Cuaderno N°. 2 - Tribunal Electoral del Poder Judicial de la

Anuncio
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
2
Democracia
y conflicto
Alfonso Zárate Flores
321.8
Z329d
Zárate Flores, Alfonso
Democracia y conflicto / Alfonso Zárate Flores.—
México : Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación,
2002.
68 p.— (Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral ; 2)
ISBN: 970-671-138-4
1. Democracia. 2. Conflicto político. 3. Filosofía política.
4. Liberalismo.
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
2
Democracia
y conflicto
Alfonso Zárate Flores
D.R. © Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.
Diseño de portada e interiores: Lic. Ma. del Carmen Cinta de María y Campos.
Formación, impresión y distribución: Coordinación de Documentación y Apoyo
Técnico y Secretaría Administrativa. Carlota Armero No. 5000, Edif. “C” y “B”,
Colonia CTM Culhuacán, Delegación Coyoacán, México, D.F., C.P. 04480,
tel. 5728-2300.
Las opiniones expresadas en los artículos publicados en este cuaderno son
responsabilidad exclusiva del autor.
Impreso en México
ISBN: 970-671-138-4
Indice
Pág.
Presentación
1. La democracia realmente existente
5
10
La “democracia griega”
14
Platón: áristos contra demos
18
Agonismo democrático
22
Pedagogía democrática
23
2. Democracia moderna
El retorno del conflicto
28
32
Maquiavelo: la libertad como conflicto
33
Hobbes: la racionalidad del conflicto
35
Democracia liberal
a. Representación: la frontera del demos
39
40
b. Gobierno de mayoría: ¿cantidad o calidad?
44
c. Fracciones e intereses: la pluralidad democrática
48
d. El costo de la democracia: conflicto y disenso
50
Conclusión
53
Bibliografía
62
Presentación
La justicia electoral en México es actualmente un concepto fundamental en el desarrollo democrático de nuestro país. Dentro
de un contexto político y social, en el que los comicios electorales se tornan cada vez más competitivos, el fortalecimiento
de las instituciones ha contribuido a acrecentar el carácter independiente e imparcial de la justicia electoral.
En una época, en donde la modernización política está
vinculada directamente con procesos democráticos cada vez
más incluyentes, en los que concurren las diversas fuerzas que
reflejan la pluralidad política de nuestra nación, la responsabilidad de las instituciones de difundir obras especializadas en
materia electoral, se vuelve un instrumento de gran importancia para el fortalecimiento de la cultura política en nuestro país.
En ocasión del quinto aniversario del Tribunal Electoral
del Poder Judicial de la Federación y dentro del marco de las
atribuciones que en materia de impartición de justicia en el ámbito político-electoral le confieren la Constitución Política de
los Estados Unidos Mexicanos y la Ley orgánica del Poder Judicial de la Federación, se presenta esta Colección de Cuadernos
de divulgación sobre aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral.
Con la participación de connotados especialistas, esta colección presenta una serie de textos en los que se abordan diversos temas relativos a aspectos técnicos y doctrinarios sobre
los valores y principios que rigen la justicia electoral.
A lo largo de esta colección, que está integrada en una primera etapa, por nueve cuadernos, se analizarán temas tales como
los elementos de la teoría de la justicia, los principios rectores
de la función electoral, la profesionalización de la justicia electoral, entre otros.
Asumiendo la responsabilidad que tiene este Órgano Jurisdiccional de contribuir al desarrollo democrático y de
impartición de justicia, esta obra pretende presentar un panorama que permita reflexionar sobre el sentido y los alcances de la justicia electoral en nuestro país.
Dr. J. Fernando Ojesto Martínez Porcayo
Magistrado Presidente
del Tribunal Electoral
del Poder Judicial de la Federación
6
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
Democracia y conflicto
¿Por qué el consenso y no el conflicto? ¿Por qué el orden y no la
contingencia? ¿Por qué el asenso y no el disenso? ¿Por qué definir de forma trunca la democracia?
Hace poco menos de un siglo que Martin Heidegger se preguntaba: “¿Por qué el ser y no más bien la nada?”. Al interrogar
de esa forma, Heidegger nos invitaba, de entrada, a entender
de otra forma el ser-en-el-mundo. Casi un siglo después, recurro a
la misma estrategia para iniciar esta reflexión: poner de cabeza
la forma de entender el conflicto, el disenso y la pluralidad como
insumos medulares e insustituibles en la construcción de cualquier régimen democrático.
Para decirlo pronto: la hipótesis que planteo consiste en
sostener que la democracia no es el reino del consenso, del orden y la armonía. (Una santísima trinidad inexistente.) No lo es
y nunca lo ha sido. No la ha sido ni lo será: para seguir siendo
democrática —valga el malabarismo— la democracia no puede abolir el conflicto, el disenso, la discrepancia, la diferencia…,
en una palabra: la libertad de disentir y de oponerse incluso a la
mayoría y al consenso.
El costo de la libertad democrática es el conflicto político.
Sólo las dictaduras y los regímenes autoritarios se comprometen a la anulación del conflicto, de la oposición, de la crítica, de
la diferencia. Por el contrario, en la medida en que la democracia no puede renunciar a reconocer y garantizar —a través de
un sistema ético-normativo— la pluralidad de identidades e
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
7
intereses de los individuos y grupos que la componen, en esa
medida ofrece un espacio legítimo para el conflicto y la expresión de las diferencias, de la pluralidad.
Aunque la democracia no es armonía plena tampoco es el
reino del caos total ni la ausencia de gobierno, de orden, de
toma de decisiones. El quid se localiza en la naturaleza del antagonismo. Y es que el conflicto democrático no se parece a
ningún otro. Es un conflicto que no supone el abatimiento ni la
destrucción del otro. En la democracia el conflicto no es duelo:
no existe uno a condición de la inexistencia del adversario.
Bajo este encuadre, sostengo que la democracia es el desacuerdo entre quienes han acordado la forma de organizar esos
desacuerdos. Es el desencuentro entre quienes han encontrado
en la democracia (ese sistema de valores y andamiaje normativo-institucional) el mejor modo de resolver —no desaparecer
ni ocultar— sus diferencias momentáneamente.
De allí que la democracia sea una construcción colectiva
inacabada, una búsqueda porfiada hacia un gobierno siempre
perfectible, uno de esos caminos que parecieran no tener fin, si
por ello se entendiera un cierto estado de gracia: Tierra Prometida donde no hay conflicto y sólo armonía.
Visto así, el conflicto democrático deja de ser producto de
la irracionalidad, de la intemperancia y la insensatez humanas.
Se convierte, en contraste, en expresión de la pluralidad de identidades e intereses que confluyen en una sociedad avenida a las
reglas democráticas.
Pese a estos argumentos, una mirada a la historia del
pensamiento político nos revela que el conflicto ha sido interpretado más bien como una especie de antítesis de la
democracia, anomalía del orden político y enemigo de la convivencia social.
Incluso hoy, para algunos gobiernos pareciera que entre
menos conflictos más democrática es una nación. Aún más, en
las democracias emergentes, como la mexicana, determinadas
8
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
facciones políticas hacen de los conflictos y los desacuerdos
que mantienen diferentes grupos sociales, la materia prima de
sus críticas y descalificaciones hacia el gobierno.
Paradójico por dondequiera que se le vea, pues la historia
del siglo XX es particular, dolorosamente ilustrativa de que aquellas sociedades donde se pretende desterrar el conflicto y el
disenso, no son más democráticas sino todo lo contrario. Una
democracia que asume haber superado la etapa del conflicto
político, es una democracia en vías de extinción.
Desde luego, no elogio el conflicto ni propongo la multiplicación de los conflictos como parámetro de salud democrática.
Sería una ingenuidad y un despropósito. Por el contrario, no
ignoro ni desconozco que la combinación explosiva de fragilidad institucional, precariedad de cultura democrática, por
parte de los actores políticos revelantes y de la sociedad en
general, y una fuerte tradición política autoritaria bastan para
hacer de cada conflicto una prueba de fuego, en ocasiones infranqueable, para los nuevos gobiernos democráticos.
En la democracia, la organización del conflicto político no
depende sólo de las buenas o malas artes, de la sabiduría o la
torpeza, del Ejecutivo —un solo hombre y su equipo—, sino
de la capacidad de todo el sistema (los poderes federales y
estatales, los actores políticos relevantes, la sociedad civil, la
opinión pública, la calidad de las instituciones y leyes…) de
procurarse mecanismos y reglas para procesar sus diferencias y
conflictos. 1
Estas son, pues, las intuiciones que habré de documentar a
través de ciertos autores y textos canónicos de la teoría política. En el fondo, se trata de deconstruir el concepto de democracia a partir de la noción de conflicto político, lo cual, coligo,
permitirá asumir la democracia como pluralidad y riesgo, como
libertad y responsabilidad colectivas, como disenso y contingencia… como una forma perfectible e inacabada de organizar
humanamente el conflicto y el disenso.
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
9
1
La democracia
Luego de varios siglos y de cientos de libros y vidas consagradas a su estudio, la democracia se ha convertido en una
metáfora inagotable, infinita, confusa, maltrecha.
No soy el primero en lamentarlo. Hace ya veinte años que
Robert Dahl advertía que “el término democracia es como un
viejo basurero de cocina, lleno de distintas sobras de dos mil
quinientos años de uso casi continuo”.2 Quizás por ello, Dahl
decidió tirar el concepto a la basura y reemplazarlo por otro:
poliarquía, definición minimalista de la democracia que no resolvió el problema de fondo.
Más severo, poco tiempo después Giovanni Sartori decretaba el tiempo de la confusión democrática: “Si cada uno dice ser
demócrata y la democracia tiene que ser cada vez más un concepto omnicomprensivo, más profusión habrá y, en conjunto,
mayor confusión conceptual”. Es cierto: cuando un concepto
lo describe casi todo, no significa casi nada.
Pese a las quejas e inconvenientes, las cosas siguen igual.
Quizá peor. La confusión democrática se convirtió en impunidad.
Cada cual emplea el término como mejor le place. El presidente
de Estados Unidos condena la tiranía de Sadam Hussein, pero
no se ruboriza al calificar como democrático el régimen de su
aliado petrolífero Arabia Saudita. Aún más, las prerrogativas que
ha concedido el Congreso estadounidense al Ejecutivo nacional
controvierten parcialmente algunas enmiendas constitucionales
(particularmente aquellas referidas a la privacidad de las personas) del país que se dice garante de la democracia en el mundo.
No se trata sólo de palabras y conceptos. De su viaje a
través de la democracia en América, para Tocqueville no había
duda de que “a menos que se definan claramente estas palabras
[democracia y gobierno democrático] y se llegue a un acuerdo
sobre las definiciones, la gente vivirá en una inextricable confusión de ideas, para beneficio de demagogos y déspotas”.3
10
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
Arribar a un concepto ecuménico de democracia trasciende
por mucho la filología. No basta con organizar un congreso de
eruditos de la lengua para construir el concepto de democracia.
La definición de aquello que es y no es democrático implica comprometerse —hacia atrás y hacia delante— con un
determinado proyecto político e histórico: implica definir qué
prácticas son y han sido democráticas y, por tanto justas y legales, y cuáles no lo son ni lo han sido (por tanto deben ser proscritas y punibles); identificar quiénes son demócratas y quiénes
no lo son (es decir, construir al enemigo); precisar aquellos valores (solidaridad o egoísmo, libertad o igualdad, interés o apatía) que constituyen eso que llamamos cultura democrática.
Pero además, y no menos importante, una definición sobre
la democracia implica definir quiénes y por qué serán ellos los
que definan el concepto.
Está claro, por tanto, que no se trata sólo de palabras y
conceptos. “Si se define incorrectamente (por sus definidores)
la democracia, a largo plazo corremos todos el peligro de rechazar algo que no hemos identificado apropiadamente y de
recibir a cambio algo que no quisiéramos en modo alguno”.4
Sin embargo, la complejidad política y la responsabilidad
histórica de una tarea de tal magnitud no han mellado la profusión de conceptos y significados de la democracia. Hoy estamos pagando el costo de esa irresponsabilidad de “demagogos
y déspotas” —para decirlo con Tocqueville— que, de forma
interesada y según las exigencias de la coyuntura política, dotan de valores y contenidos el concepto de democracia.
A ello se debe no sólo que durante 25 siglos la democracia
haya sido interpretada y puesta en práctica de muy diversas
formas (incluso antitéticas), sino que en su definición actual el
conflicto y el disenso aparezcan como una anomalía, una debilidad de la democracia.
En otras palabras, lo que intentaré demostrar en las siguientes páginas es, primero, que la democracia no se define de una
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
11
vez y para siempre; por el contrario, es un concepto en constante construcción a cargo de una sociedad autorreflexiva; segundo, de allí que la democracia no siempre haya visto con
miedo y zozobra el conflicto político. Si así lo hemos asumido,
no es porque la esencia de la democracia sea el orden y la armonía —no hay decreto metafísico ni evidencia empírica que
lo constante—, sino porque así lo ha difundido una tradición
teórica, principal dentro del debate sobre la democracia, que
comienza con Platón —uno de los más conspicuos enemigos
declarados del demos— y se extiende hasta nuestros días.
Para emplear la frase de Cornelius Castoriadis: “Desde
Platón hasta el liberalismo moderno y el marxismo, la filosofía
política estuvo envenenada por el postulado operante de que
hay un orden total y ‘racional’ (y, por consiguiente, ‘lleno de
sentido’) del mundo y por su inevitable corolario: existe un orden de las cuestiones humanas vinculado con ese orden del
mundo; es lo que podría llamarse la ontología unitaria”.5 De
esta visión ontológica del orden se desprende, siguiendo a
Platón, que a cada cosa del mundo, “sea utensilio, cuerpo, alma
o también cualquier animal”, le ha sido asignada una condición
con arreglo a ese orden único, y su mejor destino es desempeñar correctamente esa función conferida.6 Si es así —según la
tesis platónica—, si cada cosa cumple con su función, el orden
prevalece.
Como se sabe, Platón extrapola este esquema a la formación de la República, en donde el orden civil depende, precisamente, de que cada estamento social cumpla con la función
que le fue asignada. Es evidente, bajo este enfoque, que el conflicto no pueda ser interpretado sino como un enemigo abierto
del orden y por tanto un fenómeno anormal, expresión de la
irracionalidad humana, que impide la armonía.
