o EA VIL A - Biblioteca Nacional de Colombia

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TER E S A
"Le cas insigne et singulier de
Thérese d'Avlla est le plus extraordinaire theme de meditation qui
puisse etre proposé a la pensé'e, comme l'analyse et le portrait d'une
telle íl.mc est une des plus hautes
eIl!trepr!ses qul puíssent s' offrir a
l'art d'un érivain",
LOUIS BERTRAND
(Sainte Thérése)
e
UANDO las sombras de la tarde comienzan a bajar de las montañas, y
entre el día que muere y la noche
que nace principia una batalla silenciosa, el universo entero se recoge en sí mismo, como obligado a ello por fuerza irresistible, y en cielo y tierra todo se hunde en el
abismo de la soledad y del silencio. Pero a
medida que la luz se marchita, que las flores
se pliegan, que el silencio se ensancha, de las
propias entrañas del cosmos van surgiendo miríadas de puntos luminosos, vacilantes primero, cIaros después, envueltos en lumbres inefables cuando ya todo es oscuridad y todo paz:
son las estrellas, almas vibrantes de la noche.
Sobre el mundo silente comienzan a verter sus
claridades, las sombras se van tornando plateadas, y la naturaleza toda se vuelve entonces
a los astros, como atraída por un imán dulcísimo. Es el momento solemne en que la tierra
conversa con el cielo ...
En este universo de unIversos que es el alma
suelen también apagarse las luces, silenciarse
las voces, dormirse hasta los mismos movimientos. Una dulce quietud, un íntimo silencio,
una paz no turbada, suceden lentamente a ese
ruido interior, a ese caliente mediodía en que
nos aturdimos y en que nos asfixiamos. Se
hace un crepúsculo deleitoso dentro del corazón, la sombra acrece, todo en nosotros es silencio, y entonces, blandamente, comienza a
surgir de lo más profundo del alma el temblor
luminoso de las estrellas ... Una, dos, diez, ciento. .. Una que s~ ocult6 entre las nubes, otra
o E
A VIL A
que apareció de pronto más brillante que tollas, mil pequeñas que cintilan en torno de
ésta, una lejana -lejanísima- en cuya luz
hay algo como el brillar de las lágrimas. " y
siguen apareciendo apareciendo... Estrellas,
sí, ., ¿ No son acaso estrellas esos recuerdos
temblorosos, esas sutiles remembranzas, esas
vagas memorias que brotan inesperadamente
en lo más escondido de nuestro ser, y que se
van precisando y abrillantando a medida que
las miramos y con mayor delicia nos dejamos
atraer por su fuerza? ., ¿ y qué es la añoranza, la evocación, la introinspección, sino un hacer silencio y oscuridad en nuestras almas para que de ellas, al mandato del amor, vaya surgiendo lo que nos es más dulce y más querido? ...
Añorar, evocar .. , Hé aquí el placer delicioso a que os invito y en el que yo también voy
a embriagarme. ,. Apaguemos las luces, cerremos los oídos a todo ruido y aun a todo rumor, y así, dispuesto el espíritu a recibirla, dejemos que llegue hasta nosotros, de entre las
brumas del pasado, una mujer incomparable
que ya, ya casi comienza a brotar, con esa luz
nudosa con que empiezan a aparecer los lucero .. ' Mirad, ya viene ...
* lit
Estamos a una distancia de más de cuatro
siglos. Es al comenzar el XVI y es en uno de
aquellos caminos inconfundibles de Castilla la
Vieja .. , A lado y lado de él, una llanura escueta y ál'ida vestida apenas por yerba amarillenta. Rebaños de ovejas ponen de trecho en trecho una movible mancha de blancura parduzca
en la monotonía gris del paisaje, y a piedras
enormes que a veces emergen de la llanura inmensa trepan las cabras saltarinas que vigila
un pastor . .. Todo es solemne y austero en esta
tierra castellana, cubierta por un cielo encapotado en el que brilla el sol pero con un fulgor
como sin vida. Un carro de grandes ruedas, que
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S ende r o s
tiran dos bueyes enyugados, pasa delante de
nosotros, alto de heno. Hemos preguntado al
conductor por la ciudad de A vila y, con diciente ademán, nos ha señalado un punto negro que
alcanza a verse allá, muy lejos, en donde cuestas onduladas recortan la estepa silenciosa.
Dos, tres horas de jornada, y el río Adaja
pasa delante de nuestros ojos, gredoso y dormido. El punto negro se ha hecho cada vez más
nítido, más grande, y es la ciudad la que se
nos presenta ahora, toda de piedra y sobre trono de rocas, con sus murallas bermejas, sus
nueve enormes puertas y las ochenta y seis torres de RUS iglesias y capillas.
Toda el alma española, nutrida de ideal y
criada a los pechos de la leyenda, formada por
Séneca, el estoico, y por Raimundo Lulio, el :;0i':iador, sencilla como los juglares y ruda como
los soldados, extraña mezcla de exaltación religiosa y de espíritu caballeresco, está aquí, visible y tangible, en esta ciudad solemne, triste,
casi fúnebre, de mansiones pesadas que osten tan escudos en los portalones, calles angostai'l
y tortuosas, rejas y celosías, ojivas y faroles,
campanas de extraño tañido, conventos en los
que el tiempo se detiene, y extrañas iglesias
que ciñen almenas desafiantes, como los monjes aquellos que se envolvieron antaño en corazas.
Ya pasamos la Cuesta de la Gracia, nos detuvimos en las esquinas medrosas de la Calle
de la Luna y hemos llegado, tiritando de frío.
a la del Cristo de la Luz. Nos han salido al
paso baldados que piden una limosna por el
amor de Dios, frailes de todas las órdenes y
sacerdotes de diversas procedencias, hombres
extraños en cuyos rostros y en cuyas vestiduras hay algo de eremita y algo también de cortesano, y tímidas doncellas abulenses, anchas
y rozagantes como hechas adrede por la naturaleza para la santa función de la maternidad. .. El frío de la Calle del Cristo de la Luz
nos ha calado demasiado, y hemos seguido andando largo tiempo por ese laberinto de torres
y palacios, de callejuelas y plazas. Rendidos
de cansancio nos bailamos ya en el atrio de la
iglesia de Santo Domingo de Silos, ante una
mansión que nos invita a que franqueemos su
puerta señorial.
Entremos, sí, que llegamos, a buen seguro,
en el mejor de los momentos. Ha terminado el
rezo del rosario, y el dueño de la casa cambia
el reclinatorio por el amplio sillón. A la luz azulada de las candilejas brillan su rostro magro,
sus manos afiladas, su vestidura negra, su
severo entrecejo. Parece uno de aquellos monjes laicos, uno de aquellos militares extátic05
que con pincel ensombrecido trazara 'l'hetocópulos, el griego. Se llama Alonso Sánchez de
Cepeda, y tiene al lado a doña Beatriz Dávila
y Ahumada, linda avileña que casó con él cuando apenas contaba quince años, y a quien fatigas matel'l1ales y una continua enfermedad no
han marchitado las rosas de las mejillas ni el
suave fulgor de las pupilas soñadoras. Doce
chiquillos, fruto de aquella unión feliz, se agrupan en torno de sus padres. Aúlla el viento
afuera y las brasas chisporrotean en la estufa.
La amplia sala, adornada con los retratos al
óleo de íos ascendientes, muchos de los cuales
murieron en lucha con los infieles o terminaron sus días en un convento, se llena de pronto
con la voz grave de don Alonso, quien lee en
el "Flos Sanctorum" la vida de un mártir ...
