1.La integracion regional - Secretaría General de la Comunidad

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L A INTEGRACIÓN REGIONAL
EN LA HISTORIA
Rita Giacalone
Obra suministrada por la Universidad de los Andes, Mérida, Venezuela
LA INTEGRACION REGIONAL EN LA HISTORIA
Rita Giacalone1
(Conferencia Inaugural en el Congreso de Historia Regional y Local, San Cristóbal,
Estado Táchira, Venezuela, 25 de septiembre de 2002)
La integración regional, como fenómeno y como concepto, corresponde al campo de la
historia económica y, por lo tanto, debe ser abordada con las herramientas teóricas
provenientes de este campo. Esta presentación se divide en dos partes: en la primera,
se hace una revisión de la evolución del pensamiento económico occidental desde
mediados del siglo XVIII y de su influencia en la constitución de las principales escuelas
de la historia económica y, en la segunda, se presentan elementos de una interpretación
histórico-económica de la integración regional latinoamericana, a fin de destacar
aspectos de la misma que podrían ser objeto de futuras investigaciones por parte de los
historiadores.
Si revisamos cómo evolucionó el pensamiento económico occidental desde mediados
del siglo XVIII y su influencia en la constitución de las principales escuelas de la historia
económica, encontramos que para los fisiócratas existía un orden natural “inmutable e
irresistible, absoluto e inmodificable” detrás de la vida en sociedad. Quesnay y sus
seguidores aceptaban también el carácter “benevolente” de ese orden, entendido como
parte de “una armonía preestablecida en el orden de las cosas” y resultante de un plan
divino. Para ellos el hombre es libre en la medida en que actúa en un ambiente social
que “delimita y garantiza la seguridad de la propiedad.” Toda la organización de una
sociedad gira en torno de este principio natural, en tanto la propiedad es lo que hace
posible la vida económica puesto que de ella surge la libertad del trabajo y del
intercambio o comercio de lo producido con ese trabajo.(Batista 1996: 241-242) Pero no
todos los tipos de producción generados por el trabajo del hombre eran iguales. Para los
fisiócratas la producción agrícola se volvía relevante cuando la propiedad adquiría
certidumbre, pues a partir de esa certidumbre podía comenzar a generarse un
excedente de producción más allá de las necesidades de subsistencia del trabajo.
(Batista 1996: 244-246) Este excedente agrícola permitía que se desarrollara toda una
trama de transacciones que vinculaban con lazos interdependientes las distintas partes
de la organización social; el comercio de la producción agrícola era entonces la savia
que circulaba entre todas sus partes. Pero quizás la característica más notoria de la
fisiocracia fue que para sus seguidores “la realidad de las leyes naturales se presenta
ante el hombre con la certidumbre que acompaña a la evidencia más incontrovertible ...”
(Batista 1996: 254)
1
Ph.D. en Historia; Profesora Titular de Historia Económica, Facultad de Ciencias Económicas y
Sociales de la Universidad de Los Andes, Mérida, Venezuela; Coordinadora del Grupo de
Integración Regional (GRUDIR) y de REDINRE (Red para la Formación e Investigación en
Integración Regional) del Programa ALFA de la Comunidad Europea; [email protected]
1
Cuando comparamos estas ideas de la escuela francesa con las de Adam Smith en La
riqueza de las naciones encontramos también la noción de un orden natural
preestablecido pero éste gira en torno del principio del interés propio de los seres
humanos, el cual haría que todo hombre se halle más profundamente interesado en lo
que de inmediato le concierne, que en lo que le concierne a otros hombres.” (Smith en
La Teoría de los sentimientos morales, citado en Batista 1996: 271). Así la división del
trabajo no surgiría de la política humana sino que sería producto de la naturaleza misma
del hombre que le lleva a buscar su propio interés especializándose en una actividad o,
como decía Smith, “No es de la benevolencia del carnicero, o del cervecero o del
panadero que esperamos la cena, sino de su consideración por sus propios
intereses.”(Smith La riqueza de las naciones citada en Batista 272-273) De la interacción
entre esos intereses propios de la naturaleza del hombre surgirían la división del trabajo,
el aumento de la productividad, la acumulación de capital y todo lo demás, junto con la
necesidad de una teoría del valor y de los precios, etc. Sólo que ya no era la agricultura
sino distintos tipos de producción los que intercambiaban los hombres para establecer
todo el andamiaje económico de una sociedad en un momento histórico dado. De ahí
que uno de los postulados fundamentales de Smith es que “el trabajo anual de cada
nación es el fondo que originariamente la suple con todas las cosas necesarias y
convenientes para la vida.” (citado en Batista 1996: 281)
Resulta interesante advertir también que para la época en que escribían los fisiócratas y
Smith – el siglo XVIII – Giambattista Vico había ya publicado su Ciencia Nueva. En ella
partía de considerar que la naturaleza del hombre es ser social y que el conocimiento
