pequeño grupo decidió separarse del partido y formar el suyo propio. En el programa del 6 de abril de 1849, Ordax Avecilla, Rivero, Aguilar y Puig, los firmantes, declaraban que defendían la universalidad de los derechos políticos y la Monarquía constitucional en la persona de Isabel II. El ideario demócrata comenzó con José María Orense, marqués de Albaida (Laredo, 1803-Artillero, Santander, 1880), que ya en 1847 publicó ¿Qué hará en el poder el partido progresista?, un decálogo de la política económica del progresismo junto a la repetición de sus consignas políticas. Pero en esta obra comenzó a mostrarse la inquietud por avanzar en la teoría de la soberanía nacional hacia el sufragio universal y la soberanía popular. Página 20 de 26 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II Las bases ideológicas de los demócratas fueron el doceañismo, el progresismo y el republicanismo francés de 1848. Rafael María Baralt (Maracaibo, Venezuela, 1810-Madrid, 1860) y Nemesio Fernández Cuesta (Segovia, 1818-Madrid, 1893) comenzaron la propagación de las ideas democráticas desde el periódico El Siglo, aunque años antes existieran El Huracán y otra prensa republicana. Baralt y Fernández Cuesta defendían que el objetivo de la democracia era la realización del cristianismo, lo que entroncaba con el iusnaturalismo y el catolicismo liberal de Lamennais, cuya consecuencia era la igualdad política y civil, junto a un socialismo paternalista31. José Ordax de Avecilla, otro de los fundadores del partido, sostenía que el programa político de los demócratas era el unicameralismo, la unidad legislativa, el sufragio universal, la libertad de prensa, el juicio por jurados, el poder judicial independiente, los derechos de asociación y reunión, la Milicia Nacional y la responsabilidad de los ministros 32. A esto le unía las libertades económicas, la nivelación del presupuesto y la mejora de las condiciones sociales y morales de las capas populares, en un programa que vino a ser la cabecera del diario demócrata La Discusión. Era una democracia no expresamente republicana, en la que había declaraciones monárquicas e incluso dinásticas. En esta misma línea estuvo la obra de Calixto Bernal (Puerto Príncipe Cuba, 1804-Madrid, 1886), titulada Teoría de la autoridad y publicada entre 1856 y 1857, en la que defendía la compatibilidad de la Monarquía hereditaria con la democracia. La democracia española asumió también el doceañismo, y se proclamó la auténtica heredera de 1812. Fernández Cuesta señalaba que «renació en España el partido democrático cuando se estableció el código de 1812»33. La tradición de apropiarse de las Cortes de Cádiz, y del mito —la nación en armas por su libertad— la inició el progresismo, la continuaron los demócratas, los republicanos y, finalmente, los federales. Toda una iconografía para el engranaje de un discurso encaminado a tomar el poder en exclusiva. El liberalismo tuvo que enfrentarse a estos modelos castizos de exclusivismo político, que iban desde el carlismo hasta 31 Baralt, R. M., y N. Fernández Cuesta, Programas políticos. I. Cuestiones preliminares al examen histórico y científico de los prospectos o programas políticos que han visto la luz en España desde enero de 1848 hasta principios de 1849, Madrid, 1849. 32 Ordás Avecilla, J., La política en España. Pasado, presente, porvenir, Madrid, 1853, pp. 45-46. 33 Fernández Cuesta, N., El porvenir de los partidos, Madrid, Celestino G. Álvarez, 1850, p. 39. Página 21 de 26 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II el socialismo revestido de democracia. Si el neocatólico Aparisi y Guijarro decía que por amor a la libertad odiaba el liberalismo, el Pi y Margall proudhonista sostenía que el socialismo era inseparable de la democracia. La tendencia socialista dentro de la democracia apareció desde los primeros momentos. No obstante, el socialismo que defendía Baralt se limitaba a la acción del Estado y de la Iglesia para paliar las malas condiciones de las capas populares; algo muy similar a lo propuesto, por ejemplo, por Pastor Díaz. En todo caso, era un socialismo sometido a la democracia. Sixto Cámara, Fernando Garrido y Pi y Margall, en cambio, unieron ambas aspiraciones. La figura de Sixto Cámara (La Rioja, 1825-Badajoz, 1859), autor de Espíritu moderno, o sea carácter del movimiento contemporáneo (1848), ha sido olvidada por la historiografía, quizá porque sus aspiraciones democráticas iban unidas a un deseo de imitación del terrorismo jacobino, incoherente con la defensa de los derechos individuales. Por ejemplo, Sixto Cámara aseguró el 11 marzo de 1856, en su periódico La Soberanía Nacional, que en España era necesario «echar a rodar por el suelo las cabezas de tantos apóstatas y traidores como corrompen el cuerpo social y político y envenenan el aire que respiramos». Fernando Garrido (Córdoba, 1821 -Cartagena, 1883), también hoy olvidado, sostuvo desde sus inicios la república democrática federal y universal, basada en la asociación de los trabajadores 34. Publicó en 1869 una historia del reinado de Isabel II, con datos útiles para el seguimiento del Partido Demócrata, a la que subtituló, sin