Doña Beatriz inclina la cabeza y ecba a volar
la fantasía por aquellas .regiones encantadas en
que ambulan los héroes. Más que hombres cubiertos de sangre le placen esos caballeros que
luchan con dragones erizados, que vencen la rabia de los elementos, que conquistan en pugna
titánica el país azul de los ensueños y las hadas. .. A los chiquillos, en cambio, conturba
pero embelesa el desgarrarse de las carnes entre el hocico de las fieras, o el desgajarse las
cabezas al rudo golpe de la cimitarra o el gladio. Una niña, especialmente, sigue el curso
de la narración con interés que acrece a cada
instante.
Es blanca y regordeta. Tiene el rostro redondo, los cabellos ondulados y negros, las cejas arqueadas, los ojos oscuros y muy vivos,
la boca pequeña y expresiva. Tres lunarcillos,
colocados el uno hacia la mitad de la nariz y
entre la nariz y la boca los otros dos, dan expresión inconfundible a ese rostro, alegre siempre y casi siempre iluminado por una sonrisa
fresca que pone al descubierto los dientes, menudos y ebúrneos . .. Asegura doña Beatriz que
aquella criatura es el demonio: no deja nada en
paz, todo lo tumba, sin descanso alborota. Pe207
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ro Teresa, que así se llama, es la consentida
de don Alonso. Se encanta él con su suavidarl,
con su desparpajo, con su gracia, y al ver que
se embelesa con todo 10 bello y atrevido, presiente que la niña no desdecirá del padrino, el
viejo tío que acaba de ser nombrado primer
Virrey del Perú.
La lectura termina. Los chiquillos se encaminan a sus lechos, cargados los ojos de sueño
y los corazones de pavor: corren en A vila leyendas tan medrosas de aparecidos y de duendes. Sólo Teresita, la traviesa, no siente ni sueño, ni miedo. La relación del martirio sigue cavando en su alma, como la gota insomne sobre
la arena ... i Dolor, dolor, dolor! Así leía su padre, con voz hueca, en el libro de su predilec·
ción. Y, reflexiva ya, se pregunta a sí misma
si ese dolor de que hablan las vidas de los mártires no será el mismo amor mentado tantas
veces en otros libros muy lindos que a veces
le lee su madre para entretenerla, y en los que
se llaman los mártires Palmerín y Amadís ...
* ...
Las leyes de la herencia y las influencias del
medio debían pesar forzosamente sobre el alma
frágil de aquella chicuela deliciosa. El juego
de las escondidas, el de las muñecas y el de las
adivinanzas -distracciones favoritas de todos
los niños de cierta edad- ceden muy pronto
el lugar a otros en que se imponen terribles pe·
nitencias, y también, y es éste un cambio de
importancia, a fatigosas excursiones por los
alrededores de Avila y aun por aldeas cercanas a la ciudad. La semilla sembrada por la
diaria lectura de la vida de los santos y por el
continuo relato de episodios guerreros, está
germinando reciamente en el alma de Teresa,
sin que nadie se dé cuenta de ello. Dormida y
despierta, la niña sueña ~on los mártires y con
los moros.
Hasta que un día sale el tallo a la tierra.
¿No es el martirio el mayor bien a que puede
aspirar un ser humano? ¿No premia Dios con
galardón eterno la sangre vertida por su causa? ¿ No está el musulmán todavía, las armas
en la mano, dentro de algunos territorios españoles? ¿ N o conoce ella los senderos que habrán de conducirla hasta los campamentos del
enewigo? ¿No es ~apaz acaso de caminar sin
fatiga varias leguas? .. Las ideas se agolpan
en su mente con esa extrema premura de las
ideas infantiles. Convence a su hermano RodrIgo de que deben partir a la Morería, en busca de una muerte segura que les dará el cielo
para siempre, y al rayar de una mañana abandonan ambos la casa paterna, empujados por
una ilusión que los alienta.
La aventura termina al poco rato. Devueltos a la mansión por un pariente que los halló en el camino, los dos rapaces se ven obligados a idear otra aventura que ponga una válvula de escape a los anhelos confusos, a los deseos inconsistentes que les surgen continuamente de entre el alma, avivados por el medio
en que viven ... y Teresa toma otra vez la iniciativa: como el solar es muy grande hará una
cueva cada uno, y ambos, durante el día, vivirán, como realmente comienzan a vivirla, la
vida austera de los ermitaños. También los ermitaños fueron mártires.
Se dirá, y es verdad, que todo esto es juego
de niños y caprichos fácilmente explicables;
se recordará que una dura reprensión no tarda
en dar al traste con las ermitas, como el hallazgo con el tío había acabado con la ilusión de
una cimitarra clavada en pleno pecho. Pero aun
así, nadie será osado a negar que es a esos juegos, a esos caprichos, a esos anhelos confusos,
adonde debe encaminarse de prefetencia la
atención del sicólogo. Teresa, al contagiar por
dos veces a su hermano de sus propios anhelos;
Teresa, al mostrarse influenciada en grado sumo por la lectura de las vidas de los santos y
de las novelas de caballerías; Teresa, al fugarse de la casa cuando apenas contaba siete años,
en busca del martirio y de la muerte; Teresa, al
fingirse ermitaña y al jugar a las monjas con
sus amiguitas, es un material humano que, por
desgracia, han despreciado todos los estudiosos
de esta figura colosal, para lanzarse, en cambio, por los atajos de mil teorías absurdas sobre historia y neurosis que ni enfocan el asunto ni responden siquiera a nada real. En la que
convence al hermano, se ve ya (aplicadas las
reglas de la sicología experimental) la figura
inconfundible del apóstol; en la de los conventos en la huerta alienta ya la Reformadora del
Carmelo; en la soñadora de proezas heroicas se
delínea claramente la extática, y en quien me-
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nosprecia la vida, no entrada aún en la adolescencia, aparece sin velos la que viviendo sin
que viviera en sí moriría luégo del dolor de no
morir ...
••
Pero la niña se ha convertido en mujer. A los
anhelos confusos de la niñez han sucedido en
su espíritu otros más claros e imperiosos. Las
vidas de los santos, lectura favorita de su padre, le placen ahora menos que esos tan interesantes y atrevidos en que por regiones soñadas ambulan valientes caballeros que mueren
por la mirada de unos ojos o por la suave caricia de unos labios. Ha muerto su madre,
aquella virtuosa matrona siempre soñadora y
siempre enferma; va a casarse su hermana mayor en breve plazo; don Alonso se ha recluido
en sus habitaciones corno un monje, y vive
transitoriamente en la misma alcoba de Teresa una parienta de más edad, bastante coqueta y casquivana. La casa, además, se halla
ahora comunicada con la de sus primos, gracias a una puerta interior, y a uno de esos
primos la quinceañera de los lunarcillos le tiene sorbidos el coraz6n y el cerebro.
Otra vez la influencia del medio, ahora nuevo, unida al cambio fisiol6gico que naturalmente se opera en su organismo, obran en el espíritu de la joven, todavía no lastrado, con una
potencia irresistible. La palabra amor comienza a entusiasmarla y a enajenarla; aquella alegría desbordante que constituía la esencia misma de su ser, empieza a oscurecerse a intervalos con las nubes de una tristeza repentina:
la joven, modesta y sencillísima antes, da en
gustar, según su propia confesi6n, de parecer
siempre bien. con mucho cuidado de manos,
cabellos y oJores, y aunque con el hijo de don
Francisco Alvarez de Cepeda todo se reduce a
pasatiempos de buena conversación, es lo cierto que un calorcillo interior le debe mostrar
muy a las claras que se está preparando el incendio.
Don Alonso ve aquello peligroso y, preocupado por el cambio de su hija, medita en la
manera de acabar cuanto antes con lo que amenaza. Pero el asunto es más complicado de lo
que parece. Un cambio de ciudad se prestaría
a murmuraciones entre las gentes de A vila,
amigas a veces de chismes y de enredos. Precisa, pues, aguardar a que el matrimonio de
la hermana mayor dé coyuntura para internar
a la menor, quien queda entonces sola. Y, poco
después del enlace, Teresa entra, efectivamente, al Internado de Santa María de la Gracia.