histórico no surge por la acumulación de anécdotas y episodios del pasado sino que se
organiza a partir de la comprensión del proceso que siguen las sociedades entre su
nacimiento y su caída o muerte, pasando por su ascenso, desarrollo, madurez y
declinación, etapas que se eslabonarían mediante un orden constante e ininterrumpido
de causas y efectos. (citado en Batista 1996: 291) Había surgido entonces la historia
moderna que, ya en la antigüedad griega Heródoto mencionaba con la misma palabra
que se usaba para designar “investigación,” lo cual implicaba el acto de juzgar entre la
evidencia para separar el hecho de la ficción. Los griegos separaban al historiador del
poeta o del hacedor de mitos y leyendas. Estos contaban historias pero el historiador
contaba sólo aquellas que se basaban en hechos obtenidos de la investigación. (The
Great Ideas vol I: 711-712) Heródoto, padre de la historia, hacía esfuerzos explícitos por
presentar y evaluar la evidencia sobre lo acontecido cuando señalaba, por ejemplo, “esto
es lo que cuentan los persas ... mientras que los fenicios difieren de las afirmaciones
persas....” Pero ni siquiera entonces todo era pasado en la historia; entre los mismos
griegos encontramos a Tucídides quien hacía historia e “investigación” sobre su tiempo –
era un historiador de su contemporaneidad, que además extraía un mensaje moral o
ético de la historia. Con el tiempo muchos de sus sucesores, desde el mismo Vico hasta
Hegel y otros, siguiendo esta tradición pretenderían también encontrar en la historia
pasada y contemporánea un cuerpo de leyes y patrones de conducta que gobernarían el
curso de los acontecimientos desde el comienzo hasta el fin de los tiempos
humanos.(The Great Ideas vol. I: 715)
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En el siglo XIX Carlos Marx desarrollaría y profundizaría la noción de una historia
“inexorable” a partir de las ideas de Hegel acerca del enfrentamiento propio del campo
de las ideas, el cual Marx llevaría al ámbito de la economía. El materialismo dialéctico
surgió de la idea hegeliana de la mutación de las ideas en sus opuestos, que producía
“un fluir de ideas en pugna que se fundían y dividían, animando la vida” de las naciones.
Sólo que para Marx toda la historia se construye en base a factores económicos – la
base material – tales como la producción y el intercambio. Son estos factores materiales
los que entrarían en una contradicción recurrente en el tiempo produciendo como
consecuencia el cambio histórico. La importancia de lo material o económico sería tal
que determinaría la construcción de todos los otros elementos de la vida de una
sociedad, incluidas sus formas de organización política y social o superestructura
determinada por la base material. En la medida en que se pasaba de los mercados
aislados de la Edad Media a los mercados coloniales después de los grandes
descubrimientos del siglo XV se requería una nueva estructura cultural y social. No se
trataba sólo de inventos tecnológicos que acompañaban los cambios sino del
surgimiento de nuevas clases sociales que desplazaban a las anteriores en respuesta a
las exigencias de la economía. Las clases se articulaban en relación con la base
material y de la lucha entre ellas surgiría el cambio histórico. Cambio histórico, sin
embargo, que para Marx está tan predeterminado como para Smith, ya que se
establecen no sólo las etapas cubiertas sino también las que van a venir y sobretodo a
detenerse en el tiempo cuando se alcance cierta etapa final. De esta forma, para Marx la
historia económica tiene, como en las novelas, un desenlace “feliz” en el sentido que
permitiría alcanzar el bienestar de la mayoría y acabaría con el cambio histórico mismo.
Así las leyes del movimiento que El Capital de Marx pretendía descubrir en la realidad
económica van a terminar en una serie de crisis cada vez más fuertes hasta que ese
movimiento genere otro mundo feliz y sin cambios.(Heilbroner 1972: 183-215)
La principal característica común de aplicar estas aproximaciones teóricas de la historia
económica al análisis de los procesos de integración regional es que permiten describir
los acuerdos de integración, sus estructuras y funcionamiento, examinar si han tenido
algún efecto directo sobre las economías de los países miembros de esos acuerdos y
hasta comparar acuerdos y efectos entre sí, pero estas descripciones, estos impactos y
estas comparaciones resultan estáticos porque ninguna de estas herramientas permite
analizar y comprender el fenómeno de la integración regional dentro de una perspectiva
dinámica. En este sentido, tanto el marxismo como la teoría económica neoclásica dejan
de lado lo que constituyen dos factores de importancia para todo fenómeno histórico: el
primero es el tiempo y el segundo, las instituciones. El autor que ha reivindicado estos
dos elementos en el análisis histórico-económico es Douglas North, Premio Nobel de
Economía, y a continuación revisaremos su enfoque teórico para intentar luego, en la
segunda parte de esta presentación, esbozar una aproximación desde las ideas de
North a la historia de la integración regional de América Latina.