Desde entonces, la interpretación platónica acerca del conflicto (cultivada por otros teóricos a lo largo de varios siglos:
desde Sócrates, Aristóteles, pasando por Agustín de Hipona,
12
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
Tomás de Aquino; más tarde, en la ilustración, con Kant, hasta
llegar al siglo XX de los totalitarismos y, hacia la segunda mitad,
la revolución neoconservadora estadounidense —Huntington,
Crozier, etc.— que encuentran en el carácter conflictivo de la
democracia una de sus mayores debilidades) ha sostenido uno
de los espejismos más comunes sobre la política y la democracia:
presentarnos los regímenes democráticos como zonas libres de
conflicto y disenso, como espacios ahistóricos en donde todos
sus ciudadanos tienen una convicción infranqueable hacia el
consenso, la armonía y el orden. Casi La ciudad de Dios, como
habría deseado san Agustín.
Por lo demás, esta tesis platónica también ha contribuido
al proceso de mistificación histórica de eso que solemos referir
como “democracia griega” y que funciona como ideal, para unos,
o como pesadilla, para otros y otras, sobre todo si atendemos a
los sujetos de la exclusión del demos ateniense: las mujeres, los
esclavos, los extranjeros, hecho que no debe soslayarse, mucho
menos justificarse desde ningún punto de vista. Acaso, más que
disculpar o satanizar esta forma de exclusión en la “democracia griega”, valdría asumirla como una experiencia histórica
superada por la mayoría de las democracias actuales. Una práctica inaceptable que no agota, ni muchos menos, las lecciones
que nos brinda la Grecia clásica.
Un botón de muestra de esta mistificación y maniqueísmo
es el uso indiscriminado de la idea de “democracia griega”, en
realidad el concepto se refiere a un periodo particular de la historia de Atenas —que algunos han ubicado entre los siglos VI y
V, entre Solón, de Ática, Clístenes, de Atenas, a quien Herodoto
considera que “creó la democracia”, y la época de Pericles—,7
en el que nacieron algunas de las instituciones y prácticas políticas democráticas más significativas de la antigüedad, lo cual
no supone que ese tipo de instituciones y prácticas democráticas hayan prevalecido durante toda la historia griega ni en toda
Grecia, que en aquel tiempo, por lo demás, no existía como
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
13
nación ni como estado (en tanto integración territorial, administrativa, política y sociocultural).8
Habrá pues que regresar a Grecia —o particularmente a
Atenas— y a su democracia realmente existente para empezar a
despejar lugares comunes y dejar de temer al conflicto y al disenso; para demostrar —siguiendo de cerca a los teóricos de la
democracia radical— que la polis griega era también pólemos (antagonismo y conflicto); para documentar que en la “democracia
griega” el orden no negaba el conflicto ni al revés.
La “democracia griega”
Si en algo se parece la democracia de los antiguos a la de
los modernos es en que cada cual la interpreta como mejor le
viene y cada cual la imagina como más le conviene. Y es que la
“democracia griega” se ha convertido en una acumulación de
mitos, artificios y esperanzas.
La cuestión es relevante en la medida en que hemos hecho
de esa “democracia griega” un referente histórico para las sociedades contemporáneas, un rasero que utilizamos para saber qué
tan lejos o cerca estamos de esa especie de ideal democrático.
Importa, además, porque cada interpretación de la “democracia
griega” (con distintos énfasis en algunas prácticas y no en otras,
más o menos liberales, más o menos igualitarias, etcétera) da
lugar a un cierto modelo democrático actual, que busca su legitimación histórica, precisamente, en una Grecia ficticia, inexistente, ad hoc respecto al orden político que se defienda.
El pasado se subordina al presente: la “democracia griega” se
vuelve un invento moderno, al que se le dota de contenidos y valores, que además se presumen originarios. Se cierra así el círculo.
Entre otras causas que explican esta mistificación, una de
las más evidentes es la que advierte el asombrado David Held,
al descubrir que en la Grecia antigua no existían teóricos ni
especialistas de la democracia que nos ofrezcan conceptos y
14
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
definiciones: “Es sorprendente el hecho de que no existe un
teórico de la democracia, en la antigua Grecia, a cuyos escritos
e ideas podamos recurrir para los detalles y justificaciones de la
polis democrática clásica. Los conocimientos que tenemos de
esta cultura floreciente provienen de fuentes tan diversas como
fragmentos de obras, el trabajo de la ‘oposición crítica’ y de los
descubrimientos de historiadores y arqueólogos”.9
No debería sorprender tanto, sobre todo una vez que se conoce un poco de la democracia ateniense realmente existente. En
Atenas la democracia y la política no eran cuestión de especialistas, de tecnócratas si empleamos el poco afortunado término actual. Antes al contrario. Como bien ha documentado Finley, en
esa obra germinal El nacimiento de la política, el saber técnico (techné)
es considerado por la ecclesia (la asamblea general en donde se
tomaban decisiones y legislaba) cuando se trata de “construir
muros o navíos” (Platón dixit), esto es, cuando se trata de responder a la pregunta que interroga por el cómo; pero cuando se
trata de asuntos que tienen que ver con la polis (hacer la guerra a
un pueblo vecino, modificar alguna ley, fortificar la ciudad, pertrechar la flota naviera, la formación de los atenienses —paideia—,
la realización de juicios públicos y privados, de juegos y fiestas,
etcétera), la ecclesia escucha a los ciudadanos. Es el demos (la reunión de tribus) el que se encarga de escuchar, juzgar y discernir
por qué y para qué de cada decisión.
En el fondo, la diferencia entre el lugar que ocupan los
técnicos de la política en la democracia moderna respecto a la
techné en la democracia ateniense se localiza en el concepto de
política, es decir, de aquellos asuntos que involucraban a la
polis —un concepto que alude más a la comunidad política que
a una noción geográfica o estatal; no está de más recordar a
Tucídides: la polis son los hombres.10
Para los atenienses la política implica “cuestiones universales”, por tanto no puede haber techné política, nadie puede ser
especialista o experto en esas cuestiones; en consecuencia, nadie
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
15
puede reemplazar al demos en los asuntos de la polis. De lo cual se
desprende no sólo la imposibilidad de la techné política, sino que
se constata que la práctica ateniense de la democracia es totalmente contraria a la noción moderna de democracia representativa. El demos no puede ser ni sustituido ni representado. 11
Ello explica en buena medida la afirmación, contundente y
certera, de Castoriadis cuando sostiene que “El espíritu de la
democracia hay que buscarlo, y se lo encuentra, en los poetas
trágicos, en los historiadores, en Herodoto en la discusión entre
los tres sátrapas persas sobre los tres regímenes, en Tucídides (y
no sólo en el Epitafio de Pericles) y evidentemente, sobre todo y por
encima de todo, en las instituciones y en la práctica de la democracia”.12
Además de los testimonios de Herodoto y Tucídides, de los
poemas y tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides, acaso la
definición más original, acabada y espléndida acerca de la democracia está contenida en el muy célebre Discurso fúnebre de Pericles,
del cual algunos fragmentos merecen ser citados en extenso:
Tenemos un régimen político que no emula las leyes
de otros pueblos, y más que imitadores de los demás,
somos un modelo a seguir. Su nombre, debido a que el
gobierno no depende de unos pocos sino de la mayoría, es democracia. En lo que concierne a los asuntos
privados, la igualdad conforme a nuestras leyes, alcanza a todo el mundo, mientras que en la elección de los
cargos públicos no anteponemos las razones de clase
al mérito personal, conforme al prestigio de que goza
cada ciudadano en su actividad; y tampoco nadie, en
razón de su pobreza, encuentra obstáculos debido a la
oscuridad de su condición social si está en condiciones de prestar un servicio a la ciudad.
[…] Amamos la belleza con sencillez y el saber sin relajación. Nos servimos de la riqueza más como oportuni-
16
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
dad para la acción que como pretexto para la vanagloria, y entre nosotros no es un motivo de vergüenza para
nadie reconocer su pobreza, sino que lo es más bien no
hacer nada por evitarla. Las mismas personas pueden
dedicar a la vez su atención a sus asuntos particulares y
a los públicos, y gentes que se dedican a diferentes actividades tienen suficiente criterio respecto a los asuntos
públicos. Somos, en efecto, los únicos que a quien no
toma parte en estos asuntos los consideramos no un despreocupado, sino un inútil; y nosotros en persona cuando menos damos nuestro juicio sobre los asuntos, o los
estudiamos puntualmente por medio de la palabra antes
de proceder a lo necesario mediante la acción.13
Pese a todo, no ha sido Pericles y en mucho menor medida el
demos quienes han servido de inspiración para las principales interpretaciones acerca de la “democracia griega”, ni la fuente arqueológica de donde provienen los vestigios y las evidencias de algunas
de las prácticas democráticas e instituciones políticas más valiosas
y trascendentes. Muchos han pretendido encontrar —y lo ha hecho— en uno de los enemigos más tenaces del demos, Platón, al
teórico de la política y de la democracia que andaban buscando.
Para decirlo, de nuevo, con Castoriadis: “Topamos continuamente con autores que hablan del ‘pensamiento político
griego’, entendiendo por tal a Platón. Pero eso es algo tan
ridículo como querer encontrar el pensamiento político de la
Revolución Francesa en Joseph de Maistre o en Bonald. La
creación política griega es esencialmente la democracia —objeto del odio inextinguible de Platón. Este acumula sobre ella
las calumnias que por lo demás ha logrado imponer a gran parte
de la opinión, erudita y lega, durante más de dos mil años”.14
Y es, precisamente, a ese brillante enemigo jurado del demos a quien debemos —entre otros continuadores de esa tradición— el espejismo de una democracia libre de conflictos.
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
17
Platón: áristos contra demos
Estamos frente a un fundador del mundo Antiguo y de la
filosofía universal que ha trascendido por más de veinte siglos.
De origen noble, testigo de la derrota ateniense en la guerra del
Peloponeso y del juicio que finalmente condujo a Sócrates
—su maestro— a la muerte, Platón es, sin más, un pilar del
pensamiento del mundo occidental. Por ello, no es desmedida
la descripción de Jeager sobre Platón: “Más de dos mil años
han pasado desde el día en que Platón ocupaba el centro del
mundo espiritual de Grecia y en que todas las miradas convergían en su Academia, y aún hoy sigue determinándose el carácter de su filosofía, cualquiera que ella sea, por la relación que
guarda con aquel filósofo. Todos los siglos de la Antigüedad
posteriores a él ostentan en su fisonomía espiritual, cualesquiera que sean sus vicisitudes, rasgos de la filosofía platónica”.15
Aunque en el siglo XX debemos a autores como Karl Popper
y Hannah Arendt una interpretación crítica de la filosofía platónica
como uno de los primeros antecedentes ideológicos del autoritarismo, quizás habría que entender el pensamiento platónico
sobre la política y la democracia como expresión del profundo
abatimiento de los ciudadanos atenienses tras su derrota ante los
espartanos, luego de sostener una guerra de treinta años que sin
duda trastocó sensiblemente la vida de la polis ateniense.
Como se sabe, en su crítica a los sofistas Platón ofrece
algunas de las tesis más consistentes de toda su obra. A riesgo
de empobrecer la visión platónica sobre la política y la democracia, se podría sostener que uno de los fines más conspicuos
de Platón es tratar de proponer una respuesta racional y justa a
la pregunta acerca de la forma de gobierno que condujera a la
vida buena a los hombres.
Discernir entre lo bueno y lo malo, entre lo justo y aquello
que no lo es —en otras palabras, arribar al buen juicio y acceder
a la vida buena— era un asunto de orden y armonía. Según Platón,
18
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
el cosmos (ese espacio donde caben todos los objetos y entes
del mundo) es un todo armónico, universal, eterno e inmutable
que conforma el bien absoluto. Reflejo del cosmos, cada ser viviente está determinado por un orden interno, que a su vez
depende de la función (ergon) que le fue asignada por el cosmos.
A través del conocimiento (episteme), los individuos consiguen
descubrir cuál es la función y cuáles son los atributos que les ha
conferido la naturaleza, en la medida que cumpla con esta función, en esa medida se estaría respondiendo al propio orden
interno y, al mismo tiempo, a la armonía del cosmos.
Bajo la mirada platónica, “La justicia —según colige Enrique Serrano— es la virtud suprema porque denota el equilibrio
propio tanto del orden interno de cada cosa, como del orden
que configuran las relaciones externas entre todas ellas (cosmos).
Lo justo, de acuerdo con esta conclusión, es que cada ser se
comporte conforme a la armonía inherente a su naturaleza, lo
que permitirá su realización, así como la conservación de la
armonía universal. […] Desde la perspectiva platónica el hombre justo es aquel que logra que cada una de las partes que
configuran su alma cumpla su función y, de esta manera, se
establezca entre ellas una jerarquía armónica, donde la parte
racional adquiere la primacía”.16
Con estas piezas, Platón arma su discurso sobre la política
y la democracia. Por analogía, Platón infiere que al igual que el
cosmos y que el interior de los hombres, la polis está determinada por un orden propio, que depende de que cada estrato social
realice su función asignada por la naturaleza, lo cual no corresponde sólo a los hombres sino al gobierno de la polis.
De lo anterior se sigue que todo aquello que impida el orden natural de la polis resulta, para Platón, una anormalidad,
una anomalía derivada de la “ignorancia y debilidad” humanas,
que el gobierno de los más sabios debe ayudar a superar.
Como lo hemos dicho, a través de la episteme se descubre la
función que fue asignada por el cosmos a cada ente, por tanto,
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
19
el gobierno de la polis debe ponerse en manos de aquellos hombres del “mundo de las ideas”, que están por encima de la
simple opinión (doxa), es decir, los filósofos: “[…] el género
humano —escribe el joven Platón en una muy conocida epístola— no verá días mejores hasta que adquiera autoridad
política la raza de quienes siguen recta y auténticamente la
filosofía o hasta que la raza de los gobernantes se convierta,
por alguna suerte divina, en estirpe de verdaderos filósofos”.17
Es al gobierno de aquellos que poseen la sabiduría (los
mejores, áristoi en griego; que solían ser, también, los áristos, las
familias ilustres), a quien corresponde eliminar el conflicto y
así procurar el orden político y la armonía del cosmos. “Para
Platón la asimetría entre gobernantes y gobernados sólo es legítima en tanto los primeros poseen un saber que les permite
dirigir la dinámica social hacia la realización de ese supuesto
orden racional; mientras que los gobernados, al carecer de ese
saber, tienen la obligación de obedecer”.18
Visto así, la política sugerida por Platón es techné, sabiduría
técnica acerca de los asuntos de la polis, es decir, exactamente
lo opuesto a aquella noción democrática —en el sentido más
literal— de política que se cultivaba en tiempos de Pericles
(“primer ciudadano de Atenas”) en donde se rechazaba la idea
de una techné política, en tanto que no se reconocía a nadie como
especialista en asuntos universales.
