Al Despertar, Los Secretos del Chocolate De ALELUYA DE SABORES

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Al Despertar, Los Secretos del
Chocolate
De ALELUYA DE SABORES
Por Sylvia Kurczyn Villalobos, México,
Gracias por acompañarnos en Aleluyas de sabor, hoy que es el primer san lunes, de los
seis a los que nos ha convocado el Museo de San Ildefonso, en torno al tema de la
exposición de Humboldt, viajero...
El san lunes de que se oye hablar es una expresión tomada de El Periquillo Sarmiento,:
“Has de saber que es un abuso muy viejo, y casi irremediable entre los más de los oficiales
mecánicos, no trabajar los lunes, por razón de lo estragados que quedan con la embriagada
de los domingos, y por eso le llaman San Lunes, no porque los lunes sean días de guarda,
por ser lunes, como tu sabes, sino porque los oficiales abandonados se abstienen de trabajar
en ellos para curarse la borrachera”. J. Joaquín Fernández de Lizardi, El Periquillo Sarmiento,
Ed. Porrúa, México, 1959. Pag. 136.
Y viene al caso insistir que en México,
los escritores costumbristas del siglo XIX
hicieron historia, al mostrarnos la vida
del mexicano, con sus ideales estéticos,
religiosos, modas, gustos, sentimientos, el
arte con el que sabrosamente se regodean
al describir lo que los habitantes de la
época solían comer y beber, cuando ya en
esos años se buscaba afanosamente el
afirmar su ser histórico, su identidad nacional.
Así es que a principios del siglo en el que nos situaremos para platicar de los secretos del
chocolate (XIX), nos acercamos a los viajeros y a los escritores costumbristas como
Guillermo Prieto, quién nos legó una vasta obra literaria como cronista, poeta y creador de
pequeñas obras de género. Prieto adoptó el seudónimo de Fidel y bajo este disfraz publicó
sus jocosos San Lunes de Fidel. En su libro Memorias de mis tiempos, nos da noticia de lo
que comía y bebía la clase media que tenía buen pasar, la que no era tan favorecida y
también de los que tenían fortuna.
Para entonces la cocina mexicana tenía ya una larga y bien cimentada tradición, sustentada
en las recetas indígenas que reconocían sus antecedentes prehispánicos, la influencia de la
cocina española, la caribeña, la africana y la oriental, todas tamizadas durante el período
colonial en un completo aleluya de sabores.
Hablamos de los tiempos en los que el barón Alexander Von Humboldt, científico de
espíritu inquieto visitó México, allá en 1804, cuando en las casas de México se rezaban
matinés a las doce de la noche, en las que había un torno monjil que dividía a la familia de
la servidumbre, y por cuyo intermedio se servían las comidas.
Actividad casi continua, la que empezaban muy temprano, a las seis de la mañana, hora en
que “nanas y criadas” llevaban a “los señores” un jarro o taza de agua amarga, con la sana
idea de ayudar a recoger la bilis de la noche.
Así es que la cocinera debía dejar toda la noche una olla con agua, hojas de naranjo, cuartos
de toronja y una larga raja de canela) sobre las últimas brasas y rescoldos del carbón, y
durante las horas de reposo, y así lentamente en el silencio de la noche se cocinaba una
infusión.
Al despertar, una taza pequeña con chocolate en agua, que debía estar muy caliente.
Entre las siete y las ocho el desayuno, se servía café con leche,
tostadas, molletes, bizcochos, huesitos de manteca, hojuelas,
tamales cernidos y bizcochos de maíz cacahuazintli. (el
recorrido gastronómico que a continuación menciono, será el
recorrido de los siguientes cinco lunes, ¡no se lo pierdan!,
nosotros tardaremos seis días, ellos solo contaron con 24
horas, para lograrlo).
Dos horas después se servía el almuerzo con variados guisados
sin faltar los frijoles refritos.
Una hora después sucedía que llegaban visitas y además de
ofrecer bebidas reconfortantes para el espíritu, había golosinas, soletas y queso fresco.
Sonando la una, la familia se preparaba para la hora de la comida, se servían condimentadas
viandas almendradas, alcaparradas, en ocasiones cocinadas con especias y vino, además de
tortas y algunos postres.
Una siesta absolutamente necesaria, y a las cinco de la tarde en la iglesia, el rosario, y de
regreso en la casa, un chocolate en agua, y el tente en pié con ensalada y un molito ligero.
Ahora deseo invitarlos a imaginar las casonas de época, con una amplia sala, en los
rincones mesitas triangulares de madera fina, de esas que descansaban en tres delgadas
patas, sobre las mesas grandes nichos, mejor conocidos como capelos que con frecuencia
protegían las esculturas de los santos de la devoción familiar, tal vez en uno está un Niño
Dios, en otro la Virgen de Dolores y quizá en el tercero un San Francisco, sin faltar en una
de estas rinconeras el braserillo de plata con ceniza blanca amontonada en el centro, para
guardar prendidas las brasas para que los fumadores encendieran sus cigarros y puros.
En las paredes cuadros de tema religioso como la Santísima Trinidad, ángeles custodios,
retratos del señor y señora de la casa, sillones de respaldos empinados, con complicado
trabajo de tapicería en los asientos y abultados cojines de tela de damasco. En el centro de
la pieza suspendida del techo, la araña de cristal, y que en los días de fiesta se colocaban
velas.
