¿Qué decimos cuando hablamos de “persona discapacitada”? Apuntes para un debate Estamos transitando el “año europeo de personas discapacitadas”. Evidentemente aplaudimos la idea que haya -al menos- un año donde los discapacitados ocupen una parte de la atención propagandística de los aparatos del estado, a que no haya ninguno. Es también una oportunidad para las asociaciones de discapacitados de desarrollar sus proyectos y reafirmar sus reivindicaciones. Habría que ver si las políticas resignifican la nominación, o las promesas se esfuman entre tinieblas. En todo caso el título nos llama la atención y nos suscita algunas reflexiones. La discapacidad aparece adjetivando el sustantivo persona. Se dice “persona discapacitada” así como “persona sorda”, “persona ciega”, “persona con déficit motor”. Esta nueva forma del discurso –que no es nueva pero si vigente- evita dentifrice a la persona con su discapacidad, la discapacidad es considerada un atributo como tantos otros y se la deja de esta manera en un lugar que bien podría ubicarse exterior al ser o al menos en una cierta región variable, modificable, accidental. En este mismo registro no se habla de discapacitado sino de alguien que tiene una discapacidad. Cuando se dice “persona sorda”, se habla de la imposibilidad de considerar la sordera como un dato que define un manera singular de ser y estar en el mundo. En el espacio de un siglo la nominación para referirse a los sordos varió desde “sordo-mudo”, “sordo”, “hipoacúsico”, “deficiente auditivo” y otras, a lo que es el último grito de las narrativas actuales y políticamente correctas: “persona sorda”. Estamos bordeando aquí un terreno donde se pasa de categorías antropológicas o sociológicas a categorías puramente medicales. Pensamos en el artículo de Bernard Mottez cuyo título habla por sí sólo : « Al obstinarse contra las deficiencias se aumenta en general la discapacidad : el ejemplo de los sordos » 1. Veamos en qué esta remarca me parece fundamental. 1 Bernard Mottez, « A s’obstiner contre les déficiences, on augmente souvent l’handicap : l’exemple des sourds », in Coup d’œil, n°39, Jan.fév.mars 1984, pp.1-20. Si bien la deficiencia y la discapacidad, son parte de una misma realidad, la deficiencia refiere al aspecto físico, la discapacidad a la dimensión social. La deficiencia es mesurable –en el caso de los sordos se mide en decibeles- y la medida es necesaria para ubicar al individuo en una categoría que permita a la organización social planificar sus políticas –otorgamiento de pensiones, jubilaciones, etc-. La medida de la deficiencia reviste un carácter absoluto, técnico y por tanto indiscutido y ubica al sujeto dentro de categorías puramente medicales. En cambio la discapacidad es entendida como -siguiendo a B. Mottez en un concepto que encuentra fácilmente consensus-: « el conjunto de lugares y roles sociales de los cuales un individuo o un grupo de individuos se encuentran excluidos en razón de una deficiencia física »2. Será entonces esta definición social de la discapacidad lo que permitirá poner de relieve la relatividad de la deficiencia en la producción de las condiciones sociales de quien es portador. Una misma deficiencia no conlleva la misma discapacidad segun la representación que de ésta se tenga. Y por tanto los modos de organización social y político harán de la deficiencia una leve discapacidad en ciertas sociedades, o bien la marginación, exclusión e incluso encerramiento en otras. En este sentido la discapacidad es, al contrario que la deficiencia, un producto de la organización social. Pero ¿cúal es el sentido de esta distinción aparte de vislumbrar los compromisos éticos que ella representa? Cuando las sociedades se plantean la cuestión de cómo reducir la discapacidad, dos grandes vías posibles se abren. O bien los esfuerzos se vuelcan hacia la modificación de ciertas formas de organización social que permitan eliminar las barreras de accesibilidad y en este registro se intenta actuar sobre la discapacidad ; o bien los esfuerzos se centran en la disminución de la deficiencia, esperando así reducir la discapacidad. En la primera vía el esfuerzo es del colectivo, es a la comunidad entera que le compete repensar sus políticas y el discapacitado es considerado un ciudadano en todos sus términos, por tanto él 2 Ibidem, p.3. también, participa en las transformaciones sociales. En la segunda vía el esfuerzo recae fundamentalmente en el individuo y en su capacidad de responder positivamente a las técnicas medicales. De su óptimo rendimiento dependerán sus posibilidades de integración social. Aunque el avance de la ciencia permita soñar con la desaparición o al menos la reducción al mínimo de las deficiencias –se dice que los implantes cocleares para los sordos tienden a ello-, no es evidente sin embargo, la reducción de la discapacidad. Muy por el contrario, la obstinación –en términos de Mottez- en la reducción, y/o desaparición de la deficiencia –bien si por definición esto es imposible, se puede aspirar en todo caso a compensar-, deja al individuo confrontado a si mismo y al hecho que el éxito de su integración social dependa del grado de rehabilitación física que sea capaz de alcanzar. Refiriéndonos a los sordos esto se traduciría en : las intervenciones quirúrgicas, las prótesis auditivas y las técnicas de reeducación -término fuertemente ideologizado que nos induce a preguntarnos : ¿qué es lo que se vuelve a educar ? ¿lo que nunca se tuvo ?