Ya no será el demos, sino el áristoi quien decida lo que más
conviene a la polis. Como se ve, la democracia sin conflictos
está asociada a una forma aristocrática de gobierno, que por lo
demás es en donde se vuelve más frecuente la práctica electoral: “[…] para los griegos, las elecciones no reflejan un principio democrático, sino un principio aristocrático”.19
De la República a las Leyes Platón incorpora la última pieza
de su arquitectónica política: como la naturaleza humana está
en conflicto consigo misma,20 y no todos los hombres son virtuosos —en el sentido epistémico que Platón le concedía al
20
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
término heredado, en gran parte, por su maestro, Sócrates—,
es decir, no se procuran una vida buena: racional y armónica
respecto a la totalidad (al cosmos), entonces se impone la necesidad de que la polis garantice el orden político no sólo a través de la episteme sino a través de leyes, es decir, de la coacción.
“Arqueóloga” de la democracia, Cynthia Farrar ha hecho una
interesante observación acerca de este tema en Platón: “En la
época en que escribió las Leyes, Platón ya no creía que la forma
del bien pudiera calar en un alma hasta el punto de volverla incorruptible. No cabía esperar que ninguna psike [alma]21 gobernara
la polis según los dictados de la razón. […] Las Leyes de Platón, al
igual que la República, insisten en abrogar la autonomía individual: en un caso por medio de los reyes y filósofos que encarnan
el bien; en el otro, por medio del filósofo Platón que la legisla”.22
Según lo veo, en una lectura desde la historia y la teoría, el
progresivo desencanto de Platón sobre la naturaleza humana
marcó el desarrollo de su pensamiento político: del gobierno
del demos, Platón pasó, en la República, al áristoi: el gobierno de
los mejores que suponía la eliminación del conflicto político en
aras del orden y la armonía; de allí, dio el salto al gobierno de
las leyes, convencido de que no había naturaleza humana lo
suficientemente virtuosa para gobernar la polis: “Es necesario
que los hombres se den leyes y que vivan conforme a leyes o en
nada se diferenciarán de las bestias. La razón de esto es que no
se produce naturaleza humana alguna que conozca lo que conviene a los humanos para su régimen político y que, conociéndolo, sea capaz y quisiera siempre realizar lo mejor”.23
En suma, lo que Platón desea, en todo momento, es erradicar el conflicto político que, por lo demás, parece identificar
como parte sustantiva de la naturaleza humana, tanto que no
habría ni siquiera entre los mejores (los áristoi) algún hombre exento de esas debilidades e irracionalidades, capaz de saber qué
conviene más a los humanos y así mantener el orden de la polis
y del cosmos.
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
21
En cualquier caso, bajo este encuadre la política y la democracia quedan reducidas a la techné, la “técnica de gobierno”
que erradica el conflicto a través de la marginación del demos, e
incluso al áristoi, del gobierno de la polis.
Al final, Platón ha puesto de cabeza la democracia
ateniense: el demos se ha quedado sin kratos.
Agonismo democrático
Antes y después de Platón no han faltado interpretaciones
agonistas de la democracia. Desde los sofistas hasta Hannah
Arendt y, más recientemente, los partidarios de la democracia
radical, como Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, se ha construido una tradición teórica que define la democracia a partir de su
capacidad para integrar el conflicto político al orden civil.
No es propiamente la traducción sino aquello que designaba agón lo que hoy parece dificultar su cabal compresión. Y es
que tras la guerra del Peloponeso, Atenas experimentó una debacle en muchos sentidos, incluido, desde luego, el de sus prácticas políticas, como el agón. La guerra del Peloponeso acabó
con la democracia ateniense. Como se sabe, entre los gobiernos de Temístocles y Pericles (“el alma de Atenas, cuando Atenas era el alma de Grecia”) y sus sucesores, Alcibíades, Cleón y
Nicias —pasando por la breve tiranía de los Treinta, entre los
que se encontraba Critis, tío de Platón—, la democracia
ateniense se extinguió.
Aunque la versión más difundida sobre la agonística esté relacionada a la idea de “competencias atléticas” y a la gimnasia, el
término alude, también, a la “gimnasia del espíritu”, a los ejercicios intelectuales: “[…] los griegos denominaron agón a los
debates judiciales, porque tenían siempre la impresión de que
se trataba de la lucha entre dos rivales, sujeta a forma y a la ley.
Nuevas investigaciones han mostrado cómo en la oratoria jurídica del tiempo de los sofistas se iban sustituyendo las antiguas
22
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
pruebas judiciales, testimonios, tormentos y juramentos, por la
argumentación lógica de la prueba introducida por la retórica”.24
A partir de esta noción de agón, Chantal Mouffe sostiene
que el reto de las democracias actuales —luego de recuperar
este sentido original del término griego— es convertir al enemigo en adversario, en crear instituciones que permitan transformar el antagonismo en agonismo. “El orden democrático exige
que el oponente ya no sea considerado como un enemigo a
destruir, sino como un adversario. Luchamos contra sus ideas,
pero le reconocemos el derecho de afirmarlas y de defenderlas”.25 Por lo demás, “Una vez que hemos distinguido entre antagonismo (relación con el enemigo) y agonismo (relación con el
adversario), podemos comprender por qué el enfrentamiento
agonal, lejos de representar un peligro para la democracia, es
en realidad su condición misma de existencia. Por cierto que la
democracia no puede sobrevivir sin ciertas formas de consenso
—que han de apoyarse en la adhesión a los valores ético-políticos que constituyen sus principios de legitimidad y en las instituciones en que se inscriben—, pero también permite que el
conflicto se exprese, y eso requiere la constitución de identidades colectivas en torno a posiciones bien diferenciadas”.26
Pero no sólo a través del agón se expresaba el conflicto en
la democracia ateniense. La interpretación sofista del mundo
permite conocer más sobre el conflicto en la remota Atenas;
aún más, nos permite sostener la afirmación —expresada arriba— de que el conflicto no negaba el orden existente, de que la
libertad de los individuos no suponía anarquía ni caos.
Pedagogía democrática
Para los sofistas el conflicto humano era prácticamente inevitable. Y lo era porque expresaba la eterna tensión entre las
leyes de los hombres (nomos) y las de la naturaleza (physis), en esa
medida el conflicto no era resultado de la debilidad o irracionaliColección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
23
dad de los hombres (como sostenía Platón), sino que expresaba
la confrontación entre los impulsos naturales —el interés de cada
hombre, dictado por la “naturaleza”— y las leyes del orden civil.
Llevada a la polis, esta tensión asumía otra polaridad: entre los
intereses del ciudadano y los de la ciudadanía.
La respuesta de Platón a este dilema ya la conocemos. En
sentido opuesto, los sofistas, los atenienses en general, encontraron en la formación de ciudadanos una solución para hacer
compatibles los intereses de cada uno con los de la polis. Libertad y orden civil, eso era la polis ateniense: “La posibilidad de
conflictos entre la personalidad del individuo y su identidad
cívica fue consustancial a los fundamentos de la polis. […] los
atenienses intentaron adaptarse al creciente radio de acción de
la polis: a las pretensiones que ésta tenía de crear el orden a
partir del desorden y de expresar el poder de los que carecían
del mismo. Ni el funcionamiento de la polis democrática ni los
intentos de comprender lo que implicaba pudieron acabar jamás con las contradicciones, pues ello habría significado, como
hicieron Platón y Aristóteles, poner fin a la política”.27
En efecto, la política ateniense se convirtió en conflicto y la
democracia en la forma de resolverlo. Más que un mecanismo, la
democracia ateniense resultaba un modo de vida —cuyos
rasgos principales son bellamente descritos en la Oración fúnebre, de Pericles— que se sostenía en una pedagogía cotidiana
que empezaba en la paideia28 y que continuaba en la polis.
La democracia ateniense era una pedagogía, una nueva pedagogía que condujo a transformar la antigua paideia aristocrática —que predominaba desde Homero— en una educación
ciudadana, que “comienza propiamente —asegura Jaeger—
cuando el joven, salido de la escuela, entra en la vida del estado y se halla constreñido a conocer las leyes y a vivir de acuerdo con su modelo”.29
En esa dirección apunta el sofista Protágoras, uno de los
más grandes educadores del mundo griego, cuando sostiene que
24
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
en la polis —en sus tradiciones y leyes, en la interrelación de los
ciudadanos— es una escuela para el demos, que en la medida
que hace más competente a cada uno de los ciudadanos, asegura el bienestar de la colectividad.
Según la interpretación de Farrar, “Protágoras arguye que
la interacción de la ciudadanía y los grupos dirigentes, típica de
la polis, fomenta en el demos el buen juicio a la hora de tomar las
decisiones, y asegura que prospere el mejor liderazgo posible.
La polis puede atribuir juicio y capacidad de contribuir al orden
político al ciudadano como tal, porque requiere y fomenta esas
cualidades. La interacción política facilita la competencia de
todos los ciudadanos en general (la medida es el hombre, y cualquier ciudadano está capacitado para contribuir al ordenamiento
político) y permite también la superación del individuo”.30
La polis democrática se sostiene en la calidad del demos, es
decir, en la formación (paideia) de ciudadanos competentes y,
al mismo tiempo, respetuosos del orden, las leyes y las tradiciones (que en Atenas son mucho más que eso)31 de la polis.
Como ya no depende de la áristos, entonces la polis se convierte, necesariamente, en una escuela democrática —por decir no-aristócrata— del demos. “En la polis —afirma Farrar—
todo el mundo enseña o transmite las virtudes y habilidades
sociales esenciales, tales como la obediencia a la ley, el lenguaje y la capacidad de usar el fuego, a fin de que todos lleguen a
ser competentes. Una vez traspasado este nivel básico, los aspectos sociales y los técnicos siguen caminos distintos o más
bien divergen en la polis democrática. En una oligarquía, los
mejores hombres enseñan las cualidades políticas sólo a sus
propios hijos o a sus iguales, del mismo modo que, en todas las
poleis, los mejores artesanos transmiten sus habilidades a sus
hijos. Sin embargo, en la polis democrática se considera que la
capacidad política es esencial para la continuidad y la eficacia
del orden político. Así, los ciudadanos más hábiles y virtuosos
enseñan a todo el mundo gracias a la interacción de los unos y
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
25
otros que se produce en la asamblea y en el consejo. Esto tiene
como resultado que cuantos poseen dotes naturales, y no solamente los hijos de los dotados, alcanzan la excelencia. El ordenamiento político asume y amplía el compromiso de alcanzar
la excelencia propia de la aristocracia”.32
En la polis ateniense se condensa la tensión siempre latente en el demos: los intereses de cada ciudadano y los de la ciudadanía como colectividad con fines comunes. Por tanto, una polis
que a diario pone a prueba su capacidad para enfrentar los conflictos. Siempre en tensión, la democracia ateniense consigue
garantizar los derechos de los ciudadanos sin desmedro del orden civil.
A través de la educación (paideia), primero en la escuela y
luego a través de las leyes y tradiciones, la comunidad ateniense
se asegura que la libertad que le confiere a cualquier ciudadano
(carpintero, herrero, marinero, noble o pobre), de tratar en la
Asamblea del pueblo los asuntos que a su juicio sean relevantes para la polis, sea aprovechada de la mejor manera.
A cambio de esa libertad —en la que Hannah Arendt ha
encontrado “el objeto de la democracia”, pues permite la formación del espacio público—, los ciudadanos aceptan respetar
el orden civil, no como obligación —judicial— sino como
una práctica cotidiana, orientada a honrar las leyes y las tradiciones en las que se han formado y que desean heredar a su
descendencia.3 3
Quien mejor ha logrado describir ese contenido esencial
de la democracia ateniense es, sin duda, Pericles¸ a quien
Cornelius Castoriadis recurre para documentar su interpretación “sustantiva de la democracia” que merece ser recuperada.
Luego de reconocer en la Oración fúnebre de Pericles “el
mayor monumento del pensamiento político” que le “haya sido
dado leer”, Castoriadis sostiene que “Pericles muestra implícitamente la futilidad de los falsos dilemas que envenenan la filosofía política moderna y en general la mentalidad moderna: el
26
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
‘individuo’ contra la ‘sociedad’, ‘sociedad civil’ contra el ‘estado’. Para Pericles el objeto de la institución de la polis es la
creación de un ser humano, el ciudadano ateniense, que existe
y que vive en la unidad y por la unidad de estos tres elementos:
el amor y la práctica de la belleza, el amor y la práctica de la
sabiduría y la responsabilidad del bien público, de la colectividad, de la polis (‘cayeron valientemente en el combate aspirando con buen derecho a no verse desposeídos de semejante polis,
y es fácil comprender que entre los vivos cada uno esté dispuesto a sufrir por ella’, Tucídides, II, 41). Y estos tres elementos no pueden separarse: la belleza y la sabiduría tales como las
amaban y las experimentaban los atenienses, sólo podían existir en Atenas. El ciudadano ateniense no es un ‘filósofo privado’ ni un ‘artista privado’, es un ciudadano para quien el arte y
la filosofía han llegado a ser modos de vida. Esa es, según creo,
la verdadera respuesta a la pregunta relativa al ‘objeto’ de la
institución política”.34
La interpretación de Castoriadis me permite insistir en que
la democracia ateniense, su contenido, práctica e historia, es
un asunto, más que de teóricos y especialistas, de la polis, por
tanto, del demos. Allí es donde se debe buscar su significado y
su interpretación, entre los ciudadanos, en sus discusiones en
el agora (ese espacio público de discusión) y en la ecclesia (espacio público deliberativo, diría Habermas).
A diferencia de las democracias modernas, Atenas le apostó a la ciudadanía, a su buen juicio sobre los principales asuntos de la polis, a su capacidad como legisladora (en Atenas la
ecclesia era la que legislaba), a la sensatez entre el interés personal y el de la ciudadanía. Los atenienses convirtieron la polis en
una escuela y en un fin colectivo; hicieron de la política y la
democracia una pedagogía. Se educaba para la democracia y la política, esto es, para ser ciudadano. La democracia no era pura voluntad del demos sino formación, aprendizaje cotidiano, responsabilidad de cada uno por el bien de todos.
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
27
Los atenienses aceptaron el costo de mantener su libertad
para expresar sus juicios y, en consecuencia, sus diferencias y
conflictos. La libertad de todos no derivó en la tiranía de nadie.
El conflicto entre ciudadanos no suponía la disolución del orden político. Había conflictos pero también leyes, tradiciones y
fines colectivos que la mayoría honraban. El contenido de esas
leyes y fines colectivos podía cambiar, lo que no cambiaba era
la convicción general acerca de mantener un orden político.
