Platón, República - IES Navarro Villoslada

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Platón, República,
Edit. Gredos, Madrid, 1986, pp. 338-350. Traducción de Conrado Eggers
- Después de eso – proseguí - compara nuestra naturaleza respecto de su educación y de su falta de
educación con una experiencia como ésta. Represéntate hombres en una morada subterránea en forma de
caverna, que tiene la entrada abierta, en toda su extensión, a la luz. En ella están desde niños con las piernas
y el cuello encadenados, de modo que deben permanecer allí y mirar sólo delante de ellos, porque las
cadenas les impiden girar en derredor la cabeza. Más arriba y más lejos se halla la luz de un fuego que brilla
detrás de ellos; y entre el fuego y los prisioneros hay un camino más alto, junto al cual imagínate un tabique
construido de lado a lado, como el biombo que los titiriteros levantan delante del público para mostrar, por
encima del biombo, los muñecos.
- Me lo imagino.
- Imagínate ahora que, del otro lado del tabique, pasan sombras que llevan toda clase de utensilios y
figurillas de hombres y otros animales, hechos en piedra y madera y de diversas clases; y entre los que pasan
unos hablan y otros callan.
- Extraña comparación haces, y extraños son esos prisioneros.
- Pero son como nosotros. Pues en primer lugar, ¿crees que han visto de sí mismos, o unos de los otros,
otra cosa que las sombras proyectadas por el fuego en la parte de la caverna que tienen frente a sí?
- Claro que no, si toda su vida están forzados a no mover las cabezas.
- ¿Y no sucede lo mismo con los objetos que llevan los que pasan del otro lado del tabique?
- Indudablemente.
- Pues entonces, si dialogaran entre sí, ¿no te parece que entenderían estar nombrando a los objetos que
pasan y que ellos ven?.
- Necesariamente.
- Y si la prisión contara con un eco desde la pared que tienen frente a sí, y alguno de los que pasan del
otro lado del tabique hablara, ¿no piensas que creerían que lo que oyen proviene de la sombra que pasa
delante de ellos?
- ¡Por Zeus que sí!
- ¿Y que los prisioneros no tendrían por real otra cosa que las sombras de los objetos artificiales
transportados?
- Es de toda necesidad.
- Examina ahora el caso de una liberación de sus cadenas y de una curación de su ignorancia, qué pasaría
si naturalmente les ocurriese esto: que uno de ellos fuera liberado y forzado a levantarse de repente, volver el
cuello y marchar mirando a la luz y, al hacer todo esto, sufriera y a causa del encandilamiento fuera incapaz
de percibir aquellas cosas cuyas sombras había visto antes. ¿Qué piensas que respondería si se le dijese que
lo que había visto antes eran fruslerías y que ahora, en cambio, está más próximo a lo real, vuelto hacia cosas
más reales y que mira correctamente? Y si se le mostrara cada uno de los objetos que pasan del otro lado del
tabique y se le obligara a contestar preguntas sobre lo que son, ¿no piensas que se sentirá en dificultades y
que considerará que las cosas que antes veía eran más verdaderas que las que se le muestran ahora?
- Mucho más verdaderas.
- Y si se le forzara a mirar hacia la luz misma, ¿no le dolerían los ojos y trataría de eludirla, volviéndose
hacia aquellas cosas que podía percibir, por considerar que éstas son realmente más claras que las que se le
muestran?
- Así es.
- Y si a la fuerza se lo arrastrara por una escarpada y empinada cuesta, sin soltarlo antes de llegar hasta la
luz del sol, ¿no sufriría acaso y se irritaría por ser arrastrado y, tras llegar a la luz, tendría los ojos llenos de
fulgores que le impedirían ver uno solo de los objetos que ahora decimos que son los verdaderos?
- Por cierto, al menos inmediatamente.
- Necesitaría acostumbrarse, para poder llegar a mirar las cosas de arriba. En primer lugar miraría con
mayor facilidad las sombras, y después las figuras de los hombres y de los otros objetos reflejados en el
agua, luego los hombres y los objetos mismos. A continuación contemplaría de noche lo que hay en el cielo
y el cielo mismo, mirando la luz de los astros y la luna más fácilmente que, durante el día, el sol y la luz del
sol.
- Sin duda.
- Finalmente, pienso, podría percibir el sol, no ya en imágenes en el agua o en otros lugares que le son
extraños, sino contemplarlo cómo es en sí y por sí, en su propio ámbito.
- Necesariamente.
Después de lo cual concluiría, con respecto al sol, que es lo que produce las estaciones y los años y que
gobierna todo en el ámbito visible y que de algún modo es causa de las cosas que ellos habían visto.
- Es evidente que, después de todo esto, arribaría a tales conclusiones.
- Y si se acordara de su primera morada, del tipo de sabiduría existente allí y de sus entonces compañeros
de cautiverio, ¿no piensas que se sentiría feliz del cambio y que los compadecería?