Se trata de un lúgubre caserín, mezcla rara
de presidio y convento, en el que se educan,
retiradas del mundo y bajo la direcci6n de
austeras monjas agustinas, las j6venes más
distinguidas y más bellas de Avila. El colegio
aquel, naturalmente, atrae a un grupo de donceles que silban desde los alrededores endechas
amorosas, sueltan carticas furtivas en manos
de recomendadas complacientes, o, burlando la
vigilancia de las monjas, cuchichean con sus
damas por entre las ojadas de las tapias terrosas.
Teresa, pues, queda entonces sometida a dos
fuerzas cóntrarias que se la disputan: de un
lado sus compañeras, anhelantes de libertad y
de novio, de saraos y de fiestas; del otro un
grupo de agustinas, empapadas de piedad y
amor divino, y cuyas únicas preocupaciones son
el ayuno y la oraci6n. Es preciso confesar que
para una doncella q'ue acaba de entrar en los
diez y seis años, y en quien se junta, además,
la educación religiosísima que recibi6 y el recuerdo del primo y de otros galanes que la
cortejaban y todavía rondan el colegio por verla. aquello debió ser un revulsivo poderoso que
le sacudió hasta las fibras más hondas y que
llevó a su corazón una inquietud obnubilante. .. La primera, la segunda semana Teresa
nada come y poco duerme, habla apenas lo indispensable, y, sentada en un pretil o paseándose por los fríos corredores, dobla la frente
al peso de pensamientos encontrados.
Poco a poco, sin embargo, se va acostumbrando al nuevo régimen de vida. Su ingénita
alegría es más potente, por el momento, que
la tristeza advenediza. La charla de las monjas
comienza a hacérsele agradable y provechosa.
Ríe, corre, juega, y no tarda en hacerse al cariño y a ]a confianza de sus directoras. .. Una
monjita, especialmente, le parece simpática en
extremo. María Briceño se llamaba en el mundo. Fue bella, tuvo novio, ciñó trajes de brocado, pero ni la belleza, ni el amor, ni el lujo,
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colmaron la sed que sentía en el corazón. El
silbo del Pastor amoroso llegó a ella en un versículo del Evangelio, se entró de monja y, desde entonces es feliz. Y María, sin reticencias,
insinúa a Teresa el camino: - j Házte monja!
El rayo que hirió a Saulo en el camino de
Damasco no debió ofuscarle tánto como ofusca
a 'l'eresa el inesperado consejo de su maestra.
Todo, hasta lo más íntimo y secreto, se le revuelve rudamente en el alma y se le amplifica
en el corazón a toda fuerza. La noche, la negra noche del espíritu, noche terrible iluminada apenas pOl' el resplandor siniestro de los
relámpagos, se enseñorea de Teresa en un instante con ímpetu fiero. Trata de ver y no ve;
se esfuerza por escuchar y nada escucha; sólo
a sus ojos asoma de improviso el temblor de
las lágrimas, espuma de ese mar que ruge en
el interior de ella misma. Es porque ha comenzado la batalla.
La batalla, sí: esa batalla definitiva y violenta que sólo se libra en el fondo de esas almas
escogidas para ser guiones de la humanidad.
El mundo, con todas sus pompas y sus deleites,
está allí, en descubierto, resuelto a la carga
formidable. Dios ha llegado también, adolorido y sangriento, a disputarle al mundo aquella
alma, y a disputársela no en pugna desigual
sino rebajando su omnipotencia hasta donde
llega el poder ele su adversario, para que el libre albedrío no sufra mengua. Y el combate
se empeña ferozmente. A un deseo mundano
sucede uno celestial, a una aspiración terrena
reemplaza una celeste, a la arremetida del Demonio se opone la embestida de Dios. El corazón de Teresa es una campana echada a vuelo,
su rostro palidece, sus nervios se tornan una
cítara. La lucha a muerte de los dos rivales ha
vuelto añicos el campo de batalla. La joven
cae enferma y es preciso que se la retire del
Pensionado.
Pero Teresa no encuentra alivio en su casa,
porque siempre está con ella la causa de su
aflicción: su propia alma. Muy por el contrario,
sucesos de enorme trascendencia contribuyen
a avivar el fuego que María Briceño le encendió en las entrañas. Rodrigo, su hermano preferido, el que con ella quiso encontrar la muerte entre los moros, el que como ella necesita
de aventuras heroicas y de horizontes amplísimos, parte a la América, recientemente descubierta, en donde hallará la muerte tras un combate con el señor de los Payaguas; otros cinco
de sus hermanos se aprestan a combatir al
lado del conquistador Núñez Vela, rival terrible de Pizarro; han contraído matrimonio ventajoso muchas de sus amigas de la infancia,
y otras que están para contraerlo la bromean
de continuo para que las imite, Y todo ello es
pólvora con que por más de cuatro años se apertrecha n sin descanso los combatientes. Los
pensamientos. las imágenes, los deseos siguen
surgiendo entre su corazón en tropeles encontrados: la casa y el convento, el vaivén de las
cunas y los maitines en el coro, la soledad y la
compañía, el placer y el dolor, el mundo y
Dios. .. Ella, que nunca tuvo miedo, empieza
a sacudirse con invencibles terrores, y entre
esas visiones de espanto que brotan en sus noches de insomnio, hay una que le hinca hasta.
en los huesos mismos sus zarpas de fuego: es
el infierno. Allí irá si sigue al mundo. La suerte, pues, está echada. " Irá al convento.
Se opone don Alonso, viejo ya y necesitado
más que nunca de Teresa, a esta decisión de
su consentida. Porfía ella, y como todo es vano,
convence al menor de sus hermanos, A!1tonio,
para que entre de fraile dominico. Como años
antes lo había hecho en compañía de RodTigo,
abandonan los dos en noche oscura la casa paterna, golpean en el convento de la Encarnación, Teresa queda allí, y Antonio, llorando.
gana la puerta del viejo monasterio de Santo
Tomás. Ese Quijote castellano que se llama Teresa de Cepeda y Ahumada ha hecho la segundl'l
ele sus salidas ...
••
Pero no se crea (y urge, en este asunto, conocer la verdad de las cosas) que todos los
conventos de aquel tiempo, y de manera especial los de mujeres, fueran lo que pudiera imaginarse, dada la atmósfera de catolicismo belicoso que entonces se respiraba en toda España. Muy por el contrario, se llevaba en ellos
una vida sabrosa y mundana,. en que alternaba el cumplimiento de una regla muy cómoda
con alegres tertulias en las celdas y con ejercicios que disuenan en personas consagradas a
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Dios. Hasta llegó a darse el caso de bailes reales verificados en el propio recinto de monasterios famosos.
Teresa, pues, mujer de veintiún años de edad,
trocada en monja carmelita por obra únicamente del bastardo temor, y no desprendida
aún de los afectos terrenales, se encuentra
muy a sus anchas en ese Convento de la Encarnación. Al amplio locutorio acuden todos los
días sus amigas; no faltan sirvientas que le
lleven -con expresivos recados- los platos
que más satisfacen a su paladar; se le ha asignado la celda más amplia, y don Alonso ha convenido, al fin, en que su hija permanezca en
el Convento y ha pagado superabundantemcnte la dote. En el alma de Teresa empieza a renacer la tranquilidad ...
Esta, sin embargo, no dura mucho tiempo.
La nueva monja es muy linda, tiene amigas
de porte y calidad, recibe regalos provocantes,
posee grande ascendiente sobre sus superioras,
gusta en extremo a todos los visitantes del convento, y todo ello, claro está, suscita celos y
resquemores entre sus compañeras, que antes
que monjas son mujeres. Las murmuraciones
no tardan, los chismes menudean, y Teresa,
tan alegre y locuaz, se ve precisada a abandonar un poco el locutorio y frecuentar más
la celda, herido su amor propio por insinuaciones malévolas y castigado su orgullo por chismes y enredos.