rubor, De los crímenes, apostasías, opresión, corrupción, inmoralidad, despilfarros, hipocresía, crueldad y fanatismo de los Gobiernos que han regido España durante el reinado de Isabel de Borbón. Por cierto, cuando se proclamó la República en 1873, sus compañeros de partido le quitaron de en medio enviándole como intendente a las islas Filipinas; cuando llegó a la colonia la República federal ya había caído. No obstante, la línea de Sixto Cámara y Fernando Garrido, presente en los debates internos del partido, contó con algunos adeptos. Francisco Pi y Margall (Barcelona, 1824Madrid, 1901), de esta tendencia, irrumpió en 1854 en el panorama intelectual con su obra La 34 Garrido, F., La República democrática federal universal, nociones elementales de los principios democráticos, dedicadas a las clases productoras, Madrid, 1855; e ídem, Historia de las asociaciones obreras en Europa o las clases trabajadoras regeneradas por la asociación, Barcelona, Salvador Mañero, 1864. Página 22 de 26 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II reacción y la revolución, en la que expuso un primer ideario cercano al anarquismo. El pensamiento pimargalliano fue importante para los anarquistas y el catalanismo, y su persona fue utilizada como mito contrapuesto a la supuesta degeneración monárquica a finales del XIX. Su influencia fue determinante durante el Sexenio revolucionario. La definición federal que entonces imprimió al republicanismo español generó el mayor fracaso político de la historia contemporánea española, la República de 1873, y hundió la idea republicana hasta fin de siglo35. Pi, hegeliano y proudhonista, afirmaba en 1854 que la revolución era «la fórmula de la idea de justicia en la última de sus evoluciones conocidas [...]. Es, para condensar mejor mi pensamiento, en religión, atea; en política, anarquista»; atea en el sentido de reconocer todas las religiones como creación de la razón humana, y anarquista por considerar el poder como «una necesidad muy pasajera»36. Defensor de la soberanía individual como la única verdadera —la colectiva es «una ficción»—, Pi entendía que la base de la sociedad era el contrato individual, un pacto entre soberanos en el que consideraba el poder como un atentado a la libertad. «El hombre es soberano —escribió—, he aquí mi principio; el poder es la negación de su soberanía, he aquí mi justificación revolucionaria; debo destruir este poder, he aquí mi objeto»37. La «nueva sociedad», pues Pi ya no hablaba de gobierno representativo o Estado constitucional, debía entender que todo poder era «tiránico», por lo que tenía que estar reducido a su mínima expresión. De aquí la necesidad de descentralizar el poder, lo que le llevó al federalismo, la «unidad en la variedad», guiado por el proudhoniano pacto sinalagmático, conmutativo y bilateral en el Sexenio revolucionario. «Dividiré y subdividiré el poder— confesaba en 1854—, movilizaré, y lo iré de seguro destruyendo» 38. Pi y Margall concluía que la paz vendría por la revolución por él definida, pero que su negación, la reacción, provocaría la guerra. Los años cincuenta vieron la propagación de las ideas democráticas. Se publicaron numerosos folletos propagandísticos y, sobre todo, no dejaron de aparecer periódicos 35 Vilches, ]., «Pi y Margall, el hombre sinalagmático», Historia y Política, 6 (2002), pp. 57-90. 36 Pi y Margall, F., La reacción y la revolución, Barcelona, Anthropos, 1982, p. 244. 37 Ibidem, p. 246. 38 Ibidem, p. 249. Página 23 de 26 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II demócratas. De la importancia que comenzó a cobrar el partido, con su poder de movilización gracias a la combinación populista de democracia y socialismo paternalista, surgió el interés por definir el partido para acercarlo al progresismo. El resultado fueron dos debates. El de 1860, entre Fernando Garrido y José María Orense. Garrido defendía la integración de los socialistas dentro del Partido Demócrata, pues, decía, todos marchaban hacia el mismo objetivo. Garrido había publicado algunas obras, especialmente la titulada La democracia y sus adversarios (1861) en las que unía las aspiraciones socialistas a las democráticas. El individualista Orense, con gran desorden, contestó repitiendo los principios de la democracia. El verdadero fin de debate fue el dar publicidad al partido. El asunto se saldó con un manifiesto de compromiso, la Declaración de los Treinta, del 16 de noviembre de 1860, que dejaba libertad de opinión pero que no fue firmado por los individualistas Rivero y Castelar. Sin embargo, en 1864, la intención de los demócratas liberales fue expulsar del partido a los socialistas. Rivero, Castela y García Ruiz emprendieron una campaña para acercar la democracia al Partido Progresista, algo que impedía el socialismo con el que algunos acompañaban su propaganda. Emilio Castelar (Cádiz, 1832-San Pedro del Pinatar, 1899) se convirtió en el defensor de la democracia liberal. En 1858 apareció su libro La fórmula del progreso, en el que, desde un pobre hegelianismo defendía la democracia como la política de su tiempo capaz de regenerar el país frente a las ideas antiguas