- Por cierto.
- Respecto de los honores y elogios que se tributaban unos a otros, y de las recompensas para aquel que
con mayor agudeza divisara las sombras de los objetos que pasaban detrás del tabique, y para el que mejor se
acordase de cuáles habían desfilado habitualmente antes y cuáles después, y para aquel de ellos que fuese
capaz de adivinar lo que iba a pasar, ¿te parece que estaría deseoso de todo eso y que envidiaría a los más
honrados y poderosos entre aquéllos? ¿O más bien no le pasaría como al Aquiles de Homero, y «preferiría
ser un labrador que fuera siervo de un hombre pobre» o soportar cualquier otra cosa, antes que volver a su
anterior modo de opinar y a aquella vida?
- Así creo también yo, que padecería cualquier cosa antes que soportar aquella vida.
- Piensa ahora esto: si descendiera nuevamente y ocupara su propio asiento, ¿no tendría ofuscados los
ojos por las tinieblas, al llegar repentinamente del sol?
- Sin duda.
- Y si tuviera que discriminar de nuevo aquellas sombras, en ardua competencia con aquellos que han
conservado en todo momento las cadenas, y viera confusamente hasta que sus ojos se reacomodaran a ese
estado y se acostumbraran en un tiempo nada breve, ¿no se expondría al ridículo y a que se dijera de él que,
por haber subido hasta lo alto, se había estropeado los ojos, y que ni siquiera valdría la pena intentar marchar
hacia arriba? Y si intentase desatarlos y conducirlos hacia la luz, ¿no lo matarían, si pudieran tenerlo en sus
manos y matarlo?
- Seguramente.
- Pues bien, querido Glaucón, debemos aplicar íntegra esta alegoría a lo que anteriormente ha sido dicho,
comparando la región que se manifiesta por medio de la vista con la morada - prisión, y la luz del fuego que
hay en ella con el poder del sol; compara, por otro lado, el ascenso y contemplación de las cosas de arriba
con el camino del alma hacia el ámbito inteligible, y no te equivocarás en cuanto a lo que estoy esperando, y
que es lo que deseas oír. Dios sabe si esto es realmente cierto; en todo caso, lo que a mí me parece es que lo
que dentro de lo cognoscible se ve al final, y con dificultad, es la Idea del Bien. Una vez percibida, ha de
concluirse que es la causa de todas las cosas rectas y bellas, que en el ámbito visible ha engendrado la luz y
al señor de ésta, y que en el ámbito inteligible es señora y productora de la verdad y de la inteligencia, y que
es necesario tenerla en vista para poder obrar con sabiduría tanto en lo privado como en lo público.
Aristóteles, Moral a Nicómaco,
Edit. Espasa Calpe, Madrid, 1996, págs. 73-78. Traducción de Patricio de Azcárate)
Pero quizá, aun conviniendo con nosotros en que la felicidad es, sin contradicción, el mayor de los
bienes, el bien supremo, habrá quien desee conocer mejor su naturaleza.
El medio más seguro de alcanzar esta completa noción es saber cuál es la obra propia del hombre.
Así como para el músico, para el estatuario, para todo artista y, en general, para todos los que producen
alguna obra y funcionan de una manera cualquiera, el bien y la perfección están, al parecer, en la obra
especial que realizan; en igual forma, el hombre debe encontrar el bien en su obra propia, si es que hay una
obra especial que el hombre deba realizar. Y si el albañil, el zapatero, etc., tienen una obra especial y actos
propios que ejecutar, ¿será posible que el hombre sólo no los tenga? ¿Estará condenado por la naturaleza a la
inacción? O más bien, así como el ojo, la mano, el pie y, en general, toda parte del cuerpo llenan
evidentemente una función especial, ¿debemos creer que el hombre, independientemente de todas estas
diversas funciones, tiene una que le sea propia? ¿Pero cuál puede ser esta función característica? Vivir es una
función común al hombre y a las plantas, y aquí sólo se busca lo que es exclusivamente especial al hombre;
siendo preciso, por tanto, poner aparte la vida de nutrición y de desenvolvimiento. En seguida viene la vida
de la sensibilidad; pero ésta, a su vez, se muestra igualmente en otros seres, el caballo, el buey y, en general,
en todo animal, lo mismo que el hombre. Resta, pues, la vida activa del ser dotado de razón. Pero en este ser
debe distinguirse la parte que no hace más que obedecer a la razón y la parte que posee directamente la razón
y se sirve de ella para pensar. Además, como esta misma facultad de la razón puede comprenderse en un
doble sentido, es preciso fijarse en que de lo que se trata, sobre todo, es de la facultad en acción, la cual
merece más particularmente el nombre que llevan ambas. Y así, lo propio del hombre será el acto del alma
conforme a la razón o, por lo menos, el acto del alma que no puede realizarse sin la razón. Por otra parte,
cuando decimos que tal función es genéricamente la de tal ser, entendemos que es también la función del
mismo ser completamente desarrollado, así como la obra del músico se confunde igualmente con la obra del
buen músico. De igual modo en todos los casos, sin excepción, se añade siempre a la idea simple de la obra
la idea de la perfección suprema que esta obra puede alcanzar; por ejemplo, si la obra del músico consiste en
componer música, la obra del buen músico consistirá en componerla buena. Si todo esto es exacto, podemos
admitir que la obra propia del hombre, en general, es una vida de cierto género, y que esta vida particular es
la actividad del alma y una continuidad de acciones a que acompaña la razón; y podemos admitir que en el
hombre bien desarrollado todas estas funciones se realizan bien y regularmente. Pero el bien, la perfección
para cada cosa, varía según la virtud especial de esta cosa. Por consiguiente, el bien propio del hombre es la
actividad del alma dirigida por la virtud; y si hay muchas virtudes, dirigida por la más alta y la más perfecta
de todas. Añádase también que estas condiciones deben ser realizadas durante una vida entera y completa,
porque una sola golondrina no hace verano, como no lo hace un solo día hermoso, y no puede decirse
tampoco que un solo día de felicidad, ni aun una temporada, baste para hacer a un hombre dichoso y
afortunado.