Douglas North en su obra ya clásica Estructura y cambio en la historia económica
(Madrid, 1994a) presentó una visión alternativa de la revolución industrial que los
historiadores usualmente ubican como una de las principales líneas divisorias de la
historia. El no negaba en ese libro que el fenómeno conocido como “revolución
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industrial” hubiera generado cambios en la forma de vida de la sociedad europea y hasta
impactado sobre el resto del mundo conocido; él resumía esos cambios en cinco:
crecimiento demográfico, aumento del nivel de vida, sustitución de la agricultura por la
industria como principal actividad económica, paso de una sociedad rural a una urbana y
crecimiento de la tasa de cambio tecnológico. Decía textualmente:
Los historiadores coinciden en que estos cambios organizativos y
tecnológicos empezaron en Gran Bretaña durante los años intermedios
del siglo XVIII. En los cien años siguientes, la población de Inglaterra
triplicó; las ciudades crecieron y algunas de ellas se convirtieron en
grandes ciudades; la renta media del ciudadano inglés se multiplicó por
más de dos; la agricultura pasó de significar casi la mitad de la producción
nacional a ser menos de la quinta parte; y crecieron los servicios y las
manufacturas asumiendo el papel anterior de la agricultura. En este
proceso, la producción de textiles y de acero se llevaba a cabo en grandes
factorías dotadas de máquinas de vapor que aumentaban
significativamente la eficiencia. (North 1994a: 183)
El argumento de North es que esos cambios se remontaban mucho más hacia atrás que
el siglo XVIII y no tenían en cuenta la principal transformación, sin la cual todas las
demás no hubieran tenido lugar. ¿Cual era ésta? La mayor especificación de los
derechos de propiedad. Inclusive señalaba que los principales economistas ingleses de
ese siglo, entre los cuales destacaron al menos tres: Adam Smith, David Ricardo y
Thomas Malthus, “se perdieron” la revolución industrial, en el sentido que ninguno de
ellos fue capaz de apreciar el cambio que se estaba llevando a cabo y, menos aún, lo
consideró una revolución. En realidad, el concepto de revolución industrial nació a
finales del siglo XIX, cuando lo acuñó un historiador, Arnold Toynbee. ¿Cómo se explica
que analistas contemporáneos capaces de registrar procesos como el de la
especialización y división del trabajo, los costos de transacción, el aumento del tamaño
del mercado, los efectos del aumento de la población sobre el salario y otros, no fueran
capaces de entender que estaban en un proceso de revolución industrial? Dejemos que
North (1994a: 184) lo conteste con sus propias palabras: “Quizás porque la
trascendencia de este siglo de cambio [el XVIII] reside más en al análisis de los
historiadores que en la realidad.” En otros términos, porque las herramientas de análisis
con que los historiadores han enfocado el siglo XVIII son estáticas y, por lo tanto,
permiten describir – y hasta cuantificar – los cambios pero no verdaderamente
entenderlos en su dinamismo. Para North hay evidencias sustanciales de que la
población, las rentas y la tecnología estaban experimentando cambios desde mucho
antes, así como también el paso de la agricultura a la industria. La “revolución industrial”
no fue una “ruptura radical con el pasado” sino “la culminación de la evolución de un
conjunto de sucesos anteriores.” De esta forma, “lo que era nuevo era la magnitud de los
cambios y no su carácter revolucionario.”
De esta forma, North argumenta que la revolución industrial consistió en la aceleración
de la tasa de innovaciones y que sus orígenes se remontan mucho más allá de la
cronología tradicional, que la ubica a mediados del siglo XVIII. Los historiadores han
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enfatizado el cambio tecnológico como el principal factor de dinamismo de los cambios
económicos en la Inglaterra del siglo XVIII, pero en general antes de North no se
preguntaban por qué se había acelerado la tasa de cambio tecnológico en ese período y,
cuando lo hacían, desplazaban el problema hacia atrás argumentando que el cambio
tecnológico se había dado por el aumento del tamaño del mercado, sin explicar cómo
había podido crecer ese mercado sin el aporte del cambio tecnológico a la producción.
Para North fue un cambio dentro del ámbito de las instituciones inglesas lo que hizo
posible que aumentara en el siglo XVIII la tasa de innovación tecnológica, con todas sus
consecuencias; y ese cambio fue la mayor especificación de los derechos de propiedad
sobre los inventos. (North 1994a: 182) Antes de ese siglo existieron importantes
innovaciones tecnológicas -- recordemos, por ejemplo, el molino de viento y las mejoras
en los barcos de carga holandeses -- pero, en general, ignoramos los nombres de
quienes las desarrollaron porque en esos siglos previos al XVIII “las innovaciones podían
copiarse sin costos y sin que el inventor o innovador recibiera ninguna recompensa”
(North 1994a: 187) y no había aliciente para acelerar la tasa de innovación. Pero si
miramos al siglo XVIII todos recordamos los nombres de Thomas Watt, como
responsable del desarrollo de la máquina de vapor y de su aplicación a la navegación, y
de Eli Whitney, como quien patentó la primera desmotadora de algodón sobre la cual se
basaba toda la estructura de la industria textil. Según North, fue la ley de patentes
inglesa de 1624, perfeccionada a lo largo del siglo siguiente, con aspectos como marcas
comerciales y derechos de autor, lo que volvió rentable el esfuerzo por mejorar la
tecnología y se manifestó en una acumulación de cambios tecnológicos en la segunda
mitad del siglo XVIII. De esta forma, fue un cambio institucional el que hizo posible el
proceso histórico que conocemos como revolución industrial.
Pero para que las instituciones pueden ser motores de cambios históricos importantes,
necesitan de un segundo factor: el tiempo. Este se relaciona con el cambio institucional
de dos formas: la primera, porque las innovaciones tecnológicas que se aplicaron a la
industria en el siglo XVIII nacieron del stock de conocimientos acumulados previamente
a lo largo del tiempo; y, segundo, porque el avance tecnológico no se agota en el
proceso de innovación sino que la nueva técnica se vuelve económicamente útil cuando
se genera un proceso de aprendizaje que forma personas calificadas para emplearla y
para consumirla. Tanto el proceso previo como el posterior a la innovación misma
necesitan la variable tiempo para poder darse. Aquí encontramos entonces los dos
elementos fundamentales del enfoque teórico de Douglas North: las instituciones y el
tiempo. Veamos esto con mayor detalle antes de volver a la integración regional.