del resto de partidos. La polémica que generó fue importante. Ramón de Campoamor, moderado, le salió al paso, y el progresista Carlos Rubio hizo lo propio. Castelar publicó en 1870 los textos a que dio lugar aquel debate. Desde las páginas de su periódico, La Democracia, que vivió entre 1864 y 1866, sostuvo los principios políticos del partido, criticó ferozmente a los gobiernos conservadores y reclamó la colaboración con el Partido Progresista. El socialismo, decía Castelar, despreciaba el derecho a la propiedad, el principal de los derechos del hombre para la tradición liberal , por lo que las ideas socialistas únicamente podían arraigar en países empobrecidos y tiranizados. La libertad era progreso, y esto, concluía, hacía al hombre tomar apego a sus derechos individuales. Eugenio García Ruiz (Palencia, 1819-Madrid, 1893), director del diario El Pueblo, fue casi el único republicano unitario de su generación, y defendió la colaboración con la Página 24 de 26 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II izquierda liberal monárquica. Su idea de la democracia no era muy distinta de la que sostuvieron en los albores del partido Baralt y Fernández Cuesta 39. Entendía que el socialismo era, «en una palabra, el verdadero despotismo, dorado hipócritamente con la palabra igualdad», mientras que el comunismo representaba la «centralización en todo y por todo, [...] la anulación completa del individuo y de todas sus propiedades»40. Pi y Margall, como director de La Discusión se enzarzó en una polémica con La Democracia, de Emilio Castelar acerca de qué debía ser el Partido Demócrata y cuáles eran sus principios. Pi y Margall consideraba que había llegado la hora de la revolución democrática que emanciparía a las «clases jornaleras». Con el reparto de la tierra, los objetivos de la democracia y el socialismo se unían, y solamente así, según Pi, podría crearse una clase social que estuviera interesada en consolidar un régimen democrático41. Una conclusión La creación intelectual y el debate político y constitucional fueron muy ricos durante el reinado de Isabel II, lo que demuestra por un lado, el ambiente de libertad y, por otro, que las dificultades del gobierno representativo iban más allá de la persona que encarnaba la Monarquía o de la institución misma. El conservadurismo estuvo preocupado, al principio de la era isabelina, por los fundamentos de la Monarquía constitucional. Los progresistas asumieron la aspiración del «justo medio» y elaboraron la Constitución de 1837 como el centro común de los liberales. Conservadores y progresistas deseaban armonizar el orden con la libertad y construir una sociedad que sobre esta base edificara su regeneración. La libertad era la palanca de Arquímedes. Una vez que el carlismo estuvo derrotado y que las Constituciones de 1837y 1845 mostraron el camino irreversible de la Monarquía constitucional, el conservadurismo reflexionó 39 García Ruiz, E., Dios y el hombre, Madrid, Imp. de J. A. Ortigosa, 1863. 40 García Ruiz, E., La democracia, el socialismo y el comunismo, según la filosofía y la historia, Madrid, C. González, 1861, pp. 3-4. 41 Pi y Margall, F., «La revolución actual y la revolución democrática», «¿Somos socialistas?», «Hechos» y «Más hechos», La Discusión, 1 de abril, 17, 20 y 22 de mayo de 1864. Página 25 de 26 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II sobre su funcionamiento. Hicieron responsable de la buena marcha del régimen constitucional a la clase media y por tanto, a sus partidos y líderes. El comportamiento de los partidos políticos se convirtió en el factor determinante del sostenimiento del gobierno representativo. La Unión Liberal quiso dotarlo de estabilidad, y propagó la idea de que los partidos debían definir y defender un centro constitucional común. Los progresistas, en cambio, invirtieron su actividad intelectual en la elaboración de un discurso de oposición. Los eslóganes sustituyeron a la doctrina en un camino deslegitimador de las instituciones que únicamente podía terminar en la revolución. De este colapso intelectual del progresismo surgió con fuerza el Partido Demócrata como su evolución consecuente. Armados con la filosofía krausista, y con un utopismo que chocaba con el pragmatismo conservador y el desencanto progresista, quisieron la introducción de mejoras políticas, sociales y económicas en la Monarquía constitucional. Estos filorrepublicanos, aunque también hubo quien sostuvo la compatibilidad entre la Monarquía y la democracia, alimentaron el discurso de oposición progresista con el universalismo político y el paternalismo social. Mientras los conservadores de la Unión Liberal se afanaban por mantener el gobierno representativo, introduciendo reformas y preocupándose por mejorar el funcionamiento de sus elementos básicos, los progresistas y los demócratas ya habían desahuciado el régimen. El autoritarismo de los gobiernos moderados de 1866 a 1868, finalmente, desbarató la línea integradora unionista, proporcionó argumentos a los revolucionarios y acabó por hundir la Monarquía constitucional, y con ella a la persona que la había encarnado, Isabel II. Página 26 de 26