Se aproxima, en tanto, la fecha de su profesión religiosa, y esto la turba y la confunde. Nacida en Castilla, hija de un hidalgo a
la antigua, lectora asidua de libros de caballerías' sabe ella muy bien 10 que significa un
juramento y el deshonor que traería hasta para su misma ciudad el incumplimiento de una
promesa voluntaria. Y la lucha interior vuelve a empeñarse con más fuerza que antes.
¿ Seguirá siendo la monja a medias que ha sido
y merecerá por ello ser condenada a las eternas llamas? ¿ N o hará obra más grata a los
ojos de Dios en pleno mundo, al lado de un
marido y cuidando de los hijos? ¿ No la necesita el hogar, en donde hay todavía chiquillos
que la buscan? ¿ Será capaz de cumplir el voto
sagrado que va a hacer?. . Todas las tempestades de ese océano que lleva en el alma
tornan a desencadenarse con furia. Llora y suspira, duda y cree. .. Es su padre esta vez, según alcanza a colegirse, quien la anima y la
reconforta. La imagen del infierno se presenta
de nuevo a su imaginación, con una fuerza que
no logran vencer los ideales terrenos, y ante
la per pectiva de las eternas llamas, Teresa
acepta el sacrificio definitivo ...
Esa lucha gigantesca debía, sin embargo, refluÍr de manera violenta sobre aquel temperamento nervioso y excitable como pocos. La
batalla que se había librado en el corazón de
Teresa, a causa de las palabras de María Briceño, la había llevado al lecho del dolor. Esta
otra, más encarnizada, debía producir el mismo
efecto. Sobreviene la fiebre, el corazón se apr sura, la digestión flaquea, y don Alonso, aprovechando la circunstancia de que no existe una
clausura definitiva, saca a la profesa del Convento, para que los médicos puedan atenderla
mejor ...
Los médicos, he dicho. .. Existe en la población de Becedas una curiosa mujer, mezcla exh'aña de galeno y de bruja, a la que se achacan
las más estupendas curaciones. Hacia allí parte don Alonso con su hija; pero el pésimo estado de los caminos los fuerzan a detenerse en
Hortigosa, en casa de don Pedro de Cepeda.
y es, sencillamente, porque Dios y el Demonio
siguen peleando la batalla y quieren reforzar
sus posiciones.
Don Pedro, decepcionado del mundo y de
sus pompas, se prepara por aquel entonces para ingresar a un convento. La compañía de
la joven profesa le entusiasma, y no vaga de
conversar con ella sobre asuntos religiosos, y
de leer, para edificación de ambos, cuanto libro pío le recomiendan sus confesores. Hay,
entre ellos, uno que ejerce influencia enorme
sobre el espíritu de Teresa: es el "Tercer abecedario", de Francisco de Osuna. La e~plica­
ción que allí se hace sobre los diversos grados de la oración, le presenta, efectivamente,
ante los ojos del alma, un camino que ella
hasta entonces no había transitado jamás: conocía el temor, que evita el mal, pero desconocía el amor, que excita al bien.
Cuando 1'eresa, compuestos los caminos, llega a Becedas después de breve permanencia en
Castellanos de la Cañada, en casa de su her211
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mana mayor, una completa trasformación se
está iniciando en ella. Ya no desea el descanso
de la muerte, como antes, sino que anhela vivir,
vivir mucho, para entregarse por completo a la
penitencia y a la meditación; ya gusta de la
soledad y del silencio; ya encuentra que el
mundo es una rosa llena de espinas y de gusanos. .. De buen grado se somete a los absurdos tratamientos de la curandera. Durante
un mes entero resiste purgas diarias, sangrías
continuas, masajes dolorosos, persuadida de
que con ello ha de mejorarse de sus dolencias.
No sucede así, como era lógico, y, enferma de
suma gravedad, es devuelta a Avila a marchas
forzadas.
y aquí me parece indispensable una sencilla aclaración. No he podido explicarme jamás
]a ira de todos los biógrafos de Teresa contra
la empírica de Becedas. Creo yo, por el contrario, dentro de las ideas que vengo exponiendo, que fue el recrudecimiento de la enfermedad una victoria de Dios en el combate que se
venía librando, y que la pobre curandera, al
agravar la dolencia, contribuyó a la talla de
un diamante imperial. La enfermedad, en efecto, es angustia y dolor y ansiedad, y la angustia, el dolor y la ansiedad levantan al hombre
de la tierra para ponerlo en presencia de lo
sobrenatural. En la boca de un abismo o en ]a
soledad de un desierto se ve mejor que entre
las flores de un jardín la pequeñez de lo humano, y cuando el cuerpo pesa menos sobre
el alma se ensancha ésta y se engrandece. Por
algo afirmó Pascal que la enfermedad debe
ser el estado natural del cristiano.
Ya en A vila sigue Teresa agravándose por
instantes. Los médicos llamados a visitarla no
dan esperanza alguna de salvación. Sufre un
síncope y, creyéndose que ha muerto, se la coloca en el ataúd y se le encienden los cirios.
Las monjas de la Encarnación reclaman el cadáver y arreglan todo lo concerniente al entierro. Pero don Alonso, más médico que los
doctores, encuentra que todavía tiene pulso, y
consigue reanimarla con fricciones. Mejora un
poco la enferma y suplica de continuo, hasta
conseguirlo, que se la vuelva a su Convento.
Ocho meses permanece allí, en el lecho, paralizada, febril, convertida en un guiñapo humano, sin más consuelo que la oración y sin
más alivio que su propia pena. Ha comprendido
el placer del dolor y está subiendo a pasos de
gigante la escala escabrosa de la perfección
espiritual. En el alma de Teresa de Ahumada
comienza a delinearse, tímidamente, Santa Teresa de Jesús.
Pero no. Aquella terrible enfermedad amaina un poco, y el locutorio y la celda tornan a
alegrarse con su divertida conversación, con su
reír sonoro, con sus cuentos alegres. Las manos de la convaleciente se complacen en tejer
finos encajes para adornar las vestes de amigas y parientas, que habrán de lucirlos en la
tertulia bullanguera o en el baile risueño. Vuelve a gustar de los perfumes, y se vuelve a embelesar con las joyas y los trajes de quienes
van a visitarla. Se interesa por las noticias de
fuera, por los matrimonios que se efectúan,
por ]a crónica toda de la ciudad. Es, ante todo
y por sobre todo, yeso lo que más encanta en
ella, un alma adorable de mujer ...
Algo, sin embargo, le aguarda en las sombras ...
'" '"
Penetra a su celda, cierto día, a la hora doliente del crepúsculo. A lo lejos la sierra de
Avila se tiñe de oro y púrpura, y las torres
de la ciudad se bruñen y se perfilan como tocadas por un esfumino taumaturgo. Palpita en
la atmósfera algo sutil y misterioso que convida al recogimiento y al ensueño. Es la hora
divina en que las almas se esconden en sí mismas, en que se oye la voz del silencio y en
que parece corporizarse lo incorpóreo.
En el interior de la celda tropieza su vista,
de súbito, con una imagen colocada allí casualmente por alguna de sus compañeras. Es una
imagen del Ecce-Homo, uno de aquellos Cristos sangrientos y desnudos que todavía en
las procesiones de Semana Santa, especialmente
en Sevilla, aparecen en los pasos conducidos
por encapuchados nazarenos, en la lenta peregrinación que las bandas guian con marchas
fúnebres, y en las que hombres y mujeres llevan vestidos negros, las cabezas bajas, silencio en los labios. Cubiertas de llagas, inefables
los ojos, colgantes los cabellos, adolorido el
semblante, enflaquecidos los miembros, esas
imágenes policromadas, realistas como la misma España y casi brutales en ocasiones, He-
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Senderos
gan a la sensibilidad con un ímpetu que sacude hasta lo más profundo, y se adueñan del
pensamiento en un instante sin que nada les
oponga resistencia. Gritos de fe y de amor, los
más fuertes y firmes que ha dado jamás la
humanidad, excitan ellas a sumergirse en llanto y a restañar con la propia alma, como con
lienzo suavísimo, el sudor que les chorrea, el
llanto que lloran, las heridas que les sangran.