Según North, en la historia económica “las instituciones forman la estructura de
incentivos de una sociedad y las instituciones políticas y sociales, en consecuencia, son
los determinantes básicos del desempeño económico. El tiempo, en relación con el
cambio económico y social, es la dimensión en que el proceso de aprendizaje de los
seres humanos moldea la evolución de las instituciones.” (North 1994b: 568) Son las
instituciones las que establecen límites hechos por el mismo hombre a sus
interacciones; estas instituciones engloban restricciones formales, tales como las leyes,
pero también informales, como las creencias aceptadas y las normas éticas. Cuando se
dice que los actores económicos buscan maximizar sus intereses de forma racional, esto
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es cierto pero se olvida señalar que esos actores van a efectuar transacciones en un
ámbito regido por leyes y creencias que hacen que la información de la cual disponen
sea, por lo general, incompleta y moldeada por esas leyes y esas creencias. No porque
los actores sean “buenos” o “malos” sino simplemente porque aún suponiendo que los
actores pudieran partir inicialmente en sus transacciones de modelos diversos y
“erróneos” “el proceso de realimentación informativa y los mediadores en el arbitraje
corregirán dichos modelos, castigarán el comportamiento desviado y conducirán a los
actores sobrevivientes a corregir sus modelos.” (North 1994b: 570)
¿Quiénes son para North esos “mediadores en el arbitraje” de las relaciones
económicas? Ellos son las organizaciones. “Si las instituciones son las reglas del juego,
las organizaciones… son los jugadores.” Estas organizaciones son grupos de individuos
vinculados por un propósito común para lograr ciertos objetivos y pueden ser de tipo
político (alcaldía, partidos políticos), económico (empresas, sindicatos, granjas
familiares), sociales (iglesias, clubes) y educativo (escuelas, universidades). Las
organizaciones asumen las características que el marco institucional en que se insertan
les permite tener. En palabras de North (1994b: 572): “si el marco institucional, premia la
piratería, entonces nacerán organizaciones piratas; y si el marco institucional
recompensa las actividades productivas, surgirán organizaciones… comprometidas con
dichas actividades.” Dentro de esta concepción el cambio histórico es un proceso que
está continuamente en marcha pues “resulta de las opciones elegidas día a día por
actores individuales y… organizaciones.” Generalmente estas opciones tratan aspectos
rutinarios que pueden reforzar las instituciones pero, a largo plazo, en forma
acumulativa, las van cambiando. La fuente principal de este cambio es el aprendizaje de
los individuos y las organizaciones. De todas formas, o quizás por esto mismo, “no hay
ninguna garantía de que las creencias y las instituciones que evolucionan a lo largo del
tiempo produzcan crecimiento económico.” (North 1994b: 575) En otras palabras,
también de North (1994b: 576): “no hay garantía de que la experiencia acumulada de
una sociedad los ajuste necesariamente para resolver nuevos problemas. Las
sociedades que se atoran encarnan sistemas de creencias e instituciones que no logran
enfrentar y resolver nuevos problemas de complejidad social.” El cambio histórico no es,
por lo tanto, unidireccional.
¿Qué aporta el enfoque de North a la historia económica? Primero, que es necesario
abordar los fenómenos económicos desde la doble vertiente del marco institucional y
del tiempo; segundo, que no hay nada automático en la causalidad histórica; tercero,
que existen tanto reglas formales como informales que explican el comportamiento
económico; cuarto, que para realizar una reforma exitosa en cualquier campo económico
hay que cambiar las reglas formales pero también, las informales y, quinto, que esto
requiere de un período de tiempo que generalmente no es corto.
Veamos ahora cómo podemos adaptar el enfoque teórico de North a la historia de la
integración regional en América Latina. No se pretende hacer aquí una historia
económica de este fenómeno histórico sino esbozar algunos elementos de interpretación
de la integración regional latinoamericana, apoyada en los conceptos de North, con el
doble objetivo de mostrar algunos aspectos de este fenómeno que todavía no están
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bien estudiados en América Latina y de destacar la riqueza de temas que están
disponibles para los historiadores en este campo.
La historia de la integración regional en América Latina luce, en general, menos
alentadora que la de otras regiones. Los intentos por organizar una nación unitaria
sobre la base de una cultura y una herencia colonial comunes y experimentando con
distintas formas de integración en el siglo XIX y la primera mitad del XX fracasaron en
forma rotunda. (Carvajal 1993: 49-50) Fue luego de la segunda guerra mundial que se
concretaron en acuerdos las dos primeras experiencias de integración regional con
finalidad económica en América Latina y lo hicieron reflejando dos tendencias distintas:
por un lado, la ALALC en 1960 buscaba una integración macro regional que rescatara de
alguna forma el ideal de una unidad latinoamericana, mientras que, ese mismo año, el
Mercado Común Centroamericano (MCCA) representó un esfuerzo subregional para
asegurar mayor viabilidad económica a la integración mediante la unión de mercados
compatibles entre sí. (Atkins 1977: 182) De todas formas ambos intentos se ubicaban en
un mismo marco conceptual, que reflejaba la noción de la integración como un proceso
gradual, en etapas ordenadas que se sucederían inevitablemente, según el modelo que
paralelamente se estaba esbozando en Europa.