Tomás de Aquino, Suma Teológica 1 q.1 a.l y a.8,
Edit. BAC, Madrid, 1962
Artículo 1. Si es necesario que haya una doctrina distinta de las ciencias filosóficas.
Dificultades. No parece necesario, que exista una doctrina distinta de las ciencias filosóficas.
1. El hombre no debe empeñarse en alcanzar lo que está por encima de su entendimiento, como dice
en el Eclesiástico: No busques lo que está por encima de ti. Pero lo asequible a la razón, se enseña
suficientemente en las disciplinas filosóficas, y, por consiguiente, parece superfluo que, aparte de éstas, haya
otra doctrina. (...)
Respuesta. Fue necesario para la salvación del género humano que, aparte de las disciplinas
filosóficas, campo de investigación de la razón humana, hubiese alguna doctrina fundada en la revelación
divina. En primer lugar, porque el hombre está ordenado a Dios como a un fin que excede la capacidad de
comprensión de nuestro entendimiento, como se dice en Isaías: «Fuera de ti, ¡oh Dios!, no vio el ojo lo que
preparaste para los que te aman.» Ahora bien, los hombres que han de ordenar sus actos e intenciones a un
fin deben conocerlo. Por tanto, para salvarse necesitó el hombre que se le diesen a conocer por revelación
divina algunas verdades que exceden la capacidad de la razón humana.
Más aún, fue también necesario que el hombre fuese instruido por revelación divina sobre las
mismas verdades que la razón humana puede descubrir acerca de Dios, porque las verdades acerca de Dios
investigadas por la razón humana llegarían a los hombres por intermedio de pocos, tras de mucho tiempo y
mezcladas con muchos errores, y, sin embargo, de su conocimiento depende que el hombre se salve, y su
salvación está en Dios. Luego para que con más prontitud y seguridad llegase la salvación a los hombres, fue
necesario que acerca de lo divino se les instruyese por revelación divina.
Por consiguiente, fue necesario que, aparte de las disciplinas filosóficas, en cuya investigación se
ejercita el entendimiento, hubiese una doctrina sagrada conocida por revelación. (...)
Artículo 8. Si esta doctrina emplea argumentos.
Respuesta. Así como las otras ciencias no argumentan para demostrar sus principios, sino que,
basadas en ellos, discurren para demostrar otras verdades que hay en ellas, así tampoco ésta emplea
argumentos para demostrar los suyos, que son los artículos de fe, sino que, partiendo de ellos, procede a
demostrar otras cosas, como lo hace el Apóstol, el cual, apoyado en la resurrección de Cristo, discurre para
probar la resurrección de todos nosotros.
Pero adviértase que, en las ciencias filosóficas, las inferiores no sólo no prueban sus principios, sino
que tampoco discuten con quienes los niegan dejando esto a cargo de otra ciencia superior: y, en cambio, la
suprema entre ellas, la metafísica, mantiene controversia con el que niega sus principios, siempre que el
adversario admita algo, puesto que, si nada admite, no queda medio de discutir con él; no obstante lo cual, se
pueden resolver sus objeciones. Así, pues, como la ciencia sagrada no tiene superior a ella, discute también
con quienes niegan sus principios; y si el adversario admite algo de la divina revelación, lo hace
argumentando; y por eso empleamos la autoridad de la sagrada doctrina para argüir contra los herejes y
utilizamos un artículo de la fe contra los que niegan otro. Claro está que, si el adversario no cree cosa alguna
de lo revelado por Dios, no quedan medios para hacerle ver con razones los artículos de fe; pero si los hay
para resolver sus objeciones en caso de que las ponga porque, asentada como está la fe en la verdad infalible
y siendo imposible demostrar lo que es opuesto a la verdad, es evidente que las pruebas aducidas contra lo
que es de fe no son demostraciones, sino argumentos que tienen solución.