Más que un modelo a seguir, Atenas es la evidencia histórica no sólo de una democracia cabal, realmente existente, que se
sostuvo precisamente en la calidad de sus ciudadanos, sino de
que el conflicto político expresa un cierto orden civil democrático (de alta complejidad por el tipo de ciudadanía, de organización política, de tradiciones y leyes que precisa), en el que la
libertad de los ciudadanos y las diferencias entre ellos no conduce al desgobierno.
2. Democracia moderna
Cayó Atenas y con ella acaso la práctica democrática más
acabada e ilustre que hayamos conocido. Durante siglos la democracia fue enterrada entre los escombros e ideales de un pasado glorioso que jamás volvería. Por lo menos hasta hoy.
Con el tiempo, Atenas se convirtió en parte de ese recuerdo distante, vago, borroso, casi mítico que por comodidad y
falta de rigor dimos en llamar “democracia griega”.
Fueron más de 20 siglos durante los cuales la democracia
estuvo casi ausente —salvo para denostarla— no sólo como
forma de gobierno sino incluso dentro de nuestro vocabulario.
No fue sino hasta el siglo XVIII, el siglo de las revoluciones, que
la democracia —me refiero a algunos de sus principios, leyes e
instituciones— empezó a abrirse paso, de la mano de la burguesía, entre las viejas monarquías. Para algunos historiadores,
como Biancamaria Fontana, la Revolución francesa abrió la
28
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
puerta a la democracia tal como la conocemos en la actualidad.
“Los observadores coetáneos consideraron desde el comienzo
de la Revolución francesa de 1789 como un acontecimiento
trascendental que transformó por completo la identidad social
y política del mundo civilizado y que, en menos de tres años,
señaló el súbito derrumbe de la monarquía más grandiosa y
orgullosa del Antiguo Régimen, la destrucción de una de sus
aristocracias más antiguas y espléndidas y el fin del poder
secular de la Iglesia Católica. La Revolución creó el primer
gobierno republicano que rigió un país europeo extenso y
densamente poblado, y junto con él, leyes e instituciones que
todavía hoy constituyen un modelo para los gobiernos democráticos del mundo entero”.35
Es cierto que la Revolución francesa permitió el regreso de
la democracia al léxico político y a la historia, pero para la mayoría todavía resultaba poco confiable. Por ejemplo, James Madison,
en consonancia con otro de los fundadores de Estados Unidos,
Alexander Hamilton, expresaba —en El Federalista— que “las
democracias han sido siempre incompatibles con la seguridad
personal o con los derechos de propiedad y, en general, han tenido una existencia efímera y una muerte violenta”.
Incluso en el viejo continente, pese a la Revolución francesa, dominaba un ambiente de críticas y, en el mejor de los
casos, de escepticismo en torno a la democracia. Todavía a principios del siglo XIX, según ha documentado Charles Maier, “el
alemán Campe observaba que en ‘los últimos años los amigos
del absolutismo y la nobleza han convertido en un insulto la
palabra demócrata’. No obstante, en los diccionarios de la época, hasta 1830, las autoridades se esforzaban por encontrar un
significado neutral: ‘que cree en la libertad’ o ‘ciudadano de un
estado en el que el pueblo se gobierna a sí mismo por medio de
representantes…’”.3 6
En realidad, no fue la democracia sino la república el nuevo régimen que, durante el último cuarto del siglo XVIII y las
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
29
primeras décadas del XIX, emergió como una nueva forma del
Estado, del gobierno y de la sociedad, que se oponía al ancien
régime, a la monarquía.
Lo mismo la Revolución estadounidense que la francesa
encontraron en la república el modelo de un nuevo régimen
constitucional y político. Como recuerda Sartori, “incluso la
Revolución francesa tuvo como ideal la república, y si en aquellos años turbulentos también luchó por la democracia —la
democracia después denominada jacobina—, era éste un propósito secundario disimulado bajo el nombre de république”.37
No fue sino hasta mediados del siglo XIX que la democracia
empezó a ganar terreno. Por aquellos años, un poco antes de
que el siglo cumpliera su primera mitad, Tocqueville —en un
clásico, La democracia en América— daba cuenta de las reacciones encontradas que todavía generaba la democracia: “Una gran
revolución democrática se opera entre nosotros; todos la ven,
pero no todos la juzgan de la misma manera. Unos la consideran
como una cosa nueva y, tomándola por una accidente, esperan
poder detenerla todavía; mientras otros la juzgan irresistible,
porque les parece el hecho más continuo, el más antiguo y el
más permanente que se conozca en la historia”.38 Unos años
más tarde, en 1859, John Stuart Mill secundaba el diagnóstico
de Tocqueville: “Hay en el mundo moderno una declarada tendencia hacia una constitución democrática de la sociedad acompañada o no por instituciones políticas populares”.39
Según lo veo, sólo era cuestión de tiempo para que la democracia prevaleciera sobre el antiguo régimen. El ascenso social y
político de la burguesía anticipaba que tarde o temprano las naciones convertirían sus monarquías en repúblicas democráticas.
Pero no sólo eso, el régimen de garantías civiles y límites estructurales que la democracia garantizaba a los individuos frente al
poder público, resultaba muy superior al régimen anterior.
El tránsito, sin embargo, fue más bien largo y tortuoso.
Tomaría más de dos siglos —si aceptamos la cronología que
30
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
propone Samuel Huntington— y un debate muy intenso acerca
de la conveniencia y las debilidades de la democracia,40 para
que la mayoría de las naciones se avinieran a las reglas del juego democrático.
Durante todo ese tiempo, el contenido y las formas de entender y practicar la democracia fueron cambiando, incluso el
referente griego se fue adecuando a la visión moderna de la
democracia: se olvidó a Pericles, pero se tuvo presente a Platón
y Aristóteles. Ello explica que, más que de Atenas, la democracia que emergió a finales del siglo XVIII nació de la modernidad
y de sus ideales: libertad e igualdad, tolerancia y fraternidad,
legalidad y progreso…, pero también sus tensiones: igualdad
política bajo condiciones de inequidad económica, fraternidad
en un sistema proclive al individualismo, progreso a un alto
costo humano y ambiental, etcétera.
No sólo son más de 20 siglos lo que separa la democracia
de los antiguos y la de los modernos. Se trata de dos tiempos y
dos mundos totalmente distintos, en ocasiones emparentados
por discursos y tradiciones teóricas. A ello se debe que la misma
palabra, democracia, refiera realidades, sociedades, individuos,
instituciones y prácticas políticas por completo diferentes. “Si
los griegos hubieran imaginado un Estado como lo concebimos
nosotros la idea de un ‘Estado democrático’ les habría parecido una contradicción en los términos. Lo que caracterizaba la
democracia de los antiguos era precisamente que era una democracia sin Estado —incluso más sin Estado, podemos decir,
que cualquier posible forma de la polis”.41
No se trata, pues, de una misma historia ni de la misma
democracia, tampoco de la misma noción de política y de conflicto. Con la modernidad, la democracia se identificó con otras
instituciones y prácticas, incluso opuestas a aquellas que sostenían la democracia ateniense de tiempos de Pericles: por ejemplo, el principio de representación política de la democracia
moderna, resultaría inconcebible para los atenienses, quienes
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
31
asumían como propia —de cada uno— la responsabilidad por
los asuntos de la polis.
En esta segunda parte del ensayo me propongo interrogar
las formas en que la democracia moderna, liberal, ha asumido
el conflicto, el disenso y la diversidad, y las tensiones que ello
ha generado al interior de esos regímenes. Desde ahora, se
puede anticipar que esta relación, entre democracia liberal y
pluralidad y conflicto, describe una historia compleja y llena
de claroscuros, que si bien es cierto permitió la expresión del
pluralismo y del disenso, al mismo tiempo, ha intentado inhibir
y desterrar su corolario: el conflicto político.
El retorno del conflicto
Aunque sólo fue como resultado de una traducción (por
decir transliteración), hacia mediados del siglo XIII —luego de
más de 15 siglos de ausencia— la palabra democracia vuelve a
ser escrita en Europa por Guillermo de Moerbeka, primer traductor de la Política de Aristóteles. Como se sabe, para Aristóteles
la democracia —el gobierno de los muchos— era una forma
corrupta de la república —el gobierno de los pocos. Quienes
recurrían a esta palabra, lo hacían guiados por esta noción
prejuiciosa de la democracia: Tomás de Aquino, por ejemplo,
definió —en De regimine principium— la democracia como un
régimen malvado, “una forma de poder popular donde la plebe
oprime al rico, con el resultado de que la plebe se convierte en
una especie de tirano”.
No es difícil colegir, entonces, que durante buena parte de
la Edad Media no sólo Aristóteles sino la filosofía platónica
(en particular la llamada “ontología unitaria”) ofrecieran un
asidero teórico al orden teocrático dominante. En lugar del
cosmos platónico, el orden se articulaba a partir de una divinidad todopoderosa, que a cada uno le tenía reservado un lugar
en este y en el otro mundo.
32
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
Pese a todo, a principios del siglo XIV se inicia, con Marsilio
de Padua y Brunetto Latini, una corriente que si bien no formula una crítica contra Platón y Aristóteles, comienza a atisbar
—con reservas, sin duda— la conveniencia de considerar la
participación popular, acaso simbólica, en la tarea de gobernar,
con miras a fortalecer el poder de los soberanos y su reino. Casi
dos siglos más tarde esta corriente alcanzaría su cima en la pluma de Maquiavelo.
Maquiavelo: la libertad como conflicto
Ave de tempestades, en los Discursos sobre la primera década
de Tito Livio (1519), Nicolás Maquiavelo explora las causas que,
en breve tiempo, convirtieron a Roma en “la gloria del mundo”. Y lo hace convencido de que al escrutar el pasado, entenderá el futuro: “[…] quien diligentemente examina los
acontecimientos pasados, fácilmente prevé los futuros”.
En el libro segundo de sus Discursos, el teórico florentino encuentra que esas causas son la libertad y la grandeza cívica —por
cierto, cualquier parecido con la democracia ateniense luce más
que una simple coincidencia. Pese a que el maquiavelismo moderno
nos invitaría a pensar lo contrario, Maquiavelo elabora un notable
alegato sobre la conveniencia política —stricto sensu— de que un
pueblo goce de libertad. Con buena prosa, el humanista sostiene
que sólo a través de la libertad de los hombres un pueblo puede
aumentar su dominio y su riqueza (“todas las tierras —escribe
Maquiavelo— y las provincias que viven libres, en todas partes,
hacen enormes progresos”).42 A partir de esta tesis, Maquiavelo
explica que el hombre es movido por intereses propios (sus humori),
cada vez mayores, lo que les hace vivir en permanente conflicto
con otros hombres, igualmente capaces de reunir experiencias y
crear nuevos medios para conseguir sus propios fines.
Maquiavelo destaca la naturaleza conflictiva de las relaciones entre los hombres, por lo que subvierte el principio arColección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
33
mónico de Platón. “El gran escándalo —apunta Serrano— que
ocasionaron los escritos de Maquiavelo se debe, en gran parte,
a que en ellos se cuestiona el presupuesto platónico de la prioridad del orden sobre el conflicto, el cual, por la influencia del
cristianismo, se había convertido en parte del llamado sentido
común”.43
Contrario a lo que supondría la tradición platónica, para
Maquiavelo la libertad de los hombres para perseguir sus humori
no conduce al caos ni al alboroto. El secreto está en que aunado
a la consecución de sus propios fines, deben cultivar ciertas virtudes cívicas: “Para Maquiavelo —explica el refinado especialista Quentin Skinner—, si uno ejerce la virtud cívica y sirve al
bien común, lo hace con el fin de garantizarse un cierto grado de
libertad personal que le permita perseguir sus fines propios”.44
El precio de la libertad para los hombres, es decir, de la
consecución de sus humori (lo cual supone conflicto) es el cumplimiento de sus deberes como ciudadano, esto es, la reproducción del orden civil.
Según lo veo, Maquiavelo —ese proscrito de lo políticamente correcto— ofrece una de las claves para entender la articulación moderna entre democracia y conflicto: a contrapelo de la
filosofía platónica, Maquiavelo demuestra que el conflicto forma parte
del orden civil. Desde luego, y al igual que la democracia ateniense,
la grandeza de la ciudad depende de los ciudadanos: de su capacidad para cultivar la virtú cívica, es decir, el bien común, o
mejor aún, de anteponer el interés de la República frente a cualquier otro, empezando por el propio.
Además de la buena fortuna —a la que Maquiavelo atribuye
parte de la grandeza de los pueblos—, para el teórico de la
realpolitik esta virtú cívica depende, a su vez, de la libertad que
la república asegure a los hombres para cumplir sus fines
propios, a cambio de la cual deberán cultivar ciertas virtudes cívicas. Pero además, depende del interés del cuerpo de
ciudadanos por la política. Justamente, una de las causas de la
34
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
ruina de los pueblos es el desinterés del pueblo por los asuntos
cívicos o por el bien común. “Un cuerpo ciudadano [interpreta
y parafrasea Skinner a Maquiavelo] puede perder su virtú —y
con ello su interés por el bien común— al perder conjuntamente su interés en la política, haciéndose perezoso e inepto para
toda actividad propia de un virtuoso. Pero el peligro más insidioso surge cuando los ciudadanos permanecen activos en asuntos
de estado, pero comienzan a promover ambiciones personales o
lealtades partidistas a expensas del interés público. De esta manera, Maquiavelo define como corrupto un proyecto político
cuando ‘es promovido por hombres interesados en lo que pueden obtener de la república más que en el bien de ésta’”.45
Vade retro: el conflicto político es parte del orden cívico.
Para Maquiavelo, el orden civil es la esfera de la libertad y del
conflicto, pero también lo es de la obediencia de una máxima
cívica: la primacía del interés de la república. De esta permanente tensión entre libertad y acatamiento depende la grandeza
de una ciudad.
Hobbes: la racionalidad del conflicto
Si Maquiavelo demuestra la conveniencia de la libertad y
del conflicto político en la construcción del orden civil, Hobbes
se encarga de probar la racionalidad del conflicto.
Conocedor de los clásicos —tradujo al inglés la Iliada y la
Odisea—, Hobbes se interesa por interrogar la naturaleza humana y a partir de ello arribar a una posible respuesta acerca de
cómo dejar atrás el estado de naturaleza, definido como una permanente guerra de todos contra todos.