Dada la importancia de éste modelo para la primera etapa, que podríamos llamar
fundacional, de la integración regional latinoamericana, vale la pena detenerse en el
caso europeo. En el proceso de nacimiento de la actual Unión Europea en los años
cincuenta se observa la importancia de la voluntad política de los dirigentes de las dos
principales naciones europeas (Alemania y Francia) que se habían enfrentado con las
armas en forma recurrente desde fines del siglo XIX, voluntad que contribuyó no sólo a
impulsar un proyecto destinado a terminar con los enfrentamientos bélicos entre ambos
por medio de la colaboración económica sino también a perpetuar y ampliar ese
proyecto en el tiempo. Otra característica del proceso europeo fue advertida ya en 1950
por Robert Schuman, uno de los arquitectos fundadores de la integración europea,
cuando señalaba: “Europa no se hará de una sola vez, ni en una construcción de
conjunto: se hará por medio de realizaciones concretas que creen primero una
solidaridad de hecho.” (citado en Lahidji 2000: 59). Con este planteamiento concordaba
pocos años después Ernst Haas (1958 citado en Trankholm-Mikklesen 1991: 3) quien
definía a la integración regional como “el proceso por el cual los actores políticos en
diferentes entidades nacionales son persuadidos a cambiar sus lealtades, expectativas y
actividades políticas hacia un nuevo centro, cuyas instituciones poseen o demandan
jurisdicción sobre los estados nacionales preexistentes.”
Haas enfatizaba que las identidades, los intereses y el comportamiento constituyen el
núcleo del proceso de integración. Los actores, gubernamentales y no gubernamentales,
serían los actores necesarios del proceso porque la integración no es responsabilidad
exclusiva de los gobiernos sino que para este autor descansa en buena medida en un
proceso expansivo que se inicia por sectores pero que, con el tiempo, adquiere su propio
impulso y se expande hacia otros. Este mecanismo de expansión o derrame (“spill over”)
afecta primero el comportamiento de las élites económicas pero se perpetúa porque,
según sus palabras, “una vez que una industria se ve obligada a integrarse, se ajusta a
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la situación, observa ventajas en el nuevo sistema y trabaja para la extensión del
principio a aquellas áreas que considera beneficiosas, ejerciendo presión de esta
manera para que los sectores no integrados sean incluidos también.” (Haas 1958: 199)
Debe observarse, sin embargo, que en Europa las dos décadas que siguieron
parecieron alejarse en la práctica de las ideas iniciales de Schuman y del análisis de
Haas y hubo muchos retrocesos más que avances en la integración europea durante los
años sesenta y setenta. Fueron los desarrollos europeos posteriores a 1985 los que
reivindicaron las ideas de Haas, ya que desde entonces se ha producido una
intensificación de la actividad legislativa de la entonces Comunidad Económica Europea,
una expansión clara de su campo de acción y un cambio institucional a favor de la
supranacionalidad. Como resultado de estos cambios, han surgido lazos funcionales
más fuertes sobre los que se estructuró en 1992 la Unión Europea y, más
recientemente, la moneda única. Adicionalmente resulta interesante señalar que si bien
fueron intereses económicos los que propiciaron muchos de los avances integrativos en
Europa, el proceso no hubiera podido avanzar sin la constitución de un sentimiento de
pertenencia común entre la población en general. Prevaleció junto con esto el
convencimiento que, alcanzado cierto punto, para solucionar los problemas de la
integración era necesario avanzar hacia más y no, menos integración, porque las
instituciones se habían ido ajustando a su existencia y hubiera resultado más costoso
dar marcha atrás, abandonando tantos años de esfuerzo y construcción.
Las instituciones, según las entiende North, tanto formales como informales, fueron las
que apuntalaron el proceso de integración europeo y fueron desarrollándose como
producto del proceso mismo de ajuste entre los actores. La institucionalización de la
integración pasaría entonces por un proceso de construcción de nuevas identidades e
intereses distintos de aquellos desde los cuales se originó. Internalizar una nueva visión
de si mismos como individuos, como regiones y como naciones constituirían pasos
esenciales de la construcción de un nuevo referente colectivo, encarnado en la
integración regional. De esta forma una serie de sistemas competitivos, las naciones
ubicadas en una misma región geográfica, se trasnformaría en un sistema cooperativo.