Soluciones 1. Si bien los razonamientos del ingenio humano no alcanzan a demostrar las verdades de
fe, sin embargo, de los artículos revelados deduce esta doctrina otras verdades, según hemos dicho.
Lo que mejor cuadra a esta doctrina es argüir por vía de autoridad, debido a que, como sus principios
se toman de la revelación, es necesario creer en la autoridad de aquellos a quienes la revelación se hizo. Mas
no por esto sufre menoscabo su autoridad, porque, si bien el argumento apoyado en una autoridad que tiene
por base la razón humana es debilísimo, es eficacísimo el que se apoya en una autoridad fundada en la
revelación divina.
Y, sin embargo, la doctrina sagrada utiliza también la razón humana, no ciertamente para demostrar
el dogma, lo cual suprimiría el mérito de la fe, sino para esclarecer otras cosas que esta ciencia enseña; pues
como la gracia no anula la naturaleza. sino que la perfecciona, conviene que la razón natural esté al servicio
de la fe, lo mismo que la natural inclinación de la voluntad sirve a la caridad; y por esto dice el Apóstol:
«Reduciendo a cautividad todo pensamiento en obsequio de Cristo»; y de aquí viene que la doctrina sagrada
utilice también la autoridad de los filósofos en lo que por natural esfuerzo alcanzaron de la verdad; y así San
Pablo cita esta frase de Arato: «Como dijeron algunos de vuestros poetas, somos raza divina.»
Adviértase, sin embargo, que la doctrina sagrada utiliza estas autoridades como argumentos extraños
y probables: las de las Escrituras, como argumentos propios y decisivos, y las de los otros doctores de la
Iglesia como argumentos propios, pero sólo probables; pues nuestra fe se apoya en la revelación hecha a los
apóstoles y profetas que escribieron los libros canónicos, y no en revelaciones que hayan podido hacerse a
otros doctores. Por eso dice San Agustín: “Sólo a los libros de la Escritura llamados canónicos aprendí yo a
conceder la prerrogativa de creer firmísimamente que ninguno de sus autores erró en lo que escribió. Los
otros libros los leo con tal disposición, que, sea cual fuere la ciencia y la autoridad de sus autores, no por ello
me muevo a tener por cierto lo que ellos pensaron o escribieron”.
Descartes, Meditaciones Metafísicas, comienzo de la segunda meditación,
Edit. Alfaguara, Madrid, 1977, págs. 23-26
Mi meditación de ayer ha llenado mi espíritu de tantas dudas, que ya no está en mi mano olvidarlas.
Y, sin embargo, no veo en qué manera podré resolverlas; y, como si de repente hubiera caído en aguas muy
profundas, tan turbado me hallo que ni puedo apoyar mis pies en el fondo ni nadar para sostenerme en la
superficie. Haré un esfuerzo, pese a todo, y tomaré de nuevo la misma vía que ayer, alejándome de todo
aquello en que pueda imaginar la más mínima duda, del mismo modo que si supiera que es completamente
falso; y seguiré siempre por ese camino, hasta haber encontrado algo cierto, o al menos, si otra cosa no
puedo, hasta saber de cierto que nada cierto hay en el mundo.
Arquímedes, para trasladar la tierra de lugar, sólo pedía un punto de apoyo firme e inmóvil; así yo
también tendré derecho a concebir grandes esperanzas, si por ventura hallo tan sólo una cosa que sea cierta e
indubitable.
Así, pues, supongo que todo lo que veo es falso; estoy persuadido de que nada de cuanto mi mendaz
memoria me representa ha existido jamás; pienso que carezco de sentidos; creo que cuerpo, figura,
extensión, movimiento, lugar, no son sino quimeras de mi espíritu. ¿Qué podré, entonces, tener por
verdadero? Acaso esto solo: que nada cierto hay en el mundo.
Pero ¿qué sé yo si no habrá otra cosa, distinta de las que acabo de reputar inciertas, y que sea
absolutamente indudable? ¿No habrá un Dios, o algún otro poder, que me ponga en el espíritu estos
pensamientos? Ello no es necesario: tal vez soy capaz de producirlos por mí mismo. Y yo mismo, al menos,
¿no soy algo? Ya he negado que yo tenga sentidos ni cuerpo. Con todo, titubeo, pues ¿qué se sigue de eso?
¿Soy tan dependiente del cuerpo y de los sentidos que, sin ellos, no puedo ser? Ya estoy persuadido de que
nada hay en el mundo; ni cielo, ni tierra, ni espíritus, ni cuerpos, ¿y no estoy asimismo persuadido de que yo
tampoco existo? Pues no: si yo estoy persuadido de algo, o meramente si pienso algo, es porque yo soy.