Opuesto por completo a la armonía platónica del cosmos,
para Hobbes la condición natural de los hombres abona el campo
para el conflicto. En el muy conocido capítulo XIII del Leviatán,
Hobbes afirma que “la naturaleza ha hecho a los hombres iguales en las facultades del cuerpo y del espíritu”; de esta igualdad
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
35
de condiciones se desprende la “igualdad de esperanza”, es decir,
el hecho de que varios hombres puedan desear los mismos bienes y para conseguirlos empleen medios semejantes: “Esta es
la causa de que si dos hombres desean la misma cosa, y en
modo alguno pueden disfrutarla ambos, se vuelven enemigos,
y en el camino que conduce al fin (que es, principalmente, su
propia conservación y a veces su delectación tan sólo) tratan
de aniquilarse o sojuzgarse uno a otro”.46 De la “desconfianza
mutua” en que la naturaleza coloca a los hombres, debido a su
condición de igualdad, el paso al estado de guerra es más bien
corto: “Dada esta situación de desconfianza mutua, ningún procedimiento tan razonable existe para que un hombre se proteja
a sí mismo, como la anticipación, es decir, el dominar por medio de la fuerza o por la astucia a todos los hombres que pueda,
durante el tiempo preciso, hasta que ningún otro poder sea capaz de amenazarle”.47
Visto así, el conflicto no es sino resultado de la condición
natural de los hombres, que los lleva fatalmente a una guerra
de todos contra todos, en donde “nada puede ser injusto. Las
nociones de derecho e ilegalidad, justicia e injusticia están
fuera de lugar. Donde no hay poder común, la ley no existe;
donde no hay ley, no hay justicia. En la guerra, la fuerza y el
fraude son las dos virtudes cardinales”.48 Lo que importa es la
sobrevivencia y en esa medida el conflicto —en tanto consecuencia de la naturaleza, esto es, de ese “arte con que Dios ha
hecho y gobierna el mundo”, Hobbes dixit— aparece como
una estrategia racional de los hombres por conservar su vida
(conatus-endeavour).
A Hobbes no le preocupa demostrar la existencia empírica
de tal estado de naturaleza —aunque refiere, como ejemplo,
algunos “pueblos salvajes en varias comarcas de América”. Más
que histórica, su argumentación es teórica. Por ello a partir de
este supuesto Hobbes sostiene que en el estado de naturaleza
los hombres viven sin seguridad, con zozobra, temor y descon-
36
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
fianza permanentes hacia el resto de los hombres. Además, en
la guerra no florece la economía: “En una situación semejante
[se refiere a la guerra] no existe la oportunidad para la industria,
ya que su fruto es incierto; por consiguiente no hay cultivo de
la tierra ni navegación, ni uso de los artículos que pueden ser
importados por mar, ni construcciones confortables… ni conocimiento de la faz de la tierra ni cálculo del tiempo, ni artes,
ni letras ni sociedad”.49 En una palabra, en el estado de naturaleza la vida se empobrece, se arruina, se marchita.
Son estas circunstancias, precisamente, las que llevan a los
hombres a optar, racional e instintivamente, por la paz. Y es
que para Hobbes el hombre no es sino la suma natural de sus
deseos y sus razones. Debido a esta naturaleza es que el hombre tiende a la paz, pues en ella encuentra incentivos que satisfacen tanto sus pasiones como su racionalidad: “Las pasiones
que inclinan a los hombres a la paz son el temor a la muerte, el
deseo de las cosas que son necesarias para una vida confortable, y la esperanza de obtenerlas por medio del trabajo”.50
Racionalmente, los hombres aceptan la paz por ser resultado de la lex naturalis,51 que se define como un precepto, creado
por la razón, que “prohíbe a un hombre hacer lo que puede
destruir su vida o privarle de los medios de conservarla; o bien,
omitir aquello mediante lo cual piense que pueda quedar su
vida mejor preservada”. En el fondo, la diferencia entre derecho y ley natural condiciona de diferente forma la libertad del
hombre. En el primero, el hombre conserva el derecho de hacer lo que le plazca, incluso y desde luego la guerra; en el segundo, abdica de ese derecho —a través de un contrato— en
beneficio de la civitas, de un poder soberano (que reside en una
asamblea de hombres o en un solo hombre).
Por la vía del conflicto Hobbes nos conduce a la construcción de un orden político resguardado por el poder del
Leviatán (esa serpiente de mar, “gigantesca y escamosa”, que
aparece en diversos pasajes de la Biblia: Salmos 104, 26; Job
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
37
41, 1-8; e Isaías 27, 1) y a la que Hobbes recurre como metáfora del Estado.
Antes que el orden, para Hobbes está el conflicto como
condición previa a la formación del consenso fundacional que
posibilita el contrato social, sobre el cual se sostiene el establecimiento político.
Quizás Maquiavelo y Hobbes no sean los únicos en dar
con una de las preguntas centrales en la historia de los últimos
cinco siglos, acerca del gobierno secular de los hombres, pero
acaso son los primeros en proponer respuestas. Por la vía de la
crítica a la idea de orden y armonía cósmica o universal (esto
es, el camino alterno a la tradición platónico-aristotélica y la
visión teológica hegemónicas), Maquiavelo y Hobbes ofrecen
una solución secular —en tiempos donde aún persistía la escolástica— a una cuestión central: cómo crear y sostener un orden civil estable, legítimo y racional.
A partir de interrogarse acerca de la naturaleza de los hombres, Hobbes y Maquiavelo advierten —por caminos distintos— la inevitable conflictividad en las relaciones sociales y,
en consecuencia, atisban los riegos y contingencias que deberán sortear los órdenes políticos construidos sobre esa compleja tensión entre libertad y obediencia hacia la civitas.
En adelante, la teoría política ha ofrecido diferentes respuestas acerca de la libertad de los individuos, de su autonomía, sus intereses, derechos y deberes frente al Estado, lo cual
ha determinado, en buena medida, tanto la fisonomía de los
diferentes regímenes políticos, incluido, desde luego la democracia, como la forma en que éstos han asimilado la política, el
conflicto, el disenso y la diferencia.
Entre las diversas tradiciones de pensamiento involucradas
en esta discusión, en los últimos dos siglos el liberalismo se
convirtió en una corriente hegemónica dentro del debate y la
práctica democráticas. Arribamos, pues, a un tema central en la
discusión contemporánea: democracia liberal y conflicto.
38
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
Democracia liberal
Por descontado: la democracia que emergió de la Revolución francesa no era la misma (me refiero, se entiende, a sus
principios, su filosofía) que aquella que había sido consumida
por el fuego del Peloponeso hacia siglos en Grecia. Además de
moderna, esta incipiente democracia asumió el apellido liberal.
Una de las diferencias torales entre ambos modelos democráticos (el antiguo y el moderno) fue atinadamente identificada hace casi dos siglos por Benjamín Constant, quien durante
su célebre discurso ante el Ateneo Real de París (1818), apuntaba que “el fin de antiguos era la distribución del poder político entre todos los ciudadanos de una misma patria: ellos
llamaban a esto libertad. El fin de los modernos es la seguridad
en los goces privados; ellos llaman libertad a las garantías acordadas por las instituciones para estos goces”.52
A partir de las revoluciones estadounidense y francesa el
discurso y la práctica democráticas asumieron nuevos contenidos, nuevas rutas. Sobre todo hacia la primera mitad del siglo
XIX, el liberalismo —a través de teóricos como Stuart Mill,
Bentham, Tocqueville, Constant, Madison— definió su propio
itinerario, sus principios y valores, que con el tiempo fueron acogidos por la democracia; lo cual al cabo de casi dos siglos terminó por diluir las fronteras entre la democracia y el liberalismo.
Sobre esta compleja relación Sartori ha advertido que “desde
mediados del siglo pasado los ideales liberales y democráticos se
han fundido y, de esa forma, han llegado a confundirse. El momento
histórico favorable que les unió borró sus caracteres respectivos, por
no mencionar sus fronteras. Sus atributos cambiaron, y continúan
variando en función de si lo que le preocupa al autor es mantener
la democracia dentro de la órbita del liberalismo o destacar la
integración del liberalismo a la democracia”.53
La democracia se convirtió, así, en un invento liberal. Pese a
los esfuerzos de los jacobinos franceses por mantener la moviColección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
39
lización masiva como fórmula ideal de la democracia (démocratie
pure), la toma de las decisiones a cargo de grandes asambleas de
ciudadanos, etcétera, antes de que el siglo XVIII concluyera las
circunstancias los desbordaron: “La imposibilidad de mantener
una movilización permanente, la imposición forzada, a través
de medidas policiales, de los valores de la virtud y la austeridad
republicana, la desorganización de la actividad económica debido a las exigencias de la seguridad y la defensa estatales y la
persecución de la fe religiosa tradicional en nombre de una nueva fe republicana fueron factores decisivos en el derrumbe de
la dictadura jacobina en el verano de 1794”.54
El Reinado del terror, que le siguió a la Revolución francesa, generó aún más escepticismo entre algunas naciones acerca
de la democracia. Tras la caída de los jacobinos (cuyo icono no
podría ser otro que la decapitación de Robespierre), los liberales tomaron la estafeta de la democracia con la idea —casi consigna— de garantizar la libertad y seguridad de los individuos
frente al poder.
La experiencia francesa habría resultado traumática. Así
que durante las primeras décadas del siglo XIX la democracia
fue definida por el liberalismo. Entre sus rasgos más conspicuos,
que han prevalecido —con algunas modificaciones— a lo largo de los dos últimos siglos y que se encuentran en el centro del
debate contemporáneo sobre la democracia podemos señalar
los siguientes:
a. Representación: la frontera del demos
Se trata de una diferencia de fondo, por decir el quid, entre
los antiguos y los modernos: autogobierno o gobierno de representantes, democracia directa o indirecta. Aunque parece una
polémica superada, desde el siglo XVIII algunos clásicos y
contrastantes entre sí, como Rousseau, Weber, Schmitt,
Schumpeter, y más recientemente Arendt y Castoriadis, han
40
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
defendido la idea ateniense que desconoce el principio de representación democrática.5 5
Hace más de dos siglos que Rousseau, en el Contrato Social,
sostenía que los hombres libres eran aquellos capaces de gobernarse a sí mismos. De allí su crítica al pueblo inglés, que
“sólo es libre —ironizaba, en el capítulo 15, libro III— durante
la elección de los miembros del Parlamento; tan pronto como
los miembros son elegidos, el pueblo es esclavizado; queda reducido a nada”. Pero Rousseau no fue el único ilustrado en
advertir el problema de la representación “democrática”. Liberal de probada fe, Benjamín Constant, por su parte, advirtió
que la representación, con elecciones periódicas, resultaba un
mal menor ante las dificultades que planteaba gobernar naciones de gran extensión territorial y muy pobladas, lo cual
imposibilitaba la democracia directa, y, sobre todo, frente al
creciente desinterés general por los “negocios públicos”.
Incluso John Stuart Mill admitió: “[…] es evidente que el único gobierno que puede satisfacer plenamente todas las exigencias
del Estado social es aquel en el que participa todo el pueblo; que
es útil para cualquier participación, incluso en la función pública
más pequeña, que la participación debe ser tan amplia como lo
permita el nivel de desarrollo de la comunidad; y que en última
instancia, lo mínimo que puede desearse es que todos sean admitidos a compartir el poder soberano del Estado”.56
Hace unos cuantos años, Cornelius Castoriadis, detrás de
las huellas de Hannah Arendt, advirtió: “Desde el momento en
que hay ‘representantes’ permanentes, la autoridad, la actividad y la iniciativa políticas son arrebatadas al cuerpo de los
ciudadanos para ser asumidas por el cuerpo restringido de los
‘representantes’, quienes las emplean a fin de consolidar su propia posición y crear condiciones capaces de influir de muchas
maneras en el resultado de las próximas ‘elecciones’”.57
Pese a las reconocidas bondades de la democracia directa
o “popular”, uno de los problemas con este régimen era —seColección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
41
gún Madison— que resultaba “incompatible con la seguridad
personal y los derechos de propiedad”. En el fondo ese era el
principal riesgo de la democracia directa. La historia inglesa de
los siglos XVII y XVIII, aún incluso la estadounidense posterior a
su independencia, aportan suficientes evidencias: “Los pobres,
‘la plebe o escoria del pueblo’ como Henry Fox, padre de Charles James, los llamó alguna vez, eran considerados no sólo totalmente incapaces de gobernar, por ser ignorantes y carentes
de independencia que supuestamente confería la propiedad, sino
incluso una amenaza a la libertad”.58
No hay, pues, reconciliación posible ni síntesis entre ambas posiciones. La diferencia es de origen, determinante, fundamental…, tanto como la distancia y aversión que priva entre
ambas: el mencionado Alexander Hamilton —”padre fundador” de Estados Unidos—, expresaba horror por la democracia
“popular”: “Es imposible leer —afirma Hamilton en El Federalista— sobre las pequeñas repúblicas de Grecia e Italia sin
experimentar sentimientos de horror y disgusto por las agitaciones de las que continuamente eran presa, y por la sucesión
rápida de revoluciones que les mantenía en un estado de perpetua incertidumbre entre las condiciones extremas de la tiranía y la anarquía”.59
En su origen, la defensa liberal del principio de representación política democrática no fue sino una reacción frente a la
movilización de las masas (que fue identificada como democracia popular) y más tarde —a mediados del siglo XIX, señaladamente
con la revolución de 1848— ante las reivindicaciones sociales
expresadas por los nuevos pobres, la clase obrera. “Las pasiones de las masas”, como trataba de explicar Tocqueville a los
diputados franceses al comenzar 1848, se habían desbordado
de lo político a lo social, lo que se traducía —según los observadores de la época—60 en una amenaza a la propiedad.
En el fondo, el alegato liberal en favor de la democracia
representativa se sostenía en la contención de las “pasiones de
42
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
la masa”, léase los pobres —de los mismos que hablaban
Aristóteles, Tomás de Aquino, Madison y compañía—, a efecto de mantener en el campo de la política el concepto de igualdad. Tales han sido las razones de fondo, poco confesables, por
lo que el argumento más socorrido hasta la actualidad sigue
siendo el que encuentra en la dimensión geográfica y demográfica de las naciones modernas el obstáculo infranqueable para
la democracia directa: esa es la conclusión a la que arriba —en
su segundo volumen sobre la democracia— Sartori, al abordar
el tema: “[…] diría que la democracia basada en la participación personal sólo es posible bajo ciertas condiciones; y, en
consecuencia, cuando no se dan esas condiciones, la única posibilidad es la democracia representativa”.61 Las “condiciones”
que Sartori refiere son materiales, técnicas, es decir, cómo poder reunir la decisión de millones de personas separadas por
miles de kilómetros, de forma cotidiana. Detrás de la inexistencia de estas “condiciones” que permitan la participación
mayoritaria desaparece, se neutraliza —me parece— el debate
en términos políticos, de ciudadanía, de derechos entre la participación y representación política.