Teresa, quien según nos lo confiesa ella misma, era tan recia de corazón que si leyera toda
la Pasión no llorara una lágrima, no puede resistirse a las miradas del Ecce-Homo, ni a su
aflicción, ni a su angustia. Rueda a los pies de
Jesucristo, tiende los brazos hacia El, le habla,
le implora, le consuela. .. ¿ Qué pasa en ella,
que se siente cambiada de improviso, que no
es ya la monja frívola, que por primera vez en
su existencia siente abrasársele el corazón en
un fuego que arde sin quemar? .. No acierta
a comprenderlo todavía ... No sabe que, desde
hacía mucho tiempo una chispa muy leve se
había albergado entre su alma. Trató de hacerse incendio esa chispa en las miradas que dirigía al primo aq.uel, en las nostalgias que
sintió en el Pensionado, en ciertas vagas melancolías que -ya en el Convento- la asaltaban a veces. Volvió a ocultarse, sin embargo,
en los desvanes mismos en que dormía. No dejó huella, no alcanzó a crecer siquiera. Pero
ahora volvía a surgir, y se convertía en incendio, y la inflamaba para siempre en sus llamas, y le torcía el curso de la vida. j Amor, el
amor!
Amor, y no otra cosa. En el corazón de Teresa la vista de la imagen sangrienta cambia el
temor que hasta entonces había sido la razón de
sus actos, por un amor que le señala rumbos
nuevos. y no ya en su cerebro sino allí en su
corazón, se recomienza la pugna: de un lado la
dicha pasajera que puede darle el mundo, del
otro Dios mismo brindándole amor a manos
llenas y ofreciéndose a ella como el mejor de
los Esposos: el amor terrenal o el divino. Y Teresa no vacila esta vez: comienza a amar a
Dios.
Las "Confesiones" de San Agustín caen en
sus manos. Aquello, más que un libro, le parece, en muchos fragmentos, un espejo en que
se está reflejando su propia alma. Lee sin des-
canso aquellas páginas tan hondamente humanas, las medita mil veces, y, poco a poco, una
trasformación total se opera en ella. A la monja tibia que había sido hasta entonce,> Sucede
lentamente la monja fervorosa que permanece
días enteros postrada ante las rejas del Sagrario, que del simple rezo se levanta a la oración de quietud, que se desprende ya de todo
lo bajo y mundanal para levantarse con vuelo
pausado a las cumbres altivas del arrobamiento. Todo aquello le cuesta, no obstante, un esfuerzo realmente titánico que prp.mia Dios con
creces: de peldaño en peldaño la va subiendo
por la divina escala mística y, no contento con
ello, se le empieza a presentar en visiones. Es
la primera una fugaz pero dulcísima en qUt'l
de los propios labios de Cristo oye la horma
de su vida: Ya no quiero que tengas conversaciones con hombres sino con ángeles.
'l-
El cambio que se va notando en Teresa, la
noticia de que tiene apariciones, las entrevistas larguísimas que con sus confesore.3 celebra
casi a diario, levantan sin tardanza en el convento una atmósfera de murmuraciones y de
burlas. Todas las monjas ríen de ella, algunas
la injurian, no pocas aseguran que todo aquello no es otra cosa que hipocresía. Teresa, por
su pal'te, empieza a sumergirse en el más 110nible de íos desconciertos: narra a sus confesores lo que siente, lo que se le desborda del
cqruzón, lo que ve sin ver, lo que oye sin oír,
y ninguno de esos confesores acierta a comprender 10 que acontece en aquella alma. Se
le exige una confesión por escrito, acompañada de aquellos trozos de sus lectul'as en que
crea traducido su pensamiento, se la interroga largamente ante una junta de seis teólogos,
y, entre el regocijo de sus compañeras, acaba
por declararse que las gracias y las visiones
con que Teresa se cree favorecida son una simple locura en que la ha sumergido el Demonio. Es fuerza que no abuse de la oración,
que se distraiga, que torne al grato solaz del
locutorio y de la celda.
Es curioso que los teólogos del siglo XVI,
al analizar el caso de Teresa, hubieran estado
tan de acuerdo, en el fondo, con investigadores que, en nuestros días, se dicen poseedores
de todos los arcanos de las ciencias novísimas.
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Senderos
Es curioso, pero explicable: en aquellos tiempos, como en éstos, era preciso inventar una
palabra de sentido indefinido, o, lo que es lo
mismo, sin ninguno, para paliar el absoluto
desconocimiento de un problema. Los teólogos
no comprendieron a Teresa y, muy de buena
fe, la llamaron nada menos que endemoniada,
porque en aquel entonces se achacaba al Demonio todo lo que no se acertaba a descifrar;
algunos investigadores modernos, por no hablar del Demonio, lo que sería de mal gusto en
esta época, inventan palabras alucinantes y hablan de histeria, de neurastenia, de parainosis,
de psicosis. Pero coinciden, eso sí, en el tratamiento.
Si esas teorías de la histeria y sus adláteres
no estuvieran ya, por buena fortuna, en el
mejor de los descréditos, bastaría para acabar
con ellas el hecho de haberse aplicado a este
caso ilustre de Teresa de A vila. Fisiológicamente, analíticamente, sicológicamente, nadie
menos propicio que ella, en efecto, a ser convertida, para asombro de los tontos, en una
simple enferma de hospital. Basta con recordar, sencillamente. Entra al convento en plena
juventud, cuando un primo la pretendía, contra el querer de su padre y sin la sombra siquiera de un desengaño; por inclinación natural, como lo confiesa ingenuamente ella misma, odia y rechaza las cosas deshonestas; se
caracteriza en todo instante, más por su desconfianza en sí n:!isma y por su ponderación
y su prudencia, que por la audacia de sus concepciones metafísicas; no consigue la cumbr ~
de la perfección sino después de cerca de treinta años de lucha violentísima; rechaza las apariciones y los favores espirituales, por mucho
tiempo, creyéndolos añagaza demoníaca; nada
disquisidora y muy poco idealista, no busca
nunca teorías sino hechos y realidades, hasta
el punto de que los relatos de sus visiones son
verdaderas observaciones clínicas; alterna los
éxtasis con el cumplimiento de las labores más
prosaicas, y, como si todo ello fuera poco, tieue
la primera visión a la edad de cuarenta años
o sea cuando se habían borrado en ella todas
las urgencias de la juventud. ¿ En dónde, pues,
la desengañada, la desequilibrada, la fogosa,
la hipersensible, la engañable, sujetos únicos
del histerismo y de los estados neuropatol6gi-
cos? Razón tenía Anatole France cuando afirmaba irónicamente que es un desequilibl'ado
todo aquel que no piensa como nosot:J;os.
Pero volvamos a la historia interrumpida.
Dios no abandona a sus criaturas y, compadecido de Teresa, la pone frente a frente de
tres hombres extraordinarios: se llaman Luis
Beltrán, Pedro de Alcántara y Francisco de
Borja. Teólogos eminentísimos pero, más que
teólogos, corazones acostumbrados a buscar en
el océano del infinito, escuchan ellos las confidencias de la monja extraña con esa dolorosa delectación con que se oye lo sublime, y todos tres, en época diferente y en circunstancias diversas, se manifiestan acordes en que
todo aquello no puede ser sino de Dios. Y más
aún: los tres comprenden que está explorando
Teresa regiones del alma adonde no llegará
nunca el más sutil de los sicólogos; que se están abriendo, para que todo mortal las vea en
los ojos de esa virgen, ventanas que comunican el tiempo con los abismos de la eternidad, y que el Omnipotente está descifrando al
hombre, por intermedio de una pobre mujer,
muchos arcanos de lo sobrenatural, que es la
cuestión de las cuestiones ...