Cierto que hay no sé qué engañador todopoderoso y astutísimo, que emplea toda su industria en burlarme.
Pero entonces no cabe duda de que, si me engaña, es que yo soy; y, engáñeme cuanto quiera, nunca podrá
hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo. De manera que, tras pensarlo bien y
examinado todo cuidadosamente, resulta que es preciso concluir y dar como cosa cierta que esta proposición:
yo soy, yo existo, es necesariamente verdadera, cuantas veces la pronuncio o la concibo en mi espíritu.
Ahora bien: ya sé con certeza que soy, pero aún no sé con claridad qué soy; de suerte que, en
adelante, preciso del mayor cuidado para no confundir imprudentemente otra cosa conmigo, y así no
enturbiar ese conocimiento, que sostengo ser más cierto y evidente que todos los que he tenido antes.
Por ello, examinaré de nuevo lo que yo creía ser, antes de incidir en estos pensamientos, y quitaré de
mis antiguas opiniones todo lo que puede combatirse mediante las razones que acabo de alegar, de suerte que
no quede nada más que lo enteramente indudable. Así, pues, ¿qué es lo que antes yo creía ser? Un hombre,
sin duda. Pero ¿qué es un hombre? ¿Diré, acaso, que un animal racional? No por cierto: pues habría luego
que averiguar qué es animal y qué es racional, y así una única cuestión nos llevaría insensiblemente a
infinidad de otras cuestiones más difíciles y embarazosas, y no quisiera malgastar en tales sutilezas el poco
tiempo y ocio que me restan. Entonces, me detendré aquí a considerar más bien los pensamientos que antes
nacían espontáneos en mi espíritu, inspirados por mi sola naturaleza, cuando me aplicaba a considerar mi ser.
Me fijaba, primero, en que yo tenía un rostro, manos, brazos, y toda esa máquina de huesos y carne, tal y
como aparece en un cadáver, a la que designaba con el nombre de cuerpo. Tras eso, reparaba en que me
nutría, y andaba, y sentía, y pensaba, y refería todas esas acciones al alma; pero no me paraba a pensar en
qué era ese alma, o bien, si lo hacía, imaginaba que era algo extremadamente raro y sutil, como un viento,
una llama o un delicado éter, difundido por mis otras partes más groseras. En lo tocante al cuerpo, no dudaba
en absoluto de su naturaleza, pues pensaba conocerla muy distintamente, y, de querer explicarla según las
nociones que entonces tenía, la hubiera descrito así: entiendo por cuerpo todo aquello que puede estar
delimitado por una figura, estar situado en un lugar y llenar un espacio de suerte que todo otro cuerpo quede
excluido; todo aquello que puede ser sentido por el tacto, la vista, el oído, el gusto, o el olfato; que puede
moverse de distintos modos, no por sí mismo, sino por alguna otra cosa que lo toca y cuya impresión recibe;
pues no creía yo que fuera atribuible a la naturaleza corpórea la potencia de moverse, sentir y pensar: al
contrario, me asombraba al ver que tales facultades se hallaban en algunos cuerpos.
Pues bien, ¿qué soy yo, ahora que supongo haber alguien extremadamente poderoso y, si es lícito
decido así, maligno y astuto, que emplea todas sus fuerzas e industria en engañarme? ¿Acaso puedo estar
seguro de poseer el más mínimo de esos atributos que acabo de referir a la naturaleza corpórea? Me paro a
pensar en ello con atención, paso revista una y otra vez, en mi espíritu, a esas cosas, y no hallo ninguna de la
que pueda decir que está en mí. No es necesario que me entretenga en recontarlas. Pasemos, pues, a los
atributos del alma, y veamos si hay alguno que esté en mí. Los primeros son nutrirme y andar; pero, si es
cierto que no tengo cuerpo, es cierto entonces también que no puedo andar ni nutrirme. Un tercero es sentir:
pero no puede uno sentir sin cuerpo, aparte de que yo he creído sentir en sueños muchas cosas y, al despertar,
me he dado cuenta de que no las había sentido realmente. Un cuarto es pensar: y aquí sí hallo que el
pensamiento es un atributo que me pertenece, siendo el único que no puede separarse de mí. Yo soy, yo
existo; eso es cierto, pero ¿cuánto tiempo? Todo el tiempo que estoy pensando: pues quizá ocurriese que, si
yo cesara de pensar, cesaría al mismo tiempo de existir. No admito ahora nada que no sea necesariamente
verdadero: así, pues, hablando con precisión, no soy más que una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un
entendimiento o una razón, términos cuyo significado me era antes desconocido. Soy, entonces, una cosa
verdadera, y verdaderamente existente. Mas ¿qué cosa? Ya lo he dicho: una cosa que piensa. ¿Y qué más?