Sin rodeos, durante los últimos dos siglos los defensores
de la democracia representativa no han conseguido disimular
suficientemente sus verdaderos temores y recelos sobre la democracia directa: “Era un pretexto argumentar —sostiene
Norberto Bobbio— que el defecto de la democracia ciudadana fuese el desencadenamiento de las facciones y recordaba
el antiguo y siempre presente desprecio del pueblo por parte
de los grupos oligárquicos: las divisiones entre facciones contrapuestas se habrían reproducido bajo formas de partidos en
las asambleas de representantes. Lo que en cambio constituía
la única y sólida razón de la democracia representativa objetivamente eran las grandes dimensiones de los Estados modernos, comenzando por la misma unión de las trece colonias
inglesas”.6 2
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
43
Por justicia e historia, habría que reconocer que no sólo los
liberales y la burguesía resolvieron algunas de sus preocupaciones y temores. A mi juicio, la defensa del principio de representación democrática atendía, en efecto, a las canonjías que la
clase que se encargó de enterrar a las monarquías deseaba conservar, pero también es cierto —la historia de los últimos dos
siglos ofrece un compendio de evidencias irreprochables— que
la representación y la delegación de facultades políticas que
sostiene la democracia indirecta ha resuelto algunos de los grandes problemas que desde el siglo XIX planteó una sociedad
crecientemente desinteresada, atomizada, y un gobierno al que
no le disgustaba capitalizar ese desinterés ciudadano.
La consolidación del principio de representación democrática no fue resultado de la conjura de una clase minoritaria (la
de los propietarios) contra la mayoría, al menos no por completo; sino que se convirtió en la fórmula idónea de participación
política en sociedades individualistas, preocupadas más por los
asuntos privados, donde el gobierno dejó de significar comunidad y la República se convirtió en el paradero habitual del discurso político y patrimonio de unos cuantos, especialistas de la
política.
b. Gobierno de mayoría: ¿cantidad o calidad?
Manda la mayoría pero gobierna una minoría. El argumento final, el que cuenta, es el número de votos o ciudadanos para
formar mayorías. Bajo esa regla funciona la democracia liberal.
Así se construyen consensos. Así se gobierna. Se trata de una
de las reglas democráticas fundamentales, una regla que durante los siglos XVIII y XIX dividió a liberales y demócratas, que
despertó los temores —muy a flor de piel— de los liberales
más reputados.
Memorioso, Charles Maier nos recuerda que “Después de
la Revolución francesa, la democracia significaba, por lo me-
44
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
nos, que el número era el recurso principal de la política. La
cantidad contaba, ya fuese en el recuento de votos o en la ocupación de las calles”.63
Como lo veo, esta regla de la mayoría plantea dos problemas capitales para la democracia liberal: a) la relación entre la
mayoría y las minorías, que en el fondo no es sino el problema
acerca de la libertad individual que tanto preocupaba a
Tocqueville, Stuart Mill, Madison, etcétera, y b) la preeminencia
de la cantidad de ciudadanos sobre la calidad de ciudadanía; reivindicación más propia del republicanismo cívico —que tendría su
origen moderno en el Maquiavelo de los Discursos de la primera
década de Tito Livio— y de la democracia radical.
Hace más de dos siglos que los más liberales y críticos hacia la democracia, como Tocqueville y Mill, advirtieron acerca
de la tiranía de la mayoría, de las sutilezas con las que se desplegaba este absolutismo moderno. No dejan de sorprender las severas críticas de Tocqueville hacia la democracia en América, y aún
más cuando se les encuentra en la misma obra en la que no
escatima reconocimientos para esa democracia. Por ello vale la
pena citarle en extenso:
En los Estados Unidos la omnipotencia de la mayoría al
mismo tiempo que favorece el despotismo legal del legislador, favorece también la arbitrariedad del magistrado. La mayoría, al ser dueña absoluta de hacer la ley y de
vigilar su ejecución, al tener un control igual sobre los
gobernantes y sobre los gobernados, considera a los funcionarios públicos como sus agentes pasivos y descarga
con gusto sobre ellos el cuidado de servir sus designios.
No entra pues de antemano en el detalle de sus deberes
y apenas se toma el trabajo de definir sus derechos. Los
trata como podría ser un amo con sus servidores, si,
viéndoles siempre actuar bajo su mirada, pudiera dirigir
o corregir su conducta a cada instante.
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
45
[…] Cadenas y verdugos constituían los groseros instrumentos que empleaba antaño la tiranía; pero en
nuestros días la civilización ha perfeccionado incluso
al mismo despotismo que, no obstante, parecía no tenía
nada más que aprender. Si Norteamérica no ha tenido
todavía grandes escritores no tenemos que buscar las
razones en otra parte: no existe genio literario sin libertad de espíritu y en Norteamérica no existe libertad de
espíritu. […] En Norteamérica no se condena a nadie
por escribir libros licenciosos; mas nadie se siente atraído a escribirlos. […] Si alguna vez se pierde la libertad
en Norteamérica habrá que achacarlo a la omnipotencia
de la mayoría, que habrá llevado a las minorías a la desesperación y les habrá obligado a recurrir a la fuerza material. Se verá entonces la anarquía, pero esta llegará
como consecuencia del despotismo.64
Para la democracia liberal, la relación entre mayorías y minorías ha sido materia prima de las reservas más comunes, de
los temores más recurrentes, de las discusiones más extendidas. 65 Desde Rousseau —quien cuestionaba: “¿cómo un
hombre puede al mismo tiempo ser libre estando obligado a
adaptarse a voluntades que no le son propias?”— hasta Sartori
(quien interroga “¿cómo es que el dominio de la mayoría acaba
por ser el gobierno de una minoría?”), esta tensión entre gobierno mayoritario (representado por unos pocos) y las diferentes minorías, sigue siendo —política y teóricamente— un
flanco vulnerable para los regímenes democráticos.
La solución liberal ha sido la adopción de instituciones y
leyes que fijen los límites del poder público —que empieza en
la división de poderes y llega hasta el reconocimiento de garantías civiles— frente al individuo (su libertad, sus derechos, sus
propiedades). Se trata, según Sartori, de “evitar que se conceda
todo el poder a mayorías o minorías”. Al final, un asunto de
46
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
equilibrios y contrapesos que, con todo, mantiene la tensión
social y política entre mayorías y minorías y que sigue sin resolver preguntas que hace dos siglos esperan respuestas: “¿Cómo
puede —la duda razonable es de Rousseau— la minoría opositora ser al mismo tiempo libre y estar sujeta a leyes a las que se
opone?”.
Por lo demás, la formación de mayorías comporta, como
apunté, otro problema acaso igualmente complejo: más que la
calidad de los ciudadanos (su compromiso con la polis o la
civitas), en la democracia liberal importa la cantidad de ciudadanos; interesa más el número de votos que respalden alguna
decisión, que el contenido de esa decisión. La democracia avanza
como procedimiento, pero pierde en contenido: no siempre se
impone lo más racional ni lo más justo. También las masas se
equivocan, ejemplos sobran: la negación de los derechos humanos y civiles de diversas minorías étnicas, como lo hizo durante más de un siglo la democracia estadounidense con los
negros y asiáticos; como lo hicieron, también, gran parte de las
naciones democráticas con la conculcación del sufragio femenino, etcétera.
Está claro que esta crítica a la democracia como un gobierno de mayoría no se sostiene en la idea platónica de un gobierno de los “pocos mejores”, sino en advertir los riesgos siempre
latentes de una racionalidad que tiende a estimular la cantidad
por encima de la calidad, lo que puede conducir —lo ha hecho— a la omnipotencia de una mayoría que convierte sus decisiones en verdad y derecho, peligro que según Hannah Arendt
los griegos pudieron sortear gracias a la paideia, a través de la
cual a los ciudadanos se les “entrenaba” para que se formaran
un buen juicio66 sobre los muy diversos asuntos relacionados con
la polis; esto es, que cada decisión adoptada por los ciudadanos
considerara los efectos que provocaría en la comunidad, los
fines últimos, su impacto en la dignidad de los hombres y en la
vida de la polis.
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
47
c. Facciones e intereses: la pluralidad democrática
Herencia del liberalismo, la democracia es multiplicación
de fracciones e intereses, acaso este es uno de los mayores aportes de la filosofía liberal a la democracia: el pluralismo.
Al igual que la democracia, en su origen y durante varias
décadas los partidos políticos fueron vistos con recelo, incluso con abierto temor, lo mismo en Francia que en Inglaterra y
Estados Unidos. Cárdenas Gracia ha resumido con tino este
largo periodo: “No obstante la defensa de Edmund Burke [a
finales del siglo XVIII], a los partidos se les siguió viendo durante mucho tiempo con desconfianza. Los revolucionarios
franceses los rechazaron apoyados en la incompatibilidad de
los partidos con la teoría rousseauniana de la voluntad general, o con la nueva idea de la soberanía nacional, según la cual
cada diputado representa directamente y sin mediación alguna a la totalidad de la nación. En Estados Unidos de
Norteamérica, los Padres Fundadores como Madison o el propio Washington condenaron a los partidos por considerarlos
facciones. No fue sino hasta bien entrado el siglo XIX cuando
los partidos fueron aceptados positivamente, y sólo después
de la Segunda Guerra Mundial, luego de grandes debates teóricos
y políticos cuando comenzó su proceso de constitucionalización
en el mundo entero”.67
Pese a la suspicacias y temores que generaban las facciones y sus particulares intereses, el debate sobre la existencia de
los partidos políticos pronto condujo a los liberales a un callejón sin salida: ¿cómo negar la presencia de los partidos políticos cuando éstos expresaban los múltiples intereses de los
individuos y, por extensión, sus derechos a opinar y participar
en los asuntos públicos? El liberalismo se mordía la cola. ¿Acaso
no era el liberalismo aquel régimen en el que los individuos a
cambio de ceder un poco de su libertad conseguían buenas dosis de seguridad, de derechos frente al poder público?
48
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
El mismo Madison terminó por aceptarlo: la “confrontación entre opiniones”, las “pasiones encontradas”, los conflictos de interés y la formación constante de “facciones rivales y
contrapuestas” resultaban inevitables en la medida en que encontraban su “semilla en la naturaleza humana”, en ese deseo
de poder que motiva la animosidad entre los hombres: “Tan
fuerte es esta propensión de la humanidad —admite Madison
en el décimo escrito de El Federalista— a caer en la animosidad
mutua que, cuando se nos presenta una ocasión importante, las
distinciones más frívolas y caprichosas han sido suficientes para
encender sus pasiones poco amistosas y excitar los conflictos
más violentos”.68
Más que evitar la expresión de los muy diversos intereses
de los múltiples grupos de la sociedad, Madison arribó a la conclusión obligada: encontrar una forma para controlar “la violencia entre las facciones”, para conjurar las guerras intestinas
que acaban con las naciones.
La solución era obvia y estaba en los partidos políticos: la
institucionalización del conflicto. “El partido convertía la política en un medio de vida predecible y en un instrumento de
gobierno, y además realizaba otra función: transformar a la
oposición, desde la conspiración hasta un modo de disensión
aceptable. En efecto, el partido transformaba una rivalidad
virulenta y potencialmente letal en un antagonismo cotidiano
y tolerable entre los que estaban en el poder y los que aspiraban a estarlo”.69
Arribamos, pues, a la ineludible irrupción del pluralismo
como garantía civil y, al mismo tiempo, como mecanismo de gobierno para administrar el disenso. De eso se trataba la creación
de un sistema electoral con partidos políticos regulares: del reconocimiento institucional de la diversidad y de la oposición. A
través de la vida partidaria se garantiza la expresión, opiniones,
intereses, etcétera, de las diversas franjas que constituyen el cuerpo
de ciudadanos. “Sólo a medida que se desarrollaron los partidos
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
49
y los sistemas de partidos durante el siglo XIX se dieron cuenta y
llegaron a reconocer que un consenso pluralista, o (según el énfasis)
un disenso pluralista, no sólo era compatible, sino también benéfico para un buen sistema político”.70
El conflicto aparecía, entonces, como corolario de la pluralidad social y política; sin embargo, su asimilación en ciertas
democracias contemporáneas no fue del todo satisfactoria: la
contingencia y el riesgo permanente que supone una sociedad
plural y diversa fueron motivo suficiente para que algunos
regímenes democráticos inhibieran el disenso y la oposición.
Acaso ello explica, como sugiere Pasquino, porqué en algunas
democracias actuales hay “demasiada poca” oposición.71 Al
final, parecería que se reconoce el pluralismo pero no se aceptan por completo sus consecuencias: el conflicto.
d. El costo de la democracia: conflicto y disenso
No habría por qué regatearle al liberalismo —a sus teóricos más conspicuos, a los primeros gobiernos surgidos de esa
filosofía— el mérito de haber introducido el pluralismo e incluso el conflicto (que más tarde algunos regímenes políticos
tratarían de limitar) como un elemento constitutivo de la
democracia contemporánea. Defensor de la libertad individual,
hace tiempo que Stuart Mill ofrecía argumentos contundentes:
“Ninguna comunidad ha progresado permanentemente sino
aquella en la cual tuvo lugar un conflicto entre el poder más
fuerte y algunos poderes rivales; entre las autoridades espirituales y las temporales; entre las clases militares y el pueblo;
entre los ortodoxos y los reformadores religiosos”.72 Con todo,
a juzgar por la práctica cotidiana de la democracia ni Stuart
Mill ni otros liberales pudieron convencer a todos los gobiernos de honrar, a cabalidad, este fundamento democrático.
Ello explica porqué a lo largo del siglo XX una de tradiciones teóricas más fértiles fue aquella que se construyó como
50
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
crítica a la democracia y que se extiende desde Weber, Schmitt,
Schumpeter, Arendt, Castoriadis, Macpherson, hasta las aportaciones más recientes de Mouffe, Laclau, Rödel, Dubiel,
Bosteels, entre otros, identificados algunos con el
republicanismo cívico y la democracia radical, que reivindican,
por caminos distintos, la política como un espacio no de reconciliación sino como el locus de la construcción de una ciudadanía ampliada por sus diferencias y avenida a un orden siempre
relacionado con la idea de comunidad.