Me sea permitido, en este punto, un breve
paréntesis. De los tres confesores que acabo
de citar es, indudablemente, Francisco de Borja -€l compañero fidelísimo de Ignacio de Loyola, el tercer General de la Compañía de Jesús, el más jesuíta de los jesuítas- quien mayor influencia ejerce sobre el alma de Teresa
y quien con mayor entusiasmo la anima a la
realización de sus planes. El hecho sorprenderá
a quienes creen todavía que entre el espíritu
ignaciano y el carmelitano hay un abismo insondable. Y nada más distante de la verdad.
Igllacio de Loyola y Teresa de Jesús, si sólo
nos dejamos guiar por apariencias accidentales, son, efectivamente, el aceite y el agua: el
uno la ambición, la otra la humildad; el uno
la realidad, la otra el éxtasis; el uno la Compañía resonante, la otra el Carmelo silencioso.
En el fondo, sin embargo, las dos figuras se
confunden para complementarse. Estudiémoslas bien y veremos que la única diferencia entre ellas es simplemente fisiológica: Ignacio es
el más viril de los hombres, Teresa la más fe-
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S endero s
-
menina de las mujeres. Hagamos mujer a Ignacio de Loyola y nos hallaremos delante dé
Teresa de Jesús; volvamos hombre a 'l'eresa-la
hermana de seis conquistadores- y nos veremos en presencia de Ignacio de Loyola ...
Confortada por aquellos tres hombres, se entrega Teresa, ya de lleno, a la oración y a la
meditación. Las visiones, que habían sido muchas, después de la ya citada, y no obstante
que ella procuraba rechazarlas con fuerza, se
hacen ahora casi continuas, más largas, más
perfectas. De la visión exterior, o sea de la
que es percibida por la vista, pasa rápidamente a la imaginativa, que busca albergue en la
imaginación, para sumergirse luégo, casi por
todo el resto de su vida, en una visión intelectual que ni el sueño logra interrumpir y que
le proporciona un conocimiento intuitivo y sobrenatural de cosas espirituales y corporales,
con abstracción absoluta de toda clase de especies sensibles. Ha comenzado la época de los
grandes favores.
y aquí precisa llamar la atención hacia una
característica esencial de las visiones teresianas. Nadie que las haya tenido más numerosas, y nadie también que las haya tenido más
humanas y tiernas: ya es Cristo, que la toma
de las manos y se las acaricia suavemente; ya
es el mismo Cristo, que la excita a tocarle las
Llagas y a hundir sus dedos entre la abierta
del Costado; ya es María Dolorosa, que coloca
el Cuerpo despedazado de su Hijo en los brazos temblantes de la monja; ya es un reclinar
la cabeza sobre el propio Corazón de Quien
la induce a ello con empeño amoroso; ya es
un sentirse bañada íntegramente, como con tibio vino, en la Sangre preciosa de Jesús; ya es,
en fin, el Angel hermosísimo que le atraviesa
el corazón con una flecha en cuya punta arde
una llama de amor que, desde entonces, le incendia completamente toda el alma. Son visiones, ]0 repito, de un atrevimiento que espanta. Y leedlas, hasta con sus menores detalles, relatadas por la propia Teresa: la luz se
hace entonces más luz, la pureza se vuelve más
pura, y hasta la misma castidad como que se
torna más casta. Todo en ellas, en efecto, excluye totalmente aun la menor huella de sensualidad y de humana delectación: quiere a
veces conocer el color de los ojos de Cristo,
porque es mujer y como tal curiosa, y la visión
se desvanece en el instante sin dejárselos conocer; ve carne, pero aquella carne se le presenta -según su propia expresión- glorificada, o, 10 que es lo mismo, hecha idealidad y
hecha éter. Hasta en asuntos como éste resplandece la Divinidad de Jesucristo.
**
Pero si los éxtasis de Teresa y el milagro del
incendio de su corazón, o trasverberación (todavía comprobable por nuestros ojos pues intacta se conserva aquella entraña) han dado
origen a estudios profundísimos y a obras dignas del mayor estudio, hay un milagro teresiano en el que me parece que no se ha profundizado aún lo suficiente: ese milagro es la escritora.
Muchas historias de la literatura, muchos
estudios críticos he tenido ocasión de analizar,
en este punto. No hay historiador ni crítico
que deje de asignar a Teresa uno de los primeros puestos en la historia de la prosa castellana; pero ninguno, que yo sepa, que la naya
colocado en el lugar que en realidad le corresponde: el que tiene Bocaccio en la italiana, el
que corresponde a Platón en la griega. Y valE:
la pena plantear siquiera la cuestión, ya que
el tiempo no me alcanza para llegar, en este
y en otros puntos, al rondo mismo del asunto.
Recordemos un hecho, ante todo: las obras
teresianas son anteriores, en muchos años, a
' las de Cervantes, Fray Juan de los Angeles,
Mariana, Quevedo, Rivadeneira y demás grandes maestros de la prosa castellana. Cuando
Teresa, pues, cumpliendo las órdenes de sus
confesores y los deseos de sus monjas, inicia
la redacción de los doce volúmenes que de ella
nos quedan, la lengua castellana es todavía el
lenguaje áspero y austero de los soldados y de
los juglares, o el latinizado y retórico de los
frailes y de algunos escasos eruditos. Dos únicos modelos se ofrecen a su imitación: la "Celestina", de una parte, obra que sin duda no
leyó y cuyo estilo difuso y ergotista es absolutamente contrario a su carácter, y la prosa
ciceroniana y rotunda de Fray Luis de Granada, contraria también a su temperamento, el
que buscaba más la sencillez que la abundancia y menos el ritmo que la claridad.
Teresa, entonces, se adelanta a la estética li215
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:=-teraria moderna. Comprende, sin pensarlo, que
la verdadera originalidad está en ser siempre
semejante a sí mismo, en seguir sin temores
el curso del propio ritmo interior, en dejar que
las frases salgan caldeadas no por el incendio
del procedimiento sino por el vaho del alma;
y en vez de mojar la pluma en el cerebro la
empapa en el jugo del pI'opio corazón y la deja
correr sin detenerse como en sabrosa plática.
En ese mismo instante, sin que Teresa se lo
haya propuesto, nace la auténtica prosa castellana: es lengua seca y dura como lenguaje de
soldados y frailes; es ascua que, encendida en el
horno de los divinos amores, se derrite cual cer:l
entre sus manos virginales, y que, domesticada
por su sencillez y su gracia, se hace las voce:5
inefables, las cláusulas amplias, los paréntesis
juguetones, las curvas armoniosas y los finaleq
repiqueteantes de que se valdrán luégo el de
León y el de Henares para explicar los nombres de Jesús o para delinear con rasgos eternos la figura magra de un Hidalgo.
Pero si de la simple forma se pasa al fondo
mismo de las obras teresianas, el milagro es todavía más patente ... Desde que el corazón huroano f'mpo de la ansiedad sin límites, del hambre de eternidad, de la sed de infinito, busc6
y más buscó la manera de unirse con lo increado, parar el tiempo, confundirse con Dios.