El proceso se inicia con la admisión de que el consenso con respecto a la identidad
previa ya no existe o existe insatisfacción frente a la identidad preexistente. En una
segunda etapa del proceso, se produce una revisión crítica de las ideas sobre si mismo
y sobre el otro, a partir de la cual se identifican nuevas y posibles identidades. De la
teoría del espejo surge la tercera etapa: si la identidad del otro es un reflejo de las
prácticas nuestras, cambiar éstas últimas implica comenzar a cambiar la concepción de
si mismo que el otro tiene. El resultado final sería una síntesis en torno de un nuevo
proyecto consensuado entre las distintas naciones de una misma región. (Wendt 1992:
420-421)
Si observamos ahora el proceso de integración latinoamericano, lo primero que destaca
es que, aunque sus primeros acuerdos reflejaron la influencia de la integración europea,
los resultados han sido bastante distintos. Para Chaparro (1989: 27, 49) la integración
latinoamericana ha atravesado las siguientes etapas: 1) la del despegue en los años
sesenta, cuando surgieron la ALAC, el MCCA, CARIFTA, CARICOM y el Pacto Andino,
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caracterizada por “estancamiento progresivo”, pretensiones excesivas y violación de
reglas; 2) la etapa regresiva en los años setenta, cuando se agudizaron los conflictos
entre los miembros de los acuerdos; 3) la etapa de reestructuración institucional de los
mecanismos de integración en los años ochenta con la sustitución de la ALALC por la
ALADI, el acuerdo brasileño-argentino de 1986 y el Protocolo de Quito (1987) que
redefinió al Pacto Andino, todo esto sobre un trasfondo de crisis económica generalizada
a partir de 1982; y 4) la etapa que Carvajal (1993: 91) denomina pragmática o de
“neointegración” en los años noventa, cuando los países latinoamericanos adoptaron un
conjunto de reformas que aceleraron la apertura e internacionalización de sus
economías, produciendo un relanzamiento de las integración regional sobre nuevas
bases (MERCOSUR, Grupo de Los Tres y acuerdos bilaterales de nuevo tipo dentro de
la ALADI).
Antes de analizar las características de la neointegración de los noventa, veamos cómo
explicaba Chaparro (1989: 46) las causas del fin de la integración tradicional en América
Latina. Para este autor estas causas fueron de tres tipos: 1) estructurales (básicamente
las desigualdades entre los países latinoamericanos y las dificultades de comunicación
por falta de una infraestructura que facilitara las relaciones entre ellos), 2) institucionales
(inestabilidad y heterogeneidad de los regímenes políticos en especial a partir del
momento en que surgieron las dictaduras burocrático-autoritarias en Brasil, Argentina,
Uruguay y Chile, así como la importancia de las disputas territoriales entre miembros de
un mismo acuerdo) y 3) operativo-funcionales (en la medida en que los cambios de
gobierno llevaban a cambios de política económica que enfatizaban o desenfatizaban los
objetivos de la integración regional).
Observamos que en las causas institucionales señaladas por Chaparro se pone el
acento en los regímenes políticos, los que obviamente ejercieron influencia, y en las
disputas fronterizas, pero no se incluye aquello que North considera como la base de los
cambios histórico-económicos: el proceso de aprendizaje generado por las interacciones
diarias entre países y otros actores económicos. De esta forma, las instituciones
entendidas en el sentido que North les da, estuvieron ausentes de la evaluación y la
variable tiempo se entendió simplemente como la duración del lapso para llevar a cabo
la desgravación arancelaria u otras medidas similares. Esta falta de atención a los
efectos acumulativos de la acción integradora para generar verdaderos cambios
económicos puede reflejar el hecho que estos factores también fueron ignorados o
subestimados por quienes diseñaron la arquitectura de la integración sobre la base del
ejemplo europeo y de la matriz de pensamiento de la CEPAL. Inclusive antes de finales
de los años ochenta la integración se percibía como obra exclusiva de los estados y de
los organismos de integración. El rol del sector privado, por ejemplo, se consideraba
negativo, un obstáculo ya se tratara de corporaciones transnacionales o de grupos de
empresarios nacionales. El estado era considerado el agente central del cambio
económico que utilizaba a la integración como el instrumento para alcanzar el desarrollo.
Quedaba entonces poco espacio para comprender el entramado de actores,
especialmente no gubernamentales, necesarios para un verdadero proceso de
integración regional, y la historia económica de la integración refleja esta falta de
comprensión de la importancia de estas variables. Por lo tanto, la mayor parte de los
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estudios sobre la integración latinoamericana analizan el proceso de negociación de
acuerdos de integración, las matrices de ideas en que se apoyan, cómo se estructura la
arquitectura institucional del acuerdo, qué logros se alcanzan – los cuales casi siempre
son comparados en términos cuantitativos con la situación previa del comercio o de la
inversión – pero la dinámica del día a día pasa inadvertida. Puede decirse que constituye
un ejemplo clásico de lo que North señalaba con respecto a la historia económica en
general y a la concepción de la revolución industrial.