A través de sus críticas, todos estos autores advirtieron
de los riesgos permanentes de la democracia. Max Weber, por
ejemplo, expresaba sus temores acerca de que los procesos
electorales se convirtieran en correas de transmisión de las
emociones de esa masa que sólo “piensa hasta pasado mañana”. Más radical y muy cerca de la extrema derecha, Carl
Schmitt, en su crítica al parlamentarismo, colocaba el dedo
en lo que para algunas democracias parece una herida: “Toda
democracia real se basa en el hecho de que no sólo se trata a
lo igual de igual forma, sino, como consecuencia inevitable, a
lo desigual de forma desigual. Es decir, es propio de la democracia, en primer lugar, la homogeneidad, y, en segundo lugar
—y en caso de ser necesaria— la eliminación o la destrucción
de lo heterogéneo […] El poder político de una democracia
estriba en saber eliminar o alejar lo extraño y desigual, lo que
amenaza la homogeneidad”.73
Según lo veo, para entender estas tensiones y contradicciones entre el reconocimiento del pluralismo y la diversidad (que
tiene su origen en la semilla del liberalismo que es, precisamente, el respeto de la libertad individual) y la dificultad para
procesar el conflicto y el disenso, habría que admitir que la
pluralidad fue una consecuencia —prevista o no— de la forma
que asumió la democracia liberal, es decir, al fomentar la libertad y el individualismo, a la democracia liberal le resultó
particularmente complicado arribar a consensos y decisiones
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
51
colectivas ineludibles para gobernar, ello ha generado una tensión mayor entre la pluralidad y la capacidad de gobierno.
Por ello siempre está latente la posibilidad de acabar de un
solo golpe (como por mandato, a través de la dictadura o por
medio de la omnipotente mayoría) con el proceso plural de toma
de decisiones que implica la tarea de gobernar. Sin embargo,
echar mano de esta posibilidad conduce a la negación de uno
de los fundamentos liberales, que es el respeto a la libertad de
los individuos, y al ocaso del régimen democrático.
Durante los dos últimos siglos, los regímenes políticos nacidos de la relación entre liberalismo y democracia han tenido
que lidiar con los retos políticos que implica gobernar —en
términos de mantener la viabilidad política, económica y social— una nación donde se reconoce la pluralidad y se respetan
las libertades individuales, una sociedad configurada en la diversidad y el desinterés hacia la política y la república, una sociedad de free riders (para emplear el término de la sociología
política estadunidense).
Por lo demás, esta tensión ha generado algunas contradicciones históricas en el seno de las democracias, por ejemplo,
fomentar la libertad individual pero estrechar las posibilidades
de disentir y la capacidad para oponerse frente al consenso mayoritario. Ha conducido, por otro lado, al olvido sistemático de
esa antigua tradición que hacía de la república un fin colectivo,
el lugar simbólico del bien común; olvido que, según la severa
descripción de Macpherson, ha convertido a la democracia en
“un mecanismo de elección y legitimación de gobiernos, no un
tipo de sociedad ni un conjunto de fines morales; […] un
mecanismo consistente en el enfrentamiento entre dos o más
conjuntos autoescogidos de políticos (élites), organizados
en partidos políticos, que compiten por los votos que los habilitarán para gobernar hasta las próximas elecciones”.74
Bajo estas condiciones, el ejercicio de gobierno se ha convertido en un oficio de alto riesgo. Como sea, ha pasado sufi-
52
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
ciente tiempo para asumir que, en el fondo, las democracias
son sociedades de riesgo cotidiano, que su naturaleza plural
implica conflicto.
Para acabar, pluralismo y conflicto son caras de una misma moneda. Respetar la pluralidad implica enfrentar los conflictos que
de ella se derivan. Apostar por una cara, es apostar por las dos.
Conclusión
A la República del orden no se llega por unanimidad ni
cerrando las puertas de la pluralidad. La gobernabilidad de una
nación no depende del número de conflictos sino de sus métodos para resolverlos.
El conflicto no es el principio del fin para un régimen político, no es el camino hacia la crisis; y cuando lo es, no hace sino
expresar las diferencias sociales, su intensidad, su antagonismo.
Ocultar el conflicto no lo resuelve. Hace más de dos siglos
que los liberales, tras discutirlo, se convencieron de ello. Así
que habría que empezar a desacralizar los lugares comunes y
asumir el conflicto con todos sus riesgos y potencialidades. Desde
luego, nadie supone —al menos no es mi caso— que sea una
tarea sencilla y de corto plazo. Todo lo contrario. La historia
(de la que he tratado de dar aquí una vaga idea) nos revela que
las contradicciones y tensiones por las que atraviesan algunas
democracias actuales tienen su origen en ese complejo proceso
de articulación entre la democracia y el liberalismo, del cual
resultó una forma de práctica democrática muy distinta a aquel
referente clásico que se convirtió en modelo.
Si me he referido a la difícil construcción de la democracia
es para decir que la democracia no es lo que fue, sino lo que
decidimos que fuera. Después de todo, “la democracia —como
dice Dunn— es el nombre de lo que no podemos tener, pero que
sin embargo no podemos dejar de desear”. Si es así, podemos
hacer de la democracia una realidad más cercana a nuestras
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
53
aspiraciones, en donde la pluralidad y el conflicto no sean experiencias traumáticas.
Un buen comienzo sería —sólo es una intuición— observar la cuestión en perspectiva, trascender coyunturas, y para
ello conviene echar mano —como lo hicieron Maquiavelo y
tantos otros— de la historia, esa lección que nos permite poner
cada cosa en su lugar. El apretado recuento histórico que intente plantear en unas cuantas páginas me parece suficiente
para demostrar algo que por obvio puede pasar inadvertido: la
democracia es un invento demasiado joven para confiar o desconfiar de él. Si bien lo vemos, el ensayo ateniense duró apenas
unas cuantas décadas; a las que le siguieron siglos de ausencia
de la democracia. Por tanto, la democracia es un proceso en
plena construcción, inmaduro, perfectible y que parece no tener fin.
Lo que sí ha demostrado en poco tiempo la democracia es
su superioridad ética frente a cualquier otro régimen político.
En buena medida, esa superioridad se sostiene en el régimen
de libertades civiles, en el reconocimiento de la pluralidad, su
respeto al disenso y la diferencia que la caracterizan. Como en
ningún otro régimen, en un orden democrático la oposición tiene el derecho a tener derechos. En una dictadura quien disiente
está condenado a la extinción o, en el mejor de los casos, a la
exclusión.
La democracia es, pues, la apuesta por expresar el conflicto de forma abierta: de allí su fortaleza y su vulnerabilidad.
Una apuesta a la que no podemos renunciar: la democracia ha
de seguir siéndolo a condición de su democratización permanente, es decir, a condición de persistir cotidianamente en el
reconocimiento de la pluralidad y su corolario, el conflicto.
Para los que esperaban demasiado de ella, conviene recordar que ese “artificio” llamado democracia “no garantiza
—como afirma Fernando Savater en Política para Amador—
más aciertos que los habituales cuando manda uno solo o unos
54
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
pocos; ni tampoco mejores leyes, ni mayor honradez pública,
ni siquiera más prosperidad”. Para aquellos que desconfían de
ella, Savater contesta: “Lo único garantizado en la democracia
es que habrá más conflictos y menos tranquilidad (suele decirse
que ‘tranquilidad’ viene de tranca: los despotismos y las tiranías no dejan moverse ni a una mosca). Pero el griego prefería
discutir con sus iguales que someterse a los amos: prefería disparates elegidos por él que disfrutar de aciertos impuestos por
otro; quería inventar las leyes de su ciudad y poder cambiarlas
si no funcionaban bien, en vez de someterse a los mandamientos inapelables fueran naturales o divinos”.
Para eso sirve el referente griego, como hace Savater: para
servirse de él. La práctica ateniense de la democracia —eso
que se suele llamar “democracia griega”— no debe ser un modelo ni un recetario, sino una fuente, un lugar donde se va a
aprender. Quizás, como ha propuesto Castoriadis, un germen que
podemos hacer crecer en nuestras sociedades.
Como los antiguos, los modernos podemos apostar por la
construcción de una ciudadanía ampliada por sus diferencias,
sus actores y temas antes excluidos de esta noción central en la
democracia.
Por último, si tuviera que echar mano de una metáfora para
ilustrar lo que viene, recurriría a la figura de Sísifo para sugerir
que debiéramos observar la construcción democrática en una
sociedad plural como uno de esos trabajos perennes, pero con
sentido, a los que los dioses condenaron a Sísifo —” el más
sabio y prudente de los mortales”, nos recuerda Albert Camus—,
ese rebelde que encadenó a la Muerte y escapó de los infiernos,
cuyo castigo —de la mano de Mercurio— fue llevar una roca a
la cima de una montaña para verla caer.75 Para nosotros, la tarea consiste —sospecho— no sólo en impedir que la roca se
venga abajo, sino en seguir empujando, juntos y sin renunciar a
nuestras diferencias ni temer al conflicto, hacia una cima que
siempre está un paso delante de nosotros.
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
55
Notas
1
Lo anterior señala la diferencia entre una gobernabilidad de viejo cuño y
una gobernabilidad democrática. VÉASE Grupo Consultor Interdisciplinario
(GCI ), “Gobernabilidad en México: I. Planteamiento y enfoques” y “II. Del
autoritarismo a la democracia”, Carta de Política Mexicana, núms. 298 y 299,
16 y 30 de agosto, 2002, respectivamente.
2
Robert A. Dahl, Los dilemas del pluralismo democrático. Autonomía versus
control, México, Alianza/CNCA , 1991, p. 16. (La primera edición, bajo el sello
de Yale University, data de 1982).
3
Alexis de Tocqueville, La democracia en América, citado en Giovanni Sartori,
Teoría de la democracia. 1. El debate contemporáneo, México, Alianza, 1994,
p. 21.
4
Sartori, ibídem, p. 33.
5
Cornelius Castoriadis, Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto,
Barcelona: Gedisa, 1988, p. 116.
6
En uno de los diálogos platónicos (Gorgias) puede leerse: “La condición
propia de cada cosa, sea utensilio, cuerpo, alma o también cualquier animal,
no se encuentra en él con perfección por azar, sino por el orden, la rectitud
y el arte que ha sido asignado a cada uno de ellos. […] Luego la condición
propia de cada cosa ¿es algo que está dispuesto y concertado por el orden?
—Yo diría que sí.” Platón, Diálogos, México, Porrúa, 1984, p. 155.
7
En 508 a. C., Clístenes reformó las instituciones políticas atenienses, que
provenían de la época de Solón, “Clístenes —explica Hornblower— sustituyó las cuatro tribus antiguas [subdivisiones del cuerpo de ciudadanos] por
otras diez nuevas, basadas en la residencia y no sólo en el nacimiento. Las
nuevas tribus estaban, a su vez, constituidas por un número fijo de demoi
[aldeas que integraban Atenas], que proporcionaban consejeros a un nuevo
Consejo de Quinientos. Los consejeros sólo podían servir como tales dos
veces en toda su vida, y en cada ocasión por el periodo de un año. Esta es la
esencia de la reforma de Clístenes.” Simon Hornblower, “Creación y desarrollo de las instituciones democráticas en la antigua Grecia”, en John
Dunn, Democracia. El viaje inacabado (508 a. C.-1993 d. C.), Barcelona,
Tusquets, 1995, p. 19.
56
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
8
En este tenor, no está de más advertir, con Sartori, acerca de la imprecisión
del concepto de ciudad-estado que se emplea frecuentemente para referir a
Esparta o Atenas: “La polis griega —afirma Sartori— no constituía en modo
alguno la ciudad-estado como acostumbramos a llamarla —porque no era
de ninguna forma un ‘Estado’. La polis era una ciudad-comunidad, una
koinonía. Así, pues, cuando hablamos del sistema griego como si fuera un
Estado democrático cometemos una incorrección terminológica y conceptual.” Giovanni Sartori, Teoría de la democracia. 2. Los problemas clásicos,
México, Alianza, 1991, p. 344.
9
David Held, Modelos de democracia, Madrid, Alianza, 1992, p. 31.
1 0 Me parece oportuno recurrir a Jaeger cuando apunta, en esa obra clásica
sobre el tema, que “Sólo en la polis es posible hallar aquello que abraza todas
las esferas de la vida espiritual y humana y determina de un modo decisivo
la forma de su construcción. Todas las ramas de la actividad espiritual, en el
periodo primitivo de la cultura griega, brotan inmediatamente de la raíz
unitaria de la vida en comunidad. […] Describir la ciudad griega equivale a
describir la vida de los griegos en su totalidad.” Werner Jeager, Paideia: los
ideales de la cultura griega, México,
FCE ,
2001, p. 85.
1 1 Los ciudadanos atenienses de esa época (siglos
VI
y
V
a. C.) estaban obligados
—no sólo por la ley sino por la tradición, la virtud, el ethos— a participar de
los asuntos de la polis; aquel que se desinteresaba de los asuntos de la polis se
convertía en atimos: perdía sus derechos políticos y además era considerado
—como lo dice Pericles en su Discurso fúnebre— “no un despreocupado, sino
un inútil”.
1 2 Cornelius Castoriadis, El ascenso de la insignificancia, Madrid, Frónesis, 1998,
p. 188-189. Las cursivas son mías: AZ.
1 3 Citado por Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso, Madrid, Gredos,
2000, Libro II, parágrafos 38-41, p. 344-348.
1 4 Ibídem, p. 188.
1 5 Jeager, op. cit., p. 458.
1 6 Enrique Serrano Gómez, Filosofía del conflicto político. Necesidad y contingencia
del orden social. México,
1 7 Epístola
VII ,
México,
FCE ,
UAM/Miguel
Angel Porrúa, 2001, pp. 50-51.
citado en George Sabine, Historia de la teoría política, 2ª ed.,
1982, p. 39.
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
57
1 8 Serrano, op. cit., p. 52.
1 9 Castoriadis, El ascenso…, op. cit., p. 163.
2 0 Véase el argumento que desarrolla en este sentido George Sabine, op. cit.,
p. 41.
2 1 Sobre el alma (psike o psyché), Jaeger explica que en el mundo helénico “es
‘objetivamente’ reconocida como el centro del hombre. De ella irradian
todas sus acciones y su conducta entera.”, Jaeger, Paideia, op. cit., p. 257.
2 2 Cynthia Farrar, “La teoría política de la antigua Grecia como respuesta a la
democracia”, en John Dunn, Democracia…, op., cit., p. 45.
2 3 Platón, Leyes, citado en Serrano, op. cit., p. 54.
2 4 Jeager, op. cit., p. 288.
2 5 Chantal Mouffe, Liberalismo, pluralismo y ciudadanía democrática, México,
I F E,
1997, p. 50.
