Homilía en la misa de Asunción de la Santísima Virgen. Parroquia

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“El Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas”
(Lc 1,49)
Homilía en la solemnidad de la Asunción de la Virgen María
Mar del Plata, Parroquia de la Asunción
15 de agosto de 2015
Queridos hermanos:
1. Nuestra fe
La solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María pone
nuestra alma de fiesta pues nos lleva a fijar los ojos en una belleza
trascendente, más allá de toda hermosura de este mundo.
Junto con toda la Iglesia, creemos y confesamos que “la Inmaculada
Madre de Dios y siempre Virgen María, terminado el curso de su vida
terrenal, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo” (PÍO XII, Bula
Munificentissimus Deus).
Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: “La Asunción de la
Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección
de su Hijo y un anticipo de la resurrección de los demás cristianos” (966).
2. Nuestro gozo
La belleza increada de Dios se nos dio a conocer primero en la
creación y mucho más aún cuando el Hijo de Dios se hizo hombre, vivió
entre nosotros, participó plenamente de nuestra vida, padeció y resucitó,
para llevar nuestra humilde y doliente condición humana a la gloria de su
propia resurrección.
Cuando hoy elevamos con gozo nuestra mirada a la gloria de María,
entendemos esto: en esta mujer se cumple de manera singular y
anticipada el destino final al que aspira toda la Iglesia. Ella es el modelo
ejemplar de la Iglesia. Un gran signo de esperanza y de consuelo mientras
los hombres peregrinamos “gimiendo y llorando en este valle de
lágrimas”.
La gracia, el puro regalo de Dios, presidió su existencia. Predestinada
antes de todo mérito suyo, desde la eternidad, para ser la Madre del Hijo
de Dios, fue por eso la “llena de gracia” y preservada de todo contagio del
pecado original. Fue la madre virginal de Cristo y permaneció intacta en
su virginidad, como signo de su pertenencia exclusiva a Él y a su obra de
salvación.
A lo largo de su vida, los Evangelios nos la muestran siempre en
íntima relación con Él, aun en su vida pública, donde ocupa un lugar
discreto y significativo, como discípula perfecta de su Hijo y modelo de su
seguimiento. A ella, en primer lugar, referimos la bienaventuranza
proclamada por Jesús: “Felices los que escuchan la Palabra de Dios y la
practican” (Lc 11,28). El mensaje de la Virgen para nosotros puede
resumirse en estas palabras: “Hagan todo lo que Él les diga” (Jn 2,5).
En la hora del sacrificio redentor, plenamente abierta a la voluntad
divina, se mantuvo erguida junto a la Cruz del Hijo, quien volvió a llamarla
como en las bodas de Caná: “Mujer” (Jn 2,4; 19,26) aludiendo a su papel
de nueva Eva y a su maternidad espiritual sobre todos los discípulos.
Después de la Ascensión, la vemos en oración perseverante en medio
de los discípulos, en espera de la plena efusión del Espíritu Santo sobre la
Iglesia naciente. El Espíritu prometido por Jesús ya había descendido
sobre ella en la Anunciación para volverla fecunda.
La vemos, por tanto, siempre en estrecha unión con su Hijo, el
Salvador de los hombres, y anticipándose a la Iglesia en su “peregrinación
de la fe” como nos enseña el Concilio Vaticano II (LG 58).
La efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia en Pentecostés, es el
fruto maduro de la Pascua. Ese mismo Espíritu que llenaba y ungía la
humanidad de Cristo, es también el encargado de llevar a la Iglesia a la
plenitud de la verdad. Por eso Jesús, antes de partir dirá a los suyos:
“recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes” (Jn 16,14).
El Espíritu Santo no aporta nuevos contenidos de fe, sino que
siempre conduce a lo que Jesús hizo y enseñó, brindando una luz o
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instinto interior que permite entender cada vez mejor lo que allí está
contenido. Y cuando bajo su asistencia la Iglesia contempla los misterios
de nuestra fe, los medita y saborea interiormente, descubre, celebra y
explicita una belleza oculta a la primera mirada. La gracia, la intuición y el
gozo preceden a los conceptos, y la certeza interior a los razonamientos.
Las palabras adecuadas, la razón teológica, vendrán después.
Nos alegra percibir la íntima armonía que guarda este privilegio de
su gloria corporal anticipada con su plenitud de gracia y la exención del
pecado original, su maternidad divina y su perpetua virginidad, siendo la
corona de todos ellos.
Nos llena de gozo descubrir su íntima asociación a Cristo, como
nueva Eva junto al nuevo Adán, como bien pronto la llamaron los Padres
de la Iglesia. En ella se cumplen por excelencia las palabras del Salmo 44
(45) que hemos escuchado: “Una hija de reyes está de pie a tu derecha: es
la reina, adornada con tus joyas y con oro de Ofir” (Sal 44,10).
Pero no debemos olvidar que precisamente en aquello que María
tiene de único y singular, se convierte en ejemplar para la Iglesia y para
los cristianos. La toda santa, la madre y virgen, la asunta al cielo, es
modelo de la santidad de la Iglesia, de su maternidad, de su fidelidad
virginal, de su esponsalidad, de su docilidad al Espíritu, y de su gloria
futura.
3. Nuestro compromiso
Queridos hermanos, esta solemnidad de la Asunción coincide con las
fiestas patronales de esta comunidad. En este día se renueva nuestro gozo
ante la contemplación de la belleza de la gloria de María, pero también
nuestro entusiasmo y compromiso por la misión, y tomamos conciencia
de la razón de ser de nuestras instituciones.
La Virgen presente en Pentecostés, cuando nace la Iglesia, es también
su madre, modelo e intercesora. Ella nos invita a salir de nosotros
mismos, en primer lugar, para centrarnos como ella en Cristo y su obra de
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salvación universal. Nos enseña a llevar a otros la riqueza que tenemos,
para contagiar la alegría de su Visitación a Isabel.
Durante la procesión que precedió a la Misa, junto con las oraciones
y los cantos de alabanza, hemos realizado gestos hermosos de solidaridad
y de misericordia ante el Hospital materno-infantil y el Asilo de ancianas.
A María llevada a la gloria, como “Reina y Madre de misericordia”
confiamos el crecimiento en esta dimensión. No podemos contentarnos
con gestos puntuales de misericordia. Ésta debe ser una dimensión
permanente de nuestra espiritualidad, que a veces necesita expresarse en
signos más notables.
La Asunción de María a la gloria en cuerpo y alma, nos recuerda que
la redención de su Hijo llega también a la carne. El Papa Francisco nos ha
convocado a ser Iglesia “en salida” y misericordiosa, que pone en práctica
las obras de misericordia corporales y espirituales. Por eso elevamos
nuestros ojos a ella, que es “vida, dulzura y esperanza nuestra”.
 ANTONIO MARINO
Obispo de Mar del Plata
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