Las recámaras con dos camas de cabeceras decoradas, una profusa cortina colgando del
techo, que caía a gajos sobre una de las camas, eran de lino con maya blanca y orlas de
bolitas, que las hacían lucir graciosas. Tal vez esta cama tenía una lujosa sobrecama de
damasco de color amarillo, y la otra tendida con una colcha china llegada en la última nao.
Las almohadas quizá las de última moda de damasco encarnado con encajes y moños. De
nuevo en las paredes cuadros de Santos propicios a la devoción, sin faltar la pequeña pileta
del agua bendita, una pieza de plata cincelada con su miniatura en el respaldo, un Cristo y
una rama de romero bendito, que no
podía faltar.
Madera de caoba para la mesa del
comedor, copiando sus pies la garra
del león. Alacenas empotradas en la
pared, detrás de los delgados vidrios
de gota, haciendo gala la loza de
China, la vajilla de plata, botellas de
las llamadas españolas, cristal
veneciano, en contraste, las sillas con
asiento de tule, el lavamanos con su
toalla corriente de cenefa azul,
terminada con punta de encaje de hilo de algodón, tejido a gancho.
En el tránsito de la cocina al comedor el tinajero, luciendo doradas tinajas de Cholula, loza
de Guadalajara y la muy apreciada de Patamban sin faltar los jarros chocolateros, los
molinillos nuevos, y suspendidos de la pared formando estrellas, arcos y líneas caprichosas
multitud de chucherías y juguetes, colocados simétricos y con extremada limpieza. (hoy
los llamamos recuerdos de viaje).
En la cocina, donde parece ser que nunca había sosiego, eran de notarse en los rincones
torres de ollas, colocadas una sobre otras, de mayor a menor, desde el suelo hasta el techo,
con ollas que eran como la suplantación de barriles y terminando con ollitas del tamaño de
un pozuelo. Sartenes, cacerolas, cucharas, palas y molinillos ocupan su espacio, loza verde
de Oaxaca y negra de la tierra, de rigor había dos barriles para el agua, jícaras, y fregaderos.
Desde luego no faltaban dos arandelas una para el perico y otra para la vela.
Al cobijo de las estampas de las ánimas benditas y de San Pascual Bailón, el brasero con
los espacios alineados para el carbón y encima las múltiples hornillas, aparte y en ocasiones
en un cuarto contiguo, otro bracero para leña, con un enorme comal cerca del metate donde
se molía nixtamal para las tortillas.
Este espacio tan especial, algunas tarde tibias y soleadas, lo usaba la molendera de
chocolate, en un comal tostaba ligeramente las almendras, después el cacao, al que removía
con una pala de madera, lo retiraba a una batea de madera, cuando terminaba, poco a poco
le iba quitando la cáscara y aún tibio lo molía en el metate, primero solamente las
almendras de cacao, y en la batea donde iba cayendo la molienda, lo revolvía con el azúcar,
las almendras y una buena raja de canela. De nuevo lo molía en el metate que se había
calentado cuidadosamente, colocando debajo de él un bracerillo con brazas de carbón, las
que se retiran después de un tiempo para no sobrecalentar la molienda.
A un lado, la tabla de madera lisa y pulida, espera recibir los aros llenos de
chocolate, mientras las hábiles manos de la chocolatera los frota y alisa para darles brillo, y
después habrá de “tortearlos” sobre los sellos para marcar las líneas divisorias entre cada
cuarterón, que es la medida tradicional para cada taza de chocolate. Todos éstos
utensilios únicamente se usaban con éste propósito y se guardaban celosamente.
Y siempre un armario de palo blanco, con dos puertas, en una de ellas sin confusión se
veían agujeros hechos a propósito, para que el queso se mantuviera aireado. Cuchareros,
repisa o respaldo con loza de Talavera para el servicio de la cocina.
Del lado opuesto de la casa estaba el despacho del amo donde había una escribanía de
madera, un valioso tintero de plata, el sillón de cuero, en dos estantes la librería. Época en
la que florecían las letras y las ciencias eclesiásticas, y a la sombra del templo crecían y se
desarrollaban las artes hasta el punto de constituir un motivo de legítimo orgullo escultores,
pintores, y sobre todo se acunaban los ideales para la Independencia de México, pero
también se predicaba con desprecio sobre asuntos mundanos, se mencionaban los delirios
por el chocolate como caprichos, pero lo cierto es que se bebía chocolate sin escrúpulo
como honra y decoro de la sociedad chocolatera.
Fortunas, costumbres, literatura y amores olían a chocolate. Y al despertar con el claro de
luz, al oír cantar el Gloria in Excelsis del convento cercano, la libertad de una audaz,
independiente, rica de seducciones y encantos una humeante y aromática taza de
chocolate servida en la alcoba, tan poético que con razón, esta costumbre disfrutaba del
más completo prestigio.
Práctica que imaginamos hacían sensible la acción familiar, confesiones, relatos sobre las
relaciones de matrimonios, el espionaje a las vidas ajenas, secretos cuchicheos sobre las
flaquezas del alma, que obligaban a andar de puntillas a los sirvientes y a las hijas de
familia.
Al despertar, los recados del chocolate, nos remite al sabor del pasado, a un modo de vivir
distinto y genuino, que revive los recuerdos y sirve de explicación a contradicciones del
presente.
Sylvia Kurczyn / MÉXICO
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