Excitaré aún mi imaginación, a fin de averiguar si no soy algo más. No soy esta reunión de miembros
llamada cuerpo humano; no soy un aire sutil y penetrante, difundido por todos esos miembros; no soy un
viento, un soplo, un vapor, ni nada de cuanto pueda fingir e imaginar, puesto que ya he dicho que todo eso no
era nada. Y, sin modificar ese supuesto, hallo que no dejo de estar cierto de que soy algo.
Hume, Tratado de la naturaleza humana,
Edit. Orbis, Madrid , 1981, Libro III, parte I, s. I, pp. 688-690; y parte II, pp. 691-694)
---------Las distinciones morales se derivan de un sentimiento moral. El curso de la argumentación nos lleva
de este modo a concluir que, dado que el vicio y la virtud no pueden ser descubiertos simplemente por la
razón o comparación de ideas, sólo mediante alguna impresión o sentimiento que produzcan en nosotros
podremos señalar la diferencia entre ambos. Nuestras decisiones sobre la rectitud o depravación morales son
evidentemente percepciones; y como todas nuestras percepciones, sean impresiones, o ideas, la exclusión de
las unas constituye un convincente argumento en favor de las otras. La moralidad es, pues, más propiamente
sentida que juzgada, a pesar de que esta sensación o sentimiento sea por lo común tan débil y suave que nos
inclinemos a confundirla con una idea, de acuerdo con nuestra costumbre de considerar a todas las cosas que
tengan una estrecha semejanza entre sí como si fueran la misma cosa.
El problema siguiente es: ¿de qué naturaleza son estas impresiones y de qué modo actúan sobre
nosotros? No nos es posible tener dudas a este respecto por mucho tiempo. Es preciso reconocer, en efecto,
que la impresión surgida de la virtud es algo agradable, y que la procedente del vicio es desagradable. La
experiencia de cada momento nos convence de ello. No existe espectáculo tan hermoso como el de una
acción noble y generosa, ni otro que nos cause mayor repugnancia que el de una acción cruel y desleal. No
hay placer comparable a la satisfacción que nos proporciona la compañía de aquellos a quienes amamos y
apreciamos, de igual modo que no hay tampoco mayor castigo que el verse obligado a vivir con quienes
odiamos o despreciamos. Una buena comedia o novela puede ofrecernos ejemplos de este placer
proporcionado por la virtud, igual que del dolor producido por el vicio.
Ahora bien, dado que las impresiones distintivas del bien o el mal morales no consisten sino en un
particular dolor o placer, se sigue que, en todas las investigaciones referentes a esas distinciones morales,
bastará mostrar los principios que nos hacen sentir satisfacción o desagrado al contemplar un determinado
carácter, para tener una razón convincente por la que considerar ese carácter como elogiable o censurable.
¿Por qué será virtuosa o viciosa una acción, sentimiento o carácter, sino porque su examen produce un
determinado placer o malestar? Por consiguiente, al dar una razón de este placer o malestar explicamos
suficientemente el vicio o la virtud. Tener el sentimiento de la virtud no consiste sino en sentir una
satisfacción determinada al contemplar un carácter. Es el sentimiento mismo lo que constituye nuestra
alabanza o admiración. No vamos más allá ni nos preguntamos por la causa de la satisfacción. No inferimos
la virtud de un carácter porque éste resulte agradable; por el contrario, es al sentir que agrada de un modo
peculiar cuando sentimos de hecho que es virtuoso. Sucede en este caso lo mismo que en nuestros juicios
relativos a toda clase de gustos, sensaciones y belleza. Nuestra aprobación se halla implícita en el placer
inmediato que nos proporcionan.
Kant, Crítica de la Razón Pura.
Edit. Losada S.A., Buenos Aires, 1960, págs. 147-148, 191-192 Y 201-202
Introducción, de la distinción entre el conocimiento puro del empírico.
No se puede dudar que todos nuestros conocimientos comienzan con la experiencia, porque, en
efecto, ¿cómo habría de ejercitarse la facultad de conocer, si no fuera por los objetos que, excitando nuestros
sentidos de una parte, producen por sí mismos representaciones, y de otra, impulsan nuestra inteligencia a
compararlas entre sí, enlazarlas o separarlas, y de esta suerte componer la materia informe de las impresiones
sensibles para formar ese conocimiento de las cosas que se llama experiencia? En el tiempo, pues, ninguno
de nuestros conocimientos precede a la experiencia, y todos comienzan en ella.
Pero si es verdad que todos nuestros conocimientos comienzan con la experiencia, todos, sin
embargo, no proceden de ella, pues bien podría suceder que nuestro conocimiento empírico fuera una
composición de lo que recibimos por las impresiones y de lo que aplicamos por nuestra propia facultad de
conocer (simplemente excitada por la impresión sensible), y que no podamos distinguir este hecho hasta que
una larga práctica nos habilite para separar esos dos elementos.