Vinieron entonces las abstracciones del Areopag-ita, alma enorme desprendida de toda realidad terrenal; las poéticas enseñanzas del dE'
Asís, quien trepa sobre las criaturas para mejor Ilegal' a su Creador; el intelectualismo o el
afectismo de escuelas diversas que preconizaron el pensamiento o el amor como alas con que
lo humano puede subir a lo divino; los deliquios arrebatados del de Hipona, gigante corazón en el que todo es vida y todo fuego; las
líneas regulares y arm6nicas del portentoso
edificio alzado por el genio de la Sumnta y, en
fin, los senderos caprichosos por entre los cuales la ardiente imaginaci6n de San Buenaventura ha1l6 las huellas del Eterno. Todo aquello
encerraba fragmentos de verdad, pero no ofrecía un cuerpo de doctrina completo. Y Teresa,
partiendo de la observaci6n interior y uniendo
de manera admirable el conocimiento de Dios
con el del hombre, aprovecha lo aprovechable
que conoce, completa lo fragmentario, precisa
10 que parecía imprecisable, explica con una
simple comparación la teoría más ab~trusa y
elevada, y de sus manos sale la mística cristiana como había salido la 16gica de las de Aristóteles: inmutable y perfecta. Tan es esto así
que el otro gran padre de la mística, San Juan
de la Cruz, prescinde totalmente de ir describiendo por grados las evoluciones de la vida
interior, parte positiva y fundamental tratad~
ya por su Maestra ilustre, yen vez de los consuelos de la gracia describe la negativa de los
misterios ocultos en esos dones, o sea las h6rridas pruebas de la noche del espíritu.
y si mis opiniones personales sobre Teresa,
como escritora en prosa, van bastante más lejos que las de críticos a quienes admiro y respeto, en lo que atañe a la escritora en verso
tampoco formo coro a quienes la consideran
como figura de escasa importancia. Olvidan
ellos que Teresa no cultiv6 la poesía sino como
simple entretenimiento. como solaz para sus
monjas, como capricho femenil, y que, en consecuencia, es absurdo buscar en sus poesías la
perfección y la elegancia que s610 pueden exigirse a obras destinadas a la publicidad escritas por profesionales del arte. Y aun así, ¡qué
de bellezas inefables, qué de fruiciones deliciosas, qué de sentimientos divinos, qué de nostalgias celestiales en las sencillas coplas teresianas! i C6mo vienen ellas a clavarse en el coraz6n como saetas de oro! i Cuán cierto se hace al leerlas aquello de que la poesía no está
en la forma de la idea sino en la idea misma,
. si ésta es bella!. .. Ya es el arrullo delicioso:
ada te turbe,
nada te espante;
todo se pasa,
Dios no se muda;
la paciencia
todo lo alcanza;
quien a Dios tiene
nada le falta:
sólo Dios basta . ..
Ya es también el grito flameante de la "dulce incendiaria", de la "intrépida hija del deseo" de que hablara Crashaw:
Mira que el amor es fuerte;
Vida, no seas molesta;
mira que sólo te resta
para ganarte, perderte!
Venga ya la dulce muerte,
el morir venga ligero,
que muero porque no muero!
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S end e ros
y ¿ para qué continuar trascribiendo? . .. Fijaos bien. En las poesías de Teresa, como en
las verdader:lS poesías, la palabra se desvanece
ante la cosa, porque la idea y el sentimiento
son los que comunican valor a la expresión;
el mundo de af uera apenas es en ellas el escenario en que aparece el de adentro, y la emoción de que r ebosan se convierte en nosotros,
ante ella s, en una emoción que nos levanta al
cielo con a las invisibles. Decididamente, el alma
de Ter esa es una cítara pulsada por las manos
de Dios.
Pero la digresión ya larga, y Teresa no'
aguarda en su celda . . .
:;:
:::
Allí está, entre un corr o de monja . Las privaciones, la vida inter ior, una continua enfermedad . han surcado su rostro de arrugas y han
ido borrando de él ese color r osado que lo hizo
comparar mucha veces con las frescas manzanas avileñas. Su voz es más tranquila, más
pausada, pero en el brillo de los ojo y en la
expresión del semblante, se ve a las claras, desde el primer momento, que Teresa es la misma
de otros tiempos: la emprendedora, la inquieta, la convincente, la luchadora. La gr acia, como enseña Santo Tomás, no sólo no desvirtúa
la naturaleza sino que, antes bien, la perfecciona, y el ansia de aventuras que desde la más
t ierna edad había saturado el alma de esta
virgen la está llevando ahora a proponer a varias compañeras una empresa titánica.
Desde que el temor se cambió en su alma
por el amor, ha comprendido que el ambiente
que se respira en el Convento no es el más apropiado para que el espíritu se perfeccione, y desea que ese ambiente -mitad mundano, mitad celestial- se cambie por otro en el que
sólo aliente Dios. Ha visto crecer como espuma
las órdenes de combate fundadas por Domingo
de Guzmán y por Ignacio de Loyola, y ha adivinado que la vanguardia activa necesita el
apoyo de quienes, a la retaguardia, también
combaten al enemigo pero con armas diferentes: la contemplación, el renunciamiento, la
plegaria. y propone, sin ambajes, que renunciando a las concesiones existentes torne el
Carmelo a su terrible austeridad.
Aqueilo equivale a remover hasta en sus cimientos la corrupción reinante en esa época.
Proponer a monjas frívolas para quienes la vida es agradable hasta el extremo, que no duerman en 10 sucesivo sino sobre un jergón de
paja, que ayunen ocho meses al año, que se
disciplinen, que sufran, que usen cilicios desgarradores, es, en realidad, una locura inexplica ble. Inexplicable, de no tenerse en cuenta
qu e Ter eRa de Ahuma da, unida ahora en ml:".tl'imonio espiritual con el Amado de su alma,
se ha convertido en Teresa de J es ús, la a rdiente loca del amor divino.
La sola exposición de su proyecto suscita
contra Teresa una per secución que, burla primero, murmuración después, calumnia luégo,
llega hasta la misma Inquisición, ante la cua l
e acusa a la santa como falsaria. Monj as, sacerdotes, obispos y hasta el mismo N uncio de
Su Santidad, Monseñor Sega, se dejan llevar
por la ola de desconfianzas y detracciones qne
se ha levantado contra la fémina inquieta. La
reforma t r opieza con dif icultades invencibles.
No es posible desarraigar un ár bol ya muy
grande.
K o importa. Dentro del cuerpo de Teresa, debilitado por los años y las enfermedades, S8
oculta un alma de gigante, capaz de todas las
empresas y de todos los sacrificios. Aquella mujer tan atrayente y simpática que con la fuerza de esa atracción y simpatía había logrado
que un hermano la acompañara al martirio, que
otro se hiciera religioso como ella y que su anciano padre accediera a perderla para siempre,
aparece otra \'ez, más atrayent e, más simpática, más locuaz, o, en una sola palabra, más
mujer . Sorprende a los sagaces diplomáticos, se
impone a los prelados, salva obstáculos que parecían insalvables, y a fuerza de prudencia, d ~
tino y de talento, consigue adeptos para la reforma y logra el permiso para realizarla.
Es ya casi una anciana. No cuenta ni con dinero, ni con \'aledores, ni con el público. Nada
la arredra . A pie unas veces, en carretas primitivas otras, a lomo de ca11sados jamelgos, en
ocasiones, se da a viajar sin descanso, verdadero Caballero Andante de Cri to, en busca de
almas que redimir y de cOl1\'entos que fundar.
Por todas partes la incomprensión, el odio y
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hasta la violencia de los más. Agobiada por la
sed se la ve muchas veces en los caminos de
Castilla; desfallecida por el hambre llega otra'
tantas a posadas en las que se niegan a atenderla; en pleno rigor del invierno tiene que
dormir muchas noches sobre el pesebre de un establo. Y nada detiene el empuje de aquella hembra castellana. A vila en 1562, Medina del Campo, cinco años después, Malagón y Valladolid, al
siguiente, Toledo y Pastrana en seguida, Salamanca, Alba de Tormes, Segovia, Beas, Sevilla.