-, buscan la reducción de la deficiencia auditiva y se empeñan en desmutizar al sordo a través del aprendizaje de la articulacion, la lectura labial, entre otros. Por diversas razones que no vamos a analizar aquí, los sordos mas performantes logran comunicar oralmente sus ideas –y esto con muy buena voluntad de quien escucha para decodificar un mensaje que no siempre es comprensible-, pero al momento de leer sobre los labios de otra persona, es necesario que sea uno y sólo uno que tome la palabra, que se posicione frente a frente, que hayan ciertas condiciones ambientales y físicas como luz de frente al hablante, sin bigotes, sin microfonos delante cuando se trata de una conferencia y otras. Y a pesar de ésto, sólo leen literalmente sobre los labios aproximadamente el 30% de un mensaje emitido en las mejores condiciones. Cualquier persona podría darse cuenta que en estas condiciones, ningún ser humano puede sentirse integrado a su ambiente si debe sobrepasar tantas dificultades para terminar siendo mitad comprendido y no llegar a comprender ni siquiera la mitad. Entonces, cuando se habla de « persona discapacitada », ¿no se está haciendo del adjetivo un atributo que como tal puede ser considerado accidental ? ¿No se hace de la deficiencia el centro de las políticas, las prácticas y las preocupaciones del estado dejando de lado el discapacitado como sujeto, miembro de una comunidad, participe de una organización social responsable junto con él de favorecer su integración social ? ¿En qué lugar queda el ser en su especificidad, en su singularidad, en su diferencia ? Si se privilegia la vía de la reduccióncompensación de la deficiencia esperando así reducir la discapacidad, ¿no se estará negando irremediablemente la singularidad ? Y si se niega la singularidad como una forma de vida, o como una « aventura »3 en palabras de Canguilhem, ¿no se estará atentando lisa y llanamente contra la vida ? Pienso en el caso de los sordos, donde mas de cien años de historia de educación oralista los ha dejado prácticamente fuera del sistema y de la enseñanza terciaria, simplemente porque la escuela no ha sabido cumplir con el objetivo básico de enseñar a sus alumnos a leer y escribir. Por el contrario los centros educativos se han convertido en clínicas de la palabra. Para reducir la deficiencia auditiva, las prácticas medicales y las pedagogías que se derivaron de ellas, tuvieron –y lo siguen teniendo- como único objetivo, el aprendizaje de la palabra oral como solución magica para la integración social, negándole así un lugar a la lengua de señas y a la educación bilingüe. Con esto no han hecho más que aumentar la discapacidad dejándolos fuera de lugares y roles sociales. Volviendo al titulo : « persona discapacitada ». Que se trata de una persona, ¿quién puede discutirlo ? remarca inútil entonces si no estuviera plena de otros sentidos. Sin embargo, si en lugar de considerar la deficiencia como un accidente que afecta un individuo, la consideramos como su existencia misma4 parafraseando a Canguilhem-, éste parece ser el desafío. Por qué no decir entonces « año europeo del discapacitado ». Seguramente el debate estaría centrado en la discapacidad en tanto producción social y no en la deficiencia como marca individual y a « ser corregida »5. Cuestionar las formas políticas y los modelos éticos con los que las comunidades y los estados asumen ese compromiso –políticas asistencialistas, « la prise en charge », la integración 3 Georges Canguilhem, « Le Normal et le Pathologique » (1951), in 1998, p.159. 4 Ibidem, p.159. La connaissance de la vie , Paris, J. Vrin, escolar y otras- abriría un vasto campo de reflexión que trasciende los límites de mi intervención hoy, pero que se basan a mi entender, en una focalización sobre la deficiencia en detrimento del aspecto social. Para terminar quisiera plantear una última inquietud. Lanzarse a la aventura del encuentro con la singularidad implica aceptar el desafío de traspasar fronteras, descubrir otros horizontes, aceptar un mundo poblado de diferencias. ¿No será ésta una forma de sumergirnos en una nueva indiferencia? Y si se trata de nueva entonces… por qué no? Andrea Benvenuto 21 de noviembre de 2003 Paris 8 Vincennes-Saint Denis 5 Bien que el « individuo a corregir » sea una figura que Michel Foucault evoca como específica de los siglos XVII y XVIII, la encontramos aún presente en ciertos discursos reparadores de la sordera. Les anormaux, Cours au Collège de France, 1974-1975, Paris, Gallimard Le Seuil, 1999, p.53.