Es, por tanto, a lo menos, una de las primeras y más necesarias cuestiones, y que no puede resolverse
a la simple vista, la de saber si hay algún conocimiento independiente de la experiencia y también de toda
impresión sensible. Llámase a este conocimiento a priori, y distínguese del empírico en que las fuentes del
último son a posteriori, .es decir, que las tiene en la experiencia.
( ... )
Estética transcendental, sección 2", parágrafo 8, Observaciones generales sobre la estética general.
Con el fin de evitar errores y malas interpretaciones en este asunto, debemos explicar claramente
nuestra opinión sobre la naturaleza fundamental del conocimiento sensible en general.
Hemos querido probar que todas nuestras intuiciones son sólo representaciones de fenómenos, que
no percibimos las cosas como son en sí mismas, ni son sus relaciones tal como se nos presentan, y que si
suprimiéramos nuestro sujeto, o simplemente la constitución subjetiva de nuestros sentidos en general,
desaparecerían también toda propiedad, toda relación de los objetos en Espacio y Tiempo, y aun también el
Espacio y el Tiempo, porque todo esto, como fenómeno no puede existir, en sí, sino solamente en nosotros.
Es para nosotros absolutamente desconocido cuál pueda ser la naturaleza de las cosas en sí, independientes
de toda receptividad de nuestra sensibilidad. No conocemos de ello más que la manera que tenemos de
percibirlos, manera que nos es peculiar, pero que tampoco debe ser necesariamente la de todo ser, aunque sea
la de todos los hombres ( ... )
Lógica transcendental. Introducción, idea de una lógica transcendental, I De la lógica en general.
Si llamamos sensibilidad a la capacidad que tiene nuestro espíritu de recibir representaciones
(receptividad) en tanto que es afectado de una manera cualquiera, por el contrario, se llamará Entendimiento,
la facultad que tenemos de producir nosotros mismos representaciones o la espontaneidad del conocimiento.
Por la índole de nuestra naturaleza, la intuición no puede ser más que sensible, de tal suerte, que sólo
contiene la manera como somos afectados por los objetos. El Entendimiento, al contrario, es la facultad de
pensar el objeto de la intuición sensible. Ninguna de estas propiedades es preferible a la otra. Sin
sensibilidad, no nos serían dados los objetos, y sin el entendimiento, ninguno sería pensado. Pensamientos
sin contenido, son vacíos; intuiciones sin concepto, son ciegas. ( ... )
Marx: Contribución a la crítica de la economía política,
Alberto Corazón Editor, Madrid, 1970, pp. 37-38. Traducción de J. Merino
El resultado general a que llegué y que, una vez obtenido, me sirvió de guía para mis estudios puede
formularse brevemente de este modo: en la producción social de su existencia, los hombres entran en
relaciones determinadas, necesarias, independientes de su voluntad; estas relaciones de producción
corresponden a un grado determinado de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de
estas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real, sobre la cual
se eleva una superestructura jurídica y política y a la que corresponden formas sociales determinadas de
conciencia. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de vida social, política e
intelectual en general. No es la conciencia de los hombres la que determina la realidad; por el contrario, la
realidad social es la que determina su conciencia. Durante el curso de su desarrollo, las fuerzas productoras
de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes, o, lo cual no es más que
su expresión jurídica, con las relaciones de propiedad en cuyo interior se habían movido hasta entonces. De
formas de desarrollo de las fuerzas productivas que eran, estas relaciones se convierten en trabas de estas
fuerzas. Entonces se abre una era de revolución social. El cambio que se ha producido en la base económica
trastorna más o menos lenta O rápidamente toda la colosal superestructura. Al considerar tales trastornos
importa siempre distinguir entre el trastorno material de las condiciones económicas de producción -que se
debe comprobar fielmente con ayuda de las ciencias físicas y naturales- y las formas jurídicas, políticas,
religiosas, artísticas o filosóficas; en una palabra, las formas ideológicas, bajo las cuales los hombres
adquieren conciencia de este conflicto y lo resuelven. Así como no se juzga a un individuo por la idea que él
tenga de si mismo, tampoco se puede juzgar tal época de trastorno por la conciencia de si misma; es preciso,
por el contrario, explicar esta conciencia por las contradicciones de la vida material, por el conflicto que
existe entre las fuerzas productoras sociales y las relaciones de producción. Una sociedad no desaparece
nunca antes de que sean desarrolladas todas las fuerzas productoras que pueda contener, y las relaciones de
producción nuevas y superiores no se sustituyen jamás en ella antes de que las condiciones materiales de
existencia de esas relaciones hayan sido incubadas en el seno mismo de la vieja sociedad. Por eso la
humanidad no se propone nunca más que los problemas que puede resolver, pues, mirando de más cerca, se
verá siempre que el problema mismo no se presenta más que cuando las condiciones materiales para
resolverlo existen o se encuentran en estado de existir. Esbozados a grandes rasgos, los modos de producción
asiáticos, antiguos, feudales y burgueses modernos pueden ser designados como otras tantas épocas
progresivas de la formación social económica. Las relaciones burguesas de producción son la última forma
antagónica del proceso de producción social, no en el sentido de un antagonismo individual, sino en el de un
antagonismo que nace de las condiciones sociales de existencia de los individuos; las fuerzas productoras
que se desarrollan en el seno de la sociedad burguesa crean al mismo tiempo las condiciones materiales para
resolver este antagonismo. Con esta formación social termina, pues, la prehistoria de la sociedad humana.