Si volvemos la mirada a la integración en los años noventa, destacan importantes
diferencias con respecto a las etapas anteriores, las cuales no han pasado
desapercibidas para los historiadores. Por lo general, estas diferencias se han resumido
en conceptos como el de la “neointegración”, que mencionamos antes, en el cual la
integración cambiaría porque ha cambiado la matriz de ideas en que se asienta, la cual
pasaría de apoyarse en las concepciones de la CEPAL a basarse en las ideas
económicas neoliberales impuestas esta vez no desde adentro de la región misma sino
desde afuera. En esta literatura abundan, por ejemplo, las referencias al llamado
“consenso de Washington.” Pero al mismo tiempo los que conceptualizan así el proceso
integrador de los años noventa registran también que en el esquema tradicional el rol
central correspondía a los organismos de integración regional y a las burocracias de la
integración, que se encargaban de establecer las reglas de juego para las naciones
miembros y de vigilar su cumplimiento, mientras que desde los noventa esos organismos
y sus agentes están siendo desplazados por los Estados y el sector privado. Cada vez
más los acuerdos intergubernamentales, como el MERCOSUR y el G 3 o los acuerdos
bilaterales del tipo México-Chile, poseen secretarías con funciones mínimas u operan
en forma directa por la acción u omisión de sus gobiernos y de los grupos empresariales
interesados, o no, en esos acuerdos. En América Latina esto es generalmente
descartado o minimizado como expresión de un cambio inherente al proceso mismo de
integración regional, ya sea porque se considera que esos estados representan los
intereses empresariales, por lo cual este desarrollo sería negativo, o porque el cambio
se atribuye a una aceptación incondicional por parte de gobiernos y empresarios
latinoamericanos del paradigma económico neoliberal. Sin embargo, existe poca
bibliografía latinoamericana que vaya más allá de lo simplemente declarativo para
demostrar que esto es así. Por el contrario, en la literatura sobre empresarios y
empresas en América Latina distintos trabajos demuestran que el paradigma neoliberal
no ha sido aceptado incondicionalmente ni por gobiernos ni por empresarios y que aún
en aquellos países, como México y Chile, que parecen haberlo abrazado abiertamente el
paradigma éste ha sufrido un proceso de adaptación a sus condiciones históricas.
¿Qué provocó entonces que se produjera este cambio en los actores de la integración?
Esta pregunta puede dar origen a distintas respuestas alternativas y/o complementarias
entre si pero que obviamente necesitan de estudios históricos detallados, los cuales en
su mayoría no se han intentado todavía. Algunas de esas respuestas podrían ser que la
mayor parte de las naciones medianas y pequeñas de América Latina había alcanzado
en los años noventa una experiencia de casi treinta años con la integración regional y,
aunque con limitaciones evidentes, algunas de ellas habían conseguido entretejer
intereses y preferencias comunes más allá de sus fronteras nacionales; y para los
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países más grandes de América Latina, asociados a acuerdos de integración poco
profundos, como la ALALC-ALADI, los años ochenta pusieron en entredicho formas de
desarrollo basadas en el mayor tamaño de su superficie, población y recursos naturales,
sobretodo después de la crisis de la deuda externa, obligándolos a buscar opciones de
cooperación regional antes innecesarias. Además, si como plantea North y como parece
corroborar el caso europeo, las instituciones de la integración, no sus órganos políticoadministrativos, se edifican a lo largo del tiempo sobre los cimientos de la conjunción de
intereses y preferencias entre ciertos actores, entre los cuales destacan los empresarios
aunque no sean los únicos, puede aceptarse que se ha generado un entramado de
relaciones de apoyo a la integración en distintos acuerdos. De este entramado y de
estas relaciones podría esperarse el desarrollo de un proceso de profundización – y/o
ampliación – según los casos, similar al europeo.
Pero también una lectura de la integración de los años noventa desde una perspectiva
de lo que ignoramos sobre ella, no sólo desde la perspectiva de North sino en general,
puede expresarse en preguntas que podrían materializarse en problemas a investigar.
Por ejemplo: 1) ¿cómo se explica que el agotamiento de la integración “tradicional” se
había dado antes de que los gobiernos latinoamericanos impulsaran sus famosos
paquetes de reformas estructurales, o sea antes del triunfo del paradigma?; 2) ¿por qué
las formas que asumieron los acuerdos de integración variaron de todas maneras entre
ellos en esa década si el paradigma era el mismo?; 3) ¿por qué aún los países que
luego retrocedieron en sus reformas estructurales siguieron manteniendo nuevas formas
de integración adoptadas en los noventa?
Actualmente asistimos a un proceso histórico en el cual afloran cada vez más demandas
hacia el ámbito de la integración regional. Distintos actores no gubernamentales, no sólo
los empresarios, hacen oir su voz para ser admitidos al proceso pero, lamentablemente,
algunos lo hacen partiendo de esquemas superados, en los cuales los organismos de
administración de la integración eran los actores principales y hacia su participación
formal en los mismos se dirigen muchas de esas demandas. Además se les olvida lo
que señalaba North respecto a que “crear instituciones que alteren el costo-beneficio a
favor de la cooperación en el intercambio impersonal—así como en el intercambio entre
países -- es un proceso complejo”, (North 1994b: 579) porque no sólo implica crear
instituciones económicas para esa cooperación, sino que exige que éstas sean
acompañadas por instituciones de otro tipo que también deberían ser las adecuadas. La
cooperación entre actores económicos, sean éstos individuos, empresas o como en el
caso de la integración regional, países, “es difícil de mantener cuando el juego no se
repite, cuando no hay información acerca de los demás participantes y cuando éstos son
muchos.” Lo mismo puede decirse de los actores no económicos y, de esta manera, a la
explosión de demandas que hoy vemos le seguirá posiblemente una etapa de
incorporación formal, pero sin el proceso de aprendizaje a lo largo del tiempo, mucha de
esa incorporación va a quedarse en el camino.