Caravaca, Palencia, Burgos, Villanueva de la Jara, Soria y muchas otras ciudade y aldeas se
ven obligadas a dar asilo entre u propias entrañas a los monasterios con que Teresa realizli.
un ideal. Diez y seis conventos para mujeres,
catorce para hombres. Pensad en lo que significa la fundación de treinta conventos de regla
rigidísima sin un céntimo (sin una blanca, como dice ella donosamente), sin vías de comunicación, sin elementos, sin el favor popular, sin
propaganda, sin ayuda efectiva, y todo eso por
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Sendero s
una anciana enferma y en una época materialista y corrompida, y decidme si no es esa la
mayor hazaña que se haya realizado en el
mundo.
y hay más todavía. Los conventos no sólo
exigen capilla, coro y capellán, sino que necesitan también de la despensa, de la cocina, del
refectorio. Teresa, mujer, y mujer esencialmente femenina, desciende a los detalles más
prosaicos y deja en todo la huella de su talento práctico. Ella adquiere los platos y los
cobertores, ella dispone las meriendas, ella cuece las habas, ella cuida de las enfermas con so .
lícito afán, ella siembra de rosas y claveles el
jardín sombreado de sus conventos. Y es ella,
empero, la vidente, la excelsa, la sublime, la
incomparable, la única mujer a quien la Iglesia ha dado el título de Doctora. .. Cabe aqlií
preguntar: ¿ cuándo es más grande y más mujer: cuando se embebe en los misterios del
cielo y funda la mística cristiana, o cuando
baja a los más viles menesteres y las manOti
que habían acariciado el cuerpo del Dios-Hombre se manchan de carbón y de lodo? .. Yo
no sabría decirlo, francamente.
**
.
Fundado el monasterio de Burgos, toma Teresa el camino de Palencia y de Valladolid,
acompañada de su sobrina Teresita. Quiere regresar cuanto antes a Avila, en donde la doncella recibirá el velo de carmelita descalza de
manos de su tía. Llegada a Medina del Campo
se le comunica una orden del Padre Provincial, según la cual debe torcel' el rumbo hacia
Alba de 'l'ormes: doña María Enríquez de Toledo, ferviente admiradora de Teresa, quien~
que ésta la acompañe en un trance difícil; creí::
más en Teresa que en San Ramón Nonato.
Ríe Ter~sa de la ingenuidad de doña María;
pero el capricho de ésta le causa una profu!1ua
contrariedad. Cuenta ya algo más de 67 años,
se halla fatigada en extremo, siente fiebre y
dolores, y quizás ha acariciado muchas vecef;
el deseo de pasar los últimos días de la existencia en su querida celda del monasterio de
A vila, totalmente entregada a la meditación y
al silencio. La santa obediencia, sin embargo,
pesa más en su alma que el anhelo del goce y
la necesidad del descanso. A pie, por caminu
penosísimo, en todo el rigor de la estación y
sin más compañía que una joven miedosa, toma el camino de la ciudad ducal. El 20 de septiembre de 1582 llega a ella.
Lo que llega a Alba de Tormes, empero, no
es una mujer: es un cadáver que ambula. Cuidados filiales de las monjas la reponen un
tanto, y cayendo y levantando permanece algunos días. El 29 la postración es ya definitiva: apenas puede pasar el alimento, con esfuerzo mueve los brazos, su tronco se hace rígido ... En aquel cuerpo gastado, con todo, hay
un órgano que no flaquea jamás: el corazón.
Horno encendido, manantial abundante, volcán
en erupción, de él saltan sin descanso a los
labios, hechas plegarias y suspiros, las ambiciones santas del amor que lo incendia. "Señor
mío y Esposo mío, ya es llegada la hora deseada; tiempo es ya que nos veamos; Amado mío
y Señor mío, ya es tiempo de caminar; vamos
muy en horabuena; cúmplase vuestra voluntad;
ya es llegada la hora en que yo salga de este
destierro, y mi alma goce en uno de Vos, que
tanto ha deseado" . Así dice, así repite de continuo la que ahora más que nunca muere de dolor
de no morir porque sabe muy bien que la muel"
te ha de unirla para siempre con Dios. Así dice,
así repite y los arrullos de la paloma enamorada son también los rugidos de la leona que
se siente prisionera en una jaula.
El 4 de octubre, 15 del mes, de acuerdo con
la reforma gregoriana, se le lleva la Santa Comunión, atendiendo a su deseo reiterado. La.
vista de la Sagrada Forma le llena el semblante de rubor, le arranca lágrimas, la hace postrarse de rodillas en un esfuerzo prodigi01'o.
Recibe la Hostia como besándola con un be~o
que anhela prolongarse hasta lo infinito, sonríe con la más inefable de las sonrisas, Cl'uza
las manos sobre el pecho y, así sonriente, así
ruborosa, así fundida con su Amado en un
beso castísimo, vuela Teresa de Jesús, ('n un
suspiro, a la región de los ángeles. Por vez primera puede afirmarse sin hipérbole que 'Jna
mujer murió de amor ...
*
::<
y he llegado, Teresa, Madre mía, al término
de esta sencilla evocación. Como te adivino,
como te siento, como te amo, te hice surgir del
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Senderos
viejo ambiente castellano, me embelesé con tus
retozos infantiles, con tus luchas de hembra,
con tus anhelos de santa, con tus éxtasis de vidente, con tus enseñanzas de maestra, con tus
andanzas de reformadora. .. y a medida que
iba trazando tu semblanza -nuevo Fray Juan
de la Miseria, tJe
intó acaso más. fea '1 legañosa- iba pasando por mi fanta;sía la imagen misma de la nación más grande del planeta en el momento más grande de la historia
de la humanidad... La España de los siglos
de oro fue realidad y ensueño, y nadie nunca
tan de realidad y de ensueño como tú; la España de los siglos de oro fue austera y alegrE.
al propio tiempo, y tú reuniste la austeridad y
la alegría en tu vida y tu obra; la España de
los siglos de oro fue una victoria tras lucha
gigantesca, y tú fuiste la victoria de tu yo en
la lucha brutal contra ti misma; la España de
los siglos de oro quedó trazada para siempre
en las figuras de un loco y un cuerdo, y tú,
tan loca como Don Quijote y tan cuerda como
Sancho, recorriste los campos de Castilla, como
aquéllos los de la Mancha, luchando también
contra los malandrines, hablando a los pastores en idioma celeste, montada lo mismo en
el Rocinante de la quimera que en el pollino
del buen sentido, u olvidándote de todo para
subir a las estrellas en el divino Clavileño de
la oración. Sólo que tú fuiste más grande que
tu España: cuando ésta no cupo ya en el mundo, trocó por otro las joyas de su Reina; cuando
tú no cupiste ni en España ni el mundo, tendiste una escala de oro que comunicara la tier c e i lo.
Dormida ahora sobre tu 1 cho de muerte, ya
no eres solamente 10 que fuiste para Balmes
y Bossuet: la mujer más grande de la historia
universal, excepción hecha de la Madre de
Dios. Eres ahora, con la misma excepción, la
Santa más grande del catolicismo .. . Deja,
pues, que ante ese lecho me pros terne de hinojos y que mi voz se trueque en oración. Yescucha, Madre mía, la plegaria que elevo ... Bien
sabes que nadie te admira como yo, que nadie te ill).plora con más fe y más confianza, que
tu sombra dirige mis actos y mis deseos, que
tus enseñanzas me confortan en los momentos
de prueba, que tu imagen preside mi vigilia y
mi sueño y que hasta se enorgullece con tu
nombre el más hermoso de los retoños de mi
sangre. ¡Vuelve piadosa los ojos a quien así te
invoca con el alma en los labios, y que sobre
mi hogar y sobre los míos, caiga, hecha amparo y consuelo, la sombra de tu manto carmelita!
NICOLAS BAYONA POSADA
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©Biblioteca Nacional de Colombia
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