Nietzsche, Así habló Zarathustra,
Alianza Editorial, Madrid, XVa edición, (traducción de Sánchez Pascual).
De las tres transformaciones
Tres transformaciones del espíritu os menciono: cómo el espíritu se convierte en camello, y el
camello en león, y el león, por fin, en niño.
Hay muchas cosas pesadas para el espíritu, para el espíritu fuerte, paciente, en el que habita la
veneración: su fortaleza demanda cosas pesadas, e incluso las más pesadas de todas. ¿Qué es pesado? así
pregunta el espíritu paciente, y se arrodilla, igual que el camello, y quiere que se le cargue bien.
¿Qué es lo más pesado, héroes? así pregunta el espíritu paciente, para que yo cargue con ello y mi
fortaleza se regocije.
¿Acaso no es: humillarse para hacer daño a la propia soberbia? ¿Hacer brillar la propia tontería para
burlarse de la propia sabiduría?
¿O acaso es: apartamos de nuestra causa cuando ella celebra su victoria? ¿Subir a altas montañas
para tentar al tentador?
¿O acaso es: alimentarse de las bellotas y de la hierba del conocimiento y sufrir hambre en el alma
por amor a la verdad?
¿O acaso es: estar enfermo y enviar a paseo a los consoladores, y hacer amistad con sordos, que
nunca oyen lo que tú quieres?
¿O acaso es: sumergirse en agua sucia cuando ella es el agua de la verdad, y no apartar de sí las frías
ranas y los calientes sapos?
¿O acaso es: amar a quienes nos desprecian y tender la mano al fantasma cuando quiere causarnos
miedo? Con todas estas cosas, las más pesadas de todas, carga el espíritu paciente: semejante al camello que
corre al desierto con su carga, así corre él a su desierto. Pero en lo más solitario del desierto tiene lugar la
segunda transformación: en león se transforma aquí el espíritu, quiere conquistar su libertad como se
conquista una presa, y ser señor en su propio desierto.
Aquí busca a su último señor: quiere convertirse en enemigo de él y de su último dios, con el gran
dragón quiere pelear para conseguir la victoria.
¿Quién es el gran dragón, al que el espíritu no quiere seguir llamando señor ni dios? «Tú debes» se
llama el gran dragón. Pero el espíritu del león dice «yo quiero». «Tú debes» le cierra el paso, brilla como el
oro, es un animal escamoso, y en cada una de sus escamas brilla áureamente el «¡Tú debes! »
Valores milenarios brillan en esas escamas, y el más poderoso de todos los dragones habla así:
«todos los valores de las cosas — brillan en mí».
«Todos los valores han sido ya creados, y yo soy — todos los valores creados. ¡En verdad, no debe
seguir habiendo ningún 'Yo quiero!'». Así habla el dragón.
Hermanos míos, ¿para qué se precisa que haya el león en el espíritu? ¿Por qué no basta la bestia de
carga, que renuncia a todo y es respetuosa?
Crear valores nuevos — tampoco el león es aún capaz de hacerlo: mas crearse libertad para un nuevo
crear - eso sí es capaz de hacerlo el poder del león.
Crearse libertad y un no santo incluso frente al deber: para ello, hermanos míos, es preciso el león.
Tomarse el derecho de nuevos valores — ése es el tomar más horrible para un espíritu paciente y
respetuoso. En verdad, eso es para él robar, y cosa propia de un animal de rapiña.
En otro tiempo el espíritu amó el «tú debes» como su cosa más santa: ahora tiene que encontrar
ilusión y capricho incluso en lo más santo, de modo que robe el quedar libre de su amor: para ese robo se
precisa el león.
Pero decidme, hermanos míos, ¿qué es capaz de hacer el niño que ni siquiera el león ha podido
hacerla? ¿Por qué el león rapaz tiene que convertirse todavía en niño?
Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma,
un primer movimiento, un santo decir sí.
Sí, hermanos míos, para el juego del crear se precisa un santo decir sí: el espíritu quiere ahora su
voluntad, el retirado del mundo conquista ahora su mundo.
Tres transformaciones del espíritu os he mencionado: cómo el espíritu se convirtió en camello, y el
camello en león, y el león, por fin, en niño.
Así habló Zaratustra. Y entonces residía en la ciudad que es llamada: La Vaca Multicolor.
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