2 6 Chantal Mouffe, El retorno de lo político. Comunidad, ciudadanía, pluralismo y
democracia radical, Barcelona, Paidós, 1999, p. 17.
2 7 Cynthia Farrar, op. cit., pp. 32-33.
2 8 En ese libro clásico que lleva como título esta palabra griega, Jaeger advierte
que “es imposible rehuir el empleo de expresiones modernas tales como
civilización, cultura, tradición, literatura o educación. Pero ninguna de ellas
coincide realmente con lo que los griegos entendían por paideia. Cada uno de
esos términos se reduce a expresar un aspecto de aquel concepto general, y
para abarcar el campo de conjunto del concepto griego sería necesario
emplearlos todos a la vez.” Jaeger, op. cit., p. 2.
2 9 Ibídem, p. 284.
3 0 Farrar, op. cit., p. 36.
3 1 “En el estado ateniense la ley no sólo era el ‘rey’, como dice el verso
entonces tan citado de Píndaro; era también la escuela de la ciudadanía.”
Jeager, ibídem.
3 2 Cynthia Farrar, op. cit., p. 37.
3 3 Acaso el mejor ejemplo de esta práctica y respeto por las leyes no sea sino la
actitud de Sócrates, quien renuncia a la oportunidad de escapar de la cárcel,
y a la postre de la muerte, al reconocer que esas leyes que lo condenan son
las mismas que lo han educado y protegido toda su vida, son las mismas que
lo constituyen y lo volvieron mejor hombre y ciudadano, las cuales incluso
58
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
le confiere la oportunidad de preservar, luego de su muerte, el buen nombre
y recuerdo (kleos).
3 4 Castoriadis, Los dominios del hombres…, op. cit., p. 131.
3 5 Biancamaria Fontana, “La democracia y la Revolución francesa”, en John
Dunn, Democracia…, op. cit., p. 120.
3 6 Charles S. Maier, “La democracia desde la Revolución francesa”, en Dunn,
ibídem, pp. 138-139.
3 7 Giovanni Sartori, Teoría de la democracia, 2. Los problemas clásicos, Madrid,
Alianza, 1991, p. 359.
3 8 Alexis de Tocqueville, La democracia en América, Madrid, Aguilar, 1971, p. 4.
3 9 John Stuart Mill, Sobre la libertad, Madrid, Alianza, 1986, p. 169.
4 0 Tan sólo en el siglo
XX,
la democracia resistió, por igual, los embates tanto de
la crítica autoritaria de principios de siglo, como de la crítica neoconservadora
de mediados de los setenta.
4 1 Sartori, ibídem, p. 345.
4 2 Nicolás Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Madrid,
Alianza, 1987, p. 189.
4 3 Enrique Serrano, Filosofía del conflicto…, op. cit., p. 54.
4 4 Quentin Skinner, “The idea of negative liberty: philosophical and historical
perspectives”, en R. Rorty. J. B. Schneewind y Q. Skinner (comps.), Philosophy
in history, Cambridge, 1984, citado en Chantal Mouffe, El retorno de lo político…, op. cit., p. 41.
4 5 Quentin Skinner, Maquiavelo, Madrid, Alianza, 1984, pp. 74-75.
4 6 Thomas Hobbes, Leviatán, 2ª ed., México, Gernika, tomo I, 2000, p. 128.
4 7 Ibídem, p. 129.
4 8 Ibíd.., p. 132.
4 9 Ibídem, pp. 130-131.
5 0 Ibíd., p. 133.
5 1 Hobbes distingue entre derecho natural (j us naturale), el cual refiere “la
libertad que cada hombre tiene de usar su propio poder como quiera, para
la conservación de su propia naturaleza, es decir, de su propia vida”; del
concepto de lex naturalis.
5 2 Benjamín Constant, De la liberté des anciens comparée à celle des modernes, citado
por Norberto Bobbio, Liberalismo y democracia, México,
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
FCE ,
2002, p. 8.
59
5 3 Sartori, op. cit., p. 45.
5 4 Biacamaria Fontana, op. cit., p. 125.
5 5 Como se puede colegir de lo planteado en la primera parte de este ensayo, la
democracia ateniense no conoció la idea de representación, es cierto que
contaban con magistrados que —como ha advertido Castoriadis— servían
a la polis no la representaban: “estos magistrados se dividen en dos categorías: los magistrados cuyas funciones implican una pericia son elegidos; y
como la ocupación, tal vez no exclusiva pero principal, de las ciudades
griegas es la guerra, la pericia más importante es la que se refiere a la guerra,
de modo que los estrategas son elegidos. Todos los demás magistrados,
alguno de ellos importantes, no lo son por elección, y se convierten en
magistrados por sorteo, o por rotación, o por un sistema que combina ambas
modalidades.”, Cornelius Castoriadis, El ascenso…, op. cit., p. 162.
5 6 John Stuart Mill, Del gobierno representativo, Madrid, Tecnos, 1985, p. 217.
5 7 Cornelius Castoriadis, Los dominios del hombre…, op. cit., p. 118.
5 8 Anthony Arblaster, Democracia, Madrid, Alianza, 1992, p. 58.
5 9 Alexander Hamilton, El Federalista, 1788, citado por Norberto Bobbio,
Liberalismo y democracia, México,
FCE ,
2002, p. 33.
6 0 VÉASE Charles Maier, “La democracia…”, op. cit., p. 141.
6 1 Sartori, Teoría de la democracia. 2. Los problemas clásicos, op. cit., p. 350.
6 2 Bobbio, ibídem, p. 34.
6 3 Maier, ibídem, p. 144.
6 4 Tocqueville, op. cit., pp. 120-122.
6 5 Acerca del interesante debate contemporáneo sobre las minorías véase Will
Kymlicka, “El nuevo debate sobre los derechos de las minorías”, en Ferran
Requejo (coord.), Democracia y pluralismo nacional, Barcelona, Ariel, 2002.
6 6 A este tema Hannah Arendt dedicó un buen número de páginas. A riesgo de
empobrecer el tratamiento que Arendt le dio, conviene reproducir —con
fines descriptivos más que analíticos— el siguiente fragmento: “El poder de
juicio descansa en un acuerdo potencial con los demás y el proceso de
pensamiento que se halla activo al juzgar no es, como en el caso del proceso
de pensamiento del razonamiento puro, un diálogo entre yo y yo mismo,
sino que encuentra siempre y primordialmente, incluso cuando estoy completamente solo a decidirme por algo, en una comunicación anticipada con
60
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
otros con los cuales finalmente tengo que llegar a algún acuerdo. Hannah
Arendt, Between past and future, Nueva York, Viking Press, 1961, p. 221.
6 7 Jaime Cárdenas Gracia, Partidos políticos y democracia, México,
I F E,
1996,
p. 16.
6 8 James Madison, The federalist papers, núm. 10, p. 18, citado en Held, op. cit.,
p. 82.
6 9 Maier, op. cit., p. 149.
7 0 Sartori, Teoría de la democracia. 1. El debate contemporáneo, p. 125.
7 1 Gianfranco Pasquino, La oposición en las democracias contemporáneas, Buenos
Aires,
EUDEBA,
1997, pp. 199 y ss.
7 2 John Stuart Mill, Considerations on representative government, citado por Bobbio,
op. cit., p. 78.
7 3 Carl Schmitt, Sobre el parlamentarismo, citado en Enrique Serrano, Consenso y
conflicto. Schmitt y Arendt: la definición de lo político, México, Interlínea, 1996,
p. 61.
7 4 C. B. Macpherson, Life and times of liberal democracy, citado en Mouffe, El
retorno…, op. cit., p. 151.
7 5 VÉASE Albert Camus, El mito de Sísifo, Obras Completas, Madrid, Aguilar,
1959, pp. 291-292.
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
61
Bibliografía:
- ARBLASTER, Anthony, Democracia, Madrid, Alianza, 1991.
- ARENDT, Hannah, Between past and future, Nueva York,
Viking Press, 1961.
______, La vida del espíritu, Barcelona, Paidós, 2002.
- BOBBIO, Norberto, Liberalismo y democracia, México, FCE,
2002.
- CÁRDENAS Gracia, Jaime, Partidos políticos y democracia, México, IFE, 1996.
- CARLYLE, A. J. La Libertad política, México, FCE, 1982.
- CASTORIADIS, Cornelius, Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto, Barcelona, Gedisa, 1988.
______, El ascenso de la insignificancia, Madrid, Frónesis/
Cátedra/Universitat de València, 1998.
______, Figuras de lo pensable, México, FCE, 2001
- COHEN, Jean L., y Andrew Arato, Sociedad civil y teoría política, México, FCE, 2001.
- DAHL, Robert A., Los dilemas del pluralismo democrático.
Autonomía versus control, México, Alianza/CNCA, 1991.
- DUNN, John (comp.), Democracia. El viaje inacabado (508
a.C.- 1993 d.C.), Barcelona, Tusquets, 1995.
- HELD, David, Modelos de democracia, Madrid, Alianza, 1992.
- HÉLLER, Ágnes y Ferenc Fehér, El péndulo de la modernidad. Una lectura de la era moderna después de la caída del comunismo, 2ª ed., Barcelona, Península, 2000.
- HOBBES, Thomas, Leviatán, 2ª ed., México, Gernika, tomo
I, 2000.
- JEAGER, Werner, Paideia: los ideales de la cultura griega, México, FCE, 2001.
- LOAEZA , Soledad, Oposición y democracia, México, IFE ,
1996.
- MAQUIAVELO, Discursos sobre la primera década de Tito Livio,
Madrid, Alianza, 1987.
62
Alfonso Zárate Flores
Democracia y conflicto
- MOUFFE, Chantal, Liberalismo, pluralismo y ciudadanía democrática, México, IFE, 1997.
______, El retorno de lo político. Comunidad, pluralismo, democracia radical, Barcelona, Paidós, 1999.
- PASQUINO, Gianfranco, La oposición en las democracias contemporáneas, Buenos Aires, EUDEBA, 1997.
- PLATÓN, Diálogos, México, Porrúa, 1984.
- REQUEJO, Ferran (coord.), Democracia y pluralismo nacional,
Barcelona, Ariel, 2002.
- SABINE, George, Historia de la teoría política, 2ª ed., México,
FCE, 1982.
- SARTORI, Giovanni, Teoría de la democracia, Madrid, Alianza, 2 tomos, 1994.
______, La sociedad multiétnica. Pluralismo, multiculturalismo
y extranjeros, Madrid, Taurus, 2001.
- SERRANO Gómez, Enrique, Consenso y conflicto. Schmitt y
Hannah Arendt: La definición de lo Político, México, Interlínea, 1996.
______, Filosofía del conflicto político. Necesidad y contingencia
del orden social, México, UAM /Miguel Angel Porrúa, 2001.
- SKINNER, Quentin, Maquiavelo, Madrid, Alianza, 1984.
- STUART Mill, John, Sobre la libertad, Madrid, Alianza, 1986.
- TOCQUEVILLE, Alexis de, La democracia en América, Madrid,
Aguilar, 1971.
- TUCÍDIDES, Historia de la guerra del Peloponeso, Madrid,
Gredos, Libro II, 2000.
- YTURBE, Corina de, Multiculturalismo y derechos, México, IFE,
1998.
Colección de cuadernos de divulgación sobre
aspectos doctrinarios de la Justicia Electoral
63
Directorio
Sala Superior
Magdo. J. Fernando Ojesto Martínez Porcayo
Presidente
Magdo. Leonel Castillo González
Magdo. José Luis de la Peza
Magdo. Eloy Fuentes Cerda
Magda. Alfonsina Berta Navarro Hidalgo
Magdo. J. Jesús Orozco Henríquez
Magdo. Mauro Miguel Reyes Zapata
Dr. Flavio Galván Rivera
Secretario General de Acuerdos
Lic. José Luis Díaz Vázquez
Secretario Administrativo
Comi si ó n de Admi n i st r aci ó n
Magdo. J. Fernando Ojesto Martínez Porcayo
Presidente
Magdo. Mauro Miguel Reyes Zapata
Lic. José Guadalupe Torres Morales
Lic. Manuel Barquín Álvarez
Lic. Sergio Armando Valls Hernández
Comisionados
Lic. José Luis Díaz Vázquez
Secretario
1a. Ci r c un s c r i p c i ó n P l ur i n o min al
Sal a R e g i o n al Guadal ajar a
Magdo. José Luis Rebollo Fernández
Presidente
Magdo. Arturo Barraza
Magdo. Gabriel Gallo Álvarez
2a. Ci r c unscripción Plur i n o min al
Sal a R e g i o n al Mo n t e r r e y
Magdo. Maximiliano Toral Pérez
Presidente
Magdo. Francisco Bello Corona
Magdo. Carlos Emilio Arenas Bátiz
3a. Ci r c un s c r i p c i ó n P l ur i n o min al
Sal a R e g i o n al X al apa
Magdo. José Luis Carrillo Rodríguez
Presidente
Magdo. Héctor Solorio Almazán
Magdo. David Cetina Menchi
4a. Ci r c un s c r i p c i ó n P l ur i n o min al
Sal a R e g i o n al D i s t r i t o Federal
Magda. María Silvia Ortega Aguilar de Ortega
Presidenta
Magdo. Fco. Javier Barreiro Perera
Magdo. Javier Aguayo Silva
5a. Ci r c unscripción Plur i n o min al
Sal a R e g i o n al Tol uca
Magdo. Carlos Ortiz Martínez
Presidente
Magdo. Ángel Rafael Díaz Ortiz
Magda. Ma. Macarita Elizondo Gasperín
Consejo Editorial
Magdo. Mauro Miguel Reyes Zapata
Presidente
Magdo. J. Jesús Orozco Henríquez
Dr. José Dávalos Morales
Lic. José Luis Díaz Vázquez
Dr. Héctor Fix Zamudio
Dr. José Ramón Cossío
Dr. Jaime del Arenal Fenochio
Dra. Leticia Bonifaz Alfonzo
Lic. Jorge Tlatelpa Meléndez
Vocales
Lic. José Jacinto Díaz Careaga
Secretario Técnico
Lic. Ma. del Carmen Cinta
Directora de Publicaciones
Lic. Iván Hillman Chapoy
Coordinador del Programa Editorial Especial
Esta obra se terminó de imprimir en enero de 2003
en la Coordinación de Documentación y Apoyo Técnico
del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación,
ubicada en el edificio C de Carlota Armero No. 5000,
Col. CTM Culhuacán, C.P. 04480, México, D.F.
Su tiraje fue de 10,000 ejemplares.
Descargar