Mejores posibilidades de supervivencia tiene, sin embargo, una propuesta como la que
acaba de presentarse en MERCOSUR, donde se habla por primera vez de construir algo
semejante a la Unión Europea, con políticas agrícolas comunes y condiciones de
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igualdad de competencia entre sus miembros, así como una eventual moneda única
común o la coordinación de sus políticas cambiarias entre Argentina y Brasil. ¿Por qué
esto es hoy factible? Porque aunque con problemas y debilidades se han construido
algunas instituciones que ya descansan sobre metas y expectativas comunes y porque
la situación de crisis profunda, que afecta a los países miembros del MERCOSUR podría
ocupar el lugar que la amenaza bélica ocupó en los orígenes del caso europeo. En este
sentido podemos señalar que la crisis , por lo menos, ha obligado a una revisión crítica
de la propia identidad nacional, la cual pudiera derivar en la búsqueda de una identidad
regional más amplia y consensuada. En otras palabras, el MERCOSUR nació de una
propuesta política de cooperación apoyada en los procesos de democratización de Brasil
y Argentina en los años ochenta, buscó incorporar luego a los actores empresariales en
los llamados acuerdos sectoriales y se puso en marcha con poca burocracia y mucha
voluntad política. El proceso generó durante casi diez años sus propias demandas de
ensanchamiento y consolidación, por ejemplo de coordinación de las políticas
económicas, las cuales fueron desoidas por los actores gubernamentales y el precio de
esto fue una crisis impensable poco tiempo antes por su magnitud y sus consecuencias
sociales. Relanzar el MERCOSUR avanzando hacia “más integración” se corresponde
tanto con el proceso similar vivido en Europa a fines de los años ochenta como con las
ideas de North sobre cómo se generan cambios en la historia económica. Para él estos
cambios son producto de acción de instituciones -- que pueden ser formales pero casi
siempre son más importantes si son informales -- que generan su propia dinámica a lo
largo del tiempo, mediante un proceso de aprendizaje que se va acumulando hasta que
de alguna manera se manifiesta más en lo formal que en lo informal y es reconocida por
los actores gubernamentales y, por supuesto, por los historiadores también.
Si aplicamos los conceptos de North a la integración regional en América Latina
podemos comprender la alta tasa de fracaso que se observa en los acuerdos
establecidos entre 1960 y 1990 desde una perspectiva alternativa. Asimismo, que los
que han subsistido hasta ahora y tienen mejores opciones de permanecer en el tiempo
son aquellos en que se observa mayor tasa de intercambios económicos pero que
también, como efecto “derrame”, han generado redes de apoyo que van más allá de lo
estrictamente económico.
Para los historiadores, el tema de la integración regional, de la nación, la región y aún de
la frontera dentro de los nuevos procesos, debería encararse con rigurosidad, prestando
atención a los aportes que vienen tanto desde la teoría histórica como de la economía
pero también buscando conocer y analizar los muchos aspectos del desarrollo de esos
conceptos en América Latina que aún ignoramos. Carecemos de una historia de la
socialización de los actores empresariales y sindicales en los distintos acuerdos de
integración pero abundamos en análisis, inclusive bastante repetitivos, de paradigmas
de la integración que las más de las veces nunca se concretaron en esos términos
exactos en ningún acuerdo específico de integración latinoamericano. Ignoramos qué
impacto han tenido, si es que tienen, las redes informales de la llamada “comunidad
epistémica” latinoamericana ya sea sobre la decisión de sus gobiernos de avanzar o
mantener la integración o sobre algún acuerdo de integración regional, o sobre el
concepto mismo de frontera, pero repetimos críticas y análisis de la globalización como
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si todos nuestros fracasos y errores fueran responsabilidad de actores extraregionales y
los latinoamericanos no tuviéramos responsabilidad en ellos.
Para concluir, recordemos a otro Premio Nobel, Joseph Stiglitz, (2002: 225) para quien
el desarrollo es una transformación, un cambio que requiere de tiempo para afirmarse y
que no pasa sólo por decisiones de tipo económico. Para él los países en vías de
desarrollo no se encuentran en esa situación simplemente porque tienen menos capital
que los desarrollados, sino porque su capital humano está restringido por la falta de
conocimiento. Las universidades y sus profesores y estudiantes tienen en estos países
una importancia crucial, casi un deber, de trabajar para crear ese conocimiento pero un
conocimiento útil en el sentido que se base sobre investigaciones sólidas. Deben aspirar
por lo tanto a solventar la brecha en la información – o el problema de la información
imperfecta y la falta de transparencia a que se refiere Stiglitz – y esto no puede hacerse
sino se exploran nuevos caminos teóricos y metodológicos que permitan cubrir las
lagunas de desconocimiento sobre el proceso de integración regional en América Latina.
Hay algunos intentos que van en esta dirección pero debieran ser más y más
consecuentes también, de forma que en futuros congresos de historiadores se pudiera
evaluar lo realizado y pensar en términos de construcción de una propuesta de análisis y
un enfoque teórico de la historia económica con rasgos propios de América Latina.
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REFERENCIAS
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(London: Westview Press)
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Stiglitz, Joseph. 2002. “Teoría de la información imperfecta: implicaciones de la
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Trankholm-Mikkelsen, Jeppe. 1991. “Neo-functionalism: Obstinate or Obsolete? A
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(México: El Colegio de México)
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